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Auguste Villiers de L’Isle-Adam
La Eva futura
ePub r1.0
Titivillus 23.04.2017
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Título original: L’Ève future
Auguste Villiers de L’Isle-Adam, 1886
Traducción: Mauricio Bacarisse
Ilustraciones: Diego Lara
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Libro primero
Edison
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I
Menlo Park
Parecía el jardín una bella hembra tendida, que dormitara voluptuosamente, cerrados los párpados a los
cielos abiertos. Las praderas del azul celeste se hermanaban en un círculo amojonado por las flores de luz.
Los iris y las gemas de rocío pendientes de las hojas cerúleas, eran estrellas pestañeantes que abrasaban el
ámbito nocturno.
GILES FLETCHER
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follaje de las colinas de Nueva Jersey, llenas de abetos y de áceres, iluminaba la
estancia con un rayo o una mancha de púrpura. Sangraban entonces, por todas partes,
las aristas metálicas, las facetas de los cristales las turgencias de las pilas.
El viento refrescaba. La tormenta había humedecido la hierba del parque y
bañado las gruesas y fragantes flores de Asia, abiertas bajo las ventanas, en sus cajas
verdes. Las plantas sedientas, colgadas en sus tablas, exhalaban algo así como el
recuerdo de su olorosa vida anterior en las selvas. Bajo el influjo sutil de aquella
atmósfera, el pensamiento siempre fuerte y vivaz del soñador, se distendía, dejándose
seducir insensiblemente por los atractivos de la divagación y del crepúsculo.
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II
Phonograph’s Papa
«¡Es él…! —dije abriendo los ojos a la oscuridad—: ¡Es el hombre de la arena!…».
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III
SPINOZA.
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ha de devolverlas al tímpano de su cazador? El problema, esta vez, parece insoluble.
Edison sacudió melancólicamente con el dedo la ceniza del cigarro; tras un
silencio se levantó, sin perder la sonrisa, y empezó sus cien pasos en el laboratorio.
—¡Pensar que después de cien mil y tantos años de omisión tan perjudicial como
la de mi fonógrafo, sólo los aspavientos emanados de la indiferencia humana han
saludado mi primer ensayo! «Juguete de niño» —gruñó la multitud. Yo sé que
abordada está de improviso, algunos retruécanos le dan el desahogo indispensable y
el tiempo necesario para reponerse… Mas yo, en su lugar, me hubiera esforzado en
componer algo de mejor ley que los groseros chistes que no han reparado en hacer.
—Yo hubiera censurado, por ejemplo, la impotencia del fonógrafo para
reproducir los rumores como tales, el rumor que corre, los silencios elocuentes, etc. Y
respecto de la voz, ¿quién puede impresionar la voz de la conciencia? ¿Y la voz de la
sangre? ¿Y las maravillosas palabras que se atribuyen a los grandes hombres? ¿Y el
canto del cisne? Mas ¡ay!, voy demasiado lejos. Para satisfacer a mis semejantes
comprendo la necesidad de inventar un instrumento que repita lo que aún no se ha
dicho, o que responda al experimentador que apunte: «Buenos días», «Hola ¿cómo
está usted?», o que diga: «Jesús» al espectador que estornuda.
Los hombres son estupendos.
Concedo que la voz de mis primeros fonógrafos era la de la conciencia hablando
con el falsete de Polichinela, mas se debió esperar, antes de pronunciarse tan
aventuradamente, a que el progreso hubiera logrado hacer en tal problema el
equivalente de lo que son las pruebas fotocrómicas o heliotípicas actuales, respecto
de las primeras placas de Nicéforo Niepce o de Daguerre.
Y, puesto que la manía de la duda es incurable, yo guardaré secreto —hasta nueva
orden— del sorprendente y absoluto perfeccionamiento que he descubierto, y que
está aquí, bajo la tierra, —añadió Edison golpeando ligeramente con el pie—. Así
podré, con un ingreso de cinco o seis millones, deshacerme de todos mis fonógrafos
viejos y, puesto que se quiere reír, yo reiré el último.
Se detuvo, meditó algunos segundos y dijo alzando los hombros:
—Siempre se encuentra algo bueno en la locura humana. Dejemos las ironías
vanas…
De pronto un rumor claro, la voz de una mujer que hablara bajo, murmuró a su
lado:
—¿Edison?
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IV
Sowana
LOS ESTOICOS.
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misma. ¡Sublime criatura! Es la hija del estado superior en que me hallo; está
imbuida por nuestras dos voluntades hermanadas en ella: es una dualidad. Ya no es
una conciencia: es un espíritu. Me siento muy turbada cuando me dice: «Soy una
sombra». Entonces tengo el presentimiento de que va a encarnar… El ingeniero tuvo
un leve movimiento de sorpresa pensativa y respondió a media voz:
—Está bien, Sowana. Descansad. ¡Ay, sería necesario un tercer ser viviente para
que la Gran Obra se ultimara! ¿Y quién se juzgaría digno de ella en este mundo?
La voz murmuró con el acento de una persona adormecida:
—Esta noche estaré dispuesta. Con una sola chispa aparecerá Hadaly.
Un momento de acongojado silencio reinó después de aquella extraña e
incomparable conversación.
—El hábito, la convivencia con fenómenos semejantes no preservan de que se
sienta el vértigo… —dijo Edison—. En vez de profundizar es preferible volver a
pensar en las palabras inauditas, de las cuales la humanidad no podrá contrastar
nunca el acento por no haber inventado el fonógrafo antes que yo.
¿Qué sentido tenía la volubilidad de espíritu del gran ingeniero al tratar del
singular secreto? Los hombres de genio son así, a veces se sospecha que pretendan
aturdirse a sí mismos en el torbellino de su pensamiento: sólo cuando éste se
manifiesta en una súbita llamarada, quedan descubiertos los motivos que tuvieran
para fingirse distraídos, aun en el seno de la soledad.
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V
LECONTE DE LISLE.
ijo:
D En el Mundo místico es donde las ocasiones perdidas parecen irreparables.
¡Oh, las vibraciones primeras de la Anunciación, el timbre arcangélico de la
Salutación, diluido por los siglos en los Ángelus; el Sermón de la Montaña; el Salem,
Rabboni del Huerto de los Olivos, con el chasquido del beso de Judas Iscariote; el
Ecce Homo del trágico perfecto; el interrogatorio en casa del Gran Sacerdote!… ¡Oh,
todo aquel proceso, hoy tan concienzudamente revisado por el sutil jurisconsulto
Dupin, presidente de la Asamblea Francesa, que en un libro tan documentado como
oportuno recoge sabiamente, desde el estricto punto de vista del Derecho de aquella
época, cada vicio de procedimiento, infracciones, omisiones, quid pro quo e
incumplimientos, de los cuales se hicieron jurídicamente responsables Poncio Pilatos,
Caifás y el airado Herodes Antipas, en el curso de aquel sumario!
Sin hablar, meditó unos instantes y Luego continuó.
—Observemos que el Verbo Divino ha concedido poca importancia a los aspectos
exteriores y sensibles de la palabra. Escribió una vez tan sólo, y lo hizo en la arena.
No debió estimar en la vibración del vocablo más que aquel inaprehensible más allá,
cuyo magnetismo derivado de la Fe puede henchir una palabra en el momento en que
se profiere. Lo demás ¿será en efecto algo insignificante y baladí? Sea como sea, ha
permitido tan sólo que se imprimiese el Evangelio y no que se impresionara su disco.
Empero, en vez de decir «Leed las Sagradas Escrituras» se hubiera aconsejado:
«Escuchad las Vibraciones Santas». Pero ya es muy tarde…
Sonaban en las losas los pasos del profesor. Se profundizaba el crepúsculo.
—¿Qué me queda por impresionar hoy en la tierra?, —añadió sarcásticamente.
Podría creerse que el destino no ha permitido que mi aparato aparezca hasta el
momento en que el hombre no dice nada digno de poder ser registrado… ¡Después de
todo, no me Importa! ¡Inventemos! ¡Inventemos! ¿Qué importa el tono de voz, la
boca que la pronuncia, el siglo, el minuto en que la idea se ha revelado, si cada
pensamiento no es, de siglo en siglo, más que una forma del ser que la refleja?
¿Aquellos que no sabrán leer jamás habrían podido aprender a escuchar? Lo esencial
no es oír el sonido: es oír aquello que reside dentro de la entraña creadora de las
vibraciones mismas.
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VI
Ruidos misteriosos
NUEVO TESTAMENTO.
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Una reflexión cortó la nomenclatura de Edison. Mas mi aerófono domina ya todos
esos estruendos cuya admirable e inevitable contingencia está desprovista para
siempre de interés dijo con melancolía.
—Repito que mi fonógrafo y yo llegamos tarde a la humanidad. Es una
consideración desalentadora, y si yo no fuese un hombre de actividad práctica
extraordinaria me iría tranquilamente como un nuevo Títiro a tenderme a la sombra
de un árbol y, allí, con el oído aplicado al receptor del micrófono, dejaría transcurrir
los días escuchando crecer la hierba para distraerme, loando in petto a un Dios de los
más probables, por la merced de tales goces.
A este punto tocaba la divagación de Edison cuando un golpe de timbre, límpido
y sonoro, estremeció las sombras circundantes.
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VII
Un despacho
LUBNER. EL ESPECTRO.
LORD, EWALD.
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habían pasado a mi lado diciendo «¡Pobre muchacho!». Él, como un excelente
samaritano, supo poner pie en tierra para socorrerme, y con su oro salvar mi vida y
mi trabajo —¡Cómo recuerda mi nombre! ¡Le recibiré de todo corazón! ¿No le debo
la gloria y… lo demás?
Edison se dirigió hacia una colgadura y apoyó el dedo en un botón.
Una campana sonó a lo lejos, en el parque, cerca del castillo.
Al punto, una voz alegre de niño surgió desde un taburete de marfil cerca de
Edison.
—¿Qué quieres, papá?
El inventor tomó una bocina y pronunció:
—Dash. Esta noche haréis pasar al pabellón a un visitante: Lord Ewald. Se le
tratará como a mí mismo, pues está en su casa.
—Bien, papá —dijo la voz que, por un juego de condensadores, parecía salir del
centro de un reflector de magnesio.
—Os advertiré si cena aquí conmigo. No me esperéis. Sed juiciosos. Buenas
noches.
Sonó por todas partes una risa infantil y encantadora. Parecía la respuesta de un
elfo invisible a un mago.
Sonrió Edison al soltar el aparato y reanudó su paseo.
Al pasar cerca de una mesa de ébano, arrojó el despacho entre los utensilios allí
dispuestos.
El azar hizo que el papel cayera sobre un objeto extraordinario e inquietante; su
presencia era inexplicable en aquel sitio.
La circunstancia de aquella conjunción fortuita pareció llamar la atención de
Edison, que se detuvo para considerar el hecho y meditar.
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VIII
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dos trenes cargados de viajeros, en sentido contrario y a una velocidad de treinta
leguas por hora.
En el momento más delicado de la maniobra, ante el peligro, los maquinistas se
turbaron y ejecutaron al revés las instrucciones de Edison, que, desde un otero,
presenciaba el fenómeno con un regaliz en la boca.
Con la velocidad del rayo cayó un tren sobre otro produciéndose un choque
terrible. En una fracción de segundo, a centenares, las víctimas fueron proyectadas,
revueltas, molidas y carbonizadas. De los maquinistas y los fogoneros no se pudo
encontrar resto alguno en los campos.
—¡Qué torpes y qué estúpidos! —exclamó sencillamente Edison.
Cualquier otra oración fúnebre hubiera sido superflua. Los panegíricos no los
hacen los hombres de su oficio. Desde aquel contratiempo crece la extrañeza de
Edison, cuando los americanos vacilan en arriesgarse en una segunda experiencia, y
si fuera menester —dice— en la tercera, hasta que el procedimiento quede coronado
por el éxito.
El recuerdo de tentativas análogas, renovadas muchas veces, constituiría en el
ánimo de un visitante testimonio suficiente para legitimar la sospecha, al ver el brazo
radiante y destroncado, de que se trataba de un fatal ensayo para un descubrimiento
nuevo.
Delante de la mesa de ébano, Edison miraba el papel telegráfico entre los dedos
de aquella mano. Palpó el brazo y se estremeció como si una idea súbita hubiera
cruzado su imaginación.
—¡Si fuera este viajero quien despertara a Hadaly!
La palabra despertara fue pronunciada por el electrólogo con singular vacilación.
Después se encogió de hombros sonriendo:
—¡Realmente empiezo a ser supersticioso! —Y reanudó su paseo por el salón.
Cuando estuvo cerca de la lamparilla la apagó. Por la ventana abierta entraba la
luz del creciente lunar que jugaba con las nubes. Un rayo se escurría siniestramente
sobre la negra mesa.
Aquel rayo de luna acarició la mano inanimada, erró sobre el brazo y le arrancó
reflejos a los ojos de la víbora de oro y a la sortija azul…
Después todo se tornó más nocturno.
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IX
Ojeada retrospectiva
BALZAC.
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era más sencillo inventar el fonógrafo? ¿Y los mecánicos del rey Gudea, muerto hace
seis mil años, que según las inscripciones sólo se enorgulleció «de haber llevado a
perfección tan grande las ciencias y las artes»? ¿Y aquellos de Khorsabad, de Troya y
de Baalbeck? ¿Y los magos de los antiguos sátrapas de Micía? ¿Y los físicos lidios de
Creso que mudaban de puntos de vista en una noche? ¿Y los forjadores de Babilonia
que Semiramis empleó en desviar el cauce del Éufrates? ¿Y los arquitectos de
Menfis, de Tadmor, de Siciona, de Babel, de Nínive y de Cartago? ¿Y los ingenieros
de Is, de Palmira, de Ptolemais, de Ancira, de Tebas, de Sidón, de Antioquía, de
Corinto y de Jerusalén? ¿Y los matemáticos de Sais, de Tiro, de la Persépolis
abrasada, de Bizancio, de Eleusis, de Roma, de Benarés y de Atenas? Y todos los
creadores de maravillas surgidos a millares en medio de las inmensas civilizaciones
antiguas, de las que ya no quedaba rastro en tiempos de Heródoto, ¿por qué no
inventaron, primera y preferentemente, el fonógrafo? Por lo menos podríamos hoy
saber pronunciar sus lenguas y sus nombres. Esos nombres y otros tantos que
decimos inmortales, hoy no son más que conjunto de sílabas que no guardan relación
de semejanza fónica con los que denominaron a los fantasmas a que aludimos.
¿Cómo el mundo ha podido vivir sin Fonógrafo hasta mis días? Los sabios de las
naciones olvidadas debieron parecerse mucho a los nuestros, que no sirven más que
para fiscalizar y comprobar, y luego ordenar y perfeccionar lo que los ignorantes
descubren e inventan.
Es fenomenal que hombres concienzudos como los de hace cinco mil años
(verbigracia, los ingenieros de Rhamasinit, de la undécima dinastía, que templaban el
cobre mejor que los armeros de Albacete templan hoy el acero) es fenomenal, repito,
que entre hombres de ese temple, ninguno soñara en reproducir su voz de manera
indestructible… Quizá mi aparato haya sido inventado, desdeñado y olvidado. Hace
novecientos años que el teléfono se desechó en China, la patria archisecular y
resobada de los aerostatos, de la imprenta, de la electricidad, de la pólvora, y de
tantas cosas que nosotros no hemos descubierto aún. ¿Quién ignora que en Karnac se
han encontrado restos de raíles de hace tres mil años? Hoy, afortunadamente, las
invenciones del hombre ofrecen garantías de duración definitiva. —Y aunque esto
también lo supieron en tiempos de Nabonasar y del príncipe turanio Xixutros, es
decir, hace siete u ocho mil años, salvo error—, es necesario admitir que por esta vez
va en serio. ¿Por qué? Nada sé de la causa. Lo esencial es estar persuadido de ello.
De lo contrario, cada cual que hiciera fortuna se cruzaría de brazos. Y yo el primero.
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X
RETRATOS AL MINUTO
Un caballero, entrando: Quisiera una foto…
El fotógrafo, atajándole: Basta… Aquí está.
CHAM.
a mirada del ingeniero cayó sobre el gran reflector de magnesio desde donde
L había estallado la risa infantil hacía poco…
—¡También la fotografía ha llegado muy tarde! —continuó—. ¿No es
desesperante pensar en los cuadros, retratos, vistas y paisajes que pudo recoger en
otro tiempo y que ya se han perdido para siempre? Los pintores imaginan: también
necesitamos la transmisión de la realidad positiva. ¡Qué diferencia! Ya no veremos,
ya no reconoceremos nunca por sus efigies, a los hombres y a las cosas de antaño,
salvo en el caso de que el hombre descubra el medio de reabsorber, por medio de la
electricidad o por un agente más sutil, la reverberación, interastral y perpetua de todo
cuanto sucede —descubrimiento con el cual es aventurado contar, pues es más
probable que todo el sistema solar se vaporice en los hornos de la Zeda de Hércules,
que nos atrae cada segundo, o que este planeta sea alcanzado y hundido, a pesar de
sus capas de tres a diez leguas de espesor, por su satélite, o bien que la vigésima o
vigésimo quinta oscilación polar nos inunde como antaño tres o cuatro mil leguas,
antes de que le sea permitido a nuestra especie fijar la eterna refracción interestelar de
las cosas.
Es una lástima.
¡Nos hubiera sido tan grato poseer algunas buenas pruebas fotográficas de ciertos
actos! Ejemplo: Josué deteniendo el sol, Vistas del Paraíso terrenal, del Árbol de la
Ciencia, de la Serpiente; Vistas del Diluvio, tomadas desde la cima del Ararat. (¡Oh,
cuánto hubiera dado el industrioso Jafet por llevar en el arca un maravilloso
objetivo!). Después pruebas de las Plagas de Egipto, de la Zarza ardiente, del Paso
del Mar Rojo, del Mané-Thecel-Farés, del festín de Baltasar, de la Hoguera de
Assur-banipal, del Lábaro, de la Cabeza de Medusa, del Minotauro, etc. Tendríamos
retratos de Prometeo, de las Estinfálidas, de las Sibilas, de las Danaides, de las Furias,
etc.
¡Todos los episodios del Nuevo Testamento! ¡Todas las anécdotas de los Imperios
de Oriente y de Occidente! ¡Todos los martirios, todos los suplicios! ¡Desde el
sacrificio de los siete Macabeos y su madre hasta los de Juan de Leyde y Damiens,
sin omitir las matanzas de los circos de Roma, de Lion, etc.!
¡Cuántas escenas de tortura, desde el comienzo de las sociedades hasta los
refinamientos de los frailes de la Santa Hermandad resguardados por sus hábitos
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férreos y martirizando durante años a herejes, moriscos y judíos! ¡Y todas cuantas
cuestiones se solventaron en las mazmorras de Alemania, de Italia, de Francia, de
Oriente y del mundo entero!
El objetivo, auxiliado por el fonógrafo, su conexo, hubiera ofrecido la imagen
que, acompañada de los gritos de los pacientes, daría una idea completa y exacta.
¡Qué saludable enseñanza en los liceos y colegios, para sanear la inteligencia de los
niños… y de las personas mayores! ¡Qué admirable linterna mágica!
¿Y los retratos de los civilizadores desde Nemrod hasta Napoleón, desde Moisés a
Washington, desde Koang-fu-Tsé a Mahoma? ¿Y los de las ilustres mujeres desde
Semiramis a Catalina de Alfendelh, desde Talestris a Juana de Arco, desde Zenobia a
Cristina de Suecia? Luego, los retratos de las más hermosas, desde Venus, Europa,
Psiquis; Dalila, Raquel, Judit, Cleopatra, Aspasia, Freya, Tais, Akediseril, Belkis,
Friné, Circe, Deyanira, Elena, hasta la bella Paula, hasta la Griega vedada por la ley,
hasta lady Emma Harte Hamilton.
¡Todos los dioses y todas las diosas! Sin prescindir de la diosa Razón, ni de
nuestro Señor el Ser…
¡Qué álbum más interesante se ha perdido!
¡Oh, la historia natural! ¡Oh, la paleontología! Las ideas formadas acerca del
megaterio, paquidermo paradójico, del pterodáctilo, quiróptero gigante o del
plesiosaurio (patriarca monstruoso de los saurios) son tristemente pueriles. Tales
bichos anduvieron y volaron por estos mismos lugares hace centenares de siglos. ¡No
va mucho tiempo desde entonces! (La quinta parte de la edad de este pedazo de tiza
con que escribo en la pizarra).
¡La Naturaleza pasó pronto la esponja de los diluvios sobre los diseños informes,
primeras estantiguas de la Vida! ¡Cuántos curiosos clichés! ¡Oh, visiones
desaparecidas!
El físico suspiró.
—¡Todo se borra, en efecto! ¡Todo, hasta los reflejos en el colodión y las huellas
del papel de estaño! ¡Vanidad de vanidades! Cierto, todo es vanidad. Se sienten, a
veces, deseos de acabar con nuestro objetivo, con nuestro Fonógrafo, y, poniendo los
ojos en la aparente bóveda del cielo, preguntar hasta qué punto puede ser gratuito el
alquiler de este trozo de Universo; inquirir quién paga la cera de las luminarias y
quién anticipa los fondos en el boliche del viejo logogrifo para que pongamos casa
con los adornos y los arambeles raídos y remendados del Tiempo y del Espacio.
Para los místicos tengo una pregunta ingenua, paradójica y superficial. ¿No es
cierto que si Dios, el Alto, el Todopoderoso, que apareció ante muchos,
antiguamente, y que tan mal vulgarizado ha sido por los pintores y escultores malos,
se dejara retratar por mí Tomás Alva Edison, ingeniero americano, y me concediera
un disco de su preciosa voz, (Franklin le arrebató el trueno), no desaparecerían al día
siguiente cuantos se dicen ateos en la tierra?
El electrólogo se reía de la idea vaga, de la reflexiva y viviente espiritualidad de
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Dios.
La idea viva de Dios aparece proporcional a la fe con que el vidente puede
evocarle. Como todo pensamiento, Dios reside en el hombre, según cada individuo.
Nadie sabe dónde comienza la Ilusión, ni qué es la Realidad. Siendo Dios la más
sublime concepción posible y dependiendo la realidad de toda concepción de la
voluntad y de los ojos intelectuales peculiares a cada persona, resulta que apartar del
pensamiento la idea de Dios equivale a decapitarse el alma.
Edison se detuvo en sus reflexiones y mirando las nieblas lunares sobre la hierba
del parque dijo:
—¡Desafío por desafío! Puesto que la vida es tan altanera con nosotros y no
responde más que con un denso y problemático silencio, veremos si es posible
fabricarla o, por lo menos, demostrar lo que es Ella ante nosotros.
