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Bioética mínima

Diego Gracia

Bioética mínima

Madrid, 2019
COLECCIÓN HUMANIDADES MÉDICAS, N.º XX

Bioética mínima
1.ª edición, Madrid, Triacastela, 2019
© Diego Gracia, 2019

© Editorial Triacastela, 2019


c/ Monte Perdido, 3
28760 Tres Cantos, Madrid
triacastela@triacastela.com
www.triacastela.com

Maquetación: Javier Fabuel

Impresión:

ISBN: 978-84-95840-96-7
Depósito legal: XXXX
Índice

Prólogo................................................................................................... 9
1. La experiencia moral........................................................................ 19
2. Hechos, valores, deberes.................................................................. 39
3. La deliberación y sus sesgos. ........................................................... 63
4. El origen de la vida.........................................................................107
5. El final de la vida. ..........................................................................145
Conclusión. ..........................................................................................177
Bibliografía..........................................................................................283
Prólogo

En los años cincuenta y sesenta, cuando durante los estudios de bachi-


llerato o universidad discutíamos acaloradamente problemas éticos
de cualquier tipo, el asunto acababa siempre, de modo indefectible,
en una confrontación Este-Oeste. O se defendía el capitalismo, o el
comunismo. Eran los años en los que el marxismo humanista o neo-
marxismo, con su derivación algo posterior, el eurocomunismo, entró
a formar parte fundamental del imaginario colectivo de la juventud
europea. Lo decía Sartre en la introducción a su Crítica de la razón
dialéctica, entonces libro al que se profesaba una cierta veneración.
La ética, cualquier ética, por extraño que fuera el asunto de que se
ocupara, terminaba siempre en ética socio-política. Eran aún los tiem-
pos de la guerra fría, del muro de Berlín y de la confrontación Este-
Oeste. Eran también los «felices 60», en que un nuevo orden mundial
pareció iniciarse con la revolución húngara de 1956, las posteriores
de Cuba (1959) y Argelia (1962), y la apoteosis del año 1968, con la
«primavera de Praga» y el «mayo» francés. Los felices 60 fueron tam-
bién los de la New Frontier del presidente Kennedy, del movimiento
«pro derechos civiles» de Martin Luther King y su «marcha sobre
Washington» en 1963, de la que todos fuimos partícipes a través del
electrizante y repetitivo I have a dream.
Hoy esa confrontación ha pasado a la historia. Lo que no significa
que los problemas hayan desaparecido. No han desaparecido, pero sí
son otros. Dijo Fichte que cada uno hace filosofía según el tipo de ser
humano que es. Y si esto se aplica a los individuos, cuánto más a las
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épocas históricas. El tiempo, que no pasa en balde, permite descubrir


unas cosas y encubre otras. De ahí que cada época tenga que hacer su
propia filosofía, y aún más su ética. Siempre recordaré la vez primera
que los «verdes» de Petra Kelly consiguieron en unas elecciones en-
trar en el parlamento alemán. Era el año 1983. Todos los vimos como
unos antisistema, algo así como el nuevo rostro del clásico anarquis-
mo. Han pasado de aquello cuarenta años. Y hoy todos somos, en
medida mayor o menor, en cualquier caso mucha, ecologistas. ¿Qué
nos ha sucedido? Como mínimo, que el presente y el futuro de la vida
sobre el planeta se nos ha convertido en problemático. Nunca antes lo
había sido. El ser humano nunca había tenido el poder, hasta bien en-
trado el siglo XX, de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida
sobre el planeta. Ya comenzó a verse el peligro al final de la Segunda
Guerra Mundial, con la aparición de las armas nucleares, y sobre todo
con su proliferación posterior. Para designarlas hubo que acuñar un
concepto nuevo, el de «armas de destrucción masiva». Cuando apa-
reció la que entonces se llamaba «bomba H», mucho más potente que
las anteriores, la sociedad empezó a tomar conciencia de lo que se
avecinaba. Diecisiete grandes físicos alemanes que directa o indirec-
tamente habían colaborado en el desarrollo de la física nuclear, cinco
de ellos galardonados con el premio Nobel, hicieron pública en 1957
una carta en la que advertían a los gobiernos del peligro del rearme
atómico. Cuatro años antes, Heidegger pronunciaba sus dos famosas
conferencias, La pregunta por la técnica y Ciencia y meditación. Y
Jaspers se unía al grito en 1956 con su opúsculo La bomba atómica y
el futuro del hombre europeo. Eran los años cincuenta. En los setenta
el panorama empezó a verse con ojos distintos. El Club de Roma
publicó su informe Los límites del crecimiento en 1972, advirtiendo
que los crecimientos no pueden ser indefinidos, y que nos estábamos
acercando peligrosamente al momento en el que su aumento no iría
seguido de una mejora de la calidad de vida y el bienestar, sino de lo
contrario. Años después, en 1987, la Comisión Mundial del Medio
Ambiente y del Desarrollo, nombrada por la ONU algunos años antes,
PRÓLOGO 11

hizo público su informe Our common future, en el que se apuntaban


tímidamente algunas propuestas de reforma. En ese informe apareció
por vez primera la expresión «desarrollo sostenible», frente al de-
sarrollo insostenible del primer mundo y al subdesarrollo, también
insostenible, del tercero. En una de sus conclusiones, el informe decía
que hasta bien entrado el siglo XX, la humanidad no había tenido nun-
ca la posibilidad de alterar sustancialmente los equilibrios de la vida
sobre el planeta, y que a la altura del Informe, en 1987, tenía ya varios
modos de hacerlo. El primero habían sido, obviamente, las armas de
destrucción masiva. Pero en la fecha del informe ya había comenzado
la manipulación del genoma y la creación de seres transgénicos, lo
que abrió un nuevo campo, tan prometedor como preocupante.
Y nació la bioética. No es un azar que el término, en su sentido ac-
tual, se acuñara en 1970. Su creador, Van Rensselaer Potter la definió
como the bridge to the future. La bioética quería ser un puente entre
dos orillas, de tal modo que no se relajara la conexión entre la ciencia
y la ética. Caso de que una avanzara aceleradamente y perdiera de
vista a la otra, el resultado podría acabar siendo catastrófico. Porque
no todo lo técnicamente posible es éticamente correcto.
Nada más nacer, la bioética fue inmediatamente monopolizada por
la medicina. Los avances en su campo estaban siendo tan portentosos
y salvaban tantas vidas, que la atención se concentró en ellos, y en
resolver los conflictos que planteaban, que no eran pocos, ni leves.
De nuevo hay que recordar los comienzos de la biología molecular
y la llamada entonces manipulación genética en los años setenta, así
como todo lo que ha venido después, la clonación de células, las téc-
nicas de reproducción asistida, la desdiferenciación y reprogramación
de células previamente diferenciadas, etc., etc. Pero no era solo eso.
Piénsese, por ejemplo, en la introducción de la famosa «píldora», que
llevó, por vez primera en la historia, a diferenciar tajantemente dos
categorías hasta entonces inseparables, sexualidad y reproducción. Y
si esto se dice del origen de la vida, no es menor lo que debería con-
tarse sobre su final. Basta pensar en la suplencia mediante aparatos
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de casi todas las funciones vitales del organismo, lo que hizo surgir
una categoría nueva, hoy de dominio común, las llamadas «técnicas
de soporte vital», que fue preciso reunir en servicios hospitalarios de
nueva creación, las unidades de cuidados intensivos, a las que algo
después se unieron, con fines muy distintos, pero en cualquier caso
complementarios, las unidades de cuidados paliativos. Y junto a unos
avances y otros, los del principio y los del final de la vida, los no me-
nos sorprendentes ni revolucionarios que han afectado al diagnóstico
médico en el medio de la vida, como son las llamadas, nueva cate-
goría, «técnicas diagnósticas no invasivas», a la cabeza de todas el
humilde ecógrafo.
Se comprende, a la vista de lo anterior, que durante décadas haya
cundido la sospecha de que la bioética era el nuevo rostro de la clá-
sica ética médica. Se trataba, por tanto, de una más entre las éticas
aplicadas. De igual modo que existe una ética del periodismo o de la
abogacía, hay otra, curiosamente más antigua que todas las demás, la
ética médica, o la ética de las profesiones sanitarias, que últimamente
habría cobrado importancia nueva y a la que por tanto se designaba
mediante un nombre también nuevo, el de bioética.
Desde hace muchos años vengo protestando contra este modo de
entender la bioética. De hecho, no fue esa la idea de su fundador,
Potter. No se trataba de una ética aplicada más, la ética de las profe-
siones sanitarias, sino de la ética de la vida. Aquella confrontación
Este-Oeste, propia de los años cincuenta y sesenta, ha ido poco a poco
disolviéndose, a la par que surgía otra igual o más grave, la confron-
tación Norte-Sur, que es precisamente la confrontación de la vida,
del presente y futuro de la vida sobre el planeta, y de la calidad de
vida. Hace algunas décadas esto no era fácil de argumentar, y me-
nos cuando se hablaba a público sanitario. Pero hoy todos nos hemos
convertido, velis nolis, en ecologistas. Ya no hace falta dar grandes
explicaciones. De lo cual se deduce algo de la máxima importancia,
que la bioética, lejos de ser una ética aplicada, es la ética sin más, la
ética propia de la sociedad humana en estos albores del siglo XXI.
PRÓLOGO 13

Hace ahora treinta años, en 1989, escribía yo el prólogo a mi libro


Fundamentos de bioética. De él son estas líneas: «Si en otros tiempos
la medicina monopolizó las ciencias de la vida, hoy eso no es así, y
por tanto sería un error reducir el ámbito de la bioética al de la ética
médica, o convertirla en mera deontología profesional. Se trata, a mi
parecer, de mucho más, de la ética civil de las sociedades occidenta-
les en estas tortuosas postrimerías del segundo milenio». Hoy resulta
necesario introducir en ese párrafo dos breves rectificaciones. La pri-
mera, que no se trata solo de las sociedades occidentales sino de las
sociedades humanas en su conjunto, porque ha emergido con rapidez
y fuerza inusitadas el fenómeno de la «globalización». Y la segunda,
que ya no se trata de las postrimerías del segundo milenio, sino de los
albores del tercero.
Justificado el término «bioética», permítaseme un breve comen-
tario sobre el adjetivo que le sigue, «mínima». Desde que Theodor
W. Adorno publicara en 1951 su libro Minima moralia, la expresión
ha cobrado una cierta vigencia. La tesis minimalista de Adorno iba
directamente dirigida contra el maximalismo hegeliano, imposible de
asumir desde la experiencia de la «vida dañada» característica la so-
ciedad que nos ha tocado en suerte. El ideal que Aristóteles expresaba
en el título de uno de los libros de ética que se le atribuyen, Magna
moralia, es imposible, y hemos de conformarnos, más modestamente,
con la instauración en nuestra sociedad de una «ética mínima». Entre
nosotros, Adela Cortina publicó, hace ya tiempo, un excelente libro
con el título de Ética mínima. Y yo denominé «Bioética mínima» al
último capítulo de mi libro antes citado, Fundamentos de bioética.
En todos estos textos, el minimalismo se entiende en un sentido muy
preciso. Las éticas procedimentales modernas, típicas de la época ya
aludida en que todo debate moral acababa convirtiéndose en cuestión
política, y a la vez muy influidas por Kant, han buscado procedimien-
tos de legitimación de normas que superaran el solipsismo de la razón
kantiana sin perder por ello su carácter canónico. Tanto individual
como colectivamente podemos proyectar una situación ideal, trasunto
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del reino de los fines kantiano, en la que los seres humanos puedan
llevar a término sus ideales de felicidad y perfección. Las situacio-
nesreales nunca se adecuarán completamente a esos cánones ideales,
por lo cual la norma jurídica habrá de expresar unos «mínimos» de
justicia, que no cubran, pero tampoco impidan el que las personas
concretas puedan hacer su vida yendo más allá de esos mínimos a
través de sus sistemas privados de valores y creencias, lo que daría
lugar al logro de las distintas «éticas de máximos». La ética mínima
sería, por tanto, algo así como los mínimos exigibles a todos a través
de normas en una sociedad de seres humanos bien ordenada, aunque
desde luego no perfecta.
Hace tiempo que vengo criticando esta distinción entre ética de
mínimos y de máximos. La ética no puede ser más que de máximos.
Su objetivo es tomar decisiones concretas de modo correcto, respon-
sable o prudente. Y eso exige siempre y necesariamente tomar la me-
jor decisión posible. Buen cirujano es el que hace la mejor operación
posible, y buen juez el que dicta la mejor sentencia posible. La ética
no va de lo bueno a secas sino de lo óptimo. Lo que no sea óptimo es
por definición malo. Así son las cosas. Hay que acabar con la vieja
cantinela de los preceptos y los consejos, como si los primeros mar-
caran el nivel exigible a todos y el segundo el campo que se deja a la
libertad de cada uno. Con el primero uno sacaría aprobado, o evitaría
el suspenso, y el segundo sería el nivel de los que aspiran a nota. Por
más que haya estado vigente durante siglos y siglos, esta doctrina
es impresentable, y debe su error a algo que también ha dominado
la historia de la ética más de lo que debía, a saber, que los preceptos
consisten en el cumplimiento de la ley, a la postre penal, cuyos lími-
tes no pueden, o al menos no deben ser traspasados, en tanto que los
consejos marcan una dirección, pero no establecen un límite. Todo
viene de la confusión entre ley y obligación moral, entre el derecho,
incluido el derecho natural, y la ética.
La ética, que es una disciplina práctica, no trata de lo que se debe
hacer en abstracto, o de la norma que hay que cumplir, sino de la
PRÓLOGO 15

decisión que debe tomarse en un momento concreto, con unas deter-


minadas circunstancias y previendo ciertas consecuencias. Aquí no es
de aplicación la lógica especulativa o teórica, sino la lógica práctica,
la lógica del razonamiento práctico, que tan distinta es de la otra, y
que tan extraña nos resulta.
¿Cómo se articulan, entonces, ética y derecho? Es una distinción
similar a la que debe establecerse, aunque tampoco sea frecuente ha-
cerlo, entre Sociedad y Estado. Los seres humanos vivimos unos con
otros y formamos grupos sociales, sociedades. Esa es nuestra vida
práctica, en la que tenemos que tomar decisiones, y donde se plantea
el problema moral por antonomasia, la cuestión del deber. El deber es
problema primario, que aparece en cuanto el ser humano alcanza un
mínimo grado de inteligencia y comienza a vivir y convivir. El Estado
no se encuentra a ese nivel. Surge por un acuerdo explícito de volun-
tades entre los miembros de un grupo social. El Estado lo genera la
sociedad, como creación propia y específica de los seres humanos.
Hay que verlo, pues, como una decisión concreta de los individuos;
o dicho de otro modo, como un acto moral. Y así como la sociedad
tiene su lenguaje propio, que es la Ética, el Estado tiene el suyo, que
es el Derecho. El Estado se rige por normas. ¿Por qué normas? Las
que formulen y establezcan sus miembros, los ciudadanos. De donde
resulta que el Estado, como ya dijeran algunos herederos de Hegel,
entre ellos Marx, es una superestructura, un epifenómeno de la socie-
dad. Dime qué sociedad tienes y te diré que Estado creas. O dicho de
otro modo: Dime cuál es la ética de una sociedad, y te diré qué leyes
tendrá el Estado que surja de ella. En tanto que las leyes han de ser
comunes y afectar a todos, tiene algún sentido calificar la ética del Es-
tado como «mínima». Pero no conviene confundir ética con derecho,
como se ha hecho secularmente, y como se sigue haciendo por parte
de los partidarios de las éticas procedimentales modernas. Entre otras
cosas, porque si por ética mínima se entiende aquella que consigue
plasmar en una sociedad la justicia, hay que decir, mal que nos pese,
que el Estado nunca llegará al nivel de la ética mínima, porque nunca
16 BIOÉTICA MÍNIMA

conseguirá ser estrictamente justo. También en esto, las éticas del dis-
curso pecan de idealistas.
Aquí por «bioética mínima» no entendemos la ética del Estado, o
la que debería, en una situación ideal, caracterizar al Estado. Se trata
de «lo mínimo» o «lo imprescindible», aquello que nunca debe faltar
en un programa de ética. Lo cual significa, cuando menos, dos cosas.
Primera, que dejará fuera muchos temas y problemas que tanto el
autor como probablemente también el lector considerarán muy intere-
santes, y de los que este minimalismo obliga a prescindir. Y segunda,
que todos esos capítulos, con ser muy importantes, no es imprescin-
dible tratarlos aquí. La razón está en que pueden ser analizados autó-
nomamente por el propio lector, siguiendo las pautas aquí ofrecidas.
Más que tratar todos los temas, algo por principio imposible, lo im-
portante es proveer al lector con los instrumentos necesarios para que
él mismo pueda llevar a cabo esa labor. Como la bioética va de tomar
decisiones correctas, es conveniente, más aún, imprescindible seguir
un método de análisis, y ese es el que se intenta exponer a lo largo
de los tres primeros capítulos del libro. En los otras dos, el método
descrito se aplica a dos grandes áreas de problemas, los relativos al
comienzo y al final de la vida. El lector puede tomar estos últimos
capítulos como ejercicios de aplicación del método, que luego él po-
drá y deberá ir aplicando a todos los demás. Y como conviene que el
método tenga un nombre, démoselo ya desde el principio. Se llama
«deliberación».
Todo tiene su génesis, y este pequeño libro, también. Surgió de
una demanda que me hizo el Patronato de la Fundación Politeia: dar
un breve curso de cinco lecciones al numeroso y selecto público que
año tras año sigue sus cursos. El de 2017-18 estuvo dedicado a la
historia y cultura en las décadas finales del siglo XX y los comien-
zos del XXI. Como novedad importante surgida en esos años, di una
conferencia sobre el nacimiento y desarrollo de la bioética. Para mi
sorpresa, fueron muchos los oyentes que se vieron sorprendidos. Así
que me pidieron un seminario más amplio, de cinco lecciones, para
PRÓLOGO 17

el curso siguiente, 2018-2019. Esas lecciones tuvieron lugar del 14


de noviembre al 19 de diciembre de 2018. El presente libro repro-
duce exactamente su contenido. Vaya desde aquí mi agradecimiento
al Patronato de la Fundación, y en especial a su Presidente, Miguel
Satrústegui, fiel heredero y continuador de la tradición que inició su
fundadora, Jorgina Satrústegui.
Y como el libro es breve, va de suyo que también debe serlo su
prólogo.

Madrid, 23 de febrero de 2019


1

La experiencia moral

Analizando la historia de nuestra cultura es posible identificar tres


enfoques distintos de enseñanza de la ética, el modelo doctrinal o
instructivo, el modelo neutral o informativo y el modelo socrático o
deliberativo. Este último se caracteriza por evitar tanto la imposición
de unos valores o normas, como su mera descripción aséptica o neutra
sin ningún tipo de juicio de valor. Como Sócrates enseñó, sobre los
problemas morales se puede y se debe dar razones, y por consiguien-
te deliberar, tanto individual como colectivamente. Pero para ello es
preciso comenzar analizando con cierto detalle el sujeto o el objeto
sobre el que deliberar, que en este caso concreto es el fenómeno de
la moralidad. Resulta necesario conocer con alguna precisión su es-
tructura interna y ver el modo como puede razonarse en este tipo de
cuestiones. Es lo que intentaremos hacer a continuación. Habremos
de partir de lo más elemental y originario, aquello que es común a
todos los seres humanos y sobre lo que estos montan su vida moral.
Como de ello todos tenemos experiencia en primera persona, el aná-
lisis que aquí se hará no tiene otro objeto que el de posibilitar el que
cada uno identifique en sí mismo su propia experiencia y vea si este
análisis es adecuado o no. El valor de verdad vendrá dado no por lo
que aquí se diga sino por la experiencia de cada uno. De este modo,
evitaremos el mal inveterado de adoctrinar a los demás imponiéndo-
20 BIOÉTICA MÍNIMA

les nuestro propio punto de vista. La deliberación exige la participa-


ción activa de todos, que tendrán que verificar por sí mismos lo que se
vaya diciendo. Esto da una fuerza completamente nueva y distinta al
proceso educativo, y hace que cada uno haya de verificar en sí mismo
las cosas que se dicen y salga fiador o no de ellas. Mi opinión es que
este es el único modo correcto de enseñar filosofía en general, y ética
en particular.

EL FENÓMENO MORAL

«Fenómeno» se toma aquí en su sentido etimológico de aquello que se


da o muestra de modo directo e inmediato. Y por fenómeno «moral»
hay que entender un tipo peculiar de experiencia que se da en los se-
res humanos. Esa experiencia se denomina generalmente «experiencia
del deber», aunque el término no está exento de malentendidos. Todos
los seres humanos creen que deben hacer ciertas cosas y evitar otras.
«Deber» no significa aquí, por tanto, actuar conforme a las normas o
las reglas establecidas por la ley, por la religión, la cultura, etc. Se trata
de un sentido más elemental y primario. El deber es la experiencia de
la obligación, el hecho de que los seres humanos nos consideremos
obligados a hacer o no hacer ciertas cosas. Es muy probable que no
todos estemos de acuerdo en los contenidos de lo que debemos o no
debemos, pero aun en nuestros desacuerdos, todos pensamos que de-
bemos, y por tanto tenemos experiencia del deber.
El fenómeno del deber se nos presenta como universal, irreducti-
ble y originario. A este hecho se le podrán buscar múltiples explica-
ciones. Pero ahora no importan las explicaciones sino el fenómeno en
sí, el carácter debitorio de la realidad humana, el hecho de que todo
ser humano crea que debe hacer algunas cosas y evitar otras. Si cada
uno se analiza a sí mismo, llegará seguramente a la misma conclu-
sión. Entre las explicaciones posibles del hecho, están las sociológi-
cas (creo que debo porque esa es la convención de la sociedad en la
LA EXPERIENCIA MORAL 21

que he nacido y me he educado), las psicológicas (podría darse una


explicación psicoanalítica de este hecho, diciendo que se trata de una
falsa conciencia surgida de conflictos inconscientes mal resueltos),
etc. Pero el análisis del puro fenómeno exige poner entre paréntesis
todas las explicaciones, a fin de poderlo identificar y describir del
mejor modo posible.
En este fenómeno de la experiencia de la obligación o del deber
cabe diferenciar dos dimensiones o momentos distintos, que denomi-
naremos su «forma» y su «contenido». Forma tiene aquí el sentido
de estructura. Es un término técnico usual en filosofía. La lógica, por
ejemplo, estudia la «forma» de las argumentaciones. De ahí su califi-
cativo de «formal», porque analiza la forma o estructura de las propo-
siciones y establece sus leyes internas, prescindiendo de su contenido.
Pues bien, en la experiencia moral es igualmente necesario distinguir
esos dos momentos. La razón es clara: lo universal no es su conteni-
do, ya que unos seres humanos creen que deben hacer cosas distintas
de otros, sino su forma. Hemos de estudiar ambas dimensiones por
separado. Primero analizaremos la estructura formal de la experiencia
moral y después su contenido. Este último punto es el que habrá de
ocuparnos en los próximos capítulos. Como en la forma todos coinci-
dimos, su análisis no resultará en absoluto problemático. Basta con la
mera descripción. Los problemas comienzan al plantearnos las cues-
tiones de contenido.

LA ESTRUCTURA FORMAL DE LA EXPERIENCIA MORAL:


LA OBLIGACIÓN

Los seres humanos nos sentimos obligados. Nos consideramos obli-


gados a hacer ciertas cosas y a evitar otras. La obligación tiene una
estructura muy precisa. El ser humano no puede hacer su vida más
que «ligado» a las cosas, con ellas, pero en ob (partícula que en latín
tiene, entre otras, la significación de «hacia» adelante; está ligado a
22 BIOÉTICA MÍNIMA

hacerse proyectando sus actos; es decir, «ob-ligado»). No se trata de


una ligazón quiescente sino dinámica. Estamos ligados a hacernos,
a construir nuestra vida con «proyectos» que todavía no son, pero
que «pueden» ser. Si el ser humano viviera en el puro presente, no
tendría conciencia moral ni se daría el fenómeno de la obligación.
El animal, por ejemplo, está en el presente y nada más. No es capaz
de despegarse de él, de proyectar sus actos en el futuro, y por tanto
tampoco puede salir responsable de ellos. Eso es lo que explica que
no tenga conciencia moral. La ética exige vivir en el futuro, no en el
presente. La pura presentidad es incompatible con el fenómeno de la
obligación. Para ser responsable de algo es preciso tener la capacidad
de preverlo.
Esto permite entender por qué el tema del tiempo ha cobrado
tantísima importancia en los pensadores de formación fenomenoló-
gica. El ser humano, decía Ortega, es proléptico, anticipador, vive
en el futuro, no en el presente, como tradicionalmente se pensaba.
El hombre es un ser «futurizo», añade Julián Marías. Y algo muy si-
milar se encuentra en Heidegger y en otros pensadores de la misma
tradición.
El presente «es». El futuro «puede ser» pero aún no es. De ahí la
importancia de la categoría de «posibilidad», como han señalado Hei-
degger y Zubiri. El ser humano solo es bajo forma de posibilidad. Por
eso no es plenamente, en acto. El ser está en él, pero solo como posi-
bilidad. Esto le hace decir a Heidegger que el ser humano no es Sein
sino Dasein. Ahora bien, optar por una posibilidad es, a la vez, des-
estimar todas las otras alternativas también posibles, todas las otras
posibilidades. Al optar por una posibilidad en detrimento de las de-
más, permitimos que una se realice y las otras no. De ese modo, unos
valores cobrarán vida y los otros no podrán realizarse. Pero como los
valores son valiosos, tienen valor, el ser humano necesita justificar
ante sí mismo por qué elige uno en detrimento de los demás y por
qué evita que estos cobren vida y lleguen a la existencia. Por tanto,
sale responsable de su decisión, tiene que responder ante sí mismo de
LA EXPERIENCIA MORAL 23

la elección que ha hecho. Porque de algún modo se siente obligado a


optar por aquel valor que sea más elevado, o más importante, es res-
ponsable de esa elección. Él mismo se exige responsabilidades. Tiene
que justificar ante sí mismo la elección que hace.
En esto consiste la forma de la experiencia moral, que, como puede
verse, es sobremanera extraña. Esta experiencia solo pueden tenerla
quienes existan en la forma de «posibilidad». Por tanto, la experiencia
moral ha de resultarles completamente extraña tanto a los animales,
que viven en el presente, como a los dioses, que por vivir su vida en
plenitud actual no hay en ellos cabida para eso que llamamos «posi-
bilidad». Ni los dioses ni los animales pueden ser morales. Solo el ser
humano puede serlo, y eso por lo dicho.
Cabría pensar que la experiencia moral es la más profunda del
ser humano, aquella en la que este toca el fondo de su vida o de su
existencia. Pero esto no parece que sea así. Para comprobarlo, no
hay más que advertir que no todo lo que la realidad humana es cae
bajo la categoría de lo posible. Hay cosas que le vienen dadas sin
ella proponérselas o proyectarlas, y que por tanto se sustraen a la
categoría de posibilidad. Estas cosas son, probablemente, las más
originarias. Esto es algo que la filosofía fenomenológica ha analiza-
do con mucha detención. Heidegger lo expone con gran claridad en
Ser y tiempo. Antes de pro-ponerse nada, el ser humano se encuentra
«puesto» en el mundo, «arrojado» a él. Ahí no hay proyecto ninguno
por su parte, ni posibilidad de ningún tipo. La experiencia de esa
posición o de ese arrojo, es anterior a todo proyecto.
Zubiri ha expresado esto con una terminología algo distinta. Su
tesis es que estamos lanzados a la existencia, como dice Heidegger,
pero de un modo muy peculiar: la realidad nos reata, nos religa, de
tal modo que nos encontramos siendo ya en la realidad y nos vemos
lanzados a realizarnos en, con y por ella. Por eso Zubiri dice que el fe-
nómeno de la obligación moral es subsidiario de otro que él considera
más originario y que llama el fenómeno de la religación. Nos encon-
tramos religados originariamente, y esa religación es la que nos lanza
24 BIOÉTICA MÍNIMA

hacia delante, lo que da lugar al fenómeno de la obligación. Estamos


obligados porque primero estamos religados, no al revés.
La obligación tiene carácter «imperativo». No se trata de lo que
Kant llamó «imperativo categórico», surgido de su análisis del «deber»,
sino de algo previo, del «imperativo categórico de la ob-ligación», que
también puede llamarse, siguiendo a Husserl, el «imperativo categórico
práctico o práxico», el imperativo de actuar en orden a realizar la vida
y dotarla de contenidos, llevándola a plenitud.
Todo esto es anterior a cualquier proceso discursivo. No se trata
de que lo lleguemos a descubrir mediante deducciones lógicas. Esto
no es el resultado de ninguna demostración, como sucedería en mate-
máticas. Se trata de una experiencia primaria. Al describirla tenemos
que utilizar, ciertamente, palabras, pero la experiencia no es el resul-
tado del proceso argumentativo, sino al revés. Lo que los argumentos
quieren es describir y explicar la experiencia, que es anterior a ellos
y fundamento suyo. La verdad de la descripción vendrá dada por la
experiencia y solo por ella.

EL CONTENIDO DE LA EXPERIENCIA MORAL: EL DEBER

Hasta aquí hemos analizado la experiencia de la «obligación». La


obligación tiene carácter imperativo y categórico, decíamos, y su
objeto es la realización del ser humano. Todos podemos y tenemos
que realizarnos en nuestra vida, y en eso consiste la obligación. Te-
nemos libertad para elegir los medios en orden a determinar el con-
tenido de esa obligación, pero no para realizarnos o no realizarnos.
No hay, pues, «libertad de indiferencia», como se ha venido defen-
diendo en el ámbito de la ética desde la época del nominalismo.
La libertad de indiferencia es puramente lógica y carece de sentido
aplicada a los seres humanos. No es un azar que siempre haya teni-
do que acudirse a Dios para definirla. En el ser humano no hay una
pura libertad de indiferencia, precisamente porque su libertad no es
LA EXPERIENCIA MORAL 25

total, sino que se halla circunscrita a la elección de los medios en


orden a conseguir su fin, su propia realización personal. Se trata,
pues, de una libertad de elección de medios, lo que clásicamente
se denominó «libre albedrío», o lo que Zubiri llama «libertad en».
Esto significa que no puede concebirse la libertad como una especie
de categoría a priori de la voluntad, lo mismo que se han supuesto
otras categorías a priori del entendimiento. No hay una libertad a
priori. La libertad está siempre situada, es a posteriori, o a simul-
táneo, y consiste en la capacidad de elección entre los medios que
ofrece la situación real.
El problema está ahora, pues, en dotar de contenido al hecho de la
obligación, que como hemos visto es puramente «formal». Estamos
obligados, y ello por la propia estructura de la realidad humana, que
se halla dotada de una «voluntad tendente». El psiquismo humano
tiene esa característica de tender hacia su propia realización. Tiene,
pues, una dimensión «práctica». Pero para actuar se necesita fijar
contenidos, objetivos, metas. Y eso no lo hace la voluntad sola, sino
que necesita de la inteligencia y del sentimiento, de la inteligencia
sentiente y del sentimiento afectante. Las metas las definimos racio-
nalmente y emotivamente; es decir, pensando y valorando.
Pues bien, cuando al imperativo de la obligación, que es puramente
formal, se le añade la dimensión de contenido, que ha de venir deter-
minada por la inteligencia y el sentimiento, entonces el imperativo ca-
tegórico de obligación se convierte en imperativo categórico de deber.
La experiencia del deber es ulterior a la de la obligación, pero comple-
mentaria suya. De hecho, la experiencia moral no está constituida solo
por la experiencia de la obligación, ya que carece de contenidos, sino
también por la experiencia del deber. La experiencia de la obligación
constituye lo que Aranguren llamó «la moral como estructura», en tanto
que la experiencia del «deber» es el resultado de añadir a esa estructura
los contenidos, y tiene que ver, por tanto, con lo que Aranguren deno-
minó «la moral como contenido». La experiencia moral engloba ambos
momentos, el de estructura y el de contenido, y por tanto el de obliga-
26 BIOÉTICA MÍNIMA

ción y el de deber. La experiencia de la obligación es prejudicativa, en


tanto que la experiencia del deber viene determinada por el logos y,
sobre todo, por la razón.
Lo que puede significar la experiencia del deber lo analizó con
toda detención David Ross en su libro The right and the good. Todos
los seres humanos tienen la conciencia de que deben cumplir las pro-
mesas que han hecho, y que esas promesas les obligan; o que deben
mostrar agradecimiento cuando alguien les regala algo. El deber de
justicia, en el primer caso, y el de gratitud, en el segundo, son elemen-
tales, primarios. El refranero español dice que «de bien nacido es ser
agradecido», y reserva para quien no actúa así una de las expresiones
más fuertes que posee nuestro idioma, la de «mal nacido». Ross ana-
liza otros muchos deberes, como el de ayudar al necesitado, el de no
hacer mal a otro, etc.
El problema está en determinar cómo surgen o de dónde salen esos
contenidos morales, el de ser agradecido o el de cumplir la promesa
que se ha hecho. Ross piensa que es una especie de intuición prima-
ria. Pero lo más probable es que eso no sea así. Lo más probable es
que todos determinemos los contenidos de nuestro deber a través de
un proceso intelectual relativamente complejo, que pasa por pensar
e imaginar un mundo en el que todos los seres humanos pudiéramos
vivir dignamente y llevar cada uno a término nuestro proyecto de per-
fección y felicidad. En un mundo donde los seres humanos pudieran
llevar su vida a perfección y felicidad, no deberían existir la ingrati-
tud, ni el incumplimiento de las promesas. Como veremos más ade-
lante, el tema tiene una cierta complejidad, que habrá de analizarse
con detalle.

LA UNIDAD DE LA EXPERIENCIA MORAL

Obligación y deber son momentos de una estructura compleja, que


es la experiencia moral. Esta experiencia es un fenómeno universal
LA EXPERIENCIA MORAL 27

en la especie humana, como lo demuestra el hecho de que resulte


común incluso entre las personas elementales e iletradas. Y porque
es primario en el sentido de elemental, no puede descomponerse en
nada y definirse por referencia a otra cosa distinta de él mismo. Como
toda experiencia primaria, la experiencia moral es indefinible. Se tie-
ne o no se tiene. Se experimenta o no se experimenta. Nadie puede
transmitírsela a los demás. Sucede en esto lo mismo que en el caso del
color amarillo. La experiencia del amarillo es primaria, y se tiene o
no se tiene, pero no puede definirse ni transmitirse a otro. A un ciego
nunca se le puede hacer entender lo que es amarillo. El amarillo se
muestra, no se demuestra. Pues bien, exactamente igual sucede con
la experiencia moral. Es una experiencia primaria en la vida humana,
que nunca podrá entender quien no la experimente.
Intentemos una explicación de este curioso fenómeno. ¿Por qué es
esto así? La única respuesta posible es que es así por pura necesidad
biológica. La condición moral del ser humano es un rasgo biológico.
Veamos en qué sentido.
En el proceso de la evolución biológica, los seres vivos son el
resultado de la selección que sobre ellos ejerce el medio en que se
hallen. Es el proceso que Darwin denominó «selección natural».
Cuando un organismo está situado en un medio natural inadecuado,
adverso, el medio le penaliza, lo que hace que ese organismo muera,
en unos casos, o enferme en otros. En ambas situaciones, sus genes
no se transmitirán o se transmitirán poco a la descendencia, con lo
cual el medio va seleccionando a los más aptos para vivir en él. Es el
principio que en la teoría darwiniana se conoce con los nombres de
«adaptación al medio» y «supervivencia del más apto». Adviértase
que la información genética de los seres vivos, y en consecuencia
también los rasgos fenotípicos, no son otra cosa que el resultado de
ese proceso de selección natural por parte del medio. Y que esa selec-
ción se produce, por otra parte, a través de la condena a la muerte o
a la enfermedad de enormes cantidades de seres vivos, aquellos que
resultan menos aptos. En este sentido cabe decir que la naturaleza es
28 BIOÉTICA MÍNIMA

muy poco (o nada) protectora de los débiles y de los menos aptos,


características que solemos considerar típicamente morales.
El ser humano es una especie más entre las muchas que hay en el
mundo y ha surgido de igual modo que las demás. Ahora bien, desde
el punto de vista biológico, la especie humana tiene unas característi-
cas que le hacen muy poco apta para sobrevivir en su lucha con el me-
dio. En el proceso que Darwin llamó de «lucha por la vida», la especie
humana es casi seguro que hubiera desaparecido, dada su pobreza de
recursos biológicos. El ser humano nace con una sorprendente in-
madurez biológica, es una realidad prematura, sin ninguna capacidad
para sobrevivir en el medio. Además de eso, no tiene gran vista, como
el lince, ni gran fuerza, como el león, ni corre mucho, etc., etc. Esto
hubiera hecho muy difícil su supervivencia. Ahora bien, tiene una
cualidad biológica nueva que modifica el proceso de adaptación al
medio: es la inteligencia. La inteligencia específicamente humana es
una cualidad biológica más de supervivencia biológica. Tiene por ob-
jeto adaptar la especie humana y sus individuos a su entorno.
Los biólogos tienen claro que los únicos seres que han desarrolla-
do sistema nervioso central son los que se desplazan en el espacio.
Las facultades psíquicas superiores sirven primariamente para prever
lo que sucederá en el futuro, más adelante. Si no fuera por esa capa-
cidad de previsión, ningún animal podría andar sin caerse. Tiene que
ser capaz de adecuar su marcha a las condiciones del medio, etc. El
sistema nervioso central es un órgano de previsión.
Pues bien, esto que sucede en todos los animales que se desplazan
en el medio, acontece de un modo muy particular en el ser humano.
También él tiene que prever las situaciones a fin de adecuarse a ellas.
Pero en el caso del ser humano ese proceso de previsión cobra un carác-
ter muy especial, porque ya no se trata de la mera adaptación al medio
sino de la adaptación del medio a él. Esto es lo que llamamos inteli-
gencia. Inteligencia es la capacidad de formalizar el medio y adaptarlo
o adecuarlo a las necesidades del ser humano. Con lo cual el proceso
evolutivo se invierte. Si en la escala zoológica era el medio el que «se-
LA EXPERIENCIA MORAL 29

leccionaba» a los mejor dotados, ahora es el ser vivo, concretamente el


ser humano, el que «selecciona» el medio. Más aún, no solo lo seleccio-
na, sino que lo transforma a fin de adecuarlo a su condición biológica.
Ya no se trata de un mero acto de selección sino de una «creación»,
una modificación creativa del medio. Esa modificación inteligente del
medio es lo que llamamos «cultura». Cultura es el proceso de trans-
formación del medio natural a fin de hacerlo adecuado a los fines del
ser humano. Por ese proceso de transformación, las cosas puramente
naturales ganan valor. El valor lo tienen las cosas siempre en relación
a la vida de los seres humanos. Por eso la cultura es siempre y solo el
proceso de añadir valor a las meras cosas naturales. Cabe decir, por
ello, que la «naturaleza» se compone de «hechos», los llamados hechos
naturales, y que la «cultura» es el mundo de los «valores». El mundo de
la cultura es el mundo del valor. En el próximo capítulo tendremos que
profundizar algo más en estos conceptos.
La inteligencia humana consiste, pues, en la capacidad de prever
situaciones y elegir entre ellas. El mecanismo de la «selección natural»
se ha transformado en «elección humana». Esta elección exige necesa-
riamente la «pre-visión», por tanto, el poder adelantarse a los aconte-
cimientos. Cuando alguien va conduciendo un automóvil, el conductor
tiene que ir previendo lo que sucederá segundos después, y tomando
decisiones en orden a evitar un accidente. En el acto humano, pues, hay
previsión y hay elección entre las distintas alternativas que ofrece cada
momento. Si no hay previsión, si uno se encuentra con algo que no ha
podido prever, el acto no es libre ni, por tanto, moral.
A partir de estos datos podemos dar una explicación de eso que
hemos llamado antes el fenómeno moral, este modo curioso de com-
portarnos que tenemos los seres humanos. Zubiri ofreció una expli-
cación muy plausible y convincente de este fenómeno del deber. El
animal, dice, vive adaptado a su medio natural, o desaparece. De ahí
que el animal viva en «justeza natural». El ser humano, por el contra-
rio, no está ajustado al medio, sino profundamente desajustado desde
el punto de vista biológico. El ser humano, como ya hemos dicho,
30 BIOÉTICA MÍNIMA

no tiene grandes recursos biológicos: no tiene sentidos muy agudos,


ni corre mucho, etc. Pero tiene inteligencia, que es una facultad que
le permite adaptarse al medio por una vía nueva. La vista aguda, el
olfato fino, etc. permiten a los animales adaptarse al medio, subsistir
en un medio difícil. Las facultades adaptan el animal al medio, o este
desaparece. Por tanto, o el animal se encuentra adaptado al medio o
sucumbe. El caso del ser humano es completamente distinto. La inteli-
gencia le permite hacer algo inédito en la evolución, que es adaptar el
medio a sí mismo, transformar el medio en beneficio de inventario. La
inteligencia no adapta el humano al medio sino el medio al ser huma-
no. Y ese proceso no es ya meramente biológico, como en el animal,
sino profundamente creativo, proyectivo. El ser humano «tiene que
hacer» su propia adaptación, su propio ajustamiento; «tiene» que jus-
tificarse. El ajustamiento no le viene dado naturalmente, sino que tiene
que hacerlo él inteligentemente. La persona «hace» su ajustamiento,
se «justi-fica». El ser humano no vive en «justeza natural», como el
animal, sino en «justicia moral», dice Zubiri. Y es que el «añadir va-
lor» a las cosas es un imperativo; es el imperativo moral, que consiste
siempre en la realización de valores. De ahí la raíz biológica de la mo-
ralidad humana. Algunos biólogos han considerado que la moralidad
es rigurosamente antievolutiva, ya que lleva a proteger a los biológi-
camente menos aptos, evitando, al menos parcialmente, el fenómeno
de la selección natural y la supervivencia del más apto. Pero esto no es
correcto. La moralidad es una estricta cualidad biológica, un mecanis-
mo de supervivencia de la especie humana y de sus individuos. Lo que
puede suceder es que ese mecanismo no sea suficiente para asegurar la
permanencia de la especie humana por mucho tiempo. Esto ya ha su-
cedido otras muchas veces a lo largo de la evolución. Sabemos que ni
los australopitecos, ni los pitecántropos fueron capaces de sobrevivir,
ni, por tanto, tuvieron mecanismos que les aseguraran su adaptación
permanente al medio. Lo mismo puede suceder con la especie huma-
na. De hecho, y habida cuenta del deterioro del medio, es probable
que la pervivencia de la especie humana a largo plazo esté gravemente
LA EXPERIENCIA MORAL 31

comprometida. De ser así, resultaría que la inteligencia como cualidad


y la moralidad como condición habrían fracasado, al menos desde el
punto de vista biológico.
El fenómeno que antes hemos denominado, siguiendo a Zubiri, de
justificación, tiene una estructura muy determinada. El ser humano no
vive en el presente, como el animal, sino en el futuro, precisamente
porque tiene que proyectar su propia vida. Vivir humanamente es un
continuo «pro-yectar». El proyecto es racional, pero también emocio-
nal. Cabría decir que es más emocional que racional. El proyecto del
ser humano tiene como objetivo último conseguir la felicidad, de tal
modo que se considerará correcto, en un primer momento, aquello que
promueva la propia felicidad, y más adelante, cuando la razón madure
y se haga adulta, lo que promueva la felicidad de todos y cada uno de
los seres humanos, de acuerdo con los estadios de Kohlberg. Lo que la
razón hace es generalizar, universalizar la realización de valores. Y ello
porque el ser humano, a la vez que proyecta, tiene que salir responsable
de sus proyectos. En eso estriba la estructura del deber. Debe proyectar
y debe responder ante sí mismo, ante su conciencia y ante los demás de
sus propios proyectos. En esquema, pues, se trata de lo siguiente:

La flecha superior es la del «pro-yecto», que es también la propia


de la «obligación». Estamos lanzados al futuro en forma obligatoria;
tenemos que proponernos fines. Esto no es libre, ni queda a nuestro
32 BIOÉTICA MÍNIMA

arbitrio. Y tampoco lo es el que tengamos que responder ante noso-


tros mismos de los fines que nos proponemos. Es la flecha inferior,
la de la «respuesta» justificatoria del fin que hemos elegido porque lo
consideramos el más correcto entre todos los posibles. En eso con-
siste la «responsabilidad», que es el nombre más propio del «deber».
La experiencia moral abarca ambos momentos de modo indisociable.
Como resultado de esa estructura, el ser humano es el fin último de to-
dos los proyectos y de todos los fines, y por tanto el «fin de los fines»,
o, para utilizar la expresión de Kant, «fin en sí mismo». Los seres
humanos, precisamente porque son morales, son fines en sí mismos.
Eso es lo que les dota de «dignidad».
Decíamos antes que la moralidad como condición biológica de
adaptación del medio puede acabar en fracaso, al no ser capaz de ase-
gurar la supervivencia de la especie, al menos por tiempo indefinido.
A pesar de eso, aunque ello fuera así, la obligación moral de los seres
humanos seguiría siendo la misma: realizar valores en beneficio de
los individuos y de la especie. Esa es nuestra obligación moral. Nues-
tro deber no consiste en conseguir la supervivencia indefinida de la
especie sino en realizar valores y gestionarlos prudentemente, como
se verá a lo largo de los próximos capítulos.

