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Castidad y amor

Ron Rolheiser - Domingo, 16 de septiembre de 2018

¡Ay de la castidad que no se practica por amor, pero ay del amor que excluye la castidad!
Estas son las palabras de Benoit Standaert, un monje benedictino, y creo que pueden ser
provechosas para nuestra cultura de hoy, donde, en detrimento de todos, los sexualmente
activos y los comprometidos con el voto de celibato por igual, la sexualidad y la castidad son
generalmente vistas como opuestas entre sí, como enemigas. Lamentablemente, esta
oposición no se comprende muy bien hoy en día, ni en nuestra cultura ni en nuestras iglesias.
En nuestra cultura actual, la castidad se ve principalmente como una ingenuidad, una falta de
sofisticación crítica, una cualidad que se honra y se protege únicamente en los niños. De
hecho, dentro de la cultura popular actual, la castidad es frecuentemente despreciada y vista
como una rigidez moral basada en el miedo. Irónicamente, en nuestras iglesias, muchos de
nosotros que tratamos de defender la castidad no parecemos más saludables. Nunca
vinculamos la castidad que defendemos, con una espiritualidad lo suficientemente sana como
para poder celebrar la sexualidad como un hermoso regalo de Dios que está destinado a ser
vinculado a la exuberancia, la espiritualidad y el deleite.
La sexualidad y la castidad no son enemigas, como nuestra cultura e iglesias lo hacen
parecer. Son diferentes caras de la misma moneda. Se necesitan la una a la otra. La
sexualidad sin castidad se queda sin alma y no es respetuosa. Por el contrario, la castidad
que se ve a sí misma como algo superior o divorciada del sexo, terminará invariablemente en
esterilidad, juicio e ira. ¡Ay de cualquiera de las dos, si no se toma en serio a la otra!
Desafortunadamente, con pocas excepciones, nuestras iglesias nunca han captado bien la
sexualidad; así como nuestra cultura, con aún menos excepciones, nunca ha captado bien la
castidad. Uno busca, en vano, una espiritualidad cristiana de la sexualidad que sea
verdaderamente sana y que honre adecuadamente el maravilloso regalo que Dios nos dio en
nuestra sexualidad. Asimismo, se busca, normalmente en vano, una voz secular que capte la
importancia de la castidad. Cuando Moisés estaba de pie frente a la zarza ardiente y Dios le
dijo: "Quítate los zapatos porque el suelo sobre el que estás parado es santo, Dios estaba
hablando preeminentemente de cómo nosotros, como humanos, estamos de pie frente a los
demás dentro del misterio del amor y la sexualidad. El sexo es vivificante sólo si se da y se
recibe con el debido respeto.
La sexualidad, como sabemos, es más que el sexo. Cuando Dios creó a los primeros seres
humanos, Dios los miró y dijo: "¡No es bueno para una persona estar sola!" Esto no sólo era
cierto para Adán y Eva, sino para todos los seres humanos, todos los seres vivos y todas las
moléculas y átomos del universo. No es bueno estar solos y la sexualidad es el fuego dentro
de nosotros que, en cada nivel de nuestro ser, consciente e inconsciente, cuerpo y alma, nos
lleva más allá de nuestra soledad, hacia la familia, la comunidad, la amistad, la compañía, la
procreación, la concreción, la celebración, el deleite y la consumación. La sexualidad está
ligada a nuestro instinto de seguir respirando y no puede separarse de lo sagrado que
sentimos dentro de nosotros como criaturas hechas a imagen y semejanza de Dios. Y, como
energía, la sexualidad es sagrada, para nunca ser denigrada en nombre de algo superior o
reducida a lo casual.
La castidad, como no siempre sabemos, no es ni siquiera un concepto sexual. Se trata de
mucho más. La castidad es el respeto apropiado y la paciencia apropiada, no sólo por la
forma en que nos posicionamos ante el sexo, sino por la forma en que estamos ante toda la
vida. La castidad no es celibato, mucho menos frigidez. Uno puede ser célibe, pero no casto;
así como uno puede ser sexualmente activo y casto. La castidad, bien entendida, no es anti
sexual; se esfuerza por proteger la sexualidad de su propio poder excesivo, rodeándola de los
filtros, la paciencia y el respeto necesarios, permitiendo así que la otra persona sea
plenamente ella misma, permitiéndonos ser plenamente nosotros mismos, y permitiendo que
el sexo sea lo que estaba destinado a ser, un don sagrado y vivificante.
Annie Dillard en Holy the Firm ofrece una interesante imagen de castidad. Ella describe cómo,
un día, al ver a una mariposa luchar para salir de su capullo, cedió a la impaciencia. El
proceso fue fascinante pero interminablemente lento; en un momento dado, ella tomó una
vela y agregó un poco de calor al capullo. La mariposa entonces emergió más rápidamente,
pero, debido a que el proceso no había tenido el tiempo y la libertad necesarios para
desarrollarse en sus propios términos, la mariposa emergió con las alas dañadas. No se
había dado el orden natural de las cosas, su debido valor, una falta de castidad, una
impaciencia desacertada, una prematuridad que causa cojera en la naturaleza.
La sexualidad y la castidad se necesitan mutuamente. La sexualidad trae la energía, el
anhelo, el fuego y la urgencia que nos mantienen conscientes, consciente e
inconscientemente, de que no es bueno estar solos. Si lo apagamos, nos volvemos estériles y
nos enfadamos. La castidad, por otra parte, nos dice que, en ese proceso de buscar la unión
con todo lo que está más allá de nosotros, debemos tener suficiente paciencia y respeto para
dejar que el otro sea plenamente otro y que nosotros mismos seamos plenamente nosotros
mismos.
Cerrando un abismo insalvable

Ron Rolheiser - Miércoles, 26 de septiembre de 2018

"Además de todo esto, entre tú y nosotros se ha abierto un gran abismo, de modo que los que
quieran pasar de aquí a ti, no pueden hacerlo, y nadie puede cruzar de allí a nosotros."
Abraham dice estas palabras a un alma que está en el infierno en la famosa parábola del rico
y Lázaro (Lucas 16, 19-21) y generalmente se entiende como que entre el cielo y el infierno
existe un abismo que es imposible salvar. Nadie pasa del infierno al cielo. El infierno es para
siempre y ninguna cantidad de lamento o arrepentimiento te llevará al cielo. De hecho, una
vez en el infierno, nadie en el cielo puede ayudarte tampoco, ¡la brecha entre los dos es
eternamente definitiva!
Pero eso no es lo que enseña esta parábola.
Hace algunos años, Jean Vanier pronunció las prestigiosas conferencias de Massey y retomó
esta parábola. El punto en el que hizo énfasis es que el "abismo insalvable" al que aquí se
hace referencia no es la brecha entre el cielo y el infierno, tal como se entiende en la mente
popular. Más bien, para Vanier, la brecha insalvable ya existe en este mundo en términos de
la brecha entre ricos y pobres, una brecha que siempre hemos sido incapaces de salvar.
Además, es una brecha con más dimensiones de las que imaginamos en un principio.
¿Qué es lo que separa a los ricos de los pobres tan definitivamente con un abismo que, al
parecer, es imposible salvar? ¿Qué podría cerrar esa brecha?
El profeta Isaías nos ofrece una imagen útil (Isaías 65, 25). Basándose en un sueño
mesiánico, nos dice cómo se cerrará finalmente esa brecha. En la era mesiánica, cuando
estemos en el cielo, porque es allí, en una época en la que la gracia de Dios es finalmente
capaz de afectar la reconciliación universal, donde el "lobo y el cordero se apacentarán
juntos" (o, como se lee comúnmente, "el león y el cordero se acostarán juntos").
El león y el cordero se acostarán juntos. ¡Pero los leones matan corderos! ¿Cómo puede
cambiar esto? Bueno, esa es la brecha insalvable entre el cielo y el infierno. Esa es la brecha
entre la víctima y el asesino, el impotente y el poderoso, el acosado y el acosador, el
despreciado y el intolerante, el oprimido y el opresor, la víctima y el racista, el odiado y el que
odia, el hermano mayor y su hermano pródigo, el pobre y el rico. Esa es la brecha entre el
cielo y el infierno.
Si esto es lo que Isaías intuye, y creo que lo es, entonces esta imagen contiene un poderoso
desafío que va en ambos sentidos: No es sólo el león el que necesita convertirse y volverse
sensible, lo suficientemente comprensivo y no violento como para acostarse con el cordero; el
cordero también necesita convertirse y moverse a niveles más profundos de comprensión,
perdón y confianza para poder acostarse con el león. Irónicamente, esto puede ser un reto
mayor para el cordero que para el león. Una vez heridos, una vez victimizados, una vez
odiados, una vez escupidos, una vez violados, una vez golpeados por un matón, una vez
discriminados por razones de género, raza, religión u orientación sexual, se vuelve muy difícil,
casi imposible existencialmente, perdonar verdaderamente, olvidar y avanzar con confianza
hacia el que nos hirió.
Este es un dicho difícil, pero la vida puede ser tremendamente injusta a veces y quizás la
mayor injusticia de todas no sea la injusticia de ser victimizados, violados, o asesinados, sino
que, después de todo lo que se nos ha hecho, se espera que perdonemos a quien nos lo hizo
y que al mismo tiempo sepamos que a quien nos lastimó probablemente le resulte más fácil
dejar el incidente y avanzar hacia la reconciliación. Esa es quizás la mayor injusticia de todas.
El cordero tiene que perdonar al león que lo mató. Y, sin embargo, ésta es la invitación a
todos los que hemos sido víctimas. Parker Palmer sugiere que la violencia es lo que sucede
cuando alguien no sabe qué más hacer con su sufrimiento y que el abuso doméstico, el
racismo, el sexismo, la homofobia y el desprecio por los pobres son todos resultados crueles
de esto. Lo que necesitamos, sugiere, es una mayor "imaginación moral".
Creo que tiene razón en ambos aspectos: la violencia es lo que ocurre cuando la gente no
sabe qué hacer con sus sufrimientos y necesitamos una mayor imaginación moral. Pero
entender que nuestro abusador está en un dolor profundo, que el abusador mismo fue
intimidado primero, generalmente no hace mucho para aliviar nuestro propio dolor y
humillación. También, imaginarnos cuán idealmente debemos responder como cristianos; es
útil, pero no nos da por sí mismo la fuerza para perdonar. Se necesita algo más, es decir, una
fuerza que actualmente nos supera.
Esta es una enseñanza difícil, una que debe ser presentada con claridad. ¿Cómo perdonas a
alguien que te violó? En esta vida, en su mayor parte, es imposible; pero recuerda que Isaías
está hablando del tiempo mesiánico, un tiempo en el que, finalmente, con la ayuda de Dios,
seremos capaces de salvar ese abismo insalvable.
¿Cómo actúa Dios en nuestro mundo?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Domingo, 4 de febrero de 2018

Hay una singularidad en los evangelios que pide una explicación: Jesús -según parece- no
quiere que la gente conozca su verdadera identidad como el Cristo, el Mesías. Continúa
avisando a la gente que no revele que él es el Mesías. ¿Por qué?
Algunos eruditos se refieren a esto como “el secreto mesiánico”, sugiriendo que Jesús no
quería que otros conocieran su verdadera identidad hasta que las condiciones maduraran
para ello. Hay algo de verdad en eso, hay un momento oportuno para cada cosa, pero eso
deja aún la cuestión sin responder: ¿Por qué? ¿Por qué Jesús quiere mantener su verdadera
identidad en secreto? ¿Qué constituirían las condiciones idóneas en las que debería ser
revelada su identidad?
Esa cuestión es el escenario central en el evangelio de Marcos, en Cesarea de Filipo, cuando
Jesús pregunta a sus discípulos: “¿Quién decís vosotros que soy yo?” Pedro responde: “Tú
eres el Cristo”. Entonces, en lo que parece ser una respuesta sorprendente, Jesús, más bien
que elogiar a Pedro por su respuesta, le advirtió severamente de que no dijera a nadie sobre
lo que acaba de confesar. Pedro aparentemente le ha dado la cabal respuesta, y en cambio
Jesús inmediatamente, y en serio, le advierte de que se guarde eso para sí. ¿Por qué?
Dicho simplemente, Pedro tiene la respuesta adecuada, pero también la comprensión
equivocada de esa respuesta. Tiene una noción falsa de lo que significa ser el Mesías. En los
siglos que condujeron al nacimiento de Jesús y entre los contemporáneos de Jesús hubo
numerosas nociones de aquello a lo que el Cristo se parecería. No sabemos qué noción tenía
Pedro; pero, obviamente, no era la correcta, porque Jesús inmediatamente le para. Lo que
Jesús dice a Pedro es no tanto “No digas a nadie que yo soy el Cristo” sino más bien “No
digas a nadie que yo soy lo que tú piensas que debería ser el Cristo. Eso no es lo que yo
soy”.
Como virtualmente todos sus contemporáneos, y no Había diferencia entre sus fantasías de lo
que un Salvador debería parecer, Pedro sin duda pintó al Salvador que iba a venir como un
Superman, un Superstar que vencería al mal por un triunfo mundano en el cual simplemente
dominaría mediante poderes milagrosos todo lo que fuera reprochable. Tal Salvador no
estaría sujeto a ninguna debilidad, humillación, sufrimiento ni muerte, y su superioridad y
gloria tendrían que ser conocidas por todos, quisieran o no. No habría acreedores inflexibles;
su demostración de poder no dejaría lugar a duda u oposición. Triunfaría por encima de todo
y reinaría en una gloria tal como el mundo concibe la gloria, esto es, como el Último Ganador,
como el Último Campeón: el ganador de la medalla olímpica, de la Copa Mundial, la Super
Bowl, la Academia Premiada, el Premio Nobel, el ganador del gran trofeo o el espaldarazo
que sitúa a uno definitivamente sobre otros.
Cuando Pedro dice “¡Tú eres el Cristo!”, manifiesta su opinión sobre eso, como gloria terrena,
triunfo mundano, como un hombre tan poderoso, fuerte, atractivo e invulnerable que todos
simplemente tendrían que caer a sus pies. De ahí que Jesús replica severamente: “¡No digáis
a nadie nada sobre eso!”
Jesús entonces continúa para advertir a Pedro, y al resto de nosotros, quién es de hecho un
Salvador. No es un Superman ni Superstar en este mundo, ni un hacedor de milagros que
probará su poder a través de espectaculares acciones. ¿Quién es, pues?
El Mesías es un Mesías que muere y resucita, alguien que en su propia vida y cuerpo
demostrará que el mal no se supera con milagros sino por perdón, magnanimidad y nobleza
de alma y que éstas se obtienen no aplastando a un enemigo sino amándole más
plenamente. Y la ruta para esto es paradójica: La gloria del Mesías no se demuestra
dejándonos estupefactos con espectaculares obras. Más bien se demuestra en Jesús
dejándole ser transformado a través de la aceptación, con el propio amor y gracia, de la
ineludible paciencia, humillación, rebajamiento y muerte que finalmente lo encontró. Esa es la
parte que muere. Pero cuando uno muere como eso o acepta alguna humillación o
rebajamiento de este modo hay siempre una subsiguiente ascensión a la verdadera gloria,
esto es, a la gloria de un corazón tan ampliado y alargado que es ahora capaz de transformar
el mal en bien, el odio en amor, la amargura en perdón, la humillación en gloria. Ese es el
propio trabajo de un Mesías.
En el Evangelio de Mateo, se recoge este mismo suceso y se hace esta misma pregunta, y
Pedro da la misma respuesta, pero la respuesta de Jesús a él es aquí muy diferente. En el
relato de Mateo, después que Pedro dice “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios Vivo”, más bien
que advertirle que no hable de ello, Jesús alaba la respuesta de Pedro. ¿Por qué esa
diferencia? Porque Mateo reconstruye la escena para que, en su versión, Pedro entienda al
Mesías correctamente.
¿Cómo nos imaginamos al Mesías? ¿Cómo nos imaginamos el triunfo? ¿Imaginar la gloria?
Si Jesús nos mirase fijo a los ojos y preguntase, como preguntó a Pedro, “¿Cómo me
entiendes?”, ¿nos alabaría nuestra respuesta o nos diría “¡No digas a nadie nada de eso!”?
Cómo responder

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 3 de septiembre de 2018

A veces, todo lo que puedes hacer es poner tu boca en el polvo y esperar. Es un consejo
del Libro de las Lamentaciones; y, aun cuando tal vez no sea la mejor respuesta a las
recientes revelaciones de abuso sexual del clero y su encubrimiento en la Iglesia Católica
Romana, parece la única respuesta útil disponible hoy para mí como sacerdote católico
romano. Más allá de la oración, he estado dudando si responder de otra manera a esta
situación actual, por tres razones.
Mi primera duda tiene que ver con la aparente futilidad de otra nueva disculpa y golpe de
pecho. Desde que la información sobre abusos sexuales y encubrimiento del clero se publicó
en Pennsylvania hace unas pocas semanas, ha habido disculpas emitidas por virtualmente
todas las diócesis, todas las parroquias y todos los sacerdotes de América, incluso una del
papa mismo. Aunque estas disculpas han sido casi universalmente sinceras, no defensivas y
acertadamente centradas en las víctimas, con todo no han sido bien recibidas por la mayoría.
Más generalmente, la respuesta ha sido: “¡Qué bien resulta eso ahora! ¿Dónde os
encontrabais cuando estaba sucediendo todo esto?” Las disculpas se han recibido con más
cinismo e ira que aceptación. Y, aun así, es importante que se den, aunque no estoy seguro
de que lo que yo añada le sea útil a algún otro.
Mi segunda duda proviene del hecho de que, en este preciso momento, hay tanta indignación
y disgusto acerca de este suceso, que las palabras, incluso las que son razonables,
generalmente no llegan a ser convincentes, semejante a decir a alguien recientemente
afligido por la muerte de un ser querido: “Ahora está en mejor lugar”. Las palabras son
sinceras, pero el momento es demasiado crudo como para que las palabras sean oídas. Sólo
vienen a ser efectivas después. Y esa es la situación actual; estamos en un momento de
cruda indignación y oscura pena. Estas son de hecho la misma emoción (sólo que una es
dura y la otra suave), y así para mucha gente que habla actualmente de las revelaciones de
los abusos sexuales del clero y su encubrimiento, las disculpas, aunque necesarias, no están
siendo oídas. El momento es demasiado duro.
Y una última duda: Como sacerdote con voto de celibato, soy dolorosamente consciente de
que, justamente ahora, estoy en una comprensible desventaja para tratar sobre esto. Las
víctimas hablan desde una posición de privilegio moral; justamente así, sus voces son
portadoras de una autoridad extra; pero esos que permanecen simbólicamente conectados a
los perpetradores -y ese es mi caso- son comprensiblemente oídos con sospecha. Yo acepto
eso. ¿Cómo podría ser de otra manera? En este momento particularmente cargado, ¿qué
autoridad moral puede llevar mi voz en este suceso? ¿Qué añade mi disculpa?
Pero, por lo que vale la pena, incluso dadas estas advertencias, sí ofrezco una disculpa:
Como sacerdote católico romano, quiero decir públicamente que lo que ha sucedido en la
iglesia como abuso sexual cometido por el clero y encubierto por la jerarquía es inexcusable,
profundamente pecaminoso, ha dañado irrevocablemente miles de vidas y necesita
enmienda radical en términos de llegar a las víctimas y promover un cambio estructural en la
iglesia para asegurar que esto nunca volverá a suceder.
Permitidme añadir algo más: Primero, como sacerdote católico, yo no me aparto de esto
separándome moralmente de los que han hecho mal, y declarando: “¡Ellos son culpables, yo
no!” La cruz de Jesús no permite tal escapatoria. Jesús fue crucificado entre dos ladrones. Él
era inocente, ellos no. Pero él no declaró su inocencia, y los que miraban las tres cruces ese
día no distinguieron entre el que era inocente y el que era culpable. Las cruces estaban todas
pintadas con la misma brocha. Hay momentos en que uno no declara su inocencia. Parte de
la misión de Jesús, como nuestra liturgia indica, fue “venir a ser pecado por nosotros”,
arriesgar teniendo su inocencia mezclada con la culpa y ser percibido como pecado, de modo
que ayudase a cargar la tiniebla y el pecado por otros.
Más allá de nuestras disculpas, todos nosotros, clérigos y laicos igualmente, somos invitados
a hacer algo por la iglesia precisamente ahora, a saber, ayudar a llevar este escándalo como
Jesús hizo. Separarnos, moralmente indignados, de este pecado no es el camino de Jesús ni
de la cruz.
Como María, que permaneció junto a la cruz, nosotros no debemos reproducir la ira y la
tiniebla del momento como para devolverlas del mismo modo. Por lo contrario, como ella,
debemos hacer lo único que a veces es posible cuando estamos bajo las consecuencias del
pecado, esto es, que nuestra postura, como la de María, hable profundamente a través de
una voz que, a diferencia de la amargura o el fracaso, diga: “Hoy yo no puedo parar esta
tiniebla, nadie puede. A veces, las tinieblas tienen su hora. Pero sí que puedo parar algo del
pecado y la amargura del momento al asimilarlos, no distanciándome de ellos y no
devolviéndolos del mismo modo”. A veces, la tiniebla tiene su momento, y puede ser que
nosotros, seguidores de Jesús, no nos distanciemos del pecado auto interesadamente, sino
que necesitemos ayudar a asimilarlo.
A veces todo lo que nosotros podemos hacer es poner nuestras bocas en el polvo… y orar…
y esperar. Sabiendo que, en algún momento futuro, la piedra rodará de nuevo lejos de la
tumba.
Cómo todo puede tener un final feliz

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Domingo, 14 de enero de 2018

Hay una frase en los escritos de Juliana de Norwich, la famosa mística del siglo XIV y quizás
la primera de los teólogos en escribir en inglés, que es citada sin fin por predicadores, poetas
y escritores: "Todo irá bien, y todo irá bien, y toda clase de cosas irán bien". Es su enseñanza
característica.
Todos entendemos por intuición lo que eso significa. Es nuestro fundamento para la
esperanza. Al fin, la buena voluntad triunfará. Pero la frase adquiere un significado añadido
cuando se ve en su contexto original. ¿Qué es lo que Juliana trataba de decir cuando acuñó
esa frase?
Ella estaba luchando con el problema del mal, del pecado y del sufrimiento: ¿Por qué Dios los
permite? Si Dios es todo amoroso y todo poderoso, ¿qué explicación posible puede haber
para el hecho de que Dios nos deje sufrir, nos deje pecar y deje que el mal esté presente en
todo el mundo? ¿Por qué Dios no creó un mundo sin pecado, donde todos fuéramos
perfectamente felices desde el nacimiento en adelante?
Juliana había oído bastantes sermones en la iglesia para saber la normal respuesta
apologética a eso, a saber, que Dios lo permite porque Dios nos dio el gran don de la libertad.
Con eso viene la inevitabilidad del pecado y todas sus tristes consecuencias. Esa es una
respuesta válida, aunque uno lo ha visto con frecuencia como demasiado abstracto para
ofrecernos mucho consuelo cuando estamos sufriendo. Pero Juliana, a pesar de ser una hija
leal de la iglesia y de haber sido educada en esa respuesta, no la sigue. Ella ofrece algo
diferente.
Para ella, Dios permite el mal, el pecado y el sufrimiento porque Dios los usará al fin para
crear para todos un modo más profundo de felicidad de lo que habrían experimentado si el
pecado, el mal y el sufrimiento no hubieran estado allí. Al final, esto negativo funcionará en
favor de la creación de algo positivo más profundo.
Dejadme citar a Juliana en el original (el inglés medieval en que ella escribió): Jesús, en esta
visión, me informó de todo lo que yo necesitaba que me fuera respondido por esta palabra y
dijo: El pecado es necesario, pero todo resultará bien, y todo resultará bien, y todo género de
cosas resultará bien.
Ella nos comunica que Jesús dice que el pecado es “behovely”. En inglés medieval, behovely
tiene tres connotaciones: “útil”, “ventajoso”, “necesario”. En su visión, el pecado, el mal y el
sufrimiento son al fin ventajosos e incluso necesarios al traernos a un sentido más profundo y
una felicidad más grande. (No diferente de lo que cantamos en nuestro gran himno de
Pascua: Oh feliz culpa, oh necesario pecado de Adán).
Lo que Juliana quiere que saquemos de esto no es la idea de que el pecado y el mal son de
pequeñas consecuencias sino más bien que Dios, siendo tan inimaginable en amor y poder,
es capaz de sacar buenas cosas del mal: felicidad, del sufrimiento; y redención, del pecado,
de un modo que no podemos comprender. Esta es la respuesta de Juliana a la pregunta:
¿Por qué Dios permite el mal? Ella responde no contestando, porque, en esencia, nunca
puede ser imaginada una respuesta adecuada. Más bien, coloca la cuestión en una teología
de Dios, en la cual, más allá de lo que podamos imaginar hoy por hoy y más allá de lo que la
teología puede explicar de hecho, el poder y el amor de Dios harán al fin todas las cosas bien:
enjugar toda lágrima, redimir todo mal, borrar todo mal recuerdo, descongelar todo corazón
frío y convertir en felicidad todo tipo de sufrimiento. Hay incluso una insinuación en esto de
que el triunfo final de Dios será vaciar el infierno mismo, de modo que, de verdad,
absolutamente todo tipo de ser resultará bien.
En una siguiente visión, Juliana recibió de Dios cinco veces la seguridad de que Dios tiene
facultad, puede, quiere y hará bien todas las cosas, y nosotros mismos lo veremos. Todo esto
es afirmado, por supuesto, en un concepto particular de Dios. El Dios en el que Juliana de
Norwich nos invita a creer es un Dios que está precisamente más allá de nuestra imaginación
en poder y amor. Cualquier Dios que podemos imaginar es incapaz de hacer bien todo tipo de
ser (como muchos críticos ateos ya han señalado). Esto, no exactamente verdadero en
términos de querer imaginar el poder de Dios, es particularmente verdadero en términos de
querer imaginar el amor de Dios. Es inimaginable en nuestra condición humana presente
pintar a alguien, Dios o humano, que no pueda ser ofendido, sea incapaz de airarse, no tome
en cuenta nada contra alguien a pesar del mal que éste pueda haber perpetrado, y que (como
Juliana describe a Dios) esté completamente relajado y tenga un rostro como una maravillosa
sinfonía. El Dios de nuestra imaginación, reforzado por cierta falsa interpretación de la
escritura, se ofende, se aíra, toma venganza y hace frente al pecado con rabia. Tal Dios es
incapaz de hacer bien todo tipo de cosas. Pero tal Dios tampoco es el Dios que reveló Jesús.
Si pudiéramos mirar en los ojos de Dios, dice Juliana, lo que veríamos allí “derretiría nuestros
corazones con amor y los partiría en dos con éxtasis”.
Cuando el tiempo se para

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 9 de abril de 2018

La teoría de la relatividad nos dice que el espacio y el tiempo no son lo que parecen ser. Son
relativos, lo que significa que no siempre funcionan del mismo modo ni los experimentamos
de igual manera. El tiempo se puede parar.
¿Sí? A este lado de la eternidad, parecería que no. Desde que el universo empezó con una
enorme explosión hace unos 13.8 mil millones de años, el reloj ha estado corriendo sin parar,
como un despiadado contador, moviéndose inexorablemente hacia adelante.
Sin embargo, nuestra fe sugiere que el tiempo será diferente en la eternidad, tan diferente de
hecho que ahora no podemos ni imaginar cómo será en el cielo. Como nos dice san Pablo en
la carta a los colosenses: Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede entender las cosas
que Dios ha preparado para los que lo aman. ¿Cómo se experimentará el tiempo en el cielo?
Como acabamos de afirmar, eso no se puede imaginar ahora.
¿O sí? En un admirable libro nuevo sobre la Resurrección y la Vida Eterna, Is This All There
Is? (¿Es esto todo lo que hay?), el renombrado erudito escriturista Gerhard Lohfink sugiere
que podemos experimentar el tiempo, y a veces experimentamos, como se experimentará en
la eternidad. Para Lohfink, experimentamos esto siempre que estamos en adoración.
Para él, la forma más alta de oración es la adoración. Pero ¿qué significa “adorar” a Dios y
por qué es esa la forma más alta de oración? Lohfink responde: “En la adoración no
buscamos nada más de Dios. Cuando me lamento ante Dios, es normalmente mi propio
sufrimiento el punto de partida. También cuando hago una petición, la ocasión es
frecuentemente mi propio problema. Necesito algo de Dios. E incluso cuando doy gracias a
Dios, por desgracia estoy normalmente agradecido por algo que he recibido. Pero
cuando adoro, me dejo ir de mí y miro sólo a Dios”. Se da por hecho que el lamento, la
petición y la acción de gracias son altas formas de oración. Una antigua, clásica y muy buena
definición de oración describe a esta como “levantar la mente y el corazón a Dios”, y lo que
virtualmente hay en nuestros corazones todas las veces es alguna forma de lamento, petición
o acción de gracias. Además, Jesús nos invita a pedir a Dios cualquier cosa que haya en
nuestro corazón en un momento dado: “Pedid y recibiréis”. Lamento, petición y acción de
gracias son buenas formas de oración; pero, al rezarlas, estamos siempre enfocándonos de
alguna manera a nosotros mismos, nuestras necesidades y nuestras alegrías.
En cambio, en la adoración, miramos a Dios o algún atributo de Dios (belleza, bondad, verdad
o unidad) tan fuertemente que todo lo demás se deja caer. Nos situamos en pura sorpresa,
pura admiración, temor extático, enteramente despojados de nuestros pesares, dolores de
cabeza y enfoques idiosincrásicos. La persona de Dios, la belleza, la bondad y la verdad nos
abruman como para apartar nuestras mentes de nosotros mismos y dejarnos situar fuera de
nosotros.
Y estar libres de nosotros mismos es la verdadera definición de éxtasis (del griego EK
STASIS, estar fuera de uno mismo). De esta suerte, estar en adoración es estar en éxtasis,
aunque se reconoce que no es así como generalmente nos imaginamos el éxtasis hoy día.
Para nosotros, el éxtasis es imaginado comúnmente como un temblor de tierra dentro de
nosotros, idiosincrasia en su expresión máxima. Pero el verdadero éxtasis es lo opuesto. Es
adoración.
Además, para Lohfink, no sólo la adoración es la única forma verdadera de éxtasis; es
también una manera de estar en el cielo ya ahora y de experimentar el tiempo como será en
el cielo. Así es como lo explica él: “En el milagro de la adoración, ya estamos con Dios,
enteramente con Dios, y se remueve la frontera entre el tiempo y la eternidad. Es verdad que
no podemos comprender ahora que adorar a Dios será la gloria eterna. Nosotros siempre
queremos estar haciendo algo. Queremos criticar, intervenir, cambiar, mejorar, idear. ¡Y con
razón! Ese es nuestro deber. Pero en la muerte, cuando vamos a Dios, todo eso cesa.
Entonces nuestra existencia será puro asombro, pura mirada, pura alabanza, pura adoración
e inimaginable felicidad. Por eso hay también una forma de adoración que no usa palabras.
En ella yo ofrezco mi propia vida a Dios, en silencio; y con ella, el mundo entero,
reconociendo a Dios como Creador, como Señor, como el único al que pertenece todo honor
y alabanza. La adoración es la oblación de la vida de uno a Dios. La adoración es abandono.
La adoración significa entregarse enteramente a Dios. En cuanto nos ponemos en adoración,
empieza la eternidad, una eternidad que no separa del mundo, sino que nos abre a él
enteramente”.
¡El tiempo puede pararse! Y se para cuando estamos en pura admiración, en temor, en
sorpresa, en adoración. En esos momentos permanecemos fuera de nosotros mismos, en la
más pura forma de amor que existe. En ese momento también, estamos en el cielo, no
precisamente saboreando el cielo por anticipado, sino estando de hecho en el cielo. La
eternidad será como eso, un momento como mil años, y mil años como un momento.
Cuando adoramos, el tiempo se para, ¡y estamos en el cielo!
¿Cuándo nuestra vida está cumplida?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 12 de noviembre de 2018

