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Bultman Realizada Escatologia Licenciatura - Tema - 09 PDF
Bultman Realizada Escatologia Licenciatura - Tema - 09 PDF
INTRODUCCIÓN:
La Revelación nos presenta una escatología progresiva en la que es posible reconstruir las
etapas de un camino, donde se perfila la convicción de que el verdadero objeto de la esperanza es el
mismo Dios. En el N. Testamento esta convicción reviste carácter cristológico. Las líneas de
evolución de esta escatología pueden enlazar con los conceptos de promesa y fidelidad de Dios a
sus promesas. Una fidelidad que, termina superando las fronteras del tiempo y de la muerte.
Desarrollaremos este tema en tres partes: en primer lugar, recorreremos las diversas etapas por las
que el Israel del A. Testamento descubre la promesa hecha por Dios al pueblo. En segundo lugar, es
estudio de la tensión presente – futuro de la escatología neotestamentaria, derivada de la tensión
entre el “ya” y el “todavía no” del Reino de Dios predicado por Jesús. Y en tercer lugar, la venida
de Cristo como acto final de su señorio salvífico sobre la historia y la creación.
ESQUEMA:
9.1
B.- LO QUE DEFINE LA ESCATOLOGÍA DEL N. TESTAMENTO ES EL CUMPLIMIENTO,
EN LA PERSONA DE JESÚS DE NAZARET, DE LAS PROMESAS QUE EL PUEBLO DE
ISSRAEL ESPERABA DE DIOS:
- Escatología consecuente
- Escatología realizada
- Bultmann
- Cullmann
- Moltmann y Metz
- Visión paulina
- Visión joánica
9.2
4.- EL JUICIO FINAL: EL MOMENTO DE LA VERDAD DESVELADA:
“El A. Testamento no nos enseña casi nada sobre la vida eterna. y sin embargo, es
escatológico de principio a fin y está orientado hacia la meta que Dios ha fijado a su pueblo” (E.
Brunner). Aunque la primera afirmación de esta cita no sea exacta para el que admite la canonicidad
del libro de la Sabiduría y la de ambos libros de los Macabeos (libros que presentan claramente una
escatología ultraterrena) debemos, no obstante, suscribir la segunda referida al carácter escatológico
global del A. Testamento. El problema, dada la discontinuidad y fragmentariedad de tal escatología,
es el de reconstruir con cierta exactitud las etapas de un camino que durante bastante tiempo
permanece sujeto a una perspectiva terrena, y sobre todo, identificar en la sucesión de esas etapas
una lógica interna que explique su culminación en la perspectiva ultraterrena.
El camino bíblico de la esperanza está marcado por estas etapas que, a pesar de cambiar las
concreciones contingentes, revelan la persistencia de una espera de fondo. Desde la primera etapa,
en la que esa esperanza se concreta en la promesa de una “tierra que maná leche y miel”, a la
última, en la que se vislumbra un destino humano más allá de la muerte, domina una fe constante en
la fidelidad de Dios a sus promesas. La experiencia de los límites de cada una de las formas de
cumplimiento, con las consiguientes decepciones, ayudará a Israel a seguir adelante hasta
comprender que el futuro de Israel y de cada creyente no es una “cosa”, sino el mismo Dios. La
sucesión no significa de ningún modo un camino de espiritualización creciente de la promesa, sino
más bien una creciente radicalización de la esperanza.
9.3
La historia de Israel se encuadra en la perenne tensión entre promesa y cumplimiento. En este
contexto es donde nace y se desarrolla la escatología bíblica: nace de las expectativas suscitadas
por la promesa y se desarrolla por medio de una lenta pedagogía divina que ofrece, en un primer
momento, un futuro terreno y acaba suscitando una esperanza que rebasa el acontecer histórico.
En esta pedagogía divina, que orienta hacia metas cada vez más propias de la espera, parece
desempeñar un papel determinante el factor psicológico de la desilusión. El cumplimiento
siempre parcial de cada promesa obliga al pueblo elegido a desplazar hacia delante los confines
de la espera, hasta que tales confines terminan rebasando el terreno de la historia.
Así, la meta a la que se tiende se vuelve cada vez más transparente a medida que evoluciona la
experiencia religiosa de Israel. Sólo en la última etapa de esta evolución, con los libros de la
Sabiduría y de los Macabeos, la conciencia de Israel llega a atisbar el éschaton más allá del
acontecer histórico y de la muerte. Mas ello no significa un salto cualitativo ni, mucho menos,
una inversión de horizontes.
La intencionalidad subyacente a todo el proceso de desarrollo es la misma: la meta real de
todas las expectativas se encuentra sustancialmente, por encima de las formulaciones
particulares, en Dios mismo. En cambio, varía la conciencia histórica de Israel y el modo de
comprender su relación con Dios. El desenlace último que hemos señalado no hace más que
llevar hasta el fondo la lógica de una relación que, como quiera que se la interprete, permanece
definitiva y totalizante.
Este desarrollo no se ha de interpretar tampoco como un proceso de progresiva
espiritualización de las expectativas. Se trata, por el contrario, de un proceso determinado por la
profundización de la conciencia de pertenecer a Dios; proceso en el cual el Reino de Dios
penetra cada vez más a fondo en el hombre y en el mundo. Resurrección e inmortalidad del
alma no son en definitiva más que la expresión extrema de la fidelidad de Dios al hombre.
El hilo conductor que permite unificar las etapas a través de las cuales se desarrollan las
expectativas de Israel sobre el futuro es la promesa de bendición hecha a Abrahán: “En ti serán
benditas todas las naciones” (Gén 12, 3). Esta promesa se expresa en formas diversas, ligadas a
expectativas que se encuadran en las diferentes situaciones históricas en las que Israel tuvo la
experiencia de su relación con Dios.
Durante la época nómada de su historia, Israel se siente un pueblo peregrino que encuentra su
seguridad
solamente en Dios. La incertidumbre del presente ante una tierra desértica e inhóspita le lleva a
soñar con un futuro de posesión de una tierra propia, fértil, abundante en lluvia, rica en población,
ganado copioso y grandes propiedades. La promesa adquiere entonces el aspecto de una tierra en la
que mana leche y miel. Tal es el “leitmotiv” del Pentateuco. En esta perspectiva, la época de los
jueces podía considerarse la de una escatología realizada. Sin embargo, a la consecución del
objetivo sigue enseguida la desilusión y con ella el alejamiento de Dios y la claudicación ante la
fascinación de la idolatría. Así, nos lo recuerda la lucha que contra ella sostuvieron Elías, Eliseo y
los más antiguos profetas bíblicos, como Oseas y Amós.