CARACTERÍSTICAS DE LA EXPERIENCIA MORAL

Como resumen de todo lo anterior, cabe fijar algunas de las notas más
características de la experiencia moral. Cuando menos, las siguientes:

Universalidad

Lo primero que sorprende cuando se analiza el fenómeno moral, la


experiencia moral, es su universalidad. Parece ser común a todos los
seres humanos, sean cultos o incultos, sabios o ignorantes, pertenez-
LA EXPERIENCIA MORAL 33

can a una cultura u otra, etc. La moralidad se nos manifiesta como


un fenómeno característico de los seres humanos. No parece darse
en sujetos distintos de los humanos, ni tampoco que haya ningún ser
humano dotado de razón que no la experimente.

Originariedad

Otra característica fundamental del fenómeno moral es su irreductibi-


lidad a cualquier cosa distinta de él mismo. Cuando algo no puede re-
ducirse a algo distinto de sí mismo, decimos que es un «fenómeno ori-
ginario», en el sentido de básico, elemental o primario. La experiencia
moral es única en su género y distinta de cualquier otra. Nos sentimos
obligados a hacer ciertas cosas y a evitar otras, con independencia de
que coincidamos o no en los contenidos a realizar.

Autonomía

Hay otra nota muy característica de la experiencia moral, y es su ca-


rácter autónomo. Quien me siento obligado soy yo, de modo que soy
a la vez acusador y juez. La decisión moral es siempre propia e in-
transferible. Incluso en aquellos casos en que la decisión la tome otra
persona, no me vinculará moralmente si no la asumo como propia.
Moralidad y autonomía, por tanto, se identifican. No cabe moralidad
más que de los seres autónomos, y no existe autonomía sin moralidad.
Cada ser humano es su propio tribunal.

Conciencia del deber

La autonomía moral consiste siempre en actuar de cierto modo por-


que uno cree que debe hacerlo así. Se puede actuar por motivos muy
34 BIOÉTICA MÍNIMA

distintos a los del deber; por ejemplo, por gusto, por comodidad, por
obediencia, por presión social, por imitación, etc. En todos estos casos
no se hacen las cosas por deber sino por otros motivos. Esto significa
que no se actúa por criterios moralmente autónomos sino moralmente
heterónomos. El significado etimológico de autonomía es autogobierno
o autolegislación. Aquí hablamos del autogobierno y autolegislación
morales, es decir, realizados por el motivo moral, que es el deber, no
por cualquier otro. Hay muchas proposiciones humanas que no son
morales ni imperativas, sino descriptivas (así, cuando digo «la mañana
está soleada», estoy haciendo un juicio de hecho, no un juicio moral).
Yo puedo formular este juicio porque quiero, es decir, autónomamen-
te, pero no por un motivo moral, en cuyo caso no se trata de un juicio
o una decisión moral. No cualquier decisión es moral. Para ello tiene
que estar hecha por deber, porque uno cree que debe hacerlo. Si es otro
el móvil de la decisión, esta no es directamente moral. Ello explica el
hecho de que muchas personas tomen decisiones autónomas (por ejem-
plo, pasear, o ir en autobús), pero que no son en el rigor de los términos
morales. Para que suceda esto último es preciso que lo hagan por deber
y no por otra razón. Cuando no sucede así, cuando se toman por un
móvil distinto del deber, las decisiones son moralmente heterónomas,
por más que se hayan tomado informada y libremente, es decir, aunque
sean autónomas en sentido coloquial, pero no en el moral. Una decisión
puede ser autónoma desde el punto de vista psicológico, jurídico, etc.,
y ser heterónoma en perspectiva moral, y viceversa. Pues bien, la expe-
riencia moral es la experiencia de la autonomía moral. Y eso es lo que
denominamos experiencia del deber.

Heteronomía y falacia naturalista

Precisamente porque la experiencia moral o experiencia del deber es


originaria, irreductible a cualquier otra y autónoma, resulta incompa-
tible con cualquier tipo de reduccionismo, es decir, de heteronomía.
LA EXPERIENCIA MORAL 35

Se llama heterónoma toda conducta moral regida por normas distintas


a las que se da a sí mismo el ser humano. La heteronomía consiste
siempre en la reducción de la ética a algo distinto de ella misma. Es lo
que en historia de la ética se conoce con el nombre de falacia natura-
lista. Se trata de reducir lo específico de la ética, que expresamos con
el verbo prescriptivo o moral «debe», a algo distinto de ella misma,
generalmente expresado mediante el verbo descriptivo o natural «es».
En la falacia naturalista caen necesariamente todas las éticas no au-
tónomas o heterónomas, ya que reducen la moralidad a algo distinto
de ella misma.

Falacias y reduccionismos

Reducir la ética a algo distinto de ella misma da siempre lugar a fa-


lacias lógicas. La falacia es una proposición que se presenta como
verdadera pero que solo lo es aparentemente, porque comete algún
error lógico. De entre los muchos tipos de falacias, hay unas que se
denominan «falacias de definición» (aquellas en que la definición de
los términos o conceptos no es correcta, lo que da lugar a conclusio-
nes erróneas). En el campo de la ética tres son las más frecuentes: la
«falacia tecnocrática», que «reduce» los problemas éticos a proble-
mas técnicos; la «falacia fideísta», que reduce la moralidad al sistema
de creencias propio de cada religión, y por tanto niega la especificidad
del fenómeno moral, y la «falacia legalista o jurídica», que reduce la
moral al derecho, considerando que no hay más normas que las jurí-
dicas. Las tres son especificaciones de la que antes hemos llamado
«falacia naturalista», que engloba a todas. Las analizaremos sucesi-
vamente:

• La falacia tecnocrática consiste en la «reducción» de los proble-


mas éticos a problemas técnicos. La palabra «tecnocracia» signi-
fica gestión del poder por parte de los técnicos. El término está
36 BIOÉTICA MÍNIMA

construido por similitud con el de «democracia», «aristocracia»,


etc., como modos de gestionar el poder político. La tecnocracia
es la teoría según la cual los técnicos no solo tienen la capacidad
de gobernar su propio sector productivo, sino que son también los
más capacitados para gobernar la sociedad en general. Para ellos,
los problemas sociales son problemas técnicos, y lo mismo cabe
decir de los problemas morales. Este tipo de mentalidad es heren-
cia del positivismo, para el que los fenómenos morales son meras
cuestiones de hecho, de modo que la ética se disuelve en ciencia
o en técnica. Es la tecnocracia moral, la idea de que todo con-
flicto ético es un problema técnico mal planteado y peor resuelto.
Esto es particularmente frecuente en el campo de la economía,
la estrategia, etc. Su expresión máxima es la llamada «teoría de
la elección racional», que es un método técnico de optimización
de resultados. Se ha querido ver en ese procedimiento, desde los
años cincuenta del siglo XX, el método de la ética. Los problemas
morales se reducen, por tanto, a las cuestiones técnicas de optimi-
zación de los intereses. Pero ya en esa época se planteó un dilema
que parecía demostrar que eso no es así. Es el llamado «dilema
del prisionero», en el que la búsqueda del propio interés sin tener
en cuenta móviles específicamente morales, como el del cumpli-
miento del deber de veracidad, da como consecuencia decisiones
subóptimas. El móvil específicamente moral (decir la verdad, no
traicionar, etc.), distinto del interés, no puede confundirse con él,
ni tampoco tratarse como un mero problema técnico de optimiza-
ción de los intereses. Si algo demuestra el dilema del prisionero es
que el móvil moral sirve, además, para optimizar las decisiones.
¿Qué pasaría, por ejemplo, si los seres humanos no considerára-
mos un deber decir la verdad?

• La falacia fideísta, o «reducción» de los problemas éticos a cues-


tiones religiosas. Por fideísmo moral se entiende todo sistema que
niega capacidad a la razón para el establecimiento de normas mo-
LA EXPERIENCIA MORAL 37

rales o para el gobierno de la vida moral. El fideísmo considera


que solo desde la fe religiosa es posible construir una moral. De
ahí que las éticas fideístas sean siempre heterónomas y caigan en la
falacia naturalista. No toda religión es fideísta, pero el fideísmo ha
sido la nota más frecuente de las morales religiosas a todo lo largo
de la historia. Para los defensores de esta falacia, no puede haber
ningún sistema moral coherente si no está basado en una creencia
religiosa, de modo que la ética es siempre y necesariamente un
epifenómeno de la religión.

• La falacia legalista, o «reducción» de la norma ética a la norma


jurídica. De igual modo que en la antigüedad la más frecuente fue la
falacia fideísta, hoy, en un mundo cada vez más secularizado, la más
extendida suele ser la falacia legalista. La dogmática religiosa, al
secularizarse, ha sido sustituida por la dogmática jurídica. En ambos
casos, se trata de sistemas heterónomos de normas, unas religiosas
y otras seculares. Las leyes civiles surgen por lo general de las deci-
siones democráticas de los pueblos, y por tanto son los ciudadanos
libres y autónomos quienes las legitiman. Pero esas normas legales
no obligarán moralmente más que si el ser humano autónomo las
considera morales. Dicho de otro modo, la norma legal es en princi-
pio heterónoma, y solo se hace autónoma cuando el sujeto moral la
asume como propia en el ejercicio de su autonomía moral. Cuando
no se procede así sino que se reduce la ética al derecho y se con-
sidera que la ética no consiste más que en el cumplimiento de los
deberes legales, o en el respeto de los derechos humanos, se está
incurriendo en la falacia legalista o jurídica.

Resumiendo: la experiencia moral es la experiencia de la obligación


o del deber. Todo ser humano cree que debe. Podrá diferir respecto
de otro ser humano en el contenido, en lo que cree que debe. Pero
aquí nos hemos ocupado del análisis de su estructura formal, es decir
del carácter debitorio de la realidad humana. El ser humano cree que
38 BIOÉTICA MÍNIMA

debe, por ejemplo, cumplir la palabra que ha dado, o la promesa que


ha hecho, o que debe no hacer mal a los demás, o decir la verdad,
etcétera, etcétera.
2

Hechos, valores, deberes

La ética es una disciplina práctica. Su objeto es tomar decisiones que


puedan considerarse moralmente correctas. Que la ética consista en
tomar decisiones, es algo que se da por supuesto y no es objeto de
discusión. Los seres humanos hemos de estar continuamente tomando
decisiones para poder vivir o sobrevivir. Y ello por pura necesidad
biológica. Sin eso nuestra vida sería imposible, fracasaría sistemáti-
camente. Tenemos que actuar, para ello necesitamos decidir, y para
decidir nos resulta imprescindible proyectar. Los actos humanos no
proyectados, como sucede con todos los actos reflejos, automáti-
cos o inconscientes, no son morales ni competen a la ética. La ética
se ocupa solo de los actos corticalizados, más aún, proyectados. El
proyecto exige, cuando menos, una cierta capacidad mental, y además
un lapso de tiempo, por mínimo que este sea. Se proyectan siempre
los actos futuros. Si algo sucede instantáneamente, de modo súbito,
sin la posibilidad de pre-verlo o pro-yectarlo, el acto no es moral,
dado que no ha sido posible anticipar una respuesta. Solo los actos
proyectados son morales, solo de ellos somos moralmente responsa-
bles. Lo cual significa que la ética trata siempre no del presente sino
del futuro, no de lo que es sino de lo que aún no es pero debe ser.
Lo anterior no es objeto de discusión. Que los seres humanos tene-
mos que decidir, y que las decisiones han de ser el resultado de la pon-
40 BIOÉTICA MÍNIMA

deración de un conjunto de factores, es decir, de un proyecto, resulta


obvio, a poco que cada uno analice su propia experiencia. Los proble-
mas comienzan cuando intentamos determinar cómo han de tomarse
las decisiones, o qué condiciones deben cumplir los proyectos para que
puedan considerarse moralmente correctos. Esta es la cuestión.

AMBIGÜEDAD DE LOS TÉRMINOS «ÉTICA» Y «MORAL»

Comenzar de este modo el estudio de la ética tiene varias ventajas.


Una, coyuntural, es que a todos los seres humanos nos resulta fácil
entender por esta vía que la ética no es algo extraño o extrínseco a
nosotros mismos, sino que nos viene exigido por nuestra propia con-
dición biológica, y que por ello mismo nos resulta ineludible. No es
posible vivir sin tomar decisiones, y no cabe hacer esto último sin
proyectarlas. Para eso sirve lo que llamamos inteligencia. Si quiere
aplicarse este término también a los animales, entonces habrá que
precisar añadiendo que estamos hablando de la inteligencia especí-
ficamente humana, no de la inteligencia animal. El sistema nervioso
les sirve a los animales, desde luego, para prever los acontecimien-
tos; por ejemplo, dónde han de colocar su pata cuando corren, a fin
de no fracasar en su desplazamiento. Pero la inteligencia humana es
muy particular, porque no solo sirve para prever (aunque en muchos
aspectos su capacidad de previsión es muy inferior a la de muchos
animales) sino para proyectar. O dicho de otra manera, el proyecto es
la previsión propia y específica de la especie humana. Si el proyecto
se diera también en los animales, tendríamos que concluir que en ese
mismo grado son también seres morales.
Pero el enfocar así el análisis de la ética tiene otra ventaja, ahora
no ya coyuntural sino básica, fundamental. Se trata de que la pala-
bra ética, procedente del griego, como también su sinónima derivada
del latín, moral, significan en ambos idiomas hábito, uso, costumbre,
modo de vida. Tal es el primer sentido de estos términos, el más pri-
HECHOS, VALORES, DEBERES 41

mitivo, el originario. Según él, todo ser humano tiene ética, habida
cuenta de que todos tenemos hábitos o costumbres. Así se explica
que los antropólogos hablen de las costumbres morales de los habi-
tantes de las islas de Oceanía, etc. Este es el sentido amplio o impre-
ciso de los términos ética y moral. Porque no todos esos hábitos están
proyectados. La mayor parte, de hecho, no lo están. Quizá lo fueron
en un comienzo, pero luego, cuando la repetición de actos acabó
constituyendo un hábito, el proyecto fue disminuyendo en intensidad
hasta casi desaparecer. Y al final resulta que el hábito nos puede,
incluso cuando proyectamos hacer lo contrario. La medicina es buen
testigo en esta causa. Cuando se diagnostica en un paciente una dia-
betes tipo II, se le dice que debe cambiar sus hábitos alimentarios.
Y el paciente proyectará hacerlo. No solo eso, sino que comenzará
cumpliendo a rajatabla las prescripciones del médico. La experiencia
demuestra, sin embargo, que al cabo de meses o años, un amplio nú-
mero de personas habrá vuelto a sus hábitos alimentarios primitivos.
El hábito vence al proyecto.
Aún hay más. Todos comenzamos nuestra vida moral introyectan-
do las normas que nos dictan nuestras figuras de autoridad, padres,
maestros, líderes religiosos o sociales, etc. Nadie empieza proyec-
tando sus actos. El niño pequeño diferencia lo bueno y lo malo por
imitación de la conducta de sus mayores. En los orígenes de nues-
tras costumbres está la mímesis obediente, no el proyecto autónomo.
Dicho en términos más técnicos, todos comenzamos siendo moral-
mente heterónomos. Pues bien, hay que decir que la madurez moral
consiste en el paso de la heteronomía de la infancia a la autonomía
de la vida adulta; si se prefiere, del acto meramente imitado al acto
proyectado. Solo este último tipo de actos es moral en el sentido
estricto de la palabra, porque solo de estos somos verdaderamente
responsables. Cuando actuamos por mera imitación, si se prefiere,
por obediencia ciega, delegamos la responsabilidad de nuestros actos
en otras personas, padres, maestros, líderes, o en otras instituciones,
las iglesias, las normas jurídicas, los usos y costumbres sociales, etc.
42 BIOÉTICA MÍNIMA

No es que la persona autónoma no pueda seguir las normas o los


mandatos que le vienen de instancias distintas de él mismo; es que
tendrá que decidir autónomamente si asume o no como propios esos
mandatos, haciéndose de ese modo responsable de la decisión que
tome, de forma que la responsabilidad de la decisión sea suya y no
de las otras personas. Esta es la diferencia entre «consentir» en algo
y «obedecer ciegamente». Se consiente autónomamente; se obedece
de modo heterónomo.
Ni que decir tiene que la ética trata solo de los actos autónomos.
Estos son los actos proyectados. Lo cual significa que al primer senti-
do de los términos ética y moral, en tanto que descripción de hábitos
o costumbres, hay que añadir uno segundo, mucho más preciso, que
es el de estudio de los actos humanos en tanto que proyectados, y
por consiguiente en tanto que autónomos. Como ya advirtió Kant,
los actos heterónomos no son, en el rigor de los términos, morales.
Muchos son amorales (los inconscientes, automáticos, etc.). Y otros
son claramente inmorales, porque es inmoral abdicar de la propia res-
ponsabilidad, deponiéndola en otra persona u otra institución. Esto,
además, no resulta fácil, porque al actuar así, uno se está haciendo
responsable de las decisiones que tome el otro, en cuyo caso no estará
actuando de modo amoral sino claramente inmoral. De este dilema no
puede salvarse más que aquel en quien la heteronomía se haya con-
vertido en hábito tan arraigado, que se siga considerando moralmente
autónomo a pesar de asumir automática y acríticamente las decisiones
de los demás. Esto, que constituye la muerte de la conciencia moral,
es, sorprendentemente, lo más usual. Hannah Arendt lo ha bautizado
con una expresión afortunada: la «banalidad del mal». El mayor mal
es la pérdida de conciencia del mal.
Todo proyecto humano es intrínsecamente moral. No hay proyecto
no moral, ni tampoco es posible encontrar nada moral fuera del pro-
yecto. Y ello por la razón de que todo proyecto que hacemos (el de
escribir un texto, por ejemplo este que ahora escribo) se vuelve sobre
nosotros y nos pide cuentas. Quien realiza un proyecto es responsable
HECHOS, VALORES, DEBERES 43

de él. En eso consiste la responsabilidad moral. Si un acto no estuvie-


ra proyectado, no seríamos responsables de él, pero en cuanto cobra
la forma de proyecto genera en nosotros una responsabilidad, la de
haberlo proyectado. Este es el origen de la responsabilidad moral.
Construyendo proyectos, nos proponemos fines en nuestra vida, cons-
truir una casa, leer un libro, amar a una persona. Pues bien, esos fines
cobran de algún modo vida propia, hasta el punto de pedirnos cuentas.
Nosotros somos responsables de los fines que hemos proyectado. Lo
cual quiere decir que somos algo así como los fines de nuestros fines.
Eso es lo que Kant llamó, con frase espléndida, ser «fin en sí mismo»,
que es la definición de sujeto moral. Ser moral es todo aquel que hace
proyectos y es consciente de ello, y que por tanto se sabe responsa-
ble de sus propios proyectos. A los seres que no proceden así se les
califica de «naturales». A los que poseen esa otra condición, se les
denomina «seres morales».

LOS PROYECTOS HUMANOS Y SU ESTRUCTURA

Así las cosas, hemos de preguntarnos en qué consiste esta condición


humana de proyectar o hacer proyectos, de qué elementos se compo-
ne, o qué pasos la integran.
Proyectar exige poner en actividad todas las facultades de nues-
tra mente. Primero de todo, es preciso utilizar las funciones llamadas
cognitivas. En efecto, yo no puedo proyectar nada si carezco de los
datos sensoperceptivos y cognoscitivos básicos sobre el asunto de que
se trate. Si quiero construir una casa, tendré que tener experiencia de
lo que son las piedras, de su dureza, de la posibilidad de colocar una
sobre otra siempre que sus superficies sean lisas, de utilizar como
aglutinante el barro, habida cuenta de que al secarse cobrará dureza e
impedirá que las piedras se muevan, etc., etc. Sin el conocimiento de
esos «hechos» y de otros similares no hay posibilidad de elaborar el
proyecto de construir una vivienda. Esto es por demás evidente. Pero
44 BIOÉTICA MÍNIMA

no lo es tanto el añadir que con solo eso no hay proyecto. Dicho de


otro modo, este momento cognitivo del proyecto es condición nece-
saria suya, pero desde luego no suficiente.
Y es que en el proyecto hay siempre un segundo momento que
no tiene carácter cognitivo sino evaluativo, estimativo o apreciativo.
Quien proyecta construir una casa incluye necesariamente en su pro-
yecto, además de los juicios de hecho sobre los materiales a utilizar,
juicios de valor. Estos ya son más difíciles de entender, teniendo en
cuenta nuestra ignorancia del mundo de los «valores». Ignorancia tan-
to más llamativa, cuanto que todos valoramos continuamente, y que
el valorar es una necesidad humana tan perentoria como el pensar o
el comer. No se puede vivir sin valorar, y, por supuesto, no hay po-
sibilidad de elaborar un proyecto pasando por alto o dejando de lado
las estimaciones o juicios de valor. Todo el que proyecta construir una
casa lo hace porque considera que de ese modo podrá vivir con más
comodidad, o preservar mejor su salud, o su vida, etc. Todos estos
son juicios de valor, habida cuenta de que los predicados respectivos
son de valor: comodidad, salud, vida, bienestar, etc. Si construyo una
casa es porque valoro positivamente lo que es la casa frente al valor
de los materiales con los que la he levantado, por ejemplo, el montón
de piedras. El momento de valoración es inherente a todo proyecto.
Sin valoración no hay proyecto.
Pero aún hay más. Porque los proyectos no se elaboran solo con
juicios de hecho y juicios de valor. En todo proyecto hay un tercer
momento, que es el práctico, el que tiene por objeto su realización.
Los proyectos se hacen siempre con el objetivo de tomar decisiones
respecto a lo que podemos, debemos o tenemos que hacer. Junto al
momento cognitivo y al estimativo, hay, pues, otro operativo o prác-
tico, el de realización de lo proyectado. Si queremos expresarlo con
la terminología clásica de las tres potencias o facultades del psiquis-
mo humano, habrá que decir que en el proyecto no interviene solo
la inteligencia, el factor que antes hemos llamado cognitivo, ni solo
el sentimiento, el momento evaluativo o valorativo, sino también la
HECHOS, VALORES, DEBERES 45

voluntad, es decir, el momento operativo o de realización. El objetivo


del proyecto es la realización, el llevarlo a cabo. Ni que decir tiene
que este tercer momento se halla no solo unido a los dos anteriores,
sino soportado por ellos, ya que consiste siempre en volcar el segundo
momento sobre el primero, es decir, en añadir valor a los hechos. Ac-
tuando, intentamos incrementar el valor de las cosas, de la realidad,
hacerla más rica, más valiosa. La actividad del ser humano sobre la
tierra no consiste en otra cosa que en esto, en transformar la realidad
a través del proyecto, de tal modo que resulte enriquecida en valor
y, de ese modo, humanizada. Esa es nuestra obligación moral, nues-
tra única obligación moral. Toda acción humana, todo lo que el ser
humano ejecuta, no es otra cosa que el intento de añadir valor a los
hechos. Y como la riqueza es la medida del valor, resulta que siempre
que actuamos lo hacemos con el objetivo de incrementar la riqueza de
la realidad. Eso es lo que explica que el trabajo esté gravado con un
impuesto que se llama, precisamente, «impuesto sobre el valor añadi-
do». Se supone que quien trabaja lo hace siempre con este objetivo,
el de añadir valor.

HECHOS, VALORES, DEBERES

El proyecto, pues, consta de tres momentos, el cognitivo o intelec-


tual, el evaluativo o emocional y el volitivo o práctico. El término
de cada uno de esos momentos, lo que un fenomenólogo llamaría su
noema, recibe un nombre específico, que en el primer caso es el de
«hecho», en el segundo el de «valor» y en el tercero el de «deber».
En todo proyecto se dan los tres: este parte necesariamente de unos
hechos, vuelca sobre ellos juicios de valor y, finalmente, delibera
sobre lo que debe o no llevar a cabo. Ni que decir tiene que el mo-
mento específicamente moral es el tercero. Lo cual significa que el
razonamiento moral es particularmente complejo, ya que está al final
de un proceso que ha de comenzar siempre por el establecimiento
46 BIOÉTICA MÍNIMA

correcto de los hechos y seguir luego con el análisis de los juicios


de valor que reposan sobre tales hechos. Solo tras ese proceso cabe
plantearse el tema de los deberes, es decir, de aquello que debe o no
debe hacerse. Con hechos deficientes o un análisis incorrecto de los
valores en juego, nunca podrá saberse con precisión qué debe o no
debe hacerse. Desdichadamente, la falta de rigor en este proceso es
la norma, y en ello está la causa de la mayor parte de los errores en la
toma de decisiones morales.
Hechos, valores y deberes se expresan lingüísticamente en forma
de juicios o proposiciones que se llaman, respectivamente, «de hecho
o descriptivas», «de valor o evaluativas o valorativas», y «de deber
o prescriptivas o morales». Ejemplo de las primeras son las proposi-
ciones científicas, y más en concreto las propias de la ciencia médica.
«Pedro tiene una cirrosis hepática» es una proposición descriptiva o
de hecho. Se trata de un hecho clínico, y de ahí que a este tipo de
juicios se le conozca con el nombre de «juicio clínico». Todo profe-
sional sabe en qué consiste, de tal modo que sobre los hechos no son
precisas mayores explicaciones. La formación médica va dirigida a
dotar al profesional de los conocimientos y las habilidades necesarios
y suficientes para que pueda formular este tipo de proposiciones con
objetividad y rigor. Lo cual es de una enorme importancia, porque
sin buenos hechos todos los pasos ulteriores del análisis están por
definición condenados al fracaso. Pero acto seguido hay que afirmar
que con solo hechos, por muy precisos y correctos que estos sean, no
hay proyecto adecuado ni decisión correcta. Es necesario añadir a las
proposiciones factuales o de hecho los adecuados juicios de valor.
Y en esto los profesionales de la salud hacen por lo general gala de
una supina ignorancia, impropia de la gravedad de las decisiones que
toman. Este es uno de los puntos más sensibles de la práctica médica
actual, y sin duda el que más lesión produce en la calidad de las deci-
siones clínicas. Sin un dominio tan preciso de los valores como hoy lo
tienen de los hechos, los clínicos no podrán mejorar sus decisiones ni
incrementar la corrección y calidad de su práctica. Ni que decir tiene
HECHOS, VALORES, DEBERES 47

que lo dicho a propósito de los profesionales sanitarios es generali-


zable al conjunto de las profesiones, o incluso a la generalidad de los
agentes sociales.
Además de juicios de hecho hay, pues, otros que son de valor. Una
proposición de hecho es: «la mañana está soleada», y una de valor, «la
mañana está agradable». Esto se debe a que el primero es un predi-
cado de hecho, algo constatable a través de los sentidos, en este caso
el de la vista, en tanto que lo segundo no es propiamente un dato de
percepción sino de estimación. La mente humana hace muchas cosas
distintas. Además de percibir, recuerda, imagina, piensa, quiere. Pues
bien, una cosa que hace la mente es estimar, evaluar, valorar o apre-
ciar. Todo lo que percibimos, y por tanto todo hecho, lo sometemos de
modo inmediato y necesario a un proceso de evaluación. La persona
que vemos nos parece guapa o fea, agradable o desagradable, elegan-
te o desgarbada, rica o pobre, buena o mala, etc. Y también es claro
que viendo lo mismo, y por tanto coincidiendo en el juicio de hecho,
podemos disentir en el proceso de evaluación o valoración. Lo que a
uno le puede parecer bello, otro no lo tendrá por tal, etc.
Hay un tercer tipo de proposiciones o juicios, que a diferencia de
los descriptivos y los evaluativos se llaman prescriptivos. Se les deno-
mina así porque son mandatos, mandan hacer ciertas cosas o no hacer
otras. Tales proposiciones suelen usar, en vez del verbo descriptivo
«ser», el prescriptivo «debe». De no ser así, se utilizará un tiempo
verbal llamado, precisamente, «imperativo»; p.e., «haz tal cosa», «no
hagas tal otra cosa», «no mientras», etc. Para resaltar su carácter im-
perativo, es frecuente que la frase la formulemos entre admiraciones:
«¡no mientas!».
No toda proposición prescriptiva ni todo juicio imperativo es mo-
ral. Hay prescripciones que son técnicas. En medicina son muy fre-
cuentes; tanto, que al acto de poner un tratamiento a un paciente se le
ha llamado desde tiempos inmemoriales «prescribir», y a lo mandado
«prescripción». Si le digo a un paciente: «no fume», estoy utilizando
un tiempo verbal imperativo, precisamente para dejar constancia del
48 BIOÉTICA MÍNIMA

carácter prescriptivo de mi mandato. Ni que decir tiene que estos im-


perativos no son directamente morales, aunque sí pueden serlo, como
en el caso citado, de modo indirecto.
Los mandatos morales son los propios del tercer momento del pro-
yecto, no del primero, como son los mandatos técnicos. El mandato
moral es el que dice lo que debe o no debe hacerse, una vez analizados
los hechos y ponderados los valores en juego. Hemos dicho antes que
el deber consiste siempre en lo mismo, en realizar los valores impli-
cados en el proyecto o lesionarlos lo menos posible, ya que nuestro
objetivo, nuestro único objetivo, es añadir valor, incrementar el valor
de la realidad. Por tanto, si un valor, pongamos por ejemplo, la jus-
ticia, no está completamente realizado en el mundo, nuestro deber
será promover con nuestros actos la justicia. Y lo mismo cabe decir
de todos los demás, la paz, la solidaridad, el amor, la salud, la vida, el
bienestar, la felicidad, etc., etc.

LA ESTRUCTURA DEL DEBER: «DEBERÍA» Y «DEBE»

Ese es el primer imperativo moral, la realización plena y perfecta de


los valores. Ello quiere decir que todos los seres humanos proyecta-
mos siempre un mundo en el que todos los valores se hallen plenamen-
te realizados, de tal modo que en él reinen la justicia, la paz, la solida-
ridad, el amor, la salud, la vida, el bienestar, el placer, la felicidad, etc.
Este es el proyecto de los proyectos. Ello explica que todas las culturas
hayan intentado materializarlo a través de narrativas, como son los
relatos mitológicos, las epopeyas, las poesías, los cuentos populares,
las novelas, las canciones, el folclore, etc. Esto significa que el ser hu-
mano, para hacer juicios morales, siempre necesita tener un referente
ideal, un mundo que no existe, pero que sin embargo nos obliga a pro-
mover su realización lo más posible, incluso aunque estemos seguros
de que no podremos conseguirlo. Ese mundo ideal se llamó en algunas
culturas la edad de oro, en otras el paraíso, o el reino de Dios, como en
HECHOS, VALORES, DEBERES 49

la tradición cristiana, o el reino de los fines de que nos habla Kant, o el


paraíso del proletariado, en la versión marxista, etc. Si nuestro primer
y máximo imperativo moral es realizar valores, realizar todos los va-
lores, es lógico que proyectemos esa realización en un mundo ideal o
escatológico en que todos ellos se den en plenitud.
En nuestra lengua, esto lo expresamos utilizando un tiempo verbal
muy peculiar, el llamado «potencial», que en el caso del verbo deber
es «debería». Se le llama potencial porque no solo no designa algo
que ya existe, sino que ni existe, ni ha existido ni se espera que exista;
así en las expresiones «debería hacer» o «debería haber hecho» tal
o cual cosa. Es ese mundo ideal que todos soñamos debería existir,
por más que tengamos casi la certeza de que nunca llegará a ser real.
Cuando vemos algo que nos parece incorrecto, decimos que no de-
bería haber sucedido, o que no debería suceder, por más que suceda
todos los días. Hay cosas que suceden pero que no deberían suceder.
Y es porque no podrían formar parte de un mundo bien ordenado de
seres humanos, donde los valores se dieran en plenitud.
Una cosa es el debería y otra muy distinta es el «debe». No debe-
ría haber guerras, pero todos consideramos un deber la protección de
nuestra casa, o de nuestra familia, o de la patria, etc., incluso mediante
el uso de la fuerza. Y es que debería y debe no se identifican. Además
del tiempo potencial, en los verbos de todas las lenguas hay otro tiem-
po, que es el «indicativo», el presente de indicativo. Debería haber
paz, pero yo debo defender a mi pueblo. El debería es no solo impe-
rativo sino además categórico. Quiere esto decir que manda siempre
y sin excepciones. Por el contrario, el debe es imperativo, pero hipo-
tético, ya que los juicios de deber necesitan incluir, además de los va-
lores de ese mundo ideal que nos exige su máximo cumplimiento, las
circunstancias del mundo real en el que hemos de tomar la decisión y
la consideración de las consecuencias que presumiblemente generará
nuestro acto. El debería haber paz es la regla, y como regla tiene ca-
rácter absoluto. Los juicios de debe han de ajustarse por lo general a
esa regla, pero las circunstancias del caso y las consecuencias previsi-
50 BIOÉTICA MÍNIMA

bles pueden hacer que sea prudente o necesario hacer una excepción
a la regla, cual es el caso de la llamada guerra justa en lo relativo al
valor paz. Ni que decir tiene que quien hace la excepción tiene de su
parte la llamada en lógica carga de la prueba, de modo que si no es
capaz de justificar adecuadamente la necesidad de la excepción, está
obligado a no hacerla, y por tanto a seguir la regla.

LOS VALORES Y SU MUNDO

Expuesto en sus líneas generales el contenido de cualquier proyecto


humano, es preciso que ahora analicemos con algún mayor detalle
cada uno de los momentos que hemos identificado en él. El primero
es el relativo a los hechos. Por razones obvias, es aquel en que menos
hay que insistir. Nuestra cultura está basada en la exaltación de los
hechos, sobre todo de los hechos científicos, y por tanto a todos nos
es familiar este mundo. Los profesionales de la salud han recibido un
prolongado entrenamiento en el mundo de los hechos clínicos y saben
de su importancia. Y así todos los demás. Los dos únicos puntos que
conviene destacar a este respecto son: primero, que los hechos clí-
nicos, como cualesquiera otros hechos científicos, no son absolutos,
de modo que las decisiones clínicas las debe tomar el profesional a
la vista de los hechos clínicos, pero consciente de la incertidumbre
que esos hechos encierran; y segundo, que precisamente por ello, las
decisiones sobre hechos clínicos no son verdaderas o falsas sino pru-
dentes o imprudentes. La prudencia no exige tomar decisiones ciertas,
entre otras cosas porque ello no es posible, sino decisiones pondera-
das, sabias, razonables o responsables. Esto obliga a rebajar la incer-
tidumbre hasta límites adecuados. Para ello es preciso tener ciencia
y experiencia. El procedimiento para tomar decisiones gestionando
prudentemente la incertidumbre clínica se llama deliberación. Las
llamadas en España sesiones clínicas, en algunos países de América
latina ateneos y en Estados Unidos grand rounds, son sesiones de
HECHOS, VALORES, DEBERES 51

deliberación en orden a tomar decisiones razonables o prudentes a la


vista de los hechos clínicos.
Pero el grave problema no suele estar en el orden de los hechos
sino en el de los valores. Ya hemos visto que todos los seres humanos
valoramos, y valoramos necesariamente. A pesar de lo cual, los valores
tienen muy mala prensa en nuestra cultura. Durante muchos siglos se
pensó que eran completamente objetivos, de modo que había unos va-
lores verdaderos y que quien no los veía así era por incapacidad mental
o por mala educación; más brevemente, por enfermedad o por vicio. La
consecuencia es que todas las figuras de autoridad, sacerdotes, gober-
nantes, profesionales, padres, maestros, médicos, se consideraban en la
obligación de exigir a los demás el respeto de esos valores pretendida-
mente objetivos, incluso mediante el uso de la fuerza. Esto explica que
las sociedades tradicionales fueran monistas, es decir, combatieran por
todos los medios el pluralismo axiológico.
El objetivismo de los valores, que cabe representar paradigmáti-
camente en las Ideas platónicas, dio paso en el mundo moderno a
otro tipo de concepción, en la cual se consideró que los valores eran
completamente subjetivos, y que además se construían por vía pri-
mariamente emocional y no racional, de modo que eran irracionales
e impermeables a cualquier tipo de argumentación. Eso explicaría la
gran disparidad de valores que se da entre los seres humanos. Esa
disparidad ahora ya no parecía lógico combatirla mediante el uso de
la fuerza, razón por la cual se consideró que lo más coherente era res-
petarla en su diversidad y, por tanto, admitir el pluralismo de valores.
De este modo, el mundo moderno estableció como principio la neu-
tralidad axiológica, generalizándose la idea de que, habida cuenta de
su carácter emocional o no racional, la discusión o deliberación sobre
valores estaba de antemano condenada al fracaso. De la imposición
de valores se pasó así a la tolerancia, y del monismo a la aceptación
del pluralismo.
La tesis que acabo de describir es la que hoy mantienen la mayoría
de las personas. Es posible argumentar sobre ideas, pero no sobre
52 BIOÉTICA MÍNIMA

creencias o valores. «Sobre gustos no hay nada escrito», dice un re-


frán castellano, a pesar de la evidencia en contra de miles y miles de
volúmenes que yacen en las bibliotecas. En la actualidad va surgien-
do, bien que tenuemente, una tercera tesis, para la que los valores no
son completamente objetivos, conforme al criterio antiguo, pero tam-
poco por completo subjetivos, de acuerdo con la tesis moderna, sino
que tienen un carácter tan peculiar, que hasta carecemos de término
adecuado para denominarlo. Los valores no son racionales, ni tampo-
co irracionales; son «razonables», y para gestionarlos correctamente
hay que moverse en el espacio peculiar de la razonabilidad. En contra
de lo que hoy se da por supuesto, todos tenemos la obligación de que
nuestros valores sean, cuando menos, razonables. Y el procedimiento
para conseguir esto último es, de nuevo, la deliberación. De igual
modo que puede y debe deliberarse sobre los hechos, es preciso deli-
berar sobre valores. Así debe verse la relación clínica, como un pro-
ceso deliberativo entre el profesional y el paciente, no solo sobre los
hechos clínicos sino también sobre los valores implicados, en orden a
la toma de decisiones razonables o prudentes.
Llegados a este punto, resulta necesario justificar por qué habla-
mos de valores y no de normas, reglas, leyes o derechos, como es fre-
cuente en muchos tratados de ética, ni tampoco de principios, al modo
de la llamada bioética principialista. La razón es obvia tras lo dicho.
No todas esas cosas tienen la misma radicalidad. Los valores son in-
eludibles en la vida humana y tienen carácter primario. Nadie puede
vivir sin valorar, según ha quedado ya expuesto. La valoración es una
experiencia originaria de la mente humana. No les sucede lo mismo a
las normas, las leyes o los derechos, y tampoco a los principios. ¿De
dónde saldrán las leyes? ¿Cómo las construirán los seres humanos?
No hay más que una respuesta posible: desde los valores, a partir de
ellos. Dime qué valores tienes y te diré qué leyes generas. Lo mismo
cabe decir de los principios. Los principios son expresión de valores.
De hecho, los cuatro principios de la bioética son valores. Los prin-
cipios son valores, pero no todos los valores son principios. De ahí
HECHOS, VALORES, DEBERES 53

que el lenguaje de los valores sea no solo más radical, sino también
más rico y plástico que el de las normas o los principios. Si de veras
queremos aprender a razonar moralmente sin concesiones, debemos
hacerlo a partir de los valores. Conseguido esto, todo lo demás se nos
dará por añadidura.

