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Aquel

«gentilhombre solitario» que fue el conde Villiers de l’Isle-Adam, no fue


muy apreciado por sus contemporáneos. Por lo menos, nunca tan apreciado
como merecía. Solamente algunos ilustres amigos —entre ellos, Baudelaire y
Mallarmé— comprendieron y admiraron el preclaro talento del autor de La
Eva futura. Villiers fue un hombre genial, hidalgo desdichado, un rebelde
contra su tiempo. El vuelo de su fantasía sobrepujaba los límites
cronológicos y las ideas predominantes de su era. Poeta, aun en sus más
narrativas creaciones, tocaba con esa mágica virtud de la inspiración virtud
de la inspiración cuando trabajo emprendía.
Esta novela, una de las creaciones literarias más importantes y
extraordinarias del siglo XIX, unas de las obras fundadoras de la ciencia
ficción, es una mezcla de fantasía, realidad y anticipación temporal; una
mezcla también de pintoresca admiración y profundo desprecio por el
progreso.
«La Naturaleza cambia, pero no la Andreida. Nosotros vivimos, morimos y
¿quién sabe…? La Andreida no conoce la vida, ni la enfermedad, ni la
muerte. Está por encima de todas las imperfecciones, de todas las
servidumbres y conserva la belleza del ensueño (…). Su corazón no puede
cambiar porque carece de él. Vuestro deber será destruirlo antes de morir.
Un cartucho de nitroglicerina o de panclastita bastará para reducirla a polvo y
deshacer su forma en el viento del caduco espacio». Con estas palabras T.
A. Edison, el brujo de Menlo Park, anuncia a los hombres la creación de
Hadalay, la mujer ideal, y les invita a desechar para siempre la embustera y
voluble realidad de la Eva de la leyenda judeocristiana, para sustituirla desde
ahora por una fiel ilusión: La Eva futura, que inmortaliza en su propia esencia
las primeras horas del Amor.

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Auguste Villiers de L’Isle-Adam

La Eva futura
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2017

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Título original: L’Ève future
Auguste Villiers de L’Isle-Adam, 1886
Traducción: Mauricio Bacarisse
Ilustraciones: Diego Lara

Editor digital: Titivillus


ePub base r1.2

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Libro primero

Edison

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I

Menlo Park

Parecía el jardín una bella hembra tendida, que dormitara voluptuosamente, cerrados los párpados a los
cielos abiertos. Las praderas del azul celeste se hermanaban en un círculo amojonado por las flores de luz.
Los iris y las gemas de rocío pendientes de las hojas cerúleas, eran estrellas pestañeantes que abrasaban el
ámbito nocturno.

GILES FLETCHER

veinticinco leguas de Nueva-York, en el núcleo de un haz de hilos eléctricos,


A surge una casa envuelta por meditabundos jardines solitarios. Mira la fachada, la
uniformidad del césped, rota por las avenidas enarenadas que llevan a un pabellón
aislado. Es el número 1 de Menlo-Park. Allí vive Tomás Alva Edison, el hombre que
ha hecho cautivo al eco.
Tiene éste unos cuarenta y dos años. Su fisonomía recordaba, hace poco aún, la
de un francés ilustre: Gustavo Doré. Era el rostro del artista traducido en un rostro de
sabio. ¡Aptitudes análogas, aplicaciones diferentes! ¿A qué edad se parecieron del
todo? Quizás nunca. Las fotografías de ambos, fundidas en el estereoscopio,
despiertan la impresión de que ciertas efigies de razas superiores no se realizan más
que en cierto cuño de fisonomías perdidas en la Humanidad.
Confrontado con las viejas estampas, el rostro de Edison ofrece la viva
reproducción de la siracusana medalla de Arquímedes. A las cinco de una tarde de
estos últimos otoños, el maravilloso inventor, el mago del oído, (casi sordo, como un
Beethoven de la ciencia, que ha sabido crearse el minúsculo instrumento que, no sólo
acaba con la sordera, sino que desnuda y agudiza el sentido auditivo), el gran Edison
estaba solo en lo hondo de su laboratorio personal, allí, en el pabellón arrancado del
castillo.
Aquella tarde el ingeniero había licenciado a sus cinco acólitos, a sus jefes de
taller, obreros fieles, eruditos y hábiles, a quienes paga en príncipe su ayuda y su
silencio. Solo, de codos en su sillón americano, el habano en los labios —él, que no
es fumador— (el tabaco trueca los proyectos viriles en ensueño), la mirada fija y
distraída, las piernas cruzadas y envueltas por la bata legendaria de raso negro y
bellotas moradas parecía abismado en una intensa meditación. A su derecha, un
rasgado ventanal, abierto al Poniente, ventilaba el vasto pandemónium, dejando que
todo lo invadiera una niebla de oro cárdeno.
Allí se esbozaban, agobiando las mesas entrañas de instrumentos de precisión,
engranajes de mecanismos desconocidos, de aparatos eléctricos de telescopios, de
reflectores, juntos con los grandes imanes, los matraces tubulares, los frascos
preñados de substancias enigmáticas y las pizarras blancas de ecuaciones. Desde el
horizonte, el poniente, perforando con sus fulgurantes besos de adiós las lejanías de

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follaje de las colinas de Nueva Jersey, llenas de abetos y de áceres, iluminaba la
estancia con un rayo o una mancha de púrpura. Sangraban entonces, por todas partes,
las aristas metálicas, las facetas de los cristales las turgencias de las pilas.
El viento refrescaba. La tormenta había humedecido la hierba del parque y
bañado las gruesas y fragantes flores de Asia, abiertas bajo las ventanas, en sus cajas
verdes. Las plantas sedientas, colgadas en sus tablas, exhalaban algo así como el
recuerdo de su olorosa vida anterior en las selvas. Bajo el influjo sutil de aquella
atmósfera, el pensamiento siempre fuerte y vivaz del soñador, se distendía, dejándose
seducir insensiblemente por los atractivos de la divagación y del crepúsculo.

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II

Phonograph’s Papa

«¡Es él…! —dije abriendo los ojos a la oscuridad—: ¡Es el hombre de la arena!…».

HOFFMAN. CUENTOS NOCTURNOS.

unque su cabeza, de sienes plateadas, recuerda al niño eterno, Edison es un


A caminante de la escuela escéptica. «Yo invento, dice, como el trigo crece». Frío,
recordando sus amargos comienzos, tiene la estimable sonrisa que por su sola
aparición dice al prójimo: «Llega a ser: yo ya soy». Positivo, no estima las teorías
especiosas más que encarnadas en el hecho. Humanitario, se enorgullece más de sus
trabajos que de su genio. Sagaz, cuando se compara desespera de ser incauto. Por
fatuidad legítima, su manía favorita es la de creerse UN IGNORANTE.
De ahí proviene su simplicidad en la acogida, su franqueza ruda, a veces de
apariencia familiar; velos que ocultan el hilo del pensamiento. El hombre de genio
indudable, que tuvo la honra de ser pobre, evalúa con una ojeada a quien le habla.
Sabe aquilatar los motivos secretos de la admiración, precisar su probidad y su estirpe
y determinar el grado sincero hasta aproximaciones infinitesimales, y todo ello sin la
remota sospecha del interlocutor.
Probado su enrevesado sentido común, el gran electricista se toma el derecho de
bromear, aún consigo, en sus meditaciones privadas. Como se aguza un cuchillo en la
piedra, afila su espíritu científico en los duros sarcasmos que hacen llover chispas
sobre sus propios descubrimientos. Finge tirar sobre sus tropas, mas si lo hace es con
pólvora y para hacerlas más aguerridas.
Víctima voluntaria de los encantos de la tarde insinuante, Edison saboreaba
apaciblemente el humo exquisito de su habano, sin hurtarse a la poesía de la hora y de
la soledad, esa adorada soledad que sólo más si lo hace es con pólvora y para hacerlas
más temen los tontos.
Como simple mortal, en su vacación, se abandonaba a toda clase de reflexiones
fantásticas y extrañas.

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III

Las lamentaciones de Edison

«Toda tristeza es una mengua de sí mismo».

SPINOZA.

muy bajito hablaba consigo.


Y —¡Qué tarde llego a la Humanidad! —murmuró—. ¿Por qué no fui de los
primogénitos? ¡Cuántas palabras estarían hoy incrustadas en las hojas de mi cilindro,
ya que su prodigioso perfeccionamiento permite recoger desde ahora las ondas
sonoras a distancia!… Y todas esas palabras estarían hoy registradas con el tono, el
timbre, el acento y los vicios de pronunciación de sus enunciadores.
—Sin pretender el cliché galvanoplástico del «Fíat lux», exclamación proferida
hace setenta y dos siglos (que a título de precedente inmemorial, hubiera escapado a
la fonografía), quizá me hubiera sido posible, después de la muerte de Lilith o
durante la viudez de Adán, sorprender e impresionar tras un seto del Edén, el sublime
soliloquio: «¡No está bien que el hombre esté solo!» —después el «Eritis sicut dii», el
«Creced y multiplicaos» y la sombría chirigota de Elohim: «He aquí a Adán como
uno de nosotros». Cuando el secreto de mi placa vibrante se hubiera extendido, ¿no
hubiera sido grato para mis sucesores reproducir en el apogeo del paganismo: «A las
más bella…» el «Quos ego», los oráculos de Dodoma, las Melopeas de las Sibilas?
Todos los dichos importantes del Hombre y de los Dioses, a través de las Edades,
hubieran sido grabados de manera indeleble en archivos de cobre, y la duda no
hubiera podido nunca cernirse sobre su autenticidad.
Entre los ruidos del pasado ¿cuántos sonidos misteriosos han sido percibidos por
nuestros antecesores y, por falta de un aparato conveniente para fijarlos han caído en
la nada para siempre? ¿Quién podrá hoy formarse exacta noción del Sonido de las
trompetas de Jericó, del Grito del toro de Falaris, de la Risa de los Augures, del
Suspiro de Memmón a la Aurora? ¡Voces muertas, sonidos perdidos, ruidos
olvidados, vibraciones en marcha hacia el abismo, hoy muy distantes para ser
recogidas!… ¿Qué flecha alcanzaría tales aves?
Edison tocó indolentemente un botón de porcelana en el muro cercano. Brotó de
una pila farádica, una deslumbradora chispa azul capaz de electrocutar a un centenar
de elefantes, y atravesando un bloque de cristal se fugó en una cienmilésima de
segundo.
El gran mecánico, en su abandono, continuó:
—Sí; yo poseo esta chispa que es, respecto al sonido, lo que la liebrecilla al
quelonio, puede dar un adelanto de cincuenta siglos a las antiguas vibraciones de la
tierra… Pero ¿dónde está el hilo conductor? ¿Dónde las huellas que permitan
encontrarlas? ¿Cómo volverlas a traer y repatriarlas cuando estén alcanzadas? ¿Quién

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ha de devolverlas al tímpano de su cazador? El problema, esta vez, parece insoluble.
Edison sacudió melancólicamente con el dedo la ceniza del cigarro; tras un
silencio se levantó, sin perder la sonrisa, y empezó sus cien pasos en el laboratorio.
—¡Pensar que después de cien mil y tantos años de omisión tan perjudicial como
la de mi fonógrafo, sólo los aspavientos emanados de la indiferencia humana han
saludado mi primer ensayo! «Juguete de niño» —gruñó la multitud. Yo sé que
abordada está de improviso, algunos retruécanos le dan el desahogo indispensable y
el tiempo necesario para reponerse… Mas yo, en su lugar, me hubiera esforzado en
componer algo de mejor ley que los groseros chistes que no han reparado en hacer.
—Yo hubiera censurado, por ejemplo, la impotencia del fonógrafo para
reproducir los rumores como tales, el rumor que corre, los silencios elocuentes, etc. Y
respecto de la voz, ¿quién puede impresionar la voz de la conciencia? ¿Y la voz de la
sangre? ¿Y las maravillosas palabras que se atribuyen a los grandes hombres? ¿Y el
canto del cisne? Mas ¡ay!, voy demasiado lejos. Para satisfacer a mis semejantes
comprendo la necesidad de inventar un instrumento que repita lo que aún no se ha
dicho, o que responda al experimentador que apunte: «Buenos días», «Hola ¿cómo
está usted?», o que diga: «Jesús» al espectador que estornuda.
Los hombres son estupendos.
Concedo que la voz de mis primeros fonógrafos era la de la conciencia hablando
con el falsete de Polichinela, mas se debió esperar, antes de pronunciarse tan
aventuradamente, a que el progreso hubiera logrado hacer en tal problema el
equivalente de lo que son las pruebas fotocrómicas o heliotípicas actuales, respecto
de las primeras placas de Nicéforo Niepce o de Daguerre.
Y, puesto que la manía de la duda es incurable, yo guardaré secreto —hasta nueva
orden— del sorprendente y absoluto perfeccionamiento que he descubierto, y que
está aquí, bajo la tierra, —añadió Edison golpeando ligeramente con el pie—. Así
podré, con un ingreso de cinco o seis millones, deshacerme de todos mis fonógrafos
viejos y, puesto que se quiere reír, yo reiré el último.
Se detuvo, meditó algunos segundos y dijo alzando los hombros:
—Siempre se encuentra algo bueno en la locura humana. Dejemos las ironías
vanas…
De pronto un rumor claro, la voz de una mujer que hablara bajo, murmuró a su
lado:
—¿Edison?

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IV

Sowana

¿Cómo extrañarse de algo?

LOS ESTOICOS.

in embargo, no había allí ni una sombra.


S Se estremeció.
—¿Es usted Sowana? —preguntó en voz alta.
—Sí. Esta noche tenía sed del sueño deleitoso. He tomado el anillo y lo luzco en
mi dedo. No es menester que elevéis la voz; estoy muy cerca de usted y desde hace
unos minutos os oigo jugar con las palabras como un niño.
—¿Y, físicamente, dónde estáis?
—Tendida sobre las pieles, en el subterráneo, tras el arbusto de los pájaros.
Hadaly parece dormitar. Le he dado las pastillas y el agua pura y parece haberse…
reanimado.
La voz —riente al decir la última palabra— de aquel ser que el inventor llamaba
Sowana, musitaba discreta y tenue, desde una de las páteras de las cortinas violáceas.
Era una placa sonora, que temblaba bajo el cuchicheo lejano que la electricidad traía;
uno de esos condensadores recién nacidos, que transmiten distintamente la
articulación de las sílabas y el timbre de la voz.
—Decidme, señora Anderson, —dijo Edison pensativo—, ¿podríais oír cuanto
me dijera aquí otra persona?
—Sí; si lo repitiera usted al punto, la diferencia de entonación en las respuestas
me haría comprender el diálogo. Soy como uno de los genios del anillo de las Mil y
una noches:
—Si os rogara que unierais el hilo telefónico con el cual nos hablamos a la
persona amiga nuestra, ¿se produciría el milagro en cuestión?
—Sin duda. Es algo prodigioso, como idealización e ingenio, pero, así realizado,
resulta muy natural: dado el estado mixto y maravilloso en que me encuentro, gracias
al fluido vivo acumulado en el anillo, no me hace falta teléfono alguno para oíros. Por
el contrario, para oírme necesitáis que la bocina de un teléfono corresponda con una
lámina sonora…
—Decidme, señora Anderson.
—Dadme mi nombre de durmiente. Aquí ya no soy tan sólo yo misma. Aquí
olvido y dejo de sufrir. El otro nombre me recuerda demasiado la tierra horrible a que
pertenezco.
—Sowana, ¿estáis absolutamente segura de Hadaly?
—La habéis educado tan bien y la he estudiado tanto que respondo de ella como
de mi imagen delante de un espejo. Prefiero vivir en esa niña vibrante más que en mí

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misma. ¡Sublime criatura! Es la hija del estado superior en que me hallo; está
imbuida por nuestras dos voluntades hermanadas en ella: es una dualidad. Ya no es
una conciencia: es un espíritu. Me siento muy turbada cuando me dice: «Soy una
sombra». Entonces tengo el presentimiento de que va a encarnar… El ingeniero tuvo
un leve movimiento de sorpresa pensativa y respondió a media voz:
—Está bien, Sowana. Descansad. ¡Ay, sería necesario un tercer ser viviente para
que la Gran Obra se ultimara! ¿Y quién se juzgaría digno de ella en este mundo?
La voz murmuró con el acento de una persona adormecida:
—Esta noche estaré dispuesta. Con una sola chispa aparecerá Hadaly.
Un momento de acongojado silencio reinó después de aquella extraña e
incomparable conversación.
—El hábito, la convivencia con fenómenos semejantes no preservan de que se
sienta el vértigo… —dijo Edison—. En vez de profundizar es preferible volver a
pensar en las palabras inauditas, de las cuales la humanidad no podrá contrastar
nunca el acento por no haber inventado el fonógrafo antes que yo.
¿Qué sentido tenía la volubilidad de espíritu del gran ingeniero al tratar del
singular secreto? Los hombres de genio son así, a veces se sospecha que pretendan
aturdirse a sí mismos en el torbellino de su pensamiento: sólo cuando éste se
manifiesta en una súbita llamarada, quedan descubiertos los motivos que tuvieran
para fingirse distraídos, aun en el seno de la soledad.

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V

Resumen del soliloquio

«Te extinguirás, voz siniestra de los muertos».

LECONTE DE LISLE.

ijo:
D En el Mundo místico es donde las ocasiones perdidas parecen irreparables.
¡Oh, las vibraciones primeras de la Anunciación, el timbre arcangélico de la
Salutación, diluido por los siglos en los Ángelus; el Sermón de la Montaña; el Salem,
Rabboni del Huerto de los Olivos, con el chasquido del beso de Judas Iscariote; el
Ecce Homo del trágico perfecto; el interrogatorio en casa del Gran Sacerdote!… ¡Oh,
todo aquel proceso, hoy tan concienzudamente revisado por el sutil jurisconsulto
Dupin, presidente de la Asamblea Francesa, que en un libro tan documentado como
oportuno recoge sabiamente, desde el estricto punto de vista del Derecho de aquella
época, cada vicio de procedimiento, infracciones, omisiones, quid pro quo e
incumplimientos, de los cuales se hicieron jurídicamente responsables Poncio Pilatos,
Caifás y el airado Herodes Antipas, en el curso de aquel sumario!
Sin hablar, meditó unos instantes y Luego continuó.
—Observemos que el Verbo Divino ha concedido poca importancia a los aspectos
exteriores y sensibles de la palabra. Escribió una vez tan sólo, y lo hizo en la arena.
No debió estimar en la vibración del vocablo más que aquel inaprehensible más allá,
cuyo magnetismo derivado de la Fe puede henchir una palabra en el momento en que
se profiere. Lo demás ¿será en efecto algo insignificante y baladí? Sea como sea, ha
permitido tan sólo que se imprimiese el Evangelio y no que se impresionara su disco.
Empero, en vez de decir «Leed las Sagradas Escrituras» se hubiera aconsejado:
«Escuchad las Vibraciones Santas». Pero ya es muy tarde…
Sonaban en las losas los pasos del profesor. Se profundizaba el crepúsculo.
—¿Qué me queda por impresionar hoy en la tierra?, —añadió sarcásticamente.
Podría creerse que el destino no ha permitido que mi aparato aparezca hasta el
momento en que el hombre no dice nada digno de poder ser registrado… ¡Después de
todo, no me Importa! ¡Inventemos! ¡Inventemos! ¿Qué importa el tono de voz, la
boca que la pronuncia, el siglo, el minuto en que la idea se ha revelado, si cada
pensamiento no es, de siglo en siglo, más que una forma del ser que la refleja?
¿Aquellos que no sabrán leer jamás habrían podido aprender a escuchar? Lo esencial
no es oír el sonido: es oír aquello que reside dentro de la entraña creadora de las
vibraciones mismas.

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VI

Ruidos misteriosos

Aquel que tenga oídos para escuchar, escuche.

NUEVO TESTAMENTO.

dison encendió tranquilamente un segundo puro y continuó paseando y


E fumando.
—No exageremos el desastre. Si es lamentable que el sonido auténtico y original
de las palabras célebres no haya sido aprisionado por el Fonógrafo, entiendo que
ampliar mi lamentación acerca de la pérdida de ruidos enigmáticos o misteriosos es
un acto absurdo. Ellos no han desaparecido: lo que se ha borrado es el carácter
impresionante de que estaban impregnados en el oído de los antiguos, y que era lo
único que animaba su insignificancia intrínseca. Ni entonces, ni hoy me hubiera sido
posible grabar exactamente los ruidos, cuya realidad depende del auditor.
Mi Megáfono, aún pudiendo intensificar la capacidad de los oídos humanos, (cosa
que representa inmenso progreso, científicamente hablando) no podrá nunca
aumentar el valor de aquello que se escucha dentro de las orejas.
Aunque los pabellones auriculares de mis semejantes recogieran las vibraciones
pretéritas, habiendo abolido el prurito de análisis, el sentido íntimo de estos rumores
del pasado, sería estéril haberlas fijado, pues hoy no representarían en mi aparato más
que sonidos muertos, otros ruidos distintos de los que fueron y a los que sus etiquetas
aludirían.
Mientras aquellos ruidos eran aún misteriosos, fue cuando debió intentarse la
conservación del misterio por los siglos de los siglos. ¡No olvidemos que una
reciprocidad de acción es la condición esencial de toda realidad! Así pues afirmarse
que sólo las murallas de Jericó oyeron el sonido de las trompetas de Josué, porque
ellas solas tenían la calidad apropiada para oírlas. Ni el ejército de Israel, ni los
cananeos sitiados, percibieron nada anormal en aquel sonido. Lo que quiere decir que
nadie realmente las ha oído.
Una comparación: si coloco la Gioconda de Leonardo da Vinci ante los ojos de un
pamú, de un cafre o, simplemente, de un burgués de cualquier nacionalidad, por muy
potentes que sean las lupas y los lentes que aumentaran en ellos la agudeza de la
vista, ¿se podría llegar a hacer que vieran lo que miran?
De ello concluyo que de los ruidos, como de las voces, de las voces como de los
signos, nadie tiene derecho a lamentar nada. Si en estos tiempos ya no hay ruidos
sobrenaturales, pueden, en compensación, registrarse muchísimos de gran
importancia: los ruidos del alud de la Bolsa, de una erupción, de los cañones de la
tormenta, del trueno, de la multitud, de la batalla…

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Una reflexión cortó la nomenclatura de Edison. Mas mi aerófono domina ya todos
esos estruendos cuya admirable e inevitable contingencia está desprovista para
siempre de interés dijo con melancolía.
—Repito que mi fonógrafo y yo llegamos tarde a la humanidad. Es una
consideración desalentadora, y si yo no fuese un hombre de actividad práctica
extraordinaria me iría tranquilamente como un nuevo Títiro a tenderme a la sombra
de un árbol y, allí, con el oído aplicado al receptor del micrófono, dejaría transcurrir
los días escuchando crecer la hierba para distraerme, loando in petto a un Dios de los
más probables, por la merced de tales goces.
A este punto tocaba la divagación de Edison cuando un golpe de timbre, límpido
y sonoro, estremeció las sombras circundantes.

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VII

Un despacho

—«Ten cuidado: es…».


—«No veo bien…».
—¡«Que entre»!

LUBNER. EL ESPECTRO.

l ingeniero tocó el resorte de un encendedor de hidrógeno, más a mano que los


E eléctricos. El gas se inflamó al besar la esponja de platino.
Brilló una lámpara, que alumbró súbitamente el inmenso cafarnaum.
Edison se aproximó a un fonógrafo cuya bocina bostezaba ante un teléfono y
obsequió con un papirote al tope de la placa, pues él no gustaba de hablar sino era
consigo mismo.
—¿Quién es? ¿Qué deseáis? —gritó el instrumento con la voz de Edison
matizada de impaciencia— ¿Es usted, Martín?
Una voz fuerte respondió en medio de la habitación.
—Sí, soy yo, señor Edison. Estoy en Nueva York en vuestro cuarto de Broadway,
y os voy a transmitir un despacho recibido aquí para usted hace dos minutos.
Caía la voz desde un aparato de condensación, muy perfeccionado y sin divulgar,
pequeña bolsa poliédrica pendiente de un hilo desde el techo.
Edison miró hacia un receptor Morse puesto sobre un pie cerca del fonógrafo,
donde estaba sujeto con un trozo cuadrado de papel telegráfico.
Un estremecimiento imperceptible, un murmullo de espíritus viajeros agitó el
doble hilo. El electrólogo tendió la mano, sacó el papel de su alvéolo y leyó el
siguiente telegrama, impreso violentamente:

Nueva-York, Broadway, para Menlo Park. 8. 1.83. 4.35 tarde. Tomás


Alva Edison, Ingeniero. Llegado esta mañana. Recibiréis mi visita tarde.
Saludos afectuosos.

LORD, EWALD.

Al ver la firma lanzó una exclamación de sorpresa, gozosa y viva.


¡Lord Ewald! ¿Ya de vuelta para los Estados Unidos? —exclamó— ¡Ah, bien
venido el querido y noble amigo!
Después de una silenciosa sonrisa, que disfrazaba al escéptico del momento
anterior, continuó:
—No, no he olvidado al admirable adolescente que me socorrió hace años
cuando, moribundo de miseria, caí por estos caminos, allá, cerca de Boston. Todos

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habían pasado a mi lado diciendo «¡Pobre muchacho!». Él, como un excelente
samaritano, supo poner pie en tierra para socorrerme, y con su oro salvar mi vida y
mi trabajo —¡Cómo recuerda mi nombre! ¡Le recibiré de todo corazón! ¿No le debo
la gloria y… lo demás?
Edison se dirigió hacia una colgadura y apoyó el dedo en un botón.
Una campana sonó a lo lejos, en el parque, cerca del castillo.
Al punto, una voz alegre de niño surgió desde un taburete de marfil cerca de
Edison.
—¿Qué quieres, papá?
El inventor tomó una bocina y pronunció:
—Dash. Esta noche haréis pasar al pabellón a un visitante: Lord Ewald. Se le
tratará como a mí mismo, pues está en su casa.
—Bien, papá —dijo la voz que, por un juego de condensadores, parecía salir del
centro de un reflector de magnesio.
—Os advertiré si cena aquí conmigo. No me esperéis. Sed juiciosos. Buenas
noches.
Sonó por todas partes una risa infantil y encantadora. Parecía la respuesta de un
elfo invisible a un mago.
Sonrió Edison al soltar el aparato y reanudó su paseo.
Al pasar cerca de una mesa de ébano, arrojó el despacho entre los utensilios allí
dispuestos.
El azar hizo que el papel cayera sobre un objeto extraordinario e inquietante; su
presencia era inexplicable en aquel sitio.
La circunstancia de aquella conjunción fortuita pareció llamar la atención de
Edison, que se detuvo para considerar el hecho y meditar.

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VIII

El soñador palpa un objeto de ensueño

¿Y por qué no?

LEMA DE ESTOS TIEMPOS.

ra un brazo humano colocado sobre un cojín de seda morada. La sangre estaba


E coagulada alrededor de la sección humeral. Algunas manchas purpúreas en un
trapo de batista atestiguaban una operación reciente. Eran el brazo y la mano
siniestros de una mujer joven.
En la delicada muñeca se enroscaba una víbora de oro esmaltado; en el anular de
la pálida mano brillaba una sortija de zafiros. Los dedos ideales aprisionaban un
guante gris, que había sido puesto varias veces.
El tono de las carnes había permanecido tan vivo y la epidermis tan satinada y
pura, que su aspecto era a la par fantástico y cruel.
¿Qué mal desconocido pudo necesitar aquella operación desesperada, sobre todo
cuando la más exuberante vitalidad corría aún en la grácil y suave muestra de un
cuerpo juvenil?
En un alma ajena se hubiera despertado una escalofriante al mirar aquello.
La casa de campo de Menlo Park es una propiedad aislada, que por su aspecto
parece un castillo perdido entre los árboles. Edison es, como sabe todo el mundo, un
experimentador intrépido que sólo tiene ternura para sus amigos probados. Sus
descubrimientos de ingeniero y de electricista, todas sus invenciones, de las cuales no
se conocen las más extrañas, dan la impresión acusadora de un positivismo
enigmático. Llegan sus aduladores a decir que ha compuesto anestésicos de tal poder
que, si algunos réprobos absorbieran unas gotas de ellos, quedarían en el acto
insensibles a los obsequios más refinados e insistentes del Infierno. Tratándose de
una nueva tentativa, ¿qué es lo que haría retroceder a un sabio? ¿Una vida ajena? ¿La
suya?
—¿Qué hombre de ciencia podrá ni un solo segundo caer sin remordimiento y sin
deshonra en tales preocupaciones cuando se trata de un descubrimiento? Edison,
menos que otro ¡a Dios gracias!
La prensa europea ha especificado de qué naturaleza son algunas de sus
experiencias. No se preocupa más que del fin grandioso. Los detalles no merecen de
sus ojos otra mirada que las que los filósofos ofrecen a las puras contingencias.
Según los periódicos americanos, hace años, Edison halló el secreto de parar en
seco dos trenes lanzados uno contra otro. Persuadió al director de la compañía del
ramal del Western-Railway para el ensayo del inmediato del sistema, y con ello
garantizar la patente.
En una espléndida noche de luna, los guardagujas encarrilaron en la misma vía

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dos trenes cargados de viajeros, en sentido contrario y a una velocidad de treinta
leguas por hora.
En el momento más delicado de la maniobra, ante el peligro, los maquinistas se
turbaron y ejecutaron al revés las instrucciones de Edison, que, desde un otero,
presenciaba el fenómeno con un regaliz en la boca.
Con la velocidad del rayo cayó un tren sobre otro produciéndose un choque
terrible. En una fracción de segundo, a centenares, las víctimas fueron proyectadas,
revueltas, molidas y carbonizadas. De los maquinistas y los fogoneros no se pudo
encontrar resto alguno en los campos.
—¡Qué torpes y qué estúpidos! —exclamó sencillamente Edison.
Cualquier otra oración fúnebre hubiera sido superflua. Los panegíricos no los
hacen los hombres de su oficio. Desde aquel contratiempo crece la extrañeza de
Edison, cuando los americanos vacilan en arriesgarse en una segunda experiencia, y
si fuera menester —dice— en la tercera, hasta que el procedimiento quede coronado
por el éxito.
El recuerdo de tentativas análogas, renovadas muchas veces, constituiría en el
ánimo de un visitante testimonio suficiente para legitimar la sospecha, al ver el brazo
radiante y destroncado, de que se trataba de un fatal ensayo para un descubrimiento
nuevo.
Delante de la mesa de ébano, Edison miraba el papel telegráfico entre los dedos
de aquella mano. Palpó el brazo y se estremeció como si una idea súbita hubiera
cruzado su imaginación.
—¡Si fuera este viajero quien despertara a Hadaly!
La palabra despertara fue pronunciada por el electrólogo con singular vacilación.
Después se encogió de hombros sonriendo:
—¡Realmente empiezo a ser supersticioso! —Y reanudó su paseo por el salón.
Cuando estuvo cerca de la lamparilla la apagó. Por la ventana abierta entraba la
luz del creciente lunar que jugaba con las nubes. Un rayo se escurría siniestramente
sobre la negra mesa.
Aquel rayo de luna acarició la mano inanimada, erró sobre el brazo y le arrancó
reflejos a los ojos de la víbora de oro y a la sortija azul…
Después todo se tornó más nocturno.

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IX

Ojeada retrospectiva

La gloria es el sol de los muertos

BALZAC.

dison fue hundiéndose en nuevos aspectos de su divagación, que iba haciéndose


E más sombría y sarcástica:
—Lo más sorprendente e inconcebible en la Historia es que en las turbas de los
grandes inventores, en tantos siglos, nadie descubriera el fonógrafo. Y, sin embargo,
la mayoría han tenido hallazgos que requerían una mano de obra mil veces más
complicada. El fonógrafo es de una confección tan sencilla que nada debe a los
materiales de rigurosa estirpe científica. Abraham hubiera podido fabricarlo. Con una
punta de acero, una hoja de papel de estaño y un cilindro de cobre se almacenan las
voces y los ruidos de la tierra y del cielo.
¿En qué pensaba Berosio, el ingeniero caldeo? Si hubiera dejado para más tarde
los estudios que hizo en Babilonia sobre las formas gnomónicas, con un poco más de
estudio y de reflexión hubiera descubierto mi aparato hace cuatro mil doscientos
años. ¿Y el sutil Eratóstenes? En vez de consagrar medio siglo desde su observatorio
de Alejandría en medir, muy escrupulosamente, el arco meridiano comprendido entre
los trópicos, ¿no hubiera sido más cuerdo que fijase cualquier vibración en una placa
de metal?
—¿Y los caldeos? ¡Ah!, ellos estaban hundidos en lo azul… ¿Y el potente
Euclides? ¿Y Aristóteles, el lógico? ¿Y Pitágoras, el poeta matemático? ¿Y el gran
Arquímedes, que defendió él solo a Siracusa con sus espejos y sus arpeos que
abrasaron y rompieron las naves romanas en alta mar?, ¿no poseía las mismas
facultadas de atención que yo? Si yo he descubierto el fonógrafo, observando que mi
voz hacía vibrar la copa de mi sombrero cuando hablaba, ¿no descubrió él la ley de
los líquidos mirando el agua del baño? ¿Cómo no advirtió que las vibraciones del
sonido se inscriben en huellas iguales a la escritura?
¡Presumo que de no haber tenido lugar el crimen del soldado de Marcelo, que le
asesinó cuando planteaba la desconocida ecuación, él me hubiera adelantado en el
descubrimiento!
¿Y los ingenieros de Karnac y de Ipsambul? ¡Oh, los arquitectos de la ciudadela
sagrada de Angkor, esos Buonarotti, desconocidos autores de un templo donde
cabrían dos docenas de Louvres y cuya altura excede de la pirámide de Cheops;
maravilla visible y palpable, de la cual cada arquitrabe, cada atrio, cada columna,
existentes a centenares, están cincelados y calados! ¡Y todo ello sobre una montaña
rodeada de un desierto de cien leguas, y tan antiguo que no es posible adivinar los
nombres del dios o de la nación a que perteneció el vasto milagro arquitectónico! ¿No

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era más sencillo inventar el fonógrafo? ¿Y los mecánicos del rey Gudea, muerto hace
seis mil años, que según las inscripciones sólo se enorgulleció «de haber llevado a
perfección tan grande las ciencias y las artes»? ¿Y aquellos de Khorsabad, de Troya y
de Baalbeck? ¿Y los magos de los antiguos sátrapas de Micía? ¿Y los físicos lidios de
Creso que mudaban de puntos de vista en una noche? ¿Y los forjadores de Babilonia
que Semiramis empleó en desviar el cauce del Éufrates? ¿Y los arquitectos de
Menfis, de Tadmor, de Siciona, de Babel, de Nínive y de Cartago? ¿Y los ingenieros
de Is, de Palmira, de Ptolemais, de Ancira, de Tebas, de Sidón, de Antioquía, de
Corinto y de Jerusalén? ¿Y los matemáticos de Sais, de Tiro, de la Persépolis
abrasada, de Bizancio, de Eleusis, de Roma, de Benarés y de Atenas? Y todos los
creadores de maravillas surgidos a millares en medio de las inmensas civilizaciones
antiguas, de las que ya no quedaba rastro en tiempos de Heródoto, ¿por qué no
inventaron, primera y preferentemente, el fonógrafo? Por lo menos podríamos hoy
saber pronunciar sus lenguas y sus nombres. Esos nombres y otros tantos que
decimos inmortales, hoy no son más que conjunto de sílabas que no guardan relación
de semejanza fónica con los que denominaron a los fantasmas a que aludimos.
¿Cómo el mundo ha podido vivir sin Fonógrafo hasta mis días? Los sabios de las
naciones olvidadas debieron parecerse mucho a los nuestros, que no sirven más que
para fiscalizar y comprobar, y luego ordenar y perfeccionar lo que los ignorantes
descubren e inventan.
Es fenomenal que hombres concienzudos como los de hace cinco mil años
(verbigracia, los ingenieros de Rhamasinit, de la undécima dinastía, que templaban el
cobre mejor que los armeros de Albacete templan hoy el acero) es fenomenal, repito,
que entre hombres de ese temple, ninguno soñara en reproducir su voz de manera
indestructible… Quizá mi aparato haya sido inventado, desdeñado y olvidado. Hace
novecientos años que el teléfono se desechó en China, la patria archisecular y
resobada de los aerostatos, de la imprenta, de la electricidad, de la pólvora, y de
tantas cosas que nosotros no hemos descubierto aún. ¿Quién ignora que en Karnac se
han encontrado restos de raíles de hace tres mil años? Hoy, afortunadamente, las
invenciones del hombre ofrecen garantías de duración definitiva. —Y aunque esto
también lo supieron en tiempos de Nabonasar y del príncipe turanio Xixutros, es
decir, hace siete u ocho mil años, salvo error—, es necesario admitir que por esta vez
va en serio. ¿Por qué? Nada sé de la causa. Lo esencial es estar persuadido de ello.
De lo contrario, cada cual que hiciera fortuna se cruzaría de brazos. Y yo el primero.

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X

Fotografías de la historia del mundo

RETRATOS AL MINUTO
Un caballero, entrando: Quisiera una foto…
El fotógrafo, atajándole: Basta… Aquí está.

CHAM.

a mirada del ingeniero cayó sobre el gran reflector de magnesio desde donde
L había estallado la risa infantil hacía poco…
—¡También la fotografía ha llegado muy tarde! —continuó—. ¿No es
desesperante pensar en los cuadros, retratos, vistas y paisajes que pudo recoger en
otro tiempo y que ya se han perdido para siempre? Los pintores imaginan: también
necesitamos la transmisión de la realidad positiva. ¡Qué diferencia! Ya no veremos,
ya no reconoceremos nunca por sus efigies, a los hombres y a las cosas de antaño,
salvo en el caso de que el hombre descubra el medio de reabsorber, por medio de la
electricidad o por un agente más sutil, la reverberación, interastral y perpetua de todo
cuanto sucede —descubrimiento con el cual es aventurado contar, pues es más
probable que todo el sistema solar se vaporice en los hornos de la Zeda de Hércules,
que nos atrae cada segundo, o que este planeta sea alcanzado y hundido, a pesar de
sus capas de tres a diez leguas de espesor, por su satélite, o bien que la vigésima o
vigésimo quinta oscilación polar nos inunde como antaño tres o cuatro mil leguas,
antes de que le sea permitido a nuestra especie fijar la eterna refracción interestelar de
las cosas.
Es una lástima.
¡Nos hubiera sido tan grato poseer algunas buenas pruebas fotográficas de ciertos
actos! Ejemplo: Josué deteniendo el sol, Vistas del Paraíso terrenal, del Árbol de la
Ciencia, de la Serpiente; Vistas del Diluvio, tomadas desde la cima del Ararat. (¡Oh,
cuánto hubiera dado el industrioso Jafet por llevar en el arca un maravilloso
objetivo!). Después pruebas de las Plagas de Egipto, de la Zarza ardiente, del Paso
del Mar Rojo, del Mané-Thecel-Farés, del festín de Baltasar, de la Hoguera de
Assur-banipal, del Lábaro, de la Cabeza de Medusa, del Minotauro, etc. Tendríamos
retratos de Prometeo, de las Estinfálidas, de las Sibilas, de las Danaides, de las Furias,
etc.
¡Todos los episodios del Nuevo Testamento! ¡Todas las anécdotas de los Imperios
de Oriente y de Occidente! ¡Todos los martirios, todos los suplicios! ¡Desde el
sacrificio de los siete Macabeos y su madre hasta los de Juan de Leyde y Damiens,
sin omitir las matanzas de los circos de Roma, de Lion, etc.!
¡Cuántas escenas de tortura, desde el comienzo de las sociedades hasta los
refinamientos de los frailes de la Santa Hermandad resguardados por sus hábitos

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férreos y martirizando durante años a herejes, moriscos y judíos! ¡Y todas cuantas
cuestiones se solventaron en las mazmorras de Alemania, de Italia, de Francia, de
Oriente y del mundo entero!
El objetivo, auxiliado por el fonógrafo, su conexo, hubiera ofrecido la imagen
que, acompañada de los gritos de los pacientes, daría una idea completa y exacta.
¡Qué saludable enseñanza en los liceos y colegios, para sanear la inteligencia de los
niños… y de las personas mayores! ¡Qué admirable linterna mágica!
¿Y los retratos de los civilizadores desde Nemrod hasta Napoleón, desde Moisés a
Washington, desde Koang-fu-Tsé a Mahoma? ¿Y los de las ilustres mujeres desde
Semiramis a Catalina de Alfendelh, desde Talestris a Juana de Arco, desde Zenobia a
Cristina de Suecia? Luego, los retratos de las más hermosas, desde Venus, Europa,
Psiquis; Dalila, Raquel, Judit, Cleopatra, Aspasia, Freya, Tais, Akediseril, Belkis,
Friné, Circe, Deyanira, Elena, hasta la bella Paula, hasta la Griega vedada por la ley,
hasta lady Emma Harte Hamilton.
¡Todos los dioses y todas las diosas! Sin prescindir de la diosa Razón, ni de
nuestro Señor el Ser…
¡Qué álbum más interesante se ha perdido!
¡Oh, la historia natural! ¡Oh, la paleontología! Las ideas formadas acerca del
megaterio, paquidermo paradójico, del pterodáctilo, quiróptero gigante o del
plesiosaurio (patriarca monstruoso de los saurios) son tristemente pueriles. Tales
bichos anduvieron y volaron por estos mismos lugares hace centenares de siglos. ¡No
va mucho tiempo desde entonces! (La quinta parte de la edad de este pedazo de tiza
con que escribo en la pizarra).
¡La Naturaleza pasó pronto la esponja de los diluvios sobre los diseños informes,
primeras estantiguas de la Vida! ¡Cuántos curiosos clichés! ¡Oh, visiones
desaparecidas!
El físico suspiró.
—¡Todo se borra, en efecto! ¡Todo, hasta los reflejos en el colodión y las huellas
del papel de estaño! ¡Vanidad de vanidades! Cierto, todo es vanidad. Se sienten, a
veces, deseos de acabar con nuestro objetivo, con nuestro Fonógrafo, y, poniendo los
ojos en la aparente bóveda del cielo, preguntar hasta qué punto puede ser gratuito el
alquiler de este trozo de Universo; inquirir quién paga la cera de las luminarias y
quién anticipa los fondos en el boliche del viejo logogrifo para que pongamos casa
con los adornos y los arambeles raídos y remendados del Tiempo y del Espacio.
Para los místicos tengo una pregunta ingenua, paradójica y superficial. ¿No es
cierto que si Dios, el Alto, el Todopoderoso, que apareció ante muchos,
antiguamente, y que tan mal vulgarizado ha sido por los pintores y escultores malos,
se dejara retratar por mí Tomás Alva Edison, ingeniero americano, y me concediera
un disco de su preciosa voz, (Franklin le arrebató el trueno), no desaparecerían al día
siguiente cuantos se dicen ateos en la tierra?
El electrólogo se reía de la idea vaga, de la reflexiva y viviente espiritualidad de

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Dios.
La idea viva de Dios aparece proporcional a la fe con que el vidente puede
evocarle. Como todo pensamiento, Dios reside en el hombre, según cada individuo.
Nadie sabe dónde comienza la Ilusión, ni qué es la Realidad. Siendo Dios la más
sublime concepción posible y dependiendo la realidad de toda concepción de la
voluntad y de los ojos intelectuales peculiares a cada persona, resulta que apartar del
pensamiento la idea de Dios equivale a decapitarse el alma.
Edison se detuvo en sus reflexiones y mirando las nieblas lunares sobre la hierba
del parque dijo:
—¡Desafío por desafío! Puesto que la vida es tan altanera con nosotros y no
responde más que con un denso y problemático silencio, veremos si es posible
fabricarla o, por lo menos, demostrar lo que es Ella ante nosotros.
El extraño inventor se agitó. Había visto, a la luz de la luna, una sombra humana
inmóvil, interpuesta entre el jardín y él, tras la puerta vidriera.
—¿Quién está ahí? —gritó en la oscuridad mientras acariciaba suavemente en el
bolsillo de la bata de seda la culata de una pequeña pistola.

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XI

Lord Ewald

Aquella mujer proyectaba su sombra sobre el corazón del mancebo.

BYRON. EL SUEÑO

—Soy yo, lord Ewald —dijo una voz y la sombra abrió la puerta de cristales.
—Perdonad, querido lord, —contestó Edison buscando la llave eléctrica—, los
trenes van tan despacio que no os esperaba hasta dentro de tres cuartos de hora.
La voz contestó:
—He puesto un tren especial a la última atmosfera del manómetro. Volveré a
Nueva York esta noche.
Tres lámparas oxhídricas envueltas en globos azules llamearon bruscamente junto
al techo, alrededor de un foco eléctrico. El laboratorio se iluminó con un efecto de sol
nocturno.
El personaje que estaba frente a Edison era un hombre de veintisiete a veintiocho
años, de elevada estatura y de rara belleza viril.
Vestía con tanta y tan profunda elegancia que era difícil precisar en qué consistía.
Dejaban adivinar los contornos de su figura músculos tan sólidos como los que dan
las regatas y ejercicios de Cambridge o de Oxford. La frialdad de su rostro se
aclaraba con esa sonrisa impregnada de elevada tristeza que revela la aristocracia del
carácter. Sus facciones regulares, atestiguaban por la calidad de su finura, una
soberana energía de decisión. El cabello fino y compacto, el bigote y las patillas de
un rubio de oro fluido sombreaban la nieve mate de su tez juvenil. Tenía los ojos
noblemente serenos, zarcos, bajo unas cejas casi rectas. En la mano enguantada de
negro sostenía un cigarro apagado.
Producía la impresión de que muchas mujeres debían, al verle, sentirse como ante
uno de los dioses más seductores. Tan hermoso era que parecía conceder una gracia a
quien hablaba. Se hubiera dicho a primera vista que era un Don Juan de indiferente
frialdad. Pero se observaba al examinarle que guardaba en la expresión de los ojos
esa melancolía grave y altanera cuya sombra denota siempre una pena.
Edison avanzó, y le tendió efusivamente las manos.
—Mi querido salvador. ¡Cuántas veces he pensado en el joven providencial de la
carretera de Boston a quien debía la vida, la gloria y la fortuna!
—Querido Edison, —respondió sonriendo lord Ewald—, yo soy el obligado,
puesto que gracias a vos fui útil al resto de la humanidad. Lo que usted ha llegado a
ser lo prueba. El oro a que aludís era algo insignificante para mí; en vuestras manos,
sobre todo entonces, ¿no estaba mejor que en las mías? Hablo desde el punto de vista
de aquel interés general que para toda conciencia debe marcar el deber estricto e

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inolvidable. ¡Loado sea el Destino por haberme proporcionado esta circunstancia
atenuante para mi pingüe peculio! Hoy al volver a América, sólo por decíroslo vengo
a haceros esta visita. Vengo a daros las gracias por haberos encontrado en el camino
de Boston.
Lord Ewald se inclinó apretando las manos de Edison.
Un poco sorprendido por el discurso pronunciado con flemática sonrisa —rayo de
sol sobre el hielo— el potente inventor saludó a su joven amigo.
—¡Cómo habéis crecido, querido lord! —le dijo al ofrecerle un sillón.
—Usted también, y más que yo —contestó el joven sentándose.
Edison observaba a su interlocutor. Al primer golpe de vista percibió la sombra
terrible, que nublaba aquélla fisonomía. Le dijo:
—¿Os ha indispuesto la rapidez de vuestro viaje a Menlo Park? Aquí tengo un
cordial…
—En modo alguno —respondió el joven—. ¿Por qué?
Edison, tras un silencio, dijo sencillamente:
—Perdonad. Ha sido una impresión.
—Ya sé lo que os ha hecho suponer tal cosa. Os aseguro que no es un mal físico.
Es una pena incesante que, a la larga, ha entristecido habitualmente mi mirada.
Se puso el monóculo y lanzó una ojeada alrededor.
—Os felicito por vuestra suerte, querido sabio —continuó—. Sois un elegido y
vuestro museo promete. ¿Es de usted esta luz maravillosa? Diríase de una tarde de
verano.
—Gracias a usted, querido lord.
—Realmente ha debido ser un «Fiat Lux» lo que habréis proferido hace un
momento.
—He descubierto doscientas o trescientas pequeñas cosas como ésta y espero no
detenerme tan pronto en tal camino. Trabajo siempre, aun durmiendo y soñando: soy
una especie de Durmiente despierto, que diría Sherazade. He ahí todo.
—¡Sabed cuán orgulloso estoy de nuestro encuentro en el camino misterioso! He
creído siempre que había sido inevitable. Como dice Wieland en su Peregrinus
Proteo: «El azar no existe: debíamos encontramos y nos hemos encontrado».
La secreta preocupación del joven lord se transparentaba a través de sus palabras
afectuosas. Hubo otra pausa.
—Como antiguo amigo —dijo íntimamente Edison—, permitidme que me
interese por vos.
Lord Ewald volvió los ojos hacia él.
—Acabáis de hablar de una pena de la que lleváis la huella en la mirada —
continuó el electrólogo—. No sé cómo expresar el deseo que experimento. Pero,
vamos, ¿no os parece que el peso de los más amargos cuidados se aligera al
participarlos al corazón amigo? Sin más preámbulos, ¿queréis hacer tal ensayo
conmigo? ¡Quién sabe!… Pertenezco a la raza de esos extraños médicos que no creen

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en los males que no tienen remedio.
Lord Ewald no reprimió un movimiento de sorpresa ante la brusca acometida.
—La pena en cuestión —contestó— proviene de una contingencia sin
importancia de una pasión desgraciada que me entristece para toda la vida. Ved, mi
secreto es muy sencillo. No hablemos más de él.
—¡Usted! ¡Una pasión desgraciada! —exclamó Edison extrañado.
—Perdón —interrumpió lord Ewald—, no tengo derecho de arrogarme un tiempo
precioso para todo el mundo, querido Edison, y sería más interesante nuestra
conversación si volviéramos a hablar de la existencia de usted.
—¡Mi tiempo! —exclamó el electricista genial—. Aquellos que me admiran hasta
el punto de haber fundado sociedades de cien millones de capital con la garantía
única de mi crédito intelectual y de mis descubrimientos pretéritos y futuros, me
habrían dejado, en vuestro lugar, morir de hambre como un perro. Guardo de ello
algún recuerdo. La humanidad tendrá que esperar; yo también, como aquel francés, la
estimo superior a sus intereses. Por muy sagrados que los deberes humanitarios sean,
el derecho a la afección sincera no lo es menos. La naturaleza de mi cariño me
permite insistir en lo que solicitaba hace un momento de vuestra confianza, ya que
veo que sufrís.
El inglés encendió un cigarro y contestó:
—Señor inventor, habláis tan noblemente que no puedo resistir a vuestra
simpatía. Dejad que os confiese que estaba muy ajeno a elegiros por confidente
apenas llegado a vuestra casa. En estas mansiones de electricistas todo pasa como el
rayo. He aquí cuanto deseáis. Paso por la desgracia de padecer un penoso amor, el
primero de mi vida (en mi familia, el primero ha sido el último, el único) por una
mujer muy bella, por la mujer más bella del’ mundo, que está en Nueva York ahora,
en el teatro, fingiendo. Escuchar Freyschütz desde nuestro palco, mientras hace
reverberar sus pendientes… ¿Estáis satisfecho, señor curioso?
Miró Edison a lord Ewald con singular atención. No le respondió en seguida; en
menos de dos segundos se entenebreció visiblemente como si quedara absorto en un
pensamiento secreto. Murmuró fríamente:
—Sí; es desastroso lo que me contáis.
Miró delante de él, distraído.
—No podéis sospechar hasta qué punto.
—Decidme algo más —insistió Edison.
—¿Para qué?
—Tengo un motivo para pedíroslo.
—¿Un motivo?
—Sí; creo tener el medio de curaros, o por lo menos…
—Imposible. La Ciencia no llega hasta ahí.
—¿La Ciencia? Yo soy aquel que nada sabe, que adivina a veces, que a menudo
encuentra y que siempre se maravilla.

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—El amor que padezco es de tal categoría que no podrá parecer más que extraño
e inconcebible.
—Mejor, mejor —repuso Edison abriendo los ojos—, Dadme algunos detalles.
—Tengo el temor de que sean ininteligibles… aun para usted.
—¿Ininteligibles? ¿No fue Hegel quien dijo «Hay que comprender lo ininteligible
como tal»? Ensayaremos, querido lord. Veréis con qué claridad aquilatamos el punto
oscuro de vuestro mal.
—He aquí la historia —dijo lord Ewald reconfortado por el cordial desenfado de
Edison.

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XII

Alicia

Caminaba en medio de su belleza, como las noches sin nubes y los cielos estrellados

BYRON. MELODIAS HEBREAS.

ruzó las piernas lord Ewald y comenzó entre dos bocanadas de humo:
C —Hacía años que habitaba uno de los dominios más antiguos de mi familia
en Inglaterra: el castillo de Athelwold, en el Stattfordshire, un distrito brumoso y
desierto. Situado a algunas millas de Newcastle-under-Lyne, queda cercado de rocas,
lagos y pinares; allí vivía desde mi vuelta de Abisinia, aislado, sin familia, rodeado de
viejos servidores.
Saldada con mi país la deuda militar, me había arrogado aquel género de vida que
era el que más me halagaba. Un conjunto de reflexiones acerca del espíritu de los
tiempos actuales me había inducido pronto a renunciar a las carreras del Estado, y,
por otra parte, los viajes habían desarrollado en mí el germen innato del amor a la
soledad. Aquella existencia de aislamiento bastaba a mis ambiciones soñadoras, y me
juzgaba feliz.
En ocasión del aniversario de la coronación de la Emperatriz de las Indias,
nuestra soberana, obedeciendo el decreto oficial que me convocaba con otros pares,
abandoné una mañana mi baronía y mis cazas para trasladarme a Londres. Una fútil
circunstancia me puso en presencia de una persona a quien la misma solemnidad
atraía a nuestra capital. ¿Cómo ocurrió la aventura? En la estación de Newcastle
todos los vagones estaban llenos. Una mujer joven parecía altamente contrariada por
no poder partir. En el último momento, sin conocerme, se acercó a mí vacilando en
pedirme un sitio en el coche salón donde viajaba solo. Yo no pude rehuir aquella
concesión.
Abramos un paréntesis, querido Edison, para advertiros que hasta entonces todos
los devaneos mundanos se me habrían ofrecido, pero en vano.
Mi naturaleza salvaje me había preservado de emprender cualquier conquista que
fuera. Aunque no había tenido novia, era en mí innato no amar o desear otra mujer
que aquella que, desconocida aún, estaba llamada a ser mi esposa.
Muy con retraso tomaba el amor conyugal en serio. Me sorprenden aquellos
amigos que no comparten en ese punto mi criterio y hasta compadezco a aquellos
hombres que engañan de antemano a la mujer que han de tomar.
De aquello provino mi fama de frialdad, que se extendió hasta el palacio real,
juzgándome insensible a las rusas, italianas y criollas.
En pocas horas me enamoré apasionadamente de aquella viajera, a quien veía por
primera vez. Al llegar a Londres había alcanzado sin saberlo, el primero y último

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amor tradicional en los de mi casa. En pocos días se establecieron entre los dos
vínculos de intimidad que aún duran esta noche.
Puesto que en este momento no sois más que un misterioso doctor a quien nada
hay que ocultar, es necesario para la comprensión de lo que añadiré, dibujaros
físicamente él miss Alicia Clary. No podré prescindir de explayarme no sólo en
amante, sino en poeta, puesto que a los ojos del más desinteresado artista
representaría una belleza, no sólo incontestable, sino extraordinaria.
Miss Alicia tiene veinte años. Es esbelta como el pobo argentado. Sus
movimientos son lentos y armónicos: las líneas de su cuerpo sorprenderían a los más
grandes escultores. Una cálida palidez de nardo cubre todas sus morbideces. Tiene el
esplendor de la Venus Victrix humanizada. Su cabellera negra posee el brillo de una
noche del sur. Cuando sale del baño, camina sobre su pelo que el agua no desriza y se
cruza las largas guedejas de un hombro a otro como si fueran dos mantos. El óvalo de
su rostro es de lo más seductor su boca cruel se abre como un clavel sangriento
perlado de rocío. Claridades húmedas juegan y se apoyan sobre sus labios, cuando los
hoyuelos rientes descubren sus dientes de animal joven. Por una sombra se
estremecen sus pestañas. El lóbulo de su oreja es fresco como una rosa de abril. La
nariz, recta y exquisita, prolonga el nivel de la frente. Sus manos son más bien
paganas que aristocráticas; sus pies tienen la elegancia de los mármoles griegos. Todo
su cuerpo está alumbrado por dos fieros ojos de fulgores negros que acechan a través
de las pestañas. Una cálida fragancia emana del seno de esta flor humana: es un olor
que enciende, embriaga y enajena. El timbre de su voz es penetrante, las notas de sus
cantos tienen inflexiones tan vibrantes que, bien cuando recita un fragmento trágico,
o bien cuando canta un magnífico aríoso, me sorprendo estremecido por una
admiración de origen desconocido.