¿Cuándo nuestra vida está cumplida? ¿En qué momento de nuestras vidas decimos: “¡Eso es
todo! ¡Eso es el clímax! Nada que pueda hacer de ahora en adelante superará esto. He dado
lo que tengo que dar”
¿Cuándo podemos decir esto? ¿Después de haber alcanzado el punto culminante de nuestra
salud y fuerza física? ¿Después de dar a luz a un niño? ¿Después de educar acertadamente
a nuestros hijos? ¿Después de haber publicado un best-seller? ¿Después de ser famosos?
¿Después de haber ganado un campeonato mayor? ¿Después de celebrar el 60º aniversario
de nuestro matrimonio? ¿Después de haber encontrado un alma gemela? ¿Después de estar
en paz tras una larga lucha con el dolor? ¿Cuándo por fin está realizado? ¿Cuándo nuestro
crecimiento ha llegado a su punto más alto?
El místico medieval Juan de la Cruz dice que alcanzamos este punto en nuestras vidas
cuando hemos llegado a lo que él llama “nuestro centro más profundo”. Pero él no concibe
esto a la manera como comúnmente lo pintamos nosotros, esto es, como el centro más
profundo de nuestra alma. Más bien, para Juan, nuestro centro más profundo es el punto
óptimo de nuestro crecimiento humano, o sea, la madurez más profunda a la que podemos
llegar antes de que empecemos a morir. Si esto es verdad, entonces, para una flor, su centro
más profundo, su punto más alto de crecimiento sería, no su florecimiento, sino el acto de dar
sus semillas cuando muere. Ese es el punto más alto de crecimiento, su máximo logro.
¿Cuál es nuestro punto más alto de crecimiento? Sospecho que nosotros tendemos a pensar
esto a modo de algún logro concreto y positivo, como una carrera exitosa o alguna hazaña
atlética, intelectual o artística que nos ha traído satisfacción, reconocimiento y popularidad. O
bien, mirado desde el punto de vista de la profundidad de significado, podríamos responder
diferentemente a la pregunta diciendo que nuestra mayor hazaña fue un matrimonio lleno de
vida, o ser un buen padre, o vivir una vida de servicio a otros. ¿Cuándo, como lo hace una
flor, entregamos nuestra semilla? Henri Nouwen sugiere que la gente responderá a esto muy
diferentemente: “Para unos, es cuando están gustando el total resplandor de la popularidad;
para otros, cuando han sido totalmente olvidados; para unos, cuando han alcanzado el punto
culminante de su fortaleza; para otros, cuando se sienten impotentes y débiles; para unos,
cuando su creatividad está en pleno florecimiento; para otros, cuando han perdido toda
confianza en sus posibilidades”.
¿Cuándo entregó Jesús su semilla, la plenitud de su espíritu? Para Jesús, no fue
inmediatamente después de sus milagros, cuando las muchedumbres quedaban asombradas;
y no fue justo después de haber caminado sobre las aguas, ni fue cuando su popularidad
alcanzó el punto en el que sus contemporáneos quisieron hacerle rey, cuando sintió haber
llevado a cabo el proyecto de su vida y la gente empezó a ser tocada en sus almas por su
espíritu. Ninguno de esos momentos. ¿Cuándo no tuvo Jesús nada más grande que llevar a
cabo?
Vale la pena citar de nuevo a Henry Nowen, respondiendo a esta pregunta: “Sabemos una
cosa, sin embargo; para el Hijo del Hombre, la rueda se paró cuando él hubo perdido todo: su
facultad de hablar y de curar, su sensación de éxito e influencia, sus discípulos y amigos,
incluso su Dios. Cuando fue clavado en un árbol, privado de toda dignidad humana, supo que
había madurado lo suficiente, y dijo: “Está cumplido” (Juan 19, 30).
“¡Está cumplido!” La palabra griega aquí es Tetelesti. Ésta era una expresión usada por los
artistas para significar que un trabajo estaba totalmente acabado y que nada más se podía
añadir a él. También era usada para expresar que algo estaba completo. Por ejemplo,
Tetelesti era estampada en un documento de cargos contra un criminal después de que había
cumplido su total sentencia de prisión; era usada por los bancos cuando una deuda había
sido saldada; era usada por un siervo para informar a su dueño de que un trabajo había sido
completado; y era usada por los atletas cuando, cansados y exhaustos, cruzaban con éxito la
línea de meta en una carrera.
¡Está acabado! Una flor muere para desprender sus semillas; por tanto, es apropiado que
éstas fueran las últimas palabras de Jesús. En la cruz, fiel hasta el fin, a su Dios, a su
palabra, al amor que predicó y a su propia integridad, dejó de vivir y empezó a morir; y
entonces fue cuando desprendió su semilla y su espíritu empezó a impregnar el mundo.
Había llegado a su centro más profundo, su vida estaba cumplida.
¿Cuándo se detiene nuestro vivir y empieza nuestro morir? ¿Cuándo pasamos de estar en
florecimiento a entregar nuestra semilla? Superficialmente, por supuesto, es cuando nuestra
salud, fuerza, popularidad y atractivo empiezan a declinar y nosotros empezamos a
desvanecernos en los márgenes y finalmente en el ocaso. Pero cuando se ve esto a la luz de
la vida de Jesús, observamos que en nuestro desvanecimiento, como una flor mucho más allá
de su belleza, empezamos a entregar algo de más valor que el atractivo del florecimiento.
Entonces es cuando podemos decir: “¡Está cumplido!”.
Doble nacionalidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 20 de noviembre de 2018

Vivo a ambos lados de una frontera. No geográfica, sino una que es con frecuencia una línea
divisoria entre dos grupos.
Me educaron católico romano conservador, y conservador también en la mayoría de sus
cosas. Aunque mi padre trabajó políticamente por el Partido Liberal, casi todo sobre mi
educación fue conservador, sobre todo religiosamente. Fui un fiel católico romano en todos
sentidos. Crecí bajo el papado de Pío XII (el hecho de que mi hermano más joven se llame
Pío os dirá qué leal era nuestra familia a la interpretación de las cosas que nos daba ese
papa). Creíamos que el Catolicismo Romano era la única religión verdadera y que los
protestantes necesitaban convertirse y retornar a la verdadera fe. Memoricé el catecismo
católico romano y defendí cada palabra de él. Por otra parte, más allá de ser fieles asistentes
a la iglesia, mi familia se entregaba a la piedad y devociones: rezábamos el rosario juntos en
familia todos los días; teníamos imágenes y cuadros religiosos por toda la casa; llevábamos
medallas bendecidas colgadas del cuello; rezábamos letanías a María, a José y al Sagrado
Corazón; y practicábamos una cálida devoción a los santos. Y eso era maravilloso. Siempre
estaré agradecido por esa base religiosa.
Marché de mi casa familiar al seminario a la tierna edad de 17 años, y mis primeros años de
seminario reforzaron sólidamente lo que mi familia me había dado. Los profesores eran
buenos y nos animaban a leer a grandes pensadores en cada disciplina. Pero este
aprendizaje superior estaba siempre plantado sólidamente en unas características católicas
romanas que valoraban religiosa y devocionalmente aquello en lo que yo había sido educado.
Mis estudios todavía eran aliados de mi piedad. Mi mente iba dilatándose, pero mi piedad
permanecía intacta.
Pero el hogar es de donde partimos. Gradualmente, sin embargo, a través de los años,
cambió mi mundo. Estudiar en diferentes universidades, enseñar en diferentes facultades,
estar en contacto diario con otras expresiones de la fe, leer a novelistas y pensadores
contemporáneos y tener compañeros académicos como apreciados amigos -lo confieso- ha
puesto cierta tensión en la piedad de mi juventud. No es ningún secreto; nosotros no rezamos
con frecuencia el rosario ni las letanías a María, ni al Sagrado Corazón en las clases de
graduados ni en las reuniones de facultad.
Sin embargo, las clases académicas y las reuniones de facultad traen algo más, algo
necesitado vitalmente en los bancos de iglesia y en los círculos de piedad, a saber, una visión
teológica más amplia y principios críticos para mantener desembridada la piedad, el ingenuo
fundamentalismo y el mal dirigido fervor en los terrenos propios. Lo que he aprendido en los
círculos académicos es también maravilloso y estoy eternamente agradecido por el privilegio
de una educación superior.
Pero, por supuesto, eso es una fórmula para la tensión, aunque sana. Dejadme usar la voz de
algún otro para explicar esto. En un reciente libro, Silencio y belleza, un artista japonés-
americano, Makoto Fujimura, comparte este incidente desde su propia vida. Saliendo de la
iglesia un domingo, le pidió su pastor añadir su nombre a una lista de personas que habían
aceptado boicotear el film La última tentación de Cristo. Él apreciaba a su pastor y quería
complacerlo firmando la petición, pero se sentía reticente a firmar por razones que, en ese
tiempo, no podía expresar. Pero su esposa sí podía. Antes de que él pudiera firmar, ella
intervino y dijo: “Los artistas pueden tener otros papeles que desempeñar en vez de boicotear
este film”. Él entendió lo que ella quería decir. No firmó la petición.
Pero esta decisión le dejó considerando la tensión entre el boicot a tal película y su papel
como artista y crítico. Aquí está cómo lo dijo: “Un artista es empujado a menudo en dos
direcciones. La gente religiosamente conservadora tiende a ver la cultura como sospechosa
en el mejor de los casos y, cuando las expresiones culturales se hacen para transgredir la
realidad de la norma que ellos siguen apreciando, su reacción de la falta es oponerse y
boicotear. La gente de una comunidad artística más liberal ve estos pasos transgresores
como necesarios para su ‘libertad de expresión’. Un artista como yo, que valora tanto la
religión como el arte, estará desterrado de las dos. Yo trato de mantener juntas las dos
expresiones, pero esto es una lucha”.
Esa es también mi lucha. La piedad de mi juventud, de mis padres y de esa rica rama del
Catolicismo es real y da vida; pero así también es la crítica (a veces inquietante) e iconoclasta
teología de la academia. Las dos se necesitan desesperadamente una de otra; aun así,
alguien que esté tratando de ser leal a ambas puede, como Fujimura, acabar sintiéndose
desterrado de las dos. Los teólogos tienen también otros papeles que desempeñar, más que
boicotear películas.
Las personas a quienes tomo como guías en esta área son hombres y mujeres que, a mi
juicio, pueden hacer ambas cosas: Como Dorothy Day, que podía estar igualmente cómoda
dirigiendo el rosario o la marcha de la paz; como Jim Wallis, que puede defender tan
apasionadamente el compromiso social radical como la intimidad personal con Jesús; y como
Tomás de Aquino, cuyo entendimiento podía intimidar a los intelectuales, aun cuando podía
orar con la piedad de un niño.
Los círculos de la piedad y la academia de teología no son enemigos; necesitan abrazarse.
Dolor

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 25 de junio de 2018

Nuestra cultura no nos da fácil permiso para llorar. Su característica subyacente es que
pasamos rápidamente de la pérdida y el daño, mantenemos nuestras penas en silencio,
permanecemos siempre fuertes y seguimos con la vida.
Pero el dolor es algo que es vital para nuestra salud, algo que nos debemos. Sin dolor,
nuestra única elección es crecer duramente ante el contratiempo, el rechazo y la pérdida. Y
éstos siempre se dejarán sentir.
Tenemos muchas cosas por las que llorar en la vida: siempre estamos perdiendo a personas
y cosas. Los seres queridos mueren, las relaciones se acaban, los amigos se alejan, un
matrimonio se va al desastre, un amor que queremos pero que no nos puede tener
obsesionados, un sueño acaba en decepción, nuestros hijos crecen lejos de nosotros, los
empleos se pierden, y así un día se pierden también nuestra juventud y nuestra salud. Más
allá de todas estas muchas pérdidas que buscan nuestra pena, está la necesidad de
lamentarse por la simple insuficiencia de nuestras vidas, la perfecta sinfonía y consumación
que nunca pudimos tener. Como la hija de Jefté, todos nosotros tenemos que llorar nuestra
no consumación.
¿Cómo? ¿Cómo nos lamentamos de modo que nuestro lamento no sea una insana
autoindulgencia sino un proceso que nos reconstruya la vida y el ánimo?
Hay una simple fórmula, y la fórmula es diferente para cada uno. La lamentación, como el
amor, tiene que respetar nuestra única reticencia, aquello con lo que estamos cómodos y con
lo que no. Pero algunas cosas son las mismas para todos nosotros.
Primero, existe la necesidad de aceptar y conocer nuestra pérdida y nuestra pena por lo que
nos deja. La negación de una u otra, pérdida o pena, nunca es favorable. La frustración y
desamparo con que nos encontramos deben ser aceptados, y aceptados con el conocimiento
también de que no hay lugar donde poner el dolor, excepto -como dice Rilke- devolverlo a la
tierra misma, a la pesadez de los océanos desde los que viene por fin el agua salada que
fabrica nuestras lágrimas. Nuestras lágrimas nos conectan siempre a los océanos que nos
engendraron.
Luego, el dolor es un proceso que requiere tiempo, a veces mucho tiempo, mejor que algo
que podamos ejecutar rápidamente por una simple decisión. No podemos querer simplemente
que nuestras emociones recuperen la salud. Necesitan sanar, y la curación es un proceso
organizado. ¿Qué está implicado?
En muchas instancias existe la necesidad de darnos permiso para estar enojados, para
enfadarnos por un tiempo, para dejarnos sentir el desánimo, la pérdida, la injusticia y la ira. La
pérdida puede ser más amarga, y esa amargura necesita ser aceptada con honradez, pero
también con el coraje y la disciplina para no dejar que nos haga embestir a otros. Y para que
eso suceda, para que nosotros no echemos la culpa y embistamos a otros, necesitamos
ayuda. Todo dolor puede ser soportado si puede ser compartido, y así necesitamos que la
gente nos escuche y comparta nuestro dolor sin tratar de fijarlo. El orgullo es nuestro enemigo
aquí. Necesitamos la humildad de permitir a otros ver nuestra herida.
Finalmente, no olvidemos que, necesitamos paciencia, constancia de ánimo, perseverancia.
El dolor no puede ser superado rápidamente. La sanación del alma, como la sanación del
cuerpo, es un proceso organizado con su propio horario no negociable de desarrollo. Pero
esto puede ser una prueba mayor para nuestra paciencia y esperanza. Podemos pasar por
largos periodos de tiniebla y aflicción donde nada parece estar cambiando, la pesadez y la
parálisis permanecen y nos dejan con el sentimiento de que las cosas nunca mejorarán, que
nunca volveremos a encontrar la claridad del corazón. Pero la aflicción y el dolor exigen
paciencia, paciencia para mantener el rumbo con la pesadez y el desamparo. El Libro de la
Lamentaciones nos dice que a veces todo lo que podemos hacer es colocar nuestras bocas
en el polvo y esperar. La sanación está en esperar.
Henri Nouwen fue un hombre muy familiarizado con el dolor y la pérdida. Alma muy sensible,
a veces sufrió depresiones y obsesiones que le dejaron paralizado emocionalmente y tratando
de hallar ayuda profesional. En una de esas ocasiones, mientras estaba atravesando por una
fuerte depresión, escribió un libro profundamente perspicaz, La voz interior del amor. Allí nos
da este consejo:” El gran desafío es vivir enteramente tus heridas en vez de pensarlas. Es
mejor llorar que inquietarse, mejor sentir tus heridas profundamente que entenderlas, mejor
dejarlas entrar en tu silencio que hablar de ellas. La elección que afrontas constantemente es
si estás llevando tus males a tu cabeza o a tu corazón. En tu cabeza puedes analizarlas,
encontrar sus causas y consecuencias, e inventar palabras para hablar y escribir sobre ellas.
Pero ninguna curación final es posible si tiene ese origen. Necesitas dejar que tus heridas
entren en tu corazón. Entonces puedes vivir a través de ellas y descubrir que no te destruirán.
Tu corazón es más grande que tus heridas”.
Somos más grandes que nuestras heridas. La vida es más grande que la muerte. La bondad
de Dios es más grande que toda pérdida. Pero llorar nuestras pérdidas es el camino para
apropiarnos de esas verdades.
El celibato consagrado – Una apología

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 16 de julio de 2018

Huston Smith, el renombrado comentarista de las religiones en el mundo, opina que no se


debería juzgar a una religión por sus peores expresiones, sino por las mejores, sus santos.
Eso también es verdad para cuando juzgamos los méritos del celibato comprometido por voto
y consagración. Debería ser juzgado por sus mejores ejemplos, no los pervertidos, como es
verdad también para la institución del matrimonio.
Escribo esta apología porque hoy el celibato consagrado está cercado por los críticos en casi
todos los círculos. El celibato ya no es entendido y considerado realista por una cultura que
básicamente rehúsa aceptar cualesquiera restricciones en el área de la sexualidad; y, en
efecto, ve todo celibato, vivido por cualquier razón, como frigidez, ingenuidad o una desgracia
circunstancial. Nuestra cultura constituye una conspiración virtual contra el celibato.
Más crítico aún es cómo el celibato consagrado está siendo juzgado a partir del escándalo por
abuso sexual de clérigos. Más y más, hay una concepción popular en los círculos sociales y
eclesiales de que el abuso sexual en general y la pedofilia en particular es más prevalente
entre sacerdotes y religiosos que en la población en general, y que hay algo inherente en el
celibato consagrado mismo que hace a los sacerdotes y los religiosos consagrados más
propensos al desorden sexual y a la salud emocional enferma. ¿Qué hay de cierto en esto?
¿Son los célibes más propensos al desorden sexual que sus contemporáneos no célibes?
¿Van a ser los célibes probablemente menos sanos y felices en general que aquellos que
están casados o que son sexualmente activos fuera del matrimonio?
Esto debe ser juzgado -creo yo- mirando los fines más profundos del sexo mismo; y, de ahí,
señalando dónde las personas casadas y los célibes tienden a acabar en su mayor parte.
¿Cuál es el último fin del sexo? ¿Qué es lo que debe hacer esta poderosa energía
arquetípica en nosotros? Genéricamente, la respuesta es clara: El sexo debe guiarnos fuera
de nosotros mismos, fuera de nuestra soledad, fuera de nuestro egoísmo, al altruismo, a la
familia, a la comunidad, a la generatividad, a la ternura de corazón, al deleite, a la felicidad y
por fin (quizás no siempre a este lado de la eternidad) al éxtasis.
Visto a través del prisma de este criterio, ¿cómo comparar matrimonio y celibato consagrado?
Mayormente, vemos paralelos: La gente se casa; algunos se vuelven sanamente generosos y
generativos, permanecen fieles a sus cónyuges y envejecen siendo personas saludables,
felices y comprensivas. Otros escriben una crónica diferente. Se casan (o son sexualmente
activos fuera del matrimonio) pero no se vuelven más generosos y generativos, no
permanecen fieles a sus compromisos de amor y, por el contrario, envejecen con mal humor,
amargura e infelicidad.
Lo mismo vale para los célibes consagrados: Algunos hacen voto y se vuelven sanamente
generosos y generativos, permanecen fieles al voto y envejecen siendo personas saludables,
felices y comprensivas. Para algunos otros, casi todo en sus vidas desmiente la transparencia
y fecundidad que tendría que derivarse de su celibato, y no se vuelven más generosos,
generativos, apacibles ni felices. En vez de eso, como algunos de sus contemporáneos
activos sexualmente, también crecen hoscos, amargos e infelices. A veces, esto es el
resultado de romper su voto; y otras, el resultado de una sexualidad reprimida insanamente.
En su caso, su voto no es fructífero, y generalmente lleva a malsanas conductas
compensatorias.
Se admite que el celibato viene lleno de peligros extra, porque el matrimonio y el sexo son el
camino normal que Dios proyectó para nosotros. Como Merton indicó una vez, en el celibato
vivimos en una soledad que Dios mismo ha condenado: ¡No es bueno que el hombre esté
solo! El sexo y el matrimonio son la norma, y el celibato se desvía de eso. Pero eso no
significa que el celibato no pueda ser altamente generativo, significativo y sano, y contribuya
al bienestar y la felicidad. Algunas de las personas más generativas y saludables que conozco
son célibes consagrados que envejecen en una envidiable madurez y paz. Tristemente, lo
contrario vale también para algunos célibes. Por supuesto, todo esto vale igualmente, por
ambos lados, para la gente casada que conozco.
Por sus frutos los conoceréis. Jesús nos ofrece esto como un criterio para juzgar. Pero al
juzgar el celibato y el matrimonio (sólo al juzgar religiones) podríamos añadir el consejo de
Huston Smith de que deberíamos juzgar a todos por sus mejores expresiones, por sus santos,
y no por sus expresiones malsanas. Mirando al matrimonio y al celibato, podemos ver en cada
uno de ellos sanas y malsanas manifestaciones; y no parece que uno de los dos lados
aventaje al otro a la hora de manifestar santidad o disfunción. Eso no es sorprendente, ya
que, al final, ambas opciones demandan la misma cosa, a saber, una buena voluntad para
sacrificarse y sudar sangre por la causa del amor y la fidelidad.
Algunos célibes son infieles, y algunos son pedófilos; pero algunos llegan a ser Madre Teresa.
Es digno de mencionar también que Jesús fue célibe. Algunas personas casadas son infieles,
algunas son abusivas y algunas asesinan a sus cónyuges; pero algunas dan tangible,
encarnada y santa expresión al amor incondicional de Dios por el mundo y al inquebrantable
vínculo de Cristo con su iglesia.
La sexualidad es una realidad que se puede vivir hasta el fin en diferentes modalidades; y
tanto el matrimonio como el celibato, son opciones santas que, tristemente, pueden resultar
mal.
El celibato, revisitado

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 26 de febrero de 2018

Escribir en primera persona siempre resulta un riesgo, pero el tema de esta columna es mejor
hacerlo -siento yo- a través del testimonio personal. En un mundo donde la castidad y el
celibato son vistos como ingenuos y dignos de compasión, y donde existe un general
escepticismo en relación a que alguien los viva realmente, el testimonio personal es quizás la
protesta más efectiva.
¿Qué hay que decir en favor del celibato y la castidad, tanto si se viven en contexto de votos
religiosos como si son simplemente la situación de alguien que vive la vida en celibato? Aquí
está mi historia:
A la edad de diecisiete años, decidí hacerme sacerdote y entrar en una orden religiosa, los
Misioneros Oblatos de María Inmaculada. Esa decisión me supuso comprometerme al
celibato de por vida. Aunque esto pueda sonar extraño, ya que sólo tenía diecisiete años, no
tomé esa decisión ingenuamente ni por un deseo pasajero. Intuí bastante correctamente el
coste, tanto que, ciertamente todo dentro de mí se resistió fuertemente la llamada. ¡Cualquier
cosa menos eso! Mientras me atraía el ministerio, el voto de celibato que le acompañaba era
una pesada piedra de fuerte controversia. No quería vivir como célibe. ¿Quién lo quiere? En
verdad, nadie lo debería querer. Pero la llamada interior era tan fuerte que, a pesar de su
inconveniencia, cuando acabé la escuela secundaria, di un reacio pero sólido asentimiento y
entré en una congregación religiosa. Ahora, recordándolo, más de cincuenta años después,
aún lo veo como la decisión más pura y generosa que jamás he llevado a término. He estado
en la vida religiosa durante más de cincuenta años y he servido como sacerdote durante más
de cuarenta y cinco de esos años; y -dicho esto- el celibato me ha ido bien, como también
puedo decir honradamente que lo he observado en esencial fidelidad. El celibato tiene sus
ventajas: más allá del trabajo interior al que me obligó en mi relación con Dios, con otros y
conmigo mismo (frecuentemente doloroso trabajo hecho con inquietud y oración, y de vez en
cuando con la ayuda de un consejero), el celibato me proporcionó una privilegiada
disponibilidad para el ministerio. Si te mueves por esta vida como sacerdote y misionero, el
celibato puede ser un amigo.
Pero no siempre es un amigo. Para mí, el celibato ha sido siempre la batalla más dura en la
vida religiosa y el ministerio, una habitual crucifixión emocional, como debería ser. Ha habido
ocasiones - días, semanas, meses y a veces muchos meses- en los que casi todo en mi
interior gritaba contra él, cuando por enamorarme, o lidiar con una obsesión, o tratar con la
energía de un solo canal, en una congregación de varones, o cuando me rendí al hecho de
que nunca tendría hijos, o cuando el simple y crudo poder físico y emocional de la sexualidad
me dejó tan inquieto y frustrado que el hombre que había dentro de mí quería desdecir lo que
el sacerdote, que también estaba en mí había prometido con voto una vez. El celibato te
tendrá a veces sudando sangre en el Huerto de Getsemaní. Eso va contra algunos de los
instintos y energías más profundos, innatos y dados por Dios que hay en ti, y así no se
permite tratarlo con ligereza.
A pesar de decir eso, algo más se necesita decir también, algo muy poco entendido hoy: el
celibato puede ser también muy generativo, porque la sexualidad incluye mucho más que
tener sexo. Justo antes de crear los sexos, dijo Dios: ¡No es bueno que el hombre esté solo!
Eso es verdad para toda persona que alguna vez pise esta tierra. La sexualidad nos es dada
para llevarnos más allá de nuestra soledad; pero muchos otros elementos de la vida nos
ayudan a eso, y la total intimidad sexual es sólo una de ellas.
Quizás la simple y más grande equivocación sobre el sexo sea hoy en día la creencia que la
amistad profunda, la compañía cercana, la comunidad de fe y las formas no-genitales de
intimidad son sólo un sustituto, una segunda “mejor compensación” para el sexo, más bien
que una modalidad rica y generativa del sexo mismo. Estas cosas no son un premio de
consolación por perder lo real. Son, exactamente como lo es tener sexo, un rico aspecto de
esa realidad.
Recientemente, telefoneé a un sacerdote en el 60º aniversario de su ordenación. Con ochenta
y cinco años ahora, dijo esto: “Hubo tiempos agitados, todos mis compañeros de clase
abandonaron el ministerio y yo tuve mis tentaciones también. Pero me mantuve, y ahora,
mirando atrás, estoy bastante feliz del modo como se realizó mi vida”.
Mirando atrás en mi vida y mi compromiso con el celibato, puedo decir algo parecido. El
celibato ha contribuido a algunas temporadas agitadas, y persiste, como Thomas Merton dijo
una vez, la profunda angustia en la castidad. Pero el celibato me ha proporcionado también
una vida rica en amistad, rica en comunidad, rica en compañía, rica en familia de toda clase y
rica en oportunidad de hacerme presente a otros. Moriré sin hijos; mi vida, como la de todos,
será una sinfonía incompleta y nunca totalmente consumada. Pero, mirando todo lo pasado,
estoy bastante feliz con la manera como se realizó. El celibato puede ser una forma muy
vivificadora de ser sexual, de crear familia y de ser feliz.
El doble mensaje de Navidad. Navidad 2018

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 25 de diciembre de 2018

Nunca he estado de acuerdo con algunos de mis amigos activistas que envían tarjetas de
Navidad con mensajes tales como: ¡Que la paz de Cristo te inquiete! ¿No podemos tener un
día al año para ser felices y celebrarlo sin que nuestras ya infelices personas sean agitadas
con más culpa? ¿No es la Navidad un tiempo en que podemos regocijarnos siendo niños de
nuevo? Además, como dijo Karl Rahner una vez, ¿no es la Navidad un tiempo en que Dios
nos da permiso para ser felices? ¿Por qué no?
Bueno, eso es complejo. La Navidad es un tiempo en que Dios nos da permiso para ser
felices, cuando el mensaje de Dios habla por la voz de Isaías y dice: “¡Consolad a mi pueblo!
¡Decid palabras de consuelo!” Pero la Navidad es también un tiempo que señala que, cuando
Dios nació hace dos mil años, ese día no hubo sitio en ningún hogar ni lugar normal para que
él naciera. No hubo lugar para él en la posada. Las atareadas vidas y las expectativas de la
gente les privaron de ofrecerle un lugar para nacer. Eso no ha cambiado.
Pero primero, la consolación de su nacimiento: Hace algunos años, participé en un numeroso
sínodo diocesano. En un momento determinado, el animador encargado de él nos hizo dividir
en pequeños grupos y a cada grupo se le pidió que respondiera a esta pregunta: ¿Cuál es la
cosa más importante con que la Iglesia debería desafiar al mundo ahora mismo?
Los grupos redactaron un informe y cada grupo señaló algún importante desafío espiritual o
moral: “Necesitamos desafiar a nuestra sociedad hacia más justicia”. “Necesitamos desafiar al
mundo a tener verdadera fe y no confundir la palabra de Dios con sus propios deseos”.
“Necesitamos desafiar a nuestro mundo hacia una ética sexual más responsable. ¡Hemos
perdido nuestro camino!”. Admirables, necesarios desafíos todos ellos. Pero ningún grupo
volvió y dijo: “¡Necesitamos desafiar al mundo a recibir el consuelo de Dios!” Por supuesto,
hay a nuestro alrededor mucha injusticia, violencia, racismo, sexismo, avaricia, egoísmo,
irresponsabilidad sexual y fe egoísta; pero la mayoría de los adultos de nuestro mundo está
también viviendo con mucho dolor, ansiedad, desánimo, fracaso, depresión y culpa no
resuelta. Dondequiera que miráis, veis corazones duros. Además, tanta gente que vive con
daño y desánimo no ve a Dios y la Iglesia como una respuesta a su dolor, sino más bien
como parte de su causa.
Así, nuestras Iglesias, al predicar la palabra de Dios, necesitan primero asegurar al mundo el
amor de Dios, el interés de Dios y el perdón de Dios. Antes de hacer ninguna otra cosa, la
palabra de Dios debe consolarnos; en verdad, ser la última fuente de toda confortación. Sólo
cuando el mundo conozca el consuelo de Dios, aceptará el consecuente desafío.
Y ese desafío, entre otros, es hacer sitio a Cristo en la posada, esto es, abrir nuestros
corazones, nuestros hogares y nuestro mundo como lugares donde Cristo puede venir y vivir.
Desde la nada despreciable distancia de dos mil años, hacemos demasiado fácilmente un
juicio mordaz sobre la gente que vivía en el tiempo del nacimiento de Jesús, por no lograr
reconocer aquello de lo que María y José eran portadores, por no proporcionar un lugar
adecuado para que Jesús naciera y por no reconocerlo después como Mesías. ¿Cómo
pudieron ser tan ciegos? Pero ese mismo juicio se está haciendo siempre de nosotros.
Nosotros tampoco hacemos sitio en nuestras propias posadas.
Cuando una nueva persona nace en este mundo, ocupa un espacio donde antes no había
nadie. A veces esa nueva persona es cálidamente acogida, y se crea al instante un espacio
agradable y cordial; entonces todos los que están junto a él se encuentran felices por esta
nueva venida. Pero no siempre es ese el caso; a veces, como en el caso de Jesús, no hay
espacio creado para que la nueva persona entre en el mundo, y su presencia es mal acogida.
Hoy vemos esto (lo cual constituirá un juicio sobre nuestra generación) en la resistencia,
existente casi en todo el mundo, a acoger a los nuevos inmigrantes, a hacerles sitio en la
posada. Naciones Unidas estima que hoy día hay 19’5 millones de refugiados en el mundo,
personas a las que nadie acogerá. ¿Por qué no? No somos mala gente, y la mayoría de las
veces somos capaces de ser maravillosamente generosos. Pero dejar a esta riada de
inmigrantes entrar en nuestras vidas nos estorbaría. Nuestras vidas tendrían que cambiar.
Perderíamos algunas de nuestras actuales comodidades, muchas de nuestras viejas
familiaridades y algunas de nuestras seguridades.
No somos mala gente, ni fuimos aquellos posaderos de hace dos mil años que, no
reconociendo lo que se estaba desarrollando en inculpable ignorancia, despacharon a María y
José. Siempre he alimentado una secreta simpatía por ellos. Tal vez porque estoy aún, sin
saberlo, haciendo exactamente lo que ellos hicieron. A un amigo mío le gusta decir: “Estoy en
contra de que se permita entrar a más inmigrantes… ahora que nosotros estamos dentro”.
La paz de Cristo, el mensaje dado en el nacimiento de Cristo y las torcidas circunstancias de
su nacimiento, si son entendidas, no pueden sino perturbarnos. Que nos traigan también
profunda consolación.
El Niño Jesús del año