VALORES INTRÍNSECOS Y VALORES INSTRUMENTALES

El mundo de los valores es complejo y no cabe resumirlo en breve


espacio. Pero hay una distinción que es esencial para su manejo. Me
refiero a la que divide todos ellos en dos grupos, el de los valores
instrumentales y el de los valores intrínsecos. Se denomina valores
instrumentales o por referencia aquellos cuyo valor está referido a
(o depende de) otro valor distinto de él mismo. Un fármaco, por
ejemplo, tiene valor, al menos económico, pero solo en tanto en
cuanto sirve para aliviar un síntoma, incrementar el bienestar, curar
una enfermedad o salvar la vida. El valor del fármaco, por tanto, de-
pende de otros, que son el placer, el bienestar, la salud o la vida. Si
no sirviera para ninguna de estas cosas, diríamos que «no vale para
nada». El fármaco no tiene valor en sí, sino por referencia a esos
otros valores que son extrínsecos a él mismo. En esa situación están
todos los instrumentos técnicos, un coche, un avión, un aparato de
rayos X o un ecógrafo. Todos son valores técnicos, instrumentales
o por referencia.
Si hay valores por referencia, han de existir otros, concretamente
aquellos a los que los valores técnicos hacen referencia. Estos suelen
llamarse valores intrínsecos o valores en sí. Son los que tienen valor
por sí mismos, no por referencia a nada distinto de ellos. Si cualquie-
ra de estas cualidades de valor intrínseco desapareciera, aunque todo
lo demás permaneciera tal como está, creeríamos haber perdido algo
importante, es decir, algo valioso. Y como hemos partido del supuesto
de que todo lo otro permanece igual, resulta que aquello es valioso
54 BIOÉTICA MÍNIMA

por sí mismo, sin referencia a ninguna otra cosa. Si del mundo desa-
pareciera la belleza, o la salud, o el amor, o la amistad, o la vida, o la
justicia, o la paz, creeríamos haber perdido algo valioso, por más que
no variaran las demás cosas.
Esta distinción entre valores intrínsecos y valores instrumentales
es fundamental, porque ambos tienen propiedades muy distintas. Los
valores instrumentales pueden permutarse entre sí sin problemas. Si
yo encuentro un fármaco que alivia mejor un síntoma que el que ve-
nía usando, lo cambio sin dilación. La segunda propiedad es que la
unidad de medida de los valores instrumentales es económica, es el
precio, de tal modo que su valor se expresa en unidades monetarias.
La moneda es el instrumento de los instrumentos, precisamente por-
que no tiene otro valor que el de cambio.
Opuestas a las dos citadas son las propiedades de los valores in-
trínsecos. En primer lugar, no son intercambiables, precisamente por-
que cada cosa con valor intrínseco es valiosa por sí misma. Un ser
humano no puede permutarse por otro, debido a que los seres huma-
nos estamos dotados de un valor intrínseco que es la dignidad. Pero
esto vale también para las realidades no humanas. Por ejemplo, la
belleza de un cuadro no es intercambiable por la de otro. Si perdemos
la belleza de los cuadros de Velázquez, habremos perdido un valor
intrínseco, por más que nos quede la belleza de los cuadros de Goya o
de Rubens. Los valores intrínsecos son valiosos por sí mismos, y por
esa razón no son permutables. Y además, no se miden en unidades
monetarias. Kant dijo que el ser humano tiene dignidad y no solo pre-
cio. Y Antonio Machado escribió que solo el necio confunde el valor
(intrínseco) con el precio (valor instrumental).
Los valores, sean intrínsecos o instrumentales, no están en el
aire sino en las cosas. Son estas las que estimamos como bellas o
feas, caras o baratas, etc. Esto se expresa diciendo que los valores
tienen «soporte», están soportados por las cosas. Dependiendo de
cómo sean estas, los valores se llamarán «materiales», si los soporta
cualquier cosa que tenga materia, «vitales», si solo los soportan los
HECHOS, VALORES, DEBERES 55

seres vivos, o «espirituales», si su único soporte adecuado son los


seres humanos. No hay soportes puros de valores materiales, vita-
les o espirituales. Y de igual modo hay que decir que ninguna cosa
soporta solo valores instrumentales o valores intrínsecos. Antes he-
mos puesto como ejemplo de valor instrumental el fármaco. Pero
es obvio que también puede soportar valores intrínsecos, como por
ejemplo la belleza. Y el ser humano, que soporta un valor intrínseco
llamado dignidad, es también soporte de valores instrumentales. El
brazo sirve para trabajar, y su lesión impide seguir utilizándolo como
instrumento. Y como los instrumentos pueden valorarse en unidades
monetarias, tiene sentido que los accidentes laborales den lugar a una
compensación monetaria tras la adecuada y preceptiva evaluación
del daño sufrido. La diferencia entre el fármaco y el ser humano
está en que al fármaco lo define como tal fármaco su valor instru-
mental, en tanto que la condición humana viene definida por el valor
intrínseco llamado dignidad. Lo cual explica que Kant dijera que los
seres humanos «están dotados de dignidad y no solo de precio». Es
frecuente citar esta frase sin el adverbio «solo», con lo que se le hace
decir a Kant lo que él nunca quiso.

CULTURA Y CIVILIZACIÓN

Los actos de valoración o estimación son siempre individuales. So-


mos los seres humanos quienes valoramos las cosas. Pero como la
valoración es parte integrante de todo proyecto, resulta que los va-
lores acaban plasmándose en la realidad a través de las decisiones
que tomamos y de las cosas que hacemos o no hacemos. Por tanto,
de ser individuales y subjetivos, pasan a ser sociales y objetivos.
Esa plasmación social de valores es lo que denominamos cultura, en
unos casos, y civilización, en otros. Se llama cultura al conjunto de
valores intrínsecos de una sociedad, y civilización al monto de sus
valores instrumentales o técnicos. A consecuencia de las opciones
56 BIOÉTICA MÍNIMA

de valor de los individuos, al priorizar unos sobre los demás, las


sociedades realizarán de preferencia unos valores en detrimento de
otros. Así, por ejemplo, hay culturas que han puesto un gran empe-
ño en promover la realización de valores intrínsecos, y otras que se
han ocupado sobre todo de los valores instrumentales. Puede haber
sociedades, por tanto, ricas en civilización y pobres en cultura, y
viceversa. Nadie duda de que la nuestra es la sociedad más civi-
lizada de la historia, aquella con mayor abundancia y disfrute de
valores instrumentales, pero hay razones para pensar que esto ha ido
en detrimento del cultivo de los valores intrínsecos. Así se explica
que en ella todo se quiera medir en unidades monetarias y que se
cifre la felicidad en la posesión y disfrute de instrumentos técnicos,
y por tanto de valores instrumentales. Más aún, sucede que en ella
los instrumentos han perdido su condición de tales, habida cuenta
de que ya no se ponen al servicio de otros valores distintos de ellos
mismos. De ser medios se han convertido en fines, y por tanto han
perdido su condición de meros instrumentos. Esta es la máxima per-
versión axiológica imaginable. Los teóricos de la llamada escuela
de Francfort han denominado a esto «racionalidad instrumental»,
algo que en la cultura occidental no ha hecho más que crecer desde
sus inicios en el siglo XVIII.

DE LOS VALORES A LOS DEBERES

La ética es el estudio del deber. Ya hemos visto que el deber consiste


siempre en lo mismo, en la realización de valores, en añadir valor a
los hechos, es decir, a la realidad. Esto cabe completarlo diciendo que
la ética se ocupa de añadir todo el valor posible a los hechos, y por
tanto cuidando de realizar todos los valores, no solo algunos, o los
que consideramos más importantes, sino todos sin excepción. Esto
es algo sobre lo que nunca se insistirá suficientemente. La obligación
moral no está en optar por el valor jerárquicamente superior, o elegir
HECHOS, VALORES, DEBERES 57

un valor, el que se considere más importante, en detrimento de los de-


más, sino que consiste en promover la realización de todos los valores
en juego, o en procurar su mínima lesión.
Cuando en una situación hay un solo valor en juego, cosa rarísi-
ma, o más bien inverosímil, todos sabemos que nuestra obligación
es realizar lo más posible ese valor. Los problemas comienzan cuan-
do hay dos o más valores implicados, que es prácticamente siempre.
La cosa se complica por el hecho de que esos valores pueden entrar
en conflicto en situaciones concretas. Esto es lo que se conoce téc-
nicamente con el nombre de «conflicto de valores». Siempre que
alguien dice hallarse ante un problema moral, lo que tiene en el
fondo es un conflicto de valores. De ahí que nuestra obligación sea
explicitar los valores que entran en conflicto. Para que haya un con-
flicto es necesario que estén en juego dos valores positivos, porque
entre un valor positivo y otro negativo, no cabe conflicto. No es
posible, por ejemplo, un conflicto entre decir la verdad y la mentira,
porque mentir es un valor negativo. El conflicto estará entre respe-
tar el valor verdad, por un lado, y no hacer daño al paciente con la
información, por el otro. Entonces sí hay dos valores en conflicto,
de una parte la veracidad y de otra la no maleficencia o el no hacer
daño. También es importante tener en cuenta que los conflictos se
dan siempre en personas concretas. El conflicto lo ha de tener al-
guien, una persona, aquella que deba tomar la decisión. El médico
puede hallarse ante un conflicto, o lo puede tener el paciente, etc. No
es correcto decir que existe un conflicto moral entre el médico y el
paciente. Por supuesto que las relaciones interpersonales son fuente
de conflictos. Si el médico considera necesario hacer una cosa y
el paciente se opone, no hay duda de que surge un conflicto entre
ellos. Pero esos conflictos, en tanto que morales, son siempre de al-
guien, de una persona. Por ejemplo, el profesional tiene un conflicto
cuando no sabe si hacer caso al paciente y no poner el tratamiento
que considera indicado o, por el contrario, hacer lo indicado y no
respetar la decisión del enfermo. Eso sí que es un conflicto moral, y
58 BIOÉTICA MÍNIMA

se da en una persona, en este caso el profesional. Por supuesto que el


paciente puede también tener su propio conflicto, que será distinto
de propio del profesional, etc.

LA DELIBERACIÓN COMO PROCEDIMIENTO

Tras todo lo anterior, quedará claro que tomar decisiones morales no


es fácil, y que requiere una preparación adecuada. De ahí la necesidad
de seguir un procedimiento que evite las desviaciones y los errores
en tanto sea esto posible. Tal procedimiento es la deliberación. Ya lo
hemos visto, al menos en parte. Hay que deliberar sobre los hechos,
reduciendo su incertidumbre hasta límites prudentes o razonables. La
deliberación sobre los hechos es la mayor parte de las veces indivi-
dual. Así lo hace el profesional en cada acto clínico, en orden a tomar
las tres decisiones propias de su actividad, la diagnóstica, la pronós-
tica y la terapéutica. Pero cuando los casos son difíciles o la incerti-
dumbre es elevada, conviene abrir la deliberación y hacerla colectiva.
A tomar decisiones prudentes no solo ayuda la ciencia sino también
la experiencia. Y como una y otra se poseen siempre de modo parcial
por las personas, en caso de asuntos complejos conviene ampliar la
deliberación y hacerla colectiva.
Esto que se dice de los hechos vale aún más para los valores. Ya
hemos dicho que los valores no son completamente objetivos ni tam-
poco por completo subjetivos, ni por tanto racionales o irracionales,
y que nuestra obligación moral es hacerlos razonables, responsables
y prudentes. De ahí que los valores haya que someterlos también a
un proceso de deliberación. Hay que deliberar sobre valores. El pro-
blema es que esto es superlativamente más difícil que deliberar sobre
los hechos. No solemos poner excesivos reparos a que se discutan
nuestras ideas, pero nos cerramos en banda ante la posibilidad de
someter a examen nuestras creencias y valores. Y ello por la razón
elemental de que constituyen lo más propio y característico de cada
HECHOS, VALORES, DEBERES 59

uno. Lo que nos define como seres humanos no son los hechos sino
los valores que asumimos como propios, religiosos, culturales, polí-
ticos, éticos, económicos, etc. Es más, hemos protegido el mundo de
nuestros valores con unos derechos específicos, a fin de que resulten
impenetrables para los demás. Ese es el objetivo de los derechos a
la intimidad y a la privacidad, así como el de confidencialidad de
nuestros datos. Nuestros valores están escondidos en el lugar más
recóndito de nosotros mismos, y protegidos con derechos que les
hacen inexpugnables. De ahí que nos resulte violento exteriorizarlos,
y aún más el hablar y discutir sobre ellos. Es como desnudarnos de-
lante de otras personas. Si a esto se añade que en un proceso delibe-
rativo tales personas pueden dar razones a favor de valores distintos
e incluso opuestos a los nuestros, se comprende nuestra resistencia
casi instintiva a la deliberación sobre estas cuestiones. Deliberar so-
bre valores es muy difícil, y sin embargo constituye una auténtica
obligación moral. Es algo que hemos de aprender. Hay que partir del
principio de que en este proceso no pueden ayudarnos quienes tienen
nuestros mismos valores o piensan exactamente igual que nosotros,
sino aquellos que tengan perspectivas distintas a las nuestras. Ellos
son los que pueden ayudarnos a madurar, a ver los puntos débiles de
nuestros valores, a modificarlos, perfeccionarlos, etc. Ni que decir
tiene que para esto hay que aprender a escuchar, a considerar que
quien tiene valores distintos a los nuestros puede tener, al menos,
tanta razón como nosotros, a respetar a los disidentes, sin por ello
convertirlos en enemigos, etc. Algo que debería aprenderse desde la
escuela primaria, pero que en las actuales situaciones resulta extre-
madamente difícil de aceptar.
Finalmente, la deliberación tiene un tercer estrato. No solo hay
que deliberar sobre los hechos y sobre los valores, sino también so-
bre los deberes. Esto de nuevo necesita de entrenamiento, que solo
puede adquirirse con la práctica. Un conflicto de valores puede o no
tener solución. Si no la tiene, no hay nada que deliberar. Tampoco es
preciso hacerlo cuando la solución es solo una. Esto es rarísimo en
60 BIOÉTICA MÍNIMA

la vida real. Para deliberar se necesita que las soluciones o los cur-
sos de acción sean o puedan ser, al menos, dos. Cuando un conflicto
no tiene más que dos cursos de acción, estamos ante un «dilema».
Es muy frecuente hablar de dilemas. Sin embargo, en la práctica son
muy raros. De hecho, no se dan más que en situaciones extremas.
Normalmente los conflictos de valores tienen bastantes más de dos
soluciones, razón por la cual no les cuadra el nombre de dilemas
sino de «problemas». Lo que sí sucede es que la mente humana
busca inconscientemente simplificar los problemas, reduciendo ar-
tificialmente los cursos de acción a solo dos, ya que de ese modo se
simplifica la toma de decisiones. Cuando esto sucede, que es muy
frecuentemente, quedan solo los cursos extremos, es decir, aque-
llos que consisten en la opción por uno de los valores en conflicto,
desatendiendo el otro, y viceversa. La cosa no sería excesivamente
grave, si no fuera porque de ese modo se lesiona completamente
un valor, lo cual solo estará permitido cuando no haya otro medio
de salvar ambos valores en conflicto. Esto último solo se consigue
buscando cursos que no sean extremos sino intermedios. La expe-
riencia enseña que por lo general hay varios, a veces bastantes, y
que solo cuando fracasan todos ellos es lícito optar por un curso
extremo. Dicho de otro modo, a los cursos extremos nunca debemos
ir directamente sino solo llevados por el fracaso de los cursos inter-
medios. Ni que decir tiene que la búsqueda de cursos intermedios
se enriquece mediante la deliberación colectiva entre personas de
diferente ciencia y experiencia. Solo cuando se haya enriquecido el
abanico de cursos de acción tanto como sea posible, debe pasarse
a la elección del curso óptimo. Adviértase que la obligación moral
consiste siempre en elegir el curso óptimo, aquel que promueva más
o lesione menos los valores en conflicto. La ética no trata de lo bue-
no sino de lo óptimo, de tal modo que cualquier decisión distinta
de la óptima es mala. Debe tenerse también en cuenta que no todo
el mundo necesita ver como óptimo el mismo curso de acción. Se
delibera para incrementar la prudencia en la toma de decisiones, no
HECHOS, VALORES, DEBERES 61

para conseguir la unanimidad en la decisión. No se trata de buscar


el consenso sino de promover la prudencia. La prudencia no es un
punto sino un espacio, de tal modo que dos decisiones distintas e
incluso opuestas pueden ser ambas prudentes.
3

La deliberación y sus sesgos

UNA HISTORIA TORMENTOSA

Tras el trabajo de filigrana llevado a cabo por los filólogos e historia-


dores a lo largo de más de un siglo, hoy sabemos que el primer gran
libro de ética escrito en la historia, la Ética a Nicómaco, de Aristóteles,
fue el resultado final de un proceso que comenzó en los veinte años de
permanencia de Aristóteles en la escuela de Platón. De esa época son
sus escritos Sobre el bien y Sobre las ideas, en los que el joven Aristó-
teles debate el tema de las Ideas y las Formas y muestra su preferencia
por las segundas, en detrimento de las primeras. Se inició así un periplo
que, a través del libro primero de la Ética a Eudemo, culminó en el tam-
bién libro inicial de la Ética a Nicómaco. En este último el parricidio se
consuma. Aristóteles se ve obligado a formular el famoso «Platón es mi
amigo, pero más la verdad» (amicus Plato sed magis amica veritas). Lo
dice con dolor, como afirma explícitamente, «por ser amigos nuestros
los que han introducido las Ideas». Y añade: «Parece, con todo, que es
mejor y que debemos, para salvar la verdad, sacrificar incluso lo que
nos es propio; sobre todo, siendo filósofos, pues siéndonos ambas cosas
queridas, es justo preferir la verdad». (Et Nic I 6: 1096a 14-16).
¿A qué sacrificio se refiere? ¿Qué se ve obligado a sacrificar?
¿Dónde está el parricidio? Todo el libro primero busca explicarlo.
64 BIOÉTICA MÍNIMA

El Bien no es una única Idea de la que participen las cosas en me-


dida mayor o menor. Hay muchos bienes distintos, dependiendo de
las cosas, de las actividades y de las técnicas. El bien de la medicina
es uno, y el de la arquitectura otro muy distinto. En cualquier caso,
Aristóteles sigue muy de cerca la tesis platónica, y afirma por activa y
por pasiva que en vez de uno hay muchos y distintos «bienes en sí».
Existe, pues, eso que Platón llamaba el bien en sí, pero pluralizado;
hay muchos bienes en sí. Hay otros que no son bienes en sí y que Aris-
tóteles llama, genialmente, bienes por referencia. A los primeros los
consideramos bienes por sí mismos, en tanto que los segundos solo
son bienes en tanto están orientados a los primeros. Hay, pues, bienes
fines y bienes medios. Cierto que también entre los bienes fines hay
jerarquía interna, de modo que unos bienes en sí pueden ser medios
para la consecución de otros, en especial el último y más elevado, la
felicidad. Pero Aristóteles afirma una y otra vez que debe conside-
rarse bien en sí a todo aquel «que buscamos incluso aislado». Es la
prueba que la teoría de los valores ha utilizado siempre para distinguir
los valores intrínsecos de los valores instrumentales o por referencia:
los primeros son aquellos que consideramos valiosos por sí mismos,
es decir, «incluso aislados.» (Et Nic I 6: 1096b 16-17).
Este es el parricidio fecundo y creativo que Aristóteles comete
simbólicamente con su padre Platón. Ya que todos los parricidios fue-
ran así. Hay otros menos creativos, menos positivos. Quizá son solo
estos últimos los que merecen el nombre de parricidios. No creo que
Aristóteles incurriera nunca en tal vicio. Pero sí es sorprendente y es-
candaloso el que se ha producido con él. De hecho, la ética aristotéli-
ca murió nada más nacer, y su influencia en la historia del Occidente,
en contra de lo que se sospecha, ha sido mínima. La ética que ha triun-
fado ha sido otra muy distinta, la ética estoica. El aristotelismo medie-
val y moderno es una ilusión, porque, en el caso concreto de la ética,
se hizo pasar por aristotélico lo que era estoico. Para comprobarlo no
hay más que analizar una expresión presente en ambos sistemas, la
de orthòs lógos o recta ratio, recta razón. Es sabido que Aristóteles la
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 65

utiliza en el libro sexto de la Ética a Nicómaco, al ocuparse de dos vir-


tudes dianoéticas, la técnica y la prudencia. La primera la define como
recta ratio factibilium, la producción recta o correcta, y la segunda
como recta ratio agibilium, la ordenada o adecuada actividad interna.
La escolástica medieval no se cansó de repetirlo. Pero dio a la expre-
sión recta ratio, recta razón, un sentido que ya no era aristotélico sino
estoico. Para Aristóteles, la técnica y la prudencia son tipos de razo-
namiento práctico, gobernado por la lógica dialéctica, de modo que la
recta razón consiste en la deliberación cuidadosa sobre las opiniones,
en orden a tomar decisiones prudentes. Recta razón es razón prudente.
Por el contrario, para el estoicismo la ratio es el lógos divino que hay
en la naturaleza, que no solo tiene carácter ontológico sino también
deontológico, y por tanto forma de ley, nómos, lex. He aquí cómo
articulaba todos estos elementos Crisipo, según el testimonio de Dió-
genes Laercio: «Lo justo es justo por naturaleza y no por convención,
como también lo son la ley y la recta razón». (Crisipo , 2006, 149).
De ahí el concepto de lex naturalis, que es también lex divina, porque
es la ley del Lógos. Esta ley puede percibirse adecuadamente o no. La
rectitud (rectitudo u orthótes) consiste en la adecuación al orden de
la naturaleza. Lo que impide esa rectitud son las partes irracionales
del alma, las pasiones, que por ello mismo deben ser anuladas, o al
menos controladas. Las proposiciones propias de esa ley no tienen la
condición de razonamientos dialécticos o probables, sino de razona-
mientos apodícticos, algo por completo ajeno al sistema aristotélico.
Ese es el gran parricidio que la tradición cometió con Aristóteles. A
partir del estoicismo, se reinterpreta en un sentido dogmático todo el
razonamiento práctico aristotélico y se hace de la ética un saber dog-
mático y especulativo, basado en la idea de orthòs lógos o recta ratio,
pero interpretada ahora como lex naturalis, no en el sentido de dóxa
u oppinio aristotélica. La literatura doxográfica antigua es recurrente
en testimoniar el rechazo frontal por parte del fundador de la escuela,
Zenón de Citio, de la dóxa u opinión como virtud dianoética. Cicerón
pone en boca de Zenón estas palabras: «El sabio nada opina, de nada
66 BIOÉTICA MÍNIMA

se arrepiente, en nada se equivoca, nunca cambia de idea» (Cappe-


lletti, 1996). Y en otro texto añade: «Que el sabio nada opina, [nunca]
fue defendido con gran empeño antes de Zenón». (Cappelletti, 1996).
Diógenes Laercio nos recuerda que para Zenón, «el sabio no emite
opiniones» (Cappelletti, 1996), y Estobeo escribe de Zenón: «El sabio
nada sostiene con vacilación, sino, al contrario, con firmeza y segu-
ridad, por lo cual tampoco opina». (Cappelletti, 1996). Y en Contra
académicos, Agustín de Hipona dice haber aprendido de Zenón «que
nada hay más torpe que el opinar». (Cappelletti, 1996). La enumera-
ción podría continuarse.
Se comprende que, para quienes así opinaban, la deliberación en-
tendida como método de la racionalidad práctica, al modo aristotélico,
careciera de sentido. Y es que una vez transformada la ética en una
disciplina apodíctica, la deliberación cambió necesariamente de sen-
tido. Ya advirtió Aristóteles que «sobre los conocimientos rigurosos y
suficientes no hay deliberación» (Et Nic III 3: 1112b 1); por tanto, «la
deliberación se da respecto de las cosas que generalmente suceden de
cierta manera, pero cuyo resultado no es claro, y de aquellas en que es
indeterminado». (Et Nic III 3: 1112b 8-9). De ahí que en el estoicismo
no quepa hablar de deliberación en sentido estricto, es decir, como
método de la racionalidad práctica. Cuando los estoicos utilizan el tér-
mino, es simplemente para designar el proceso de conocimiento o cla-
rificación de los dictados del lógos. Según Calcidio, el objetivo de la
deliberación era para Crisipo «aceptar lo presente, recordar lo ausente
y prever lo que ha de venir». (Crisipo, frg. 450). Por su parte, Marco
Aurelio considera que la deliberación es tarea que ya han hecho los
dioses, de tal modo que mi deliberación no puede tener otro objetivo
que asumir lo ya dicho por ellos a través de la naturaleza. (Meditacio-
nes, VI 44). De ahí el diferente concepto de «deber» propio de ambas
teorías: del deber como actuación prudente se pasa al deber como ac-
tuación conforme al orden de la naturaleza (a principiis naturae). Esto
es lo que significan en el estoicismo kathêkon, officium o deber, y ka-
tórthoma, officium perfectum o deber perfecto o acción recta.
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 67

Este cambio de enfoque del tema de la deliberación tuvo impor-


tantes consecuencias filosóficas que dieron como resultado la confi-
guración de dos ideas de la ética radicalmente distintas. Y ello porque
el papel que Aristóteles y el estoicismo conceden a la deliberación en
el razonamiento moral es completamente distinto. En Aristóteles la
deliberación parte de algo, que si bien es absoluto no tiene carácter
deontológico. Eso es lo que Aristóteles llama en el primer libro de la
Ética a Nicómaco los «bienes en sí». Estos bienes tienen la condición
de «fines», pero su realización depende de los «medios», es decir, de
las circunstancias concretas de la acción. La deliberación moral no
versa sobre los fines sino sobre los medios, como Aristóteles se en-
carga de repetir varias veces. De ahí que los «bienes en sí» funcionen
más como «valores en sí» o «valores intrínsecos» que como «leyes»
de obligado cumplimiento. Por eso no tienen carácter deontológico,
porque esos bienes son los fines de las cosas, que vienen impuestos
por la naturaleza, pero la ética no trata de ellos sino de los medios.
Y los medios nos dirán hasta qué punto o en qué condiciones pueden
alcanzarse o realizarse en la práctica. Entre otras cosas, pueden entrar
en conflicto entre sí, en cuyo caso habrá que ver por cuál se decide
uno, etc. Como Aristóteles escribe, «el juicio está en la percepción»
(Et Nic II 9: 1109b 23), por tanto, en la evaluación de la situación
concreta. Lo único obligatorio, el único deber es ser «prudente» tras
un adecuado ejercicio de «deliberación». Este es el sentido de la ética
aristotélica.
La ética estoica es completamente distinta. Los principios de que
parte el razonamiento moral no son «bienes en sí» o «valores» sino
«leyes», más en concreto, «leyes naturales». Parece que es un simple
cambio de nomenclatura o terminología, pero en el fondo se trata de
algo más profundo. La ley, a diferencia del bien, tiene carácter deon-
tológico, y por tanto es estrictamente moral. De ahí que para la ética
tenga la condición de norma absoluta y sin excepciones. Ahora no se
trata de valores sino de normas de obligado cumplimiento. De lo que
se deduce que la deliberación moral no tiene carácter «sustantivo»
68 BIOÉTICA MÍNIMA

sino solo «accidental». De lo que se trata es de ver cómo se aplica una


ley absoluta y sin excepciones en cada situación concreta. El único
objetivo de la deliberación es hacer posible la «obediencia» a la ley.
Así como la deliberación aristotélica es sustantiva y tiene por objeto
determinar lo que debemos hacer «prudentemente», el único objetivo
de la deliberación estoica es hacer posible en las situaciones concretas
la «obediencia» a la ley. Esta ley es la de la naturaleza, y por tanto tie-
ne, en muy buena medida, cuando no en toda, carácter «heterónomo».
De ahí que pueda concluirse diciendo que la deliberación aristotélica
fomenta la «autonomía», en tanto que la deliberación estoica es pro-
fundamente «heterónoma».
Este segundo sentido del término deliberación es el que asumie-
ron las tres religiones del libro, la judaica, la cristiana y la musulma-
na, y la que se impuso inmediatamente como canónica. De hecho, en
la historia de la ética occidental, la deliberación aristotélica, como
procedimiento de toma de decisiones prudentes, ha brillado por su
ausencia. No se encontrará en los textos medievales, escolásticos y
neoescolásticos, en los que el principio básico es siempre la obedien-
cia a la ley, afirmada de modo absoluto en su carácter deontológico,
de modo que la deliberación no atañe a la substancia de los deberes
sino solo a las circunstancias de su aplicación. Tal es el sentido de
la «casuística moral». Pero tampoco se encontrará la deliberación
aristotélica en los autores modernos. Es inútil buscar no ya el proce-
dimiento, sino el mismo término en autores como Espinoza, o Kant.
Todos han querido hacer una «ética según el orden de la geometría»
(ethica ordine geometrico demonstrata), algo por completo ajeno y
hasta opuesto a lo pensado y escrito por Aristóteles. Este ha sido el
gran parricidio. La historia de la deliberación es la de una secular,
milenaria ausencia. Iniciada por Aristóteles, desapareció inmediata-
mente después para no iniciar su rehabilitación más que a partir de la
segunda mitad del siglo XIX.
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 69

BIOLOGÍA DE LA DELIBERACIÓN

El resultado del epígrafe anterior es que hay, cuando menos, dos sen-
tidos del término deliberación, el aristotélico y el estoico, y que la
parte del león en la cultura occidental se la ha llevado el segundo de
ellos. En los dos casos se trata del método de la racionalidad práctica,
pero entendido de modo muy distinto. En el caso de Aristóteles se
parte de unos «bienes en sí» o de unos «valores», y a partir de ellos
se busca determinar el modo «prudente» de actuar en las situaciones
concretas, en tanto que en el estoicismo el punto de partida lo cons-
tituyen las «leyes naturales» entendidas como principios deontoló-
gicos absolutos y sin excepciones, de modo que la deliberación solo
versará sobre las «circunstancias» de aplicación de la ley o norma a
las situaciones concretas. Cabe decir, por ello, que en el primer caso
la deliberación moral tiene carácter «sustantivo», en tanto que en el
segundo es meramente «accidental».
En cualquier caso, la deliberación no es privativa de la ética. To-
dos los seres humanos deliberamos, y deliberamos continuamente.
No podemos vivir sin deliberar. Y es que deliberar es una necesidad
biológica. Los seres humanos estamos profundamente inadaptados a
nuestro medio. Al nacimiento, somos casi tan inmaduros como los
osos panda. Necesitamos de unos enormes cuidados. Y cuando con-
seguimos superar la llamada fase fetal posnatal, seguimos teniendo
unas cualidades biológicas muy pobres, incapaces de adaptarnos ade-
cuadamente al medio y permitir nuestra subsistencia. De acuerdo con
los principios darwinianos de adaptación al medio y supervivencia
del más apto, la especie humana estaría sin duda condenada al mayor
de los fracasos.
Pero la especie humana tiene un rasgo fenotípico que la diferencia
de todas las demás. Es ese rasgo que denominamos inteligencia espe-
cíficamente humana. La inteligencia, como el sistema nervioso en su
conjunto, procede de una hoja blastodérmica que es el ectodermo, la
hoja de la que se forman las cubiertas externas y los sistemas de re-
70 BIOÉTICA MÍNIMA

lación con el medio (piel, órganos de los sentidos, sistema nervioso).


La función del sistema nervioso es de anticipación o previsión, a fin
de hacer posible y viable el desplazamiento en el espacio. Cuanto más
complejo es el sistema nervioso, cuanto más estructurado está, mayor
es la capacidad de anticipación y previsión.
Pues bien, la inteligencia es un modo de anticipación y previsión,
que denominamos proyección. El ser humano proyecta sus actos, se
anticipa a ellos mediante un proceso mental. En eso consiste el pro-
yecto. Ser inteligente es tener esta capacidad de anticipación proyec-
tiva, es decir, ser capaz de hacer planes, de proponerse fines. Por eso
también el ser humano es moral, porque se propone fines y sale res-
ponsable, como mínimo ante sí mismo, de los fines que se propone.
Es la responsabilidad moral.
Pues bien, para proyectar hay que «deliberar», es decir, hay que
ponderar todos los factores que intervienen en una acción, antes de
decidir llevarla a cabo. Cuando conduzco un coche voy deliberando
conmigo mismo a qué velocidad debo ir o cuándo y cuánto tengo que
torcer el volante, etc.
No todas las acciones del ser humano son deliberadas. Lo con-
trario de las acciones deliberadas son las acciones automáticas, las
inconscientes, etc. Así como la corteza cerebral es el órgano de la de-
liberación, las estructuras mesencefálicas lo son de los automatismos
fundamentales de la vida. La evolución ha asegurado esas funciones
de modo automático, arrebatándoselas a la deliberación. Es también
un mecanismo de subsistencia. Si para respirar o para digerir tuvié-
ramos que deliberar, probablemente acabaríamos fracasando como
individuos biológicos.
La deliberación, como vemos, es un proceso natural en el ser hu-
mano. Pero ella es la que nos hace superar la propia naturaleza. Esto
es algo paradójico. La deliberación es natural en la especie humana,
pero su objetivo es antinatural, es transformar la propia naturaleza
convirtiéndola en otra cosa distinta de ella misma, que llamamos cul-
tura. El objetivo de la deliberación es este, la transformación de la
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 71

naturaleza en cultura. Por propia necesidad natural, el ser humano


tiene que desnaturalizar la naturaleza, necesita transformarla y hu-
manizarla; es decir, tiene que saltar sobre ella. La deliberación sirve
para transformar el medio natural en mundo cultural. El ser humano
no puede subsistir en un medio puramente natural, y de ahí que el
objetivo de todos sus proyectos sea la humanización del medio, su
transformación en un medio humanizado. La deliberación es el meca-
nismo por el que transformamos la naturaleza en cultura.
Esto se hace a través del proyecto. Y el proyecto humano consta
siempre de tres fases, una cognitiva, que identifica los «hechos» re-
levantes para el proyecto que hemos concebido, otra emocional, que
«valora» el proyecto de transformación de los hechos, y una tercera
práctica, que «realiza» el proyecto, que lo lleva a cabo haciéndolo
realidad. Hay, por tanto, un momento cognitivo, otro emocional y otro
práctico o activo. El tercer momento, el de realización, tiene por ob-
jeto «añadir valor» a los hechos, transformarlos de modo que ganen
valor. De ahí que todo lo que hace el ser humano sobre la tierra sea
transformar la naturaleza a través de los procesos de valoración y de
su realización práctica a través del trabajo.
La deliberación en que consiste todo proyecto específicamente hu-
mano tiene, pues, esos tres momentos: el relativo a los «hechos», otro
sobre los «valores» implicados y un tercero que tiene que ver con su
realización práctica, es decir, con lo que «debe» o no «debe» hacer.
Este último es el momento propiamente moral, el relativo a los «debe-
res». El deber moral es solo uno y siempre el mismo: realizar valores,
y realizarlos lo máximo posible. La ética no trata de lo bueno sino de
lo óptimo.
Cabe distinguir, pues, tres tipos diferentes de deliberación. Una
primera es la deliberación «técnica», que tiene que ver con los «he-
chos» del proyecto de que se trate. Otra segunda es la deliberación
«estimativa», relativa a los «valores» del caso. Y finalmente hay una
tercera, la deliberación «moral», cuyo objetivo es determinar los «de-
beres» en la situación concreta en que hay que tomar la decisión. La
72 BIOÉTICA MÍNIMA

decisión moral es la más compleja, porque estos tres tipos de delibe-


ración no se hallan articulados en paralelo sino en serie, de tal modo
que la deliberación estimativa necesita antes de la deliberación téc-
nica, y la deliberación moral no es posible si previamente no se han
llevado a cabo las otras dos.
Tendería a pensarse que si la deliberación tiene una base estricta-
mente biológica y su objetivo último es la subsistencia de los seres
humanos como seres vivos, el proyecto ha de tener siempre por obje-
tivo maximizar los resultados para el propio individuo que delibera.
Esto significa que la deliberación moral debería acabar siempre en la
defensa de un refinado egoísmo. El egoísmo biológico, selfishness,
generaría necesariamente un egoísmo moral, egoism. Pero esto, cu-
riosamente, no es así. Son conocidas las conductas llamadas «altruis-
tas» de los animales, hasta el punto de inmolarse individualmente a
favor de la especie. Esto se advierte también en la historia de la huma-
nidad. Los seres primitivos proyectaban no solo salvarse a sí mismos,
sino también a los próximos o cercanos, a los consanguíneamente
emparentados, a los del mismo clan, pueblo o tribu, etc. A lo largo
de la historia de la humanidad se ha ido produciendo una ampliación
progresiva de los incluidos en el proyecto moral. En Grecia se incluía
a todos los pertenecientes a la pólis. Y la Europa moderna, a los del
propio Estado. A partir de Kant, a la humanidad entera. Y hoy estamos
en el momento en que se está pasando del criterio kantiano de univer-
salización al de globalización, en el cual se incluyen no solo todos los
individuos humanos actualmente existentes, sino también los poten-
cialmente existentes y los nichos ecológicos de los seres humanos, y
por tanto los animales y el medio ambiente.
Todo esto plantea el tema, tan conocido en teoría evolucionista, de
que la evolución no busca la supervivencia de los individuos sino de
las especies, y por tanto de los rasgos biológicos adaptativos. La ética
tiene que ver con lo que debemos hacer no solo por nosotros mismos
sino por la especie humana entera, por toda la humanidad, para que
subsista sobre la tierra, y en condiciones humanamente dignas. ¿Se
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 73

conseguirá eso? Es muy dudoso. Es muy probable que ese rasgo feno-
típico que llamamos inteligencia no sea capaz de lograrlo, y que por
tanto fracase como mecanismo de adaptación al medio. Otros muchos
han fracasado antes que él, y la propia inteligencia ha fracasado en
todas las especies anteriores a la humana actual, incluida la del hom-
bre de Neanderthal. Si es así, no solo habrá fracasado la inteligencia
sino también la ética. En cualquier caso, nuestra obligación, la de
cada uno, no se modifica por esa sospecha. Todos tenemos el deber de
actuar como si el proyecto humano fuera a triunfar, aunque fracase.
Todos hemos de decir: «por mí, que no quede».
Aristóteles, que fue un gran biólogo, no conoció nada de esto que
acabamos de ver. Pero sí dijo algo tremendamente interesante, y que
siempre se ha interpretado en un sentido distinto al que ahora vamos
a ver aquí. Se trata de su definición del ser humano como zôon lógon
ékhon, animal dotado de lógos. La expresión no se encuentra exacta-
mente así en ningún pasaje de la obra aristotélica, pero hay un párrafo
en la Política que dice: «La razón por la cual el hombre es, más que
la abeja o cualquier animal gregario, un animal social (politikón ho
ántropos zôon) es evidente: la naturaleza, como solemos decir, no
hace nada en vano, y el hombre es el único animal que tiene palabra
(lógon dè mónon ánthropos ékhei tôn zóon). La voz es signo del dolor
y del placer, y por eso la tienen también los demás animales, pues su
naturaleza llega hasta tener sensación de dolor y de placer y signifi-
cársela unos a otros; pero la palabra es para manifestar lo conveniente
y de dañoso, lo justo y lo injusto, y es exclusivo del hombre, frente a
los demás animales, el tener, él solo, el sentido del bien y del mal, de
lo justo y de lo injusto, etc., y la comunidad de estas cosas es lo que
constituye la casa y la ciudad» (Pol I 2: 1253a 7-18).
La interpretación tradicional de ese texto aristotélico es bien cono-
cida: lógos se tradujo por ratio y como consecuencia se definió al ser
humano como un «animal racional». Pero en este texto el sentido pri-
mario que tiene es el de «palabra». Los animales tienen voz (phoné),
pero solo la voz humana es palabra (lógos). ¿Por qué? Un lingüista di-
74 BIOÉTICA MÍNIMA

ría que porque transmite significados y no solo signos o sonidos, pero


se puede ir más allá y, siguiendo al propio Aristóteles, decir que la
palabra se distingue de la voz porque «manifiesta lo conveniente y lo
dañoso, lo justo y lo injusto», «el sentido del bien y del mal, de lo jus-
to y de lo injusto». En la terminología que hemos utilizado antes, esto
significa que el lógos permite no solo ver las cosas y reaccionar ante
ellas, sino «valorarlas» en tanto que convenientes o dañosas, justas o
injustas, buenas o malas. El lógos es la característica propia del ser
humano que le permite «proyectar» a través de juicios de valor y de
deber. Y como todo eso consiste en deliberación, mi tesis es que cuan-
do Aristóteles afirma que el ser humano es un animal dotado de lógos,
no está afirmando tanto que sea un sujeto dotado de alma inmortal,
al menos en este párrafo, cuanto que es un animal capaz de deliberar.
Más que animal rationale, en el sentido clásico de esta expresión, el
ser humano es un animal deliberativum o animal deliberans.