El extraño inventor se agitó. Había visto, a la luz de la luna, una sombra humana
inmóvil, interpuesta entre el jardín y él, tras la puerta vidriera.
—¿Quién está ahí? —gritó en la oscuridad mientras acariciaba suavemente en el
bolsillo de la bata de seda la culata de una pequeña pistola.
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XI
Lord Ewald
BYRON. EL SUEÑO
—Soy yo, lord Ewald —dijo una voz y la sombra abrió la puerta de cristales.
—Perdonad, querido lord, —contestó Edison buscando la llave eléctrica—, los
trenes van tan despacio que no os esperaba hasta dentro de tres cuartos de hora.
La voz contestó:
—He puesto un tren especial a la última atmosfera del manómetro. Volveré a
Nueva York esta noche.
Tres lámparas oxhídricas envueltas en globos azules llamearon bruscamente junto
al techo, alrededor de un foco eléctrico. El laboratorio se iluminó con un efecto de sol
nocturno.
El personaje que estaba frente a Edison era un hombre de veintisiete a veintiocho
años, de elevada estatura y de rara belleza viril.
Vestía con tanta y tan profunda elegancia que era difícil precisar en qué consistía.
Dejaban adivinar los contornos de su figura músculos tan sólidos como los que dan
las regatas y ejercicios de Cambridge o de Oxford. La frialdad de su rostro se
aclaraba con esa sonrisa impregnada de elevada tristeza que revela la aristocracia del
carácter. Sus facciones regulares, atestiguaban por la calidad de su finura, una
soberana energía de decisión. El cabello fino y compacto, el bigote y las patillas de
un rubio de oro fluido sombreaban la nieve mate de su tez juvenil. Tenía los ojos
noblemente serenos, zarcos, bajo unas cejas casi rectas. En la mano enguantada de
negro sostenía un cigarro apagado.
Producía la impresión de que muchas mujeres debían, al verle, sentirse como ante
uno de los dioses más seductores. Tan hermoso era que parecía conceder una gracia a
quien hablaba. Se hubiera dicho a primera vista que era un Don Juan de indiferente
frialdad. Pero se observaba al examinarle que guardaba en la expresión de los ojos
esa melancolía grave y altanera cuya sombra denota siempre una pena.
Edison avanzó, y le tendió efusivamente las manos.
—Mi querido salvador. ¡Cuántas veces he pensado en el joven providencial de la
carretera de Boston a quien debía la vida, la gloria y la fortuna!
—Querido Edison, —respondió sonriendo lord Ewald—, yo soy el obligado,
puesto que gracias a vos fui útil al resto de la humanidad. Lo que usted ha llegado a
ser lo prueba. El oro a que aludís era algo insignificante para mí; en vuestras manos,
sobre todo entonces, ¿no estaba mejor que en las mías? Hablo desde el punto de vista
de aquel interés general que para toda conciencia debe marcar el deber estricto e
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inolvidable. ¡Loado sea el Destino por haberme proporcionado esta circunstancia
atenuante para mi pingüe peculio! Hoy al volver a América, sólo por decíroslo vengo
a haceros esta visita. Vengo a daros las gracias por haberos encontrado en el camino
de Boston.
Lord Ewald se inclinó apretando las manos de Edison.
Un poco sorprendido por el discurso pronunciado con flemática sonrisa —rayo de
sol sobre el hielo— el potente inventor saludó a su joven amigo.
—¡Cómo habéis crecido, querido lord! —le dijo al ofrecerle un sillón.
—Usted también, y más que yo —contestó el joven sentándose.
Edison observaba a su interlocutor. Al primer golpe de vista percibió la sombra
terrible, que nublaba aquélla fisonomía. Le dijo:
—¿Os ha indispuesto la rapidez de vuestro viaje a Menlo Park? Aquí tengo un
cordial…
—En modo alguno —respondió el joven—. ¿Por qué?
Edison, tras un silencio, dijo sencillamente:
—Perdonad. Ha sido una impresión.
—Ya sé lo que os ha hecho suponer tal cosa. Os aseguro que no es un mal físico.
Es una pena incesante que, a la larga, ha entristecido habitualmente mi mirada.
Se puso el monóculo y lanzó una ojeada alrededor.
—Os felicito por vuestra suerte, querido sabio —continuó—. Sois un elegido y
vuestro museo promete. ¿Es de usted esta luz maravillosa? Diríase de una tarde de
verano.
—Gracias a usted, querido lord.
—Realmente ha debido ser un «Fiat Lux» lo que habréis proferido hace un
momento.
—He descubierto doscientas o trescientas pequeñas cosas como ésta y espero no
detenerme tan pronto en tal camino. Trabajo siempre, aun durmiendo y soñando: soy
una especie de Durmiente despierto, que diría Sherazade. He ahí todo.
—¡Sabed cuán orgulloso estoy de nuestro encuentro en el camino misterioso! He
creído siempre que había sido inevitable. Como dice Wieland en su Peregrinus
Proteo: «El azar no existe: debíamos encontramos y nos hemos encontrado».
La secreta preocupación del joven lord se transparentaba a través de sus palabras
afectuosas. Hubo otra pausa.
—Como antiguo amigo —dijo íntimamente Edison—, permitidme que me
interese por vos.
Lord Ewald volvió los ojos hacia él.
—Acabáis de hablar de una pena de la que lleváis la huella en la mirada —
continuó el electrólogo—. No sé cómo expresar el deseo que experimento. Pero,
vamos, ¿no os parece que el peso de los más amargos cuidados se aligera al
participarlos al corazón amigo? Sin más preámbulos, ¿queréis hacer tal ensayo
conmigo? ¡Quién sabe!… Pertenezco a la raza de esos extraños médicos que no creen
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en los males que no tienen remedio.
Lord Ewald no reprimió un movimiento de sorpresa ante la brusca acometida.
—La pena en cuestión —contestó— proviene de una contingencia sin
importancia de una pasión desgraciada que me entristece para toda la vida. Ved, mi
secreto es muy sencillo. No hablemos más de él.
—¡Usted! ¡Una pasión desgraciada! —exclamó Edison extrañado.
—Perdón —interrumpió lord Ewald—, no tengo derecho de arrogarme un tiempo
precioso para todo el mundo, querido Edison, y sería más interesante nuestra
conversación si volviéramos a hablar de la existencia de usted.
—¡Mi tiempo! —exclamó el electricista genial—. Aquellos que me admiran hasta
el punto de haber fundado sociedades de cien millones de capital con la garantía
única de mi crédito intelectual y de mis descubrimientos pretéritos y futuros, me
habrían dejado, en vuestro lugar, morir de hambre como un perro. Guardo de ello
algún recuerdo. La humanidad tendrá que esperar; yo también, como aquel francés, la
estimo superior a sus intereses. Por muy sagrados que los deberes humanitarios sean,
el derecho a la afección sincera no lo es menos. La naturaleza de mi cariño me
permite insistir en lo que solicitaba hace un momento de vuestra confianza, ya que
veo que sufrís.
El inglés encendió un cigarro y contestó:
—Señor inventor, habláis tan noblemente que no puedo resistir a vuestra
simpatía. Dejad que os confiese que estaba muy ajeno a elegiros por confidente
apenas llegado a vuestra casa. En estas mansiones de electricistas todo pasa como el
rayo. He aquí cuanto deseáis. Paso por la desgracia de padecer un penoso amor, el
primero de mi vida (en mi familia, el primero ha sido el último, el único) por una
mujer muy bella, por la mujer más bella del’ mundo, que está en Nueva York ahora,
en el teatro, fingiendo. Escuchar Freyschütz desde nuestro palco, mientras hace
reverberar sus pendientes… ¿Estáis satisfecho, señor curioso?
Miró Edison a lord Ewald con singular atención. No le respondió en seguida; en
menos de dos segundos se entenebreció visiblemente como si quedara absorto en un
pensamiento secreto. Murmuró fríamente:
—Sí; es desastroso lo que me contáis.
Miró delante de él, distraído.
—No podéis sospechar hasta qué punto.
—Decidme algo más —insistió Edison.
—¿Para qué?
—Tengo un motivo para pedíroslo.
—¿Un motivo?
—Sí; creo tener el medio de curaros, o por lo menos…
—Imposible. La Ciencia no llega hasta ahí.
—¿La Ciencia? Yo soy aquel que nada sabe, que adivina a veces, que a menudo
encuentra y que siempre se maravilla.
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—El amor que padezco es de tal categoría que no podrá parecer más que extraño
e inconcebible.
—Mejor, mejor —repuso Edison abriendo los ojos—, Dadme algunos detalles.
—Tengo el temor de que sean ininteligibles… aun para usted.
—¿Ininteligibles? ¿No fue Hegel quien dijo «Hay que comprender lo ininteligible
como tal»? Ensayaremos, querido lord. Veréis con qué claridad aquilatamos el punto
oscuro de vuestro mal.
—He aquí la historia —dijo lord Ewald reconfortado por el cordial desenfado de
Edison.
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XII
Alicia
Caminaba en medio de su belleza, como las noches sin nubes y los cielos estrellados
ruzó las piernas lord Ewald y comenzó entre dos bocanadas de humo:
C —Hacía años que habitaba uno de los dominios más antiguos de mi familia
en Inglaterra: el castillo de Athelwold, en el Stattfordshire, un distrito brumoso y
desierto. Situado a algunas millas de Newcastle-under-Lyne, queda cercado de rocas,
lagos y pinares; allí vivía desde mi vuelta de Abisinia, aislado, sin familia, rodeado de
viejos servidores.
Saldada con mi país la deuda militar, me había arrogado aquel género de vida que
era el que más me halagaba. Un conjunto de reflexiones acerca del espíritu de los
tiempos actuales me había inducido pronto a renunciar a las carreras del Estado, y,
por otra parte, los viajes habían desarrollado en mí el germen innato del amor a la
soledad. Aquella existencia de aislamiento bastaba a mis ambiciones soñadoras, y me
juzgaba feliz.
En ocasión del aniversario de la coronación de la Emperatriz de las Indias,
nuestra soberana, obedeciendo el decreto oficial que me convocaba con otros pares,
abandoné una mañana mi baronía y mis cazas para trasladarme a Londres. Una fútil
circunstancia me puso en presencia de una persona a quien la misma solemnidad
atraía a nuestra capital. ¿Cómo ocurrió la aventura? En la estación de Newcastle
todos los vagones estaban llenos. Una mujer joven parecía altamente contrariada por
no poder partir. En el último momento, sin conocerme, se acercó a mí vacilando en
pedirme un sitio en el coche salón donde viajaba solo. Yo no pude rehuir aquella
concesión.
Abramos un paréntesis, querido Edison, para advertiros que hasta entonces todos
los devaneos mundanos se me habrían ofrecido, pero en vano.
Mi naturaleza salvaje me había preservado de emprender cualquier conquista que
fuera. Aunque no había tenido novia, era en mí innato no amar o desear otra mujer
que aquella que, desconocida aún, estaba llamada a ser mi esposa.
Muy con retraso tomaba el amor conyugal en serio. Me sorprenden aquellos
amigos que no comparten en ese punto mi criterio y hasta compadezco a aquellos
hombres que engañan de antemano a la mujer que han de tomar.
De aquello provino mi fama de frialdad, que se extendió hasta el palacio real,
juzgándome insensible a las rusas, italianas y criollas.
En pocas horas me enamoré apasionadamente de aquella viajera, a quien veía por
primera vez. Al llegar a Londres había alcanzado sin saberlo, el primero y último
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amor tradicional en los de mi casa. En pocos días se establecieron entre los dos
vínculos de intimidad que aún duran esta noche.
Puesto que en este momento no sois más que un misterioso doctor a quien nada
hay que ocultar, es necesario para la comprensión de lo que añadiré, dibujaros
físicamente él miss Alicia Clary. No podré prescindir de explayarme no sólo en
amante, sino en poeta, puesto que a los ojos del más desinteresado artista
representaría una belleza, no sólo incontestable, sino extraordinaria.
Miss Alicia tiene veinte años. Es esbelta como el pobo argentado. Sus
movimientos son lentos y armónicos: las líneas de su cuerpo sorprenderían a los más
grandes escultores. Una cálida palidez de nardo cubre todas sus morbideces. Tiene el
esplendor de la Venus Victrix humanizada. Su cabellera negra posee el brillo de una
noche del sur. Cuando sale del baño, camina sobre su pelo que el agua no desriza y se
cruza las largas guedejas de un hombro a otro como si fueran dos mantos. El óvalo de
su rostro es de lo más seductor su boca cruel se abre como un clavel sangriento
perlado de rocío. Claridades húmedas juegan y se apoyan sobre sus labios, cuando los
hoyuelos rientes descubren sus dientes de animal joven. Por una sombra se
estremecen sus pestañas. El lóbulo de su oreja es fresco como una rosa de abril. La
nariz, recta y exquisita, prolonga el nivel de la frente. Sus manos son más bien
paganas que aristocráticas; sus pies tienen la elegancia de los mármoles griegos. Todo
su cuerpo está alumbrado por dos fieros ojos de fulgores negros que acechan a través
de las pestañas. Una cálida fragancia emana del seno de esta flor humana: es un olor
que enciende, embriaga y enajena. El timbre de su voz es penetrante, las notas de sus
cantos tienen inflexiones tan vibrantes que, bien cuando recita un fragmento trágico,
o bien cuando canta un magnífico aríoso, me sorprendo estremecido por una
admiración de origen desconocido.
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XIII
Sombra
Es nada.
LOCUCIÓN HUMANA.
n las fiestas cortesanas de Londres, las más radiantes muchachas de nuestro nido
E de cisnes pasaron indiferentes para mí. Me era doloroso todo lo que no fuera la
presencia de Alicia. Estaba deslumbrado.
Desde los primeros días resistía vanamente a la obsesión de una extraña evidencia
que aparecía con aquella mujer. Quería dudar del sentimiento que a cada momento
me producían sus palabras y sus actos. Quería acusarme de torpeza antes que admitir
su significado, y recurría a todas las circunstancias atenuantes que presta la razón
para destruir la importancia que tomaban en mi mente. Una mujer, ¿no es una criatura
turbada por mil inquietudes, sujeta a múltiples influencias? ¿No debemos acogerla
con la mayor indulgencia y con nuestra mejor sonrisa las apariencias de sus
tendencias fantásticas, así como las inconstancias de sus gustos, más variables que la
irisación de una pluma? La inestabilidad forma parte del encanto femenino. Una
alegría natural debemos tener en reprender, en transfigurar por mil transiciones lentas
—al adivinarlas nos amará más— y en guiar al ser endeble, irresponsable y delicado
que, por instinto, pide siempre apoyo. ¿Era cuerdo juzgar tan pronto y sin reserva una
naturaleza en la cual el amor podía en seguida (y esto dependía de mí) modificar sus
pensamientos hasta hacerlos reflejos de los míos?
¡Cierto, pensé todo esto! Empero no podía olvidar que todo ser viviente tiene un
fondo indeleble, esencial, pauta de todas las ideas, aún de las más vagas, y que sólo
este receptáculo de las impresiones bien versátiles, bien estables, del aspecto, del
color, de la calidad, del carácter, tiene facultad de padecer y de reflexionar.
Llamemos, si gustáis, alma a este substratum. Entre el cuerpo y el alma de miss
Alicia, no era una desproporción lo que desconcertaba e inquietaba mi entendimiento:
era una disparidad.
Al decir lord Ewald esta palabra, el rostro de Edison se inundó de una súbita
palidez. Tuvo un movimiento y una mirada de sorpresa rayana en el estupor. Pero no
arriesgó ni una palabra interruptora.
El joven lord continuó:
—Las líneas de su divina belleza parecían serle ajenas; sus palabras surgían
torpes y extrañas a su voz. Su ser íntimo estaba en contradicción con su forma. No
solamente su género de personalidad carecía de aquello que los filósofos llaman
mediador plástico, sino que estaba aherrojada por un oculto castigo, en un mentís
perpetuo de su cuerpo ideal. El fenómeno era tan patente en todo momento que le
admití como incontestable. Llegué a imaginar muy en serio que en los limbos del
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Devenir aquella mujer se había apoderado de aquel cuerpo que no le pertenecía.
—Era una suposición excesiva —respondió Edison—. Sin embargo, casi todas las
mujeres en tanto son bellas, a corto plazo despiertan sensaciones análogas, sobre todo
en aquéllos a quienes aman por vez primera.
—Por poco que aguardéis —dijo lord Ewald— debéis reconocer que el caso era
más complicado y que Alicia Clary podía tomar a mis ojos insólitas proporciones, no
de novedad humana, sino del tipo más sombrío (¿es exacta la expresión?) a que tales
inquietudes anómalas podían corresponder. La duración de la belleza más radiante,
aun no siendo mayor que la de un relámpago, ¿no tiene al percibirla un valor eterno?
¡Con tal de que surja, poco importa lo que la belleza dure! Y respecto al resto, ¿no
debo enfrentarme seria y gravemente con aquello que, fuera de la indiferencia
escéptica de mi razón, me confunde el sentimiento, los sentidos y el corazón?
Creedme, doctor, no quiero complacerme en narraros tontamente un caso de histérica
demencia, catalogado en los manuales, por crear un medio de suscitar vuestra
atención. El caso es de un orden fisiológico sorprendente.
—Perdonad. ¿Vuestra tristeza proviene de que tan linda mujer no os ha sido fiel?
—¡Ojalá tal cosa hubiera sido posible! —respondió lord Ewald—. Entonces no
podría quejarme porque sería ya otra. Además, el hombre merecedor de ser engañado
en amor nunca debe quejarse de su suerte. Es el lamento villano de aquel que odia a
una mujer por no haber sabido enamorarla un poco. Como comprobante tenemos el
ridículo que siempre llevan consigo las lamentaciones de los esposos infortunados.
Tenga usted por cierto que si el indicio de una fantasía, de un capricho ocasional
hubiera des encauzado a miss Alicia Clary de nuestra felicidad recíproca, yo hubiera
favorecido tal inconstancia con una inadvertencia orgullosa. Por el contrario, me
otorga el único amor de que es capaz, tanto más sincero cuanto que le experimenta A
PESAR SUYO.
—¿Queréis —dijo Edison— reanudar el relato lógico de esta aventura desde el
punto de mi interrupción?
—Después de algunos días supe que aquella mujer pertenecía a una buena familia
de Escocia, ennoblecida recientemente. Seducida por su novio y luego abandonada
por una fortuna, Alicia acababa de dejar el domicilio paterno. Su propósito era llevar
la vida independiente y nómada de una virtuosa. Después ha renunciado a ello. Su
voz, su porte, su talento dramático, le prometían, según los más sinceros criterios, un
desahogo económico suficiente para sus modestos gustos. Respecto de mí, se hallaba
muy satisfecha del encuentro con que abría su evasión. No pudiendo casarse y
sintiendo simpatía hacia mí, acogió sin más exigencias, el amor con que la asediaba,
esperando pronto compartir la inclinación.
Edison interrumpió:
—Escuchad. Tales confesiones, ¿no denotan una alta dignidad de corazón? ¿No
es cierto?
Lord Ewald le miró de una manera indefinible.
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Parecía haber alcanzado el punto más doloroso de su melancólica confidencia.
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XIV
GOETHE
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Et coetera, y o demás por el estilo. ¿Qué pensáis ahora de miss Alicia?
—Los textos son tan diferentes de tono que su versión y la vuestra parecen
enunciar dos cosas que no guardan entre sí más que una relación ficticia.
Hubo un momento de silencio.
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XV
Análisis
Hércules entró en el cubil del bosque de Erimanto, asió por el cuello al enorme jabalí y sacándole fuera de
aquellas tinieblas, obligó al monstruo inmundo a mostrar su hocico ante los deslumbradores rayos del sol.
MITOLOGÍA GRIEGA.
— sta fue la concatenación de mis pensamientos a partir del examen del sentido
E fundamental que encerraba aquel conjunto de expresiones —continuó lord
Ewald impasible.
—Esta criatura luminosamente bella ignora hasta qué misterioso extremo alcanza
su cuerpo el tipo ideal de la forma humana. Si en el juego teatral traduce y representa
con poderosos recursos mímicos las inspiraciones del genio (que encuentra vacías),
es por una cierta técnica adquirida en el oficio. Aquellas que son para las almas
sensatas las mayores y únicas realidades espirituales, no constituyen para ella más
que algo que designa despectivamente con el nombre de «lo poético y lo etéreo». Sus
interpretaciones son ejecutadas, según ella, con el rubor de rebajarse a tan denigrantes
niñerías.
Si fuera rica, no constituiría para ella un pasatiempo superior a los juegos de azar.
Su voz, expandiendo su encanto de oro en cada sílaba es como un instrumento vacío;
en sentir suyo es una profesión menos DIGNA que cualquier otra.
La ilusión divina de la gloria, el entusiasmo, los nobles impulsos de la multitud,
no son para ella más que exultaciones de desocupados a quienes sirven de «juguetes»
los artistas.
Lo que esta mujer lamenta en su falta, no es el honor mismo —rancia abstracción
—, es el beneficio que semejante capital produce cuando se conserva cautelosamente.
Llega hasta evaluar las ventajas que una embustera virginidad le hubiera podido
proporcionar si su malversación no trascendiera en su país. No siente que tal
arrepentimiento es el que constituye la verdadera deshonra y no un accidente exterior
y carnal, puesto que éste, en tamaña mente, no puede ser concebido más que como
una fatalidad inevitable, emboscada y latente desde que se está en mantillas.
Esta inconsciencia de la exacta naturaleza de lo que ha creído perder, ¿no torna
insignificante la circunstancia del más o el menos corporal?
¿Cuándo estuvo más ultrajada? ¿Antes o después? ¿No es más Impura la forma de
lamentar su caída que la misma falta? En cuanto a su virginidad, no tuvo nunca nada
que perder, puesto que no la cedió con la excusa del amor.
No diferenciando en nada el abismo que separa a la Virgen mancillada de la
hembra preterida, confunde con la deshonra el patológico acontecimiento a cuya
gravedad las dignidades convencionales quedan automáticamente circunscritas.
Una doncella seducida que no llorara en su caída otra cosa que el honor, ¿no es
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más venerable que cien millones de mujeres honradas que no lo son más que por el
interés?
Forma parte del número incalculable de mujeres para las cuales un sólido cálculo
es al honor lo que la caricatura al rostro y que creen que es la honra «un artículo de
lujo que sólo está al alcance de los ricos y que es posible comprar siempre alzando la
puja». Así confiesan, a pesar de sus gazmoñerías, que la suya estuvo siempre a
subasta. Cualquiera de estas mujeres reconocería en Alicia una semejante y diría al
escucharla: «¡Qué pena que esta muchacha haya ido por mal camino!». Sabría
atraerse esa monstruosa compasión, que halagándola en secreto recayera tan sólo en
la inhabilidad explotada de su inexperiencia.