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 1 de enero de 2018

Todos los años, la revista Time reconoce a alguien como “Persona del Año”. El
reconocimiento no es necesariamente un honor; se da a la persona a quien Time juzga haber
sido el creador de la noticia del año, por bien o por mal. Este año, en vez de elegir a un
individuo para concederle el título de creador de la noticia del año, se reconoció a una
categoría de personas, las Silence Breakers, esto es, mujeres que han hablado claro por
haber experimentado acoso y violencia sexual.
Parte del desafío de Navidad es reconocer en qué lugar de nuestro mundo está naciendo
Cristo hoy; dónde, dos mil años después del nacimiento de Jesús, podemos visitar de nuevo
el establo de Belén, ver al niño recién nacido y tener nuestros corazones movidos por el poder
de su inocencia e impotencia divinas.
Por Navidad, este año sugiero que honremos a los niños refugiados como el “Niño Jesús del
Año”. Ellos nos acercan al pesebre original de Belén, cuánto nosotros podemos conseguir en
nuestro mundo hoy, porque para ellos, como para Jesús hace dos mil años, no hay ningún
lugar en la posada.
El nacimiento de Jesús, como su muerte, viene envuelto en paradoja. Vino como la respuesta
de Dios a nuestros anhelos más profundos, mal deseados, y aun así tanto en el nacimiento
como en la muerte, fue el extraño. Observad que Jesús nace fuera de la ciudad y muere fuera
de la ciudad. Eso no es accidental. No nació niño “deseado” y no fue niño aceptado. Se da
por hecho que su madre, María, y aquellos que tenían un auténtico corazón religioso lo
quisieron, pero el mundo no, al menos no en los términos en que vino, como niño impotente.
Si hubiera venido como una super estrella, poderoso, una figura tan dominante que las
rodillas se doblaran automáticamente en su presencia, un mesías cortado a medida de
nuestra imaginación, todas las puertas de la posada se le habrían abierto, no sólo en su
nacimiento sino durante toda su vida.
Pero Cristo no fue el mesías de nuestras expectativas. Vino como un infante, impotente,
escondido en el anonimato, sin status, no invitado, no deseado. Thomas Merton describe su
nacimiento de esta manera: Dentro de este mundo, esta posada loca, en la que no hay
absolutamente ningún lugar para Él, Cristo ha venido no invitado. Pero, como no puede estar
en casa estando en él, como está fuera de lugar estando en él y aun así tiene que estar en él,
su lugar está con esos otros para los que no hay ningún lugar.
No hubo lugar para él en la posada. Los eruditos bíblicos nos dicen que nuestras homilías y
opiniones sobre la falta de corazón de los dueños de la posada que no acogieron a María y
José la víspera de Navidad, pierde el punto de esa narrativa. La indicación que los Evangelios
quieren hacer aquí no es que los posaderos de Belén fueran crueles e insensibles y esta
singular, pobre y aldeana pareja, José y María, fuera tratada injustamente. El motivo del “no
hay lugar en la posada” quiere más bien hacer una indicación mayor, justamente la que
Thomas Merton destacó, a saber, que nunca hay lugar en nuestro mundo para el verdadero
Cristo, el que no se ajusta cómodamente a nuestras expectativas y opiniones. El verdadero
Cristo choca generalmente con nuestras ideas, es una decepción para nuestras expectativas,
viene sin estar invitado, está perennemente aquí, pero está siempre fuera, en la periferia,
excluido por nuestros pensamientos y despachado de nuestras puertas. El verdadero Cristo
está siempre buscando un hogar en un mundo en el que no hay ningún lugar para él. Así,
pues, ¿a quién le cuadra mejor esa descripción hoy? Yo sugiero lo siguiente: A millones de
niños refugiados. El Niño Jesús puede ser visto lo más claramente hoy en los incontables
niños refugiados que, con sus familias, están siendo alejados de sus hogares por la violencia,
la guerra, la miseria, la limpieza étnica, la pobreza, el tribalismo, el racismo y la persecución
religiosa. Ellos y sus familias son los que mejor encajan con el cuadro de José y María,
buscando un lugar, extraños, impotentes, sin ser invitados, sin hogar, sin nadie que los acoja,
en la periferia, extraños, calificados como “forasteros”. Pero ellos son la Sagrada Familia de
hoy día, y sus niños son el Niño Jesús para nosotros y para el mundo.
¿Dónde está hoy el pesebre de Belén? ¿Dónde podríamos encontrar al Niño Jesús para
adorarlo? En muchos sitios, especialmente en todas las salas de parto y guarderías del
mundo, pero “preferentemente” en los campos de refugiados; en botes haciendo peligrosos
viajes por el Mediterráneo; en migrantes que viajan incontables millas hambrientos, sedientos
y en peligrosas condiciones; en la gente que espera en incontables listas que le faciliten una
diligencia con la confianza de ser aceptada en algún lugar; en personas que llegan a varias
fronteras después de un largo viaje, sólo para ser despedidos; en madres que están en
centros de detención, con sus hijos en brazos y esperando; y más especialmente, en los
rostros de incontables niños refugiados.
El rostro de Dios en Navidad se ve más en el desamparo de los niños que en todo el terrenal
y carismático poder del mundo. Y así hoy, si queremos, como los pastores y los magos, para
encontrar nuestro camino al portal de Belén, necesitamos mirar dónde, en esta loca posada,
habitan los niños más desamparados.
El paso de un buen pastor

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 13 de marzo de 2018

Ninguna comunidad debería descuidar sus muertes. El mes pasado murió en Canadá un
admirable guía de la comunidad de fe, y podría aprovecharnos a todos recibir más
plenamente su espíritu. ¿Cómo hacemos eso? Nos puede ser útil -creo yo- destacar esas
situaciones donde su vida, su energía y su liderazgo ayudaron más particularmente a
estabilizarnos en nuestra fe y a usar nuestros propios dones más plenamente para servir a
Dios. ¿Quién fue este hombre? Joseph Neil MacNeil, arzobispo emérito de Edmonton,
Alberta, Canadá.
Fui bastante dichoso de haberlo tenido como obispo durante los primeros dieciocho años de
mi sacerdocio. Fue un buen guía, y yo necesitaba uno. Acababa de concluir el seminario y,
como muchos ingenuos jóvenes que abandonaron el ministerio, tenía unos puntos de vista
demasiado rígidos sobre lo que estaba mal con el mundo y cómo ponerlo en orden: opiniones
basadas más en la inmadurez personal que en la prudencia, opiniones muy necesitadas de
un equilibrio. Fue una mano guiadora, no sólo para mí sino para otros muchos.
Y esto fue un tiempo en que la iglesia estaba luchando en general por una madurez más
profunda. La iglesia estaba precisamente comprometiéndose en las reformas del Vaticano II,
preguntándose si iba demasiado lejos o no suficientemente, y titubeando al mismo tiempo
ante los radicales cambios culturales y sexuales de los últimos años de la década de 1960. El
cambio estaba por todas partes. Nada, en lo referente a la iglesia o a otra cosa, era como
antes. Éramos una generación pionera eclesialmente, necesitada de nuevo liderazgo.
Él nos guió bien, nada atrevido en extremo, nada reaccionario, justamente bueno, sensato;
liderazgo caritativo que nos ayudó, entre otras cosas, a ser más sensibles pastoralmente, más
ecuménicos, menos auto absorbidos, menos clericales, más abiertos a la implicación del laico
y más sensibles al puesto de las mujeres. Mantuvo las cosas estables, pero avanzando poco
a poco, incluso mientras honraba con propiedad el pasado.
Entre sus muchos dones, tres cualidades de liderazgo -para mí- sobresalen particularmente
como un desafío para que todos nosotros vivamos siempre nuestro discipulado más
profundamente.
Primera: Pudo vivir con ambigüedad y sin angustia cuando la tensión pareció que estaba por
todas partes. No se asustó ni se desentendió por la polarización y el criticismo. Los ordenó
con paciencia y caridad. Eso ayudó a crear espacio para una iglesia más inclusiva, en la cual
la gente de diferentes temperamentos y eclesiologías pudieran estar en la misma comunidad.
Mantuvo sus ojos sobre la visión de conjunto y no sobre los diversos asuntos secundarios,
guerrillas que tan fácilmente desvían la atención de lo que es importante. La gente buena
carga sobre sus hombros la tensión para no permitir que se transmita a otros. Los buenos
líderes cargan sobre sus hombros la ambigüedad para no dar prematuramente solución a las
tensiones. Fue una buena persona y un buen líder. Supo ser paciente con la tensión no
resuelta.
Segunda: Entendió la innata tensión que viene de nuestro bautismo, en el que estamos por
siempre fluctuantes entre dos lealtades, esto es, la tensión entre ser leales a la iglesia y sus
dogmas y reglas, por una parte, y ser leales a la vez al hecho de que también debemos ser
instrumentos universales de salvación que irradiemos la compasión de Dios a los
componentes de todas las iglesias y del mundo, sin ningún límite. He aquí un ejemplo de eso:
Ante una situación pastoral muy turbia y dolorosa, le telefoneé una vez preguntándole lo que
yo debía hacer. Su respuesta se movió con propiedad entre la ley y la clemencia: “Padre, Vd.
conoce la mente de la iglesia, conoce el derecho canónico, conoce mi opinión y así conoce lo
que idealmente debería hacerse aquí… pero Vd. conoce también el principio de Epikeia, se
halla ante el dolor de esa gente, y Dios lo ha puesto ahí. Necesita tener en cuenta todo esto
juntamente y tomar una decisión basada en eso. Dígame después lo que decida y luego le
diré si estoy de acuerdo o no”. Decidí, le telefoneé después y no estuvo de acuerdo conmigo,
pero me agradeció que hiciera lo que hice.
Finalmente, como líder de la fe, comprendió la diferencia entre catequesis y teología, y honró
y defendió el especial lugar de cada una de ellas. La catequesis se necesita para enseñarnos
los principios; le teología se necesita para abrirnos a una reflexión. Entendió eso: Como
antiguo presidente de una Universidad que se había graduado en la Universidad de Chicago,
no fue amenazado por los teólogos, y generalmente venía en nuestra defensa cuando éramos
atacados. Uno de sus dichos favoritos, cuando una de sus facultades teológicas estaba bajo
escrutinio o ataque, era simplemente: “¡Son teólogos! Por tanto, especulan. Eso es lo que
hacen los teólogos. No son catequistas”. Ofreció igual defensa en favor de sus catequistas.
En el lenguaje de la iglesia, un obispo, un arzobispo, un cardenal o un papa es considerado
un Príncipe de la Iglesia. Él fue eso, un Príncipe de la Iglesia… no porque la iglesia le ungiera
como tal, sino porque tenía la inteligencia, gracia y corazón de un líder.
El poder de un cumplido

Ron Rolheiser - Lunes, 13 de agosto de 2018

Tomás de Aquino sugirió una vez que es un pecado no dar un cumplido a alguien cuando se
lo merece porque al retener nuestros elogios estamos privando a esa persona de la comida
que necesita para vivir. Tiene razón. Tal vez no sea un pecado retener un cumplido, pero es
un triste empobrecimiento, tanto para la persona que lo merece como para la que lo retiene.
No vivimos sólo de pan. Jesús nos dijo eso. Nuestra alma también necesita ser alimentada y
su alimento es la afirmación, el reconocimiento y la bendición. Cada uno de nosotros necesita
ser afirmado saludablemente cuando hacemos algo bien de manera que tengamos dentro de
nosotros recursos que nos permitan afirmar a otros. ¡No podemos dar lo que no tenemos! Eso
es evidente. Y así, para que podamos amar y afirmar a otros primero debemos sentirnos
amados, ser bendecidos y ser alabados. La alabanza, el reconocimiento y la bendición
edifican el alma.
Pero felicitar a los demás no sólo es importante para la persona que recibe el cumplido, sino
también para la persona que lo hace. Alabando a alguien le damos a él o a ella un alimento
necesario para su alma; pero, al hacer esto, también alimentamos nuestra propia alma. Hay
una verdad sobre la filantropía que también es cierta para el alma: necesitamos dar a otros no
sólo porque lo necesitan, sino porque no podemos vivir sanamente a menos que nos
entreguemos a nosotros mismos. La admiración sana es filantropía del alma.
Además, admirar y alabar a los demás es un acto religioso. Benoit Standaert afirma que "la
alabanza nace de las raíces de nuestra existencia". ¿Qué quiere decir con esto?
Al cumplimentar y alabar a los demás, estamos aprovechando lo más profundo de nuestra
interioridad, es decir, la imagen y semejanza de Dios. Cuando alabamos a alguien más,
entonces, como Dios cuando crea, estamos insuflando vida en una persona, insuflando
espíritu en ella. La gente necesita ser elogiada. No vivimos sólo de pan, ni tampoco vivimos
sólo de oxígeno.
La imagen y semejanza de Dios en nuestro interior no es un icono, sino una energía, la
energía más real dentro de nosotros. Más allá de nuestro ego, heridas, orgullo, pecado, y la
mezquindad de nuestros corazones y mentes en cualquier día, lo que es más real en nuestro
interior es una magnanimidad y gracia que, como Dios, mira al mundo y quiere decir: "¡Es
bueno! ¡Es muy bueno!" Cuando estamos en nuestro mejor momento, el más verdadero,
hablando y actuando al margen de nuestra madurez, podemos admirar. De hecho, nuestra
voluntad de alabar a los demás es un signo de madurez, y viceversa. Llegamos a ser más
maduros siendo generosos en nuestra alabanza.
Pero la alabanza no es algo que demos fácilmente. La mayoría de las veces estamos tan
bloqueados por las desilusiones y frustraciones dentro de nuestras vidas que cedemos al
cinismo y a los celos y actuamos motivados por ellos en lugar de hacerlo por nuestras
virtudes. Racionalizamos esto, por supuesto, de diferentes maneras, ya sea afirmando que lo
que se supone que debemos admirar es novel (y que somos demasiado brillantes y
sofisticados para sentirnos impresionados) o que dicho acto admirable fue hecho para
vanagloria de alguien y no vamos a alimentar el ego de otra persona. Sin embargo, la mayoría
de las veces, nuestra verdadera razón para ocultar elogios es que nosotros mismos no nos
hemos sentido suficientemente elogiados y, por ello, albergamos celos y carecemos de la
fuerza para elogiar a los demás. Lo digo con simpatía, todos estamos heridos.
Entonces también algunos de nosotros vacilamos para alabar a otros porque creemos que la
alabanza puede estropear a la persona e inflar su ego. ¡Perdona la vara y malcría al niño! Si
regalamos una alabanza, se le subirá a la cabeza a esa persona. De nuevo, la mayoría de
las veces, esto es una racionalización. Los elogios legítimos nunca estropean a una persona.
Aquella alabanza que es honesta y apropiada funciona más para humillar a su receptor que
para malcriarlo. No podemos sentirnos amados en demasía, sólo más bien poco amados.
Pero, tu podrías preguntarte, ¿qué pasa con los niños que terminan siendo egocéntricos
porque únicamente fueron elogiados y nunca se les disciplinó? El amor real y la madurez real
distinguen entre alabar aquellas áreas de la vida del otro que son dignas de alabanza y
desafiar aquellas áreas de la vida de otro que necesitan corrección. La alabanza nunca debe
ser un halago inmerecido, pero el desafío y la corrección sólo son efectivos si el receptor
primero sabe que es amado y reconocido apropiadamente.
Los elogios genuinos nunca se equivocan. Simplemente reconocen la verdad que está ahí. Es
un imperativo moral. El amor lo requiere. Negarse a admirar cuando alguien o algo merece
alabanza es, como afirma Tomás de Aquino, una negligencia, una falta, un egoísmo, una
mezquindad y una falta de madurez. Por el contrario, hacer un cumplido cuando se debe es
una virtud y un signo de madurez.
La generosidad consiste tanto en dar elogios como en dar dinero. Puede que no seamos
tacaños en nuestra alabanza. El místico flamenco del siglo XIV, Juan de Ruusbroec, enseñó
que "los que no alaben aquí en la tierra serán mudos para toda la eternidad".
El suicidio y el alma

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 15 de octubre de 2018

Hace más de cincuenta años, James Hillman escribió un libro titulado El suicidio y el alma. El
libro se destinaba a los terapeutas, y Hillman sabía que no recibiría una fácil acogida allí ni en
ningún otro sitio. Había razones para eso. Él admitió francamente que, algunas de las cosas
que proponía en el libro, “irían contra todo sentido común, toda práctica médica y la
racionalidad misma”. Pero, como el título deja claro, él estaba hablando del suicidio; y, al
tratar de entender el suicidio, ¿no es exactamente ese el caso? ¿No va contra todo sentido
común, toda práctica médica y la racionalidad misma? Y ese es su punto.
En algunos casos, el suicidio puede ser el resultado de un desequilibrio bioquímico o de
alguna predisposición genética que lucha contra la vida. Eso es desafortunado y trágico, pero
es bastante comprensible. Esa clase de enfermedad va contra el sentido común, la práctica
médica y la racionalidad. El suicidio puede también resultar de una crisis emocional
catastrófica o de un trauma tan poderoso que no puede ser integrado, y simplemente quiebra
la psique de una persona de tal modo que la muerte -como el sueño, como una huida- viene a
ser una tentación irresistible. Aquí también, aun cuando el sentido común, la práctica médica
y la racionalidad están aturdidos, tenemos algún atisbo de por qué sucedió este suicidio.
Pero hay suicidios que no son el resultado de un desequilibrio bioquímico, de una genética
predisposición, de una desgracia emocional catastrófica ni de un trauma irresistible. ¿Cómo
hay que explicarlos?
Hillman, cuyos escritos a través de más de cincuenta años han sido una pública defensa para
el alma humana, hace esta demanda: El alma puede hacer reclamaciones que van contra el
cuerpo y contra nuestro bienestar físico; y el suicidio es frecuentemente eso: el alma que hace
sus propias reclamaciones. ¡Qué excelente visión! Nuestras almas y nuestros cuerpos no
siempre quieren las mismas cosas, y a veces están tan desemparejados uno de otro que la
muerte puede ser el resultado.
En la tensión entre alma y cuerpo, las necesidades e impulsos del cuerpo son vistos,
comprendidos y atendidos más fácilmente. El cuerpo consigue normalmente lo que quiere; o,
al menos, conoce claramente lo que quiere y por qué está frustrado. ¿El alma? Bueno, sus
necesidades son tan complejas que son difíciles de ver y comprender, no sólo de atender.
Como Pascal expresó tan famosamente: “El corazón tiene sus razones de las que la razón no
sabe nada”. Eso es virtualmente sinónimo de lo que Hillman está diciendo. Nuestra
comprensión racional permanece frecuentemente aturdida ante alguna iniciada necesidad de
nuestro interior.
Esa necesidad iniciada es nuestra alma que habla, pero no es fácil comprender exactamente
lo que está pidiendo de nosotros. Generalmente sentimos la voz de nuestra alma como un
mal, una inquietud, una pena que no podemos apartar, y como una presión interna que a
veces pide de nosotros algo directamente en conflicto con lo que el resto de nosotros quiere.
Somos, en gran parte, un misterio para nosotros mismos.
A veces, las reclamaciones del alma que van contra nuestro bienestar físico no son tan
dramáticas como para exigir el suicidio, pero en ellas aún podemos ver claramente lo que
Hillman está afirmando. Vemos esto, por ejemplo, en el fenómeno en el que una persona, en
severa pena emocional, empieza a hacerse cortes en sus brazos o en otras partes de su
cuerpo. Los cortes no intentan acabar con la vida; sólo causar dolor y sangre. ¿Por qué?
Generalmente, la persona que se corta no puede explicar racionalmente por qué hace esto (o,
al menos, no puede explicar cómo este dolor y esta flebotomía acortarán de alguna manera o
fijarán su pena emocional). Todo lo que sabe es que está sufriendo en un lugar al que no
puede acceder; e hiriéndose en un lugar al que puede acceder, puede tratar con un dolor al
que no puede llegar. El principio de Hillman expone aquí: El alma puede hacer -y hace-
reclamaciones que pueden ir contra nuestro bienestar físico. Y tiene sus razones.
Para Hillman, esta es la “metáfora base” para el modo como un terapeuta debe acercarse a la
comprensión del suicidio. Puede ser también una valiosa metáfora para todos nosotros que
no somos terapeutas pero que tenemos que luchar para asimilar la muerte de un ser amado
que muere de suicidio.
Además, esta es también una metáfora que puede ser útil en la comprensión de uno a otro y
en la comprensión de nosotros mismos. El alma a veces hace reclamaciones que van
directamente contra nuestra salud y bienestar. En mi trabajo pastoral o simplemente
hallándome con un amigo que está sufriendo, a veces me encuentro sin ayuda ante alguien
que está empeñado en alguna conducta que va contra su propio bienestar y que no tiene el
menor sentido racional. El argumento racional y el sentido común son inútiles. Simplemente
va a hacer esto para su propia destrucción. ¿Por qué? El alma tiene sus razones. Todos
nosotros, quizás de maneras menos dramáticas, experimentamos esto en nuestras propias
vidas. A veces hacemos cosas que dañan nuestra salud física y bienestar, y van contra todo
sentido común y racionabilidad. Nuestras almas también tienen sus razones.
Y el suicidio tiene igualmente sus razones.
Fe y levedad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 29 de octubre de 2018

Shusako Endo, el autor japonés de la novela clásica Silencio (en la cual basó su película
Martin Scorsese) fue un católico que no siempre encontró su tierra nativa, Japón, en afinidad
con su fe. No fue comprendido, pero mantuvo su equilibrio y buen corazón al situar la levedad
en un alto valor. Esa fue la manera de integrar su fe con su propia experiencia de fallos
personales ocasionales y la manera de mantener su perspectiva en una cultura que no le
entendió. La levedad -creía él- hace la fe llevadera.
Tenía razón. La levedad es lo que hace la fe llevadera, porque el humor y la ironía nos dan la
perspectiva que necesitamos para perdonarnos, a nosotros y a otros, por nuestras
debilidades y errores. Cuando somos demasiado serios, no hay perdón; y menos, para
nosotros mismos.
¿Qué es el humor? ¿Cuál es su significado? Hace menos de medio siglo, Peter Berger
escribió un libro, Rumor de ángeles, en el que miraba filosóficamente la cuestión del humor.
Me gusta su conclusión. En el humor -expone él- tocamos lo trascendente. Ser capaz de reír
en una situación, sin importar lo horrorosa o trágica que sea, muestra que estamos de alguna
manera por encima de esa situación, que hay algo en nosotros que no está aprisionado por
esa situación o por cualquier otra.
Hay un maravilloso ejemplo de esto en los escritos de la poetisa rusa Anna Akhmatova.
Durante las purgas de Stalin, su esposo había sido arrestado, como también muchos otros.
Ella trataba ocasionalmente de visitar la prisión en la que estaba, para dejarle cartas y
paquetes. Aguantando de pie en largas filas fuera de esa prisión de San Petersburgo,
esperaba junto a otras mujeres cuyos maridos o hijos también habían sido arrestados. La
situación rayaba en lo absurdo. Ninguna de ellas sabía siquiera si sus seres queridos estaban
aún vivos, y los guardias las hacían esperar durante horas sin ninguna explicación,
frecuentemente en lo crudo del invierno. Un día, mientras estaba de pie esperando en la fila,
otra mujer la reconoció, se acercó a ella y preguntó: “¿Puedes describir esto?” Akhmatova
respondió: “Sí, puedo”, y cuando dijo esto, se cruzaron entre sí algo así como una sonrisa.
Se cruzaron entre sí una sonrisa. Esa sonrisa contenía algo de levedad, y eso permitió a
ambas darse cuenta, aunque inconscientemente, de que superaban esa situación. La sonrisa
que se cruzaron alertó a las dos del hecho de que eran más de lo que eran en ese momento.
Impresionante como resultaba aquello, al fin ellas no eran prisioneras de ese momento.
Además, esa sonrisa fue un acto de desafío profético y político, basado en la fe. La levedad
es subversiva. Esto también es verdad no sólo por la manera como nosotros vivimos en
nuestras vidas de fe; es verdad también por la manera como vivimos, sanamente, en nuestras
familias. Una familia que es demasiado seria no permitirá el perdón. Su gravedad llevará por
fin a sus miembros o a la depresión o lejos de la familia. Además, creará un ídolo fuera de sí
misma. Por el contrario, una familia que puede tomarse en serio, pero aún se ríe, será una
familia donde hay perdón, porque la levedad les dará una sana perspectiva en sus flaquezas.
Una familia que es sana se mirará a veces honradamente, y con la clase de sonrisa que Anna
Akhmatova y su amiga se cruzaron, dirá de sí misma: “¡No somos patéticos!”.
Eso es verdad también del nacionalismo. Necesitamos tomar en serio nuestra nación, aun
cuando una cierta clase de levedad mantenga esta seriedad en perspectiva. Yo soy
canadiense. Como canadienses, amamos nuestro país, estamos orgullosos de él y, si se
diera el caso, moriríamos por él. Pero tenemos una admirable levedad sobre nuestro
patriotismo. Hacemos chistes sobre él y lo celebramos cuando otros cuentan chistes sobre
nosotros. En consecuencia, no tenemos amargas disputas sobre quién ama el país y quién
no. Nuestra ligereza nos mantiene en unidad.
Todo esto, por supuesto, es doblemente verdadero dicho de la fe y la espiritualidad. La
verdadera fe es profunda, una indeleble antorcha en nuestra alma, un ADN que dicta la
conducta. Además, la verdadera fe no esquiva lo trágico que hay en nuestras vidas, sino que
nos habilita para enfrentarnos a la pesadez de la vida donde encontramos desánimo, fracaso
personal, pesar, injusticia, traición, la caída de relaciones afectivas, la muerte de seres
queridos, enfermedad, el debilitamiento de nuestra propia salud y finalmente nuestra propia
muerte. Esto no se debe confundir con ningún optimismo natural o imaginado que rehúsa ver
lo oscuro. Más bien la verdadera fe, precisamente porque es verdadera y por lo tanto nos
mantiene en principio conscientes de nuestra identidad y trascendencia, nos permitirá siempre
una discreta e inteligente sonrisa, a pesar de la situación. Como el mártir inglés Tomás Moro,
nosotros seremos capaces de bromear un poco con nuestro verdugo y también seremos
capaces de perdonar a otros y a nosotros mismos por no ser perfectos.
Nuestras vidas a menudo son patéticas. Pero eso está bien. ¡Aún podemos reír unos con
otros! Estamos en buenas manos. El Dios que nos hizo tiene, obviamente, sentido del humor;
y, por tanto, comprensión y perdón.
Demasiados libros sobre espiritualidad cristiana podrían ser titulados más propiamente: La
inaguantable pesadez de la fe.
Fe y superstición

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 12 de febrero de 2018

El poder de una cláusula subordinada, un matiz en una frase… y todo adquiere un significado
diferente.
Ese es el caso que se da en una reciente novela, brillante pero provocativa, The ninth
hour (“La hora nona”), de Nina McDermott. Cuenta una historia que, entre otras cosas, se
centra en un grupo de monjas de Brooklyn que trabajan con los pobres. Los tiempos son
duros, la gente está necesitada, y las monjas, que trabajan principalmente en el cuidado de la
casa en favor de los pobres, se muestran totalmente ajenas a intereses personales en su
dedicación. Nada -según parece- puede apartarlas de su misión de entregar su todo, cada
onza de su energía, para ayudar a los pobres. Y en esta línea, McDermott les reconoce lo que
se les debe. Igualmente, para alguien familiarizado con lo que se vive en una comunidad
religiosa, el retrato que McDermott hace de estas monjas es a la vez detallado y preciso. No
todas las monjas son del mismo estilo. Cada una tiene su propia y única historia,
temperamento y personalidad. Algunas son maravillosamente cercanas y bondadosas; otras
alimentan sus propias heridas y no siempre son claros paradigmas del amor y la misericordia
de Dios. Y ese es el caso de las monjas que describe aquí McDermott. Pero, rasgos de
personalidad individual aparte, como comunidad, las monjas que ella describe sirven a los
pobres, y su total testimonio está más allá de cualquier reproche. Pero entonces, después de
contar esta historia de fe y dedicación, y de reflexionar sobre cómo hoy existen pequeños
grupos de monjas que aún viven tan radicalmente un compromiso, McDermott, a través de la
voz de su narrador, introduce la cláusula subordinada subversiva: “Las santas monjas que
navegaban por la casa cuando éramos jóvenes eran una raza a extinguir aun entonces. … La
llamada a la santidad y al autosacrificio, el engaño y superstición que ello requirió,
desapareció del mundo incluso entonces”. ¡Uau! El engaño y la superstición que ello requirió.
Como si esta especie de radical autosacrificio pueda ser sólo el producto de un falso temor.
Como si todas las generaciones de autosacrificio cristiano, celibato votado y entera
dedicación de pensamiento puedan ser desechadas, a posteriori, como afirmadas finalmente
en engaño y superstición.
¿Qué hay de verdad en eso?
Crecí en el mundo que McDermott describe, donde las monjas eran así y donde una poderosa
forma común de vida católica las mantenía y declaraba que lo que ellas estaban haciendo no
era más que engaño y superstición. Se admite que eran otros tiempos, y mucho de esa
común forma de vivir no ha soportado la prueba del tiempo, y verdaderamente una gran parte
ha sucumbido al crudo poder de la secularidad. Y así, McDermott tiene razón, parcialmente.
Algo de esa abnegación se basó sobre un insano temor del fuego del infierno y de la ira de
Dios. Hasta cierto punto también se basó sobre una noción de fe que creía que Dios no quiere
de hecho que prosperemos mucho aquí en la tierra, sino que nuestras vidas deben ser
principalmente una sombría preparación para el otro mundo. Quizás esto no es exactamente
engaño y superstición, sino que es mala teología, y ello ayudó a suscribir algo de la vida
religiosa en el mundo que McDermott describe y en el mundo católico de mi juventud. Pero
había también algo más que aseguraba esta común forma de vivir, y yo lo inhalé
profundamente en mi juventud y de un modo que grabó a fuego mi alma para bien, como
ninguna otra cosa he respirado nunca en este mundo. A pesar de algunos falsos temores,
había dentro de eso una fe bíblica, un crudo mandato, que enseñaba que tu propio confort,
tus propios deseos e incluso tus propios anhelos legítimos por la prosperidad humana, la
sexualidad, el matrimonio, los hijos, la libertad y tener lo que todos los demás tienen, están
sujetos a un proyecto más alto, y tal vez te pidan que los sacrifiques todos, tus legítimos
anhelos, para servir a Dios y a otros. Era una fe que creía que nacías con una vocación dada
por Dios y que tu vida no te pertenecía.
Vi esto primeramente en mis propios padres, que creían que la fe hacía esas demandas sobre
ellos, que aceptaron eso y que consecuentemente tenían la autoridad moral para pedir esto
de otros. Vi esto también en las monjas ursulinas que me instruyeron en la escuela, mujeres
con toda su roja sangre corriendo por sus venas pero que sacrificaron estos anhelos para
llegar a las escuelas públicas de nuestras remotas áreas rurales y educarnos. Lo vi también
en la pequeña comunidad de la pradera que me crié en mi juventud, una comunidad que, en
conjunto, vivió siempre esta abnegación.
Hoy vivo en un mundo que valora la sofisticación sobre todo lo demás, pero donde como
sociedad total ya no estamos seguros de lo que son “noticias falsas” como opuestas a aquello
en lo que creemos y confiamos. En este mundo inestable, la fe de mi juventud, de mis padres,
de las monjas que sacrificaron sus sueños para educarme y de las monjas a las que Nina
McDermott describe en The ninth hour, puede tener mucha apariencia de engaño y
superstición. A veces, es engaño, se admite; pero otras veces no lo es; y, en mi caso, la fe
que mis padres me dieron, con su creencia de que tu vida y tu sexualidad no son tuyas del
todo, es -según creo yo- la cosa más verdadera y no supersticiosa de todo.
Fuera de la ciudad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 17 de diciembre de 2018

Dios -según parece- está a favor de los indefensos, los que no cuentan, los niños y los
extranjeros sin recursos ni lugar al que ir.
Por eso Jesús nació fuera de la ciudad, en un establo, inadvertido, fuera de toda fanfarria,
lejos de todos los principales medios y lejos de todas las personas y acontecimientos que se
consideraban importantes en aquel tiempo, humilde y anónimo. Dios actúa así. ¿Por qué?
En la ópera rock Jesucristo Superstar, se le hace a Jesús esta pregunta: ¿Por qué escoges
un tiempo tan atrasado como este en esa tierra extraña? Si hubieras venido hoy, podrías
haber llegado a toda una nación. Israel, en el siglo IV a. de C., no tenía la menor importancia.
La escritura responde diciéndonos que los caminos de Dios no son nuestros caminos y
nuestros caminos no son los caminos de Dios. Eso es verdad aquí. Nosotros tenemos
inclinación a entender el poder según funciona en nuestro mundo: funciona por la
popularidad, por los medios de masas, por los privilegios históricos, por la influencia
financiera, por una educación superior, por el genio idiosincrático y, no raramente, por la
cruda agresión, la avaricia y la insensibilidad a las necesidades de otros y de la naturaleza.
Pero incluso una rápida lectura de la escritura nos dice que ese no es el modo como actúa
Dios. El Dios que Jesús encarna no entra en este mundo con una enorme expectación, como
un nacimiento regio ansiosamente anticipado y después anunciado por el mercado de todos
los principales medios, con fotos de él y sus padres en la portada de todas las revistas
populares, con predicciones universales en cuanto a su grandeza e influencia futura, y luego
con el privilegiado acceso a las mejores instituciones educativas y círculos de poder e
influencia. Claramente esa no es la historia del nacimiento de Jesús ni de cómo se
desenvolvió su vida. Dios, como muestra la escritura, actúa más por el anonimato que por los
titulares, más por los pobres que por los poderosos, y más por los que están fuera de los
círculos del poder que por los que están dentro de ellos. Cuando examinamos cómo actúa
Dios, vemos que no es por casualidad que Jesús nació fuera de la ciudad y que, después de
ser crucificado, fue enterrado también fuera de la ciudad.
La actuación de Dios en nuestro mundo generalmente no produce titulares. Dios nunca
irrumpe en nuestro mundo ni en nuestra conciencia por un llamativo despliegue de poder.
Dios actúa más discretamente, con calma, tocando el alma, tocando la conciencia y tocando
esa parte previamente pulsada dentro de nosotros donde, aun inconscientemente, llevamos el
recuerdo de haber sido llamados una vez, mucho tiempo antes de nacer, acariciados y
amados por Dios. Por eso Cristo nació en este mundo como niño y no como superestrella,
como alguien cuyo único poder fue la capacidad de tocar y ablandar los corazones de los que
estaban junto a él. Los niños no presionan a nadie física, intelectual, ni atléticamente.
Descansan desvalidos y lloran pidiendo amor y cuidado. Por eso, paradójicamente, al final del
día, están más fuertes que ningún otro. Ningún poder físico, intelectual ni atlético puede al fin
tocar la conciencia humana como lo puede un niño (y similares aspectos de inocente
desamparo: un pájaro herido, un gatito abandonado, un niño pequeño solo y lloroso). Lo que
hay de mejor en nosotros se enciende, sanamente, en presencia de la impotencia e
inocencia.
Por eso Dios entra en nosotros mansamente, inadvertido. Sin gran aparato. Por eso también
Dios tiende a evitar los círculos de poder para favorecer a los abandonados y vulnerables. Por
ejemplo, cuando el Evangelio de Lucas refiere cómo Juan Bautista vino para ser bendecido
especialmente, eso da un golpe mordaz a los poderes cívicos y religiosos de su tiempo.
Llama a todos los principales líderes civiles y religiosos de aquel tiempo (los gobernantes
romanos, los reyes de Palestina y los sumos sacerdotes religiosos) y luego les dice
francamente que la palabra de Dios los evitó a todos ellos y vino, en cambio, a Juan, un
eremita, que vivía en el desierto (Lc 3, 1-3). Según el Evangelio, el desierto es donde mejor
encontramos y experimentamos la presencia de Dios, porque Dios tiende a evitar los centros
de poder e influencia para encontrar, en cambio, un lugar en los corazones de los que están
fuera de esos círculos.
Se ve esto también, aunque se admite que, sin el mismo peso teológico que se manifiesta en
la escritura, en las diferentes apariciones de María, la madre de Jesús, que han sido
aprobadas por la iglesia. ¿Qué tienen de común todas ellas? María nunca se ha aparecido a
un presidente, a un papa, a un gran líder religioso, a un banquero de Wall Street, al director
general de una gran compañía, ni siquiera a un teólogo universitario en su estudio. A ninguno
de estos. Se ha aparecido a niños, a una mujer joven de ninguna importancia terrena, a un
campesino iletrado y a varias otras personas de ningún estatus mundano.
Nosotros nos inclinamos a entender que el poder reside en la influencia financiera, el dominio
político, el talento carismático, la influencia de los medios, la fuerza física, la destreza atlética,
la gracia, la salud, el ingenio y el atractivo. Superficialmente, esa evaluación es bastante
precisa; y, verdaderamente, ninguno de ellos es malo en sí mismo. Pero, mirado más
profundamente, como vemos en el nacimiento de Cristo, la palabra de Dios evita los centros
de poder, y anida, en cambio, en los corazones y conciencias de los que están fuera de
la ciudad.
Hermosos estoicos