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XIII

Sombra

Es nada.

LOCUCIÓN HUMANA.

n las fiestas cortesanas de Londres, las más radiantes muchachas de nuestro nido
E de cisnes pasaron indiferentes para mí. Me era doloroso todo lo que no fuera la
presencia de Alicia. Estaba deslumbrado.
Desde los primeros días resistía vanamente a la obsesión de una extraña evidencia
que aparecía con aquella mujer. Quería dudar del sentimiento que a cada momento
me producían sus palabras y sus actos. Quería acusarme de torpeza antes que admitir
su significado, y recurría a todas las circunstancias atenuantes que presta la razón
para destruir la importancia que tomaban en mi mente. Una mujer, ¿no es una criatura
turbada por mil inquietudes, sujeta a múltiples influencias? ¿No debemos acogerla
con la mayor indulgencia y con nuestra mejor sonrisa las apariencias de sus
tendencias fantásticas, así como las inconstancias de sus gustos, más variables que la
irisación de una pluma? La inestabilidad forma parte del encanto femenino. Una
alegría natural debemos tener en reprender, en transfigurar por mil transiciones lentas
—al adivinarlas nos amará más— y en guiar al ser endeble, irresponsable y delicado
que, por instinto, pide siempre apoyo. ¿Era cuerdo juzgar tan pronto y sin reserva una
naturaleza en la cual el amor podía en seguida (y esto dependía de mí) modificar sus
pensamientos hasta hacerlos reflejos de los míos?
¡Cierto, pensé todo esto! Empero no podía olvidar que todo ser viviente tiene un
fondo indeleble, esencial, pauta de todas las ideas, aún de las más vagas, y que sólo
este receptáculo de las impresiones bien versátiles, bien estables, del aspecto, del
color, de la calidad, del carácter, tiene facultad de padecer y de reflexionar.
Llamemos, si gustáis, alma a este substratum. Entre el cuerpo y el alma de miss
Alicia, no era una desproporción lo que desconcertaba e inquietaba mi entendimiento:
era una disparidad.
Al decir lord Ewald esta palabra, el rostro de Edison se inundó de una súbita
palidez. Tuvo un movimiento y una mirada de sorpresa rayana en el estupor. Pero no
arriesgó ni una palabra interruptora.
El joven lord continuó:
—Las líneas de su divina belleza parecían serle ajenas; sus palabras surgían
torpes y extrañas a su voz. Su ser íntimo estaba en contradicción con su forma. No
solamente su género de personalidad carecía de aquello que los filósofos llaman
mediador plástico, sino que estaba aherrojada por un oculto castigo, en un mentís
perpetuo de su cuerpo ideal. El fenómeno era tan patente en todo momento que le
admití como incontestable. Llegué a imaginar muy en serio que en los limbos del

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Devenir aquella mujer se había apoderado de aquel cuerpo que no le pertenecía.
—Era una suposición excesiva —respondió Edison—. Sin embargo, casi todas las
mujeres en tanto son bellas, a corto plazo despiertan sensaciones análogas, sobre todo
en aquéllos a quienes aman por vez primera.
—Por poco que aguardéis —dijo lord Ewald— debéis reconocer que el caso era
más complicado y que Alicia Clary podía tomar a mis ojos insólitas proporciones, no
de novedad humana, sino del tipo más sombrío (¿es exacta la expresión?) a que tales
inquietudes anómalas podían corresponder. La duración de la belleza más radiante,
aun no siendo mayor que la de un relámpago, ¿no tiene al percibirla un valor eterno?
¡Con tal de que surja, poco importa lo que la belleza dure! Y respecto al resto, ¿no
debo enfrentarme seria y gravemente con aquello que, fuera de la indiferencia
escéptica de mi razón, me confunde el sentimiento, los sentidos y el corazón?
Creedme, doctor, no quiero complacerme en narraros tontamente un caso de histérica
demencia, catalogado en los manuales, por crear un medio de suscitar vuestra
atención. El caso es de un orden fisiológico sorprendente.
—Perdonad. ¿Vuestra tristeza proviene de que tan linda mujer no os ha sido fiel?
—¡Ojalá tal cosa hubiera sido posible! —respondió lord Ewald—. Entonces no
podría quejarme porque sería ya otra. Además, el hombre merecedor de ser engañado
en amor nunca debe quejarse de su suerte. Es el lamento villano de aquel que odia a
una mujer por no haber sabido enamorarla un poco. Como comprobante tenemos el
ridículo que siempre llevan consigo las lamentaciones de los esposos infortunados.
Tenga usted por cierto que si el indicio de una fantasía, de un capricho ocasional
hubiera des encauzado a miss Alicia Clary de nuestra felicidad recíproca, yo hubiera
favorecido tal inconstancia con una inadvertencia orgullosa. Por el contrario, me
otorga el único amor de que es capaz, tanto más sincero cuanto que le experimenta A
PESAR SUYO.
—¿Queréis —dijo Edison— reanudar el relato lógico de esta aventura desde el
punto de mi interrupción?
—Después de algunos días supe que aquella mujer pertenecía a una buena familia
de Escocia, ennoblecida recientemente. Seducida por su novio y luego abandonada
por una fortuna, Alicia acababa de dejar el domicilio paterno. Su propósito era llevar
la vida independiente y nómada de una virtuosa. Después ha renunciado a ello. Su
voz, su porte, su talento dramático, le prometían, según los más sinceros criterios, un
desahogo económico suficiente para sus modestos gustos. Respecto de mí, se hallaba
muy satisfecha del encuentro con que abría su evasión. No pudiendo casarse y
sintiendo simpatía hacia mí, acogió sin más exigencias, el amor con que la asediaba,
esperando pronto compartir la inclinación.
Edison interrumpió:
—Escuchad. Tales confesiones, ¿no denotan una alta dignidad de corazón? ¿No
es cierto?
Lord Ewald le miró de una manera indefinible.

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Parecía haber alcanzado el punto más doloroso de su melancólica confidencia.

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XIV

De cómo la forma hace cambiar el fondo

Los ausentes nunca tienen razón.

SABIDURÍA DE LAS NACIONES.

¿Tienes verdaderos amigos? Sin embargo… ¿Si partieras?

GOETHE

in cambiar de entonación prosiguió, impasiblemente.


S —Es que habéis escuchado mi traducción y no las palabras mismas de Alicia.
Otro estilo revela otros sentimientos; yo me convenzo de que hay que exponeros
el texto. Sustituir el propio estilo al de una persona de la cual quiere pintarse el
carácter, pretextando que, poco más o menos se expresaba así, es colocar al auditor en
el estado del viajero perdido que, de noche, en un camino, hostiga a un lobo creyendo
hacer fiestas a un perro.
He aquí, exactamente, sus palabras:

«Aquel de quien había de quejarse era un modesto industrial, sin otro


aliciente que su fortuna.
»Ella no le había amado ciertamente. Había accedido a sus
solicitaciones creyendo apresurar así el matrimonio; se había resignado a él
por dejar de ser soltera; lo mismo le daba aquel marido que otro. Ofrecía
una posición aceptable.
»Las muchachas calculan mal. Pero ya no se dejaría engañar por más
lindas frases. Él se mostró muy satisfecho de que no naciera un niño. En
cuanto a ella si su aventura hubiese permanecido secreta, habría procurado
entenderse con un nuevo pretendiente.
»Pero sus parientes habían suscitado el escándalo. Tanto la habían
aburrido que prefirió huir. No sabiendo otra cosa pensaba dedicarse al
teatro. Algunos ahorros le permitirían en Londres esperar una contrata.
Semejante carrera acabaría de deshonrarla, pero, después de cometida tan
grave falta, ¿qué escrúpulos le podían quedar? Además, tomaría un nombre
de guerra. Algunas personas competentes le habían asegurado que tenía una
soberbia voz y representaba muy bien, vaticinándola un gran éxito. Cuando
se gana mucho dinero se arreglan bien las cosas. Con pingües economías
podría dejar las tablas, poner una tienda, casarse, y vivir honradamente.
Mientras tanto, yo le gustaba mucho. ¡Qué diferencia! Bien veía que trataba
a un gran señor, y siendo yo un caballero, eso bastaba…».

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Et coetera, y o demás por el estilo. ¿Qué pensáis ahora de miss Alicia?
—Los textos son tan diferentes de tono que su versión y la vuestra parecen
enunciar dos cosas que no guardan entre sí más que una relación ficticia.
Hubo un momento de silencio.

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XV

Análisis

Hércules entró en el cubil del bosque de Erimanto, asió por el cuello al enorme jabalí y sacándole fuera de
aquellas tinieblas, obligó al monstruo inmundo a mostrar su hocico ante los deslumbradores rayos del sol.

MITOLOGÍA GRIEGA.

— sta fue la concatenación de mis pensamientos a partir del examen del sentido
E fundamental que encerraba aquel conjunto de expresiones —continuó lord
Ewald impasible.
—Esta criatura luminosamente bella ignora hasta qué misterioso extremo alcanza
su cuerpo el tipo ideal de la forma humana. Si en el juego teatral traduce y representa
con poderosos recursos mímicos las inspiraciones del genio (que encuentra vacías),
es por una cierta técnica adquirida en el oficio. Aquellas que son para las almas
sensatas las mayores y únicas realidades espirituales, no constituyen para ella más
que algo que designa despectivamente con el nombre de «lo poético y lo etéreo». Sus
interpretaciones son ejecutadas, según ella, con el rubor de rebajarse a tan denigrantes
niñerías.
Si fuera rica, no constituiría para ella un pasatiempo superior a los juegos de azar.
Su voz, expandiendo su encanto de oro en cada sílaba es como un instrumento vacío;
en sentir suyo es una profesión menos DIGNA que cualquier otra.
La ilusión divina de la gloria, el entusiasmo, los nobles impulsos de la multitud,
no son para ella más que exultaciones de desocupados a quienes sirven de «juguetes»
los artistas.
Lo que esta mujer lamenta en su falta, no es el honor mismo —rancia abstracción
—, es el beneficio que semejante capital produce cuando se conserva cautelosamente.
Llega hasta evaluar las ventajas que una embustera virginidad le hubiera podido
proporcionar si su malversación no trascendiera en su país. No siente que tal
arrepentimiento es el que constituye la verdadera deshonra y no un accidente exterior
y carnal, puesto que éste, en tamaña mente, no puede ser concebido más que como
una fatalidad inevitable, emboscada y latente desde que se está en mantillas.
Esta inconsciencia de la exacta naturaleza de lo que ha creído perder, ¿no torna
insignificante la circunstancia del más o el menos corporal?
¿Cuándo estuvo más ultrajada? ¿Antes o después? ¿No es más Impura la forma de
lamentar su caída que la misma falta? En cuanto a su virginidad, no tuvo nunca nada
que perder, puesto que no la cedió con la excusa del amor.
No diferenciando en nada el abismo que separa a la Virgen mancillada de la
hembra preterida, confunde con la deshonra el patológico acontecimiento a cuya
gravedad las dignidades convencionales quedan automáticamente circunscritas.
Una doncella seducida que no llorara en su caída otra cosa que el honor, ¿no es

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más venerable que cien millones de mujeres honradas que no lo son más que por el
interés?
Forma parte del número incalculable de mujeres para las cuales un sólido cálculo
es al honor lo que la caricatura al rostro y que creen que es la honra «un artículo de
lujo que sólo está al alcance de los ricos y que es posible comprar siempre alzando la
puja». Así confiesan, a pesar de sus gazmoñerías, que la suya estuvo siempre a
subasta. Cualquiera de estas mujeres reconocería en Alicia una semejante y diría al
escucharla: «¡Qué pena que esta muchacha haya ido por mal camino!». Sabría
atraerse esa monstruosa compasión, que halagándola en secreto recayera tan sólo en
la inhabilidad explotada de su inexperiencia.
¡Al hacerme estas declaraciones, manifiesta su poca vergüenza! ¿No le advierte
un residuo de tacto femenino que anula en mi corazón toda simpatía y cariño con su
torpeza desesperante? Esta belleza tan impresionante, ¿estará llena de tanta miseria
moral? Si es así, renuncio a ella. Su candor cínico hará que me aleje de ella
despreciándola, pues no acepto un cuerpo cuya alma me repugna. Llegué a pensar
que unos millares de guineas le hicieran indiferente el adiós con que había de
acompañarlos.

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XVI

Hipótesis

¡Oh, tú!…

LOS POETAS.

na inquietud me hizo vacilar, al ir a renunciar a miss Alicia.


U Cuando dejaba de hablar, su rostro ya no recibía la sombra que proyectaban
sus vacías y deshonestas palabras. Su mármol divino desmentía el lenguaje
desvanecido.
Con una mujer muy bella, pero de perfecciones ordinarias, no hubiera padecido la
sensación de lo ininteligible que me causaba miss Alicia Clary. Desde el principio, si
un estigma o un fulgor —la calidad de las líneas, la dureza de los cabellos, la finura
de la piel, un movimiento— me hubieran descubierto su natural oculto, quedaba
flagrante la identidad consigo misma.
Pero aquella no-correspondencia de lo físico con lo intelectual se acusaba
constantemente y en proporciones paradójicas. Su belleza era lo irreprochable,
retador del más disolvente análisis: una Venus Anadiómena de los pies a la cabeza.
Interiormente, una personalidad absolutamente ajena a aquel cuerpo. Imaginad que
era la realizada concepción de la Diosa burguesa.
Creí entonces que se habían alterado todas las leyes fisiológicas en ese viviente e
híbrido fenómeno, que me hallaba en presencia de un ser cuya tristeza y orgullo
habían llegado al sumo grado y que se desnaturalizaba a sabiendas en una ficción
amarga y desdeñosa. No me la quise explicar sin prestarle este lírico sentimentalismo.
Lord Ewald continuó:
—Toda temblorosa por la ofensa horrible, irreparable, que le fue hecha, se ha
erguido en frío desprecio, hijo de la primera traición hecha a un alma noble. Una
sombría e incurable desconfianza la induce a ocultar su soberana ironía, pues cree
que nadie puede concebir su suprema tristeza.
Ella se ha dicho:
Puesto que el deleite de las meras sensaciones ha destruido todo augusto
sentimiento en los hombres de ahora (de rostros mirando al suelo), este joven que me
habla con ternura y pasión no debe ser diferente a sus contemporáneos. Debe pensar
como los corazones vecinos que refugiados en su sensualismo, ensayan, para vivir,
considerar con un sarcasmo huero todas las tristezas que no pueden sentir, y que
algunas son quizá inconsolables. ¿Me ama? ¿Hay alguien que ame todavía? La
juventud arde en su sangre. Si le escucho esta noche, quizá mañana me abandone…
No. Antes de dejarme tentar por la esperanza, es necesario que me entere y me
alumbre el dolor de mi primera experiencia. Debo comprobar si recita su papel, pues

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no quiero conceder a nadie el derecho a sonreír de la desgracia que aflige a todo mi
ser, ni menos que mi amante crea que me he curado y olvidado de ella.
Acabe todo, antes que esta última integridad que me queda. Quiero ser
inolvidable para el elegido de mi grandeza humillada. No me daré, ni en un beso, ni
en una palabra, a este desconocido, sin asegurarme previamente si puedo ser recibida
por aquél a quien me entregue. Si sus palabras no encubren más que un juego
pasajero, ¡que se las guarde con sus regalos! ¡Quiero ser amada como ya no se ama!
No; no sólo por bella, sino también por infortunada.
Como el divino mármol a que me asemejo, mi único deber es hacer sentir a los
que a mí se aproximan, que soy una excepción. ¡Manos a la obra! ¡Asemejémonos a
las mujeres a quienes desean y prefieren los groseros hombres! ¡Que no trasluzca de
mí el fulgor natal! La mediocre nulidad melificará mis discursos. Comedianta, ensaya
tu primera creación. Anuda tu carátula. Para ti misma representas. Si aquí te muestras
poderosa artista, el triunfo no será para la gloria; será para el amor. Encarna en tan
odioso papel, adoptado por la mayoría de las mujeres del siglo, porque la moda les
obliga… a disfrazar sus espíritus.
Tal será la dura prueba. Si a pesar de esta indigencia de alma, que fingiré sin
concesión ni piedad, persiste en quererme con verdadero amor, será que no es más
digno de mí que cualquier otro y no representaré, en definitiva, más que un conjunto
de placeres, una embriaguez hermana de la del vino. Al fin, se reiría de mi realidad si
pudiera presentirla.
Entonces le diré:
Podéis uniros a aquéllas a quienes sólo podéis amar, que son las que han perdido
todo sentimiento de un destino diverso. Adiós.
¡Si quiere abandonarme, sin intentar poseerme, que se aleje desesperado, pero
rechazando la idea de profanar el sueño que para siempre le haya inspirado! En ese
signo reconoceré si pertenecemos al mismo mundo… Tendré la imprecisa visión de
reflejarme en sus ojos, donde brillen santas lágrimas. Me constará que merece toda
mi ternura y bastarán pocos instantes para brindarnos los cielos.
¡Si la prueba me persuade de que tras él está la tan temida mentira, heme
condenada a la soledad! ¡Sea mejor la soledad! Ya me siento resucitada por
llamamientos, más augustos que los del corazón y los sentidos. No quiero ser
engañada. Sólo el Arte borra y liberta. Renunciando a los supuestos alicientes de la
tierra, sobreviviré a mí misma, sin pesar, dentro de esas mujeres imaginariamente
inmortales que crea el Genio y que animaré con mis misteriosos cantos. Ellas serán
mis compañeras, mis amigas, mis únicas hermanas. ¡Como María Malibran tendré un
poeta que inmortalice mi figura, mi voz, mi alma y mis cenizas!
Hundiré mi melancolía en la luz, llegando a esas regiones del Ideal donde los
insultos humanos no llegan.
—¡Caramba! —dijo Edison.
—Sí —replicó lord Ewald—, éste fue el imposible secreto con que quise exornar

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a la mujer que no lograba explicarme. ¡Pensad que para parecerme digna de estos
pensamientos, debe ser de una belleza turbadora y extraordinaria!
—Voy comprendiendo que un lord pueda llamarse Byron —respondió Edison
sonriente—, y también os reputo de muy poco inclinado a la desilusión cuando
recurrís a tan intrincada poesía para engañaros acerca de la realidad trivial.
Semejantes razonamientos me parecen de ópera. ¿Qué mujer podría suscribirlos,
aparte ciertos seres místicos?
—Mi querido y sutil confidente, he reconocido ya tarde que la esfinge no tenía
enigma. Soy un iluso castigado.
—Habiéndola analizado tan minuciosamente, ¿cómo la amáis todavía?
—El despertar no trae consigo el olvido del ensueño. El hombre se encadena con
su propia imaginación —respondió amargamente lord Ewald—. Os diré cuanto pasó.
Lleno de fe en mi amor, pronto nos entregamos uno a otro espiritualmente. Hube
menester de muchas evidencias para convencerme de que la comedianta no
representaba una comedia. Cuando tuve la certeza, quise libertarme de aquel
fantasma. Mas los vínculos de la Belleza son fuertes y sombríos. Ignoraba su poderío
intrínseco al aventurarme en aquella pasión. Cuando quise huir ya me habían abierto
las carnes las cuerdas del inicuo torturador. Fui hombre perdido. La energía se había
amortiguado en mis sentidos, abrasados por los besos de Alicia. Dalila me cortó los
cabellos cuando dormía. Transigir por laxitud, y, en vez de abandonar valientemente
aquel cuerpo, me contenté con prescindir de su alma.
Nunca se ha dado cuenta de los arrebatos de rabia que, por ella, rechazo y domo
en mis venas. ¡Cuántas veces he querido matarla y morir yo luego…! ¿Qué es lo que
me ha esclavizado a esta maravillosa forma inerte? Hoy, miss Alicia no significa para
mí otra cosa que la costumbre de una presencia. Bien sabe Dios que me sería
imposible poseerla…
Al pronunciar la última palabra, un relámpago cruzó los ojos del joven. Edison se
sobresaltó, pero no dijo nada.
Lord Ewald concluyó:
—Tanto es así, que vivimos juntos y separados a la vez.

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XVII

Disección

«Lo más imperdonable en los tontos es que nos hacen indulgentes para con los malvados».

JUAN MARRAS.

— uerido lord, ¿querríais precisarme ciertos puntos? Sólo os habéis extendido


Q
boba?
en matices interesantes… Ahora bien, miss Alicia Clary, ¿es una mujer…

—No, ciertamente —respondió con tristeza lord Ewald—. No guarda ningún


vestigio de ésa bobería casi santa que, por la causa de ser extrema, ha llegado a ser
tan rara como la inteligencia. Una mujer desprovista en absoluto de necedad, ¿no es
un monstruo? Nada hay más triste y desesperante (a no ser su interlocutor) que ese
ser a quien se designa con el nombre de mujer ingeniosa. El ingenio, en la acepción
mundana, es el enemigo de la inteligencia. Juzguemos que la, mujer recogida y
creyente, un poco boba y modesta, que por su alto instinto comprende la palabra a
través de un velo luminoso, es un tesoro supremo, mientras que la otra es un castigo
de la sociedad.
Como todo ser mediocre; miss Alicia no es boba: es sandia. Su ideal sería
aparecer como una mujer de ingenio, por las apariencias brillantes y las ventajas que
ello da.
Esta fantástica burguesa ama tal máscara como un atavío como un pasatiempo
agradable y baladí. En cuenta siempre el medio de permanecer mediocre aún en su
estéril y enfermo ideal.
—En la vida cotidiana, ¿cuál es el género de su sandez? —preguntó Edison.
—Está llena —respondió lord Ewald— de ese sentido común negativo e irrisorio
que encoge todas las cosas y cuyo alcance no pasa de las realidades insignificantes.
¡Como si esas cosas fastidiosas, convenidas tácitamente, pudieran absorber la
totalidad de los anhelos en los seres vivientes!
Entre tales cosas inferiores y ciertos seres, hay establecida una correspondencia
oculta, una tendencia natural, una imantación recíproca. Son elementos que se
requieren, se atraen y se confunden. Las gentes subordinadas a esas cosas se
enriquecen vanamente y sufren y mueren en secreto con la bajeza innata que les
ahoga. Desde el punto de vista fisiológico, tamaños casos de positivismo inepto, hoy
muy frecuentes, no son más que formas raras de hipocondría. Es una especie de
demencia que lleva a los enfermos hasta repetir durante el sueño aquellas palabras
que para ellos encierran importancia y a las que quieren dotar, al enunciarlas, de toda
la densidad de la vida; verbigracia: serio, positivo, sentido común. Creen los
maniáticos, y no sin razón, que la virtud de las sílabas presta a quien las profiere, aun
distraídamente, un certificado de capacidad. Cuando toman la costumbre lucrativa y

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maquinal de pronunciar semejantes vocablos, penetra en esos hombres todo el
histerismo embrutecedor de que van henchidas las palabras. Lo más extraño es que
acaudillen incautos y que, en muchos estados, lleguen a disponer del poder
gubernamental cuando no merecen más que el hospicio. El alma de esa mujer es
hermana de esas almas; en la vida corriente, miss Alicia es la Diosa Razón.
—Bien —dijo Edison—. Prosigamos. Si os he comprendido bien, miss Alicia
Clary no es una mujer bonita…
—No, ciertamente —dijo lord Ewald—. Si no fuera más que la más bonita de las
mujeres, no le concedería tanta atención. Ya conocéis el adagio: el amor de lo Bello
es el horror de lo Lindo. Así he podido, hace un momento, establecer un parangón
aplastante con la Venus Victrix. ¡Sería inteligible el hombre que encontrara bonita a la
Venus Victrix! La visión de una criatura que puede resistir tal comparación, no ha de
hollar un sano espíritu con una impresión igual a la que deja la mujer bonita. Son,
una respecto a otra, lo que ambas pueden ser a la más horrorosa de las Euménides.
Podemos situar los tres tipos en los vértices de un triángulo isósceles.
La única desgracia que hiere a miss Alicia es el pensamiento. Podría
comprenderla si estuviera incapacitada da para pensar. La Diosa está cubierta de
mineral y de silencio. De su aspecto sale este Verbo: «Yo soy únicamente la belleza
misma. Yo no pienso más que en el espíritu de quien me contempla. En mi Absoluto,
todas las concepciones se anulan por ellas mismas, puesto que pierden sus límites, y
se abisman y se van, confundidas, idénticas, indistintas, semejantes a las ondas de los
ríos cuando entran en el mar. Para quien me entienda, soy tal que se puede ahondar
en mí».
Este significado que la Venus Victrix expone con sus líneas, podría ser
manifestado por miss Alicia, erguida en la arena ante el océano, si cerrase los
párpados y se callara. Mas ¿cómo comprender una Venus victoriosa, que encontrando
sus brazos en el fondo de la noche de los tiempos, enviara al mundo enloquecido y
deslumbrado una mirada ruda, oblicua y zaina y cuya mente no fuera más que el
albergue donde se agruparan las quimeras del falso sentido común, de las cuales
hemos desentrañado la sombría suficiencia?
—Bien —dijo Edison—, continuemos. Decidme, miss Alicia, ¿es una artista?
—¡Cielo santo! —respondió lord Ewald—. ¿No os he dicho que era una virtuosa?
¿Y no es siempre el virtuoso el enemigo directo y mortal del genio y del Arte?
El Arte no tiene más relación con los virtuosos que la que pueda guardar el Genio
con el Talento. Es decir, que existe una diferencia inconmensurable.
Los que merecen el nombre de artistas son los creadores, aquellos que despiertan
impresiones intensas, desconocidas y sublimes. ¿Los otros?… ¡Transijamos con los
espigadores, pero nunca con los virtuosos que vienen a emperifollar estúpidamente la
obra divina del genio! ¡Desgraciados que en el arte de la música se aplicarían en
«bordar mil variaciones» o «brillantes fantasías» hasta con la trompeta del Juicio
Final! ¿No habéis visto en los conciertos a alguno de estos tipos que acarician sus

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cabelleras con dos dedos poniendo los ojos en blanco hacia el techo? ¿No avergüenza
la existencia de tales fantoches? Si tienen alma, debe ser un alma metafórica el alma
de un violín. ¿Tal es el espíritu de miss Alicia? Sin embargo, como ante todo es
mediocre, carece del bastardo afán común a los virtuosos de creer que la música es
bella. (Tienen menos derecho que los sordos para decir semejante cosa). Cuando
habla de su voz sobrenatural, de variadas inflexiones, de timbre ideal y mágico, dice
que posee un «talento recreativo». Encuentra un tanto chiflados a los que se
apasionan por esas cosas. El entusiasmo le produce lástima, pues cree que no cuadra
a las personas distinguidas. Así llega a sobrepasar y enaltecer la necedad y
suficiencia de los virtuosos. Cuando canta a instancia mía —el canto le aburre como
trabajo profesional, para el que no había nacido— se interrumpe al ver que he
cerrado los ojos y no comprende «que un caballero pierda la cabeza por futesas tan
aéreas, dejando de observar la debida compostura». Es, sencillamente, un caso de
raquitismo intelectual.
—¿Es una mujer buena? —preguntó Edison.
—No, porque es necia —dijo lord Ewald—. No se es bueno más que cuando se es
bobo. ¡Criminal, pérfida, sombría, lasciva como una emperatriz romana, la hubiera
comprendido y preferido! Sin ser buena, carece de esos salvajes apetitos hijos de un
poderoso orgullo. ¿Buena? No guarda ella ningún vestigio de esa augusta bondad que
transfigura lo feo y embalsama toda herida.
Mediocre ante todo, ni siquiera es malvada: es bonachona, como es avariciosa
más que avara: nunca boba siempre neciamente. Tiene la hipocresía de los corazones
débiles y secos que se hacen indignos de las mercedes que otorgan tanto como de las
que reciben. Lo peor es la sensiblería con que los bonachones ocultan su indiferente
amargura.
Una noche, en el teatro, observé a miss Alicia mientras escuchaba no sé qué
melodrama salido de la pluma de uno de esos falsarios de la palabra, salteadores de
las letras, que con su jerigonza de adocenados, su estupidez de trama y sus
mojigangas de payasos, atrofian con una impunidad triunfal y lucrativa el sentido de
la elevación en las muchedumbres. ¡Por obra de esos diálogos abyectos he visto
llenarse de lágrimas los ojos de esa mujer! Yo la miraba llorar como se mira llover.
Moralmente, hubiera preferido la lluvia; físicamente, he de confesaros que aquellas
lágrimas en aquel rostro resultaban espléndidas. La luz jugaba con aquellos dolorosos
diamantes en donde sólo dormía la necedad conmovida.
—Bien —dijo Edison—. ¿Pertenece miss Alicia a alguna secta religiosa?
—Sí; me he recreado en el análisis de la religiosidad de esta mujer inquietante. Es
devota, no por amor al Dios Redentor, sino por estimarlo muy dentro de las
conveniencias sociales y de muy buen tono. El ademán con que lleva su devocionario
los domingos me recuerda el que empleó para decirme que yo era un cumplido
caballero. Tiene fe en un Dios de sublimidad esclarecida y avisada y en un paraíso
lleno de mártires mesurados, de honrados elegidos, de santos acompasados, de

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vírgenes prácticas y de querubines correctísimos. Cree en el cielo, pero en un cielo de
dimensiones racionales. Su ideal es el cielo asequible y terreno, pues aún el sol le
parece demasiado perdido en lo azul o en las nubes.
Lo que más le choca es el fenómeno de la Muerte. Le parece un abuso
incomprensible, algo que «no debiera ser de nuestro tiempo». Éste es el conjunto de
sus ideas místicas. En resumen, lo que más me desconcierta es el contraste de su
sobrehumana belleza, encubridora de un carácter ramplón, de un espíritu vulgarísimo,
de una devoción exclusiva para lo más exterior, vano e ilusorio que puede haber en la
Fe, el Dinero, el Amor o el Arte. Esta merma siniestra de intelecto, me recuerda los
resultados obtenidos por los habitantes del Orinoco, que oprimen entre tablillas el
cráneo de sus hijos para impedirles tener ideas demasiado elevadas.
Si revestís el fondo de carácter que he expuesto, de una plácida suficiencia,
podréis alcanzar la impresión que deja miss Alicia Clary. El espectáculo abstracto de
esta mujer ha acabado con mi alegría. Cuando la miro y la escucho me da la
sensación de un templo profanado no por la rebeldía, la impiedad, la barbarie y sus
antorchas sangrantes, sino por la ostentación interesada, la hipocresía timorata, la
huera y maquinal fidelidad, la sequedad inconsciente, la superstición incrédula de la
sacerdotisa arrepentida, de la cual me repite sin cesar la leyenda insulsa.
—Antes de concluir —dijo Edison—. ¿No me dijisteis que, a pesar de su
insensibilidad, era una muchacha de alcurnia?
—No creo haber dicho eso —contestó lord Ewald.
—Habéis dicho que miss Alicia Clary pertenecía a una buena familia, oriunda de
Escocia, ennoblecida recientemente.
—Sí; en efecto. Pero no es lo mismo. Con ello no he querido hacerle elogio
alguno; al contrario. Hoy hay que ser o nacer noble, pues los tiempos en que la
nobleza se adquiría han pasado. Aunque hoy, en nuestros países, se confiera la
nobleza, es a mi entender muy nocivo para ciertas descendencias ser inoculadas sin
ton ni son de tan ineficaz vacuna, que no ha hecho más que envenenar muchas
burguesías indelebles.
Y, como si estuviera extraviado en una reflexión desconocida, añadió en voz baja,
sonriendo:
—Quizá sea ésa la causa.
Edison, como hombre de genio (categoría cuya nobleza especial siempre
humillará a los igualitarios), contestó también sonriendo:
—Es verdad; no se es pura sangre por el mero hecho de entrar en el hipódromo.
Más lo positivamente notable es que esa mujer sería el Ideal femenino para las tres
cuartas partes de la humanidad moderna. ¡Con tal querida, cuántos hombres como
usted, ricos, apuestos y jóvenes llevarían una vida amena y sabrosa!
—A mí me mata —dijo el lord como hablando consigo mismo—. Existe una
diferencia muy sensible entre el purasangre y el matalón.

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XVIII

Confrontación

Bajo la pesada capa de plomo, el desesperado exclama: «¡No puedo más!».

DANTE. EL INFIERNO.

ord Ewald no pudo contener su ira juvenil y agregó:


L —¿Quién arrancará esa alma de ese cuerpo? Parece una inadvertencia del
Creador. ¡Nunca creí que mi corazón mereciera estar sujeto a la picota de semejante
curiosidad! ¿Pedí tanta belleza a cambio de tanta miseria? No. Tengo derecho de
quejarme. Si me hubiera tocado en suerte una criatura de corazón sencillo, de
animado rostro y ojos ingenuos y amantes, hubiera aceptado la vida sin cansar mi
espíritu en análisis. La hubiera amado sencillamente. ¡Pero esta mujer es lo
Irremediable! ¿Por qué carece de genio, estando dotada de tal belleza? ¿Con qué
derecho esa forma sin igual requiere en lo más hondo de mi alma un amor sublime
del cual defrauda la fe? «Traicióname, pero existe; sé como el alma de tu forma», le
insinúa mi mirada que nunca comprende. Esta mujer es más ininteligible que aquel
dios que revelándose a quien le solicita, fervoroso y estático; arrobado de amor, le
dijera: «No existo». Soy más bien un cautivo que un amante. Mi decepción es
horrorosa. Las alegrías que me ha proporcionado esta viviente lúgubre son más
amargas que la muerte. Sus 'besos no suscitan en mí más que el deseo del suicidio.
Creo que el suicidio es mi única liberación.
Lord Ewald se repuso pronto y continuó con voz más serena:
—Hemos viajado. A veces, los pensamientos cambian de color con las fronteras.
No sé lo que buscaba, quizá lo inesperado, quizá una saludable diversión. Sin que ella
se diera cuenta, la trataba como a una enferma.
Ni en Alemania, ni en Italia, ni en las estepas rusas, ni en las espléndidas Españas,
ni en la joven América, nada la ha distraído. Envidiosa, contemplaba las obras
maestras que la privaban de un total homenaje, sin comprender que era algo
integrante de aquellas maravillas y que eran espejos para ella todo cuanto le
mostraba.
En Suiza, ante el monte Rosa, al amanecer, dijo con una sonrisa más bella que la
aurora sobre la nieve: «A mí no me gustan las montañas; me cargan».
En Florencia, delante de las joyas del siglo de León X, decía bostezando:
—Es muy interesante todo esto.
Con la denominación de las estrellas designa aquello que no es francamente vil o
estúpido.
A cada momento se oye murmurar a su voz divina:
—Todo cuanto queráis, pero no las estrellas. Eso no es serio, querido lord.
Ésta es la divisa favorita que pronuncia maquinalmente, no poniendo de relieve

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en tal sentencia otra cosa que su prurito innato de rebajar cuanto quiera alzarse por
encima del nivel terrestre.
El Amor es una de las palabras que tienen el don de hacerla sonreír y hasta
guiñaría un ojo si su semblante obedeciera a la mueca de su alma (puesto que debe
tener alma). He observado que estaba provista de ella en aquellos instantes en que
parece tener un oscuro e instintivo miedo de su cuerpo sin igual.
Este hecho extraordinario ocurrió una vez en París. Dudando de mis ojos, quise
efectuar la confrontación de esta sombra viviente, con la estatua imagen suya: con la
Venus Victrix. Quería saber lo que diría esta mujer abrumadora en su presencia. Un día
la conduje al Louvre diciéndole: «Querida Alicia, os voy a dar una sorpresa».
¡Atravesamos las salas y la puse bruscamente ante el eterno mármol!
Miss Alicia levantó su velo. Miró la estatua con cierta extrañeza. Luego,
estupefacta, dijo ingenuamente:
—Mira, soy yo.
Después, añadió:
—Sí; pero yo tengo brazos y… un aire más distinguido.
Luego se estremeció. Su mano, que había abandonado mi brazo para apoyarse en
la balaustrada, volvió a asirle. Entonces me dijo en voz baja:
—Estas piedras… estos muros. Hace mucho frío aquí. Vámonos.
Después de salir permaneció largo tiempo silenciosa. Yo esperaba una palabra
inaudita. No fui defraudado. Miss Alicia, que seguía el hilo de su pensamiento me
dijo:
—Si tanto honor se hace a esta estatua, yo he de lograr un gran éxito.
Esta expresión me produjo el vértigo. La sandez (llevada hasta los cielos)
constituía una condenación. Me incliné desconcertado.
—Así lo espero —respondí.
La acompañé y volví al Louvre. Penetré por segunda vez en la sala sagrada.
Después de echar una mirada sobre la diosa que guarda en su forma la Noche
Estrellada, he sentido henchirse mi corazón en el sollozo más profundo que haya
agobiado a un ser viviente.
Así, esta amante, dualidad animada que me atrae y me repele, me encadena, como
los dos polos de este imán aprisionan por contradicción este pedazo de hierro.
Mas como no soy de naturaleza capaz de ceder al atractivo de lo que casi
desprecio, el amor sin comprensión, sin sentimiento, me parece ofensivo para mi
alma, y mi conciencia me ha advertido que sólo puede prostituir el corazón. Las muy
decisivas reflexiones que me ha inspirado este primer amor, han aumentado mi
alejamiento de todas las mujeres, hundiéndome en un mal humor incurable.
La pasión ardiente que sentí en un principio por la línea, la voz, la fragancia, el
encanto exterior de esa mujer, ha venido a ser de un absoluto platonismo. Su
contextura moral ha enfriado para siempre mis sentidos, que se han hecho puramente
contemplativos. Me parece irritante mirarla como una querida. Sólo me liga a ella una

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admiración dolorosa. Mi deseo sería ver muerta a miss Alicia, si la muerte no trajese
la desaparición de los rasgos humanos. Le basta a mi deslumbrada indiferencia la
manifestación de su forma, ya que ella es una mujer indigna de todo amor.
Accediendo a sus peticiones estoy decidido a facilitarle la entrada en un teatro de
Londres. Lo que significa que nada me importa ya en este mundo.
Para probaros que no he sido totalmente un ser estéril vengo a estrecharos la
mano antes de matarme.
He aquí mi historia. Me la habéis pedido; conociéndola, no podéis negar que no
tengo remedio. Dadme la mano. Adiós.

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XIX

Amonestaciones

No sabe uno rehacerse de tamaña turbación.

MONTAIGNE.

— uerido lord Ewald —dijo lentamente Edison.


Q —¿Por una mujer? ¿Por semejante mujer? Usted… ¡Estoy soñando!
—Yo también. Esta mujer fue para mí como las claras fuentes, de encantador
murmullo, brotadas en tierras de sol, ahijadas de la umbría de las selvas antiguas. Si
en plena primavera, engañado por la diafanidad de la onda, sumergís una hoja verde y
lozana, al sacarla la hallaréis petrificada.
—Justo —dijo Edison, pensativo.
Observando al joven, vio flotar la tentación del suicidio en su mirada vaga y
profunda.
—Sois presa —le dijo— de un mal juvenil que se cura por sí mismo. ¿Olvidáis
que todo se olvida?
—¿Me tomáis por un inconstante? —dijo lord Ewald, poniéndose de nuevo el
monóculo—. Mi carácter es de tal naturaleza que aun sabiendo cuan absurda es mi
pasión, no por ello dejo de padecer menos su persecución, su dolor y su tedio.
Conozco hasta donde me ha alcanzado el mal. Ahora, amigo mío, puesto que la
confidencia está hecha, no hablemos más.
Edison levantó la cabeza y examinó a aquel pálido y demasiado noble aristócrata,
como un cirujano mira a un enfermo desahuciado.
¿Meditaba? ¿Vacilaba?
Parecía reunir todas sus fuerzas y sus pensamientos para la realización de un
proyecto extraño y desconocido.
—Decíamos que sois uno de los más conspicuos señores de Inglaterra. Sabéis que
existen compañeras que ennoblecen todas las alegrías de la vida, muchachas
radiantes, cuyo amor no se ofrece más que una vez, corazones sagrados, seres de
aurora y de ideal. Y usted, milord, tan espléndido de inteligencia, que poseéis además
la nobleza, el poderío, la fortuna, el porvenir tentador… ¿por qué os encontráis tan
débil frente a esa mujer? Otras muchas, tan seductoras y casi tan bellas se os
aparecerían al menor deseo, al más leve signo. Es fácil encontrar cien seres
encantadores que no dejen otra estela que pensamientos cordiales y venturosos; entre
ellos, diez mujeres de corazón firme y de nombre inmaculado; de éstas, una digna de
llevar el vuestro. Entre cincuenta Danaides siempre sale una Hipermnestra.
Gracias a ella, podríais, adelantándoos treinta o cuarenta años, considerar en una
ojeada revisora al parque una dicha cotidiana, un pasado ilustre. ¡Dejaríais a vuestra
Inglaterra bellos hijos, orgullo de vuestro nombre y dignos de vuestra sangre! Y

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despreciando los copiosos dones que el destino os brinda, niño mimado de este
mundo, en la renuncia de un porvenir que tantos hombres ansían y persiguen con
perseverantes luchas, ¿vais a abdicar, a desertar de la vida por una mujer que os
concedió el azar, elegida por la fatalidad entre cinco millones de otras semejantes?
Hoy tomáis en seno ese fantasma; dentro de unos años su recuerdo se habrá
desvanecido como el humo embriagador y oscuro que exhalan los pebeteros de
hachís.
Permitidme que os diga que si miss Alicia prefiere el penique a la guinea, tal
torpeza ha sido para vos contagiosa.
—Querido amigo —respondió lord Ewald— no seáis tan severo; yo lo soy más
que vos para mí, y es inútil.
—Hablo en nombre de la muchacha que sería vuestra salvación —prosiguió
Edison—. ¿Para quién la dejaréis? Hay una responsabilidad en el mal que acarrea el
bien que hemos rehuido hacer.
—Me he atormentado con esa y otras conjeturas; pero no he de amar más que una
vez. En mi familia… cuando la suerte no es favorable, nos suprimimos sin lamentos
ni discusiones. Para otra clase de hombres dejamos los matices y las transigencias.
Edison evaluaba la magnitud del mal.
—¡Diantre! Esto es verdaderamente grave.
Luego dijo, tras una reflexión rápida:
—Como soy el único médico que pueda operar vuestra resurrección, os emplazo e
intimo para contestarme de una manera inmediata, definitiva y perentoria. Por última
vez, ¿consideráis esa aventura galante como un capricho mundano, intenso y
pasional, pero desprovisto de importancia vital?
—No sé si miss Alicia llegará a ser para otros la querida de una noche. Quizá sea
posible. Yo no he de resucitar de mi marasmo. En lo hondo de la vida no veo más que
su forma.
—Despreciándola tanto, ¿persistís en exaltar todavía su belleza, de un modo
puramente ideal, puesto que vuestros sentidos permanecen, según habéis confesado,
contemplativos y gélidos?
—Eso mismo: contemplativos y helados… —respondió lord Ewald—. No siento
deseo por ella. No es más que la radiante obsesión de mi espíritu. Estoy hechizado.
—¿Renunciáis deliberadamente a volver a la vida social?
—Yo sí —dijo lord Ewald levantándose—. Vos, Edison, vivid, sed célebre. Yo me
voy. Por última vez, adiós. No puedo, charlando, quitar a la humanidad horas
preciosas y fértiles.
Al decir estas palabras, lord Ewald, correcto y frío, tomó su sombrero, con el que
había cegado un enorme telescopio.
Pero Edison también se levantó y dijo:
—¿Creéis que voy a dejar tranquilamente que os matéis, sin intentar salvaros,
cuando os debo la vida? ¿Para qué os hubiera interrogado sin motivo? Querido lord,

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sois un enfermo a quien hay que curar por medio del veneno; después de todas las
anteriores amonestaciones, dado vuestro estado excepcional, me decido a trataros por
un procedimiento terrible. El remedio consiste en colmar vuestros anhelos (no
pensaba ejecutar contigo la primera experiencia —dijo en un aparte el electricista—).
Inconscientemente os esperaba esta noche, pues está probado que las ideas y los seres
se atraen. Yo creo que redimiré vuestro ser. Hay heridas que no pueden curarse más
que ahondándolas más; así, quiero que se cumpla plenamente vuestro ideal. Milord
Ewald, ¿no habéis exclamado hace poco, hablando de ella: «¡Quién arrancará esa
alma de ese cuerpo!»?
—Sí —murmuró lord Ewald, sorprendido.
—Pues bien, yo.
—¿Cómo?
Edison le interrumpió y dijo con tono de solemnidad brusca y grave:
—No olvidéis, milord, que, al realizar vuestro tenebroso anhelo, no obedeceré
más que a la necesidad.

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Libro segundo

El pacto

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I

Magia blanca

«Ten cuidado. El que finge ser fantasma, llega a serlo».

PRECEPTO DE LA KÁBALA.

l acento y la mirada con que el electrólogo subrayó aquellas palabras hicieron


E estremecer a su interlocutor, que le miró fijamente.
¿Estaba Edison en plena posesión de sus facultades? Lo que acababa de anticipar,
¿no sobrepasaba el poder de cualquier inteligencia? Lo más cuerdo era esperar su
explicación. Empero, un magnetismo irresistible se había expandido con aquellas
palabras. Lord Ewald estaba bajo su influjo y empezaba a presentir un prodigio
inminente.
Apartó la vista de Edison y paseó su atención, silenciosamente, sobre los objetos
circundantes.
Bajo la luz de las lámparas, que proyectaban una palidez tremenda, aquellas
cosas, monstruos de un país científico, tomaban configuraciones inquietantes y
magníficas. Parecía el laboratorio un lugar mágico: allí, lo natural tenía que ser lo
extraordinario.
Sospechaba lord Ewald, que la mayoría de los descubrimientos de su amigo eran
todavía desconocidos; el carácter constantemente paradójico de aquellos que se
habían divulgado, rodeaba a Edison de un divino halo intelectual.
Le miraba como a un habitante de los edenes de la Electricidad.
Al cabo de algún tiempo se sintió presa de sentimientos complejos, donde se
entremezclaban el estupor, la curiosidad y una misteriosa esperanza en lo nuevo,
Creía que la vitalidad de su ser aumentaba por momentos.
—Se trata, sencillamente, de una transubstanciación —dijo Edison—. Tengo que
tomar ahora mismo algunas medidas. En concreto, ¿aceptáis?
—¿Hablabais en serio?
—Sí. ¿Aceptáis?
—Sin duda, y os doy carta blanca —añadió lord Ewald, sonriendo con tristeza
mundana.
—Entonces, ¿empiezo? —dijo Edison después de poner sus ojos en el reloj
eléctrico—. El tiempo es oro y necesito tres semanas.
—Os concedo un mes —respondió lord Ewald.
—No; soy puntual Aquí son las ocho y treinta y cinco minutos. A la misma hora,
dentro de veintiún días, miss Alicia Clary se os aparecerá no sólo transfigurada y con
el trato más seductor, sino dotada de la más augusta elevación de espíritu, y esto para
siempre, pues será inmortal. Esa necia magnífica no será una mujer, sino un ángel; no
una querida, sino una amante. Dejará de ser la realidad y será el ideal.

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Lord Ewald examinó al inventor con intranquila extrañeza.
Éste continuó:
—Os expondré mis medios de ejecución: su resultado es tan maravilloso que las
aparentes desilusiones del análisis científico se desvanecen ante su profundo
esplendor. Aunque no sea más que para aseguraros de la perfecta lucidez de mi razón,
voy esta noche a revelaros mi secreto. ¡Manos a la obra, ante todo! La explicación se
producirá a medida que la empresa se efectúe. ¿No me habéis dicho que miss Alicia
está en este momento en el Gran Teatro de Nueva York?
—Sí.
—¿Cuál es el número de su palco?
—Siete.
—¿No le habéis manifestado el motivo por el cual la dejabais sola?
—Le hubiera importado tan poco que creí deber callarlo.
—¿Ha oído alguna vez mi nombre?
—Quizá. Pero ha debido olvidarlo.
—Está bien. Esto es muy importante.
Se acercó al fonógrafo, apartó la aguja; mirando las rayas, hizo girar el cilindro
hasta un punto deseado; volvió a colocar aguja y bocina y le puso en marcha.
—¿Está usted ahí, Martin’? —gritó el fonógrafo ante el teléfono.
No se oyó contestación alguna.
—¡Este granuja se ha echado en la cama! ¡Apuesto a que está roncando! —
masculló Edison sonriendo.
Aplicó el oído al receptor de un micrófono perfeccionado.
—Exacto. Ha tomado su grog tras el postre, y como el cuerpo le pedía una siesta,
para que nada le importune, ha quitado la comunicación.
—¿A qué distancia se encuentra la persona con quien habláis?
—Está en Nueva York, en mi cuarto de Broadway.
—¿Cómo, desde veinticinco leguas, oís roncar a ese individuo?
—Aunque estuviera en el Polo, le oiría. ¿Podría decir tanto el duendecillo de
mejor oído de los cuentos de hadas sin que los infantiles lectores exclamaran «¡Es
imposible!». A pesar de todo, es cierto. En el día de mañana a nadie le ha de
extrañar…?
Para el caso presente debiera utilizar cierta bobina.
¡Sin embargo, no quiero cosquillearle con una descarga! Será mejor recurrir a mi
aerófono de alcoba.
Al decir esto aplicó al teléfono la bocina de otro aparato cercano al primero
pensando:
—¡Mientras en la calle no se encabriten los caballos!…
El instrumento repitió la pregunta.
Después de tres segundos, una voz de bajo que acusaba al hombre que se
despierta sobresaltado, salió del sombrero de lord Ewald que estaba, por causalidad,

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en contacto con un condensador suspendido.
—¿Hay fuego? —gritó la voz muy asustada.
—Ya le tenemos en pie… —dijo Edison, enchufando el cordón del primer
teléfono.
—Tranquilícese usted, Martín. Lo que quiero es que llevéis en mano el despacho
que voy a transmitiros.
—Espero, señor Edison.
El electrólogo golpeó repetidamente el manipulador del aparato Morse. Cuando
terminó de transmitir el telegrama, preguntó:
—¿Lo habéis leído?
—Sí —respondió la voz—. Voy ahora mismo.
Gracias a un movimiento de mano en el conmutador central del laboratorio la voz
repercutió de ángulo en ángulo, por doquier había condensadores. Se hubiera dicho
que una docena de personas, ecos fieles unas de otras, hablaban a la vez en el vasto
aposento.
—¡Traedme pronto la respuesta! —añadió Edison como quien acosa al hombre
que huye.
—Todo va bien —dijo al joven lord, mirándole fijamente.
Luego le espetó con brusca transición:
—Tengo que advertiros que vamos a abandonar los dominios (inexplicables, pero
muy trillados) de la vida propiamente dicha y entraremos en un mundo de fenómenos
tan insólitos como impresionantes. Yo os daré la clave de su encadenamiento. En
cuanto a explicaros la causa que hace mover los eslabones me declaro incapaz,
solidariamente con el resto de la humanidad. (Provisionalmente, cuando menos; y
para siempre, quizá).
No haremos más que presenciar. El ser que veréis está en un momento mental
indefinido. Su aspecto, aun familiarizados con él, causa siempre alguna alarma. No es
que ofrezca peligro físico alguno, pero os advierto que su aparición requiere cierta
resistencia a un inevitable desfallecimiento intelectual. Será necesario que estéis en
poder de vuestra serenidad y de buena parte de vuestro denuedo.
—Espero dominar toda emoción —dijo lord Ewald.

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II

Medidas de precaución

No esto para nadie. ¿Oís? Para nadie.

BALZAC. LA COMEDIA HUMANA.

dison desdobló las persianas y, después de fijarlas, juntó las grandes cortinas.
E Después de correr los cerrojos de la puerta del laboratorio hubo de encender el
faro de señal que con su luz intensa y roja, desde lo alto del pabellón, indica a
distancia un peligro para quien se acerque mientras dure la terrible e incógnita
experiencia. Por un giro del aislador central quedaron sordomudos todos los
inductores micro telefónicos, salvo el timbre que comunicaba con Nueva York.
—Henos aquí separados del mundo de los vivos, —dijo Edison volviendo a su
telégrafo. Con la mano izquierda enchufó algunos hilos mientras seguía trazando
enigmáticamente líneas y puntos con la derecha.
—¿No lleváis una fotografía de miss Alicia Clary? —preguntó mientras escribía.
—Aquí está —dijo lord Ewald sacando un cuadernito— en toda su pureza de
mármol. Miradla y decidme si mis palabras han exagerado la realidad.
Edison tomó la cartulina y la examinó:
—Prodigioso. ¡Es la famosa VENUS del escultor desconocido! ¡Es más que
prodigioso; es estupendo, en verdad! Lo confieso.
Se apartó un poco para tocar el regulador de una batería cercana.
La chispa solicitada apareció en los extremos de una doble barra de platino;
vaciló algunos segundos como si buscara adonde huir mientras daba su graznido
extraño y estridente.
Un hilo azul —unido sin duda a lo inconmensurable— se acercó a ella. La otra
extremidad de aquel hilo se perdía bajo tierra.
La mensajera indecisa saltó sobre el elfo de metal y desapareció.
Al mismo tiempo se oyó un ruido sordo bajo los pies de los dos hombres. Se
adivinaba el rodar de algo grave y encadenado que subiera desde el fondo de un
abismo, quizá desde el centro de la tierra. Podía sospecharse la exhumación de un
sepulcro, arrancado a las tinieblas por los genios, y traído a la superficie terrestre.
Edison conservaba en su mano la fotografía con los ojos fijos en un punto del
muro, esperaba, ansioso.
El ruido cesó.
La mano del electrólogo se apoyó sobre un objeto que lord Ewald no distinguía.
—Hadaly —llamó en voz alta.

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III

Aparición

¿Quién se esconde tras ese velo?

(DAS VERSCHLEIERTES BILD ZU SAIS).

l pronunciar este nombre misterioso en la extremidad sur del laboratorio, y una


A sección de muralla giró sobre goznes invisibles y silenciosos, mostrando un
estrecho alvéolo labrado en la piedra.
El esplendor de todas las luces convergió en el interior de aquel hueco.
Caían sobre las paredes cóncavas y semicirculares los amplios pliegues de unas
cortinas de moaré negro, desde una bóveda de jade hasta el suelo de mármol blanco.
Servían de broche a los pomposos pabellones unas falenas bordadas en oro.
Aparecía bajo el dosel, de pie, un ser que daba la sensación de lo desconocido.
Aquel fantasma tenía el rostro en las tinieblas; a la altura de la frente, una
redecilla de perlas sujetaba los frunces de una tela de luto que ocultaba la cabeza.
Una femenina armadura de láminas de plata, blanca y mate, acusaba y modelaba
en todos sus matices unas formas virginales y esbeltas.
Las puntas del velo se cruzaban alrededor de una gola de metal y caían sobre los
hombros, semejantes a una negra cabellera, hasta los pies.
Una banda de batista negra le ceñía las caderas; abrochada por delante, como una
pampanilla, dejaba flotar negras franjas sarpullidas de brillantes.
El relámpago de un arma desnuda y oblicua atravesaba los pliegues de la faja. En
su empuñadura se apoyaba la mano derecha de la aparición; la izquierda colgante y
laxa sostenía una siempreviva de oro Fijas a los finos guanteletes, brillaban en sus
dedos varias sortijas de variada pedrería.
Tras un lapso de inmovilidad, el ser misterioso descendió la grada del solio y
avanzó hacia los dos espectadores, lleno de inquietante belleza.
A pesar de su gentil donaire, sus pasos resonaban fuertemente bajo las lámparas,
cuyos potentes fulgores reverberaban en su armadura.
Cuando estuvo a tres pasos de Edison y del lord, se detuvo y dijo con voz
deliciosamente grave:
—Querido Edison, heme aquí.
Lord Ewald no sabía qué actitud tomar y contemplaba en silencio. Edison
respondió:
—Ha llegado la hora de vivir, si queréis, miss Hadaly.
—No me importa vivir —murmuró una voz detrás del velo.
—Este joven lo acepta por vos.
El electricista puso un retrato de miss Alicia delante de un reflector.
La visión se inclinó ante lord Ewald.

