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de Ciencias Jurídicas
Filosofía del Derecho
Esta será una exposición de la primera clase de la materia. Voy a utilizar mis grabaciones y apuntes
de clases anteriores para escribirla del modo más parecido que puedo a una clase dictada. El tema que nos
toca “Filosofía y ciencia. Filosofía del derecho y práctica jurídica”, que son los primeros dos puntos de la
Unidad 1, tiene una amplitud tal que no alcanzaría el curso para desarrollarlo. De modo que vamos a
encararlo con el sentido que tiene en el programa, que es el de una introducción para dar un panorama
inicial sobre la materia.
¿Qué es la filosofía? No es una pregunta que se pueda responder con unas pocas palabras. Ni
tampoco puede decirse que haya alguna definición satisfactoria. Sin embargo por algún lado tenemos que
empezar. Podríamos ir aproximándonos a una idea general de filosofía y después irla precisando,
explorando sus matices. Como se sabe, el término está formado por las palabras griegas “philo” y “sophia”
que significan “amor a la sabiduría”. Pero conocer el origen de la palabra no suele decirnos mucho acerca
de su significado. De todos modos tenemos ciertas nociones previas que usamos en el lenguaje cotidiano y
cuando nos referimos a un pensamiento filosófico solemos hacer alusión a algo más profundo, en el sentido
de más importante o más fundamental, que nuestras reflexiones diarias.
Esto hace que para muchas personas que practican diversas disciplinas, incluidas las que trabajan
en el ámbito del derecho, sientan cierta desconfianza hacia los argumentos filosóficos. Piensan que es
como “irse por las ramas” y evitar las cosas concretas. En algunos casos tienen razón. Uno de los artículos
que tenemos en la bibliografía se llama “El complejo de Rock Hudson” y comienza relatando una vieja
película en donde ese viejo actor, Rock Hudson, hace de un personaje que era famoso por la cantidad de
manuales que había escrito sobre la pesca deportiva y sin embargo un día se descubrió que jamás había
pescado y todo lo que había publicado lo había sacado de libros de otros escritores. El autor del artículo
que comento, Víctor Abramovich, dice que eso suele pasar con algunos filósofos o teóricos del derecho
que jamás atendieron a un cliente, presentaron un escrito en tribunales o se amargaron por resoluciones
judiciales que ignoraban cosas básicas de la ley. Hace una crítica, que luego vamos a ver, a un tipo de
filosofía del derecho que se desentiende de lo que realmente pasa en la práctica jurídica cotidiana.
De todos modos ese artículo no deja de ser también un trabajo de filosofía del derecho.
Hemos pasado de la filosofía, sin decir en qué consistía, a la filosofía del derecho, siguiendo sin
explicar de qué se trata. De algún modo la actividad filosófica tiene esta característica, pues para acercarse
a ella y para entenderla hay que ir practicándola a partir de lo que tenemos a mano, es decir, con los
conocimientos básicos que hemos adquirido en nuestra experiencia en la vida. No se puede aprender lo
que es la filosofía “desde afuera” de ella, del mismo modo que no podemos aprender a nadar antes de
meternos en el agua.
Entonces vamos a entrar de golpe en la filosofía, como en el agua, sin mayores preparativos. El otro
artículo que tenemos en la bibliografía de esta clase se llama “La naturaleza de la filosofía del derecho” y
está escrito por Robert Alexy, un importante filósofo contemporáneo del derecho, nacido en Alemania en
1945. Él da esta definición para tomarla como una primera aproximación y comenzar de allí: “La filosofía es
la reflexión general y sistemática sobre lo que existe, lo que debe hacerse o es bueno, y sobre cómo es
posible el conocimiento acerca de estas dos cosas”. La filosofía del derecho, dice poco después, se dirige a
estas preguntas “en relación al derecho”.
En mi opinión, yo tengo algunas prevenciones respecto del pensamiento de Alexy porque creo que
deja la dimensión histórica de lado. Sin embargo ahora lo vamos a tomar precisamente por eso, como
ejemplo de un estilo de pensamiento filosófico, abstracto y a la vez muy riguroso. Ingresar a la temática
filosófica a través de una definición conlleva el inconveniente de que uno puede repetir sus términos,
aprenderla de memoria, pero no la comprende realmente porque no ha ingresado en la actividad de
filosofar. Sin embargo tiene la enorme ventaja de representar un punto de partida que en este caso está
dado por las reflexiones de alguien que ha dedicado su vida a ello. Como técnica de iniciación usaremos esa
definición y la descompondremos, la analizaremos, para ir conociendo que significa. El análisis, dicho sea
de paso, es precisamente el método o proceso de ir dividiendo algo en sus partes más pequeñas para de
ese modo estudiarlas mejor, una por una. Es exactamente el sentido que se le da en la vida cotidiana
cuando hablamos de un “análisis” de sangre y vemos en sus resultados cómo está compuesta, cada uno de
sus elementos constitutivos. De igual modo vamos a hacer el análisis filosófico de la definición que da Alexy
teniendo en cuenta que, como sucede en toda buena definición, cada uno de sus elementos tiene un lugar
preciso y ha sido colocado allí por un motivo determinado.
En primer lugar, dice Alexy, la filosofía es una reflexión general. Tal vez la propiedad más general de
la filosofía, sostiene, sea la reflexividad. El término está asociado al verbo reflejar y a la imagen en un
espejo. Sugiere de este modo que la filosofía es “razonamiento acerca del razonamiento, porque su objeto,
la práctica humana de concebir el mundo, por uno mismo y por los demás, de un lado, y la acción humana,
del otro, está determinado esencialmente por razones”. Dado que utilizamos razones para pensar, para
argumentar, para comprender o para actuar, nuestra actividad se llama razonamiento. El carácter reflexivo
de la filosofía consiste en que razonamos sobre nuestros mismos razonamientos. En filosofía del derecho
razonamos o reflexionamos sobre nuestras prácticas jurídicas y nuestros razonamientos jurídicos. En esto
consiste la reflexividad, en poner en foco y pensar sobre qué es lo que estamos haciendo cuando llevamos
adelante una actividad que involucra el uso de nuestras capacidades mentales.
El carácter general de la reflexión se refiere a que tratamos de abarcar la mayor extensión posible
de nuestros razonamientos y conocer sus características comunes. Hay tres temas que históricamente han
constituido el foco de la reflexión filosófica, tres temas que aunque tengan una gran generalidad no
podemos subsumirlos unos en otros y por eso los consideramos distintos. El primero se refiere a la
pregunta sobre qué es “la realidad”. ¿Qué es lo que existe? El segundo alude a las acciones humanas y
responde a la pregunta sobre lo que debe hacerse, sobre lo que es bueno.
Las reflexiones sobre la realidad o la existencia se agrupan bajo el nombre de ontología. Proviene
de las palabras griegas “ontos” que significa ente o ser y “logos”, que alude a ciencia o teoría. Las
reflexiones sobre las acciones humanas reciben el nombre más conocido de ética.