¡Al hacerme estas declaraciones, manifiesta su poca vergüenza! ¿No le advierte
un residuo de tacto femenino que anula en mi corazón toda simpatía y cariño con su
torpeza desesperante? Esta belleza tan impresionante, ¿estará llena de tanta miseria
moral? Si es así, renuncio a ella. Su candor cínico hará que me aleje de ella
despreciándola, pues no acepto un cuerpo cuya alma me repugna. Llegué a pensar
que unos millares de guineas le hicieran indiferente el adiós con que había de
acompañarlos.
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XVI
Hipótesis
¡Oh, tú!…
LOS POETAS.
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no quiero conceder a nadie el derecho a sonreír de la desgracia que aflige a todo mi
ser, ni menos que mi amante crea que me he curado y olvidado de ella.
Acabe todo, antes que esta última integridad que me queda. Quiero ser
inolvidable para el elegido de mi grandeza humillada. No me daré, ni en un beso, ni
en una palabra, a este desconocido, sin asegurarme previamente si puedo ser recibida
por aquél a quien me entregue. Si sus palabras no encubren más que un juego
pasajero, ¡que se las guarde con sus regalos! ¡Quiero ser amada como ya no se ama!
No; no sólo por bella, sino también por infortunada.
Como el divino mármol a que me asemejo, mi único deber es hacer sentir a los
que a mí se aproximan, que soy una excepción. ¡Manos a la obra! ¡Asemejémonos a
las mujeres a quienes desean y prefieren los groseros hombres! ¡Que no trasluzca de
mí el fulgor natal! La mediocre nulidad melificará mis discursos. Comedianta, ensaya
tu primera creación. Anuda tu carátula. Para ti misma representas. Si aquí te muestras
poderosa artista, el triunfo no será para la gloria; será para el amor. Encarna en tan
odioso papel, adoptado por la mayoría de las mujeres del siglo, porque la moda les
obliga… a disfrazar sus espíritus.
Tal será la dura prueba. Si a pesar de esta indigencia de alma, que fingiré sin
concesión ni piedad, persiste en quererme con verdadero amor, será que no es más
digno de mí que cualquier otro y no representaré, en definitiva, más que un conjunto
de placeres, una embriaguez hermana de la del vino. Al fin, se reiría de mi realidad si
pudiera presentirla.
Entonces le diré:
Podéis uniros a aquéllas a quienes sólo podéis amar, que son las que han perdido
todo sentimiento de un destino diverso. Adiós.
¡Si quiere abandonarme, sin intentar poseerme, que se aleje desesperado, pero
rechazando la idea de profanar el sueño que para siempre le haya inspirado! En ese
signo reconoceré si pertenecemos al mismo mundo… Tendré la imprecisa visión de
reflejarme en sus ojos, donde brillen santas lágrimas. Me constará que merece toda
mi ternura y bastarán pocos instantes para brindarnos los cielos.
¡Si la prueba me persuade de que tras él está la tan temida mentira, heme
condenada a la soledad! ¡Sea mejor la soledad! Ya me siento resucitada por
llamamientos, más augustos que los del corazón y los sentidos. No quiero ser
engañada. Sólo el Arte borra y liberta. Renunciando a los supuestos alicientes de la
tierra, sobreviviré a mí misma, sin pesar, dentro de esas mujeres imaginariamente
inmortales que crea el Genio y que animaré con mis misteriosos cantos. Ellas serán
mis compañeras, mis amigas, mis únicas hermanas. ¡Como María Malibran tendré un
poeta que inmortalice mi figura, mi voz, mi alma y mis cenizas!
Hundiré mi melancolía en la luz, llegando a esas regiones del Ideal donde los
insultos humanos no llegan.
—¡Caramba! —dijo Edison.
—Sí —replicó lord Ewald—, éste fue el imposible secreto con que quise exornar
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a la mujer que no lograba explicarme. ¡Pensad que para parecerme digna de estos
pensamientos, debe ser de una belleza turbadora y extraordinaria!
—Voy comprendiendo que un lord pueda llamarse Byron —respondió Edison
sonriente—, y también os reputo de muy poco inclinado a la desilusión cuando
recurrís a tan intrincada poesía para engañaros acerca de la realidad trivial.
Semejantes razonamientos me parecen de ópera. ¿Qué mujer podría suscribirlos,
aparte ciertos seres místicos?
—Mi querido y sutil confidente, he reconocido ya tarde que la esfinge no tenía
enigma. Soy un iluso castigado.
—Habiéndola analizado tan minuciosamente, ¿cómo la amáis todavía?
—El despertar no trae consigo el olvido del ensueño. El hombre se encadena con
su propia imaginación —respondió amargamente lord Ewald—. Os diré cuanto pasó.
Lleno de fe en mi amor, pronto nos entregamos uno a otro espiritualmente. Hube
menester de muchas evidencias para convencerme de que la comedianta no
representaba una comedia. Cuando tuve la certeza, quise libertarme de aquel
fantasma. Mas los vínculos de la Belleza son fuertes y sombríos. Ignoraba su poderío
intrínseco al aventurarme en aquella pasión. Cuando quise huir ya me habían abierto
las carnes las cuerdas del inicuo torturador. Fui hombre perdido. La energía se había
amortiguado en mis sentidos, abrasados por los besos de Alicia. Dalila me cortó los
cabellos cuando dormía. Transigir por laxitud, y, en vez de abandonar valientemente
aquel cuerpo, me contenté con prescindir de su alma.
Nunca se ha dado cuenta de los arrebatos de rabia que, por ella, rechazo y domo
en mis venas. ¡Cuántas veces he querido matarla y morir yo luego…! ¿Qué es lo que
me ha esclavizado a esta maravillosa forma inerte? Hoy, miss Alicia no significa para
mí otra cosa que la costumbre de una presencia. Bien sabe Dios que me sería
imposible poseerla…
Al pronunciar la última palabra, un relámpago cruzó los ojos del joven. Edison se
sobresaltó, pero no dijo nada.
Lord Ewald concluyó:
—Tanto es así, que vivimos juntos y separados a la vez.
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XVII
Disección
«Lo más imperdonable en los tontos es que nos hacen indulgentes para con los malvados».
JUAN MARRAS.
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maquinal de pronunciar semejantes vocablos, penetra en esos hombres todo el
histerismo embrutecedor de que van henchidas las palabras. Lo más extraño es que
acaudillen incautos y que, en muchos estados, lleguen a disponer del poder
gubernamental cuando no merecen más que el hospicio. El alma de esa mujer es
hermana de esas almas; en la vida corriente, miss Alicia es la Diosa Razón.
—Bien —dijo Edison—. Prosigamos. Si os he comprendido bien, miss Alicia
Clary no es una mujer bonita…
—No, ciertamente —dijo lord Ewald—. Si no fuera más que la más bonita de las
mujeres, no le concedería tanta atención. Ya conocéis el adagio: el amor de lo Bello
es el horror de lo Lindo. Así he podido, hace un momento, establecer un parangón
aplastante con la Venus Victrix. ¡Sería inteligible el hombre que encontrara bonita a la
Venus Victrix! La visión de una criatura que puede resistir tal comparación, no ha de
hollar un sano espíritu con una impresión igual a la que deja la mujer bonita. Son,
una respecto a otra, lo que ambas pueden ser a la más horrorosa de las Euménides.
Podemos situar los tres tipos en los vértices de un triángulo isósceles.
La única desgracia que hiere a miss Alicia es el pensamiento. Podría
comprenderla si estuviera incapacitada da para pensar. La Diosa está cubierta de
mineral y de silencio. De su aspecto sale este Verbo: «Yo soy únicamente la belleza
misma. Yo no pienso más que en el espíritu de quien me contempla. En mi Absoluto,
todas las concepciones se anulan por ellas mismas, puesto que pierden sus límites, y
se abisman y se van, confundidas, idénticas, indistintas, semejantes a las ondas de los
ríos cuando entran en el mar. Para quien me entienda, soy tal que se puede ahondar
en mí».
Este significado que la Venus Victrix expone con sus líneas, podría ser
manifestado por miss Alicia, erguida en la arena ante el océano, si cerrase los
párpados y se callara. Mas ¿cómo comprender una Venus victoriosa, que encontrando
sus brazos en el fondo de la noche de los tiempos, enviara al mundo enloquecido y
deslumbrado una mirada ruda, oblicua y zaina y cuya mente no fuera más que el
albergue donde se agruparan las quimeras del falso sentido común, de las cuales
hemos desentrañado la sombría suficiencia?
—Bien —dijo Edison—, continuemos. Decidme, miss Alicia, ¿es una artista?
—¡Cielo santo! —respondió lord Ewald—. ¿No os he dicho que era una virtuosa?
¿Y no es siempre el virtuoso el enemigo directo y mortal del genio y del Arte?
El Arte no tiene más relación con los virtuosos que la que pueda guardar el Genio
con el Talento. Es decir, que existe una diferencia inconmensurable.
Los que merecen el nombre de artistas son los creadores, aquellos que despiertan
impresiones intensas, desconocidas y sublimes. ¿Los otros?… ¡Transijamos con los
espigadores, pero nunca con los virtuosos que vienen a emperifollar estúpidamente la
obra divina del genio! ¡Desgraciados que en el arte de la música se aplicarían en
«bordar mil variaciones» o «brillantes fantasías» hasta con la trompeta del Juicio
Final! ¿No habéis visto en los conciertos a alguno de estos tipos que acarician sus
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cabelleras con dos dedos poniendo los ojos en blanco hacia el techo? ¿No avergüenza
la existencia de tales fantoches? Si tienen alma, debe ser un alma metafórica el alma
de un violín. ¿Tal es el espíritu de miss Alicia? Sin embargo, como ante todo es
mediocre, carece del bastardo afán común a los virtuosos de creer que la música es
bella. (Tienen menos derecho que los sordos para decir semejante cosa). Cuando
habla de su voz sobrenatural, de variadas inflexiones, de timbre ideal y mágico, dice
que posee un «talento recreativo». Encuentra un tanto chiflados a los que se
apasionan por esas cosas. El entusiasmo le produce lástima, pues cree que no cuadra
a las personas distinguidas. Así llega a sobrepasar y enaltecer la necedad y
suficiencia de los virtuosos. Cuando canta a instancia mía —el canto le aburre como
trabajo profesional, para el que no había nacido— se interrumpe al ver que he
cerrado los ojos y no comprende «que un caballero pierda la cabeza por futesas tan
aéreas, dejando de observar la debida compostura». Es, sencillamente, un caso de
raquitismo intelectual.
—¿Es una mujer buena? —preguntó Edison.
—No, porque es necia —dijo lord Ewald—. No se es bueno más que cuando se es
bobo. ¡Criminal, pérfida, sombría, lasciva como una emperatriz romana, la hubiera
comprendido y preferido! Sin ser buena, carece de esos salvajes apetitos hijos de un
poderoso orgullo. ¿Buena? No guarda ella ningún vestigio de esa augusta bondad que
transfigura lo feo y embalsama toda herida.
Mediocre ante todo, ni siquiera es malvada: es bonachona, como es avariciosa
más que avara: nunca boba siempre neciamente. Tiene la hipocresía de los corazones
débiles y secos que se hacen indignos de las mercedes que otorgan tanto como de las
que reciben. Lo peor es la sensiblería con que los bonachones ocultan su indiferente
amargura.
Una noche, en el teatro, observé a miss Alicia mientras escuchaba no sé qué
melodrama salido de la pluma de uno de esos falsarios de la palabra, salteadores de
las letras, que con su jerigonza de adocenados, su estupidez de trama y sus
mojigangas de payasos, atrofian con una impunidad triunfal y lucrativa el sentido de
la elevación en las muchedumbres. ¡Por obra de esos diálogos abyectos he visto
llenarse de lágrimas los ojos de esa mujer! Yo la miraba llorar como se mira llover.
Moralmente, hubiera preferido la lluvia; físicamente, he de confesaros que aquellas
lágrimas en aquel rostro resultaban espléndidas. La luz jugaba con aquellos dolorosos
diamantes en donde sólo dormía la necedad conmovida.
—Bien —dijo Edison—. ¿Pertenece miss Alicia a alguna secta religiosa?
—Sí; me he recreado en el análisis de la religiosidad de esta mujer inquietante. Es
devota, no por amor al Dios Redentor, sino por estimarlo muy dentro de las
conveniencias sociales y de muy buen tono. El ademán con que lleva su devocionario
los domingos me recuerda el que empleó para decirme que yo era un cumplido
caballero. Tiene fe en un Dios de sublimidad esclarecida y avisada y en un paraíso
lleno de mártires mesurados, de honrados elegidos, de santos acompasados, de
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vírgenes prácticas y de querubines correctísimos. Cree en el cielo, pero en un cielo de
dimensiones racionales. Su ideal es el cielo asequible y terreno, pues aún el sol le
parece demasiado perdido en lo azul o en las nubes.
Lo que más le choca es el fenómeno de la Muerte. Le parece un abuso
incomprensible, algo que «no debiera ser de nuestro tiempo». Éste es el conjunto de
sus ideas místicas. En resumen, lo que más me desconcierta es el contraste de su
sobrehumana belleza, encubridora de un carácter ramplón, de un espíritu vulgarísimo,
de una devoción exclusiva para lo más exterior, vano e ilusorio que puede haber en la
Fe, el Dinero, el Amor o el Arte. Esta merma siniestra de intelecto, me recuerda los
resultados obtenidos por los habitantes del Orinoco, que oprimen entre tablillas el
cráneo de sus hijos para impedirles tener ideas demasiado elevadas.
Si revestís el fondo de carácter que he expuesto, de una plácida suficiencia,
podréis alcanzar la impresión que deja miss Alicia Clary. El espectáculo abstracto de
esta mujer ha acabado con mi alegría. Cuando la miro y la escucho me da la
sensación de un templo profanado no por la rebeldía, la impiedad, la barbarie y sus
antorchas sangrantes, sino por la ostentación interesada, la hipocresía timorata, la
huera y maquinal fidelidad, la sequedad inconsciente, la superstición incrédula de la
sacerdotisa arrepentida, de la cual me repite sin cesar la leyenda insulsa.
—Antes de concluir —dijo Edison—. ¿No me dijisteis que, a pesar de su
insensibilidad, era una muchacha de alcurnia?
—No creo haber dicho eso —contestó lord Ewald.
—Habéis dicho que miss Alicia Clary pertenecía a una buena familia, oriunda de
Escocia, ennoblecida recientemente.
—Sí; en efecto. Pero no es lo mismo. Con ello no he querido hacerle elogio
alguno; al contrario. Hoy hay que ser o nacer noble, pues los tiempos en que la
nobleza se adquiría han pasado. Aunque hoy, en nuestros países, se confiera la
nobleza, es a mi entender muy nocivo para ciertas descendencias ser inoculadas sin
ton ni son de tan ineficaz vacuna, que no ha hecho más que envenenar muchas
burguesías indelebles.
Y, como si estuviera extraviado en una reflexión desconocida, añadió en voz baja,
sonriendo:
—Quizá sea ésa la causa.
Edison, como hombre de genio (categoría cuya nobleza especial siempre
humillará a los igualitarios), contestó también sonriendo:
—Es verdad; no se es pura sangre por el mero hecho de entrar en el hipódromo.
Más lo positivamente notable es que esa mujer sería el Ideal femenino para las tres
cuartas partes de la humanidad moderna. ¡Con tal querida, cuántos hombres como
usted, ricos, apuestos y jóvenes llevarían una vida amena y sabrosa!
—A mí me mata —dijo el lord como hablando consigo mismo—. Existe una
diferencia muy sensible entre el purasangre y el matalón.
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XVIII
Confrontación
DANTE. EL INFIERNO.
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en tal sentencia otra cosa que su prurito innato de rebajar cuanto quiera alzarse por
encima del nivel terrestre.
El Amor es una de las palabras que tienen el don de hacerla sonreír y hasta
guiñaría un ojo si su semblante obedeciera a la mueca de su alma (puesto que debe
tener alma). He observado que estaba provista de ella en aquellos instantes en que
parece tener un oscuro e instintivo miedo de su cuerpo sin igual.
Este hecho extraordinario ocurrió una vez en París. Dudando de mis ojos, quise
efectuar la confrontación de esta sombra viviente, con la estatua imagen suya: con la
Venus Victrix. Quería saber lo que diría esta mujer abrumadora en su presencia. Un día
la conduje al Louvre diciéndole: «Querida Alicia, os voy a dar una sorpresa».
¡Atravesamos las salas y la puse bruscamente ante el eterno mármol!
Miss Alicia levantó su velo. Miró la estatua con cierta extrañeza. Luego,
estupefacta, dijo ingenuamente:
—Mira, soy yo.
Después, añadió:
—Sí; pero yo tengo brazos y… un aire más distinguido.
Luego se estremeció. Su mano, que había abandonado mi brazo para apoyarse en
la balaustrada, volvió a asirle. Entonces me dijo en voz baja:
—Estas piedras… estos muros. Hace mucho frío aquí. Vámonos.
Después de salir permaneció largo tiempo silenciosa. Yo esperaba una palabra
inaudita. No fui defraudado. Miss Alicia, que seguía el hilo de su pensamiento me
dijo:
—Si tanto honor se hace a esta estatua, yo he de lograr un gran éxito.
Esta expresión me produjo el vértigo. La sandez (llevada hasta los cielos)
constituía una condenación. Me incliné desconcertado.
—Así lo espero —respondí.
La acompañé y volví al Louvre. Penetré por segunda vez en la sala sagrada.
Después de echar una mirada sobre la diosa que guarda en su forma la Noche
Estrellada, he sentido henchirse mi corazón en el sollozo más profundo que haya
agobiado a un ser viviente.
Así, esta amante, dualidad animada que me atrae y me repele, me encadena, como
los dos polos de este imán aprisionan por contradicción este pedazo de hierro.
Mas como no soy de naturaleza capaz de ceder al atractivo de lo que casi
desprecio, el amor sin comprensión, sin sentimiento, me parece ofensivo para mi
alma, y mi conciencia me ha advertido que sólo puede prostituir el corazón. Las muy
decisivas reflexiones que me ha inspirado este primer amor, han aumentado mi
alejamiento de todas las mujeres, hundiéndome en un mal humor incurable.
La pasión ardiente que sentí en un principio por la línea, la voz, la fragancia, el
encanto exterior de esa mujer, ha venido a ser de un absoluto platonismo. Su
contextura moral ha enfriado para siempre mis sentidos, que se han hecho puramente
contemplativos. Me parece irritante mirarla como una querida. Sólo me liga a ella una
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admiración dolorosa. Mi deseo sería ver muerta a miss Alicia, si la muerte no trajese
la desaparición de los rasgos humanos. Le basta a mi deslumbrada indiferencia la
manifestación de su forma, ya que ella es una mujer indigna de todo amor.
Accediendo a sus peticiones estoy decidido a facilitarle la entrada en un teatro de
Londres. Lo que significa que nada me importa ya en este mundo.
Para probaros que no he sido totalmente un ser estéril vengo a estrecharos la
mano antes de matarme.
He aquí mi historia. Me la habéis pedido; conociéndola, no podéis negar que no
tengo remedio. Dadme la mano. Adiós.
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XIX
Amonestaciones
MONTAIGNE.
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despreciando los copiosos dones que el destino os brinda, niño mimado de este
mundo, en la renuncia de un porvenir que tantos hombres ansían y persiguen con
perseverantes luchas, ¿vais a abdicar, a desertar de la vida por una mujer que os
concedió el azar, elegida por la fatalidad entre cinco millones de otras semejantes?
Hoy tomáis en seno ese fantasma; dentro de unos años su recuerdo se habrá
desvanecido como el humo embriagador y oscuro que exhalan los pebeteros de
hachís.
Permitidme que os diga que si miss Alicia prefiere el penique a la guinea, tal
torpeza ha sido para vos contagiosa.
—Querido amigo —respondió lord Ewald— no seáis tan severo; yo lo soy más
que vos para mí, y es inútil.
—Hablo en nombre de la muchacha que sería vuestra salvación —prosiguió
Edison—. ¿Para quién la dejaréis? Hay una responsabilidad en el mal que acarrea el
bien que hemos rehuido hacer.
—Me he atormentado con esa y otras conjeturas; pero no he de amar más que una
vez. En mi familia… cuando la suerte no es favorable, nos suprimimos sin lamentos
ni discusiones. Para otra clase de hombres dejamos los matices y las transigencias.
Edison evaluaba la magnitud del mal.
—¡Diantre! Esto es verdaderamente grave.
Luego dijo, tras una reflexión rápida:
—Como soy el único médico que pueda operar vuestra resurrección, os emplazo e
intimo para contestarme de una manera inmediata, definitiva y perentoria. Por última
vez, ¿consideráis esa aventura galante como un capricho mundano, intenso y
pasional, pero desprovisto de importancia vital?
—No sé si miss Alicia llegará a ser para otros la querida de una noche. Quizá sea
posible. Yo no he de resucitar de mi marasmo. En lo hondo de la vida no veo más que
su forma.
—Despreciándola tanto, ¿persistís en exaltar todavía su belleza, de un modo
puramente ideal, puesto que vuestros sentidos permanecen, según habéis confesado,
contemplativos y gélidos?
—Eso mismo: contemplativos y helados… —respondió lord Ewald—. No siento
deseo por ella. No es más que la radiante obsesión de mi espíritu. Estoy hechizado.
—¿Renunciáis deliberadamente a volver a la vida social?
—Yo sí —dijo lord Ewald levantándose—. Vos, Edison, vivid, sed célebre. Yo me
voy. Por última vez, adiós. No puedo, charlando, quitar a la humanidad horas
preciosas y fértiles.
Al decir estas palabras, lord Ewald, correcto y frío, tomó su sombrero, con el que
había cegado un enorme telescopio.
Pero Edison también se levantó y dijo:
—¿Creéis que voy a dejar tranquilamente que os matéis, sin intentar salvaros,
cuando os debo la vida? ¿Para qué os hubiera interrogado sin motivo? Querido lord,
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sois un enfermo a quien hay que curar por medio del veneno; después de todas las
anteriores amonestaciones, dado vuestro estado excepcional, me decido a trataros por
un procedimiento terrible. El remedio consiste en colmar vuestros anhelos (no
pensaba ejecutar contigo la primera experiencia —dijo en un aparte el electricista—).
Inconscientemente os esperaba esta noche, pues está probado que las ideas y los seres
se atraen. Yo creo que redimiré vuestro ser. Hay heridas que no pueden curarse más
que ahondándolas más; así, quiero que se cumpla plenamente vuestro ideal. Milord
Ewald, ¿no habéis exclamado hace poco, hablando de ella: «¡Quién arrancará esa
alma de ese cuerpo!»?