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—Sea hecha su voluntad —dijo.
Edison miró al joven. Manejó un interruptor. Una esponja de magnesio se
encendió en la otra extremidad del laboratorio.
Un haz de rayos deslumbradores dirigidos por un reflector cavó en un objetivo
dispuesto frente a la fotografía de miss Alicia Clary. Encima de la cartulina otro
reflector multiplicaba la refracción de los rayos luminosos.
En el objetivo, un cuadrado de vidrio se iluminó en su centro; luego salió por sí
mismo de la ranura y penetró en una celdilla metálica que tenía dos aberturas
circulares.
El haz brillante atravesó el centro del vidrio por el orificio más cercano y salió
por el otro, embocado al cono de un proyector, enviando a una pantalla de seda
blanca la luminosa y transparente imagen de una muchacha, estatua carnal de la Venus
Victrix.
—Realmente, parece que estoy soñando —murmuró lord Ewald.
—En esa forma encarnarás —dijo Edison volviéndose hacia Hadaly.
Ésta avanzó un poco y contempló la imagen espléndida tras la noche de su velo.
—¡Oh! ¡Qué bella!… ¡Y obligarme a vivir! —dijo en voz baja como si consigo
misma.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y con un profundo suspiro añadió:
—Sea, pues.
Se extinguió el magnesio. La visión de la pantalla desapareció.
Edison había extendido la mano a la altura de la frente de Hadaly.
Hubo de temblar ésta un momento. Luego ofreció sin decir nada, la simbólica flor
de oro a lord Ewald, que la aceptó con un ligero estremecimiento. Con su ademán y
porte de sonámbula, hubo de volver al lugar misterioso de donde había venido.
Volviéndose antes de pisar el solio. Después, llevando las dos manos hacia el
negro crespón que le cubría el semblante envió a sus evocadores un beso lejano,
henchido de gracia adolescente.
Luego desapareció tras las cortinas negras.
La muralla se cerró.
A los pocos instantes se repitió el ruido sombrío desvaneciéndose en las
profundidades de la tierra y, al fin, se extinguió.
Los dos hombres volvieron a encontrarse solos bajo las lámparas.
—¿Qué ser extraño es éste? —preguntó lord Ewald poniendo en su ojal la flor
emblemática de miss Hadaly.
—No se trata de un ser viviente —dijo tranquilamente Edison, fijando sus ojos en
los del lord.

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IV

Preliminares de un prodigio

Sin fósforo, no hay pensamiento posible.

MOLESCHOTT.

ord Ewald, aguantando la mirada ante tal revelación, dudó haber oído bien.
L —Os afirmo que ese maniquí metálico que camina, habla, responde y
obedece, no envuelve a nadie.
Lord Ewald siguió mirándole en silencio.
—A nadie —prosiguió el ingeniero—. Miss Hadaly no es todavía, exteriormente,
otra cosa que una entidad electromagnética. Es un ser en el limbo; una posibilidad.
Dentro de un rato, si queréis, os descubriré los arcanos de su naturaleza mágica. Aquí
tengo —y rogó con un ademán que lord Ewald le siguiera— algo que podrá
esclarecer el sentido de mis palabras.
Condujo al joven hasta la mesa de ébano donde habían brillado los rayos de luna
antes de la visita.
—¿Qué impresión os produce ver esto? —le preguntó mostrándole el nítido y
sangrante brazo femenino puesto sobre el cojín de seda violácea.
Lord Ewald contempló, no sin nueva extrañeza, la inesperada reliquia humana.
—¿Qué es esto?
—Miradlo bien.
El joven tomó la mano de aquel brazo.
—¡Qué raro! ¿Cómo esta mano… está tibia todavía?
—¿No encontráis en el brazo algo más extraordinario?
Después de unos momentos de examen, lord Ewald lanzó una exclamación:
—Confieso que esta maravilla es tan sorprendente como la otra: capaz de turbar
al más sereno. De no haber visto la herida no descubriera la obra maestra.
El inglés estaba fascinado. Palpaba el brazo y comparaba su mano con la mano
femenina.
El peso, el modelado, la encarnación… ¿No es carne viviente esto que toco
ahora? La mía se ha estremecido…
—Esto está mejor hecho que la carne —dijo, sencillamente, Edison—. La carne
se aja y envejece: esto es un compuesto de sustancias sutiles, elaboradas por la
química para confundir la propia suficiencia de la Naturaleza. ¿Quién es doña
Naturaleza, gran señora a quien quisiera ser presentado, de quien todos hablan y que
nadie ha visto? Decíamos que esta copia de la Naturaleza —sirvámonos de esta
palabra empírica— enterrará al original sin dejar de ser lozana y joven. Antes de
envejecer la destruiría el rayo. Esto es carne artificial y os podré explicar cómo se
fabrica, si no queréis leer a Berthelot.

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—¿Cómo? ¿Decís?
—Digo que es carne artificial. Y me juzgo inimitable en fabricarla tan perfecta y
esmeradamente.
Lord Ewald, lejos de manifestar su turbación volvió a mirar el brazo irreal.
—¡Oh, este nácar fluido, el brillo carnal y esta vida intensa!… ¿Cómo habéis
llegado a realizar el prodigio de esta inquietante ilusión?
—Eso es lo de menos —respondió Edison—. Con ayuda del sol.
—¿Del sol? —murmuró lord Ewald.
—Sí. El sol ha dejado que sorprendamos parcialmente el secreto de sus
vibraciones. Después de haber aprehendido el matiz de la blancura dérmica, he
llegado a reproducirla por una sabia disposición de objetivos. Esta albúmina
solidificada y elástica, gracias a la presión hidráulica, ha venido a sensibilizarse por
una acción fotocrómica. Yo tenía un admirable modelo. El húmero de marfil contiene
una médula galvánica que está en comunicación constante con una red de hilos de
inducción cruzados como los nervios y las venas: esto es lo que entretiene la perpetua
producción de calorías que os da esa impresión de maleabilidad y tibieza. Si deseáis
saber cómo están dispuestos los elementos de ese haz; cómo se alimentan, por decirlo
así, ellos mismos; cómo el fluido estático se transforma en calor animal, podré
describiros la anatomía interna del brazo. Es meramente una cuestión de técnica. Éste
es un miembro de la Andreida que he de hacer, movida por el estupendo agente
llamado Electricidad, que le presta, como veis, todo lo muelle, todo lo diluido, del
aspecto de la vida.
—¿Un Andreida?
—Una imitación humana, si queréis. El escollo que hay que evitar es que el
facsímil no aventaje físicamente al modelo. ¿Recordáis cuantos artífices han
ensayado forjar, simulacros humanos? Ja… ja… ja… ja…
Edison reía como un Cabiro en las fraguas de Eleusis.
—Aquellos desgraciados, por falta de medios de ejecución no produjeron más
que monstruos irrisorios. Alberto el Grande, Vaucanson Maëlzeld, Horner y los
demás fueron unos pobres fabricantes de espantapájaros.
Sus autómatas son únicamente dignos de figurar en los museos de figuras de cera
como repugnantes muestras que huelen a madera, a aceite rancio y a gutapercha. Esas
obras, informes, sicofantas, en vez de producir en el hombre el sentimiento de su
poderío, no le inducen más que a postrarse ante el dios Caos. Recordad el conjunto de
movimientos bruscos y extravagantes, como los de las muñecas de Núremberg; lo
absurdo de las líneas y la tez; aquellas fachas de maniquí de peinadora; el ruido del
resorte del mecanismo; aquella sensación del vado que nos daban… Esos fantoches
abominables horripilan y avergüenzan. En ellos, el horror y la risa están
amalgamados en una solemnidad grotesca. Traen a la memoria los manitúes de los
archipiélagos australianos o los fetiches de las tribus del África Ecuatorial;
semejantes muñecos no son más que una caricatura ultrajante de nuestra especie.

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Tales fueron los primeros ensayos de Andreidas que se hicieron.
El rostro de Edison se contraía hablando: su mirada fija parecía perdida en
imaginarias tinieblas; su voz fue cada vez más breve, didáctica y glacial.
—Ha pasado ya mucho tiempo… La ciencia ha multiplicado sus descubrimientos.
Los conceptos metafísicos se han sutilizado. Muchos instrumentos identificadores de
calcar han alcanzado una precisión perfecta. Los recursos de que dispone el hombre,
son muy distintos a los que tuvo antaño. De aquí en adelante, nos será dado REALIZAR
fantasmas potentes, misteriosas presencias-mixtas, que hubieran hecho sonreír
dolorosamente y negar su acabamiento a aquellos precursores a quienes sólo se
hubiera insinuado el proyecto. Ante el aspecto de Hadaly, ¿os ha sido fácil sonreír?
Sin embargo, por ahora, no es más que un diamante en bruto. No es sino el esqueleto
de una sombra que espera que la sombra sea. La sensación que acaba de causaros un
miembro de androide femenino, ¿guarda alguna analogía con la que hubierais sentido
al contacto de un brazo de autómata? Otra experiencia, ¿queréis apretar esa mano?
Quizá os devuelva vuestro saludo.
Lord Ewald tomó los dedos y los apretó leve y tiernamente.
¡Oh, estupor! La mano respondió a la presión con una caricia tan dulce, tan lejana
que el joven pensó que formaba parte de un cuerpo invisible.
Con profunda inquietud se apartó del tenebroso objeto.
Edison dijo fríamente:
—Todo esto no es nada (absolutamente nada, os digo) en comparación con la
obra posible. ¡Oh, la Obra Posible! Si supierais…
Se detuvo como si quedara anonadado por una idea súbita y terrible que le hiciera
enmudecer.
—Positivamente —exclamó lord Ewald mirando a su mirando a su alrededor—
me parece estar ante Flamel, Paracelso o a Raimundo Lulio, en tiempos de los magos
y alquimistas de la Edad Media. ¿Qué os proponéis, querido Edison?
El gran inventor había quedado muy pensativo: se sentó y puso nueva y
preocupada atención en examinar al joven.
Después de unos segundos de silencio dijo:
—Milord, acabo de percatarme que con un hombre dotado de vuestra
imaginación, la experiencia podría traer un resultado funesto. Estamos en el umbral
de una fragua; distinguimos a través de la bruma, el hierro, los hombres, el fuego.
Cantan los yunques; los trabajadores del metal que hacen vigas, armas, utensilios,
Ignoran el uso real que se hará de sus productos. Nadie puede precisar la verdadera
naturaleza de lo que forja, por aquello de que todo cuchillo puede llegar a ser puñal y
que sólo el uso que se hace de las cosas es lo que las bautiza por segunda vez y las
transfigura. Lo que nos hace irresponsables es la incertidumbre. Hay que saber
conservarla, pues. Sin ella, ¿quién osaría acometer empresa alguna? El obrero que
funde una bala, dice bajito, inconscientemente: «Quedas entregada al azar; quizá no
seas más que plomo perdido». Pero termina su obra, ignorando el alma de ella. Si

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apareciera ante sus ojos, reciente, rasgada y mortal, la herida humana que el pedacito
de plomo ha de producir —porque está llamado y destinado para ello, y esa fatalidad
está envuelta virtualmente en el acto de la fundición—, el molde de acero se
escaparía de las manos del hombre honrado. Puede ser que llegara a dejar sin pan a
sus hijos si el precio de su sustento fuera el remate de tal obra, pues le repugnaría
sentirse cómplice implícito en el futuro homicidio.
—¿A qué conclusión queréis llegar? —interrumpió lord Ewald.
—Yo soy el hombre que tiene el metal fundiéndose en las brasas, y me ha
parecido, hace un momento al pensar en vuestro ánimo, en vuestra inteligencia virgen
de desencanto, ver pasar ante mis ojos una herida abierta. Lo que pretendo deciros
puede seros saludable o más que mortal. Yo soy ahora quien vacila. Tanto el uno
como el otro somos partes que han de integrar la experiencia. Ha de seros ésta más
peligrosa de lo que creí al principio, pues sólo vos habéis de correr un riesgo horrible.
Estáis ya bajo una amenaza, puesto que sois de aquéllos a quienes una fatal pasión
conduce a un fin desesperado. Yo corro el riesgo de salvaros… Pero creo que, si la
curación no fuere a ser tal como la deseo, debemos desistir de mi intento:
—Puesto que me habláis en tono tan singularmente grave, querido Edison —
respondió con esfuerzo lord Ewald— he de deciros una cosa: esta misma noche
pensaba terminar con mi intolerable vida.
Edison se estremeció.
—No vaciléis —dijo muy serenamente el joven.
—Arrojamos los dados —murmuró el electrólogo—. Será él. ¡Quién me lo
hubiera dicho!
—Por última vez, os suplico, ¿qué es lo que intentáis?
Reinó un instante de silencio. Lord Ewald sintió pasar sobre su frente la ráfaga de
lo infinito.
Edison dijo:
—¡Hágase mi intento, puesto que lo desconocido me desafía! Pretendo realizar
para usted lo que ningún hombre ha osado hacer para un semejante. Os debo la vida;
mi deber mínimo es ensayar devolvérosla.
Vuestra alegría, vuestro ser, están cautivos de una figura humana, de la luz de una
sonrisa, del esplendor de un rostro, de la dulzura de una voz… Una mujer viviente,
por sus atractivos, os induce a la muerte.
Bien, puesto que tanto la adoráis, YO VOY A ARREBATARLE SU PROPIA PRESENCIA.
Voy a demostraros matemáticamente, y en este mismo instante, cómo puedo, con
los formidables recursos actuales de la ciencia, tomar la gracia de su ademán las
morbideces de su cuerpo, la fragancia de su carne, el timbre de su voz, la flexibilidad
de su talle, la luz de sus ojos, el carácter de sus movimientos y de su donaire, la
personalidad de su mirar, de sus rasgos, de su sombra en el suelo; su inconfundible
aspecto, todo el reflejo de su identidad. Seré el matador de su estulticia, el asesino de
su triunfante actitud brutal. Primeramente, reencarnaré toda esa exterior belleza que

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os es deleitosamente letal en una aparición que, por su parecido y sus encantos,
sobrepase vuestra esperanza y vuestros sueños. Después, en lugar de esa alma que os
hastía en la mujer viviente infiltraré algo como un alma distinta, quizá menos
consciente de sí misma (¿qué sabemos? y, en suma, ¡qué importa!), pero sugeridora
de impresiones más bellas, más nobles, más elevadas, revestidas de ese carácter de
eternidad, sin el cual todo se torna comedia en esta vida. Reproduciré, estrictamente,
a esa mujer con la ayuda sublime de la luz, proyectando ésta sobre su materia
radiante, encenderé frente a vuestra melancolía el alma imaginaria de la nueva
criatura, capaz de sorprender a los ángeles. ¡Capturaré la Ilusión! La aherrojaré. En
esa sombra he de forzar al ideal a manifestarse para vuestros sentidos, PALPABLE,
AUDIBLE; Y MATERIALIZADO. Aquel espejismo, que hoy perseguís entre los recuerdos,
será aprehendido por mí y fijado inmortalmente en la única y verdadera forma en que
le vislumbrasteis. De esa forma viviente sacaré un segundo ejemplar transfigurado
según vuestros anhelos. Estará dotada de los cantos de la Antonia de Hoffmann, del
misticismo apasionado de la Ligeia de Edgar Allan Poe, de las ardientes seducciones
de la Venus del poderoso músico Wagner. Quiero devolveros la vida: quiero probaros
que puedo positivamente sacar del légamo de la actual Ciencia Humana un ser hecho
a imagen nuestra, que será para nosotros lo que NOSOTROS SOMOS PARA DIOS.
El electrólogo levantó la mano en señal de juramento.

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V

Estupor

Me quedé momificado de extrañeza.

THÉOPHILE GAUTIER.

l escuchar estas palabras, lord Ewald quedó un tanto hosco ante Edison, como si
A no quisiera comprender lo que se le había propuesto.
Tuvo un minuto de estupefacción.
—Una criatura así no será nunca más que una muñeca insensible y sin
inteligencia —exclamó.
—Tened cuidado, que al compararla con su modelo, no sea la viviente quien os
parezca una muñeca.
El joven sonreía amargamente con una cortesía intimidada.
—Dejemos eso —dijo—. La concepción es abrumadora: la obra sublime olerá
siempre a mecanismo. ¡No podéis procrear a una mujer! Yo me pregunto al escuchar
a usted, si el genio…
—Yo os juro que no distinguiréis una de otra: y os afirmo, por segunda vez, que
os lo probaré de antemano.
—IMPOSIBLE, Edison.
—Por tercera vez, os digo que me comprometo a proporcionaros en seguida, la
demostración positiva, punto por punto y de antemano, no sólo de la posibilidad del
hecho, sino de su matemática certidumbre.
—Usted, hijo de mujer, ¿podrá reproducir la identidad de una mujer?
—Mil veces más idéntica a sí… que ella misma. Cada día que pasa, modifica las
líneas del cuerpo humano: la ciencia fisiológica demuestra que este renueva
eternamente sus átomos, cada siete años; ¿hasta qué punto existe el cuerpo?
¿Llegamos alguna vez a parecernos a nosotros mismos? Esa mujer, usted, yo, en
nuestra primera infancia, ¿éramos lo que somos hoy? ¡Parecerse! ¡Ése es un prejuicio
de los tiempos lacustres o trogloditas!
—¿La reproduciréis en su belleza, con su carne su voz, su gentil aspecto?
—Con el electromagnetismo y la materia radiante engañaría el corazón de una
madre y con mayor facilidad la pasión de un enamorado. La reproduciré tan
exactamente que, si dentro de una docena de años contempla ella su doble ideal
inimitable y lozano, no podrá reprimir lágrimas de envidia y de espanto.
—Acometer la creación de un ser así —murmuró lord Ewald, pensativo—, sería
tentar a Dios.
—Yo no os impongo que aceptéis —respondió en voz baja Edison.
—¿Le infiltraréis una inteligencia?

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—Una inteligencia, no; la INTELIGENCIA, SÍ.
Al oír aquella palabra titánica, lord Ewald quedó como petrificado ante el
inventor. Ambos se miraron en silencio.
La partida iba a jugarse y la apuesta era un alma.

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VI

¡Escelsior!

En mis manos los enfermos pueden perder la vida, pero nunca la esperanza.

EL DOCTOR REILH.

uerido genio —dijo el joven— estoy persuadido de vuestra buena fe, pero todo
Q cuanto decís no es más que un sueño, tan espantoso como irrealizable. Sin
embargo, la intención que os anima me llega al corazón y os quedo muy reconocido.
—Querido lord, sabéis que puede ser realizable, puesto que titubeáis.
Lord Ewald se enjugó la frente.
—Miss Alicia Clary no consentirá en prestarse a tamaña experiencia y yo no me
atrevo siquiera a proponérselo.
—Eso es lo que corre de mi cuenta en este asunto. La obra sería incompleta, es
decir, ABSURDA, si no se realizara con la ignorancia total de vuestra adorada miss
Alicia.
—¡Yo también cuento como algo en mi amor!
—Pero no sabéis hasta qué punto.
—¿Qué temibles sutilezas emplearéis para llegar a convencerme de la realidad de
esa Eva futura, en caso de éxito?
—Es una cuestión de impresión inmediata en que el razonamiento no figura sino
como un colaborador secundario. ¿Se razona alguna vez con el encanto que nos
ofrece una cosa? Además, las deducciones que he de serviros serán la exacta
expresión de lo que queréis ocultaros a vos mismo. Soy humano. Homo sum.
La obra se acabará mejor con su presencia.
—¿Podré discutir con usted en el curso de la explicación?
—Si ALGUNA de vuestras objeciones subsiste, desistiremos ambos de proseguir
más allá.
—Debo preveniros que mis ojos son, ¡ay!, demasiado perspicaces.
—¿Vuestros ojos? ¿Creéis ver distintamente esta gota de agua? Pues si la pusiera
entre dos láminas de cristal ante el reflector de este microscopio solar y si proyectara
su estricto reflejo en aquella pantalla de seda blanca donde apareció la encantadora
Alicia vuestros ojos desmentirían su primer criterio ante el íntimo espectáculo que les
revelara esta gota de agua. Si pensamos en todas las indefinidas y ocultas realidades
que encierra este glóbulo líquido, comprenderemos que la potencia de nuestro aparato
¡pobre muleta visual!, es insignificante, puesto que la diferencia entre lo que nos
muestra y lo que vemos sin su ayuda es casi inapreciable en relación con lo que
pudiera revelarnos. No olvidéis que no vemos de las cosas más que aquello que
sugieren a nuestros ojos; las concebimos por lo que nos dejan entrever de sus
entidades misteriosas; y no las poseemos sino en cuanto cada cual puede

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experimentarlas. El hombre, como una ardilla presuntuosa, se agita en la jaula de su
Yo sin poder evadirse de la ilusión a que le condenan sus falaces sentidos. Engañando
a los vuestros, Hadaly no hará ni más ni menos que miss Alicia.
—Señor hechicero —respondió lord Ewald— parece que me creéis capaz de
enamorarme de miss Hadaly.
—Temería semejante caso si fuerais un mortal como los otros, pero vuestras
confidencias me han tranquilizado. ¿No jurasteis, hace un momento, que se había
anulado en vos toda idea de posesión de la hermosa viviente? Amaréis a Hadaly
como solamente ella lo merece: cosa que está mejor que quedar enamorado.
—¿La amaré?
—¿Por qué no? ¿No va a encarnar para siempre en la única forma en que
concebís el amor? Y puesto que la carne no es nunca la misma, y apenas existe fuera
de la imaginación, carne por carne, la de la ciencia es bastante más… seria… que la
otra.
—No se ama más que a los seres animados.
—Pues eso.
—El alma es un arcano. ¿Animaría usted a su Hadaly?
—¿No se anima un proyectil con una velocidad X? También x es lo desconocido.
—¿Sabría ella quién es; lo que es, mejor dicho?
—¿Sabemos nosotros quiénes somos y lo que somos? ¿Vais a exigir de la copia lo
que Dios no ha requerido del original?
—Pregunto si esa criatura llegará a tener sentido de sí misma.
—Sin duda.
—¿Decís?…
—He dicho: «Sin duda», porque es cosa que depende de usted, y sólo de usted, el
que se cumpla esta fase del milagro.
—¿Depende de mí?
—¿Con quién podría contar más interesado que vos en este problema?
—Decidme, querido Edison, donde puedo ir a robar una chispa de ese fuego
sagrado que el alma del mundo enciende en nosotros. No me llamo Prometeo; soy
lord Celian Ewald, simple mortal.
—Todos nos llamamos Prometeo sin saberlo y pocos escapan al pico del buitre.
Una sola de aquellas llamas, todavía divinas, de vuestro ser, con las que quisisteis
animar a vuestra admirada joven, bastará para vivificar su sombra.
—Probádmelo.
—Ahora mismo. El ser que amáis en la mujer viva no es el que manifiestamente
aparece en esa pasajera humana; es el que solamente es real para vuestro deseo.
Amáis el ser que no existe en ella, en plena persuasión de su ausencia.
Cerráis los ojos, ahogáis el mentís de vuestra conciencia, voluntariamente, para
no reconocer en la querida algo que no sea el fantasma deseado. Su verdadera
personalidad es la ilusión suscitada en vuestro ser por el fulgor de su belleza. Todo

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vuestro esfuerzo tiende a VITALIZAR esta ilusión, a pesar de todo, en presencia de la
amada, prescindiendo del incesante desencanto que os produce la horrible y mortal
nulidad de Alicia.
No amáis más que esa sombra; por ella queréis morir. A ella sola concedéis
REALIDAD. Esa visión, objetivada por vuestro espíritu, que requerís, contempláis y
hacéis en la mujer viva no es más que vuestra alma desdoblada en ella. He ahí
vuestro amor. Es, como veis, un perpetuo y estéril ensayo de redención.
Los dos hombres guardaron algunos instantes un profundo silencio.
—Como queda probado —concluyó Edison— que vivís con una sombra a la que
prestáis calurosa y ficticiamente el ser, yo os propongo intentar la misma experiencia
con esta otra sombra, ése será el pacto. He aquí todo. El ser de la llamada Hadaly
depende de la libre voluntad del que OSE concebirlo. SUGERID EN ELLA VUESTRO SER.
Afirmad su existencia con viva fe, como afirmáis la realidad de las cosas
circundantes, tan relativas empero. Entonces veréis como la Alicia de vuestro afán se
realiza, se logra y ennoblece en esa sombra. Ensaye usted, si le queda alguna
esperanza. Después, apreciad concienzudamente si la auxiliadora criatura-fantasma
que os devuelva el deseo de la vida no es más digna de llamarse HUMANA que el
espectro-viviente cuya menguada realidad os ha conducido a apetecer la muerte.
Lord Ewald, reflexionaba taciturno.
—La deducción es, en efecto, especiosa y profunda, pero sospecho que me
encontraría siempre un tanto solo en compañía de vuestra Eva futura e inconsciente.
—Menos solo que con su modelo. Mas si tal cosa sucediera, sería por culpa de
usted y no de ella. Es necesario sentirse un verdadero dios para QUERER esa
realización.
Edison se detuvo un momento.
—No os dais cuenta —añadió— de la novedad de las impresiones que os
producirá la primera charla con el Andreida-Alicia paseando a vuestro lado y
quitándose el sol con la sombrilla con toda la gentileza de la viviente. ¿Sonreís?…
¿Creéis que por estar prevenidos vuestros sentidos descubrirán pronto el canje que
hago con la Naturaleza? Pues bien, ¿no tiene miss Alicia Clary algún galgo o
terranova favoritos? ¿Viajáis con algún perro escogido en vuestras jaurías?
—Llevamos a Dark, un galgo negro, muy fiel.
—Ese animal está dotado de tan agudo olfato, que las personas quedan retratadas
por sus olores en los centros nerviosos correspondientes a sus mucosas nasales.
Apostemos que si el perro, que reconocería a su dueña entre mil mujeres, fuera
conducido después de unos días de encierro ante Hadaly, quedaría engañado por el
fantasma con sólo olfatear sus ropas. Y si simultáneamente se le presentaran la
sombra y la realidad, ha de ladrar a ésta y sólo obedecerá a aquélla.
—No anticipéis tanto.
—Yo no prometo más que lo que cumplo. Esa experiencia ya se ha hecho con
éxito: es del dominio de la ciencia fisiológica. Si engaño los órganos delicadísimos de

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un animal, ¿cómo no he de retar la comprobación de los sentidos humanos?
Ante el ingenio del inventor, lord Ewald no pudo reprimir la sonrisa.
—Aunque Hadaly sea muy misteriosa, hay que abordarla sin ninguna exaltación;
al fin y al cabo, no ha de estar movida más que por la electricidad, que es lo que
anima también a su modelo.
—¿Cómo?
—Sí. ¿No habéis admirado nunca, en una tarde de tormenta, a una hermosa mujer
morena, al peinar sus cabellos ante un azulado espejo, en un aposento en sombras? Su
pelo chisporrotea y brilla bajo las púas del escarpidor de concha, en mágicas
apariciones, como millares de diamantes perdidos en las olas negras, de noche en el
mar. Hadaly os dará ese espectáculo si miss Alicia no os lo ha ofrecido. Las morenas
encierran mucha electricidad. ¿Aceptáis intentar esa ENCARNACIÓN? Hadaly, con esa
flor de luto, hecha de oro virgen y puro, os ofrece salvar algo de melancolía de
vuestro naufragio de amor.
Lord Ewald y Edison cambiaron una mirada. Permanecieron mudos y graves.
—Es la más aterradora de las proposiciones que se pueden dirigir a un
desesperado y, sin embargo, un gran esfuerzo he de hacer para tomarla en serio.
—Eso llegará con el tiempo. Hadaly se encargará de ello.
—Otro hombre, aunque no fuera más que por curiosidad, aceptaría en el acto
vuestra oferta.
—No la haría a todo el mundo. Si lego la fórmula a la humanidad, compadezco a
los réprobos que prostituyan el remedio.
—Ya en ese terreno las palabras suenan a sacrilegio. ¿Se puede todavía suspender
la ejecución?
—¡Oh, y aún después de terminar la obra! Podréis destruirla, ahogarla, si os
place.
Entonces ya será muy distinto.
—Yo no os impongo que aceptéis. Sufrís; os propongo un remedio. Éste es tan
eficaz como peligroso. Libre estáis para rehusar.
—¿Y respecto al peligro…?
—Si no fuera más que físico os diría: «Aceptad».
—¿Pondría en grave riesgo mi razón?
—Milord Ewald, sois el hombre de mejor alma que hay bajo la capa del cielo El
fulgor de la mala estrella os atrajo al mundo del amor; vuestro ensueño ha caído con
las alas rotas, al contacto de una mujer defraudara cuya incesante disonancia reaviva
el abrasador hastío que llegará a daros muerte. Sois uno de los últimos grandes tristes
que no se dignan sobrevivir a la prueba que soportan los que luchan contra la
enfermedad, la miseria o el amor. Tan profundo ha sido el dolor de la primera
decepción, que despreciáis a vuestros semejantes por resignarse a vivir bajo la férula
de tales destinos. El desánimo ha extendido su sudario sobre vuestros pensamientos y,
hoy, ese frío consejero de la muerte voluntaria pronuncia, a vuestro oído, la palabra

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que persuade. Estáis en lo peor. Como me habéis declarado, es una cuestión de horas;
el término de vuestra crisis es indudable: la muerte. Su inminencia se advierte en toda
vuestra persona.
Lord Ewald sacudió con el meñique la ceniza del habano.
—Vuelvo a ofreceros la vida. No sé a cambio de qué. ¿Quién podría evaluarlo? El
Ideal os ha defraudado. La Verdad extinguió vuestro deseo sensual, que se ha arrecido
ante la mujer amada. ¡Adiós, presunta Realidad, vieja engañadora! Os brindo lo
ARTIFICIAL y sus incitaciones desconocidas. El peligro reside en quedar dominado por
ellas… Querido lord, nosotros dos repetimos el eterno símbolo: usted, representa la
humanidad y su paraíso perdido; yo, la ciencia omnipotente de maravillas y recursos.
—Escoged por mí —dijo tranquilamente lord Ewald.
—Es imposible, milord.
—En mi lugar, ¿se arriesgaría usted en esa inaudita, absurda y turbadora
experiencia con una Eva futura?
Edison miró al joven con su fijeza habitual, agravada por el pensamiento
disimulado. Dijo:
—Tendría motivos de índole personal para decidir la opción por mí mismo sin
pretender que nadie se rigiera por mi albedrío.
—¿Qué escogeríais?
—Forzado a la disyuntiva, aceptaría la solución menos peligrosa, para mí.
—¿Cuál?
—Milord, ¿no dudáis de mi sagrado apego, de la amistad profunda y tierna que os
profeso? Pues bien, con el corazón en la mano…
—¿Por qué optaríais?
—Entre la muerte y esa tentativa…
—¿Qué haríais entre Alicia Clary y esta Eva futura?
Terrible, el gran inventor pronunció su sentencia, inclinándose.
—Suicidarme.

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VII

¡De prisa van los sabios!

¿Quién quiere cambiar lámparas viejas por otras nuevas?

ALADINO O LA LÁMPARA MARAVILLOSA.


(LAS MIL Y UNA NOCHES).

ord Ewald miró su reloj; su frente se nublaba de nuevo. Suspirando dijo:


L —Gracias; ahora sí que nos separamos.
En las sombras sonó un timbre.
—Es un poco tarde —replicó Edison. Obedeciendo a vuestra decisión inicial, he
empezado.
Dio un golpe al fonógrafo, como si fuera un perro tendido a sus pies:
—¿Qué hay? —ladró el aparato ante la bocina telefónica.
La voz de bajo del mensajero retumbaba en el laboratorio con la entonación
velada del que habla jadeante:
—Miss Alicia Clary abandona su palco del Gran Teatro y se dirigirá a Menlo Park
en el expreso de las doce y media.
Lord Ewald, ante la nueva inesperada, al escuchar aquel nombre, hizo un
movimiento.
Los dos hombres se miraron en silencio; mediaba entre ellos un reto vertiginoso.
—No tengo alojamiento reservado para esta noche en Menlo Park.
Edison tomó el manipulador Morse: los hilos temblaban. A los diez segundos un
pedazo de papel saltó de un bastidor.
—¿Alojamiento? Estaba previsto. Aquí le tenéis —dijo después de leer la hoja—.
He alquilado para usted una villa encantadora, aislada, a veinte minutos de aquí. Os
esperan esta noche. Por otra parte, cuento con miss Alicia y usted para cenar. Mi
groom, provisto de esta fotografía donde sólo aparece el rostro de miss Venus Victrix
ofrecerá un coche a la viajera en la misma estación. No es de temer ningún error;
llega poca gente a tales horas… No os inquietéis.
Extrajo de un objetivo un retrato-medallón, escribió en el reverso unas líneas y la
puso en una caja fija en el muro.
Era el transmisor de un tubo neumático. Un tenue sonido de timbre anunció al
poco tiempo que la orden se cumpliría.
Volvió al aparato Morse y telegrafió otras órdenes.
—He terminado —dijo al fin— Milord, si queréis desistimos del proyecto.
Lord Ewald levantó la cabeza. Brillaron sus ojos azules.
—No vacilemos. Esta vez, querido Edison acepto con carácter definitivo.
Edison respondió:
—Está bien, cuento con que me dispenséis el honor de vivir veintiún días para

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cumplir con mi palabra.
—Concedido, pero ni uno más —dijo el joven con el tono de un inglés que afirma
y no ha de volverse atrás.
Edison miró las agujas del reloj eléctrico.
—Si no os devuelvo a la vida, yo mismo os daré la pistola el día fijado a las
nueve de la noche. A menos que prefiera usted el rayo, nuestro querido prisionero,
que presenta la ventaja de no fallar nunca.
Luego añadió, dirigiéndose al teléfono.
—Como vamos a emprender un arriesgado viaje, permitidme que dé unos besos a
mis hijos, pues los hijos son algo.
Al oír aquello el joven lord se estremeció. Edison tomó un aparato y gritó dos
nombres. En el extremo del parque sonó una campana, respuesta que llegaba
amortiguada por el viento y las cortinas.
—Many thousand kisses —pronunció paternalmente Edison en la bocina del
instrumento.
Entonces sucedió algo milagroso.
Gracias a un giro de conmutador, alrededor de los dos perseguidores de lo
desconocido, aventureros de las sombras, estalló desde las lámparas, un alborozo, una
lluvia de besos infantiles y encantadores que sonaban con tonos ingenuos.
—¡Toma, papá! ¡Toma, toma! ¡Más, más todavía…!
Edison pegó el auricular a su mejilla para recibir los besos dulces.
Después dijo al lord.
—Estoy dispuesto a empezar.
—Quedaos, Edison —dijo tristemente lord Ewald, es mejor que afronte solo…
—Partamos —dijo el electrólogo con una llamarada genial e infalible en los ojos.

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VIII

Compás de espera

¡El otro pensamiento! El pensamiento de detrás de la cabeza.

PASCAL.

uedaba concluso el pacto.


Q El ingeniero descolgó de los alzapaños del muro dos abrigos de piel de oso.
Al ofrecer uno de ellos a lord Ewald, le dijo:
—Poneos esto. Hace frío en el camino.
El lord aceptó silenciosamente, con una vaga sonrisa y esta pregunta:
—¿Sería indiscreto inquirir dónde vamos?
—A casa de Hadaly, entre chispazos de tres metros setenta —respondió Edison
preocupado, poniéndose su vestimenta de Samoyedo.
—Démonos prisa —dijo lord Ewald casi alegre.
—¿No tenéis que hacerme ninguna revelación nueva?
—Ninguna. Tengo impaciencia por hablar con esa linda criatura velada. Su vacío
y su incógnito me son simpáticos. Respecto de las frívolas observaciones que se me
vienen a la mente, siempre estaremos a tiempo…
Al oír estas palabras, Edison se irguió bajo las lámparas radiantes, y sacando
bruscamente el brazo de la peluda manga exclamó:
—¿Olvidáis que soy la Electricidad y que me bato contra vuestro pensamiento?
Es menester hablar enseguida. Declaradme vuestras frívolas inquietudes para saber
con quién lucho. No es una tarea despreciable lidiar cuerpo a cuerpo con un ideal
como el vuestro. El mismo Jacob otearía las tinieblas por dos veces. Decídselo todo
al médico que se propone curaros la tristeza.
—¡Oh! ¡Tales ideas se basan tan sólo en nada!
—¿Nada? Nada, para usted, es un detalle imperceptible, una futesa… ¡Sin una
minucia de ésas, adiós ideal! Recortad la frase del francés: «Si la nariz de Cleopatra
hubiera sido más corta, el aspecto y el destino del mundo hubieran cambiado». ¡Una
nadería! Mas ¿de qué dependen las cosas reputadas de más serias? Anteayer, un
reinado fue perdido por un golpe de abanico; ayer un imperio murió por un saludo no
devuelto. Yo estimo las fruslerías en su valor trascendental. La Nada es algo tan útil
que Dios no vaciló en extraer el mundo de ella. Dios declara implícitamente que de
no existir la Nada le hubiera sido imposible crear el Devenir de las cosas. No somos
más que un fenecer perpetuo. La Nada es la materia negativa, sine quanon, ocasional
y, gracias a ella, estamos hablando ahora y aquí. En este asunto, precisamente, me
preocupan mucho los detalles. ¡Confesadme todas las naderías que os inquietan!
Marcharemos después. No hay, sin embargo, más que el tiempo justo antes de que
vuestra viviente haga su aparición. Tres horas y media, apenas.

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Dejó caer el abrigo de pieles en un sillón cercano, se sentó, puso los codos en el
tablero de una vieja pila de Volta y, cruzando las piernas, esperó a que el joven
hablara.
Lord Ewald, imitándole, dijo:
—¿Por qué me interrogáis tan detenidamente acerca del carácter intelectual de
nuestro ejemplar femenino?
—Quería saber en qué aspecto concebíais la inteligencia. Es mucho menos difícil
la reproducción física, pues en ésta, todo depende de dotar a Hadaly de la paradójica
belleza de la viva, que el hacer una Andreida que nunca os haya de defraudar
espiritualmente. Y si esto no se consiguiera, no valía la pena de cambiar.
—¿Cómo vais a obtener de Alicia que se preste a esa experiencia?
—En poco tiempo, esta noche, al cenar, asumo el persuadirla a este respecto.
Estoy dispuesto a emplear, para convencerla, la sugestión incluso. Pero bastará el
procedimiento persuasivo. Después tendrán lugar unas cuantas sesiones ante una
figura de barro con la que le daremos el cambiazo. No verá a Hadaly. No podrá
sospechar nuestra obra.
Ahora, como Hadaly abandona esa atmósfera casi sobrenatural donde se realiza la
ficción de su entidad para incorporarse en una forma humana, es indispensable que
esta Valkiria de la Ciencia adopte los vestidos, las costumbres y las modas de nuestra
época.
Durante las sesiones antedichas, unas cuantas costureras, modistas, camiseras,
etc., tomarán nota y medida de todos los atavíos y ropas de miss Alicia Clary sin que
ésta se dé cuenta de la cesión que hace de su guardarropa a su fiel y exacto extipo.
Cuando todas las obreras hayan tomado las necesarias medidas, podréis aumentar el
equipo en cuantas prendas queráis, sin necesidad de prueba.
La Andreida usará los mismos perfumes que su modelo y tendrá idéntico olor
natural.
—¿Y cómo viaja?
—Como cualquier mujer. Miss Hadaly será irreprochable en viaje con tal de ser
advertida previamente. Un poco soñolienta y taciturna, no hablará más que de tarde
en tarde y muy bajito. Esta limitación no hace necesario que cubra su cara con el
velo, y como siempre viajáis solos se encontrará a recaudo de observaciones
indiscretas.
—Pero puede presentarse una circunstancia en que le sea dirigida la palabra…
—Contestaréis por ella, alegando que es extranjera y no conoce el idioma propio
del país. Con ello solucionáis el incidente. Empero, a bordo, como el equilibrio aun
para nosotros es difícil de guardar, miss Hadaly no soporta las largas travesías. Libre
estáis de verla en tan triste estado como quedan las otras, tendidas en sus hamacas y
molestas por las ridículas crisis drásticas. Exenta de indisposiciones, y no queriendo
humillar los órganos asaz defectuosos de sus compañeras de viaje, navega como una
muerta.

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—¿En un ataúd? —preguntó lord Ewald sorprendido.
Edison inclinó la cabeza con ademán afirmativo.
—Pero no envuelta en un sudario… —objetó el joven.
—Viviente obra de arte que nunca fue envuelta en mantillas ni en ropa blanca,
¿para qué querría el sudario la Andreida posee entre otros tesoros un gran féretro de
ébano forrado de satén negro? El interior de este simbólico estuche es el molde de la
forma femenina que ha de alcanzar aquélla. Las tapas se abren mediante una llavecita
de oro en forma de estrella. La cerradura está debajo del almohadón de la durmiente.
Hadaly sabe entrar sola en él, desnuda o vestida, tenderse y sujetarse con vendas
de batista sólidamente atadas en el interior, para que las paredes de la caja no rocen
tan siquiera sus hombros. Su semblante queda velado. La cabeza permanece apoyada
en su cabellera sobre un cojín, retenida por un ferroñé. De no percibirse su
respiración rítmica y plácida, los ojos la tomarían por miss Alicia, muerta en la
misma mañana.
En las tapas de esta prisión hay una lámina de plata en donde se lee el nombre de
Hadaly (IDEAL) en letras iranias. Sobre él, grabareis vuestros escudos para consagrar
su cautiverio.
El bello ataúd deberá introducirse en una caja de alcanforero forrada de algodón,
de forma cuadrada, para evitar cualquier extrañeza. El estuche de vuestro ensueño
estará terminado dentro de tres semanas. Cuando volváis a Londres, una entrevista
con el director de las aduanas del Támesis será suficiente para obtener la franquicia
del misterioso bulto.
Cuando os separéis de miss Alicia Clary, en vuestro castillo de Athelwold podréis
despertar su sombra… celeste.
—¿En mi mansión? Sí, en efecto allí es posible —murmuró lord Ewald como si
hablara consigo mismo, extraviado en una terrible melancolía.
—Solamente allí, en el brumoso dominio, rodeado de pinares, de lagos y de rocas,
podréis con toda garantía abrir la cárcel de Hadaly. ¿Poseéis en vuestro castillo algún
salón vasto y espléndido con muebles de la época de la reina Isabel?
—Sí —respondió lord Ewald con sonrisa triste—. Tuve el capricho, hace años, de
embellecer mi morada con maravillosos objetos de arte y ricos adornos. El viejo
salón alude de continuo al pasado. La única ventana de vidrieras, bajo los arambeles
sembrados de flores de oro viejo, se abre en un balcón de hierro cuya balaustrada
todavía bruñida, es del tiempo de Ricardo II. Descienden las gradas verdinosas de
musgo hasta el viejo parque de extraviadas y salvajes avenidas que van a perderse en
la umbría de los encinares. Había ofrendado mi mansión a la que había de ser mi
compañera, caso de encontrarla.
Después de un pequeño temblor, lord Ewald prosiguió:
—Pues bien, sea como queréis. Intentaré lo imposible, llevando conmigo esa
ilusoria aparición, esa promesa galvanizada; y ya que no amo ni puedo desear ni
poseer a la otra —¡oh, fantasma!— aspiro a que esa nueva forma llegue a ser el

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abismo donde mis ensueños encuentren una consolación vertiginosa.
—El mejor medio en que puede vivir el Andreida es un castillo como el vuestro.
Aunque soy muy poco soñador, por naturaleza, me asocio a la audacia de vuestra
fantasía, que además respeto como cosa sagrada. Allí, Hadaly vivirá como
sonámbula, errante en las márgenes de los lagos o en las campiñas desnudas. Bajo el
mocho torreón donde los esperan los viejos servidores, los libros, los instrumentos de
música, los arreos de caza, la recién llegada será recibida en dueña por los seres y las
cosas. Le harán una aureola la consideración y, sobre todo, el silencio. Daréis orden a
vuestros criados de que ninguno le dirija la palabra, y, si fuera menester legitimar su
mutismo, alegaréis que el haberla sacado de un grave peligro le hizo hacer voto de no
hablar más que a su salvador. La voz amada, en sus cantos inmortales, ha de hender
allí la majestad de las noches de otoño, entre las quejas del viento, acompañada por
un órgano o un potente piano de América. Sus acentos aumentarán el encanto de los
crepúsculos estivales, y en la hermosura de la aurora han de surgir hermanados con el
concierto de las aves. El trascol de su vestido dejará un rastro de leyenda cuando la
hayan visto hollar el césped del parque a la luz del sol o a la claridad nocturna.
¡Espantoso espectáculo para quien no sepa el secreto! Algún día iré a visitaros en
vuestra soledad, donde retaréis perpetuamente los dos últimos peligros: la demencia y
Dios.
—Seréis el único huésped que reciba —respondió lord Ewald—; más, ya que
hemos establecido la previa posibilidad de vuestra proposición, veamos si es factible
en sí el prodigio y de qué medios os valdréis para realizarlo.
—Os prevengo —dijo Edison— que todos los arcanos del fantoche, al
conocerlos, no os revelarán el misterio del fantasma, como el esqueleto de miss Alicia
Clary no os explica por qué su mecanismo mueve armónicamente la belleza de donde
proviene vuestro amor.

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IX

Chanzas ambiguas

Adivina, o te devoro.

LA ESFINGE.

oda llama necesita una mecha —prosiguió el electrólogo— y por muy tosco que
T parezca semejante procedimiento, ¿no nos resulta admirable cuando la luz se
produce? Aquel que, de antemano, dudase de la posibilidad de la luz y se
escandalizara ante ese medio de iluminación, sin intentar siquiera probarlo, ¿sería
digno de ver sus efectos? No hablaremos solamente respecto a Hadaly de lo que
llaman los médicos la máquina humana. Si conocierais el encanto del Andreida
lograda como conocéis el de su modelo, ninguna explicación, por íntima que fuera,
os impediría seguir fascinado por él. No habría merma en vuestro cariño, si asistierais
a la disección de la bella viviente, si tornaba a su primitivo estado y aparecía luego tal
cual es.
El mecanismo eléctrico de Hadaly no es ella, como la osamenta de vuestra amada
no es precisamente su persona. Lo que se ama en una mujer no es ni una articulación,
ni un nervio, ni un músculo; es el conjunto de su ser animado por el fluido orgánico;
es la mirada de unos ojos que transfiguran el conglomerado de metaloides y metales
fundidos y combinados en sus carnes. El misterio de mi imitación reside en la unidad.
No olvidemos, querido lord, que vamos a departir sobre un proceso vital tan irrisorio
como el nuestro y que no es chocante sino por su novedad.
—Bien —dijo lord Ewald—. Empiezo pues, primeramente, ¿qué objeto tiene esa
armadura?
—¿La armadura? Os lo he insinuado: es la armazón plástica sobre la que se ha de
sobreponer, penetrante y penetrada de fluido eléctrico, la encarnación total de vuestra
deseada compañera. Mantiene en su interior el organismo común a todas las mujeres.
Efectuaremos su detenido estudio sobre Hadaly misma, que quedará divertida y
encantada por dejar entrever los secretos de su luminosa personalidad.
—¿Habla siempre el Andreida con la voz que he escuchado?
—¿Sois capaz de dirigirme semejante pregunta? Jamás. ¿Creéis que no ha
cambiado la voz de miss Alicia? La de Hadaly que oísteis, es su voz pueril, espiritual,
sonámbula, pero no femenina. Tendrá la misma voz de miss Alicia Clary, como ha de
tener todo lo demás. La palabra y los cantos de la Andreida serán para siempre
aquellos que le dicte, inconscientemente, sin verla, vuestra deliciosa amiga; la voz de
ésta con su acento, timbre y entonaciones, será inscrita en las láminas de dos
fonógrafos de oro, perfeccionados a maravilla y de una fidelidad de sonido
verdaderamente… intelectual. Esos dos fonógrafos serán los pulmones de Hadaly,
iniciados en su movimiento por una chispa, gemela de la chispa de la vida que puso

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en función a los nuestros. También debo advertiros que estos cantos inauditos,
escenas extraordinarias y palabras desconocidas que haya proferido la cantante, y
hayan sido posteriormente reproducidos por la Andreida fantasma, constituyen el
prodigio, al mismo tiempo que el oculto peligro, de que os hablaba.
Volvió a estremecerse lord Ewald. No preveía aquella explicación de la voz
original del bello fantasma. Había dudado. La sencillez de la solución le apagó la
sonrisa. La oscura posibilidad —turbia todavía, pero posibilidad al fin— del milagro
total, surgió clara y distintamente.
Decidido a proseguir hasta el punto en que el inventor flaqueara, arguyó:
—¿Decís que son dos fonógrafos de oro? Indudablemente, es más hermoso que
los pulmones naturales. ¿Habéis pospuesto la vida al oro?
—Al oro virgen. Es el metal que nunca se oxida y tiene la ventaja de su sonoridad
sensible, exquisita y mujeril. Os participo que para construir mi Andreida me he visto
obligado a recurrir a las sustancias más raras y preciosas. ¿Cabe mayor elogio para el
sexo sublime? Sin embargo, he tenido que emplear el hierro para las articulaciones.
—¡Ah! ¿Habéis empleado ese metal para las coyunturas?
—¿Por qué no? ¿No figura entre los elementos constitutivos de nuestra sangre y
de nuestro cuerpo? Los doctores lo prescriben con frecuencia. Era indispensable no
prescindir de él, pues Hadaly, entonces no sería completamente humana.
—¿Por qué le habéis reservado para las articulaciones?
—Toda articulación se compone de una parte que encaja en otra; en el cuerpo de
Hadaly cada una de las partes que ajustan es un imán, y a causa de la atracción
superior que sufre el hierro, he debido construir en acero las cabezas de los huesos
encajados.
—Pero ¿el acero no se oxida? ¿No se enmohecerá la articulación?
—Eso no le ocurre más que a las muestras. Tengo sobre aquel estante un frasco
con tapón esmerilado, lleno de aceite de rosas al ámbar, que ha de ser la sinovia
deseada.
—¿Aceite de rosas?
—Está preparado de manera que no se evapora. Todos los perfumes son del
dominio femenino. Una vez al mes le daréis una cucharadita de ese bálsamo cuando
parezca dormitar (como si fuese una enferma). Ya veis, es la humanidad misma. El
aceite se extenderá por el organismo magneto metálico de Hadaly. Con ese frasco
tendréis para más de un siglo; creo que no habrá lugar de renovar la provisión.
El electricista acababa la broma con un matiz ligeramente siniestro.
—¿Respira? —preguntó el joven.
—Sí, pero sin consumir oxígeno. ¿No es una máquina de vapor como nosotros?
Hadaly aspira y respira el aire gracias al movimiento automático e indiferente de su
pecho que palpita como el de una mujer ideal en perfecto y constante estado de salud.
El aire hace titilar las ventanas de su nariz y al pasar por sus labios se vuelve tibio por
la electricidad y perfumado por el ámbar y las rosas.

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La actitud más natural de la futura Alicia (hablo de la real, no de la viviente) será
estar sentada, un codo apoyado y una mejilla en la mano, o tendida en una dormilona
o cama. Así permanecerá sin más movimiento que su respiración.
Para volverla a su enigmática existencia, bastará tomarle la mano y suscitar la
acción de cualquiera de sus anillos.
—¿Sus sortijas?
—Sí, preferentemente la del índice. Es su anillo nupcial.
Edison señaló la mesa de ébano:
—¿Sabéis por qué esa mano sorprendente ha correspondido a vuestra presión?
—No.
—Al apretarla habéis excitado una sortija como las que Hadaly tiene cubiertas las
falanges. Todas las piedras que adornan sus anillos son sensibles.
No necesitaréis hacer solicitación alguna para gozar de las escenas extraterrestres,
de las confidencias y sensaciones vertiginosas, puesto que ha de llevar inscritas en su
forma las horas completas que constituyan su personalidad.
Si no pretendéis evocar esas horas sublimes, si tan solo es vuestro afán
preguntarle algo baladí, no tenéis más que rozar la simpática amatista del índice
diciéndole: «Venid, Hadaly». Acudirá más solícita que la viviente. La presión de la
sortija ha de ser vaga y natural, como cuando oprimís con ternura la mano de miss
Alicia.
Hadaly andará por medio del contacto con el rubí que lleva en el dedo corazón; se
colgará de vuestro brazo, lánguidamente, como lo hace su modelo. No debe
escandalizaros que sus sortijas hagan tantas concesiones a su mecanismo humano.
Pensad qué súplicas más humillantes tiene que hacer todo galán para lograr un breve
lapso de amor; haced memoria de los ruegos de un Don Juan para llevar a la más
reacia y zahareña a un simulacro de obediencia… También tienen sus sortijas las
vivientes.
Por el influjo persuasivo de la turquesa del dedo anular, se sienta. Usa un collar
de perlas del cual cada cuenta tiene una comunicación oculta. Un explícito grimorio
manuscrito os revelará los hábitos de su carácter. La fuerza de la costumbre hará que
os parezca natural su utilización, tanto más necesaria cuanto más compleja sea la
personalidad femenina.
Edison, al enunciar estos secretos, permanecía imperturbable. Añadió:
—Respecto de su alimentación…
—¿Cómo; también?
—Parece sorprenderos. ¿Dejaríais morir de inanición a tan amable criatura? Sería
peor que un homicidio.
—¿Cuál es su alimentación, querido hechicero? Confieso que este punto excede a
cuanto pudo soñar mi fantasía.
—Hadaly toma alimento dos o tres veces por semana, en forma de pastillas o
tabloides. Tengo buen acopio de ellas en aquella arca antigua. Para que las ingiera no

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se precisa más que ponerlas a su alcance, sobre una consola, en un cestillo, e
indicárselas rozando su collar de perlas. Las asimila muy bien.
Es una niña en todo cuanto se refiere a las cosas terrenas. Hay que enseñarle poco
a poco las más fundamentales prácticas. Todos empezamos igual. Ella pierde
memoria a veces de lo que ha aprendido. ¡Como nosotros, que olvidamos… hasta
nuestra salvación!
Bebe en una delgada copa de jaspe, hecha expresamente para ella, con un gesto
exactamente igual al de su modelo. Deberéis llenar la copa de agua filtrada al carbón
y en ella disolveréis algunas sales cuyas fórmulas figuran en el manuscrito. Las
pastillas o tabletas son de zinc, de bicromato potásico y de peróxido de plomo. ¡No os
asustéis; hoy tomamos todos tantas cosas sustraídas a la Química! No pasa de ese
régimen. Es muy sobria y no se excede por gula en las tomas. Su templanza es
ejemplar. Si no encuentra a mano su sustento cuando le apetece, se desmaya o muere.
—¿Muere?
—Sí, para proporcionar a su elegido el placer divino de resucitarla.
—¡Delicada atención!
—Cuando la veáis inmóvil y con los ojos cerrados, dadle un poco de agua clara,
unas pastillas y presto volverá en sí. Caso de que estuviese tan desmayada que no
pudiera tomarlas, hay que poner la turmalina de su dedo medio en comunicación con
una pila farádica. En cuanto abre los ojos, pide agua pura. Para evitar la acritud del
líquido es conveniente saturarle de algunos reactivos cuya fórmula y dosificación
encontraréis en el manuscrito. Colocado el hilo inductor sobre el diamante negro del
meñique se produce una corriente capaz de poner al rojo blanco una varilla de
platino. El cristal común puede, sin romperse, sufrir la temperatura del plomo líquido;
el que yo fabrico soporta la del platino en fusión aun en espesores mucho más
pequeños que el del recipiente situado entre los pulmones de la Andreida. El número
de calorías enviadas sobre las paredes de ese recipiente cristalino hace subir la
temperatura a más de 400º. El agua esterilizada se vaporiza. Los reactivos obran
sobre las partículas atómicas de los metaloides en suspensión; los disuelven y
precipitan luego en polvo blanco e impalpable. Hadaly empieza a exhalar por sus
labios un humo blancuzco e irisado que no tiene otro olor que el de la esencia de
rosas por que se filtra. En seis segundos, el cristal interior vuelve a estar claro y
limpio. Por medio de otra copa de agua, rigurosamente pura y varias pastillas, Hadaly
vuelve a la vida, dispuesta a obedecer a sus sortijas y a sus perlas como nosotros a
nuestros deseos.
—Lo que menos me agrada es que eche esas bocanadas de humo…
—Igual hacemos nosotros continuamente —respondió Edison indicando los puros
encendidos—. Sabed que en su boca no queda vestigio alguno del polvo metálico ni
de humo. El fluido todo lo consume y disipa. También tiene su narguilé si pretendéis
justificar…
—He advertido que lleva un puñal…

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—Nadie sabe esquivar los golpes de esa arma, que son inevitablemente mortales.
Sirve para que Hadaly se defienda de cualquier visitante que intentara, en ausencia de
usted, abusar de su aparente letargo. No perdona la más leve ofensa. Reconoce tan
sólo a su elegido.
—¿Posee la facultad de ver?
—¡Quién sabe! ¿Vemos nosotros? Ella adivina y lo prueba. Os repito que Hadaly
es una niña temible que, ajena a la muerte, puede darla fácilmente.
—¿No podrá cualquiera arrebatarle el arma?
—Dudo que lo hagan no sólo los Hércules de la tierra, sino la fauna de los aires,
de los bosques y del mar.
—¿Tanto poder tiene?
—En su empuñadura se almacena una potencia fulminante de las más temibles…
Un ópalo imperceptible Situado en el meñique izquierdo hace que se cierre un
circuito, poniendo la hoja del puñal en relación con una fortísima corriente. La chispa
que se produce mide unos tres decímetros: un verdadero rayo. Cualquier atrevido que
pretendiera robar un beso a esta bella durmiente rodaría, fulminado, carbonizado por
un trueno silencioso, a los pies de Hadaly, sin haber logrado tocar su vestido. Es una
amiga muy fiel, como veis.
Lord Ewald murmuró impasible:
—El beso del galán haría de… interruptor.
—El brillo de esta varilla neutraliza la corriente del ópalo y hace inofensivo el
puñal. Es de vidrio templado, duro como un metal, cuya fórmula, perdida en tiempos
de Nerón, ha sido hallada por mí.
Al decir esto, Edison golpeó la mesa de ébano con la varilla brillante. El junco de
vidrio de Batavia resonó doblándose, pero no se rompió.
Hubo una pausa.
—¿Se baña esta Eva futura? —preguntó lord Ewald.
—Todos los días, naturalmente —respondió el ingeniero, extrañado de la
pregunta.
—¿Y cómo procede?
—Usted sabe que todas las pruebas fotocrómicas deben permanecer, cuando
menos, algunas horas en agua. La acción fotocrómica en este problema es indeleble y
queda fija en la Epidermis por un baño de flúor en forma de un esmalte definitivo e
imperecedero que la impermeabiliza. En su pecho, a la izquierda del triple collar, hay
una bolita de mármol rosa que origina una interposición interior de los vidrios, cuya
adherencia hermética impide que el agua penetre en el organismo de la náyade.
También encontraréis en el manuscrito la lista de los perfumes que usa para el baño
esa semiviviente. He de grabar, asimismo, en el cilindro de los movimientos, la
costumbre de recogerse la cabellera al salir del baño, peculiar en vuestra amada.
Hadaly, con su fidelidad ordinaria, la reproducirá… exactamente.
—¿Qué es el cilindro de los movimientos? —preguntó lord Ewald.

