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Llegó la pandemia y Lule Oke preparó a su hijo, a su perro, su

ropa, la cámara y la guitarra. Arrancó. De Buenos Aires a la


sierra. Se acostumbró a la soledad, al frío y a una señal de wifi
cambiante como la marea. Mutó su idea de productividad.
Aprendió que los abrazos duran más tiempo, que se puede
tomar mate de noche y que si alguien grita ¡baldes! se ayuda a
afrontar los incendios. Hoy le da pudor mandarles fotos de su
nueva vida a sus amigas. Y se arrepiente de no haberse
mudado antes.

Enero 2020. El grupo de whatsapp de mi familia arde. Arde como la tierra y


los pastizales de San Francisco del Monte de Oro, el lugar donde mi mamá
compró su primer terreno hace ocho años y donde ahora pasamos los
veranos toda la familia.
El fuego rodea su casa. Mi mamá y su compañero corren cargando baldes.
Los vecinos y vecinas se suman, nadie duda en acercarse a ayudar. Hay
árboles que provocan llamas de 15 metros. Las palmeras Caranday estallan
como fuegos artificiales. El coirón enciende una hectárea en dos minutos. El
tala y el algarrobo no vuelven nunca más.

Agarré algunas cosas y decidí adelantar mis vacaciones. Imaginar la casa


hecha cenizas, los años de trabajo de mi vieja prendiéndose fuego era una
distopía intolerable de imaginar. Aunque nada de eso ocurrió, y
afortunadamente ninguna casa fue alcanzada por las llamas, la escena era
impactante: cientos de metros de pisos negros como una loza recién
encerada y la volátil ceniza pegada a las hojas de lo que quedaba en
pie. No se conoce la escala de grises hasta que se camina por un suelo por
el que antes pasó el fuego.

San Francisco del Monte de Oro es un pueblo de seis mil habitantes al norte
de la provincia de San Luis, a dos horas de Traslasierra y a la misma
distancia de Mendoza. Mi plan de este verano era venir sólo una semana de
vacaciones, hasta que ocurrió el incendio. Entonces sentí que tenía que
venir y vine. Vine por una semana y me quedé mucho más.

***

“Bienvenidos a la república separatista de los Rodríguez Saá”, dice el


anuncio con una inmutable sonrisa de guía turística cada vez que entramos
a San Luis. Un arco con el nombre de la provincia, su policía y las garitas de
control nos reciben al ingresar. Parece la entrada a otro país, ahora y antes
del Apocalipsis era igual. Te abren el baúl, te hacen algunas preguntas de
procedencia, destino y si llevás algún alimento. Una vez nos bajaron del
auto para hacerlo oler por dos ovejeros alemanes de esos que tironean de
la correa sin parar. Esta vez nos recibieron con una sonrisa.
La casa de mi mamá es grande y algo moderna. No me gusta el estilo, pero
es comodísima para habitar en cantidad, hay colchones por todos lados y
responde a su plan: que entre toda la familia en el verano e inclusive
amistades-parejas que se quieran sumar. Queda en un paraje rural a 5km
del pueblo por camino de tierra. Al oeste sale el sol tarde porque tiene que
cruzar toda la sierra primero, al este una lomada de monte nativo, al norte el
recorrido de la luz natural y al sur el viento fatal.

Tranquera por medio, Luca mi hijo de 6 años tiene un amiguito un año más
grande que él: “no es mi amigo, es mi hermano” repite cada vez que lo
nombro. Mis vecinos también son de Buenos Aires y desde hace 4 años
dejaron su vida en Av. Diaz Vélez y Yatay para vivir acá. Somos solo tres
familias las que habitamos todo este lugar.

Cuando llegué expliqué algo incómoda que esperaría dos semanas antes
de abrazarnos. Ese día agujeree dos latas y fabriqué un teléfono de hilo
para que los amiguitos-hermanos se comunicaran sin cruzar la picada, ni el
pajonal.

Dos noches después sería la cadena nacional. El internet no funcionaba,


nunca anda la verdad. Salimos afuera a sintonizar alguna radio con el
estéreo del coche. Senté a Luca en el asiento del conductor, lo tapé con una
manta de polar de Spiderman, giré la llave para poner el auto en contacto y
encontré la única radio que llega por acá. Después de un anuncio de promo
de pechugas de pollo, huevos caseros y milanesas de peceto, Alberto
Fernández empezó a hablar: ese fue el inicio del Aislamiento Social,
Preventivo y Obligatorio. No podríamos volver a Capital ni movernos de San
Francisco por los siguientes 14 días.

Ya no sé ni cuántos días van.


***

En el viaje de ida a la altura de Laboulaye, Córdoba, paramos a cargar agua


para el mate y comprar algo para picar. En la estación de servicio la
empleada peleaba con el chofer de un micro.