—Sí —murmuró lord Ewald, sorprendido.
—Pues bien, yo.
—¿Cómo?
Edison le interrumpió y dijo con tono de solemnidad brusca y grave:
—No olvidéis, milord, que, al realizar vuestro tenebroso anhelo, no obedeceré
más que a la necesidad.
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Libro segundo
El pacto
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I
Magia blanca
PRECEPTO DE LA KÁBALA.
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Lord Ewald examinó al inventor con intranquila extrañeza.
Éste continuó:
—Os expondré mis medios de ejecución: su resultado es tan maravilloso que las
aparentes desilusiones del análisis científico se desvanecen ante su profundo
esplendor. Aunque no sea más que para aseguraros de la perfecta lucidez de mi razón,
voy esta noche a revelaros mi secreto. ¡Manos a la obra, ante todo! La explicación se
producirá a medida que la empresa se efectúe. ¿No me habéis dicho que miss Alicia
está en este momento en el Gran Teatro de Nueva York?
—Sí.
—¿Cuál es el número de su palco?
—Siete.
—¿No le habéis manifestado el motivo por el cual la dejabais sola?
—Le hubiera importado tan poco que creí deber callarlo.
—¿Ha oído alguna vez mi nombre?
—Quizá. Pero ha debido olvidarlo.
—Está bien. Esto es muy importante.
Se acercó al fonógrafo, apartó la aguja; mirando las rayas, hizo girar el cilindro
hasta un punto deseado; volvió a colocar aguja y bocina y le puso en marcha.
—¿Está usted ahí, Martin’? —gritó el fonógrafo ante el teléfono.
No se oyó contestación alguna.
—¡Este granuja se ha echado en la cama! ¡Apuesto a que está roncando! —
masculló Edison sonriendo.
Aplicó el oído al receptor de un micrófono perfeccionado.
—Exacto. Ha tomado su grog tras el postre, y como el cuerpo le pedía una siesta,
para que nada le importune, ha quitado la comunicación.
—¿A qué distancia se encuentra la persona con quien habláis?
—Está en Nueva York, en mi cuarto de Broadway.
—¿Cómo, desde veinticinco leguas, oís roncar a ese individuo?
—Aunque estuviera en el Polo, le oiría. ¿Podría decir tanto el duendecillo de
mejor oído de los cuentos de hadas sin que los infantiles lectores exclamaran «¡Es
imposible!». A pesar de todo, es cierto. En el día de mañana a nadie le ha de
extrañar…?
Para el caso presente debiera utilizar cierta bobina.
¡Sin embargo, no quiero cosquillearle con una descarga! Será mejor recurrir a mi
aerófono de alcoba.
Al decir esto aplicó al teléfono la bocina de otro aparato cercano al primero
pensando:
—¡Mientras en la calle no se encabriten los caballos!…
El instrumento repitió la pregunta.
Después de tres segundos, una voz de bajo que acusaba al hombre que se
despierta sobresaltado, salió del sombrero de lord Ewald que estaba, por causalidad,
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en contacto con un condensador suspendido.
—¿Hay fuego? —gritó la voz muy asustada.
—Ya le tenemos en pie… —dijo Edison, enchufando el cordón del primer
teléfono.
—Tranquilícese usted, Martín. Lo que quiero es que llevéis en mano el despacho
que voy a transmitiros.
—Espero, señor Edison.
El electrólogo golpeó repetidamente el manipulador del aparato Morse. Cuando
terminó de transmitir el telegrama, preguntó:
—¿Lo habéis leído?
—Sí —respondió la voz—. Voy ahora mismo.
Gracias a un movimiento de mano en el conmutador central del laboratorio la voz
repercutió de ángulo en ángulo, por doquier había condensadores. Se hubiera dicho
que una docena de personas, ecos fieles unas de otras, hablaban a la vez en el vasto
aposento.
—¡Traedme pronto la respuesta! —añadió Edison como quien acosa al hombre
que huye.
—Todo va bien —dijo al joven lord, mirándole fijamente.
Luego le espetó con brusca transición:
—Tengo que advertiros que vamos a abandonar los dominios (inexplicables, pero
muy trillados) de la vida propiamente dicha y entraremos en un mundo de fenómenos
tan insólitos como impresionantes. Yo os daré la clave de su encadenamiento. En
cuanto a explicaros la causa que hace mover los eslabones me declaro incapaz,
solidariamente con el resto de la humanidad. (Provisionalmente, cuando menos; y
para siempre, quizá).
No haremos más que presenciar. El ser que veréis está en un momento mental
indefinido. Su aspecto, aun familiarizados con él, causa siempre alguna alarma. No es
que ofrezca peligro físico alguno, pero os advierto que su aparición requiere cierta
resistencia a un inevitable desfallecimiento intelectual. Será necesario que estéis en
poder de vuestra serenidad y de buena parte de vuestro denuedo.
—Espero dominar toda emoción —dijo lord Ewald.
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II
Medidas de precaución
dison desdobló las persianas y, después de fijarlas, juntó las grandes cortinas.
E Después de correr los cerrojos de la puerta del laboratorio hubo de encender el
faro de señal que con su luz intensa y roja, desde lo alto del pabellón, indica a
distancia un peligro para quien se acerque mientras dure la terrible e incógnita
experiencia. Por un giro del aislador central quedaron sordomudos todos los
inductores micro telefónicos, salvo el timbre que comunicaba con Nueva York.
—Henos aquí separados del mundo de los vivos, —dijo Edison volviendo a su
telégrafo. Con la mano izquierda enchufó algunos hilos mientras seguía trazando
enigmáticamente líneas y puntos con la derecha.
—¿No lleváis una fotografía de miss Alicia Clary? —preguntó mientras escribía.
—Aquí está —dijo lord Ewald sacando un cuadernito— en toda su pureza de
mármol. Miradla y decidme si mis palabras han exagerado la realidad.
Edison tomó la cartulina y la examinó:
—Prodigioso. ¡Es la famosa VENUS del escultor desconocido! ¡Es más que
prodigioso; es estupendo, en verdad! Lo confieso.
Se apartó un poco para tocar el regulador de una batería cercana.
La chispa solicitada apareció en los extremos de una doble barra de platino;
vaciló algunos segundos como si buscara adonde huir mientras daba su graznido
extraño y estridente.
Un hilo azul —unido sin duda a lo inconmensurable— se acercó a ella. La otra
extremidad de aquel hilo se perdía bajo tierra.
La mensajera indecisa saltó sobre el elfo de metal y desapareció.
Al mismo tiempo se oyó un ruido sordo bajo los pies de los dos hombres. Se
adivinaba el rodar de algo grave y encadenado que subiera desde el fondo de un
abismo, quizá desde el centro de la tierra. Podía sospecharse la exhumación de un
sepulcro, arrancado a las tinieblas por los genios, y traído a la superficie terrestre.
Edison conservaba en su mano la fotografía con los ojos fijos en un punto del
muro, esperaba, ansioso.
El ruido cesó.
La mano del electrólogo se apoyó sobre un objeto que lord Ewald no distinguía.
—Hadaly —llamó en voz alta.
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III
Aparición
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—Sea hecha su voluntad —dijo.
Edison miró al joven. Manejó un interruptor. Una esponja de magnesio se
encendió en la otra extremidad del laboratorio.
Un haz de rayos deslumbradores dirigidos por un reflector cavó en un objetivo
dispuesto frente a la fotografía de miss Alicia Clary. Encima de la cartulina otro
reflector multiplicaba la refracción de los rayos luminosos.
En el objetivo, un cuadrado de vidrio se iluminó en su centro; luego salió por sí
mismo de la ranura y penetró en una celdilla metálica que tenía dos aberturas
circulares.
El haz brillante atravesó el centro del vidrio por el orificio más cercano y salió
por el otro, embocado al cono de un proyector, enviando a una pantalla de seda
blanca la luminosa y transparente imagen de una muchacha, estatua carnal de la Venus
Victrix.
—Realmente, parece que estoy soñando —murmuró lord Ewald.
—En esa forma encarnarás —dijo Edison volviéndose hacia Hadaly.
Ésta avanzó un poco y contempló la imagen espléndida tras la noche de su velo.
—¡Oh! ¡Qué bella!… ¡Y obligarme a vivir! —dijo en voz baja como si consigo
misma.
Inclinó la cabeza sobre el pecho y con un profundo suspiro añadió:
—Sea, pues.
Se extinguió el magnesio. La visión de la pantalla desapareció.
Edison había extendido la mano a la altura de la frente de Hadaly.
Hubo de temblar ésta un momento. Luego ofreció sin decir nada, la simbólica flor
de oro a lord Ewald, que la aceptó con un ligero estremecimiento. Con su ademán y
porte de sonámbula, hubo de volver al lugar misterioso de donde había venido.
Volviéndose antes de pisar el solio. Después, llevando las dos manos hacia el
negro crespón que le cubría el semblante envió a sus evocadores un beso lejano,
henchido de gracia adolescente.
Luego desapareció tras las cortinas negras.
La muralla se cerró.
A los pocos instantes se repitió el ruido sombrío desvaneciéndose en las
profundidades de la tierra y, al fin, se extinguió.
Los dos hombres volvieron a encontrarse solos bajo las lámparas.
—¿Qué ser extraño es éste? —preguntó lord Ewald poniendo en su ojal la flor
emblemática de miss Hadaly.
—No se trata de un ser viviente —dijo tranquilamente Edison, fijando sus ojos en
los del lord.
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IV
Preliminares de un prodigio
MOLESCHOTT.
ord Ewald, aguantando la mirada ante tal revelación, dudó haber oído bien.
L —Os afirmo que ese maniquí metálico que camina, habla, responde y
obedece, no envuelve a nadie.
Lord Ewald siguió mirándole en silencio.
—A nadie —prosiguió el ingeniero—. Miss Hadaly no es todavía, exteriormente,
otra cosa que una entidad electromagnética. Es un ser en el limbo; una posibilidad.
Dentro de un rato, si queréis, os descubriré los arcanos de su naturaleza mágica. Aquí
tengo —y rogó con un ademán que lord Ewald le siguiera— algo que podrá
esclarecer el sentido de mis palabras.
Condujo al joven hasta la mesa de ébano donde habían brillado los rayos de luna
antes de la visita.
—¿Qué impresión os produce ver esto? —le preguntó mostrándole el nítido y
sangrante brazo femenino puesto sobre el cojín de seda violácea.
Lord Ewald contempló, no sin nueva extrañeza, la inesperada reliquia humana.
—¿Qué es esto?
—Miradlo bien.
El joven tomó la mano de aquel brazo.
—¡Qué raro! ¿Cómo esta mano… está tibia todavía?
—¿No encontráis en el brazo algo más extraordinario?
Después de unos momentos de examen, lord Ewald lanzó una exclamación:
—Confieso que esta maravilla es tan sorprendente como la otra: capaz de turbar
al más sereno. De no haber visto la herida no descubriera la obra maestra.
El inglés estaba fascinado. Palpaba el brazo y comparaba su mano con la mano
femenina.
El peso, el modelado, la encarnación… ¿No es carne viviente esto que toco
ahora? La mía se ha estremecido…
—Esto está mejor hecho que la carne —dijo, sencillamente, Edison—. La carne
se aja y envejece: esto es un compuesto de sustancias sutiles, elaboradas por la
química para confundir la propia suficiencia de la Naturaleza. ¿Quién es doña
Naturaleza, gran señora a quien quisiera ser presentado, de quien todos hablan y que
nadie ha visto? Decíamos que esta copia de la Naturaleza —sirvámonos de esta
palabra empírica— enterrará al original sin dejar de ser lozana y joven. Antes de
envejecer la destruiría el rayo. Esto es carne artificial y os podré explicar cómo se
fabrica, si no queréis leer a Berthelot.
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—¿Cómo? ¿Decís?
—Digo que es carne artificial. Y me juzgo inimitable en fabricarla tan perfecta y
esmeradamente.
Lord Ewald, lejos de manifestar su turbación volvió a mirar el brazo irreal.
—¡Oh, este nácar fluido, el brillo carnal y esta vida intensa!… ¿Cómo habéis
llegado a realizar el prodigio de esta inquietante ilusión?
—Eso es lo de menos —respondió Edison—. Con ayuda del sol.
—¿Del sol? —murmuró lord Ewald.
—Sí. El sol ha dejado que sorprendamos parcialmente el secreto de sus
vibraciones. Después de haber aprehendido el matiz de la blancura dérmica, he
llegado a reproducirla por una sabia disposición de objetivos. Esta albúmina
solidificada y elástica, gracias a la presión hidráulica, ha venido a sensibilizarse por
una acción fotocrómica. Yo tenía un admirable modelo. El húmero de marfil contiene
una médula galvánica que está en comunicación constante con una red de hilos de
inducción cruzados como los nervios y las venas: esto es lo que entretiene la perpetua
producción de calorías que os da esa impresión de maleabilidad y tibieza. Si deseáis
saber cómo están dispuestos los elementos de ese haz; cómo se alimentan, por decirlo
así, ellos mismos; cómo el fluido estático se transforma en calor animal, podré
describiros la anatomía interna del brazo. Es meramente una cuestión de técnica. Éste
es un miembro de la Andreida que he de hacer, movida por el estupendo agente
llamado Electricidad, que le presta, como veis, todo lo muelle, todo lo diluido, del
aspecto de la vida.
—¿Un Andreida?
—Una imitación humana, si queréis. El escollo que hay que evitar es que el
facsímil no aventaje físicamente al modelo. ¿Recordáis cuantos artífices han
ensayado forjar, simulacros humanos? Ja… ja… ja… ja…
Edison reía como un Cabiro en las fraguas de Eleusis.
—Aquellos desgraciados, por falta de medios de ejecución no produjeron más
que monstruos irrisorios. Alberto el Grande, Vaucanson Maëlzeld, Horner y los
demás fueron unos pobres fabricantes de espantapájaros.
Sus autómatas son únicamente dignos de figurar en los museos de figuras de cera
como repugnantes muestras que huelen a madera, a aceite rancio y a gutapercha. Esas
obras, informes, sicofantas, en vez de producir en el hombre el sentimiento de su
poderío, no le inducen más que a postrarse ante el dios Caos. Recordad el conjunto de
movimientos bruscos y extravagantes, como los de las muñecas de Núremberg; lo
absurdo de las líneas y la tez; aquellas fachas de maniquí de peinadora; el ruido del
resorte del mecanismo; aquella sensación del vado que nos daban… Esos fantoches
abominables horripilan y avergüenzan. En ellos, el horror y la risa están
amalgamados en una solemnidad grotesca. Traen a la memoria los manitúes de los
archipiélagos australianos o los fetiches de las tribus del África Ecuatorial;
semejantes muñecos no son más que una caricatura ultrajante de nuestra especie.
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Tales fueron los primeros ensayos de Andreidas que se hicieron.
El rostro de Edison se contraía hablando: su mirada fija parecía perdida en
imaginarias tinieblas; su voz fue cada vez más breve, didáctica y glacial.
—Ha pasado ya mucho tiempo… La ciencia ha multiplicado sus descubrimientos.
Los conceptos metafísicos se han sutilizado. Muchos instrumentos identificadores de
calcar han alcanzado una precisión perfecta. Los recursos de que dispone el hombre,
son muy distintos a los que tuvo antaño. De aquí en adelante, nos será dado REALIZAR
fantasmas potentes, misteriosas presencias-mixtas, que hubieran hecho sonreír
dolorosamente y negar su acabamiento a aquellos precursores a quienes sólo se
hubiera insinuado el proyecto. Ante el aspecto de Hadaly, ¿os ha sido fácil sonreír?
Sin embargo, por ahora, no es más que un diamante en bruto. No es sino el esqueleto
de una sombra que espera que la sombra sea. La sensación que acaba de causaros un
miembro de androide femenino, ¿guarda alguna analogía con la que hubierais sentido
al contacto de un brazo de autómata? Otra experiencia, ¿queréis apretar esa mano?
Quizá os devuelva vuestro saludo.
Lord Ewald tomó los dedos y los apretó leve y tiernamente.
¡Oh, estupor! La mano respondió a la presión con una caricia tan dulce, tan lejana
que el joven pensó que formaba parte de un cuerpo invisible.
Con profunda inquietud se apartó del tenebroso objeto.
Edison dijo fríamente:
—Todo esto no es nada (absolutamente nada, os digo) en comparación con la
obra posible. ¡Oh, la Obra Posible! Si supierais…
Se detuvo como si quedara anonadado por una idea súbita y terrible que le hiciera
enmudecer.
—Positivamente —exclamó lord Ewald mirando a su mirando a su alrededor—
me parece estar ante Flamel, Paracelso o a Raimundo Lulio, en tiempos de los magos
y alquimistas de la Edad Media. ¿Qué os proponéis, querido Edison?
El gran inventor había quedado muy pensativo: se sentó y puso nueva y
preocupada atención en examinar al joven.
Después de unos segundos de silencio dijo:
—Milord, acabo de percatarme que con un hombre dotado de vuestra
imaginación, la experiencia podría traer un resultado funesto. Estamos en el umbral
de una fragua; distinguimos a través de la bruma, el hierro, los hombres, el fuego.
Cantan los yunques; los trabajadores del metal que hacen vigas, armas, utensilios,
Ignoran el uso real que se hará de sus productos. Nadie puede precisar la verdadera
naturaleza de lo que forja, por aquello de que todo cuchillo puede llegar a ser puñal y
que sólo el uso que se hace de las cosas es lo que las bautiza por segunda vez y las
transfigura. Lo que nos hace irresponsables es la incertidumbre. Hay que saber
conservarla, pues. Sin ella, ¿quién osaría acometer empresa alguna? El obrero que
funde una bala, dice bajito, inconscientemente: «Quedas entregada al azar; quizá no
seas más que plomo perdido». Pero termina su obra, ignorando el alma de ella. Si
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apareciera ante sus ojos, reciente, rasgada y mortal, la herida humana que el pedacito
de plomo ha de producir —porque está llamado y destinado para ello, y esa fatalidad
está envuelta virtualmente en el acto de la fundición—, el molde de acero se
escaparía de las manos del hombre honrado. Puede ser que llegara a dejar sin pan a
sus hijos si el precio de su sustento fuera el remate de tal obra, pues le repugnaría
sentirse cómplice implícito en el futuro homicidio.
—¿A qué conclusión queréis llegar? —interrumpió lord Ewald.
—Yo soy el hombre que tiene el metal fundiéndose en las brasas, y me ha
parecido, hace un momento al pensar en vuestro ánimo, en vuestra inteligencia virgen
de desencanto, ver pasar ante mis ojos una herida abierta. Lo que pretendo deciros
puede seros saludable o más que mortal. Yo soy ahora quien vacila. Tanto el uno
como el otro somos partes que han de integrar la experiencia. Ha de seros ésta más
peligrosa de lo que creí al principio, pues sólo vos habéis de correr un riesgo horrible.
Estáis ya bajo una amenaza, puesto que sois de aquéllos a quienes una fatal pasión
conduce a un fin desesperado. Yo corro el riesgo de salvaros… Pero creo que, si la
curación no fuere a ser tal como la deseo, debemos desistir de mi intento:
—Puesto que me habláis en tono tan singularmente grave, querido Edison —
respondió con esfuerzo lord Ewald— he de deciros una cosa: esta misma noche
pensaba terminar con mi intolerable vida.
Edison se estremeció.
—No vaciléis —dijo muy serenamente el joven.
—Arrojamos los dados —murmuró el electrólogo—. Será él. ¡Quién me lo
hubiera dicho!
—Por última vez, os suplico, ¿qué es lo que intentáis?
Reinó un instante de silencio. Lord Ewald sintió pasar sobre su frente la ráfaga de
lo infinito.
Edison dijo:
—¡Hágase mi intento, puesto que lo desconocido me desafía! Pretendo realizar
para usted lo que ningún hombre ha osado hacer para un semejante. Os debo la vida;
mi deber mínimo es ensayar devolvérosla.
Vuestra alegría, vuestro ser, están cautivos de una figura humana, de la luz de una
sonrisa, del esplendor de un rostro, de la dulzura de una voz… Una mujer viviente,
por sus atractivos, os induce a la muerte.
Bien, puesto que tanto la adoráis, YO VOY A ARREBATARLE SU PROPIA PRESENCIA.
Voy a demostraros matemáticamente, y en este mismo instante, cómo puedo, con
los formidables recursos actuales de la ciencia, tomar la gracia de su ademán las
morbideces de su cuerpo, la fragancia de su carne, el timbre de su voz, la flexibilidad
de su talle, la luz de sus ojos, el carácter de sus movimientos y de su donaire, la
personalidad de su mirar, de sus rasgos, de su sombra en el suelo; su inconfundible
aspecto, todo el reflejo de su identidad. Seré el matador de su estulticia, el asesino de
su triunfante actitud brutal. Primeramente, reencarnaré toda esa exterior belleza que
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os es deleitosamente letal en una aparición que, por su parecido y sus encantos,
sobrepase vuestra esperanza y vuestros sueños. Después, en lugar de esa alma que os
hastía en la mujer viviente infiltraré algo como un alma distinta, quizá menos
consciente de sí misma (¿qué sabemos? y, en suma, ¡qué importa!), pero sugeridora
de impresiones más bellas, más nobles, más elevadas, revestidas de ese carácter de
eternidad, sin el cual todo se torna comedia en esta vida. Reproduciré, estrictamente,
a esa mujer con la ayuda sublime de la luz, proyectando ésta sobre su materia
radiante, encenderé frente a vuestra melancolía el alma imaginaria de la nueva
criatura, capaz de sorprender a los ángeles. ¡Capturaré la Ilusión! La aherrojaré. En
esa sombra he de forzar al ideal a manifestarse para vuestros sentidos, PALPABLE,
AUDIBLE; Y MATERIALIZADO. Aquel espejismo, que hoy perseguís entre los recuerdos,
será aprehendido por mí y fijado inmortalmente en la única y verdadera forma en que
le vislumbrasteis. De esa forma viviente sacaré un segundo ejemplar transfigurado
según vuestros anhelos. Estará dotada de los cantos de la Antonia de Hoffmann, del
misticismo apasionado de la Ligeia de Edgar Allan Poe, de las ardientes seducciones
de la Venus del poderoso músico Wagner. Quiero devolveros la vida: quiero probaros
que puedo positivamente sacar del légamo de la actual Ciencia Humana un ser hecho
a imagen nuestra, que será para nosotros lo que NOSOTROS SOMOS PARA DIOS.
El electrólogo levantó la mano en señal de juramento.
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V
Estupor
THÉOPHILE GAUTIER.
l escuchar estas palabras, lord Ewald quedó un tanto hosco ante Edison, como si
A no quisiera comprender lo que se le había propuesto.