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—Pronto os lo enseñaré. Os lo explicaré cuando le tengamos a la vista. En
conclusión, ya veis que Hadaly es una sublime máquina de ensueño, casi una criatura:
una similitud deslumbradora. El único defecto que he dejado a Hadaly (y se le puede
extirpar) es el de que haya en ella la personalidad de varias mujeres. Si no se lo he
quitado ha sido por cortesía hacia la humanidad. Es multiforme como el mundo de los
sueños… El tipo supremo que domina todas esas apariencias es Hadaly, la perfecta, la
única. Los otros modos espirituales son representados por ella; es una prodigiosa
comedianta de talento más homogéneo, más infalible y más serio que miss Alicia
Clary.
—Sin embargo, no es un ser —dijo lord Ewald tristemente.
—¡Oh, los más poderosos espíritus se han devanado el magín para precisar la idea
del Ser en sí! Hegel, en su prodigioso proceso antinómico, demostró que en la idea
pura del ser, la diferencia entre éste y la nada era una mera opinión. Yo os prometo
que Hadaly, por sí sola, resolverá el problema de su ser cumplidamente.
—¿Con palabras?
—Con palabras.
—Pero, no teniendo alma, ¿podrá tener conciencia de sí misma?
—Perdonadme, ¿no era precisamente eso lo que deseabais cuando pedíais que os
separaran AQUELLA ALMA, DE AQUEL CUERPO? Habéis requerido un fantasma idéntico
a vuestra adorado, SALVO en la conciencia que os defraudaba y afligía. Hadaly se
presenta a ese llamamiento. He ahí todo.
Lord Ewald se quedó grave y pensativo.

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X

Cosi fan tutte

Una mujer nunca supera su estimación de su gusto.

LA BRUYÉRE.

o creáis —añadió Edison— que pierde Hadaly nada por quedar privada de una
N conciencia como la de su modelo. Gana mucho, por el contrario. ¿No os parece
la conciencia de miss Alicia Clary, una superfetación deplorable, la mancilla original
de su cuerpo? Además, la conciencia de una mundana… Esa idea fue capaz de hacer
vacilar a un Concilio. La mujer no discierne más que obedeciendo a sus veleidades y
se conforma con los juicios del más simpático o del último que llega. Puede casarse
diez veces, y ser sincera y diferente las diez veces. ¿Cómo se manifiesta la
conciencia? ¿No es un don que se traduce primeramente por una marcada aptitud para
la amistad intelectual? En tiempo de las antiguas repúblicas ningún mancebo de
veinte años podría confesar que carecía de un amigo, de otro yo, sin ser reputado de
infame y de hombre sin conciencia. Muchos ejemplos hay en la historia de amigos
verdaderos: Damon y Pitias, Pílades y Orestes, Aquiles y Patroclo. ¡Citadme un par
de amigas en la historia de la humanidad! Es imposible. La mujer se reconoce
enseguida y demasiado en su semejante para quedar alguna vez engañada. Fijaos en
la mirada que echa una elegante a otras al volverse a contemplar sus atavíos y
quedaréis plenamente persuadidos.
Desde el punto de vista pasional, en la mujer, una vanidad anula y vicia los más
generosos móviles, y ser amada no es para ella más que una ofrenda secundaria: Lo
que quiere es ser preferida. He ahí la palabra única de esa esfinge. Salvo raras
excepciones, todas las bellas civilizadas desprecian al hombre que las ama por ser
culpable del crimen de no poderlas comparar con otras. El amor moderno, de no ser,
según pretende la actual fisiología, una cuestión de mucosas, es, desde el plano de las
ciencias físicas, un problema de equilibrio entre un imán y una electricidad. Luego, la
conciencia, aunque no sea extraña al fenómeno, no es indispensable más que en uno
de los dos polos; axioma demostrado cotidianamente por mil hechos.
Edison se interrumpió riendo:
—Todo cuanto digo es un poco impertinente para muchas mujeres.
Afortunadamente estamos solos.
Lord Ewald objetó:
—A pesar de mi acongojado y funesto amor, me parece que habláis de la mujer
con excesiva severidad.

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XI

Palabras caballerosas

Consolatrix afflictorum.

LETANÍAS CRISTIANAS.

l electrólogo levantó la cabeza y dijo:


E Observad que me he colocado, no en el terreno del amor, sino en el de los
enamorados. Si trasladamos la cuestión, si salimos de la esfera del deseo carnal, he
de expresarme de muy distinta manera. Respecto a las mujeres de nuestra raza —
únicas a las que podemos referirnos, pues no nos casaríamos con una cafre, ni con
una polinésica, ni con una china— y entre las que por la dignidad persistente del
deber se enaltecen y consagran por su abnegación y sacrificio, inclinémonos ante
aquella que desgarra sus entrañas para que vivamos y pensemos. ¡No olvidemos que
en esta partícula estelar perdida en un punto del abismo ilimitado; en este átomo
insignificante y frío, alientan muchas elegidas del mundo sublime del amor, muchas
excelentes compañeras para la vida! Esto, sin hacer memoria de los nombres de las
vírgenes, sonrientes en medio de las llamas o en el encarnizamiento del suplicio,
sacrificadas por una creencia; sin recordar a las heroínas misteriosas entre las que se
destacan las libertadoras de patrias, ni aquellas prisioneras que en la esclavitud de las
derrotas afirmaban, expirantes, al dar el dulce y sangriento beso al esposo, que el
puñal no les hacía daño; omitiendo aquellas santas que pasan por humillaciones
insospechables para socorrer a los menesterosos, a los dolientes, a los proscritos y no
tienen más recompensa que la sonrisa un poco burlona de aquellas que no pueden
imitarlas, habrá siempre mujeres que sólo se inspirarán en motivos más excelsos que
el instinto del placer. Pero ésas no tienen lugar en este laboratorio ni en este
conflicto. Exceptuando estas nobles flores humanas, radiantes de verdadero amor
sigo manteniendo, sin reserva, mi criterio expuesto acerca de las que se pueden
conquistar o adquirir, como una opinión definitiva y firme. Volvamos a terminar con
una expresión de Hegel: «Viene a ser lo mismo decir una cosa una vez que repetirla
siempre».

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XII

¡Viajeros para el Ideal: transbordo!

Agressi sunt Mare Tenebrarum quid in eo esset exploraturi.

PTOLOMEO HEFESTIÓN.

ord Ewald se levantó sin contestar, se puso el enorme gabán de pieles, el


L sombrero y los guantes y, encendiendo un nuevo cigarro, dijo:
—Para todo tenéis respuesta, querido Edison. Partiremos cuando gustéis.
—En este mismo momento —dijo Edison imitando al joven—. Se nos ha ido una
hora. El tren de Nueva York no tarda más de dos y media. Antes de la una y tres
cuartos llegará el objeto de nuestra experiencia.
La sala que habita Hadaly está bajo tierra bastante lejos de aquí.
Como comprenderéis, no se puede dejar el Ideal al alcance de todo el mundo.
Aunque me ha costado muchas noches de insomnio y algunos años de trabajo, la
confección de mi Andreida ha sido mi secreto impenetrable.
He descubierto bajo esta habitación a algunos centenares de pies, dos vastos
subterráneos obituarios de remotas tribus que poblaron durante siglos este distrito.
Estos túmulos no son raros en los Estados Unidos, sobre todo en Nueva Jersey. He
cubierto las murallas de tierra del subterráneo principal con basalto de los Andes. En
el segundo he relegado piadosamente las momias y los huesos y he tapado para
siempre la abertura funeraria.
La sala primera, como he dicho, es el cuarto de Hadaly y de sus pájaros. (Una
postrera superstición me ha impedido dejar sola a esta criatura intelectual). Aquello
es un país de hadas. Todo acontece por la Electricidad. Se vive en el país de los
relámpagos, rodeado por las corrientes de los generadores más poderosos. Allí mora
nuestra taciturna Hadaly. Solamente ella, otra persona y yo conocemos el secreto del
camino. Aunque la travesía ofrezca algún obstáculo para el que se aventure sin
conocimiento y cautela, no es de temer que nos suceda nada. Con estas pieles
podemos desafiar, asimismo, las pulmonías que atisban en el trayecto. Bajaremos
como una saeta.
—¡Qué fantástico! —dijo sonriendo lord Ewald.
—Querido lord, veo que vuelve un poco de vuestro buen humor. ¡Buena señal!
Estaban los dos inmóviles con el cigarro en los labios y los abrigos ya cruzados.
Se echaron las capuchas sobre los sombreros.
El electricista precedió a lord Ewald; ambos anduvieron hacia el sitio más
inquietante del laboratorio: aquella parte del muro por donde surgió Hadaly y que
ahora aparecía cerrada e impenetrable.
—Tengo que confesaros —continuó Edison— que en los momentos en que la
soledad me es más necesaria, bajo a la mansión de esta hechicera de mis cuidados.

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Sobre todo, cuando el dragón de un descubrimiento roza mi espíritu con su ala
invisible… Voy allí a soñar; a que ella sola me oiga y me conteste en voz baja.
Después, vuelvo a la tierra con el problema resuelto. Es mi ninfa Egeria.
Dijo esto con acento jocoso, mientras hacía girar una llave. Brotó una chispa. El
muro se volvió a abrir mágicamente. El inventor añadió:
—Bajemos. Para llegar hasta el Ideal hay que pasar por el reino de los topos.
Después indicó con la mano las cortinas y dijo con un grave y ligero saludo:
—Pasad primero, querido lord.

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Libro tercero

El Edén bajo la tierra

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I

Facilis descensus averui

Mefistófeles: ¡Sube o baja; es lo mismo!

GOETHE. EL SEGUNDO FAUSTO.

mbos atravesaron el luminoso umbral.


A —Agarraos a este anillo de metal —dijo Edison.
Lord Ewald obedeció.
El inventor empuñó el mango de una pieza de hierro, imprimiéndole una sacudida
violenta. El piso de mármol cedió bajo sus pies. Se le sentía deslizarse, engastado en
los paralelogramos de sus cuatro armaduras de acero. Era la misma piedra sepulcral
que había traído a Hadaly en su ascensión.
Así bajaron durante unos momentos; la luz de arriba se empequeñecía poco a
poco. Debía ser muy profunda la excavación.
—¡Sorprendente manera de ir en pos del Ideal! —pensaba lord Ewald, de pie,
cerca de su taciturno acompañante.
El solio seguía hundiéndose en la tierra.
Pronto quedaron en la más negra oscuridad, en medio de opacas y húmedas
tinieblas y emanaciones tenebrosas. El aliento se helaba. El mármol móvil no se
detenía. La luz del laboratorio no parecía ya más que una estrella. Debían quedar muy
lejos de aquel último fulgor de la humanidad. La estrella desapareció. Lord Ewald se
sintió en un abismo.
A pesar de ello, se abstuvo de romper el silencio que guardaba, a su lado, el
ingeniero.
Se aceleraba la rapidez del descenso. Parecía que el piso del aparato se hurtaba a
sostenerlos. Atravesaban las sombras con un ruido monótono.
Lord Ewald, de pronto, tuvo que prestar atención. Empezaba a oír una voz
melodiosa mezclada con cantos y risas.
Sintió que la marcha se iba retardando. Luego un choque ligero…
Ante los dos viajeros un cancel giró silenciosamente como si un «Ábrete
Sésamo» le moviera en sus goznes encantados. En el aire flotaba un olor de rosas de
kif y de ámbar.
El joven se encontró ante un espacio subterráneo como aquellos que puso el
capricho de los califas debajo de los alcázares de Bagdad.
—Entrad, querido lord, estáis presentado.

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II

Encantamiento

El aire es tan suave que impide morir.

FLAUBERT. SALAMMBÓ.

ord Ewald avanzó pisando las pieles leonadas que cubrían el suelo y se paró a
L contemplar la desconocida mansión. Estaba ésta alumbrada en todo su extenso
círculo por una luz azul pálida.
Unas enormes y distantes pilastras sostenían la bóveda de basalto formando dos
galerías a derecha e izquierda hasta el hemiciclo de la sala. En su decorado se
remozaba el gusto sirio. Los fustes parecían gavillas gruesas y prometedoras,
enlazadas por alboholes de plata en azulados fondos. Desde el centro de la bóveda, en
el extremo de una antena de oro, lucía una lámpara potente, un astro cuyo fulgor
eléctrico se amortiguaba con un globo cerúleo. Aquella bóveda cóncava, de altura
prodigiosa, estaba pintada de negro y coronaba con una espesa y tenebrosa oscuridad
el resplandor de la artificial estrella fija; era la imagen del Cielo, tal y como aparece
fuera de toda atmósfera planetaria: negra y sombría.
Frente a la puerta, el fondo del salón formaba un medio punto adornado de
fastuosos y floridos arriates; la caricia de un imaginario céfiro hacía ondular millares
de rosas de Oriente, bejucos, flores de las islas, con los pétalos ungidos de un rocío de
perfumes y las hojas engastadas en leves telas. Deslumbraba el prestigio de aquél
Niágara de los colores. Bandadas de aves de las Floridas y del sur de la Unión
acariciaban aquella flora artificial, tendiendo el vuelo desde las cornisas de los muros
circulares hasta una fontana de alabastro en que un esbelto surtidor se deshacía en
aguanieve sobre los macizos.
Desde la puerta hasta el lugar en que empezaban los declives floridos, los muros
de basalto estaban cubiertos de arriba a abajo de cuero de Córdoba con dibujos de
oro.
Cerca de un pilar, Hadaly, de pie, oculta por su velo, permanecía reclinada en un
piano negro, cuyas bujías estaban ardiendo.
Dirigió a lord Ewald un ligero saludo, lleno de gracia juvenil.
En uno de sus hombros, un ave del Paraíso perfectamente imitada agitaba su
cresta de piedras preciosas. Con una voz de paje, el ave parecía hablar con Hadaly en
un idioma desconocido.
Bajó la lámpara de plata, una gran mesa de duro pórfido se bebía la luz de
aquélla. En uno de sus extremos había un cojín de seda semejante al que, allá arriba,
soportaba el brazo maravilloso. Un estuche abierto dejaba ver unos instrumentos de
cristal sobre una cercana mesa de marfil.
En un rincón, un brasero de llama artificial daba calor a la estancia y reproducía

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sus luces en los espejos de plata.
No había más muebles que un diván de raso negro, un velador entre dos sillones,
en la pared, a la altura de la lámpara, un gran marco de ébano; tenso en él, un lienzo
blanco, y, encima, una rosa de oro.

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III

El canto de las aves

Ni el canto de los pájaros matinales, ni la noche con su ave solemne…

MILTON. EL PARAÍSO PERDIDO.

n el parterre florido y en escarpa, una multitud de pájaros, meciéndose en las


E corolas, remedaban la vida burlonamente, unos afilando su pico y acicalándose
la pluma; otros, cambiando el gorjeo por risas humanas.
En cuanto lord Ewald avanzó algunos pasos, todas las aves volvieron hacia él sus
cabezas, le miraron, primero en sigilo, luego rompieron a reír con variedad de
timbres, tanto viriles como femeninos. Hubo un momento en que se creyó en
presencia de una asamblea humana.
Ante la inesperada acogida, lord Ewald se paró para considerar el espectáculo.
—Sin duda, Edison ha embrujado bajo la forma de estos pájaros a toda una cáfila
de demonios —pensó. El electricista quedó atrás, en la desembocadura negra del
túnel. Sin duda era para afianzar los frenos de su ascensor fantástico.
—Milord, os saludan con una serenata. Si yo hubiera previsto lo que había de
acontecer, esta noche, os hubiera dispensado de este irrisorio concierto
interrumpiendo la corriente que anima a estos volátiles. Los pájaros de Hadaly son
condensadores con alas. Me he creído obligado a sustituir el canto pasado de moda e
insignificante del ave normal por la palabra y las risas humanas. Me ha parecido más
conforme con el espíritu del progreso. ¡Los pájaros de verdad dicen tan torpemente lo
que se les enseña! Me ha gustado aprehender con el fonógrafo algunas frases
admirativas o curiosas de mis visitantes y transmitírselas luego a estos pájaros por
medio de la electricidad. Hadaly les hará callar pronto. No les concedáis atención
mientras sujeto el ascensor. Sería poco agradable que nos jugara la mala partida de
subir sin nosotros a la superficie de la Tierra.
Lord Ewald contemplaba la Andreida.
La tranquila respiración de Hadaly levantaba la argéntea palidez de su seno. El
piano empezó a preludiar solo en ricas armonías; las teclas se movían como
oprimidas por dedos invisibles.
Siguiendo la música, la Andreida empezó a cantar, bajo su velo, con inflexiones
de sobrenatural y femenina dulzura:
Mancebo que vas sin pena,
en mi umbral llora su angustia
la Esperanza. Me entristece
el Amor que me condena.
¡Huye! El alma languidece
igual que una rosa mustia.

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Lord Ewald, ante lo inesperado de la audición quedó preso de una terrible
sorpresa.
Entonces en las escarpas floridas, se inició una greguería sabática e infernal,
absurda en tal grado que producía el vértigo.
De las gargantas de las aves salían desagradables voces de visitantes anónimos,
gritos de admiración, preguntas comunes e impertinentes, estruendo de aplausos,
rumor de pañuelos agitados y ofertas de dinero.
Hadaly hizo una señal. Al instante cesó aquella reproducción de la gloria.
Lord Ewald, sin decir nada, volvió a clavar los ojos en la Andreida.
De pronto, se oyó en la sombra la voz pura de un ruiseñor. Todas las aves
callaron, como callan las del bosque cuando trina el príncipe de la noche. Aquello
parecía cosa de encantamiento. ¿Cómo podía cantar el ave frenética bajo la tierra?
Sin duda, el gran velo negro de Hadaly le recordaba la noche, y la lámpara, la luna.
El fluir de la deliciosa melodía se terminó con una lluvia de notas melancólicas.
Aquella voz, hija de la naturaleza, que recordaba las selvas, el cielo y la inmensidad,
parecía ajena e inadecuada a aquel sitio.

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IV

Dios

Dios es el lugar de los espíritus como el espacio es el lugar de los cuerpos.

MALEBRANCHE.

ord Ewald escuchaba.


L —¡Qué bien canta, milord Celian! —dijo Hadaly.
—Sí —respondió lord Ewald, mirando con fijeza la faz indiscernible de la
Andreida; es obra de Dios.
—Entonces, admirarla y no pretendáis inquirir como se produce.
—Si así lo intentara, ¿cuál sería el peligro?
—Dios se retiraría del canto —murmuró Hadaly tranquilamente.
Edison volvió y dijo:
—Quitémonos las pieles. Esta temperatura es regular y deliciosa. Estarnos en el
Paraíso perdido… y encontrado.
Los dos viajeros se despojaron de las pesadas pieles de oso.
El electricista, con el tono de sospecha de un Don Bartolo que sorprende a su
pupila dialogando con un alma viva, observó:
—Ya os encuentro entretenido en coloquio expansivo. Haced cuenta de que no
estoy aquí. Continuad.
—¡Singular ha sido la idea de regalar semejante ruiseñor a una Andreida!
—¿Ese ruiseñor?… ¡Ja, ja! Es que soy un amante de la Naturaleza. Me gustaban
mucho los gorjeos de esa avecilla: su muerte, ocurrida hace dos meses, me ha
causado profunda tristeza.
—¡Cómo! ¿Este ruiseñor que canta ha muerto hace dos meses?
—Sí; he imprimido su último canto. El fonógrafo que le reproduce está a
veinticinco leguas de aquí, en mi casa de Broadway, en Nueva York. Le he puesto en
comunicación con un teléfono cuyos hilos pasan por encima de mi laboratorio. Una
derivación llega hasta estas fosas, termina en estas guirnaldas y se remata con esta
flor.
Mirad, quien canta es ella; podéis tocarla. Su mismo tallo la aísla. Es un tubo de
vidrio templado; el cáliz, donde apunta un tenue fulgor, es un condensador
disimulado, una orquídea artificial, pero muy bien imitada y más brillantes que
cuantas perfuman los rocíos rutilantes de la aurora en las mesetas del Brasil y del
Alto Perú.
Al decir esto, Edison encendía un cigarrillo en el corazón de fuego de una camelia
rosa.
—Realmente, este ruiseñor, del cual oigo el alma, ¿ha podido morir? —murmuró
lord Ewald.

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—Morir, no. No ha muerto del todo puesto que he imprimido y revelado su alma.
Le evoco con el concurso de la electricidad. Es espiritismo serio. ¿No es cierto?
—Como en este punto todo el fluido se convierte en energía térmica, podéis
encender vuestro cigarro en la inofensiva ignición de los estambres de esta flor
olorosa donde canta melodiosamente el alma de esa ave. ¡Encended vuestro habano
en el espíritu del ruiseñor!
El electrólogo se apartó para meter diversos botones de cristal numerados y juntos
en un bastidor empotrado en la pared.
Lord Ewald permaneció entristecido, desconcertado por la explicación y opreso el
corazón por una congoja inexpresable. Sintió que le rozaban el hombro. Al volver el
rostro reconoció a Hadaly.
Ésta le dijo con voz tan triste que se hacía tremenda:
—Lo que ha sucedido es que… Dios se ha retirado del canto.

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V

Electricidad

Hail, holy light Heaven daughter first born!

MILTON. EL PARAÍSO PERDIDO.

— iss Hadaly, venimos de la superficie de la Tierra y el viaje nos ha dado


M alguna sed —dijo Edison inclinándose.
Hadaly se acercó a lord Ewald.
—Milord —dijo— ¿Queréis cerveza o jerez?
El joven vaciló:
—Mejor jerez, si queréis.
Se alejó la Andreida y fue a tomar de un vasar una bandeja donde brillaban tres
vasos de Venecia pintarrajeados de un opalino baño. A su lado puso una botella de
vino dorado y una fragante caja de ricos y suculentos cigarros habanos. Dejó la
bandeja en una mesita. Desde muy alto escanció el vino añejo español; luego,
tomando en sus enjoyadas manos las dos copas, fue a ofrecerlas a los visitantes.
Acto seguido llenó el tercer vaso, y luego se esquivó con donairoso esguince.
Apoyándose en una de las columnas del subterráneo alzó, rígido, un brazo y dijo con
melancólico acento:
—¡Milord, por vuestros amores!
Fue tan mesurada y exquisita, tan por encima de todo remilgo la grave entonación
que dio a su brindis que el caballero, mudo de admiración, apenas pudo fruncir el
entrecejo.
Hadaly lanzó gallardamente el vino de su vaso hacia la lámpara astral. El jerez de
los caballeros cayó en cernida y rutilante lluvia, como un rocío de oro líquido sobre
las pieles leonadas que cubrían el suelo.
—Yo bebo en espíritu por obra y gracia de la luz.
—¿Queréis explicarme, querido brujo, cómo miss Hadaly puede responder a lo
que le digo? Me parece imposible que un ser haya previsto mis preguntas hasta el
punto de grabar de antemano las contestaciones en unas vibrantes hojas de oro.
Semejante fenómeno es suficiente para turbar al hombre «más positivo», como diría
una persona de quien hemos hecho mención esta noche.
Edison miró al joven inglés demorando la respuesta.
—Permitidme que guarde, por un poco de tiempo, el secreto de Hadaly —
contestó.
Lord Ewald inclinase levemente. Rodeado de prodigios, renunciaba a toda
extrañeza. Bebió el vaso de jerez y lo dejó en el velador. El puro apagado fue
sustituido por uno de los de la caja. Imitando a Edison lo encendió plácidamente en
una flor luminosa. Después, como esperaba que alguno de aquellos inquietantes y

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mecánicos huéspedes le esclareciera algún nuevo aspecto del enigma, se sentó en un
taburete de marfil.
Hadaly volvió a reclinarse en el piano negro.
—¿Veis aquel cisne? —dijo Edison—. Guarda en sí la voz de la Alboni. He
impresionado en Europa la plegaria de Norma «Casta diva» que cantaba la gran
artista. ¡Lástima es no haber vivido en tiempos de la Malibran!
Los timbres vibrantes de estos volátiles están tan escrupulosamente montados
como los cronómetros de Ginebra. El fluido que corre a través de estos manojos de
flores los pone en movimiento. En sus mínimos volúmenes encierran una sonoridad
enorme que se multiplica con el micrófono. Esta ave del Paraíso podría, con tanta
inteligencia como el grupo de cantantes que están prisioneros en él, dar una audición
del Fausto de Berlioz, con orquesta, coros, cuartetos, bis, solos, aplausos, llamadas y
comentarios vagos e indistintos de la multitud. Para lograr la intensidad de su
conjunto bastaría el contacto imperfecto del micrófono.
Se puede gozar de esa audición en viaje, en una habitación de hotel, poniendo el
ave en una mesa y el micrófono junto al oído, sin sobresaltar con estruendos a los
vecinos. Por ese pico color de rosa llegará a vuestros oídos la confusa greguería de
una sala de ópera.
Este pájaro-mosca os recitará el Hamlet de Shakespeare, íntegro y sin ayuda de
apuntador, con las inflexiones de los más reputados actores.
Estas aves, entre las que sólo al ruiseñor he dejado su voz auténtica (es el único
que tiene derecho a ello), componen el elenco y orquesta de Hadaly. ¿No juzgáis que
era un deber para mí rodearla de algunas distracciones ya que vive sola y a unos
cuantos centenares de pies bajo tierra? ¿Qué os parece esta pajarera?
Vuestro positivismo empequeñece las fantasías de Las Mil y una Noches.
—La Electricidad es una Sheherazada milagrosa —respondió Edison— ¡Oh, la
ELECTRICIDAD! En la vida social no se sabe lo que se adelanta cada día. Gracias a ella,
pronto se acabarán los cañones, los monitores, la dinamita, los ejércitos y las
autocracias.
—Me parece un sueño utópico.
—Los sueños ya no son sueños.
Después de meditar un instante, el ingeniero añadió:
—Puesto que así lo deseáis, vamos a examinar concienzudamente el organismo
de esta nueva criatura electro–humana, de esta EVA FUTURA que, secundada por la
GENERACIÓN ARTIFICIAL, muy en boga en estos últimos tiempos, colmará los anhelos
de nuestra especie antes de un siglo. Desechemos, por ahora, todas las cuestiones
ajenas a la nuestra. Las digresiones deben volver al punto de partida esencial, como
los aros que los niños lanzan delante de sí, pero que merced a ese virtual impulso de
retroceso que les imprimen tornan dócilmente a sus manos.
—¿Me permitís dirigiros una postrera pregunta? —dijo lord Ewald—. Es un
punto que me parece más interesante que el examen.

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—¿Creéis que lo debemos dilucidar aquí y anteriormente a la experiencia
convenida?
—Sí.
—Démonos prisa. El tiempo vuela.
Lord Ewald miró con fijeza al ingeniero y le dijo:
—Más enigmático que este ser incomparable me parece el motivo que os ha
impulsado a crearle. Desearía, ante todo, saber cómo os fue inspirada esa concepción
inaudita.
Edison contestó reposadamente:
—Lo que me preguntáis constituye mi secreto.
—Yo os he revelado el mío a las primeras solicitudes —arguyó el lord.
—Tenéis razón. Vuestra curiosidad es muy lógica —exclamó Edison—. La
Hadaly exterior no es más que la consecuencia de la Hadaly intelectual que la
precedió en mi espíritu. Conociendo el conjunto de reflexiones que la condicionaron,
la comprenderéis mejor cuando dentro de unos instantes estudiemos sus abismos.
Se volvió hacia la Andreida y le suplicó:
—Querida miss, ¿queréis hacernos la merced de dejarnos a solas un rato? Lo que
voy a contar a lord Ewald no puede ser escuchado por una señorita.
Hadaly se retiró, sin contestar, hacia las profundidades del subterráneo, alzando al
aire sobre su argentina mano el ave del Paraíso.
—Sentaos sobre este almohadón, querido lord —dijo el electricista—. El relato
durará unos veinte minutos, pero creo que os parecerá interesante.
El joven se sentó junto a la mesa de pórfido.
—He aquí por qué he creado a Hadaly.

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Libro cuarto
El secreto

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I

Miss Evelyn Habal

Si el Diablo te coge por un pelo, reza, pues si no se llevará la cabeza.

PROVERBIO.

espués de una pausa, el inventor dijo:


D —Yo tenía en Luisiana un amigo, compañero de infancia, llamado Eduardo
Anderson. Le adornaban un buen sentido acabado, una simpática fisonomía y un
corazón a prueba. En seis años había podido con dignidad, libertarse de la pobreza.
Fui testigo de su boda, al casarse con una mujer a quien adoraba hacía tiempo.
Transcurrieron dos años. Sus negocios mejoraban. En el mundo comercial se le
tenía por un cerebro equilibrado y un hombre activo. Era también un inventor; su
industria era la de los algodones y había hallado el medio de engomar y dar calandria
a las telas por un procedimiento que ofrecía el dieciséis por ciento de economía sobre
todos los hasta entonces conocidos. Hizo fortuna.
Con una situación consolidada, dos hijos y una compañera valerosa y feliz,
parecía haber conquistado la dicha. Una noche, en Nueva York, después de una
manifestación, con la que se había celebrado el final de la guerra de Secesión, dos de
los comensales propusieron prolongar la fiesta en el teatro.
Anderson, esposo ejemplar y trabajador matinal, nunca trasnochaba y le causaba
siempre tedio el apartamiento del hogar. Aquella misma mañana, un disgustillo
doméstico, una discusión fútil, había tenido lugar entre los esposos Anderson; ella
había manifestado deseos de que él no asistiera a la manifestación, sin poder justificar
su capricho. Perplejo y empeñado en un punto de entereza, Anderson aceptó
acompañar a aquellos señores. Cuando una mujer amante nos ruega, sin motivo
justificado, que no realicemos algo, creo que el deber de un hombre íntegro es tomar
en consideración su súplica.
Se representaba el Fausto, de Carlos Gounod. En el teatro se dejó dominar por
ese bienestar inconsciente que da en semejantes veladas el esplendor de la sala y los
halagos de la música.
Una alusión hizo que su mirada vaga y errante cayera en una muchachita
pelibermeja como el oro, lindísima, que figuraba en el cuerpo de baile. No la miró
más que un momento. Luego puso toda su atención en el espectáculo.
En el entreacto no pudo abandonar a sus amigos. Los vapores del jerez
impidieron que se diera cuenta de que estaban entre bastidores.
Como nunca había visto un teatro por dentro, experimento una pueril extrañeza.
Allí abordaron los amigos a miss Evelyn, la bella rubia. Cambiaron con ella
algunas frases de circunstancia. Y de indiferente galantería. Anderson prestaba más
miradas al aspecto de las cosas para él ignoradas que a la bailarina.

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Sus camaradas, aunque casados, eran hombres que seguían las modas y usanzas y
tenían doble hogar. En seguida se hizo mención de ostras y de cierta marca de
champagne.
Anderson declinó acompañarles. Iba a despedirse a pesar de las afables
insistencias de los camaradas, cuando el absurdo recuerdo de su pique de por la
mañana le volvió a la memoria, exagerado por la excitación.
«Después de todo, la señora Anderson debe estar durmiendo».
«¿No sería preferible volver un poco más tarde? Era cuestión de matar una hora o
dos. En cuanto a la compañía galante de miss Evelyn no le correspondería a él, sino a
los otros amigos. Además, sin saber por qué, aquella muchacha, a pesar de ser bonita,
le disgustaba físicamente. La solemnidad de la fiesta patriótica excusaba también el
retraso…».
Vaciló unos segundos. El aspecto reservado de miss Evelyn le hizo decidirse.
Fueron a cenar los cuatro.
En la mesa, la bailarina puso en juego, cerca de Anderson, la más velada cautela
en las seducciones más hábiles, pues le chocaba su actitud poco comunicativa. El
espíritu de mi amigo Eduardo fue fascinado por una ficción de modestia que creaba
un encanto destructor de la aversión natural. La sexta copa del espumoso vino le hizo
pensar en una aventura.
El esfuerzo para hallar un deleite en sus rasgos y líneas era el incentivo que, a
pesar de la aversión de su gusto, le hacía acariciar la idea de poseerla.
Pero, como era un hombre honrado y adoraba a su encantadora mujer, rechazó
aquella idea emanada de las burbujas de ácido carbónico.
La idea volvió. La tentación, reforzada por la complicidad del medio y del
momento, le acechaba.
Quiso retirarse, pero el deseo se había avivado en aquella lucha fútil y le producía
algo así como una quemadura. Una simple broma acerca de la austeridad de sus
costumbres hizo que se quedara.
Poco familiarizado con las contingencias nocturnas, se dio cuenta de que uno de
los dos acompañantes había caído debajo de la mesa (encontrando preferible la
alfombra a la cama) y que el otro, habiéndose sentido indispuesto (según le dijo miss
Evelyn), había abandonado el concurso sin ninguna explicación.
Cuando vino el negro a anunciar el cab de Anderson, miss Evelyn se invitó a sí
misma, ya que era muy legítimo que se la acompañara hasta su domicilio.
Siempre es violento, para un hombre que no es un perfecto títere, cometer una
brutalidad con una linda mujer, sobre todo cuando se ha discreteado con ella durante
dos horas, sin que por su parte haya habido menoscabo de la decencia y el decoro.
«Aquello no revestía importancia: la dejaría en el portal y nada más».
Se fueron juntos.
El aire fresco, la sombra y el silencio de las calles aumentaron el atolondramiento
y el malestar de Anderson. Como si despertara de un sueño se encontró en casa de

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miss Evelyn Habal, que le ofrecía entre sus blancas manos una taza de té. Estaba
vestida con una matiné de seda rosa. Un fuego reconfortante ardía en la alcoba tibia,
perfumada y embriagadora.
No se explicaba el hecho. Sin esperar aclaraciones fue a tomar su sombrero. Miss
Evelyn le advirtió que había despedido el coche, creyéndole más indispuesto.
Él arguyó que encontraría otro.
Entonces, miss Evelyn, al oírle, bajó la cabeza. Dos lágrimas discretas brillaron
entre sus pestañas. Halagado, Anderson quiso dulcificar la necesaria brusquedad con
«algunas palabras razonables».
El medio era suficientemente delicado, pues, en suma, miss Evelyn no había
hecho más que atenderle en su mareo.
La hora era muy avanzada. Sacó un billete y lo dejó sobre la mesita del té.
La bailarina lo tomó y sin ostentación, como si lo hiciera distraídamente, fue a
arrojarlo a la chimenea, con un movimiento de hombros y una sonrisa.
Aquel rasgo desconcertó al buen fabricante. Se había equivocado. Pensar que no
se había portado como un caballero le hizo ruborizarse. Se turbó creyendo haber
ofendido a su amable y cuidadosa amiga. Había perdido toda noción de la realidad y
vacilaba, en pie, indeciso y mareado.
Entonces, miss Evelyn, todavía algo enfurruñada, después de cerrar la puerta con
llave, arrojó ésta por la ventana.
El hombre puritano que Anderson llevaba dentro reaccionó. No pudo disimular su
enfado.
Un sollozo ahogado en una almohada de encajes amenguó su justa 'indignación:
—«¿Qué hacer? ¿Derribar la puerta a puntapiés? No; era ridículo. Todo estruendo
a tales horas no podía más que perjudicarle. ¿No valía más aceptar la conquista y
poner al buen tiempo mejor cara?».
Sus ideas tomaban un cariz anormal y extraordinario.
«Pensándolo bien, la aventura constituía una infidelidad muy remota…».
«Además, le habían cortado la retirada».
«¿Quién lo iba a saber? Las consecuencias, por otra parte, no eran temibles; con
un diamante no quedaría rastro de aquella futesa».
«La solemnidad de la manifestación lo explicaría todo cuando regresara,
suponiendo que… ¡No habría más remedio que urdir una mentira venial e
insignificante cerca de la señora Anderson! (Eso le molestaba, pero al día siguiente
vería…). ¡Se había hecho tan tarde! Prometió por su honor, sin embargo, que nunca
más le sorprendería el alba en aquella alcoba, etc., etc.».
Estaba en este punto de su divagación cuando miss Evelyn se llegó a él,
sigilosamente, sobre las puntas de los pies y le echó los brazos al cuello. Colgada de
él, entornados los párpados, acercó los labios a los suyos… ¡Estaba escrito
fatalmente!
No dudemos que Anderson supo aprovechar, como ardoroso y galante caballero,

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las horas de delicias que el destino le había deparado con tan sabrosa violencia.
Moraleja: Un hombre bueno y honrado sin sagacidad puede ser un deplorable
marido.
—Miss Hadaly: haced el favor de servirnos otra copa de jerez.

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II

Aspectos alarmantes de los caprichos

Al oír la palabra «dinero» lanzó una mirada como el fogonazo de un cañón a través de su propio humo.

BALZAC. LA PRIMA BETTE.

ord Ewald, muy atento a cuanto relataba su interlocutor, le dijo:


L —Proseguid.
—He aquí mi opinión acerca de esta clase de caprichos o de debilidades —
contestó Edison, mientras Hadaly, obediente al requerimiento, escanciaba el vino de
España y volvía a retirarse—. Opino y sostengo que es raro que una de estas ligeras
aventuras, a las cuales no se cree conceder más que un giro de agujas de reloj, un
remordimiento y un centenar de dólares, no influya de una manera funesta en el
conjunto de nuestros días. Anderson cayó en el primer desliz en aquella que es
irremediablemente fatal, aunque parezca la más insignificante de todas.
Anderson no sabía disimular. Todo se leía en su mirada, en su frente y en su
actitud.
La señora Anderson, criatura abnegada, veló toda la noche. Cuando él entró al día
siguiente en el comedor, su mirada le saludó al entrar. El instinto de la esposa tuvo
suficiente testimonio con aquella ojeada que le desgarró el corazón. Fue un momento
triste y frío.
Hizo señal a los criados para que se retiraran. Cuando estuvieron solos, le
preguntó cómo se encontraba. Anderson respondió con sonrisa forzada que
habiéndose indispuesto al final del banquete había pasado la noche en casa de uno de
sus colegas.
La esposa, más pálida que el mármol, replicó:
«No quiero dar a tu infidelidad más importancia de lo que su objetivo merece;
sólo te pido que tu primer embuste sea también el último. Siempre te he estimado por
encima de una acción como ésta. Tu semblante, ahora mismo, me lo confirma. Tus
hijos se encuentran bien. En esa alcoba están durmiendo. Escuchar tus excusas sería
faltarte al respeto, y el único ruego que te hago, a cambio de mi perdón, es que no
pongas otra vez a prueba mi indulgencia».
Después de decir esto se encerró en su cuarto, sollozando.
La exactitud, la clarividencia, la dignidad del reproche no hicieron más que herir
horriblemente el amor propio de mi amigo Eduardo, y aquel aguijonazo fue tan
intenso que alcanzó y lesionó los sentimientos de amor que tenía hacia su noble
mujer. Desde entonces, el hogar se tornó frío. Al cabo de unos días, después de una
reconciliación rígida y glacial, no vio en la señora Anderson «más que a la madre de
sus hijos». Careciendo de otro aliciente, volvió a casa de miss Evelyn. Su misma
culpabilidad hizo que el techo conyugal empezara siéndole aburrido, después

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insoportable, después odioso. Es el curso habitual de las cosas. En menos de tres
años, Anderson, a consecuencia de su incuria y de considerables déficits, había
comprometido no sólo su fortuna y el porvenir de su familia, sino los intereses de sus
comanditarios y capitalistas. Se irguió la amenaza de la quiebra fraudulenta.
Entonces, miss Evelyn Habal le abandonó. ¿No es inconcebible? ¿No le había
testimoniado hasta entonces tanto amor?
Anderson había cambiado. Ni física ni moralmente era el hombre de antes. Su
debilidad inicial había dejado en su espíritu una mancha indeleble. Su denuedo se
había desperdiciado como su caudal. Aterrado por aquel abandono, no encontraba
justificación para él, sobre todo «teniendo en cuenta la crisis financiera que
atravesaba».
Por un pudor fuera de lugar, abandonó nuestra antigua amistad, que hubiera
intentado arrancarle de aquel espantoso abismo. Cuando se encontró avejentado,
escarnecido, maltrecho y solo, pareció despertar de su marasmo, y su irritabilidad
nerviosa, en un acceso de frenética desesperación, le hizo quitarse la vida.
Permitidme que os repita, querido lord, que Anderson, antes de toparse con su
disolvente, era un hombre de natural recto y templado como el mejor. Compruebo los
hechos y no juzgo. Cuando aún vivía un negociante amigo suyo le censuraba con
ironía acerca de su conducta incomprensible, se golpeaba la frente ante su desenfreno
y le imitaba secretamente. De todo cuanto nos sucede somos bastante culpables.
De casos idénticos o análogos dan las estadísticas anuales de Europa y América
cifras de decenas de millares. En las grandes urbes se amontonan, sea en la clase de
los laboriosos jóvenes, sea en la de los desocupados ricos o en la de los excelentes
padres de familia, los ejemplos de aquellos que por un hábito contraído en tal ocasión
acaban de la misma manera, embrutecidos y esclavizados por el opio de esa
costumbre.
¡Adiós familia, mujer e hijos, dignidad, deber, fortuna, honor, patria y Dios! Para
esos galantes desertores todos esos vocablos son letra muerta y la vida se reduce para
ellos a un espasmo. Tened en cuenta, además, que semejantes cifras medias no se
refieren más que a aquéllos a quienes les cuesta la vida: suicidas, asesinados, reos.
El resto hormiguea en los presidios y puebla las cárceles: es la morralla. La cifra,
que ha sido de cincuenta y dos a cincuenta y tres mil casos en estos últimos años,
progresará hasta el doble en los tiempos venideros, a medida que los teatritos
aumenten en los vastos villorrios… para alumbrar el nivel artístico de las mayorías.
El desenlace de la inclinación coreográfica de mi amigo Anderson me afectó tan
profundamente que sufrí la obsesión de analizar exactamente la naturaleza de las
seducciones que podían haber bastardeado su corazón, su conciencia y sus sentidos
hasta llevarle al suicidio.
Por entonces no había visto todavía a la danzarina de mi amigo. Intenté adivinar
de antemano, según sus efectos por un cálculo de probabilidades o de
presentimientos, lo que podía ser físicamente. Quizá fuese una aberración, como es

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frecuente en astronomía. Mas mi curiosidad estribaba en cerciorarme de cómo podría
llegar a una anticipación justa, partiendo de una media certidumbre. Quise adivinar
así, por la misma razón que Leverrier desdeñó el telescopio y se atuvo sólo al cálculo,
al predecir la aparición de Neptuno en un punto del espacio donde el astro era de
rigurosa necesidad, sabiendo que había una razón matemática con más poderío y
perspicacia que todas las lentes del mundo.
Miss Evelyn era la X de una ecuación elemental de la que conocía dos términos:
Anderson y su muerte.
Algunos de sus elegantes amigos me habían afirmado sobre su honor que era la
mujer más bonita y más amante que pudiera codiciarse bajo el cielo. Por desgracia,
yo no les conocía con suficiencia para adelantar en mi juicio, ni aun en la forma más
dubitativa, aquello que juraban tan ciegamente. Como no había olvidado los
destrozos que aquella hembra había hecho en Anderson, desconfiaba de la candorosa
admiración de aquellos entusiastas. Después de un poco de análisis dialéctico (no
perdiendo de vista la diferencia existente entre el Anderson de antes del desastre y el
otro, el de las extrañas confidencias), vine a conjeturar que había una muy grande
desemejanza entre lo que afirmaban de miss Evelyn y LO QUE ELLA ERA EN REALIDAD.
He aquí por qué.
No olvidaba que Anderson principió por encontrar insignificante a esa mujer.
Sólo los vapores y exaltaciones de una fiesta pudieron vencer una instintiva e inicial
aversión hacia ella. Los decantados atractivos personales que por unanimidad le
atribuían aquellos señores, siendo solamente relativos a la calidad individual de sus
gustos, me parecían, por ése solo hecho, de una realidad muy sospechosa. Si es cierto
que no puede haber un criterio absoluto para el gusto ni para sus matices en el campo
de la sensualidad, menos podía asegurar la certeza de los encantos que deleitaban
inmediatamente a aquellos sentidos viles y leprosos de alegres y fríos vividores;
aquella credencial de seducciones que se le otorgaba a pies juntillas y a primera vista
no atestiguaba más que una sórdida concomitancia de naturalezas. Deduje que no
había en miss Evelyn Habal más que una perversa vacuidad; tanto mental como
física. Quise inquirir su edad (pregunta que Anderson esquivaba) y supe que la
enamorada niña iba a cumplir treinta y cuatro primaveras.
En cuanto a la belleza de que pudiera hacer gala —si es que la estética interviene
en amores de este orden— creía que había de ser una hermosura muy menguada
aquella que había degradado en su abandono a un hombre como Anderson.

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III

La sombra del manzanillo

Los conocerás por sus frutos.

EL EVANGELIO

lumbremos lo interno de aquella pasión, alzando sobre ella el principio


A luminoso de la atracción de los contrarios y apostemos la conciencia de un
moralista contra un penique que pondremos el dedo en la llaga.
Por el análisis de su fisonomía, por mil convincentes indicios, los gustos y
sentidos de mi camarada habían de ser de lo más simple y primitivo, y yo presumía
que no fueran esterilizados o corroídos por el hechizo de sus contrarios. Una entidad
semejante no puede ser abolida sino por la nada. Sólo el vacío había debido darle
algo así como un vértigo.
Por poco rigurosa que pudiera parecer mi conclusión se hacía necesario que, a
pesar de todo el incienso quemado en su altar, miss Evelyn Habal fuese una
mujercilla espantosamente irrisoria.
Se hacía necesario que todos fueran víctimas de una misma ilusión, llevada hasta
un extremo de apariencia insólita; que el conjunto de los atractivos fuese algo
añadido a la penuria intrínseca de su persona. Aquello que pervertía la primera y
superficial mirada de los pazguatos debía ser el producto de un fraude arrebatador
detrás del cual se disimulaba una total ausencia de encantos. Respecto a la ilusión de
Anderson, no había de qué extrañarse: era inevitable.
Aquellos seres femeninos que no son degradantes y peligrosos más que para los
seres de recta y poco común naturaleza, saben administrar al amante extraordinario
toda clase de revelaciones y fomentos de contagio de su propia vacuidad. Así
acostumbran su vista al desvanecido de tintas a la dulzona luz que deprava la retina,
moral y física. Poseen la secreta facultad de consolidar cada una de sus fealdades con
sumo tacto que hace de ellas poderosas ventajas. Así procuran que su realidad (a
menudo horrorosa) pase de matute en la visión inicial (casi siempre encantadora) que
producen. Llega el hábito, con sus tupidos velos; la niebla lo envuelve todo y el
hechizo se hace irremediable.
¿Denuncia esta complicada obra una rara y hábil inteligencia? Afirmarlo sería
caer en la misma ilusión. Esa clase de seres no comprenden no pueden no saben hacer
más que eso. Permanecemos ajenos a todo lo demás. Son la pura animalidad.
La abeja, el castor, la hormiga, realizan actos maravillosos, pero no saben hacer
más que eso y nunca han hecho otra cosa. El animal es exacto; la vida le confiere esa
fatalidad desde que nace. No sabe el geómetra poner una celdilla más en, la colmena
porque ésta, dada su forma, no admite más alvéolos. El animal no tantea, no se
equivoca. El hombre, por el contrario, y ahí está su misteriosa nobleza, su colección

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divina, está sujeto al desarrollo y al error. Se interesa por todas las cosas y nunca se
olvida de ellas. Siempre mira hacia arriba. Sabe que en el Universo, tan sólo él no es
finito. Parece un Dios olvidadizo. Por un impulso natural y sublime pregunta dónde
está, quiere hacer recordar donde empieza. Y se devana la inteligencia, con sus
dudas, como después de una caída inmemorial. Así es el hombre de veras. Respecto a
los seres instintivos de nuestra especie, no alcanzan perfección más que en una
facultad, y quedan absolutamente limitados al desarrollo de ésta.
Esas mujeres, esas estinfálidas, que no hacen del amante más que una presa para
las más negras servidumbres, obedecen fatalmente al ansia ciega de su maligna
esencia.
Seres de recaída, provocadoras de deseos malos, iniciadoras de alegrías
prohibidas, pueden deslizarse desapercibidas y aun dejando un amable recuerdo entre
los brazos de los frívolos; no son aterradoras más que para aquél que se queda
adormecido en el brazo y contrae la costumbre de tan vil necesidad.
¡Desgraciado aquel que halle alivio con esas adormecedoras de remordimientos!
Su maldad usa de los más capciosos, desconcertantes y antiintelectuales medios de
seducción para intoxicar, poco a poco, con su aliciente engañador el flaco de un
corazón íntegro.
Admitamos que en todo hombre duermen, en estado latente, todos los deseos más
infamantes de los sentidos. Puesto que Eduardo Anderson sucumbió, es que el
maldito germen existía en su corazón, como en su limbo; así ni le condeno ni le
perdono. Pero sí juzgo merecedora de la pena capital a aquella hembra pestilente que
no tuvo otra función sino la de hacer que le brotaran mil cabezas a la hidra. No fue
aquella mujer la Eva candorosa que por un fatal amor y pensando conquistar para el
compañero el estado divino, se extravió con él en la tentación. Fue tan sólo la intrusa
consciente, que anhelando, innata y secretamente, una regresión a las más sórdidas
esferas del instinto, persiguió la abolición del alma de aquel hombre, hasta presenciar
con enfatuada satisfacción su vencimiento, sus tristezas y su muerte.
Así son esas mujeres: juguetes sin consecuencias para el pasajero; temibles para
aquellos hombres que ciegos, mancillados, envueltos en la histeria de las que ejecutan
esa función tenebrosa, llegan hasta la anemia cerebral, la locura, el rebajamiento
ruinoso y el estúpido suicidio de Anderson.
Primero, ofrecen una manzana insignificante, una apariencia de placer
desconocido, pero ya ignominioso, aceptado por el hombre con una sonrisa débil y
forzada con un anticipado remordimiento. Más, ¿cómo desconfiar, por tan poco, de
que son aquellas detestables mujeres de las cuales se debe rehuir el encuentro? Sus
artificiosas protestas, sus instancias, sutiles hasta el punto que hacen olvidar sean
hijas del oficio, obligan al hombre a compartir con ellas un manjar envenenado por el
demonio de su mala índole. Entonces comienza la obra infame. La enfermedad sigue
su curso y al paciente sólo Dios, por un milagro, puede salvarle.
En consecuencia y como resumen de tales hechos, profundamente analizados,

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promulguemos el siguiente decreto draconiano:
Aquellas mujeres cuyo pensamiento empieza y termina en la cintura y tienen por
peculiar rango traer al broche de su pretinilla todas las ideas del hombre, en realidad
distan menos de las especies animales que de la nuestra. Por el decoro de sus
escrúpulos, el hombre digno de llamarse tal tiene derecho de vida o muerte sobre
semejantes hembras, por la suprema razón con que se ha arrogado análoga justicia
sobre los individuos del reino animal.
Admitido que por la práctica de procedimientos fraudulentos e ilícitos, una de
estas mujeres, aprovechando un momento de enfermiza flaqueza, a la cual puede
estar propenso el más viril, ha anulado y deshecho a un hombre joven, vigoroso,
inteligente y trabajador, me parece equitativo negar a tal pécora el derecho de abusar
hasta el último extremo de la debilidad y miseria humanas.
Y siendo fatalmente necesario que esas mujeres tan vacías como letales ejecuten
sus abusos, concedo al hombre el derecho libre y natural (si se percata de los
manejos) de darles muerte, sumarísimamente, de una manera oculta e infalible,
exenta de trámites y de recursos, porque tampoco al vampiro o a la víbora se les da el
derecho de apelación.
Es muy importante que ahondemos en el examen de estos hechos. Por una
incidencia y una disposición favorable, debida a las libaciones de una cena, esa
bailarina avizorante reconoce una presa posible, adivina en ella una sensualidad
virtual y durmiente, urde su tela de previstas casualidades, la asedia, la envuelve y la
embriaga. Así corroe en una noche con una gota de su ardiente veneno la salud física
y moral de un hombre y al mismo tiempo condena a la ansiedad y al martirio a la
otra, que irreprochable, laboriosa y casta espera con sus hijos al esposo por primera
vez infiel.
Si algún árbitro interrogara al monstruo obtendrá esta contestación: «Cuando se
despierta queda absolutamente libre y desligado de volver a mi casa… (¡Bien sabe
ella en el fondo de su formidable instinto que aquel hombre ha de ser el que nunca
reaccione el que ha de ir de recaída en recaída…!). Y el que no podrá ni argüir ni
fallar. La mala hembra acabará su obra odiosa: tendrá derecho a empujarle al
precipicio».
¡Cuántas mujeres han cometido atentados semejantes! Por el solo hecho de ser el
hombre solidario del hombre, ya que mi amigo no había sido el justiciero de la
«Irresistible» envenenadora, tuve que fijar mi actitud.
Los mal llamados espíritus modernos, saturados del más escéptico de los
egoísmos, exclamarán al escucharme:
«¿Qué os sucede? Semejantes crisis moralistas son ya rancias y pasadas de moda.
Después de todo, esas mujeres son hermosas, son bonitas: usan de todos los medios
posibles para hacer fortuna, que hoy en la vida es lo positivo, ya que nuestras
organizaciones sociales les arrebatan otros más decorosos. Un caso particular de la
lucha de los tiempos actuales: Mátame o te mato. ¡Qué cada cual aguce el ingenio!