-¡No podés bajar a toda la gente así!- decía mientras señalaba al malón de
pasajeros que bajaban en la estación.

-Tienen que ir al baño, señora-, reclamó el conductor levantando la mano en


gesto anonadado.

-Qué ni se les ocurra entrar así, ¡¿me escuchaste?!-, interrumpió ella y


remató -¡tengo hijos! ¿Y vos nena qué llevás?- me preguntó en continuado
como quien no quiere dejar espacio para al bocado ajeno. Desparramé en el
mostrador un agua de litro, un paquete de papas y una coca de 600 para
levantar. Aún quedan varios kilómetros. Pagué y salí sin bolsa, cargando
todo como a un bebé. Subí al auto, me puse gel y como un dispenser repartí
para los demás. Arrancamos dejando en el espejo retrovisor una extensa
fila de personas con barbijos que aguardaban en la puerta del autoservicio
para poder entrar.
***

A las dos semanas de iniciada la pandemia, empezaron a llover mensajes


de clientes que ya no podían contar con mis servicios. Desde hace 10 años
me dedico a la comunicación digital para pymes, cooperativas y proyectos
culturales. Además soy productora y realizadora audiovisual, y a veces
colaboro con algún medio escribiendo. Todos mis clientes se vieron
directamente afectados por el ASPO.

Esos días escribí: “Che ma, salvando las tremendas distancias medio que
estoy empezando a imaginar lo que sintieron ustedes en el 2001”, por
primera vez en la vida la crisis económica era una realidad que me
golpeaba de lleno y de frente como jefa de hogar.

Esa misma noche le escribí a mi vecina para tomar mates de esos que a
veces tomamos después de cenar, cuando los más chiquitos de la vecindad
ya no circulan más. Ana vive en un motorhome, estaciona en el terreno de
al lado y quedó varada acá. Ella es de Morón y hace dos años salió de la
ciudad en una casa rodante del año 77. Trabaja de lo que se reinventa y
pregona: “deberíamos discutir un poco esta buena prensa que tiene la
productividad”.

-No sé qué hacer la verdad-, le dije. Ya se había hecho de noche y Ana


buscaba satélites en silencio. Yo desbordaba palabras en forma de juicios,
preguntas y recelos. El papá de mi hijo desde hace unos años es YouTuber
y ese era un mundo que me parecía tan mágico como para desconfiar.

-Extraño mucho filmar- confesé, sin saber aún todas las cosas que me
quedaban por extrañar.
Ahí mismo, entre palabras y estrellas, sentadas delante de la
@PachaRodante, su casa Mercedez Benz 608, decidí que era un buen
momento para desenfundar la cámara y salir a buscar historias de personas
que dejaron la ciudad. “De última era la excusa perfecta para preguntar
cómo se hace esto de vivir acá” la despedí con un un abrazo. Acá los
abrazos son más largos de lo que solía acostumbrar, aprendí a disfrutar de
ese tiempo en el queso está quieto pero no es perdido.
A la mañana siguiente un audio de Ana decía: “Tenés que conocer a
Claudia, Rubén y su hija, Mora”. Dos días después agarramos las bici y
fuimos a su casa: una familia de Isidro Casanova que hace 5 años vive en el
medio del monte nos recibió monte adentro.

“Venimos de experiencias que hicieron ubicarnos en un lugar de no


expectativas”, contaba Claudia, trabajadora social, desde una reposera de
playa con un fondo de casa de adobe sin terminar. Los tres viven en un
lugar al que no llega ningún tipo de servicio. Mora tiene 3 años e imita
perfecto el llanto del zorro y sabe de salvia, pecari, sachacabras y poleo.

Sus primeros años fueron difíciles: el frío, la distancia y la soledad. Los


conflictos son los mismos de siempre: en el campo no hay oportunidades
laborales; y la sustentabilidad es una actividad que precisa sobre todo
saberes y tiempo. Venir al campo no te hace campesino.

“Así y todo, pongo todo en la balanza me quedo” remata Rubén que vino
con plan de cambiar radicalmente de trabajo e igual tuvo que tomar unas
horas como docente.

***

En 2019, o había empezado el diálogo con el papá de Luca sobre dejar la


ciudad. Los costos de vida, la violencia vial y general, los gritos, la
indiferencia, el macrismo. Dos años antes había escuchado desde mi
balcón como una mujer pedía a los gritos a su pareja que le deje de pegar,
nunca pude encontrarla a ella, ni dando vueltas por la calle ni en los diarios
al día siguiente. La hostilidad se siente en cada ascensor, subte, semáforo y
cruce peatonal.

El plan: que Luca termine el jardín y luego movernos a algún pueblo a no


más de 150 km de CABA: Areco, Capilla, Lobos, Uribelarrea, entre otros.