La ontología, también llamada metafísica, por una parte, y la ética, por la otra, constituyeron la
filosofía occidental europea hasta la llamada “Edad Moderna” cuyo inicio podemos ubicar históricamente a
partir de los siglos XVI y XVII. En esta época aparece un conjunto de problemas filosóficos nuevos,
estimulados por los descubrimientos científicos, que se refieren a cómo podemos conocer, tanto la realidad
como la bondad de las acciones humanas. La pregunta “de cómo justificar nuestras creencias sobre lo que
existe y sobre lo que debe hacerse o es bueno”, dice Alexy, define a la epistemología o teoría del
conocimiento. “Justificar” en este contexto, significa dar razones o motivos, explicar cómo conocemos. Esta
es la tercera gran región del pensamiento filosófico.
¿Qué importancia tienen estas preguntas? Sobre todo ¿qué relevancia adquieren en la práctica
jurídica? Podría parecer que más bien se trata de especulaciones útiles para los profesores o académicos
universitarios, bastante alejadas de los problemas cotidianos de la gente cuyos conflictos ocupan a los
operadores jurídicos. Sin embargo no es tan así. Vamos a ver algunos ejemplos de ontología general y de
ontología jurídica que ilustrarán cómo las preguntas sobre la realidad o sobre lo que existe forman parte de
las argumentaciones en los tribunales.
Da la impresión de que es fácil responder qué existe. Vemos las cosas materiales que tenemos
alrededor. Una mesa, un cuaderno, útiles de escribir, una computadora, muebles, puertas, ventanas, etc.
También existimos los seres humanos, nuestros familiares, amigos y amigas, nuestra pareja. Los animales
que vemos, las mascotas, las plantas, las piedras, el mar, los ríos, las montañas, etc. En otro orden de
realidad tenemos conocimiento de cosas que no vemos pero en cuya existencia creemos porque hay un
consenso generalizado. Sabemos que hay ondas electromagnéticas que nos permiten utilizar la radio, la
televisión, los teléfonos celulares e internet, aunque no las veamos. También estamos seguros de que
existen las Islas Fiji aunque nunca hayamos ido a visitarlas. No parece que necesitemos ser muy reflexivos o
filosóficos para contestar de este modo, ya que se trata de conocimientos que adquirimos en nuestra vida
social por medio de la información y el uso de nuestro lenguaje.
Pero vamos a complicarnos un poco. Especialmente vamos a detenernos en cuestiones que tienen
relevancia jurídica práctica. ¿Las posibilidades existen? ¿Tienen realidad? Obviamente no son una realidad
del mismo tipo que las mesas, las ventanas, los árboles o las ondas electromagnéticas. Como ustedes se
preguntarán adonde quiero llegar voy a exponer
una cuestión propia de los juicios por daños y perjuicios, unos procesos que casi siempre son motivados
por accidentes de tránsito. Muchas veces ocurre que como resultado de este tipo de accidentes una
persona tiene lesiones funcionales o estéticas de por vida. Supongamos una pérdida de un brazo o una
deformación en el rostro en una persona joven. En estos casos los abogados que redactan las demandas
por daños reclaman una cantidad de dinero por “pérdida de chance” o pérdida de una posibilidad de vida.
La “pérdida de chance matrimonial” suele ser así un rubro que figura en los juicios. ¿Debe indemnizarse la
disminución de posibilidades de contraer matrimonio de una persona que como resultado del accidente
tiene una importante afectación estética? ¿Y la posibilidad de una carrera deportiva que se ha perdido por
una lesión en un miembro? Les adelanto que todos ellos se consideran hoy pérdidas indemnizables
judicialmente. De modo que, al menos jurídicamente, las posibilidades tienen existencia. Esto no siempre
fue entendido así. Pero hace algunas décadas comenzó a adquirir importancia en los tribunales la filosofía
existencial que entendía que el proyecto de vida, conformado por el conjunto abierto de posibilidades
futuras, constituía un aspecto de la realidad actual, presente. El proyecto de vida “es mi ser” decía el
filósofo francés Jean Paul Sartre, de modo que toda afectación a ese proyecto es una modificación en la
realidad presente y por consiguiente, han dicho los jueces, deben indemnizarse las pérdidas en las
posibilidades o proyectos de vida.
Por ejemplo, la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso “Loayza Tamayo vs. Perú"
(una sentencia del 27 de noviembre de 1998) admitió la reclamación del daño al proyecto de vida,
señalando que se trataba de una noción distinta del daño emergente y del lucro cesante. La Corte lo
entendió como una expectativa razonable y accesible en el caso concreto, que implica la pérdida o el grave
menoscabo de oportunidades de desarrollo personal, en forma irreparable o muy difícilmente reparable y,
por lo tanto consideró perfectamente admisible la pretensión de que se repare la pérdida de opciones por
parte de la víctima, causada por el hecho ilícito.
Este detalle de los rubros indemnizables no suele aparecer en las leyes ya que los códigos sólo
establecen con carácter general que debe indemnizarse todo daño, o sea toda afectación a un derecho o a
un interés legítimo. Pero la existencia de lo que es un daño, muchas veces, como ocurre con la “chance”
futura, es una decisión fundada en consideraciones acerca de lo que es la realidad, en una ontología de lo
social. Con este ejemplo vemos que no siempre es sencillo determinar lo que existe, que en muchas
cuestiones debatidas eso requiere argumentaciones más fundamentadas.
Hemos comenzado con una exposición de lo que estudia esa disciplina filosófica llamada ontología
y rápidamente pasamos a las indemnizaciones por daño. ¿Nos hemos ido por las ramas o salido de tema?
No precisamente. No pienso agotar los innumerables ejemplos en donde las argumentaciones filosóficas
tienen relevancia en decisiones jurídicas concretas. Lo que quiero es exhibir cómo algo que nos parece tan
“filosófico”, tan abstracto, tan alejado de la realidad, como la pregunta “¿qué existe?” puede modificar una
sentencia judicial en juicios que, como los de accidentes, son –para los abogados− parte de la vida diaria.
Con esto voy a concluir los ejemplos de la relevancia práctica del conocimiento filosófico en el
ámbito del derecho. Una lista de ellos sería interminable. Una vez expuestos estos casos particulares vamos
a volver a hacer un poco de abstracción para extraer algunas reflexiones generales. Aristóteles decía que el
razonamiento dialéctico, que en su sistema filosófico era aquel que partía de premisas probables pero no
necesariamente verdaderas, debía ser utilizado para ejercitar el pensamiento como gimnasia mental, para
aprender a rectificar al interlocutor tomando como premisas las opiniones que él mismo admitía y,
finalmente, como auxiliar de las ciencias. Creo que, sobre todo por los dos primeros usos, es claro que la
filosofía del derecho resulta una parte necesaria dentro de la formación jurídica general. Eduardo Couture,
un jurista uruguayo especializado en derecho procesal que tuvo una enorme influencia en América Latina
durante el siglo pasado, decía por eso que era imposible que del interés por los estudios jurídicos no
surgieran las inquietudes filosóficas.
Ya hemos hecho algunos pasos en filosofía del derecho de modo que podemos detenernos y
reflexionar un poco. Hemos partido de la definición de filosofía dada por Alexy, explicamos a qué se refería
con el concepto de reflexion general y de allí nos trasladamos a aquello sobre lo cual reflexiona la filosofía:
la ontología o teoría del ser o de la realidad, la ética o teoría sobre la corrección de las acciones humanas, y
la epistemología o teoría del conocimiento. * Después nos desviamos hacia cuestiones prácticas de la vida
jurídica para mostrar cómo en ellas aparecían los rastros de discusiones filosóficas subyacentes.