Ron Rolheiser - Martes, 21 de agosto de 2018

Hoy en día hay una rica literatura escrita por hombres y mujeres muy inteligentes y sensibles
que podrían describirse mejor como estoicos agnósticos. A diferencia de algunos de sus
homólogos ateos, cuyos ataques unilaterales contra la religión sugieren que "protestan
demasiado", este grupo no protesta en absoluto. No atacan la fe en Dios; de hecho, a
menudo ven las doctrinas religiosas como la creencia en la encarnación de Cristo, la creencia
en el pecado original, y la creencia en la resurrección como mitos útiles que pueden tener
valor para nuestro auto entendimiento, similares a los grandes mitos del mundo antiguo. Son
cálidos con la espiritualidad y a veces son mejores apologistas de la profundidad del alma y el
lugar del misterio en nuestras vidas que sus contrapartes explícitamente religiosas. Es sólo
que, al final, ponen entre paréntesis la creencia en Dios.
A nivel intelectual, esto se ve en personalidades como la del difunto James Hillman y muchos
de sus seguidores (aunque algunos de esos seguidores, a diferencia de su maestro, han
tomado una actitud más beligerante y negativa hacia la fe en Dios y la religión). Esto también
se ve en un buen número de novelistas contemporáneos que escriben desde una perspectiva
deliberadamente agnóstica. Y esto se ve en maravillosos libros biográficos, como el de Nina
Riggs, The Bright Hour: Un libro de memorias de la vida y la muerte.
Lo que todos estos autores tienen en común es esto: miran las preguntas más profundas de
la vida y enfrentan esas preguntas con coraje y sensibilidad, pero sólo desde una perspectiva
agnóstica y estoica. ¿Cómo le das sentido a las cosas si no hay Dios? ¿Cómo enfrentas la
finalidad de la muerte, si no hay vida después de la muerte? ¿Cómo entierras el amor como
un absoluto, si no hay un Absoluto sobre el cual enterrarlo? ¿Cómo pueden los preciosos
eventos de nuestras vidas tener un significado duradero, si no hay inmortalidad personal?
¿Cómo hacer frente a las deficiencias de nuestras vidas y a la propia mortalidad, si esta vida
es todo lo que hay?
Enfrentan estas preguntas honesta y valientemente sin una creencia explícita en Dios y llegan
a la paz con ellos mismos, encuentran el significado para ellos mismos, y obtienen la
perspicacia y el valor que necesitan para vivir con respuestas que no incluyen la fe en Dios y
la creencia en una vida después de la muerte. Hay un estoicismo valiente en esto, pero en
muchos de sus escritos hay también una cierta belleza. Se tiene la sensación de que se trata
de un alma honesta y bella que lucha con las preguntas más profundas de la vida y llega a
una paz aceptable que resume el tipo de compasión que todas las grandes religiones ponen
en su centro. Dentro de la literatura religiosa se pueden encontrar algunos hermosos santos.
Dentro de la literatura secular se pueden encontrar algunos estoicos hermosos.
Pero hay una cosa sobre la que quiero desafiar a estos hermosos estoicos: Intentan
responder a una pregunta profunda: ¿Cómo le damos sentido a la vida si no hay Dios ni más
allá y cómo le damos sentido a la vida si los principios de la fe no son verdaderos, sino mera
proyección? Es una pregunta justa, vale la pena hacérsela. Ésta es mi protesta: Mientras
estos autores enfrentan con coraje y honestidad la pregunta de lo que significa si Dios no
existe y no hay vida después de la muerte, nunca enfrentan con el mismo coraje y honestidad
la pregunta: ¿Y si realmente hay un Dios y una vida después de la muerte y los principios
esenciales de la fe son verdaderos? ¿Cómo se vive entonces? ¿Y si nuestras mentes que
sondean y nuestros sentimientos nobles están de hecho cimentados en un Dios amoroso y
personal? Eso sería un agnosticismo aún más honesto y valiente, y un estoicismo aún más
bello.
El verdadero agnosticismo habla de una mente abierta, tan abierta que es reticente a cerrar
cualquier posibilidad real. Y la existencia de Dios es una posibilidad real. En cualquier
momento de la historia, incluida nuestra época, la gran mayoría de los seres humanos creen
en la existencia de Dios y en la existencia de una vida después de la muerte. Los ateos nunca
han sido la mayoría cognitiva. Si esto es cierto, y lo es, entonces por qué hombres y mujeres
buenos, valientes, honestos y sensibles son reacios a llevar su agnosticismo por ambos
callejones, esto es: ¿Cómo damos forma a nuestras vidas si no hay Dios y no hay otra vida - y
cómo damos forma a nuestras vidas si hay un Dios y otra vida?
Si se quiere mirar el sentido de la vida con la mayor valentía y honestidad posibles, ¿no
debería ser la cuestión de Dios y el más allá, y no sólo su antítesis, uno de los horizontes en
los que se produce ese discernimiento? Sospecho que la renuencia de muchos de estos
autores a dar la misma consideración a la posibilidad de la verdad de la religión, proviene del
hecho de que, hasta los tiempos modernos, la mayor parte de toda la literatura consideraba
perennemente las cuestiones profundas de la vida más o menos exclusivamente desde una
perspectiva religiosa más que agnóstica. Lo que nuestros autores agnósticos están aportando
es una alternativa, una voz diferente de la voz dominante en la historia (aunque no la voz
dominante dentro de la sociedad secular de hoy).
Aun así, provoca que algunos estoicos hermosos nos ayuden a comprenderlo.
La búsqueda de una verdad indudable

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 8 de octubre de 2018

En un libro, 12 Reglas para la vida: un antídoto contra el caos, que con razón está causando
sensación hoy en muchos círculos, Jordan Peterson trata sobre su propio viaje hacia la
verdad y la finalidad que tiene la vida. Aquí está esa historia:
En un momento de su vida, mientras aún era joven y estaba encontrando su propio camino,
llegó a una etapa en que se sintió agnóstico, no sólo acerca del superficial cristianismo en el
que se había educado, sino también de casi todo lo demás en términos de verdad y fe. ¿En
qué podemos creer realmente? ¿Qué es lo que al fin deber creerse?
Demasiado humilde para compararse a una de las grandes mentes de la historia -René
Descartes, que luchó quinientos años antes con un agnosticismo similar- Peterson no pudo
menos que emplear el camino de Descartes al tratar de encontrar una verdad de la que no se
pudiera dudar. Y así, como Descartes, él acometió la búsqueda de una “indudable” (término
de Descartes), esto es, encontrar una premisa que de ningún modo se pudiera poner en
duda. Descartes, como sabemos, encontró su “indudable” en su famoso aforismo: ¡Pienso,
luego existo! Nadie puede ser engañado al creerlo, ya que incluso ser engañado sería una
prueba indiscutible de que existes. La filosofía que Descartes construyó entonces sobre la
premisa indudable se deja para que la historia la juzgue. Pero la historia no impugna la verdad
de este aforismo.
Así pues, Peterson se pone en camino con la misma pregunta esencial: ¿De qué única cosa
no se puede dudar? ¿Hay algo tan evidentemente verdadero de lo que nadie pueda dudar?
Para Peterson, lo que es indiscutible no es el hecho de que pensamos; es el hecho de que
nosotros, todos nosotros, sufrimos. Esa es su indudable verdad, el sufrimiento es real. Eso no
se puede dudar: “Los nihilistas no lo pueden socavar con escepticismo. Los totalitaristas no lo
pueden exterminar. Los cínicos no pueden escapar a su realidad”. El sufrimiento es real más
allá de toda duda.
Por otra parte, en la comprensión de Peterson, la peor clase de sufrimiento no es la que nos
es infligida por las contingencias innatas de nuestro ser y nuestra mortalidad, ni por la, a
veces, ciega brutalidad de la naturaleza. La peor clase de sufrimiento es la que una persona
inflige a otra, la que una parte de la humanidad inflige a otra parte, la que vemos en las
atrocidades del siglo XX: Hitler, Stalin, Pol Pot e incontables otros, responsables de la tortura,
el rapto, el sufrimiento y la muerte de millones.
Desde esta indudable premisa, expone algo más que tampoco puede ser discutido: Esta clase
de sufrimiento no es sólo real, es también equivocado. Todos nosotros podemos estar de
acuerdo en que esta clase de sufrimiento no es bueno y que hay algo que (más allá de la
disputa) no es bueno. Y, si hay algo que no es bueno, entonces hay algo que es bueno. Su
lógica: “Si el peor pecado es el tormento de otros, meramente por causa del sufrimiento
producido, entonces lo bueno es todo lo que resulta diametralmente opuesto a eso”.
Lo que se desprende de esto es claro: Lo bueno es todo lo que pone fin a tales sucesos. Si
esto es verdad -y es en realidad- entonces está también claro en cuanto a lo que es bueno y
lo que es un buen modo de vivir: Si las formas más terribles de sufrimiento son producidas por
el egotismo, egoísmo, deslealtad, arrogancia, avaricia, anhelo de poder, crueldad
premeditada e insensibilidad hacia otros, entonces somos evidentemente llamados a lo
contrario: abnegación, altruismo, humildad, veracidad, ternura y sacrificio por otros.
No por casualidad, Peterson afirma todo esto en un capítulo en el que destaca la importancia
del sacrificio, de posponer la gratificación privada por un bien mayor a largo plazo. Su visión
aquí corre pareja a las de René Girard y otros antropólogos que señalan que la única manera
de frenar el sacrificio inconsciente a los dioses ciegos (que es lo que sucedió en las
atrocidades de Hitler y lo que sucede en nuestra amarga murmuración de otros ciegos) es a
través del autosacrificio. Sólo cuando aceptemos, a costa de nuestro sufrimiento personal,
nuestras propias contingencias, el pecado y la mortalidad, dejaremos de proyectar estas
cosas en los otros como para hacerlos sufrir con el fin de sentirnos mejor con nosotros
mismos.
Peterson escribe como un agnóstico; o quizás, más exactamente, como un analista honrado,
un observador de la humanidad, el cual, teniendo en cuenta el objeto de este libro, prefiere
mantener privada su fe. Es suficientemente razonable. Probablemente, también inteligente.
No hay razón para imputar motivos. Lo importante es donde aterriza; y donde aterriza es en
un terreno muy sólido. Es donde Jesús aterriza en el Sermón de la Montaña, es donde las
iglesias cristianas aterrizan cuando están en su mejor momento, es donde las grandes
religiones del mundo aterrizan cuando están en su mejor momento, y es donde la humanidad
aterriza cuando está en su mejor momento.
La mística medieval Teresa de Ávila escribió con gran profundidad y desafío. Su tratado sobre
la vida espiritual es ahora un clásico y forma parte del verdadero canon de los escritos
espirituales cristianos. Al final, afirma que, durante nuestros años generativos, la pregunta
más importante con la que necesitamos desafiarnos es: ¿Cómo puedo ser más útil? Jordan
Peterson, con una lógica y un lenguaje que hoy todos podemos entender, ofrece el mismo
desafío.
La indignación moral

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 23 de abril de 2018

La indignación moral es la antítesis de la moralidad. No obstante, en nuestro mundo hoy está


presente y racionalizada en todas partes en nombre de Dios y la verdad.
Vivimos en un mundo inundado de indignación moral. Dondequiera, individuos y grupos se
encuentran indignados y afrentados moralmente, a veces con violencia, al oponerse a
individuos, grupos, ideologías, posiciones morales, eclesiologías, interpretaciones de la
religión, interpretaciones de la Escritura y semejantes. Vemos esto por todas partes: cadenas
de televisión indignadas por cobertura de noticias de otras cadenas, grupos eclesiales
demonizándose amargamente entre sí, grupos en favor de la vida y grupos en favor del
aborto gritándose airadamente unos a otros, y políticos paralizados en sus más altos niveles,
mientras los diferentes partidos se sienten tan indignados moralmente que son reacios a
contemplar cualquier acomodación a lo que les opone.
Y siempre, por ambas partes, existe la justa apelación a la moralidad y a la autoridad divina
(explícita o implícita) de un modo que, en esencia, dice: Tengo derecho a demonizarte y a
cerrar mis oídos a todo lo que tienes que decir, porque eres injusto e inmoral; y yo, en el
nombre de Dios y de la verdad, te estoy resistiendo. Además, tu inmoralidad me da el legítimo
derecho a juntar lo esencial del respeto humano y tratarte como a un paria para ser eliminado,
en el nombre de Dios y de la verdad.
Y esta clase de actitud no sólo contribuye a airadas divisiones, amargas polarizaciones y el
profundo recelo con el que vivimos hoy en nuestra sociedad; es también lo que produce
terroristas, matanzas masivas y el más perverso fanatismo y racismo. Eso produjo a Hitler,
alguien que fue capaz de sacar provecho tan poderosamente de la indignación moral que
pudo inducir a millones de personas a predisponerse contra lo mejor de sí mismas.
Pero la indignación moral, por mucho que se intente justificar en algunos altos principios
fundamentales, religión, moralidad, patriotismo, daño histórico o injusticia personal,
permanece siempre contraria a la genuina moralidad y la genuina práctica religiosa. ¿Por
qué? Porque la genuina moralidad y la práctica religiosa siempre están caracterizadas por lo
opuesto a lo que se ve en la indignación moral. La genuina moralidad y la genuina práctica
religiosa están siempre marcadas por la empatía, comprensión, paciencia, tolerancia, perdón,
respeto, caridad y bondad: todas ellas, claramente ausentes de toda expresión virtual de la
indignación moral que vemos hoy.
Al tratar de estimularnos hacia una genuina moralidad y religiosidad, Jesús dice esto: Si
vuestra virtud no va más allá que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el Reino de los
Cielos. ¿En qué consistía la virtud de los escribas y fariseos? Superficialmente, la suya era
una virtud muy alta. Ser un buen escriba o fariseo significaba cumplir los Diez Mandamientos,
ser fiel a las prácticas religiosas prescritas entonces y ser siempre una persona justa y
honrada en su conducta con otros. Así pues, ¿qué le falta a eso? Lo que no tenían en cuenta
es que todas estas cosas (cumplir los mandamientos, la fiel observancia religiosa y ser
honrado con otros) se pueden hacer con un corazón amargo, acusador y duro tan fácilmente
(y quizás incluso más) que con un corazón cercano, empático y comprensivo. Cumplir los
mandamientos, ir a la iglesia y ser una persona justa puede hacerse (como resulta demasiado
claro a veces) sin indignación moral. Parafraseando a Jesús: Cualquiera es capaz de ser
amable con aquellos que son amables con él. Cualquiera es capaz de amar a aquellos que lo
aman. Y cualquiera es capaz de ser bueno con aquellos que le hacen bien… pero ¿eres
capaz de ser amable con aquéllos que son ásperos contigo? ¿Eres cariñoso con los que te
odian? ¿Y eres capaz de perdonar a los que te matan? Esa es la prueba de fuego para la
moral cristiana y la práctica religiosa; y en el interior de nadie que pase esta prueba
encontrarás aún la clase de indignación moral donde creemos que Dios y la verdad están
pidiéndonos demonizar a aquellos que nos odian, nos hacen mal o tratan de matarnos.
Además, lo que hacemos en la indignidad moral es negar que nosotros mismos somos
cómplices en las mismas cosas que demonizamos y vertemos nuestro odio. Según vemos las
noticias del mundo todos días y observamos la ira, amargas divisiones, violencia, injusticias,
intolerancia y guerras que caracterizan a nuestro mundo, un profundo, honrado y valiente
escrutinio nos debería hacer conscientes de que no podemos separarnos totalmente de esas
cosas. Vivimos en un mundo de injusticia duradera y presente, con una amplia desigualdad
económica, de endémico racismo y sexismo, de incontables personas viviendo como víctimas
del pillaje y la rapiña en la historia, de millones de refugiados sin lugar a dónde ir y en una
sociedad donde diferentes pueblos están marcados a fuego y desterrados como “perdedores”
y “enfermos mentales”. ¿Estaremos sorprendidos de que nuestra sociedad produzca
terroristas? Aunque podríamos sentirnos personalmente sinceros e inocentes, la manera
como estamos viviendo ayuda a crear la base de la generación de asesinos en masa,
terroristas, abortistas e intimidadores de patio de colegio. No somos tan inocentes como
pensamos ser.
Nuestra indignación moral no es un indicador de que estamos del lado de Dios y la verdad.
Más a menudo, sugiere lo contrario.
La María de la Escritura y la María de las devociones

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 2 de julio de 2018

Existe un axioma que dice: Los católicos romanos tienden a adorar a María, mientras que los
protestantes y los evangélicos tienden a ignorar a María. Ninguna de las dos tendencias es la
ideal.
María, la Madre de Jesús, tiene, en efecto, dos historias en la tradición cristiana. Tenemos la
María de la Escritura y tenemos la María de las devociones, y ambas ofrecen algo especial a
nuestro caminar cristiano.
La María de las devociones es la mejor conocida, si bien principalmente en los círculos
católicos romanos. Esta es la María invocada en el rosario, la María de los santuarios
populares, la Madre Dolorosa de nuestras letanías, la Madre con tierno corazón a través del
cual podemos lograr que Dios nos oiga, la María de la pureza y la castidad, la Madre que
entiende el sufrimiento humano, la Madre que puede ablandar los corazones de los asesinos
y la Madre a la que siempre podemos volver.
Y esta María es principalmente la Madre de los pobres. Karl Rahner señaló una vez que si
consideráis todas las apariciones de María, que han sido aprobadas oficialmente por la
iglesia, notaréis que siempre se ha aparecido a una persona pobre: a un niño, a un lugareño
iletrado, a un grupo de niños, a alguien sin posición social. Nunca se ha aparecido a un
teólogo en su estudio, a un papa ni a un banquero millonario. Ella ha sido siempre la persona
a la que miran los pobres. La devoción mariana es un misticismo de los pobres. Vemos esto
muy poderosamente, por ejemplo, en el efecto que Nuestra Señora de Guadalupe ha tenido
en gran parte de América Latina. En toda América, la mayor parte de los pueblos indígenas
son ahora cristianos. Sin embargo, en Norteamérica, mientras la mayoría de los pueblos
indígenas son cristianos, el Cristianismo mismo no es visto como una religión nativa, sino más
bien como una religión traída de otros lugares a los pueblos nativos. En América Latina, en
los sitios donde Nuestra Señora de Guadalupe es popular, el Cristianismo se ve como una
religión nativa.
Pero la piedad y las devociones también corren el riesgo de caer en un sensiblero carácter
teológico y un malsano sentimentalismo. Eso sucede también con la María de las devociones.
Hemos tenido la tendencia de elevar a María al estatus divino (que es simplemente un error) y
la hemos fijado demasiado frecuentemente en una piedad especial, que ella, la María de las
devociones, no puede resultar fácilmente la misma persona que expresó el Magnificat. La
María de las devociones es frecuentemente guardada como recuerdo de piedad, súper
simplicidad y asexualidad, que necesita ser protegida de la complejidad humana. No obstante,
la María de las devociones nos ofrece mucho respecto en nuestro caminar espiritual. Mucho
más ignorada es la Madre de la Escritura y el papel que varios Evangelios le asignan.
En los Evangelios Sinópticos, María es presentada como modelo de discipulado. Más
simplemente, nos es mostrada como la única persona que lo entiende bien desde el principio.
Pero eso no es evidente de inmediato. Superficialmente, a veces parece que es lo contrario.
Por ejemplo, en un par de ocasiones, mientras Jesús está hablando a una multitud, se le
interrumpe y le dicen que su madre y su familia están fuera esperándolo. Su respuesta:
“Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Aquéllos que oyen la palabra de Dios y la
cumplen”. Al decir esto, Jesús no está distanciando de él y de su mensaje a la madre; más
bien, lo contrario. Antes de que este incidente se relate en los Evangelios, los evangelistas
han tenido buen cuidado de señalar que María fue la primera persona en oír la palabra de
Dios y cumplirla. Lo que sucede aquí es que Jesús elige a su madre, antes que nada, por su
fe, no por su biología. En los Evangelios Sinópticos, María es el paradigma para el
discipulado. Es la primera persona en oír la palabra de Dios y cumplirla.
El Evangelio de Juan le da un papel diferente. Aquí, ella no es el paradigma del discipulado
(un papel que Juan da al discípulo amado y a María Magdalena) sino es presentada como
Eva, la madre de la humanidad y la madre de todos. Es interesante ver que Juan nunca nos
da el nombre de María; en su Evangelio ella siempre es referida como “la Madre de Jesús”. Y
en este papel, ella hace dos cosas:
Primera, ella da voz a la limitación humana, como hace en la boda de Caná, cuando dice a su
hijo (que es siempre divino en el Evangelio de Juan) que “no tienen vino”. En el Evangelio de
Juan, esto no es sólo una conversación entre María y Jesús, sino también una conversación
entre la Madre de la Humanidad y Dios. Segunda, al igual que Eva, como madre universal y
como madre nuestra, se mantiene de pie, en desamparo, sometida al dolor humano y cerca
del dolor humano cuando permanece de pie bajo la cruz. En esto, se muestra como madre
universal, pero también como ejemplo de cómo la injusticia debe ser manejada, a saber,
permaneciendo de pie cerca de ella, de modo que no comunique su odio y violencia como
para devolverlos de la misma manera.
María nos ofrece un magnífico ejemplo, no ser adorada ni ignorada.
Las deficiencias de un inmigrante digital

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 30 de abril de 2018

La información tecnológica y los medios sociales no son mi lengua materna. Yo soy un


inmigrante digital. No nací en el mundo de la tecnología de la información, sino que inmigré a
ella, poco a poco. Primeramente, viví en territorios extranjeros.
Cumplí nueve años antes de vivir con electricidad. La había visto antes; pero ni nuestra casa,
ni nuestra escuela, ni nuestros vecinos tenían electricidad. La electricidad, cuando la vi por
primera vez, fue una gran revelación. Y aun cuando crecí con la radio, tenía catorce años
para cuando mi familia se hizo con su primer aparato de televisión. Repito, esto fue una
revelación…y maná para mi hambre adolescente de conectar con un mundo más amplio. La
electricidad y la televisión vinieron a ser rápidamente una lengua materna, un elemento por el
que nuestra casa y otras introdujeron el gran mundo. Pero el teléfono aún fue extraño. Yo
tenía diecisiete años cuando me marché de casa, y nuestra familia nunca había tenido
teléfono.
El teléfono no fue suficiente para adiestrarme, pero necesitaría un buen número de años
hasta que dominara el audaz nuevo mundo de la tecnología de la información: Ordenadores,
internet, páginas web, teléfonos móviles, teléfonos inteligentes, televisión y acceso a películas
a través de internet, la nube, medios sociales, asistentes virtuales y el mundo de miles de
aplicaciones. ¡Ha resultado un viaje! Tenía treinta y ocho años para cuando usé VCR por
primera vez, cuarenta y dos antes de disponer de un ordenador, cincuenta antes de acceder
por primera vez a la web y usar el correo electrónico, cincuenta y ocho cuando poseí mi
primer teléfono móvil, la misma edad cuando configuré por primera vez una página web,
sesenta y dos antes de mandar un texto, y sesenta y cinco antes de conectar a Facebook.
Siendo el correo electrónico, el envío de textos y Facebook todo lo que sé manejar, aún no
tengo ni Instagram ni Twiter. Soy la única persona en mi cercana comunidad religiosa que
todavía reza el oficio de la iglesia con un libro y no desde un aparato móvil. Yo digo que el
papel tiene alma, mientras que los aparatos digitales no. Las respuestas que recibo no
simpatizan particularmente conmigo. Pero es por razones profundas por las que prefiero tener
un libro en mi mano antes que un aparato encendido. No estoy en contra de la tecnología de
la información; más bien resulta que no soy muy bueno en eso. Lucho con el lenguaje. Es
duro adiestrarse en un nuevo lenguaje siendo ya adulto, y yo envidio a los jóvenes que saben
hablar bien este lenguaje.
¿Qué hay que decir sobre la revolución en la tecnología de la información? ¿Es buena o
mala?
Obviamente, tiene muchas cosas positivas: Nos está haciendo la gente más informada del
mundo en toda la historia. La información es poder, y el internet y los medios sociales han
nivelado el campo de juego en términos de acceso a la información; esto está sirviendo bien
al desarrollo de las naciones en el mundo. Además, está creando una población global en el
mundo entero. Ahora sabemos todo de nuestros vecinos, no sólo los que viven cerca. Somos
la gente mejor informada y mejor conectada de la historia.
Pero todo esto tiene también una parte fácilmente criticable: nos hablamos unos a otros
menos de lo que nos comunicamos. Tenemos muchos amigos virtuales, pero no siempre
muchos amigos reales. Miramos la naturaleza en una pantalla más de lo que alguna vez la
tocamos físicamente. Pasamos más tiempo mirando al aparato que tenemos en nuestras
manos que lo que de hecho atendemos a otros cara a cara. Paseo por un aeropuerto o bien
por cualquier otro lugar y veo que la mayoría de la gente está pendiente de su teléfono. ¿Es
eso bueno? ¿Fomenta la amistad y la comunidad, o es su sustituto? Es demasiado pronto
para responder. Las primeras generaciones que vivieron en la revolución industrial no tuvieron
forma de saber qué efectos de ella serían de largo alcance. La revolución tecnológica -creo
yo- es exactamente tan radical como la revolución industrial, y nosotros somos su generación
inicial. En este momento no tenemos forma de saber a dónde nos llevará todo esto, para bien
o para mal.
Pero una cosa negativa que ya parece evidente, es que la revolución de la tecnología de la
información, por la que estamos pasando, está destruyendo los pocos restos que quedan y
que aún retenemos para conservar el “Sabbath” en nuestras vidas. Rumi, el místico del siglo
XIII, se lamentaba una vez: He vivido demasiado tiempo donde puedo ser contactado. Hoy,
eso es infinitamente más cierto para nosotros de lo que fue para los que vivieron en el siglo
XIII. Gracias a los aparatos electrónicos que llevamos con nosotros, podemos ser contactados
en todo momento; y, demasiado a menudo, nos dejamos ser contactados más que nunca. El
resultado es que ahora ya no tenemos tiempo tranquilo después de lo que regularmente
hacemos. Nuestros tiempos de familia, nuestros ratos de esparcimiento, nuestros periodos de
vacación e incluso nuestros tiempos de oración, están constantemente subordinados al
tiempo normal por nuestro “ser conectados”.
Mi miedo es que mientras vamos a ser la gente más informada de todos los tiempos,
podemos muy bien acabar siendo la gente menos contemplativa de toda la historia.
Pero yo soy un forastero en esto, un inmigrante digital. Necesito someterme a los juicios de
los que hablan este lenguaje como su lengua materna.
Lección en un aparcamiento

Ron Rolheiser (Trad. Bejamín Elcano, cmf) - Lunes, 3 de diciembre de 2018

Nuestros instintos naturales nos sirven bien, hasta cierto punto. Son auto protectores, y eso
es sano también, hasta cierto punto. Dejadme contaros:
Recientemente, estuve en un partido de fútbol con varios amigos. Llegamos al partido en dos
coches, que estacionamos en el aparcamiento subterráneo del estadio. Nuestras localidades
estaban en diferentes partes del estadio, así que nos separamos para el partido, cada uno
buscando su propio sitio. Cuando acabó el partido, volví a los coches con uno de nuestro
grupo, unos diez minutos antes de que se presentaran los otros. Durante esa espera, mi
amigo y yo mirábamos atentamente a la multitud, buscando a los miembros de nuestro grupo.
Pero nuestros avizores ojos llamaron desagradablemente la atención. Dos mujeres se nos
acercaron y, airadamente, nos reclamaron por qué habíamos estado contemplándolas: “¿Por
qué estabais mirándonos? ¿Estáis tratando de pescarnos?”.
Ese es el momento en que el instinto natural mete baza. Inmediatamente, antes de que
cualquier reflexión racional tuviera ocasión de mitigar mis pensamientos y sentimientos, hubo
un automático destello de ira, de indignación, de injusticia, de indiferencia, de vergüenza y -sí-
de odio. Esos sentimientos no fueron buscados; simplemente afloraron en mí. Y, con ellos,
vinieron los consiguientes pensamientos acusadores: “¡Si esto es el movimiento ‘Yo también’,
¡yo estoy en contra de él! ¡Esto es inaceptable!”.
Afortunadamente, nada de esto fue expresado. Pedí disculpas amablemente y expliqué que
estaba observando a la multitud buscando a nuestro grupo perdido; las mujeres siguieron su
camino, sin hacer el menor comentario, pero los sentimientos permanecieron hasta que tuve
ocasión de encauzarlos, situarlos en perspectiva y honrarlos precisamente por lo que son,
instintivos, auto protectores, sentimientos que al fin deben ser reemplazados por algo más, a
saber, por una comprensión que vaya más allá de la reacción refleja.
Bien pensado, yo no vi este incidente como una aberración del movimiento ‘Yo también’ o
como algo que fuera indignante. Más bien, me ayudó a darme cuenta de por qué hay un
movimiento ‘Yo también’ con el que empezar. La reacción de estas dos mujeres, sin duda fue
provocada por una historia de injusticia que ellas mismas (u otras mujeres a las que han
conocido) han experimentado a modo de acoso sexual, indeseada solicitación y violencia de
género: injusticias que empequeñecen absolutamente la picadura del mini mosquito de la
“injusticia” que yo experimenté por su gratuita advertencia.
No sin razón, esta clase de intercambios ocurre en los aparcamientos. Recientemente, leí las
estadísticas de un estudio que concluían que más del 80% de las mujeres de América han
experimentado alguna forma de acoso sexual a lo largo de sus vidas. En mi ingenuidad, este
tanto por cien me parecía alto, así que pregunté a varias mujeres compañeras por su reacción
a esa estadística. Su reacción me pilló a mí y a mi ingenuidad por sorpresa. Su reacción: “¡El
80% resulta, con mucho, demasiado bajo; es todo! Rara es la mujer que anda por el mundo
sin experimentar alguna forma de acoso sexual en su vida”. Dada esta perspectiva, la
paranoia expresada en el aparcamiento de ninguna manera parecía sin sentido.
Algo más, también: yendo más lejos en mi reflexión sobre esto, empecé a ver más claramente
la distancia entre el instinto natural y la empatía de la madurez. La naturaleza nos da instintos
poderosos que nos sirven bien, hasta cierto punto. Son inherentemente auto protectores,
egoístas, aun cuando contienen en sí una cierta cantidad de empatía natural. El instinto
puede ser a veces maravillosamente simpático. Por ejemplo, estamos naturalmente inclinados
a acercarnos a un niño desamparado, un pájaro herido o un gatito perdido. Pero lo que nos
atrae a ellos, aunque resulte sutil, es siempre el auto interés. Al final del día, nuestro
acercamiento a ellos nos hace sentirnos mejores, y su desamparo no provoca en absoluto
ninguna amenaza para nosotros. El instinto natural puede ser bastante empático cuando no
es amenazado de ninguna manera.
Pero la situación cambia, y muy rápidamente, cuando se percibe cualquier clase de amenaza,
cuando -para decirlo metafóricamente- algo o alguien “está en tu cara”. Entonces, nuestra
natural empatía se cierra de golpe como una puerta-trampa, nuestra cordialidad se torna fría y
todos los instintos de nuestro interior elevan su interesada cabeza y voz. Eso es lo que sentí
en el aparcamiento del partido de fútbol.
Y entonces, el peligro consiste en confundir esos sentimientos con una verdad más grande
que la situación y con la cuestión de quiénes somos en realidad y qué es aquello en lo que de
hecho creemos. En ese punto, el instinto natural ya no nos sirve bien; y, en verdad, ya no es
protector de nuestro bien a largo plazo. Lo que para nosotros es bueno a largo plazo está, en
ese momento, escondido a nuestros instintos. En momentos como este, estamos llamados a
una empatía más allá de cualesquiera sentimientos de haber estado desdeñados y más allá
de ideologías que podemos apoyar para justificar nuestra indignación: “¡Esto es la corrección
política (de la derecha o la izquierda) que va loca! ¡Esto es una aberración!
Nuestros sentimientos son importantes y necesitan ser conocidos y honrados, pero nosotros
somos siempre más que nuestros sentimientos. Estamos llamados a ir más allá del instinto, a
la empatía: a suplicar que pronto llegue el día en que estas dos mujeres, y sus hijas y nietas,
no sientan ya ninguna amenaza en un aparcamiento.
Los altibajos de la fe