LÓGICA DE LA DELIBERACIÓN

Si el ser humano es un animal dotado de lógos, hay que aclarar en qué


consiste esa cualidad o nota y cómo se ejercita. Es decir, hemos de
analizar la «lógica», la estructura del logos, o si utilizamos el término
lógica en su sentido técnico actual, la lógica del logos, por más que
esto parezca redundante.
El lógos tiene varios modos de actuar, el apodíctico, el dialéctico,
el retórico y el erístico o sofístico sofístico (Top I 1: 100a 35-101a 4).
Estos dos últimos se diferencian por su finalidad, que en un caso es la
persuasión lícita y en el otro la dominación (definida, al modo de Max
Weber, como el proceso por el que se consigue que el otro haga lo que
nosotros queremos que haga, pero de modo que él crea que hace lo que
quiere). Por tanto, esos modos de actuar no vienen definidos por su es-
tructura lógica sino por su finalidad. Las estructuras lógicas que admi-
te Aristóteles son fundamentalmente dos, la apodíctica y la dialéctica.
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 75

La primera no es deliberativa. «Sobre los conocimientos rigurosos y


suficientes (tôn epistemôn) no hay deliberación», dice Aristóteles (Et
Nic III 3: 1112b 1). Pero la segunda, sí. Más aún, para Aristóteles la
deliberación es el método propio del razonamiento dialéctico.
El razonamiento dialéctico se caracteriza, como ya sabemos, por-
que parte de premisas que no son autoevidentes y verdaderas sino
solo plausibles, opinables o probables. La base de estos razonamien-
tos no son «verdades» sino «opiniones». La opinión es racional, pero
no agota la racionalidad del asunto, de modo que siempre puede haber
otras opiniones, también racionales pero distintas o incluso opuestas a
la nuestra, que puedan darse sobre el asunto. De ahí que en el mundo
de la opinión sea conveniente enriquecer el juicio mediante la acumu-
lación de opiniones, o mejor, mediante el intercambio de opiniones.
El lógos se convierte así en un dia-légein, en un diálogo. El lógos de
este tipo de razonamientos es intrínseca y esencialmente dialógico.
Lo es incluso cuando estamos solos y deliberamos con nosotros mis-
mos. El «monólogo» es un diálogo que uno realiza consigo mismo.
Pero se comprende que ese dia-légein, aunque pueda ser individual,
tienda, por su propia naturaleza, a hacerse colectivo. El razonamiento
dialéctico típico es un razonamiento compartido, y la deliberación se
hace en él común, colectiva. De este modo, incrementamos lo que es
el objetivo de la deliberación, que es la toma de decisiones, no verda-
deras, puesto que ello no es posible, sino prudentes (Top I 1).
La deliberación, como hemos visto, es por su propia naturaleza
dialógica, y por ello mismo colectiva. Así se explica que Aristóteles
considere que la perfección moral solo puede darse en la pólis, la
ciudad. Esto se ha interpretado siempre en el sentido de que el ser
humano solo carece de autárkeia, de suficiencia, y que la única uni-
dad plenamente suficiente es la ciudad. Por tanto, solo en ella puede
lograrse la perfección propia de la naturaleza humana, la eudaimonía.
Pero esto, con ser verdad, no es toda la verdad, ni quizá tampoco la
verdad primaria. Porque la pólis es también necesaria desde el punto
de vista lógico o epistemológico, ya que en ella es donde el diálogo
76 BIOÉTICA MÍNIMA

puede llevarse a cabo con plena suficiencia, en plenitud, y por tanto


las decisiones que se tomen pueden considerarse realmente «pruden-
tes». En la pólis se alcanza la perfección no solo ontológica y moral
sino también lógica. Más aún, solo a través de esta primera pueden
alcanzarse las otras dos. En el régimen político aristocrático, la deli-
beración colectiva o política se hace en las magistraturas, como luego
veremos. Y en el régimen democrático, en las asambleas. El tipo de
deliberación política puede ser distinto, pero en ambos casos es colec-
tiva, más o menos colectiva.
Ahora podemos leer un párrafo de la Política que se halla inme-
diatamente después del que antes vimos. Dice así: «Es evidente que la
ciudad es por naturaleza anterior al individuo, porque si el individuo
separado no se basta a sí mismo será semejante a las demás partes en
relación con el todo, y el que no puede vivir en sociedad, o no nece-
sita nada por su propia suficiencia (autárkeia), no es miembro de la
ciudad, sino una bestia o un dios. Es natural en todos la tendencia a
una comunidad tal, pero el primero que la estableció fue causa de los
mayores bienes; porque así como el hombre perfecto es el mejor de
los animales, apartado de la ley y de la justicia es el peor de todos: la
peor injusticia es la que tiene armas, y el hombre está naturalmente
dotado de armas para servir a la prudencia y la virtud, pero puede
usarlas para las cosas más opuestas. Por eso, sin virtud, es el más
impío y salvaje de los animales, y el más lascivo y glotón. La justicia,
en cambio, es cosa de la ciudad, ya que la justicia es el orden de la
comunidad civil, y consiste en el discernimiento de lo que es justo»
(Pol I 2: 1253a 25-38).
Como puede verse en este párrafo, la pólis es necesaria «para ser-
vir a la prudencia y la virtud», cosas que requieren, como la justicia,
«discernimiento» (krísis). Ese discernimiento puede hacerse indivi-
dualmente, pero la perfección de la justicia y de la virtud exige hacer-
lo colectivo. Que esta sea la finalidad de la política, permite entender,
según Aristóteles, que «el fin de la comunidad política son las buenas
acciones y no la convivencia» (Pol III 9: 1281a 2-4).
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 77

Esto aclara varias cosas. Una, por qué la ética es para Aristóteles
una parte de la política. Este es un tema que nunca ha recibido una
explicación del todo convincente. La correcta, a mi modo de ver, es
la que toma las palabras de Aristóteles en sentido estricto, y por tanto
afirma que no puede llegarse a la perfección moral fuera de la ciudad,
porque solo en ella el dia-légein puede llevarse a cabo de modo sufi-
ciente, de forma que la deliberación compartida o colectiva permita
el logro de la prudencia. «Si existe algún fin de nuestros actos que
queramos por él mismo y los demás por él, y no elegimos todo por
otra cosa, es evidente que ese fin será lo bueno y lo mejor. Y así, ¿no
tendrá su conocimiento gran influencia sobre nuestra vida, y, como
arqueros que tienen un blanco, no alcanzaremos mejor el nuestro? Si
es así, hemos de intentar comprender de un modo general cuál es y
a cuál de las ciencias o facultades pertenece. Parecería que ha de ser
el de la más principal y eminentemente directiva. Tal es manifiesta-
mente la política. En efecto, ella es la que establece qué ciencias son
necesarias en la ciudad y cuáles ha de aprender cada uno, y hasta
qué punto. Vemos, además, que las facultades más estimadas le están
subordinadas, como la estrategia, la economía, la retórica. Y puesto
que la política se sirve de las demás ciencias prácticas y legisla ade-
más qué se debe hacer y de qué cosas hay que apartarse, el fin de ella
comprenderá los de las demás ciencias, de modo que constituirá el
bien del hombre; pues aunque el bien del individuo y el de la ciudad
sean el mismo, es evidente que será mucho más grande y más perfecto
alcanzar y preservar el de la ciudad, porque, ciertamente, ya es apete-
cible procurarlo para uno solo, pero es más hermoso y divino para un
pueblo y para ciudades» (Et Nic I 2: 1094a 18-b 10). La política es,
pues, el saber directivo, y lo es porque en ella la deliberación puede
llegar a su plenitud, de modo que se logre la máxima prudencia, que
es la virtud fundamental del gobernante. Esto explica que la pruden-
cia por antonomasia fuera para Aristóteles, lo mismo que para toda la
tradición anterior a las revoluciones liberales, la prudencia política.
«Vemos que toda ciudad es una comunidad y que toda comunidad
78 BIOÉTICA MÍNIMA

está constituida en vista de algún bien, porque los hombres siempre


actúan mirando a lo que les parece bueno; y si todos tienden a algún
bien, es evidente que más que ninguna, y al bien más principal, la
principal entre todas y que comprende todas las demás, a saber, la
llamada ciudad y comunidad civil» (Pol I 1: 1252a 1-7).
El hecho de que la deliberación deba ser colectiva y ciudadana no
quiere decir que todos los miembros de la ciudad tengan que partici-
par en la deliberación. En la Política, Aristóteles recuerda la idea de
Platón de que en la pólis la multitud de sus habitantes está divida en
dos partes: «la de los campesinos y la de los defensores, y extrae de
estos últimos una tercera, la de los consultores (bouleuómenon) y rec-
tores de la ciudad» (Pol II 6: 1264b 31-34). Solo estos últimos son los
deliberantes, al menos en los regímenes aristocráticos, que son los que
Aristóteles propugna. Esta ha sido la opinión clásicamente mantenida
hasta el siglo XVII. Lo cual hizo que Aristóteles distinguiera entre el
«hombre bueno» y el «buen ciudadano». Todos los que viven en una
ciudad tienen que ser buenos ciudadanos, pero no todos ellos serán
hombres buenos (para los antiguos, a los artesanos les resultaba casi
imposible el ser buenos). Los campesinos y los defensores tendrán
que ser buenos ciudadanos sin ser hombres buenos. Esto solo pueden
alcanzarlo mediante la obediencia, de modo que la deliberación será
propia de los que mandan en la ciudad, y la obediencia propia de
quienes deben obedecer. «Es imposible que la ciudad se componga
exclusivamente de hombres buenos, pero cada uno debe cumplir bien
su función, y esto requiere virtud; por otra parte, como es imposible
que todos los ciudadanos sean iguales, no será una misma la virtud del
ciudadano (areté polítou) y la del hombre bueno (andròs agathoû).
En efecto, la virtud del buen ciudadano han de tenerla todos (pues así
la ciudad será necesariamente la mejor), pero es imposible que tengan
la del hombre bueno» (Pol III 4: 1276b 37-1277a 5). Donde deben
coincidir ambas condiciones es en el gobernante: «El gobernante rec-
to debe ser bueno y prudente y el político tiene que ser prudente» (Pol
III 4: 1277a 13-16).
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 79

La deliberación no es virtud exclusiva del gobernante, sino de


todos aquellos que forman parte de «asambleas» y «magistraturas».
Esos son los cuerpos deliberativos de que debe constar una ciudad, y
los únicos con poder deliberativo en los regímenes aristocráticos. «Es
claro que el gobernante tiene que ser legislador y que ha de haber le-
yes, pero no que se apliquen en los casos que caen fuera de su alcance
[es decir, fuera del alcance del rey], ya que deben decidir todos los
demás. En cuanto a las cuestiones que la ley no puede decidir en ab-
soluto o no puede decidir bien, ¿deben estar al arbitrio del mejor o de
todos? En la actualidad todos reunidos juzgan, deliberan y deciden, y
estas decisiones se refieren todas a casos concretos. Sin duda cada uno
de ellos, tomado individualmente, es inferior al mejor, pero la ciudad
se compone de muchos, y por la misma razón que un banquete al que
muchos contribuyen es mejor que el de uno solo, también juzga mejor
una multitud que un individuo cualquiera» (Pol III 15: 1286a 21-31).
Los órganos de deliberación colectiva de la ciudad son las asambleas
y magistraturas. En una descripción muy detallada de los roles de la
ciudad, escribe Aristóteles: «Una séptima clase es la de los que sirven
a la ciudad con su patrimonio, la que llamamos los ricos; la octava es
la que sirve en los servicios públicos (demiourgikón) y las magistra-
turas (arkhas leitourgías), puesto que sin magistrados (arkhónton) no
puede existir la ciudad. Tiene que haber, por tanto, algunos ciudada-
nos capaces de ejercer las magistraturas y desempeñar los servicios
públicos, de un modo permanente o por turno. Quedan las clases que
acabamos de definir: la deliberativa y la que juzga en caso de litigio.
Si la ciudad, pues, tiene que contar con todos estos elementos y todos
han de desempeñar sus funciones bien y justamente, tendrá que haber
algunos ciudadanos que participen de la virtud de los políticos» (Pol
VI 4: 1291a 33-b 2).
Del estamento deliberativo de la ciudad se ocupa Aristóteles en
el capítulo 14 del libro VI (IV) de la Política. En él distingue el
poder deliberativo de las magistraturas de la administración de justi-
cia. De estos dos, el poder deliberativo es «el supremo de la ciudad»
80 BIOÉTICA MÍNIMA

(Pol VIII 1: 1316b 32). El que pertenece al cuerpo deliberativo es


el ciudadano por antonomasia: «Llamamos, en efecto, ciudadano al
que tiene derecho a participar en la función deliberativa o judicial de
la ciudad» (Pol III 3: 1275b 17-20). «El elemento deliberativo tiene
autoridad sobre la guerra y la paz, las alianzas y su disolución, la
pena de muerte, de destierro y de confiscación, el nombramiento de
las magistraturas y la rendición de cuentas». Tal poder está en todos
los ciudadanos en las democracias, en tanto que en las oligarquías
solo deliberan algunos ciudadanos, etc.
Esta idea de que solo pueden deliberar los mejores y que los de-
más deben obedecer, es inherente al concepto griego de deliberación.
Ello explica que el término boúleusis se tradujera al latín por consi-
lium, y que deliberatio quedara como término técnico, utilizado solo
en contextos filosóficos. El verbo griego bouleúo significa analizar
intelectualmente una cuestión antes de decidir. De él deriva el sus-
tantivo propio Boulé, Consejo de ancianos o Senado. Y de este deriva
el sustantivo abstracto boúleusis. Consulo es el verbo latino que se
corresponde con el griego bouleúo: significa considerar, reflexionar o
deliberar. De él deriva el sustantivo Consul, la más elevada magistra-
tura del Estado romano en la época de la república. Los cónsules eran
dos, y tomaban decisiones mancomunadas. El acto de reunirse para
deliberar se llamaba consilium o concilium. Sus decisiones recibían el
nombre de consulta o consilia. Con Cicerón, la cuestión se complicó,
sin duda porque el término consilium había pasado ya de significar el
proceso deliberativo a designar la decisión tomada. De nuevo la inter-
pretación estoica había triunfado sobre la aristotélica. De ahí que para
designar el proceso de análisis, Cicerón introdujera en el idioma latino
el neologismo deliberatio, con un sentido similar al aristotélico. Pero
su uso fue muy restrictivo durante la Edad Media.
De un modo u otro, los cuerpos políticos han de poseer órganos de-
liberativos, como ya hemos visto al final del epígrafe anterior. En los
regímenes monárquicos clásicos, la deliberación era individual, del
monarca o de este y sus consejeros. En el oligárquico, de los miem-
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 81

bros del pequeño grupo que gobierna, y en el democrático, de todos


los ciudadanos. Aristóteles, igual que Platón, considera que el régi-
men mejor es el aristocrático, aquel en que gobiernan los mejores. «El
nombre de aristocracia puede aplicarse legítimamente al régimen que
hemos estudiado en los primeros libros» (Pol VI 7: 1293b 1-3). Pero
si no resulta posible o no funciona, si no gobiernan los mejores, en-
tonces la democracia puede ser el régimen mejor. «Que la masa debe
ejercer la soberanía más bien que los que son mejores, pero pocos,
podría parecer plausible y, aunque no exenta de dificultad, encerrar
tal vez algo de verdad. En efecto, los más, cada uno de los cuales es
un hombre incualificado, pueden ser, sin embargo, reunidos, mejores
que aquellos, no individualmente, sino en conjunto. […] Como son
muchos, cada uno tiene una parte de la virtud y de prudencia, y, reu-
nidos, viene a ser la multitud como un solo hombre con muchos pies,
muchas manos y muchos sentidos, y lo mismo ocurre con los caracte-
res y la inteligencia» (Pol III 11: 1281a 40-b 7).
El término que en el párrafo anterior se ha traducido por «masa»
es plêthos, que significa multitud en número, o masa en volumen.
La traducción por «masa» es interesante, sobre todo proviniendo de
María Araujo, una discípula de Ortega. Este tema, en efecto, le pre-
ocupó mucho a Ortega, y es el argumento de su libro La rebelión
de las masas, uno de los textos de Ortega peor comprendidos. La
tesis que defiende Ortega en ese libro es que tradicionalmente se
consideraba que quienes debían gobernar eran «los mejores», no la
masa. Pero con las revoluciones liberales, la masa, que no ha dejado
de ser masa, se ha rebelado, haciéndose con el gobierno. Eso es lo
que él llama «la rebelión de las masas». Ortega siempre creyó que
debían gobernar los mejores, y esa es la razón de que interviniera
en política, primero con la Liga para la Educación Política (1914),
y luego con la Agrupación al servicio de la República (1931). En
ambas ocasiones fracasó. Pero sigue siendo verdad que el problema
de nuestras democracias es que no están compuestas por «ciudada-
nos» autónomos y responsables, sino por «súbditos» heterónomos.
82 BIOÉTICA MÍNIMA

La razón está en que la deliberación no se ha extendido al conjunto


de la sociedad. O quizá mejor, que el sentido de la deliberación que
ha imperado antes de las revoluciones liberales y también después de
ellas, es el «heterónomo», propio de la tradición estoica, y no el «au-
tónomo», el más propio de la tradición aristotélica. En la vida moral
todos comenzamos siendo heterónomos, es decir, obedeciendo a las
distintas instancias normativas, empezando por la paterna, pero la
madurez moral se consigue con el logro de la autonomía. Pues bien,
el modelo estoico es el más propio de la tradición heterónoma, como
el aristotélico lo es de la autónoma. El problema de nuestra sociedad,
por más que se considere liberal y autónoma, es que en ella sigue
imperando la idea de que correcto es lo que se ajusta a la ley, y que
el buen ciudadano es el obediente. Todo, los usos, las costumbres,
las normas, los medios de comunicación, la propia educación, van en
el sentido de formar personas heterónomas, regidas por lo que Hei-
degger llamaba «las habladurías», expresadas siempre en la forma
del das Man, el impersonal «se» dice o el «uno» dice. Al preguntar
¿quién lo dice? La respuesta es «nadie» en concreto.
Tras este análisis de lo que es la deliberación desde el punto de
vista lógico como el método propio del razonamiento dialéctico, y
de su historia en la cultura y la filosofía occidentales, llegamos a una
conclusión sorprendente: la ética, para ser tal, ha de estar presidida
por la idea de deber, el hacer lo que se debe, lo que cada uno debe
hacer en cada momento, evitando el impersonal se, algo que exige
autonomía. Pero el actuar por deber es raro, muy infrecuente en la
conducta de los seres humanos, como lo es el gobernar la vida de
modo realmente autónomo, no heterónomo. Kant llamaba a este mis-
terio el «mal radical». Hannah Arendt denominó «la banalidad del
mal» al actuar por criterios heterónomos o distintos del puro deber.
Pues bien, ahora podemos añadir que no solo son raras en la especie
humana la autonomía y la actuación por el móvil del deber, sino que
también lo es la deliberación. La deliberación es lo que diferencia
a la persona autónoma del «hombre masa» de que habla Ortega. Es
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 83

lo que caracteriza al inner directed man de Riesman frente al other


directed man. Una rareza. Pero ese y no otro es el objetivo directo
de la ética.

LA DELIBERACIÓN MORAL

La deliberación no es el método exclusivo de la ética sino, según


Aristóteles, el propio de la racionalidad práctica, de toda la racionali-
dad práctica. Siempre que se trate de tomar decisiones, tanto técnicas
como éticas, será necesario acudir a la deliberación.
Generalmente se ha considerado que la deliberación ética y la deli-
beración técnica son distintas, y que una no tiene nada que ver con la
otra. La una, la ética, trata de la actividad humana, de las decisiones
que uno toma en su interior, en tanto que la otra trata de las acciones
externas, es decir, de las producciones, de los productos, de lo que
uno hace. Así establecida la distinción entre prâxis y poíesis, entre
agere y facere, ha sido usual concluir que la deliberación ética tiene
en cualquier caso prioridad sobre la técnica, dado que la acción ex-
terna exige la actividad interna, en tanto que hay muchas actividades
internas que no acaban en acción externa o producción.
Pienso que ese modo de plantear el tema no es, al menos hoy, co-
rrecto. Y ello porque el campo de lo que Aristóteles denominaba poíe-
sis, es el propio de lo que hoy llamamos tecnociencia. La razón está en
que lo «producido» o «construido» cubre hoy todo el ámbito de lo que
se denominan «hechos». No es posible hacer una evaluación moral de
algo sin partir de los hechos. Y los hechos son productos de nuestra
actividad en el mundo, especialmente de los datos que nos aportan la
ciencia y la técnica. La deliberación moral tiene que partir del análisis
de esos hechos. Lo cual significa que en vez de ser ulterior a la delibe-
ración moral, hay que considerarla más bien previa a ella.
Hay un segundo momento, que es la deliberación sobre los va-
lores. Esto no se halla diferenciado de modo explícito en el modelo
84 BIOÉTICA MÍNIMA

aristotélico, dado que sitúa el análisis de los valores al comienzo de


la ética, como un prerrequisito de la deliberación moral. En cualquier
caso, es distinto y debe vérsele como un momento autónomo. El iden-
tificar excesivamente los valores con la ética es lo que ha llevado
insensiblemente al modelo estoico de deliberación, aquel que antes
hemos criticado.
Finalmente, está la deliberación propiamente moral. Esta se monta
siempre y necesariamente sobre los hechos y sobre los valores. Es
un error pensar que la deliberación moral depende solo de sí mis-
ma. Es un error en el que se cae continuamente en los debates sobre
problemas morales en los medios de comunicación. Se hacen juicios
morales sin un buen análisis de los hechos del caso y de los valores
implicados. Es algo que no puede conducir más que a decisiones in-
correctas e imprudentes.

La deliberación sobre los hechos

Por hechos entendemos aquí no solo lo que Bergson llamaría «los da-
tos inmediatos de la conciencia», lo que vemos u oímos, sino también
los hechos científicos, que nunca son de evidencia inmediata. Esto es
de enorme importancia, ya que sobre los hechos inmediatos podemos
formular proposiciones «ciertas» (por ejemplo, «está lloviendo»), pero
no sobre los hechos científicos. La ciencia se expresa en formulacio-
nes universales, y estas parten siempre de una base empírica limitada.
Lo cual significa que tales proposiciones no son nunca ciertas sino
solo probables o falsables. Esto hace que las proposiciones científicas
hayan de someterse continuamente a revisión. No hay proposiciones
científicas de carácter absoluto. Trabajar con hechos significa manejar
incertidumbre, porque las situaciones concretas añaden siempre a la
abstracción de cualquier teoría científica un cúmulo de circunstancias
y previsibles consecuencias que la mente humana nunca puede agotar.
Los juicios sobre hechos no son apodícticos sino dialécticos. De ahí la
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 85

necesidad de deliberar sobre ellos, a fin de manejarlos del modo más


razonable posible. Téngase en cuenta, además, que los hechos están
siempre mediados por múltiples factores, educacionales, históricos,
culturales, personales, etc., de modo que nunca podemos agotarlos,
y que cada ser humano es un punto de vista sobre cada uno de los
hechos. Eso es lo que le hizo decir a Ortega que «cada ser humano
es un punto de vista esencial sobre el universo». Tal es el origen de la
hermenéutica. Por eso es necesario deliberar sobre los hechos, tanto
individual como colectivamente. La medicina es un buen ejemplo de
esto. El médico necesita deliberar consigo mismo sobre los hechos
clínicos de un caso, o de un paciente que tiene delante. Los protocolos
y las guías clínicas le dirán lo que «en general» debe hacerse, pero él
necesitará añadir a eso las circunstancias concretas del caso y las con-
secuencias previsibles, que nunca podrá agotar. Lo cual explica que,
en los casos complejos, la deliberación deba superar el nivel individual
y hacerse colectiva. Eso es una «sesión clínica». Los juicios de hecho
son siempre y por necesidad dialécticos, no apodícticos (estos son solo
los analíticos), y por tanto en ellos la deliberación es imprescindible.
La deliberación sobre los hechos, reduciendo la incertidumbre sobre
ellos a límites razonables o prudentes, es el primer paso de todo proce-
so de deliberación moral.

La deliberación sobre valores

El segundo nivel de la deliberación es el relativo a los valores. Los va-


lores se montan sobre los hechos. Valorar es un momento indispensa-
ble de todo proyecto humano. Y sobre ellos es preciso deliberar. Esto,
por más que parezca extraño, es toda una novedad. Los valores se han
manejado a lo largo de la cultura occidental de dos modos, a cuál más
incorrecto. El primero es el clásico, para el que los valores eran reali-
dades objetivas, al modo de las ideas platónicas, evidentes por sí mis-
mas y que solo la mala educación o la locura pueden distorsionar. En
86 BIOÉTICA MÍNIMA

cualquiera de estos dos casos, al individuo debe exigírsele que asuma


los valores que por ser objetivos deben regir la vida de los seres huma-
nos. Por tanto, ante los valores hay que tener una actitud «beligerante»
e «impositiva», incluso utilizando la fuerza. Ni que decir tiene que de
este modo de entender los valores está excluido todo pluralismo. Es
lo que cabe llamar el monismo axiológico, una constante en la his-
toria occidental hasta las revoluciones liberales modernas. Entonces
se impuso la tesis contraria, la del pluralismo: los valores son com-
pletamente subjetivos e irracionales, y sobre ellos, por tanto, no cabe
discutir sino solo «tolerar» y «respetar». De la beligerancia se pasó a la
tolerancia. Mi opinión es que ninguna de esas posturas es correcta. Los
valores no se deben imponer, pero tampoco meramente tolerar; sobre
ellos hay que deliberar, y esa deliberación tiene que ser tanto individual
como colectiva. La razón de ello es que tenemos la obligación, no de
que sean racionales, pero sí razonables y prudentes. Y ya sabemos que
el modo de buscar razonabilidad y prudencia en nuestras decisiones es
a través de la deliberación. Actualmente está de moda la deliberación
colectiva para el establecimiento de normas públicas o aplicables a
todos. Así lo expresa Rawls, y tal es también la propuesta de Haber-
mas. Se delibera colectivamente para pactar normas públicas. Lo de-
más queda a la gestión privada de las personas, que tanto Rawls como
Habermas parecen entender de acuerdo con el segundo de los modelos
descritos, el subjetivista, en el que cualquier ejercicio de racionalidad
resulta imposible. En estos últimos años, tanto Rawls como Habermas
se han interesado por el valor religioso, que siempre habían dejado al
margen, puesto que cada persona debía gestionarlo privadamente, de
acuerdo con su proyecto de vida. No parece que se hayan apeado de
esta tesis, pero sí han caído en la cuenta de que la deliberación racional
sobre normas a fin de llegar a acuerdos generalizables al conjunto de
la sociedad resulta incompatible con el fanatismo y la intolerancia,
y que esto exige incluir en la deliberación un valor, el religioso, que
por principio habían excluido. Aún así, este asunto solo les interesa en
tanto afecta a su teoría de consenso universal o colectivo de normas, y
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 87

no porque la deliberación deba afectar a todos los valores, y no solo a


los implicados en la elaboración de normas colectivas. Por otra parte,
los valores entran en conflicto, razón por la cual para resolver los con-
flictos de valor la deliberación también resulta imprescindible. Lo cual
nos abre al tercer y último nivel, la deliberación sobre deberes.

La deliberación sobre los deberes

Las proposiciones de deber son siempre de «futuro contingente». Esto


significa que son por necesidad decisiones sobre lo que haremos en el
futuro, aunque ese futuro sea inmediato, y que por tanto están afecta-
das por la contingencia del momento, es decir, por las circunstancias
y por las consecuencias previsibles. Esto hace en ellas imprescindible
la deliberación, que tendrá por objeto añadir a la deliberación sobre
los hechos y sobre los valores, el análisis de las circunstancias en que
vaya a tomarse la decisión y la previsión de las consecuencias rele-
vantes. Solo podrían ser proposiciones absolutas, y por tanto nece-
sarias y sin excepciones, si fuéramos capaces de formular principios
morales a priori de carácter absoluto. Ahora bien

• Caso de ser proposiciones analíticas, tales principios resultarían


ser puramente tautológicos. Algo muy frecuente en ética. Así, el
clásico principio «debe hacerse el bien y evitarse el mal» (bonum
est faciendum et malum vitandum) es una pura tautología, ya que
en la definición de bien va incluido el predicado. Lo mismo sucede
cuando formulamos proposiciones del tipo «la violación es siem-
pre mala», porque en el término violación hemos incluido ya el
abuso del cuerpo de una persona en contra de su voluntad. Todas
las proposiciones llamadas de ley natural suelen ser de este tipo.

• Caso de ser, por el contrario, proposiciones sintéticas de carácter


empírico, tendrían que derivar de la experiencia. Pero las pro-
88 BIOÉTICA MÍNIMA

posiciones de experiencia no pueden ser a la vez universales y


ciertas. Para poderlas formular de modo universal hemos de par-
tir de una experiencia que es siempre limitada, y por tanto la
formulación universal tiene un defecto de base empírica que la
hace necesariamente probable, no cierta. Por tanto, no hay pro-
posiciones empíricas de contenido moral que puedan afirmarse
como universales y ciertas. Kant dijo que el imperativo categóri-
co era una proposición sintética a priori, precisamente para evi-
tar el carácter tautológico de las proposiciones analíticas. Pero
para dotarla de universalidad se vio obligado a privarla de ca-
rácter deontológico y darle el estatuto de proposición meramente
formal y canónica. Y de todos modos, la corrección del proce-
dimiento kantiano pende de la de su propia teoría de los juicios
sintéticos a priori.

La deliberación moral exige pasar por estos tres niveles. No cabe re-
ducirla al tercero. De ahí su dificultad. Basta asomarse a las tertulias
de la radio o de la televisión para ver cómo se hacen afirmaciones
morales sin un análisis adecuado de los hechos y de los valores que
están en la base del problema. Así no puede hacerse una verdadera
deliberación moral, ni por tanto llegarse a conclusiones razonables,
responsables o prudentes.

DIFICULTADES DE LA DELIBERACIÓN

Por más que la deliberación sea una característica inherente a la


especie humana y el objetivo último de esa cualidad o nota que lla-
mamos inteligencia, hemos visto que deliberar bien es muy difícil,
ya que se trata de un tipo de razonamiento basado en la probabili-
dad o plausibilidad, y que en ese campo los juicios son tanto más
prudentes cuanto resultan más compartidos o debatidos; mejor, más
deliberados. Ahora bien, esto último es muy difícil de hacer. De ahí
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 89

que la deliberación estricta necesite de ciertas condiciones previas,


sin las cuales no puede llevarse a cabo.
Los antiguos tuvieron claro que esto de la deliberación es muy
difícil, y que necesita de unas cualidades poco frecuentes. Para ellos,
solo se hallaban capacitados para la deliberación moral y política
quienes recibían una educación previa. Esa educación no era la pro-
pia de las «artes serviles» sino la de las «artes liberales» (cf. Pol V
2: 1337 b-1338a). Para Aristóteles «resulta evidente que en la ciudad
mejor gobernada y que posee hombres justos en absoluto y no según
los supuestos del régimen, los ciudadanos no deben llevar vida de
obreros ni mercaderes (porque tal género de vida carece de nobleza y
es contrario a la virtud) ni tampoco deben ser labradores los que han
de ser ciudadanos (porque tanto para que se origine la virtud como
para las actividades políticas es indispensable el ocio, skholé)» (Pol
IV 9: 1328b 37-1329a 2; cf. 1337 b). Está claro, pues, que se requiere
«escuela», «educación». «El gobernante recto debe ser bueno y pru-
dente y el político tiene que ser prudente. Incluso la educación del
gobernante dicen algunos que debe ser distinta» (Pol III 4: 1277a 13-
17). Es lo que en la Edad Media dio lugar a la literatura de educación
del gobernante (de regimine principum).
¿Cómo debe ser esta educación? Aristóteles dice que «los hom-
bres resultan buenos y cabales por tres cosas, que son: la naturaleza,
el hábito y la razón (phýsis éthos lógos)» (Pol IV 13: 1332a 39-40),
o que su buena condición moral «requiere naturaleza, hábito y razón
(phýseos kaì éthous kaì lógou)» (Pol IV 15: 1334b 6-7). Lo primero
que se necesita es una buena naturaleza: «En primer lugar, en efecto,
es preciso nacer como hombre y no como uno cualquiera de los ani-
males, y además con cierta cualidad de cuerpo y alma» (Pol IV 13:
1332a 40-42). Por naturaleza no entiende Aristóteles solo la constitu-
ción física, sino también ciertas condiciones del medio. Pertenece a
la naturaleza, en efecto, el medio en el que uno nace y vive, el medio
ambiente, el tipo de ciudad, si es muy populosa, fría, seca, húmeda,
etc. Aquí Aristóteles integra la tradición hipocrática del escrito De
90 BIOÉTICA MÍNIMA

aires, aguas y lugares, que parece conocer (cf. Pol IV 11: 1330a 34-
1331a 14). La naturaleza integra también las condiciones geográficas,
y no solo la geografía física sino también la llamada geografía huma-
na. No es bueno vivir en climas extremos, muy fríos y muy calientes.
«La raza griega, así como ocupa localmente una posición intermedia,
participa de las características de ambos grupos y es a la vez briosa e
inteligente; por eso no solo vive libre, sino que es la que mejor se go-
bierna y la más capacitada para gobernar a todos los demás si alcanza
la unidad política» (Pol IV 7: 1327b 29-34). La naturaleza comprende
también las condiciones que hoy llamamos sociales.
La naturaleza viene dada por el nacimiento. Pero el hábito y la
razón dependen de la educación, y por tanto constituyen lo que tradi-
cionalmente se ha denominado la «naturaleza segunda». Aristóteles
entiende por hábito el control de las partes irracionales del psiquismo,
la concupiscible y la irascible, y por razón la propia de la parte supe-
rior, intelectiva o racional (cf Pol IV 15: 1334b 1-28). El hábito tiene
que ver con las llamadas «virtudes éticas o morales», y la razón con
las «virtudes dianoéticas o intelectuales».
Todo eso es lo que Aristóteles considera necesario para una buena
deliberación: buena naturaleza, buenos hábitos y buena inteligencia.
Hoy las cosas son, sin duda, muy distintas, pero el problema sigue
siendo el mismo que en tiempos de Aristóteles: qué condiciones se
necesitan para deliberar bien (euboulía).
Hay unas que tienen que ver con la naturaleza. Hay personalidades
tan rígidas que en ellas la deliberación resulta prácticamente imposi-
ble. Cuando esta rigidez es patológica, constituye un capítulo de los
que en Psiquiatría se llaman «trastornos de la personalidad» o «perso-
nalidades anormales». Una de ellas es la «personalidad fanática». Esto
también lo conoció Aristóteles, que lo llama akolasía o «perversión»
o «desenfreno», a diferencia de la akrasía o «licenciosidad» o «incon-
tinencia». Para él la perversión es una alteración de la «naturaleza pri-
mera», en tanto que la licenciosidad lo es de la «naturaleza segunda».
De esto se ocupa en el libro séptimo de la Ética a Nicómaco.
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 91

La personalidad fanática es incompatible con la deliberación, tanto


en el orden religioso, como en el moral, el político, etc. Esto es im-
portante tenerlo en cuenta, porque el fanatismo ha sido muy frecuente
en ética. Es lo que Max Weber llamó Gesinnungsethik, el modo de
hacer ética más frecuente en la historia occidental. Habría que ver
si muchos de los más celebrados tratadistas de ética no han caído en
este defecto.
Pero para deliberar se necesitan otras cualidades no dependientes
de la naturaleza sino de la educación. De hecho, nuestros programas
formativos no educan en la deliberación sino en lo contrario: en la
imposición del propio punto de vista; educar para triunfar, para sobre-
salir, etc. Una de las grandes tragedias de nuestra pedagogía es que no
educa en la deliberación.
Las resistencias a la deliberación no son solo conscientes sino tam-
bién inconscientes. Estas son muy importantes, porque al no darnos
cuenta de ellas, las controlamos con mucha dificultad. Aquí el gran
desmitificador fue Freud. El narcisismo lleva a sobrevalorar siempre
el propio punto de vista, y con él las ideas, las creencias y los valores
propios. No se trata de un proceso racional, ni se debe a que tenga-
mos buenos argumentos a favor de ellos, sino a que son nuestros.
Por otra parte, cuando alguien remueve nuestros valores o creencias,
tendemos a ponemos muy nerviosos. Esto lo estudió muy bien Ortega
en Ideas y creencias. El resultado es que por principio anulamos al
otro, infravaloramos su punto de vista, no le concedemos, como dice
Habermas, «competencia comunicativa», y por tanto no le «escucha-
mos». Somos sordos para quienes digan cosas distintas o contrarias
a las nuestras. Y precisamente con estos es con quienes hay que de-
liberar. Los que piensan exactamente igual que nosotros no pueden
ayudarnos a tomar decisiones más prudentes.
El narcisismo descontrolado anula la capacidad deliberativa, o al
menos la hace muy difícil. Quien se pone en la perspectiva de Dios, y
por tanto piensa que su punto de vista es «el» punto de vista, el único
y definitivo, quien piensa que todos sus argumentos son apodícticos,
92 BIOÉTICA MÍNIMA

ese carece de competencia deliberativa. Para deliberar hay que co-


nocerse un poco mejor a sí mismo, hay que saber controlar el propio
inconsciente y bajar los humos del narcisismo. Uno tiene que saber
que no es dios sino un pobre hombre, intrínsecamente falible y nece-
sitado de la ayuda de los demás. No puede deliberar quien no tenga
una buena dosis de «humildad intelectual».
Pero hay más. Consideremos bajo control el narcisismo primitivo.
Inmediatamente aparecen nuevos obstáculos, que también diagnos-
ticó Freud con enorme agudeza. Se trata de que todos comenzamos
siendo moralmente heterónomos. El niño introyecta las pautas de
conducta de las figuras de autoridad, la madre, el padre, el maestro,
la sociedad, la ley, la religión, los usos, las costumbres, etc. Todos
comenzamos considerando buenas o malas las cosas de acuerdo con
estos criterios. No hay nadie que inicie su vida moral de modo autó-
nomo. La autonomía moral es un logro, y un logro muy difícil; tan
difícil, que no se consigue más que en pocas personas, y en estas en
pocos momentos de sus vidas.
Las pautas heterónomas que el niño y el joven reciben, van cons-
tituyendo lo que Freud llamó el «Super-yo», que siempre tiene una
función represiva de los impulsos del «Ello». Ese es el origen, para
Freud, del «sentimiento de culpabilidad». Freud sintetiza todas las
figuras normativas en la del padre, que sería la instancia de más fuer-
za configuradora del Super-yo. Y precisamente porque el Super-yo
tiene una función represiva, el joven desarrolla una actitud ambiva-
lente ante la figura del padre, de amor a la vez que de odio. Este es
el complejo de Edipo. Visto desde la ética, el complejo de Edipo es
el momento de ruptura del joven con las normas procedentes de la
moral heterónoma, en busca de una ética autónoma. Esto le obliga
a cortar amarras respecto de las figuras normativas a las que tanto
ha querido y a quienes ha imitado. Hay que matar al padre para po-
der ser autónomo. Algo muy difícil. Tanto, que la mayor parte de las
personas nunca llegan a la autonomía moral. Y en pura heteronomía,
vivencian las normas morales heterónomas como represivas, lo que
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 93

les lleva a transgredirlas, pero al mismo tiempo a sentir una tremen-


da culpabilidad por la propia transgresión. El resultado de esto es la
llamada «neurosis de culpa», que es la consecuencia de la moralidad
heterónoma.
¿Se acaban los problemas una vez que tenemos controlado el nar-
cisismo y hemos superado el complejo de Edipo? No. Y de nuevo
fue Freud el que se dio cuenta de esto. La argumentación dialéctica,
como ya sabemos, se hace siempre en condiciones de incertidumbre.
Ahora bien, la incertidumbre, no bien manejada, genera en los seres
humanos angustia, de nuevo un sentimiento inconsciente. Freud nos
enseñó que la angustia dispara, también inconscientemente, los lla-
mados «mecanismos de defensa del yo» (negación, agresión, raciona-
lización, huida, etc.). Esto permite entender que a los seres humanos
no nos gusten los argumentos dialécticos sino los apodícticos. Los
mecanismos de defensa nos defienden ante la angustia que genera la
incertidumbre. Nos gustan las certezas, no las incertidumbres. Por eso
los mecanismos de defensa hacen muy difícil, y muchas veces impo-
sible, la deliberación. Y como este proceso se lleva a cabo de modo
inconsciente, resulta que nuestra capacidad de controlarlo es pobre.
Los mecanismos de defensa son incompatibles con la deliberación.
¿Cómo superar esto? No hay más que un modo, y es gestionando la
incertidumbre sin angustia. Esto no se consigue más que con el saber
y, sobre todo, con la experiencia. Si no sabemos conducir un coche o
lo hemos conducido pocas veces, tendremos angustia y eso nos lleva-
rá a conducir mal. Solo conduciremos bien cuando la incertidumbre
inherente a la conducción la sepamos gestionar sin angustia. Entonces
deliberaremos mejor, y en consecuencia seremos más prudentes. Lo
mismo que en la conducción, pasa en medicina, en judicatura, etc. Y
por supuesto en ética.
En resumen, para deliberar se requiere tener un narcisismo contro-
lado, haber superado el complejo de Edipo y poseer un control ade-
cuado de los mecanismos de defensa del yo. No puede deliberar quien
no sea capaz de vivir la moralidad de modo autónomo y responsable.
94 BIOÉTICA MÍNIMA

Puede y debe erradicarse de la ética la palabra «culpa», de raíz tan


heterónoma, y sustituirla por la de «responsabilidad», que siempre va
unida a la moralidad autónoma.
¿Se necesita algo más para deliberar? Por supuesto que sí. No
solo es preciso tener el inconsciente oxigenado y relativamente lim-
pio, sino que además es preciso un entrenamiento consciente. Quie-
ro decir con esto que solo quien haya sometido a crítica sus propios
valores y creencias, quien sepa las razones que tiene a favor de ellas
y las que no tiene; es decir, solo quien conozca la debilidad de sus
propios argumentos, podrá deliberar con los demás. Esto requiere
entrenamiento, ejercicio. Y aquí sí que resulta muy útil la filosofía.
Así como en el tema de la psicopatología hay que echar mano de la
psiquiatría, y en la de las pulsiones inconscientes del psicoanálisis,
aquí la gran terapéutica viene de la filosofía. Es el «conócete a ti
mismo» socrático. Solo quien se someta a sí mismo continuamente
a este ejercicio de análisis, podrá deliberar con fruto. Y esto, todos
lo sabemos, es muy difícil. Aristóteles dice al comienzo de la Ética
a Nicómaco que la filosofía no es saber o erudición sino un bíos, es
decir, un modo de vida. El filósofo empeña su vida en la tarea de
filosofar, y por tanto la filosofía afecta a toda su vida, a su vida en-
tera. Pues bien, para deliberar hace falta este talante, este modo de
enfocar la vida y los problemas. Solo así conseguiremos lo que Aris-
tóteles llama euboulía, «buena deliberación» (Et Nic VI 9: 1142a
32-b 34).
Todo lo dicho puede resumirse diciendo que la deliberación es un
«acto», el de deliberar, que necesita como condiciones previas unos
ciertos «hábitos» y algunas cualidades de «carácter». Las cualidades
de carácter son siempre muy difíciles de modificar, y en las personas
adultas todos estamos convencidos de que no puede hacerse más
quea través de actos y hábitos nuevos. Los hábitos, a su vez, surgen
de la repetición de actos. De tal manera que todo acaba dependiendo
de los actos. A deliberar no se aprende más que deliberando. Hay que
deliberar muchas veces, cientos de veces, para aprender a deliberar,
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 95

es decir, para tener el «hábito deliberativo», y también para tener ese


rasgo de carácter que cabe denominar «actitud deliberativa».