• La experiencia de la monarquía.-
9.4
comunidad unificada no sólo por la fe, sino también por factores institucionales y territoriales:
Jerusalén, templo, rey, centralización política, militar y administrativa. Pero surge también el
peligro de una interpretación secularizada, triunfalista y mundana, vigorosamente denunciadas por
los profetas.
La nueva situación lleva también a expresar en términos diversos la esperanza en el futuro. Ahora
se asocia con más decisión a la persona del futuro rey mesiánico, nueva concreción de la bendición
de Abrahán. Sin embargo, la sólida unidad de los reinos de David y Salomón, celebrada en tonos
claramente eufóricos, resistirá poco tiempo.
La división de los dos reinos desde el año 930 a. C. (Judá e Israel) lleva a una desilusión y al
desplazamiento de
la esperanza hacia un futuro “día de Yahvé”, que habría de otorgarle a Israel la superioridad sobre
los demás pueblos. Era una perspectiva que corría peligro de ser politizada en exceso y en
consecuencia, descaminada; razón por la cual fue criticada con dureza sobre todo por Amós, que se
sale de los angostos esquemas nacionalistas de sus contemporáneos y dilata la mirada hasta
contemplar una visión universal de la acción de Dios. Con el “día de Yahvé” entra en escena un
elemento de notable importancia en el proceso de formación de la escatología. Dicha expresión, que
proviene de la institución histórica de la guerra santa, coloca en primer plano el juicio de Dios no
sólo sobre las gentes, sino también sobre Israel. Se perfila así un nuevo modo de concretar la espera
de salvación que tendrá gran desarrollo en la tradición profética, donde esa expectativa será
trasladada al plano ético, sirviendo de apoyo a la maduración de una auténtica esperanza en los
últimos tiempos.
• El período preexílico.-
• El período exílico.-
El fracaso político de Israel y de Judá, así como la experiencia del exilio bajo Asiria y
Babilonia, dan el golpe de
gracia a las ilusiones de un futuro salvífico de tipo político y nacionalista. Pero será sobre todo el
Deuteroisaías
(Is 40-55) el profeta de la nueva espera escatológica. Es característico de este profeta la relación que
establece entre el obrar protológico de Dios y su intervención escatológica. Ambas intervenciones
se expresan con el verbo “bara” (crear). El éschaton aparece a la vez como el cumplimiento de la
creación y como una nueva creación. De este modo la nueva figura del reino de Dios conserva su
sentido histórico terreno, a la vez que se abre a perspectivas nuevas y misteriosas. El nuevo reino no
9.5
está confiado al poder terreno de Israel, sino a la obra silenciosa y continua del “Siervo de Yahvé”,
el cual, con su servicio silencioso profético y misionero, llevará a todas las gentes la luz de la
Revelación de Dios y con su sacrificio vicario reconciliará a “la multitud” (no sólo a Israel) con
Dios.
• El paso a la apocalíptica.-
De esta manera, y en contra de la tesis del Cronista que afirma que la teocracia se realizará
ahora
perfectamente, se va perfilando una nueva dimensión de la espera. Con la literatura apocalíptica, la
espera se abre a un horizonte transcendente. El reino de Dios vendrá del cielo, inaugurando un
nuevo modo de existencia. La clave de esta última fase evolutiva del A. Testamento nos la ofrece el
libro de Daniel, según el cual el curso terreno de la historia y la dirección divina de las cosas
caminan en dos planos distintos. Ante el gran poder de los enemigos de Israel, vistos más en clave
simbólica que realista, se desarrolla la espera de una intervención decisiva divina, que invertirá el
curso de los acontecimientos sin intervenir en su lógica. Aquí la perspectiva terrena es llevada ahora
hasta sus columnas de Hércules, al confín más allá del cual se impone el salto a un mundo que
transciende la misma historia.
No obstante, hay que advertir que una visión apocalíptica demasiado acentuada corre el peligro
de eliminar la tensión existente entre presente y futuro, degenerando en una especie de fatalismo
que lleva al desinterés.
• El judaísmo primitivo.-
9.6
antropología bíblica, que ve al hombre como ser ordenado a la comunión, al establecimiento de
relaciones y al diálogo, nos lleva a comprender la esperanza en términos de comunión con Dios,
aunque esté contingentemente mediada.
9.7
quienes han muerto en su nombre. De este modo aparece, al fin, la idea de la resurrección, más en
consonancia con la antropología semítica que no conoce la separación del alma y cuerpo, y la idea
de la inmortalidad (Sap 2-3) tomada, no sin sustanciales retoques, de la cultura helenística. Junto
con estas últimas ideas se abre camino también la del juicio divino así como la diversa condición de
los justos y los malvados.
La esperanza del pueblo de Israel se va abriendo paso a través de los diversos contextos
históricos por los que tiene que caminar:
- El ambiente espiritual de los salmos: y de la oración individual establece como objeto de
la esperanza permanecer junto a Dios. Se trata de una esperanza que une presente y
futuro en una única perspectiva y que se aferra a la confianza total en Dios. Una
confianza en la vida diaria que no se preocupa ni siquiera de mirar muy a lo lejos, al
futuro personal y colectivo. Es la confianza del niño que se siente seguro en los brazos
de su madre. En este contexto el israelita piadoso está más atento al presente de la vida
con Dios que a la espera de un misterioso futuro.
- El ambiente profético: está muy interesado en ese futuro, intentando adivinarlo según la
lógica de la alianza. Lógica que, por medio del puente tendido desde el pasado
(intervenciones históricas de Dios) hasta el futuro (promesa), intenta conseguir la luz que
ilumine el presente y su compromiso religioso y social.
- El ambiente mesiánico: desarrolla el profético concretando sus perspectivas,
escenificando figuras del mañana que dan cuerpo a las esperanzas de Israel: espera del
mesías concebido, en general, según el modelo davídico.
- El ambiente apocalíptico: prolongación original del profético y mesiánico, parece
expresar la insatisfacción por las perspectivas históricas y la necesidad de hacer saltar los
marcos de una historia que aparece demasiado refractaria a las esperanzas y
excesivamente estrecha para contener sus aspiraciones. Con ello se apunta al final de
esta historia y al comienzo de un nuevo orden de cosas modelado por la promesa y la
esperanza. Tanto la literatura profética como la apocalíptica hablan de una escatología
cósmica (destrucción del cosmos actual y advenimiento de “nuevos cielos” y de una
“nueva tierra” Is 24-27; Dan 7; 12). Al final, cielo y tierra perecerán y el juicio de Dios
se ejercerá sobre todos los hombres.
- El ambiente sapiencial: reacciona también frente a la decepción de la historia, pero de un
modo distinto. No parece convencido de las certezas anunciadas por el profetismo ni por
las grandes concepciones del mesianismo, pero tampoco comparte el radicalismo
apocalíptico. La esperanza parece permanecer como en suspenso, pero no se rinde;
conserva la confianza en Dios apelando a su justicia: si no ahora, al menos en el más
allá. En un primer tiempo no sabe qué decir, como Qohélet, o termina en un acto de fe a
pesar de todo, como en Job; pero en el libro de la Sabiduría expresa una certeza sin
vacilaciones en una vida más allá de la muerte.