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 19 de marzo de 2018

El poeta Rumi insinúa que vivimos con un profundo secreto que a veces conocemos, luego
no, y después conocemos de nuevo. Es una buena descripción de la fe. La fe no es algo que
sujetas y posees de una vez para siempre. Lleva este camino: A veces andas sobre el agua, y
a veces te hundes como una piedra.
Los Evangelios testifican esto, lo más gráficamente, en el pasaje de Pedro andando sobre el
agua: Jesús pide a Pedro que baje de una barca y vaya a Él andando sobre el agua. Al
principio, eso funciona: Pedro, sin pensar, camina sobre el agua; después, volviéndose más
consciente de lo que está haciendo, se hunde como una piedra. Vemos esto también en las
masivas fluctuaciones en la creencia que los discípulos de Jesús experimentaron durante los
“cuarenta días” después de la resurrección. Jesús se les aparecería, ellos se fiarían de que
estaba vivo, luego desaparecería de nuevo y ellos perderían su confianza y volverían a las
vidas que habían tenido antes de encontrarse con Él, pescando en el mar. Las narraciones de
la post resurrección ilustran bastante claramente la dinámica de la fe: Creéis. Luego,
desconfiáis. Después, lo creéis de nuevo. Al menos, así lo parece superficialmente.
Vemos otro ejemplo de esto en el relato de Pedro traicionando a Jesús. En el Evangelio de
Marcos, Jesús nos dice que hay un secreto que separa a aquéllos que tienen fe de aquéllos
que no: A vosotros se os da el secreto del Reino, pero a los demás todo se les da en
parábolas. Esto suena a gnosticismo, esto es, la idea de que hay un código secreto en algún
sitio (por ej., El Código Da Vinci) que algunos conocen y otros no, y tú estás en ello o no,
según lo conozcas o no. Pero eso no es lo que Jesús está diciendo aquí. Su secreto es
abierto, accesible a todos: el significado de la cruz. Cualquiera que entienda eso entenderá el
resto de lo que Jesús quiere decir, y viceversa. Nosotros estamos dentro o fuera,
dependiendo de sí o no, podemos comprender y aceptar el significado de la muerte de Jesús.
Pero, estar dentro o fuera no es de una vez para siempre. Más bien, ¡nos movemos dentro y
fuera! Después de negar Pedro a Jesús, se nos dijo: salió a fuera. Esto se entiende literal y
metafóricamente. Después de su negación, Pedro salió fuera, a la noche, para estar lejos de
la multitud, pero estuvo también fuera del significado de su fe.
Nuestra fe también se eleva y se abaja por otra razón; comprendemos mal cómo funciona:
toma como ejemplo al joven rico que se acerca a Jesús con esta pregunta: “Maestro bueno,
¿qué debo hacer para poseer la vida eterna?” Interesante elección de un verbo: poseer. ¿La
vida eterna como una posesión? La amable corrección de Jesús al verbo del joven nos
enseña algo vital sobre la fe. Jesús le dice: “Bien, si quieres recibir la vida eterna”, queriendo
decir que la fe y la vida eterna no son algo que poseas para que pueda ser almacenado y
guardado como el grano en el granero, el dinero en el banco o las joyas en un cofre. Sólo
pueden ser recibidas, como el aire que respiramos. El aire es libre, está dondequiera, y
nuestra salud no depende de su presencia, porque siempre está ahí, sino más bien del estado
de nuestros pulmones (y humor) en un momento dado. A veces respiramos profunda y
agradablemente; pero otras veces, por diversas razones, respiramos mal, jadeamos en vez
de respirar, estamos sin aliento o asfixiados por el aire. Como el respirar, la fe tiene sus
modalidades.
Y así, necesitamos entender nuestra fe no como una posesión o como algo que obtenemos
de una vez para siempre, que puede perderse sólo por algún enorme y dramático cambio de
vida que se dé en nuestra vida, donde nos movamos de la creencia al ateísmo. “La fe no es
cierto estado constante de creencia” -insinúa Abraham Heschel- sino más bien una suerte de
fidelidad, una lealtad a los momentos en que hemos tenido fe”.
Y eso aclara algo más: Para ser auténtica, la fe no necesita ser explícitamente religiosa, sino
que puede expresarse simplemente en la fidelidad, lealtad y confianza. Por ejemplo, en una
poderosa biografía, La clara luz, escrita cuando estaba muriendo de cáncer, Annie Riggs
cuenta su poderosa pero implícita fe mientras afronta con calma su muerte. Sin ser dada a
explicitar la fe religiosa, la desafía en un instante una enfermera que le dice: “La fe, debes
tenerla y la vas a necesitar”. La observación dispara una reflexión de su parte sobre aquello
en lo que ella cree o no. Viene a la paz con la pregunta y su propio asidero en ella, con estas
palabras: “Para mí, la fe envuelve fijar la vista en el abismo, ver que es oscuro y lleno de lo
desconocido, y estar de acuerdo con eso”.
Necesitamos tener confianza en lo desconocido, saber que estaremos de acuerdo, aunque un
día dado podríamos sentir que estamos andando sobre el agua o nos hundimos como una
piedra. La fe es más profunda que nuestros sentimientos.
Más allá de la crítica y la ira: Invitación a una empatía más profunda

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 22 de octubre de 2018

Recientemente asistí a un simposio donde el ponente principal era un hombre que tenía
exactamente mi edad. Como ambos habíamos experimentado en nuestras vidas los mismos
cambios culturales y religiosos, me identifiqué con mucho de lo que dijo y en el modo como se
sentía acerca de las cosas. En su actual evaluación de los asuntos públicos de la política y de
nuestras iglesias, estuvo bastante crítico, incluso airado. No sin razón. Hoy, en nuestros
gobiernos y nuestras iglesias no hay sólo una amarga polarización y una ausencia de
fundamental caridad y respeto; hay también mucho de ceguera aparentemente inexcusable,
falta de transparencia y se percibe una egoísta falta de honradez. Nuestro orador fue muy
contundente al señalar estos aspectos.
Y en su mayor parte, estuve de acuerdo con él. Yo siento lo mismo. El actual estado de los
asuntos públicos, tanto si te fijas en la política como en las iglesias, es deprimente, polarizado
amargamente y no puede sino dejarte con un sentimiento de frustración y acusando a los que
juzgas responsables de su ceguera, falta de honradez e injusticia que parecen inexcusables.
Pero, aun cuando compartí mucho de su verdad y sus sentimientos, no compartí donde
aterrizó. Aterrizó en el pesimismo y la ira, aparentemente incapaz de encontrar nada más que
indignación en la que situarse ideológicamente. Acabó también de manera muy pesimista
para con aquellos a los que les inculpa del problema.
Yo no puedo desdeñar su verdad ni sus sentimientos. Son comprensibles. Pero no me gusta
donde aterrizó. La amargura y la ira, al margen de cómo se justifiquen, no son un lugar donde
situarse. Jesús, y lo que hay de noble en nosotros, nos invitan a movernos más allá de la ira y
la indignación.
Más allá de la ira, más allá de la indignación y más allá de la crítica justificada de todo lo que
es deshonroso e injusto, se halla la invitación a una empatía más profunda. Esta invitación no
nos pide dejar de ser proféticos ante lo que es reprochable, sino que nos pide ser proféticos
de una manera más profunda. Un profeta, como Daniel Berrigan dijo muy frecuentemente,
haz un voto de amor, no de alienación.
Pero esto no es fácil de llevar a la práctica. Ante la injusticia, la falta de honradez y la ceguera
intencionada, todos nuestros instintos naturales luchan contra la comprensión. Hasta cierto
punto, esto es sano y muestra que aún somos moralmente robustos. Deberíamos sentir ira e
indignación ante lo que es censurable. Igualmente es comprensible que también pudiéramos
sentir pensamientos algo odiosos y críticos hacia aquellos que consideramos responsables de
la situación. Eso es un comienzo (un punto inicial bastante sano), pero no es donde
deberíamos quedarnos. Somos llamados a movernos hacia algo más profundo, a saber, una
empatía a la que previamente no accedimos. La ira profunda invita a la empatía profunda.
En los momentos verdaderamente amargos de nuestras vidas, cuando nos sentimos
anonadados por sentimientos de incomprensión, desdén, injusticia y legítima indignación, y
estamos mirando a aquéllos que consideramos responsables de la situación, la ira y el odio
surgirán naturalmente en nosotros. Está bien convivir con ellos por un tiempo (porque la ira es
un importante modo de lamentarse) pero, después de un tiempo, necesitamos salir de allí. El
desafío entonces es preguntarnos: ¿Cómo amo ahora, con este sentimiento de odio? ¿A qué
me llama el amor ahora en esta amarga situación? ¿Dónde puedo encontrar ahora un hilo
común que pueda mantenerme en santimonia con aquéllos con los que estoy airado? ¿Cómo
llego a través del espacio que ahora me ha separado, por mis propios sentimientos de ira
justificados? Y, quizás lo más importante de todo: ¿De dónde puedo lograr ahora la fuerza
para no ceder al odio y a la indignación egoísta?
¿Cómo soy llamado a amar ahora? ¿Cómo amo en esta nueva situación? Ese es el desafío.
Nunca antes hemos sido llamados a amar en una situación como esta. Nuestra comprensión,
empatía, perdón y amor nunca antes han sido probados de este modo. Pero ese es el último
desafío moral, la “prueba” a la que Jesús mismo se enfrentó en Getsemaní. ¿Cómo amas
cuando todo a tu alrededor te invita a lo contrario?
Casi todos nuestros instintos naturales militan contra esta clase de empatía, como ocurre con
casi todas las cosas que nos rodean. Ante la injusticia, nuestros instintos naturales empiezan
espontáneamente a cerrar las puertas de la confianza y hacernos críticos. Nos invitan también
a sentir indignación y odio. Ahora bien, esos sentimientos producen en nosotros una cierta
catarsis. Eso da buena sensación. Pero esta clase de sentimiento catártico es una droga que
no nos favorece mucho a largo plazo. Necesitamos algo más allá de los sentimientos de
amargura y odio para nuestra salud a largo plazo. La empatía es ese algo.
Aun sin negar lo que es censurable, ni negar la necesidad de ser proféticos, ante todo lo que
es malo, la empatía todavía nos llama a algo superior a la ira, a la indignación y al odio. Jesús
nos dejó claro que, para nosotros y en estos momentos que vivimos, es lo más necesario en
nuestra sociedad, nuestras iglesias y nuestras familias.
Milagros verdaderos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 9 de julio de 2018

Ralph Waldo Emerson llama a las estrellas del cielo nocturno “mensajeras de belleza, que
iluminan el universo con su asombrosa sonrisa” y opina que, si aparecieran durante una sola
noche cada mil años, estaríamos de rodillas en adoración y alimentaríamos el recuerdo
durante el resto de nuestras vidas. Pero, dado que se presentan cada noche, el milagro pasa
mayormente inadvertido. Vemos la televisión en vez de eso.
Pero, no obstante, su belleza, las deslumbrantes estrellas no son el milagro más
sobresaliente que pasa inadvertido. Los milagros más grandes tienen que ver con la
gratuidad, con el amor, con descongelar un alma, con el perdón. Nuestra gran pobreza es que
éstos pasan mayormente inadvertidos. Hay cosas mucho más asombrosas que las estrellas
por las que arrodillarnos en gratitud, y hay cosas más profundas y dignas para alimentar en el
recuerdo que una noche iluminada por las estrellas.
El escritor belga de espiritualidad Benoit Standaert sugiere que el mayor milagro es “que lo
libremente dado existe, que hay amor que hace un todo y que abraza lo que se ha perdido,
que elige lo que había sido desechado, que perdona lo que ha sido encontrado culpable más
allá de la apelación, que une lo que al parecer había sido desgarrado para siempre”.
El milagro más grande es que hay redención para todo aquello que hacemos mal. Hay
redención para todo lo que hemos dejado de cumplir a causa de nuestra insuficiencia. Hay
redención para nuestras heridas, de todo lo que nos ha dejado física, emocional y
espiritualmente claudicantes y fríos. Hay redención para la injusticia, la deslealtad que
sufrimos y el daño que infligimos a otros a sabiendas o sin saber. Hay redención de nuestros
errores, nuestros fallos morales, nuestras infidelidades, nuestros pecados. Hay redención de
las relaciones que se han tornado agrias, de nuestros matrimonios, familias y parientes que
han sido apartados por la incomprensión, el odio, el egoísmo y la violencia. Hay redención del
suicidio y el asesinato. Nada cae fuera del alcance del poder de Dios para perdonar, para
resucitar y volver a hacerlo nuevo, fresco, inocente y gozoso.
Todas nuestras vidas, en mayor o menor medida, acaban incompletas, rotas, injustamente
recortadas y causantes de daño a otros por nuestra debilidad, infidelidades, pecado y malicia;
y, no obstante, al fin, todo puede volver a estar limpio. Hay redención, nueva vida después de
todos los caminos que hemos errado en este mundo. Y esa redención viene a través del
perdón.
El perdón es el milagro mayor, el último milagro de todos, que, juntamente con la vida eterna,
es lo que proporciona el verdadero sentido a la resurrección de Jesús. Nada hay más divino,
ni milagroso, que un momento de reconciliación, un momento de perdón.
Por esta razón, cuando los Evangelios relatan la resurrección de Jesús, su énfasis, una y otra
vez, está en el perdón. De hecho, el Evangelio de Lucas no distingue el anuncio de la
resurrección del anuncio del perdón de los pecados. Perdón y resurrección están íntimamente
enlazados. Del mismo modo, en el Evangelio de Juan, en la primera aparición de la
resurrección de Jesús a la comunidad reunida (con todos ellos escondidos, con las puertas
cerradas con llave por miedo a los judíos), les da el poder de perdonar los pecados. El
mensaje de la resurrección es que un cuerpo muerto puede ser levantado nuevamente de la
tumba. Pero esto no sólo vale para nuestros cuerpos físicos, que mueren, sino vale también,
especialmente, para los corazones que están helados y muertos por el desánimo, la
amargura, la ira, la separación y el odio. El milagro de la resurrección consiste tanto en que se
levanten a una nueva vida las almas adormecidas, como en que se levanten a una nueva vida
los cuerpos muertos.
A pesar de estar casi abrumados por los nuevos inventos, máquinas y artilugios de hoy en
día, pensamos que sea genuinamente nuevo, que eso es la norma. Vemos que cada día nos
llegan nuevas innovaciones de manera que tenemos dificultad para lidiar con los cambios que
conllevan. Pero, al fin, estas innovaciones no nos sorprenden realmente, al menos no a un
nivel profundo, al nivel del alma, moralmente. Son simplemente ampliaciones o
modificaciones de la vida ordinaria, nada sorprendente de en el fondo.
Pero cuando ves a una mujer perdonar a otra persona que de verdad le ha causado daño,
estás viendo algo que no es normal, que es sorprendente. Estás viendo algo que no es
simplemente otro ejemplo de cómo las cosas se despliegan naturalmente. Del mismo modo,
cuando ves que la cercanía y el amor abren camino a un hombre que ha estado largo tiempo
esclavizado por un corazón amargo y airado, estás viendo algo que no es precisamente otro
ejemplo de vida normal, de apertura ordinaria. Estás viendo novedad, redención, resurrección,
perdón. El perdón es ciertamente la única cosa nueva en nuestro planeta; todo lo demás es
sólo más de lo mismo.
Y así, en las palabras de Benoit Standaert: “Toda vez que nos esforzamos en traer un poco
más de paz por medio de la justicia aquí en la tierra y, de cualquier forma, cambiamos la
tristeza en felicidad, sanamos corazones rotos o atendemos a los enfermos y los débiles,
llegamos directamente a Dios, el Dios de la resurrección”.
El perdón es el milagro más asombroso que veremos o experimentaremos en la vida a este
lado de la eternidad. Él, solo, contribuye a que sea posible el cielo… y la felicidad.
Mis 10 libros preferidos de 2017

Ron Rolheiser - Lunes, 8 de enero de 2018


El gusto es subjetivo. Tenlo presente mientras comparto contigo esta lista de los diez libros
que más me han llamado la atención durante el pasado año. Pueden dejarte frio, o puedes
enfadarte conmigo porque los elogio. Se tu propio crítico aquí y no tengas miedo a ser crítico
con mi propio gusto. Nadie compra todo lo que se anuncia en una tienda. Así que ¿cuáles son
esos 10 libros que más me han llegado este pasado año?
Primero, destaco algunas maravillosas biografías religiosas:
• Kate Hennessey’s, Dorothy Day, El mundo se salvará por la belleza. (The World Will
be Saved by Beauty.) Para mí este libro es un tesoro. Como nieta de Dorothy Day, Kate
Hennessey tuvo una privilegiada relación íntima con Dotothy, pero esta relación también tuvo
sus dolores de cabeza y angustias. Dorothy era una persona compleja que cuando la
llamaban santa, reaccionaba diciendo: “¡No quiero que me despidan tan a la ligera!”. Este
libro captura ambas caras, la santa y la mujer reacia a dicha etiqueta.
• Jim Forest. Jugando en la guarida del León. Una Biografía y memoria de Daniel
Berrigan ( At Play in the Lion’s Den – A Biography and Memoir of Daniel).Una gran visión
sobre quién era Danel Berrigan, como hombre, como jesuita, como amigo y como profeta.
Hay numerosas biografías que se han escrito sobre Barrigan, pero ninguna, me aventuro a
afirmar, sobrepasa esta. Forest conoce muy bien de quien habla.
• Suzanne M. Wolfe, Las confesiones de X, una novela. (The Confessions of X, A
Novel.) Este libro es ficticiamente biográfico, una historia de la amante de san Agustín, el
amor de san Agustín por ella, su hijo y el papel de santa Mónica en romper esa relación. No
histórica pero suficientemente bien ambientada como para hacerla creíble.
A continuación, algunas autobiografías religiosas:
• Kareem Abdul-Jabbar, Coach Wooden and Me, Our 50-Year Friendship On and Off
the Court (El entrenador Wooden y yo, nuestra amistad de 50 años dentro y fuera de la
Corte). Te podrías preguntar porque pongo este libro en la lista como una autobiografía
religiosa, pero basta con que se lea el libro para responder a la pregunta. Este no es un libro
sobre deportes, sino un libro que reflexiona profundamente sobre la vida, su significado, la
amistad, la raza y la religión. Criado como católico romano, Kareen Abdul-Jabbar comparte
con franqueza qué ocasiono su conversión religiosa al Islam. Aquí hay lecciones que
podemos aprender. Es una historia maravillosamente cálida en medio de todo el dolor que
comparte.
• Macy Halford, My Utmost, A Devotional Memoir. (Mi máximo. Una memoria
devocional). Como cristiana evangélica, Halford creció con una fe profunda, pero que no fue
fuertemente cuestionada en su juventud. De joven se trasladó a Nueva York y más tarde a
París para convertirse en escritora. Rodeada ahora sobre todo por amigos y colegas que
consideran la fe como una ingenuidad, luchó por enraizar su fe de la infancia más
profundamente y resistir el desafío del nuevo mundo en el que vive. Su lucha y su
eventualmente sólido aterrizaje dentro de la fe de su niñez puede ser una ayuda para todos
nosotros, sin importar la denominación, mientras luchamos por mantener nuestra fe en un
mundo demasiado adulto.
• Bryan Stevenson, Just Mercy, A Story of Justice and Redemption. (Sólo misericordia.
Una historia de justicia y redención). Bryan Stevenson es un abogado educado en Harvard
que ha elegido poner su talento a trabajar ayudando a los pobres, en este caso, prisioneros
en el pasillo de los condenados a muerte que no tienen ninguna manera de ayudarse a sí
mismos. Lostemas del racismo, la pobreza, la desigualdad, y cómo estamos ciegos ante ellos,
son el frentye y el centro de este poderoso libro.
• Nina Riggs, The Bright Hour – A Memoir of Living and Dying. (La Hora luminosa - Una
Memoria sobre Vivir y Morir.) Nina Riggs murió en febrero y este libro comparte sus blogs
mientras que ella, una joven madre con dos hijos preadolescentes, paso por un cáncer
terminal, junto con su mejor amiga, también una joven madre, que también se está muriendo
de cáncer. Murieron con una semana de diferencia. Aunque Riggs no habla de una fe
explícita, se enfrenta a la vida y a la muerte con un coraje, empuje e ingenio que sería la
envidia de una santa. Un libro delicioso y profundo: te reirás, llorarás y aprenderás a
enfrentarte a la muerte. Un buen libro en el área del existencialismo:
• Sarah Blackwell, At the Existentialist Café, Freedom, Being, and Apricot Cocktails. (En
el café de los existencialistas.) Se trata de uno de los mejores libros escritos sobre el
existencialismo que es accesible a lectores no profesionales. Te introducirá en los gigantes de
la filosofía existencialista: Sartre, Heidegger, Simone de Beauvoir, Merleau-Ponty, Camus,
Husserl, and Jaspers. Bakewell cree que uno puede entender a un pensador filosófico con
mayor precisión si también se tiene una imagen de su vida: “Las ideas son interesantes, pero
la gente es muchísimo más interesante aún”. Aquellos que no tienen conocimientos filosóficos
pueden sentirse perdidos ocasionalmente, pero si continúas leyendo pronto se encontrarán de
nuevo fascinados por las vidas de estos famosos, coloridos pensadores.
Finalmente, dos libros de espiritualidad, donde el pedigrí de los autores es suficiente
recomendación:
• Tomas Halik, I Want You to Be – On The God of Love. (Quiero ser – en el Dios del
Amor). Halik, un sacerdote checoslovaco, es un renombrado escritor espiritual, ganador del
premio Templenton. Este es un libro de una rara visión y profundidad.
• Henri Nouwen, Beyond the Mirror, Reflections on Death and Life. (Más allá del espejo,
reflexiones de muerte y vida). Nowen no necesita introducción, pero este es un libro único
dentro de su corpus, relatando su experiencia cercana a la muerte consecuencia de un serio
accidente. ¡El gusto puede ser subjetivo, pero estos son buenos libros!
Nuestra falta de acogida

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 26 de noviembre de 2018

“Viudas, huérfanos, extranjeros”, ese es el código de la escritura para los tres grupos más
vulnerables en una sociedad de cualquier tiempo dado. Y tanto los grandes profetas judíos
como Jesús mismo nos aseguran que, al fin, nosotros seremos juzgados por la manera como
tratamos a estos mientras vivíamos.
Es interesante ojear cualquier libro de la biblia y hacer esta pregunta: “¿Qué consideró el
autor de este libro como la esencia misma de la religión? Obtendréis diferentes respuestas.
Por ejemplo, si hubierais preguntado a los autores del Éxodo el Deuteronomio o los Números,
habrían respondido que lo que era central a su fe era la adecuada práctica religiosa,
guardando los Mandamientos y siendo fieles a los otros códigos prescritos de la práctica
religiosa de su tiempo.
Sin embargo, cuando aparecieron los grandes profetas (Isaías, Jeremías, Ezequiel y Joel)
dibujaron un cuadro diferente. Para ellos, la verdadera religiosidad no se identificaba
simplemente con la fidelidad a la práctica religiosa; se juzgaba más bien por cómo se trataba
a los pobres. Según ellos, la calidad de vuestra fe va a ser juzgada por la calidad de la justicia
en la tierra; y la calidad de la justicia en la tierra va a ser siempre juzgada por cómo les va a
“las viudas, los huérfanos y los extranjeros” mientras vosotros vivís. Para los profetas, la
práctica de la justicia tuvo prioridad sobre la adecuada pertenencia religiosa y fidelidad a la
práctica religiosa.
Vemos numerosos dichos expresados por los profetas que nos advierten que lo que Dios
quiere de nosotros no es ofrecer sacrificios en los altares sino dar el jornal justo a los pobres,
no la recitación de las oraciones prescritas sino practicar la justicia en favor de las viudas, y
no la exaltación de las fiestas religiosas sino dar acogida a los extranjeros.
Se debería señalar, por supuesto, que, después de los profetas, tenemos las grandes figuras
de la sabiduría en la historia judía. Para ellos, la esencia de la religión no fue ni la fiel práctica
religiosa ni el simple acercamiento a los pobres, sino tener un corazón sabio y compasivo, por
lo cual seríais entonces fieles a ambas cosas: la adecuada práctica religiosa y el
acercamiento a los pobres.
Esta es la tradición que Jesús hereda. ¿Qué hace con ella? Ratifica las tres. Para Jesús, la
verdadera religiosidad implica las tres: fiel práctica religiosa, acercamiento a los pobres, y
corazón sabio y compasivo. Para Jesús, no elegís entre ellas, practicáis las tres. Él nos dice
claramente: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos” (Juan 14); pero también nos dice
que al fin seremos juzgados por cómo tratamos a los pobres (Mateo 25); como también nos
dice que lo que en realidad quiere Dios de notros es un corazón sabio y compasivo. (Lucas 6
y 15).
Para Jesús, somos verdaderos discípulos cuando tenemos corazones compasivos, por lo cual
cumplimos los mandamientos y damos humildemente culto a nuestro Dios; pero
consideramos prioritario religiosamente el hecho de acercarnos a los grupos más vulnerables
de nuestra sociedad. En verdad, sobre este último punto, los avisos de Jesús son mucho más
fuertes incluso que los de los grandes profetas judíos. Los profetas afirmaron que Dios está a
favor de los pobres; Jesús afirmó que Dios está en los pobres (“cualquier cosa que hagáis a
los más pequeños me lo hacéis a mí”). Como tratamos a los pobres es como tratamos a Dios.
Además, (y dudo de que alguna vez nos hayamos tomado esto seriamente) Jesús nos dice
que, en el juicio final, seremos juzgados para el cielo o el infierno por cómo tratamos a los
pobres, particularmente por cómo tratamos a los más vulnerables entre ellos (“viudas,
huérfanos y extranjeros”). En Mateo 25, establece los criterios sobre aquello de lo que
seremos juzgados, para el cielo o el infierno. Advertid que en estos criterios particulares no
hay preguntas sobre si guardamos los mandamientos, sobre si fuimos a la iglesia o no, ni
siquiera si nuestras vidas sexuales estaban en orden. Aquí vamos a ser juzgados
exclusivamente sobre cómo tratamos a los pobres. Puede ser más bien aterrador y confuso
tomar esto al pie de la letra, a saber, que iremos al cielo o al infierno sólo por cómo tratamos a
los pobres.
Destaco esto porque parece que hoy tantos de nosotros -sinceros, asistentes a la iglesia,
cristianos- no tenemos ni un ojo ni un corazón para las “viudas, huérfanos y extranjeros” que
están a nuestro alrededor. ¿Quiénes son hoy los grupos más vulnerables de nuestro mundo?
¿Quién -como Gustavo Gutiérrez define a los pobres- no tiene hoy derecho a tener derechos?
Permitidme arriesgar manifestando lo que es obvio: Entre las “viudas, huérfanos y
extranjeros” de nuestro mundo, hoy están los no-nacidos, los refugiados y los inmigrantes.
Felizmente, los cristianos más sinceros no están ciegos a la condición de los no-nacidos.
Menos felizmente, demasiados de nosotros estamos religiosamente ciegos a la condición de
millones de refugiados que buscan que alguien los acoja. Todos los noticiarios que vemos nos
dicen que no somos muy acogedores de los extranjeros.
¡Qué pronto olvidamos el aviso de Dios: “¡Ama a los extranjeros, porque en cierto tiempo
vosotros mismos fuisteis extranjeros”! (Deuteronomio 10, 18-19).
Nuestra necesidad de orar

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 26 de marzo de 2018

Si no tienes, de alguna manera, un pie fuera de tu cultura, la cultura te engullirá por completo.
Daniel Berrigan escribió eso, y es verdad también en este sentido: si no puedes beber de una
fuente fuera de ti mismo, tu natural proclividad a la paranoia, amargura y odio te engullirá
invariablemente por completo.
En el Evangelio de Lucas, vemos que los discípulos entendieron esto. Se acercaron a Jesús y
le pidieron que les enseñara cómo orar, porque le veían hacer cosas que no observaban a
ningún otro. Era capaz de responder al odio con el amor, perdonar de corazón a otros,
soportar malentendidos y oposición sin ceder a la autocompasión y amargura, y guardar en sí
un centro de paz y no-violencia. Ellos sabían que esto era tan extraordinario como andar
sobre las aguas, y sentían que sacaba la fuerza para hacer esto de una fuente exterior a él,
por medio de la oración. Sabían también que ellos eran incapaces de resistir a la amargura y
al odio, y que querían ser tan fuertes como Jesús, y así le pidieron: Señor, enséñanos a orar”
Sin duda se imaginaban que esto sería simplemente cuestión de aprender una cierta técnica;
pero, como los Evangelios aclaran, la vinculación a una fuente divina, fuera de nosotros no
siempre es fácil ni automática, incluso para Jesús, tal y como apreciamos en su lucha en el
Huerto de Getsemaní, su “agonía en el huerto”.
Jesús tuvo que luchar a veces poderosamente para apoyarse en Dios, como deducimos de su
oración en Getsemaní. La lucha que tuvo allí es descrita como una “agonía”, y esto necesita
ser entendido cuidadosamente. “Agonía” era un término técnico usado entonces para los
atletas. Antes de entrar en el estadio o ruedo para un combate, los atletas primero tenían que
trabajar sus cuerpos bañándolos en una espuma cálida, una agonía, para calentar sus
músculos y disponerlos para la contienda. Los Evangelios nos dicen que Jesús también sudó,
incluso sudó sangre mientras se preparaba interiormente para el combate, la prueba a la que
trataba de entrar, su pasión.
¿Y qué era ese combate? La prueba para la que se estaba preparando no era, como
normalmente se ha creído, una lucha por la decisión de si permitía que lo crucificaran o si
invocaba el poder divino y así salvarse de aquella humillación y muerte. Esa nunca fue la
razón de su lucha en Getsemaní. Mucho antes, él había aceptado que iba a morir. La cuestión
era cómo, cómo moriría: ¿amorosa o amargamente?
Al fin, fue una lucha para fortalecer su voluntad, de modo que moriría con un corazón lleno de
amor, ternura y perdón. Y fue una lucha; un resultado positivo estaba en cuestión. En medio
de toda la oscuridad, odio, amargura, injusticia y malentendidos que le rodearon, en medio de
todo que se dirigía injustamente contra él y era antitético a su persona y mensaje, Jesús luchó
enérgicamente para recurrir a una fuente que le daría la fuerza para resistir el odio y la
violencia que había a su alrededor, que podía darle el corazón para perdonar a sus enemigos,
que podía darle la gracia de perdonar al buen ladrón, y que podía darle la fuerza interior para
cambiar la humillación, dolor e injusticia por compasión, en lugar de amargura.
Los Evangelios dicen esto metafóricamente como una lucha por “permanecer despierto”, esto
es, permanecer despierto a su identidad interior como el Amado de Dios, una identidad que
hizo propia en su bautismo y que modeló su conciencia durante los años de su ministerio. En
Getsemaní, en medio de todo lo que le (y nos) invita a una amnesia moral, Jesús consigue
permanecer despierto a su realidad más profunda y a su identidad como el Amado de Dios.
Sus discípulos, no. Como los Evangelios nos dicen, durante la gran lucha de Jesús, ellos
cayeron dormidos, y su sueño (“por pura pena”) era más que fatiga física. Esto resulta
evidente cuando, inmediatamente después de que Jesús ha conseguido situarse contra el
odio y acoger la no-violencia, Pedro sucumbe a ambas y corta la oreja del criado del sumo
sacerdote. Pedro estaba cargado de sueño en más de un sentido, de un sueño que significa
la ausencia de oración en la vida de uno.
La oración debe mantenernos despiertos, lo que significa que debe mantenernos conectados
a una fuente, fuera de nuestros instintos e inclinaciones naturales, que pueda situarnos en el
amor, perdón, no-venganza y no-violencia cuando todo en el interior y alrededor de nosotros
nos grita a favor de la amargura, el odio y la represalia. Y si Jesús tenía que sudar sangre al
tratar de permanecer conectado a la fuente cuando fue probado, nosotros podemos esperar
que nos costará lo mismo: lucha, agonía, queriendo, con todas fibras de nuestro ser, darnos
por vencidos adhiriéndonos al amor precariamente, y entonces tener al ángel de Dios que nos
dé fuerza, sólo cuando hayamos estado angustiándonos durante bastante tiempo en la lucha,
de modo que podamos dejar a la fuerza de Dios hacer por nosotros lo que nuestra fuerza no
consigue.
¡Señor, enséñanos a orar!
Nuestro anhelo de la inmortalidad terrenal