Tuvo un minuto de estupefacción.
—Una criatura así no será nunca más que una muñeca insensible y sin
inteligencia —exclamó.
—Tened cuidado, que al compararla con su modelo, no sea la viviente quien os
parezca una muñeca.
El joven sonreía amargamente con una cortesía intimidada.
—Dejemos eso —dijo—. La concepción es abrumadora: la obra sublime olerá
siempre a mecanismo. ¡No podéis procrear a una mujer! Yo me pregunto al escuchar
a usted, si el genio…
—Yo os juro que no distinguiréis una de otra: y os afirmo, por segunda vez, que
os lo probaré de antemano.
—IMPOSIBLE, Edison.
—Por tercera vez, os digo que me comprometo a proporcionaros en seguida, la
demostración positiva, punto por punto y de antemano, no sólo de la posibilidad del
hecho, sino de su matemática certidumbre.
—Usted, hijo de mujer, ¿podrá reproducir la identidad de una mujer?
—Mil veces más idéntica a sí… que ella misma. Cada día que pasa, modifica las
líneas del cuerpo humano: la ciencia fisiológica demuestra que este renueva
eternamente sus átomos, cada siete años; ¿hasta qué punto existe el cuerpo?
¿Llegamos alguna vez a parecernos a nosotros mismos? Esa mujer, usted, yo, en
nuestra primera infancia, ¿éramos lo que somos hoy? ¡Parecerse! ¡Ése es un prejuicio
de los tiempos lacustres o trogloditas!
—¿La reproduciréis en su belleza, con su carne su voz, su gentil aspecto?
—Con el electromagnetismo y la materia radiante engañaría el corazón de una
madre y con mayor facilidad la pasión de un enamorado. La reproduciré tan
exactamente que, si dentro de una docena de años contempla ella su doble ideal
inimitable y lozano, no podrá reprimir lágrimas de envidia y de espanto.
—Acometer la creación de un ser así —murmuró lord Ewald, pensativo—, sería
tentar a Dios.
—Yo no os impongo que aceptéis —respondió en voz baja Edison.
—¿Le infiltraréis una inteligencia?
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—Una inteligencia, no; la INTELIGENCIA, SÍ.
Al oír aquella palabra titánica, lord Ewald quedó como petrificado ante el
inventor. Ambos se miraron en silencio.
La partida iba a jugarse y la apuesta era un alma.
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VI
¡Escelsior!
En mis manos los enfermos pueden perder la vida, pero nunca la esperanza.
EL DOCTOR REILH.
uerido genio —dijo el joven— estoy persuadido de vuestra buena fe, pero todo
Q cuanto decís no es más que un sueño, tan espantoso como irrealizable. Sin
embargo, la intención que os anima me llega al corazón y os quedo muy reconocido.
—Querido lord, sabéis que puede ser realizable, puesto que titubeáis.
Lord Ewald se enjugó la frente.
—Miss Alicia Clary no consentirá en prestarse a tamaña experiencia y yo no me
atrevo siquiera a proponérselo.
—Eso es lo que corre de mi cuenta en este asunto. La obra sería incompleta, es
decir, ABSURDA, si no se realizara con la ignorancia total de vuestra adorada miss
Alicia.
—¡Yo también cuento como algo en mi amor!
—Pero no sabéis hasta qué punto.
—¿Qué temibles sutilezas emplearéis para llegar a convencerme de la realidad de
esa Eva futura, en caso de éxito?
—Es una cuestión de impresión inmediata en que el razonamiento no figura sino
como un colaborador secundario. ¿Se razona alguna vez con el encanto que nos
ofrece una cosa? Además, las deducciones que he de serviros serán la exacta
expresión de lo que queréis ocultaros a vos mismo. Soy humano. Homo sum.
La obra se acabará mejor con su presencia.
—¿Podré discutir con usted en el curso de la explicación?
—Si ALGUNA de vuestras objeciones subsiste, desistiremos ambos de proseguir
más allá.
—Debo preveniros que mis ojos son, ¡ay!, demasiado perspicaces.
—¿Vuestros ojos? ¿Creéis ver distintamente esta gota de agua? Pues si la pusiera
entre dos láminas de cristal ante el reflector de este microscopio solar y si proyectara
su estricto reflejo en aquella pantalla de seda blanca donde apareció la encantadora
Alicia vuestros ojos desmentirían su primer criterio ante el íntimo espectáculo que les
revelara esta gota de agua. Si pensamos en todas las indefinidas y ocultas realidades
que encierra este glóbulo líquido, comprenderemos que la potencia de nuestro aparato
¡pobre muleta visual!, es insignificante, puesto que la diferencia entre lo que nos
muestra y lo que vemos sin su ayuda es casi inapreciable en relación con lo que
pudiera revelarnos. No olvidéis que no vemos de las cosas más que aquello que
sugieren a nuestros ojos; las concebimos por lo que nos dejan entrever de sus
entidades misteriosas; y no las poseemos sino en cuanto cada cual puede
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experimentarlas. El hombre, como una ardilla presuntuosa, se agita en la jaula de su
Yo sin poder evadirse de la ilusión a que le condenan sus falaces sentidos. Engañando
a los vuestros, Hadaly no hará ni más ni menos que miss Alicia.
—Señor hechicero —respondió lord Ewald— parece que me creéis capaz de
enamorarme de miss Hadaly.
—Temería semejante caso si fuerais un mortal como los otros, pero vuestras
confidencias me han tranquilizado. ¿No jurasteis, hace un momento, que se había
anulado en vos toda idea de posesión de la hermosa viviente? Amaréis a Hadaly
como solamente ella lo merece: cosa que está mejor que quedar enamorado.
—¿La amaré?
—¿Por qué no? ¿No va a encarnar para siempre en la única forma en que
concebís el amor? Y puesto que la carne no es nunca la misma, y apenas existe fuera
de la imaginación, carne por carne, la de la ciencia es bastante más… seria… que la
otra.
—No se ama más que a los seres animados.
—Pues eso.
—El alma es un arcano. ¿Animaría usted a su Hadaly?
—¿No se anima un proyectil con una velocidad X? También x es lo desconocido.
—¿Sabría ella quién es; lo que es, mejor dicho?
—¿Sabemos nosotros quiénes somos y lo que somos? ¿Vais a exigir de la copia lo
que Dios no ha requerido del original?
—Pregunto si esa criatura llegará a tener sentido de sí misma.
—Sin duda.
—¿Decís?…
—He dicho: «Sin duda», porque es cosa que depende de usted, y sólo de usted, el
que se cumpla esta fase del milagro.
—¿Depende de mí?
—¿Con quién podría contar más interesado que vos en este problema?
—Decidme, querido Edison, donde puedo ir a robar una chispa de ese fuego
sagrado que el alma del mundo enciende en nosotros. No me llamo Prometeo; soy
lord Celian Ewald, simple mortal.
—Todos nos llamamos Prometeo sin saberlo y pocos escapan al pico del buitre.
Una sola de aquellas llamas, todavía divinas, de vuestro ser, con las que quisisteis
animar a vuestra admirada joven, bastará para vivificar su sombra.
—Probádmelo.
—Ahora mismo. El ser que amáis en la mujer viva no es el que manifiestamente
aparece en esa pasajera humana; es el que solamente es real para vuestro deseo.
Amáis el ser que no existe en ella, en plena persuasión de su ausencia.
Cerráis los ojos, ahogáis el mentís de vuestra conciencia, voluntariamente, para
no reconocer en la querida algo que no sea el fantasma deseado. Su verdadera
personalidad es la ilusión suscitada en vuestro ser por el fulgor de su belleza. Todo
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vuestro esfuerzo tiende a VITALIZAR esta ilusión, a pesar de todo, en presencia de la
amada, prescindiendo del incesante desencanto que os produce la horrible y mortal
nulidad de Alicia.
No amáis más que esa sombra; por ella queréis morir. A ella sola concedéis
REALIDAD. Esa visión, objetivada por vuestro espíritu, que requerís, contempláis y
hacéis en la mujer viva no es más que vuestra alma desdoblada en ella. He ahí
vuestro amor. Es, como veis, un perpetuo y estéril ensayo de redención.
Los dos hombres guardaron algunos instantes un profundo silencio.
—Como queda probado —concluyó Edison— que vivís con una sombra a la que
prestáis calurosa y ficticiamente el ser, yo os propongo intentar la misma experiencia
con esta otra sombra, ése será el pacto. He aquí todo. El ser de la llamada Hadaly
depende de la libre voluntad del que OSE concebirlo. SUGERID EN ELLA VUESTRO SER.
Afirmad su existencia con viva fe, como afirmáis la realidad de las cosas
circundantes, tan relativas empero. Entonces veréis como la Alicia de vuestro afán se
realiza, se logra y ennoblece en esa sombra. Ensaye usted, si le queda alguna
esperanza. Después, apreciad concienzudamente si la auxiliadora criatura-fantasma
que os devuelva el deseo de la vida no es más digna de llamarse HUMANA que el
espectro-viviente cuya menguada realidad os ha conducido a apetecer la muerte.
Lord Ewald, reflexionaba taciturno.
—La deducción es, en efecto, especiosa y profunda, pero sospecho que me
encontraría siempre un tanto solo en compañía de vuestra Eva futura e inconsciente.
—Menos solo que con su modelo. Mas si tal cosa sucediera, sería por culpa de
usted y no de ella. Es necesario sentirse un verdadero dios para QUERER esa
realización.
Edison se detuvo un momento.
—No os dais cuenta —añadió— de la novedad de las impresiones que os
producirá la primera charla con el Andreida-Alicia paseando a vuestro lado y
quitándose el sol con la sombrilla con toda la gentileza de la viviente. ¿Sonreís?…
¿Creéis que por estar prevenidos vuestros sentidos descubrirán pronto el canje que
hago con la Naturaleza? Pues bien, ¿no tiene miss Alicia Clary algún galgo o
terranova favoritos? ¿Viajáis con algún perro escogido en vuestras jaurías?
—Llevamos a Dark, un galgo negro, muy fiel.
—Ese animal está dotado de tan agudo olfato, que las personas quedan retratadas
por sus olores en los centros nerviosos correspondientes a sus mucosas nasales.
Apostemos que si el perro, que reconocería a su dueña entre mil mujeres, fuera
conducido después de unos días de encierro ante Hadaly, quedaría engañado por el
fantasma con sólo olfatear sus ropas. Y si simultáneamente se le presentaran la
sombra y la realidad, ha de ladrar a ésta y sólo obedecerá a aquélla.
—No anticipéis tanto.
—Yo no prometo más que lo que cumplo. Esa experiencia ya se ha hecho con
éxito: es del dominio de la ciencia fisiológica. Si engaño los órganos delicadísimos de
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un animal, ¿cómo no he de retar la comprobación de los sentidos humanos?
Ante el ingenio del inventor, lord Ewald no pudo reprimir la sonrisa.
—Aunque Hadaly sea muy misteriosa, hay que abordarla sin ninguna exaltación;
al fin y al cabo, no ha de estar movida más que por la electricidad, que es lo que
anima también a su modelo.
—¿Cómo?
—Sí. ¿No habéis admirado nunca, en una tarde de tormenta, a una hermosa mujer
morena, al peinar sus cabellos ante un azulado espejo, en un aposento en sombras? Su
pelo chisporrotea y brilla bajo las púas del escarpidor de concha, en mágicas
apariciones, como millares de diamantes perdidos en las olas negras, de noche en el
mar. Hadaly os dará ese espectáculo si miss Alicia no os lo ha ofrecido. Las morenas
encierran mucha electricidad. ¿Aceptáis intentar esa ENCARNACIÓN? Hadaly, con esa
flor de luto, hecha de oro virgen y puro, os ofrece salvar algo de melancolía de
vuestro naufragio de amor.
Lord Ewald y Edison cambiaron una mirada. Permanecieron mudos y graves.
—Es la más aterradora de las proposiciones que se pueden dirigir a un
desesperado y, sin embargo, un gran esfuerzo he de hacer para tomarla en serio.
—Eso llegará con el tiempo. Hadaly se encargará de ello.
—Otro hombre, aunque no fuera más que por curiosidad, aceptaría en el acto
vuestra oferta.
—No la haría a todo el mundo. Si lego la fórmula a la humanidad, compadezco a
los réprobos que prostituyan el remedio.
—Ya en ese terreno las palabras suenan a sacrilegio. ¿Se puede todavía suspender
la ejecución?
—¡Oh, y aún después de terminar la obra! Podréis destruirla, ahogarla, si os
place.
Entonces ya será muy distinto.
—Yo no os impongo que aceptéis. Sufrís; os propongo un remedio. Éste es tan
eficaz como peligroso. Libre estáis para rehusar.
—¿Y respecto al peligro…?
—Si no fuera más que físico os diría: «Aceptad».
—¿Pondría en grave riesgo mi razón?
—Milord Ewald, sois el hombre de mejor alma que hay bajo la capa del cielo El
fulgor de la mala estrella os atrajo al mundo del amor; vuestro ensueño ha caído con
las alas rotas, al contacto de una mujer defraudara cuya incesante disonancia reaviva
el abrasador hastío que llegará a daros muerte. Sois uno de los últimos grandes tristes
que no se dignan sobrevivir a la prueba que soportan los que luchan contra la
enfermedad, la miseria o el amor. Tan profundo ha sido el dolor de la primera
decepción, que despreciáis a vuestros semejantes por resignarse a vivir bajo la férula
de tales destinos. El desánimo ha extendido su sudario sobre vuestros pensamientos y,
hoy, ese frío consejero de la muerte voluntaria pronuncia, a vuestro oído, la palabra
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que persuade. Estáis en lo peor. Como me habéis declarado, es una cuestión de horas;
el término de vuestra crisis es indudable: la muerte. Su inminencia se advierte en toda
vuestra persona.
Lord Ewald sacudió con el meñique la ceniza del habano.
—Vuelvo a ofreceros la vida. No sé a cambio de qué. ¿Quién podría evaluarlo? El
Ideal os ha defraudado. La Verdad extinguió vuestro deseo sensual, que se ha arrecido
ante la mujer amada. ¡Adiós, presunta Realidad, vieja engañadora! Os brindo lo
ARTIFICIAL y sus incitaciones desconocidas. El peligro reside en quedar dominado por
ellas… Querido lord, nosotros dos repetimos el eterno símbolo: usted, representa la
humanidad y su paraíso perdido; yo, la ciencia omnipotente de maravillas y recursos.
—Escoged por mí —dijo tranquilamente lord Ewald.
—Es imposible, milord.
—En mi lugar, ¿se arriesgaría usted en esa inaudita, absurda y turbadora
experiencia con una Eva futura?
Edison miró al joven con su fijeza habitual, agravada por el pensamiento
disimulado. Dijo:
—Tendría motivos de índole personal para decidir la opción por mí mismo sin
pretender que nadie se rigiera por mi albedrío.
—¿Qué escogeríais?
—Forzado a la disyuntiva, aceptaría la solución menos peligrosa, para mí.
—¿Cuál?
—Milord, ¿no dudáis de mi sagrado apego, de la amistad profunda y tierna que os
profeso? Pues bien, con el corazón en la mano…
—¿Por qué optaríais?
—Entre la muerte y esa tentativa…
—¿Qué haríais entre Alicia Clary y esta Eva futura?
Terrible, el gran inventor pronunció su sentencia, inclinándose.
—Suicidarme.
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VII
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cumplir con mi palabra.
—Concedido, pero ni uno más —dijo el joven con el tono de un inglés que afirma
y no ha de volverse atrás.
Edison miró las agujas del reloj eléctrico.
—Si no os devuelvo a la vida, yo mismo os daré la pistola el día fijado a las
nueve de la noche. A menos que prefiera usted el rayo, nuestro querido prisionero,
que presenta la ventaja de no fallar nunca.
Luego añadió, dirigiéndose al teléfono.
—Como vamos a emprender un arriesgado viaje, permitidme que dé unos besos a
mis hijos, pues los hijos son algo.
Al oír aquello el joven lord se estremeció. Edison tomó un aparato y gritó dos
nombres. En el extremo del parque sonó una campana, respuesta que llegaba
amortiguada por el viento y las cortinas.
—Many thousand kisses —pronunció paternalmente Edison en la bocina del
instrumento.
Entonces sucedió algo milagroso.
Gracias a un giro de conmutador, alrededor de los dos perseguidores de lo
desconocido, aventureros de las sombras, estalló desde las lámparas, un alborozo, una
lluvia de besos infantiles y encantadores que sonaban con tonos ingenuos.
—¡Toma, papá! ¡Toma, toma! ¡Más, más todavía…!
Edison pegó el auricular a su mejilla para recibir los besos dulces.
Después dijo al lord.
—Estoy dispuesto a empezar.
—Quedaos, Edison —dijo tristemente lord Ewald, es mejor que afronte solo…
—Partamos —dijo el electrólogo con una llamarada genial e infalible en los ojos.
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VIII
Compás de espera
PASCAL.
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Dejó caer el abrigo de pieles en un sillón cercano, se sentó, puso los codos en el
tablero de una vieja pila de Volta y, cruzando las piernas, esperó a que el joven
hablara.
Lord Ewald, imitándole, dijo:
—¿Por qué me interrogáis tan detenidamente acerca del carácter intelectual de
nuestro ejemplar femenino?
—Quería saber en qué aspecto concebíais la inteligencia. Es mucho menos difícil
la reproducción física, pues en ésta, todo depende de dotar a Hadaly de la paradójica
belleza de la viva, que el hacer una Andreida que nunca os haya de defraudar
espiritualmente. Y si esto no se consiguiera, no valía la pena de cambiar.
—¿Cómo vais a obtener de Alicia que se preste a esa experiencia?
—En poco tiempo, esta noche, al cenar, asumo el persuadirla a este respecto.
Estoy dispuesto a emplear, para convencerla, la sugestión incluso. Pero bastará el
procedimiento persuasivo. Después tendrán lugar unas cuantas sesiones ante una
figura de barro con la que le daremos el cambiazo. No verá a Hadaly. No podrá
sospechar nuestra obra.
Ahora, como Hadaly abandona esa atmósfera casi sobrenatural donde se realiza la
ficción de su entidad para incorporarse en una forma humana, es indispensable que
esta Valkiria de la Ciencia adopte los vestidos, las costumbres y las modas de nuestra
época.
Durante las sesiones antedichas, unas cuantas costureras, modistas, camiseras,
etc., tomarán nota y medida de todos los atavíos y ropas de miss Alicia Clary sin que
ésta se dé cuenta de la cesión que hace de su guardarropa a su fiel y exacto extipo.
Cuando todas las obreras hayan tomado las necesarias medidas, podréis aumentar el
equipo en cuantas prendas queráis, sin necesidad de prueba.
La Andreida usará los mismos perfumes que su modelo y tendrá idéntico olor
natural.
—¿Y cómo viaja?
—Como cualquier mujer. Miss Hadaly será irreprochable en viaje con tal de ser
advertida previamente. Un poco soñolienta y taciturna, no hablará más que de tarde
en tarde y muy bajito. Esta limitación no hace necesario que cubra su cara con el
velo, y como siempre viajáis solos se encontrará a recaudo de observaciones
indiscretas.
—Pero puede presentarse una circunstancia en que le sea dirigida la palabra…
—Contestaréis por ella, alegando que es extranjera y no conoce el idioma propio
del país. Con ello solucionáis el incidente. Empero, a bordo, como el equilibrio aun
para nosotros es difícil de guardar, miss Hadaly no soporta las largas travesías. Libre
estáis de verla en tan triste estado como quedan las otras, tendidas en sus hamacas y
molestas por las ridículas crisis drásticas. Exenta de indisposiciones, y no queriendo
humillar los órganos asaz defectuosos de sus compañeras de viaje, navega como una
muerta.
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—¿En un ataúd? —preguntó lord Ewald sorprendido.
Edison inclinó la cabeza con ademán afirmativo.
—Pero no envuelta en un sudario… —objetó el joven.
—Viviente obra de arte que nunca fue envuelta en mantillas ni en ropa blanca,
¿para qué querría el sudario la Andreida posee entre otros tesoros un gran féretro de
ébano forrado de satén negro? El interior de este simbólico estuche es el molde de la
forma femenina que ha de alcanzar aquélla. Las tapas se abren mediante una llavecita
de oro en forma de estrella. La cerradura está debajo del almohadón de la durmiente.
Hadaly sabe entrar sola en él, desnuda o vestida, tenderse y sujetarse con vendas
de batista sólidamente atadas en el interior, para que las paredes de la caja no rocen
tan siquiera sus hombros. Su semblante queda velado. La cabeza permanece apoyada
en su cabellera sobre un cojín, retenida por un ferroñé. De no percibirse su
respiración rítmica y plácida, los ojos la tomarían por miss Alicia, muerta en la
misma mañana.
En las tapas de esta prisión hay una lámina de plata en donde se lee el nombre de
Hadaly (IDEAL) en letras iranias. Sobre él, grabareis vuestros escudos para consagrar
su cautiverio.
El bello ataúd deberá introducirse en una caja de alcanforero forrada de algodón,
de forma cuadrada, para evitar cualquier extrañeza. El estuche de vuestro ensueño
estará terminado dentro de tres semanas. Cuando volváis a Londres, una entrevista
con el director de las aduanas del Támesis será suficiente para obtener la franquicia
del misterioso bulto.
Cuando os separéis de miss Alicia Clary, en vuestro castillo de Athelwold podréis
despertar su sombra… celeste.
—¿En mi mansión? Sí, en efecto allí es posible —murmuró lord Ewald como si
hablara consigo mismo, extraviado en una terrible melancolía.
—Solamente allí, en el brumoso dominio, rodeado de pinares, de lagos y de rocas,
podréis con toda garantía abrir la cárcel de Hadaly. ¿Poseéis en vuestro castillo algún
salón vasto y espléndido con muebles de la época de la reina Isabel?
—Sí —respondió lord Ewald con sonrisa triste—. Tuve el capricho, hace años, de
embellecer mi morada con maravillosos objetos de arte y ricos adornos. El viejo
salón alude de continuo al pasado. La única ventana de vidrieras, bajo los arambeles
sembrados de flores de oro viejo, se abre en un balcón de hierro cuya balaustrada
todavía bruñida, es del tiempo de Ricardo II. Descienden las gradas verdinosas de
musgo hasta el viejo parque de extraviadas y salvajes avenidas que van a perderse en
la umbría de los encinares. Había ofrendado mi mansión a la que había de ser mi
compañera, caso de encontrarla.