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Anderson no fue más que un incauto culpable de una debilidad sensual, una demencia
vergonzosa; quizá un pegajoso protector. Requiescat».
Bien. Afirmaciones como éstas no tienen valor racional más que por el uso de una
inexacta expresión. Estas falsas denominaciones acusan un estado de hechizo
parecido al de Anderson.
—«Esas mujeres son bellas» —dicen esos hombres. No, señores. La BELLEZA es
del feudo del arte y del alma. Aquellas mujeres galantes de nuestro tiempo dotadas de
una verdadera belleza no han producido tales resultados en hombres como el que
ponemos por ejemplo. Nunca se toman tan penoso trabajo. Son menos peligrosas
porque su mentira es parcial. La mayoría es capaz de sensaciones elevadas y de
sacrificios, inclusive, aquellas que lleguen a envilecer y llevar a un doloroso
desenlace a un hombre como Anderson, no pueden ser bellas.
Si se encuentran algunas que lo parezcan, yo afirmo que sus rostros o sus cuerpos
deben esconder alguna línea o rasgo infame, abyecto, que traiciona lo demás y
denuncia al verdadero ser; la vida y los excesos aumentan esas deformidades y, dado
el género de pasión que encienden esos pérfidos seres, es de suponer que la generatriz
de ella no ha sido su belleza ilusoria, sino sus rasgos odiosos, que son los que hacen
tolerable la exigua belleza que descomponen. Los extraños pueden desear a esas
mujeres por tan menguada hermosura. Su amante nunca.
—«Esas mujeres son bonitas» —sentencian esos frívolos.
Concediendo un amplio y concreto sentido al muy relativo significado de la
calificación, he de objetar que no se sabe gracias a qué son bonitas.
Lo lindo de sus personas adopta una calidad artificial, a veces en sumo grado. La
vista lo encubre, pero es así.
Nuestros filósofos dicen: «¡Qué importa! ¿El conjunto es por eso menos
agradable? ¿Significan ellas algo más que unos deliciosos y pasa jeras momentos?…
Si su sabor personal, sazonado con los ingredientes y los añadidos, no nos repugna,
cómo preparan el manjar sabroso debe tenernos sin cuidado…».
Tiene más importancia, empero, que lo que tales amadores ligeros suponen. Si
miramos los ojos de esas dudosas adolescentes, distinguiremos en ellos el fulgor de
los de un gato obsceno, y tal descubrimiento desmentirá la fingida juventud y su
encanto.
Si se nos puede perdonar el sacrilegio, y ponemos a su lado una de esas
muchachitas cuyas mejillas toman el color de las rosas matinales a la primera palabra
de amor, encontraremos que es muy poco halagüeño el vocablo «bonito» cuando
tiene por objeto calificar el huero conjunto de polvos, pinturas, dientes postizos,
tintes, añadidos y trenzas de cabello negro o rubio, y una sonrisa falsa, una mirada
falaz y un amor vacío.
Es impropio anticipar que esas mujeres son guapas o feas, jóvenes o viejas, rubias
o morenas, gruesas o delgadas, pues aun suponiendo que sea posible llegar a
determinarlo, antes de que se presente una nueva modificación corpórea, el secreto de

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su maléfico hechizo no reside en una característica puramente plástica.
La acción fatal y morbosa que las estriges femeninas ejercen sobre sus víctimas
está en razón directa de la cantidad de artificio, tanto moral como físico con el cual
realzan las exiguas seducciones naturales que poseen.
Sean bonitas, sean feas, el amante que ha de sucumbir, siempre se apasiona por
ellas, pero nunca por causa de las posibilidades personales. Éste era el punto que me
interesaba esclarecer.
Creo que estoy reputado por tener una frondosa inventiva, pero nunca mi
imaginación agravada por mi encono llegó a toparse con más amplia y satisfactoria
confirmación que en el caso de miss Evelyn Habal, y de ello tendréis pronto un
testimonio.
Antes de pasar a la demostración, establezcamos un paralelismo.
Todos los seres tienen sus correspondientes en un reino inferior de la Naturaleza.
Esta correspondencia es la figura de su realidad, la luz de los ojos metafísicos. Para
establecerla, para comprobarla, basta considerar resultados análogos de sus
respectivas influencias. El parangón en el mundo vegetal de esas tétricas Circes es el
árbol Upa del cual son, alegóricamente, millares de mortíferas hojas.
Ese árbol aparece dorado por el sol. Como sabéis, la sombra que proyecta
adormece y embriaga con alucinaciones febriles que acarrean la muerte con la
prolongación del influjo.
No olvidemos que la belleza del árbol es lo que se ha presentado y sobrepuesto.
Si le quitáis al manzanillo sus millones de orugas pestíferas y rutilantes no
quedará más que un árbol muerto, sin esplendor, con unas flores de color rosa sucio.
Su letal influencia desaparece cuando se le trasplanta fuera del terreno propicio a su
acción, y acaba por secarse, olvidado y humilde.
Las orugas le son necesarias. Se las apropia. Hay una mutua atracción entre la
oruga innumerable y él, pues la acción funesta que han de realizar conjuntamente les
llama y les acopla en unas sintéticas unidades el manzanillo. Muchos amores se
parecen a su sombra.
Quitándoles las orugas de sus atractivos, tan deletéreos como artificiales, las
mujeres cuya sombra es mortal quedan anuladas y secas como el Upa fatídico.
Reemplazad el sol por la imaginación de sus contempladores y la ilusión
aparecerá cada vez más acariciadora. Observad fríamente los efectos de esa ilusión y
ésta se disipará para dar lugar a un deseo invencible que no sabrá dominar ninguna
excitación.
Miss Evelyn Habal era para mí el sujeto de una experiencia… curiosa. Quise dar
con ella no para comprobar mi teoría (que es eternamente incontrovertible) sino
porque sospechaba verla confirmada en muy bellas y completas condiciones.
¿Cómo podría ser esa miss Evelyn Habal? Seguí sus huellas.
Aquella deliciosa mujer estaba en Filadelfia. La ruina y la muerte de Anderson la
habían puesto muy en boga. Marché allí y trabé conocimiento con ella en pocas

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horas. Estaba muy enferma, minada por una dolencia, física, claro es. No sobrevivió
mucho a su querido Eduardo. La muerte nos la arrebató hace años.
Sin embargo, antes de su fallecimiento, tuve ocasión de comprobar mis
presentimientos y mis teorías. Poco importa que ya no viva: yo haré que vuelva.
La incitante bailarina va a bailar al son de sus castañuelas.
Al decir esto, Edison se levantó y tiro de un cordoncito que pendía junto a una
colgadura.

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IV

Danza macabra

Es un oficio duro el ser mujer bonita.

BAUDELAIRE.

na larga tira de tela engomada, en que muchos pedacitos de cristal coloreado


U estaban embutidos o incrustados, quedó tensa entre dos ejes de acero ante la
lámpara astral. Arrastrada por un aparato de relojería, se puso en movimiento rápido
ante la lente de un reflector poderoso. En el lienzo blanco del bastidor de ébano
adornado de la rosa de oro, apareció la figura de una linda mujer rubia.
Aquella engañadora visión, que parecía carne transparente, bailaba una danza
popular mejicana, vestida con un traje de lentejuelas. Los movimientos se
desenvolvían con ese desvanecido de la vida misma, gracias a los adelantos de la
fotografía sucesiva, que en una cinta recoge diez minutos de ademanes y gestos y los
refleja con un fuerte lampascopio.
Edison tocó el marco de ébano. Saltó una chispa en la rosa de oro.
Entonces se oyó una voz bronca y estúpida, hueca y empalagosa: la danzarina
acompañaba el fandango con un alza o un olé. La pandereta zumbaba al golpe del
codo y las castañuelas cantaban alegremente.
Todo se reprodujo: el movimiento labial, el de las caderas, el guiño de los ojos y
la intención de la sonrisa. Lord Ewald contemplaba la visión con una sorpresa muda.
—¿Verdad que es una criatura arrebatadora? —preguntó Edison—. No es
inconcebible que Anderson se enamorara de ella. ¡Mirad qué cuerpo! ¡Los bellos y
rojizos cabellos como el oro quemado!… ¡Considerad su palidez, sus ojos rasgados,
sus uñas como pétalos de rosa en las que parece haber llorado la aurora; sus venas
que se acentúan en el baile; el esplendor de sus brazos y de su cuello; sus perlinos
dientes; su boca encendida; sus cejas doradas, su talle pleno, sus esculturales piernas,
sus pies combados! ¡Qué hermosa es la Naturaleza! ¡Es un bocado de rey!
El electrólogo parecía sumido en un éxtasis amoroso.
—Eso es, zaherid a la vida —respondió lord Ewald—. Esta mujer baila bastante
mejor que canta, pero tiene tantos atractivos que, si para el corazón de vuestro amigo
era bastante el placer sensual, no me extraña que le haya parecido muy amable.
Edison lanzó una exclamación extraña. Después se dirigió a la colgadura y quitó
la banda de los vidrios polícromos. La imagen viviente desapareció. Otra tira
heliocrómica empezó a pasar vertiginosamente ante la lámpara. El reflector envió a la
pantalla a la figura de un ser exangüe, remotamente femenino, de miembros
desmirriados, mejillas flacas, boca desdentada y casi sin labios, con el cráneo pelón,
los ojos ribeteados y toda su persona arrugada y maltrecha.
La misma voz vinosa cantaba una obscena tonadilla como la imagen anterior, al

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son del pandero y las castañuelas.
—¿Y ahora…? —dijo Edison sonriente.
—¿Quién es esa bruja? —preguntó lord Ewald.
—Es la misma: es decir, es la verdadera. La que estaba debajo de la apariencia de
la otra. Veo que no os habéis enterado todavía de los sorprendentes adelantos del arte
del afeite en los actuales tiempos.
Después, el ingeniero añadió con entusiasmos:
—¡Ecce puella! He aquí a la radiante Evelyn Habal libertada, desprovista de
todos sus alicientes. ¡Es para morir de deseos! ¡Povera innamorata! ¡Delicioso
sueño! ¿Cuántas pasiones podrás inspirar? ¿No es inimitablemente hermosa la
Naturaleza? ¿Podremos rivalizar con ella? No es de esperar y, vencido, bajó la
cabeza…
Merced a la persistencia de una sugestión fija he obtenido esta serie de imágenes.
Si Anderson la hubiera visto así la primera vez, ¿hubiera abandonado por ella su
hogar, su mujer y sus hijos? El afeite es aquí todo. Las mujeres tienen dedos de hada.
Cuando la primera impresión es favorable, la ilusión se hace muy tenaz y se nutre con
los más odiosos defectos aferrándose a la fealdad por muy repulsiva que sea.
Es muy fácil, para una mujer experta y hábil, aderezar para sí un atavío sugestivo
que provoque la codicia de los más obcecados. Todo se torna una cuestión de
vocabulario; la delgadez viene a ser donaire, la fealdad simpatía, el desaseo
despreocupación, etcétera. Y de matiz en matiz se llega, a veces, donde llego el
amante de esta mujer: a una muerte maldita. Leed los periódicos, que cotidianamente
lo comprueban. Y me concederéis que, en vez de exagerar las cifras, me quedo corto.
—¿Certificáis que estas dos visiones reproducen a la misma mujer? —murmuró
lord Ewald.
Ante aquella pregunta, Edison miró a su interlocutor con una expresión de grave
melancolía. Al fin contestó:
—Tenéis el ideal muy arraigado al corazón. Tendré que convenceros con una
prueba más palpable. Mirad por lo que, en realidad, ese pobre Eduardo Anderson se
quitó la dignidad, la salud, la fortuna y la vida.
De la pared sacó un cajón en ella empotrado.
—He aquí los despojos de la fascinadora, el arsenal de la Armida. Miss Hadaly,
¿tenéis la amabilidad de alumbrarnos?
La Andreida se levantó. Tomó una antorcha perfumada, la encendió en el cáliz de
una flor y tomándole la mano a lord Ewald le condujo al lado de Edison, que insistió:
—Si habéis encontrado naturales los encantos del primer aspecto de miss Evelyn
Habal, creo que vais a rectificar, pues como persona defectuosa es el troquel, la
efigie-modelo, el prototipo del cual las demás mujeres ejemplares de su calaña son la
moneda circulante. Mirad.
Hadaly levantó la antorcha por encima de su cabeza, alumbrando el cajón, como
una estatua junto a un sepulcro.

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V

Exhumación

Lugete, o Veneres, Cupidinisque!

CATULO.

quí tenéis —decía Edison con voz gangosa de tasador— el cinturón de Venus, la
A banda de las Gracias, las flechas de Cupido.
¡Primero, mirad la ardiente cabellera de Herodías, el fluido metal estelar, los
reflejos de sol en el follaje de otoño, el prestigio de la sombra bermeja sobre el
musgo, la remembranza de la rubia Eva, la abuela joven, eternamente espléndida!
¡Sacudamos sus luces! ¡Oh, alegría! ¡Oh, embriaguez!
En efecto, al decir estas palabras sacudía un manojo de trenzas postizas y
desteñidas que ostentaban hebras argénteas, crepés violáceos, todo un arcoíris de
cabellos atacados por la acción de los ácidos.
—¡Aquí están la tez de azucena, las rosas del pudor virginal, la seducción de los
inquietos labios, húmedos e inflamados de amor!
Y empezó a alinear, en el borde circular del muro, unos tarros viejos y
destapados, llenos de pinturas de teatro, de cosméticos de todas clases, de ordinarios
coloretes, de cajas de lunares postizos.
—¡Aquí residía la serenidad soberana y magnífica de los ojos, el arco de las cejas,
la sombra y los lirios de la pasión y de los insomnios extenuantes, las venas de las
sienes, los pétalos de las ventanas de la nariz que respiran ansiosamente presintiendo
al amante!
Y enseñaba las horquillas ennegrecidas con humo, lápices negros y azules, barras
de carmín, esfuminos y cajas de khol de Esmirna.
—¡Éstos son los dientes luminosos, infantiles y frescos! ¡Oh, el primer beso en
plena sonrisa descubridora de tan ricas perlas!
Mostró una dentadura postiza como las que hay en las vitrinas de los
odontólogos.
—¡Éste es el lustre, la tersura, el nácar del cuello, lo juvenil de las espaldas y de
los tremartes brazos, el alabastro de la garganta ondulante!
Entre sus manos fue tomando, uno a uno, todos los instrumentos necesarios para
la operación del esmalte.
—¡Éstos son los senos retozones de la Nereida de las olas matinales! ¡Salve,
curva divina entrevista en el cortejo de la Anadiómena, entre el sol y la espuma!
Y agitaba unos trozos de algodón fuliginoso que olían fétidamente.
—¡Éstas son las caderas de la faunesa, de la bacante ebria, de la mujer moderna,
más perfecta que las estatuas de Atenas!

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Y empuñó «las formas» postizas hechas de alambres, de ballenas retorcidas, de
aceros ortopédicos, los viejos corsés complicados que parecían, con sus lazos y sus
broches, unas rotas mandolinas de cuerdas flotantes y ridículas.
—¡He aquí las piernas torneadas, deliciosamente enloquecedoras, de la bailarina!
—¡Mirad la claridad adamantina de las uñas de los pies y de las manos! ¡Es el
mismo Oriente de donde siempre nos vino esa luz!
Y enseñó una caja de roseina o de nakarat con unos cepillos usados.
—¡Aquí está el garbo del andar, el arco del empeine del pie esbelto que nunca
acompaña a la ralea servil e interesada!
Al decir esto golpeó, uno contra otro, dos altísimos tacones, las suelas
engañadoras y los pedazos de corcho que imitan el puente del pie.
—¡Contemplad al inspirador de los encantos y de las expresiones irresistibles del
rostro, donde se tanteaban las sonrisas ingenuas, picarescas, cariñosas o tristes!
Y sacó un espejo de bolsillo donde estudiaba la artista los efectos de su
fisonomía.
—¡Éste es el sano perfume de la juventud y de la vida, el aroma personal de esta
flor animada!
Junto a los ungüentos y los lápices puso unos frascos de fuertes esencias que la
perfumería elabora para combatir los hedores naturales.
—Hay también otra clase de frascos; su olor, su característica yodurada, sus
raspadas etiquetas, nos hacen suponer los ramos de No me olvides que pudo ofrecer a
sus predilectos.
Mirad estos objetos y otros ingredientes cuyos nombres y usos callaremos por
respeto a nuestra querida Hadaly. Ellos demuestran que aquella criatura conocía el
secreto de despertar los más inocentes deseos.
Y, para terminar, aquí tenéis algunos papeles de herboristería, simientes y
sustancias de virtudes especiales muy conocidas; su presencia atestigua que miss
Evelyn Habal, en su modestia, no se juzgaba digna de las alegrías familiares.
Cuando terminó su nomenclatura, el ingeniero amontonó en el cajón cuanto había
exhumado; después, como quien cierra un nicho, volvió a meter aquél en la muralla.
—¿Quedáis plenamente informado? —concluyó el inventor—. No creo, o mejor
dicho, me resisto a creer que, entre las más blanqueadas y embadurnadas de nuestras
bellezas galantes, exista una tan recomendable como miss Evelyn; pero atestiguo y
juro que todas hoy o mañana son y serán de la misma catadura.
Después fue a lavarse las manos.
Lord Ewald, callaba, profundamente sorprendido, descorazonado y meditabundo.
Se quedó mirando a Hadaly, que apagaba su antorcha silenciosamente en la tierra
de una maceta de naranjo artificial.
Edison volvió hacia él y le espetó:
—Comprendo que un ser se arrodille ante una sepultura, pero ante este cajón y
estos manes… ¿No es cierto que es muy difícil? Y, sin embargo, ¿no están ahí sus

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verdaderos restos?
Extrajo la tira de los círculos fotográficos. La visión desapareció. Cesó el canto.
La oración fúnebre había terminado.
—¡Qué lejos estamos de Dafne y Cloe! —exclamó. ¿Valía esto la pena de
avillanarse, de despojar a su familia, de olvidar la infinita esperanza y caer en un vil
suicidio?
Todo por el contenido de este cajón.
¡Oh, las gentes positivas! ¡Qué peligrosas son cuando empiezan a cabalgar en las
nubes! Y lo peor de todo es que entre la cifra media anual de cincuenta y dos a
cincuenta y tres mil casos semejantes a éste —cifra ascendente en América y Europa
—, la mayoría de las víctimas de las irresistibles fealdades son personas dotadas del
más sólido sentido común, Y que siempre desdeñaron las divagaciones de los poetas
y los ilusos.

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VI

Honni soit qui mal y pense

Y cuando se aborrezcan los sexos enojados por un odio invencible morirán separados.

ALFRED DE VIGNY. LOS DESTINOS.

uando hube reunido todas las pruebas de que mi amigo no había estrechado
C entre sus brazos más que una tétrica apariencia y que detrás de tanto arreo no
había más que un ser híbrido, tan falso en su realidad como en su amor, algo que era
lo artificial ilusoriamente vivo, he llegado a la conclusión siguiente. Puesto que, tanto
en Europa como en América, cada año, hay millares de hombres sensatos que
abandonan a sus admirables mujeres para dejarse asesinar por lo absurdo en casos
parecidos a este…
Lord Ewald le atajó:
—Perdonad. Vuestro amigo ha dado con la excepción más increíble; su triste
amor no tiene excusa más que como origen de una evidente demencia digna de una
medicación adecuada. Otras fatales mujeres poseen un encanto tan real que, querer
deducir de esa aventura una ley general, me parece un proyecto muy paradójico.
—He empezado por hacer esa salvedad —respondió Edison—. A pesar de todo,
usted ha sido engañado por el superficial y primer aspecto de Evelyn Habal. No nos
detengamos más en el laboratorio de los afeites de nuestras elegantes (admitamos el
proverbio que las califica de impenetrable santuario para el esposo o el amigo), pero
insistamos en que la fealdad moral de las productoras de desastres no compensa lo
que físicamente puede ser menos repulsivo. Desprovistas de ese natural apego que
tienen los mismos animales, y careciendo de otro empeño que el de destruir y arrasar,
no se hacen acreedoras a más favorable opinión que la que yo tengo acerca de la
enfermedad que inoculan, Y que algunos han dado en llamar amor. Parte del mal
proviene de que se emplee este vocablo, por una pulcritud mal entendida, en vez de
usar la palabra verdadera. En su consecuencia he llegado a pensar esto:
Si la asimilación o amalgama de lo artificial con el ser humano puede producir
tales catástrofes, y puesto que tales hembras, física y moralmente, tienen mucho de
androides, fantasma por fantasma, quimera por quimera, ¿por qué no se aceptaría la
mujer artificial? Puesto que en esa clase de pasiones es imposible salir de la ilusión
estrictamente personal y que todas deben algo al artificio, y que siempre éste
sustituye al peculiar y simple aliciente, resolvamos la cuestión. Como hay mujeres
que desean manchar de carmín nuestros labios al besarnos, y las que creen en la pena
que nos puede ocasionar un toque más o menos de albayalde, intentemos cambiar de
falacia, pues será para ellas y para nosotros mucho más cómodo. Si la creación de un
ser electrohumano, capaz de producir una saludable reacción en el alma de un mortal,

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puede ser contenida en una fórmula, ensayemos obtener de la ciencia una ecuación
del amor que evite los maleficios palmariamente inevitables y prohíba se ponga
añadidos a la especie humana. Será una manera de aislar el fuego.
Cuando encuentre esa fórmula y la divulgue, salvaré en pocos años muchos
millares de existencias.
Entonces nadie podrá objetarme insinuaciones inconvenientes, puesto que lo
peculiar del androide es anular en pocas horas todos los deseos bajos y degradantes
que un corazón apasionado puede encerrar en su entraña, por medio de la
saturación solemne que produzca su trato.
He emprendido mi tarea. He luchado con el problema, discutiendo cada
pensamiento. A la postre, con la ayuda de una vidente que llamaremos Sowana, de
quien os hablaré en breve, he descubierto la fórmula soñada y he podido sacar a
Hadaly del seno de las tinieblas.

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VII

Maravilla

La filosofía racional evalúa las posibilidades y exclama:


—No se puede descomponer la luz.
La filosofía experimental escucha y calla durante siglos: después exclama mostrando el prisma:
—La luz se descompone.

DIDEROT.

esde aquí mora en estas incógnitas cuevas, he estado esperando un hombre que
D fuera en su intelecto lo bastante solvente y en su dolor viniese suficientemente
acongojado para afrontar la primera tentativa. A usted debo la obra realizada, puesto
que habéis llegado el primero, y no por poseer a la más hermosa de las mujeres estáis
menos acometido de una apremiante y desesperada obsesión de la muerte.
Así como terminara su fantástico relato, el electricista se volvió hacia lord Ewald
y mostrándole la Andreida silencioso, cuyas manos cruzadas sobre el velo parecían
querer ocultar más aún el invisible rostro, le dijo:
—¿Queréis conocer cómo puede verificarse el fenómeno de esa visión futura?
¿Resistirá vuestra ilusión voluntaria mi explicación?
—Sí —respondió lord Ewald después de un silencio. Y mirando a Hadaly añadió:
—¡Parece que sufre!
—No, respondió Edison: es que ha tomado la actitud del niño que va a nacer: se
tapa la frente ante la vida.
Hubo otro silencio. Después, el inventor ordenó:
—Venid, Hadaly.
Obediente a aquellas palabras, la Andreida se dirigió a la mesa de pórfido, velada
y tenebrosa.
El joven miraba a Edison, que escogía sus escalpelos de cristal en el estuche
reluciente.
Cuando se acercó al borde de la mesa, Hadaly, volviéndose hacia el lord, le dijo
donosamente con las manos cruzadas en la nuca:
—Pido toda vuestra indulgencia para mi humilde irrealidad. Antes de despreciar
el ensueño, rememorad aquella compañera humana que os forzó a recurrir a un
fantasma para rescatar el amor perdido para siempre.
Al decir esto, un relámpago surcó la armadura animada de Hadaly. Edison lo
recogió con un hilo tirante entre dos tenazas de vidrio y lo hizo desaparecer.
Se creyera que habían quitado el alma a aquella forma humana.
La mesa hizo báscula y giró hasta una posición vertical. La Andreida se apoyó en
ella. Su cabeza descansaba sobre el cojín.
El electrólogo, agachándose, le aprisionó los pies con dos abrazaderas de acero
que tenía la mesa. Volvió ésta a su posición horizontal con la Andreida tendida como

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una muerta en la piedra de un anfiteatro.
—¿No os recuerda el cuadro de Andrés Vesale? Aunque solos, vamos a ejecutar
ahora su idea —dijo Edison tocando una de las sortijas de Hadaly.
La armadura femenina se abrió lentamente.
Lord Ewald palideció y empezó a temblar. Hasta entonces, a pesar suyo, la duda
le había atormentado.
A pesar de las solemnes palabras de su interlocutor, no había podido admitir que
aquel ser, que en tal alto grado le daba la ilusión de una viviente metida en una
armadura, fuera un ser ficticio, hijo de la ciencia, de la paciencia y del genio.
Se encontraba ante una maravilla cuyas evidentes posibilidades, traspasando lo
imaginable, deslumbrándole la inteligencia, le atestiguaban a cuánto puede llegar la
osadía de volición.

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Libro quinto

Hadaly

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I

Primera aparición de la máquina en la Humanidad

Solus cum solo, in loco remoto, non cogitabuntur orare PATER NOSTER.

TERTULIANO.

dison desciñó el velo que Hadaly llevaba en la cintura y dijo:


E —El androide se compone de cuatro partes:

1ª El sistema-viviente, interior, que abraza el equilibrio, la facultad de andar, la


voz, el gesto, los sentidos, las expresiones futuras del rostro, el movimiento
regulador íntimo o, mejor dicho, el ALMA.
2ª El mediador plástico, o sea, la cubierta metálica, aislada de la carne y de la
epidermis, que es una armadura de articulaciones flexibles donde se apoya y
fija todo el sistema interior.
3ª La carne ficticia sobrepuesta y adherida al mediador que remeda los rasgos y
las líneas del cuerpo, con su fragancia propia y personal, con los relieves de la
osamenta, los repujados venenosos, la musculatura, la sexualidad y todas las
proporciones corporales.
4ª La epidermis, con todos los detalles de color, porosidad, líneas, esplendor de
sonrisa, inconscientes mohines de expresión, fiel y exacto movimiento labial en
las pronunciaciones; la cabellera y el sistema velloso; el conjunto ocular, con la
individualidad de la mirada y los sistemas dental y ungueal.

Edison pronunció estas palabras con el monótono deje con que se expone un
teorema de geometría del cual el quod erat demonstrandum estaba virtualmente
encerrado en la proposición. Al escuchar aquella voz, lord Ewald presumía que el
ingeniero no sólo iba a resolver teóricamente los problemas que suscitaban aquellas
afirmaciones monstruosas, sino que quizá los tuviese ya resueltos y se dispusiera a
probarlos.
El noble inglés, impresionado por la entereza terrible del electrólogo, sintió, al oír
el enunciado sorprendente, que todo el hielo de la ciencia le llegaba al corazón.
Empero, no interrumpió, pues era un hombre de gran serenidad. La voz de Edison se
hizo mucho más grave y melancólica.
—No he de daros ninguna sorpresa, milord. ¿Para qué? La realidad, como veréis,
es suficientemente maravillosa para que quiera rodearla de otro misterio ajeno al
suyo. Seréis testigo de la infancia de un ser ideal, puesto que vais a asistir a la
explicación del organismo íntimo de Hadaly. ¿En qué Julieta podría efectuarse
análogo examen sin que Romeo se desmayara?
En verdad, si los amantes pudiesen ver de una manera retrospectiva los

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comienzos positivos de la amada y su forma cuando empezó a moverse, su
apasionamiento se abismaría en una sensación en que lo lúgubre lucharía con lo
absurdo y lo inimaginable.
La Andreida, en sus primeros momentos, no ofrece la horrorosa impresión que da
el espectáculo del proceso vital de nuestro organismo. Todo en ella es rico ingenioso
y alarmante. Mirad.
Apoyó el escalpelo en un aparato central colocado a la altura de las vértebras
cervicales de la Andreida.
—En este punto reside el centro de la vida de los humanos. Es el sitio de donde
arranca la médula espinal. Un pinchazo aquí basta para mataros al instante, pues los
nervios que rigen nuestra respiración se reúnen precisamente en este lugar, y la más
leve lesión produce la asfixia. Para que veáis que he respetado el ejemplo de la
Naturaleza, os muestro que los dos inductores aislados en este punto corresponden
con el funcionamiento de los pulmones de oro del androide.
Examinemos los grandes rasgos de este organismo; luego os iré dando detalles.
El misterio emanado de estos discos metálicos hace que el calor el movimiento y
la fuerza queden repartidos en el cuerpo de Hadaly por las redes de hilos brillantes;
imitaciones exactas de nuestros nervios, nuestras arterias y nuestras venas. Por medio
de esos pequeños discos de vidrio que se interponen entre la corriente y los haces de
hilos, el movimiento empieza o termina en uno de los miembros o en toda la persona.
Aquí está un motor electromagnético de los más poderosos reducido en sus
proporciones y gravedad, donde todos los inductores se juntan.
El legado de Prometeo, la chispa, corre alrededor de esta varilla mágica y produce
la respiración al inducir una corriente en este imán colocado entre los senos, que atrae
la lámina de níquel unida a las esponjas metálicas. Esa hoja vuelve a su posición
primitiva por la regular interposición de este aislador. He previsto los profundos
suspiros que la tristeza arranca al corazón. Dado el carácter dulce y taciturno de
Hadaly no ha de serie ajeno tal encanto. Las mujeres saben que es fácil la imitación
de estos suspiros melancólicos. Todas las comediantas los venden por docenas y
resultan de los más perfectos.
He aquí los dos fonógrafos de oro, inclinados en ángulo cuyo vértice es el centro
del tórax: éstos son los pulmones de Hadaly. Se transmiten uno a otro las hojas
metálicas de sus armoniosas charlas como los cilindros de la imprenta se van
cediendo los rollos de él Una tira de estaño contiene horas enteras de conversación,
en la cual van incluidas las ideas de los más grandes poetas más grandes poetas, de
los más sutiles metafísicos y los novelistas más profundos de este siglo, a los cuales
me he dirigido y, a peso de oro, les he sacado todas sus maravillas inéditas.
Por eso digo que Hadaly sustituye una inteligencia por la inteligencia
antonomástica.
Mirad las dos imperceptibles agujas de acero temblando al pasar por las estrías de
los cilindros que dan vueltas gracias al movimiento incesante creado por la chispa

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misteriosa. Están esperando la voz de miss Alicia. Sin que ella lo sepa la
aprehenderán cuando recite, como insigne comedianta, escenas incomprensibles de
papeles misteriosos y desconocidos, en la función donde Hadaly encarne para
siempre.
Debajo de los pulmones está el cilindro donde quedaran inscritos los gestos, la
gentileza, las expresiones del rostro y las actitudes del ser adorado. Es un cilindro
semejante a esos de las cajas de música y de los organillos, que están erizados de
púas metálicas, y, así como por un cálculo musical, se reproducen las notas de un
baile o de un trozo de ópera por la disposición de los dientes vibrátiles respecto del
peine armónico, así el cilindro en cuestión, bajo otro peine que comunica con todos
los nervios de la Andreida, impone los gestos del donaire, las expresiones del rostro y
las actitudes de la mujer que encarnamos en la Andreida. El inductor de este cilindro,
es, como si dijéramos, el gran simpático del sorprendente fantasma.
Contiene el antedicho cilindro la producción de setenta movimientos generales.
Es, aproximadamente, el número de que puede disponer una mujer bien educada.
Nuestros movimientos, excepto en los nerviosos o convulsivos, son casi siempre los
mismos; las diversas situaciones de la vida los matizan y hacen que parezcan
diferentes. He calculado, después de descomponer los derivados, que veintisiete o
veintiocho movimientos constituyen una rara personalidad. Por otra parte,
recordemos que una mujer que gesticula mucho es un ser insoportable. He procurado
sorprender tan sólo los movimientos armónicos, desechando cuantos fueran
chocantes e inútiles.
El mismo movimiento que el fluido engendra une los pulmones de oro de Hadaly
con su gran simpático. Una veintena de horas de sugestivos diálogos están grabados
en esas hojas de una manera indeleble por medio de la galvanoplastia, y por otra parte
sus correspondencias expresivas están inscritas en las púas del cilindro, incrustadas
con un micrómetro. El movimiento de los fonógrafos, combinado con el del cilindro,
debe lograr una simultaneidad homogénea de la palabra con el gesto, los
movimientos labiales, la mirada y el claroscuro de la expresión sutil.
De esa manera, el conjunto queda regulado a la perfección, pues, aunque es más
difícil mecánicamente que inscribir una melodía y su acompañamiento en el cilindro
de un organillo, es cuestión de paciencia, de cálculo diferencial y de poder
aumentativo de las lentes el establecer la apetecida concordancia.
Yo puedo leer los gastos en ese cilindro tan de prisa como un impresor lee al
revés una página compuesta, cuestión de costumbre. Según las movilidades de miss
Alicia Clary corregiré mis pruebas: es una operación que no resulta difícil valiéndose
de la fotografía sucesiva de la cual acabáis de ver una aplicación.
Lord Ewald le interrumpió:
—Mas un diálogo requiere un interlocutor.
—Que seréis vos —respondió Edison.
—¿Cómo es posible que anticipéis y preveáis lo que he de preguntar a la

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Andreida?
—Con un solo razonamiento quedaréis persuadido de la sencillez del problema
que todavía no acabáis de comprender.
—Perdonad, cualquiera que pueda ser su simplicidad, si acepto su demostración,
será en merma de mi amor y de mi pensamiento, pues tendré que atenerme a su rigor
funcional.
—¿Qué importa eso, si asegura la realidad de vuestro ensueño? ¿Quién es libre?
Los ángeles de la leyenda antigua, quizá… Y si pueden ser considerados como tales
es porque se han librado de la tentación… por haber visto en qué abismo cayeron los
que intentaron pensar.
Los dos interlocutores se miraron en silencio.
—Si llego a comprender —dijo lord Ewald con estupor—, va a hacerse forzoso
que yo mismo aprenda mi papel de preguntas y respuestas.
—Pero podréis modificarlas ingeniosamente como hacéis en la vida para que la
esperada contestación se adapte a ellas. En definitiva, cualquier respuesta puede
cuadrar a cualquier interrogación. La humanidad tiene un gran caleidoscopio para
las palabras. Dada la jerarquía espiritual de un sujeto, un vocablo puede adaptarse a
cualquier sentido en la eterna aproximación y el continuo equívoco de los coloquios
humanos. ¡Existen tantas voces vagas, sugestivas, de una elasticidad de significado
tan extraordinario y cuya densidad de sentido depende tan sólo de aquello a que
responden!
Pongamos un ejemplo y aceptemos que sea la palabra «ya» aquella que la
Andreida deberá pronunciar en un momento determinado. Usted esperará la
pronunciación de esta palabra que vendrá en compañía del más tierno arrobamiento y
sonará con la voz de miss Alicia Clary.
¡Pensad a cuantas preguntas y a cuantos pensamientos puede responder
magníficamente este vocablo! Y en cuanto a su belleza y su profundidad, nadie mejor
que vos puede dárselas en la misma interrogación que diríais o en la misma alusión
que suscitéis.
Haréis lo que intentáis hacer en la vida con la Alicia real, y lo que nunca habéis
logrado con ella, pues cuando esperáis una palabra que tan adecuada es a una
circunstancia, y tan armónica con vuestro espíritu se presenta, que quisierais
apuntársela, ella JAMÁS la pronuncia y siempre aparece la disonancia desconsoladora,
la otra palabra que le dicta su estupidez y os atraviesa el corazón.
Tranquilizaos. Con la Eva futura, con la verdadera Alicia no sufriréis ese hastío
estéril. Llegará el término esperado y su belleza será proporcional a la sugestión. Su
conciencia no será la negación de la vuestra: será el aspecto de alma que prefiera
vuestra melancolía. Podréis evocar en ella el recuerdo del único amor, sin temer que
defraude las esperanzas que abrigabais. Sus palabras serán tan sublimes como sea la
inspiración que las suscite. No os cabrá el temor de ser incomprendido, como con la
viva. Únicamente será menester que tengáis en cuenta el tiempo que media entre las

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palabras. A veces no tendréis ni que articular voz alguna. Ella responderá a vuestras
ideas y a vuestros silencios.
—He de declararos —respondió lord Ewald— que si es una comedia lo que
perpetuamente me proponéis representar, me veo obligado a rechazar vuestro
ofrecimiento.

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II

Nada nuevo bajo el sol

He reconocido que aquello también era vanidad.

EL ECLESIASTÉS.

l oír aquello, Edison dejó sobre la mesa, al lado de la Andreida, el luminoso


A instrumento que servía para la disección de la criatura y dijo:
—¿Habéis dicho: una comedia? Sin embargo, creo que con el original, no hacéis
otra cosa más que representar un papel, callando y escondiendo, por mera cortesía,
vuestra opinión y vuestros pensamientos.
¿Quién es aquel que se imagina, bajo el sol, no representar hasta la muerte una
constante comedia? Sólo los que saben mal su papel pretenden lo contrario. ¡Todos
somos forzosamente comediantes! Y lo somos con nosotros mismos. ¿Ser sincero?
He ahí el ensueño completamente irrealizable. ¿Cómo podríamos ser sinceros, si no
sabemos ni estamos persuadidos de nada; si no nos conocemos a nosotros mismos?
Pretendemos convencer al prójimo de que estamos convencidos de algo, cuando en la
conciencia mal acallada escuchamos la advertencia de la duda. ¿Y para qué? Para
envanecerse con una fe ficticia, que sólo engaña un segundo y que el interlocutor
admite… para que dentro de un instante aceptéis sus opiniones. Todo es comedia. Si
pudiéramos ser sinceros, no habría sociedad que durara una hora, pues cada cual se
pasaría la vida en un mentís continuo. Reto al hombre más franco a que manifieste su
sinceridad sin que tenga que romperse la cara con sus semejantes. ¿Qué es lo que
sabemos para poder emitir una opinión sobre cualquier asunto que no sea relativo a
las influencias del medio, del siglo, de la disposición momentánea, etc.? ¿Y en amor?
¡Oh, si los amantes pudieran verse tal como son y saber el concepto que uno tiene del
otro, la pasión se desvanecería al punto! Felizmente para ellos olvidan la ley física
ineludible: dos átomos no pueden tocarse. Sólo penetran, uno en otro, en la ilusión de
su sueño, encarnada en el hijo que perpetúa la especie.
Sin ilusión, todo fenece: es inevitable. La ilusión es la luz. Más allá de las capas
atmosféricas de la tierra, a cuatro o cinco leguas de elevación no se percibe más que
un abismo color de tinta, sarpullido de ascuas mortecinas. Son las nubes, símbolos de
la ilusión, las que crean la luz, las que evitan las tinieblas. El cielo hace una comedia
con la luz. Atengámonos a su sagrado ejemplo.
En cuanto a los amantes, desde que creen conocerse, no quedan unidos más que
por la costumbre. Cuentan Siempre con el ser que su imaginación ha creado, con el
fantasma que han concebido, pero no con aquel ser que han descubierto en la
persona amada.
¡Comedia inevitable! Respecto de la que amáis, puesto que no es más que una
comedianta, y nunca, fuera de su papel, es digna de admiración, y aún dentro de él no

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os fascina, ¿qué más podéis pedir que su correspondiente androide, el cual no será
más que la quintaesencia de los deleitosos instantes, cuajada por un sortilegio?
—Todo cuanto decís es muy especioso —dijo el joven—. Lo peor es oír siempre
las mismas palabras, acompañadas por la misma expresión, aunque ésta sea
admirable. Creo que semejante comedia llegará a parecerme monótona.
—Yo creo —dijo Edison— que entre dos seres que se aman, toda novedad de
aspecto no puede acarrear más que la disminución del prestigio pasional y contribuir
a que se esfume el encanto. De eso provienen las rápidas saciedades de los amantes
que se percatan de su reciproca naturaleza real, despojada de los velos con que se
fascinaron y se atrajeron. En ese caso no es más que una diferencia con su ensueño lo
que comprueban, y ello basta para que lleguen al odio o a la repugnancia.
¿Por qué?
Porque encontraron gozo en una sola manera de concebirse, Y lo que quieren a
todo trance es conservar aquella sombra, tal y como es, sin aumento ni disminución.
Lo mejor es enemigo de lo bueno y no hay nada más desencantador que la novedad.
—¡Cierto! —murmuró lord Ewald, con una sonrisa cogitabunda.
—Como hemos dicho, el androide es la inmovilización de las primeras horas del
amor; es el momento del ideal hecho prisionero y ya empezáis a quejaros de que no
pueda abrir sus alas y huir. ¡Oh, humana naturaleza!
—Tened presente —respondió lord Ewald—, que este conglomerado de
maravillas, tendido sobre este mármol, no es más que un conjunto muerto de
sustancias inconscientes de su cohesión y del prodigio futuro que han de producir.
Podréis engañar mi vista, mis otros sentidos y mi espíritu, pero yo no podré nunca
olvidar que es impersonal «¿Cómo voy a amar a la nada?», me grita la conciencia.
Edison miró al inglés y le dijo:
—Os he demostrado que en el amor-pasión todo era vanidad sobre mentiras,
ilusión sobre inconsciencia, enfermedad sobre espejismo. ¿Amar la nada decís? ¡Qué
importa, si sois la unidad colocada ante el cero, como ante los otros ceros de la vida,
y éste, entre todos, va a ser el único que no os traicione y desencante!
¿No está extinguida en vuestro ser toda idea de posesión? No pretendo ofreceros
más una transfiguración de la bella viviente, es decir, lo que pedíais al «¡Quién
arrancará esa alma de ese cuerpo!». Y ya empezáis a temer de antemano la monotonía
de vuestro anhelo realizado. ¡Ahora queréis que la sombra sea tan voluble como la
realidad! Pues bien, voy a probaros con la más incontestable evidencia que ahora
padecéis una lamentable ilusión al creer que la realidad es tan rica en movilidad y en
novedades como pensáis. Recordad que el lenguaje de la felicidad en el amor no es
tan variado como suponéis en este instante, y que si así le concebís es por un afán
íntimo de conservar ese torturante desasosiego.
¡Oh, eternizar una sola hora de amor, la más bella, por ejemplo, la confesión
envuelta en el primer beso!
¡Oh, detenerla en su vuelo, fijarla y definirla! Y luego poder encarnar su espíritu y

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el último anhelo de nuestro corazón, ¿no sería el sueño de todos los seres humanos?
Con tal de rescatar esa hora ideal, se ama y se sigue amando, a pesar de las
diferencias y los aminoramientos que traen las horas siguientes. Éstas no son dulces
más que en lo que recuerdan aquélla. Nunca se sentiría cansancio por gozar de la
primera y única alegría. ¡Oh, grande hora monótona! El ser amado no representa más
que la perpetua reconquista de ese lapso de tiempo y todo nuestro encarnizamiento se
encamina a resucitarle. ¡Las otras horas no hacen más que acuñar esa hora de oro!
Sentado esto en principio, decidme, si vuestra amada encarnase en la hora en que
fuisteis más felices —cuando dijo unas palabras que algún dios le inspiró— con la
única condición de repetirle las frases que pronunciasteis durante aquella hora,
¿creeríais representar una comedia aceptando el divino pacto? ¿No despreciaría
usted las demás palabras humanas? ¿Os parecería monótona esa mujer? ¿Echaríais de
menos las horas siguientes en que apareció tan distinta que estuvisteis a punto de
arrancaros la vida por ello?
Sus razones, su mirada, su bella sonrisa, su voz, su persona tal como fue en aquel
momento, ¿no os bastaría? ¿Pediríais la restitución de las otras expresiones
insignificantes y vacías, dichas en el tiempo que sucedió a la ilusión perdida? No.
¿Qué es lo único que repite el que ama, sino esas dos palabras deliciosas que ya ha
pronunciado mil veces? ¿Qué es lo que quiere oír fuera de los dos vocablos?
Nada mejor que escuchar las pocas palabras que puedan deleitarnos, precisamente
porque ya nos deleitaron una vez. Sucede en eso como en la contemplación de un
bello cuadro o estatua; todos los días se descubren bellezas insospechadas. O como
con el libro que leemos sin cansarnos, preferentemente a otros que no podríamos
abrir siquiera. Una sola cosa bella contiene el alma de todas las demás: La mujer
amada encierra en sí a todas las otras. Cuando nos es concedida una de estas horas
absolutas, las demás nos parecen vacías, y la evocación de la única grata absorbe todo
el empeño espiritual, como si pudiéramos arrancarle al pasado su presa.
—Sí —respondió amargamente lord Ewald—, mas lo peor es no poder
improvisar una expresión.
—¿Improvisar? ¿Creéis aún que se puede improvisar algo? ¿No sabéis que se
recita siempre? Cuando rezáis, ¿no son vuestras oraciones aquellas que aprendisteis
de niño en los catecismos y devocionarios? ¿No las recitáis, o las leéis, mejor dicho,
de memoria, tales como fueron compuestas ya para siempre e inmejorablemente por
los más duchos en confeccionar jaculatorias? Dios otorgó la fórmula para orar:
«Cuando reces tendrás que rezar ESTO», y desde hace dos mil años todas nuestras
plegarias son arreglos de la que nos legó. Y en la vida misma, ¿no es verdad que las
conversaciones mundanas parecen finales de epístolas?
Cada palabra no puede ser más que repetida. No es preciso tratar a Hadaly para
estar frente a un fantasma.
Los oficios tienen un conjunto peculiar de frases; los hombres las usan y les dan
vueltas hasta la muerte; el vocabulario profesional, por muy extenso que parezca, se

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reduce a un centenar de expresiones-tipos recitadas constantemente.
¿No os ha interesado nunca evaluar el número de horas que un peluquero de
sesenta años, que haya empezado el oficio a los dieciocho, ha invertido en
conversaciones de cinco minutos iniciadas todas con la consabida frase: «¡Qué buen
(o mal) tiempo hace!»? El cálculo acusa que en tan vacuas charlas empleó catorce
densos años de su vida, la cuarta parte casi; el resto lo destinó a crecer, gimotear,
comer, beber, dormir y votar con un relativo criterio.
¿Qué es lo que se puede improvisar que no haya sido dicho por millares de bocas?
Lo único que nos cabe hacer es truncar, arreglar o repetir cuanto los demás dijeron.
¿Semejante mérito vale la pena de que se nos llore o se nos escuche? ¿No acabará
mañana la muerte y su puñado de tierra con toda la insignificante verbosidad trillada
y redicha que hemos emitido como improvisación?
No vacilemos en preferir, como ahorro de tiempo, las admirables condensaciones
de vocablos, compuestas por los más duchos en el oficio, que expresan
individualmente las sensaciones de la humanidad entera. Esos hombres–mundos han
analizado los más delicados matices de la pasión. Al exprimir millares de volúmenes
han extraído la última esencia que ha quedado condensada en unas líneas. Son lo
mismo que nosotros, cualquiera que sea nuestro natural. Son las encarnaciones del
dios Proteo que todos llevamos dentro. Nuestras ideas, nuestras palabras, nuestros
sentimientos están aquilatados y definidos en sus espíritus con sus más remotas
ramificaciones, a las cuales no nos atrevemos a llegar. Saben exactamente y de
antemano todo lo intenso, lo mágico, lo ideal que nuestras pasiones pueden
sugerirnos. Nosotros no podemos hacer nada mejor, ¿para qué nos acogeríamos a
nuestra inhabilidad so pretexto de que es personal, cuando el problema del bien decir
es también una ilusión?
—Proseguid la anatomía de la bella —respondió lord Ewald después de una
pausa meditabunda—, estoy pendiente de vuestro discurso.

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III

La facultad de andar

Incessu patuit dea.

VIRGILIO.

bedeciendo a su amigo, el ingeniero volvió a tomar en sus manos las pinzas de


O vidrio:
—El tiempo apremia, en efecto —dijo—. Apenas si me queda tiempo para daros
una idea general de la posibilidad de Hadaly; sin embargo, bastará con esa idea; lo
demás es cuestión de técnica. Primeramente quiero que conste la simplicidad
fabulosa de los medios que he utilizado en mi tentativa.
Aquí es donde he puesto orgullo en probar toda mi ignorancia a los admirables
sabios que honran a nuestra especie.
Mirad: el ídolo tiene los pies de plata, como las bellas noches. Su amanerado
mecanismo no necesita más que la dermis nívea, el saliente del tobillo, las uñas
rosadas y las venas azules de vuestra cantante. Mas si parecen ligeros en su donaire,
no lo son en realidad. Su macicez interior está conseguida por la densidad fluida del
azogue, que alcanza su nivel hasta el principio de la pantorrilla, llenando todo el pie y
su prolongación, consistente en una envoltura de platino. Las dos extremidades, que
pesan cincuenta libras, son, empero, de una intranquilidad casi infantil.
Parecen ligeros como dos pájaros, gracias al electroimán que les mueve y anima
el movimiento crural.
En el talle, oculto hasta ahora por un velo negro, la armadura queda dividida en
una línea alabeada, desde la cual parten múltiples alambres que unen el sistema crural
a la cintura y a la extremidad del abdomen. Esa cinturilla no es circular, sino oval, de
un óvalo desvencijado hacia adelante, como el de los corsés.
El talle de la Andreida, cuando se cubra de carne flexible y resistente, tendrá el
doblez gracioso, la ondulación firme, lo inexpresable del garbo, que tan seductores
son en una simple mujer. La disposición de los muelles de alambre es tan favorable
que si bien la mantienen derecha con la esbeltez del pobo, también le permiten hacer
cuantos movimientos laterales son propios de su modelo. Todas las desigualdades de
los alambres están minuciosamente calculadas: cada hilo está sometido a la corriente
central, que según las ondulaciones del torso viviente dependerá de las inflexiones
personales que le dicte el cilindro-motor.
¡Sorprendido quedaréis de la identidad del encanto que difundirán los ademanes y
las actitudes! ¡Si dudáis que la gracia femenina estribe en tan pequeños detalles,
examinad el corsé de miss Alicia Clary y estableced la diferencia existente en los
modos de andar y líneas de cuerpo, de cuando le lleva a cuando va sin él! Algunas de
las desiguales flexiones de una articulación, sobre todo en los brazos, cuyos laxos

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abandonos son muy ambiguos, me han costado muchos desvelos.
Respecto del cuello, los movimientos transmitidos por los hilos son de una
delicadeza irreprochable de gálibo. Es el cisne femenino. El grado de coquetería se
mide con toda exactitud.
¿No presenta toda esta osamenta de marfil una acabada perfección? Este
esqueleto encantador está unido a la armadura por unos anillos de cristal en los cuales
juega cada hueso hasta el debido grado conveniente para el movimiento apetecido.
Antes de deciros cómo se levanta la Andreida, supongámosla de pie e inmóvil. Lo
primero que debéis hacer es concebir el propósito de que ande una distancia prevista
y conforme con la medida de su paso. Con una simple orden en la amatista de su
anillo, la chispa oculta se convierte en movimiento de relación.
He aquí el enunciado en bruto, sin comentarios, del teorema físico presentado por
medio de los sucesivos esquemas de la Andreida: revelan éstos los medios que utiliza
para andar. La evidente posibilidad de tal prodigio se derivará de la demostración.
En la extremidad del cuello de cada fémur se encuentra una rodajita de oro,
ligeramente cóncava como el guardapolvo de un reloj y de la dimensión de un dólar.
Están inclinadas formando ángulo y cada cual está montada en una espiga móvil
metida en el hueso femoral.
En la situación de absoluto reposo, la punta de ambas espigas sobrepasa en unos
dos milímetros los fémures, lo cual produce una no adherencia de los discos de oro
con los cuellos femorales.
Las BB de sus diámetros, que en A tocan la cadera interna del androide, quedan
unidas por una corredera muy cóncava, compuesta de muchas hojas metálicas, que se
presta al movimiento del paso por el número tan grande de aberturas que presenta. En
su mismo centro se encuentra, en estado libre, este esferoide de cristal. Es un globo
relleno de mercurio; su peso es de ocho libras. Al más leve movimiento de la
Andreida, resbala por la corredera, de un lado a otro, de disco a disco. Mirad, por otra
parte, en la región alta de cada pierna hay una menuda biela de acero, partida en dos y
cuyas ramas juegan en una articulación también de acero. Una de las extremidades
está sólidamente sujeta a la escisión dorsal interna de la armadura, por encima, claro
es, de la cinturilla de flexibilidad; la otra se une al borde anterior interno de cada
pierna.
Cuando la Andreida está acostada, las dos bielas se hallan dobladas en sus
centros, formando ángulo agudo, en aquella parte divinizada en la Venus Calípiga. La
articulación de acero que forma la punta del ángulo queda por debajo de los dos
brazos de la biela. Observad estas dos nutridas redes de alambres, que desde el
interior del espaldar de la armadura van al sitio donde la parte anterior de las bielas se
une a cada pierna. Allí forman un cordón que se mantiene en contacto con la parte
anterior de la biela en forma de nudo corredizo.
Cuando la armadura está cerrada, estas barras pectorales de acero, convexas,
adaptadas al peto a guisa de sistema costal, soportan y retienen los dos haces,

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aislándolos de todos los aparatos, a través de los cuales pasan, por debajo de los
fonógrafos.
Después de todo, éste viene a ser poco más o menos el proceso fisiológico del
paso humano, y los medios locomotores expuestos no difieren de los naturales más
que en apariencia. ¡Qué importan, además, con tal de que el androide ande!
El entrecruzamiento de los hilos de acero basta para atraer hacia adelante el peso
del torso cuando se solicita la marcha.
Encima del ángulo de las bielas, he aquí los imanes en comunicación con el hilo.
Este otro es el alambre generador del paso; está directamente en relación con el
aparato dinamo-eléctrico, no quedando entre ellos más distancia que unos tres
centímetros; lo bastante para permitir la interposición del aislador.
El inductor se prolonga hasta la altura torácica. Allí los dos hilos que
corresponden con los imanes de cada pierna, esperan la influencia del fluido
dinámico reciben éste alternativamente, pues uno se electriza acarreando la
interposición del aislador del otro.
Excepto cuando la Andreida está tendida o cuando el aislador se interpone entre
el hilo generador y los imanes, el esferoide de cristal está siempre moviéndose de un
disco a otro, aprisionado en el surco de la corredera, que se estira y encoge según los
movimientos de las piernas. Aquella que primero recibe la bola de cristal en su rodaja
se extiende en el acto.
Sentado esto, aquí tenéis la prueba necesaria para la inteligencia de la exposición.
Supongamos que por un ligero movimiento interno, determinado por la eléctrica
invitación de la amatista, el esferoide se coloque sobre el disco de la pierna derecha.
Éste, por causa de su falta de adherencia cede al peso del globo; la espiga penetra
en el cuello del fémur produciendo el inmediato contacto de éste con la rodaja. Al
bajar, la espiga toca el hilo inductor de la pierna, que recibe la acción del generador.
Llega el fluido al imán de la articulación-crural superior y en ella multiplica
instantáneamente su potencia. Ese imán atrae con violencia el cubo o juego de la
biela; ésta se extiende en línea recta y produce la tensión de la pierna a que está
soldada, la cual quedaría suspendida en el aire si todo el cuerpo, atraído por el nudo
corredizo del cordón de alambres, no sé inclinara hacia adelante. La pierna, arrastrada
por el peso del pie y del zapato, pisa tierra, con un paso de cuarenta centímetros.
Luego os diré cómo la Andreida se sostiene en equilibrio.
En cuanto el pie toca tierra, una emisión dinámica llega a los imanes de la
coyuntura de hierro de la rodilla que, jugando en la rótula, pone en tensión la pierna.
Como todos los movimientos se suceden en cierto modo paulatinamente, no es de
lamentar ninguna brusquedad de conjunto. Cuando la pierna esté cubierta de carne
ese movimiento será idéntico al humano. En nuestro paso hay también una brusca
sacudida del fémur que queda compensada por la laxitud de la rodilla, que se extiende
ulteriormente. Si hacéis funcionar las articulaciones de un esqueleto, sus
movimientos os parecerán violentos y automáticos. Lo que los corrige es la carne y

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los vestidos.
Habiendo posado pie en tierra, la Andreida quedaría inmóvil en esa postura, si la
tensión de la rótula no repeliese, a tres centímetros del hueso del fémur, la espiga y la
rodaja de oro en la cual descansa el globo de cristal. Empujada la rodajita, y sin
apoyo en la cabeza del hueso, hace báscula hacia su gemela de la izquierda. La bola
se escapa por la corredera de acero, y, por su peso, inclinación y velocidad, va a
quedarse en la rodaja del fémur izquierdo.
En cuanto ésta cede, el aislador de la derecha se interpone y sus imanes quedan
sin corriente; la cabeza de la biela derecha, más pesada que los brazos, cae, mientras
que su compañera de la izquierda, al extenderse con dulzura sobre la pierna
reproduce el fenómeno del paso de la Andreida indefinidamente, hasta que las
inscripciones del cilindro se acaben o intervenga la influencia de una sortija.
Es de advertir que cada rodilla queda aislada, inmediatamente después de la
tensión de la rodilla opuesta, condición sin la cual la pierna se doblaría
prematuramente. No es de temer tal percance ni en el caso de que la Andreida se
arrodille, extraviada en un místico éxtasis, como esas sonámbulas que quedan
inmovilizadas por los magnetizadores.
La serie alterna de flexiones y tensiones presta a la marcha del androide una
sencillez verdaderamente humana.
El ruido incesante del cristal en la corredera y sobre las rodajas queda ahogado
por los encantos de la carne. El oído, aún pegado a la armadura, no podría escucharlo
sin el auxilio del micrófono.

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IV

El eterno femenino

Caín: —¿Sois felices?


Satán: —Somos poderosos.