Es una opinión bastante general que el A. Testamento se limitó a contemplar una esperanza
terrenal, mientras
9.8
que el N. Testamento habría desviado la esperanza más allá de la historia hacia un futuro celeste.
Semejante opinión no hace justicia al AT ni al NT. No le hace al AT porque no tiene en cuenta la
intencionalidad religiosa de aquella esperanza que, antes de asomarse a un horizonte transcendente,
mira las realidades futuras no como cosas, sino como dones y acontecimientos en los que se
manifiesta la fidelidad de Dios al hombre. Tampoco al Nuevo, porque olvida la estrecha relación
que la esperanza traída por Cristo establece entre historia y eternidad.
El futuro anunciado a partir de Cristo por el misterio pascual de su muerte y resurrección va más
allá de la
existencia histórica y de la muerte. Pero se trata de un más allá que da sentido a la vida humana,
individual y colectiva, con lo que tiene de positivo y de negativo (sentido del dolor y de la muerte).
Lo que define al NT (siempre en la línea de la radicalización de la esperanza característica de la
evolución veterotestamentaria) es la polarización cristológica de esta esperanza. El NT ve en Jesús
de Nazaret no sólo al anunciador sino también al iniciador del reino de Dios en el mundo y en Jesús
resucitado la realización personal del éschaton y la anticipación de la condición definitiva a la que
Dios llama a la humanidad.
9.9
Desde los primeros decenios de nuestro siglo se fue desarrollando, sobre todo en el ámbito
de la teología protestante, un vivo debate sobre la escatología predicada por Jesús. El debate
pretendía no sólo aclarar la relación entre el pensamiento escatológico de Jesús y el de la Iglesia,
sino también, en polémica con la teología liberal del siglo pasado (que había reducido el
cristianismo a un simple sistema moral fundado en el anuncio universalista de la paternidad de Dios
y de la hermandad universal), precisar la importancia de la escatología para la fe cristiana.
- La escatología consecuente: ya a comienzos de nuestro siglo Weiss y Schweitzer
llamaron la atención sobre el carácter explícitamente escatológico del mensaje de Jesús,
urgiendo a la teología a recuperar el significado del éschaton. Schweitzer y otros autores
de la escuela teológica enfrentados con la teología liberal del siglo pasado (Harnack,
Renan, Sabatier, etc.) sostienen que el núcleo del anuncio evangélico es el advenimiento
del reino escatológico. Sin embargo, Cristo sólo habría predicado la llegada inminente de
ese reino, sin efectuar él mismo su realización (tesis de la escatología consecuente y
afirmación del “todavía no” del reino).
- La escatología realizada: a la apertura al futuro del reino anunciado por Jesús se opone la
teoría de la escatología realizada de Dodd. En opinión de este exégeta inglés, Jesús con
su venida inauguró real y totalmente el reino de Dios en la historia, de modo que con él
la historia ha entrado en su recta final. De esta forma la Iglesia es “ya” sacramento del
reino y la Eucaristía, que actualiza la pasión y resurrección de Cristo, es el “sacramento
de la escatología realizada” (la atención se fija en el “YA” del éschaton).
- Bultmann: propone en el marco de su desmitologización del Evangelio, una
interpretación existencial del mensaje revelado. Dicha interpretación consiste en la
invitación a considerar la palabra de Dios como llamada definitiva a realizarse en la fe.
El éschaton no es un dato cronológico, sino un dato existencial.
- Cullmann: toma posición frente a estas tres tesis. En su obra “Cristo y el tiempo”,
después de explicar la diferencia entre la concepción del tiempo griega (cíclica) y la
judía (lineal), marca distancias entre la visión judía, que reconoce en la realización del
plan divino tres tiempos (antes de la creación, entre creación y parusía, después de la
parusía), fijando el centro de la historia en la parusía y la visión cristiana que establece el
centro de la historia de la salvación en la venida de Cristo. De aquí la distinción entre
una escatología incipiente (realizada con la venida de Cristo) y una escatología final (que
tendrá lugar con la parusía). Para ello Cullmann usa la significativa comparación del
“Victory day”: entre la batalla decisiva y el día de la victoria podrá pasar tiempo (es el
tiempo de la Iglesia); pero la suerte está echada, aunque el resultado definitivo se haga
esperar todavía.
- Moltmann y Metz: en esta misma línea de una escatología orientada desde el horizonte
escatológico debemos situar la teología de la esperanza de Moltmann y la teología
política de Metz. Ambas representan un serio esfuerzo por recuperar la esperanza
cristiana para la orientación del presente, proponiendo no limitarse a ir a remolque de la
realidad, sino elevar la antorcha que le precede.
Estas discusiones sobre la escatología predicada por Jesús han subrayado en el fondo
diversos aspectos de una doctrina que se presta realmente a distintas acentuaciones. Hay textos
evangélicos en los cuales la atención recae sobre el “todavía no” del reino (escatología consecuente)
y otros en los que parece recaer más en el “ya” (escatología realizada).
9.10
• La visión paulina.-
Para Pablo, ya desde ahora, por el Bautismo y la Eucaristía somos insertados en la muerte y
resurrección del
Señor y estamos bajo el influjo transformador del Espíritu. Sin embargo, vivimos en el régimen de
la fe y de la esperanza a la espera de la perfección de la visión (1 Cor 13, 12). Pero en esta situación
el creyente está sostenido por la certeza de que nada, ni siquiera la muerte, puede separarle de
Cristo, su salvación definitiva (Rom 8, 35-39; Flp 1, 21-23).
En la perspectiva de la participación en la pasión de Cristo, incluso lo negativo que el
creyente encuentra en la vida, adquiere valor; se convierte no en signo de fracaso, sino en
posibilidad de encuentro con Dios. Pero el apóstol es sensible al hecho de que, a pesar de ser ya
criatura nueva, el creyente vive en una situación de fragilidad: la plenitud de resurrección, la
consumación final, sigue siendo aún futuro. Permanece, pues, viva en Pablo la espera de la parusía
del Señor, ya sea que se la considere (1 Tes), ya sea que se aleje en el tiempo, pero sin afectar por
ello a la certeza de la continuidad de la vida en Cristo y con Cristo.