Después de un pequeño temblor, lord Ewald prosiguió:
—Pues bien, sea como queréis. Intentaré lo imposible, llevando conmigo esa
ilusoria aparición, esa promesa galvanizada; y ya que no amo ni puedo desear ni
poseer a la otra —¡oh, fantasma!— aspiro a que esa nueva forma llegue a ser el
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abismo donde mis ensueños encuentren una consolación vertiginosa.
—El mejor medio en que puede vivir el Andreida es un castillo como el vuestro.
Aunque soy muy poco soñador, por naturaleza, me asocio a la audacia de vuestra
fantasía, que además respeto como cosa sagrada. Allí, Hadaly vivirá como
sonámbula, errante en las márgenes de los lagos o en las campiñas desnudas. Bajo el
mocho torreón donde los esperan los viejos servidores, los libros, los instrumentos de
música, los arreos de caza, la recién llegada será recibida en dueña por los seres y las
cosas. Le harán una aureola la consideración y, sobre todo, el silencio. Daréis orden a
vuestros criados de que ninguno le dirija la palabra, y, si fuera menester legitimar su
mutismo, alegaréis que el haberla sacado de un grave peligro le hizo hacer voto de no
hablar más que a su salvador. La voz amada, en sus cantos inmortales, ha de hender
allí la majestad de las noches de otoño, entre las quejas del viento, acompañada por
un órgano o un potente piano de América. Sus acentos aumentarán el encanto de los
crepúsculos estivales, y en la hermosura de la aurora han de surgir hermanados con el
concierto de las aves. El trascol de su vestido dejará un rastro de leyenda cuando la
hayan visto hollar el césped del parque a la luz del sol o a la claridad nocturna.
¡Espantoso espectáculo para quien no sepa el secreto! Algún día iré a visitaros en
vuestra soledad, donde retaréis perpetuamente los dos últimos peligros: la demencia y
Dios.
—Seréis el único huésped que reciba —respondió lord Ewald—; más, ya que
hemos establecido la previa posibilidad de vuestra proposición, veamos si es factible
en sí el prodigio y de qué medios os valdréis para realizarlo.
—Os prevengo —dijo Edison— que todos los arcanos del fantoche, al
conocerlos, no os revelarán el misterio del fantasma, como el esqueleto de miss Alicia
Clary no os explica por qué su mecanismo mueve armónicamente la belleza de donde
proviene vuestro amor.
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IX
Chanzas ambiguas
Adivina, o te devoro.
LA ESFINGE.
oda llama necesita una mecha —prosiguió el electrólogo— y por muy tosco que
T parezca semejante procedimiento, ¿no nos resulta admirable cuando la luz se
produce? Aquel que, de antemano, dudase de la posibilidad de la luz y se
escandalizara ante ese medio de iluminación, sin intentar siquiera probarlo, ¿sería
digno de ver sus efectos? No hablaremos solamente respecto a Hadaly de lo que
llaman los médicos la máquina humana. Si conocierais el encanto del Andreida
lograda como conocéis el de su modelo, ninguna explicación, por íntima que fuera,
os impediría seguir fascinado por él. No habría merma en vuestro cariño, si asistierais
a la disección de la bella viviente, si tornaba a su primitivo estado y aparecía luego tal
cual es.
El mecanismo eléctrico de Hadaly no es ella, como la osamenta de vuestra amada
no es precisamente su persona. Lo que se ama en una mujer no es ni una articulación,
ni un nervio, ni un músculo; es el conjunto de su ser animado por el fluido orgánico;
es la mirada de unos ojos que transfiguran el conglomerado de metaloides y metales
fundidos y combinados en sus carnes. El misterio de mi imitación reside en la unidad.
No olvidemos, querido lord, que vamos a departir sobre un proceso vital tan irrisorio
como el nuestro y que no es chocante sino por su novedad.
—Bien —dijo lord Ewald—. Empiezo pues, primeramente, ¿qué objeto tiene esa
armadura?
—¿La armadura? Os lo he insinuado: es la armazón plástica sobre la que se ha de
sobreponer, penetrante y penetrada de fluido eléctrico, la encarnación total de vuestra
deseada compañera. Mantiene en su interior el organismo común a todas las mujeres.
Efectuaremos su detenido estudio sobre Hadaly misma, que quedará divertida y
encantada por dejar entrever los secretos de su luminosa personalidad.
—¿Habla siempre el Andreida con la voz que he escuchado?
—¿Sois capaz de dirigirme semejante pregunta? Jamás. ¿Creéis que no ha
cambiado la voz de miss Alicia? La de Hadaly que oísteis, es su voz pueril, espiritual,
sonámbula, pero no femenina. Tendrá la misma voz de miss Alicia Clary, como ha de
tener todo lo demás. La palabra y los cantos de la Andreida serán para siempre
aquellos que le dicte, inconscientemente, sin verla, vuestra deliciosa amiga; la voz de
ésta con su acento, timbre y entonaciones, será inscrita en las láminas de dos
fonógrafos de oro, perfeccionados a maravilla y de una fidelidad de sonido
verdaderamente… intelectual. Esos dos fonógrafos serán los pulmones de Hadaly,
iniciados en su movimiento por una chispa, gemela de la chispa de la vida que puso
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en función a los nuestros. También debo advertiros que estos cantos inauditos,
escenas extraordinarias y palabras desconocidas que haya proferido la cantante, y
hayan sido posteriormente reproducidos por la Andreida fantasma, constituyen el
prodigio, al mismo tiempo que el oculto peligro, de que os hablaba.
Volvió a estremecerse lord Ewald. No preveía aquella explicación de la voz
original del bello fantasma. Había dudado. La sencillez de la solución le apagó la
sonrisa. La oscura posibilidad —turbia todavía, pero posibilidad al fin— del milagro
total, surgió clara y distintamente.
Decidido a proseguir hasta el punto en que el inventor flaqueara, arguyó:
—¿Decís que son dos fonógrafos de oro? Indudablemente, es más hermoso que
los pulmones naturales. ¿Habéis pospuesto la vida al oro?
—Al oro virgen. Es el metal que nunca se oxida y tiene la ventaja de su sonoridad
sensible, exquisita y mujeril. Os participo que para construir mi Andreida me he visto
obligado a recurrir a las sustancias más raras y preciosas. ¿Cabe mayor elogio para el
sexo sublime? Sin embargo, he tenido que emplear el hierro para las articulaciones.
—¡Ah! ¿Habéis empleado ese metal para las coyunturas?
—¿Por qué no? ¿No figura entre los elementos constitutivos de nuestra sangre y
de nuestro cuerpo? Los doctores lo prescriben con frecuencia. Era indispensable no
prescindir de él, pues Hadaly, entonces no sería completamente humana.
—¿Por qué le habéis reservado para las articulaciones?
—Toda articulación se compone de una parte que encaja en otra; en el cuerpo de
Hadaly cada una de las partes que ajustan es un imán, y a causa de la atracción
superior que sufre el hierro, he debido construir en acero las cabezas de los huesos
encajados.
—Pero ¿el acero no se oxida? ¿No se enmohecerá la articulación?
—Eso no le ocurre más que a las muestras. Tengo sobre aquel estante un frasco
con tapón esmerilado, lleno de aceite de rosas al ámbar, que ha de ser la sinovia
deseada.
—¿Aceite de rosas?
—Está preparado de manera que no se evapora. Todos los perfumes son del
dominio femenino. Una vez al mes le daréis una cucharadita de ese bálsamo cuando
parezca dormitar (como si fuese una enferma). Ya veis, es la humanidad misma. El
aceite se extenderá por el organismo magneto metálico de Hadaly. Con ese frasco
tendréis para más de un siglo; creo que no habrá lugar de renovar la provisión.
El electricista acababa la broma con un matiz ligeramente siniestro.
—¿Respira? —preguntó el joven.
—Sí, pero sin consumir oxígeno. ¿No es una máquina de vapor como nosotros?
Hadaly aspira y respira el aire gracias al movimiento automático e indiferente de su
pecho que palpita como el de una mujer ideal en perfecto y constante estado de salud.
El aire hace titilar las ventanas de su nariz y al pasar por sus labios se vuelve tibio por
la electricidad y perfumado por el ámbar y las rosas.
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La actitud más natural de la futura Alicia (hablo de la real, no de la viviente) será
estar sentada, un codo apoyado y una mejilla en la mano, o tendida en una dormilona
o cama. Así permanecerá sin más movimiento que su respiración.
Para volverla a su enigmática existencia, bastará tomarle la mano y suscitar la
acción de cualquiera de sus anillos.
—¿Sus sortijas?
—Sí, preferentemente la del índice. Es su anillo nupcial.
Edison señaló la mesa de ébano:
—¿Sabéis por qué esa mano sorprendente ha correspondido a vuestra presión?
—No.
—Al apretarla habéis excitado una sortija como las que Hadaly tiene cubiertas las
falanges. Todas las piedras que adornan sus anillos son sensibles.
No necesitaréis hacer solicitación alguna para gozar de las escenas extraterrestres,
de las confidencias y sensaciones vertiginosas, puesto que ha de llevar inscritas en su
forma las horas completas que constituyan su personalidad.
Si no pretendéis evocar esas horas sublimes, si tan solo es vuestro afán
preguntarle algo baladí, no tenéis más que rozar la simpática amatista del índice
diciéndole: «Venid, Hadaly». Acudirá más solícita que la viviente. La presión de la
sortija ha de ser vaga y natural, como cuando oprimís con ternura la mano de miss
Alicia.
Hadaly andará por medio del contacto con el rubí que lleva en el dedo corazón; se
colgará de vuestro brazo, lánguidamente, como lo hace su modelo. No debe
escandalizaros que sus sortijas hagan tantas concesiones a su mecanismo humano.
Pensad qué súplicas más humillantes tiene que hacer todo galán para lograr un breve
lapso de amor; haced memoria de los ruegos de un Don Juan para llevar a la más
reacia y zahareña a un simulacro de obediencia… También tienen sus sortijas las
vivientes.
Por el influjo persuasivo de la turquesa del dedo anular, se sienta. Usa un collar
de perlas del cual cada cuenta tiene una comunicación oculta. Un explícito grimorio
manuscrito os revelará los hábitos de su carácter. La fuerza de la costumbre hará que
os parezca natural su utilización, tanto más necesaria cuanto más compleja sea la
personalidad femenina.
Edison, al enunciar estos secretos, permanecía imperturbable. Añadió:
—Respecto de su alimentación…
—¿Cómo; también?
—Parece sorprenderos. ¿Dejaríais morir de inanición a tan amable criatura? Sería
peor que un homicidio.
—¿Cuál es su alimentación, querido hechicero? Confieso que este punto excede a
cuanto pudo soñar mi fantasía.
—Hadaly toma alimento dos o tres veces por semana, en forma de pastillas o
tabloides. Tengo buen acopio de ellas en aquella arca antigua. Para que las ingiera no
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se precisa más que ponerlas a su alcance, sobre una consola, en un cestillo, e
indicárselas rozando su collar de perlas. Las asimila muy bien.
Es una niña en todo cuanto se refiere a las cosas terrenas. Hay que enseñarle poco
a poco las más fundamentales prácticas. Todos empezamos igual. Ella pierde
memoria a veces de lo que ha aprendido. ¡Como nosotros, que olvidamos… hasta
nuestra salvación!
Bebe en una delgada copa de jaspe, hecha expresamente para ella, con un gesto
exactamente igual al de su modelo. Deberéis llenar la copa de agua filtrada al carbón
y en ella disolveréis algunas sales cuyas fórmulas figuran en el manuscrito. Las
pastillas o tabletas son de zinc, de bicromato potásico y de peróxido de plomo. ¡No os
asustéis; hoy tomamos todos tantas cosas sustraídas a la Química! No pasa de ese
régimen. Es muy sobria y no se excede por gula en las tomas. Su templanza es
ejemplar. Si no encuentra a mano su sustento cuando le apetece, se desmaya o muere.
—¿Muere?
—Sí, para proporcionar a su elegido el placer divino de resucitarla.
—¡Delicada atención!
—Cuando la veáis inmóvil y con los ojos cerrados, dadle un poco de agua clara,
unas pastillas y presto volverá en sí. Caso de que estuviese tan desmayada que no
pudiera tomarlas, hay que poner la turmalina de su dedo medio en comunicación con
una pila farádica. En cuanto abre los ojos, pide agua pura. Para evitar la acritud del
líquido es conveniente saturarle de algunos reactivos cuya fórmula y dosificación
encontraréis en el manuscrito. Colocado el hilo inductor sobre el diamante negro del
meñique se produce una corriente capaz de poner al rojo blanco una varilla de
platino. El cristal común puede, sin romperse, sufrir la temperatura del plomo líquido;
el que yo fabrico soporta la del platino en fusión aun en espesores mucho más
pequeños que el del recipiente situado entre los pulmones de la Andreida. El número
de calorías enviadas sobre las paredes de ese recipiente cristalino hace subir la
temperatura a más de 400º. El agua esterilizada se vaporiza. Los reactivos obran
sobre las partículas atómicas de los metaloides en suspensión; los disuelven y
precipitan luego en polvo blanco e impalpable. Hadaly empieza a exhalar por sus
labios un humo blancuzco e irisado que no tiene otro olor que el de la esencia de
rosas por que se filtra. En seis segundos, el cristal interior vuelve a estar claro y
limpio. Por medio de otra copa de agua, rigurosamente pura y varias pastillas, Hadaly
vuelve a la vida, dispuesta a obedecer a sus sortijas y a sus perlas como nosotros a
nuestros deseos.
—Lo que menos me agrada es que eche esas bocanadas de humo…
—Igual hacemos nosotros continuamente —respondió Edison indicando los puros
encendidos—. Sabed que en su boca no queda vestigio alguno del polvo metálico ni
de humo. El fluido todo lo consume y disipa. También tiene su narguilé si pretendéis
justificar…
—He advertido que lleva un puñal…
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—Nadie sabe esquivar los golpes de esa arma, que son inevitablemente mortales.
Sirve para que Hadaly se defienda de cualquier visitante que intentara, en ausencia de
usted, abusar de su aparente letargo. No perdona la más leve ofensa. Reconoce tan
sólo a su elegido.
—¿Posee la facultad de ver?
—¡Quién sabe! ¿Vemos nosotros? Ella adivina y lo prueba. Os repito que Hadaly
es una niña temible que, ajena a la muerte, puede darla fácilmente.
—¿No podrá cualquiera arrebatarle el arma?
—Dudo que lo hagan no sólo los Hércules de la tierra, sino la fauna de los aires,
de los bosques y del mar.
—¿Tanto poder tiene?
—En su empuñadura se almacena una potencia fulminante de las más temibles…
Un ópalo imperceptible Situado en el meñique izquierdo hace que se cierre un
circuito, poniendo la hoja del puñal en relación con una fortísima corriente. La chispa
que se produce mide unos tres decímetros: un verdadero rayo. Cualquier atrevido que
pretendiera robar un beso a esta bella durmiente rodaría, fulminado, carbonizado por
un trueno silencioso, a los pies de Hadaly, sin haber logrado tocar su vestido. Es una
amiga muy fiel, como veis.
Lord Ewald murmuró impasible:
—El beso del galán haría de… interruptor.
—El brillo de esta varilla neutraliza la corriente del ópalo y hace inofensivo el
puñal. Es de vidrio templado, duro como un metal, cuya fórmula, perdida en tiempos
de Nerón, ha sido hallada por mí.
Al decir esto, Edison golpeó la mesa de ébano con la varilla brillante. El junco de
vidrio de Batavia resonó doblándose, pero no se rompió.
Hubo una pausa.
—¿Se baña esta Eva futura? —preguntó lord Ewald.
—Todos los días, naturalmente —respondió el ingeniero, extrañado de la
pregunta.
—¿Y cómo procede?
—Usted sabe que todas las pruebas fotocrómicas deben permanecer, cuando
menos, algunas horas en agua. La acción fotocrómica en este problema es indeleble y
queda fija en la Epidermis por un baño de flúor en forma de un esmalte definitivo e
imperecedero que la impermeabiliza. En su pecho, a la izquierda del triple collar, hay
una bolita de mármol rosa que origina una interposición interior de los vidrios, cuya
adherencia hermética impide que el agua penetre en el organismo de la náyade.
También encontraréis en el manuscrito la lista de los perfumes que usa para el baño
esa semiviviente. He de grabar, asimismo, en el cilindro de los movimientos, la
costumbre de recogerse la cabellera al salir del baño, peculiar en vuestra amada.
Hadaly, con su fidelidad ordinaria, la reproducirá… exactamente.
—¿Qué es el cilindro de los movimientos? —preguntó lord Ewald.
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—Pronto os lo enseñaré. Os lo explicaré cuando le tengamos a la vista. En
conclusión, ya veis que Hadaly es una sublime máquina de ensueño, casi una criatura:
una similitud deslumbradora. El único defecto que he dejado a Hadaly (y se le puede
extirpar) es el de que haya en ella la personalidad de varias mujeres. Si no se lo he
quitado ha sido por cortesía hacia la humanidad. Es multiforme como el mundo de los
sueños… El tipo supremo que domina todas esas apariencias es Hadaly, la perfecta, la
única. Los otros modos espirituales son representados por ella; es una prodigiosa
comedianta de talento más homogéneo, más infalible y más serio que miss Alicia
Clary.
—Sin embargo, no es un ser —dijo lord Ewald tristemente.
—¡Oh, los más poderosos espíritus se han devanado el magín para precisar la idea
del Ser en sí! Hegel, en su prodigioso proceso antinómico, demostró que en la idea
pura del ser, la diferencia entre éste y la nada era una mera opinión. Yo os prometo
que Hadaly, por sí sola, resolverá el problema de su ser cumplidamente.
—¿Con palabras?
—Con palabras.
—Pero, no teniendo alma, ¿podrá tener conciencia de sí misma?
—Perdonadme, ¿no era precisamente eso lo que deseabais cuando pedíais que os
separaran AQUELLA ALMA, DE AQUEL CUERPO? Habéis requerido un fantasma idéntico
a vuestra adorado, SALVO en la conciencia que os defraudaba y afligía. Hadaly se
presenta a ese llamamiento. He ahí todo.
Lord Ewald se quedó grave y pensativo.
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X
LA BRUYÉRE.
o creáis —añadió Edison— que pierde Hadaly nada por quedar privada de una
N conciencia como la de su modelo. Gana mucho, por el contrario. ¿No os parece
la conciencia de miss Alicia Clary, una superfetación deplorable, la mancilla original
de su cuerpo? Además, la conciencia de una mundana… Esa idea fue capaz de hacer
vacilar a un Concilio. La mujer no discierne más que obedeciendo a sus veleidades y
se conforma con los juicios del más simpático o del último que llega. Puede casarse
diez veces, y ser sincera y diferente las diez veces. ¿Cómo se manifiesta la
conciencia? ¿No es un don que se traduce primeramente por una marcada aptitud para
la amistad intelectual? En tiempo de las antiguas repúblicas ningún mancebo de
veinte años podría confesar que carecía de un amigo, de otro yo, sin ser reputado de
infame y de hombre sin conciencia. Muchos ejemplos hay en la historia de amigos
verdaderos: Damon y Pitias, Pílades y Orestes, Aquiles y Patroclo. ¡Citadme un par
de amigas en la historia de la humanidad! Es imposible. La mujer se reconoce
enseguida y demasiado en su semejante para quedar alguna vez engañada. Fijaos en
la mirada que echa una elegante a otras al volverse a contemplar sus atavíos y
quedaréis plenamente persuadidos.
Desde el punto de vista pasional, en la mujer, una vanidad anula y vicia los más
generosos móviles, y ser amada no es para ella más que una ofrenda secundaria: Lo
que quiere es ser preferida. He ahí la palabra única de esa esfinge. Salvo raras
excepciones, todas las bellas civilizadas desprecian al hombre que las ama por ser
culpable del crimen de no poderlas comparar con otras. El amor moderno, de no ser,
según pretende la actual fisiología, una cuestión de mucosas, es, desde el plano de las
ciencias físicas, un problema de equilibrio entre un imán y una electricidad. Luego, la
conciencia, aunque no sea extraña al fenómeno, no es indispensable más que en uno
de los dos polos; axioma demostrado cotidianamente por mil hechos.
Edison se interrumpió riendo:
—Todo cuanto digo es un poco impertinente para muchas mujeres.
Afortunadamente estamos solos.
Lord Ewald objetó:
—A pesar de mi acongojado y funesto amor, me parece que habláis de la mujer
con excesiva severidad.
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XI
Palabras caballerosas
Consolatrix afflictorum.
LETANÍAS CRISTIANAS.
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XII
PTOLOMEO HEFESTIÓN.
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Sobre todo, cuando el dragón de un descubrimiento roza mi espíritu con su ala
invisible… Voy allí a soñar; a que ella sola me oiga y me conteste en voz baja.
Después, vuelvo a la tierra con el problema resuelto. Es mi ninfa Egeria.
Dijo esto con acento jocoso, mientras hacía girar una llave. Brotó una chispa. El
muro se volvió a abrir mágicamente. El inventor añadió:
—Bajemos. Para llegar hasta el Ideal hay que pasar por el reino de los topos.
Después indicó con la mano las cortinas y dijo con un grave y ligero saludo:
—Pasad primero, querido lord.
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Libro tercero
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I
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II
Encantamiento
FLAUBERT. SALAMMBÓ.
ord Ewald avanzó pisando las pieles leonadas que cubrían el suelo y se paró a
L contemplar la desconocida mansión. Estaba ésta alumbrada en todo su extenso
círculo por una luz azul pálida.
Unas enormes y distantes pilastras sostenían la bóveda de basalto formando dos
galerías a derecha e izquierda hasta el hemiciclo de la sala. En su decorado se
remozaba el gusto sirio. Los fustes parecían gavillas gruesas y prometedoras,
enlazadas por alboholes de plata en azulados fondos. Desde el centro de la bóveda, en
el extremo de una antena de oro, lucía una lámpara potente, un astro cuyo fulgor
eléctrico se amortiguaba con un globo cerúleo. Aquella bóveda cóncava, de altura
prodigiosa, estaba pintada de negro y coronaba con una espesa y tenebrosa oscuridad
el resplandor de la artificial estrella fija; era la imagen del Cielo, tal y como aparece
fuera de toda atmósfera planetaria: negra y sombría.
Frente a la puerta, el fondo del salón formaba un medio punto adornado de
fastuosos y floridos arriates; la caricia de un imaginario céfiro hacía ondular millares
de rosas de Oriente, bejucos, flores de las islas, con los pétalos ungidos de un rocío de
perfumes y las hojas engastadas en leves telas. Deslumbraba el prestigio de aquél
Niágara de los colores. Bandadas de aves de las Floridas y del sur de la Unión
acariciaban aquella flora artificial, tendiendo el vuelo desde las cornisas de los muros
circulares hasta una fontana de alabastro en que un esbelto surtidor se deshacía en
aguanieve sobre los macizos.