Las historias tradicionales de la filosofía dan cuenta de este proceso como de una separación que
han hecho las ciencias particulares del tronco común filosófico. Ese “tronco” no desapareció sino que
mantuvo como propio el ámbito de las reflexiones sobre los aspectos más generales y fundamentales del
ser, la ética y el conocimiento. No veo motivos para apartarme de este relato, ya que en el plano práctico
nos permite explicar cual fue posteriormente el área de investigaciones de los departamentos
universitarios y facultades de filosofía.
Los tres primeros capítulos del libro de Adolfo Carpio “Principios de Filosofía”, que forman parte de
la bibliografía de esta unidad, comienzan con los problemas básicos de la ontología y concluyen con las
relaciones entre la filosofía y la ciencia. Allí se muestra cómo espacios enteros del saber han ido
adquiriendo su autonomía, constituyéndose en ciencias mediante la delimitación de su objeto y sus
métodos apropiados de conocimiento. A la filosofía le ha quedado, afirma Carpio, la indagación sobre los
conceptos fundamentales en que se basan las ciencias, conceptos que éstas no discuten sino que los toman
ya dados en sus estudios sobre la realidad.
Sin embargo, sostenía Kuhn, hay veces que ese consenso en que se basan la enseñanza y la práctica
científicas, que él llamó paradigma, entra en crisis, tal como ocurrió con la física clásica a principios del siglo
XX. Entonces los científicos suelen volver a incursionar en la actividad filosófica, se rompen los acuerdos
sobre los principios fundamentales y todo se pone en discusión. En el ejemplo de la física, de esa crisis se
salió mediante un cambio de las ideas sobre el tiempo, el espacio y el movimiento, que dio origen a la
teoría de la relatividad, y también mediante una modificación de las nociones sobre la constitución de la
materia y la causalidad, que produjo la mecánica cuántica. Una vez modificadas las bases filosóficas de la
disciplina, la ciencia volvió a ser normal y a dedicarse a la investigación detallada, dejando otra vez de lado
las discusiones sobre temas filosóficos.
La opinión de Kuhn tuvo una enorme repercusión, de la que da cuenta el extendido uso actual del
concepto de paradigma que antes de que él lo utilizara estaba relegado a la gramática. *Sin embargo, los
filósofos de las ciencias sociales cuestionaron que la visión de ciencia normal, tomada de las ciencias
naturales, fuera apropiada para la investigación social. Lo cierto es que pese a que las ciencias sociales
maduras ya van a alcanzar dos siglos de desarrollo, no lo han hecho siguiendo todas un mismo paradigma,
sino que cada disciplina se desarrolla con una pluralidad de tradiciones rivales como si fueran ciencias
normales paralelas, lo que de todos modos no ha impedido el avance en el conocimiento de los fenómenos
humanos. En lo atinente a nuestro tema sobre las relaciones entre ciencia y filosofía, esta
*
En la unidad 5 trataremos el tema de los paradigmas jurídicos.
característica plural de las ciencias sociales hace que los vínculos con los problemas filosóficos sean mucho
más estrechos que en las ciencias naturales. Asi, las diversas tradiciones en ciencias sociales, aún cuando
dialogan permanentemente entre sí, tienen fundamentos filosóficos diferentes que permiten a cada una de
ellas la investigación empírica con una mirada distinta de los fenómenos sociales.
¿Y dónde ubicamos al derecho en este panorama? ¿Se trata de una ciencia? Aunque nuestra
facultad se llame “de Ciencias Jurídicas”, el estatus del derecho entre las disciplinas se encuentra
sumamente debatido. Por una parte podemos aceptar que el derecho, como realidad social y visto “desde
fuera”, forma un sistema, esto es, un conjunto ordenado y coherente de soluciones legales, doctrinarias y
jurisprudenciales a una infinitud de problemas y conflictos que a diario surgen de la vida en común.
Estudiar ese sistema, que es lo que se hace en las facultades de derecho, requiere métodos de observación
y adquisición de conocimientos no muy diferentes de los que se desarrollan en las distintas ciencias
sociales. Pero por otra parte, el derecho no se limita a la descripción de estas soluciones, sino que también
propone sus cambios, sus nuevas alternativas, e incluso reformulaciones amplias de áreas enteras, aún sin
modificaciones legislativas. Valga como ejemplo nuestro derecho penal que, basado en un código
sancionado en 1921, hoy es un derecho enteramente distinto del de hace cien años, pese a que los textos
legales en gran parte son los mismos. Este cambio fue producido desde dentro la misma actividad jurídica.
Con esta otra perspectiva el derecho no se parece a una ciencia sino que comparte con la filosofía, o tal vez
con la política, su carácter de inacabado, de ámbito de discusión y reformulación continua de sus principios.
Por eso decía el jurista italiano Piero Calamandrei que el proceso judicial tiene la lógica del debate
parlamentario, no la de la investigación de la naturaleza.
Deberíamos hacer un poco de historia para elucidar estas relaciones entre derecho, ciencia y
filosofía. El derecho es una de las áreas de estudio más antigua de las universidades nacidas en Europa
occidental a partir del siglo XI. Mucho antes de que se conociera y receptara la filosofía de Aristóteles y sus
investigaciones sobre la naturaleza (en el siglo XIII), ya había un gran desarrollo de los estudios jurídicos a
partir de los textos del Corpus Iuris de Justiniano. Para entonces el derecho había dejado de ser una rama de
la ética para constituirse en una scientia de primer nivel, alcanzando una profundidad y una coherencia en
la formulación de las instituciones jurídicas, que permitió a la Iglesia Católica y a las monarquías comenzar a
extender su poder mediante burocracias judiciales profesionalizadas y organizadas jerárquicamente.
La extensión del poder sobre amplios espacios territoriales, habitados por una diversidad de
comunidades con distintas costumbres, fue requiriendo una unidad y homogenización en las decisiones
judiciales que sólo podía lograrse por funcionarios instruidos de un modo similar durante varios años en las
universidades. El derecho, a partir de siglos de estudio, perfeccionamiento y reformulación del Corpus Iuris
romano, fue el principal instrumento de centralización del poder que permitió, ya desde el siglo XVI, la
conformación de estados modernos. La conquista y colonización de América por las monarquías española y
portuguesa, estableciendo un aparado de gobierno y dominación por encima y al margen de las
costumbres e instituciones de los pueblos originarios, perfeccionó esta idea del derecho
como una lógica propia, autónoma, alejada de las presiones sociales a las que modifica desde el poder.
