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El rey sabio

Hace tiempo, en la remota ciudad de Wirani, había un rey sabio y poderoso


que regía a sus súbditos. Era temido por su poder y querido por su sabiduría.
La ciudad tenía en la plaza principal un pozo de agua fresca y pura, de la
cual bebían todos sus habitantes, incluyendo el rey y los cortesanos, que era el
único pozo que tenían.
Una noche mientras la ciudad dormía en paz, apareció una bruja y echó en
el pozo siete gotas de una extraña pócima, y dijo: “A partir de ahora cualquiera que
beba de esta agua se volverá loco”.
Cuando llegó la mañana, todos los súbditos del rey, a excepción de éste y sus
cortesanos, enloquecieron, tal como dijo la bruja.
Y durante ese día, lo mismo en las callejuelas que en los mercados y plazas,
las gentes no paraban de hablar: “El rey está loco, el Gran Chambelán y él han
perdido la razón. No debemos consentir que nos gobierne un rey loco. Debemos
destronarlo”.
Esa noche, el rey ordenó que llenasen una gran copa de oro con agua del
pozo, y cuando se la llevaron bebió una parte y dio el resto a su gran Chambelán
para que lo bebiera.
Y al siguiente día, en la remota ciudad de Wirani hubo gran regocijo en las
gentes, pues el rey y el gran Chambelán habían recuperado la razón.

Gibrán Jalil Gibrán, El loco. Lágrimas y sonrisas.

La rana que quería ser una Rana auténtica


Había una vez una Rana que quería ser una Rana auténtica, y todos los
días se esforzaba en ello.
Al principio se compró un espejo en el que se miraba largamente buscando
su ansiada autenticidad. Unas veces parecía encontrarla y otras no, según el
humor de ese día o de la hora, hasta que se cansó de esto y guardó el espejo en
un baúl.
Por fin pensó que la única forma de conocer su propio valor estaba en la
opinión de la gente, y comenzó a peinarse y a vestirse y a desvestirse (cuando no
le quedaba otro recurso) para saber si los demás la aprobaban y reconocían que
era una Rana auténtica.
Un día observó que lo que más admiraban de ella era su cuerpo,
especialmente sus piernas, de manera que se dedicó a hacer sentadillas y a
saltar para tener unas ancas cada vez mejores, y sentía que todos la aplaudían.
Y así seguía haciendo esfuerzos hasta que, dispuesta a cualquier cosa
para lograr que la consideraran una Rana auténtica, se dejaba arrancar las ancas,
y los otros se las comían, y ella todavía alcanzaba a oír con amargura cuando
decían que qué buena Rana, que parecía Pollo.

Augusto Monterroso

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