El AMBA tiene una superficie de 13.285 km2, según el censo nacional de


2010, y 14,8 millones de personas viven ahí. O sea, el 37% de la población
total del país vive entre CABA y el último cordón del conurbano. Esto
significa que en Argentina el 92% vive en zonas urbanas, mientras que a
nivel mundial los números son más bajos: el 55 % de la población global -
4200 millones de habitantes- vive en ciudades. Se cree que para el 2050 la
población urbana se duplicará, y casi 7 de cada 10 personas vivirán en la
ciudad.

Cuando el plan de salida de CABA empezó a tomar forma -en febrero el


papá de Luca fue a reservar una casa en Capilla del Señor- empezó la
pandemia. A los pocos meses de vivir acá en San Francisco todas las
estrategias debatidas se desestabilizaron. Las noticias de Buenos Aires
dolían: hijos con problemas de pis y sueño, parejas desbordando angustias
de la cotidianidad, las performance de entrada-salida de las casas: barbijos,
guantes, alcohol en gel y spray. Acá con la sierra de fondo, el río como
plaza y la luna llena de única luminaria a la hora de soñar, la vuelta parecía
una pesadilla. Ya no era sólo un problema de la ciudad en sí, Buenos Aires
nos daba miedo.

Igual, al terminar el verano el retorno había sido obligatorio: mi hijo


empezaba preescolar. Después de casi dos meses en San Luis, volví a mi
departamento de Buenos Aires a escribir Luca con marcador indeleble en
una corbatita verde de un guardapolvo. Cruzamos el Parque Rivadavia para
llegar a la escuela. Era el primer día de clases de su último año en el jardín.
Una cartulina verde manzana explicaba en collage de revistas, folletos y
formitas de goma eva cómo era la forma correcta de lavarse las manos. Ese
protocolo incluía cantar una canción.

El segundo día, a la salida, la directora anunció desde la puerta otro


protocolo que no alcancé a escuchar. Como toda pública, la salida-entrada
se asemeja a la de un recital. “Esto parece el Indio en Olavarría”, le dije a
una mamá que me sonrió de forma ceremonial, no sé si no entendió o le
cayó mal. Entre todos los gritos de “mamiiiii”, reconozco el que me llama a
mí, e inicia nuestro protocolo: el grita, yo me agacho, corre a mí con los
brazos en alto, lo abrazo-alzo mientras indago en cómo estuvo su día, no
consigo mucha info en general.

Ese fin de semana la que cumplía años era mi mamá, que también ya
estaba en Buenos Aires. La llamé para avisarle que me había salido un
trabajo filmando un casamiento de unas amigas en La Plata, al que no
podía decir que no. Esa fue la última cena familiar masiva, y yo fui la única
que no estuvo ahí.

***

Estando aquí, en San Francisco, finalmente abrí el canal de YouTube pero


no me animé a subir la entrevista a Claudia y Ruben primero, no me parecía
“noticiable”. ¿A quién le podía interesar la vida de una familia del Oeste
bonaerense que se fue a vivir al monte? Así que invité a Ana y las dos
juntas salimos a pasear: “quiero hacer un video para divertir a mi familia, a
mis amigas, mostrarles donde vivo ahora”. Ahí nació mi canal: Porteña en el
monte. Una semana después subí la entrevista: Del conurbano al monte y
desde ese entonces van 25 videos, 34 mil seguidores y dos millones de
reproducciones.
Recibí cientos de mensajes, mucho afecto, pero sobre todo preguntas sobre
cómo cambiar de vida y de qué se puede trabajar. Y es verdad: son muy
pocas, por no decir ninguna, las ofertas laborales. El plan tiene que ser otro,
y no me refiero solo a lo laboral, es mucho lo que hay que voltear para vivir
acá.

Acá abundan las historias de personas que revolearon la silla con rueditas
de la oficina para arrastrar una laya en un surco de tierra. Que abandonaron
los jefes para convertirse en pequeños productores.

Empecé a recorrer esas casas: comí alfajores, miel, conservas, tomé


cerveza, jugué con juguetes de madera, hilé un telar… Productos diversos,
historias similares: el esfuerzo, las ganas, las dificultades, la decisión, la
libertad, los miedos, pero sobre todo la certeza de no querer volver a
trabajar para nadie que les saque el tiempo que se precisa para ir al río a
caminar.

-Queremos crecer, pero no tanto. No queremos pasar a ser esclavos de


nosotros mismos -dice Lore, que hace los mejores alfajores que comí en mi
vida, todo desde la cocina de su casa.

-Sin el apoyo de los vecinos hubiéramos tenido que cerrar las puertas -se
aguanta las lágrimas Nico mientras se toca el pecho, agradecido, después
de mostrarme durante 8 horas cómo hace cerveza artesanal en un galpón al
fondo de su casa.

-No exportamos la miel, preferimos hacer comercio justo entre vecinos y


que todos puedan consumir este producto -llena un tarro a cucharadas
Cristian, que después me va a regalar.

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