En el siglo XIX esta identificación del derecho con los mandatos del Estado se encontraba altamente
desarrollada. La teoría de la exégesis francesa, que reducía los estudios jurídicos al análisis de los textos
legales fue la mejor expresión de esta tendencia. A fines de ese siglo y a principios del siglo XX el
positivismo jurídico completó esta idea pretendiendo para el derecho el mismo nivel de certidumbre
científica que tenían las ciencias naturales. Para ello, al igual que se había hecho en las ciencias, había que
separar al derecho de los debates filosóficos, morales y políticos, que no tenían una forma científica de
resolverse, significando con esto que no había “certeza objetiva” posible para decidir en esos debates. Una
vez determinado que el derecho constituía exclusivamente un sistema de normas dictadas por el Estado,
podía alcanzarse la certidumbre necesaria para adquirir estatus científico. El positivismo es, desde esta
perspectiva, una tentativa (la última, creo yo) de practicar el derecho con las mismas características de la
investigación científica. La filosofía del derecho se reducía a una teoría general del derecho (que es el
nombre que todavía tiene en muchas facultades), despojada de cuestiones morales y políticas, y el papel
del científico del derecho, el jurista, consistía en desentrañar el sentido de las normas dictadas por el
Estado. Una vez que la ontología del derecho quedaba limitada a “las normas”, podríamos adquirir un
conocimiento científico y objetivo de ellas, ya que constituían un objeto claro e identificable, dejando de
lado las cuestiones filosóficas opinables que –como sucede en cualquier ciencia− no forman parte de su
temática.
A lo largo de esta materia, y también en otras partes de la carrera, se van a ir estudiando las
ventajas y desventajas del positivismo jurídico como teoría del derecho. Lo que podemos señalar ahora en
esta introducción, es que la historia política del siglo XX puso en crisis esta postura. La certidumbre y
objetividad jurídica que el positivismo permitía se lograba al precio de establecer la omnipotencia jurídica
del Estado y excluir del ámbito del debate jurídico todas las cuestiones relativas a los límites del poder. Esta
omnipotencia jurídica estatal que Europa inauguró con la colonización de América a partir del siglo XVI,
tuvo su enorme crisis en la propia Europa con el Estado nazi y el holocausto. A partir del fin de la Segunda
Guerra Mundial y la constitución de las Naciones Unidas basadas (según su Carta) en el respeto de “los
derechos humanos y las libertades fundamentales”, fue insostenible postular que el poder del Estado
carecía de límites jurídicos. En esta unidad vamos a estudiar, como ejemplo de este cambio, el artículo del
italiano Luigi Ferrajoli sobre el carácter del derecho en las democracias constitucionales. En las cuatro
últimas unidades de la materia se desarrollarán las distintas líneas que ha permitido este escenario
“pospositivista”, un escenario en donde el derecho se muestra no sólo compuesto por las normas estatales
sino también por principios y paradigmas morales y políticos, que si bien le restan certidumbre, a su vez le
permiten una mayor adecuación para construir sociedades justas, democráticas e igualitarias. En este
nuevo escenario, la filosofía del derecho tiene un importante rol, como expusimos en el inicio, ya que
permite manejar conceptos y argumentaciones con herramientas intelectuales provenientes de la historia
del pensamiento filosófico y de otras disciplinas sociales, herramientas que son indispensables para los
nuevos debates jurídicos.
Por último, vamos a tratar brevemente los dos artículos propuestos como bibliografía para estos
puntos del programa. Digo “brevemente” porque esta introducción no puede ni pretende sustituir su
lectura. Ya hemos aludido a ellos. Se trata de “La naturaleza de la filosofía del derecho” de Robert Alexy y
“El complejo de Rock Hudson” de Víctor Abramovich. Podemos decir que si bien ambos son trabajos de
filosofía del derecho, aparecen diferentes en su estilo, en sus preocupaciones y en su manera de concebir
las tareas del derecho y de la filosofía del derecho. Incluso son distantes las circunstancias de sus autores.
Ya nos hemos referido brevemente a Alexy, que es uno de los filósofos del derecho europeos más
destacado de los últimos tiempos. El argentino Abramovich, en cambio, no se dedica específicamente al
ámbito de la filosofía del derecho sino que es docente y un destacado especialista en el derecho
internacional de los derechos humanos. Actualmente es Procurador General Adjunto de la Nación, pero
antes fue secretario ejecutivo del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) una de las principales
organizaciones argentinas de defensa de los derechos humanos, y luego fue miembro titular de la Comisión
Interamericana de Derechos Humanos.
El artículo de Alexy es difícil, diríamos áspero para quien se inicia en la materia. Utiliza un
vocabulario abstracto y preciso como es común en los teóricos alemanes. Carece de ejemplos históricos o
de la vida social y apenas tiene referencias a las teorías de otros pensadores. Maneja conceptos y los
relaciona entre sí de forma sistemática para exponer un panorama de temas y discusiones de la filosofía del
derecho. No se comprende a la primera lectura y requiere, para quien no está iniciado, de una permanente
consulta a la enciclopedia para comprender mejor el significado de términos como análisis, síntesis,
dimensión holística, normatividad, círculo hermenéutico, precomprensión, tesis, necesidad, a priori, etc. No
los vamos a explicar aquí puesto que será tarea de ustedes buscar sus significados. Podríamos resumir el
artículo diciendo que la filosofía del derecho está permanentemente tensionada, al igual que el propio
derecho, entre la legalidad sostenida por la coerción estatal y la legitimidad apoyada en criterios sociales
difusos de corrección y justicia. Pero para llegar a esa conclusión, y sobre todo para comprenderla, se
requieren numerosos pasos conceptuales intermedios que obligan a un estudio detallado del trabajo. La
enseñanza de la filosofía no consiste tanto en exponer qué dicen los filósofos, sino en procurar el
aprendizaje de la lectura de textos filosóficos. Y en este sentido el artículo de Alexy es de enorme utilidad.
El trabajo de Abramovich tampoco es de fácil lectura para un estudiante de primer año. Lo primero
que van a notar es un estilo y una forma de razonamiento sumamente diferentes, lo que de todos modos
no lo hace más sencillo ni menos profundo. Aquí tenemos muchas más referencias a procesos históricos
concretos y a la práctica de la profesión jurídica. Su resumen es que el derecho resulta un fenómeno social
mucho más diverso y complejo de lo que aparece en las teorías, sobre todo en las abstracciones
positivistas, que en gran parte son el foco de crítica del artículo. Si concebimos a una sentencia, dice
Abramovich, “no como el resultado de una operación lógico-deductiva (formalismo jurídico), ni como mero
acto individual (realismo), sino como el resultado final de un proceso de lucha de argumentos y posturas
jurídicas y extrajurídicas, en juego dentro y fuera del tribunal, movilizados por la defensa estratégica de
intereses particulares en el ámbito de un conflicto; la atención teórica se desplazará de arriba (las normas y
los conceptos dogmáticos), hacia atrás (la práctica judicial)”. Y así y todo, la comprensión del derecho no
puede quedarse en una sentencia. “Una mirada diferente procurará constituir a todo el caso en objeto de
estudio, escrutará las
demandas los testimonios, las pericias, el marco político, moral, religioso, económico, periodístico, seguirá
la forma en que el discurso se construye y transforma hasta su contenido final. Limitar el estudio de un caso
judicial a su sentencia es como analizar una batalla a partir del número de muertos” . La postura encuadra
claramente en la teoría crítica del derecho, que vamos a estudiar en la unidad 6. El derecho no se concibe
como un sistema abstracto de conceptos sino como una práctica social que aunque tiene sus caracteres y
reglas propias no está diferenciada del resto de la vida política de una sociedad.
En el contraste entre estos dos trabajos de filosofía del derecho podrá verse la amplitud de las
temáticas que apenas trataremos brevemente a lo largo de la materia. Su lectura, y las necesarias
reflexiones que acarreará, implican una primera inmersión de lleno en estas aguas de la filosofía del
derecho en las que esperamos que se aprenda a nadar.