EUBOULÍA Y CONTROL DE SESGOS

Deliberar es un asunto complejo que, por ello mismo, puede hacerse


bien y mal, correcta e incorrectamente. No delibera quien quiere sino
quien puede. Aristóteles, el padre de la deliberación como método de
la ética, dedicó todo un capítulo de su Ética a Nicómaco a tratar de
la «buena deliberación» (euboulía), porque hay muchas razones para
que se confunda con otras cosas y se haga mal. Aristóteles, en con-
creto, tiene buen cuidado de distinguirla del mero «indagar» (zeteîn).
Tampoco es «ciencia» (epistéme), «opinión» (dóxa) o «buen tino»
(eustochía). Que no es ciencia resulta de todo punto obvio, ya que la
ciencia es para Aristóteles conocimiento demostrativo, y cuando algo
se demuestra, no queda espacio para la deliberación. En el extremo
opuesto estaría el buen tino, que acierta en la solución del problema
por puro azar. Sobre el azar, lo mismo que sobre la ciencia, por más
que sean saberes opuestos entre sí, no cabe deliberación. «El buen
tino es algo que no necesita razonar, y rápido, mientras que la delibe-
ración requiere mucho tiempo, y se dice que debe ponerse en práctica
rápidamente lo que se ha resuelto tras la deliberación, pero deliberar
lentamente» (Et Nic VI 9: 1142b 3-5). Parece, tras lo dicho, que la
deliberación se encuentra más cerca de la «opinión», ya que esta se
halla entre los dos extremos de la ciencia necesaria y el buen tino aza-
roso. Esto es, en efecto, así, pero la deliberación no se identifica con
la opinión. La opinión es un producto de la mente, un tipo de razona-
miento, en tanto que la deliberación, dice Aristóteles, es «una recti-
tud» (orthótes). Y es que el objetivo de la deliberación es determinar
si nuestras opiniones son correctas o incorrectas. «Puesto que el que
delibera mal yerra y el que delibera bien lo hace rectamente, es claro
que la buena deliberación consiste en una especie de rectitud, que no
96 BIOÉTICA MÍNIMA

es propia ni de la ciencia ni de la opinión» (Et Nic VI 9: 1142b 7-9).


El resultado de la deliberación incorrecta es lo que Aristóteles llama
hamartía, error. Esto que para el pensamiento griego era «error», en
la tradición bíblica se convirtió en «pecado», la traducción más usual
de hamartía en el lenguaje eclesiástico.
¿Sigue conservando vigencia esta tesis aristotélica? La respuesta
no solo tiene que ser afirmativa, sino que debe ir acompañada de
una constatación histórica tan sorprendente como cierta: que es en
estas últimas décadas cuando se ha redescubierto todo el potencial
que llevaba en su interior esa doctrina. Abramos un libro por demás
celebrado en estos últimos años, el de Daniel Kahneman, Pensar
rápido, pensar despacio. Ya en la «Introducción» afirma que «las
argumentaciones de este libro tratan de los sesgos de intuición»
(Kahneman, 2012, 14). Para los psicólogos está claro que el término
intuición tiene un sentido más elemental o menos técnico que el
usual en filosofía. Por intuitivo entienden lo directo, espontáneo e
inmediato, es decir, lo que Kahneman llama el «pensar rápido». Y la
tesis a la que él y su compañero Amos Tversky llegaron ya en su pri-
mer encuentro en 1969, fue que «nuestras intuiciones son deficien-
tes» (Kahneman, 2012, 16) y están llenas de «sesgos». A consecuen-
cia de ello, ambos «pasaron varios años estudiando y documentando
en varias tareas los sesgos del pensamiento intuitivo» (Kahneman,
2012, 19). Tras lo cual publicaron el año 1974 en la revista Science
un artículo titulado «Judgment Under Uncertainty: Heuristics and
Biases» (Kahneman, 2012, 545-567). Era una carga de profundidad
puesta bajo el imponente edificio de la Decision Making Theory,
el paradigma imperante para la toma de decisiones prácticas en el
periodo comprendido entre 1940 y 1970. Se pensaba que esta era la
lógica de la toma de decisiones correcta, y que las emociones eran
las causantes de los errores decisorios. Se partía del «supuesto dog-
mático, entonces predominante, de que la mente humana es racional
y lógica» (Kahneman, 2012, 21). Pues bien, empezaba a verse que
eso no era así. Que los seres humanos no tomamos decisiones de
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 97

acuerdo con los principios y criterios de la teoría de la elección ra-


cional, y que los sesgos hay que situarlos en otro plano.
Todo esto se halla relacionado con un tema del que sorprende el
poco interés que ha suscitado en los pensadores a lo largo de los siglos.
Se trata de la toma de decisiones en condiciones de incertidumbre, el
judgment under uncertainty, del artículo de Kahneman y Tversky. La
incertidumbre se ha considerado tradicionalmente algo así como una
anomalía, ya que lo normal es tomar decisiones ciertas. Tan es esto así,
que toda la tradición ha primado de entre los libros lógicos de Aristóte-
les, los Analíticos, aquellos que se ocupan del razonamiento apodíctico,
en detrimento de los Tópicos, cuyo objeto de estudio son los razona-
mientos que Aristóteles llamó dialécticos, es decir, los que hoy deno-
minamos probables o inciertos. Y lo más sorprendente ha sido advertir
que, a diferencia de lo que hicieron sus secuaces, el propio Aristóteles
concedió mucha mayor importancia a estos que a los otros.
De singularibus non est scientia, reza un conocido apotegma es-
colástico. No hay ciencia de lo particular. Por ciencia se entendía en-
tonces el saber apodíctico, por tanto universal y cierto, sobre algo.
Y es obvio que el razonamiento particular no cumple ni puede cum-
plir con esas condiciones. De lo que se deduce que el razonamiento
particular es siempre probable, y la lógica que cabe aplicarle no es
otra que la dialéctica. Su término no es la «verdad» (alétheia) sino la
«opinión» (dóxa). El teorema de Pitágoras es verdadero, y sobre él
no cabe discusión posible. Se puede explicar, pero no discutir. En el
razonamiento dialéctico, por el contrario, se utilizan argumentos, pero
no apodícticos o demostrativos (el teorema de Pitágoras puede de-
mostrarse) sino otros que no pasan de ser plausibles y que llamamos
«opiniones». En las sesiones clínicas de los servicios hospitalarios,
los médicos discuten y dan sus diferentes opiniones a propósito del
diagnóstico, el pronóstico o el tratamiento de un enfermo particular.
¿Con qué objetivo? Con el de tomar una decisión que nunca podrá
considerarse absolutamente verdadera, sino solo ponderada, razona-
ble, prudente, sabia o responsable. Esto es lo típico del razonamiento
98 BIOÉTICA MÍNIMA

dialéctico y por eso Aristóteles lo denominó así, porque el contraste


de opiniones disminuye sus sesgos. Cuando se manejan opiniones,
es importante incrementar el número de puntos de vista distintos e
incluso opuestos, a fin de que la decisión que se tome sea más «pru-
dente». Y ello no puede hacerse más que dialogando. Pues bien, al
procedimiento propio del razonar dialéctico lo llamó Aristóteles «de-
liberación». Y su término es la «prudencia», la toma de decisiones
prudentes. Decisiones prudentes no son decisiones ciertas. Sobre «la
inconmensurabilidad de la diagonal y el lado, dice Aristóteles, no se
delibera. Se delibera sobre aquello que puede ser de otra manera». Y
añade que «en las cuestiones importantes nos dejamos aconsejar de
otros» (Et Nic, III, 3: 1112b 10-11). A eso lo llama Aristóteles synbou-
leúo, deliberar conjuntamente.
Como ya advirtieron Kahneman y Tversky, este es un campo mi-
nado, o como ellos prefieren decir, repleto de «sesgos». El primero
es el propio hecho de que los seres humanos seamos alérgicos a la
incertidumbre e intentemos siempre evitarla, con procedimientos que
las más de las veces son incorrectos. Y por si esto fuera poco, además
inconscientes. De ahí nuestra tendencia natural a lo que Kahneman
llama el «pensar rápido». Es un misterio que la mente humana tenga
una tendencia casi incoercible a tomar caminos erróneos, incorrec-
tos, equivocados. ¿Qué es deliberación? En última instancia, «pensar
despacio», controlando los sesgos que están siempre al acecho para
hacernos tomar decisiones incorrectas.
Pensar despacio, en primer lugar, sobre los «hechos». Porque
los hechos, en contra de la opinión común, están llenos de incerti-
dumbre. «Los hechos van a misa», afirma un dicho coloquial espa-
ñol. Los hechos son indiscutibles. Y el señor Gradgrind arengaba al
maestro de la escuela al comienzo de la novela de Dickens Tiempos
difíciles: «Lo que yo quiero, pues, son hechos… No enseñéis a estos
niños y a estas niñas nada que no sean hechos, pues en la vida solo
hay una cosa necesaria: los hechos. No sembréis otra cosa; arrancad
de cuajo todo lo demás».
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 99

La petulancia de este párrafo demuestra bien la credulidad con la


que los seres humanos damos por ciertas esas cosas que llamamos
«hechos». Hace falta una capacidad de reflexión no pequeña para dar-
se cuenta de que los hechos son cualquier cosa menos dogmas. En las
ciencias que se denominan experimentales o baconianas, los hechos
no son nunca ciertos sino solo probables. El hecho de que tal fármaco
alivia un síntoma determinado es solo probable, porque eso es lo que
da de sí el mejor procedimiento con que contamos para testar la efi-
cacia y seguridad de los productos, el llamado gold standard, el ensa-
yo clínico. Pero es que esto es aplicable a cualquier otra proposición
científica. Isaac Newton formuló la Ley de la gravitación universal:
todos los objetos se atraen unos a otros con una fuerza directamente
proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional
al cuadrado de la distancia que separa sus centros. ¿Es cierta esta
ley? Por supuesto que no. La base empírica en que se fundamenta no
es universal sino particular, y por tanto su formulación universal, en
forma de ley, va más allá de lo que permite su base empírica, lo que
cabe llamar «sus hechos». La ley de la gravitación universal no es
un hecho. Y si no lo es, ¿por qué nos lo parece? ¿Por qué tendemos
a considerarla una verdad apodíctica en vez de meramente dialécti-
ca? ¿Por qué consideramos que es verdadera y no solo probable? Sin
duda, porque introducimos un «sesgo». Sí, en el orden de los hechos
también hay sesgos, que distorsionan nuestras decisiones. Piénsese
en la medicina. ¿Por qué los médicos dicen a los pacientes con fre-
cuencia más de lo que saben? ¿Por qué aseguran cosas que no cono-
cen con certeza? Son los sesgos que subrepticiamente se cuelan. Si le
preguntamos al médico por qué procede así, nos dirá que porque en
su experiencia tal fármaco siempre ha funcionado bien, o porque eso
que él está diciendo es lo que quiere oír el paciente, etc.
Hay otra razón más profunda, de la que pocas veces somos cons-
cientes. Se trata de que inconscientemente identificamos incertidum-
bre con debilidad. Superman no tiene dudas. Y estas tampoco caben
en la mente divina. A todos nos gusta ser omnipotentes, y eso lo ha-
100 BIOÉTICA MÍNIMA

cemos formulando argumentos apodícticos, rotundos, definitivos, in-


discutibles. Esto nos produce un placer indescriptible. La incertidum-
bre, por el contrario, genera angustia, sentimiento inconsciente que
dispara los que Freud denominó «mecanismos de defensa del yo». Ya
sabemos cómo funcionan. Solo queda añadir que no hay otro antído-
to contra ellos que la «deliberación». Cuando más deliberado sea el
proceso, menos espacio ocuparán tales sesgos inconscientes y mayor
capacidad de control tendremos sobre ellos.
Pero esto no es todo, ni quizá lo más importante. Porque lo funda-
mental es advertir que los proyectos nunca están compuestos solo de
«hechos». No se trata solo de que los hechos estén sesgados, que lo
están (el propio concepto de hecho es ya un sesgo), es que además en
los proyectos no hay solo juicios o proposiciones de hecho, a pesar de
que seamos proclives a considerarlo así, lo cual es ya en sí un sesgo,
y de los mayores, si no el fundamental.
No podemos hacer proyectos sin incluir en ellos juicios de valor. No
hay proyectos construidos solo con hechos, por más que nos lo parezca.
Es de nuevo un sesgo. El proyecto tiene por objeto añadir valor. De ahí
la importancia de pensarse bien cuáles son los valores que ponemos en
juego a la hora de elaborar un proyecto. Porque en esto de la valoración
también hay sesgos. Hay un valorar rápido y un valorar despacio. Si se
prefiere, hay un valorar muy mesencefálico y otro más cortical. Este
es un capítulo cuyo conocimiento se ha visto ampliado enormemente
en las últimas décadas. Y no en último lugar por las aportaciones de
Kahneman y Tversky. En efecto, cinco años después del artículo antes
citado, en 1979, publicaron otro titulado Prospect Theory: An Analysis
of Decision Under Risk (Kahneman, 1979). Es lo que aquí venimos
llamando análisis del proyecto y de la toma de decisiones con incer-
tidumbre. Los sesgos, dicen los autores, no provienen tanto de lo que
hemos denominado «hechos» cuanto de lo que describen como «pre-
ferencias intuitivas» (Kahneman, 2012, 22). Sigo pensando que si algo
hay que reprocharles a estos dos agudos observadores de la conducta
humana, es su poco cuidado con las palabras. Lo vimos a propósito del
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 101

término intuición. Pero es que ahora sucede lo mismo con el de «prefe-


rencia». ¿A qué se están refiriendo? A las valoraciones. Dejemos ahora
de lado en qué difieren preferencias de valores, y por qué optar por el
segundo término en detrimento del primero. El caso es que los sesgos
en nuestras decisiones se deben, más que al mal manejo de los llama-
dos hechos, a defectos en nuestros juicios de valor. Kahneman pone un
ejemplo bien conocido del personal sanitario: el del «médico que hace
un complejo diagnóstico después de una sola mirada a un paciente»
(Kahneman, 2012, 24). Este tipo de decisiones, que Kahneman llama,
distorsionando de nuevo el lenguaje, «intuitivas», y que en medicina se
atribuyen al llamado «ojo clínico», se sabe que a veces son acertadas,
pero que otras muchas no lo son, y que siempre existe el peligro de que
el actor o protagonista se considere dotado de un «sexto sentido» que le
exime de cumplir con el largo, tedioso y repetitivo procedimiento que
establece el protocolo de la buena práctica. Los errores del ojo clínico
no se deben solo ni principalmente a la escasez de datos objetivos o de
hechos, sino a un erróneo proceso de valoración que lleva al individuo
a pensar que para él huelgan los protocolos. Más que de valoración hay
que hablar de sobrevaloración. Y de nuevo difícil de controlar, porque
nos cuesta darnos cuenta de ella.
Abierta la veda, un número muy considerable de investigadores
partió a la caza de sesgos de valoración en las decisiones. Y cayeron
muchas piezas, más de las esperadas. Como el propio Kahneman re-
conoce, todos ellos se deben a que «los juicios y las decisiones son
directamente regidos por sentimientos de agrado y desagrado con es-
casa deliberación o razonamiento» (Kahneman, 2012, 25), es decir,
a la ausencia de deliberación adecuada sobre los valores en juego.
Se confía en lo que Kahneman llama el «Sistema 1», ese que llama
«intuitivo», en detrimento del «Sistema 2», al que da, esta vez certe-
ramente, el calificativo de «deliberado» (Kahneman, 2012, 26).
Veamos algunos de tales sesgos, sin ningún ánimo de exhausti-
vidad. Uno es el que desde hace décadas viene conociéndose con
el nombre de «predicción afectiva» (affective forecasting) (Wilson,
102 BIOÉTICA MÍNIMA

2003). Nuestras decisiones, como hemos visto, son siempre de futuro,


y por tanto proyectos. Ahora bien, al proyectar se dan ciertos sesgos
inconscientes en nuestras decisiones, debidos a factores emocionales.
Quien se casa sabe el elevado número de divorcios, la frecuencia del
maltrato a la mujer, la no menor tasa de engaños dentro del matrimo-
nio, pero está convencido de que «eso no va con él». Es un sesgo de
valoración, que si bien se mira, afecta a todas nuestras decisiones,
habida cuenta de que todas son de futuro, y que en todas ellas la valo-
ración juega no solo un papel importante, sino el papel fundamental.
Ni que decir tiene que su importancia para la ética, y más en concreto
para la ética médica, es grande.
Si este es un sesgo, digamos, genérico, hay otros más específicos.
Se han descrito por docenas. Uno es el denominado «sesgo de impac-
to» (impact bias), que nos hace exagerar el impacto emocional de los
acontecimientos futuros. Se preguntará que cómo puede uno saber
que se trata de una exageración. Y la respuesta es porque cuando las
personas llegan a esa situación, cuando lo futuro se hace presente,
lo valoran de modo muy distinto, por lo general más positivo que
antes. Nuestras valoraciones de futuro suelen estar sesgadas, y ade-
más peyorativamente. Es lo que se conoce con el nombre de sesgo de
proyección (projection bias) (Loewenstein, 2005). Esto tiene enorme
importancia en la vida toda, pero más concretamente en el caso de
la medicina. Cuando la persona sana ve a un enfermo, sobre todo
si la enfermedad es grave o mortal, inmediatamente, de modo refle-
jo, automático, valora esa situación de modo muy negativo, incluso
como peor que la muerte. Todos piensan para sí mismos: para vivir
de ese modo, yo preferiría morir. Pues bien, la experiencia cotidia-
na demuestra que cuando llegan a tales situaciones, su valoración ha
cambiado de modo muy significativo, cuando no sustancial. Esto es
algo que pone en cuestión toda la teoría existente hasta el día de hoy
acerca de las llamadas instrucciones previas (Winter, 2009).
Un sesgo colateral al descrito es el que se ha bautizado como «pa-
radoja de la discapacidad» (disability paradox) (Loewenstein, 2004).
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 103

Se trata de que la persona que se considera «normal» valora de modo


automático al discapacitado negativamente, de forma mucho más ne-
gativa de cómo él se valora a sí mismo. Se trata de otra valoración
sesgada, habida cuenta de que tendemos a pensar que la nuestra es
objetiva y universal, y por tanto la que debe prevalecer en el proceso
de toma de decisiones. Esta valoración negativa lleva, por otra parte, a
discriminaciones de todo tipo, laborales, familiares, políticas, etc., de
las que, además, no somos conscientes o lo somos en grado mínimo.
Esto explica que las asociaciones de discapacitados intenten por todos
los medios a su alcance que no se las denomine así, habida cuenta de
que ese término, que parece meramente descriptivo de un hecho, en-
cierra ya una valoración, que además es inconsciente y negativa. En
los últimos años han llevado a cabo una amplia campaña para que no
se hable de discapacidad sino de «diversidad funcional». Algo que no
tiene sentido negativo, aunque solo sea porque diversos funcionales
somos todos.
Valga todo esto como muestra de que los proyectos humanos no se
construyen solo con juicios factuales o de hecho, sino también con jui-
cios evaluativos o de valor, y que estos, quizá por su carácter más emo-
cional, poseen una mayor probabilidad de sesgo que los otros. Hay va-
loraciones espontáneas, inmediatas, típicas del Sistema 1, y hay otras
más reposadas, en las que se someten los propios valores a pruebas de
contraste, a fin de verificar su consistencia. De ahí la importancia de
la deliberación no solo sobre hechos, sino también, y especialmente,
sobre valores. En principio, cabe decir que toda valoración espontánea
está sesgada. Y lo peor es que no somos conscientes de ello.
En todo proyecto hay hechos y valores. Y sobre ambos es preciso
deliberar, en un intento por reducir la incertidumbre a límites razona-
bles y hacer que nuestras decisiones sean responsables o prudentes.
Pero es obvio que la decisión constituye de por sí un tercer momento,
el operativo, que no se identifica ni con el de hecho, ni tampoco con
el de valoración. Y es que en todo proyecto se da este último factor, el
operativo o práctico, el de hacer o no hacer.
104 BIOÉTICA MÍNIMA

Este momento tiene su propia lógica. Porque no está dicho que


podamos hacer todo lo que valoramos positivamente, o todo lo que
preferiríamos hacer. Además de los hechos y de los valores, la deci-
sión ha de tener en cuenta dos cosas de suma importancia, las circuns-
tancias del acto y las consecuencias previsibles de la decisión. Y aquí
topamos de nuevo con la incertidumbre. Porque las circunstancias
nunca pueden agotarse, son inagotables, y las consecuencias resultan
en muy buena medida imprevisibles. De ahí que también a este nivel
sea necesaria la deliberación, en primer lugar para reducir la incerti-
dumbre en el análisis de las circunstancias y consecuencias a límites
razonables, y en segundo para ver cuáles son los cursos de acción
posibles, y elegir entre ellos aquel que optimice los valores en juego
o los lesione en menor medida.
Tampoco este tercer espacio ha escapado a la curiosidad de los psi-
cólogos. Daniel Gilbert y Timothy Wilson han acuñado el neologis-
mo inglés miswanting (Gilbert, 2000), elección errónea o descarriada,
para caracterizar los sesgos de elección o decisión. Sobreestimamos
el placer que nos producirá el coche que hemos decidido comprar, o
la felicidad que proporcionará el premio gordo de la lotería, caso de
que acertemos.
Aún cabe llevar el tema más allá de donde estos autores lo han
dejado, y afirmar que el mayor sesgo de elección está en el hecho,
absolutamente misterioso, de que el ser humano tiende a reducir todos
los posibles cursos de acción a dos, y además extremos, dejando en
la penumbra todos los posibles cursos intermedios, sin duda los más
difíciles de ver. El resultado es que utilizamos para decidir una lógica
dicotómica, esa que los medievales caracterizaron con los términos
aut-aut y que dio nombre a un libro de Kierkegaard. En la actualidad
esto es lo que se conoce como «dilema». Hasta tal punto ha llegado
su popularidad, que hoy se solapa el significado de los términos deci-
sión y dilema. Así, cuando alguien quiere expresar que está ante una
decisión muy importante, dice que se halla ante un gran dilema. Es
obvio que si no existen al menos dos posibilidades, no hay nada que
LA DELIBERACIÓN Y SUS SESGOS 105

decidir. Y también lo es que para la mayoría de las personas, de nuevo


de modo inconsciente, las posibilidades se reducen siempre a dos. Es
el sesgo del dilematismo.
Es preciso llamar la atención sobre el hecho de que en la práctica
los dilemas son muy raros; mejor, que los dilemas son problemas
mal analizados y resueltos. Más que dilemas, hay problemas, es de-
cir, casos con múltiples cursos de acción posibles que será preciso
tener en cuenta a la hora de tomar una decisión razonable o prudente.
Reducir los problemas a dilemas es incorrecto e injusto. A pesar de
lo cual, existe una tendencia innata a ello. Nos fijamos en los cursos
extremos, el blanco y el negro, e ignoramos toda la gama de grises.
Esto, sin duda, simplifica la decisión, y por tanto puede ser un sesgo
debido a lo que desde Ockham se conoce como «principio de eco-
nomía del pensamiento». La cuestión es que tanta economía puede
llevarnos a tomar decisiones que, paradójicamente, serán muy one-
rosas en términos de valor. Fue Aristóteles quien dijo que la virtud
está por lo general en el punto medio, lo que significa que los cursos
extremos suelen ser los pésimos, y que el curso óptimo, el único jus-
tificable desde el punto de vista ético, es con toda probabilidad uno
de los intermedios.
De ahí la necesidad de la deliberación en este tercer momento del
proyecto, el último, el propio de la opción por un curso concreto. Y
como en los dos anteriores, resulta que el Sistema 1, el pensar rápi-
do, ese que Kahneman llama intuitivo, nos lleva a tomar decisiones
por lo general incorrectas, injustas e imprudentes. Para evitarlo, para
controlar sus sesgos, no hay otro procedimiento válido que la deli-
beración. Hay personas «precipitadas», que suelen tomar sus deci-
siones antes de tiempo. Otras dilatan tanto la decisión, que la toman
tarde. A estas solemos llamarlas «indecisas». Y es que en esto de la
decisión juegan muchos factores, como ya hemos visto, pero hay
uno muy particular, el tiempo. Las decisiones son inciertas, pero a la
vez hay que tomarlas en un tiempo determinado, ese que los griegos
denominaron con el término kairós, que los latinos tradujeron por
106 BIOÉTICA MÍNIMA

opportunitas; hay que tomarlas en el momento oportuno, no antes ni


después. Algo para lo que parece que no todo el mundo está capaci-
tado de igual manera.
Concluyo. ¿Es difícil deliberar? Por supuesto que sí. Para deliberar
son necesarios conocimientos, pero eso no es suficiente. Se necesitan
también habilidades. Y sobre todo actitudes. No delibera quien quiere
sino quien puede. Y siempre tras un largo proceso de aprendizaje o
entrenamiento. Esta es la gran asignatura pendiente: educar en la deli-
beración. Nuestro sino está en que hemos hecho una sociedad compe-
titiva, en vez de deliberativa. En nuestra sociedad no se busca decidir
bien sino triunfar. ¿Se enseña a los niños a deliberar? ¿Cuáles son los
objetivos de los diferentes niveles de formación? En esto, como en
tantas otras cosas, recogemos lo que antes habíamos sembrado. Los
seres humanos funcionamos más con el Sistema 1 que con el Sistema
2. Nuestras decisiones tienen más de mesencefálicas que de cortica-
les. Y así nos va.
4

El origen de la vida

LOS CONFINES DE LA VIDA HUMANA

Todas las situaciones humanas son potenciales generadoras de con-


flictos morales. Pero estos se concentran de modo muy especial en las
decisiones que es preciso tomar en los confines de la vida, tanto en su
comienzo como en su final. Esto ha dado lugar a una literatura que en
el mundo anglosajón se denomina ethics of the edges of life.
El primer problema que se nos plantea es definir con precisión qué
debe entenderse por confín de la vida humana. Para ello hemos de re-
cordar algo de lo ya dicho en capítulos anteriores. En ellos definimos
a los sujetos morales como aquellos que proyectan sus actos y se pro-
ponen fines, y que salen responsables de los fines que establecen. De
acuerdo con Kant decíamos, por ello, que los seres humanos son «el
fin de los fines», o lo que es lo mismo, «fines en sí mismos», que es
la definición que dio Kant de sujeto moral, a diferencia de los sujetos
naturales o cosas. Los sujetos morales son personas y los naturales,
cosas. Los primeros tienen la condición de «fines en sí», en tanto que
los segundos son «medios». Por eso los seres humanos están dotados
de «dignidad» y, dice Kant, merecen «respeto».
Lo dicho hasta aquí es bien conocido, y se trae a colación siempre
al hablar de ética, y muy en especial cuando se tratan temas rela-
108 BIOÉTICA MÍNIMA

cionados con los confines de la vida. Lo que ya no suele decirse es


que todas las afirmaciones anteriores sobre el ser humano tienen para
Kant un sentido que él llama «formal» o «canónico», no «material»
o «deontológico». Esta distinción es importante, y recuerda la que ya
establecimos en el capítulo primero entre la estructura formal de la
moralidad y el contenido de los proyectos morales. Las estructuras
formales puras carecen de contenido, y por tanto no mandan nada, o
como dice Kant, no poseen sentido deontológico. Cuando no se tiene
en cuenta esta distinción y se intenta dotar a los conceptos meramen-
te formales o canónicos de sentido deontológico, se está incurriendo
en un error conceptual, lo que en términos lógicos se denomina una
«falacia».
De los seres humanos decimos que son «personas», que tienen la
condición de «fines en sí mismos», y que por ello están dotados de
«dignidad». Es la manera como la filosofía moderna ha definido a los
seres humanos. En la antigüedad se utilizaron otros criterios. Así, por
ejemplo, Aristóteles dio en su Política la definición de ser humano
que ha gozado de mayor vigencia en los anales de la cultura occiden-
tal, zôon lógon ékhon, que los latinos tradujeron por animal rationale,
animal racional. Son denominaciones o definiciones distintas de la
realidad humana, pero que coinciden en un punto fundamental. Este
es que tienen carácter formal. Esto significa que no definen a un in-
dividuo concreto, Pedro o Andrés, sino a la «especie» humana como
tal, de modo que se consideran humanos todos los que forman parte
de esa «clase» lógica que llamamos la «humanidad». Esta clase puede
representarse por un círculo, de modo que serán seres humanos aque-
llos que cumplan con la definición que hemos dado de la clase, y que
por tanto se hallen dentro de ese círculo. El círculo, obviamente, tiene
una línea que delimita lo que cae dentro o fuera de la clase. Ese límite
es lo que recibe el nombre de «confín».
Todo lo anterior tiene carácter estrictamente «formal». Para dotar-
lo de «contenido» hay que pasar de la consideración de los términos
abstractos de «humanidad», «persona», etc., a los más concretos de
EL ORIGEN DE LA VIDA 109

«Pedro» o «Juan». Porque nos interesa saber si Pedro o Juan están


dentro o fuera de la clase, es decir, si gozan de la condición de «per-
sona», «fin en sí», «dignidad», etc. Algo que resulta a todas luces
evidente, es que en la clase de los seres humanos nadie permanece
indefinidamente. En esa clase se entra y de ella se sale. Y también es
obvio, al menos en filosofía, que los juicios sobre si Pedro está dentro
o fuera de la clase son «empíricos», «concretos», y por ello mismo
dotados de una lógica que es completamente distinta a la que hemos
utilizado para definir el criterio formal.
Este es el punto que suele dar origen a todo tipo de confusiones.
Se trata de un problema lógico. Es obvio que sobre las ciencias pu-
ramente formales, como es el caso de la matemática, pueden hacer-
se proposiciones apodícticas, cuya verdad cabe establecer de modo
seguro mediante demostración. Puede afirmarse con rotundidad que
la suma de ángulos de un triángulo mide dos rectos, o que el cua-
drado de la hipotenusa es igual a la suma de los cuadrados de los
catetos en un triángulo rectángulo. En las proposiciones meramente
formales funciona la lógica apodíctica, y las cosas pueden afirmarse
con rotundidad. Pero en cuanto se pasa de la forma al contenido, las
cosas empiezan a ser muy distintas. La geometría, por ejemplo, nos
habla del triángulo equilátero y formula todas sus propiedades de
un modo apodíctico. Pero está por ver que alguien haya sido capaz
de pintar nunca un triángulo perfectamente equilátero. Y es que la
geometría no trata de los triángulos equiláteros reales, sino de lo que
cabe llamar la «equilatereidad», que es puramente formal, y que por
tanto no depende de ningún contenido concreto, de ningún triángulo
equilátero «real».
De lo anterior se deduce que la lógica de los juicios de realidad
ha de ser muy distinta de la lógica puramente formal. Esto es algo de
lo que ya fue perfectamente consciente Aristóteles, y desde él toda la
filosofía ulterior. La lógica puramente formal puede ser apodíctica.
Pero en la realidad concreta no caben proposiciones apodícticas. To-
das pertenecen a un tipo de lógica que Aristóteles llamó «dialéctica»,
110 BIOÉTICA MÍNIMA

y que hoy denominaríamos «probable», o lógica de la probabilidad.


Individuum est ineffabile, el individuo concreto no puede definirse,
decían los clásicos. Sobre las realidades concretas, individuales, no
puede decirse nada de forma apodíctica, a no ser que se trate de una
pura tautología. Cualquier proposición universal, como son las pro-
posiciones científicas, o las que nos interesan aquí, formuladas sobre
un individuo concreto, serán siempre probables, pero nunca ciertas o
apodícticas. De ahí el otro apotegma clásico: de particularibus non
est scientia, no hay saber apodíctico sobre casos concretos.
Volvamos desde aquí al tema del ser humano. La filosofía clásica
lo definió formalmente como «animal racional». Algo que resulta in-
dubitable, y que por tanto nos parece apodíctico, cuando nos situamos
en el centro de ese círculo imaginario con el que hemos representado
la clase de los seres humanos. No hay duda de que esa definición se
ha hecho tomando como modelo los seres humanos que está claro que
se hallan dentro de la clase, es decir, las personas adultas, en perfecto
uso de sus facultades intelectuales, etc. Pero cuando del centro de la
clase nos desplazamos hacia los extremos, las cosas empiezan a vol-
verse oscuras. Esta oscuridad no es de hoy, ha existido siempre. Por
ejemplo, con la definición clásica de los seres humanos como anima-
les racionales, se planteó pronto el problema de si los que no tienen
un lógos, es decir, un uso de razón como el nuestro, pertenecen o no
a la clase. Esto les pasó a los griegos con los asirios, que obviamente
no hablaban griego, que por tanto no tenían el lógos griego, y que
para ellos más que hablar mascullaban palabras ininteligibles. De ahí
procede el término onomatopéyico «bárbaro», que los griegos inter-
pretaron como persona carente de «palabra», y por tanto de «razón»;
no era animal racional, a pesar de que lo pareciera.
Pero el de los bárbaros no fue el único caso. Sucedió lo mismo con
los esclavos. Y en algunos casos incluso con las mujeres. Conviene
recordar que aún en el siglo XVI, cuando los españoles entraron en
contacto con las culturas indígenas de América, surgió de nuevo el pro-
blema de si los indios eran seres humanos, racionales, o no. Quienes se
EL ORIGEN DE LA VIDA 111

lo plantearon no fueron unos sujetos desalmados, deseosos de extermi-


narlos, sino cultos clérigos, que tenían dudas, precisamente, porque co-
nocían bien la doctrina aristotélica. Ese era el caso de Juan Ginés de Se-
púlveda, probablemente el mayor humanista de la España del momento
y desde luego el que mejor conocía la obra aristótelica. Su argumento
es idéntico al que ya se había utilizado en la antigüedad: los indios son
«bárbaros… que apenas merecen el nombre de seres humanos», como
dice en De la justa causa de la guerra contra los indios. Esto dio lugar,
como es bien sabido, a la famosa «disputa de Valladolid», en la que
tuvo que debatir durante meses con Bartolomé de las Casas. Ni que
decir tiene que al final ambos se consideraron vencedores.
Pero las dudas no surgieron solo a propósito del choque de la
cultura occidental con otras extrañas y, por lo general, menos desa-
rrolladas. En el interior de la propia cultura occidental se plantearon
problemas, sobre todo en relación con enfermedades que afectaban al
psiquismo. Esto sucedió en la Edad Media con una enfermedad en-
tonces endémica en ciertas regiones europeas, como las altiplanicies
alpina y pirenaica. La incomunicación de estas poblaciones durante
buena parte del año, la endogamia crónica, el consumo de agua de
nieve, desprovista de yodo, y no en último lugar el pauperismo y la
deficiente alimentación, hicieron que en esas regiones el hipotiroi-
dismo congénito fuera muy frecuente. Al ser congénito, los niños hi-
potiroideos nacían de madres también hipotiroideas, con lo cual sus
efectos devastadores aparecían desde el nacimiento. Uno de ellos es
la llamada bradipsiquia, que acaba convirtiéndose en retraso mental
muy profundo; tanto, que los sacerdotes tenían dudas de que esos
neonatos pudieran ser sujetos adecuados del bautismo. Los padres
presionaban para conseguirlo, y cuando el cura al final les bautizaba,
lo exhibían por el pueblo como chrétien, «cristiano» o «cristianado»,
es decir, como ser humano. De ahí viene el nombre de «cretino», que
está datado en la zona pirenaica francesa en torno al año 1000.
Otro ejemplo de esto es el caso de los enfermos mentales. Hace
bastantes años yo hube de escribir una breve historia de la psiquiatría
112 BIOÉTICA MÍNIMA

como capítulo de un Tratado de Psiquiatría. Para mi propio asombro,


comprobé que el tratamiento de los enfermos mentales había ido pa-
ralelo al que en la cultura occidental han tenido los animales. Hubo
una fase muy larga en la que al enfermo mental se le trató como un
«animal salvaje». A partir del siglo XVIII comenzó la fase en que se
trató al enfermo mental como «animal doméstico». Y ha sido en las
últimas décadas del siglo XX cuando se ha entrado en otra fase, la del
«animal humano», coincidiendo con la humanización del trato a los
animales, dotados de «derechos», etc.
Todos estos son ejemplos que demuestran algo importante, y es que,
en los límites o confines de la vida humana, nos cuesta mucho saber
cuándo se está dentro y cuándo fuera de la clase de los seres humanos,
y establecer, por tanto, el momento preciso de la entrada o la salida. No
es un problema actual, con ocasión de los debates sobre el aborto o la
eutanasia. Ha sido siempre un problema, y lo seguirá siendo.
Un ejemplo claro de esto lo tenemos en la determinación del mo-
mento de la muerte. No hay más que una prueba absolutamente cierta
de muerte, y es la descomposición del cadáver, algo que ninguna cultu-
ra ha podido permitir. De ahí que todas hayan buscado signos previos
de muerte. El criterio más conocido, el clásico, es la parada cardiorres-
piratoria. Ha sido el usual a lo largo de los siglos, hasta que en el siglo
XVIII, al comprobar los médicos que siguiendo ese criterio a veces se
enterraba a personas vivas, el derecho decidió exigir un periodo pre-
cautorio de 24 horas antes del enterramiento. Y hoy se añade al criterio
tradicional de muerte cardiopulmonar el de no respuesta a las manio-
bras de reanimación. Estos cambios demuestran hasta qué punto son
inciertos los criterios que utilizamos. Añádase a esto que hay aún otra
definición de muerte, la llamada muerte encefálica, consistente en la
ausencia de función del cerebro, incluido el tronco cerebral.
En el origen de la vida las cosas han sido siempre muy similares
a las ya descritas. Es bien sabido que el artículo 30 del Código civil
español decía, hasta la reforma del año 2011, que «para los efectos ci-
viles, solo se reputará nacido el feto que tuviere figura humana y vivie-
EL ORIGEN DE LA VIDA 113

re veinticuatro horas enteramente desprendido del seno materno». Lo


de la figura humana ya sabemos de dónde viene. Y lo de las 24 horas
hace difícil no recordar las 24 horas exigidas para el enterramiento. En
la reforma de 2011 ha desaparecido el plazo precautorio de 24 horas,
dados los avances de la medicina, pero es significativo que también
se haya suprimido en el caso del enterramiento en la ley de Sanidad
Mortuoria de 2014. En contra de lo que a veces se dice, el artículo
anterior al antes citado, el 29, no disminuía su alcance. Lo que dice
es que «el concebido se tiene por nacido para todos los efectos que le
sean favorables», pero añade acto seguido: «siempre que nazca con las
condiciones que expresa el artículo siguiente». Estamos en el mismo
caso de los cretinos, los enfermos mentales, los bárbaros, etc.
Todo lo anterior demuestra algo muy importante, y es que sobre es-
tas cuestiones no es fácil encontrar criterios absolutos. Se trata de pro-
blemas empíricos que deben manejarse con criterios prudenciales, y
por tanto variables a lo largo del tiempo. La prudencia se define como
la decisión razonable en condiciones de incertidumbre. La prudencia
une a la vez razonabilidad e incertidumbre. Aunque no seamos capa-
ces de anular la incertidumbre, podemos tomar decisiones razonables.
Lo que no serán nunca esas decisiones es ciertas, sino solo probables.
Por supuesto que a todos nos gustaría alcanzar siempre la certeza.
Pero eso no es posible. La realidad siempre supera nuestros análisis,
y como consecuencia las conclusiones que tomamos serán razonables
cuando hayan sido tomadas tras un análisis adecuado, razonable, pero
no absoluto, total. Esto es imposible. Si persiguiéramos ese objetivo
inalcanzable, nunca llegaríamos a tomar las decisiones, lo cual resul-
taría ya incompatible con una actitud razonable y prudente.
La incertidumbre genera fácilmente angustia en las personas. No es
fácil asumir la incertidumbre, saber que uno puede equivocarse, que
sus razonamientos no son apodícticos y que sus decisiones no son ina-
movibles. Este es, quizá, el mayor problema que existe en ética, que las
personas buscan decisiones y criterios inmutables y absolutos, y sienten
verdadera angustia ante razonamientos basados en la probabilidad, la
114 BIOÉTICA MÍNIMA

razonabilidad y la prudencia. Esta angustia aumenta de grado en las de-


cisiones tocantes a los confines de la vida. Lo cual explica la dificultad
de manejar razonable y prudentemente estos conflictos.
Suele decirse que debido a lo grave del tema, en las cuestiones de
vida o muerte debe optarse siempre por la respuesta «más segura». Pero
esto parte de un error. En este campo no cabe la «certeza», ni por tanto
la «seguridad». Hay «opiniones», unas «más probables» y otras «me-
nos probables». Pero todas son probables, no ciertas, y por tanto están
sometidas a la lógica de la probabilidad y la prudencia. Es frecuente
que al decir que debe optarse por la respuesta «más segura» se esté
intentando afirmar que en situaciones tan graves hay que optar por la
opinión «más probable». Pero esto tampoco es así. La tradición, por
ejemplo, ha interpretado la probabilidad en términos de aceptabilidad o
vigencia social. De este modo, se consideraba más probable la opinión
que contaba con más partidarios. Esto tuvo mucho que ver con el freno
tradicional a la innovación y el progreso. Aquí entendemos la proba-
bilidad en relación al éxito en el objetivo de salvar todos los valores
en juego, que es el propio de la vida moral, como ya sabemos y como
volverá a salir más adelante. Así entendida, el curso más probable se
identifica con el curso óptimo. Pero, como también veremos, no todas
las personas tienen que asignar los mismos valores de probabilidad a
los cursos de acción, ni por tanto identificar el mismo curso como ópti-
mo. La probabilidad es el porcentaje de éxito asignado a cada curso de
acción, pero no todo el mundo asignará el mismo porcentaje de éxito
a los cursos de acción, habida cuenta de la incapacidad humana para
agotar el análisis de los factores concretos que intervienen en el éxito
o fracaso de cada curso. Se trata, por tanto, de una cuestión prudencial,
compatible con cierto grado de variabilidad.
Una última observación preliminar. La incertidumbre suele generar
angustia en las personas que no tienen una buena formación en el ámbi-
to de que se esté tratando. Así, por ejemplo, los clínicos son capaces de
manejar sin angustia la incertidumbre clínica. Es un hecho evidente que
los juicios clínicos, diagnósticos, pronósticos y terapéuticos no tienen
EL ORIGEN DE LA VIDA 115

carácter cierto y apodíctico sino solo probable. De hecho, dos clínicos


con amplia ciencia y experiencia pueden realizar juicios diagnósticos
o terapéuticos distintos e incluso opuestos sobre un mismo paciente.
Esto es algo elemental en el mundo de la medicina, y el profesional lo
acepta sin ningún tipo de incomodo. Él sabe asumir esa incertidumbre
sin angustia, cosa que no le sucede, por ejemplo, al enfermo, que consi-
dera intolerable ese margen de variabilidad e incertidumbre. Lo que el
paciente quiere son certezas, no probabilidades.
Ahora bien, ese médico que es capaz de entender y asumir sin an-
gustia la incertidumbre clínica, se siente muy angustiado al advertir que
los jueces razonan también con incertidumbre, y que la sentencia de
un juez no puede aspirar a ser cierta sino a ser prudente (de ahí que las
sentencias judiciales constituyan la llamada, y no por azar, «jurispru-
dencia»), que por tanto varios jueces pueden tomar decisiones distintas
ante un mismo caso, y que tal es la razón de todo el sistema de recursos
y apelaciones previstos en la administración de justicia.
Pues bien, en ética sucede lo mismo que en clínica o en derecho.
Las decisiones éticas son solo prudentes, razón por la cual dos perso-
nas con saber y experiencia pueden llegar a dos soluciones distintas
ante un mismo problema, siendo ambas prudentes. En el mundo de
la prudencia un problema puede tener más de una solución. Saber
asumir esto, y asumir también que el otro puede tener razón aunque
no piense como yo, y que eso no tiene por qué generar en mí angus-
tia, es un presupuesto fundamental del trabajo en ética y en bioética.
Especialmente cuando lo que se están analizando son cuestiones tan
complejas como las de los confines de la vida.