También el tema de la resurrección de los muertos, relacionado por una parte con la
resurrección de Cristo, y por otra parte con su parusía, muestra la tensión entre el “ya” (en el
Bautismo morimos y resucitamos con Cristo) y el “todavía no” (resucitaremos al final). En esta
perspectiva, Pablo se esfuerza en contemplar tanto la continuidad como la discontinuidad entre la
condición presente y la futura de nuestro cuerpo (1 Cor 15, 35-44), aludiendo también a una
participación de todo lo creado en el destino escatológico de la humanidad (Rom 8, 18-23), que se
llevará a cabo sometiendo todas las cosas al Padre (1 Cor 15, 23-28).
• La visión joánica.-
La tradición joánica (Evangelio, cartas y apocalipsis) refleja una situación diversa de la paulina.
Sin negar la
espera futura, el interés de la segunda generación cristiana se desplaza al don presente de salvación,
indicado sobre todo en la expresión “vida eterna”: una salvación de tal manera definitiva que los
acontecimientos futuros, como la resurrección final y el último juicio, no tienen ya gran relieve. En
el Verbo encarnado se nos ha dado ya la plenitud de vida. El juicio tiene lugar ahora en la decisión
de fe o de rechazo (Jn 3, 18; 5, 24-25). La resurrección está ya en curso (Jn 11, 24-25). La vida
eterna nos es participada ya en Cristo (Jn 6, 54-55), el cual introduce al creyente en su vida de
comunión con el Padre y con el Espíritu (Jn 17, 3.8; 14, 8ss).
La Iglesia, más que como comunidad estructurada, es vista como comunión (Jn 12-17; 1 Jn 1, 1-
3). Su misión,
más que en términos de proclamación, es presentada en términos de revelación. La Iglesia es signo
(sacramento) de la comunión en Cristo con la Trinidad y con los hombres. Su misión es fecunda en
la medida en que hace visible, mediante el amor recíproco, el amor de Dios a la humanidad.
la dialéctica entre el “ya” y el “todavía no” es, en todo caso, un elemento permanente de la
escatología cristiana.
Los acentos son legítimos, pero no la disolución de una perspectiva en otra, a menos de correr el
riesgo de clausurar la esperanza mundanizándola o de relegarla a un futuro transcendente sin signos
visibles en la historia; riesgo, nada imaginario. En este sentido, las tesis más que oponerlas, hay que
integrarlas en la óptica del misterio pascual. De todas formas queda abierto el problema de la
articulación efectiva del “ya” y el “todavía no” del reino, especialmente por las implicaciones que
suponen en la vida cristiana.
Hay un primer modo de referirse al reino que consiste en acogerlo más que esperarlo, en la
convicción de que si no todo se ha manifestado, sí nos es dado en Cristo. Por eso, la esperanza no
debe agotarse nunca en la espera, sino traducirse en acción en orden a la transformación de la
9.11
realidad según el Espíritu de Cristo. Con ello el futuro adquiere forma en el presente. El hoy es el
tiempo de la esperanza.
Un segundo modo lleva a pensar que el futuro, aunque enteramente dado, no está totalmente
revelado, ni disponible, por lo que es menester vivirlo en actitud de espera. El futuro de Dios no
está nunca totalmente inscrito en la historia, ni es previsible. Transciende todas nuestras
realizaciones y expectativas. Se trata de dos aspectos de la misma esperanza cristiana, que nunca
será posible integrar perfectamente y que quizá convenga que actúen creando una saludable
dialéctica que impida al primero degenerar en activismo terreno y al segundo en evasión alienante
del compromiso histórico.
El N. Testamento contempla, en efecto, un éschaton que va más allá de la historia, pero que
no la deja indiferente porque es el lugar dentro del cual comienza la realización del reino, pues Dios
ha tomado en serio la historia humana hasta el punto de hacerse él mismo historia en Jesucristo. La
encarnación nos dice que lo definitivo existe ya en la historia; que por tanto, hay que tomarlo en
serio y que el futuro definitivo debe ser estímulo para el compromiso terreno.
En resumen: la escatología del N. Testamento es Cristo, quien con su muerte y resurrección anticipa
la meta de la historia y sostiene el caminar del hombre hacia su cumplimiento. Pablo ve en Cristo el
punto de convergencia entre pasado, presente y futuro; Juan da la preferencia al presente, mirando a
Cristo como la escatología ya realizada y abierta a todos los creyentes, resucitados con Cristo desde
ahora. Cristo es el alfa y la omega de la nueva era iniciada con su primera venida y que concluirá
con la segunda: la parusía. En el tiempo de la Iglesia, intermedio entre las dos venidas, estamos
llamados a colaborar para transformar la creación y la historia según el proyecto de salvación del
Padre.
- La realeza de Dios.-
El tema clave de la escatología neotestamentaria es el de la realeza de Dios. Israel hacía
siglos que
esperaba el establecimiento de esta realeza, sobre todo después de perder su independencia política.
Con el dominio extranjero, la realeza estaba en manos de los paganos, de Satanás.
Jesús y Juan Bautista comienzan su ministerio anunciando la llegada inminente de este
reino. En el N. Testamento el reino que viene está inseparablemente unido, tanto en el presente
(milagros, expulsión de los demonios, anuncio) como en el futuro (parusía), a la persona de Jesús.
En los últimos escritos del NT el concepto de reino de Dios pierde la importancia que tenía en los
sinópticos, lo que obliga a expresarse de otras formas.
El concepto de Iglesia sirve para designar el señorío divino ya presente, mientras que el
cumplimiento futuro se expresa con otros términos: vida, salvación, gracia, gloria. Posteriormente,
según avanza la cristología, el reino de Dios es concebido y presentado como el reino de Cristo. La
predicación, que se funda en la resurrección, atestigua que Jesús es el Señor de la Iglesia y del
mundo.
- La parusía.-
9.12
Estos acontecimientos concluirán con la aparición del Hijo del hombre (Mc 13, 24-27), con
su parusía (Mt
24, 3). Este anuncio atestigua que la Iglesia cree en una salvación todavía oculta a los ojos de este
mundo. La venida final de Cristo llevará a su culminación la realeza de Dios sobre el mundo,
realeza que está ahora inaugurada en germen en la Iglesia y a través de la Iglesia, sacramento del
reino en el mundo.
El término griego “parusía” que en su uso helenístico indica la visita solemne del emperador
o de un
soberano, es empleado por el NT para indicar la venida del Señor glorioso al final de los tiempos
como juez de todos los hombres y para instaurar definitivamente el reino de Dios. En todo caso, su
uso no es frecuente. En los sinópticos aparece sólo en Mt 24 y en los escritos joánicos únicamente
en 1 Jn 2, 28. En cambio, en las cartas paulinas reviste una extraordinaria importancia. Pero, al
margen del término, la realidad que indica está presente en el discurso escatológico de los
sinópticos Mt 24-25 y en Hechos, donde la Iglesia es ubicada en el tiempo intermedio entre la
ascensión y la segunda venida de Cristo: el mismo Jesús que fue elevado al cielo volverá Mt 1, 11.