……………………………………………………………………………………………………………………………………………….....
AUTOR DEL TEXTO: Luis Carlos AZPARREN ALMEIRA, Jefe de Trabajos Prácticos de la
asignatura en la Sede Trelew de la Facultad de Ciencias Jurídicas de la UNPSJB.
RESPONSABLE DE CÁTEDRA: Juan Manuel SALGADO, Profesor Adjunto a cargo.
1.- INTRODUCCIÓN:
Una cuestión básica debería quedar reforzada durante la cursada de nuestra materia
“Filosofía del Derecho” (usamos este último término con “D” mayúscula para distinguir el
Derecho en sentido objetivo -un sistema de normas, básicamente- de su concepto
íntimamente relacionado, “derecho” -en sentido subjetivo-; es decir, la facultad de una
persona de exigir el cumplimiento por otro de una prestación determinada). Y esta
cuestión básica o fundamental es la de poder conocer - mínimamente- las principales
respuestas que han sido dadas a los interrogantes planteados acerca del concepto del
Derecho, su naturaleza, a sus relaciones problemáticas con la moral y la política (o con
los valores en general) a lo largo de la Historia del pensamiento humano (en sentido
estricto, hablaremos aquí de la
historia de la Filosofía Moral o la Ética, la Filosofía Política y la Filosofía del Derecho). Por
ello, en estas líneas introductorias que siguen, efectuaremos unas muy breves
reflexiones, de cara a los desafíos conceptuales implícitos en el ejercicio cotidiano de las
distintas actividades que realizan los profesionales del Derecho (sea como jueces,
abogados, legisladores, administradores, etc.) en sociedades tan complejas -y
sumamente conflictivas- como son las actuales.
Cuando se hace referencia a que algún tema resulta fundamental, con ello se alude -
etimológicamente- no solamente a su “importancia” (aunque esto último se siga
lógicamente), sino a que dicho tema o cuestión atañe a los cimientos sobre los que se
estructuran todas las otras series de cuestiones -más específicas- relacionadas.
Si comparamos las diferentes respuestas que se han dado a lo largo de la historia a los
interrogantes fundamentales sobre la naturaleza y el concepto del Derecho, podríamos
afirmar que el punto central donde han discrepado las posiciones iusnaturalistas de las
posturas iuspositivistas es, sin duda alguna, en el tema de las relaciones problemáticas
del Derecho con los valores morales (paradigmáticamente, pero no siempre de un modo
exclusivo, con la justicia), planteándose un debate intelectual, ya en los comienzos de la
Filosofía moral occidental (durante el Siglo V a. de C. en la antigua Grecia), como aquel
suscitado por el “problema de la ley injusta”.
Este primer avance en la distinción filosófica entre Derecho y Moral, fruto de la obra de
Thomasius, se vio luego perfeccionado con los señalamientos del también filósofo
alemán Immanuel Kant (1724-1804), en cuanto a que existen tres características que
nos permiten distinguir las normas jurídicas de las morales. Así, para Kant, partiendo de
la distinción básica de Thomasius, la Moral tiene un punto de vista unilateral en su
análisis de la conducta humana (es un punto de visto exclusivamente subjetivo, porque
se enfoca en la motivación del obrar del sujeto). El Derecho en cambio, tiene un punto
de vista que resulta -como mínimo- de índole bilateral o intersubjetivo (la relación
jurídica es siempre entre dos o más sujetos).
En relación esa primera diferencia, se tiene que el Derecho resulta ser heterónomo
(“héteros” viene del término griego para “otro” y “nomos” significa ley), puesto que no
es el propio sujeto quien daría nacimiento a la norma jurídica, sino que le viene
impuesta al mismo desde afuera, por el aparato del Estado o la organización social. La
Moral, en cambio, tiene un origen o carácter autónomo, porque es el propio sujeto
quien se da a sí mismo la existencia de la norma moral (es precisamente en el
denominado “fuero interno de la persona”, en su propia conciencia, donde cada sujeto
acepta o reconoce como válida, existencia y moralmente obligatoria la norma moral). La
aceptación de una conducta como moralmente obligatoria es materia de cada conciencia
individual, y dentro de la misma, a nada puede obligar el Estado.
Las teorías iusnaturalistas sobre el Derecho han sido históricamente las primeras en
aparecer. Cabe aclarar que, con el auge de la Filosofía moral en pleno Siglo V a. de C., en
la Grecia antigua, durante la época clásica de Sócrates y los sofistas, se comenzaron a
problematizar las relaciones de las leyes positivas de cada ciudad
estado griega en sus posibles conflictos con las “leyes naturales” o las leyes de los dioses.
Este problema se ilustra paradigmáticamente en la Tragedia griega “Antígona” de
Sófocles, donde el Rey Creonte le prohibe por decreto a Antígona el derecho de darle
entierro a su hermano, y frente a ello, la protagonista desobedece la prohibición real y
sostiene que el poder jurídico del monarca tiene un límite en la “Leyes de los dioses”, por
lo que no aceptaría una norma tan injusta -e inaceptable
desde el punto de vista religioso/moral de un ciudadano griego- de no poder honrar el
recuerdo de su hermano con su debido entierro religioso.
Pertenecían sin duda alguna a la orientación del IUSNATURALISMO todos los aportes que
realizaron los grandes jurisconsultos romanos, tales como Ulpiano, Paulo, Celso. Así,
pueden recordarse las conocidas definiciones del Derecho aquel arte de lo bueno y justo
(“ars boni et aequi” de Celso), o aquella definición de la Justicia de Ulpiano
como “perpetua et constans voluntas ius suum cuique tribuendi” (la perpetua y constante
voluntad de dar a cada uno su derecho, o lo suyo). En todos ellos, si existía alguna nota o
rasgo común que los identificaba, es la afirmación constante de que existe un Derecho
mucho más amplio que aquél que ha sido sancionado por la
autoridad vigente en un lugar y momento determinados de la Historia, junto con la
afirmación positiva –gnoseológicamente optimista- de que es posible acceder realmente
al conocimiento de tal Derecho superior (ius naturale). Es que la base de ese Derecho no
sería otra que la propia naturaleza humana, cuyo aspecto más relevante en la
concepción antropológica del ser humano que tenía Aristóteles (y sus numerosos
seguidores en este punto) sería el carácter tanto racional como necesariamente
RELACIONAL (social) del ser humano, como constante.
a) Hay más Derecho (objetivo) que el Derecho positivo sancionado por la autoridad.
b) Este Derecho (llamado natural) resulta de una jerarquía superior en valor y debe
primar en caso de conflicto con la norma jurídica positiva.
Esta última proposición ius-filosófica fue -aunque sea de modo tácito- la conclusión
finalmente mayoritaria que se encuentra recogida como parte esencial de los
fundamentos de las condenas (a penas de muerte y encarcelamiento) pronunciadas en
los famosos “Juicios de Nüremberg”, a los cuales fueron sometidos los criminales de
guerra nazis luego de finalizar la Segunda Guerra Mundial.