Desde la puerta hasta el lugar en que empezaban los declives floridos, los muros
de basalto estaban cubiertos de arriba a abajo de cuero de Córdoba con dibujos de
oro.
Cerca de un pilar, Hadaly, de pie, oculta por su velo, permanecía reclinada en un
piano negro, cuyas bujías estaban ardiendo.
Dirigió a lord Ewald un ligero saludo, lleno de gracia juvenil.
En uno de sus hombros, un ave del Paraíso perfectamente imitada agitaba su
cresta de piedras preciosas. Con una voz de paje, el ave parecía hablar con Hadaly en
un idioma desconocido.
Bajó la lámpara de plata, una gran mesa de duro pórfido se bebía la luz de
aquélla. En uno de sus extremos había un cojín de seda semejante al que, allá arriba,
soportaba el brazo maravilloso. Un estuche abierto dejaba ver unos instrumentos de
cristal sobre una cercana mesa de marfil.
En un rincón, un brasero de llama artificial daba calor a la estancia y reproducía
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sus luces en los espejos de plata.
No había más muebles que un diván de raso negro, un velador entre dos sillones,
en la pared, a la altura de la lámpara, un gran marco de ébano; tenso en él, un lienzo
blanco, y, encima, una rosa de oro.
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III
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Lord Ewald, ante lo inesperado de la audición quedó preso de una terrible
sorpresa.
Entonces en las escarpas floridas, se inició una greguería sabática e infernal,
absurda en tal grado que producía el vértigo.
De las gargantas de las aves salían desagradables voces de visitantes anónimos,
gritos de admiración, preguntas comunes e impertinentes, estruendo de aplausos,
rumor de pañuelos agitados y ofertas de dinero.
Hadaly hizo una señal. Al instante cesó aquella reproducción de la gloria.
Lord Ewald, sin decir nada, volvió a clavar los ojos en la Andreida.
De pronto, se oyó en la sombra la voz pura de un ruiseñor. Todas las aves
callaron, como callan las del bosque cuando trina el príncipe de la noche. Aquello
parecía cosa de encantamiento. ¿Cómo podía cantar el ave frenética bajo la tierra?
Sin duda, el gran velo negro de Hadaly le recordaba la noche, y la lámpara, la luna.
El fluir de la deliciosa melodía se terminó con una lluvia de notas melancólicas.
Aquella voz, hija de la naturaleza, que recordaba las selvas, el cielo y la inmensidad,
parecía ajena e inadecuada a aquel sitio.
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IV
Dios
MALEBRANCHE.
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—Morir, no. No ha muerto del todo puesto que he imprimido y revelado su alma.
Le evoco con el concurso de la electricidad. Es espiritismo serio. ¿No es cierto?
—Como en este punto todo el fluido se convierte en energía térmica, podéis
encender vuestro cigarro en la inofensiva ignición de los estambres de esta flor
olorosa donde canta melodiosamente el alma de esa ave. ¡Encended vuestro habano
en el espíritu del ruiseñor!
El electrólogo se apartó para meter diversos botones de cristal numerados y juntos
en un bastidor empotrado en la pared.
Lord Ewald permaneció entristecido, desconcertado por la explicación y opreso el
corazón por una congoja inexpresable. Sintió que le rozaban el hombro. Al volver el
rostro reconoció a Hadaly.
Ésta le dijo con voz tan triste que se hacía tremenda:
—Lo que ha sucedido es que… Dios se ha retirado del canto.
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V
Electricidad
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mecánicos huéspedes le esclareciera algún nuevo aspecto del enigma, se sentó en un
taburete de marfil.
Hadaly volvió a reclinarse en el piano negro.
—¿Veis aquel cisne? —dijo Edison—. Guarda en sí la voz de la Alboni. He
impresionado en Europa la plegaria de Norma «Casta diva» que cantaba la gran
artista. ¡Lástima es no haber vivido en tiempos de la Malibran!
Los timbres vibrantes de estos volátiles están tan escrupulosamente montados
como los cronómetros de Ginebra. El fluido que corre a través de estos manojos de
flores los pone en movimiento. En sus mínimos volúmenes encierran una sonoridad
enorme que se multiplica con el micrófono. Esta ave del Paraíso podría, con tanta
inteligencia como el grupo de cantantes que están prisioneros en él, dar una audición
del Fausto de Berlioz, con orquesta, coros, cuartetos, bis, solos, aplausos, llamadas y
comentarios vagos e indistintos de la multitud. Para lograr la intensidad de su
conjunto bastaría el contacto imperfecto del micrófono.
Se puede gozar de esa audición en viaje, en una habitación de hotel, poniendo el
ave en una mesa y el micrófono junto al oído, sin sobresaltar con estruendos a los
vecinos. Por ese pico color de rosa llegará a vuestros oídos la confusa greguería de
una sala de ópera.
Este pájaro-mosca os recitará el Hamlet de Shakespeare, íntegro y sin ayuda de
apuntador, con las inflexiones de los más reputados actores.
Estas aves, entre las que sólo al ruiseñor he dejado su voz auténtica (es el único
que tiene derecho a ello), componen el elenco y orquesta de Hadaly. ¿No juzgáis que
era un deber para mí rodearla de algunas distracciones ya que vive sola y a unos
cuantos centenares de pies bajo tierra? ¿Qué os parece esta pajarera?
Vuestro positivismo empequeñece las fantasías de Las Mil y una Noches.
—La Electricidad es una Sheherazada milagrosa —respondió Edison— ¡Oh, la
ELECTRICIDAD! En la vida social no se sabe lo que se adelanta cada día. Gracias a ella,
pronto se acabarán los cañones, los monitores, la dinamita, los ejércitos y las
autocracias.
—Me parece un sueño utópico.
—Los sueños ya no son sueños.
Después de meditar un instante, el ingeniero añadió:
—Puesto que así lo deseáis, vamos a examinar concienzudamente el organismo
de esta nueva criatura electro–humana, de esta EVA FUTURA que, secundada por la
GENERACIÓN ARTIFICIAL, muy en boga en estos últimos tiempos, colmará los anhelos
de nuestra especie antes de un siglo. Desechemos, por ahora, todas las cuestiones
ajenas a la nuestra. Las digresiones deben volver al punto de partida esencial, como
los aros que los niños lanzan delante de sí, pero que merced a ese virtual impulso de
retroceso que les imprimen tornan dócilmente a sus manos.
—¿Me permitís dirigiros una postrera pregunta? —dijo lord Ewald—. Es un
punto que me parece más interesante que el examen.
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—¿Creéis que lo debemos dilucidar aquí y anteriormente a la experiencia
convenida?
—Sí.
—Démonos prisa. El tiempo vuela.
Lord Ewald miró con fijeza al ingeniero y le dijo:
—Más enigmático que este ser incomparable me parece el motivo que os ha
impulsado a crearle. Desearía, ante todo, saber cómo os fue inspirada esa concepción
inaudita.
Edison contestó reposadamente:
—Lo que me preguntáis constituye mi secreto.
—Yo os he revelado el mío a las primeras solicitudes —arguyó el lord.
—Tenéis razón. Vuestra curiosidad es muy lógica —exclamó Edison—. La
Hadaly exterior no es más que la consecuencia de la Hadaly intelectual que la
precedió en mi espíritu. Conociendo el conjunto de reflexiones que la condicionaron,
la comprenderéis mejor cuando dentro de unos instantes estudiemos sus abismos.
Se volvió hacia la Andreida y le suplicó:
—Querida miss, ¿queréis hacernos la merced de dejarnos a solas un rato? Lo que
voy a contar a lord Ewald no puede ser escuchado por una señorita.
Hadaly se retiró, sin contestar, hacia las profundidades del subterráneo, alzando al
aire sobre su argentina mano el ave del Paraíso.
—Sentaos sobre este almohadón, querido lord —dijo el electricista—. El relato
durará unos veinte minutos, pero creo que os parecerá interesante.
El joven se sentó junto a la mesa de pórfido.
—He aquí por qué he creado a Hadaly.
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Libro cuarto
El secreto
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I
PROVERBIO.
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Sus camaradas, aunque casados, eran hombres que seguían las modas y usanzas y
tenían doble hogar. En seguida se hizo mención de ostras y de cierta marca de
champagne.
Anderson declinó acompañarles. Iba a despedirse a pesar de las afables
insistencias de los camaradas, cuando el absurdo recuerdo de su pique de por la
mañana le volvió a la memoria, exagerado por la excitación.
«Después de todo, la señora Anderson debe estar durmiendo».
«¿No sería preferible volver un poco más tarde? Era cuestión de matar una hora o
dos. En cuanto a la compañía galante de miss Evelyn no le correspondería a él, sino a
los otros amigos. Además, sin saber por qué, aquella muchacha, a pesar de ser bonita,
le disgustaba físicamente. La solemnidad de la fiesta patriótica excusaba también el
retraso…».
Vaciló unos segundos. El aspecto reservado de miss Evelyn le hizo decidirse.
Fueron a cenar los cuatro.
En la mesa, la bailarina puso en juego, cerca de Anderson, la más velada cautela
en las seducciones más hábiles, pues le chocaba su actitud poco comunicativa. El
espíritu de mi amigo Eduardo fue fascinado por una ficción de modestia que creaba
un encanto destructor de la aversión natural. La sexta copa del espumoso vino le hizo
pensar en una aventura.
El esfuerzo para hallar un deleite en sus rasgos y líneas era el incentivo que, a
pesar de la aversión de su gusto, le hacía acariciar la idea de poseerla.
Pero, como era un hombre honrado y adoraba a su encantadora mujer, rechazó
aquella idea emanada de las burbujas de ácido carbónico.
La idea volvió. La tentación, reforzada por la complicidad del medio y del
momento, le acechaba.
Quiso retirarse, pero el deseo se había avivado en aquella lucha fútil y le producía
algo así como una quemadura. Una simple broma acerca de la austeridad de sus
costumbres hizo que se quedara.
Poco familiarizado con las contingencias nocturnas, se dio cuenta de que uno de
los dos acompañantes había caído debajo de la mesa (encontrando preferible la
alfombra a la cama) y que el otro, habiéndose sentido indispuesto (según le dijo miss
Evelyn), había abandonado el concurso sin ninguna explicación.
Cuando vino el negro a anunciar el cab de Anderson, miss Evelyn se invitó a sí
misma, ya que era muy legítimo que se la acompañara hasta su domicilio.
Siempre es violento, para un hombre que no es un perfecto títere, cometer una
brutalidad con una linda mujer, sobre todo cuando se ha discreteado con ella durante
dos horas, sin que por su parte haya habido menoscabo de la decencia y el decoro.
«Aquello no revestía importancia: la dejaría en el portal y nada más».
Se fueron juntos.
El aire fresco, la sombra y el silencio de las calles aumentaron el atolondramiento
y el malestar de Anderson. Como si despertara de un sueño se encontró en casa de
Al oír la palabra «dinero» lanzó una mirada como el fogonazo de un cañón a través de su propio humo.
EL EVANGELIO
Danza macabra
BAUDELAIRE.
Exhumación
CATULO.
quí tenéis —decía Edison con voz gangosa de tasador— el cinturón de Venus, la
A banda de las Gracias, las flechas de Cupido.
¡Primero, mirad la ardiente cabellera de Herodías, el fluido metal estelar, los
reflejos de sol en el follaje de otoño, el prestigio de la sombra bermeja sobre el
musgo, la remembranza de la rubia Eva, la abuela joven, eternamente espléndida!
¡Sacudamos sus luces! ¡Oh, alegría! ¡Oh, embriaguez!
En efecto, al decir estas palabras sacudía un manojo de trenzas postizas y
desteñidas que ostentaban hebras argénteas, crepés violáceos, todo un arcoíris de
cabellos atacados por la acción de los ácidos.
—¡Aquí están la tez de azucena, las rosas del pudor virginal, la seducción de los
inquietos labios, húmedos e inflamados de amor!
Y empezó a alinear, en el borde circular del muro, unos tarros viejos y
destapados, llenos de pinturas de teatro, de cosméticos de todas clases, de ordinarios
coloretes, de cajas de lunares postizos.
—¡Aquí residía la serenidad soberana y magnífica de los ojos, el arco de las cejas,
la sombra y los lirios de la pasión y de los insomnios extenuantes, las venas de las
sienes, los pétalos de las ventanas de la nariz que respiran ansiosamente presintiendo
al amante!
Y enseñaba las horquillas ennegrecidas con humo, lápices negros y azules, barras
de carmín, esfuminos y cajas de khol de Esmirna.
—¡Éstos son los dientes luminosos, infantiles y frescos! ¡Oh, el primer beso en
plena sonrisa descubridora de tan ricas perlas!
Mostró una dentadura postiza como las que hay en las vitrinas de los
odontólogos.
—¡Éste es el lustre, la tersura, el nácar del cuello, lo juvenil de las espaldas y de
los tremartes brazos, el alabastro de la garganta ondulante!
Entre sus manos fue tomando, uno a uno, todos los instrumentos necesarios para
la operación del esmalte.
—¡Éstos son los senos retozones de la Nereida de las olas matinales! ¡Salve,
curva divina entrevista en el cortejo de la Anadiómena, entre el sol y la espuma!
Y agitaba unos trozos de algodón fuliginoso que olían fétidamente.
—¡Éstas son las caderas de la faunesa, de la bacante ebria, de la mujer moderna,
más perfecta que las estatuas de Atenas!
Y cuando se aborrezcan los sexos enojados por un odio invencible morirán separados.
uando hube reunido todas las pruebas de que mi amigo no había estrechado
C entre sus brazos más que una tétrica apariencia y que detrás de tanto arreo no
había más que un ser híbrido, tan falso en su realidad como en su amor, algo que era
lo artificial ilusoriamente vivo, he llegado a la conclusión siguiente. Puesto que, tanto
en Europa como en América, cada año, hay millares de hombres sensatos que
abandonan a sus admirables mujeres para dejarse asesinar por lo absurdo en casos
parecidos a este…
Lord Ewald le atajó:
—Perdonad. Vuestro amigo ha dado con la excepción más increíble; su triste
amor no tiene excusa más que como origen de una evidente demencia digna de una
medicación adecuada. Otras fatales mujeres poseen un encanto tan real que, querer
deducir de esa aventura una ley general, me parece un proyecto muy paradójico.
—He empezado por hacer esa salvedad —respondió Edison—. A pesar de todo,
usted ha sido engañado por el superficial y primer aspecto de Evelyn Habal. No nos
detengamos más en el laboratorio de los afeites de nuestras elegantes (admitamos el
proverbio que las califica de impenetrable santuario para el esposo o el amigo), pero
insistamos en que la fealdad moral de las productoras de desastres no compensa lo
que físicamente puede ser menos repulsivo. Desprovistas de ese natural apego que
tienen los mismos animales, y careciendo de otro empeño que el de destruir y arrasar,
no se hacen acreedoras a más favorable opinión que la que yo tengo acerca de la
enfermedad que inoculan, Y que algunos han dado en llamar amor. Parte del mal
proviene de que se emplee este vocablo, por una pulcritud mal entendida, en vez de
usar la palabra verdadera. En su consecuencia he llegado a pensar esto:
Si la asimilación o amalgama de lo artificial con el ser humano puede producir
tales catástrofes, y puesto que tales hembras, física y moralmente, tienen mucho de
androides, fantasma por fantasma, quimera por quimera, ¿por qué no se aceptaría la
mujer artificial? Puesto que en esa clase de pasiones es imposible salir de la ilusión
estrictamente personal y que todas deben algo al artificio, y que siempre éste
sustituye al peculiar y simple aliciente, resolvamos la cuestión. Como hay mujeres
que desean manchar de carmín nuestros labios al besarnos, y las que creen en la pena
que nos puede ocasionar un toque más o menos de albayalde, intentemos cambiar de
falacia, pues será para ellas y para nosotros mucho más cómodo. Si la creación de un
ser electrohumano, capaz de producir una saludable reacción en el alma de un mortal,
Maravilla
DIDEROT.
esde aquí mora en estas incógnitas cuevas, he estado esperando un hombre que
D fuera en su intelecto lo bastante solvente y en su dolor viniese suficientemente
acongojado para afrontar la primera tentativa. A usted debo la obra realizada, puesto
que habéis llegado el primero, y no por poseer a la más hermosa de las mujeres estáis
menos acometido de una apremiante y desesperada obsesión de la muerte.
Así como terminara su fantástico relato, el electricista se volvió hacia lord Ewald
y mostrándole la Andreida silencioso, cuyas manos cruzadas sobre el velo parecían
querer ocultar más aún el invisible rostro, le dijo:
—¿Queréis conocer cómo puede verificarse el fenómeno de esa visión futura?
¿Resistirá vuestra ilusión voluntaria mi explicación?
—Sí —respondió lord Ewald después de un silencio. Y mirando a Hadaly añadió:
—¡Parece que sufre!
—No, respondió Edison: es que ha tomado la actitud del niño que va a nacer: se
tapa la frente ante la vida.
Hubo otro silencio. Después, el inventor ordenó:
—Venid, Hadaly.
Obediente a aquellas palabras, la Andreida se dirigió a la mesa de pórfido, velada
y tenebrosa.
El joven miraba a Edison, que escogía sus escalpelos de cristal en el estuche
reluciente.
Cuando se acercó al borde de la mesa, Hadaly, volviéndose hacia el lord, le dijo
donosamente con las manos cruzadas en la nuca:
—Pido toda vuestra indulgencia para mi humilde irrealidad. Antes de despreciar
el ensueño, rememorad aquella compañera humana que os forzó a recurrir a un
fantasma para rescatar el amor perdido para siempre.
Al decir esto, un relámpago surcó la armadura animada de Hadaly. Edison lo
recogió con un hilo tirante entre dos tenazas de vidrio y lo hizo desaparecer.
Se creyera que habían quitado el alma a aquella forma humana.
La mesa hizo báscula y giró hasta una posición vertical. La Andreida se apoyó en
ella. Su cabeza descansaba sobre el cojín.
El electrólogo, agachándose, le aprisionó los pies con dos abrazaderas de acero
que tenía la mesa. Volvió ésta a su posición horizontal con la Andreida tendida como
Hadaly
Solus cum solo, in loco remoto, non cogitabuntur orare PATER NOSTER.
TERTULIANO.
Edison pronunció estas palabras con el monótono deje con que se expone un
teorema de geometría del cual el quod erat demonstrandum estaba virtualmente
encerrado en la proposición. Al escuchar aquella voz, lord Ewald presumía que el
ingeniero no sólo iba a resolver teóricamente los problemas que suscitaban aquellas
afirmaciones monstruosas, sino que quizá los tuviese ya resueltos y se dispusiera a
probarlos.
El noble inglés, impresionado por la entereza terrible del electrólogo, sintió, al oír
el enunciado sorprendente, que todo el hielo de la ciencia le llegaba al corazón.
Empero, no interrumpió, pues era un hombre de gran serenidad. La voz de Edison se
hizo mucho más grave y melancólica.
—No he de daros ninguna sorpresa, milord. ¿Para qué? La realidad, como veréis,
es suficientemente maravillosa para que quiera rodearla de otro misterio ajeno al
suyo. Seréis testigo de la infancia de un ser ideal, puesto que vais a asistir a la
explicación del organismo íntimo de Hadaly. ¿En qué Julieta podría efectuarse
análogo examen sin que Romeo se desmayara?
En verdad, si los amantes pudiesen ver de una manera retrospectiva los
EL ECLESIASTÉS.
La facultad de andar
VIRGILIO.
El eterno femenino
El equilibrio
CONSEJOS DE MADRE.
¡Bellas son las caderas de Hadaly como las de la Diana cazadora! Pero sus
cavidades de plata contienen dos frascos–vasculares de platino, de los cuales os
explicaré en breve la utilidad. Sus bordes, a pesar de ser resbaladizos, son casi
adherentes a las paredes de las cavidades ilíacas, por ofrecer una forma sinuosa.
El fondo de esos recipientes, cuya boca es de la forma de las paredes, termina en
conos rectangulares. Los ejes de los conos inclinados hacia abajo forman un ángulo
de cuarenta y cinco grados respecto de su nivel de altura. Si se prolongaran las puntas
de esos vasos, se encontrarían las líneas trazadas entre las rodillas del androide.
Forman estas dos puntas el ficticio vértice invertido de un triángulo rectángulo
cuya hipotenusa fuera una horizontal imaginaria que dividiera en dos el torso.
La línea del ecuador terrestre no existe, pero es ideal; imaginaria, pero real, como
si fuera tangible. Lo mismo son las líneas en que nuestro equilibrio se formula, y a las
cuales la ley misma que determina otorga realidad. Habiendo calculado exactamente
el peso de los diversos aparatos puestos encima de esa línea ideal, y habiéndolos
dispuesto en la inclinación deseada creo que el sentido de todos los pesos podría
representarse por un segundo triángulo rectángulo superpuesto al primero, cuyo
vértice estuviera en el centro de la hipotenusa de éste. La base del segundo sería el
nivel de los hombros. Los vértices de los ángulos agudos de ambos están en las
mismas verticales.
De esta manera, todo el peso del cuerpo, rígido e inmóvil, gravitaría según la
Sobrecogimiento
PROVERBIO.
o he hecho más que indicaros a grandes rasgos la posibilidad del fenómeno. Son
N las doce, y los minutos que nos quedan apenas si permiten que abordemos
algunos detalles.
Lo difícil era hacer el primer Andreida. Hallada la fórmula general, de aquí en
adelante, no es más que labor de operarios. No dudemos que pronto se fabricarán
millares de seres como éste y que habrá industriales que monten manufacturas de
ideal.
Ante aquella broma, lord Ewald, que estaba algo nervioso, empezó a reír
discretamente; luego, al ver que Edison reía también, se sintió invadido por la más
aguda hilaridad; el sitio, la hora, el sujeto de la experiencia, la idea común que les
había agitado, todo aquello le parecía aterrador y absurdo. Por primera vez en su vida
sufrió un ataque de risa que retumbó con múltiples ecos en el edén sepulcral.
—Sois un chirigotero terrible —dijo.
—Démonos prisa —replicó el electrólogo. Voy a explicaros cómo he de trasladar
a esta posibilidad móvil todo lo exterior de vuestra favorita.
Al tocarla, la armadura se cerró lentamente. La mesa de pórfido se inclinó.
Hadaly permanecía en pie entre sus creadores.
Inmóvil, velada y silenciosa parecía mirarles bajo las tinieblas que ocultaban su
rostro.
Edison tocó una de las sortijas del guantelete de plata de Hadaly.
La Andreida se estremeció. Volvía a ser aparición; el fantasma se reanimaba.
La huella desilusionante que la reciente explicación había dejado en el espíritu de
lord Ewald se borraba ante el otro aspecto.