La venida gloriosa de Cristo al final de los tiempos se indica, no sólo con el neologismo griego de
parusía, sino también con otros términos: “día del Señor” (es la expresión que con más frecuencia
designa la parusía; constituye la transposición cristológica del “día de Yahvé” en el AT), “Venida
del Hijo del hombre” (en los sinópticos), “Epifanía” (en las cartas pastorales), “Apocalipsis” y
“Manifestación”.
Las representaciones espaciales de esta “venida en poder”, con el aparato cósmico que le
acompaña, no son más que el ropaje simbólico de su carácter mayestático. La Iglesia apostólica está
toda ella proyectada hacia la expectativa gozosa de esta venida, que coincidirá con el juicio final y
la resurrección de los muertos (la conexión de estos elementos escatológicos en 1 Cor 15, 23-28).
9.13
cultual y sacramental. En este sentido habla Pablo del Bautismo (Rom 6, 3-5) y de la cena (1 Cor
11, 23-26).
La esperanza cristiana no se refiere sólo al “alma inmortal”, sino a todo el hombre, alma y
cuerpo, con su
mundo. En una palabra, a toda la creación. Por eso, la reflexión teológica debe tomar en
consideración, junto a la dimensión histórica de la escatología, su dimensión cósmica. En la visión
cristiana también la materia tiene un destino eterno, al menos en nuestros cuerpos resucitados, que,
de algún modo, postula la persistencia de cierto marco cósmico de referencia. A diferencia del
platonismo, que ve la salvación en la liberación de la materia, el cristianismo, religión de la
encarnación, predica la salvación del hombre entero y el nexo entre el cosmos y este hombre
salvado. En esta perspectiva plantea el problema de las relaciones entre el cosmos actual y el futuro.
Que tipo de influjo ejerce en la preparación del mundo futuro el trabajo humano y en general, el
esfuerzo realizado para mejorar el mundo presente.
9.14
y el mar ya no existía. Vi también bajar del cielo, de junto a Dios, a la ciudad santa, la nueva
Jerusalén, ataviada como una novia que se adorna para su esposo”. Análogo es el
pensamiento de 2 Pe 3, 13: “Nosotros, sin embargo, según la promesa de Dios, esperamos
unos cielos nuevos y una tierra nueva, en que habite la justicia”. El texto ha de leerse en
conexión con el v. 12 donde se habla de la destrucción del mundo actual o al menos de su
forma presente.
Sobre la participación del cosmos en la salvación final es necesario fijarse en Rom 8, 19-22
que habla de las repercusiones cósmicas del pecado y de la salvación: “Porque la creación
misma espera anhelante que se manifieste lo que serán los hijos de Dios. Condenada al
fracaso, no por propia voluntad, sino por aquel que así lo dispuso, la creación vive en la
esperanza de ser también ella liberada de la servidumbre de la corrupción y participar así en
la gloriosa libertad de los hijos de Dios. Sabemos, en efecto, que la creación entera está
gimiendo con dolores de parto hasta el presente”.
Los defensores de la teoría de la influencia indirecta tienden a interpretar este texto como
simple metáfora, mientras que los de la influencia directa, que ven en él uno de los
principales soportes de su tesis, rechazan semejante interpretación porque supondría vaciar
de significado el texto en cuestión.
El Vaticano II, sin querer entrar en estas discusiones, mantiene viva la polaridad entre el
aspecto de novedad (Lumen Gentium) y el de continuidad (Gaudium et Spes).
9.15
Según la Biblia, el futuro prometido por Dios, sólo en parte manifestado por el momento, se
desplegará totalmente, por iniciativa divina, al final de los tiempos. El que ese final sea expuesto
con el lenguaje catastrófico de la apocalíptica (destrucción) o con el profético de la renovación
(tierra nueva y cielos nuevos), en el fondo no establece ninguna diferencia sustancial, ya que el
primer modo acentúa la transcendencia y la novedad de ese futuro y el segundo su conexión con el
presente, dos datos que forman parte del mismo mensaje. En efecto, en la revelación el futuro del
reino está ya inscrito en la duración del mundo y de la historia: los últimos tiempos han comenzado
“ya”. Por eso, el devenir de la humanidad entraña posibilidades que superan los medios y los fines
inmanentes.
El dramatismo de las representaciones apocalípticas quiere en sustancia llamar la atención
sobre el “novum”, que fermenta ya en la historia, pero que la transciende infinitamente. Por eso, el
fin del mundo es visto simultáneamente en términos de conclusión y de recapitulación. El concepto
que sirve de bisagra entre estos dos polos, evitando contemplar el fin como desmantelamiento o
prolongación del orden actual, es el de transformación, que ha de entenderse en la perspectiva
cristológica. La fe en la venida de Cristo expresa, en definitiva, la convicción de que la salvación, si
bien actúa “ya” en la historia, irrumpirá de modo definitivo desde lo alto, aunque ello no excluya,
sino que postule, la cooperación del hombre. Cristo resucitado es la anticipación de la renovación
que al final, gracias a él, afectará a toda la creación. Esto confiere sentido al compromiso del
creyente para la transformación del mundo en la dirección del reino.
En el NT esta “venida gloriosa” está en el centro de todos los acontecimientos escatológicos: fin
de la historia,
juicio, resurrección de los muertos. Resurrección, juicio y renovación cósmica no se han de
entender sustancialmente como acontecimientos separados, sino como expresiones del único
acontecimiento escatológico, que es la afirmación definitiva del señorío de Cristo. De este modo se
patentiza que, en definitiva, nuestro éschaton es Cristo y que la esperanza cristiana, más que esperar
algo, espera a alguien.
Que estos acontecimientos de la parusía son inseparables se ve manifiestamente en 1 Cor 15,
donde la venida de Cristo pone en movimiento todo el proceso de la consumación final: la
resurrección de los muertos, el juicio (24-26), el fin del mundo presente (24) y el advenimiento de
la nueva creación, en la que Dios lo será “todo en todos” (28). Semejante venida, más que el final
indica el fin o la meta a la que tiende la historia. Por eso, es objeto de espera gozosa y de esperanza,
no de temor. Tal es el sentido de la invocación litúrgica “Marana-tha” (“Ven, Señor”). Esta espera
gozosa, tan viva en la Iglesia apostólica, se va debilitando progresivamente desde la época patrística
al medievo y desde él hasta nuestros días. Desde la edad Media al Vaticano II y en la profesión de
fe de Miguel Paleólogo y únicamente como alusión marginal. Sólo con el Vat. II recobra la parusía
su importancia en relación con la índole escatológica de la Iglesia (Lumen Gentium 48-49) y de la
liturgia (Sacrosanctum Concilium 8), lo mismo con la actividad misionera (Ad Gentes 9) y con la
orientación providencial de la historia (Gadium et Spes 39).