Del otro lado de la “palestra” (así se llamaba el lugar donde se practicaban las antiguas
luchas griegas), se encuentran las diferentes -y muy heterogéneas corrientes
iuspositivistas. El primer autor que claramente puede verse enrolado en esta posición
ius-filosófica fue el filósofo inglés del Siglo XVII autor del “Leviathan”, Thomas Hobbes
(1588-1679), para quien “la verdad no hace surgir el Derecho, sino la autoridad”
(“auctoritas facit legem, non veritas”).
En la controversia sobre las relaciones entre Derecho y Moral, punto central donde se
inscribe la polémica entre IUSPOSITIVISTAS y IUSNATURALISTAS, el IUSPOSITIVISMO
postula la completa INDEPENDENCIA entre ambos conceptos, de tal modo que la
coincidencia entre las normas jurídicas y morales nunca es necesaria, sino meramente
contingente (vale decir, que el Derecho y la moral pueden o no coincidir sin que ello
afecte la validez del Derecho). Por ende, el IUSPOSITIVISMO, sostiene que en ningún
caso la invalidez (moral) de una norma jurídica (por más injusta, arbitraria e irrazonable
que fuera) afecta su validez de tal.
hay una relación de tipo conceptual o necesaria entre el Derecho y la Moral. c) Todo
Derecho surge únicamente del hecho social (tesis de las fuentes sociales).
Seguramente, el representante más sobresaliente esta posición haya sido Hans Kelsen
(jurista de origen austríaco, 1881-1973), quien más enfáticamente señaló que para
conocer el Derecho positivo, se requiere constatar o comprobar aquel conjunto de
normas que hayan sido sancionadas en un lugar y momento determinados por la
autoridad competente (para Kelsen, las normas jurídicas son únicamente juicios lógico-
hipotéticos que emplean un razonamiento imputativo de que algo “debe ser”, pero que
no describen el modo de ser de las cosas o de la conducta humana en sí).
Si bien no todas las teorías iuspositivistas niegan cualquier clase de relación entre
Derecho y Moral, o entre el Derecho y la Justicia, lo que las caracteriza al IUSPOSITIVISMO
como conjunto, es la idea de que los valores éticos que contienen no revelan si un
determinado ordenamiento de normas es jurídicamente válido o no. Así, desde el
punto de vista epistemológico y metodológico del científico del Derecho, para conocer lo
que el Derecho es, ciertamente que no se requiere determinar cómo este debería de
ser. Esta posición se sustenta en la importante distinción de Jeremy Bentham, dentro de
la Filosofía del Derecho, entre la ciencia de la legislación (como conocimiento sistemático
del Derecho positivo) de la política legislativa (que se ocuparía de definir del mejor
derecho posible). Asimismo, el iuspositivismo debe sostener, para poder justificar la
existencia del único Derecho realmente existente (el positivo, puesto que rechaza
cualquier forma de Derecho natural o supra-derecho), la llamada “tesis de las fuentes
sociales”, la cual indica que todo el fenómeno jurídico depende en última instancia de
una cuestión de hechos sociales (Kelsen, Ross, Hart, Bobbio, Raz, etc.).
Vale sin embargo efectuar una aclaración sociológica, que será útil para no confundir las
respectivas tesis de las dos teorías enfrentadas (IUSPOSITIVISMO y IUSNATURALISMO).
Es que durante las primeras épocas de la evolución humana (la vida en sociedades
tribales, clanes o grupos sociales de menor complejidad), aunque
no existiera una autoridad central claramente definida con el poder de hacer cumplir las
normas (con rasgos de permanencia o estabilidad, que ameriten llamar a esa persona o
institución como “órgano o forma de gobierno”), de todos modos existía siempre
convivencia social más o menos organizada entre los miembros del grupo, en base a
reglas primarias de obligaciones, prohibiciones y facultades, siendo allí donde
encontraremos un mismo concepto amplio del Derecho (“ubi societas, ibi ius”).
Lo cierto es que, más allá de las diferentes características y matices de las diversas
teorías que se han postulado acerca del concepto y la naturaleza del Derecho, todas las
cuales abordaremos progresivamente durante el curso de esta materia, aquí pretendo
simplemente resaltar de MODO INTRODUCTORIO Y GENERAL los rasgos más salientes de
cada una de las grandes posturas ius-filosóficas paradigmáticas.
De un lado, podemos relevar la existencia de todas aquellas nuevas teoría ius filosóficas
(posteriores a la 2ª Guerra Mundial) que si bien no sostiene la existencia de un Derecho
Natural en posible pugna con el Derecho positivo (la 1ª tesis del Iusnaturalismo), no
obstante afirman que el Derecho positivo de todo modos encuentra sus límites en la
Moral y en los valores jurídicos fundamentales, traducidos como se encuentran -dentro
del moderno Constitucionalismo de origen democrático- en los principios y garantías
vinculados a los derechos humanos.
Por otro lado, de la mano de la evolución y de los aportes realizados al estudio del
Derecho por otras ciencias sociales (la economía, la psicología, la historia, la sociología,
etc.), o bien a partir de la propia filosofía, se encuentran numerosas corrientes críticas de
los conceptos jurídicos que han sido acertadamente englobadas bajo el rótulo de “teorías
críticas del Derecho”, puesto que sus notas comunes son el eclecticismo epistemológico,
y el análisis explicativo del Derecho a partir de los datos surgidos de sus propios métodos
de conocimiento, claramente anti-dogmáticos.
De cara a la existencia de importantes diferencias entre las corrientes que han surgido
dentro del desarrollo del pensamiento iusfilosófico a lo largo de sus más de 2500 años de
historia, el panorama global de las diversas concepciones acerca del concepto del
Derecho y el problema de sus relaciones con los valores morales se podría
esquematizar del siguiente modo:
Teorías IUSPOSITIVISTAS (Siglo XVII con Hobbes y contando con varios representantes
hasta la fecha, y entrara en crisis de identidad luego de la Segunda Guerra mundial).
Dentro de las teorías positivistas, de las que ya señalamos previamente sus notas más
sobresalientes, cabe mencionar la existencia de una gama muy amplia de posturas
iusfilosóficas, que van desde un normativismo o formalismo extremo (como el que
propugna Kelsen, donde solo la norma jurídica es el Derecho), hasta posturas más
integradoras que reconocen claramente la existencia de distintos aspectos o
dimensiones dentro del fenómeno jurídico (por ejemplo, además de las normas, la
conducta y los valores jurídicos), manteniendo que estos aspectos resultan cognoscibles
racionalmente. Pero son iuspositivistas, en la medida en que todas ellas niegan cualquier
otra validez distinta de la positiva (el Derecho como rige en un lugar y momento
determinados). Entre estos últimos, podríamos mencionar la Teoría Egológica del
Derecho de Carlos Cossio o el Trialismo o Tridimensionalismo Jurídico de Werner
Goldschmit y Miguel Reale.
