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En mi Isla, los paisajes, las flores son una feria de luz, de colores. Los
sentidos se expanden, columpian en rítmico vaivén sobre una alfombra verde,
invitando a la siesta interminable de los mediodías.
A lo lejos, el monte incita a observar la sinfonía de horizontes y
sombras, de trillos y veredas abiertos por el paso de las bestias. Aquí
serpentean a ras de tierra los insectos sonoros. Los pétalos de la campanilla se
bambolean bajo el peso de la avecilla más pequeña del mundo, “el zunzún”,
que en equilibrio posa su minúsculo cuerpo vestido de un verde que da ganas
de tocarlo con los labios, sobre todo, cuando el ave nimia suspende su figura
en el aire para libar el néctar de la floresta.
La fiesta apenas comienza anunciando el juego del aire entre las hojas
de la yagruma umbrosa que luce sus tonos blanco, gris y verde tierno,
mientras el viento trae olor a mangos y guayabas maduros, que hacen
sospechar la piel suave de los frutos, alcanzables a unos pasos del barranco,
allá por el curso del arroyo, antes de desembocar al río, donde se torna fácil
tomarlos al alcance de las manos.
Unos pasos más, llegamos a la arboleda de mangos, mezclados al
suave dulzón de la guanábana y el plátano maduro, con sus texturas y aromas
diferentes al tacto.
¡Qué gusto el monte firme!, en él se respira olor a manigua, a horno de
carbón de marabú; a pajón seco y escaldado sobre el cascajo donde crece la
guayabita del pinar y el pino yergue su follaje y exhala el aroma de su resina,
mientras, en sus ramas trina alegre el tomeguín tierrero.