LA SACRALIDAD DE LA VIDA HUMANA Y SUS LÍMITES

En los debates sobre los confines de la vida es frecuente acudir al prin-


cipio de sacralidad de la vida humana. Lo que este principio dice es
que la vida es un regalo que ninguno ha merecido, por tanto un don,
116 BIOÉTICA MÍNIMA

una gracia, de modo que hacia ella no cabe otra actitud que la de res-
peto agradecido. De ahí que tenga sentido hablar del carácter sagrado
de la vida humana, como ya hizo Séneca. La vida no es primariamente
un hecho moral sino religioso. La experiencia moral es la del deber,
en tanto que la experiencia religiosa es la del don. Y la vida es prima-
riamente esto, un don. Al comienzo de El mundo de Sofía, de Jostein
Gaarder, la jovencísima Sofía se pone a reflexionar sobre de dónde
viene el mundo. Sus pensamientos los describe así Gaarder:

«No hacía mucho que había muerto la abuela de Sofía. Durante más
de seis meses, Sofía la había echado en falta cada día. ¡Qué injusto es
que la vida tenga que acabar!
Sofía estaba de pie sobre el asfalto, pensando. Intentaba pensar
con todas sus fuerzas sobre el hecho de estar viva, a fin de olvidar que
no lo estaría siempre. Pero era imposible. Tan pronto como se concen-
traba sobre el hecho de estar ahora viva, el pensamiento de la muerte
le venía inmediatamente a su mente. Lo mismo le sucedió en sentido
contrario: solo ante la sensación que sintió un día que estuvo enferma,
pudo apreciar lo terriblemente bueno que era estar viva. Eran como
dos caras de una moneda que conoció dándole vueltas una y otra vez.
Y cuanto más claro se hacía un lado de la moneda, más claro se hacía
también el otro.
No puedes experimentar el estar vivo sin comprender que tienes
que morir, pensó. Pero es imposible entender que tienes que morir sin
pensar lo increíblemente excitante que es la vida.
Sofía recordó a Granny contándole lo que pensó el día en que el
médico le dijo que estaba enferma. “Nunca me había dado cuenta de
lo rica que es la vida hasta ahora”, dijo.
¡Qué trágico es que mucha gente tenga que estar enferma antes de
darse cuenta del regalo que es estar vivo!».

Tal es una de las experiencias básicas de la vida, que esta es un re-


galo, y un regalo siempre inmerecido. Es la experiencia del don, de
EL ORIGEN DE LA VIDA 117

la gracia, o si se prefiere, la experiencia de lo sagrado, la experiencia


religiosa, aunque se trata de una religiosidad que no tiene que iden-
tificarse con ningún credo concreto. De ahí que todos aceptemos el
carácter sagrado de la vida. Homo homini res sacra, el ser humano
es cosa sagrada, dijo el pagano Séneca, y con ello definió una de las
experiencias fundamentales de la humanidad. Hoy es frecuente, sobre
todo en la literatura anglosajona, hablar de sanctity of life. Es una ex-
presión incorrecta. La vida es sagrada, pero no es santa, ni incluso en
pura teología cristiana.
Una vez establecido el carácter sagrado, religioso (en un sentido
amplio) de la vida, es preciso preguntarse por el modo como esto re-
percute en nuestros deberes para con ella, sobre todo en sus confines.
Esto es importante, porque en los debates sobre los confines de la vida
no se manejan solo argumentos morales sino también religiosos, por
las razones ya aludidas. La tesis que suele mantenerse en este punto es
que los atentados contra la vida no constituyen solo una transgresión
moral sino también una falta religiosa, razón por la cual no son solo
atentados contra la moralidad sino también contra la religiosidad o fi-
delidad. Otra consecuencia que se sigue de esto es que son las autori-
dades religiosas quienes deben dirimir estas cuestiones, ya que temas
como el del aborto son tanto o más religiosos que morales.
Esto plantea el problema de la autoridad de las religiones en mate-
ria de moral, una cuestión que se ha exacerbado en las últimas déca-
das, como consecuencia, precisamente, de la reivindicación por parte
de las autoridades religiosas, en especial de las de la Iglesia católica,
de competencias especiales en la definición de lo que es correcto e
incorrecto en temas como la anticoncepción y el aborto.
En este punto caben dos posibilidades, y solo dos. La primera es
que las iglesias utilicen en cuestiones de moral, criterios similares a
los que aplican a las estrictamente religiosas, generalmente denomi-
nadas cuestiones dogmáticas o de fe. En ese tipo de asuntos no hay
duda de que las iglesias tienen capacidad para definir el mensaje re-
ligioso por su propia condición de autoridades religiosas, sin aducir
118 BIOÉTICA MÍNIMA

otros argumentos. O dicho de otro modo, en el orden estrictamente


religioso es claro que a las autoridades religiosas se les reconoce su
capacidad para interpretar el mensaje, y por tanto para definir los
contenidos de su credo. La legitimidad de esas interpretaciones se
basa en su propia posición de autoridad. Esta es la que les hace in-
térpretes legítimos del mensaje religioso, y por tanto tienen siempre
a su favor el llamado “argumento de autoridad”. Este tiene o puede
tener carácter absoluto, o absolutamente vinculante para todos los
miembros de la iglesia o del credo religioso, pero no para quienes
no pertenezcan a él. Esto último es lo que se conoce como principio
o derecho a la “libertad religiosa”. Cuando las conductas humanas
se definen a partir de criterios de fe o de autoridad, entonces solo
son vinculantes para quienes aceptan ese credo o esa fe, pero no lo
son para todos los demás. Para evitar que un credo religioso pueda
imponer por la fuerza a los demás sus propios argumentos de autori-
dad, es para lo que se ha establecido el derecho humano a la libertad
religiosa. Lo cual quiere decir que si las iglesias aducen en las cues-
tiones relacionadas con los confines de la vida argumentos de pura
autoridad, estos no vincularán más que a sus miembros, quedando
los demás protegidos de tales mandatos y prohibiciones por el prin-
cipio de libertad religiosa.
Para muchos, tal es lo que está sucediendo en nuestros días. Las
confesiones religiosas presionan con todos los medios a su alcance
para que sus actitudes ante las cuestiones de los confines de la vida
tengan que ser asumidas por todos, aun por los no creyentes, incluso
mediante la utilización de la fuerza, es decir, a través de su tipifica-
ción como delitos en los códigos penales. Quienes no comparten ese
credo religioso arguyen, por el contrario, que se está conculcando el
principio de libertad religiosa, y que las religiones no tienen autoridad
en las sociedades democráticas para imponer nada a los demás.
Esta confrontación es hoy en día muy aguda, y para muchos es la
nueva forma que han adquirido las viejas guerras de religión. Como
se sabe, estas buscaron siempre imponer por la fuerza un credo a quie-
EL ORIGEN DE LA VIDA 119

nes no lo aceptaban. Para evitar esto surgió el derecho a la libertad


religiosa. Y hoy es necesario aplicar, piensan muchos, este mismo
principio a las guerras de religión que se están librando en el tema de
los conflictos morales de los confines de la vida.
Esta es, por ejemplo, la tesis que defiende Ronald Dworkin en su
libro El dominio de la vida: Una discusión acerca del aborto, la euta-
nasia y la libertad individual. Para él no cabe duda de que “la guerra
entre los grupos antiabortistas y sus adversarios es la nueva versión
americana de las terribles guerras de religión de la Europa del siglo
XVII” (p. 10). La tesis de Dworkin es que en el tema del aborto,
como en todos los directamente concernientes a creencias religiosas,
el Estado debe guardar una exquisita neutralidad, razón por la cual no
puede condenar esa práctica en su legislación penal. “Si las grandes
batallas del aborto y la eutanasia se producen realmente por causa del
valor intrínseco y cósmico de una vida humana, como sostenemos,
entonces, esas batallas tienen al menos una naturaleza cuasi religio-
sa, y apenas debe sorprendernos que muchas personas crean que el
aborto y la eutanasia son profundamente inmorales pero que no es de
la incumbencia del Gobierno el intentar etiquetarlos a través de la ley
penal” (p. 25). De ahí que Dworkin concluya: “La libertad de elección
en materia de aborto es una consecuencia necesaria de la libertad re-
ligiosa garantizada en la primera enmienda” (p. 38).
En España, esta misma actitud la ha defendido Francisco Tomás
y Valiente, en el artículo “Los extremos de la vida”, publicado en su
libro A orillas del Estado.
Es evidente que si las religiones aducen en favor de sus tesis ar-
gumentos estrictamente religiosos, es decir, argumentos de pura au-
toridad, no pueden pretender que se generalicen al conjunto de la so-
ciedad. Si son argumentos religiosos no son generalizables, y si son
generalizables no son religiosos.
Para soslayar esta crítica, las religiones suelen decir que no hablan
de estas cuestiones con argumentos de pura autoridad, sino con argu-
mentos racionales, que sí pueden ser generalizables al conjunto de la
120 BIOÉTICA MÍNIMA

sociedad. Pero con esto renuncian a sus prerrogativas y aceptan si-


tuarse en condiciones de igualdad con todos los demás interlocutores,
que no tienen otra autoridad que la de los argumentos que aportan. A
este nivel, pues, la autoridad de las iglesias es igual a la de los argu-
mentos racionales que aporten.
Y aquí comienzan los problemas. Porque los argumentos racio-
nales en campos de perfiles tan difusos como los de los confines de
la vida no son del todo concluyentes. Sobre ellos no cabe formular
argumentos absolutamente verdaderos o absolutamente falsos. No los
ha habido nunca, ni los habrá tampoco nunca. Todos los juicios sobre
esas situaciones son por definición sintéticos o de experiencia, y en
estos la generalización o universalización se hace siempre a partir
de una experiencia limitada. Por eso todos ellos tienen un defecto de
base empírica, que les hace a lo más probables, pero nunca absoluta-
mente ciertos.
Este es un tema que las religiones llevan muy mal, acostumbradas
como están a los argumentos absolutos e indiscutibles, como son los
de pura autoridad. En el orden estrictamente racional los argumentos
de pura autoridad no valen, y los restantes pocas veces pueden aspirar
al estatuto de absolutamente verdaderos y necesarios. Es un hecho
que la religión tiende siempre a ser dogmática, y que la filosofía, por
el contrario, pone entre paréntesis todo dogmatismo, desde una acti-
tud radicalmente crítica.
En el estudio de los problemas éticos de los confines de la vida,
aquí seguiremos un enfoque estrictamente racional. Vamos a intentar
ver, por tanto, el modo como puede manejarse racionalmente el tema
de la sacralidad de la vida humana en los conflictos surgidos en los
confines de esta. Y lo haremos convencidos ya desde el principio de
que los argumentos que puedan aducirse no serán nunca definitivos, y
que por tanto en este campo no es posible aspirar a soluciones totales
y definitivas. Lo que en él puede pedirse no es verdad absoluta sino
solo prudencia, verdad prudencial. Nuestras decisiones en este ámbito
no podrán ser nunca absolutamente ciertas, pero sí es una obligación
EL ORIGEN DE LA VIDA 121

moral de todo ser humano hacer que sean prudentes. Una pruden-
cia que, obviamente, no está reñida con la incertidumbre ni aun con
el error. Saber cuándo muere una persona es algo que nunca puede
alcanzarse de modo absoluto, y que las diferentes culturas han ido
resolviendo de distinto modo a lo largo de la historia. Al hacerlo así
han pretendido ser prudentes, pero eso no las ha inmunizado contra el
error. De hecho, la cultura occidental se ha visto obligada a redefinir
la muerte hace muy pocas décadas. Y nadie dice que el proceso esté
acabado. Lo mismo cabe afirmar en el otro ámbito, el de las cuestio-
nes relacionadas con el principio de la vida. Tampoco aquí son po-
sibles soluciones definitivas, y la evolución histórica de los criterios
es un hecho. En los confines de la vida las decisiones han de ser, por
definición, prudenciales, no absolutas.

PROBLEMAS ÉTICOS DEL ORIGEN DE LA VIDA

Si el origen de la vida humana siempre ha planteado problemas éti-


cos, hoy lo hace en mayor número, no solo por los cambios culturales
y religiosos acaecidos, sino también por el crecimiento exponencial
del saber científico y las consiguientes posibilidades de manipulación
técnica. Los principales son los siguientes:

• Sexualidad y reproducción
o Ética de la sexualidad
o Ética de la reproducción
• Edición génica o terapia génica
o Negativa
• En células somáticas
• En células germinales
o Positiva
• En células somáticas
• En células germinales
122 BIOÉTICA MÍNIMA

• Clonación
o Gemelación artificial
o Pseudoclonación
o Clonación verdadera
--Reproductiva
--Terapéutica o no reproductiva
• Células troncales (stem cells)
o Totipotenciales
o Pluripotenciales
o Multipotenciales
• Programación y reprogramación celular
o ¿Qué es una célula embrionaria?
o ¿Qué es un embrión?
• Anticoncepción:
o Métodos naturales
o Métodos artificiales
o Anticoncepción de emergencia (píldora del día después)
• Técnicas de reproducción asistida
o IA
o FIV
o TE
o GIFT y ZIFT
o Maternidad subrogada
• Secuenciación genética de embriones y neonatos
• Diagnóstico preimplantatorio
• Diagnóstico prenatal
• Aborto
• Grandes prematuros
• Recién nacidos defectivos

Cada uno de estos capítulos presenta sus problemas morales especí-


ficos. Todos ellos pueden analizarse siguiendo el procedimiento des-
crito en el capítulo anterior. En lo que sigue solo nos ocuparemos de
EL ORIGEN DE LA VIDA 123

uno de ellos, aquel que pasa por ser el más grave, el aborto, habida
cuenta de que supone la interrupción de una vida humana en desarro-
llo. Y para llevarlo a cabo, vamos a proceder como hemos expuesto
en los capítulos anteriores, de tal modo que analizaremos primero los
«hechos», después los «valores» y los conflictos de valor, y finalmen-
te intentaremos contestar a la pregunta por los «deberes», que es la
estrictamente moral.

DELIBERACIÓN SOBRE LOS HECHOS

Los hechos que están en la base de los debates actuales sobre el aborto
son muchos y de diferente tipo. La literatura sobre esto es enorme, por
lo que me limitaré a señalar los que resultan más relevantes.

Hechos biológicos

El aborto parece haberse dado desde tiempos muy remotos en la espe-


cie humana. En el caso de la cultura occidental, hay testimonios feha-
cientes de su práctica desde sus mismos orígenes. En los escritos del
Corpus hippocraticum se conserva una historia clínica de aborto en
el libro Sobre las enfermedades de la mujer, y el texto del Juramento
establece en una de sus cláusulas que el médico se abstenga de dar a
las mujeres embarazadas pesarios abortivos, lo cual es signo de que
se practicaba frecuentemente. La justificación teórica a este proceder
se encuentra en obras tan relevantes como la República y las Leyes
de Platón, en las que se establece un férreo sistema de control demo-
gráfico. En igual sentido se manifiesta Aristóteles en su Política. Por
otra parte, en la Historia de los animales considera Aristóteles que el
límite entre los abortos legales o ilegales hay que fijarlo en el momen-
to en que el feto comienza a tener vida sensitiva, que él sitúa en los
40 días en los varones y en los 80 en las mujeres. Defiende, por tanto,
124 BIOÉTICA MÍNIMA

un criterio «epigenetista», habida cuenta de que considera que las for-


mas del ser humano no están dadas desde un principio (esta es la tesis
que se conoce con el nombre de «preformacionismo») sino que van
apareciendo progresivamente. Ese proceso, de cualquier modo, no es
azaroso, sino que se halla regido por el télos o causa final que se halla
en el interior de toda realidad natural y que dirige su desarrollo. Cabe
concluir, por ello, que la cultura griega fue «teleológica» y «epige-
netista». Así pensaron también la mayoría de los autores medievales,
entre ellos, Tomás de Aquino.
En el mundo moderno se dieron dos cambios drásticos. Uno pri-
mero se produjo con la entrada en crisis del concepto de teleología
de la naturaleza. La mecánica moderna de Galileo y Newton explica
el funcionamiento de los astros por meras causas eficientes, razón
por la que todo el mundo natural empezó a considerarse que carecía
de causas finales. Descartes llamó a esto res extensa, que se rige por
meras causas eficientes, a diferencia de la res cogitans, la única capaz
de proponerse fines. Esto hizo que empezara a distinguirse drástica-
mente entre el mundo «natural» y el mundo «moral», como evidencia
la obra de Kant. El golpe final a la teología se lo asestó Darwin a
mediados del siglo XIX, al ver en el azar el mecanismo básico de la
evolución biológica.
El segundo gran cambio se produjo en el siglo XVII, con la in-
troducción de los primeros microscopios. Entonces se creyó ver en
la cabeza del espermatozoide un «homúnculo» u hombrecillo en el
cual estaban ya todas las formas, lo que hizo que entre mediados
del siglo XVII y mediados del siglo XVIII, se generalizara la tesis
«preformacionista» (Antoine van Leeuwenhoek). Ella está presente
en Leibniz y sus discípulos, y como fue en ese medio en el que se
establecieron las bases de la llamada «filosofía escolástica» moderna,
el preformacionismo ha permanecido vigente en ella hasta el día de
hoy. En cualquier caso, en biología entró en crisis con el desarrollo
de la embriología experimental por obra de Caspar Friedrich Wolff.
Desde entonces hasta mediados del siglo XX, la biología volvió a ser
EL ORIGEN DE LA VIDA 125

epigenetista. El descubrimiento de la base molecular de la genética


a partir de los años cincuenta del pasado siglo, hizo pensar durante
unas décadas que había base para defender un nuevo preformacionis-
mo, ahora a nivel molecular. Entre los genes y los rasgos fenotípicos
habría una relación lineal, conforme al principio que dio lugar al eslo-
gan establecido por Beadle y Tatum en 1948: «un gen, una proteína»,
que los posteriores trabajos de Pauling, Sanger e Ingram ayudaron a
reafirmar. Francis Crick denominó esto más tarde el «dogma central
de la biología molecular». Parecía confirmarse la tesis preformacio-
nista, ahora a nivel biológico-molecular. Algo que décadas después se
demostraría como inexacto, ya que cada gen puede dar lugar a varias
proteínas distintas. Ello se debe a los procesos epigenéticos, a los me-
canismos de inducción y represión y, en general, al influjo del medio
intra y extracelular sobre el propio genoma. Con lo cual ha vuelto a
resucitar la tesis epigenetista. La formación de un ser vivo es un pro-
ceso, y no puede afirmarse que toda la información esté ya presente
en el primer momento, de tal manera que lo que sucede después sea
un mero proceso de maduración y crecimiento.
La situación actual es que la formación de los seres vivos, y en-
tre ellos el ser humano, no obedece a procesos lineales de condición
determinista, ya que no tiene carácter teleológico, ni tampoco prefor-
macionista. Son los datos de la ciencia los que han conducido a esta
situación, nunca antes planteada en estos términos. El estado actual
puede resumirse del siguiente modo:
Un ser vivo es una realidad biológica dotada de una constitución
que le permite vivir, desarrollarse y reproducirse en un medio deter-
minado. La constitución biológica de los seres vivos se identifica con
sus rasgos fenotípicos, no con sus genes o rasgos genotípicos. Un pe-
rro no es el genoma de un perro, sino una realidad biológica constitui-
da por los rasgos fenotípicos de un perro, que le dotan de suficiencia
constitucional y le permiten vivir en un medio determinado.
Los seres vivos son el resultado de la evolución biológica. Esta
evolución funciona de acuerdo con el principio darwiniano de la
126 BIOÉTICA MÍNIMA

«selección natural». Esta selección la hace el medio, y lo que resulta


seleccionado, lo que se seleccionan son, precisamente, los rasgos
fenotípicos. Cuando esos rasgos no son adecuados, el ser vivo no
puede subsistir en ese medio y muere o enferma. En ambos casos,
resulta penalizado por el medio. Los rasgos fenotípicos están, en
muy buena medida, aunque no totalmente, determinados por la in-
formación genética, es decir, por el genotipo. De ahí que cuando, a
comienzos del siglo XX, se añadió a la teoría evolutiva la interpre-
tación genética de la información de la herencia, se concluyera que
los rasgos fenotípicos están hasta un cierto punto determinados por
la información genética, y que por tanto cuando el medio penaliza
ciertos rasgos fenotípicos, penaliza también a determinados genes,
que no se transmitirán a la descendencia o se transmitirán menos
que los de los individuos bien adaptados, no condenados por el me-
dio a la muerte o a la enfermedad. Por tanto, el medio selecciona
los genes y hace que se transmitan los más aptos para ese medio. El
principio darwiniano de «supervivencia del más apto» se interpreta
ahora, pues, como supervivencia del gen que codifica rasgos fenotí-
picos más aptos para ese medio.
Pero los rasgos fenotípicos no son la mera expresión de la informa-
ción genética. Son más bien el resultado de las complejas interaccio-
nes que se dan entre la información genética, que es específica, y otras
muchas informaciones no genéticamente codificadas, de carácter ines-
pecífico. Así, el espacio, el tiempo, la temperatura, los oligoelementos,
las hormonas esteroideas de la madre, etc., actúan como inductores,
represores y moduladores de la expresión genética, y tienen un papel
fundamental en la configuración de los rasgos fenotípicos y, por tanto,
en la constitución biológica resultante del proceso embriogenético. El
estudio biológico-molecular de estas interacciones es el objetivo de
una disciplina surgida hace algunas décadas y que en la actualidad
tiene un espectacular crecimiento, llamada «biología del desarrollo».
En ella se mezcla la información genética con otra información, que es
hereditaria pero extragenética, ya que procede de la cromatina en que
EL ORIGEN DE LA VIDA 127

se hallan empaquetados los genes y que tiene un gran poder inductor


del genoma, pero que a la vez es mucho más fácilmente modificable
desde el medio (esta es la llamada información «epigenética»), y se
mezcla también con la información procedente del medio, por ejem-
plo, del medio protoplasmático, o del medio materno. La tesis actual es
que no hay un programa genético de desarrollo, sino que el desarrollo
es el resultado de la interacción de todas esas informaciones, de modo
que un mismo genoma puede dar lugar a programas de desarrollo sen-
siblemente distintos entre sí.
De todo esto cabe concluir que los genes son condición necesaria
de aparición de un ser vivo, pero no condición suficiente. No puede
sacralizarse el genoma, ni pensar que dado un genoma concreto,
lo demás tiene carácter puramente adventicio o accidental. Lo más
razonable es pensar exactamente lo contrario: que la constitución
biológica de un ser vivo es un resultado que se logra a lo largo de
un proceso complejo, necesitado, cuando menos, de espacio y de
tiempo. La constitución se alcanza tras un proceso «constituyente».
A lo largo de ese proceso va constituyéndose un ser biológico, que
no comienza estando ya constituido. De hecho, ese proceso puede
malograrse por muchas causas. Algunas de ellas son naturales. Ese
es el origen de los llamados «abortos espontáneos». Hay alteracio-
nes que resultan incompatibles con la vida ya desde las primeras
fases del desarrollo. Otras razones pueden ser humanas, voluntarias,
como la interrupción voluntaria de la gestación. En ambos casos, lo
que se está interrumpiendo es el proceso de un ser vivo que, caso de
llegar a término, constituiría un ser humano. Así, por ejemplo, todas
las malformaciones que resultan incompatibles con la vida, como
por ejemplo la anencefalia, impiden que la génesis del ser humano
termine con éxito. Lo cual significa que hasta el final de la organo-
génesis básica, cuando menos, difícilmente pude hablarse de un ser
humano constituido.
128 BIOÉTICA MÍNIMA

Hechos económico-sociales

Los hechos biológicos son importantes, y llama la atención que estos


datos de la nueva biología molecular no se tengan en cuenta en los
debates filosóficos, éticos o teológicos sobre el estatuto del embrión,
como sucede con demasiada frecuencia. En la mayor parte de los de-
bates se parte de datos científicos anticuados o incorrectos. El epige-
netista Manel Esteller escribía hace algunos años: «Francis Collins, el
líder del proyecto público de secuenciación del genoma humano, ha
comentado que la epigenética era algo con lo que no habían contado
ni Mendel (padre de la genética clásica), ni Watson ni Crick (padres
de la doble cadena de ADN). El establecimiento de la metilación del
ADN y todas las modificaciones de las histonas en nuestro genoma
entero, en todos los tipos celulares y en sus patologías derivadas per-
mitirá, ahora sí, una lectura más real de nuestro libro de la vida». (El
País, 12 abril 2008).
Pero los hechos biológicos distan mucho de ser los únicos re-
levantes en cuestiones como la del aborto. Tan importantes como
ellos, o quizá más, son los hechos de carácter económico-social. Es
cosa conocida que las madres no desean por lo general desprenderse
de sus hijos en gestación. Siempre ha constituido para ellas una de-
cisión trágica y sumamente dolorosa, que llevan a cabo impulsadas
no tanto por razones biológicas cuanto por motivos económicos y
sociales. Esto explica la frecuencia del aborto clandestino en los
estratos más deprimidos de la población, en condiciones higiénicas
tan deplorables que las propias mujeres saben que al hacerlo ponen
en grave riesgo su vida. Muchos estudios sociológicos realizados en
países de América latina confirman este aserto. Y en un país como
los Estados Unidos, en el que se ha extendido entre las capas me-
dias y altas de la población el aborto por razones de bienestar, no de
pobreza, resulta significativo, sin embargo, que los afroamericanos,
que constituyen el 12,8% de la población, den lugar al 36% de los
abortos practicados en ese país. El pauperismo económico y la ex-
EL ORIGEN DE LA VIDA 129

clusión social no hay duda de que son factores muy importantes en


la decisión de abortar por parte de las mujeres.

Hechos culturales

Pero no todo son factores biológico-médicos y socioeconómicos. Es-


tán también los culturales. De hecho, en los países ricos también se ha
extendido el recurso al aborto por parte de personas sin problemas mé-
dicos y sin dificultades económicas. Cuanto más aumenta el poder ad-
quisitivo de las sociedades, más frecuentes son las interrupciones del
embarazo por factores distintos de los puramente biológicos y de los
económico-sociales. Lo que ahora decide a las personas a abortar son
factores que cabe calificar de culturales. Consisten estos en la nueva
cultura del «bienestar» (wellbeing). Vivimos en la «sociedad del bien-
estar», en la que cada vez resulta más difícil asumir procesos que ge-
neren malestar o alteren los planes previos de vida. A esto se añade el
fortísimo proceso de secularización que ha derrumbado los anteriores
diques religiosos de contención, y la primacía que en las sociedades
liberales han adquirido tanto la «libertad» individual como la «auto-
nomía», convertidas ahora, además, en derechos humanos fundamen-
tales. Las razones que con más frecuencia se aducen hoy en los países
occidentales para justificar la interrupción voluntaria del embarazo no
son las médicas, ni tampoco las económicas, sino las relacionadas con
el bienestar individual, que además la cultura pro-choice eleva a la
categoría de derecho humano, el de gestión autónoma y libre no solo
del cuerpo y la sexualidad, sino también del embarazo.
Un segundo factor cultural que ha cobrado inusitado valor en las
últimas décadas es el de la «eficiencia» propio de una sociedad que se
ha marcado como máximo objetivo el incremento de la riqueza. Esto
ha exigido aumentar considerablemente el rendimiento laboral de las
personas, pero al precio de excluir del mundo laboral, o al menos
dificultar su permanencia en él, a las mujeres en edad fértil, que para
130 BIOÉTICA MÍNIMA

progresar en su vida laboral se ven obligadas a posponer las gesta-


ciones hasta edades en las que ya no pueden concebir más que con la
ayuda de las técnicas de reproducción asistida. Por más que las leyes
traten de impedirlo, es una consecuencia casi obligada en una cultura
que prima la eficiencia sobre valores como la procreación, la vida
familiar, etc.

ANÁLISIS DE LOS VALORES IMPLICADOS

Basta lo dicho hasta aquí para advertir que los hechos descritos no
son «puros» sino que van necesariamente unidos a valores. Conviene,
pues, que analicemos ahora cuáles son los valores implicados y el
modo como entran en conflicto.

El valor de la vida

En los temas relacionados con el origen de la vida es evidente que el


primer valor en juego es la vida. Y también resulta obvio que si solo
estuviera en juego ese valor, es claro que nuestro deber consistiría en
respetarlo y promover su realización al máximo. Cuando solo hay un
valor en juego, todo el mundo sabe lo que debe hacer: si está en riesgo
el valor justicia, promover esta; si hay guerra, poner paz; etc.
Suele decirse que la vida es un valor absoluto. Pero pocas veces se
precisa lo que puede significar eso. Es indudable que los valores tie-
nen un cierto carácter imperativo, ya que exigen de los seres humanos
su respeto y su realización óptima. Pero una cosa son los «valores»
y otra los «deberes». Los deberes, como veremos más adelante, son
siempre concretos, en circunstancias determinadas y previendo cier-
tas consecuencias. Pues bien, los deberes nunca pueden ser absolutos,
precisamente por la limitación que les imponen las circunstancias y
las consecuencias. Por eso los valores solo pueden considerarse ab-
EL ORIGEN DE LA VIDA 131

solutos, como decía Ross, prima facie, en principio o en abstracto,


pero no en situaciones concretas. Puede afirmarse que la justicia es un
valor absoluto, pero siempre que se añada que nunca será posible rea-
lizarla de modo completo en nuestras decisiones. Y lo mismo sucede
con la vida. Por eso resulta peligrosa y confundente la afirmación, tan
repetida, de que la vida es un valor absoluto.
También es frecuente que cuando se concede que la vida no es
un valor absoluto, puesto que puede sacrificarse en defensa de otros
valores, se añada que, en cualquier caso, sí lo es la vida del inocente.
Es otro error. El hecho de que alguien sea o no inocente, no modifica
el carácter absoluto o no de la vida. Es indudable que se necesitarán
más razones para lesionar o sacrificar la vida de un inocente que las
de quien no lo es, pero también mueren inocentes y a veces también
resulta preciso su sacrificio. Un ejemplo paradigmático de esto es el
caso de la madre que va huyendo con su hijo recién nacido de una
persecución. El niño comienza a sollozar y la madre evita su llanto, a
la vez que lo asfixia. Es un ejemplo real que sucedió hace años en la
guerrilla de El Salvador.
Y tampoco vale el recurso a la distinción entre querer y permitir,
diciendo que el mártir cristiano no quiere la muerte, o que la madre no
quiere directamente la asfixia de su hijo sino el que no llore. Al menos
desde Elisabeth Anscombe se sabe que la teoría causal de la intencio-
nalidad procede del error de ver el propio acto no en primera persona,
es decir, desde dentro, sino en tercera persona, desde fuera, como
espectador. La intencionalidad no es previa al proceso mismo de la
racionalidad práctica en la toma de decisiones, sino que consiste pre-
cisamente en ese proceso. De ahí que no sea correcto distinguir mo-
ralmente entre «no poner» y «quitar», ni entre «querer» y «permitir».
No se trata de que en un caso exista intención y en el otro no, sino de
dos cursos de acción distintos, cada uno con su intencionalidad pro-
pia, que en cada caso hay que justificar. Es un error pensar que solo
son moralmente admisibles los actos en que no hay intencionalidad
directa. Intencionalidad directa la hay siempre, y además es posible
132 BIOÉTICA MÍNIMA

querer directamente actos en los que acaben lesionándose valores tan


fundamentales como la vida.

Los otros valores implicados

El conflicto moral surge porque el valor vida entra en conflicto con


otros valores, lo que dificulta determinar el curso de acción correc-
to. Estos otros valores pueden ser muchos y muy distintos. Tradicio-
nalmente, la vida ha entrado en conflicto, por ejemplo, con el valor
religioso (es el caso de los mártires), o con el valor de la patria (en
el de los héroes), o con la familia (el padre que trabaja en una mina,
sabiendo que enfermará de silicosis y acortará su vida), etc. La socie-
dad ha tenido muy claro a lo largo de muchos siglos que la vida puede
darse por salvar otros valores; es más, que debe darse. En la base de
este razonamiento estaba la creencia en otra vida ulterior, reservada a
quienes actuaran correctamente en esta. Algo que en nuestra sociedad
se ha perdido en buena medida. La consecuencia es que hoy el valor
imperante es el bienestar personal, no la religión, o la patria. A los
valores que tradicionalmente podían entrar en conflicto con la vida,
como la religión o la patria, hoy han sucedido otros valores, a la cabe-
za de los cuales están la libertad, la autonomía y el bienestar.

Los conflictos de valores

En los debates éticos sobre el origen de la vida juegan siempre esos


valores que acabamos de identificar, la vida del embrión, por una par-
te, y la vida, salud física o mental de la madre, sus condiciones so-
cioeconómicas, la autonomía, la libertad, el bienestar, etc., por otra.
Tales valores entran en conflicto en una persona determinada. Esto es
importante no perderlo de vista. El conflicto moral no es el que surge,
por ejemplo, entre la embarazada y el médico. La embarazada podrá
EL ORIGEN DE LA VIDA 133

tener su propio conflicto, sobre si debe o no abortar, y el profesional


también tendrá el suyo, sobre si debe o no llevar a cabo el aborto.
Es importante tener claro que el conflicto es siempre interno, lo tie-
ne una persona. Diferentes protagonistas tendrán distintos conflictos,
y es importante saber siempre de qué conflicto estamos hablando, o
quién es el que tiene el conflicto que nos ocupa. Así, por ejemplo, el
médico puede sentirse ante un conflicto moral, aunque la paciente no
tenga ninguno.

El conflicto de la gestante

En nuestro análisis podemos pensar que el conflicto lo tiene la ges-


tante. En ella el conflicto de si abortar o no abortar se produce entre
el respeto a la vida del nuevo ser y otros valores, que suelen ser los
ya citados, en unos casos el grave daño que la gestación provoca en
su vida biológica, psicológica o social, la de la madre, o la existencia
de graves malformaciones que comprometan la vida o la calidad de
vida del feto; en otros casos, el libre ejercicio de su autonomía y la
búsqueda de su máximo bienestar. Y la cuestión está en si puede o
debe interrumpirse la vida embrionaria o fetal en sus primeras fases
para defender otros valores, que en el caso del aborto suelen ser los
citados.

El conflicto del profesional

Otro conflicto distinto es el del profesional al que se le pide que lleve


a cabo el aborto. En él también podrá haber un conflicto de valores,
dado que va a lesionar un valor intrínseco, el valor vida, bien biológi-
ca, bien biográfica. Ese valor podrá entrar para él en conflicto con la
elección llevada a cabo por la embarazada, que puede considerar in-
correcta o inaceptable, pero que en principio debe intentar compren-
134 BIOÉTICA MÍNIMA

der y respetar. La relación clínica debe entenderse como un proceso


de deliberación, no solo sobre los hechos clínicos sino también sobre
los valores implicados, a fin de llegar a una decisión prudente, respon-
sable, tanto por parte del paciente como por parte del profesional. En
principio el profesional debe respetar la elección de la paciente. Pero
también debe proteger la vida y salud del feto. Ese es el conflicto más
propio del profesional.

ANÁLISIS DE LOS DEBERES: LOS CURSOS DE ACCIÓN

Una vez explicitados los valores en conflicto, hay que identificar las
diferentes salidas o cursos de acción que tiene ese conflicto. No se tra-
ta de saber los cursos posibles o ideales, sino los reales en la situación
concreta en que deba decidirse qué hacer. Por tanto, la deliberación
sobre los deberes añade un nuevo factor a la previa deliberación sobre
los hechos y sobre los valores, y es el análisis de las circunstancias
concretas del caso y las consecuencias previsibles. Es evidente que
ese análisis nunca puede ser exhaustivo, ni agotar las circunstancias
y las consecuencias, por lo que hemos de contentarnos con reducir la
incertidumbre hasta límites razonables o prudentes.

Las tragedias

Un conflicto de valores puede no tener ninguna solución; es decir,


puede no estar en nuestras manos el solucionarlo. En ese caso los
valores resultarán lesionados sin que nosotros podamos evitarlo. Eso
se llama técnicamente una «tragedia». Las tragedias son trágicas, pre-
cisamente, porque en ellas se pierden valores, sobre todo cuando se
trata del valor vida, sin que hayamos podido evitarlo.
EL ORIGEN DE LA VIDA 135

Los dilemas

Si un conflicto tiene como posible un único curso de acción, tampo-


co hay nada que deliberar. Para esto se requiere que haya, al menos,
dos cursos de acción. Esto es lo que técnicamente se conoce con el
nombre de «dilema». Uno de los cursos del dilema consistirá en optar
por uno de los valores en detrimento del otro, y el otro curso será el
proteger el valor contrario, lesionando completamente el que se halla
en conflicto con él.

Los problemas

Los conflictos tienen por regla general muchos cursos de acción, no


dos. Constituye un sesgo inconsciente el intento de reducir todos los
cursos posibles de acción a dos. Cuando tal sucede, quedan solo los
cursos extremos, es decir, aquellos que consisten en proteger o rea-
lizar un valor con la lesión total del otro, y viceversa. Esto es lo que
cabe llamar «mentalidad dilemática», que sesga por completo las
decisiones humanas, ya que las soluciones más prudentes suelen ser
intermedias.