Por otro lado, sobre el así llamado –de modo genérico- “criticismo jurídico” o las teorías
críticas del Derecho, se adopta un concepto “sincrético” del Derecho, al vincularlo
preferentemente con el poder o las luchas políticas, las condiciones económicas
determinantes, la evolución histórica del pensamiento y de los procesos sociales, los
condicionamientos sociales o psicológicos, etc., sin que al emprender tal análisis, dichas
teorías se encuentren particularmente interesadas en proporcionar un concepto “claro y
definido” del Derecho como tal (lo que incluso algunos niegan que sea posible o útil). Por
ello mismo, tales posturas no se abocan tampoco a una tarea analítica o reconstructiva
de los valores particularmente jurídicos (certeza, orden, eficacia social) y/o morales
(justicia, equidad, solidaridad, la libertad, la igualdad, paz, etc.). En este grupo de
posiciones iusfundamentales cabe también el pragmatismo jurídico, al estilo de un Oliver
Wendell Holmes, un Pound, o un Frank, por citar a los más conocidos representantes del
realismo jurídico anglo-americano.
Por último, dentro de las teorías No Positivistas quedarían comprendidas tanto las
doctrinas iusnaturalistas clásicas, también llamadas “realismo jurídico clásico”, de raíz
cristiana -o más generalmente aristotélico-tomista- como el moderno iusnaturalismo
racionalista. Pero se deberían considerar dentro de tan amplia denominación, a las
corrientes contemporáneas englobadas bajo el rótulo del “neo-constitucionalismo”, en
fuerte vinculación con los efectos de los DD.HH. que se encuentran reconocidos y
garantizados por las Constituciones y tratados o declaraciones internacionales.
Se encuentran así, todos los operadores prácticos del Derecho, cualquiera sea su
orientación teórica, directamente interesados en orientar del mejor modo posible la
solución razonable de las problemáticas de intereses (o derechos) en pugna. Para ello, se
revela la importancia tanto de aducir razones sustantivas -que tengan un valor moral
intrínseco- y no solamente razones formales dentro del orden jurídico (entendido como
un sistema). Al ponderar la importancia de los argumentos de valor, se buscar armonizar
racionalmente los conflictos dentro de la siempre cambiante “justicia del caso concreto”,
aunque no sea ella lo “absolutamente justo”.
Por ello, el logro de una convivencia pacífica y justa entre los grupos e individuos con
intereses contrapuestos, exige del Juez, rol social que adoptamos como el caso testigo
del jurista que se ocupa de operar el Derecho en la sociedad, que pueda poner en primer
plano la importancia de los valores esenciales del ordenamiento
jurídico (comprehensivo del respeto irrestricto de los DD.HH.). De tal manera, pues, que
una coyuntural finalidad política (cualquiera sea o por más noble que fuese ésta para sus
defensores) nunca sea transformada en un pretexto para justificar la
vulneración de los derechos esenciales de la persona, ni los valores esenciales de la paz,
la igualdad, la solidaridad y la libertad en que se ha inspirado la adopción internacional
de los derechos humanos. El hecho de que esta tarea se revele -en no pocas ocasiones-
como un trabajo sumamente complejo, no significa que no deba ser emprendido con
todo el compromiso -moral e intelectual- posible.
Unidad 2. El redescubrimiento del derecho romano en las universidades. Juan Manuel Salgado
La clase de hoy tiene como objeto describir el escenario social y político en donde se originó el
derecho actual con los rasgos básicos con que lo conocemos. La bibliografía consiste en el capítulo 3, “El
origen de la ciencia jurídica occidental en las universidades europeas”, del libro de Harold Berman titulado
“La formación de la tradición jurídica de occidente”. Como lo suelo decir en todas las clases, la presente no
sólo no suple (pues no repite ni resume) la lectura de la bibliografía sino que, con la finalidad de
completarla, desarrolla aspectos diferentes de la misma temática.
Habíamos visto en la clase anterior que en Europa occidental desapareció toda autoridad común
luego de la caída del Imperio Romano de Occidente (476 DC). Desde tiempo antes, sin embargo, ya la mayor
parte de lo que había sido territorio imperial se encontraba ocupado por diferentes pueblos que habían
emigrado desde el norte y el este, a los que los romanos −siguiendo en esto a los griegos− llamaban
bárbaros o sea extranjeros. El sistema judicial imperial, en el que jueces profesionales conformaban una
maquinaria estatal capaz de hacer cumplir las normas imperiales, desapareció por completo. Su lugar fue
ocupado por los hombres libres de cada lugar que en asambleas trataban de resolver los conflictos de una
vida ciudadana, ahora más centrada en la vida local.
El Imperio Romano de Oriente, también habíamos visto, se mantuvo como tal con su capital en
Bizancio o Constantinopla (actual Estambul), durante casi diez siglos más. Fue allí que a mediados del siglo
VI el emperador Justiniando ordenó a sus juristas que realizaran una recopilación y ordenamiento del
derecho romano. Esa recopilación, sin embargo, no tuvo ningún efecto en el occidente europeo y ni
siquiera fue conocida allí.
Recién quinientos años más tarde, entre fines del siglo XI y el siglo XII, en las nacientes
universidades, especialmente en Bolonia, fueron recuperados los manuscritos de la recopilación ordenada
por Justiniano. Esta se componía de cuatro partes: el Código, con decisiones de los emperadores anteriores,
las Novelas o conjunto de leyes promultadas por el
mismo Justiniano, las Institutas, un texto introductorio para estudiantes, y el Digesto o Pandectas, que
atrajo la principal atención de los estudiosos medievales, consistente en una multitud de extractos de
opiniones de los juristas romanos sobre una amplia variedad de cuestiones legales, agrupadas en base a las
soluciones propuestas en casos individuales.
Durante los siglos posteriores, los juristas, docentes y estudiantes de las nacientes universidades
europeas se dedicaron a analizar y sintetizar esta recopilación, a la que llamaron Corpus Iuris, otorgándole
sistematicidad y coherencia. Con los mismos métodos reformularon también el derecho canónico, hasta ese
momento disperso en innumerables decretos establecidos durante siglos, dándole también un formato
ordenado en su conjunto. El resultado de estos trabajos, realizados por generaciones de académicos
durante varios siglos, es una forma del derecho como sistema, técnicamente ordenado y comprendido por
especialistas profesionalizados, que es la que conocemos hoy. En las universidades de Europa occidental a
partir de los siglos XI y XII, explica el historiador Harold Berman, nació la tradición jurídica en la que hoy
vivimos, la forma de concebir y utilizar el derecho que tenemos actualmente.
Este resulta un punto de encuentro crucial entre la historia y la filosofía del derecho, pues en lugar
de especular sobre la esencia del derecho, exhibe cómo este se formó. Pese a ello son muy pocos los
programas y estudios de filosofía del derecho que presten alguna importancia a ello. Prácticamente se trata
de una cuestión desconocida en la mayor parte de la educación jurídica, la que toma a la forma actual del
sistema jurídico −con los rasgos que idealmente señaló Kelsen en el siglo XX, único, coherente, pleno y
jerárquicamente ordenado− como algo obvio. Como si fuera la forma más racional de ser del derecho, una
forma a la que se ha llegado gracias al progreso lineal de la civilización europea en la que tuvo lugar.
El resultado de esta omisión en el estudio de la historia consiste en que impide pensar al derecho
fuera de los marcos que heredamos, desarrollados en el occidente europeo y que luego −en la medida en
que Europa se fue adueñando del resto del mundo− se generalizó como una forma universal. El derecho
producido por las universidades medievales fue permitiendo una concentración del poder y dar
posteriormente lugar a una organización política novedosa, el Estado moderno. A partir de allí la unidad
derecho/Estado se ha presentado e impuesto como el único modelo racional posible.