LORD BYRON. CAÍN.

n la frente de lord Ewald brillaba el sudor en gotas como lágrimas. El joven


E miraba el rostro glacial de Edison. Sentía que, tras aquel chancear estridente y
positivo, se ocultaban en lo último del pensamiento dos tragedias que la demostración
envolvía.
La primera era el precio del amor a la humanidad.
La segunda era la desesperación, el grito más intenso y más profundo que haya
lanzado a los cielos un viviente.
Lo que en realidad decían aquellos dos hombres, el uno con sus cálculos
literariamente transfigurados; el otro, con su silencio de adhesión, eran estas palabras
dirigidas a la incógnita X de las causas primeras.
«La compañera que te dignaste concederme antaño, en las primeras noches del
mundo, ha venido a ser el simulacro de la hermana prometida. Ya no reconozco en su
forma tu huella y no puedo considerarla como una compañera. ¡Cómo se agrava el
exilio, mirando, como a un juguete de mis sentidos de barro, a aquella encantadora y
sagrada consoladora del mundo, que debía ser ante mis ojos obsesos de la huera
inmensidad el dulce recuerdo del bien perdido! A fuerza de siglos y de penas, me
hastía el permanente engaño de esa sombra. ¿Para qué voy a arrastrarme en el
instinto, desde donde me atrae y me tienta, creyendo, en vano, que constituye mi
amor?».
«Por eso, viajero que aquí descansas unas horas, ensayo, esta noche en este
sepulcro, con la risa de la humana melancolía, ayudado por la ciencia prohibida, fijar
la visión, el fantástico espejismo que tu generosa clemencia siempre me dejó
aguardar».
Tales eran los pensamientos que se ocultaban tras el análisis de la sombría obra
maestra.
El electricista tocó un punto de la pequeña urna transparente, cerrada y llena de
agua muy pura, suspendida a la altura del esternón del androide. La lámina de carbón,
que hasta entonces estuvo levantada, se sumergió. Empezó a retumbar la muñeca de
metal.
El interior de la armadura parecía un organismo humano, chispeante y nebuloso,
matizado de oro y de relámpagos.
Edison continuó:
—Este humo oloroso y color de perla que circula como vedijas claras bajo el velo

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negro de Hadaly, es sencillamente vapor de agua asimilada por la pila. La chispa que
circula por su cuerpo, como la vida misma, hace que se volatilice. ¡Sin embargo,
estos rayos están prisioneros y son inofensivos! ¡Mirad!
Al decir esto, Edison tomó sonriendo la mano del androide, cuando era más
intenso y tonante el chisporroteo en sus fibras nerviosas.
—Como veis, es un ángel —añadió con torio grave—, si es cierto lo que enseña
la Teología, según la cual los ángeles no son más que fuego y luz. ¿No fue el barón de
Swédenborg quien se permitió añadir que eran hermafroditas y estériles?
Y después de un silencio:
—Pasemos a la cuestión del equilibrio. Ofrece dos aspectos: el equilibrio lateral y
el equilibrio circular. Conocéis los tres equilibrios de la Física: estable, inestable e
indiferente; pues bien, su unidad es Jo que mantiene el movimiento del androide.
Veréis que para hacer caer a Hadaly, se necesitaría un empuje mayor que para
derribaros, a menos que deseéis su caída.

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V

El equilibrio

Hija, ponte derecha.

CONSEJOS DE MADRE.

l deus ex machina, prosiguió:


E He aquí primero, el equilibrio lateral; el otro, encerrado en la armadura
dorsal, se obtiene de la misma manera.
Dados el fluido eléctrico y los imanes, el equilibrio era posible necesariamente.
Luego:

1ª Cualquiera que sea la postura del androide, la perpendicular pasa de la


clavícula supuesta a la vértebra prominente, y de ésta al maléolo interno, lo
mismo que en nosotros.
2ª Cualquiera que sea la movilidad de estos dos pies «adorables», siempre
constituyen los extremos de una recta horizontal sobre la cual se proyecta una
vertical, trazada desde el centro de gravedad real de la Andreida, sea cual sea
su actitud.

¡Bellas son las caderas de Hadaly como las de la Diana cazadora! Pero sus
cavidades de plata contienen dos frascos–vasculares de platino, de los cuales os
explicaré en breve la utilidad. Sus bordes, a pesar de ser resbaladizos, son casi
adherentes a las paredes de las cavidades ilíacas, por ofrecer una forma sinuosa.
El fondo de esos recipientes, cuya boca es de la forma de las paredes, termina en
conos rectangulares. Los ejes de los conos inclinados hacia abajo forman un ángulo
de cuarenta y cinco grados respecto de su nivel de altura. Si se prolongaran las puntas
de esos vasos, se encontrarían las líneas trazadas entre las rodillas del androide.
Forman estas dos puntas el ficticio vértice invertido de un triángulo rectángulo
cuya hipotenusa fuera una horizontal imaginaria que dividiera en dos el torso.
La línea del ecuador terrestre no existe, pero es ideal; imaginaria, pero real, como
si fuera tangible. Lo mismo son las líneas en que nuestro equilibrio se formula, y a las
cuales la ley misma que determina otorga realidad. Habiendo calculado exactamente
el peso de los diversos aparatos puestos encima de esa línea ideal, y habiéndolos
dispuesto en la inclinación deseada creo que el sentido de todos los pesos podría
representarse por un segundo triángulo rectángulo superpuesto al primero, cuyo
vértice estuviera en el centro de la hipotenusa de éste. La base del segundo sería el
nivel de los hombros. Los vértices de los ángulos agudos de ambos están en las
mismas verticales.
De esta manera, todo el peso del cuerpo, rígido e inmóvil, gravitaría según la

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vertical ideal que une el centro de la frente del androide con el punto de contacto de
sus talones.
Como todo cambio de postura traería consigo una caída, los dos anchos y
profundos vasos de platino están mediados exactamente de mercurio. En la mitad del
nivel de metal comunican entre sí por estos dos tubos flexibles de acero y platino que
están puestos debajo del cilindro–motor.
En el centro del disco superior, que cierra herméticamente cada uno de los vasos,
queda atornillada la extremidad de un arco de acero, muy sensible y potente. La otra
extremidad está fija a la parte superior de la cavidad de plata de la cadera, que ejerce
una contención adherente para los dos aparatos. El arco no queda tendido tan solo por
el peso específico del azogue: veinticinco libras, sino qué su tensión es equivalente al
nivel interior del metal en cada frasco más un centímetro. Por la excesiva tensión, el
arco acerca los frascos a la cavidad ilíaca, mas queda contenido a una altura
correspondiente al nivel del mercurio por un pequeño tope que detiene el rozamiento
del frasco con las paredes de la cavidad.
Gracias a este obstáculo, la tensión del arco permanece constante. La adherencia
lateral de las tapas al tope de acero es perfecta cuando el nivel es el mismo en los dos
frascos.
A cada movimiento del androide el nivel flotante oscila y cambia, pues el líquido
metal se encuentra en un estado de fluctuación perpetua de un frasco a otro, a causa
de los tubos que arrojan un excedente de mercurio en el recipiente donde el equilibrio
está a punto de romperse.
El sinuoso vaso de platino, cediendo y deslizándose por causa del aumento de
metal acrece la tensión del arco. La irrupción del azogue en el lado en que el androide
se inclina, facilitaría su desplomo si la punta cónica del frasco no se pusiera en
contacto, desde el segundo centímetro de elevación, con la corriente dinámica. En
cuanto ésta se establece, el sistema de imanes que poseen las paredes de los frascos
hace refluir en el opuesto la cantidad de mercurio necesaria para establecer el
contrapeso deseado. Por ese contradictorio movimiento, sin cesar, salvo en el reposo,
queda rectificada toda vacilación fundamental del cuerpo. Dada la disposición
angular de los conos vasculares, el centro de gravedad del androide no es más que
aparente e inestable en el nivel de mercurio. La Andreida no soportaría el violento
reflujo de azogue si no tuviera el centro de gravedad real, fuera de su cuerpo, en una
vertical que partiendo del punto de la base del cono más alejado en apariencia, se
prolongara a lo largo de la pierna inmóvil, equilibrando lateralmente el peso de la
móvil.
La oscilación, el reflujo, el desplazamiento del centro de gravedad, son continuos,
como la corriente que les anima y regula el fenómeno. Las tensiones del arco
obedecen escrupulosamente al menor movimiento del androide y el nivel de mercurio
está en perpetua mudanza. Los tubos comunicantes son el balancín de acróbata. Al
exterior, nada revela la lucha interparietal de donde nace el primer equilibrio.

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Respecto del equilibrio en conjunto, mirad desde las clavículas hasta las vértebras
lumbares, esas complicadas sinuosidades en las que ondula el mercurio sin descanso,
y en donde los excesos de gravedad están compensados por trasiegos instantáneos,
producidos por sutiles sistemas dinamo magnéticos. Esas circunvoluciones permiten
al androide levantarse, tenderse, erguirse, agacharse y andar como nosotros. Por su
complejidad puesta en juego, podréis ver a Hadaly cogiendo flores sin caerse.

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VI

Sobrecogimiento

El sabio no ríe más que temblando.

PROVERBIO.

o he hecho más que indicaros a grandes rasgos la posibilidad del fenómeno. Son
N las doce, y los minutos que nos quedan apenas si permiten que abordemos
algunos detalles.
Lo difícil era hacer el primer Andreida. Hallada la fórmula general, de aquí en
adelante, no es más que labor de operarios. No dudemos que pronto se fabricarán
millares de seres como éste y que habrá industriales que monten manufacturas de
ideal.
Ante aquella broma, lord Ewald, que estaba algo nervioso, empezó a reír
discretamente; luego, al ver que Edison reía también, se sintió invadido por la más
aguda hilaridad; el sitio, la hora, el sujeto de la experiencia, la idea común que les
había agitado, todo aquello le parecía aterrador y absurdo. Por primera vez en su vida
sufrió un ataque de risa que retumbó con múltiples ecos en el edén sepulcral.
—Sois un chirigotero terrible —dijo.
—Démonos prisa —replicó el electrólogo. Voy a explicaros cómo he de trasladar
a esta posibilidad móvil todo lo exterior de vuestra favorita.
Al tocarla, la armadura se cerró lentamente. La mesa de pórfido se inclinó.
Hadaly permanecía en pie entre sus creadores.
Inmóvil, velada y silenciosa parecía mirarles bajo las tinieblas que ocultaban su
rostro.
Edison tocó una de las sortijas del guantelete de plata de Hadaly.
La Andreida se estremeció. Volvía a ser aparición; el fantasma se reanimaba.
La huella desilusionante que la reciente explicación había dejado en el espíritu de
lord Ewald se borraba ante el otro aspecto.
Pronto volvió el joven, ya muy serio, a considerarla con aquel indefinible
sentimiento que había despertado en él hacía una hora.
El ensueño volvía y desandaba el camino de la hora transcurrida.
—¿Has resucitado? —preguntó Edison al androide.
—Quizá —respondió Hadaly bajo su velo de luto y con seductora voz.
El movimiento de la respiración levantaba su seno. Cruzó las manos, e
inclinándose hacia lord Ewald le dijo con voz riente:
—Quiero pediros una gracia, milord, a cambio de mi ser ¿me lo permitís?
—Con sumo gusto, miss Hadaly.
Edison alineaba sus escalpelos. El androide se alejó por los floridos arriates del
subterráneo. De la rama de un arbusto descolgó una escarcela de raso y terciopelo

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negros, parecida a las de las postulantes y volvió con ella abierta ante el inglés
anonadado.
—En este mundo, milord, no hay noche de placer completa si no se redime a sí
misma con una obra de caridad disimulada entre sus atractivos. Soportad, pues, que
implore vuestra piedad en favor de una adorable mujer joven y viuda y de sus dos
niños.
—¿Qué quiere decir? —interrogó lord Ewald a Edison.
—No sé —respondió Edison—. Escuchémosla. A veces me da a mí sorpresas
como ésta.
—Para ella pido humildemente auxilio —continuó la Andreida—; si algo la
retiene a la vida son sus hijos, y si no la abandona es por fidelidad al deber de darles
pan. El infortunio ha engrandecido su alma y le ha dado sed de muerte. Un perpetuo
éxtasis la eleva por encima de este mundo, y, aunque la priva de efectuar sus labores
y la concede la fortaleza ante las privaciones, no aminora en ella el amor a sus hijos.
Vive en un estado espiritual que no le deja percibir más que las cosas eternas, hasta el
punto de que ha olvidado su nombre terrestre por otro que algunas extrañas voces le
ha adjudicado en sueños. No dudo que a mi primera suplica, habitante del mundo de
los vivos, no desdeñéis unir vuestra limosna a la mía.
Al decir esto, tomó de un estante algunas monedas de oro y las echó en la bolsa.
—¿De quién habláis, miss Hadaly? —preguntó lord Ewald acercándose al
androide.
—De la señora Anderson, milord Celian; de la mujer de ese desgraciado que
murió de amor por los lamentables objetos que ahí descansan.
Y señaló con el dedo el sitio de la muralla donde estaba el cajón fúnebre.
Aunque lord Ewald fuera dueño de sí mismo no pudo reprimir un movimiento
esquivo y medroso ante Hadaly, inclinada con la escarcela en la mano.
Aquella alegoría le pareció la más siniestra de todas como si su limosna alcanzase
a toda la humanidad:
Sin contestar arrojó varios billetes en la bolsa negra.
—Mil gracias, milord Celian, en nombre de los dos huérfanos —dijo Hadaly—. Y
al punto desapareció entre los pilares sirios.

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VII

Nigra sum, sed formosa

Hay secretos que no quieren ser revelados.

EDGAR ALLAN POE.

ord Ewald miró como se alejaba:


L —He sufrido una sorpresa profunda, querido Edison, frente a un hecho
fundamentalmente enigmático para mí. Éste es el que vuestra Hadaly me interpele,
nombre y responda y, tanto aquí como arriba, pueda sortear los obstáculos. Repito
que esos hechos me parecen inconcebibles, pues suponen un discernimiento en ella.
No me podréis demostrar que unos fonógrafos hablen antes de que una voz humana
tenga tiempo de grabar respuestas tan precisas, o un motor pueda dictar a un metálico
fantasma ademanes y pasos que el cálculo complicado no ha podido determinar.
—Pues bien, las particularidades que señaláis son relativamente las más fáciles de
producir entre todas las demás. Así os lo he de probar, y a ello me comprometo. Más
extrañeza os causaría la sencillez de su explicación que el fenómeno de su misterio
aparente. Mas como ya os lo he dicho, creo, en beneficio de la necesaria ilusión, que
debo diferir la revelación del secreto. Sin embargo, no habéis tenido curiosidad ni me
habéis interrogado acerca de la naturaleza actual del rostro del androide.
Lord Ewald se estremeció.
—Puesto que estaba tapado, era muy poco discreto querer inquirir sus rasgos.
Edison miraba a lord Ewald con una grave sonrisa.
—No creí —respondió— que quisierais crearos un recuerdo capaz de enturbiar la
visión prometida; el rostro que yo os enseñara esta noche permanecería fijo en
vuestra memoria y siempre se transparentaría detrás del futuro semblante que es el
que alimenta la esperanza. Ese recuerdo molestaría vuestra ilusión al despertar una
sospecha de dualidad. Por eso, aunque este velo escondiera las facciones de una
Beatriz ideal, no queréis verle, y tenéis razón. Por un motivo análogo no puedo ahora
revelaros el secreto a que aludís.
—Está bien —respondió lord Ewald.
Luego añadió, como queriendo disipar la idea suscitada por el electrólogo:
—¿Vais a revestir a Hadaly de una encarnación idéntica a la de mi amor?
—Sí —respondió Edison—; primeramente trataremos no de la epidermis, que es
el capital problema, pero sí de la carne.

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VIII

La carne

Carne de la mujer, arcilla ideal, ¡oh prodigio!

VICTOR HUGO.

¿ ecordáis el brazo y la mano cuyo contacto os sorprendió, arriba, en mi


R laboratorio? Pues será esa misma sustancia la que he de emplear.
La carne de miss Alicia Clary se compone de partes de grafito, de ácido nítrico,
de agua y de otros cuerpos químicos reconocidos en el examen de los tejidos
subcutáneos. Su composición, sin embargo, no os da la clave de por qué la amáis. La
reconstitución de los elementos de la carne del androide no llevaría luz alguna a
vuestro espíritu, puesto que la prensa hidráulica, al coagularlos y homogeneizarlos,
como la vida con nuestra carne, ha transformado literalmente su individualidad en
una síntesis que no se analiza, pero se goza.
No podéis imaginaros hasta qué punto el impalpable polvo de hierro, reducido,
imantado y repartido en la carne, la hace sensible respecto de la acción eléctrica. Las
extremidades capilares de los hilos de inducción que atraviesan los imperceptibles
orificios de la armadura están entremezcladas con las fibrosas aplicaciones de la
carne. Ésta queda cubierta por la membrana diáfana de la epidermis, que se adhiere a
ella y la obedece. Las partículas de hierro son conmovidas por intensas y graduadas
variaciones de corriente: la carne traduce esos cambios por contractibilidades
insensibles, ateniéndose a las micrométricas incrustaciones del cilindro. Esas
variaciones, añadidas unas a otras, producen un desvanecido en la sucesión, producto
de los mismos aisladores. La serena continuidad de la corriente neutraliza toda
posibilidad de sacudidas y, gracias a ella, se logran matices de expresión, sonrisas de
Gioconda e identidades verdaderamente… aterradoras.
Esta carne, que se presta a la penetración de las calorías engendradas por mis
elementos, produce al tacto la impresión prestigiosa, el sobresalto y el sentimiento
indefinible de la afinidad humana.
Como debe ser transparente y su esplendor ha de ser amortiguado por la
epidermis, su matiz es níveo, ligeramente teñido de tonos ámbar y rosas pálidos y de
un brillo vago que le dé el amianto en polvo. La acción fotocrómica le da el color
definitivo. De ella depende la ilusión.
Respondo de persuadir esta noche a miss Alicia Clary para que acceda a nuestro
experimento, y, sin conocerla, afirmo que he de conseguir fácilmente lo que pretendo,
dada la vanidad femenina.
Cuidadoso de las conveniencias, mi primer auxiliar será una mujer, una gran
artista de la escultura completamente lograda y que, desde mañana, en mi laboratorio,
empezará la obra. No tendrá vuestra amada en su indispensable desnudez, otra testigo

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ni imitadora más que esa fiel y profunda artista, que, sin idealizar, reproduce
escrupulosamente. Para obtener la forma matemática del cuerpo de la viviente
empezará por tomar con instrumentos de la más alta precisión, la talla, altura, ancho,
dimensiones estrictas de los pies y de las manos, de las facciones, de los brazos y las
piernas, as1 como el peso total de vuestra amiga. Será cuestión de media hora.
Hadaly, invisible, en pie, escondida tras cuatro grandes objetivos espera su
encarnación.
Esta sustancia carnal, espléndida y humana, se unifica y adhiere, por medio de
minuciosas precauciones, a la armadura del androide, conformemente a las
morbideces de bella viviente. Como esta sustancia se presta, bajo utensilios sutiles, a
un cincelado tenue e ideal, la tosquedad del esbozo desaparece en seguida; el
modelado se acusa, las líneas surgen, pero sin color ni matiz: es la estatua esperando
al Pigmalión creador, La cabeza cuesta tanta atención y trabajo como el resto del
cuerpo, por causa del juego de los párpados, del lóbulo de la oreja, de la palpitación
de la nariz al respirar, de las transparencias de las venas y de las curvas de los labios.
Todas estas partes están hechas de una materia más sutil y más trabajada por la prensa
hidráulica. Pensad que a los exiguos imanes, ocultos en estos mil puntos luminosos
indicados en la fotografía de la sonrisa, por ejemplo, hay que unir una
correspondencia de imperceptibles inductores aislados unos de otros. Poseo todo el
material y las fórmulas generales, pero la indispensable perfección en el parecido
requiere, cuando menos, siete días de labor constante y escrupulosa. Como para hacer
el mundo. Recordad también que la poderosa Naturaleza invierte dieciséis años y
nueve meses en confeccionar una mujer bonita, después de múltiples diseños, de
infinitas modificaciones, y que su obra es efímera y frágil. Una enfermedad puede
borrarla con su soplo.
Después del primer modelado, abordaremos decididamente la semejanza
ABSOLUTA de los rasgos fisonómicos y de las líneas del cuerpo.
Ya conocéis los resultados obtenidos por la fotoescultura. Se puede llegar a una
transposición de aspecto. Tengo instrumentos nuevos, de perfección milagrosa,
fabricados según mis dibujos; con ellos se puede obtener la identidad de relieve y de
delineación con aproximaciones de décimas de milímetro. Miss Alicia Clary será
fotomodelada directamente sobre Hadaly, es decir, sobre el esbozo donde ésta
empiece a encarnar silenciosamente.
Entonces, toda confusión desaparece; todo cuanto sobra, salta a la vista. El
microscopio está para ayudarnos. Se hace necesaria la fidelidad del espejo. Después
un gran artista, a quien he comunicado intenso entusiasmo para que revise mis
fantasmas, le dará la última mano.
El conjunto de los tonos habrá de perfeccionarse; la epidermis que cubra la carne
será una flor de piel, tan satinada como translúcida. Será preciso prever y fijar de
antemano los desvanecidos de color, independientemente de los recursos solares que
empleemos. Terminado esto, nos hallaremos en presencia de una Alicia Clary vista a

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través de la bruma de una noche de Londres.
Antes de ocuparnos de la epidermis y de todo cuanto a ella se refiere, conviene
que concedamos atención a las íntimas, vagas y personales emanaciones que,
mezcladas con sus perfumes habituales, flotan alrededor de la que amáis.
Es la atmósfera exquisita de su presencia, el odor di femina de la poesía italiana.
Cada flor femenina tiene su aroma característico.
Me habéis hablado de un perfume que os embriagaba el corazón. En el fondo era
el atractivo particular encerrado en la belleza de la mujer joven lo que animaba
idealmente el encanto del aroma carnal. Un extraño hubiera permanecido insensible a
él.
Se trata, pues, de adueñarse de la complejidad del olor carnal en su realidad
química, lo demás es feudo de vuestro sentimentalismo. Procederé muy
sencillamente: igual que el perfumista que reproduce las fragancias de las flores y las
frutas y llega a obtener la identidad.

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IX

La boca de rosas y los dientes de perlas

La bella señorita de X por la cual se mataron los jóvenes más apuestos y acaudalados debió casi todo el
encanto irresistible de su boca fresca al uso cotidiano del agua de Botot.

ANUNCIOS ANTIGUOS.

uerido lord, una pequeña pregunta, si me lo permitís… ¿miss Alicia Clary se


Q digna llevar sus propios dientes?
Lord Ewald, después de un movimiento de sorpresa, hizo una señal afirmativa.
—Apruebo su gusto —continuó Edison—, aunque constituya una grave
infracción de la moda americana. Aquí ya sabéis que las señoritas elegantes, aun
teniendo en la boca todas las perlas del Pacífico, empiezan por hacérselas extirpar y
las sustituyen por dentaduras postizas, más leves, perfectas y homogéneas que las
naturales.
Cualquiera que sea la clase de dentadura de miss Alicia, un accidente sobreviene
súbitamente, será reproducida con fidelidad deslumbrante.
Al efecto, el excelente doctor Samuelson, acampanado del dentista W. Pejor,
estará en mi laboratorio el día de la sexta sesión. Con ayuda de un anestésico
inofensivo y de mi preparación, que le daremos a Alicia sin que se entere, caerá en
síncope. Aprovecharemos la duración de éste para sacar el molde de su espléndida
boca, de la cual aplicaremos a Hadaly una reproducción exacta y gemela.
Hablabais antes de efectos de luz en los dientes, durante la sonrisa. Después de
terminada la adaptación, no podréis distinguir unos de otros.

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X

Efluvios corporales

Las rosas deshojadas huyeron para siempre, por el mar arrastradas… Respirad en mi ser su fragante
recuerdo.

MARCELINA DESBORDES VALMORE.

uando vuestra bella amiga se despierte le diremos que ha sufrido un


C desvanecimiento. Le halagará la manifestación, pues es muy natural en una
mujer «distinguida» sufrir accidentes de esa clase. Para cortarlos, le prescribirá
Samuelson un régimen de baños de aire caliente en su establecimiento.
Allí irá miss Alicia desde el día siguiente. Obtenida la transpiración, se recogerán,
como se absorben los ácidos por medio del papel de tornasol, los vapores tales de los
efluvios de su cuerpo, aislando cada una de las partes que transpiren.
Después, Samuelson analizará en su casa los precipitados, y, conocidos los
equivalentes químicos, reducirá a fórmulas los diversos perfumes de la amable
criatura. No cabe duda que ha de llegar, con aproximaciones infinitesimales, a una
dosificación exacta.
Obtenido ese resultado, se satura la carne por un procedimiento de volatilización,
miembro por miembro y de acuerdo con los matices de la Naturaleza, igual que un
perfumista aroma una flor con su fragancia correspondiente. Por el mismo medio, el
brazo que visteis en mi laboratorio está embalsamado por el tibio y personal olor de
su modelo.
Queda la carne saturada de esos olores y, cubierta después por la epidermis, en
aquélla permanecen encerrados como en un relicario. Lo demás: el ideal, será usted
mismo quien se lo administre. Ese demonio de Samuelson ha engañado ya varias
veces el olfato de un animal, por la veracidad de sus dosis: yo le he visto obligar a un
zarcero a morder y encarnizarse con un pedazo de carne artificial untada de las
equivalencias químicas de la tufarada de la zorra.
Lord Ewald sufrió un nuevo ataque de hilaridad que interrumpió al inventor, pero
dijo a éste:
—Seguid, seguid, es maravilloso. No puedo contenerme y, sin embargo, no tengo
ganas de reír.
Lo comprendo. Yo comparto vuestra impresión —respondió Edison
melancólicamente—, mas debéis recapacitar que todas esas nimiedades, añadidas
unas a otras, llegan a producir un conjunto irresistible. ¡Pensad también en qué
fruslerías estriba el amor!
La Naturaleza cambia, pero no la Andreida. Nosotros vivimos, morimos y ¿quién
sabe…? La Andreida no conoce la vida, ni la enfermedad, ni la muerte. Está por
encima de todas las imperfecciones, de todas las servidumbres y conserva la belleza

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del ensueño. Es una inspiradora. Habla y canta como un genio, o, mejor dicho, como
varios genios de los cuales recoge las palabras mágicas. Su corazón no puede cambiar
porque carece de él. Vuestro deber será destruirla antes de morir. Un cartucho de
nitroglicerina o de panclastita bastará para reducirla a polvo y deshacer su forma en el
viento del caduco espacio.

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XI

Urania

Esta estrella brilla como una lágrima.

GEORGE SAND.

adaly apareció en el fondo del subterráneo; paseaba entre los arbustos cuya
H floración no tiene invierno.
Envuelta en amplios pliegues de satín, con su ave del paraíso en el hombro,
volvía hacia sus visitantes terrestres.
Se acercó a la mesa y, llenando de jerez las dos copas, ya vacías, vino a
ofrecérselas silenciosamente.
Los huéspedes le dieron las gracias con un ademán y aceptaron. Ella devolvió las
copas a la bandeja de plata sobredorada.
—¡Las doce y treinta y dos minutos! —Murmuró Edison—. Ocupémonos pronto
de los ojos. A propósito de ellos, Hadaly, ¿podéis ver, con los vuestros ahora, a miss
Alicia Clary?
—Sí.
—Pues bien, decidnos cómo es su atavío lo qué hace y dónde está.
—Está sola, en un vagón en marcha, con vuestro telegrama en la mano, queriendo
volver a leerle. Ahora se levanta para acercarse a la lámpara, pero el tren va tan de
prisa que le ha hecho caer sobre su asiento.
Hadaly, después de las últimas palabras, rió ligeramente. Su risa fue compartida
con potente voz de tenor por el ave del paraíso.
Lord Ewald comprendió que la Andreida sabía también reírse de los vivos. Le
pregunto.
—Puesto que gozáis de la doble vista, ¿quisierais decirme, miss Hadaly, cómo
está vestida?
—Su vestido es de un azul tan claro que parece verde a la luz de la lámpara. En
este momento, se da aire con un abanico de ébano con flores negras talladas en las
varillas. En su tela hay pintada una estatua.
—Esto sobrepasa lo imaginable. Ésta es la verdad, punto por punto. ¡Vuestros
telegramas llegan pronto!
—Milord —respondió el ingeniero—, preguntad a miss Alicia Clary si tres
minutos después de partir de Nueva York para Menlo Park no le ha acontecido lo que
Hadaly refiere. ¿Queréis seguir hablando con ésta mientras voy a buscar algunas
muestras de ojos incomparables?
Se alejó hacia el fondo del subterráneo y acercándose al último pilar hizo que se
moviera una piedra. En aquel sitio debían estar escondidos objetos que atraían
poderosamente su atención, dijo lord Ewald.

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—¿Seréis tan gentil que me expliquéis, miss Hadaly, el uso y utilidad de este
instrumento, de tan complicado aspecto, que está en aquel estante?
Hadaly se volvió, como para mirar a través de su velo lo que al joven llamaba la
atención.
—Es otro invento de vuestro amigo. Sirve para medir el calor de un rayo de
estrella.
—Ya recuerdo haber leído en los periódicos algo acerca de él —respondió lord
Ewald con una fantástica tranquilidad.
—Ya sabéis, milord Celian, que antes de que la Tierra fuera una nebulosa, los
astros brillaban desde una eternidad. Alejados, muy alejados, su radiante fulgor, que
recorre setenta y siete mil leguas por segundo, ha llegado a estas horas al sitio que la
Tierra ocupa en el cielo. Algunos de esos astros se han apagado hace tiempo, antes de
que sus problemáticos habitantes distinguieran este planeta. Empero, el último rayo
emitido por los astros enfriados debía sobrevivir a ellos. Así el postrer fulgor de
aquellos hogares convertidos en cenizas llega hoy a nuestros ojos. El hombre que
contempla el cielo admira, a menudo, soles que ya no existen, y los percibe gracias al
rayo fantasma en la gran ilusión del universo.
Es tan sensible este aparato que evalúa el calor casi nulo, casi imaginario, de un
rayo de luz de esas estrenas. Algunas están tan lejos que el mensaje de su brillo no
llegará a la Tierra hasta que ésta se haya extinguido, como se extinguieron ellas, la
vida de nuestro planeta no habrá podido encontrar y conocer ese moribundo y
desamparado fulgor.
Durante las noches espléndidas, provista de ese maravilloso instrumento, cambio
a menudo este parque artificial por el otro, el de arriba, y, sentada en un banco de la
avenida de encinas me recreo en graduar los rayos de los luceros difuntos.
Hadaly calló.
Lord Ewald sentía el vértigo, pero iba familiarizándose con la idea de que todo
cuanta veía y escuchaba, a fuerza de ser imposible, no era sino muy natural.
—He aquí los ojos —exclamó Edison, mostrando en sus manos un cofrecillo.
Al oírle, la Andreida fue a echarse en el diván negro para no intervenir en la
conversación.

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XII

Los ojos del alma

¡Los ojos de mi amada son profundos y vastos como Tú, noche inmensa, brillantes como tú!

BAUDELAIRE.

ord Ewald miraba fijamente a Edison:


L —Me habéis dicho: Las dificultades que presenta la creación de un ser
electromagnético son fáciles de resolver; sólo es misterioso el resultado. No me
habéis engañado, pues ya me parece éste casi totalmente ajeno a los medios
empleados para obtenerle.
—Observad, milord, que no os he dado explicaciones concluyentes más que
acerca de los primeros enigmas físicos de Hadaly. Por otra parte, os he prevenido que
aparecerían en ella fenómenos de orden superior y que en esas manifestaciones se
mostraría extraordinaria. Hay entre esos fenómenos, uno, del cual presencio los
sorprendentes efectos sin llegar a darme cuenta de la causa que los motiva.
—¿No es el fluido eléctrico?
—No. Es otro fluido a cuya influencia se encuentra ahora sometida Hadaly. Es un
agente que no se puede analizar.
—¿No fue un sabio juego de telegramas lo que, hace un momento, permitió a
Hadaly describirme el atavío de miss Alicia?
—Si así fuera, yo os lo hubiera explicado desde el primer momento, querido lord.
Yo no otorgo a la ilusión más que lo estrictamente necesario para garantizar la
posibilidad al ensueño.
—No creo que los espíritus invisibles asuman el compromiso de servir a los
mortales, informándoles acerca de los viajeros.
—Yo tampoco —replicó Edison—. Sin embargo, el doctor Wílliam Crookes ha
descubierto un cuarto estado de la materia; el estado radiante. Los relatos de cuanto
ha visto, oído y tocado obligan a reflexionar sobre los hechos que cita y apoyan los
testimonios de los sabios más serios de Inglaterra, Alemania y América y de los
espectadores de sus experiencias espiritualistas.
—No sostengáis que, desde aquí o desde otro lado, esta extraña criatura
inconsciente haya visto a la mujer de que hablamos. Sin embargo, los detalles de la
indumentaria que ha precisado acerca de miss Alicia Clary son exactos. Mas no por
eso concedo semejante poder a los ojos que traéis encerrados en ese cofrecillo.
—Respecto de ese punto, cuanto puedo deciros ahora es lo siguiente: la facultad
de ver de aquello que mira bajo el velo de Hadaly a través de la distancia y los
obstáculos, es independiente de la electricidad.
—¿Me diréis más, acerca de eso, algún día?
—Yo os lo prometo. Ella también os explicará su misterio alguna noche de

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silencio y de estrellas.
—Bien, mas todo lo que dice se parece a esas sombras de pensamientos que el
espíritu escucha en sueños y que se desvanecen luego con la reflexión del despertar
—dijo lord Ewald—. Cuando Hadaly me hablaba hace un momento de esos astros
apagados, su manera de expresarse no me parecía completamente inexacta, pero sí
diferente de nuestros modos lógicos ¿Llegaré a comprenderla?
—Mejor que yo —respondió Edison—. Estad seguro. En cuanto a su criterio, en
astronomía creo que sea tan admisible como otro cualquiera. Preguntad a un sabio
cosmógrafo el motivo de la diversidad de inclinaciones en los ejes del sistema solar, o
las causas de los anillos de Saturno y veréis lo que sabe de ello.
—Oyéndoos, querido Edison, llegaría cualquiera a creer que la Andreida tiene la
noción de lo infinito —murmuró lord Ewald sonriendo.
—No tiene más noción que ésa —respondió gravemente el ingeniero—. Para
asegurarse de tal cosa, es menester interrogarla conformemente con la característica
excepcional de su naturaleza, sin ninguna solemnidad verbal, de una manera
juguetona. Entonces sus discursos producen una impresión intelectual mucho más
conmovedora que todas las ideas que emite con una seriedad sublime ya previamente
convenida.
—Dadme un ejemplo de esa clase de preguntas —arguyo lord Ewald—.
Probadme que puede encerrar en su personalidad la noción de lo infinito.
—Con mucho gusto —respondió Edison.
Se acercó al diván e hizo la siguiente pregunta:
—Hadaly, si supusiéramos que una especie de dios como aquellos de antaño
surgiera invisible y desmesurado, en el éter universal, y pusiera bruscamente en
libertad un relámpago de análoga naturaleza a la llama que os anima, capaz de poder
neutralizar la ley de la gravitación y de hundir en los abismos el sistema solar
entero…
—Bien, ¿qué más…?
—¿Qué pensaríais de semejante fenómeno si os fuera concedido contemplar la
horrenda obra?
La Andreida respondió con voz grave mientras alzaba en sus manos de plata al
ave del paraíso:
—Creo que ese acontecimiento pasaría en el infinito sin que se le concediera más
importancia que la que se concede a los millones de chispas que saltan de los hogares
domésticos.
Lord Ewald miró la Andreida sin pronunciar una palabra.
—Ahí tenéis —dijo Edison, volviendo hacia él—, Hadaly comprende tantas
nociones como usted y como yo, pero las traduce con la impresión singular que sus
palabras, en forma de imágenes, dejaran en su espíritu.
Pausa. Lord Ewald dijo:
—Renuncio a comprender palabra respecto de lo que sucede a mi alrededor. A

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vos me encomiendo.
—Aquí están los ojos —dijo el electrólogo apretando el muelle del cofrecillo.

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XIII

Los ojos físicos

Tus ojos de zafiro rasgados en forma de almendra.

LOS POETAS.

arecía que desde el interior de la caja enigmática, algo clavaba múltiples miradas
P en el joven inglés.
—Estos ojos suscitarían la envidia de las gacelas del valle de Nurmajad —
prosiguió Edison—. Son dos joyas de esclerótica tan pura, de pupila tan honda, que
resultan en extremo inquietantes. El arte de los fabricantes de ojos postizos ha
sobrepasado a la Naturaleza.
La solemnidad de estos ojos produce, en efecto, la sensación de un alma.
La fotografía coloreada les añade un matiz personal. Donde debe trasladarse la
individualidad de la mirada es en el iris precisamente. Una pregunta, ¿habéis visto
muchos bellos ojos en el mundo?
—Sí —dijo lord Ewald—, sobre todo en Abisinia.
—¿Distinguís el esplendor de los ojos de la hermosura de la mirada?
—Claro que sí. Dentro de unos instantes veréis unos ojos de una belleza
resplandeciente, cuando miran distraídos, a lo lejos. Mas cuando se posan en algún
objeto, la mirada —¡ay!— hace olvidar los ojos.
—Eso simplifica las dificultades —exclamó Edison—. Generalmente, la
expresión de la mirada humana se enriquece con mil incidencias exteriores:
imperceptible juego de párpados, inmovilidad de cejas, longitud de pestañas y
también, de cuanto se dice, de las circunstancias y hasta del ambiente que se refleja
en ella. Todo eso refuerza su expresión natural. Hoy, las mujeres bien educadas han
adquirido una mirada única, mundana, convencional y encantadora, donde cada cual
encuentra la gracia que desea y a ellas les permite entregarse a sus preocupaciones
íntimas, con una apariencia de profundísima atención. Ésa es una mirada que se
puede clisar, porque ella misma no es más que un clisé.
—Justo —dijo el joven.
—Tratamos de aprisionar en esta experiencia no la atención del mirar, sino, por el
contrario, su VAGUEDAD. Me habéis dicho que miss Alicia mira habitualmente a través
de sus pestañas.
Os diré cómo voy a proceder.
Hablábamos del fenómeno del estado radiante de la materia, recientemente
observado: en un esferoide de vidrio, donde se haya hecho el vacío casi absoluto y
que esté sometido a una alta temperatura, pueden revelarse movimientos de una
materia inaprehensible, cuando después de hacer saltar la chispa entre dos vástagos
en comunicación con un generador electrostático se llega a un máximo

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enrarecimiento. Llega un momento en que la descarga queda sustituida por rayos que
encierran el principio del movimiento físico.
Por otra parte, aquí tengo muchos ojos ficticios, ovoides y de una trasparencia de
fuente. Cuento con encontrar entre ellos un par exactamente análogo a los de vuestra
amiga.
Obtenido el punto visual, como le llaman los pintores, y hecho el vacío en el
interior del ojo, podré producir, en el extremo capilar de un inductor situado en el
centro de la pupila, el tenue y minúsculo fulgor de la Electricidad. El detenido trabajo
del iris coopera con la diminuta lucecita en producir la ilusión completa de la
personalidad en el punto visual. La movilidad del ojo depende de unos invisibles
filamentos de acero, en los cuales oscila, tiembla o resbala. Se rige según las órdenes
del aparato central de la Andreida donde están inscritos acordes, las palabras, los
gestos y los giros de párpados. Exteriormente, el mecanismo es tan insospechable e
invisible como lo es el móvil real de una mirada sentimentalmente femenina, en la
expresión aparente, y queda encubierto por la carne y la belleza en un matiz ideal.
Después de practicadas las rectificaciones por medio del microscopio os reto a
buscar mayor vacío espiritual en la mirada de la Andreida que en la de miss Alicia.
Y, sin embargo, la belleza de los ojos será idéntica.

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XIV

La cabellera

Vitta coercebat positos sine lege capillos.

OVIDIO.

n cuanto a la cabellera, comprenderéis que la imitación casi absoluta es


E demasiado fácil para que nos detengamos largo tiempo en explicarla.
Sometiendo una cabellera exactamente igual en color a la unción de los aceites
olorosos que usa miss Alicia y a la volatilización de su fragancia personal,
químicamente obtenida, se llegará a una semejanza indiferenciable.
Os aconsejo, sin embargo, en el uso de lo artificial, una restricción. Para las cejas,
pestañas, etc., sería menester que miss Alicia Clary nos hiciera cesión de uno de los
mechones más sombríos de sus cabellos personales. Tiene la Naturaleza sus derechos,
y yo también, a veces, le rindo homenaje.
Por una preparación articular y sencillísima, todo será escrupulosamente imitado.
Las pestañas serán medidas y contadas con lupa, para obtener los valores de las
miradas. El vello leve, las sombras flotantes en la nieve del cuello —toques de
aguada de tinta china en una paleta de marfil—, los rizos incipientes, serán de un
parecido encantador.
Pasemos a otra cosa.
¡Ninguna hija de Eva poseerá, en pies y manos, uñas de superior encanto! Aunque
muy semejantes a las de vuestra amiga, las sobrepasarán en brillo rosado y
adamantino… y estarán cortadas como las suyas. La dificultad no es suficientemente
grande en este problema para que os exponga mis medios de imitación.
Ocupémonos a prisa de la epidermis, pues apenas si nos quedan veinte minutos.
Lord Ewald, después de un largo silencio, dijo:
—Me va pareciendo infernal mirar las cosas del amor desde este punto de vista.
—Perdonad, milord —respondió Edison alzando la frente—. No son cosas del
amor, sino, de los enamorados. Y puesto que se trata de ésas, únicamente, ¿por qué
vacilar ante ellas? ¿Cuándo se ha turbado un médico ante una mesa de disección, en
un curso de anatomía?
Lord Ewald permaneció pensativo unos instantes.

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XV

La epidermis

Yo beberé en la nieve de tus manos si el agua no la disuelve.

TRISTAN L’HERMITE.

dison mostró una caja larga de madera de alcanfor puesta junto al muro, cerca
E del brasero.
—Ahí está encerrada la ilusión de la dermis humana. La habéis experimentado en
la sensación que os produjo el oprimir la mano solitaria que está arriba, sobre la
mesa. Os he hablado de sorprendentes pruebas fotocrómicas recientemente obtenidas.
Si el contacto de esta piel turba a cualquier ser viviente, el aspecto mate de su trama
invisible, opalina, y esencialmente receptiva de la impresión solar, toma a veces la
trasparencia de la tez virginal y se torna radiante por el influjo de la luz.
Tened en cuenta que las dificultades que presenta la coloración heliocrómica son
mucho menores que las que ofrece un paisaje. En nuestra raza caucásica, el color de
la piel no toma otros matices que el blanco y el rosa. Los vidrios coloreados prestan a
la epidermis artificial, cuando ya queda adherida a la carne, el tinte exacto de la
desnudez reproducida. El satinado sutil y elástico vitaliza el resultado obtenido hasta
trastornar y confundir los sentidos de la humanidad, llegando a ser imposible
distinguir el modelo de la copia. Se obtiene la Naturaleza, y nada más; ni más, ni
menos; ni algo peor, ni mejor: la identidad misma. Tiene la ventaja el fantasma de ser
inalterable. Como ha recibido, miembro por miembro, cara por cara, perfil por perfil,
la totalidad de reflejos de la vida, los guarda tan profundamente que, de no ser
destruido por la violencia, sobrevive a cuantos le vean.
¿Queréis, milord, que os enseñe ese tejido epidérmico ideal y os revele de qué
elementos se compone?

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XVI

Llega la hora

Mefistófeles: Las agujas tocan la hora… ¡Y a va a caer!… ¡Y a ha caído!

GOETHE. FAUSTO

¿ ara qué? —dijo lord Ewald levantándose—. No; no quiero ver el supremo
P fulgor de la visión prometida, sin la visión misma. No es posible aislar ningún
elemento de tal obra. Tampoco quiero exponerme a sonreír de una concepción cuyo
conjunto y resultante quedan aún velados para mí.
Todo esto es, a la vez, muy extraordinario y muy sencillo para rehusar prestarme,
dentro de lo posible, a correr la incógnita aventura que ha de seguir a estas
explicaciones. Puesto que tan seguro estáis de vuestra Eva futura, desafiando la risa
que aclaraciones tan detalladas como éstas habían de traer consigo, dadme plazo para
opinar acerca de vuestra obra. Sin embargo, desde ahora, os confieso que la tentativa
no me parece tan absurda como al principio. Es cuanto puedo deciros.
El ingeniero respondió con voz tranquila:
—No podía esperar menos de la alta inteligencia que habéis demostrado esta
noche, milord. Sólo podría yo sorprender a aquellos espíritus modernos que negaran
mi obra sin verla y me acusaran de cinismo antes de haberme comprendido. ¿No
podría dirigirles, con pleno derecho, este corto e irrefutable discurso?
«¿Pretendéis que es imposible preferir el androide de una mujer viva, a la misma
viviente? ¿Creéis que no se debe sacrificar nada de sí mismo, ni de sus creencias, ni
de sus amores humanos por una cosa inanimada? ¿Opináis que no se puede confundir
el alma con el humo que sale de mi pila?».
«Habéis perdido el derecho a proferir semejantes palabras. Por el humo de una
caldera habéis renegado de todas las creencias que tantos millones de pensadores, de
héroes y de mártires os legaron en seis mil años a vosotros seres insignificantes,
dependientes de un mañana sempiterno del cual quizá no llegue a alzarse el sol. ¿Tras
de qué quedaron pretéritos los principios, reyes, dioses, familias, paria… supuestos
inmutables por vuestros antecesores en el planeta? Tras esa nubecilla de humo que les
arrastra, silbando y perdiéndose en todos los surcos de la tierra y en todas las olas del
mar. En veinticinco años el aliento de quinientas mil locomotoras ha sido suficiente
para hundir los más esclarecidos espíritus en la deuda profunda acerca de aquello que
constituyo la fe de la humanidad durante mil años».
«Comprended que desconfíe de las súbitas perspicacias de una entidad colectiva
cuyo error ha durado tanto tiempo. Si el humo emanado de la famosa caldera de
Papin ha sido suficiente para nublar en las conciencias, el amor y la idea de Dios,
destruyendo tantas inmortales, sublimes y legítimas esperanzas, ¿cómo he de tomar
en cuenta vuestras denegaciones inconsecuentes, sonrisas de renegados y clamores de

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moral, desmentidos a cada momento por nuestra vida?».
«He de deciros: Puesto que nuestros dioses y nuestras esperanzas son ya de
estirpe científica, ¿por qué no lo serían también nuestros amores? En lugar de la Eva
de la leyenda olvidada y menospreciada por la ciencia os ofrezco una Eva científica
digna de vuestras vísceras marchitas que llamáis “corazones”. Sin suprimir el amor
hacia las esposas, que tan necesarias son por ahora para la perpetuación de la raza,
propongo, por el contrario, mejorar ésta en su integridad, longevidad e intereses
materiales, pues las engañosas queridas serán inofensivas, y su adhesión, gracias a su
naturaleza perfeccionada por la ciencia, atenuará los perjuicios que ocasionan los
hipócritas desvíos conyugales. Yo, Brujo de Menlo Park, como me llaman, invito a
los hombres de estos tiempos, semejantes míos en actualismo, a preferir desde ahora
la positiva, prestigiosa y siempre fiel ilusión, a la embustera, mediocre y voluble
realidad. Quimera por quimera, pecado por pecado, humo por humo, ¿por qué no?…
Juro que Hadaly, dentro de veintiún días, podrá retar a la humanidad entera para que
conteste a tal pregunta. Habiendo renegado del dolor, de la humildad, del amor, de la
fe, de la plegaria y del ideal por el humo del bienestar futuro, de la justicia futura y
del orgullo a todas horas presentes, no sospecho en virtud de qué principios podría el
hombre moderno dirigirme una objeción lógica o aceptable».
Lord Ewald, pensativo, miraba en silencio a aquel hombre singular cuyo amargo
genio, unas veces sombrío y otras espléndido, escondía tras impenetrables velos el
verdadero motivo que le inspiraba.
En el interior de un pilar sonó un timbre. Era una llamada que venía del
laboratorio.
Hadaly se levantó y dijo como entre sueños:
—Ahí tenéis a la bella viviente. Ahora entra en Menlo Park.
Edison miraba a lord Ewald con fijeza interrogativa.
—Hasta luego, Hadaly —dijo gravemente el joven después de un rato.
El electricista vino a estrechar la mano de su inquietante criatura:
—Dentro de pocos días habrá que vivir —le dijo.
Al oír aquello las aves fantásticas de las flores subterráneas y de las curamadas
floridas y luminosas: colibrís, tórtolas, hupos azules de Hudson, ruiseñores de
Europa, aves del Paraíso —hasta el cisne solitario de la fuente— salieron de su
atención hasta entonces taciturna.
—¡Hasta la vista, señor pasajero, hasta la vista! —gritaron con voces humanas,
viriles y femeninas.
—¡Vayamos a la superficie de la tierra! —advirtió Edison poniéndose el gabán de
pieles. Lord Ewald le imitó.
—Ya he prevenido que se indique a la visitante el camino del laboratorio.
Partamos —dijo el ingeniero.
Cuando ambos estuvieron en el ascensor, levantó los pesados grapones de
fundición. La puerta de la Tumba mágica se cerró.

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Lord Ewald, al subir, sintió que volvía con su genial compañero al mundo de los
vivos.

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Libro sexto

Y la sombra se hizo

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I

Cenando con el brujo

Nunc est bibendum, nunc, pede libere. Pulsanda tellus!

HORACIO.

lgunos momentos después, Edison y lord Ewald volvían a entrar en el


A laboratorio y dejaban los abrigos de piel en un sillón.
—Ahí está miss Alicia Clary —dijo el ingeniero—, señalando un ángulo oscuro
de la extensa sala, cerca de las colgaduras de la ventana.
—¿Dónde? —preguntó lord Ewald.
—Allí: en el espejo —contestó el ingeniero en voz baja, indicándole algo que
espejeaba como el agua dormida bajo el fulgor lunar.
—No veo nada —dijo éste.
—Es un espejo muy particular —dijo el electrólogo. Nada de extraño tiene que
esa bella mujer me ofrezca el reflejo de su imagen, pues es precisamente lo que he de
arrebatarle.
Después añadió, moviendo un tornillo que levantaba los pasadores y picaportes
de la puerta:
—Miss Alicia Clary busca la cerradura… Ya encuentra el agarrador de cristal.
Ahí está.
Al decir las últimas palabras, la puerta del laboratorio se abrió; una mujer joven,
alta y admirable apareció en el umbral.
Vestía miss Alicia Clary un acariciador vestido de seda azul pálido, que a la luz de
aquellas lámparas parecía verde mar; entre sus negros rizos se abría una rosa roja; los
diamantes brillaban en sus orejas y en su pecho. Sus hombros soportaban una
pelerina de marta y su rostro se cubría deliciosamente con un velo de punto de
Inglaterra.
Deslumbraba aquella mujer, viviente evocación de las líneas de la Venus
victoriosa. Su parecido con el divino mármol aparecía tan sorprendente e
incontestable que causaba un sobrecogimiento misterioso. No era dudoso que aquél
era el original humano de la fotografía que había aparecido, hacía cuatro horas, en la
pantalla.
Permaneció inmóvil, como si estuviese sorprendida por el extraño aspecto del
lugar en que se hallaba.
—Entrad, miss Alicia Clary. Mi amigo lord Ewald os espera con la más
apasionada de las impaciencias, que encuentro sobrado legítimas —permitidme que
os lo diga— al miraros.
La joven respondió con un tono de encargada de almacén, pero con un timbre de
voz de ideal limpidez, como si unos cascabeles de oro golpearan un disco de cristal:

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—Caballero, como veis, he venido completamente en artista. En cuanto a usted,
querido lord, vuestro telegrama ha llegado a inquietarme. He creído… ¡No sé qué!
Al decir esto entró.
—¿En casa de quién me cabe el honor de estar? —añadió con una sonrisa de
intención molesta, pero bella como una noche de estrellas sobre una estepa helada.
—En la mía —dijo vivamente Edison—. Soy el señor Tomás.
La sonrisa de miss Alicia Clary se enfrió más al escuchar aquellas palabras. El
inventor prosiguió obsequiosamente:
—Sí, señora, maese Tomás. ¿No habéis oído nunca hablar de mí? El amigo
Tomás, representante general de los teatros de Inglaterra y América.
Ella se estremeció y su sonrisa reapareció más espléndida y matizada por un
deseo de interés.
—Mucho gusto, caballero…
Y acercándose al oído de lord Ewald, añadió:
—¿Por qué no me habéis advertido? Os quedo muy reconocida por semejante
gestión, pues deseo ser célebre, mas esta presentación es poco regular y razonable.
No debo parecer una burguesa ante estas gentes. ¡Querido lord, estaréis siempre en
las estrellas!
—Siempre, ¡ay de mí! —respondió lord Ewald inclinándose, muy correcto,
mientras ella se quitaba el sombrero y la pelerina.
Edison tiró de una anilla de acero oculta tras las cortinas. Un magnífico velador
brotó del piso. Traía un lunch escogido y unos candelabros ardiendo.
Era una aparición de teatro, una cena de función de magia. Brillaban tres
cubiertos entre los platos de caza y de frutas y las porcelanas de Sajonia. Una cesta
con botellas polvorientas estaba al alcance de los tres asientos que rodeaban el
velador.
—Maestro Tomás —dijo lord Ewald— he aquí a miss Alicia Clary, de quien he
hecho referencia por su talento de cantante y de actriz.
Después de un breve saludo, Edison le espetó con la mayor tranquilidad:
—Esperemos, miss Alicia Clary, su debut glorioso en uno de nuestros principales
escenarios. Pero de ello hablaremos en la mesa, pues el viaje abre el apetito y el aire
de Menlo Park le aviva.
—Es verdad, tengo hambre —dijo la muchacha con tal espontaneidad, que Edison
mismo, engañado por la magnífica sonrisa que se había dejado olvidada en el rostro,
se sorprendió y miró a lord Ewald con extrañeza—. Había tomado aquella salida
encantadora y natural por un movimiento juvenil de alegre impulso. ¿Qué significaba
aquello? Si la sublime encarnación de belleza podía decir de aquella manera que
tenía hambre, lord Ewald estaba equivocado, puesto que tal nota viviente y sencilla
acusaba un corazón y un alma.
Sin embargo, el joven lord, como hombre que conoce el valor exacto de cuanto se
dice ante él, permaneció impasible. Entonces, miss Alicia Clary, temiendo haber

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dicho algo trivial ante unos artistas, se apresuró a añadir con una sonrisa de
espiritualidad forzada que prestaba una sacrílega expresión cómica a la magnificencia
de su rostro:
—Señores, no será muy poético, pero hay que estar en este mundo de vez en
cuando.
Al oír aquellas palabras que recayeron como piedras sepulcrales sobre la criatura
adorable que, inconsciente, total e irremisiblemente, se había revelado en ellas,
Edison se tranquilizó; lord Ewald había analizado exactamente. El inventor, con
afectuosa sencillez, contestó:
—Enhorabuena.
Y precedió a sus convidados con un gesto de invitación. El vestido cerúleo de
miss Alicia al rozar las pilas les arrancaba pequeñas chispas.
Tomaron asiento. Un ramo de capullos de rosas de té indicaba el cubierto de la
joven, que al instalarse y al momento de quitarse los guantes dijo:
—Qué agradecida quedaría a usted si su mediación me sirviera para debutar
decorosamente en Londres, por ejemplo.
—¡Oh, señorita! Siempre es un placer casi divino lanzar una estrella.
—He de advertiros que he cantado ante testas coronadas.
—¡Una diva! —exclamó Edison entusiasta. Mientras escanciaba a sus huéspedes
unos dedos de vino de Nuits.
—Ya sé, caballero, que las divas son de costumbres más que ligeras; en eso no
pienso imitarlas. Yo hubiera preferido una vida más honorable, pero me resigno a
seguir mi carrera porque… hay que ser de este siglo. Además, buenos son los medios
de hacer fortuna por extraños que parezcan, y hay oficios más estúpidos.
La espuma del Lur-Saluces fluía y se desbordaba.
—La vida tiene sus exigencias —dijo Edison—. Yo mismo carecía de inclinación
para el examen de los temperamentos líricos. Los seres superiores pueden doblegarse
a todo y adquirir cuanto quieran. Resignaos a la gloria, igual que otras muchas tan
extrañadas como usted de sus triunfos. ¡Por vuestros éxitos!
Y alzó la copa.
Correspondiendo a la expresiva facundia del electrólogo (cuyo rostro a los ojos de
lord Ewald aparecía cubierto por un misterioso antifaz), Alicia Clary dio con su copa
en la Edison, con un ademán tan digno y reservado que en vez de copa parecía una
taza.
Los comensales bebían los rayos líquidos; desde entonces, entre ellos quedó roto
el hielo.
La luz de las lámparas temblaba en los cilindros, en las aristas de los reflectores y
en los grandes discos de cristal. Una impresión de secreta y oculta solemnidad flotaba
en el cruce de las miradas. Los tres estaban pálidos. El ala inmensa del silencio pasó
un instante sobre ellos.