Identificación de los cursos extremos

Habida cuenta de nuestra tendencia a reducir los problemas a dilemas,


y por tanto de ver solo los cursos extremos de acción, conviene co-
menzar identificando estos.

• Un curso extremo será, por ello, el que busque proteger el valor


vida, lesionando por completo cualquier otro valor que pueda en-
trar en conflicto con él. Es la opción típica de los movimientos
pro-life estrictos. La vida es un valor absoluto, sobre todo la vida
136 BIOÉTICA MÍNIMA

del inocente, y por tanto nunca puede ceder en caso de conflicto


con cualquier otro valor, sea este el que fuere. En tales casos, el
problema ético pretende resolverse mediante normas jurídicas, lo
que lleva en la práctica a la criminalización del aborto.

• El curso extremo opuesto a este es el que opta por proteger com-


pletamente el otro valor en conflicto, la salud de la madre, su bien-
estar económico, familiar o social, o el libre ejercicio de su autono-
mía, ignorando por completo el valor de la vida del embrión. Esto
último suele justificarse con el argumento de que se trata de una
vida en desarrollo, aún no completamente formada, etc. Este curso
extremo es el propio del movimiento pro-choice. Hoy es frecuente
que se apele al «derecho a la autonomía» de la mujer embarazada.
Nosotros no lo hemos incluido en esos términos, porque aquí no
estamos hablando de derecho sino de ética, y en ética gestionamos
valores, no derechos. La consecuencia jurídica de este curso extre-
mo es la opuesta al curso anterior, es decir, la completa liberaliza-
ción del aborto, el aborto libre.

Ambos cursos extremos comparten una característica, el basarse en


convicciones personales que se consideran absolutas e indiscutibles.
Estas convicciones en el primer caso pasan por ser religiosas, por
más que ello resulte cuando menos dudoso, y en el segundo cultu-
rales, propias de la llamada cultura del bienestar. En ambos casos
son ejemplo de lo que Max Weber describió como Gesinnungsethik,
ética de la convicción. No es que las convicciones deban conside-
rarse negativas, o que se pueda vivir sin convicciones. Pero estas,
como todo, deben someterse a análisis crítico y gestionarse con
prudencia. En caso contrario, son pura expresión de «heteronomía»
moral, que es tanto como calificarlas de inmorales. Las creencias
y las convicciones hay que asumirlas de modo autónomo, es de-
cir, «responsablemente». Eso es lo propio de la que Weber llamó
Verantwortungsethik, ética de la responsabilidad. Lo cual obliga a
EL ORIGEN DE LA VIDA 137

la búsqueda de cursos intermedios, que intenten salvar todos los


valores en conflicto.

Identificación de los cursos intermedios

Tras el análisis de los cursos extremos, hemos de buscar ahora todos


los cursos intermedios posibles. Por curso intermedio entendemos
aquel que intenta proteger o promover la realización de todos los
valores en juego, y no solo el de uno de ellos. Esto es de importan-
cia fundamental, ya que nuestra primera obligación no es proteger
el valor que consideramos más importante y lesionar el otro o los
otros, sino proteger y promover la realización de todos los valores
en juego. Y esto solo puede conseguirse a través de los cursos in-
termedios.

• Un curso intermedio es la educación general, pues resulta eviden-


te que el aborto se da cada vez más en personas que han asumido
la actual «cultura del bienestar» hasta en sus últimos detalles,
considerándose legitimados a erradicar de sus vidas cualquier
tipo de contingencia negativa o indeseada. Es frecuente encon-
trar este tipo de actitudes en los partidarios radicales de la ideo-
logía pro-choice.

• Otro curso intermedio importante es la adecuada educación sexual


y reproductiva a fin de evitar los embarazos indeseados o no pla-
nificados que acaban convirtiendo el aborto en un medio anticon-
ceptivo.

• La decisión de abortar suele tomarse, en cualquier caso, en momen-


tos de grave crisis psicológica de la mujer. De ahí la importancia
del apoyo personal y emocional en esas situaciones, dilatando la
decisión hasta que su ánimo esté más calmado. Las decisiones de
138 BIOÉTICA MÍNIMA

este tipo no deben tomarse nunca en momentos de crisis. Conviene


recordar aquí el consejo de Ignacio de Loyola: «En tiempo de turba-
ción, no hacer mudanza».

• Otros cursos intermedios tienen que ver con la búsqueda de apo-


yos familiares, sociales y de todo tipo para la mujer embarazada.
No es casual que el mayor porcentaje de abortos se dé en familias
pobres, desestructuradas, con pocos recursos económicos, sociales
y culturales, etc.

• Otro curso intermedio es la adopción posnatal.

• Entre la prohibición y liberalización totales, ya identificados como


cursos extremos, están las situaciones intermedias que admiten la
interrupción del embarazo en algunos supuestos (grave daño para
la salud de la madre, grave malformación fetal, violación) o en
ciertos plazos de tiempo (que en general se ordenan, con algu-
nas variaciones, en torno a los tres trimestres de la gestación, li-
beralizando la interrupción del embarazo en el primer trimestre,
permitiéndola solo en algunos supuestos durante todo o parte del
segundo, y prohibiéndolo en el tercero). Cada una de estas situa-
ciones da un curso de acción distinto, de gravedad mayor o menor,
según la afectación de los valores en juego. Pocas personas, por
ejemplo, encontrarán graves problemas de conciencia en la inte-
rrupción del embarazo en caso de fetos inviables, como sucede en
los fetos anencéfalos. Tampoco planteará excesivos problemas el
llamado «aborto terapéutico».

Es obvio que la gravedad de la interrupción será mayor según aumente


la edad gestacional. En el caso de fetos viables, la decisión que se tome
dependerá no tanto de las creencias religiosas cuanto de la responsabi-
lidad mayor o menor de la persona y de su capacidad para asumir como
propias las contingencias indeseadas o imprevistas de la vida.
EL ORIGEN DE LA VIDA 139

Identificación del curso óptimo

Una vez identificados todos los posibles cursos intermedios, es preci-


so buscar el llamado «curso óptimo».

• El curso óptimo es, por lo general, uno de los cursos intermedios;


concretamente, aquel que promueva más la realización de todos
los valores en juego o los lesione menos.

• No todo el mundo tiene que ver como óptimo el mismo curso de


acción. Hay variaciones que dependen de las particularidades pro-
pias de cada persona. Quien tiene que tomar la decisión deberá
determinar, tras el análisis cuidadoso del caso, qué curso identifica
en su situación como óptimo.

• Como ya hemos visto con anterioridad, la relación clínica debe


verse como un proceso deliberativo que ha de evitar por igual la
imposición de los propios puntos de vista o de los propios valo-
res, la manipulación del paciente y, también, la trivialización del
asunto, dando por buena cualquier decisión espontánea que tome
la gestante. Las decisiones espontáneas, como ya sabemos, están
prácticamente siempre sesgadas, y es obligación del profesional
ayudar a la paciente a que tome la decisión más madura posible,
ya que esta es la única que puede considerarse verdaderamente
autónoma.

• Puede haber casos en que fallen todos los cursos intermedios. En-
tonces no quedará otro remedio que optar por un curso extremo.
o Pero eso solo podrá hacerse caso de haber resultado infructuo-
sos los cursos intermedios; por tanto, de modo excepcional. No
es correcto convertir la excepción en regla.
o Tampoco va de suyo que todo el mundo tenga que optar por el
mismo curso extremo.
140 BIOÉTICA MÍNIMA

o En cualquier caso, el aborto hay que verlo como lo que es, un


curso extremo, ya que en él se sacrifica completamente uno
de los valores en juego, la vida del feto. Quiere decir esto que
siempre debe considerarse como la última opción, incluso en
aquellas situaciones en que resulte justificable, o incluso ne-
cesario, como puede ser la de grave peligro para la vida de la
madre.

La objeción de conciencia

La relación clínica debe entenderse como un proceso deliberativo,


en el que profesional y paciente analizan los hechos, los valores y
los cursos posibles, en orden a tomar la decisión óptima, que por lo
general será la mejor para ambos. Pero esto no siempre sucederá así.
La decisión ha de tomarla quien tiene la responsabilidad de hacerlo,
que en este caso es la gestante, ya que el acto tiene lugar en su pro-
pio cuerpo. El profesional debe, en principio, respetar esa decisión,
por más que en ciertos casos no la comparta. Esto plantea el pro-
blema de qué debe hacer el profesional en las situaciones de grave
desacuerdo. Como solución a este conflicto, la cultura liberal ha
puesto a punto en época aún reciente la doctrina de la «objeción de
conciencia». En la práctica, la mayor parte de las objeciones de los
profesionales sanitarios son, desdichadamente, falsas objeciones, ya
que no están basadas en auténticas razones de conciencia. Pero hay
casos de genuinas objeciones de conciencia al aborto, incluso entre
los profesionales dispuestos a practicarlos en determinados supues-
tos. Ejemplos típicos son el de la joven que utiliza el aborto como
medio anticonceptivo, o el de quien eleva el propio bienestar a la
categoría de valor absoluto, sin advertir su responsabilidad para con
los otros valores en juego. Cuando el profesional ve que se lesio-
nan valores que en esas situaciones no deben lesionarse, porque lo
que se ha elegido es un curso en su opinión incorrecto, puede echar
EL ORIGEN DE LA VIDA 141

mano del recurso a la objeción de conciencia. También eso tiene


valor educativo y ejemplarizante.

Pruebas de consistencia y elección del curso definitivo

Una vez elegido un curso como óptimo, es bueno, antes de elevarlo a


la condición de definitivo, ver si resulta consistente, para lo que se le
hace pasar por tres pruebas:
• Una primera es la «prueba de la legalidad». Consiste en saber si
la decisión que vamos a tomar es legal o ilegal. No es que no pue-
dan, y a veces deban, tomarse decisiones ilegales, pero sí conviene
saber que lo son. Adviértase, por otra parte, que el recurso a la ley
lo hemos situado aquí, al final del proceso, y no al comienzo, dado
que nuestro objetivo era hacer un análisis ético y no jurídico del
problema.

• La segunda es la prueba de la «publicidad». Consiste en pregun-


tarse si uno tendría argumentos para defender públicamente la de-
cisión que está a punto de tomar.

• Y la tercera es la prueba del «tiempo» o de la temporalidad. Es la


que ya hemos señalado antes como curso intermedio. Consiste en
preguntarse si, caso de dilatar un tiempo el asunto, tomaríamos la
misma decisión que ahora estamos dispuestos a tomar. El objetivo
de esta prueba es evitar las decisiones en caliente, que son muy
emocionales, pero por lo general poco prudentes.

CONSIDERACIONES FINALES

Los problemas éticos del origen de la vida, y más en concreto el proble-


ma del aborto, no pueden solucionarse mediante su criminalización, y
142 BIOÉTICA MÍNIMA

su consecuencia lógica, la prohibición penal, ni tampoco mediante su


banalización en forma de liberalización total, sin ningún control social
y jurídico de un bien tan importante como es el de la vida de los no
nacidos. La única vía correcta es la responsabilización, es decir, la pro-
moción de la responsabilidad personal, ya desde la adolescencia. Este
es el curso óptimo. Se trata de fomentar la responsabilidad para con la
vida, para con la vida en general y para con la vida humana, incluso
en formación y especialmente con ella, a fin de tratarla con el mayor
respeto posible. Lo cual exige, a su vez, promover un cambio cultural
importante, en el que el «bienestar» individual no sea el criterio máxi-
mo y a veces único para la toma de este tipo de decisiones.
El fomento de la ética de la responsabilidad es tanto más necesa-
rio cuanto que en nuestra sociedad se da una evolución progresiva e
imparable hacia un respeto cada vez mayor de las decisiones autóno-
mas de las personas, aunque estas atenten contra la integridad de otros
principios, como puede ser el de respeto a la vida. Esto quiere decir
que va concediéndose un espacio cada vez mayor a la autogestión o
a la gestión privada del cuerpo y de la sexualidad, de la vida y de la
muerte. Si tradicionalmente se venía situando el valor vida por delante
del valor libertad de conciencia, hoy sucede exactamente lo contrario,
y la tendencia clara es conceder cada vez mayor espacio a la libertad de
conciencia, incluso en detrimento de la vida. La ética de la responsabi-
lidad exige evitar ambos extremos, y promover la idea de que el propio
concepto de responsabilidad exige promover la realización de todos los
valores en juego, y no solo de uno de ellos, ya se trate de la vida, como
en el caso antiguo, o la libertad, como tiende a pensarse hoy.
Consecuencia de lo anterior es que no pueda considerarse sufi-
ciente la mera educación sexual. Es preciso promover algo más im-
portante en la vida de las personas y también más decisivo, aunque,
por supuesto, más difícil, la educación moral. La educación sexual
tiene que ser educación moral, educación en la responsabilidad en la
gestión de la sexualidad y de la transmisión de la vida. Hay que fo-
mentar la responsabilidad con los embriones, que no se identifica con
EL ORIGEN DE LA VIDA 143

considerar inmoral cualquier interrupción del embarazo, pero tampo-


co con afirmar que la mujer tiene derecho a la disposición libre de su
cuerpo y del fruto de la concepción. No toda interrupción es inmoral,
pero sí ha de ser responsable, es decir, por causa proporcionada. En
este sentido, hay que decir que el continuo recurso en nuestra cultura
a la libertad, la autonomía y el bienestar como derechos, de los que la
persona puede disponer a discreción, no ayuda a ir por la vía correcta.
Promueven la banalización más que la responsabilización.
La relación clínica debe verse como un proceso deliberativo en or-
den a tomar las mejores decisiones. El profesional y la paciente tienen
que deliberar, no solo sobre los hechos clínicos, sino también sobre
los valores implicados y sobre los cursos de acción posibles, en orden
a tomar el más adecuado, responsable o prudente. La decisión final es
obvio que deberá tomarla la paciente, pero del modo más maduro y
responsable que sea posible.
El profesional no puede abandonar a la paciente en ningún momento
del proceso. En tanto que profesional tienen un deber de no abandono.
Lo cual no quiere decir que, cuando considere que la decisión de la em-
barazada de interrumpir su gestación es, a su entender, irresponsable,
y piense que por razones morales no puede participar en ella, no pueda
y deba objetar en conciencia. Su objeción, en cualquier caso, solo será
respetable cuando sea «de conciencia», y no se deba a otros motivos,
desdichadamente muy frecuentes, como son la ignorancia de si algo es
correcto o incorrecto, el evitar el qué dirán, etc. La objeción de concien-
cia, para ser respetable, ha de ser «de conciencia».
Finalmente, es preciso recordar que el aborto ha de verse como lo
que es, un recurso extraordinario, y que la actitud ordinaria ha de ser
la de respeto y promoción a la vida, incluso a la vida deficiente. En
uno de los primeros y mejores libros que se han escrito sobre el abor-
to, el bioeticista Daniel Callahan concluía con estas palabras:

«El aborto es un modo de resolver el problema de un embarazo inde-


seado o problemático (física, psicológica, económica o socialmente),
144 BIOÉTICA MÍNIMA

pero raramente es la única salida, al menos en las sociedades ricas


(tendría mucho menos certeza al hacer la misma afirmación sobre
las sociedades pobres). Incluso en los casos más extremos (por ejem-
plo, en casos de violación, incesto, o psicosis) normalmente existen
alternativas y son posibles diferentes decisiones. Dar a luz a un hijo
ilegítimo no es necesariamente el fin de la oportunidad que tiene cada
mujer de tener una vida feliz y relevante. Tener un hijo con una grave
discapacidad no significa automáticamente la destrucción de una fa-
milia. Tener otro hijo más no significa necesariamente la ruina de to-
das las familias cuya vivienda es demasiado pequeña para su tamaño.
No es inevitable que todas las mujeres inmaduras emocionalmente
lleguen a ser más inmaduras al convertirse en madres por primera o
segunda vez. No es inevitable que un niño con una grave discapaci-
dad no pueda aspirar a nada en la vida. No es inevitable que todos
los niños no queridos estén condenados a la miseria. No está escrito
en la esencia de las cosas, no es una ley fija de la naturaleza humana,
que una mujer no pueda llegar a aceptar, amar y ser una buena madre
de un hijo que inicialmente no quería. No es una ley inmutable que
ella no pueda llegar a disfrutar de un niño con discapacidad severa.
Naturalmente, estas son solo generalizaciones. La idea es solamente
que los seres humanos, como regla general, son flexibles, capaces de
hacer más de lo que a veces piensan que son capaces, son capaces
de superar peligros y desafíos, de crecer y madurar, de transformar
un inicio poco prometedor en conclusiones satisfactorias. Nada en
la vida, incluso en la vida procreativa y la vida familiar, está decidi-
do de antemano; el futuro no es nunca completamente inalterable»
(Callahan, 1970, 497).
5

El final de la vida

En este capítulo analizaremos los problemas éticos del final de la vida


siguiendo el procedimiento explicado en los primeros capítulos y
aplicado ya al estudio de los problemas del origen de la vida. Primero
haremos un elenco de esas cuestiones, para luego identificar las más
importantes y someterlas a análisis.

LOS PROBLEMAS DEL FINAL DE LA VIDA

Por final de la vida se entiende un periodo cada vez más amplio de la


vida de las personas, habida cuenta del espectacular incremento que
la esperanza de vida ha tenido durante el último siglo y que probable-
mente aumentará aún más en las próximas décadas. Los principales
problemas éticos que se plantean en ese periodo son las siguientes:

• Vejez: la vida en su fase final


o Discriminación por razón de edad: «ageismo»
o Maltrato del anciano
• Los tipos de enfermedades en el final de la vida
o Enfermedades agudas. Crisis. Enfermedades críticas. Cuidados
intensivos
146 BIOÉTICA MÍNIMA

o Enfermedades crónicas. Lisis. Enfermedades terminales. Cui-


dados paliativos
• El síndrome de enclaustramiento o desaferentización
• Coma, estado vegetativo persistente y estado de mínima conciencia
• Demencias (Alzheimer, etc.)
• Suicidio
• Eutanasia
o Suicidio asistido
o Homicidio por compasión
• Muerte
o La utopía de la muerte natural
o La muerte cardiopulmonar
o La muerte encefálica
o La muerte cortical
• Donación y trasplante de órganos y tejidos
o Donación de órganos y tejidos
--Donación de vivo
--Donación de cadáver
o Trasplante de órganos y tejidos

EL SUICIDIO Y LA EUTANASIA

El suicidio ha existido siempre, a todo lo largo de la historia de la


humanidad. El mayor porcentaje de suicidios se debe a causas pato-
lógicas, en especial ciertas enfermedades mentales, y muy en primer
término, la depresión severa. Esto ha hecho que durante la mayor par-
te de la historia occidental se considerara al suicida como un enfermo.
La posibilidad de suicidios lúcidos o sanos quedaba relegada a círcu-
los muy minoritarios, de personas con alta cultura, en especial filóso-
fos. Es bien sabido que el término «eutanasia» se acuñó en la Grecia
clásica, y que etimológicamente significa «buena muerte». La filoso-
fía griega afirmó siempre que el objetivo último de la vida humana es
EL FINAL DE LA VIDA 147

la felicidad o perfección de su propia naturaleza, lo que se expresaba


con el término eudaimonía. Euthanasía se acuñó por similitud, para
significar la buena muerte. Toda la ética griega está orientada a pro-
mover el ideal de la felicidad, educando al ser humano en la elección
de los medios adecuados para el logro de ese fin. Ese era para ellos
el objetivo de la ética. Pero hay situaciones en que el fin de la eudai-
monía ya no resulta posible. Esto puede deberse a múltiples causas,
entre ellas, a la enfermedad y al deterioro físico. Este deterioro puede
llevar a la persona a vivir la última etapa de su vida de un modo que
ella considera indigno. No es que ella quiera poner fin a su vida, es
que la propia naturaleza no le permite ya el ideal propiamente huma-
no. Entonces el filósofo tiene dos posibilidades: vivir de un modo que
puede llegar a resultarle indigno, o morir dignamente. Esto último es
lo que los estoicos denominaron euthanasía. Era un ideal moral, el
de no perder la dignidad humana incluso en los momentos de mayor
deterioro físico.
Pero la idea de buena muerte cambió drásticamente con la apari-
ción del cristianismo. Entonces se impuso el criterio de que la vida
es un don de Dios, razón por la que es el único que puede quitarla. El
hecho de que el poner fin a la propia vida sea el último acto de una
persona le añade aún más gravedad, dado que convierte al sujeto en
réprobo para toda la eternidad. Esto llevó a que la legislación canó-
nica prohibiera la inhumación de los suicidas en suelo santo. Así lo
estableció el canon 15 del sínodo de Braga, celebrado en el año 563.
Esta práctica continuó a través de los siglos, y aparece de nuevo en
el Código de Derecho Canónico del año 1917, cuyo canon 1240 pro-
hibía enterrar en suelo santo a «quien con libertad y dominio de sus
facultades se matara a sí mismo» (párrafo 3) así como también «a los
muertos en duelo» (párrafo 4). Esta prohibición solo desapareció en
el Código de Derecho Canónico del año 1983.
Por todo lo anterior, el tema de la eutanasia no ha vuelto a plan-
tearse más que como consecuencia del drástico proceso de seculariza-
ción sufrido por la sociedad occidental en los siglos modernos, y muy
148 BIOÉTICA MÍNIMA

en especial en el siglo XX. Poco a poco, valores antes escasamente


relevantes, como la libertad y la autonomía, han dio cobrando ma-
yor fuerza, hasta el punto de constituir la nota definitoria de nuestra
sociedad, no por azar denominada «sociedad liberal». En la cultura
griega al sujeto que buscaba llevar a cabo su proyecto vital sin el
concurso de los demás se le llamaba idiótes, lo opuesto a polítes. En
el mundo moderno, por el contrario, la autonomía no solo ha cobra-
do valor positivo sino que ha pasado a primer término, y con ella la
gestión individual y privada de la propia vida. Y también de la propia
muerte, ahora que los avances de la ciencia médica han hecho que ya
no sea la naturaleza la que pone término a la vida de las personas, y
que de algún modo ha desaparecido la llamada “muerte natural”. Las
normas jurídicas otorgaban antes un estrechísimo margen a la gestión
individual de la propia muerte (paternalismo). Pero paulatinamente
han ido ampliando ese margen y permitiendo una mayor gestión de
la muerte al ser humano (como se ve, por ejemplo, en la despenaliza-
ción del suicidio). De ahí la importancia que han adquirido en nuestra
cultura documentos tales como las instrucciones previas, las llamadas
órdenes parciales (órdenes de no reanimar, de donación de órganos,
de rechazo a recibir sangre, etc.), el nombramiento de representantes,
etc. Estos documentos permiten al paciente, por lo general, rechazar
tratamientos, aunque estos sean vitales, pero no pedir actuaciones so-
bre su cuerpo que tengan por objeto directo el poner fin a su vida.

LOS LÍMITES A LA AUTOGESTIÓN DE LA MUERTE:


LOS CRITERIOS CLÁSICOS

La autogestión de la propia vida y de la propia muerte ha de tener,


como todo, unos límites. Lo difícil es dar con los criterios precisos
para establecerlos. Lo más usual ha sido acudir a ciertas distinciones
muy clásicas, que habían venido teniendo una aceptación casi unáni-
me desde tiempos muy antiguos, y que canonizó la ética medieval.
EL FINAL DE LA VIDA 149

Uno de ellos es el de la intencionalidad del acto, y otro el de su tran-


sitividad. Los analizaremos sucesivamente.

1. La intencionalidad del acto: la distinción entre «querer» y «per-


mitir». En la ética clásica, ya desde comienzos de nuestra era
(aunque no antes, dado que la intención no fue un elemento sig-
nificativo en la ética griega), se otorgó un papel muy relevante
en la moralidad de los actos a la intención o intencionalidad. En
medicina es frecuente realizar actos en el cuerpo de otra persona
que pueden poner fin a su vida: operaciones quirúrgicas, admi-
nistración de fármacos con graves efectos secundarios, etc. Pero
tales acciones se realizan con la intención de curar o aliviar al
paciente, no de acabar con su vida. Eso es también lo que separa
la mal llamada «eutanasia indirecta», que por lo general se acepta
sin graves reparos morales, de la «eutanasia directa». Esta, que es
la eutanasia propiamente dicha, se define como el llevar a cabo en
el cuerpo de otra persona un acto con la intención directa de po-
ner fin a su vida. La tesis generalmente admitida es que no puede
permitirse un acto que directamente tenga por objeto poner térmi-
no a la vida de una persona, aunque sí actos en que ese efecto se
siga indirectamente. Tal es el caso, por ejemplo, del uso de ciertos
analgésicos y sedantes dados con la intención directa de calmar el
dolor o sufrimiento del paciente, pero que indirectamente pueden
tener el efecto de acortar su vida. De hecho, quienes defienden la
eutanasia lo hacen argumentando que se trata de un «homicidio
por compasión», ya que el objetivo directamente querido es aca-
bar con los sufrimientos del paciente (de ahí el término compa-
sión), no quitarle la vida. Lo que sucede, arguyen, es que en cier-
tas circunstancias excepcionales, no hay otro medio de evitar los
sufrimientos más que poniendo fin a su vida. Pero esto último no
es lo directamente querido sino solo lo permitido. En los debates
sobre la eutanasia siempre se busca salvar la intencionalidad del
acto, afirmando que el efecto negativo, la muerte, no es el directa-
150 BIOÉTICA MÍNIMA

mente querido sino solo el permitido, en tanto que el directamente


querido es aliviar el sufrimiento, etc.

2. La transitividad del acto: la distinción entre «activo» y «pasivo».


Cercano al anterior criterio, pero distinto de él, es el de la transi-
tividad del acto. Si el acto de poner fin a la vida es intransitivo,
será el propio sujeto quien se quitará la vida, y por tanto se tratará
de un «suicidio». Cuando el acto es transitivo, de tal manera que
es otra persona quien lo lleva a cabo, el resultado no es un suici-
dio sino un «homicidio». Esta distinción, en principio tan clara,
empieza a complicarse cuando se intenta llevar a la práctica en
el ejercicio médico. Entonces se convierte en la distinción entre
«hacer» o «no hacer» algo en el cuerpo de otra persona; o, en el
caso de las técnicas de soporte vital, entre «no poner» o «quitar».
En la literatura internacional, este es el conflicto entre whithhold,
no poner, y withdraw, retirar. En el primer caso, el profesional sim-
plemente no actúa, de modo que el fallecimiento lo desencadena
la propia enfermedad del paciente. En el segundo, por el contrario,
la retirada de una medida de soporte vital va seguida, en un plazo
más o menos breve, de la muerte del paciente, que por ello pare-
ce causalmente determinada por la actuación del profesional. Esto
explica que los clínicos prefieran no poner una medida que luego
les va a resultar difícil quitar, a retirarla cuando comprueban que
ya no es eficaz. Esta dificultad no hay duda de que es importante,
porque cuando no se hace lo que debe hacerse se está actuando
mal, y cuando algo no se retira cuando debiera hacerse, también.
La obligación moral es iniciar una terapia cuando está indicada, y
retirarla cuando resulta fútil o contraindicada, a pesar de la dificul-
tad psicológica que pueda conllevar. De hecho, hay omisiones más
inmorales que otras acciones, y el Derecho penal castiga los deli-
tos llamados «de comisión por omisión». La condición transitiva
o intransitiva del acto no parece, pues, que deba tener relevancia
moral, a pesar de que sí la tiene, y mucha, en el orden práctico.
EL FINAL DE LA VIDA 151

Lo cual explica que las legislaciones tiendan a permitir los actos


intransitivos (dejar morir cuando ya no hay esperanzas; la llamada
«eutanasia pasiva»), pero prohíban por lo general los actos tran-
sitivos que tienen por finalidad acabar con la vida de una persona
(matar; «eutanasia activa»). Se considera que los primeros deben
quedar a la gestión individual de los pacientes, de acuerdo con los
principios de autonomía y beneficencia, en tanto que los segundos
han de hallarse públicamente regulados, de acuerdo con los princi-
pios de no-maleficencia y de justicia. De ahí que la mayoría de las
legislaciones penalicen los actos transitivos que tienen por objeto
directo el provocar la muerte de una persona. El intento de reducir
la transitividad del acto al mínimo posible es lo que ha llevado a
establecer la diferencia entre el llamado «suicidio asistido» y la
«eutanasia».

LA CRÍTICA DE LOS CRITERIOS CLÁSICOS

1. Crítica del criterio de intencionalidad. Haciendo una lectura e inter-


pretación muy poco aristotélica de ciertos textos de Aristóteles (Et
Nic III 1: 1109b 30-1111b 2), la tradición distinguió tajantemente
entre «querer» y «permitir», y elaboró a partir de ella el llamado
«principio del voluntario indirecto», también conocido como «prin-
cipio del doble efecto». Todo él está fundado en la idea de «inten-
ción», de tal modo que actos queridos serían aquellos que buscan
su objetivo con intención directa, en tanto que en los permitidos
la intención sería indirecta, porque lo querido directamente es otra
cosa. Toda la teoría del doble efecto se basa en el principio de que
nunca puede quererse directamente algo moralmente malo, aunque
sí puede querérselo indirectamente, y por tanto permitirlo. Esta idea
ha sido la fundamental en el análisis ético de los problemas del final
de la vida, hasta que, ya bien entrado el siglo XX, Ludwig Wittgens-
tein en sus Philosophical investigations (§ 614-15), y una discípula
152 BIOÉTICA MÍNIMA

suya, Elisabeth Anscombe, en un estudio titulado Intention (1957),


hicieron ver la debilidad de toda esa construcción, basada en lo que
Anscombe llama la «teoría causalista» de la intención. Se trata de
que todos creemos hacer las cosas movidos por intenciones que son
previas y motores de nuestros actos. Primero estaría la intención y
luego la acción. Anscombe supo ver que esto procede de un puro es-
pejismo, debido a que el agente se desdobla a sí mismo, y sin darse
cuenta asume el rol de observador externo de la acción, viéndola y
juzgándola desde fuera de ella, como espectador, o como dice Ans-
combe, «en tercera persona», en tanto que en el proceso real de la
toma de decisiones no sucede eso, porque el sujeto no es espectador
sino agente, y no toma el rol de la tercera sino de la «primera perso-
na». En primera persona, no existe la intención como causa previa
al acto, sino que es parte del acto y va modulándose a través del pro-
ceso de deliberación y realización del propio acto. Es la diferencia,
dice Anscombe, entre el punto de vista que se considera «objetivo»,
propio de la «racionalidad teórica», y el que tendemos a considerar
«subjetivo», propio de la «racionalidad práctica». La tesis de Ans-
combe es que solo este último punto de vista es real, y por tanto
objetivo. El otro es una creación imaginaria, que sin embargo es ori-
gen de múltiples problemas o seudoproblemas morales que llevan
a debates interminables sobre las intenciones. De hecho, el mundo
de las intenciones está lleno de sesgos, que acaban culpabilizando a
las personas por puras cuestiones de intención. Lo cual explica, por
ejemplo, lo amplia y frecuente que es la psicopatología de la inten-
cionalidad. En ética, como veremos, lo decisivo es aquello que se
hace o deja de hacer, no la intención con que se hace.
A partir de ahí cabe cuestionar toda la doctrina clásica sobre el
llamado «principio del doble efecto», con la que los teólogos creye-
ron dar con la explicación hasta del proceder divino. Así, por ejem-
plo, a propósito del problema del mal en el mundo, establecieron, y
desde entonces se ha venido repitiendo incesantemente, que Dios no
quiere el mal sino que solo lo permite. Lo que quiere es la libertad
EL FINAL DE LA VIDA 153

del ser humano, lo cual tiene como consecuencia positiva el que


pueda realizar actos moralmente buenos o meritorios, que serían los
directamente queridos por Dios, en tanto que los actos moralmente
negativos Dios no los querría directamente sino que solo los permi-
tiría de modo indirecto. Como es bien sabido, este fue el argumento
central de lo que desde Leibniz se ha conocido con el nombre de
Teodicea, término acuñado por él y que significa «justificación de
Dios» frente al problema del mal. Como ha señalado Paul Ricoeur,
este modo de pensar es el propio de la «ontoteología», un enfoque
que hoy es de todo punto necesario superar. (Ricoeur, 1994). En el
orden ético, el propio de los actos humanos, el mal no debe situarse
en la intencionalidad, al modo tradicional, sino en la falta de delibe-
ración, ya que, como hemos visto en un capítulo anterior, los actos
espontáneos están siempre y por necesidad sesgados. Es lo que qui-
so expresar Hannah Arendt en la expresión: «la banalidad del mal».
Y en el plano teológico o religioso, el mal no cabe conceptuarlo
de ningún modo, como tampoco a Dios, si no es como misterio, al
modo de Ricoeur. La mente humana no tiene capacidad para pensar
una realidad trascendente al mundo más que a través de categorías
como la de misterio, y menos aún tiene capacidad para desvelar los
planes de Dios, eso que los teólogos llamaban los «decretos» divi-
nos, único modo que habría para desvelar el llamado problema del
mal, que por lo ya dicho sería más correcto denominar «misterio
del mal». Lo que en cualquier caso no es de recibo es despacharlo
apelando a la prevaricación moral de la especie humana y de todos
y cada uno de sus especímenes, como ha sido usual en la historia. El
moralismo no sirve para explicar el misterio sino para dar una falsa
interpretación de él, y de ese modo encubrirlo.

2. Crítica del criterio de transitividad. Las diferencias entre «no po-


ner o retener» (withholding) y «quitar, retirar o interrumpir medidas
de soporte vital ya instauradas» (withdrawing) ha dado lugar a una
amplio debate en el mundo de la bioética. Nadie duda de que esa
154 BIOÉTICA MÍNIMA

diferencia es muy relevante desde el punto de vista psicológico, has-


ta el punto de que los profesionales se hallan tentados de no iniciar
procedimientos que en un momento concreto consideran indicados,
si sospechan que después tendrán problemas en caso de que consi-
deren indicado el retirarlos. Lo que se discute no es la relevancia psi-
cológica de la distinción, generalmente admitida, sino su pertinencia
moral, que es nula. Lo correcto desde el punto de vista ético es poner
cuando está indicado y debe hacerse y retirar las medidas cuando
resultan contraindicadas o fútiles. Este es un problema, en cualquier
caso, que viene rodando desde la antigüedad.

ENFOCANDO EL TEMA EN OTRA DIRECCIÓN:


LA RACIONALIDAD PRÁCTICA

En los últimos tiempos ha cobrado de nuevo vigencia la vieja dis-


tinción entre racionalidad teórica y práctica, ya presente en la obra
aristotélica. La primera utiliza la lógica apodíctica, a través del pro-
cedimiento llamado demostración. Así sucede, por ejemplo, en ma-
temáticas. Otra expresión de este modo de razonar es el silogismo
demostrativo. Pero Aristóteles supo ver que había otro modo de razo-
nar menos estricto, al que puso los nombres de «silogismo práctico»
o «razonamiento práctico». La ética pertenece a este segundo tipo,
y por tanto en ella no es de aplicación el razonamiento demostrati-
vo, sino otro muy distinto, el razonamiento deliberativo. Lo que es
la demostración en el primero, es la deliberación en el segundo. En
un caso, el resultado es una proposición verdadera; en el segundo, el
resultado no es una proposición sino una decisión, y de las decisiones
no tiene sentido decir que son verdaderas o falsas, sino prudentes o
imprudentes.
En la lógica del razonamiento práctico la teoría causal de la in-
tencionalidad no juega ningún papel, dada su focalización en el pro-
cedimiento deliberativo de toma de decisiones, con la finalidad de
EL FINAL DE LA VIDA 155

que estas sean correctas o prudentes. El objetivo de la racionalidad


práctica es la toma de la mejor decisión posible en cada contex-
to concreto. En el tema específico de la ética del final de la vida,
este enfoque permite soslayar algunos de los problemas seculares
a que habían conducido los dos criterios antes citados, el de inten-
cionalidad y el de transitividad. Distinciones clásicas, como las de
«retirar» frente a «retener», o «querer» frente a «permitir», pierden
ahora buena parte de la importancia que tuvieron. Lo cual permite,
entre otras cosas, eliminar las distinciones entre eutanasia «activa»
y «pasiva», «directa» e «indirecta», y centrar el problema en la de-
liberación detenida de los hechos de cada caso, de los valores y los
conflictos de valores, y de los cursos de acción posibles, en orden
a identificar el curso óptimo, el único relevante desde el punto de
vista moral.

LOS HECHOS: EL PROCESO DEL MORIR

Morir es un proceso complejo, que además sigue vías o cursos muy


distintos, por lo general desconocidos por las personas. Debido a esto,
un cirujano y profesor de bioética de la Universidad de Yale, Serwin
B. Nuland publicó un libro, How we die? Reflections on Life’s Final
Chapter (1993), que llegó a ser finalista en el premio Pulitzer. Leyen-
do el libro, muchos ciudadanos de a pie descubrieron los modos como
morimos los seres humanos.
Yendo más allá de lo expuesto por Nuland, y retomando una
tradición que se remonta a los escritos hipocráticos y que nunca
después ha perdido vigencia, cabe dividir las enfermedades huma-
nas, de acuerdo con su patocronia, en dos tipos: las «agudas» y las
«crónicas». Precisamente porque es una clasificación basada en el
modo como aparecen, se instauran, transcurren y finalizan los pro-
cesos morbosos, es de enorme importancia a la hora de diferenciar
los modos como terminan. Las enfermedades agudas se caracte-
156 BIOÉTICA MÍNIMA

rizan por su rápido inicio y también por su final súbito. Este final
es lo que los autores griegos denominaron con el término krísis,
que los latinos tradujeron por resolutio o resolución. Las enferme-
dades crónicas, por el contrario, son de lenta instauración, curso
progresivo y final pausado. Es lo que los hipocráticos expresaron
mediante el término lýsis, que los latinos tradujeron por dissolutio,
disolución.
La medicina ha sido tradicionalmente muy poco intervencionista
en las fases finales de la vida de las personas. El juicio diagnósti-
co y pronóstico más grave que llevaba a cabo el profesional era el
del «desahucio». A partir de ese momento, la medicina pasaba a un
discreto segundo término, cediendo la delantera a otros profesio-
nales, como el notario, para que el paciente arreglara sus asuntos
temporales, y sobre todo al sacerdote, para que pusiera en orden los
espirituales. Ha sido necesario esperar a la segunda mitad del siglo
XX para que la medicina se decidiera a intervenir activamente en
estas fases finales de la vida. Lo cual ha obligado también a renovar
la terminología, de modo que el viejo término de «desahucio» ha
dejado de utilizarse, sustituido por el de «paciente terminal», y para
las crisis propias de las enfermedades agudas se ha acuñado la ex-
presión «enfermo crítico». La crisis es el cambio brusco, bien hacia
la curación o hacia el fallecimiento.
El esfuerzo de la medicina de la última centuria tanto por con-
trolar las situaciones críticas como por manejar adecuadamente las
terminales, ha dado lugar al nacimiento de dos estrategias radical-
mente distintas y a la vez complementarias. La primera, propia del
área de las enfermedades agudas, ha llevado al nacimiento de una
nueva especialidad médica y a la creación de unos nuevos servicios
hospitalarios, las «unidades de cuidados intensivos», el primero de
las cuales se estableció en el Hospital Johns Hopkins de Baltimore
en el año 1958. La segunda, específica de las situaciones crónicas,
también ha generado una nueva especialidad y unos nuevos servi-
cios, conocidos con el nombre de «unidades de cuidados paliativos».
EL FINAL DE LA VIDA 157

Si bien son el resultado de la mentalidad introducida a partir de la


Segunda Guerra Mundial por Cicely Saunders, la primera unidad de
cuidados paliativos la abrió Balfour Mount en el Royal Victoria Hos-
pital de Montreal, en 1975.
Como los problemas éticos que plantean las enfermedades críticas
y los cuidados intensivos son distintos de los propios de las enferme-
dades crónicas y los cuidados paliativos, analizaremos ambos sepa-
radamente.

LOS VALORES: LOS CONFLICTOS DE VALOR


EN EL PROCESO DEL MORIR

El manejo de las situaciones críticas plantea variados problemas


(reanimación cardiopulmonar, uso de las técnicas de soporte vital,
determinación de la muerte, donación y trasplante de órganos, dis-
tribución de recursos, criterios de ingreso en UCIs, etc.), el más
importante de los cuales, y también el más frecuente, es el cono-
cido con el nombre Limitación del Esfuerzo Terapéutico (LET),
expresión manifiestamente mejorable, habida cuenta de que no se
limita el esfuerzo terapéutico propiamente dicho, sino el uso de las
técnicas de soporte vital. De ahí la propuesta de llamar a este pro-
cedimiento Limitación de las Técnicas de Soporte Vital (LTSV).
Pero esta expresión también plantea problemas, porque tampoco el
término «limitación» es del todo correcto. De ahí que se tienda a
sustituirlo por el de «adecuación». Se habla, así, de Adecuación del
Soporte Vital (ASV), o, todavía mejor, de Adecuación del Esfuerzo
Terapéutico (AET).
El manejo de las situaciones crónicas plantea también muchos
problemas éticos (diagnóstico de terminalidad, planificación antici-
pada de la atención, instrucciones previas, control de síntomas, infor-
mación adecuada, apoyo emocional, retirada de alimentación e hidra-
tación, estado vegetativo persistente, enclaustramiento, sedación ter-
158 BIOÉTICA MÍNIMA

minal, suicidio asistido, eutanasia). En lo que sigue vamos a centrar


nuestra atención en los dos problemas principales:

• En el área de los cuidados intensivos, la limitación del esfuerzo


terapéutico.