Durante siglos, la misma teología se limitó a repetir este artículo de fe sin profundizar su
significado. La situación
actual ha cambiado debido a la atención que la cultura actual presta al futuro. El renovado interés
por el tema de la parusía se ha manifestado sobre todo en un vivo debate sobre su carácter de
acontecimiento final o de dimensión estructural de la existencia creyente.
9.16
♦ La parusía como manifestación: la tendencia dominante, alentada también por el fracaso de
los intentos de utilizar las indicaciones bíblicas en clave histórica (cálculos sobre la fecha
del fin), está a favor de la segunda hipótesis: más que un acontecimiento, la parusía sería la
expresión simbólica de la dinámica escatológica de la vida cristiana y de la Iglesia. esta
interpretación, defendida sobre todo por la teología protestante (Schweitzer, Dodd,
Bultmann, Barth...) es aceptada también por algún teólogo católico, como Greshake. Este
autor propone pasar de la interpretación apocalíptica de los acontecimientos escatológicos
(parusía, juicio y resurrección) a otra profético-existencial. Con la muerte, el individuo sale
del tiempo y entra en la eternidad. Esta entrada marca el cumplimiento del éschaton
definitivo coincidiendo con el juicio y la resurrección. En la muerte de cada hombre un
fragmento de la historia y del cosmos sale del tiempo y llega hasta Dios, añadiendo una
nueva tesela al gran mosaico del reino de Dios. De ese modo la parusía coincide con la
muerte, la resurrección y el juicio. Pero así se termina privatizando excesivamente el
éschaton y se prescinde del carácter comunitario, claramente afirmado por el NT.
Tendríamos entonces una humanidad, una Iglesia y un mundo sin verdadero futuro.
♦ La parusía como culminación: una posición análoga, pero atenta a no prescindir del novum
de la escatología comunitaria final, es la de Rahner, Boff y otros defensores de la
“resurrección en la muerte”. Afirman estos teólogos, junto al carácter progresivo de la
resurrección (que sólo será completa al final de los tiempos), algo parecido también para la
parusía: la parusía final marcará la culminación de la parusía perenne, que se verifica en la
historia, en la Iglesia y en la existencia cristiana. Por lo demás, el hecho de que el NT
indique a menudo la parusía con términos como Apocalipsis, Epifanía y Manifestación y
que no hable nunca del retorno de Cristo, sino de su “venida” final, indica que se la ha de
entender también como “desvelamiento” y consumación de una realidad ya presente y
operante en la historia.
♦ La venida definitiva: aunque los Padres introdujeron el concepto de las dos o tres venidas de
Cristo (en la carne, en la Iglesia y al final de los tiempos), parece más correcto hablar de una
única venida, aunque articulada diversamente en el tiempo. Ello no significa olvidar la
tensión entre el “ya” y el “todavía no”, sino llamar la atención sobre el hecho de que el
presente está ya bajo el signo del éschaton o mejor, del éschatos, que es Cristo resucitado,
recapitulador de la creación. Esta conciencia es de fundamental importancia tanto para la
existencia cristiana como para la vida de la Iglesia. en efecto, la pérdida de la sensibilidad
escatológica priva de mordiente a la ética cristiana y lleva a la Iglesia a un repliegue
institucional que, a la larga, termina anulando su carga innovadora. Su recuperación no
puede menos de dinamizar el compromiso del creyente y el impulso profético de una Iglesia
que se siente instrumento de la recapitulación de todas las cosas en Cristo o como se
expresaba Teilhard de Chardin con una fórmula feliz, de la “cristificación del mundo”.
Las observaciones que preceden ayudan a entender en su justa perspectiva el problema del
tiempo y de los signos del final. Respecto a la fecha del mismo y de la parusía, encontramos en
el NT dos posiciones distintas: por un lado encontramos la negativa a datar estos
acontecimientos basándose en indicios históricos precisos, exhortándonos a una incesante
vigilancia (Mc 13, 37) y por otro lado, se habla de signos premonitorios del fin del mundo, que
se enumeran con cierta exactitud. Son estos:
- La predicación de la fe a todas las naciones (Mt 24, 14)
- La conversión de Israel (Rom 11, 25ss)
- El enfriamiento de la fe (Lc 18, 8)
- La aparición de guerras, cataclismos (Mt 24, 37-39; Lc 17, 26-30) y persecuciones de los
creyentes Apocalipsis.
- La aparición del anticristo
9.17
Entre todos, el signo que luego más atrajo la atención fue el último, la llegada del anticristo.
Pero ya el NT
ofrece dos interpretaciones distintas de este acontecimiento. En 2 Tes 2, 1ss, Pablo alude a un
personaje que habrá de llegar. S. Juan, en cambio, parece identificarlo con una colectividad ya
presente, en la que se encarna el espíritu de oposición a Cristo: en las cartas, con la secta gnóstica y
en Ap 13, 1-10, con el imperio romano. En la versión de Juan, el anticristo aparece más que nada
como el símbolo de todo lo que en el curso de la historia se opone al reino de Dios y al señorío de
Cristo. Por eso no es de extrañar que a lo largo de la historia se hayan pretendido ver numerosas
apariciones de éste que, más que un personaje particular, parece una alegoría. Pero tampoco los
otros signos parecen avalar previsiones históricas precisas.
En cuanto al anuncio del Evangelio, ya Pablo estimaba que lo había llevado al mundo
entero, mientras que cada época se enfrenta con esta tarea. Guerras, cataclismos y persecuciones de
los creyentes se repiten por desgracia en todas las épocas, de modo que siempre cabe pensar en la
inminencia del fin.
La conversión de Israel, en masa o progresiva, parece expresar más el deseo de S. Pablo en
relación con su pueblo (respecto al cual no puede faltar la promesa y la fidelidad a Dios) que una
indicación cronológica. A pesar de ello, la tendencia a hacer cálculos y pronósticos basándose en
uno u otro de estos signos se ha mantenido a lo largo de la historia cristiana. Lo cual no tiene nada
de extraño, pues si el presente es “ya” escatológico, cada época puede buscar en su experiencia la
presencia de tales signos. De todas formas, lo que quieren decir las diversas imágenes bíblicas es,
en el fondo, una sola cosa: debemos vigilar permaneciendo a la espera de la venida final de Cristo,
como las vírgenes prudentes, que conservan sus lámparas encendidas. Hemos de caminar al
encuentro de Cristo con la certeza de encontrarnos con él en un mundo renovado por su Espíritu.