Pronto volvió el joven, ya muy serio, a considerarla con aquel indefinible
sentimiento que había despertado en él hacía una hora.
El ensueño volvía y desandaba el camino de la hora transcurrida.
—¿Has resucitado? —preguntó Edison al androide.
—Quizá —respondió Hadaly bajo su velo de luto y con seductora voz.
El movimiento de la respiración levantaba su seno. Cruzó las manos, e
inclinándose hacia lord Ewald le dijo con voz riente:
—Quiero pediros una gracia, milord, a cambio de mi ser ¿me lo permitís?
—Con sumo gusto, miss Hadaly.
Edison alineaba sus escalpelos. El androide se alejó por los floridos arriates del
subterráneo. De la rama de un arbusto descolgó una escarcela de raso y terciopelo
La carne
VICTOR HUGO.
La bella señorita de X por la cual se mataron los jóvenes más apuestos y acaudalados debió casi todo el
encanto irresistible de su boca fresca al uso cotidiano del agua de Botot.
ANUNCIOS ANTIGUOS.
Efluvios corporales
Las rosas deshojadas huyeron para siempre, por el mar arrastradas… Respirad en mi ser su fragante
recuerdo.
Urania
GEORGE SAND.
adaly apareció en el fondo del subterráneo; paseaba entre los arbustos cuya
H floración no tiene invierno.
Envuelta en amplios pliegues de satín, con su ave del paraíso en el hombro,
volvía hacia sus visitantes terrestres.
Se acercó a la mesa y, llenando de jerez las dos copas, ya vacías, vino a
ofrecérselas silenciosamente.
Los huéspedes le dieron las gracias con un ademán y aceptaron. Ella devolvió las
copas a la bandeja de plata sobredorada.
—¡Las doce y treinta y dos minutos! —Murmuró Edison—. Ocupémonos pronto
de los ojos. A propósito de ellos, Hadaly, ¿podéis ver, con los vuestros ahora, a miss
Alicia Clary?
—Sí.
—Pues bien, decidnos cómo es su atavío lo qué hace y dónde está.
—Está sola, en un vagón en marcha, con vuestro telegrama en la mano, queriendo
volver a leerle. Ahora se levanta para acercarse a la lámpara, pero el tren va tan de
prisa que le ha hecho caer sobre su asiento.
Hadaly, después de las últimas palabras, rió ligeramente. Su risa fue compartida
con potente voz de tenor por el ave del paraíso.
Lord Ewald comprendió que la Andreida sabía también reírse de los vivos. Le
pregunto.
—Puesto que gozáis de la doble vista, ¿quisierais decirme, miss Hadaly, cómo
está vestida?
—Su vestido es de un azul tan claro que parece verde a la luz de la lámpara. En
este momento, se da aire con un abanico de ébano con flores negras talladas en las
varillas. En su tela hay pintada una estatua.
—Esto sobrepasa lo imaginable. Ésta es la verdad, punto por punto. ¡Vuestros
telegramas llegan pronto!
—Milord —respondió el ingeniero—, preguntad a miss Alicia Clary si tres
minutos después de partir de Nueva York para Menlo Park no le ha acontecido lo que
Hadaly refiere. ¿Queréis seguir hablando con ésta mientras voy a buscar algunas
muestras de ojos incomparables?
Se alejó hacia el fondo del subterráneo y acercándose al último pilar hizo que se
moviera una piedra. En aquel sitio debían estar escondidos objetos que atraían
poderosamente su atención, dijo lord Ewald.
¡Los ojos de mi amada son profundos y vastos como Tú, noche inmensa, brillantes como tú!
BAUDELAIRE.
LOS POETAS.
arecía que desde el interior de la caja enigmática, algo clavaba múltiples miradas
P en el joven inglés.
—Estos ojos suscitarían la envidia de las gacelas del valle de Nurmajad —
prosiguió Edison—. Son dos joyas de esclerótica tan pura, de pupila tan honda, que
resultan en extremo inquietantes. El arte de los fabricantes de ojos postizos ha
sobrepasado a la Naturaleza.
La solemnidad de estos ojos produce, en efecto, la sensación de un alma.
La fotografía coloreada les añade un matiz personal. Donde debe trasladarse la
individualidad de la mirada es en el iris precisamente. Una pregunta, ¿habéis visto
muchos bellos ojos en el mundo?
—Sí —dijo lord Ewald—, sobre todo en Abisinia.
—¿Distinguís el esplendor de los ojos de la hermosura de la mirada?
—Claro que sí. Dentro de unos instantes veréis unos ojos de una belleza
resplandeciente, cuando miran distraídos, a lo lejos. Mas cuando se posan en algún
objeto, la mirada —¡ay!— hace olvidar los ojos.
—Eso simplifica las dificultades —exclamó Edison—. Generalmente, la
expresión de la mirada humana se enriquece con mil incidencias exteriores:
imperceptible juego de párpados, inmovilidad de cejas, longitud de pestañas y
también, de cuanto se dice, de las circunstancias y hasta del ambiente que se refleja
en ella. Todo eso refuerza su expresión natural. Hoy, las mujeres bien educadas han
adquirido una mirada única, mundana, convencional y encantadora, donde cada cual
encuentra la gracia que desea y a ellas les permite entregarse a sus preocupaciones
íntimas, con una apariencia de profundísima atención. Ésa es una mirada que se
puede clisar, porque ella misma no es más que un clisé.
—Justo —dijo el joven.
—Tratamos de aprisionar en esta experiencia no la atención del mirar, sino, por el
contrario, su VAGUEDAD. Me habéis dicho que miss Alicia mira habitualmente a través
de sus pestañas.
Os diré cómo voy a proceder.
Hablábamos del fenómeno del estado radiante de la materia, recientemente
observado: en un esferoide de vidrio, donde se haya hecho el vacío casi absoluto y
que esté sometido a una alta temperatura, pueden revelarse movimientos de una
materia inaprehensible, cuando después de hacer saltar la chispa entre dos vástagos
en comunicación con un generador electrostático se llega a un máximo
La cabellera
OVIDIO.
La epidermis
TRISTAN L’HERMITE.
dison mostró una caja larga de madera de alcanfor puesta junto al muro, cerca
E del brasero.
—Ahí está encerrada la ilusión de la dermis humana. La habéis experimentado en
la sensación que os produjo el oprimir la mano solitaria que está arriba, sobre la
mesa. Os he hablado de sorprendentes pruebas fotocrómicas recientemente obtenidas.
Si el contacto de esta piel turba a cualquier ser viviente, el aspecto mate de su trama
invisible, opalina, y esencialmente receptiva de la impresión solar, toma a veces la
trasparencia de la tez virginal y se torna radiante por el influjo de la luz.
Tened en cuenta que las dificultades que presenta la coloración heliocrómica son
mucho menores que las que ofrece un paisaje. En nuestra raza caucásica, el color de
la piel no toma otros matices que el blanco y el rosa. Los vidrios coloreados prestan a
la epidermis artificial, cuando ya queda adherida a la carne, el tinte exacto de la
desnudez reproducida. El satinado sutil y elástico vitaliza el resultado obtenido hasta
trastornar y confundir los sentidos de la humanidad, llegando a ser imposible
distinguir el modelo de la copia. Se obtiene la Naturaleza, y nada más; ni más, ni
menos; ni algo peor, ni mejor: la identidad misma. Tiene la ventaja el fantasma de ser
inalterable. Como ha recibido, miembro por miembro, cara por cara, perfil por perfil,
la totalidad de reflejos de la vida, los guarda tan profundamente que, de no ser
destruido por la violencia, sobrevive a cuantos le vean.
¿Queréis, milord, que os enseñe ese tejido epidérmico ideal y os revele de qué
elementos se compone?
Llega la hora
GOETHE. FAUSTO
¿ ara qué? —dijo lord Ewald levantándose—. No; no quiero ver el supremo
P fulgor de la visión prometida, sin la visión misma. No es posible aislar ningún
elemento de tal obra. Tampoco quiero exponerme a sonreír de una concepción cuyo
conjunto y resultante quedan aún velados para mí.
Todo esto es, a la vez, muy extraordinario y muy sencillo para rehusar prestarme,
dentro de lo posible, a correr la incógnita aventura que ha de seguir a estas
explicaciones. Puesto que tan seguro estáis de vuestra Eva futura, desafiando la risa
que aclaraciones tan detalladas como éstas habían de traer consigo, dadme plazo para
opinar acerca de vuestra obra. Sin embargo, desde ahora, os confieso que la tentativa
no me parece tan absurda como al principio. Es cuanto puedo deciros.
El ingeniero respondió con voz tranquila:
—No podía esperar menos de la alta inteligencia que habéis demostrado esta
noche, milord. Sólo podría yo sorprender a aquellos espíritus modernos que negaran
mi obra sin verla y me acusaran de cinismo antes de haberme comprendido. ¿No
podría dirigirles, con pleno derecho, este corto e irrefutable discurso?
«¿Pretendéis que es imposible preferir el androide de una mujer viva, a la misma
viviente? ¿Creéis que no se debe sacrificar nada de sí mismo, ni de sus creencias, ni
de sus amores humanos por una cosa inanimada? ¿Opináis que no se puede confundir
el alma con el humo que sale de mi pila?».
«Habéis perdido el derecho a proferir semejantes palabras. Por el humo de una
caldera habéis renegado de todas las creencias que tantos millones de pensadores, de
héroes y de mártires os legaron en seis mil años a vosotros seres insignificantes,
dependientes de un mañana sempiterno del cual quizá no llegue a alzarse el sol. ¿Tras
de qué quedaron pretéritos los principios, reyes, dioses, familias, paria… supuestos
inmutables por vuestros antecesores en el planeta? Tras esa nubecilla de humo que les
arrastra, silbando y perdiéndose en todos los surcos de la tierra y en todas las olas del
mar. En veinticinco años el aliento de quinientas mil locomotoras ha sido suficiente
para hundir los más esclarecidos espíritus en la deuda profunda acerca de aquello que
constituyo la fe de la humanidad durante mil años».
«Comprended que desconfíe de las súbitas perspicacias de una entidad colectiva
cuyo error ha durado tanto tiempo. Si el humo emanado de la famosa caldera de
Papin ha sido suficiente para nublar en las conciencias, el amor y la idea de Dios,
destruyendo tantas inmortales, sublimes y legítimas esperanzas, ¿cómo he de tomar
en cuenta vuestras denegaciones inconsecuentes, sonrisas de renegados y clamores de
Y la sombra se hizo
HORACIO.
Sugestión
Entre el operador y el sujeto, las preguntas y respuestas no son más que un velo verbal, por completo
insignificante, bajo el cual, recta, fija, atenta, la volición sugerida por los ojos del Sugerente permanece
inflexible como una espada.
FISIOLOGÍA MODERNA.
iss Alicia Clary seguía sonriendo. Los diamantes de sus dedos brillaban cada
M vez que llevaba a sus labios el tenedor de oro.
Edison miraba a aquella mujer con la atención del entomólogo que al fin
apercibe, en una clara noche, la falena fabulosa que ha de enriquecer mañana las
vitrinas de un museo, clavada por el dorso con un alfiler de plata.
—¿Qué os parece nuestro teatro de aquí, miss Alicia? —dijo— ¿Y nuestras
decoraciones y cantantes? ¿Verdad que no están mal?
—Una o dos, agradables, pero un tanto cursis.
—Justo —dijo Edison riendo—. ¡Pero los trajes de antaño eran tan ridículos!
¿Cómo habéis encontrado el Freyschütz?
—¿El tenor?… Su voz, un poco blanca; él, distinguido, pero frío.
—Desconfiemos de aquéllos a quienes una mujer encuentra fríos.
—¿Decís? —preguntó miss Alicia.
—Decía que… la distinción es todo en la vida.
—Sí, la distinción… —dijo ella alzando sus ojos profundos como el cielo de
oriente—. Creo que no podría amar a quien no fuese distinguido.
—Todos los grandes hombres: Moisés, Homero, Atila, Mahoma, Carlomagno, el
Dante, Cromwell, Napoleón estaban dotados, según la historia cuenta, de una
distinción exquisita y de mil delicadezas encantadoras en sus modos, rayanas en el
melindre… Ésas fueron las causas de sus éxitos, mas volvamos a la ópera.
—¿Ah, la obra?… —repuso miss Alicia Clary con una mueca deliciosamente
desdeñosa, como una Venus mirando a Diana y a Juno—, entre nosotros, me ha
parecido un poco.
—¿Sí, verdad? Un poco… —dijo Edison alzando las cejas y conservando la
mirada atónita.
—¡Eso mismo! —exclamó ella, aspirando entre sus manos las rosas de té.
—Sí, claro…, no es de actualidad —resumió el inventor con tono seco y
perentorio.
—Primero y principal, no me agradan los disparos en escena. Hacen brincar. Y
precisamente empieza con tres tiros. Hacer ruido no es hacer arte.
—¡Además, es tan fácil que ocurra un accidente…!
La obra ganaría si se suprimiesen esas detonaciones.
Importunidades de la gloria
EDISON.
Una tarde de otoño en que el aire dormía inmóvil y bajo, mi amada me llamó. Un velo de bruma cubría la
tierra. Hubiérase dicho, al ver los esplendores de octubre en el follaje y el cálido arrebol en el cielo, que el
arco iris había bajado del firmamento.
—«He aquí el día más hermoso de los días —me dijo al acercarme— el más bello para vivir o morir.
Espléndido para los hijos de la tierra y de la vida y más aún para las hijas del Cielo y de la Muerte».
na de las últimas tardes de la tercera semana, lord Ewald bajó de su caballo ante
U la cancela de Edison y, después de dar su nombre, penetró por una de las
avenidas que llevaban hasta el laboratorio.
Hacía diez minutos, al leer los periódicos, esperando la vuelta de miss Alicia
Clary, el joven recibió el siguiente telegrama:
«Menlo Park: Lord Ewald, 7-8-5, 22 m. Tarde. Desearía me concedierais unos
momentos, Hadaly».
En vista del despacho, lord Ewald ordenó que ensillasen el caballo.
Declinaba la tormentosa tarde: parecía que la naturaleza se complicaba en el
esperado acontecimiento. Diríase que Edison había escogido el momento.
Era un crepúsculo de un día de eclipse. En el poniente, unos rayos de aurora
boreal alargaban en la bóveda del cielo las varillas de su imponente abanico. El
horizonte parecía una decoración. El aire vibraba, enervante. Los estremecimientos
de un aire tibio y denso hacían revolotear las hojas caídas. Del sur al noroeste
asomaban monstruosas nubes, de algodón violeta ribeteadas de oro. El cielo parecía
artificial. Por encima de las montañas septentrionales unos tenues, largos y lívidos
relámpagos se cruzaban como hojas de espada. El fondo de las sombras era
amenazador.
El joven vio en el cielo el reflejo de sus preocupaciones. Cuando llegó al umbral
del, laboratorio. Tuvo un segundo de vacilación. Vio a través de los cristales a miss
Alicia Clary, que estaba en sus últimas sesiones y recitaba algo, sin duda, al maestro
Tomás. A pesar de todo, entró.
Edison estaba envuelto en su bata y sentado en un sillón. Tenía en sus manos unos
manuscritos.
Al oír el ruido de la puerta, miss Alicia dijo volviéndose:
—Ahí está lord Ewald.
Éste no había vuelto al laboratorio desde la noche terrible.
Al ver al joven elegante, Edison se levantó y se estrecharon la mano.
—El telegrama que he recibido era de una concisión tan elocuente que por
primera vez en mi vida he tenido que ponerme los guantes en camino.
Saludó el lord a Alicia.
La Androesfinge
NUEVO TESTAMENTO.
Figuras en la noche
LAMARTINE.
El Positivismo consiste en olvidar, como inútil, esta incondicional y única verdad: la recta que pasa debajo de
nuestra nariz NO TIENE PRINCIPIO NI FIN.
ALGUIEN.
La auxiliante
La resurrección es una idea muy natural; no es más extraño nacer dos veces que una.
VOLTAIRE. EL FÉNIX.
Reacción
ALFRED DE MUSSET.
o era tan sólo lord Ewald un hombre valiente; era un hombre intrépido. Corría
N por sus venas, amalgamada con su sangre, aquella altanera divisa: «Etiamsi
omnes, ego non!».
Sin embargo, al oír las últimas palabras, sintió un largo estremecimiento. Después
se irguió casi feroz:
—Estos milagros —murmuró— atemorizan más que consuelan. ¿Quién ha creído
que este siniestro autómata podría conmoverme por medio de algunas paradojas
inscritas en unas hojas metálicas? ¿Desde cuándo concede Dios la palabra a las
máquinas? ¿Cuál es ese irrisorio orgullo que concibe eléctricos fantasmas que
revestidos de una forma femenina intentan intervenir en nuestra vida? ¡Ah, olvidaba
estar en el teatro! No me cabe más remedio que aplaudir. La escena es muy extraña.
¡Bravo, Edison! ¡Bis, bis…!
Después de calarse el lente, lord Ewald encendió un cigarro.
El joven acababa de hablar en nombre de la dignidad humana y del sentido
común, ultrajados por el prodigio de Hadaly. Ciertamente, lo que había pronunciado
no estaba exento de réplica. Si hubiera estado en una tribuna parlamentaria para
defender su causa, sin duda aquella manera de atacar le hubiera traído una
contestación peligrosa, breve y de difícil parada. A la pregunta, «¿Desde cuándo Dios
concede la palabra a las máquinas?», cualquiera le hubiera contestado: «Desde que
presencia el uso lamentable que hacéis de ella». Y la respuesta hubiera sido
mortificante. Respecto de la frase «Olvidaba estar en el teatro» el quidam le hubiera
espetado:
—Después de todo, Hadaly no hace más que imitar a VUESTRA comedianta.
Es una muy gran verdad que el hombre, aun el superior, cuando está
profundamente turbado y teme parecerlo, compromete por mezquina vanidad de
espíritu todo derecho por un exceso de celo en defender las causas justas con las
mejores intenciones.
Lord Ewald no tardó en darse cuenta de que se había arriesgado en una aventura
más sombría de lo que presumió.
Hechicera
Voy a cerrarte los ojos, claros abismos, sonrientes estrellas donde se reflejó mi divino amor.
Idilio nocturno
Ora, llora,
De palabra
Nace razón;
Da luz al son.
¡Oh, ven, ama!
¡Eres alma,
Soy corazón!
Penseroso
MÚSICA DE SCHUBERT.
Explicaciones rápidas
Hay más cosas en la tierra y en el cielo, Horacio, que las que contiene tu filosofía.
SHAKESPEARE. HAMLET.
El adiós
dison dijo:
E —La obra está terminada y puedo afirmar que no es un huero simulacro. Un
alma ha sido añadida a la voz, al gesto, a las entonaciones, a la sonrisa, a la palidez
misma de la viviente que constituyó vuestro amor. En ella, todos esos dones eran
cosas muertas, falaces y envilecidas; hoy, detrás de su velo se esconde la femenina
entidad a la que correspondía tanta insólita hermosura. Quizá el espíritu y la forma
pertenecían uno a otra; y por eso el primero se ha juzgado digno de animarla. Así,
aquella víctima de lo artificial ha rescatado lo artificial. ¡Abandonada por un amor
degradante y obsceno, se ha engrandecido en una visión capaz de inspirar el amor
sublime! Aquella que fue herida en sus esperanzas, en su salud y en su fortuna:
aquella que fue agobiada por el infortunio de un suicidio, ha apartado a otro del
suicidio. Decidíos, ahora, entre el fantasma y la realidad. ¿Creéis que esta ilusión
puede aún retenernos en este mundo? ¿Creéis que valga la pena vivir?
Lord Ewald, por toda contestación, se levantó y sacando de un estuche de marfil
una admirable pistola de bolsillo se la ofreció a Edison, diciéndole:
—Querido encantador, permitidme que os deje un recuerdo de nuestra inaudita
aventura. ¡Lo tenéis muy bien ganado! ¡Os entrego las armas!
Edison también se levantó, tomó el arma, la amartilló y, alargando el brazo por la
ventana abierta, dijo:
—Esta bala se la envío al Diablo, si es que existe, y en tal supuesto me inclino a
pensar que está en los alrededores.
—¡Ah, como en el Freyschütz! —murmuró lord Ewald, sonriendo por la broma
del gran inventor.
Éste hizo fuego sobre la oscuridad.
—Tocado —gritó en el parque una voz extraordinaria.
—¿Qué es eso? —preguntó el joven un poco sorprendido.
—No es nada. Es uno de mis antiguos fonógrafos que se divierten solos —
respondió Edison siguiendo su formidable chirigota.
—Os quito una sobrehumana obra maestra —dijo lord Ewald tras una pausa.
—No, porque tengo la fórmula. Sin embargo, no fabricaré más androides. Los
subterráneos servirán para que me esconda solo y madure en ellos mis
descubrimientos. Ahora, milord Celian Ewald, un vaso de jerez y… adiós. Habéis
optado por el mundo de los ensueños; llevaos a la incitadora. Yo me quedo
encadenado por el destino a las pálidas realidades. La caja para el viaje y el carro
Fatum
Poenituit autem Deus quod hominem fecisset in terra et, tactudolore cordis intrinsecus: Delebo inquit,
hominem!
EL GÉNESIS.
Edison tiró violentamente el periódico. Transcurrieron cinco minutos sin que una
sola palabra tradujera sus sombríos pensamientos. Dio un golpe en el botón de cristal.
Se apagaron todas las lámparas.
Entonces empezó a dar sus cien pasos en la oscuridad.
De pronto sonó el timbre del telégrafo.
El electrólogo hizo lucir la lamparilla junto al aparato morse.
Tres segundos después, se apoderó del telegrama y leyó las siguientes palabras:
LIVERPOOL. — PARA MENLO PARK. NUEVA JERSEY. — ESTADOS UNIDOS. — 17, 2-8-40.
—EDISON, INGENIERO.
«Estoy inconsolable por la pérdida de Hadaly. Todo mi duelo es por esa
sombra. Adiós. —LORD EWALD»
Al leer aquello, el gran inventor se dejó caer en un asiento, cerca del aparato. Su
mirada distraída encontró la mesa de ébano; una claridad lunar blanqueaba el brazo
encantador y la pálida mano de las sortijas mágicas. Acongojado, soñador, se extravió
en impresiones desconocidas; sus ojos miraron a la noche por la abierta ventana.
Escuchó durante algún tiempo el ruido del indiferente viento de invierno que agitaba
las ramas desnudas y negras. Después levantó la mirada hacia las viejas esferas
luminosas que ardían, impasibles, entre los densos nubarrones y punteaban hasta lo
infinito el inconcebible misterio de los cielos, y sin poderlo remediar se estremeció
—de frío, sin duda— en silencio.