• En las situaciones terminales, la sedación terminal, el suicidio


asistido y la eutanasia.

La vida, el valor siempre en juego

En todos los conflictos relativos al final de la vida, sean propios de


las enfermedades agudas críticas o de las crónicas terminales, hay un
valor que está siempre en juego, la vida. Por eso es el primero que
hemos de analizar, ya que es común a ambas situaciones.
El término «vida» es polisémico, y encierra dentro de sí distintos
valores. La pura vida biológica, la propia de los animales y que tam-
bién comparte el ser humano, es un valor, algo valioso que debe ser
defendido y promovido. Es el valor de la vida biológica.
Pero al hablar de «vida humana» añadimos al sustantivo vida un
adjetivo determinativo, el de humana. Esta vida es, sin duda, un valor,
pero distinto del de la pura vida biológica. En el ser humano la vida
goza de una cualidad superior. Ello se debe a que tiene inteligencia
y libertad, es decir, a que es una realidad moral. Su vida no solo es
valiosa, sino que lo es reduplicativamente, ya que al propio valor de
la vida añade el de tener la capacidad mental de valorar no solo su
propia vida, sino también la vida de los demás, incluidos los anima-
les. Eso es lo que hace del ser humano una realidad no ya natural sino
moral. La vida biológica se halla en el puro nivel de los hechos físicos
o naturales, en tanto que la vida propia y específicamente humana se
mueve en el mundo de los valores y de la cultura; por tanto, no ya en
el de la naturaleza sino en el del espíritu. Como este mundo de los
EL FINAL DE LA VIDA 159

valores es el que nos constituye como seres humanos y nos dota de


identidad personal, de biografía, puede hablarse de vida biográfica, a
diferencia de la pura vida biológica.
Estos dos tipos de vida no coinciden necesariamente en el ser hu-
mano, y ello tiene consecuencias muy graves en los temas relaciona-
dos con el final de la vida. Hay veces que la vida biológica finaliza an-
tes de que las personas hayan llevado a cabo su proyecto biográfico.
Ello sucede siempre que mueren «prematuramente», como la madre
joven que deja sin criar hijos pequeños. Esto constituye siempre una
tragedia, precisamente por la discordancia entre la vida biográfica y
la biológica. Otras veces sucede exactamente lo opuesto, que la vida
biológica se extiende más allá de la vida biográfica. Tal acontece en
ciertos estados patológicos, como las demencias profundas, o tam-
bién en aquellas personas muy ancianas que consideran y dicen haber
puesto punto final a su biografía y que simplemente les queda seguir
vivos hasta que se acabe su vida biológica.
Las confusiones entre la vida biológica y la vida biográfica de las
personas son frecuentes y de consecuencias muy negativas. Hay, por
ejemplo, una cierta tendencia a pensar que la vida biográfica de los en-
fermos terminales es menos valiosa, dado que tales personas se hallan
en una situación vital o biológica muy comprometida. Su esperanza de
vida biológica es pequeña, o de muy poca calidad, de lo que se con-
cluye, falsamente, que su vida biográfica ha de tener también un valor
muy pobre. Este es un error grave, del que dimanan consecuencias muy
negativas. Toda vida humana es valiosa, igualmente valiosa. Es más, la
vida más amenazada es la que merece mayor protección. No es correcto
considerar la vida de las personas que se hallan en el final de su trayecto
biológico como vidas biográficas devaluadas o como meros retales de
vida. Ese ha sido el origen de gran número de aberraciones. Una de
ellas, la que se produjo en Alemania entre los años 20 y 40 del siglo
XX. Conviene recordar que fue un médico psiquiatra, Alfred Hoche,
junto con un jurista, Karl Binding, quienes escribieron y publicaron en
1920 un libro titulado Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten
160 BIOÉTICA MÍNIMA

Lebens: Ihr Mass und ihre Form, «Aprobación del aniquilamiento de


las vidas sin valor vital: Su medida y su forma». En ese libro se consi-
deraba que había vidas lebensunwerten, «sin valor vital». Se trataba de
los débiles mentales irrecuperables, quienes habían perdido la concien-
cia por grave enfermedad y ya no iban a recuperarla o, caso de que lo
hicieran, les conduciría a en un estado de enorme padecimiento. Tam-
bién se acabaría con la vida de los enfermos irrecuperables que dieran
su consentimiento. El valor vital a que se referían Hoche y Binding es
el propio de la vida biológica. Pero en el ser humano la vida biológica
tiene siempre valor biográfico o humano. Esto hace que la propia vida
biológica como valor se nos convierta en un problema moral, es decir,
en una categoría a manejar desde la vida biográfica o personal. Ese es el
origen de los conflictos de valor que ahora hemos de analizar.

El conflicto de valores en las situaciones críticas

El problema fundamental en situaciones agudas suele ser el de la re-


tirada de medidas de soporte vital o limitación del esfuerzo terapéuti-
co (LET). La retirada de medidas puede hacer que colisione el valor
vida con otros, bien clínicos (indicación/contraindicación, futilidad,
eficacia, efectividad), bien económicos (eficiencia, equidad en la dis-
tribución de recursos escasos), bien valores del propio paciente (auto-
nomía, instrucciones previas).

• En el primer caso, el valor que entra en conflicto con la vida es el


de no maleficencia o no hacer daño. Es maleficente llevar a cabo
algo que está claramente contraindicado. La contraindicación es
un criterio claro de maleficencia. Podría deducirse de aquí que
todo lo que no está indicado está contraindicado, y que por tanto
lo no indicado es por necesidad maleficente. Pero ello no es co-
rrecto. Hay muchos procedimientos que no están indicados, pero
tampoco claramente contraindicados. Estos no podrán gestionarse
EL FINAL DE LA VIDA 161

de acuerdo con el criterio de no maleficencia, sino apelando a otros


que veremos acto seguido. Conviene añadir que la indicación y la
contraindicación no pueden evaluarse en un órgano aislado sino
en el conjunto del organismo. Esto es de particular importancia
en el caso de los cuidados intensivos. Las técnicas de soporte vi-
tal es claro que revierten patrones fisiopatológicos alterados; por
ejemplo, la respiración asistida mejora la oxigenación de la sangre,
de igual modo que la hemodiálisis filtra y libera del organismo
sustancias que le son nocivas. El problema es que la mejora o in-
cluso normalización de las cifras analíticas de oxígeno en sangre
o de urea no siempre indican mejoría clínica del paciente en su
conjunto. No es lo mismo mejorar la función de un órgano que la
del organismo como un todo. Pues bien, solo en este último caso
puede y debe decirse que el uso de una técnica de soporte vital está
indicado. El diagnóstico de indicación y contraindicación debe
realizarse desde el cuadro general del enfermo y la enfermedad, y
no desde uno o varios síntomas. En un paciente que no se beneficia
de una técnica de soporte vital, su aplicación debe considerarse,
cuando no contraindicada, sí, al menos, fútil.

• Otro valor en juego en estas situaciones es el de eficacia. La efi-


cacia no mide contraindicación sino indicación. Tiene, pues, un
carácter positivo. Por eso quien quiere demostrar que algo es efi-
caz tiene de su parte la carga de la prueba. La eficacia hay que
probarla, con procedimientos como el ensayo clínico. De ahí que
la eficacia no se evalúe en condiciones reales sino experimentales.
En principio, y salvo excepciones, nada puede ser eficaz en la vida
real si antes no ha probado su eficacia en la situación, ciertamente
artificial, pero controlada, de los métodos experimentales o, al me-
nos, observacionales.

• Distinta de la eficacia es la efectividad, que es la eficacia medida


en condiciones reales. En principio, y descontado el efecto pla-
162 BIOÉTICA MÍNIMA

cebo, lo ineficaz no puede ser efectivo, pero lo eficaz puede no


serlo. Tal sucede, por ejemplo, cuando algo muy efectivo para una
determinada patología resulta inasumible para la economía de una
persona. El prescribirle ese producto podrá estar muy indicado de
acuerdo con el criterio de eficacia, pero en la práctica es completa-
mente infectivo, porque el paciente no se lo podrá costear.

• Todos los anteriores son valores que ha de evaluar el clínico. Otros


valores en juego no son de gestión directa del clínico sino del ges-
tor. Es el caso de la eficiencia. Esta consiste siempre en la razón
coste-beneficio, o también coste-eficacia. Lo que no es eficaz no
puede ser eficiente, pero lo eficaz puede no serlo, siempre que haya
otro producto o procedimiento que resulte igualmente eficaz a me-
nor precio.

• Relacionado con el de eficiencia, pero distinto y hasta opuesto a él


en ocasiones, está el valor de la equidad o justicia. Es un criterio al
que resulta preciso acudir cuando se hace necesario limitar presta-
ciones por escasez de recursos. Respecto al principio de justicia en
el final de la vida, cabe decir lo siguiente:
o Que hay obligaciones muy importantes de justicia (de no mar-
ginación, no segregación y no discriminación) con los ancianos
y enfermos terminales.
o Que también hay obligaciones de beneficencia con estas perso-
nas (por ejemplo, por parte de los familiares y allegados).
o Que cuando los recursos son escasos, las prestaciones pueden
limitarse o racionarse, pero de modo equitativo, de forma que
afecten a todos por igual, o que el racionamiento lo distribuya
la propia suerte. No puede discriminarse a los ancianos por ra-
zón de la edad («ageísmo»).

• En la limitaciones de prestaciones o el racionamiento, es impor-


tante evitar la discriminación negativa (por ejemplo, dejando de
EL FINAL DE LA VIDA 163

aplicar tratamientos a los menos favorecidos por la lotería de la


vida), y la positiva (tratando a los más favorecidos por la lotería
de la vida). De hacer alguna discriminación, esta ha de realizarse
de acuerdo con el criterio “maximin”, dando más, o discriminando
positivamente a los que la lotería de la vida ha discriminado ya ne-
gativamente. En este sentido, los ancianos, terminales, etc., deben
ser objeto de una discriminación positiva. Sucede aquí algo similar
a lo que acontece en las listas de trasplantes de órganos con la “ur-
gencia O”, que es un tipo de discriminación positiva establecido
conforme al criterio “maximin”. Conviene recordar que el criterio
más frecuente de distribución de recursos en nuestra cultura no es
ese sino su opuesto, el criterio «maximax», que da más a quien
más tiene y quita lo que tiene al que tiene poco.

• Finalmente también puede entrar en conflicto con la vida el valor


autonomía del paciente. En las situaciones críticas, este valor no
juega un papel tan relevante como veremos tiene en los enfermos
terminales, debido, sobre todo, a lo abrupto del proceso y a la dis-
minución del nivel de conciencia que producen tanto las situacio-
nes críticas como la aplicación de ciertas técnicas de soporte vital.
Pero el valor autonomía cada vez cobra mayor importancia, a tra-
vés de procesos como la planificación anticipada de la atención y
de documentos como las instrucciones previas.

El conflicto de valores en las situaciones terminales

El problema fundamental en situaciones crónicas avanzadas o ter-


minales suele plantearlo el propio paciente, que expresa su deseo de
poner fin a su vida o pide acortar el sufrimiento que la situación le
provoca. Aquí no se trata de la limitación en el uso de técnicas de
soporte vital sino de la ayuda o no a quien quiere poner fin a su vida,
lo que se conoce con los nombres de suicidio asistido y eutanasia.
164 BIOÉTICA MÍNIMA

Eso hace que los valores en juego sean, de una parte, la vida, y de
otra la autonomía o libertad de tomar decisiones del paciente sobre
su propio cuerpo.
El conflicto moral se plantea porque si bien la vida biológica de
toda persona humana tiene valor y exige su respeto, puede no coin-
cidir con otros valores que también exigen su respeto. Dicho de otro
modo, la vida no es el único valor a proteger y promover, y tampoco
está dicho que deba ser el valor prioritario en caso de conflicto con
otro u otros. Muy al contrario, siempre se ha admirado a quienes dan
la vida por la defensa de otros valores, como la religión, la patria,
etc. Lo cual demuestra que la vida no ha sido considerada nunca un
valor absoluto, o el valor supremo, ante el que han de ceder necesa-
riamente todos los demás. Hay valores que se consideran, al menos,
tan importantes como la vida. Estos no han sido siempre los mismos.
En un mundo muy secularizado como el actual, es probable que no
existan muchas personas dispuestas a dar la vida en defensa de una
creencia religiosa, y algo similar cabe decir a propósito de la patria.
Pero a la vez que estos parecen batirse en retirada, otros pasan a pri-
mer término.
Los valores dependen de las culturas, y dentro de estas de las per-
sonas. Es obvio que no todas las culturas tienen hoy un sentido tan
acusado del valor de la autonomía como la cultura burguesa y occi-
dental. Esto es preciso tenerlo en cuenta, porque tampoco podemos
nivelar a todos de acuerdo con el sistema de valores propio de la cul-
tura occidental. De hecho, en otras culturas distintas de la nuestra,
valores como la patria o la familia siguen teniendo una vigencia que
en la nuestra, al menos en parte, han perdido. En esas culturas, por
lo demás, el aprecio de la vida terrena es muy relativo, quizá porque
tienen más fe que el hombre occidental en la existencia de otra vida,
cosa que les permite relativizar la valoración o aprecio de esta. Ello
resulta muy evidente aún hoy en culturas como la árabe, o incluso
las de América latina, en las que el valor de la vida es muy distinto al
propio de nuestra cultura, y las personas están dispuestas a dar buena
EL FINAL DE LA VIDA 165

parte de su vida o la vida entera en defensa de otros valores, como la


cohesión social de la tribu, la familia, el grupo étnico, etc.
La cultura burguesa se caracteriza por su exaltación de la vida
terrena, de esta vida, como valor. Ninguna otra cultura conocida ha
apreciado tanto el valor de la vida presente. Esta exaltación se inició
con el Renacimiento, y desde entonces no ha hecho sino crecer. Lo
cual explica que en nuestra cultura se relativice mucho la entrega de
la propia vida por valores como la fe religiosa o la patria. En caso de
que tales valores entren en conflicto con el valor de la vida terrena, el
burgués suele optar por la defensa de este último.
Pero a la vez que nuestra cultura ha valorado de modo nuevo y
superior la vida biológica sobre toda otra cultura, ha promocionado
otros valores, a la cabeza de todos la individualidad, la autonomía,
la libertad, la dignidad personal, etc. De hecho, el valor libertad ha
cobrado ahora una posición jerárquica muy superior a la que tuvo en
cualquier otra cultura, o incluso en cualquier época anterior de la cul-
tura occidental. De ahí que la ética moderna (por ejemplo, la kantia-
na) se halle basada en la libertad como valor. No hay nada superior a
la libertad. Eso explica que el conflicto se sitúe hoy entre el valor vida
y el valor autonomía o libertad. Junto a esta última se hallan hoy otros
valores específicamente modernos, como la autonomía y la dignidad.
Así, en la actualidad es frecuente que las personas, sobre todo las que
gozan de un cierto nivel cultural, consideren que la incapacidad para
llevar a cabo autónomamente las actividades propias de la vida diaria
(aseo personal, etc.) les coloca en una condición indigna o contraria
a su dignidad. En estos casos, en el ejercicio libre de su vida biográ-
fica, los pacientes piden acortar su vida biológica. El burgués no está,
por lo general, dispuesto a dar la vida por nada distinto de sí mismo.
Pero cuando ve que su vida biológica se halla muy deteriorada, hasta
el punto de sentir mermada sensiblemente su libertad y autonomía
(es el caso de las enfermedades neurodegenerativas, o de las lesiones
neurológicas incapacitantes, o de la fase terminal de las enfermeda-
des crónicas), o cuando el modo de vivir le parece indigno, o muy
166 BIOÉTICA MÍNIMA

oneroso económicamente para sí mismo o para los demás, entonces el


burgués tiende a considerar que lo prudente es poner por encima esos
valores a la propia vida biológica, ya de por sí muy deteriorada o con
una expectativa de duración muy limitada.
El burgués occidental es muy sensible para valores como la liber-
tad, la autonomía, la dignidad, etc. Pero lo es también para otro valor
que prácticamente ha descubierto él, el económico. No es un azar
que la economía científica iniciara su andadura en el siglo XVIII, y
que sea un puro producto de la cultura occidental. Toda la ciencia
económica se basa en un valor, la eficiencia o la utilidad, práctica-
mente desconocido o ajeno a la totalidad de las otras culturas. El
rendimiento o la eficiencia no han sido apreciados como valores en
la mayor parte de las culturas. Ha sido la cultura occidental moderna
la que ha hecho de él un valor fundamental. Eso explica que sea en
nuestra cultura en la que se da también un permanente conflicto en-
tre vida y costes económicos. Hoy se sabe que las estimaciones que
cobraron popularidad hace algunas décadas (Lubitz y Riley, 1993;
Hogan, 2001), según las cuales el gasto sanitario de las personas
durante el último año de su vida constituye la cuarta parte del gasto
total gastado en toda ella, no son correctas (Aldbridge y Kelley,
2015), pero lo cierto es que en las fases finales de la vida se da con
frecuencia una desproporción entre el gasto generado y los benefi-
cios conseguidos, que pueden llegar a ser nulos o incluso negativos.
En tales condiciones, hay personas que no quieren resultar onerosas
a familiares y allegados, algo que cada vez cobra mayor importancia
en las decisiones de los pacientes, y algunas otras que no desean ser
tratadas en las fases finales de su vida con terapéuticas distintas a las
que se aplican a los habitantes de países pobres y tercermundistas,
en el deseo de que ese ahorro se aplique a obras humanitarias y a la
investigación de patologías que acaban prematuramente con la vida
de muchas personas, impidiéndolas tener una esperanza de vida si-
milar a la que ellos han gozado. El bioeticista Daniel Callahan ha
hecho de esto una causa personal.
EL FINAL DE LA VIDA 167

En resumen, pues, cabe decir que la vida ha entrado siempre en


conflicto con otros valores, y que siempre se ha considerado que pue-
de ponerse al servicio de otros valores considerados superiores o de
igual rango que ella. Esos valores han ido cambiando con el tiempo y
con la cultura. Tradicionalmente los valores por los que parecía jus-
tificado dar la vida eran la religión, la patria, etc. Hoy, al menos en
la cultura occidental, suelen ser otros, en especial la autonomía, la
libertad, la dignidad y la eficiencia.

LOS DEBERES: BÚSQUEDA DE LOS CURSOS DE ACCIÓN

El deber de los seres humanos es siempre el mismo, promover la rea-


lización de los valores en juego o lesionarlos lo menos posible. Esto
no puede hacerse más que a través de los llamados cursos interme-
dios. Ello se debe a que los cursos extremos consisten necesariamente
en la elección de uno de los dos valores en conflicto, sea este la vida
o sean los otros, con lesión completa de los demás.
Como los hechos y los valores hemos visto que son distintos en el
caso de las situaciones críticas y las terminales, los cursos de acción
también han de serlo. Los analizaremos separadamente.

Los cursos de acción en las situaciones críticas

Los valores en conflicto en el caso de las situaciones agudas críticas


son la vida biológica, por una parte, y la eficacia, eficiencia, efectivi-
dad o decisión del paciente, por la otra. Los cursos extremos consis-
tirán, por ello:

• En un caso, el optar por la promoción del valor vida ignorando (y


por tanto lesionando) los otros valores en juego, lo que conducirá
a la aplicación al paciente de todos los remedios terapéuticos y
168 BIOÉTICA MÍNIMA

todas las técnicas de soporte vital sin restricción alguna. Esto, en


su forma extrema, recibe el nombre de encarnizamiento terapéuti-
co. Este curso extremo consiste, por tanto, en la no limitación del
esfuerzo terapéutico.

• El curso de acción opuesto es aquel que busca proteger y promover


los valores eficacia, eficiencia, efectividad y autonomía sin aten-
der al otro valor en juego, la vida. Esto llevará a restringir toda
intervención que se considere ineficaz, ineficiente, inefectiva o no
elegida por el paciente. Aquí, pues, sí hay limitación del esfuerzo
terapéutico, pero de modo extremo y por ello mismo incorrecto.

Los cursos extremos suelen ser muy intuitivos y por lo general resul-
tan de muy fácil identificación. No sucede lo mismo con los posibles
cursos existentes entre ambos extremos, que por ello resultan con fre-
cuencia difíciles de identificar. Son, sin embargo, los de máxima im-
portancia ética, ya que los cursos intermedios intentan siempre salvar
todos los valores en conflicto o lesionarlos lo menos posible. En el
caso de las situaciones críticas, buscarán promover y proteger todo lo
que resulte posible la vida, a la vez ser respetuosos con la eficacia, la
eficiencia, la efectividad y además respetar la decisión del paciente.
El conflicto entre valores hará que quizá no sea posible respetar todos
ellos de forma completa, pero sí que se lesionen lo menos posible. Por
tanto, podrá haber limitación del esfuerzo terapéutico, pero dentro de
unos límites que establecen los siguientes criterios:

• Criterio de la indicación-contraindicación. El primer curso inter-


medio es limitar lo que esté claramente contraindicado, pero no
lo no indicado.

• Criterio de la utilidad-futilidad o inutilidad. Hay prácticas que no


están contraindicadas pero resultan fútiles o inútiles. Son aquellas
en las que la probabilidad de éxito es muy baja, en general infe-
EL FINAL DE LA VIDA 169

rior al 1%. Son procedimientos eficaces, pero fútiles o inútiles en


situaciones en que su efectividad es prácticamente nula, y que a
la vez producen sufrimiento en el paciente, suponen un dispendio
de recursos, etc. Cuando algo no resulta útil, es perjudicial porque
siempre conlleva riesgos, inconvenientes, etc.

Cuando los criterios de la contraindicación y la futilidad no resultan


aplicables, hay que acudir a otros que afectan a valores distintos de la
no-maleficencia. Estos valores son la autonomía y la justicia.

• Criterio de lo ordinario-extraordinario. Se pueden limitar esfuer-


zos terapéuticos en procedimientos no claramente contraindica-
dos, por decisión del paciente. Aquí el valor en juego es el respeto
de la autonomía. Esto puede hacerse por varias vías:
o Porque el paciente así lo expresa, una vez informado de modo
correcto y en uso de sus facultades
o Porque lo ha dejado escrito en un documento de instrucciones
previas (DIP)
o Porque así nos lo hace saber su representante
Es preciso distinguir con precisión este modo de tomar decisio-
nes del que resulta necesario aplicar cuando no se conoce la volun-
tad del paciente ni hay nadie que le represente, que es el llamado
criterio del «mayor beneficio», que no permite retirar medidas más
que cuando resultan fútiles o están claramente contraindicadas.

• Criterio de lo proporcionado-desproporcionado. Por proporciona-


lidad se entiende aquí la eficiencia del procedimiento, y por tanto la
relación coste-beneficio. Cuando, como suele suceder en sanidad,
se gestiona dinero público, es importante no perder de vista nunca
que este criterio solo es correcto si se aplica equitativamente, de
modo que la carga del racionamiento por escasez de recursos la su-
fra toda la población por igual. Esto obliga a evitar las inequidades,
para lo cual es necesario que las restricciones las establezcan quie-
170 BIOÉTICA MÍNIMA

nes tienen la autoridad y la responsabilidad de hacerlo, que gene-


ralmente son las autoridades políticas y los gestores, no el personal
sanitario que está en trato directo con los pacientes. Un ejemplo
paradigmático de esto es lo que en el caso español se conoce con el
nombre de «cartera de servicios asistenciales» del Sistema Nacio-
nal de Salud o de las Comunidades Autónomas. A nivel internacio-
nal, estos criterios de gestión de recursos suelen conocerse con el
nombre de policies o políticas, cuya característica es ser directrices
de carácter gerencial y no técnico, a diferencia de las guidelines o
protocolos técnicos que establecen las sociedades científicas.

Los cursos de acción en las situaciones terminales

Tanto el valor de la vida biológica como el de la vida biográfica, o los


valores vida y libertad, son importantes, y nuestra obligación es no
lesionar ninguno de ellos siempre que resulte posible. Optar por uno
de ellos lesionando completamente el otro constituye una solución
extrema, y en tanto que tal, muy onerosa en valor, ya que se pierde
cuando menos uno completamente. Caso de lesionar completamente
el valor vida, en el debate bioético actual (dejando de lado, pues, figu-
ras penales ajenas al debate moral, como el asesinato o el homicidio,
etc.), el curso extremo viene a identificarse con lo que se conoce con
el nombre de eutanasia, y cuando se opta por el curso opuesto, de
acuerdo con la socorrida frase española «donde hay vida hay espe-
ranza», y por tanto se extreman las medidas terapéuticas hasta límites
imprudentes, si no irracionales, aparece el otro curso extremo, gene-
ralmente conocido con el nombre de encarnizamiento terapéutico. En
el primer caso se estará a favor de la liberación total de la eutanasia,
y en el segundo en contra, buscando su prohibición absoluta, a través
de su conversión en delito penal. En consecuencia, pues, los cursos
extremos son los siguientes:
EL FINAL DE LA VIDA 171

• Optar por la protección a ultranza del valor vida, sin atender al


valor libertad. Esto lleva a la total prohibición de todo aquello que
pueda atentar contra la vida o acortarla de una manera o de otra. Se
opta por la total prohibición.

• En el extremo opuesto están quienes son partidarios de la total


liberalización de los actos que tienen por objeto poner término
a la vida a petición de los pacientes. Quienes así piensan consi-
deran impropio o incluso inmoral cualquier tipo de prohibición
o regulación.

Las dos posturas son extremas, y en tanto que tales, no deseables. Las
actitudes más razonables y prudentes serán siempre las intermedias,
intentando compaginar el respeto de la vida biológica y el de la vida
biográfica, o el de la vida y la libertad. Entre los cursos de acción in-
termedios hay varios especialmente útiles en la actualidad:

• El primero es la planificación anticipada de la atención y con ella


el respeto de las voluntades anticipadas o directrices previas de
los pacientes. En estos documentos no suele permitirse la petición
directa de eutanasia, pero sí el renunciar a ciertos tratamientos que
el paciente considera lesivos, fútiles, extraordinarios o despropor-
cionados. La planificación anticipada no resulta posible en el caso
de las enfermedades agudas, pero sí en el de las crónicas, y permite
la gestión adecuada de las situaciones terminales, dando satisfac-
ción a quienes colocan la autonomía, el respeto de su dignidad en
las últimas fases de la vida, o el coste por encima de la prolonga-
ción de la propia vida.

• Otro curso intermedio que permite manejar las situaciones termi-


nales de modo muy adecuado es el propio de los cuidados paliati-
vos. Ellos consiguen dignificar la vida de los enfermos terminales,
y de ese modo hacer compatible el respeto al valor vida con el de
172 BIOÉTICA MÍNIMA

la libertad y dignidad personal. Los cuidados paliativos se basan


en tres principios fundamentales:
o Control de síntomas, yendo por delante del síntoma
o Comunicación abierta
o Apoyo emocional

• El tercer procedimiento es la renuncia voluntaria del paciente a


la alimentación e hidratación (Quill, 1997, 2000). Las personas
mayores han fallecido tradicionalmente por deshidratación a con-
secuencia de la fiebre, las pérdidas por la sudoración, etc., lo que
disminuía su conciencia, haciendo su muerte menos dolorosa. Esto
cambió con la práctica de la rehidratación artificial de los pacien-
tes a través de goteros, que si bien mejora el equilibrio hidroelec-
trolítico del organismo, prolonga la agonía, aumenta el estado de
conciencia, incrementa el sufrimiento, etc. Timoty Quill propuso
en el año 1997 retirar la hidratación a los pacientes con el con-
sentimiento de estos. Una hidratación endovenosa eficaz exige un
mínimo de litro y medio o dos litros por día. Se ha comprobado
que una hidratación de medio litro al día no es eficaz, reduciendo,
sin embargo, síntomas como la sequedad de mucosas, etc.

• El cuarto procedimiento es la sedación paliativa, una práctica pro-


movida por los cuidados paliativos que permite el control de sínto-
mas cuando estos son refractarios a cualquier otro tratamiento, in-
cluso a riesgo de que a veces pueda producir un cierto acortamien-
to de la vida biológica del paciente. La sedación paliativa consiste
en la disminución de la conciencia de la persona tanto como sea
necesario y por el tiempo preciso; a veces, de modo permanente,
porque la filosofía de los cuidados paliativos se basa en el criterio
establecido por su fundadora, Cicely Saunders, con las expresiones
total pain y total control. Se trata del control total de los síntomas,
incluso mediante la sedación, cuando no hay otro procedimiento
menos lesivo, y siempre con el consentimiento del paciente. El
EL FINAL DE LA VIDA 173

síntoma más frecuente es el dolor físico, que intenta controlarse


mediante analgésicos, antes de utilizar los fármacos sedantes. Pero
hay otros tipos de dolor, como son el psíquico, el social y el llama-
do dolor espiritual. En estos dolores el problema que surge es el
de saber cuándo pueden darse por fracasados los procedimientos
menos lesivos, como el apoyo emocional, el acompañamiento, la
relación de ayuda, las técnicas psicoterápicas, etc., etc. De ahí la
dificultad de aplicar la sedación terminal en estos casos.

Cuando los citados procedimientos se manejan adecuadamente, el


suicidio asistido y la eutanasia quedarán reducidos a lo que deben ser,
cursos completamente extraordinarios, solo aplicables en aquellas si-
tuaciones de fracaso de las vías intermedias. Eso sucede, sobre todo,
en las enfermedades neurodegenerativas y en las traumáticas parali-
zantes de la actividad sensorimotora de las personas.
El suicidio asistido se diferencia de la eutanasia por el criterio de
transitividad: el suicidio asistido es un acto básicamente intransitivo,
de modo que es el propio paciente quien pone fin a su vida, en tanto
que la eutanasia es estrictamente transitiva, ya que es otra persona la
que pone fin a la vida del paciente. La discusión está en si eso hace
cualitativamente distintos los actos en el orden moral y no solo en
el psicológico. La tradición suele decir que sí hay diferencia, habida
cuenta de que en el caso del suicidio asistido la intencionalidad última
está en el paciente, en tanto que en la eutanasia es del profesional.
Ya hemos criticado antes esta teoría de la intencionalidad. Pero sí es
cierto que en la eutanasia la relación de causalidad entre la acción del
profesional y el efecto en el paciente es directa e inmediata, de tal
modo que su acto aparece como causa directa del fallecimiento. De
ahí la recomendación de evitar al máximo los actos que provoquen
directa y activamente la muerte de una persona.
Debido a su carácter intransitivo, en el caso del suicidio asistido
se habla de «suicidio», pero no de un suicidio simple sino «asisti-
do», porque exige la colaboración de otras personas o profesionales,
174 BIOÉTICA MÍNIMA

si bien quien lleva a cabo el acto de poner fin a la vida es el propio


sujeto. Esa asistencia plantea al profesional el grave problema de en
qué condiciones debe acceder a la ayuda, si es que hay alguna. En
principio, deberán tenerse en cuenta los mismos criterios que ante
cualquier amenaza de suicidio. Estos criterios se encuentran hoy per-
fectamente protocolizados en documentos como el elaborado por la
Organización Mundial de la Salud y que lleva por título Preventing
suicide: A community engagement toolkit (2018). La primera obliga-
ción moral no es atender las demandas de suicidio, sino ayudar a las
personas a salir de las situaciones críticas o desesperadas en que se
encuentran. La cultura de los cuidados paliativos ha generalizado el
principio de que quien dice quiero morir, lo que está diciendo es que
quiere vivir de otra manera. Y la primera obligación moral es ver si
hay posibilidad de ofrecerle esa otra manera, algo que, obviamente,
no siempre resulta factible.
Con independencia de esto, el suicidio asistido y la eutanasia de-
ben verse como lo que son, cursos extremos o próximos al extremo.
En tanto que tales, no pueden justificarse moralmente más que cuando
han fallado o no son de aplicación los cursos intermedios. No pode-
mos atender inadecuadamente a los enfermos terminales y, cuando
manifiestan que prefieren morir antes que vivir de esa manera, ofre-
cerles la eutanasia. Pero sí es cierto que no siempre se dan las con-
diciones para que resulten eficaces los cursos intermedios. En esas
situaciones es obvio que será necesario ir hacia los extremos y optar
entre ellos. La opción por uno u otro de los cursos extremos depende-
rá del medio sociocultural y de los valores de las personas. Quienes
defiendan valores más tradicionales, como los de las religiones que
consideran la vida como valor absoluto y todo acto de eutanasia como
un asesinato, optarán por no actuar, en tanto que quienes piensen que
el respeto de la autonomía y la dignidad de las personas es el valor
máximo, optarán por actuar. En principio, ambas posturas son respe-
tables y deberían estar permitidas en una sociedad celosa del respeto
de la pluralidad de valores y de las decisiones autónomas de las perso-
EL FINAL DE LA VIDA 175

nas. Como también debe estarlo el permitir la objeción de conciencia


a los profesionales que no consideren moralmente correcta la ayuda a
quienes quieren quitarse la vida.
Precisamente porque la eutanasia es un curso extremo, no puede
elevarse nunca a la categoría de «norma» sino de «excepción» a la
norma. Una posible aplicación de este criterio es la no «legalización»
de la eutanasia, pero sí su «despenalización» en ciertos supuestos ex-
traordinarios. La excepción no puede aplicarse más que ante el fra-
caso reiterado de todos los cursos intermedios, cosa que sucede muy
raramente. Tampoco debe olvidarse que quien quiere hacer la excep-
ción tiene de su parte la carga de la prueba.
Conclusión

El procedimiento para llevar a cabo todo este complejo y delicado


proceso mental es la «deliberación», cuyo objetivo es tomar de-
cisiones «prudentes» o «responsables». Estas decisiones, por su-
puesto, no tienen por qué coincidir en todos los seres humanos.
Prudencia no puede identificarse, por más que así se repita una y
otra vez, con consenso. El problema moral no está en el logro o no
del consenso, sino en la necesidad de que todas las decisiones, sean
cuales fueren, sean prudentes. Nuestra obligación moral no es no
equivocarnos en la decisión, sino ser prudentes. La prudencia no
cabe identificarla con la uniformidad o unanimidad, ni la impruden-
cia con la variabilidad.
La deliberación es un procedimiento muy clásico. Está ya en
Aristóteles. Pero conviene no confundir la deliberación actual con
la clásica. La deliberación clásica fue siempre aristocrática, elitista.
Solo a ciertos sujetos especialmente cualificados se les concedía ese
privilegio. Ellos eran los líderes naturales de los demás, y por eso
debían poseer la virtud política por antonomasia, la prudencia. Tal
era el caso de los sacerdotes, los políticos o gobernantes, los maes-
tros, los jueces, los médicos. De ahí el paternalismo ancestral de
todas estas profesiones. La deliberación actual no puede concebirse
así. Tiene que ser democrática. Esto significa, por lo pronto, que
todo ser humano tiene la obligación de deliberar consigo mismo en
orden a tomar sus mejores decisiones. Es la deliberación que cabe
llamar individual. Es la primaria, la primera y más importante. Ello
178 BIOÉTICA MÍNIMA

se debe a que las decisiones morales han de ser tomadas necesa-


riamente por un individuo, una persona. Esta puede hacerlo de va-
rios modos, al menos de dos: autónoma y heterónomamente. Desde
Kant sabemos que la autonomía es condición necesaria de todo acto
moral. Las conductas heterónomas son, por definición, inmorales.
Nadie puede endosar la responsabilidad de sus decisiones a otro,
por más que el cuerpo se lo pida. Lo cual no significa que no pueda
seguir la opinión o el dictado de otra persona, sino que al hacer tal
cosa sale responsable de ello. En ética no hay espacio para la obe-
diencia ciega, pero sí para el consentimiento.
Por sorprendente que pueda parecer, la virtud más alabada a lo
largo de toda la historia de la ética no ha sido la autonomía, o la res-
ponsabilidad, sino la obediencia, la obediencia ciega. Hoy eso parece
haber pasado a la historia, pero lo que ha venido a sustituirlo no está
mejorando un ápice el asunto. La obediencia era antes, al menos a ve-
ces, un acto consciente, deliberado. Ahora consiste, simplemente, en
introyectar inconscientemente pautas de comportamiento que ofertan
las instituciones sociales y los medios de comunicación. Hace algo
más de cien años, Max Weber denominó Herrschaft, «dominación»,
al hecho de que hagamos lo que otro manda o quiere, pero creyendo
que lo hacemos voluntaria y autónomamente. Y medio siglo después,
otro sociólogo, David Riesman, analizando el dominio de la naciente
televisión sobre los individuos, muy superior a todo lo hasta entonces
conocido, incluidos los mítines políticos y las prédicas de las iglesias,
se vio en la necesidad de acuñar una expresión nueva, la de other-
directed-man, el ser humano hetero-dirigido. Si esto se decía en los
años cincuenta, ¿qué será preciso afirmar hoy, en la era de las redes
sociales, las fake news y los big-data?
Hannah Arendt, que vivió en toda su crudeza los avatares del si-
glo XX, acuñó para calificar algunas de sus mayores atrocidades la
expresión «banalidad del mal». Ese es el gran mal, la banalidad. El
mal no es obra de perversos y psicópatas, sino de las personas con las
que nos cruzamos por la calle o que son nuestros vecinos. El mal so-
CONCLUSIÓN 179

mos nosotros mismos; nuestra propia banalidad. Y contra ella no hay


más que un antídoto: la deliberación. La vieja psicología escolásti-
ca distinguía entre «actos espontáneos» y «actos deliberados». Los
actos espontáneos, por más que puedan parecernos naturales, están
siempre sesgados. Bien lo saben los psicólogos, y ahora, por influjo
suyo, los economistas. Parece sorprendente que en los últimos años
hayan sido dos psicólogos, Daniel Kahneman y Richard Tahler, los
ganadores de sendos premios Nobel de economía. La razón está en
que han descubierto los sesgos que cometemos los seres humanos
al tomar decisiones espontáneas o no deliberadas, algo que parece
haber suscitado más interés entre los economistas que en otros profe-
sionales. El libro más conocido del primero se titula, mira por dónde,
Pensar rápido, pensar despacio. Y la moraleja del libro se desprende
de su propio título: al pensar rápido nos equivocamos, pero la men-
te humana, misteriosamente, tiene una propensión casi invencible
a funcionar así. No hay más que un antídoto contra ello: el pensar
despacio. Y aún esto es insuficiente. No se trata de lentitud o rapidez.
Se trata de aprender a tomar decisiones autónomas, responsables y
prudentes; es decir, a deliberar.
Hoy son legión quienes, ante tamaño panorama, buscan resolver el
problema por la vía de convertir las decisiones individuales en colec-
tivas. De ese modo, piensan, se neutralizarían los temidos sesgos. La
verdadera deliberación habría de ser, por tanto, colectiva, de tal modo
que pudieran participar en ella todos los afectados en sus intereses por
las decisiones que hayan de tomarse. Ejemplos reales de tal proceder
hay muchos, pero todos muy poco estimulantes. No hay parlamento
del mundo que no se considere un cuerpo deliberativo. Pero en la
práctica todos reducen su actividad a la pura negociación de intereses
particulares, como si de un mercado persa se tratara.
Conscientes de esto, los filósofos decidieron hace algunas déca-
das aplicar el socorrido procedimiento hegeliano de la Aufhebung,
tachando de un plumazo la realidad empírica y elevando el asunto
al orden ideal de lo que Rawls llamó «la situación original» y Ha-
180 BIOÉTICA MÍNIMA

bermas «la comunidad ideal de comunicación». En ambos casos se


trata de lo mismo, de pasar del orden real, tan poco ejemplar, al
ideal, de tal modo que en el proceso deliberativo puedan participar,
bien actual, bien virtualmente, quienes vayan a resultar afectados
por la decisión de que se trate. La deliberación ha de tener en cuenta
a todos los que ahora se llaman stakeholders. Esto haría, agregan,
que las normas, además de legales, fueran legítimas, algo de lo que
nuestras estructuras políticas están ampliamente necesitadas. Sería
el modo de moralizar las poco ejemplares comunidades políticas en
las que vivimos. Del «consenso meramente estratégico» se pasaría
al «consenso moral».
No he sido capaz de convencerme de ese modo de entender la
deliberación. Me parece que adultera su sentido básico. La delibera-
ción ha de ser siempre individual, porque quien toma decisiones es
por necesidad una persona, no un colectivo. Será muy prudente que
quien ha de tomar decisiones complejas, que afectan a muchos, les
consulte por todos los medios a su alcance. Ya decía Aristóteles que
«en las cuestiones importantes nos hacemos aconsejar de otros» (Et
Nic III 3: 1112b 10). Pero una cosa es consultar y otra decidir. Las
decisiones colectivas de que tanto habla la teoría de la public choice
son puramente estratégicas, basadas en el estricto juego de intereses.
Parece difícil pedir mucho más a la política. Pero la ética no es eso. La
política es el arte de gestionar el poder del Estado, y para ello posee
un lenguaje propio, que es el Derecho. La ética es otra cosa, es propia
de los individuos. El lugar de la ética no es el Estado sino la Socie-
dad. Educar en la autonomía, la responsabilidad y la prudencia en las
decisiones de los individuos; ese es el objetivo de la ética. Y si alguna
regeneración cabe esperar de la práctica política, no parece que pueda
venir de otro sitio que de la base social a la que el Estado y la política
han nacido para servir. Porque, como ya dijera Marx, el Estado es
un mero «epifenómeno» surgido de la sociedad. Una sociedad com-
puesta por individuos deliberativos, responsables y prudentes en sus
decisiones, dará un Estado y una clase política también deliberativos,
CONCLUSIÓN 181

responsables y prudentes. Que es de lo que se trata. Fiarlo todo en la


política es no solo peligroso sino insensato.
Frente al dogmatismo de antaño y a trivialización de hogaño, de-
liberación. Esta es mi fórmula para resolver los problemas morales,
tanto en el orden individual como en el colectivo.
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