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 5 de marzo de 2018

Compartimos el mundo con más de siete mil millones y medio de personas, y cada uno de
nosotros tiene el indomable e innato sentimiento de que somos especiales y destinados de
una manera única. Esto no es sorprendente, ya que cada uno de nosotros es verdaderamente
único y especial. Pero ¿cómo se siente uno especial entre otros siete mil millones y medio?
Intentamos sobresalir. Generalmente, no lo conseguimos, y así -como Allan Jones afirma-
“alimentamos en nuestros corazones la confianza de que somos diferentes, de que somos
especiales, de que somos extraordinarios. Anhelamos la seguridad de que nuestro nacimiento
no fue un accidente, de que un dios tuvo una mano en nuestra venida a la existencia, de que
existimos por un “fiat” divino. Ansiamos un remedio para la más grande enfermedad de la
mortalidad. Nuestra locura viene cuando la presión es demasiado fuerte y fabricamos una
mentira vital para cubrir el hecho de que somos mediocres, accidentales, mortales. Dejamos
de ver la gloria de la Buena Noticia. La mentira vital es innecesaria porque todas las cosas
que verdaderamente anhelamos nos han sido dadas gratuitamente”.
Todos nosotros sabemos lo que esas palabras significan: Sentimos que somos
extraordinarios, valorados e importantes, independientemente de nuestras fortunas virtuales
de la vida. En el fondo, tenemos el sentimiento de que somos amados de manera única y
llamados especialmente a la vida de significado y relevancia: Sabemos también, aunque más
por fe que por sentimiento, que somos valorados no por lo que realizamos sino más bien por
haber sido creados y amados por Dios.
Pero esta intuición, aunque es profunda en nuestras almas, languidece a pesar de intentar
vivir una vida que es única y especial en un mundo en el que otros miles de millones están
también intentando hacer lo mismo. Y así podemos estar anonadados por una sensación de
nuestra propia mediocridad, anonimato y mortalidad, y empezar a temer que no somos
valorados sino meramente otro-entre-muchos, nada especial, uno entre miles de millones,
viviendo en medio de miles de millones. Cuando nos sentimos así, estamos tentados de creer
que somos valorados y únicos sólo cuando realizamos algo que exactamente nos sitúa aparte
y asegura que seremos recordados. Para la mayoría de nosotros, la tarea de nuestras vidas
entonces viene a ser la de garantizar nuestro propio valor, significado e inmortalidad, porque,
al final del día, creemos que esto está supeditado a nuestras propias realizaciones, al crear
nuestra propia especialidad.
Y así, hacemos grandes esfuerzos para estar contentos con nuestras ordinarias vidas de
anonimato, escondidas en Dios. Más bien, tratamos de sobresalir, de dejar una huella, de
realizar algo extraordinario, y así asegurar que seremos reconocidos y recordados. Pocas
cosas impiden nuestra paz como lo hace este esfuerzo. Establecemos para nosotros mismos
lo imposible, la frustrante tarea de asegurarnos algo que sólo Dios puede darnos: la
significancia y la inmortalidad. Entonces la vida ordinaria nunca nos parece suficiente, y
vivimos vidas inquietas, competitivas, dirigidas. ¿Por qué no nos basta la vida ordinaria? ¿Por
qué nuestras vidas parecen siempre demasiado pequeñas y no suficientemente estimulantes?
¿Por qué nos sentimos habitualmente insatisfechos al no ser especiales?
¿Por qué nuestra necesidad de dejar una huella? ¿Por qué nuestra propia situación se siente
tan sofocante? ¿Por qué no nos podemos abrazar más fácilmente como hermanos y
hermanas, y alegrarnos de los dones y de la existencia de todos los demás? ¿Por qué el
incesante sentimiento de que el otro es un rival? ¿Por qué la necesidad de máscaras, de
pretensión, de proyectar una cierta imagen sobre nosotros mismos?
La respuesta: Hacemos todas estas cosas para tratar de colocarnos aparte porque estamos
intentando darnos algo que sólo Dios puede darnos: la significancia y la inmortalidad.
La escritura nos dice que “sólo la fe salva”. Esta simple frase revela el secreto: Sólo Dios da la
vida eterna. El alto precio, el sentido, la significancia y la inmortalidad son dones de Dios, y
nosotros seríamos mucho más serenos, pacíficos, humildes, agradecidos, felices y menos
competitivos si pudiéramos creer eso. Una vida humilde y ordinaria, compartida con otros
miles de millones, tendría entonces suficiente para darnos una sensación de nuestro gran
valor, sentido y significancia.
Thomas Merton, en uno de sus días menos inquietos, escribió: “Es suficiente estar, de un
modo humano ordinario, con el hambre y el sueño propios, con el frío y el calor propios,
levantándome y acostándome; poniéndome mantas y quitándomelas; haciendo café y
después tomándolo; descongelando el frigorífico, leyendo, meditando, trabajando, orando.
Vivo como mis padres han vivido en esta tierra, hasta que por fin muera. Amén. No hay
necesidad de hacer una afirmación de mi vida, especialmente como si fuera mía, aunque, sin
duda, no es de ningún otro. Tengo que aprender a vivir como para olvidar gradualmente el
programa y el ingenio”.
La vida ordinaria es suficiente. No hay ninguna necesidad de hacer una afirmación de
nuestras vidas. Nuestro gran valor y significado descansan en el gran valor y significado de
nuestra vida misma, no en tener que realizar algo especial.
Nuestro pecado más común

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 19 de febrero de 2018

Clásicamente, el Cristianismo ha catalogado siete pecados como “mortales”, significando que


casi todo lo demás no virtuoso que hacemos toma su raíz, de alguna manera, en una de estas
congénitas tendencias. Estos son los odiosos siete pecados: orgullo, codicia, lujuria, envidia,
gula, ira y pereza.
En la literatura espiritual, los tres primeros -orgullo, codicia y lujuria- se llevan la mayor parte
de la tinta y la atención. El orgullo es presentado como la raíz de todo pecado, el primordial
desafío que Lucifer hace a Dios, como repetido por siempre en nuestras propias vidas: ¡No
serviré! La codicia es vista como la base para nuestro egoísmo y nuestra ceguera hacia otros;
y a la lujuria se le ha dado frecuentemente suma notoriedad, como si el sexto mandamiento
fuera el único.
No niego la importancia de estos, pero sospecho que el pecado que más comúnmente nos
aflige y no es muy mencionado en la literatura espiritual es la ira, esto es, la cólera y el odio.
Me aventuro a decir que la mayoría de nosotros obramos, aunque inconscientemente, por ira,
y esto se muestra en nuestro constante criticismo de otros, en nuestro cinismo, en nuestros
celos de otros, en nuestra amargura y en nuestra incapacidad de alabar a otros. Y a
diferencia de la mayoría de nuestros otros pecados, la ira es fácil camuflarla y racionalizarla
como virtud.
A cierto nivel, la ira se racionaliza frecuentemente como indignación justificada sobre las
flaquezas, la estupidez, la egolatría, la codicia y las faltas de otros: ¡Cómo no voy a estar
furioso con lo que veo todos días! Aquí la ira se muestra en nuestra contante irritación y en
nuestra rapidez en corregir, criticar y hacer una cínica advertencia. Por lo contrario, somos
muy remisos en alabar y afirmar. Entonces la perfección viene a ser el enemigo de lo bueno;
y, ya que nada ni nadie es perfecto, estamos siempre en actitud crítica y vemos esto como
una virtud más bien que como lo que de hecho es, a saber, una incipiente ira e infelicidad
dentro de nosotros mismos.
Pero nuestro infeliz cinismo no es aquí el problema más gordo. Más seriamente, con
demasiada frecuencia se hace gala de la ira como virtud divina, como rectitud, como profecía,
como una sana y divinamente inspirada militancia por la verdad, por la causa, por la virtud,
por Dios. Y así, nos definimos como “santos guerreros” y “vigilantes defensores de la verdad”,
tomando justificación en la popular (aunque falsa) opinión de que los profetas son gente
airada, en apasionado fuego por Dios.
Sin embargo, hay una distancia casi infinita entre la verdadera ira profética y la ira de que hoy
comúnmente se hace gala como profecía. Daniel Berrigan, en sus criterios con relación a la
profecía, expone (y acertadamente) que un profeta es alguien que hace un voto de amor, no
de alienación. La profecía se caracteriza por el doliente amor que busca reconexión, no por la
agresiva ira que causa separación.
Y el amor no es generalmente lo que más caracteriza a la así llamada ira profética en nuestro
mundo de hoy, especialmente por lo que pertenece a Dios, a la religión y la defensa de la
verdad. Veis esto en sus peores formas en el extremismo islámico, en el que, en nombre de
Dios, se pone el manto de Alá a toda clase de odio, violencia y asesinato al azar. Blaise
Pascal capta bien esto en su Pensees, donde escribe: “Los hombres nunca hacen el mal tan
completa y alegremente como cuando lo hacen por convicción religiosa”. Se equivoca en una
cosa: la mayoría no lo hacemos alegremente, sino airadamente. Uno sólo tiene que leer en
nuestros periódicos las cartas al director, escuchar la mayoría de nuestras cadenas de radio o
escuchar cualquier debate sobre política, religión o moralidad, para ver que el odio feroz y la
ira se justifican en terrenos morales y divinos.
Se da algo así como una sana ira profética, una ardiente respuesta cuando los pobres de
Dios, la palabra de Dios o la verdad de Dios es difamada, abusada o descuidada. Hay
importantes causas y fronteras que defender. Pero la ira profética es una ira que emana del
amor y la empatía, y siempre, sin hacer caso del odio que encuentra, aún muestra amor y
empatía, como una amorosa madre ante un hijo beligerante. Jesús, en su debido tiempo,
muestra esta clase de ira, pero su ira es antitética a casi todo lo que hoy se disfraza como ira
profética, donde el amor y la empatía están tan claramente ausentes.
Alguien dijo una vez que pasamos la primera mitad de la vida luchando con el sexto
mandamiento y luego pasamos la segunda mitad de la vida luchando con el quinto
mandamiento: ¡No matarás! Vemos esto ilustrado en la famosa parábola del Hijo Pródigo, su
hermano mayor y su pródigo padre. El hijo pequeño está fuera de la casa de su padre con
todas consecuencias, luchando por entero con las seductoras energías de la juventud. El
hermano mayor está también fuera de la casa de su padre con todas consecuencias, no por
pecado, sino por luchar con ira.
De niño, fui catequizado para confesar los “malos pensamientos” como pecaminosos, pero
entonces los malos pensamientos eran definidos como pensamientos sexuales. Mientras
envejecemos -sugiero yo- podríamos continuar confesando “malos pensamientos”, pero ahora
esos “malos pensamientos” tienen que ver con la ira.
Un cínico -se dice- es alguien que se ha rendido, ¡pero no se ha callado! Es también alguien
que ha confundido uno de los siete pecados mortales, la ira, con la virtud.
Oda a la iglesia

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Domingo, 9 de septiembre de 2018

Carlo Carreto fue un monje italiano que murió en 1988. Durante muchos años, vivió como
eremita en el desierto del Sahara, tradujo las Escrituras a la lengua tuareg y, desde la soledad
del desierto, escribió algunos extraordinarios libros espirituales. Sus escritos y su fe fueron
especiales porque tenían una rara capacidad para combinar una casi infantil piedad con
(cuando era necesaria) una iconoclasia arrasadora. Amaba profundamente a la iglesia, pero
no cerraba los ojos a sus faltas y negligencias, y no tenía miedo de señalar esos defectos.
Siendo de edad avanzada, cuando su salud le obligó a abandonar el desierto, se retiró a una
comunidad religiosa en su nativa Italia. Estando allí, a edad avanzada, leyó un libro escrito por
un ateo que le pedía cuentas a Jesús acerca de una frase del Sermón de la Montaña, donde
éste dice: “Buscad y hallaréis”, queriendo decir, por supuesto, que, si buscas a Dios con un
corazón honrado, lo encontrarás. El ateo había titulado el libro “Busqué y no encontré “,
arguyendo desde su propia experiencia que un corazón honrado puede buscar a Dios y volver
de vacío.
Carreto le replicó con un libro titulado: “Busqué y encontré”. Para él, el consejo de Jesús
resultaba verdadero. En su propia búsqueda, a pesar de observar muchas cosas que podían
indicar la ausencia de Dios, él encontró a Dios. Pero admite las dificultades, y una de esas
dificultades es, a veces, la iglesia. La iglesia puede -y a veces lo hace, por su pecado- hacer
difícil a algunos creer en Dios. Carreto lo admite con desarmada honradez, pero arguye que
esto no es el cuadro completo.
De aquí que su libro combine su profundo amor por su fe y su iglesia con su negativa a no
cerrar los ojos a las muy verdaderas faltas de los cristianos y las iglesias. En un lugar del
libro, da voz a algo que podría ser descrito como una Oda a la Iglesia. Está escrita así:

¡Cuánto debo criticarte, iglesia mía; y aun así, cuánto te amo!


Cuánto me has hecho sufrir; y aun así, cuanto te debo.
Me gustaría verte destruida; y aun así, necesito tu presencia.
Tú me has dado mucho escándalo; y aun así, tú sola me has hecho entender la santidad.
Nunca en este mundo he visto nada más oscurantista, más comprometido, más falso; y aun
así, nunca en este mundo he tocado nada más puro, más generoso y más bello.
Muchas veces he sentido como cerrarse de golpe la puerta de mi alma en tu rostro; y aun así,
¡cuántas veces he rogado que yo pudiera morir en tus seguros brazos!
No, no puedo estar libre de ti, porque soy uno contigo, aun cuando no completamente tú.
Entonces, pues, ¿a dónde iría? ¿A construir otra iglesia?
Pero no puedo construir otra sin los mismos defectos, porque son mis propias derrotas las
que llevo conmigo.
Y de nuevo, si construyo una, será mi Iglesia, ya no la de Cristo.
No, soy suficientemente viejo para saber que no soy mejor que otros.
No abandonaré esta Iglesia, edificada sobre tan frágil roca, porque estaría edificando otra
sobre una roca aún más frágil: sobre mí mismo.
Y entonces, ¿qué hacen al caso las rocas?
Lo que importa es la promesa de Cristo, lo que importa es la argamasa que une las rocas en
una sola: el Espíritu Santo. Sólo el Espíritu Santo puede construir la Iglesia con piedras tan
defectuosamente talladas como somos nosotros.

Esta es una expresión de una fe madura, una fe que no sea tan romántica e idealista que
necesite ser defendida del lado más oscuro de las cosas, una que sea suficientemente real
como para no ser tan cínica que se ciegue a la evidente bondad que también emana de la
iglesia. Verdaderamente, la iglesia es a la vez horriblemente comprometida y admirablemente
llena de gracia. Unos ojos honrados son capaces de ver las dos. Un corazón maduro es
capaz de aceptar las dos. Los niños y novatos necesitan estar defendidos del lado oscuro de
las cosas; los adultos escandalizados necesitan tener sus ojos abiertos a la evidente bondad
que está también ahí.
Muchos han abandonado la iglesia porque ésta los ha escandalizado por sus habituales
pecados, ciegas deshonras, defensas, naturaleza auto interesada y arrogancia. Las recientes
revelaciones (nuevamente) de abusos sexuales cometidos por sacerdotes y encubiertos por
las autoridades de la iglesia han dejado a mucha gente preguntándose si pueden volver
alguna vez a confiar en la estructura de la iglesia, los ministros y las autoridades. Para
muchos, este escándalo parece demasiado fuerte de digerir.
La oda de Carlo Carretto -creo yo- puede ayudarnos a todos nosotros, tanto escandalizados
como piadosos. A los piadosos les puede mostrar cómo uno puede aceptar a la iglesia a
pesar de su pecado y cómo la negación de ese pecado no es lo que el amor y la lealtad
reclaman. A los escandalizados les puede ser un desafío para que los árboles no les impidan
ver el bosque, para no dejar de ver que, en la iglesia, la flaqueza y el pecado, aunque reales,
trágicos y escandalosos, nunca eclipsan la sobreabundante gracia de Dios, que vivifica.
Piedad, verdad y práctica pastoral

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 4 de junio de 2018

Recientemente, un estudiante que hace décadas había sido alumno mío, me hizo este
comentario: “Han pasado más de veinte años desde que asistí a tus clases, y he olvidado casi
todo lo que enseñaste. Lo que sí recuerdo de tu clase es que suponías que nosotros siempre
trataríamos de no hacer que Dios pareciera estúpido”.
Espero que sea verdad. Espero que sea algo que la gente saque de mis clases y escritos,
porque creo que la primera tarea de cualquier apologética cristiana es rescatar a Dios de la
estupidez, arbitrariedad, estrechez, legalismo, rigidez, tribalismo y todo lo demás que es
confuso, pero que se asocia a Dios. Una sana teología de Dios debe suscribir todas nuestras
apologéticas y prácticas pastorales. Cualquier cosa que hacemos en nombre de Dios debería
reflejar a Dios.
No es casualidad que el ateísmo, el anticlericalismo y las muchas diatribas dirigidas hoy
contra la iglesia y la religión, puedan apuntar siempre a alguna mala teología o práctica de la
iglesia en la que basar su escepticismo e ira. El ateísmo es siempre un parásito que se
alimenta de la mala religión. Así también, la mala religión, apoya parte de la negatividad hacia
las iglesias, que es tan común hoy. Así nosotros, que creemos en Dios y en la iglesia,
deberíamos estar examinándonos más que defendiéndonos.
Por otra parte, más importante que el criticismo de los ateos, son las muchas personas a
quienes sus iglesias han hecho daño. Un ingente número de personas hoy ya no va a la
iglesia, ni tiene una relación muy estrecha con sus iglesias, porque lo que han encontrado en
ellas no habla bien de Dios.
Digo esto con simpatía. No es fácil expresar a Dios adecuadamente; mucho menos, hacerlo
bien. Pero debemos intentarlo, y así, todas nuestras prácticas sacramentales y pastorales
necesitan reflejar una sana teología de Dios, esto es, reflejar al Dios a quien Jesús encarnó y
reveló. ¿Qué reveló Jesús sobre Dios?
Primero, que Dios no tiene favoritos y que debe haber total igualdad entre las razas, entre
ricos y pobres, entre esclavos y libres y entre varón y mujer. Ninguna persona, raza, género ni
nación es más favorecida por Dios que otras. Nadie es primero. Todos son privilegiados.
Después, Jesús enseñó que Dios es especialmente compasivo y comprensivo para con los
débiles y los pecadores. Jesús escandalizó a sus contemporáneos religiosos al sentarse con
pecadores públicos sin pedirles previamente que se arrepintieran. Acogía a todos con
maneras que frecuentemente ofendían la religiosidad propia del tiempo y a veces iba contra la
sensibilidad religiosa de sus contemporáneos, como deducimos de su conversación con la
mujer samaritana o cuando cura a la hija de una mujer sirio-fenicia. Además, nos pide ser
compasivos de la misma manera, e inmediatamente detalla lo que eso significa al decirnos
que Dios ama a los pecadores y a los santos exactamente de la misma manera. Dios no tiene
amor preferencial por los virtuosos.
Nos choca también el hecho de que Jesús nunca se defiende cuando es atacado. Además, es
crítico con los que, a pesar de su sinceridad, tratan de bloquear el acceso a él. Acepta morir
antes que defenderse. Nunca responde al odio con el odio, y muere amando y perdonando a
los que le están matando.
Jesús también aclara que no necesariamente los que profesan explícitamente a Dios y la
religión son sus verdaderos seguidores, sino más bien los que, independientemente de su fe
explícita o asistencia a la iglesia, hacen la voluntad de Dios en la tierra.
Por fin, y principalmente, Jesús aclara que su mensaje es, ante todo, buena noticia para los
pobres, que cualquier predicación en su nombre, que no sea buena noticia para los pobres,
no es su evangelio.
Necesitamos tener muy presentes estos mensajes, aun cuando reconocemos la validez e
importancia de los debates que sigan entre y en nuestras iglesias sobre quién y qué
contribuye al verdadero discipulado y al verdadero sacramento. Es importante preguntar qué
se requiere para un verdadero sacramento y qué condiciones son necesarias para un válido y
lícito ministro de un sacramento. Es importante también preguntar: quién debería ser admitido
a la Eucaristía y es importante dar a conocer ciertas normas que deben seguirse en la
preparación para el bautismo, la Eucaristía y el matrimonio.
Surgen difíciles cuestiones pastorales en torno a estos elementos, entre otros; y esto no está
sugiriendo que deban ser siempre resueltos de un modo que refleje inmediata y de manera
simplista la voluntad universal de salvación por parte de Dios y su infinita comprensión y
misericordia. Se admite que, a veces, el beneficio, a largo plazo, de vivir una dura verdad
puede anular la necesidad imperiosa de apartar, más rápidamente, el dolor y la angustia.
Pero, aun así, una teología de Dios que refleje su compasión y su misericordia debería
reflejarse siempre en toda decisión pastoral que hagamos. De otra manera, ayudamos a que
Dios parezca estúpido, arbitrario, tribal, cruel y antitético a la práctica de la iglesia. Marilynne
Robinson dice que el Cristianismo es una gran narrativa que puede ser suscrita por cualquier
“cuento menor” y que debería prohibir, en particular, su subordinación a la estrechez, el
legalismo y la falta de compasión.
Pobreza, castidad y obediencia en una edad secular

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 7 de mayo de 2018

Al cardenal Francis George le preguntaron una vez qué pensaba del pacifismo radical de
personas como Dorothy Day y Daniel Berrigan, figuras proféticas que creían en la no-violencia
absoluta. “¿Cómo puede ser práctico esto? -le preguntaron-. Es completamente ingenuo creer
que podemos vivir sin policía y sin soldados”. Esta fue su respuesta: “El mundo necesita
pacifistas, de la misma manera que necesita célibes consagrados: No son prácticos. Están
fuera de lugar en este mundo. Pero apuntan al mundo escatológico, el mundo del cielo, un
mundo en el que no habrá armas, donde las exclusividades de parentesco no existirán como
existen ahora, donde la familia no estará basada en la biología, la sangre o el matrimonio,
donde no habrá gente pobre y donde todo pertenecerá a todos”.
Pensé en eso recientemente mientras dirigía un taller sobre vida religiosa para un grupo de
jóvenes que estaban discerniendo si profesar la vida consagrada o no. Mi tarea no era tratar
de persuadirles de que se unieran a una comunidad religiosa sino ayudarles a entender
aquello a lo que esa vida les vincularía en caso de que se asociaran. Eso significó, por
supuesto, largos debates sobre los tres votos que la gente asume para estar en la vida
religiosa: pobreza, castidad y obediencia (clásicamente llamados los Consejos Evangélicos.
¿Qué hay que decir sobre la pobreza, castidad y obediencia en un mundo cuya mayor parte
pone su esperanza en las riquezas materiales, generalmente identifica la castidad con la
frigidez y valora la libertad individual sobre todo lo demás?
Bueno, sin duda, la pobreza, castidad y obediencia son vistas como radicalmente
contraculturales; pero eso es mayormente porque, por lo general, no son muy bien entendidas
(a veces incluso por aquellos que están viviéndolas de por vida). Para la mayoría de la gente,
son vistas como una renunciación drástica, el sacrificio de una vida total, la denegación
innatural de la sexualidad de uno y la firma adolescente sobre la libertad y creatividad de uno.
Pero eso es una mala interpretación. Pobreza, castidad y obediencia no son una pérdida de
nuestras riquezas, sexualidad y libertad. Son más bien una genuina y rica modalidad de las
riquezas, la sexualidad y la libertad.
El voto de pobreza no consiste primariamente en vivir con cosas más baratas, no tener
lavaplatos y hacer tu propio trabajo de casa. Tampoco se trata de renunciar a las formas de
riquezas que pueden contribuir al pleno florecimiento de la vida. Una vida de pobreza
voluntaria es una forma vivida de decir que todas las posesiones materiales son regalo, que el
mundo pertenece a todos, que nadie posee un terruño y que las necesidades de nadie son
prioritarias. Es un voto contra el consumismo y tribalismo, y aporta sus propias maravillosas
riquezas como algo significativo y en la felicidad y gozo de una vida compartida.
Lo mismo para el voto de castidad: Correctamente entendido, no consiste en perderse los
goces de la sexualidad. Es una rica modalidad de la sexualidad misma, dado que ser sexual
significa más que tener sexo. La sexualidad es una hermosa energía dada por Dios en
nosotros para muchas cosas: comunidad, amistad, unión, integridad, familia, juego, altruismo,
disfrute, placer, creatividad, consumación genital y para todo lo que nos lleva más allá de
nuestra soledad y nos hace generativos. Y así, los verdaderos gozos reales que se
encuentran en la comunidad, la amistad y el servicio a otros no son un sustituto sexual de
segunda categoría. Portan su propio florecimiento sexual en términos de dirigirnos fuera de
nuestra soledad.
Lo mismo vale para la obediencia. Correctamente entendida, no consiste en perder la
verdadera libertad. Más bien se trata de una rica modalidad de la libertad misma, practicada
por Jesús (que repetidamente dice: “Yo no hago nada por cuenta mía. Sólo hago la voluntad
del Padre”). La obediencia, como voto religioso, no es un inmaduro sacrificio de la libertad y
edad adulta de uno. Es más bien una radical sumisión del humano ego de uno (con sus
heridas, deseos, concupiscencias, ambiciones privadas y codicias) a algo y Alguien superior a
uno mismo, como visto en los compromisos humanos y religiosos en personas desde Jesús a
Teilhard de Chardin, a Dag Hammarskjold, a Simone Weil, a Madre Teresa, a Jean Vanier, a
Daniel Berrigan. En todos estos, vemos a una persona que anduvo por esta tierra en una
libertad que no sólo podemos envidiar sino claramente también en una libertad que se afirma
en un doblar la rodilla de la voluntad individual de uno a algo superior.
Nuestros pensamientos y nuestros sentimientos están fuertemente influidos por el conjunto de
rutinas culturales en las que nos encontramos. De esta suerte, dado cómo nuestra cultura
entiende las riquezas, el sexo y la libertad hoy día, este puede muy bien ser el momento más
difícil en muchos siglos para hacer los votos de pobreza, castidad y obediencia, y vivirlos de
por vida. Las pequeñas maravillosas comunidades religiosas no están desbordadas con
solicitudes a la vida consagrada. Pero, porque es más difícil que nunca, es también más
importante que nunca que algunas mujeres y hombres elijan, voluntariamente, vivir
proféticamente durante toda la vida estos votos.
Y su aparente sacrificio será ampliamente premiado; porque, paradójicamente, la pobreza
acarrea sus propias riquezas, la castidad reporta su propio florecimiento, y la obediencia nos
proporciona la más profunda de todas las libertades humanas.
Poner en proceso a Dios

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano cmf) - Lunes, 2 de abril de 2018

Tanto en nuestra piedad como en nuestro agnosticismo, a veces ponemos en juicio a Dios, y
siempre que lo hacemos, somos nosotros los que acabamos juzgados. Vemos eso en los
relatos del Evangelio sobre el proceso de Jesús, particularmente en el Evangelio de Juan.
El Evangelio de Juan, como sabemos, pinta un retrato de Jesús desde el punto de vista de su
divinidad, no de su humanidad. Así, en el Evangelio de Juan, Jesús no tiene la menor
debilidad humana. Es Dios desde la primera línea del Evangelio hasta la última. Esto es
verdad hasta el más menudo detalle. Por ejemplo, en el Evangelio de Juan al dar de comer a
las multitudes, Jesús pregunta a sus discípulos cuántos panes y peces tienen. Juan anota
entre paréntesis: “Él ya lo sabía”. No hay resquicios en la pantalla del radar divino.
Vemos esto lo más claramente en la manera como Juan narra la pasión y muerte de Jesús. A
diferencias de los otros Evangelios, en donde Jesús es mostrado como aterrorizado y
arrastrado ante su amargo destino, en el Evangelio de Juan, a lo largo de todo su camino de
la pasión, Jesús está sin miedo, en completo control, sereno, cargando su propia cruz y es la
antítesis de una víctima. A través de todo el relato, Jesús es alguien que está actuando
libremente, por amor y tiene completo poder sobre la situación.
Juan señala este rasgo muy fuertemente: Cuando llegan a arrestarlo, Jesús está de pie, y
todos los que van a prenderlo caen al suelo, de modo que, en contraste con los otros
Evangelios, no es él el que se postra en tierra sino, al contrario, son los soldados romanos y
los guardias del templo los que se postran, y en esa postración le hacen reverencia
simbólicamente. Y el simbolismo continúa: Jesús es condenado a muerte a mediodía, a la
hora exacta en que los sacerdotes empezaban a sacrificar los corderos pascuales. Después
de su muerte, es enterrado con una sorprendente cantidad de mirra y áloes, como sólo un rey
habría sido igualado, y es enterrado en una tumba “virgen” (exactamente como había nacido
de un vientre virgen). Juan aclara que con este Dios estamos tratando.
Con esto en mente, a saber, que Jesús fue siempre divino, podremos entender más
claramente lo que Juan está tratando de enseñar en su relato de la muerte de Jesús. Aquello
en lo que Juan se centra más es el proceso de Jesús. Lo grueso de la historia de su pasión se
centra en el juicio y los principales personajes del juicio. Pero su relato tiene este rasgo
irónico: Aparentemente, Jesús es procesado; pero, de hecho, es el único que no sufre
proceso. Pilato es procesado, las autoridades religiosas son procesadas, el pueblo es
procesado y nosotros, hoy, leyendo la historia, somos procesados. Todos somos
procesados, excepto Jesús.
Pilato es procesado por varios cargos: Él sabe que Jesús es inocente, pero carece de coraje
para hacer frente a la multitud, y así permite que el voluble y loco frenesí de una multitud siga
adelante. Es procesado por su debilidad. Pero es juzgado también por su agnosticismo, esto
es, su creencia (aunque sincera) de que podía tratar la verdad y la fe como realidades de las
que él, él mismo, podía mantenerse alejado, que podía imponerlas desde una posición neutral
y no comprometida, y que eran problemas de otra gente, sin nada que ver con él. Pero es
juzgado por esto. Nadie puede preguntar fríamente: “¿Qué es la verdad?” como si esa
respuesta no le afectara. El proceso de Jesús encuentra culpables a Poncio Pilato y a
aquellos que son como él: culpables de agnosticismo, de falta de implicación, de indiferencia,
que es al fin algo deshonroso. Irónicamente, la debilidad de Pilato al no liberar a Jesús, acaba
haciéndole para siempre quizás el gobernador y juez más famoso de la historia. Con su
nombre en los credos cristianos, millones y millones de personas pronuncian su nombre cada
día.
Pero Pilato no está aquí solo en el proceso; están también las autoridades religiosas de
entonces. En su verdadero esfuerzo por proteger a Dios de lo que ellos consideran
irreverencia, heterodoxia y blasfemia, ellos son también cómplices de “matar” a Dios. La
sentencia dictada contra ellos en el proceso de Jesús es la exacta sentencia que se está
haciendo, hasta el día de hoy, sobre muchas autoridades religiosas y eclesiales, esto es, su
febril proclividad a proteger a Dios ayuda con frecuencia a crucificar a Dios en este mundo.
Por fin, no lo menos, los contemporáneos de Jesús son también procesados; y, con ellos,
también nosotros. En el ardor del momento, atrapados en la estúpida y febril fuerza de la
muchedumbre, abandonaron su esperanza mesiánica por el eslogan del día: “¡Crucifícalo!”.
Qué poco diferente de tantos eslóganes políticos y religiosos que voceamos hoy en los
encuentros de política o de iglesia. El proceso de Jesús es un juicio muy desagradable que
manifiesta la negligencia, la ligereza y el peligro que tiene la fuerza de la multitud.
Lo genial del relato de Juan sobre la muerte de Jesús es que muestra lo que sucede siempre
que, por nuestro equivocado fervor religioso o por nuestro frío agnosticismo, ponemos en
juicio a Dios. Pero en realidad, somos nosotros los que acabamos siendo juzgados.
¿Por qué creo en Dios?