Aunque con Pablo y los sinópticos las vemos proyectadas en el futuro y con Juan las
refiramos al presente, estas imágenes intentan hacernos comprender el dominio de Jesucristo sobre
la historia y no ofrecernos informes particulares sobre precisos acontecimientos cósmicos e
históricos del futuro. Afirman sencillamente que Jesucristo es el verdadero Señor del mundo y de la
historia y que nosotros estamos llamados a colaborar en la afirmación de su señorío en el mundo en
espera de que éste se manifieste de manera definitiva.
Estrechamente ligado a la parusía está el juicio final, que puede interpretarse no tanto como
un acto distinto de la parusía y de la resurrección de los muertos, sino más bien como un modo de
subrayar el significado de los acontecimientos finales. Este significado puede resumirse así: al final,
Dios dará a conocer su pensamiento (juicio) sobre todo el curso de la creación y descubrirá
plenamente su proyecto sobre la historia y el cosmos. En aquella hora de la verdad lo que estaba
oculto se manifestará, descubriéndose el verdadero valor de cada gesto humano en la realización del
proyecto divino.
La Escritura presenta esta revelación definitiva de Dios y de la verdad de las criaturas de
varios modos. El AT la contempla como el “día de Yahvé” entendido, bien como el día de la luz
(Am 5, 18-20), bien como día de tinieblas y de la ira contra los malvados (Is 13; Sof 1, 14-18; Dan
2, 7. 10-20). El NT habla de un juicio ante un tribunal (Mt 5, 25-26), como el salario de los
jornaleros (Mt 18, 22-35; 25, 14-30; Lc 16, 1-9) de liquidación de cuentas, en el que cada uno
recibirá lo que ha merecido (Mt 20, 1-16), como separación de las ovejas de los cabritos (Mt 25, 33)
o de los peces buenos de los malos. Evidentemente se trata de imágenes que indican la
manifestación del juicio divino sobre la verdad del hombre. Una verdad que, en la hora actual, pasa
desapercibida a nuestra mirada, más atenta a los falsos espejismos que la seducen desde el mundo.
Con el acontecimiento de la parusía Cristo juzgará la historia en el sentido de iluminar su
trayectoria total, que en el presente permanece oscura y desconocida. Descubrirá sus intenciones
ocultas, sus significados parciales, su sentido más profundo y último. Su acción salvífica, que ha
guiado desde dentro, sostenido y sanado la historia de los hombres, destacará sobre la derrota del
9.18
mal y del pecado. es indudable que en el curso de la historia no tenemos una revelación evidente del
designio de Dios. Dios no interviene necesariamente a favor de los buenos para frenar a los
malvados. El misterio de la cruz muestra hasta que punto Dios respeta la libertad del hombre,
exponiéndose incluso a la acusación de permanecer oculto.
El silencio de Dios que parece dejar el mundo a merced de las fuerzas del mal, el escándalo del
dolor y de la muerte, la persistencia de injusticias en el mundo y en la misma Iglesia, son otras
tantas oscuridades que hacen difícil descubrir un designio divino y más aún su realización. Pero, al
fin, llegará el “día del Señor”. Entonces Dios saldrá definitivamente de su ocultamiento y todo
quedará iluminado. Entonces la historia revelará su verdadero rostro, las verdaderas y falsas
grandezas, la acción misteriosa de la gracia que ha sabido escribir recto con los reglones torcidos
por el pecado. entonces el pequeño se convertirá en grande y el grande en pequeño.
Así pues, el juicio no es una acción externa que se superpone a la historia de la salvación,
sino el desvelamiento de la dinámica interna de esta historia que se rige por dos elementos: la
salvación que Dios ofrece y la acogida o el rechazo del hombre a dicha oferta. El concepto de
juicio, estrechamente unido al de salvación, pone de manifiesto que dicha salvación interpela a la
libertad y a la responsabilidad del hombre. En este horizonte hay que entender el premio y el
castigo. Estamos quizá demasiado habituados a pensar el día del juicio en la perspectiva medieval
del “Dies irae” (expresada eficazmente también en el fresco de M. Angel de la capilla Sixtina) y por
ello nos cuesta trabajo entender el gozoso “Marana-tha” (“Ven, Señor”) del NT y de las primeras
generaciones cristianas. Semejante equívoco ha favorecido más un estrecho moralismo, inspirado
en el miedo, que un atento compromiso en la construcción del reino.
En la tradición cristiana se habla del juicio final o universal ya desde el principio. En cambio,
sólo desde el siglo
IV se comienza a hablar explícitamente del juicio particular o personal que sigue inmediatamente a
la muerte y del cual depende el destino ultraterreno. Las profesiones de fe de la Iglesia antigua
hablan de un juicio final en el que Cristo volverá para juzgar a los vivos y a los muertos (símbolo
apostólico, nicenoconstantinopolitano y atanasiano). Una fórmula semejante se encuentra en el
Concilio de Lyón de 1274 y en la Constitución Benedictus Deus de 1336. En cambio, no existe una
declaración explícita del Magisterio sobre el juicio particular, aunque se le ha de considerar
9.19
implícitamente contenida en las declaraciones de los siglos XIII-XV, donde se enseña que las almas
reciben la retribución inmediatamente después de la muerte o de una eventual purificación. Un
esquema sobre el juicio particular, preparado para el Vaticano I, no pudo ser aprobado y
promulgado.
Para la teología queda el hecho de que el juicio particular parece relativizar la importancia del
universal. Si la
suerte de los individuos se decide en el momento de la muerte, ¿qué importancia puede tener una
ratificación final?. La respuesta que cabe aducir es que en el juicio final se realizará la
manifestación universal de lo ocurrido en el juicio particular. Esa manifestación no se ha de
interpretar como el hecho de hacer público lo que era privado, sino como el descubrimiento del
vínculo profundo que liga a cada persona con el conjunto humano. Ningún hombre es una isla.
Aunque difícilmente se dé cuenta de ello, cada hombre está en comunión, en el bien y en el mal,
con toda la creación.
En el juicio final esta unidad de toda la creación aparecerá claramente e iluminará también el
sentido del juicio
particular. En cierto sentido, ambos juicios se reducen a un mismo acontecimiento. “No podemos
negar que bíblicamente no hay dos juicios, ni dos días de juicio, sino sólo uno. Por eso tenemos que
ver el juicio particular que tiene lugar después de la muerte en relación dinámica con el juicio final”
(Von Balthasar).
9.20
A la pregunta: ¿cómo resucitan los muertos?, Pablo responde explícitamente en 1 Cor 15, 35-53
recurriendo a
la experiencia de la corporeidad de Cristo resucitado y refiriéndola a la resurrección de todos los
muertos. el Apóstol se opone aquí decididamente a la corriente judía, que entendía el cuerpo
resucitado como del todo idéntico al cuerpo terreno y el mundo de la resurrección como la simple
continuación del mundo terrestre. Rompe , pues, explícitamente con toda interpretación naturalista
o fisicista de la resurrección. Pero esto no significa renunciar al realismo de la resurrección. Para S.
