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A su paso, la gente que creía en sus decires venía por cientos para
escuchar su palabra, tocarlo o verlo, seguramente por única vez en su vida.
Después de tres días de marcha, una gran tormenta los sorprendió. Los
monjes apuraron el paso y llegaron a pueblo, donde buscaron refugio hasta
que pasara la tormenta.
Así pasaron tres días, tras los cuales se puso en camino a paso
redoblado, para tratar de alcanzar a sus compañeros.
Podría haber llegado aunque más no fuera para verlo, pero en el camino
tuvo que salvar una pareja de ancianos que eran arrastrados corriente abajo y
no hubieran podido escapar de una muerte segura. Sólo cuando los ancianos
estuvieron recuperados, se animó a continuar su marcha sabiendo que Buda
seguía su camino...
Esta vez, dijo para sí, es la última oportunidad. Si no quiero morirme sin
haber visto a Buda, no puedo distraer mi camino. Nada es más importante
ahora que ver a Buda antes de que muera. Ya habrá tiempo para ayudar a los
demás después.
Alguien debería quedarse con él, pensó, para que yo pueda seguir mi
camino.
Con mucha ternura acomodó al animal contra unas rocas para seguir su
marcha, le dejó agua y comida al alcance del hocico y se levantó para irse.