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Los sociólogos, en especial los dedicados al mundo jurídico, no acostumbran

mirar la argumentación como un objeto de su trabajo. Si bien ya no creen que


trabajan con “hechos” empíricos, valga la redundancia, tampoco piensan que el
discurso sea su objeto principal. Sin embargo, tratándose del derecho, lo cierto
es que los juristas, cuando actúan como tales, hablan. Lo que producen no son
“hechos”, sino discursos. Si bien no solamente los “hechos” de los juristas son
objeto de la sociología jurídica, puesto que esta disciplina se interesa por todos
los actores sociales que usan o se ven determinados por el derecho, lo cierto
es que la actividad de los juristas profesionales es uno de sus intereses más
comunes. El asunto es que los “hechos” de los juristas, sus “acciones sociales”,
para decirlo con Weber, son discursos. Ahora bien, si el discurso jurídico desde
Platón y Aristóteles, pero desde antes con los sofistas, es el objeto de la
retórica, disciplina que estudia la retórica tribunalicia, tendrá que resultar que
esta última es objeto propio de la investigación sociológica. Más temprano que
tarde, la sociología jurídica tendrá que ocuparse de la retórica, y los sociólogos
de estudiar retórica, so pena de no conseguir entender plenamente el objeto de
sus afanes.

El otro punto en que se asienta la intención de este trabajo es la convicción de


que la argumentación judicial es un momento del ejercicio del poder. Por tanto,
es un momento de la clase de poder que se ejerce y, como se sabe, entre otras
clasificaciones, puede decirse en nuestro tiempo que el poder se ejerce
democráticamente o autoritariamente. Por uso democrático del poder, en
cuanto al mundo judicial, entenderemos aquí uno que se hace “realidad” —pero
realidad discursiva— en sentencias y otras resoluciones que están
argumentadas de tal manera que los ciudadanos son convencidos de su
justeza

Los argumentos que usan los juristas son variados. Son recursos retóricos a
los que no cabe aplicar las ideas de verdad o error. No tienen nada que ver con
la ciencia, si por ella entendemos la búsqueda de conocimientos “verdaderos”.
Sin embargo, todos —digamos casi todos, para matizar y evitar una discusión
al respecto— los argumentos a los cuales estamos acostumbrados los juristas
tienen algo en común: afirman que si no se resuelve de tal o cual manera,
sucederá algo terrorífico, catastrófico, malo, desaconsejable o peligroso.
ditar al otro como absurdo, esto es, como contrario al logos, a la razón. Pues
bien, los argumentos jurídicos se parecen a la reducción al absurdo, sólo que
en vez de hacernos temer caer en la irracionalidad, nos hacen temer los
terroríficos resultados de resolver de una cierta manera. Y si tal sentido de la
resolución acarreará tales perjuicios, parece quedar claro que debe resolverse
en el sentido contrario, es decir, a favor de la otra interpretación, la que nos
conduce a la paz, la armonía y otras aspiraciones legítimas, a veces, incluso a
la propia justicia. No parece necesario discutir en este momento un elenco de
los argumentos jurídicos, porque discusiones las hay, y a veces tan
complicadas como se espera que sean las que se dan entre abogados. Pero
puede decirse que se habla del argumento a fortiori, del mayor y el menor, de
la analogía y otros. A cambio de detallar estos argumentos y lo que de ellos
han dicho los juristas, hemos de preferir “mirar” lo que “hacen” los jueces.
Algunos jueces.

¿Cuáles son los argumentos o “motivos” que llevan a los jueces a resolver
como lo hacen y no de manera contraria?, ¿son los que se enuncian en las
sentencias o son otros, ocultos, que no se mencionan? En la sentencia de
marras lo primero que salta a la vista es que los jueces resolvieron un conflicto
que enfrentaba al sector social de la alta burguesía mexicana, relacionada con
los bancos, en contra de una enorme cantidad de mexicanos deudores, la
mayoría pequeños capitalistas y, sobre todo, ciudadanos simples que tal vez
habían conseguido comprar una vivienda. Sin embargo, en la sentencia, los
jueces no hablaron de eso. Es decir, en el cuerpo de la sentencia no hay
párrafos en los cuales se argumente acerca de la conveniencia o no de alguna
decisión teniendo en cuenta el problema social y económico que se estaba
resolviendo.

