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Fiesta de luz y colores

En mi Isla, los paisajes, las flores son una feria de luz, de colores. Los
sentidos se expanden, columpian en rítmico vaivén sobre una alfombra verde,
invitando a la siesta interminable de los mediodías.
A lo lejos, el monte incita a observar la sinfonía de horizontes y
sombras, de trillos y veredas abiertos por el paso de las bestias. Aquí
serpentean a ras de tierra los insectos sonoros. Los pétalos de la campanilla se
bambolean bajo el peso de la avecilla más pequeña del mundo, “el zunzún”,
que en equilibrio posa su minúsculo cuerpo vestido de un verde que da ganas
de tocarlo con los labios, sobre todo, cuando el ave nimia suspende su figura
en el aire para libar el néctar de la floresta.

La malva, el aguinaldo, la buganvilla, unidas al pie del flamboyán de la


siempreviva y el intenso malva del “no me olvides” acompañan al romerillo y
la vicaria. En ese espacio inundado de colores y aromas se deja escuchar a la
calandria disputándole su trino al ruiseñor.

A lo lejos, de fondo, el canto del gallo reparte su señal entre un


semillero de voces trovadoras que se filtran por entre los distintos tonos de
verde, junto al olor a pomarrosas confundido con la humedad y el arrullo de la
corriente, que, al quebrarse, coquetea con las piedras, baña la alfombra
esmeraldina del diminuto musgo, para juguetear luego entre los juncos y
mansa, besa y acaricia la arena fina de la orilla.

Al mediodía, cuando el sol filtra su luz entre las pencas de palmas,


parece como si un estallido flotara entre las hojas del follaje y en forma de
lentejuelas se expandiera, para reposar en la hierba mojada por el rocío.

La fiesta apenas comienza anunciando el juego del aire entre las hojas
de la yagruma umbrosa que luce sus tonos blanco, gris y verde tierno,
mientras el viento trae olor a mangos y guayabas maduros, que hacen
sospechar la piel suave de los frutos, alcanzables a unos pasos del barranco,
allá por el curso del arroyo, antes de desembocar al río, donde se torna fácil
tomarlos al alcance de las manos.
Unos pasos más, llegamos a la arboleda de mangos, mezclados al
suave dulzón de la guanábana y el plátano maduro, con sus texturas y aromas
diferentes al tacto.
¡Qué gusto el monte firme!, en él se respira olor a manigua, a horno de
carbón de marabú; a pajón seco y escaldado sobre el cascajo donde crece la
guayabita del pinar y el pino yergue su follaje y exhala el aroma de su resina,
mientras, en sus ramas trina alegre el tomeguín tierrero.

Apagado, en la distancia, el canto del arriero, entona la décima del


montuno, interrumpida por el voceo a las yuntas y la dura labor de sostener
segura la mancera del arado que rompe la tierra guiada por la mano ruda del
sitiero.

No hay nada comparable en otro lugar, porque aquí la luz es de una


especial intensidad y brillo, propia del trópico, del triunfo cromático del arco
iris, que brinda la fiesta del fuego de la primavera, “Isla mayor”, “Perla de las
Antillas”, “Llave del golfo”, situada justa en el camino del Paso de los vientos,
milagro de lo real maravilloso, región donde la poesía germina espontánea de
la naturaleza como la palabra sincera de sus moradores, y sin ser el mejor
lugar del mundo, ni “la tierra más hermosa que ojos humanos vieran” -que no
lo dijo un cubano- sino entre otras formas de llamarle:“caimán dormido” “Isla
de corcho”, “lugar donde anidan los ciclones”, arco de tierra inclinado donde
se despiertan los sentidos al fuego de la luz y los colores.

Les invito a la fiesta hermosa en que se entrenan jubilosos los sentidos.


Vengan a alimentar sus sueños, a convertirlos en realidad, vengan a la
campiña cubana a disfrutar de la fiesta de luz y colores de la primavera.

Humberto J. Bomnin Javier

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