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II

Sugestión

Entre el operador y el sujeto, las preguntas y respuestas no son más que un velo verbal, por completo
insignificante, bajo el cual, recta, fija, atenta, la volición sugerida por los ojos del Sugerente permanece
inflexible como una espada.

FISIOLOGÍA MODERNA.

iss Alicia Clary seguía sonriendo. Los diamantes de sus dedos brillaban cada
M vez que llevaba a sus labios el tenedor de oro.
Edison miraba a aquella mujer con la atención del entomólogo que al fin
apercibe, en una clara noche, la falena fabulosa que ha de enriquecer mañana las
vitrinas de un museo, clavada por el dorso con un alfiler de plata.
—¿Qué os parece nuestro teatro de aquí, miss Alicia? —dijo— ¿Y nuestras
decoraciones y cantantes? ¿Verdad que no están mal?
—Una o dos, agradables, pero un tanto cursis.
—Justo —dijo Edison riendo—. ¡Pero los trajes de antaño eran tan ridículos!
¿Cómo habéis encontrado el Freyschütz?
—¿El tenor?… Su voz, un poco blanca; él, distinguido, pero frío.
—Desconfiemos de aquéllos a quienes una mujer encuentra fríos.
—¿Decís? —preguntó miss Alicia.
—Decía que… la distinción es todo en la vida.
—Sí, la distinción… —dijo ella alzando sus ojos profundos como el cielo de
oriente—. Creo que no podría amar a quien no fuese distinguido.
—Todos los grandes hombres: Moisés, Homero, Atila, Mahoma, Carlomagno, el
Dante, Cromwell, Napoleón estaban dotados, según la historia cuenta, de una
distinción exquisita y de mil delicadezas encantadoras en sus modos, rayanas en el
melindre… Ésas fueron las causas de sus éxitos, mas volvamos a la ópera.
—¿Ah, la obra?… —repuso miss Alicia Clary con una mueca deliciosamente
desdeñosa, como una Venus mirando a Diana y a Juno—, entre nosotros, me ha
parecido un poco.
—¿Sí, verdad? Un poco… —dijo Edison alzando las cejas y conservando la
mirada atónita.
—¡Eso mismo! —exclamó ella, aspirando entre sus manos las rosas de té.
—Sí, claro…, no es de actualidad —resumió el inventor con tono seco y
perentorio.
—Primero y principal, no me agradan los disparos en escena. Hacen brincar. Y
precisamente empieza con tres tiros. Hacer ruido no es hacer arte.
—¡Además, es tan fácil que ocurra un accidente…!
La obra ganaría si se suprimiesen esas detonaciones.

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—Esa ópera es de lo más fantástico —murmuró miss Alicia.
—Ya se acabó el tiempo de lo fantástico. Vivimos en una época en que sólo lo
positivo tiene derecho a que le prestemos atención. ¿Y la música, qué os ha
parecido… phs… eh…?
El inventor alargó los labios de una manera interrogativa:
—Me he marchado antes del vals —respondió sencillamente la joven, como si así
declinara toda posibilidad de apreciación.
La voz articuló esa frase con tan pura inflexión de contralto que sonó a algo
celeste. Para un extraño que no hablara la lengua de los convidados, miss Alicia Clary
hubiera aparecido como el fantasma sublime de una Hipatia, de rostro ateniense,
errante en la noche a través de Tierra Santa, descifrando a la luz de las estrellas, entre
las ruinas de Sion, algún pasaje olvidado del Cantar de los Cantares.
Lord Ewald, como hombre que no concede atención a las minucias y accidentes
circundantes, parecía únicamente preocupado por las burbujas irisadas que brillaban
en la rojiza espuma de su copa.
—Eso es otra cosa —respondió sin conmoverse Edison—. Concibo que no podáis
formar juicios acerca de mamarrachadas… como las escenas del bosque y de la
fundición de las balas, o como el trozo de la calma de la noche.
—Ese forma parte de mi repertorio —suspiró miss Alicia Clary—. La cantante de
Nueva York se cansa por poco. Yo podría cantarlo diez veces seguidas sin que se me
notara nada, lo mismo que os canté Casta diva cierta noche —añadió volviéndose
hacia lord Ewald. No comprendo que se escuche seriamente a las cantantes que tanto
se entusiasman. Me parece que me encuentro en una asamblea de locos cuando oigo
aplaudir semejantes extravíos.
—¡Qué bien os comprendo yo, miss Alicia Clary!, —exclamó el electrólogo y
enmudeció en seguida.
Acababa de sorprender la mirada que lord Ewald, en un momento de distracción
sombría, arrojó sobre las sortijas de la virtuosa.
—Sin duda, pensaba en Hadaly.
Edison alzando la cabeza pronunció:
—Omitimos hasta ahora, me parece, una cuestión en extremo grave.
—¿Cuál? —preguntó miss Alicia Clary.
Y se volvió hacia lord Ewald, extrañada por su silencio:
—La de los emolumentos a que aspiráis.
Alicia dejó de mirar al joven lord.
—¡Oh, yo no soy una mujer metalizada!
—Sólo tenéis el corazón de oro —respondió galantemente Edison, inclinándose.
—El dinero es necesario —moduló la incomparable criatura con un suspiro que
un poeta no hubiera denegado a Desdémona.
—¡Qué lástima!… ¡Y más… siendo artista! —dijo Edison.
Miss Alicia, más insensible a esa galantería, dijo:

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—Las grandes artistas se miden por el dinero que ganan. Hoy soy más rica de lo
que necesitan mis gustos naturales. Sin embargo, quisiera deber mi fortuna a mi
profesión, quiero decir…, a mi arte.
—Me parece de una delicadeza digna de ser alabada…
—Si pudiera… por ejemplo… —vacilaba mirando al ingeniero— doce mil…
Edison frunció las cejas imperceptiblemente.
—O seis… —repuso miss Alicia.
El rostro de Edison se esclareció un tanto.
—De cinco a veinte mil dólares por año —acabo, enardecida y sonriente como la
divina Anadiómena alumbrando el alba y las olas con su aparición—. Y estaré muy
contenta…, aunque no sea más que por la gloria.
El rostro de Edison se aclaró del todo.
—¡Cuánta modestia! ¡Creí que ibais a contar por guineas!
Por la frente de la muchacha pasó una sombra de contrariedad.
—Ya sabéis lo que son los debuts —dijo ella—. ¡No hay que ser exigentes! Mi
divisa es además: «Todo por el arte».
Edison le tendió la mano.
—Me he encontrado con el desinterés de un alma elevada, mas ¡alto!…
desechemos las adulaciones prematuras. No hay peor maza que el incensario
torpemente manejado. Esperemos. ¿Un dedo más de este vino de Canarias?
De pronto la joven, como si se despertara, miró a su alrededor con extrañeza.
—Pero… ¿dónde estoy? —murmuró.
—En el taller del más grande y original escultor de la Unión. Es una mujer. Esta
aclaración debe revelaros su nombre: la señora Any Sowana. Le he arrendado esta
parte del castillo.
—¡Qué chocante! He visto algunos instrumentos de escultura en Italia y en nada
se parecían a éstos.
—¡Qué queréis! Es el método nuevo. Hoy somos cada vez más expeditivos. Todo
se simplifica. Pero de la gran artista en el taller de la cual estamos y que se llama Any
Sowana, ¿no oísteis nunca hablar?
—Sí, creo que sí —dijo a todo evento miss Alicia Clary.
—Seguro estaba de ello; su fama ha atravesado el Océano. Esta soberana
cinceladora del mármol y del alabastro es literalmente prodigiosa en su rapidez.
Procede con medios completamente nuevos. Es un descubrimiento reciente. En tres
semanas reproduce magníficamente y con fidelidad escrupulosa lo mismo los
humanos que los animales. ¿No sabéis, miss Alicia Clary, que hoy la buena sociedad
ha sustituido el retrato por la estatua? El mármol está de moda. Las más altas damas o
las más distinguidas celebridades del mundo del arte han comprendido con su tacto
femenino que la dignidad y la belleza de sus líneas corporales nunca podían ser
shockings. Precisamente, la señora Any Sowana está ausente, porque está acabando la
estatua de cuerpo entero de la encantadora reina de O-Taiti de paso por Nueva York.

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Miss Alicia pareció extrañarse.
—¿Cómo el gran mundo lo ha aceptado como decoroso?
—Y también el mundo de las artes. ¿No habéis visto las estatuas de Rachel, de
Jenny Lind, de Lola Montes?
—Sí, creo haberlas visto… —dijo ella como s1 persiguiera un recuerdo.
—¿Y la de la princesa Borghése?
—De esa recuerdo, creo haberla visto en España. Sí, en Florencia —interrumpió
soñadora miss Alicia Clary.
—Desde que una princesa dio el ejemplo, la cuestión ha sido admitida y acogida
favorablemente en todas las esferas. Cuando una artista está dotada de una gran
belleza, es obligatorio que se mande hacer su propia estatua antes de que se la
levanten… ¿Tendréis expuesta la vuestra en los salones anuales de Londres? No sé
como el recuerdo de ella, capaz de llamar la atención de mi admirativa curiosidad, se
ha disipado en mi memoria. Me avergüenzo al confesarlo pero no recuerdo vuestra
estatua.
Miss Alicia bajó los ojos.
—No tengo más que mi busto en mármol blanco y fotografías. Ignoraba que…
—Es un crimen de lesa humanidad. Además, desde el punto de vista del reclamo
indispensable a los grandes artistas, es un grave olvido. No me extraña que no seáis
ya de aquéllas cuyo solo nombre es una fortuna para un teatro y cuyo talento está
fuera de precio.
Al proferir aquellas absurdas palabras, el electricista enviaba un fulgor vivo al
fondo de las pupilas de su interlocutora.
—Hubierais debido advertirme de eso —dijo Alicia dirigiéndose al joven.
—¿No os llevé al Louvre? —respondió él.
—Sí, delante de una estatua que se parece a mí y que no tiene brazos. Pero todos
nos descubren el parecido.
¡Vaya una cosa!
—Un consejo: aprovechad la ocasión —exclamó Edison sin dejar de dirigir su
vibrante mirada a las pupilas de la virtuosa deslumbrante.
—Si está de moda, ¿por qué no? —dijo Alicia.
—Bien. Como el tiempo es oro, mientras ensayamos algunas escenas de
producciones dramáticas de nuevo orden, la señora Any Sowana pondrá manos a la
obra, auxiliada por mis indicaciones, cuanto antes. Así que en tres semanas… Veréis
qué pronto lo hace.
—Si es posible empezaremos mañana —interrumpió la muchacha—. ¿Y cómo
posaré? —añadió mojando sus labios de rosa roja en la copa.
—Sin ñoñerías —dijo Edison—. Atrevámonos a asustar de antemano a las
rivales. Hay que sorprender a la multitud con uno de esos golpes de audacia que
repercuten en ambos continentes.
—Mejor que mejor —respondió ella—, con tal de llegar debo hacerlo todo.

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—Desde el punto de vista del reclamo, vuestra estatua me parece indispensable en
los foyers de Covent Garden o de Drury Lane. Una bella y magnífica estatua de
cantante predispone a los diletantes, desorienta a la muchedumbre y seduce a los
directores. Posad en Eva: es la pose más distinguida. Apostaré que ninguna artista
después de usted, se atreverá a representar ni a cantar La Eva Futura.
—¿Cómo Eva, decís? ¿Es un papel de repertorio nuevo?
—Naturalmente —dijo Edison—. Será sencillo, pero augusto, que es lo esencial.
Para una belleza tan sorprendente como la vuestra es la única pose por todos
conceptos conveniente.
—Es verdad; soy muy bella —murmuró la joven con una melancolía extraña—.
Después, alzando la cabeza, preguntó:
—¿Qué pensáis de ello, milord Ewald?
—El buen amigo Tomás os da un excelente consejo —dijo él con abandono.
—Además, el gran arte justifica la estatua y la belleza desarma al más severo.
¿No están las Tres Gracias en el Vaticano? ¿No subyugó Friné el Areópago? Si
vuestros éxitos lo exigen, lord Ewald no será tan cruel que levante objeción alguna.
—Convenido —dijo Alicia.
—Bien. Desde mañana. Advertiré a Sowana a mediodía. ¿A qué hora queréis que
os espere?
—A las dos.
—Bien. Ahora, la más profunda de las reservas —añadió Edison poniendo un
dedo sobre sus labios—. Si se supiera que me consagro a vuestro debut, estaría como
Orfeo entre las bacantes y me jugarían una mala partida.
—Estad tranquilo —exclamó miss Alicia.
Después, acercándose a lord Ewald, le dijo al oído.
—¿Este señor… Tomás es un hombre muy formal?
—Sí —respondió el joven—. Por eso mi telegrama fue tan apremiante.
Habían llegado a los postres.
Edison trazó con lápiz unas cifras en el mantel.
—¿Escribís? —preguntó lord Ewald.
—No es nada —murmuró el ingeniero—, un descubrimiento del que tomo nota, a
prisa, para que no se me olvide.
La mirada de la joven vino a caer sobre la reluciente flor que Hadaly había dado a
lord Ewald y que éste, por descuido, llevaba aún en la solapa.
—¿Qué es eso? —dijo dejando la copita de licor y alargando la mano.
Edison se levantó y fue a abrir la ventana mayor. De las que daban al parque. El
claro de luna era admirable. Se apoyó en la balaustrada, fumando, vuelta la espalda a
los astros.
Lord Ewald vaciló ante el gesto y la pregunta de la viviente. Tuvo un movimiento
involuntario para defender la flor.
—Sois demasiado real para aspirar a ella.

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De pronto, algo le hizo cerrar los ojos. Allá, en las gradas de su solio mágico,
apareció Hadaly: Con su brazo brillante levantó la colgadura d terciopelo granate.
Bajo su armadura y su velo negro permaneció inmóvil como una aparición.
Miss Alicia Clary, que estaba de espaldas no podía ver a la Andreida.
Ésta debía hacer estado atenta a las últimas circunstancias de la conversación
envió con la mano un beso a lord Ewald, quien se levantó bruscamente.
—¿Qué es eso? ¿Qué os pasa? Me asustáis —dijo la joven.
Él no contestó. Volvió a caer la colgadura y desapareció el fantasma.
Aprovechando aquel momento de distracción de miss Alicia Clary, el gran
electricista extendió la mano sobre su frente.
Sus párpados se cerraron gradualmente sobre sus ojos de aurora; sus brazos
esculpidos en mármol de Paros se quedaron inmóviles: el uno sobre la mesa; el otro,
sobre un cojín, guardando el ramillete de pálidas rosas.
Parecía una estatua de la Venus olímpica, ataviada a la última moda y en tal
actitud. La belleza de su rostro estaba iluminada por un reflejo sobrehumano.
Lord Ewald, quien presenció el gesto y el efecto del sueño magnético, tomó la
mano fría de miss Alicia.
—Muchas veces —dijo— he sido espectador en experiencias semejantes; ésta me
testimonia una rara energía de fluido nervioso y una voluntad…
—Todos nacemos dotados, en diversos grados, de esa facultad vibrante: yo, con
paciencia, he desarrollado la mía; he ahí todo. Puedo decir, además, que mañana, en
el momento en que yo piense que son las dos de la tarde, nadie impedirá a esta mujer,
a menos de ponerla en peligro de muerte, de venir a este estrado y prestarse a la
convenida experiencia. Todavía tenéis tiempo para decidiros y para olvidar nuestro
hermoso proyecto de esta noche. Podéis hablar como si estuviéramos solos; ya no nos
oye.
En aquel momento, la blanca Andreida reapareció apartando las colgaduras.
Inmóvil, bajo su velo de luto, permaneció como pensativa, cruzando los brazos de
plata sobre el seno.
El joven y grave señor, mostrando a la burguesa dormida, respondió:
—Querido Edison, tenéis mi palabra, y a ella puedo añadir que carezco de
frivolidad en el cumplimiento de mis compromisos.
Bien sabemos, usted tanto como yo, que los seres extraordinarios están
diseminados en nuestra especie y que, después de todo, esta mujer, salvo su esplendor
corporal, es como muchos millones de semejantes suyas, entre las cuales y sus
afortunados poseedores, la desatención intelectual es recíproca.
Soy tan poco difícil respecto de aquello que se debe esperar de una mujer, aun
superior, que si ésta estuviera dotada de la más mínima eventualidad de ternura por
un ser cualquiera, miraría como un sacrilegio la obra proyectada entre nosotros.
Acabáis de comprobar la endémica, la incurable, la egoísta aridez que, unida a su
fastidiosa suficiencia animan esa forma sobrenatural. Ya sabemos que su triste yo no

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puede amar a nadie, pues no tiene en su turbia y contumaz entidad algo que le haga
experimentar lo que acredita y define al ser verdaderamente humano.
Su corazón se va agriando poco a poco bajo el influjo de lo huero de sus ideas,
que tienen la particularidad de envolver con los reflejos de su esencia todo cuanto la
rodea. Aun quitándole la vida, no se le arrancaría su sorda, opaca, ramplona y
lamentable mediocridad. Es así, sólo Dios, solicitado por la fe, puede modificar lo
íntimo de una criatura.
¿Por qué quiero libertarme, aunque sea de un modo, fatal, del amor que me
inspiró su cuerpo? ¿Por qué no he de contentarme, como harían muchos de mis
semejantes, en gozar únicamente de su belleza física prescindiendo de lo que la
anima?
Porque no puede atenuar en mi conciencia, con ningún razonamiento, una secreta
certidumbre cuya permanencia me roe el alma con un remordimiento insoportable.
Ahora siento en mi corazón, en mi cuerpo y en mi espíritu que en todo acto de
amor no se escoge solamente la ración de nuestro deseo. Es desafiarse a sí mismo por
cobardía sensual, aceptar un alma y fundirla con la nuestra, creyendo que se pueden
excluir los atributos que no sean inconvenientes. Como aquel espíritu es el único que
puede producir las formas y los deseos que anhelamos, no cabe más que desposare
con el todo. El enamorado quiere ahogar inútilmente aquel pensamiento último y
absoluto que es el convencimiento de que de que se ha empapado todo, del alma que
poseyó con el cuerpo, y a la cual, cándidamente, creyó que podía excluir y descartar,
desentendiéndose de ella en el abrazo.
No puedo en ningún instante desterrar esta evidencia interior, que me obsesiona,
de que mi yo, mi ser oculto, está ya para siempre inoculado por la miseria de esa alma
fangosa, de instintos tan oscuros que no pueden extraer belleza alguna. ¿Qué son las
cosas sino nuestros conceptos? ¿Qué somos nosotros sino aquel deleite que al
admirar las cosas nos trae el reconocimiento de encontrar en ellas algo de nosotros
mismos?
Lo confieso con toda sinceridad; creo haber cometido una bajeza indeleble al
poseerla. No sé cómo rehabilitarme de ese acto; por eso quería castigar mi debilidad
con una muerte purificadora. Aunque se burlara de mí toda la especie humana,
conservaré originalidad para tomar esto en serio; mi divisa familiar es: Etiamsi
omnes, ego non.
Os atestiguo por última vez, que de no haberme hecho esa súbita, curiosa y
fantástica proposición, no escucharía esas campanadas que suenan en la noche.
Estaba hastiado del MOMENTO.
Ahora que ya tengo derecho a mirar el físico velo del ideal de esta mujer como un
trofeo ganado en un combate, del cual, a pesar de ser victorioso, salgo mortalmente
herido, me permito disponer de ese velo diciéndoos como resumen de nuestra velada:
«Considerando el poder de vuestra prodigiosa inteligencia, os confío este pálido
fantasma humano para que lo transfiguréis. Y si en tal empresa libertáis la forma

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sagrada del cuerpo de la enfermedad de su alma, yo os juro intentar el acabamiento y
perfección de esa entidad redentora».
—Está bien —dijo Edison.
—Lo habéis jurado —añadió con voz melodiosa y triste Hadaly.
Las cortinas se cerraron. Brilló una chispa. El rozamiento de la plataforma que se
hundía en la tierra y vibró algunos segundos y después se extinguió.
Edison, por medio de dos o tres pases sobre la cabeza de la durmiente, le restituyó
a la conciencia. Mientras tanto, lord Ewald se calzaba los guantes como si nada
hubiera sucedido.
Miss Alicia Clary se despertó, reanudando la interrogación en aquel punto en que
quedara interrumpida:
—¿… por qué no me decís si os gusta, lord Ewald?
Al escuchar su título tan estúpidamente otorgado, no tuvo el joven una de esas
muecas amargas con que los gentileshombres de alcurnia acogen esos tratamientos
que les da la sociedad trivial. Sólo respondió:
—Querida Alicia, excusadme, estoy un poco fatigado.
Las ventanas seguían abiertas ante la noche estrellada que palidecía en Oriente.
Se oyó el ruido de un coche y el crujir de la arena del parque.
—Vienen por ustedes —dijo Edison.
—Se ha hecho muy tarde —dijo lord Ewald encendiendo un cigarro— ¿No tenéis
sueño, Alicia?
—Sí, quisiera descansar un poco.
El electrólogo intervino:
He aquí vuestras señas. Las habitaciones son de lo mejor que podéis desear en
viaje. Hasta mañana.
Buenas noches.
El coche condujo a los dos amantes desde Menlo Park a su nido improvisado.
Cuando se quedó solo, Edison reflexionó un momento. Después de cerrar las
persianas, murmuró:
—¡Que noche! Este muchacho místico, este aristócrata encantador, no se da
cuenta de que ese parecido con la estatua reconocible en la forma carnal de esa mujer;
esa semejanza, es algo enfermizo, consecuencia de un antojo en su ascendencia. Ella
ha nacido así como otras nacen con manchas. Es un fenómeno tan normal como el de
la mujer gigante. Su parecido con la Venus Victrix no es más que una especie de
elefantiasis que le traerá la muerte, una deformidad patológica que padece su propia
naturaleza. Sin embargo, es misterioso que esa sublime monstruosidad haya venido al
mundo para legitimar mi primer androide. La experiencia es bonita. Manos a la
obra Y que la SOMBRA se haga. Creo que también me he ganado esta noche el
derecho de dormir unas horas.
Anduvo hacia el centro del laboratorio:
—Sowana —llamó a media voz y con una entonación particular.

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Una voz femenina, pura y grave, igual a aquella que se oyó en el crepúsculo
vespertino, respondió invisible.
—Heme aquí, querido Edison. ¿Qué me decís?
—Durante unos momentos el resultado me ha desconcertado a mí mismo, dijo
Edison. En verdad, supera toda esperanza. Es algo mágico.
—Eso no es nada todavía, dijo la voz. Después de la encarnación será
sobrenatural.
Tras de un largo silencio, Edison ordenó:
—Despertaos y descansad.
Tocó el botón de un aparato; las tres lámparas radiantes se apagaron a un tiempo.
La lamparilla brillaba todavía y alumbraba el misterioso brazo que sobre el cojín
de la mesa de ébano ostentaba en la muñeca una víbora de oro cuyos ojos azules
parecían en la oscuridad mirar al gran inventor.

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III

Importunidades de la gloria

El obrero que no trabaje veinticinco horas diarias no puede entrar en mi taller.

EDISON.

urante la quincena siguiente a aquella velada, el sol doró alegremente el


D afortunado distrito de Nueva Jersey.
El otoño avanzaba: las hojas de los grandes áceres de Menlo Park se veteaban de
púrpura. El aire las sacudía más reciamente de día en día.
El castillo de Edison y sus jardines aparecían distintamente en los crepúsculos
azules. Las aves de los alrededores, acostumbradas a los ramajes frondosos, piaban su
canción de invierno, ahuecando la pluma.
Durante esa serie de días hermosos reinó gran inquietud en los Estados Unidos, y
en particular en Boston, Filadelfia y Nueva York. Edison había suspendido toda
recepción desde la visita de lord Ewald.
Encerrado con sus aparejadores y mecánicos, no salía. Los curiosos periodistas
encontraron la puerta cerrada; defraudados, intentaron sondear a Martín, mas su
mutismo sonriente desconcertó sus tentativas. Periódicos y revistas se conmovieron.
«¿Qué hacía el brujo de Menlo Park, el papá del fonógrafo?». Empezaron a circular
rumores concernientes a la adaptación del contador eléctrico.
Algunos detectives hábiles quisieron alquilar casas cuya proximidad pudiera
servir para sorprender las experiencias. Fueron dólares perdidos. No se veía nada
desde aquellos malditos huecos. La Compañía del Gas, profundamente inquieta,
envió sabuesos sagaces que se instalaron en los cerros circundantes y que, provistos
de poderosos catalejos, otearon con perspicacia los jardines.
Frente al laboratorio, el follaje de una avenida impedía toda investigación. Se
había visto, empero, a una bellísima dama vestida de azul que cogía flores en los
arriates. Esta noticia había aterrado a la Compañía del Gas.
El inventor quería dársela con queso. Era evidente. ¡Vamos…! ¡Y vestida de seda
azul! No cabía duda: quería engañarles. ¿Habría descubierto la división del fluido?
Ellos no eran tan tontos para que… ¡Aquel hombre era un castigo social!
Llegó al colmo la ansiedad cuando se supo que Edison había requerido al
excelente doctor Samuelson D. D. y al famoso odontólogo W. Pejor, dentista de la
alta sociedad americana.
El rayo no hubiera divulgado con mayor rapidez que los medios humanos, que
Edison era presa de un flemón terrible y alucinante, poniéndole en peligro de
meningitis e inflamándole la cabeza, que había adquirido el tamaño del Capitolio de
Washington.
Se temía la complicación de un ataque al cerebro. ¡Era hombre perdido! Los

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accionistas del Gas, cuyos valores habían bajado considerablemente, se estremecieron
de alegría al conocer la noticia. Se echaron unos en brazos de otros llorando de
satisfacción y pronunciando palabras incoherentes.
Tras haberse fatigado por sus esfuerzos infructuosos en la elección de términos
suficientemente encomiásticos para redactar conjuntamente, en una gira, el himno
que pensaban dedicarle, renunciaron a su elaboración y optaron por adquirir el mayor
número de acciones al portador de la Sociedad, fundada sobre el capital intelectual de
Edison y la explotación de sus descubrimientos, aprovechando la baja.
Cuando el venerable doctor Samuelson D. D. y el ilustre W. Pejor afirmaron por
su honor, al volver a Nueva York, que la vida del mirífico brujo nunca había estado
más segura y que, durante su estancia en Menlo Park, sólo se había ocupado en
ensayar algunos anestésicos de su invención en la persona de la dama vestida de azul,
hubo una verdadera catástrofe bursátil de varios millones de dólares. Los recientes
compradores prorrumpieron en verdaderos aullidos. Fueron votados tres gruñidos
oficiales al final del cenáculo de consolación que celebraron los perspicaces
especuladores de la famosa baja. Nada más natural que acontecimientos de esa clase
en un país en donde el más diáfano asunto depende de la industria, la actividad y los
descubrimientos.
Repuestos parcialmente de la alerta y del pánico la tranquilidad de los espíritus
debilitó bastante las asperezas del espionaje.
Una noche, al saberse que una caja de dimensiones importantes, expedida a
nombre de Edison llegaría a Menlo Park en camión, los detectives mercenarios dieron
pruebas de una insólita moderación. Su procedimiento de inquirir fue censurado
como excesivamente benévolo y puerilmente ingenioso.
Primeramente, se limitaron a lanzarse sobre el conductor y los criados negros, sin
vanos preámbulos, y molerlos a estacazos hasta dejarlos por muertos en la carretera.
A la luz de sus antorchas se apresuraron a abrir el cajón, poniendo el mayor cuidado y
delicadeza en sus maniobras, es decir, metiendo unas palancas en las aberturas de las
tablas hasta romperlas.
¡Al fin podrían examinar los nuevos elementos eléctricos y ver en qué consistía el
contador encargado por Edison!
Procedió el jefe de la expedición al examen minucioso del contenido de la caja y
no halló más que un traje de seda azul, botas del mismo matiz, unas medias muy
finas, una caja de guantes perfumados, un abanico de ébano tallado, unas puntillas
negras, un corsé encantador y ligerísimo con lazos color fuego, peinadores de batista,
una caja de joyas con pendientes, sortijas y pulseras, frascos de esencia, pañuelos
bordados con la inicial H., etc. Todo un equipo femenino.
Ante tal espectáculo, los agentes quedaron estupefactos rodeando el cofre.
Silenciosos y haciendo muecas quedaron aquellos buenos señores, con la barbilla
entre los dedos, saboreando las heces de su inconveniencia. Enloquecidos, cruzaban
violentamente los brazos o se ponían en jarras, enarcando las cejas y mirándose con

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ojos desconfiados y medrosos. Medio asfixiados por el humo de las antorchas de sus
subalternos, con reprimidas exclamaciones, convinieron que el papá del fonógrafo se
burlaba de ellos.
Comprendió el jefe de la partida que la tropelía cometida podía tener malas
consecuencias y se dispuso a ordenar, por medio de imprecaciones escogidas que
devolvieron el sentido de la realidad a la horda, que con prontitud y cuidado llevaran
el cuerpo del delito a su destino.
Obedeció la cáfila poniéndose en marcha. En la verja de casa de Edison hallaron
cordial recibimiento en Martín y sus colegas, que, revólver en mano, les agradecieron
calurosamente el trabajo que tan oficiosamente se tomaban. Los empleados del
ingeniero se apoderaron del cajón y proyectaron sobre los mencionados caballeros
una llamarada de magnesio que reprodujo fotográficamente sus carotas híspidas e
hircanianas.
Merecedores de una generosa recompensa, gracias a un oportuno telegrama de
Edison que precedió al envío del retrato en grupo, obtuvieron por disposición del
constatable el premio de unos meses de penumbra. Los que les habían encargado tal
misión fueron los primeros en acusarles ante el funcionario por sus benévolos
procedimientos. Aquello contribuyó a amortiguar la vigilancia de la pública
curiosidad.
¿Qué podría hacer Edison? ¿Qué imaginaba? Los impacientes quisieron derribar
la verja, pero el ingeniero advirtió por los periódicos que la pondría en comunicación
con una importante corriente. Desde entonces, los curiosos se mantuvieron a cierta
distancia. ¿Qué guardas, vigilantes o serenos pueden competir con la electricidad?
¡Intentad corromperla! A menos de ir revestidos de herméticos y espesos vestidos de
cristal, la tentativa tendría amargas consecuencias y su resultado sería siempre
negativo.
Las conversaciones proseguían:
«¿Qué hacer? ¿Hay que interrogar a míster Edison? ¿N os recibirá bien? ¿Cómo
se podría saber? ¿Y los niños? Acostumbrados a un eterno mutismo, preguntarles
algo es perder el tiempo. Hay que esperar».
Por entonces, Toro Sentado, el jefe de los últimos pieles-rojas del Norte,
consiguió una inesperada y sangrienta victoria sobre las tropas americanas enviadas
para combatirle. Habiendo quedado diezmada la flor de la juventud de las ciudades
del noroeste de la Unión, la atención pública se trasladó al peligro amenazante de los
indios y abandono a Edison por unos días.
Aprovechó la circunstancia el ingeniero para enviar a Washington a uno de sus
mecánicos con encargo de entenderse con el primer peluquero de lujo de la capital.
Entregó a éste, el inteligente emisario, una muestra de pelo ondulado y moreno, con
una nota expresiva al milígramo y al milímetro del peso y la longitud de aquel que
quería imitar y sustituir. También puso en sus manos cuatro fotografías de tamaño
natural de una cabeza de mujer, cuyo rostro cubría un antifaz, con las cuales había de

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tener datos suficientes para obtener el carácter y descuido del peinado.
Como se trataba de Edison, los cabellos fueron escogidos, pesados y servidos en
menos de dos horas.
El enviado entrego al artista un tejido sutil que remedaba una dermis capilar de
aspecto tan natural que el peluquero, tras examinarlo, no pudo menos de decir:
—¡Parece un cuero cabelludo acabado de arrancar! Está curtido por un
procedimiento insospechable. ¡Es maravilloso! Debe ser una sustancia que… ¡Con tal
sistema desaparece toda la rigidez de la peluca!
El edecán de Edison le respondió:
—Esto se amolda exactamente a la bóveda craneana, al occipucio y a los
parietales de una persona de las más elegantes. Después de unas fiebres teme perder
el cabello y desea reemplazarlo durante algún tiempo por éste. Aquí están los
perfumes y el aceite que usa. Se trata de que haga usted una obra maestra: el precio es
lo de menos. Haced que trabajen día y noche tres o cuatro de vuestros mejores artistas
en tramar la cabellera con este tejido, imitando la Naturaleza con toda fidelidad. Ni
más ni menos. ¡Sobre todo, no consigáis algo que esté mejor que la Naturaleza!
Idénticamente. Mirad las presentes fotografías, con lupa revisaréis los rizos rebeldes
y mechoncillos. El señor Edison desea el encargo para dentro de seis días y no me
marcharé sin llevármelo.
Ante el apremio del plazo, el peluquero lanzó agudos gritos. Sin embargo, al
cuarto día por la noche, el enviado volvió a Menlo Park con una caja en la mano.
Cuchicheaban los mejor informados de aquellos alrededores que una misteriosa
carroza se paraba todas las mañanas frente a una puerta recién abierta en la muralla
del parque. Una dama joven, casi siempre vestida de azul, bellísima, muy distinguida,
bajaba de ella, sola, y pasaba el día con Edison y sus ayudantes en el laboratorio o
paseaba por las avenidas del parque. Por la noche, el mismo vehículo venía a
recogerla y la llevaba a una posesión suntuosa recién alquilada por un aristócrata
inglés joven y gallardo. «¿Para qué tanto secreto sobre este asunto tan pueril?».
—¿Y aquella reclusión inexplicable?…
—«¿Qué relación guardaban aquellos episodios novelescos con las conquistas de
la ciencia? ¡Qué hombre más extraño!».
La pública curiosidad, fatigada, esperó que pasara el frenesí del gran ingeniero.

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IV

En una tarde de eclipse

Una tarde de otoño en que el aire dormía inmóvil y bajo, mi amada me llamó. Un velo de bruma cubría la
tierra. Hubiérase dicho, al ver los esplendores de octubre en el follaje y el cálido arrebol en el cielo, que el
arco iris había bajado del firmamento.
—«He aquí el día más hermoso de los días —me dijo al acercarme— el más bello para vivir o morir.
Espléndido para los hijos de la tierra y de la vida y más aún para las hijas del Cielo y de la Muerte».

EDGARD ALLAN POE. MORELLA.

na de las últimas tardes de la tercera semana, lord Ewald bajó de su caballo ante
U la cancela de Edison y, después de dar su nombre, penetró por una de las
avenidas que llevaban hasta el laboratorio.
Hacía diez minutos, al leer los periódicos, esperando la vuelta de miss Alicia
Clary, el joven recibió el siguiente telegrama:
«Menlo Park: Lord Ewald, 7-8-5, 22 m. Tarde. Desearía me concedierais unos
momentos, Hadaly».
En vista del despacho, lord Ewald ordenó que ensillasen el caballo.
Declinaba la tormentosa tarde: parecía que la naturaleza se complicaba en el
esperado acontecimiento. Diríase que Edison había escogido el momento.
Era un crepúsculo de un día de eclipse. En el poniente, unos rayos de aurora
boreal alargaban en la bóveda del cielo las varillas de su imponente abanico. El
horizonte parecía una decoración. El aire vibraba, enervante. Los estremecimientos
de un aire tibio y denso hacían revolotear las hojas caídas. Del sur al noroeste
asomaban monstruosas nubes, de algodón violeta ribeteadas de oro. El cielo parecía
artificial. Por encima de las montañas septentrionales unos tenues, largos y lívidos
relámpagos se cruzaban como hojas de espada. El fondo de las sombras era
amenazador.
El joven vio en el cielo el reflejo de sus preocupaciones. Cuando llegó al umbral
del, laboratorio. Tuvo un segundo de vacilación. Vio a través de los cristales a miss
Alicia Clary, que estaba en sus últimas sesiones y recitaba algo, sin duda, al maestro
Tomás. A pesar de todo, entró.
Edison estaba envuelto en su bata y sentado en un sillón. Tenía en sus manos unos
manuscritos.
Al oír el ruido de la puerta, miss Alicia dijo volviéndose:
—Ahí está lord Ewald.
Éste no había vuelto al laboratorio desde la noche terrible.
Al ver al joven elegante, Edison se levantó y se estrecharon la mano.
—El telegrama que he recibido era de una concisión tan elocuente que por
primera vez en mi vida he tenido que ponerme los guantes en camino.
Saludó el lord a Alicia.

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—Vuestra mano. ¿Ensayabais?
—Sí, estamos acabando. Es un repaso.
Edison y lord Ewald se apartaron unos pasos. Éste preguntó:
—¿Ha venido ya al mundo la gran obra, el Ideal eléctrico, nuestra maravilla, o
mejor dicho… la vuestra?
—La veréis después de la marcha de miss Alicia. Alejadla y procurad que nos
quedemos solos.
—¡Ya! —dijo lord Ewald pensativo.
—He cumplido mi palabra.
—¿Alicia no sospecha nada?
—La hemos engañado con un boceto en barro. Hadaly estaba escondida —tras el
paño impenetrable de mis objetivos y la señora Any Sowana ha demostrado ser una
genial artista.
—¿Y vuestros mecánicos?
—No han podido ver en todo ello más que una experiencia de foto-escultura. Lo
demás está en secreto. Además, no he hecho saltar la chispa respiratoria hasta esta
mañana a la salida del sol… que se ha eclipsado de extrañeza —añadió riendo
Edison.
—Confieso que no estoy exento de impaciencia por contemplar a Hadaly lograda.
—La veréis esta noche. No la vais a reconocer, dijo Edison. He de advertiros que
es mucho más sorprendente de lo que creía.
—Señores —exclamó miss Alicia—, ¿están ustedes conspirando?
—Señorita —dijo Edison volviéndose hacia ella—, manifestaba a lord Ewald mi
satisfacción por vuestra asidua docilidad, por vuestro talento y voz magnífica. Le
expresaba también una profecía acerca del brillante porvenir que os espera.
—Señor Tomás, podéis decir todo eso en voz alta —respondió Alicia. No hay en
ello nada ofensivo. Iluminó sus palabras con su sonrisa y añadió con una amenaza de
dedos muy femenina.
—Tengo que decir también algo a lord Ewald. No me contraría que esté aquí.
Abrigo algunas sospechas acerca de todo cuanto acontece a mi alrededor hace tres
semanas. Hay en ello algo que me causa pena. Me habéis dado a entender, hoy
mismo, con una palabra muy chocante, la existencia de un enigma absurdo… Con un
aire digno que pretendía parecer inflexible dijo:
—Permitidnos a lord Ewald y a mí que demos una vuelta por el parque; hay que
esclarecer una duda acerca de…
—Bien —respondió lord Ewald un poco contrariado y después de cambiar una
mirada con Edison—. Yo tengo que hablar asimismo con maese Tomás y sus
instantes son preciosos.
—No he de entreteneros —atajó Alicia—. Es de mejor gusto que no os hable de
ello delante de él.
Tomó el brazo de su amante. Entraron en el parque y anduvieron por la umbría

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alameda.
Lord Ewald estaba impaciente y pensaba en los encantados subterráneos donde
dentro de unos momentos se encontraría con la Eva futura.
Cuando se marcharon los jóvenes, el rostro de Edison tomó una expresión de
inquietud y de concentración profundas. Sin duda temía que la necesidad de miss
Alicia revelara algo confidencial. Apartó la cortina de la puerta de cristales y les
siguió con la mirada.
Luego se acercó a una mesita donde había un anteojo marino, un micrófono y un
manipulador eléctrico. Los hilos de los instrumentos atravesaban el muro e iban a
perderse con otros que se entrecruzaban por encima de los árboles e irradiaban en
todas direcciones.
Parecía presentir una escena de media ruptura y se empeñaba en oírla antes de
hacer entrega de Hadaly.
—¿Qué querías de mí, Alicia? —preguntó lord Ewald.
—Ahora mismo —respondió ella—, cuando estemos en la avenida. Está tan
oscura que nadie podrá vernos. Se trata de una preocupación muy rara que me ha
asaltado hoy por vez primera en mi vida, Ahora te lo diré.
—Como gustes —respondió lord Ewald.
La tarde estaba todavía turbia. Las líneas de fuego rosa se adelgazaban en el
horizonte; algunas estrellas precoces parpadeaban entre las nubes en los claros azules
del espacio. Las hojas susurraban con un áspero ruido en la bóveda de follaje; el olor
de la hierba y de las flores era muy vivo, húmedo y delicioso.
—¡Qué hermosa tarde! —murmuró ella.
Lord Ewald, preocupado, no la oía. La interrogó con voz agobiada, llena de un
deje amargo y mordaz.
—¿Qué queríais decirme, Alicia?
—No tengo prisa. Vamos a sentarnos en aquel banco. Allí hablaremos mejor.
Estoy algo cansada.
Se colgó de su brazo.
—¿Estás indispuesta, Alicia?
Ella no contestó. Parecía que también estaba preocupada —¡cosa singular!—. ¿El
instinto femenino le advertía algún riesgo?
Lord Ewald no supo qué pensar de las vacilaciones de la joven. La veía morder un
pétalo de flor… Todo su ser ostentaba una suprema hermosura; la seda de su vestido
acariciaba las flores del arriate.
Inclinó su rostro sobre el hombro de lord Ewald. El encanto de sus rizos, un poco
deshechos bajo la mantilla negra, le dio una embriaguez de melancolía. Ella se sentó
primero. Lord Ewald, acostumbrado a oírla acumular necedades hueras o interesadas,
esperaba con paciencia la emisión de algunas nuevas.
Sin embargo, sospechó que quizá la poderosa palabra de Edison había encontrado
el medio de disolver la capa de pez que ennegrecía el lamentable espíritu de la bella

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criatura. Pensó: si calla, no es poco.
Se sentó a su lado.
—Encuentro que estás triste desde hace unos días. ¿No tienes nada que decirme?
Soy mejor amiga de lo que tú crees.
Lord Ewald estaba a mil leguas de miss Alicia Clary; pensaba en las flores
inquietantes de la mansión donde Hadaly le esperaba. Al oír la pregunta, se
estremeció con un imperceptible movimiento de contrariedad. Sin duda, a Edison se
le había ido la lengua.
No obstante, aquella eventualidad le parecía inadmisible. No; desde la primera
noche, Edison la había manejado a su gusto y con muy acres sarcasmos, Y después,
con sobrados testimonios, la había evaluado, Era imposible que se hubiera extraviado
el inventor en estériles ensayos de curación moral.
Empero, aquella dulce manera de interesarse por él, le sorprendía. Era el primer
impulso bueno de Alicia. ¿Advertía su instinto algo grave?
Una idea muy razonable y más sencilla sustituyó a las primeras suposiciones. El
poeta despertó en su espíritu. Juzgó que la tarde era de aquéllas en que es muy difícil
a dos seres humanos, en el apogeo de la belleza, de la juventud y del amor, no
sentirse un poco elevados sobre la costumbre y la mediocridad de la vida. Pensó en
los misterios femeninos, más profundos que el pensamiento; en los corazones oscuros
que, sometidos a influencias sublimes y serenas pueden recibir el fulgor desconocido.
Las sombras del momento, dulces y saludables, invitaban a tener esperanza. Llegó a
creer que su infeliz querida podría, inconscientemente, obedecer en todo su ser al
divino llamamiento. Era obligación suya intentar un supremo esfuerzo de
resurrección para el alma sordomuda, ciega y abortada de aquélla a quien amaba a
pesar suyo.
La atrajo dulcemente y dijo:
—Querida Alicia, lo que tengo que decirte está hecho de alegría y de silencio, de
una alegría más austera y de un silencio más maravilloso que estos que nos rodean.
¡Oh, mi amada, te adoro! Bien lo sabes. Sólo puedo vivir a través de tu presencia.
Para ser dignos de toda esta felicidad basta sentir lo inmortal a nuestro alrededor y
divinizar las sensaciones. Dentro de ese pensamiento no hay desilusión. Un momento
de este amor vale más que un siglo de otros amores.
Dime, ¿esta manera de amarse te parece exaltada o poco razonable? A mí me
parece natural y única para no dejar penas ni remordimientos. Las más ardientes
caricias de la pasión están multiplicadas, intensificadas, ennoblecidas y legitimadas.
¿Por qué te complaces en despreciar lo mejor de tu ser, lo eterno? Si no temiera oír tu
risa joven, desesperante y dulce te diría muchas cosas más, o quizá, callándome,
gozáramos de otras divinas.
Miss Alicia Clary guardaba silencio. Lord Ewald prosiguió:
—Parece que te hablo en griego. ¿Para qué, entonces, me haces preguntas? Qué
podría decirte. ¿Qué palabras valen un beso de tu boca?

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Era la primera vez desde hacía largo tiempo que le pedía un beso. Impresionada,
sin duda, por el magnetismo de la juventud y de la puesta de sol, la muchacha parecía
ceder al abrazo de lord Ewald.
¿Comprendía el dulce y ardoroso murmullo y aquellas palabras de pasión? Una
lágrima saltó de entre sus pestañas y rodó por sus mejillas pálidas.
—Sufres —exclamó—, y es por mí.
Ante aquella emoción, al oír tales palabras, el joven se sintió invadido de una
inefable sorpresa. En un momento dejó de pensar en la otra, en la terrible. Aquellas
humanas palabras fueron suficientes para ablandar su alma y despertar en ella la
esperanza.
—¡Oh, amor mío! —murmuró fuera de sí.
Sus labios se juntaron a los labios, reparadores al fin, que le consolaban. Olvidó
las largas horas extenuantes que había padecido: su amor resucitaba. La infinita
delicia de las alegrías puras le llenaba el corazón; su éxtasis fue tan inesperado como
súbito. Aquellos vocablos disiparon como una ráfaga sus pensamientos irritados y
tenebrosos. Se sintió renacer. Hadaly y sus espejismos estaban ya lejos.
Permanecieron silenciosos y enlazados durante algunos segundos; el pecho de la
joven palpitaba, turbador, exhalando efluvios embriagadores. Entonces, él la estrechó
en sus brazos.
Sobre las cabezas de los dos amantes el cielo se había aclarado. Las estrellas
brillaban a través del follaje de la avenida. La sombra se intensificaba y era cada vez
más sublime. El joven tenía el alma extraviada en el olvido y empezaba a sentirse
renacer en la belleza del mundo.
La idea obsesionante de que Edison le esperaba en los subterráneos para
mostrarle el oscuro prodigio den forma de androide, cruzó por su mente en aquel
instante.
—¡Oh, que insensato soy! —murmuró—. Soñaba con un juguete de sacrilegio,
cuyo aspecto me hubiera hecho sonreír. ¡Oh, absurda muñeca insensible!
Delante de ti, mujer singularmente bella, se desvanecen todas las demencias de la
electricidad, las presiones hidráulicas y los cilindros vitales. Sin curiosidad alguna
haré presente a Edison mi reconocimiento. Muy nublada por el desencanto debía estar
mi mente cuando la facundia del sabio me hizo creer en tamaña posibilidad. ¡Oh,
amada mía; ya te reconozco! ¡Tú existes; eres de carne y hueso, como yo; tu corazón
palpita junto al mío! ¡Tus ojos han llorado! ¡Tus labios han temblado al contacto con
los míos! ¡Eres la mujer a la que el amor puede hacer ideal como la belleza! ¡Querida
Alicia, te amo! Te…
No pudo terminar.
Cuando levantó los ojos maravillados y húmedos de exquisitas lágrimas para
ponerlos en aquélla a quien tenía abrazada, vio que había esquivado la cabeza y le
miraba fijamente. El beso con que rozó sus labios se extinguió de pronto; un aroma
de ámbar y de rosas le hizo estremecerse de pies a cabeza, sin conciencia de que

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aquel relámpago revelador deslumbraba terriblemente su entendimiento.
Al mismo tiempo, miss Alicia Clary se levantó, y, apoyando en los hombros del
joven sus manos cargadas de radiantes sortijas le dijo con una voz sobrenatural,
inolvidable y ya oída:
—¿No me reconoces? Soy Hadaly.

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V

La Androesfinge

Os lo digo de veras: si ellos callan hablarán las piedras.

NUEVO TESTAMENTO.

l escuchar tales palabras, el joven se sintió ultrajado por el infierno. Si Edison


A hubiera estado allí, lord Ewald, prescindiendo de toda consideración humana, le
hubiera asesinado brusca y fríamente. La sangre se agolpó en sus arterias. Vio las
cosas a través de un velo rojo. Recordó en un segundo su existencia de veintisiete
años. Sus pupilas, dilatadas por el horror, se clavaron en la Andreida. Su corazón
ahogado de amargura le quemaba el pecho, como queman los carámbanos.
Maquinalmente, se caló el lente y la examinó de pies a cabeza, de derecha a
izquierda, frente a frente.
Le tomó la mano: era la mano de Alicia. Se acercó a su cuello y a su escote: era
ella. Los ojos eran los suyos, pero la mirada era sublime. El atavío, el ademán…
todo, hasta aquel pañuelo con que se quitaba en silencio las lágrimas que surcaban
sus liliales mejillas. Era la misma, pero transfigurada, digna de su belleza: la
identidad idealizada.
Como no podía rehacerse, cerró los ojos; con la palma de la mano febril enjugó el
sudor frío de sus sienes.
Acababa de sufrir, de improviso, la sensación del alpinista que perdido entre las
rocas oye la voz del guía que dice: «No mire usted a la izquierda», pero que, sin
seguir la advertencia, ve junto a sus pies, abrirse a pico uno de esos abismos de
deslumbradoras profundidades, ornadas de brumas, que corresponder con una
invitación a la mirada y convidan a echarse al precipicio.
Se irguió, maldiciendo, pálido, lleno de una angustia tácita. Después se sentó sin
decir palabra, aplazando para más tarde toda decisión. Su primera palpitación de
ternura, de esperanza y de amor inefable, se la habían robado, arrebatado y se la debía
a aquel prodigio sin alma de cuya aterradora semejanza había padecido el engaño.
Su corazón estaba confundido, maltrecho y fulminado.
Abarcó con la mirada el cielo y la tierra y volvió con una risa seca y ultrajante,
dirigida a lo desconocido, la injuria inmerecida que se había hecho a su espíritu.
Aquella risa le repuso en posesión de sí mismo.
Entonces se encendió en el fondo de su inteligencia una idea súbita, más
sorprendente que el fenómeno acaecido. Pensó que, en definitiva, la mujer
representada en aquella misteriosa muñeca puesta a su lado, nunca había guardado
en ella algo con qué hacerle gozar un dulce y sublime instante de pasión como el que
acababa de pasar.
Quizá nunca hubiera conocido tal deleite si no hubiera existido aquella estupenda

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máquina de producir; el ideal. Las palabras dichas por Hadaly habían sido proferidas
por la comedianta real sin emoción ni comprensión, como por quien representa un
personaje, y he aquí que el personaje, en el fondo del escenario invisible, había
aprendido y recordado el papel. La falsa Alicia parecía más natural que la verdadera.
La voz dulce le sacó de sus reflexiones. Hadaly le dijo al oído:
—¿Estás seguro de que no SEA YO quien está aquí?
—No —respondió lord Ewald. ¿Quién eres?

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VI

Figuras en la noche

El hombre es un Dios caído que guarda memoria de los cielos.

LAMARTINE.

adaly se inclinó hacia el joven y le dijo con la voz de la viviente:


H —A menudo, en tu viejo castillo, después de una jornada de caza y de
fatiga, te has levantado de la mesa, Celian, sin probar la cena y, precedido por los
candelabros de los cuales tus ojos fatigados no podían aguantar la claridad, has vuelto
a tu alcoba con de oscuridad y de reposo.
Allí, después de dirigir tus pensamientos a Dios, apagabas la luz y dormías.
Muchas visiones inquietan, trastornaban tu alma durante el sueño y te despertabas
sobresaltado, lívido, mirando a las tinieblas, a tu alrededor.
Formas y fantasmas se te aparecían; a veces, distinguías un rostro que te miraba
con fijeza. En seguida buscabas desmentir el testimonio de tus ojos y explicarte
aquello que veías. Cuando no lo lograbas, una sombría ansiedad, prolongación del
sueño interrumpido, turbaba mortalmente tu espíritu.
Para disipar aquellas sugestiones, encendías una lámpara y con razón reconocías
que los rostros, las formas y las miradas no eran más que resultado de un juego de
sombras nocturnas, de un reflejo de nubes en una cortina, del aspecto espectralmente
animado de tus vestidos tirados en un mueble, en el principio azaroso y apresurado
del sueño.
Sonriendo de tu primera inquietud, apagabas de nuevo y con el corazón satisfecho
te volvías a dormir apaciblemente.
—Sí, recuerdo —dijo lord Ewald.
—Era muy razonable —repuso Hadaly—. Sin embargo, olvidabas que la más
cierta de todas las realidades es aquélla en que estamos perdidos y cuya irremisible
sustancia es, en nosotros, ideal (hablo de lo infinito) es algo más que razonable. Por
el contrario, tenemos de ella una noción tan débil que, aun comprobando su
incondicional necesidad, nuestra razón no la puede concebir más que por un
presentimiento, un vértigo o un deseo.
En los instantes en que el espíritu, en trance de media vigilia y a punto de ser
rescatado por las gravedades de la razón y los sentidos, está henchido de raro; Y
extravagantes ensueños, todo hombre que siente, tiene tramadas por sus actos e
intenciones la carne y la forma de su renacimiento; tiene conciencia de la realidad de
otro espacio inexpresable del cual, éste en que vivimos no es más que la figura.
Este éter viviente es una ilimitada y libre región donde, por poco que se retrase, el
viajero privilegiado ve proyectarse en lo íntimo de su ser temporal, la sombra
anticipada de lo que viene a ser. Entonces se establece una afinidad entre su alma y

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los seres, todavía futuros para él, que pueblan los mundos contiguos al de los
sentidos; el camino de relación donde se establece la corriente entre este doble mundo
es el dominio verdadero del espíritu, al que la razón llama con desdén lo IMAGINARIO.
Por eso la impresión que tu espíritu errante en las fronteras del sueño y de la vida
sufrió primeramente y con sobresalto fue cierta y no te engañó. Verdaderamente
estaban a tu alrededor aquéllos a quienes no se puede nombrar, precursores tan
inquietantes que no aparecen de día, sino en el fulgor de un presentimiento, de una
coincidencia o de un símbolo.
Cuando, al amparo de esa sustancia infinita que es lo imaginario, se aventuran
hasta nuestros limbos y, por una acción recíproca y mediadora, reflejan su presencia,
no dentro de un alma, porque es imposible todavía, pero sobre el alma propicia a su
visita, llegan a confundirse con ella.
Hadaly cogió la mano de lord Ewald.
—Entonces se esfuerzan en manifestarse todo lo más aparentemente posible,
aunque sea por medio de los terrores de la noche. Se revisten de todas las opacidades
ilusorias para reforzar el día de mañana el recuerdo de su pasaje. ¿Tienen ojos para
mirar? No importa; miran por el engaste de una sortija, por el botón de metal de una
lámpara, por un fulgor de estrella en un espejo. ¿Tienen pulmones para hablar? No;
pero encarnan en la voz quejumbrosa del viento, en el chasquido de la madera de un
mueble añoso, en el golpe de un arma que cae por falta de equilibrio. ¿Tienen formas
o semblantes visibles? Tampoco; pero se los hacen con los pliegues de una tela, se
muestran en la rama poblada de un arbusto, en las líneas de un objeto, y encarnan en
las sombras y en todo lo que les rodea, en beneficio de la mayor intensidad, en la
sensación que deben dejar de su visita.
Así, el primer movimiento natural del alma es reconocerlos, en el mismo santo
terror que los revela.

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VII

Lucha con el ángel

El Positivismo consiste en olvidar, como inútil, esta incondicional y única verdad: la recta que pasa debajo de
nuestra nariz NO TIENE PRINCIPIO NI FIN.