El grueso de la sentencia transcribe la opinión de los jueces inferiores, quienes


tampoco explican las consecuencias sociales de sus sentencias. Pero quedan
claras las dos posiciones principales, lo cual requiere de una mínima
explicación del problema. Muy bien aconsejados —sus abogados no pueden
ser tildados de incompetentes—, a sabiendas de que el cobro de intereses
sobre intereses sería alguna vez contestado, los banqueros idearon un buen
subterfugio: abrieron crédito con intereses leoninos, pero exigieron firmar un
segundo contrato, por una segunda apertura de crédito, la cual serviría para
pagar la deuda del otro contrato. De esta manera, cuando los deudores ya no
pudieron pagar unos intereses que el Gobierno les permitió fueran mucho más
que leoninos, el banco se pagaba a sí mismo con el otro crédito, a favor del
cual se pagaban nuevos intereses, que resultaban, entonces, intereses sobre
intereses. La solución favorable a la mayor parte de los ciudadanos era
sencilla, la encontraron algunos de los jueces inferiores: se trataba de una
obvia simulación, donde lo que quedaba disimulado era el anatocismo. Una
buena jugada, en suma.7 Pero se puede imaginar el “argumento” de la mayoría
de los jueces: se trata de un contrato, el segundo, que aceptaron las partes con
“libertad”; por tanto, no es ilegal esta hábil manera de cobrar intereses sobre
intereses.8

Los jueces usan algunas expresiones que recuerdan vagamente nuestros


pésimos conocimientos de la lógica. Inferencia es una de ellas, pero, en el caso
más notable, usan la expresión lógica jurídica. Además existen argumentos
lógico-jurídicos que conducen al mismo resultado, a saber: que no se pueden
hacer interpretaciones que deroguen tácitamente la regla general de libertad
contractual.9

Puede observarse que al tratarse de lógica, se esperaría lo clásico: dos


premisas y una conclusión, pero no. Le llaman argumento lógico-jurídico a una
simple regla de interpretación; a lo que llamaríamos un topos de la
argumentación. Pero no le llamaríamos un argumento, y mucho menos uno
“lógico”. El texto sigue: “[...] que la distinción relativa a que la capitalización sólo
puede ser posterior a que los réditos se encuentren vencidos y no pagados
implica una prohibición o una restricción contrarias a la regla de interpretación
conforme a la cual, donde la ley no distingue no debe distinguir el intérprete”.
Obsérvese el uso de una palabra usada en la lógica: implicar. Esto es, una
conclusión, al parecer, de un silogismo. La premisa mayor sería algo así como
“prohibido distinguir donde la ley no distingue”; la premisa menor, “interpretar
de cierto modo a favor de los deudores, esto es, que la capitalización sólo
puede ser posterior10 a que los réditos vencieran, sería distinguir donde la ley
no distingue”. Implicación: en este caso no se debe distinguir por qué, pero falta
ese porqué. Dejemos a los especialistas en lógica decidir si este
“razonamiento” merece el nombre egregio de lógico.

Hay varias maneras de entender los argumentos. En la teoría general de la


argumentación es usual diferenciar entre la perspectiva lógica, la retórica y la
dialéctica (Vega 2003). Yo prefiero, en relación con la argumentación jurídica,
distinguir entre una perspectiva formal, una material y una pragmática; en esta
última cabe, a su vez, establecer una subdistinción entre una aproximación
retórica y otra dialéctica (Atienza 2006). En los muy diversos campos de la
argumentación jurídica (argumentación judicial, forense, legislativa,
dogmática. . .; argumentación en materia de hechos, interpretativa, etc.) es
necesario considerar esas tres (o cuatro) perspectivas, aunque el peso relativo
de cada una de ellas no es el mismo; por ejemplo, la perspectiva retórica
desempeña un papel esencial en relación con la argumentación de los
abogados, pero tiene un menor relieve (lo que no quiere decir que carezca de
importancia) en relación con el razonamiento justificativo de carácter judicial.

En definitiva, la pregunta de qué es un buen (y un mal) argumento tiene


respuestas distintas en los distintos campos de la argumentación jurídica, entre
otras cosas porque las finalidades que se persiguen al evaluar una
argumentación jurídica son diferentes, según cuál sea la instancia
argumentadora y la que efectúa la evaluación. La evaluación de los
argumentos es, pues, una cuestión fundamentalmente contextual, pero eso no
quiere decir que no haya criterios —criterios objetivos— para llevarla a cabo.
Quiere decir que los criterios no pueden ser exactamente los mismos para
todas las instancias jurídicas.

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