Ron Rolheiser - Lunes, 6 de agosto de 2018

Alguno de mis autores favoritos son agnósticos, hombres y mujeres que enfrentan la vida con
honestidad y coraje sin fe en un Dios personal. Son mayormente estoicos, personas que han
hecho las paces con el hecho de que Dios pudiera no existir y que quizás la muerte sea el fin
de todo para nosotros. Veo esto, por ejemplo, en el último James Hillman, un hombre que
admiro profundamente y quien tiene mucho que enseñar a los creyentes sobre el significado
de escuchar y honrar el alma humana.
Pero aquí hay algo que no admiro en este estoicismo agnóstico: mientras que enfrentan con
valentía lo que supondría para nosotros el que Dios no existiera y la muerte acabara nuestra
existencia personal, ellos no se plantean la pregunta de si Dios existiera y con la muerte no
acabara nuestra existencia personal con la misma valentía. ¿Y si Dios existe y los postulados
de nuestra fe son verdaderos? También deben enfrentar esta cuestión.
Yo creo que Dio existe, no porque nunca haya tenido dudas, o porque haya crecido en la f e
por personas cuyas vidas los hizo profundos testigos de su verdad, o porque perennemente la
vasta mayoría de la gente que vive en este planeta crea en Dios. Yo creo que existe un Dios
personal por más razones de las que soy capaz de nombrar: la bondad de los santos; el
enganche que hay en mi propio corazón que nunca me ha dejado marchar; la conexión de la
fe con mi propia experiencia, el coraje de los mártires religiosos a través de la historia; la
asombrosa profundidad de las enseñanzas de Jesús; las profundas apreciaciones contenidas
en las otras religiones, la experiencia mística de incontables personas; nuestro sentido de la
conexión con la comunión de los santos con los seres queridos que han fallecido; la
convergencia del anecdótico testimonio de cientos de individuos que han muerto clínicamente
y han vuelto a la vida; las cosas que sabemos por intuición y que van más allá de toda lógica
racional; el constante resurgimiento de la resurrección en nuestras vidas; el triunfo esencial de
la verdad y la bondad a través de la historia; el hecho de que la esperanza nunca muerte, el
inquebrantable imperativo que sentimos dentro de nosotros mismos de reconciliarnos con
otros antes de morir; la infinita hondura del corazón humano; y si, incluso la habilidad de ateos
y agnósticos para intuir que de alguna manera todo tiene sentido apuntando a la existencia de
un Dios personal.
Creo que Dios existe porque la fe obra; al menos en la medida en que nosotros la trabajamos.
La existencia de Dios se demuestra verdadera en la medida en que la tomamos en serio y
vivimos nuestras vidas frente a ella. En pocas palabras, estamos felices y en paz en la
medida exacta en que nos arriesgamos, explícita o implícitamente, a vivir una vida de fe. Las
personas más felices que conozco son también las personas más generosas, desinteresadas,
alegres y honorables que conozco. Eso no es un accidente.
Leon Bloy afirmó una vez que sólo hay una tristeza verdadera en la vida, la de no ser santo.
Vemos eso en los evangelios en la historia del joven rico que rechaza la invitación de Jesús a
vivir su fe más profundamente. Se va triste. Por supuesto, ser santo y estar triste nunca es
todo o nada, ambos tienen grados. Pero hay una constante: estamos felices o tristes en
proporción directa a nuestra fidelidad o infidelidad a lo que es uno, verdadero, bueno y
hermoso. Lo sé existencialmente: estoy feliz y en paz en la medida en que tomo en serio mi fe
y la vivo con fidelidad; cuanto más fiel soy, más en paz estoy, y viceversa.
Inherente a todo esto también hay una cierta "ley del karma", es decir, el universo nos
devuelve moralmente exactamente lo que le damos. Como lo dijo Jesús, la medida que mides
es la medida con la que se te medirá. Lo que exhalamos es lo que vamos a inhalar. Si exhalo
egoísmo, egoísmo es lo que inhalaré; si exhalo amargura, eso es lo que encontraré a cada
paso; por el contrario, si exhalo amor, gracia y perdón, me serán devueltos en la medida
exacta en que los exhale. Nuestras vidas y nuestro universo tienen una estructura profunda,
innata e innegociable de amor y justicia escrita en ellas, y que sólo puede ser asegurada por
una mente viva, personal y divina y un corazón de amor.
Nada de esto, por supuesto, prueba la existencia de Dios con el tipo de prueba que
encontramos en la ciencia o las matemáticas; pero a Dios no se le encuentra al final de una
prueba empírica, una ecuación matemática, o un silogismo filosófico. A Dios se le encuentra,
explícita o implícitamente, viviendo una vida buena, honesta, misericordiosa, desinteresada,
moral, y esto puede suceder dentro o fuera de la religión.
El benedictino belga, Benoit Standaert, afirma que la sabiduría son tres cosas, y una cuarta.
La sabiduría es un respeto por el conocimiento; la sabiduría es un respeto por la honestidad y
la estética; y la sabiduría es un respeto por el misterio. Pero hay un cuarto - la sabiduría es un
respeto por Alguien.
Protesta, salud mental y respuesta cristiana

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 14 de mayo de 2018

Soñar es a veces la cosa más realista que podemos hacer. ¿O hay todavía algo que
podríamos hacer, como la protesta pública, o algo más?
En su libro sobre la profecía, Commandments for the Long Haul (“Mandamientos para el
trayecto largo”), Daniel Berrigan ofrece este consejo. Los gestos proféticos no siempre son
políticamente efectivos. Con frecuencia no llevan a nada que sea práctico; pero añade: Si no
puedes salvar el mundo, al menos sí puedes salvar tu propia salud mental.
A veces eso es todo lo que nuestras protestas contra la injusticia pueden llevar a cabo.
Además, luchar para salvar nuestro propio equilibrio mental no es tan privatizado como
aparece al principio. Cuando protestamos sobre algo que no está bien, aun cuando sepamos
que nuestra protesta no va a cambiar prácticamente nada, la salud mental que estamos
salvando no es sólo la nuestra propia: estamos también salvando la salud mental del
momento.
Opinando sobre el actual activismo en las fuentes de los derechos humanos y el medio
ambiente de la novelista ganadora del Premio Booker, Arundhati Roy, el crítico de arte John
Berger dice esto: “La intensa protesta política es una apelación a una justicia que está
ausente y es acompañada por una esperanza de que en el futuro esta justicia será
establecida; esta esperanza, sin embargo, no es la primera razón de que se haga la protesta.
Uno protesta porque no protestar sería demasiado humillante, demasiado degradante,
demasiado mortal. Uno protesta (al construir una barricada, tomar las armas, seguir una
huelga de hambre, coger del brazo, gritar, escribir) con el fin de salvar el momento presente,
cualquier cosa que depare el futuro. Una protesta no es principalmente un sacrificio hecho
para alguna alternativa, el futuro más justo; es una redención sin importancia del presente”.
En esencia, preserva algo de salud mental en el momento presente.
Pero puede ser sin importancia en términos de cambiar prácticamente algo. Casi todas las
cosas permanecen igual. La injusticia continúa, los pobres continúan siendo pobres, la escena
internacional continúa amenazando con la guerra, los racistas continúan siéndolo, el medio
ambiente continúa siendo deteriorado, la corrupción continúa yendo desenfrenada y la falta de
honradez continúa logrando lo que quiere con sus mentiras. Y así la gente se apunta a
marchas, va a prisión, se da a huelga de hambre y, a veces, incluso muere por protestar,
mientras la injusticia, la corrupción y la falta de honradez continúan. En cierto punto, lógica e
inevitablemente, necesitamos hacernos la pregunta que el joven Mario, en Les Miserables, de
Jean Val Jean, hace después de que su amigo ha muerto mientras protestaba, y nada ha
cambiado aparentemente: ¿Para qué fue tu sacrificio? ¿Valía la pena morir por esto?
Esas preguntas son válidas, pero pueden tener una respuesta positiva. Ellos no murieron en
vano, por nada, por un idealismo utópico, por un sueño ingenuo, por algo que habría
sobrecrecido si hubieran vivido más tiempo. Más bien su muerte fue “una redención sin
importancia” del momento presente; o sea, su efectividad práctica tal vez no se pueda medir,
pero la semilla moral que siembra en ese momento ayudará por fin a producir cosas que sean
medibles. Ninguna de las mujeres que protestaron inicialmente a favor del voto logró votar.
Pero hoy muchas mujeres sí logran votar. La semilla moral que ellas plantaron en sus
inconsecuentes protestas produjo por fin algo práctico.
A veces podríais sentiros bastante solos al realizar vuestra protesta, y ello podría parecer que
estáis trabajando sólo por salvar vuestra propia salud mental y lamentar sólo vuestro propio
empequeñecimiento y humillación. Pero nadie es una isla. Vuestro empequeñecimiento,
vuestra humillación y vuestra salud mental son parte del inmune sistema de toda humanidad.
La salud de todos depende en parte de vuestra salud; como también vuestra salud depende
en parte de la salud de todos los demás.
Y así, la protesta es siempre en orden y ciertamente es mandada por nuestra fe. No podemos
quedar pasivos ante la injusticia, la desigualdad, el racismo, la indiferencia para con los
pobres, la indiferencia para con la Madre Naturaleza, la corrupción y la falta de honradez.
Necesitamos sembrar semillas morales en el momento presente. ¿Cómo?
No todos nosotros (quizás incluso la mayoría de nosotros) son llamados a agarrar carteles,
hacer pública protesta, tenernos retenidos, o entregar nuestras vidas por una causa; excepto
cuando la injusticia o corrupción es tan extrema como para merecer eso. Normalmente, para
la mayoría de nosotros, nuestra protesta debe ser real pero no el testimonio de los mártires.
Me gusta mucho un consejo propuesto por el arzobispo Paul-André Durocher, de Gatineau
(Quebec), en un reciente número de la revista América. Comentando las tensiones que
existen hoy entre nuestra fe cristiana y los complejos desafíos que nos vienen del mundo,
Durocher, después de reconocer primeramente que no hay respuestas fáciles, ofrece este
consejo: “El primer paso es reconocerlas (las tensiones). El segundo, entender por qué
surgen. El tercer, aceptarlas e incluso abrazarlas. Y cuarto, comprometernos a vivir una fe
cristiana madura a pesar de esas tensiones”. (América, 30 de Abril, 2018).
Ante todo, lo que está sucediendo en nuestro mundo, algo de lo cual va en contra de todo lo
que creemos y guardamos en el corazón, a veces todo lo que podemos hacer es mantener
nuestra propia base moral, de manera humilde, profética y quizás callada.
Y como eso es todo lo que podemos hacer, ciertamente basta.
¿Puedes perder tu vocación?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 22 de enero de 2018

Recientemente recibí una carta de un hombre que me comunicó que aún estaba
profundamente obsesionado por una historia que había oído en una escuela primaria muchos
años antes. Uno de sus profesores de religión les había leído una historia sobre un sacerdote
que fue a visitar a un amigo de infancia. Estando con su amigo, el sacerdote notó que,
aunque su amigo estaba bastante alegre y afable, parecía que le quedaba en el fondo algo de
tristeza. Cuando le preguntó a su amigo sobre ello, le confesó que “había perdido su
salvación”, porque había sentido una llamada al sacerdocio cuando era joven, pero en cambio
había escogido casarse. Ahora -sentía él- no había redención existencial para eso. Había
tenido vocación y la había perdido; y, con eso, también había perdido definitivamente su
ocasión de ser feliz. Aunque se encontraba bastante feliz de casado, sentía que iba a llevar
para siempre el estigma de haber sido infiel al no aceptar la vocación dada por Dios.
Fui educado con historias como esa. Eran parte del catolicismo de mi juventud. Nos
enseñaron a creer que Dios te asignaba una cierta vocación en el mundo, esto es, sacerdote,
monja, persona casada o soltera; y, si no aceptabas eso cuando conocías tu llamada,
entonces habías “desperdiciado” o “perdido” tu vocación, y la consecuencia sería una
permanente tristeza e incluso el peligro de perder el cielo. Tales eran las historias
vocacionales de mi juventud; y -la verdad sea dicha- yo fui al seminario para llegar a ser
sacerdote con esa insistencia como una sombra en mi mente. Pero fue sólo una sombra. No
accedí a la vida religiosa y al sacerdocio por temor, aunque algunos temores morales jugaron
un papel en ello, como debían. El temor también puede ser una cosa sana.
Pero puede ser igualmente insana. No es sano entender a Dios y tu vocación como algo que
pueda hacerte perder la felicidad y salvación por una singular elección hecha siendo aún
joven. Dios no actúa así.
Ciertamente somos llamados por Dios a una vocación que debemos discernir en conciencia,
en comunidad, en circunstancias y con los talentos que hemos recibido. Para un cristiano, la
existencia no antecede a la esencia. Nacemos con un proyecto, con una misión en la vida. En
la escritura hay muchos textos claros sobre esto: Jesús, orando durante noches enteras con
el fin de conocer la voluntad de su Padre; Pedro, reclutado sobre una roca para ser conducido
por un ceñidor que lo llevará a donde él más bien no iría; Pablo, siendo dirigido a Damasco e
instruido por un anciano sobre su vocación; Moisés, siendo llamado a realizar una tarea
porque vio el sufrimiento de su pueblo; y todos nosotros, recibiendo el desafío de usar
nuestros talentos o ser privados de ellos. Todos somos llamados a la misión, y así cada uno
de nosotros tiene una vocación. No somos moralmente libres de vivir nuestras vidas
simplemente para nosotros mismos.
Pero Dios no nos da precisamente una ocasión que, si desaprovechamos o rechazamos, nos
dejará tristes para siempre. No. Cada vez que nosotros cerramos una puerta, Dios nos abre
otra nueva. Dios nos da 77x7 ocasiones, y después más que eso, si es necesario. La
vocación no es tanto cuestión de acertar bien (¿A qué específicamente fui destinado?) sino,
mejor, cuestión de entregarse en fe y amor a la situación que hemos escogido (o por la que,
más frecuentemente, hemos sido escogidos por algunas circunstancias). No deberíamos vivir
en insano temor por esto. Dios continúa amándonos y deseando nuestra felicidad, aun
cuando no siempre prosigamos por dónde somos idealmente llamados.
Recientemente oí una homilía en una iglesia en la que un sacerdote comparó a Dios con un
GPS, un Sistema de Posicionamiento Global, esto es, ese instrumento computerizado,
completado con voz humana, que incontables personas tienen hoy en sus coches y a las que
da instrucciones sobre cómo alcanzar su destino. Uno de sus rasgos es éste: A pesar de las
muchas veces que te descuides o desobedezcas su orden, la voz nunca expresa impaciencia,
ni te grita, ni renuncia a ti. Dice simplemente:” Recalculando”. Antes o después, sin importar
cuántas veces te has descuidado, te lleva a casa.
Aun con lo grata que es esta imagen, todavía resulta una analogía muy débil comparada con
la manera de entender la paciencia y el perdón de Dios. Ninguno de nosotros debería estar
largo tiempo afectado de tristeza y temor por sentir que hemos perdido nuestra vocación, a no
ser que estemos llevando una vida egoísta. La abnegación más bien que el egoísmo, una
vida empeñada en el servicio más bien que en el confort, sin adivinar correctamente,
constituye la vocación de uno. Nuestra vocación cristiana es hacer de lo que en verdad
estamos viviendo -casado, sacerdote, religioso, soltero en el mundo- una vida de abnegación
y servicio a otros. La felicidad y la salvación dependen de eso, no de adivinar correctamente.
¿Qué hay en un nombre?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 1 de octubre de 2018

Estamos llamados a cambiar de nombre.


Todos estamos familiarizados con el incidente de la biblia donde Dios cambia el nombre
de Abrán por el de Abrahán. El cambio parece tan pequeño que con frecuencia ni siquiera es
recogido por los que leen ese texto. ¿Cuál es la diferencia entre Abrán y Abrahán?
El nombre de Abrán, que significa “Padre ensalzado”, es el nombre dado al gran patriarca al
que Dios hizo la promesa de que un día sería el padre de todos los descendientes de la
nación judía. Pero más tarde, cuando Dios promete a este mismo hombre que va a ser
también el padre de todas las naciones del mundo entero, Dios le cambia su nombre
por Abrahán: “Ya no te llamarás Abrán; tu nombre será Abrahán, porque yo te he hecho padre
de muchas naciones”. (Génesis 17, 5).
¿Qué implica este cambio? El nombre Abrahán, en su etimología misma, connota una
ampliación para llegar a ser algo más grande; ahora tiene que ser el padre de todas las
naciones. Abrán, el padre de una nación, viene a ser ahora Abrahán (en hebreo, Ab hamon
goyim), el padre de todas las otras naciones, los “goyim” (gentiles).
Ese cambio no amplía sólo una palabra; amplía a Abrahán, un judío, y redefine su
comprensión de sí mismo y su misión. Ya no tiene que considerarse el patriarca de una sola
nación, la suya propia, su familia étnica y religiosa, sino que tiene que verse a sí mismo y la fe
que se le ha confiado como alguien y algo para todas las naciones. Ya no tiene que
considerarse el patriarca de una tribu particular, ya que Dios no es un Dios tribal. Igualmente,
ya no tiene que pensar sólo en su propia tribu como su familia, sino pensar en todas las otras,
independientemente de su etnicidad o fe, como también sus hijos.
¿Qué significa eso para nosotros? T. S. Elliot podría responder a eso diciendo: El hogar está
en el lugar desde donde partimos. Nuestras particulares raíces étnicas, religiosas, culturales y
cívicas son de gran valor e importancia, pero no son el árbol plenamente maduro en el que
debemos crecer. Nuestras raíces están allí desde donde partimos.
Yo crecí como un niño muy protegido, en una familia muy cercana, en un ambiente rural muy
cerrado. Todos éramos de un mismo estilo; nuestros vecinos, mis compañeros de clase,
todos los que conocía, todos nosotros compartíamos una común historia, etnicidad, religión,
origen cultural, conjunto de valores, y vivíamos en un país joven, Canadá, que en la mayor
parte se parecía exactamente a lo que hacíamos. Yo valoro esas raíces; fueron un gran
regalo. Esas raíces me han dado una estabilidad que me ha hecho libre para el resto de mi
vida. Pero son sólo mis raíces, de gran precio, pero meramente el lugar desde donde partí.
Y es lo mismo para todos nosotros. Arraigamos en una familia particular, una etnicidad, una
vecindad, un país y una fe, con un particular punto de vista sobre el mundo y, con eso,
algunas personas constituyen nuestra tribu, y otras no. Pero eso es de donde partimos.
Crecemos, cambiamos, nos movemos, nos encontramos con nueva gente, y vivimos y
trabajamos con otros que no comparten nuestro origen, nacionalidad, etnicidad, color de la
piel, religión o particular opinión sobre la vida.
Y así, hoy compartimos nuestros países, ciudades, vecindades e iglesias con los “goyim”, la
gente de otras tribus; y eso contribuye al gran esfuerzo, esperanzadamente exitoso, de ver al
fin que esos otros que son diferentes de nosotros comparten el mismo Dios, son también
nuestros hermanos, y tienen vidas que son exactamente tan reales, importantes y preciadas
como las de nuestras propias familias biológicas, nacionales y religiosas. Como Abrahán,
necesitamos un cambio de nombre, de modo que no hagamos de la idolatría nuestro juvenil
patriotismo que nos haga creer que nuestra propia tribu es especial y que nuestro propio país,
color de la piel, origen y religión nos da un único y particular derecho a Dios.
Nuestro mundo se está globalizando a pasos agigantados, y los países, las vecindades y las
iglesias están viniendo a ser cada vez más plurales y diversas étnica, lingüística, cultural y
religiosamente. Nuestros países, vecindades, lugares de trabajo e iglesias están asumiendo
literalmente un diferente rostro. Las viejas comunidades protectoras que nos dieron nuestras
raíces están desapareciendo; y, a muchos de nosotros, esto nos espanta, y la tentación es
atrincherarnos, recurrir al derecho, defender belicosamente nuestras fronteras y volver a
reclamar a Dios y nuestra fe más exclusivamente en favor nuestro. Eso es comprensible, pero
no donde somos llamados a estar por lo mejor que hay en nuestra humanidad y nuestra fe.
Como Abrahán, somos llamados a cambiar de nombre.
Somos llamados a apreciar nuestra herencia, país, lengua materna, cultura, fe e iglesia,
porque sólo estando firmemente enraizados en la comunidad primaria somos suficientemente
estables y altruistas para ofrecer la familia a los de fuera de nosotros mismos. Pero el hogar
está allí de donde partimos. De esas maravillosas familias que nos dan las raíces, nosotros
somos llamados a ensanchar nuestros corazones religiosa, étnica, culturalmente, de modo
que todos sean abrazados al fin como familia. Somos llamados a pasar de ser Abrán a
convertirnos en Abrahán.
Razones para creer en Dios

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 16 de abril de 2018

Hoy la creencia en Dios es vista como una ingenuidad. Para muchos, creer en Dios es como
creer en Papá Noel y en el Conejo de Pascua: algo bonito, para los niños, una cálida
nostalgia o un recuerdo amargo, pero no algo que sea real, que resista un duro escrutinio y
las sombrías dudas que a veces permanecen bajo la superficie de nuestra fe. ¿Dónde hay
evidencia de que Dios existe?
Una verdadera apologética -creo yo- necesita el detalle de ser personal. Así pues, aquí están
mis propias razones por las que yo sigo creyendo en Dios a pesar del agnosticismo de
nuestro mundo demasiado adulto y a pesar de las noches oscuras que a veces me acosan.
Primera: Creo en Dios porque siento, al más profundo nivel de mi ser, que hay una inalienable
estructura moral para las cosas. La vida, el amor y la mente están moralmente perfilados. Hay
una inalienable “ley de karma” que se experimenta en todas partes y en todas cosas: la buena
conducta es su propia felicidad, como también la mala conducta es su propio pesar. Las
diferentes religiones las expresan diferentemente, pero el concepto está en el corazón de toda
religión y es en esencia la verdadera definición de moralidad: La medida con que midáis será
la medida con que os medan. Esa es la versión de Jesús sobre ello, y puede ser traducido
así: El aire que espires es el aire que respirarás. Dicho simplemente: Si talamos demasiados
árboles, pronto estaremos aspirando monóxido de carbón. Si expresamos amor,
encontraremos amor. Si expresamos odio e ira, bien pronto nos encontraremos rodeados de
odio e ira. La realidad está tan estructurada que la bondad acarrea bondad, y el pecado
acarrea pecado.
Creo en Dios porque el ciego caos no pudo haber diseñado cosas así, ser innatamente
morales. Sólo una Bondad inteligente pudo haber construido la realidad de esta manera.
Mi siguiente razón para creer en Dios es la existencia del alma, la inteligencia, el amor, el
altruismo y el arte. Estos no pudieron haber emergido simplemente del ciego caos, de miles
de millones y miles de millones de cósmicos chips de bingo saliendo de la nada sin la menor
amorosa fuerza inteligente tras ellos, agitándose sin fin durante miles de millones de años. El
caos del azar, vacío de toda inteligencia y amor desde sus orígenes, no pudo haber producido
al fin el alma y todo lo que de ella es más sublime: la inteligencia, el amor, el altruismo, la
espiritualidad y el arte. ¿Pueden nuestros propios corazones y todo lo que es noble y preciado
en ellos ser en realidad sólo el resultado de miles de millones de oportunidades casuales en
un proceso bruto y torpe?
Creo en Dios porque, si nuestros corazones son reales, entonces también es Dios.
La siguiente: Creo en Dios porque el Evangelio funciona, si lo hacemos funcionar. Lo que
Jesús encarnó y enseñó resuena finalmente con lo que es más preciado, más noble y más
significativo en la vida y en cada uno de nosotros. Además, esto se verifica en la vida. Cada
vez que tengo la fe y el coraje de vivir radicalmente el Evangelio, de tirar los dados sobre su
verdad, siempre prueba que es verdad, los panes se multiplican y alimentan a miles, y David
vence a Goliat. Pero no funciona si no lo arriesgo. El Evangelio funciona, si lo hacemos
funcionar.
Por supuesto, podría surgir aquí la objeción de que muchas personas sinceras y llenas de fe
arriesgan sus vidas y verdad en el Evangelio y, según todas apariencias de este mundo, eso
no les da resultado. Acaban pobres, como víctimas, en el lado perdedor de las cosas. Pero de
nuevo, ese es un juicio que hacemos desde los modelos de este mundo, desde el Evangelio
de la Prosperidad, donde cualquiera tiene los más exitosos triunfos mundanos. El Evangelio
de Jesús socava esto. Cualquiera que lo vive con radicalidad tan fielmente como puede, será
bendecido con algo más allá del éxito mundano, esto es, el más profundo gozo de una vida
bien vivida, un gozo que Jesús nos asegura ser más profundo, menos efímero y más
duradero que cualquier otro gozo.
¡Creo en Dios porque el Evangelio funciona! ¡Como también funciona la oración!
Finalmente, aunque ciertamente no lo menos, creo en Dios por la comunidad de fe que nos
retrotrae al comienzo del tiempo, que nos retrotrae a la vida y resurrección de Jesús, y que
me bautizó en la fe. A través de toda la historia, virtualmente todas las comunidades humanas
han sido también comunidades de fe, de creencia en Dios, de culto, y de ritual sagrado y
sacramento.
Creo en Dios por la existencia de las familias de fe y la existencia de la iglesia y los
sacramentos.
Escribí mi tesis doctoral sobre las pruebas clásicas de la existencia de Dios, los argumentos
en favor de la existencia de Dios tomados de algunos de los grandes intelectuales de la
historia: Anselmo, Tomás de Aquino, Descartes, Leibnitz, Espinoza y Alfred North Whitehead.
Me extendí a lo largo de cerca de 500 páginas de articulación y evaluación de estas pruebas,
y entonces llegué a esta conclusión.
No llego a creer en Dios por el apremiante poder de alguna ecuación matemática ni silogismo
lógico. La existencia de Dios nos viene a ser real cuando vivimos una vida honrada y sincera.
Removiendo las humeantes cenizas de nuestra fe

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 18 de junio de 2018

Cualquiera que haya visto alguna vez un fuego sabe que, en un momento, las llamas
decrecen y desaparecen en humeantes carbones que al fin se enfrían y se convierten en fría
y gris ceniza. Pero hay un momento en ese proceso, antes de que se enfríen, en el que los
carbones pueden ser removidos como para hacerlos romper en llamas de nuevo.
Esa es la imagen que usa san Pablo para animarnos a reavivar los fuegos de nuestra fe
cuando parece que están mortecinos: “Os recuerdo que avivéis la llama del don de Dios que
una vez se os dio”. Es una imagen muy significativa. Nuestra fe necesita a veces ser
removida en sus raíces para hacerla de nuevo viva y afectiva. Pero ¿cómo hay que hacer
eso? ¿Cómo avivamos de nuevo el fuego de nuestra fe?
Volvemos a encender nuestra fe al resituarnos en nuestras raíces. A pesar de que la fe es un
don divino, a veces puede ser útil volver a andar un trayecto y examinar aquello que las
fuerzas terrestres ayudaron a plantar la fe en nosotros.
¿Quién y qué ayudó a darnos la fe? Por supuesto, eso es una cuestión profundamente
personal que cada uno de nosotros sólo puede responder por sí mismo. En cuanto a mí,
cuando trato de volver y tocar las raíces de mi fe, varias cosas me vienen a la mente.
Primeramente, la fe y testimonio de mis padres, la pieza decisiva. La fe fue lo más importante
de sus vidas, y ellos hicieron todo lo que estuvo en su poder para asegurar que esto fuera
también verdad para nosotros, sus hijos. Y sus vidas nunca desmintieron su fe. Eso fue un
fuerte testimonio y un don de incalculable valor.
Luego, el testimonio de mi parroquia, una comunidad rural e inmigrante, lo suficientemente
pequeña como para que todos conociéramos los gozos y los pesares de todos los demás y
fuéramos capaces de compartirlos en la fe, aun cuando no siempre en total cercanía vecinal.
Es preciso todo un pueblo para criar a un niño; en mi caso, fue una parroquia. Mientras crecía
de niño, podía echar una ojeada alrededor de una iglesia y ver a casi toda la gente que
conocía, amigos o no, todos arrodillados, unidos en una sola fe. Hoy eso en una rareza y no
pequeño regalo.
Después vino la dedicación y el testimonio de fe de las hermanas Ursulinas, que entraron en
nuestra comunidad rural a enseñar en nuestras escuelas públicas y fueron no sólo
académicamente nuestras mejores maestras sino también nos catequizaron. Para cuando
llegué a mi adolescencia, yo ya había memorizado dos catecismos y tenía un sólido alcance
intelectual de los principios de mi fe, un don cuya importancia reconocí sólo más tarde.
Finalmente, y de un modo que dejó profundas y permanentes raíces en mi alma, la voz del
Dios de mi juventud. Durante mi juventud, la voz de Dios estuvo fuerte y clara dentro de mí.
Se admite que algo de lo que tomé entonces como voz de Dios era de hecho la voz del
miedo, la timidez, el tribalismo y lo que los freudianos llaman el superego. Pero, admitido eso,
la voz de Dios estaba allí también, ineludible y clara. Sé eso porque mucho de mi juvenil
miedo, timidez, espeso tribalismo y superego hace tiempo que ha desaparecido, y la voz del
Dios de mi juventud permanece aún en mi interior.
Sin embargo, ahora, a veces esa voz puede estar bastante silenciosa y puede sentirse
simplemente como la voz de la ingenuidad de mi juventud -Santa Claus, el Conejito de
Pascua y el niño Jesús- y algo que no es real por más tiempo ni nunca fue real
verdaderamente. Para mí, como para todos, versados en fe, a veces mi imaginación y mi
afectividad simplemente se agotan, de modo que mis preocupaciones imposibilitan la
presencia de Dios. Es entonces cuando necesito remover las brasas aparentemente
mortecinas de mi fe haciendo un viaje de regreso para volver a cimentarme en la realidad de
la fe de mis padres, en la realidad de lo que grabó a fuego mi alma en nuestra pequeña
comunidad parroquial, en la realidad del testimonio y la catequesis de las hermanas Ursulinas
que fueron mis maestras, y, no lo menos, en esa clara y profundamente moral voz divina que
habló en mi interior y me condujo en mi juventud.
Esta clase de viaje -creo yo- puede ayudar a la mayoría de la gente, con una llamativa
advertencia: El aparente silencio de Dios en nuestras vidas como adultos puede ser de hecho
una modalidad más profunda de la presencia de Dios, más bien que un signo de una fe que
se deteriora. La voz de Dios parece frecuentemente clara en nuestra juventud, pero más tarde
esa claridad cede a lo que los místicos llaman “las noches oscuras del alma”, donde la
aparente ausencia de Dios no es una cuestión de pérdida de fe sino de un nuevo, más rico y
menos imaginativo modo de la presencia de Dios en nuestras vidas. El fervor no siempre es
signo de una fe profunda, como tampoco la aparente ausencia de Dios es necesariamente un
signo de fe debilitante. Dios debe ser esperado pacientemente, y llegará a nuestras vidas sólo
en los plazos de Dios, no en los nuestros. Aun así, el consejo de san Pablo queda en pie: “Os
recuerdo que remováis las llamas del don de Dios que una vez se os dio”.
Ser el discípulo amado

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 11 de junio de 2018

El Evangelio de Juan nos presenta una imagen muy expresiva y más bien misteriosa y
terrena: Cuando Juan describe la escena de la Última Cena nos dice que, mientras estaban a
la mesa, el discípulo amado tenía reclinada su cabeza en el pecho de Jesús.
La fuerza de esa imagen -creo yo- ha sido captada mejor por los artistas que por los teólogos
y eruditos bíblicos. Los artistas nos presentan generalmente la imagen de esta manera: El
discípulo amado tiene su cabeza reclinada en el pecho de Jesús de tal manera que su oído
está directamente sobre el corazón de Jesús, pero de modo que sus ojos están fijos hacia
fuera, mirando al mundo.
¡Qué imagen más expresiva! Si pones tu oído justo al lado derecho del pecho de alguien,
puedes oír los latidos del corazón de esa persona. El discípulo amado entonces es el que
está conectado a los latidos del corazón de Dios y mirando al mundo desde esa posición
ventajosa.
Además, Juan nos da una serie de diferentes imágenes para acentuar las implicaciones de oír
los latidos del corazón de Dios.
Primero, el discípulo amado permanece con la madre de Jesús al pie de la cruz mientras
Jesús está muriendo. ¿Qué se encierra en esta imagen? En el Evangelio de Lucas, Jesús
admite que a veces parece que las tinieblas se sobreponen a la gracia y Dios parece
impotente: ¡A veces las tinieblas tienen su hora! Su muerte fue una de esas horas; y el
discípulo amado, como la madre de Jesús, no pudo hacer otra cosa que permanecer en
desamparo dentro y bajo esas tinieblas e injusticia. No había nada que hacer sino quedarse
en desamparo. Pero al mantenerse allí, el discípulo amado permanece también en solidaridad
con millones de pobres e inmolados de todo el mundo que no pueden hacer nada en contra
de su situación. Cuando uno permanece en desamparo, cuando no hay nada que se pueda
hacer, uno da voz silenciosa a la finitud humana, la oración más profunda posible en ese
momento. Así, después, el discípulo amado acoge a la madre de Jesús en su casa, una
imagen que no necesita mucha elaboración.
Sin embargo, una segunda imagen conectada con el discípulo amado reclinado sobre el
pecho de Jesús necesita algo de elaboración: Cuando el discípulo amado se reclina sobre el
pecho de Jesús, tiene lugar un interesante diálogo: Jesús dice a su discípulo que uno de ellos
le va a traicionar. Pedro se vuelve al discípulo amado y le dice: “Pregúntale quién es ese”.
Esto plantea el interrogante: ¿Por qué no pregunta Pedro mismo a Jesús quién lo va a
entregar? Pedro no estaría sentado tan lejos de Jesús como para no poder hacerle la
pregunta él mismo. Además, la pregunta de Pedro adquiere su verdadero significado cuando
es vista en su contexto histórico. Los eruditos estiman que el Evangelio de Juan fue escrito en
algún lugar entre los años 90-100 antes de Cristo. Para entonces, Pedro ya había sido papa y
había sido martirizado. Lo que el Evangelio está sugiriendo aquí es que esa intimidad con
Jesús sobrepuja todo lo demás, incluso el oficio eclesial, incluso ser papa. La oración de
todos debe ir por mediación del discípulo amado. El papa no puede orar como papa sino sólo
como discípulo amado (que puede ser, como cualquier otro cristiano). Puede ofrecer
oraciones por el mundo y por la iglesia como papa, pero puede orar personalmente sólo como
discípulo amado.
Finalmente, la opinión que hay en el Evangelio de Juan de que la intimidad con Jesús es más
importante que el oficio eclesial tiene una aclaración de más alcance en la mañana de la
Resurrección. María Magdalena viene corriendo de la tumba y dice a los apóstoles que la
tumba está vacía. Pedro y el discípulo amado salen inmediatamente, corriendo hacia la
tumba. Podemos adivinar fácilmente quién llegará primero. El discípulo amado fácilmente
adelanta a Pedro, no porque quizás sea más joven sino porque el amor sobrepasa a la
autoridad. El papa puede también llegar allá primero, si corre como discípulo amado más bien
que como papa.
Se asume comúnmente que el discípulo amado era el evangelista mismo, Juan. Bueno, eso
puede ser cierto, pero no es lo que el texto evangélico quiere que se deduzca. La identidad
histórica del discípulo amado ha dejado deliberadamente una cuestión abierta, porque el
Evangelio quiere que el concepto, ser el discípulo amado de Jesús, sea una designación que
te señale y corresponda a ti, y señale y corresponda a todos cristianos del mundo, incluso -
con total esperanza también- al papa mismo.
¿Quién es el discípulo amado? El discípulo amado es cualquier persona, mujer, hombre o
niño que es suficientemente íntimo de Jesús como para estar conectado a los latidos del
corazón de Dios y que entonces ve el mundo desde ese lugar de intimidad, ora desde ese
lugar de intimidad, sale en amor a buscar al Señor Resucitado y comprende el significado de
la tumba abierta.
Las imágenes místicas, como mejor son iluminadas es con otras imágenes místicas. Con esto
en la mente, te dejo con una imagen del padre del desierto del siglo IV, Evagrio Póntico:
Pecho del Señor,
Reino de Dios.
Quien descanse en él
teólogo vendrá a ser.
Sobre el suicidio y la desesperación