ALGUIEN.

espués de una pausa, Hadaly, continuó cada vez más impresionante:


D —De pronto, la naturaleza actual, alarmada por la proximidad enemiga,
corre, brinca y vuelve a tu corazón en virtud de sus derechos formales, todavía no
prescritos. Sacude, para aturdirte, los lógicos y sonoros anillos de la razón para
distraerte, como se distrae al niño agitando el sonajero. La causa de tu angustia es ella
misma, que sintiendo su inopia, en presencia del otro mundo inminente, forcejea para
que te despiertes del todo, para que te reconozcas en su principio, pues tu organismo
aún forma parte de ella, y para que rechaces fuera de su grosero dominio a los
huéspedes maravillosos. Tu sentido común no es más que la red del reciario con que
te envuelve para anular tu luminoso impuso, para salvarse y reconquistarte, prisionero
que intentabas evadirte. Cuando reconoces los muros de tu prisión, consolado con
oscuros pretextos, tu sonrisa es el signo de su vano triunfo de un momento, y
persuadido por su menguada realidad vuelves a caer en su añagaza.
Al dormirte de nuevo, disipas a tu alrededor las preciosas presencias evocadas,
los futuros parentescos, inevitables, reconocidos. Has desterrado las solemnes y
reflejas objetividades de lo imaginario; con tu duda, has revocado lo sagrado infinito.
¿Cuál es tu recompensa? El quedar tranquilizado.
Volvías a encontrarte sobre la tierra, sobre la tierra tentadora que te engañará,
como engañó a tus, antecesores, únicamente en esta tierra donde los saludables
prodigios, rememorados y vistos con ojos racionalistas, no podían parecer más que
vanos y nulos. Entonces dijiste: «Son cosas del ensueño, alucinaciones…».
Regodeándote con la gravedad de algunas palabras turbias, aminoraste en ti el sentido
de tu propio peculio sobrenatural. Cuando vino la aurora, de codos en la ventana
abierta a los aires puros y matinales, con el corazón gozoso y tranquilizado por el
convenio de paz dudosa que habías hecho contigo mismo, escuchaste el ruido que
hacían los vivos, tus semejantes, al despertar e ir a sus quehaceres, ebrios de razón,
enloquecidos por la sed de todos sus sentidos, deslumbrados por los juguetes que
divierten a la humanidad en su madurez otoñal.
Olvidaste entonces todos los derechos de mayoría que canjeabas por cada lenteja
del maldito plato que ofrecen con glaciales sonrisas esos mártires del bienestar
siempre engañados, descreídos del cielo, amputados de fe, desertores de sí mismos,
decapitados de la noción de Dios, cuya santidad infinita es inaccesible a su mortal
corrupción; así pudiste mirar, con la complacencia de un niño maravillado, el planeta

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frígido que pasea por el espacio la gloria de su viejo castigo. Te pareció penoso y
vacuo recordar que, después de algunas vueltas dadas bajo la atracción de ese sol ya
estigmatizado por las manchas de la muerte, estabas destinado a abandonar para
siempre esta burbuja siniestra, tan misteriosamente como estuviste destinado a
aparecer en ella. Y, sin embargo, estos días la muerte ha representado para ti el
destino más claro.
—No sin una sonrisa todavía escéptica acabas por saludar en tu razón de una hora
—¡hijo del grano de trigo a la legisladora evidente del ininteligible, informe e
inevitable INFINITO!

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VIII

La auxiliante

La resurrección es una idea muy natural; no es más extraño nacer dos veces que una.

VOLTAIRE. EL FÉNIX.

ord Ewald, agitado por sentimientos extraordinarios, escuchaba pacientemente la


L Andreida, mas no percibía aún hasta dónde llegaría su dialéctica y cómo
respondería a su pregunta.
La radiante inspirada continuó como si hubiese levantado de pronto un velo
tenebroso:
—De olvido en olvido acerca de tu origen y de tu fin verdadero, a pesar de todas
las advertencias del día y de la noche, preferiste renunciar a ti mismo por causa de esa
vana pasajera, de la cual he tomado el rostro y la voz. Como el niño que quiere nacer
antes de la gestación necesaria para su posibilidad, resolviste adelantar tu última hora,
sin temblar ante el acto impío, despreciando las selecciones cada vez más sublimes
que otorgan los dolores sobrellevados.
—Mas heme aquí. Vengo de parte de tus parientes futuros, de aquellos que
desterraste y que están en inteligencia con tu pensamiento. ¡Oh, olvidadizo, escucha
un poco antes de querer morir!
Soy para ti la enviada de esas regiones sin límites de las cuales el hombre no
entrevé los aledaños más que en sueños.
Allí, los tiempos se confunden; el espacio no existe; las últimas ilusiones del
instinto se desvanecen.
Ya ves: al oír tu grito de desesperación he aceptado revestirme con las líneas
radiantes de tu deseo y aparecer ante ti.
Me he solicitado a mí misma en el seno del pensamiento que me creaba, de tal
manera que, creyendo obrar por sí propio, me obedecía oscuramente. Por su
intervención sugerente del mundo sensible, llegué a apoderarme de todos los objetos
más adecuados al deseo de halagarte.
Hadaly, sonriente, cruzó las manos sobre el hombro del joven y le dijo muy bajo:
—¿Quién soy…? Un ser de ensueño que empieza a dibujarse en tu pensamiento.
Puedes disipar mi sombra redentora con un bello razonamiento, que no ha de dejarte
más que el vacío y el tedio dolorosos, frutos de su presunta verdad.
¡Oh, no te despiertes de mi arrullo! No me proscribas, bajo un pretexto apuntado
por la razón traidora que todo lo anula. Considera que si hubieras nacido en otro país,
pensarías según otras normas y, sobre todo, que para el hombre no hay más que una
verdad aquella que acepta entre todas las demás. Escoge la que te convierta en un
dios. ¿No me preguntabas: «Quién eres»? En este mundo, mi ser, por lo menos para
ti, no depende más que de tu libre voluntad. Atribúyeme el ser, afirma mi

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personalidad, refuérzame contigo mismo. Y así podré animarme ante tus ojos, en el
grado de realidad con que tu buena voluntad creadora influya en mí. Como una
mujer, no seré para ti más que aquello que creas que soy. ¿Piensas en la viva?
Compara: vuestra fatigada pasión te ha hecho aborrecer la tierra; yo, la inaprensible,
¿cómo dejaré de recordarte el cielo?
La Andreida tomó las dos manos de lord Ewald, cuyo estupor, sombrío
recogimiento y admiración, alcanzaban un intraducible paroxismo. El tibio aliento,
como una brisa que viniera de orear campos de flores, le aturdía. Callaba.
—¿Temes interrumpirme? —prosiguió Hadaly—; ten cuidado. No olvides que
depende de ti el que esté palpitando o inanimada y que tales temores pueden serme
mortales. Si dudas de mí, estoy perdida, o, lo que es igual, perderás conmigo a la
ideal criatura a la que no tenías más que requerir.
¡Qué maravillosa existencia podré llevar si tienes la sencillez de creerme! ¡Si me
proteges contra la razón…!
Te toca escoger entre mí y la antigua realidad que todos los días te engaña, te
desespera y te traiciona.
¿No te gusto? ¿Te he parecido demasiado grave o sutil? No tiene nada de extraño
que lo sea: mis ojos han penetrado en los dominios de la muerte.
Pensar así es la única manera para mí de pensar sencillamente. ¿Prefieres la
presencia de una mujer alegre cuyas palabras vuelen como pájaros? Es muy fácil: pon
tu dedo en este zafiro de mi collar y quedar convertida en una mujer de esa’ clase,
pero te advierto que echarás de menos a la desaparecida. Hay en mí más mujeres que
en el más rico harén. Depende de tu voluntad el que vayan saliendo una a una y de tu
perspicacia el irlas descubriendo en mi visión. No despiertes, empero, los otros
aspectos femeninos que duermen en mí. Los desprecio un poco. No, toques a la fruta
mortal de ese jardín. Te extrañarías, y soy tan poca cosa todavía que una sorpresa
borraría mi ser. ¡Qué quieres, mi existencia es aún más frágil que la de los vivos!
Admite mi misterio tal y como se te muestra. Toda explicación (fácil por
supuesto) en cuanto se analizara sería más misteriosa que mi enigma y traería, para ti,
mi aniquilamiento. ¿No es preferible que sea lo que soy? No razones acerca de mi ser
y goza de él deliciosamente.
¡Si supieras qué dulce es la noche de mi alma futura! ¡Si supieras cuántos tesoros
de vértigo, de melancolía y de esperanza encubre mi personalidad! Mi carne etérea no
espera más que el soplo de tu alma para vivir; mi voz y mis armonías están aún
cautivas; y ¿no es nada mi inmortal constancia frente al vano razonamiento que te
pruebe mi no-existencia? Eres y estás LIBRE para rechazar esa mortal y dudosa
evidencia, ya que nadie puede definir donde tiene su origen la EXISTENCIA ni en qué
consiste su noción y su principio. ¿Lamentas que no sea de la especie de las que
traicionan? ¿O de aquellas que aceptan de antemano la posibilidad de quedar viudas?
Mi amor será igual a aquel que palpita en los ángeles y ha de tener seducciones más
avasalladoras que las de los sentidos terrenos donde dormita siempre la antigua Circe.

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Hadaly miró a aquel que la contemplaba con estupor y añadió riendo:
—¡Qué vestidos más raros usamos! ¿Por qué pones ante tus ojos esos cristales?
¿Es que no ves bien? Pero… empiezo a interrogarte como si fuera una mujer. Y no
debo ser una mujer.
Sin transición y con voz sorda añadió:
—Llévame a tu patria, a tu sombrío castillo. Impaciente estoy por tenderme en mi
negro ataúd de seda, en el que reposaré mientras el océano me lleve a tu país. Deja
que los vivientes se encierren con palabras y sonrisas en las angosturas de sus
hogares. ¿Qué puede importarte? Déjales sentirse más modernos que tú, ¡cómo si
antes de la creación de todos los mundos no hubieran sido los tiempos tan modernos
como son esta noche y serán mañana!
Enciérrate tras los altos muros bañados por la preclara sangre que derramaron tus
abuelos al constituir tu patria.
No dudes que en este mundo habrá siempre soledad para aquellos que sean dignos
de ellas. Ni siquiera nos reiremos de aquéllos a quienes dejas, aunque podríamos
devolverles, con mortífera usura, sus insensatos sarcasmos de seres ciegos y
aburridos ebrios de orgullo irrisorio, pueril y condenado.
No nos quedará tiempo para pensar en ellos. Además, siempre se participa de
aquello en que se piensa. No los recordemos para no hacernos iguales a ellos.
Cuando estemos bajo el misterio de tus arboledas, me despertaras con un beso que
hará temblar al turbado universo. La voluntad de uno solo, vale más que el mundo.
Y, en la sombra, los labios de Hadaly besaron la frente de lord Ewald.

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IX

Reacción

El frasco es lo de menos, lo esencial es la embriaguez.

ALFRED DE MUSSET.

o era tan sólo lord Ewald un hombre valiente; era un hombre intrépido. Corría
N por sus venas, amalgamada con su sangre, aquella altanera divisa: «Etiamsi
omnes, ego non!».
Sin embargo, al oír las últimas palabras, sintió un largo estremecimiento. Después
se irguió casi feroz:
—Estos milagros —murmuró— atemorizan más que consuelan. ¿Quién ha creído
que este siniestro autómata podría conmoverme por medio de algunas paradojas
inscritas en unas hojas metálicas? ¿Desde cuándo concede Dios la palabra a las
máquinas? ¿Cuál es ese irrisorio orgullo que concibe eléctricos fantasmas que
revestidos de una forma femenina intentan intervenir en nuestra vida? ¡Ah, olvidaba
estar en el teatro! No me cabe más remedio que aplaudir. La escena es muy extraña.
¡Bravo, Edison! ¡Bis, bis…!
Después de calarse el lente, lord Ewald encendió un cigarro.
El joven acababa de hablar en nombre de la dignidad humana y del sentido
común, ultrajados por el prodigio de Hadaly. Ciertamente, lo que había pronunciado
no estaba exento de réplica. Si hubiera estado en una tribuna parlamentaria para
defender su causa, sin duda aquella manera de atacar le hubiera traído una
contestación peligrosa, breve y de difícil parada. A la pregunta, «¿Desde cuándo Dios
concede la palabra a las máquinas?», cualquiera le hubiera contestado: «Desde que
presencia el uso lamentable que hacéis de ella». Y la respuesta hubiera sido
mortificante. Respecto de la frase «Olvidaba estar en el teatro» el quidam le hubiera
espetado:
—Después de todo, Hadaly no hace más que imitar a VUESTRA comedianta.
Es una muy gran verdad que el hombre, aun el superior, cuando está
profundamente turbado y teme parecerlo, compromete por mezquina vanidad de
espíritu todo derecho por un exceso de celo en defender las causas justas con las
mejores intenciones.
Lord Ewald no tardó en darse cuenta de que se había arriesgado en una aventura
más sombría de lo que presumió.

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X

Hechicera

Voy a cerrarte los ojos, claros abismos, sonrientes estrellas donde se reflejó mi divino amor.

RICARDO WAGNER. LA VALKIRIA.

a Andreida bajó la cabeza y escondiéndose el rostro con las manos, lloró en


L silencio.
Después, ostentando los sublimes rasgos de Alicia, transfigurados y húmedos de
lágrimas, dijo:
—Así es que me has llamado y ahora me rechazas Un solo pensamiento tuyo
podía animarme y tú, inconsciente, príncipe de las fuerzas del mundo, no te atreves a
disponer de tu poderío. Prefieres a mí, una conciencia que desprecias. Retrocedes
ante la divinidad. Te intimida el ideal cautivo. El sentido común te requiere; esclavo
de tu especie, cedes a él y me aniquilas.
Creador que duda de la criatura, me destruyes apenas evocada, antes de acabar tu
obra. Luego, refugiándote en un orgullo a la vez traidor y legítimo, ni siquiera te
dignas apiadarte de esta sombra con una sonrisa.
Para el uso que hace de la vida aquélla a quien represento, ¿es lícito privarme a
mí de ella en su provecho? Si hubiera sido mujer, hubiera sido de aquéllas a quienes
se puede amar sin sonrojo; hubiera sabido envejecer. Soy algo más de lo que fueron
los humanos antes de que un titán arrebatara el fuego a los cielos para obsequiar a los
ingratos. Tú, me extingues y nadie me redimirá de la nada. Ya no está en la tierra
aquel que por darme un alma hubiera desafiado el pico del buitre voraz. ¡Oh, yo
hubiera ido a llorar sobre su corazón como las oceánidas! Adiós, tú que me destierras.
Al terminar, Hadaly se levantó y, después de lanzar un profundo suspiro, anduvo
hacia un árbol, y apoyando sus manos en la corteza contempló el parque iluminado
por la luna.
Resplandecía el rostro pálido de la encantadora.
—Noche —dijo con una sencillez de acento casi familiar—, soy yo, hija augusta
de los vivientes, flor de ciencia y de genio, producto del sufrimiento de seis mil años.
Reconoced en mis ojos velados vuestra insensible luz estrellas que pereceréis
mañana; y vosotras, almas de las vírgenes muertas antes del beso nupcial, vosotras
que flotáis, vacilantes ante mí, tranquilizaos. Soy el ser oscuro cuya desaparición no
vale un recuerdo luctuoso. Mi pobre seno no es digno siquiera de ser llamado estéril.
Para la nada queda reservado el tesoro de mis solitarios besos; para el viento, mis
palabras ideales; la sombra y el trueno recibirán mis amargas caricias, y sólo el
relámpago se atreverá a quebrar la falsa flor de mi vana virginidad. Expulsada, me iré
al desierto sin Ismael; seré como esas aves tristes, prisioneras de los niños que agotan
su melancólica maternidad en empollar la tierra. ¡Oh, parque encantado; grandes

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árboles que consagráis mi frente con las sombras de vuestras ramas; dulces hierbas
donde se encienden gemas de rocío, sois algo más que yo! ¡Inquietas aguas cuyos
llantos corren bajo las níveas espumas, en más puras claridades que las luces de estas
lágrimas que corren por mi rostro! ¡Cielos de esperanza, ay, si pudiera vivir! ¡Si
poseyera la vida! ¡Qué hermoso es vivir! ¡Felices los que palpitan! ¡Oh, luz, poderte
ver! ¡Poderos oír, murmullos de éxtasis! ¡Oh, amor, quién pudiera abismarse en tus
goces…! ¡Respirar, solamente una vez, esas rosas tan jóvenes y bellas; sentir filtrarse
el aura de la noche en mis cabellos…! ¡Poder, aunque no sea más que morir!
Hadaly se retorcía los brazos bajo los luceros.

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XI

Idilio nocturno

Ora, llora,
De palabra
Nace razón;
Da luz al son.
¡Oh, ven, ama!
¡Eres alma,
Soy corazón!

VICTOR HUGO. LA CANCIÓN DE DEA.

úbitamente se volvió hacia lord Ewald.


S —Adiós —dijo—. Vete con tus semejantes y háblales de mí como de «la cosa
más rara del mundo». Tendrás razón, lo cual es muy poca cosa.
Pierdes todo cuanto pierdo. Intenta olvidarme, aunque es imposible. Quien: ha
visto un androide como tú me ves, ha matado en él a la mujer, porque el ideal violado
no perdona y nadie puede jugar con la divinidad.
Vuelvo a mis espléndidos subterráneos. Adiós, tú que no puedes vivir.
Hadaly oprimió sus labios con el pañuelo y, vacilante, se alejó con lentitud.
Andaba por la avenida hacia el umbral luminoso, desde donde vigilaba Edison.
Su forma azul y velada fue avanzando entre los árboles. De pronto, se volvió hacia el
joven silenciosamente, se llevó las dos manos a la boca con un espantoso ademán de
desesperación. Entonces, lord Ewald, fuera de sí, corrió hacia ella, la alcanzó
rodeándole con el brazo el talle que cedió desfalleciente a la opresión del brazo.
—Fantasma, fantasma, Hadaly —dijo—. No tengo gran mérito por preferir tu
temible maravilla a la huera, falaz y fastidiosa amiga que la suerte me deparó. ¡Que
los cielos y la tierra lo tomen como mejor les plazca!: resuelvo encerrarme contigo,
ídolo tenebroso. Presento mi dimisión de viviente y ¡pase el siglo…! Ahora percibo
que puestas una al lado, de la otra, es ella, la viviente, quien es un fantasma.
Al oírle, Hadaly pareció echarse a temblar; luego, con un movimiento de infinito
abandono, rodeó con sus brazos el cuello de lord Ewald. De su pecho jadeante, que
oprimía contra él, salía una fragancia de asfódelos sus cabellos se soltaron sobre su
espalda.
Una gracia lenta, lánguida y penetrante dulcificaba su radiante y severa
hermosura. Con la cabeza apoyada en el hombro del joven, le miraba a través de las
pestañas con satisfecha sonrisa. Diosa femenina, ilusión carnal, amedrentaba a la
noche. Parecía aspirar el alma de su amante para compartirla o hacerse una propia;
sus labios, entreabiertos, temblaron al rozar los de su creador en un beso virginal.
—Al fin… —dijo sordamente—. ¡Oh, amado mío, eres tú!

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XII

Penseroso

Adieu, jusqu’a l’aurore


Du jour en qui j’ai foi
Du jour qui doit encore,
Me réunir á toi!

MÚSICA DE SCHUBERT.

ocos momentos después, lord Ewald volvía al laboratorio trayendo a Hadaly


P cogida por la cintura. La cabeza de Hadaly, desvanecida, se apoyaba en el
hombro de su compañero.
Edison, de pie, con los brazos cruzados, estaba ante un largo y espléndido ataúd
de ébano, abierto en dos hojas, forrado de seda negra y cuyo interior se amoldaba a
una forma femenina.
Se hubiera dicho que era el perfeccionamiento del ataúd egipcio, digno del
hipogeo de una Cleopatra. A derecha e izquierda se veían una docena de tiras de
estaño galvanizado, semejantes a los papiros fúnebres, un manuscrito, y entre otros
objetos, una varilla de cristal. Edison, apoyado en la fulgurante rueda de una enorme
máquina electrostática, miraba fijamente a la pareja.
—Amigo —dijo lord Ewald mientras Hadaly repuesta se erguía—. Este androide
es el regalo de un semidiós. Nunca vieron los califas de Bagdad ni de Córdoba una
esclava semejante: Jamás Scherezada pudo imaginar nada parecido en las Mil y una
noches por temor a despertar la duda de Schariar. Si primero me ha indignado,
después me ha vencido de admiración.
—¿La aceptáis? —preguntó el electrólogo.
—Sería un insensato si rehusara.
—Estamos en paz —dijo Edison gravemente, tendiéndole las dos manos que el
lord apretó con las suyas.
—¿Por qué no cenáis los dos conmigo, como la otra noche?
Si quiere usted, lord, reanudaremos la conversación y veréis que las respuestas de
Hadaly difieren de las de su modelo.
—No —dijo Ewald—, siento impaciencia por quedar prisionero de este sublime
enigma.
—Adiós, miss Hadaly —dijo Edison—. ¿Recordaréis desde allá vuestra
habitación subterránea donde a veces hablamos de aquel que debía iniciaros y traeros
a la menguada existencia de los vivientes?
—Querido Edison —repuso el androide inclinándose ante el electricista—, mi
semejanza con los vivos no llegará a hacerme olvidar a mi creador.
—A propósito… ¿Y la viviente? —preguntó Edison.
Lord Ewald se sobresaltó y dijo:

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—A fe mía que la había olvidado.
Edison le miró.
—Acaba de salir de aquí de muy mal humor. Apenas salisteis a pasear se
presentó, exenta de todo influjo, y su caudal de palabras me ha puesto en la
imposibilidad de oír cuanto decíais en el parque. He de advertiros que había dispuesto
algunos aparatos nuevos para… ¡Mas, al fin, veo que Hadaly desde el primer instante
de su vida se ha mostrado digna de cuanto esperan de ella los siglos venideros! No
quiere decir esto que estuviera inquieto. Respecto de aquella que acaba de morir con
su nacimiento, o sea, miss Alicia Clary, acaba de notificarme su decisión de
«renunciar a nuevos papeles de los cuales no podía aprender la ininteligible prosa y
cuyas dimensiones le embotaban el cerebro». Su modesta aspiración se reduce ahora,
después de haberlo «pensado mucho», «a debutar con óperas cómicas de su
repertorio; cuando en tal especialidad quede sentado su prestigio, nunca le faltará la
atención de las personas de gusto». Como se había convencido que el día de vuestra
marcha sería mañana, me ha dicho que le enviara a Londres su estatua; además ha
añadido que «respecto a mis honorarios podía cargar la mano, ya que no está bien
regatear con los artistas». Después, miss Alicia me ha dicho adiós, rogándome os
advirtiera que «os esperaba allá para los preparativos». Querido lord, cuando estéis en
Londres, no tenéis más que dejarla seguir su carrera. Una carta, acompañada de un
donativo principesco, le anunciará vuestra ruptura y no habrá más que hablar. Swift
ha escrito: ¿Qué es una querida? «Un justillo y una manteleta».
—Ése era mi proyecto —dijo lord Ewald.
Hadaly, levantando la cabeza, murmuró al oído del joven, con voz débil y pura,
mostrando al inventor.
—¿Vendrá a vernos a Athelwold?
El inglés, ante tanta espontaneidad, no pudo reprimir un movimiento de estupor
admirativo y respondió con un gesto de afirmación.
Cosa singular, fue Edison quien se estremeció al oír aquello. El ingeniero miró
fijamente a Hadaly. Luego, se dio una palmada en la frente, se inclinó y, separando un
poco el vestido del androide, apoyó sus dedos en los tacones de las botas azules.
—¿Qué hacéis? —preguntó lord Ewald.
—Estoy desencadenando a Hadaly —replicó Edison—. La aíslo, puesto que ya os
pertenece. De ahora en adelante, solamente las sortijas y el collar la animarán. Acerca
de ese punto, el manuscrito os dará detalles más explícitos y precisos. Pronto
comprenderéis las infinitas complejidades que pueden obtenerse con las setenta horas
inscritas en ella: es como en el juego de ajedrez. Sin límites, como una mujer.
Encierra, asimismo, los otros dos tipos supremos de la femineidad; mezclando la
dualidad se obtienen subdivisiones y matices que la hacen irresistible.
—Querido Edison, —dijo lord Ewald—, creo que Hadaly es un verdadero
fantasma y ya no me empeño en inquirir el misterio que la anima. Es más, quiero
olvidar lo poco que de él me habéis comunicado.

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Hadaly oprimió con ternura la mano del caballero y, acercándose a su oído, le dijo
muy bajo y muy deprisa, mientras Edison estaba a sus pies:
—No le hables de lo que te dije hace un rato. Es para ti nada más.
Edison se levantó. Tenía entre sus dedos dos botones de cobre que había
destornillado; a ellos estaban sujetos dos hilos de metal tan tenues que sus
prolongaciones habían sido invisibles cuando andaba el androide. Aquellos
inductores, sin duda, se habían confundido con el entarimado, la arena o las
alfombras por donde había pasado Hadaly. Debían estar unidos a unos incógnitos
generadores.
El androide tiritó con todos sus miembros. Edison tocó el broche del collar.
—Ayúdame —dijo ella.
Apoyándose en el hombre de lord Ewald, entró sonriente en el hermoso féretro,
llena de gracia tenebrosa. Se recogió los cabellos y se tendió suavemente. Se cubrió
la frente con la gran banda de batista que debía sostener su cabeza y preservar su
rostro y abrochó las ligaduras de seda que la sujetaban para que ningún choque la
hiciera mover.
—Mi amigo —dijo cruzando las manos—. Despertarás a la durmiente después de
la travesía. Hasta entonces nos veremos… en el mundo de los sueños.
Cerró los ojos como si se quedara dormida.
Las dos hojas del féretro se juntaron sobre ella, dulce, hermética y
silenciosamente. En una lámina de plata, grabada con armas, se leía la palabra
HADALY, escrita en letras orientales.
Edison advirtió:
—Este ataúd, como os he dicho, será puesto en una gran caja cuadrada de tapa
abombada, rellena de algodón comprimido. Esta precaución tiene por objeto evitar
reflexiones ociosas de los curiosos. Ésta es la llave del féretro y ésta la invisible
cerradura que mueve el resorte.
Al decir esto indicó en la cabecera de la caja una estrellita negra, imperceptible.
Rogó luego a lord Ewald que tomara asiento.
—Ahora un vaso de jerez, ¿verdad…? Tenemos aún que cambiar unas palabras.
Apoyándose en un botón, Edison hizo fulgurar las lámparas que mezclando su luz
con la oxihídrica producían el efecto del sol.
Encendió asimismo el faro rojo que coronaba el laboratorio. Corrió las cortinas y
vino junto a su huésped.
En un velador brillaban unos vasos venecianos y un frasco de vino pajizo.
—¡Bebamos por lo imposible! —dijo el electrólogo con grave sonrisa.
El joven dio con su vaso en el de Edison, en señal de asentimiento.
Después, se sentaron frente a frente.

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XIII

Explicaciones rápidas

Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, que las que contiene tu filosofía.

SHAKESPEARE. HAMLET.

espués de una pausa llena de pensamientos mudos, lord Ewald dijo:


D —He aquí la única pregunta que quiero dirigiros. Me habéis hablado de un
auxiliar femenino, de una mujer llamada Any Sowana, que, según parece, ha
modelado, medido y calculado miembro por miembro durante los primeros días, a
nuestra aburrida viviente.
Según las referencias de Alicia es «una mujer muy pálida, entre dos edades,
lacónica, enlutada, que ha debido ser muy bella; sus ojos están casi siempre cerrados,
tanto que su color permanece incógnito. Sin embargo, es clarividente». Añade miss
Alicia Clary que en el lapso de media hora, en este estrado, la misteriosa artista «la
sometió a una sesión de masaje, como el que se da tras los baños rusos». No se
detenía en su tarea más que para «garrapatear cifras y líneas en hojas de papel que os
entregaba».
Todo esto, mientras un haz de llamas dirigido sobre la desnudez de la paciente
seguía las manos de la artista «como si ésta dibujara con luz».
—Bien, ¿y qué? —preguntó Edison.
—Que a juzgar por la primera y lejana voz de Hadaly —respondió lord Ewald—,
esa señora Any Sowana debe ser un ente maravilloso.
—Veo que habéis intentado todas las noches, en vuestra quinta, explicaros por
vosotros mismos mi obra. Está bien. Adivináis algo del arcano inicial pero nadie
puede imaginar por qué circunstancia milagrosa y adventicia pude resolverlo. Esto
prueba que aquellos que buscan no son los que todo lo logran.
¿Recordáis la historia que os conté abajo, acerca de un tal Edward Anderson? Lo
que me preguntáis no es más que el final de aquella historia: helo aquí.
Después de un silencio, Edison prosiguió:
—Bajo los golpes de la ruina y de la triste muerte de su marido, la señora
Anderson, desposeída súbitamente de su casa, sin pan siquiera, y ateniéndose con sus
dos hijos de diez a doce años a la muy problemática caridad de algunas superficiales
relaciones comerciales, contrajo una, enfermedad que la redujo a la más completa
inacción. Era una de esas grandes neurosis incurables, la del sueño.
Ya os he dicho cuanto estimaba yo a aquella mujer, sobre todo por su inteligencia.
Tuve la satisfacción de ayudar a la abandonada, como hace años me ayudasteis, y en
nombre de la antigua amistad que en mí acrecentaba su desgracia, coloqué como
mejor pude a los niños y tomé todas las medidas para que su madre estuviese al
abrigo de todo desamparo.

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Pasó algún tiempo. Durante mis raras visitas a la enferma, tenía ocasión de
comprobar unos raros y persistentes períodos de sueño, en los cuales me hablaba y
respondía sin abrir los ojos: Hay muchos casos, hoy perfectamente clasificados, de
somnolencias letárgicas en las que los pacientes permanecen trimestres enteros sin
tomar alimento. Como tengo una facultad de atención bastante intensa, acabé
preocupándome por curar, si era posible, la enfermedad de la señora Any Anderson.
Lord Ewald hizo un movimiento de sorpresa al oír subrayar con la entonación el
nombre de la enferma.
—¿Curar? —murmuró—. ¡Decid mejor transfigurar!
—Quizá —repuso Edison—. La otra noche me di cuenta, por vuestra actitud
tranquila ante miss Alicia Clary, sugestionada por el efecto del hipnotismo
cataléptico, de que estabais al corriente de estas nuevas experiencias que los más
expertos han. Intentado. Se ha demostrado, ya lo sabéis, que la ciencia reciente y
antigua y antigua del magnetismo humano es una ciencia positiva, indiscutible, y que
la realidad de nuestro fluido nervioso no es menos evidente que la del fluido
eléctrico.
No sé cómo tuve la idea de recurrir a la acción magnética para ver el alivio que
podía proporcionar a la desgraciada. Por aquel medio quise combatir la invencible
torpeza corporal. Me informe acerca de los métodos más seguros; ensayé con mucha
paciencia. Persistí a diario, durante cerca de dos meses. De pronto, después de
haberse producido sucesivamente los fenómenos conocidos, aparecieron otros que la
ciencia encuentra hoy turbios, pero que mañana se esclarecerán. En los prolongados
desvanecimientos se manifestaron algunas crisis de videncia mental, absolutamente
enigmáticas.
Entonces, la señora Any Anderson comenzó a ser mi secreto. Aprovechando su
estado de torpeza vibrante y aguda, desarrollé prontamente y al mayor grado la
aptitud de proyectar mi voluntad… Hoy poseo la facultad de emitir a distancia una
carga de influjo nervioso suficiente para ejercer un dominio casi ilimitado sobre
determinadas naturalezas, y no en días, sino en horas. Establecí entre la durmiente y
yo una corriente tan sutil, que fue bastante acumular el fluido magnético en dos
sortijas de hierro y ponernos una cada uno para que Sowana recibiera la transmisión
de mi voluntad y se encontrara además, mental, fluida y verdaderamente, a mi lado
para oírme y obedecerme, aunque su cuerpo estuviera a veinte leguas de distancia.
Tiene ella siempre en la mano una bocina de teléfono, por medio del cual me
responde a cuanto digo en voz baja. ¡Cuántas veces hemos hablado así, con positivo
desprecio del espacio!
La he llamado Sowana hace un momento. Ya sabéis sin duda, que la mayoría de
las magnetizadas se designan a sí mismas en tercera persona, como los niños. Se ven,
distantes de su organismo y de su sistema sensorial. Para despojarse, por medio del
olvido, de su personalidad física y social, muchas de ellas, al llegar al estado vidente,
tienen costumbre de bautizarse con un nombre de ensueño, cuyo origen nadie sabe;

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en su letargo luminoso, no quieren ser denominadas más que con ese pseudónimo
ultraterreno. Así, un día, la señora Anderson me dijo, interrumpiendo una frase
empezada, estas palabras inolvidables:
—«Amigo, recuerdo a Annie Anderson que duerme allí, donde estáis; pero, aquí,
no recuerdo más que un yo que se llama desde hace tiempo Sowana».
—¡Qué tenebrosas palabras tenía que oír esta noche! —murmuró el joven lord
con estupor silencioso.
—Cierto: cualquiera diría que estamos en el límite de un campo de experiencias
rayano con lo fantástico —dijo Edison—; qué extraño deseo, legítimo o frívolo, me
pareció digno de ser satisfecho; desde entonces, en nuestras charlas lejanas, no
interpelo a la señora Anderson, sino bajo la insólita denominación que me notificó.
Lo hago tanto más gustoso cuanto que los dos seres morales, el de la señora
Anderson en estado de vigilia, y el de ella misma durante el sopor magnético, son
absolutamente diferentes. En lugar de la mujer, sencilla, digna e inteligente con
limitación que conocí en el sueño, se me revela otra múltiple y desconocida. La vasta
sabiduría, la elocuencia nada común, la idealidad penetrante de esa durmiente
llamada Sowana (que físicamente es la misma mujer), me parecen lógicamente
inexplicables. ¿No es estupendo ese fenómeno de dualidad? Sin embargo, es un
fenómeno que, con menor intensidad, ha sido confirmado y reconocido en todos los
sujetos sometidos a los magnetizadores. Sowana no es una excepción más que como
sujeto de anormal perfección en el caso fisiológico, gracias al género particular de
neurosis.
He de deciros, milord, que después de la muerte de la bella Evelyn Habal, la
muchacha artificial, creí conveniente enseñar a Sowana las reliquias burlescas traídas
por mí de Filadelfia. Al mismo tiempo le comuniqué mi proyecto, ya muy detallado,
de la concepción de Hadaly. ¡No sabéis con qué gozo sombrío y vengador acogió y
alentó mis planes! No sosegó hasta que no empecé mi obra, en la cual tanto me
absorbí que mis trabajos sobre el poder luminoso y la confección de lámparas
sufrieron una demora de dos años, lo cual me ha hecho perder millones. Cuando hube
fabricado todas las complejidades del organismo de Hadaly, las junté en su unidad
transfiguradora y les di la apariencia de una joven armadura inanimada.
Al ver el prodigio, Sowana, presa de una concentrada exaltación, me pidió le
explicara sus más secretos arcanos con el fin de conocerla en su totalidad, y de poder,
si llegado el caso, incorporarse ella misma y animarla con su estado sobrenatural.
Impresionado por aquella idea confusa dispuse en poco tiempo, y con todo el
ingenio de que soy capaz un sistema de aparatos bastante complicado de inductores
invisibles y de condensadores nuevos; le añadí un cilindro-motor correspondiente al
de los movimientos de Hadaly. Cuando Sowana se hubo adueñado de todo aquello sin
advertirme previamente, me envió al androide mientras terminaba un trabajo.
Confieso que el conjunto de la visión me causó el sobrecogimiento más terrible que
he sufrido en toda mi vida. La obra espantó al obrero.

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—¡Qué llegará a ser este fantasma cuando remede a una mujer! —pensé.
Desde entonces, todas mis medidas fueron calculadas y tomadas para
encontrarme en disposición de intentar, en favor de un corazón intrépido, lo que
hemos realizado. Hay que tener en cuenta que, todo no es quimérico en esta criatura.
Hadaly, bajo la apariencia de la electricidad y simbolizando bajo su armadura de plata
a la humanidad femenina, es el ideal, el ser desconocido, tanto para mí como para los
demás, puesto que si conozco a la señora Anderson os aseguro que no conozco a
Sowana.
Lord Ewald se inquietó al oír aquellas graves palabras del electrólogo. Éste
siguió:
—Al amparo de las enramadas y de las luces floridas del subterráneo, Sowana,
con los ojos cerrados, era una Visión fluida que se incorporaba a Hadaly. En sus
manos solitarias, como las de una muerta, aprisionaba las correspondencias metálicas
del androide; andaba en el paso de Hadaly, hablaba en ella, con esa voz
peculiarmente lejana que vibra en sus labios cuando está en sueños. Fue también
suficiente repetir en silencio, pero moviendo los labios, cuanto decíais para que la
desconocida, escuchando por mí, os respondiera por medio del fantasma.
¿Desde dónde hablaba? ¿Dónde escuchaba? ¿En quién se había transformado?
¿Cuál era aquel fluido incontestable que confería, como el legendario anillo de Giges,
la ubicuidad, la invisibilidad y la transfiguración intelectual? ¿Con quién había que
entendérselas?
Preguntas.
¿Recordáis el natural movimiento de Hadaly al ver la reflexión fotográfica de la
bella Alicia? ¿Y lo que os dijo abajo a propósito del aparato termométrico destinado a
medir el calórico de los rayos planetarios y su explicación? ¿Y la singular escena de
la bolsa? ¿Recordáis la precisión con que Hadaly descubrió el atavío de miss Alicia
cuando leía bajo la lámpara del vagón nuestro telegrama? ¿Sabéis cómo pudo
producirse aquel hecho de videncia extrasecreta? Ésta es la explicación: Usted estaba
saturado del fluido nervioso de su querida y detestada viviente. Recordad que Hadaly
os tomó la mano para llevaros hasta el cajón misterioso donde descansaban los restos
de la estrella teatral. Pues bien, el fluido nervioso de Sowana se encontró por la
última transmisión del otro en comunicación con el vuestro por el contacto de la
mano de Hadaly. En aquel mismo momento voló por las invisibles vías que os unían
a vuestra amante y fue a alcanzar el centro efusivo, es decir, a miss Alicia Clary en el
vagón que la traía a Menlo Park.
—¿Es posible? —preguntase lord Ewald.
—No es que sea posible; es que sucede —replicó el inventor—. Muchas cosas
hay de apariencia imposible realizándose a nuestro alrededor. Ésta no es de aquellas
que pueden sorprenderme, pues soy de los que nunca olvidan la cantidad de nada que
ha sido necesaria para crear el universo.
La inquietante soñadora, tendida sobre cojines puestos sobre una gran lámina de

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vidrio, tenía en sus manos la clave de inducción cuyas teclas entretenían la corriente
entre el androide y ella. Existe tal afinidad entre los dos fluidos a que estaba sometida
que no me chocaría dado el ambiente en que nos encontramos que no se efectúe en
este momento el fenómeno de extravidencia.
—Perdón —dijo lord Ewald—, muy admirable es que la electricidad sola pueda
transmitir a distancia y a alturas ilimitadas todas las fuerzas motrices conocidas.
Según las memorias que se publican en todas partes mañana hará irradiar en cien mil
hilos, desde unas fábricas, la ciega y formidable energía de las cataratas, de los
torrentes y quizá de las mareas. Mas todo ese prodigio es inteligible, pues existen
conductores palpables que sirven de vehículo al poder del fluido. Lo que no acierto a
comprender ni a admitir es esa traslación semisubstancial de mi pensamiento vivo, a
distancia y sin inductores más o menos tenues.
—Primeramente —respondió el ingeniero— la distancia en este caso no es más
que una ilusión. Además, prescindís de los hechos oficialmente adquiridos a la
ciencia experimental, por ejemplo: no sólo el fluido nervioso de un ser viviente, sino
la virtud de ciertas sustancias se transmite a distancia en el organismo humano sin
ingestión, sugestión ni inducción.
Los hechos siguientes están admitidos por los más positivos de los médicos
actuales; escójanse varios frascos de cristal herméticamente sellados y envueltos
conteniendo drogas cuya naturaleza ignoro. Tómese al azar uno de ellos y acérquese
a doce o catorce centímetros del cráneo de una histérica; al cabo de unos minutos, la
paciente se convulsiona, estornuda, vomita o duerme según las virtudes propias de la
sustancia puesta detrás de su cabeza. Si se trata de un ácido mortal, la enferma
presentará los síntomas característicos de la intoxicación. Si es un electuario caerá en
éxtasis de cariz religioso y con alucinaciones sagradas, con la particularidad de que la
paciente puede ser fiel a un culto distinto de aquel que le sugiera las visiones. Si se le
acerca un cloruro, verbigracia el cloruro de oro, su proximidad le quema hasta
arrancarle gritos de dolor. ¿Dónde están los conductores de esos fenómenos? Ante
esos hechos incontestables que llenan de estupefacción legítima a la ciencia
experimental, ¿por qué no habría de formularse la hipótesis de la posibilidad de un
fluido nuevo, mixto, síntesis del eléctrico y del nervioso, relacionado por una parte
con aquel que mueve el solenoide y la aguja imantada, y, por otra, con el que fascina
al pájaro bajo la mirada del gavilán?
Si en un estado de súpersensibilidad histérica, una afinidad inductora puede
someter el organismo de un enfermo a las propiedades de unas sustancias y facilitar
su influencia a través de los poros del pergamino o del cristal, como el imán, es
indiscutible que de las cosas vivas, vegetales y aún minerales se desprende un oscuro
magnetismo que puede atravesar, sin inductores, obstáculos y distancias hasta
impresionar con su virtud especial a un ser vivo. Admitido esto, ¿cómo podría
sorprenderme que entre tres individuos de la misma especie, puestos en relación por
un centro electromagnetizado común se produjera el fenómeno mencionado?

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Para terminar diré que, puesto que la sensibilidad oculta de Sowana no es
refractaria a la acción secreta del fluido eléctrico, pues la señora Anderson sufre una
sacudida a su contacto, y en el estado cataléptico se manifiesta insensible, creo que
queda demostrado que el fluido nervioso no se halla en estado de indiferencia total
respecto del fluido eléctrico y por consiguiente qué sus propiedades pueden
fusionarse en una síntesis de naturaleza y poder desconocidos. Quien descubra el
nuevo fluido y pueda disponer de él como de los otros, será capaz de realizar
prodigios que oscurezcan los de los yoguis de la India, de los bonzos tibetanos, de los
faquires encantadores de Coromandel y de los derviches del Egipto Central.
Lord Ewald respondió después de un momento de meditación:
—Aunque por una conveniencia intelectual no he de ver a la señora Anderson,
Sowana me parece una excelente amiga, y como dada la magia circundante ha de
oírme… quiero hacer una última pregunta: ¿Las palabras que Hadaly ha pronunciado
en el parque hace un momento, fueron dichas y declamadas por miss Alicia Clary?
—Sí —respondió Edison—. ¿No habéis reconocido la voz y los movimientos de
la viviente? Mas si ésta los ha recitado tan maravillosamente, sin comprenderlas, ha
sido gracias a la paciente y potente sugestión de Sowana.
Al oír aquella respuesta, lord Ewald permaneció en un supremo estupor. La
explicación era deficiente. No era concebible que hubieran sido previstas las
diferentes fases de la escena.
Se dispuso a declarar y a probar al ingeniero, la radical y absoluta imposibilidad
del hecho, no obstante, la solución dada. Mas cuando iba a declararle su certeza
recordó las súplicas de Hadaly al encerrarse en las sombras de su féretro artificial.
Guardando en el fondo de sus ideas la sensación de vértigo que sufría, no replicó
una palabra. Lanzó una ojeada al ataúd. Presumió distintamente en la Andreida la
presencia de un ser ultraterreno.
Edison prosiguió:
—El estado de espiritualidad constante y de soberana clarividencia en que se
desarrolla la vida real de Sowana, le confiere un poder de sugestión de los más
intensos, sobre todo en individuos medio hipnotizados por mí. Aún sobre su
inteligencia los efectos de su voluntad son inmediatos.
Únicamente por estar sometida a la supremacía de esa influencia, la comedianta
recitó, pacientemente en este estrado, rodeada de invisibles objetivos, cada frase de
las que Hadaly posee. Fueron tomadas las entonaciones y las miradas apetecidas, que
habían sido inspiradas por Sowana. Los fieles pulmones de oro de Hadaly no
registraban a menudo, bajo los dedos de la inspiradora, más que el matiz vocal
ensayado veinte veces seguidas. Por mi parte, con micrómetro en mano y lupa ante
los ojos, no cincelaba más que aquello que la instantánea fotografía me revelaba.
Durante once días que este trabajo ha requerido se terminó el resto del fantasma
menos el pecho, obedeciendo a mis indicaciones. ¿Queréis ver algunas docenas de
pruebas especiales en las cuales se ha punteado el cartón para que guardara el polvo

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metálico necesario a la imantación de una de las cinco o seis sonrisas fundamentales
de miss Alicia Clary? Aquí las tengo en este cartapacio. La expresión de los juegos de
fisonomía se matiza con el valor de las palabras; cinco contracciones de cejas
modifican las miradas ordinarias de esta mujer.
En el fondo, toda esta labor, de apariencia tan compleja y de detalles de
reproducción difícil, se reduce, por medio del análisis de la atención y de la
perseverancia, a tan poca cosa que, estando seguro de las fórmulas integrales, todo
ese trabajo de reproducción no es ni arduo ni molesto. Después de cerrar la armadura,
y cuando me dispuse a cubrirla de carne artificial, poniendo una capa sobre otra,
Hadaly extraviada en sus limbos —repitió delante de mí—, de una manera
irreprochable, todas las escenas que constituyen el espejismo de su ser mental.
Mas hoy, durante todo el día, tanto aquí como en el parque, el ensayo definitivo
hecho por ella, ya vestida como su modelo, y Sowana, me ha maravillado.
Era la humanidad ideal menos aquello que es innominable en nosotros. Confieso
que estaba entusiasmado como un poeta. ¡Oh, las palabras melancólicas realizando la
voluptuosidad del ensueño! ¡Qué voz y qué profundidad penetrante en los ojos! ¡Qué
cantos! ¡Qué hermosura de diosa olvidada! ¡Qué embriagadoras lejanías de alma
femenina! ¡Qué alusiones desconocidas al imposible amor! Sowana, acariciando las
sortijas, transfiguraba a la evocadora de los sueños encantados. Ya os dije que son los
más luminosos espíritus entre los grandes poetas y pensadores de este siglo los que
han escrito las admirables y sorprendentes escenas.
Cuando en vuestro viejo castillo la despertéis, a partir del primer festín de
pastillas y de la primera copa de agua, comprenderéis toda la perfección de ese
fantasma. En cuanto la presencia de Hadaly y sus costumbres os sean familiares,
vendréis a ser un sincero interlocutor, pues si yo he dado lo que físicamente tiene de
terrestre y de ilusorio, por otra parte le ha sido añadida un alma que se ha superpuesto
a mi obra, alma desconocida para mí, que se ha incorporado a ella para siempre y que
regula los detalles más mínimos de las espantosas o dulces escenas, con arte tan sutil
que sobrepasa, en verdad, la imaginación humana.
En esta nueva obra de arte donde se condensa, irrevocable, un misterio no
imaginado hasta ahora, ha quedado sugerido un ser ultrahumano.

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XIV

El adiós

Hora triste, en que cada cual se va por su lado.

VICTOR HUGO. RUY BLAS.

dison dijo:
E —La obra está terminada y puedo afirmar que no es un huero simulacro. Un
alma ha sido añadida a la voz, al gesto, a las entonaciones, a la sonrisa, a la palidez
misma de la viviente que constituyó vuestro amor. En ella, todos esos dones eran
cosas muertas, falaces y envilecidas; hoy, detrás de su velo se esconde la femenina
entidad a la que correspondía tanta insólita hermosura. Quizá el espíritu y la forma
pertenecían uno a otra; y por eso el primero se ha juzgado digno de animarla. Así,
aquella víctima de lo artificial ha rescatado lo artificial. ¡Abandonada por un amor
degradante y obsceno, se ha engrandecido en una visión capaz de inspirar el amor
sublime! Aquella que fue herida en sus esperanzas, en su salud y en su fortuna:
aquella que fue agobiada por el infortunio de un suicidio, ha apartado a otro del
suicidio. Decidíos, ahora, entre el fantasma y la realidad. ¿Creéis que esta ilusión
puede aún retenernos en este mundo? ¿Creéis que valga la pena vivir?
Lord Ewald, por toda contestación, se levantó y sacando de un estuche de marfil
una admirable pistola de bolsillo se la ofreció a Edison, diciéndole:
—Querido encantador, permitidme que os deje un recuerdo de nuestra inaudita
aventura. ¡Lo tenéis muy bien ganado! ¡Os entrego las armas!
Edison también se levantó, tomó el arma, la amartilló y, alargando el brazo por la
ventana abierta, dijo:
—Esta bala se la envío al Diablo, si es que existe, y en tal supuesto me inclino a
pensar que está en los alrededores.
—¡Ah, como en el Freyschütz! —murmuró lord Ewald, sonriendo por la broma
del gran inventor.
Éste hizo fuego sobre la oscuridad.
—Tocado —gritó en el parque una voz extraordinaria.
—¿Qué es eso? —preguntó el joven un poco sorprendido.
—No es nada. Es uno de mis antiguos fonógrafos que se divierten solos —
respondió Edison siguiendo su formidable chirigota.
—Os quito una sobrehumana obra maestra —dijo lord Ewald tras una pausa.
—No, porque tengo la fórmula. Sin embargo, no fabricaré más androides. Los
subterráneos servirán para que me esconda solo y madure en ellos mis
descubrimientos. Ahora, milord Celian Ewald, un vaso de jerez y… adiós. Habéis
optado por el mundo de los ensueños; llevaos a la incitadora. Yo me quedo
encadenado por el destino a las pálidas realidades. La caja para el viaje y el carro

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están dispuestos; mis mecánicos, bien armados, os escoltarán hasta Nueva York,
donde el capitán del trasatlántico Wonderful está ya advertido. Quizá nos veamos en
el castillo de Athelwold. Escribidme. ¡Vengan las manos! Adiós.
Edison y lord Ewald se dieron un último apretón de manos.
Después de unos minutos, lord Ewald estaba a caballo junto al carro, rodeado por
las antorchas de su temible mesnada.
El convoy se puso en marcha. Pronto desaparecieron los extraños jinetes en la
carretera que llevaba a la estación de Menlo Park.
Edison se había quedado solo en su pandemónium. Se dirigió lentamente hacia las
negras colgaduras cuyos pliegues caían sobre algo invisible y los descorrió.
Vestida de negro y tendida sobre un sofá de terciopelo rojo, apareció una mujer
esbelta, todavía joven, a pesar de que unas hebras de plata le blanquearan la negra
cabellera por las sienes. El rostro, de rasgos severos y encantadores, de óvalo puro,
acusaba una sobrenatural tranquilidad. La mano que caía sobre el tapiz aprisionaba
una bocina de electrófono provista de una mascarilla especial. No parecía hablar, y
caso de que hablara, se presentía que el auditor tendría que acercarse mucho a ella.
—Sowana —dijo Edison—. Ésta es la primera vez que la ciencia prueba que
puede curar al hombre… aun del amor.
No contestó la vidente. El electrólogo le tomó la mano y se estremeció al
encontrarla frígida. El pulso ya no latía; el corazón estaba inmóvil. Durante mucho
tiempo multiplicó los pases magnéticos despertadores alrededor de la frente de la
adormecida. Todo fue en vano.
Al cabo de una hora de ansiedad y de esfuerzos estériles de volición, Edison se
convención de que aquella que parecía dormir había abandonado definitivamente el
mundo de los humanos.

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XV

Fatum

Poenituit autem Deus quod hominem fecisset in terra et, tactudolore cordis intrinsecus: Delebo inquit,
hominem!

EL GÉNESIS.

uando hubieron transcurrido tres semanas después de estos acontecimientos,


C Edison empezó a inquietarse por el silencio de lord Ewald, que no enviaba carta
ni telegrama alguno.
Algunos días después, a las nueve, estando el ingeniero en su laboratorio,
recorriendo junto a la lámpara uno de los principales periódicos americanos, su
atención se fijó en las siguientes líneas, que leyó por dos veces con profundísimo
estupor:

—LLOYD DISPATCH.—NOTICIAS MARÍTIMAS

«La pérdida del vapor The Wonderful, que anunciábamos ayer, se ha


confirmado, y acerca de ese siniestro hemos recogido los detalles siguientes:
El fuego se declaró a popa, hacia las dos de la madrugada, en los
depósitos de mercancías. Por una causa desconocida, unos barriles de
petróleo se inflamaron e hicieron explosión.
Como el mar estaba muy picado y el vapor cabeceaba fuertemente, las
llamas invadieron en un momento el almacén de equipajes. Un fuerte viento
Oeste propagó el incendio con tal rapidez, que la llamarada apareció
simultáneamente con el humo.
En un minuto, trescientos pasajeros se despertaron sobresaltados y se
agotaron sobre cubierta, enloquecidos por el inevitable peligro.
Se presenciaron escenas horribles.
Ante el fuego que crepitaba y crecía, las mujeres y los niños lanzaban
gritos de espanto.
El capitán manifestó que el barco zozobraría en cinco minutos. Todo el
mundo quiso refugiarse en las chalupas que se pusieron a flote. Las mujeres
y los niños fueron embarcados primeros.
Durante estos horrorosos momentos se produjo en el entrepuente un
extraño incidente. Un joven inglés, lord E***, intentaba penetrar por una
escotilla en medio del incendio, entre los cajones y bultos en combustión.
Derribó al segundo de a bordo y a uno de los contramaestres, porque
intentaban contenerle, y fue necesaria la intervención de media docena de
marineros para poderle reducir, impidiéndole lanzarse a las llamas.

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Pugnando por desasirse, gritaba que quería salvar a toda costa una caja
que contenía un objeto tan precioso, que ofrecía la enorme cantidad de cien
mil guineas a aquel que le ayudara a sacarla del siniestro. Semejante cosa
era imposible e inútil de intentar, pues las embarcaciones apenas eran
suficientes para los pasajeros y la tripulación.
Fue menester amarrarle, no sin gran lucha, pues dio pruebas de
extraordinario vigor, y conducirle desmayado en el último bote, cuyos
pasajeros fueron recogidos por el aviso francés Redoutable, a las seis de la
mañana.
La primera chalupa de salvamento, cargada de mujeres y niños, zozobró.
Se calcula que el número de ahogados pasa de setenta y dos. He aquí los
nombres de algunas de las desgraciadas víctimas».
(Seguía una lista oficial. En los primeros nombres figuraba el de miss
Emma-Alicia Clary, artista lírica).

Edison tiró violentamente el periódico. Transcurrieron cinco minutos sin que una
sola palabra tradujera sus sombríos pensamientos. Dio un golpe en el botón de cristal.
Se apagaron todas las lámparas.
Entonces empezó a dar sus cien pasos en la oscuridad.
De pronto sonó el timbre del telégrafo.
El electrólogo hizo lucir la lamparilla junto al aparato morse.
Tres segundos después, se apoderó del telegrama y leyó las siguientes palabras:

LIVERPOOL. — PARA MENLO PARK. NUEVA JERSEY. — ESTADOS UNIDOS. — 17, 2-8-40.
—EDISON, INGENIERO.
«Estoy inconsolable por la pérdida de Hadaly. Todo mi duelo es por esa
sombra. Adiós. —LORD EWALD»

Al leer aquello, el gran inventor se dejó caer en un asiento, cerca del aparato. Su
mirada distraída encontró la mesa de ébano; una claridad lunar blanqueaba el brazo
encantador y la pálida mano de las sortijas mágicas. Acongojado, soñador, se extravió
en impresiones desconocidas; sus ojos miraron a la noche por la abierta ventana.
Escuchó durante algún tiempo el ruido del indiferente viento de invierno que agitaba
las ramas desnudas y negras. Después levantó la mirada hacia las viejas esferas
luminosas que ardían, impasibles, entre los densos nubarrones y punteaban hasta lo
infinito el inconcebible misterio de los cielos, y sin poderlo remediar se estremeció
—de frío, sin duda— en silencio.

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JEAN-MARIE MATHIAS PHILIPPE AUGUSTE, Conde de Villiers de
L’Îsle-Adam; Saint-Brieuc, París (1838-1889). Escritor francés. Autor de cuentos
considerados como obras maestras del género, que presentan una novedosa síntesis
de cuento filosófico, relato de terror, ciencia ficción y esoterismo, sus primeras obras
(Dos ensayos de poesía, 1858; Primeras poesías, 1859) no permiten deducir lo que
fue su producción posterior, una vez que hubo conocido a Charles Baudelaire (1859)
y a Stéphane Mallarmé (1864), y descubierto la filosofía de Hegel. En 1866 colaboró
en el Parnasse Contemporain. En 1867 fundó la Revue des Lettres et des Arts y
escribió El Intersigno, su primer «cuento cruel». En 1870 tomó partido por la
comuna; en 1883, la publicación de sus Cuentos crueles le valió cierta notoriedad,
pero sus condiciones de vida siguieron siendo precarias hasta su muerte. Entre sus
restantes obras destacan las novelas Isis (1862) y La Eva futura (1886), la novela
corta Claire Lenoir (1867) y el drama Axël (1890).

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