Está en la página 1de 2

Xavier Velasco

Quienes vivimos el terremoto de 1985 recordamos no solo esa mañana, sino


asimismo la desolación que le siguió. No una noche, ni 10, ni seis ni 12 meses: fue
año tras año de ir y venir a diario entre la persistencia de las ruinas. Nada que uno
pensara demasiado, con el paso del tiempo, y sin embargo había en el ambiente
—luego entonces, muy dentro de cada quien— un raro sedimento de tristeza a la vista
de tantos edificios derruidos que seguirían allí hasta entrada la década siguiente.
Diría mi madre que “encogía el alma” pasar cerca de aquellos godzillas de cascajo, y
frente a ellos pasábamos a diario.

La añoranza por el paisaje perdido arrastra un sentimiento de despojo. Mira uno los
escombros de su ciudad igual que monumentos a lo que pudo ser y de un día para
otro le fue arrebatado. Pasado el terremoto de Managua en 1972, la gente se habituó
a ubicarse en el centro de la ciudad —cuyas calles, por cierto, hasta la fecha carecen
de nombre— de acuerdo con referencias al pasado perdido. No se citan los
managüenses “en la esquina de la panadería”, sino allí donde medio siglo atrás
cuentan los viejos que hubo una panadería. O una tienda, una escuela, una parroquia
de las que nada queda desde entonces, como no sean leyendas y fantasmas.
Poderosos fantasmas, habría que decir.

Es con seguridad demasiado temprano para advertir el peso de las sombras que
desde ahora caen sobre nuestras ciudades. Tiendas, peluquerías, teatros, fruterías,
talleres, oficinas que hace varias semanas se volvieron espectros en ciudades que
cada día van ganando el aspecto de pueblos fantasma. Suena catastrofista, no lo
niego, y en alguna medida será exagerado, pero no manda uno sobre las desmesuras
de su percepción. Pues si algunas docenas de edificios derrumbados encogían el
alma, ¿qué no harán la apariencia de eterno día feriado, el desempleo boyante y el
tufo a delincuencia sin control, entre tantos productos de la inmensa catástrofe que
ahora mismo sucede? Y no será tal vez la dimensión total de la tragedia, sino la
percepción que de ella quede, el obstáculo más difícil de saltar.

Una de las ventajas compensatorias de los peores desastres es que al fin te haces
cargo de con quién y hasta dónde puedes contar. El amigo, la hermana, la patrona, el
vecino, el Estado. Quién te apoyó de obra, quien solo de palabra, quién se hizo el
distraído, quién no estuvo contigo ni con el pensamiento. Se contarán sin duda por
millones los deudos, desempleados y arruinados por la gran pandemia, todos ellos
hundidos y desconsolados pero también conscientes de las limitaciones de aquello
que un día dieron por hecho, como la geografía cotidiana que fue a dar al desván de
la memoria tras pudrirse semana tras semana a la intemperie, como reses al lado de
la carretera.

Nunca tuve una tienda, un restaurante o cosa parecida, ni me creo facultado para
administrarlos. Sé, no obstante, que intentar vivir de eso supone sacrificios infinitos,
como el de esclavizarse 12 horas diarias a una rutina estricta donde cada día florecen
y se ramifican incontables y engorrosos entuertos. “El que tenga tienda”, se dice,
“que la atienda”. Admira uno a distancia a quien tuvo el tesón y la paciencia para
hacer productivo un sacrificio así. Hoy que esas tiendas cierran para siempre, no hay
cómo calcular las pérdidas de empleados y empleadores. Pues más allá de sueldo o
capital, se habrán ido al demonio cuantos años invirtieron allí. Vuelve el dinero, a
veces, pero jamás el tiempo.

Nada envejece tanto a las personas como la desaparición —súbita, para colmo— del
mundo en que vivieron. Resistir esa carga, disminuirla, absorberla, supone regatearle
crédito al fantasma y ser más fuertes que la propia amargura. No es la primera vez
que se nos cae el mundo, ni tal vez sea la última que lo levantemos.

---o---

Vínculo para mandar tus respuestas al profesor:

https://forms.gle/j1CDSgJarUVMGHLh6

También podría gustarte