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Domingo, 20 de mayo de 2018

Durante siglos, el suicidio fue considerado como un acto de desesperación, y la


desesperación misma fue vista como el pecado más grave de todos. En muchos círculos
religiosos, la desesperación fue vista como el más pecaminoso de todos actos y, al fin,
imperdonable.
Tristemente, quedan fuertes secuelas de eso: el suicidio aún es visto por muchos como un
acto de desesperación, una afrenta a Dios y a la vida misma, una imperdonable renuncia a la
esperanza. Mucha gente de iglesia aún ve el suicidio como un acto de desesperación y como
el imperdonable pecado contra el Espíritu Santo. Los católicos romanos a veces refuerzan
esta opinión al leer el Catecismo de la Iglesia Católica, que define el pecado de
desesperación como sigue:
“¡La desesperación es el pecado más serio que puede cometer una persona! ... Como la
presunción, la desesperación es un pecado contra el Primer Mandamiento. Nos aleja de la
esperanza, que es una virtud infusa recibida en el bautismo juntamente con la gracia
santificante y teniendo la posesión de Dios como su objeto primario. En Mc, 3, 28-29 leemos
esto: “En verdad os digo: todos pecados serán perdonados a los hijos de los hombres,
cualquier blasfemia que pronuncien; pero aquel que blasfema contra el Espíritu Santo nunca
tiene perdón, sino que es reo de culpa eterna”.
Eso bien puede ser verdad, pero el suicidio no es desesperación. Los diccionarios definen el
suicidio como la completa falta o ausencia de esperanza. Pero eso no es lo que sucede en la
mayoría de los suicidios. ¿Qué es lo que pasa?
La persona que está aguantando su propia vida no intenta ese acto como un insulto o afrenta
a Dios o a la vida (puesto que eso sería un acto de fuerza, y el suicidio es generalmente la
antítesis de eso). Lo que sucede en la mayoría de los suicidios es el polo opuesto. El suicidio
es el resultado de una enorme frustración.
Hay una intensa escena en la adaptación de la obra de Victor Hugo Los Miserables. Una
joven, Fantine, yace moribunda. Dice que una vez fue joven y llena de esperanzados sueños;
pero ahora, agotada por toda una vida de pobreza, machacada por un corazón roto y rendida
por una enfermedad física, está derrotada y tiene que resignarse al desgarrador hecho de que
“existen tormentas que no podemos capear”.
Tiene razón, y aquel que no acepta esa verdad llegará un día a comprenderla dolorosa y
amargamente. Hay cosas en esta vida que nos machacarán, y rendirnos no es un acto de
desesperación y en absoluto es un acto libre. Es una derrota humillante y triste.
Y este es el caso de la mayor parte de la gente que muere de suicidio. Por razones que se
extienden desde la enfermedad mental a una infinita variedad de abrumadoras tormentas que
pueden destrozar a una persona, a veces hay un punto en las vidas de las personas donde
están abrumadas, derrotadas e incapaces de continuar queriendo su propia vida (paralelo a
aquel que muere como víctima de una sequía, huracán, cáncer, enfermedad del corazón,
diabetes o Alzheimer). No hay culpa en el hecho de estar abrumado por una tormenta mortal.
Podemos estar abrumados, y algunas personas están, pero eso no es desesperación (la cual
sólo puede ser intencionada y un acto de fuerza).
Para empezar, no entendemos la enfermedad mental, que puede ser justamente tan real y tan
mortal como cualquier enfermedad física. No culpamos a nadie por morir de cáncer, ataque
repentino o accidente físico, pero arrojamos invariablemente sombras morales sobre alguien
que muere como resultado de diferentes enfermedades mentales que juegan un papel fatal en
muchos suicidios. Felizmente, Dios está aún a cargo, y nuestra inadecuada comprensión,
mientras general y permanentemente está manchando la manera como alguien es recordado
en este mundo, de hecho no realiza la salvación en el otro lado.
Más allá de la enfermedad mental, nosotros podemos ser derrotados en la vida por muchas
otras cosas. Una tragedia, una pérdida desgarradora, una obsesión no correspondida y una
paralizante deshonra pueden a veces romper un corazón, machacar una voluntad, matar un
espíritu y traer la muerte a un cuerpo. Y nuestro juicio sobre esto debería reflejar nuestra
comprensión de Dios: ¿Qué Dios todo-amor y todo-misericordia condenaría a alguien porque,
como la Fantina de Victor Hugo, sería incapaz de capear la tormenta? ¿Participa Dios de
nuestra misma estrecha opinión de que la salvación está mayormente reservada para los
fuertes? No, si a Jesús se le debe creer.
Observad que, cuando Jesús señala el pecado, no apunta donde somos débiles o derrotados;
más bien apunta donde somos fuertes, arrogantes, indiferentes y críticos. Examinad los
Evangelios y haced esta pregunta: ¿Con quiénes es Jesús más duro? La respuesta es clara:
Jesús es más duro con aquellos que son fuertes, críticos y no tienen sentimientos en favor de
los que están resistiendo la tormenta. Observad lo que dice sobre el rico que hace caso omiso
del pobre que está a su puerta, lo que dice sobre el sacerdote y el escriba que ignoran al
hombre abatido en una cuneta, y qué crítico es con los escribas y fariseos que están muy
prontos para definir al que cae bajo el juicio de Dios y el que no.
Sólo una equivocada comprensión de Dios puede suscribir la infortunada opinión de que estar
machacado en la vida constituye desesperación.
Sobre la amistad

Ron Rolheiser - Lunes, 28 de mayo de 2018

Una de las experiencias de gracia que podemos tener a este lado de la eternidad es la
experiencia de la amistad.
Los diccionarios definen la amistad como una relación de afecto mutuo, una unión más rica de
la mera asociación. Y a continuación enlazan la amistad con algunas palabras: amabilidad,
amor, simpatía, empatía, honestidad, altruismo, lealtad, comprensión, compasión, comodidad,
y (no la menos importante) confianza- Amigos, los diccionarios aseguran, son los que
disfrutan de la compañía mutua, se expresan mutuamente sus sentimientos, y cometen
errores sin miedo al ser juzgado por el otro.
Todo esto cubre lo básico, pero para una mejor explicación de la gracias real en la amistad
hay una serie de elementos de la definición que necesitan una explicación.
Primero, como afirmaron los estoicos griegos y como es evidente en la espiritualidad cristiana,
la verdadera amistad sólo es posible entre personas que practican la virtud. Una pandilla no
es un círculo de amistad, como tampoco lo son muchos círculos ideológicos. ¿Por qué?
Porque la amistad necesita ser portadora de gracia y la gracia sólo se encuentra en la virtud.
Además, la amistad es más que meramente humana, aunque es maravillosamente humana.
Cuando es genuina, la amistad es nada menos que una participación en el flujo de vida y
amor que está dentro de Dios. La Escritura nos dice que Dios es amor, pero la palabra que
usa para amor en este caso es la palabra griega ágape, un término que podría traducirse
como "familia", "comunidad", o "compartir la vida". De ahí que el famoso texto ("Dios es
amor") pueda ser transliterado para leerlo: Dios es familia, Dios es comunidad, Dios es
existencia compartida, y quien comparte su existencia dentro de la comunidad y la amistad
está participando en el flujo mismo de la vida y el amor que está dentro de la Trinidad.
Pero esto no siempre es cierto. La amistad y la familia pueden tomar diferentes formas.
Parker Palmer, un escritor cuáquero contemporáneo, afirma: "Si crees en esto, traerás
grandes bendiciones." Por el contrario, el gran místico sufí, Rumi, escribe: "Si no crees en
esto, haces mucho daño." La familia y la comunidad pueden traer gracia o bloquearla.
Nuestro círculo puede ser de amor y gracia, o puede ser de odio y pecado. Sólo la primera
merece el nombre de amistad. La amistad, dice San Agustín, es la belleza del alma.
La amistad profunda y vivificante, como todos sabemos, es tan difícil como rara. ¿Por qué?
Todos lo anhelamos en lo más profundo de nuestra alma, así que ¿por qué es tan difícil de
encontrar? Todos sabemos por qué: Somos diferentes los unos de los otros, únicos, y con
razón prudentes en cuanto a quiénes damos entrada en nuestra alma. Por eso no es fácil
encontrar un alma gemela, tener ese tipo de afinidad y confianza. Tampoco es fácil mantener
una amistad una vez que la hemos encontrado. La amistad sostenida requiere un compromiso
duro y ese no es nuestro punto fuerte, ya que nuestra mentalidad y nuestro mundo cambian y
evolucionan constantemente. Además, hoy en día, las amistades virtuales no siempre se
traducen en amistades reales.
Por último, no menos importante, la amistad a menudo se ve obstaculizada o desbaratada por
el sexo y la tensión sexual. Esto es simplemente un hecho de la naturaleza y un hecho dentro
de nuestra cultura y de todas las demás culturas. El sexo y la sexualidad, aunque idealmente
deberían ser la base de una amistad profunda, a menudo son el mayor obstáculo para la
amistad. Por otra parte, en nuestra propia cultura (cuyo ethos valora el sexo por encima de la
amistad) la amistad es a menudo vista como un sustituto, y en segundo lugar, para el sexo.
Pero, aunque eso puede estar en nuestro ethos cultural, es evidente que no es lo más
profundo en nuestras almas. Aquí anhelamos algo que, en última instancia, es más profundo
que el sexo - o es el sexo en una fase más plena. Hay un deseo profundo en todos nosotros
(sea una forma más profunda de deseo sexual o un deseo de algo que va más allá del sexo)
por un alma gemela, por alguien con quien acostarse moralmente. Más profundamente de lo
que nos duele una pareja sexual, nos duele una pareja moral, aunque estos deseos no son
mutuamente excluyentes, tan sólo difíciles de combinar.
La amistad, como el amor, es siempre en parte un misterio, algo más allá de nosotros. Es una
lucha en todas las culturas. Una parte de esto es sencillamente nuestra humanidad. La perla
de preciosa no es fácil de encontrar ni de retener. La verdadera amistad es algo escatológico,
que se encuentra, aunque nunca perfectamente, en esta vida. Los factores culturales y
religiosos siempre van en contra de la amistad, al igual que la omnipresencia de la tensión
sexual.
A veces los poetas pueden llegar donde los académicos no pueden y por eso ofrezco estas
ideas de un poeta sobre la interrelación entre la amistad y el sexo. La amistad, sugiere Rainer
Marie Rilke, es a menudo uno de los grandes tabúes dentro de una cultura, pero sigue siendo
siempre el juego final: "En un amor profundo y feliz entre dos personas, pueden finalmente
convertirse en los protectores amorosos de la soledad del otro. ... El sexo es, ciertamente,
muy poderoso, pero no importa cuán poderoso, hermoso y maravilloso pueda ser. Si os
convertís en los protectores amorosos de la soledad del otro, el amor se convierte
gradualmente en amistad".
Y como Montaigne afirmó una vez: "El fin de la amistad puede ser más importante que el
amor. Las epifanías de la juventud están destinadas a florecer y madurar en algo eterno".
Superar las divisiones que nos dividen

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 29 de enero de 2018

Vivimos en un mundo de profundas divisiones. Por dondequiera vemos polarización, gente


amargamente dividida entre sí por ideología, política, teoría económica, creencias morales y
teología. Tendemos a usar categorías súper simplistas en las que entender estas divisiones:
la izquierda y la derecha oponiéndose mutuamente, liberales y conservadores en desacuerdo,
pro vida rivalizando con pro elección.
Virtualmente, cada evento social y moral es una zona de guerra: la situación de las mujeres,
el cambio climático, los roles de género, la sexualidad, el matrimonio y la familia como
instituciones, el papel del gobierno, cómo tiene que ser entendida la comunidad LGBTQ, entre
otros problemas. Y nuestras iglesias no están exentas: con demasiada frecuencia no somos
capaces de estar de acuerdo en algo. La cortesía ha desaparecido del discurso público,
incluso en nuestras iglesias, donde hay ahora tanta división y hostilidad en cada
denominación cuanta hay entre ellas. Más y más, no somos capaces de discutir abiertamente
ninguna cuestión sensible, aun en nuestras propias familias. En cambio, discutimos de
política, religión y valores sólo en nuestros propios círculos ideológicos; y ahí, más que
desafiarnos unos a otros, principalmente acabamos sustentándonos mutuamente en nuestros
prejuicios y enfados, haciéndonos así más intolerantes, amargados y críticos.
La escritura llama a esto enemistad, odio; y en verdad, ese es su propio nombre. Nos
estamos convirtiendo en gente llena de odio que cargamos y justificamos este odio nuestro en
terrenos religiosos y morales. Sólo necesitamos ver las noticias cualquier noche para
comprobar esto. ¿Cómo superarlo?
A nivel más grande en política y religión, es duro ver cómo estos amargos puntos de visión
siempre estarán levantados, especialmente cuando tanto de nuestro discurso político está
alimentando y ensanchando la división. Lo que se necesita es nada menos que la conversión
religiosa, un cambio religioso del corazón, y eso es casual en la persona. El corazón colectivo
cambiará sólo cuando los corazones individuales lo hagan primero. Ayudamos a conservar la
sanidad del mundo salvaguardando primero nuestra propia sanidad; pero eso no es tarea
fácil.
No es tan simple como coincidir todos en tener mejores pensamientos. Ni -según parece-
encontraremos mucho motivo común en nuestros diálogos públicos. El diálogo que se
necesita no se consigue fácilmente; ciertamente no lo hemos conseguido aún. Muchos grupos
están intentándolo, pero sin mucho éxito. Generalmente, lo que sucede es que incluso el
diálogo mejor intencionado degenera rápidamente en un intento de marcar, por parte de cada
lado, sus propios puntos ideológicos más bien que tratar genuinamente de entenderse unos
con otros. ¿Dónde nos deja eso?
La verdadera respuesta -creo yo- se halla en una comprensión de cómo la cruz y muerte de
Jesús mueve a reconciliación. El autor de la Carta a los Efesios nos dice que Jesús destruyó
la barrera de la hostilidad que existía entre las comunidades creando una sola persona donde
en otro tiempo había habido dos, e hizo esto “reconciliando a ambas (comunidades) en un
solo cuerpo mediante su cruz, dando muerte en él a esa enemistad”. (Ef 2, 16).
¿Cómo la cruz de Cristo da muerte a la enemistad? No por arte de magia. Jesús no destruyó
las divisiones entre nosotros pagando místicamente alguna deuda por nuestros pecados a
través de su sufrimiento, como si Dios necesitase ser aplacado por la sangre para
perdonarnos y abrir las puertas del cielo. Esa imagen es simplemente la metáfora que hay
detrás de nuestro icono y lenguaje a propósito de estar limpios de pecado y salvados por la
sangre de Cristo. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús es algo que pide nuestra
imitación, no simplemente nuestra admiración. Lo que sucedió en la cruz y muerte de Jesús
es un ejemplo para que nosotros lo imitemos. ¿Qué tenemos que imitar?
Lo que Jesús hizo en su pasión y muerte fue transformar la amargura y división más que
volver a transmitirlas y devolverlas del mismo modo. En el amor que mostró en su pasión y
muerte, Jesús hizo esto: acogió el odio, lo guardó dentro de sí, lo transformó y lo devolvió
como amor. Acogió la amargura, la guardó, la transformó y la devolvió como gracia. Acogió
las maldiciones, las guardó, las transformó y las devolvió como cordialidad. Acogió el
asesinato, lo guardó, lo transformó y lo devolvió como perdón. Y acogió la enemistad, la
amarga división, la guardó, la transformó y por medio de eso nos reveló el profundo secreto al
formar comunidad, a saber, necesitamos quitar el odio que nos divide absorbiéndolo y
tomándolo en nosotros mismos, y así transformándolo. Como un depurador de agua que
retiene en sí las toxinas y el veneno y devuelve sólo agua pura, nosotros debemos retener en
nosotros mismos las toxinas que envenenan la tierra de la comunidad y devolver sólo gracia y
apertura a todos. Ese es el único secreto para superar la división.
Vivimos en tiempos creadores de amargas divisiones, sin hacer nada por un encuentro
amistoso sobre cualquier cuestión sensible de política, economía, moralidad y religión. Esta
paralización continuará hasta que, uno por uno, todos nosotros transformemos en vez de
inflamar y volver a transmitir el odio que nos divide.
Un insulto que hiere profundamente

Ron Rolheiser - Lunes, 23 de julio de 2018

¡Es un perdedor! ¡Eres un perdedor! Entre todos los insultos hirientes que pronunciamos sin
pensar, este en particular es quizás el más hiriente y dañino. Debe ser prohibido en nuestro
discurso público y suprimido de nuestro vocabulario.
Hemos recorrido un largo camino al prohibir cierto lenguaje en nuestro discurso público. La
mayoría de los términos que prohibimos tienen que ver con frases peyorativas que se refieren
a la raza, género o discapacidad de alguien. Prohibirlos categóricamente en nuestra lengua
hace tiempo que debería haberse hecho y no puede descartarse como una simple corrección
política. Es una cuestión de corrección, simple y llanamente, de justicia, de caridad, de
decencia humana fundamental. El lenguaje es una economía que a menudo también es
injusta. Afirma injustamente a unos y calumnia indebidamente a otros. Tenemos que tener
cuidado con él. El lenguaje puede dejar una profunda cicatriz en los demás, incluso cuando
nos mantiene inconscientemente encerrados dentro de estereotipos negativos que dejan
nuestras mentes y nuestros corazones teñidos por el racismo, la intolerancia y la misoginia.
Pero los insultos raciales, de género y de discapacidad no son los únicos insultos que cortan,
hieren y marcan a otros. Por terribles que sean, los insultados por ellos tienen el consuelo de
saber que el insulto se dirige a colectivos de millones (o, en el caso del género, a miles de
millones) de individuos. ¡Hay consuelo en los números! Ser insultado junto con millones o
miles de millones de individuos también duele, pero estás acompañado.
Sin embargo, hay calumnias, insultos, que son más brutalmente singulares y cruelmente
personales, que pretenden avergonzar las insuficiencias privadas de uno. Con tal calumnia ya
no estás acompañado, ahora eres solo uno. El término "perdedor" es un insulto. Su objetivo
es avergonzar a una persona de una manera muy singular e hiriente. Cuando te llaman
"perdedor", no se te señala y avergüenza porque perteneces a un cierto grupo, raza, género o
tipo de personas. Se te avergüenza porque tú - solo tú, singularmente, personalmente - eres
juzgado como quien no está a la altura, como indigno de respeto, y de plena aceptación. Se te
juzga como inferior con una inferioridad de la que no se puede culpar a nadie excepto a ti
mismo. ¡Eres considerado un perdedor! ¡Y estás solo en eso!
Este tipo de vergüenza no es nuevo. Siempre ha sido así. Ciertas personas siempre han sido
rechazadas, avergonzadas y condenadas al ostracismo. Tenemos este curioso defecto
humano que nos hace creer que para ser felices no basta con sentirse aceptados, sino
además alguien tiene que ser excluido.
En los tiempos bíblicos, las personas que tenían lepra eran excluidas de la sociedad, y
condenadas a vivir en regiones fuera de la vida normal, y a gritar "impuras" cada vez que
alguien se les acercaba. Pero tenían razones legítimas para poner a estas personas fuera del
círculo de la vida normal. La lepra contenía el peligro del contagio. Hoy, sin ningún tipo de
legitimidad, seguimos calificando a ciertas personas de "leprosos", de incapaces de vivir en
los círculos de la vida normal. Los clasificamos como "perdedores" y los condenamos a la
periferia. Son los nuevos leprosos.
Abundan los ejemplos de esto, pero tal vez lo vemos más claramente en nuestras escuelas
secundarias donde siempre hay un grupo que es popular, un grupo "in" que dicta el ethos,
decide lo que es aceptable, y se constituye en el centro de la comunidad, aunque no sean
mayoría. La mayoría de los estudiantes están fuera de ese círculo más exclusivo de
popularidad, al borde de él, tratando de lograr una aceptación total, no totalmente "dentro" y
no completamente "fuera". Pero siempre hay otro conjunto, los que son vistos como
"perdedores", los que no están a la altura de las circunstancias, no merecedores de pleno
estatus y reconocimiento. A este grupo no se le da permiso para pertenecer plenamente.
Todo círculo humano tiene esa categoría de personas.
Hay una miríada de razones complejas, muchas de ellas relacionadas con la salud mental,
que pueden ayudar a explicar por qué, a veces, trágicamente, un muchacho de escuela
secundaria toma un arma, entra a su escuela y dispara a sus compañeros de clase. Pero es
difícil no darse cuenta de que, casi siempre, es un joven que ha sido considerado un
"solitario", un perdedor. No podemos culpar a sus compañeros inmediatos y a sus
compañeros de clase por considerarlo así, sin importar cuán consciente o inconscientemente
se haga esto. Sus compañeros de clase son víctimas, no sólo de la enfermedad y la rabia de
este joven, sino también de una sociedad que ayuda ciegamente a producir este tipo de
enfermedad y rabia.
No soy padre, pero si lo fuera, trataría con toda la autoridad moral que poseo como padre de
que mis hijos purguen su vocabulario de insultos raciales, de género y de discapacidad. Pero
yo también usaría todo era autoridad y persuasión que tuviera para que eliminaran de su
vocabulario de palabras peyorativas que hieren a otras personas en su singularidad. La
palabra "perdedor" estaría prohibida en mi casa.
Tanto la sociedad como la iglesia son casas. Gracias a Dios, en las últimas décadas hemos
prohibido el uso de palabras que menosprecian a otra persona por su raza, género o
discapacidad. ¡Es hora de que prohibamos otros insultos dentro de casa!
Una diferente lista de deseos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 11 de diciembre de 2018

¿Qué hay todavía sin acabar en vuestra vida?


Bueno, siempre hay mucho que queda inacabado en la vida de cada uno. En realidad, nunca
hay nada acabado. Nuestras vidas -según parece- son simplemente interrumpidas por
nuestro morir. La mayoría de nosotros no completamos nuestras vidas, sólo nos quedamos
fuera de tiempo. Así, consciente o inconscientemente, hacemos nuestra lista de cosas que
aún queremos ver, hacer y acabar antes de que muramos.
¿Qué queremos hacer todavía? Probablemente, algunas cosas vienen a la cabeza de
inmediato: Queremos ver a nuestros hijos crecer. Queremos presenciar la boda de nuestra
hija. Queremos acompañar a nuestros nietos. Queremos acabar esta última obra de arte, o
escrito, o construcción. Queremos llegar a nuestro 80º cumpleaños. Queremos reconciliarnos
con nuestra familia.
Más allá de estas cosas más importantes, tenemos generalmente otra lista de cosas para
cuya realización anterior estuvimos demasiado ocupados, preocupados o económicamente en
desventaja: Queremos andar el Camino, viajar a Tierra Santa, ver los lugares históricos de
Europa, ir de mochila por diferentes partes de Asia, recorrer el país con nuestros nietos,
disfrutar de nuestro retiro.
Pero fantaseando sobre lo que está inacabado en nuestras vidas, existe el peligro de pasar
por alto la riqueza de lo que de hecho prosigue en nuestras vidas y nuestra real tarea del
momento. Una mejor pregunta es: ¿Cómo quiero vivir ahora como para estar preparado para
morir cuando me llegue la hora?
En un maravilloso librito sobre contemplación, Biografía del silencio, el autor español Pablo
d’Ors clava la vista en su mortalidad y decide que esto es lo que desea hacer ante el
inalienable hecho de que un día tiene que morir. Aquí está su lista de deseos: “He decidido
ponerme en pie y abrir los ojos. He decidido comer y beber con moderación, dormir lo
necesario, escribir únicamente lo que contribuya a hacer mejores a quienes me lean,
abstenerme de la codicia y no compararme jamás con mis semejantes. También he decidido
regar mis plantas y cuidar de un animal. Visitaré a los enfermos, conversaré con los solitarios
y no dejaré que pase mucho tiempo sin jugar con algún niño. De igual modo he decidido
recitar mis oraciones todos los días, postrarme varias veces ante lo que considero sagrado,
celebrar la eucaristía: escuchar la Palabra, partir el pan y repartir el vino, dar la paz. Cantar al
unísono. Y pasear, que para mí es fundamental. Y encender la chimenea, lo que también es
fundamental. Y hacer la compra sin prisa; saludar a los vecinos, aunque no me guste su cara;
llevar un diario; llamar regularmente por teléfono a mis amigos y hermanos. Y hacer
excursiones, y bañarme en el mar al menos una vez al año, y leer sólo buenos libros, o releer
los que me han gustado… Viviré por ello desde la ética de la atención y del cuidado. Y llegaré
así a una feliz ancianidad, desde donde contemplaré, humilde y orgulloso a un tiempo, el
pequeño y gran huerto que he cultivado. La vida como culto, cultura y cultivo.”
La vida como culto, cultura y cultivo: Yo soy dos veces superviviente del cáncer. Cuando me
diagnosticaron por primera vez el cáncer hace siete años, el pronóstico fue bueno. Tuve un
sobresalto, pero el tiempo aún se amplió ante mí indefinidamente. Pero cuando retornó el
cáncer hace cuatro años, los médicos fueron menos optimistas y me dijeron, en inequívocos
términos, que mi plazo era probablemente corto, sin más días interminables. Ese pronóstico
clarificó mis pensamientos y sentimientos como nada antes lo había hecho.
Aturdido, fui a casa, me senté en oración y luego escribí este mini-credo para mí, con una
diferente lista de deseos:
Voy a esforzarme en ser productivo tanto tiempo como pueda.
Voy a hacer cada día y cada actividad tan preciosa y gozosa como sea posible.
Voy a esforzarme en ser tan grato, cercano y caritativo como sea posible.
Voy a esforzarme en estar sano el mayor tiempo que pueda.
Voy a esforzarme en aceptar el amor de otros de un modo más profundo del que tengo hasta
ahora.
Voy a esforzarme en vivir una vida más plenamente “reconciliada”. Ningún espacio ya para
las pasadas heridas.
Voy a esforzarme en mantener intacto mi sentido de humor.
Voy a esforzarme en ser tan animoso e intrépido como pueda.
Voy a esforzarme, siempre, en no considerar nunca lo que estoy perdiendo, sino, más bien,
mirar qué admirable y llena ha estado y está mi vida
Y voy a poner, diariamente, todo esto a los pies de Dios a través de la oración.

No por casualidad, desde entonces también he empezado a regar las plantas, cuidar un gato
salvaje y alimentar a todos los pájaros de la vecindad. La vida como culto, cultura y cultivo.
Una manera correcta de morir

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 5 de noviembre de 2018

Yo no quiero morir de ninguna condición médica. ¡Quiero morir de muerte!


Eso lo escribió Ivan Illich. ¿Qué se quiere decir aquí? ¿No morimos todos de muerte? Por
supuesto, en realidad eso es de lo que todos morimos; pero, en nuestra idea de las cosas,
casi siempre morimos de una condición médica o de mala suerte: de cáncer, enfermedad del
corazón, diabetes, Alzheimer o como víctimas de un accidente. A veces, por la manera como
pensamos en la muerte, morimos de una condición médica.
Es lo que Ivan Illich está tratando de destacar aquí. La muerte debe ser recibida y respetada
como una experiencia humana normal, no como un fracaso médico. La muerte y su
inevitabilidad en nuestras vidas tienen que ser entendidas como un punto de crecimiento, una
maduración necesaria, algo a lo cual estamos destinados orgánica y espiritualmente, y no
como una aberración o intrusión innatural en el ciclo de la vida (una intrusión que podía haber
sido evitada a no ser por un accidente o fracaso de la medicina). Necesitamos entender la
muerte al modo como una mujer embarazada contempla su alumbramiento, no como
aberración o arriesgada actuación médica, sino como la total floración de un proceso de vida.
Pagamos un precio por nuestra falsa idea del morir, más de lo que nos imaginamos. Cuando
la muerte es vista como un fracaso médico o como una trágica mala suerte, entonces su
amenaza viene a ser un espectro intimidante y una oscuridad conminatoria en el recipiente de
todas esas otras energías y temores de las que no tratamos conscientemente y en las que no
nos atrevemos a arriesgar.
Ernest Becker habla de algo que él llama “la repulsa de la muerte” y sugiere que nuestro
rechazo a esperar y respetar la muerte como un proceso natural más bien que como una
aberración, nos empobrece de incalculable manera. Cuando tememos falsamente la muerte,
entonces el iniciado sentido de nuestra propia mortalidad viene a ser un rincón oscuro del que
nos mantenemos alejados. Pagamos un precio por esto en que, paradójicamente, al temer
falsamente la muerte, somos incapaces de entrar propiamente en la vida.
Martin Heidegger afirma mucho lo mismo en su comprensión de la vida. Sugiere que cada
uno de nosotros es (en palabras suyas) un “ser-hacia- la-muerte”, esto es, desde el momento
en que nacemos ya tenemos una condición terminal (llamada vida) y sólo podemos estar
libres de falso temor si vivimos conscientemente nuestras vidas ante esa verdad no
negociable. Estamos muriendo. Su lenguaje a propósito de esto nos puede dejar
desalentados; pero, como Illich, marca un punto positivo. Para Heidegger, al fin no morimos a
causa de mala medicina o mala suerte. Morimos porque la naturaleza tiene su curso y la
naturaleza corre ese curso; y nosotros, de hecho, gozaremos más de nuestras vidas si
respetamos el curso natural, porque esa aceptación nos ayudará a valorar más lo apreciados
que son nuestros momentos de vida y amor.
Irónicamente, la eutanasia, por todas sus sofisticadas reclamaciones de que es algo que nos
permite controlar la muerte, nos haría morir precisamente de una condición médica y no de la
muerte (que es un proceso natural).
Desde luego, querer morir de muerte y no de condición médica no significa que no valoremos
la medicina y lo que ella ofrece en favor de nuestra salud y la conservación de nuestras vidas.
Estamos comprometidos -por nuestra naturaleza, por nuestros seres queridos, por el sentido
común y por un inalienable principio, justo dentro del orden moral mismo- a tomar todas las
ordinarias medidas médicas disponibles para conservar nuestra salud. La medicina moderna
es maravillosa; y muchos de nosotros, yo incluido, estamos hoy vivos sólo gracias a la
medicina moderna. Pero también debemos tener claro que, cuando estemos para morir, no
será a causa de un fracaso médico, sino más bien porque nuestra muerte es nuestro fin
natural. Exactamente como una vez nacimos del vientre de nuestra madre, llega un momento
en que necesitamos nacer de nuevo del vientre de la tierra.
Además, aceptar la muerte de esta manera no es un negativo estoicismo que nos quita la vida
de deleite y gozo. Al contrario, como te dirá alguien que alguna vez ha tenido una crisis de
salud que le puso a las puertas de la muerte, enfrentarse a la muerte hace que todas cosas
de la vida sean más valiosas, puesto que ya no se dan más por supuestas.
Una bandera preventiva: Esta clase de conversación no es necesariamente para los jóvenes,
en los cuales la negación de la muerte es, por una buena razón, muy poderosa. Aunque la
gente joven no debería estar voluntariamente ciega a su propia mortalidad ni vivir como si la
vida aquí fuera a seguir para siempre, ellos no deberían centrarse aún en la muerte. Su tarea
es construirse un futuro para sí y el mundo. De la muerte se puede tratar más tarde. Hablando
metafóricamente, ellos necesitan estar centrados más en alimentar el embrión que en
preocuparse de su alumbramiento.
En el centro de la enseñanza de Jesús, subyace una gran paradoja: Todo aquel que se aferre
a la vida la perderá, y todo aquel que la pierda la encontrará. Ivan Illich, al parecer, está de
acuerdo.

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