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EL COMER BIEN

Estábamos casi todos después del almuerzo: Danillo, que era el único de Roma; el gordo Emmanuele de
Napoli, que tenía complejo de capo y siempre estaba gritando. Si alguien le descutía algo, su habitual
respuesta era: “yo soy una persona seria”. A su vez, ser reconocido por el gordo como “una persona seria”
la verdad no constituía ningún mérito personal. También estaba Lorenzo, que era del norte (me parece que
de Véneto) y hablaba con ese particular acento, como si siempre estuviese cansado o agonizando; Silva de
Brasil, pero radicado hace años; y Pascuale, el más viejo, que tenía un aire a Roger Waters, aunque mucho
más destruido por y el café y el cigarro. Sólo faltaba González, un personaje de unos cuarenta y tantos o
cincuenta años. Era moreno y tenía un cabello tipo afro que era inconfundible.

González era de algún país de Centroamérica y aparecía sólo cada tres o cuatro días. Llegaba cargado de
bolsas con regalos. Era realmente nuestro Santa Claus en esa primavera romana cuando ya estábamos
terminando más de dos meses de cuarentena. Cuando conseguía dinero, llegaba siempre algo borracho y
comenzaba a sacar botellas de sus mágicas bolsas de nailon. Siempre eran cosas de excelente calidad y de
alto precio: buenos limoncellos, alguna botella whiskey de mínimo doce años o un buen vino de La Sicilia.
Todos festejaban a González, quien además de traer bebidas alcohólicas, siempre traía algo de comida y de
café marca Lavazza de la variedad más costosa. Sin embargo, esto sólo lo descubríamos al día siguiente
cuando estábamos somnolientos y nuevamente con hambre.

Todos pensábamos que González algún día caería en la cárcel. Por eso había que disfrutar de su compañía y
aprovechar su beneficencia. Luego de desparramar las botellas sobre la mesa, se sentaba riendo en el sofá,
casi ahogado, mientras alguien se apresuraba a darle un vaso de wiskey con dos hielos. Generalmente lo
hacía el viejo Pacuale, quien lo idolatraba un poco más que el resto y también era el que tenía menos
dinero o eso nos hacía pensar a todos. Lo cierto es que nadie podía quedarse fuera del festejo.

Ese día González no estaba; y como ya eran cerca de las cuatro de la tarde, el hambre hizo que Danillo
cocinara nuevamente la pasta para todos. Su frase típica antes de poner manos a la obra era: “hoy te hago
probar la pasta della… y ahí metía algún adjetivo referente a una nueva zona de Italia. Iba descendiendo
geográficamente y, a estas alturas, ya andábamos por las recetas de Siracusa. Pero la verdad era que
siempre cocinaba el mismo tipo de pasta, sólo hacía una mísera diferencia en la salsa (era muy importante
identificar y resaltar este detalle al momento de probar el plato) ¡Qué nadie se atreviera a insinuar que
Danillo siempre nos cocinaba la misma mierda y que, además, le quedaba medio seca! Estar presente y no
sumarse a la mesa era una verdadera afrenta para el grupo, era mucho peor que no poner un céntimo o no
participar en la preparación de la comida. Además, no había muchas opciones tampoco. Luego de saciarnos
con el original plato de Danillo, llegaba el sagrado momento del café. Yo casi siempre me encargaba de esa
tarea. Luego de gritar y discutir mucho al respecto, todos estaban más o menos de acuerdo en que yo sí
saturaba el filtro dejando la correspondiente montañola de café y que sabía retirar la tetera del fuego en el
momento indicado para que no se quemase, lo cual era un pecado imperdonable.

Mientras se fumaba y se bebía el café, todos comenzaron espontáneamente a hablar sobre mujeres. La
única fémina en el albergue era Sonia, una gorda beata que escuchaba conferencias católicas en el celular y
que pocas veces comía con nosotros, pues trataba de mantenerse alejada del grupo. Además de su falta de
atractivo físico, parecía tener algún tipo de problema en su relación con el sexo opuesto o al menos eso se
especulaba en el grupo; y cada uno exponía alguna teoría sobre el origen de ese supuesto trauma de
infancia.
Estábamos sentados en la terraza bajo el calor de primavera. Silva me dijo que Sonia estaba esperándome
para tener sexo, pues Danillo no la satisfizo lo suficiente la noche anterior. Todos comenzaron a reír y a
inculparse de haber tenido algún encuentro íntimo con ella, sobre todo, en vista de la prolongada
cuarentena, pero nadie podía comprobar nada en concreto sobre alguno del grupo.

Silva estaba por los cuarenta, trabajaba haciendo encomiendas en bicicleta y no fumaba, así que tenía el
mejor estado físico de todos. Además, cocinaba independiente la mayoría del tiempo para no participar de
la viciosa pasta cotidiana. Nos contó que era muy bueno para el fútbol y que, dejándose de bromas, él sí
había estado con una chica gorda en su adolescencia. Cerca de los dieciocho, andaba muy caliente y una
gordita del barrio le dio la oportunidad de apaciguarse con ella. Se la pasaron bien juntos, pero él se
transformó inmediatamente en el hazmereír del barrio y de sus compañeros de fútbol por esa
desmesurada muestra de falta de ego. Una vez incluso tuvo que separarse de ella, mientras paseaban cerca
de la cancha, para evitar las burlas de sus compañeros de equipo. Le dijo que debía retirarse a su casa y
prepararse para un partido. Ella descubrió el engaño y le evidenció que sabía que a él le daba vergüenza
pasearse con ella, cosa que él no se atrevió a aceptar en ese momento.

Se separaron durante unos buenos años, pero una vez que Silva visitó Brasil, volvieron a encontrarse. Ella
había estudiado medicina y también se había hecho algunas cirugías estéticas. Silva nos contó que lucía
realmente divina cuando se reencontraron y puso a prueba nuestra imaginación con descripciones
detalladas de la nueva mujer que había encontrado. Ahora tenía dinero, un cuerpo muy bien formado y,
además, se había divorciado hace poco. No se había olvidado de que con él había conocido el placer del
tacto cuando tenía apenas dieciséis años.

Lo invitó a su casa una tarde de verano. Cuando Silva estaba afuera de la lujosa residencia, le llegó un
mensaje al celular que decía que la puerta estaba entreabierta y bastaba con empujarla y entrar. Abrió la
puerta y se encontró frente a una escalera que conducía al segundo piso. Miro hacia arriba y la encontró
sentaba en los escalones con una vestido corto y sin calzones (esto lo enfatizó). Justo entre sus piernas
había una botella de cerveza recién abierta, era la marca preferida de Silva. No hizo falta que continuara
con el relato, menos aun considerando nuestro estado.

Todos nos quedamos un rato en silencio mirándonos de modo complaciente. Yo me pregunté si acaso ese
feliz final de Silva había sido un premio por aguantar las burlas de sus amigos en la adolescencia o quizás
por aguantar la vida misma, que a veces te traiciona y te juega sucio, burlándose de ti o metiéndote donde
no debe; pero en otras ocasiones, también se presenta como una fiesta con regalos y festejos, como lo
hacía González; o te saludaba con tu cerveza preferida entre las piernas de un buen recuerdo, como le pasó
a Silva.

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