Pablo la corporeidad no sólo existe en sentido adamítico, como “cuerpo animado”, sino también en
sentido cristológico, según el modelo de Cristo resucitado, como cuerpo transformado por el
Espíritu. Por eso, el realismo de Pablo no es ni espiritualismo ni naturalismo, sino un realismo
pneumático.
Esta fe es recogida en el primitivo credo occidental en la fórmula “Resurrección de la carne”
(en Oriente prevalece la expresión menos problemática “Resurrección de los muertos”). La fórmula
es objeto, además de las ironías de los platónicos Celso y Porfirio, de la reacción gnóstica de los
valentinianos, los cuales, apelando a 1 Cor 15, 50 (“la carne y la sangre no pueden heredar el reino
de Dios”), proponen una interpretación espiritualista de la resurrección como salida de la historia y
entrada en la eternidad. Contra esta espiritualización de la esperanza cristiana (preludio de
tendencias análogas de nuestro tiempo) reaccionan Tertuliano, Justino, Atenágoras, Ireneo, Cirilo
de Jerusalén, Gregorio Niseno, Juan Crisóstomo y Agustín, los cuales, apelando a la encarnación,
defienden la resurrección real del cuerpo.
En esta línea se mantienen las numerosas intervenciones magisteriales que se limitan, sin
embargo, a afirmar la
identidad entre el cuerpo terrestre y el resucitado, sin precisar en qué consiste esa identidad y en qué
consiste la diferencia. A este respecto la teología ha adoptado diversas posturas:
♦ Identidad material: afirma esta teoría que el cuerpo resucitado constará de la misma materia que
el terreno. Tomada en todo su rigor, semejante concepción no es fácil de defender. Ya en la
antigüedad se atraía las ironías del neoplatónico Porfirio (en el momento de la resurrección,
¿dónde podrá encontrar su cuerpo un náufrago, cuyo cadáver ha sido devorado por los peces,
comido por los pescadores y devorado a su vez por los perros...?). hoy, una serie objeción
podría venir de los transplantes de órganos, que la misma Iglesia reconoce como legítimos. De
hecho, este modo ingenuo de interpretar la resurrección es el que ha creado siempre dificultades
contra el dogma. Por otra parte, una identidad material rígida no existe ni siquiera en el cuerpo
mortal. Dado el constante metabolismo del cuerpo humano sabemos que su materia se renueva
completamente al cabo de pocos años. No obstante, admitimos, con razón, que se trata siempre
del mismo cuerpo en el transcurso de cada vida humana.
♦ Identidad formal: ya Orígenes distinguía en el cuerpo algo que cambia continuamente (y que no
resucita) y algo que permanece (y que resucita). Sin embargo, la extraña manera de considerar
lo que permanece (el cuerpo ideal en forma esférica) desacreditó su tentativa. Un cambio
importante se produce con la antropología tomista, la cual recupera en clave aristotélica (el alma
como forma de cuerpo) la unidad del hombre, permitiendo establecer la distinción entre cuerpo
y corporeidad, abortada en Orígenes. En la perspectiva tomista el alma, en cuanto forma del
cuerpo, aunque forma “subsistente”, conserva un lazo intrínseco e irrenunciable con el cuerpo.
Ahora bien, siendo el cuerpo el lugar y el instrumento de las relaciones con los hombres y con el
mundo, la perfecta realización ultraterrena del hombre postula, junto con la salvación del alma
inmortal, también la del cuerpo. Según esta doctrina, la identidad del cuerpo está determinada
no sólo por su forma, que es el alma, sino por la materia en sentido fisiológico. De ahí que la
9.21
identidad del cuerpo permanezca a pesar de las constantes variaciones de sus elementos. Si el
alma es la única forma del cuerpo, las transformaciones por las que pasa el cadáver no interesan
al hombre, pues aquella materia ha pasado a otras formas extrañas.
♦ Identidad personal: mas con ello se replantea el problema de la identidad entre el cuerpo mortal
y el resucitado. Identidad que este enfoque conceptual, independientemente de las intenciones
de Santo Tomás, no parece garantizar suficientemente. Sobre esta problemática ha vuelto en
tiempos recientes K. Rahner, quien también observa que el alma, por su naturaleza, está
esencialmente coordinada con el cuerpo, sea cual fuere la forma que pueda asumir esta
coordinación. En esta perspectiva la identidad del cuerpo no significa identidad material (ya en
esta vida el cuerpo se transforma de continuo y se renueva por completo al cabo de unos años).
El cuerpo resucitado tendrá la misma identidad personal, no material, del terreno. Este concepto
enlaza fácilmente con la tesis de Teilhard de Chardin, el cual ve la evolución como una
progresiva unificación de la materia por obra del Espíritu. La fuerza transformadora de Cristo
triunfa así sobre la entropía y la disolución (así se unen las dos series de imágenes bíblicas: la de
destrucción del mundo y la de la irrupción de cielos nuevos y tierra nueva).
¿Qué decir de estas ideas?. Partiendo de la experiencia actual es imposible imaginar en qué
consistirá
concretamente la condición del cuerpo resucitado. Sin embargo, es cierto que la dinámica del
cosmos llevará a una meta, a una situación en la cual la materia y el espíritu estarán coordinados
entre sí de un modo nuevo y definitivo. Esta certeza puede ayudarnos a imaginar en cierto modo
en qué consistirá la resurrección de la carne.
9.22
también bajo la apelación a la plenitud de vida. La muerte se presenta entonces semejante al
nacimiento. Con la muerte, el hombre, a través de una crisis biológica similar a la del nacimiento
(separación del seno que le ha nutrido, paso doloroso pero necesario para entrar en un mundo nuevo
y más vasto), entra en un universo nuevo y más amplio, no marcado ya por los rígidos
condicionamientos de la experiencia terrena y en el que podrá realizar plenamente todas sus
relaciones: con Dios, con los demás y con el cosmos. Así, al morir, en cierto modo terminamos de
nacer. Con la muerte todo el hombre (no sólo el alma) entra en su condición definitiva, donde no
tiene ya sentido la espera de un fin del mundo. En esta condición, la identidad del cuerpo no
significa identidad material. El cuerpo resucitado tendrá la misma identidad personal, no material,
del terreno.
Greshake considera que la realidad mundana, material, conoce una “consumación” progresiva e
ilimitada, más
no un término. Si no hay punto terminal del tiempo, tampoco puede haber un estado intermedio. Sin
embargo, Boros y Boff intentan salvaguardar la novedad de la escatología final cósmica,
introduciendo de hecho la idea de una resurrección progresiva. De este modo, creen ellos, no se
vacía de significado la espera de una resurrección final.
9.23
9.24