Volver a estudiar la historia, comprender cómo fueron articulándose las ideas jurídicas y las
prácticas legales, por un lado, con las fuerzas sociales y políticas que operaron
conjuntamente, nos permitirá ver que el modelo de sistema legal actual, que tomamos naturalmente como
obvio, no ha sido un producto necesario −que tenía ineludiblemente que ser así como es− sino el resultado
de luchas políticas y sociales, conquistas y colonizaciones, con algunas naciones, culturas y clases victoriosas
y otras vencidas, sometidas o asimiladas.
Volver a la historia consiste en desnaturalizar el modelo jurídico que nos rige, no para rechazarlo y
desconocerlo como parte de la realidad actual, sino para poder mirarlo con sus ventajas, grietas, fallas,
aciertos y errores. Con las relaciones de poder que oculta y otras que permitiría con un mejor uso. En
definitiva, para verlo con los ojos críticos que corresponden a una disciplina como la filosofía del derecho.
En su clásico ensayo de 1962 La estructura de las revoluciones científicas, que condujo a una
modificación completa de los estudios en epistemología y en filosofía de la ciencia, Thomas Kuhn inicia su
capítulo primero, titulado “Un papel para la historia”, con la siguiente afirmación: “Si se considera a la
historia como algo más que un depósito de anécdotas o cronología, puede producir una transformación
decisiva en la imagen que tenemos actualmente de la ciencia”. No creo que en caso del derecho hoy pueda
decirse algo tan novedosamente similar, puesto que ya desde hace décadas las más recientes formas de
comprenderlo, estudiarlo y practicarlo se han ido abriendo paso produciendo lo que en el programa de esta
cátedra desarrollamos como escenario pospositivista en las unidades 5 a 8.
Sin embargo, la referencia a la historia ayudará a comprender tanto algunos aspectos ocultos de la
formación del derecho y el Estado, como la visión de otras maneras de producir y realizar el derecho,
dejadas de lado por la tradición jurídica positivista hasta hace poco hegemónica.
Algunos siglos después de la disolución del Imperio Romano de occidente, el norte y oeste de
Europa se hallaban poblados y gobernados por distintos pueblos germánicos de organización
predominantemente tribal. Eran los francos, godos, visigodos, ostrogodos, lombardos, vándalos, suevos,
sajones, anglos, celtas, bretones, daneses, normandos y magyares, entre otros. Para el año 1000, lo que
hoy es Europa occidental no tenía ciudades de más de 10.000 habitantes y las más antiguas eran una
sombra de lo que habían sido durante el Imperio Romano. La vida cotidiana de la mayoría de la población
no transcurría en ellas sino en las aldeas campesinas, con mínimas autoridades locales, rotativas y
escogidas entre la propia comunidad, sin funcionarios profesionalizados ni organización formal del poder
separada de la
sociedad. Los señores, los príncipes, los reyes, los obispos, el Papa y el Emperador, detentaban un poder de
hecho, ciertamente laxo, en territorios que podían alcanzar con sus propias fuerzas, más que mediante el
mando directo a través de una compleja red de vasallajes, pactos de lealtad mutua, señoríos y servidumbre
en el extremo inferior de la escala social.
En esa época habría sido difícil encontrar algo similar a un Estado en el occidente europeo, en
donde la forma dominante de organización política superior era el reino germánico. Basado en lealtades
personales y no en instituciones permanentes, sin continuidad temporal ni estabilidad espacial, constituía la
antítesis del Estado moderno. El rey existía para las situaciones de emergencia pero no como cabeza de un
sistema administrativo o legal, ya que cada región o comunidad resolvía en forma independiente sus
problemas internos de modo que la seguridad común provenía de las prácticas interiores del señorío o de la
solidaridad familiar o vecinal.
Como los poderes políticos no se ocupaban o lo hacían escasamente de regular la vida cotidiana de
los súbditos, las comunidades locales tenían una importante vida autónoma (juzgada con los ojos actuales).
La característica de la edad media jurídica consiste en esta levedad del poder, designando de este modo a la
carencia de toda vocación totalizante del poder político, su incapacidad para situarse como hecho global y
absorbente de todas las manifestaciones sociales.
El “orden jurídico”, entendido en un sentido muy amplio como la totalidad de las constumbres y
prácticas de cumplimiento social consideradas obligatorias, no tenía límites diferenciados con el mundo
social del que emergía. Como señala Berman, “muy poco de la legislación estaba escrito. No había
judicatura profesional, ni una clase profesional de abogados, ni literatura específicamente legal. El derecho
no era conscientemente sistematizado ni todavía se había ‘desprendido’ de la totalidad de la matriz social
de la que era parte. No existía un cuerpo de principios legales desarrollado en forma independiente e
integrada, ni procedimientos claramente diferenciados de otros procesos de organización social y
conscientemente articulados por un grupo de personas especialmente entrenadas para esa tarea”.
Cuando pensamos al derecho como un área de prácticas diferenciadas, partimos de que toda
convivencia, incluyendo la de las sociedades modernas, tiene criterios propios de interacción que clarifican
acerca de lo permitido y lo prohibido, lo bueno y lo malo para el grupo. Incluimos también a los criterios
comunes para conocer la existencia de estas reglas o
principios y para verificar su modificación cuando los cambios en la vida social lo hacen necesario, así como
a los mecanismos generalmente aceptados de adopción de decisiones para resolver los conflictos o
reencauzar los desvíos de los estándares comunitarios.
En la vida actual la mayor parte de estas funciones las realiza el Estado a través de distintos órganos
especializados (legislativos, administrativos, judiciales), integrados por funcionarios permanentes,
profesionalizados, organizados jerárquicamente y reemplazables en el tiempo.
En la aldea europea de fines del primer milenio similares tareas eran en su mayor parte asumidas
por el conjunto de la comunidad. El conocimiento generalizado de los demás miembros, la crianza
compartida, el sentimiento colectivo y el horizonte de vida en común, entre otros rasgos, hacían de las
formas de convivencia algo tan natural y antiguo como el clima, ya que reflejaban el sedimento de prácticas
ancestrales de mutua adaptación. El carácter asambleario de las decisiones colectivas, en donde
prevalecían la influencia y el prestigio de los miembros más experimentados o poderosos, o de quienes
ejercían liderazgos, era por lo general el modo de adaptar o clarificar las reglas ante los cambios, tratárase
del ritmo de las cosechas, el uso de las tierras comunales, el cuidado de los miembros desvalidos de la
comunidad, las previsiones ante catástrofes o las necesidades de defensa común.
Vistas desde los estándares actuales de categorización, todas las decisiones eran políticas, en el
sentido de que ellas siempre se adoptaban teniendo en mira la continuidad y las necesidades de la vida
colectiva. Pero también eran jurídicas, en tanto no se concebían como una innovación normativa sino como
la adopción o interpretación de reglas cuyo origen se suponía perdido en costumbres de origen remoto. Sin
embargo, el carácter de estos preceptos era por completo diferente a lo que hoy conocemos como “norma
jurídica” ya que podían incluir principios morales, reglas de equidad, consejos de prudencia práctica y
recomendaciones de trato, junto con mandatos o prohibiciones de mayor rigidez que asumían
generalmente la forma religiosa. Aún cuando existían cuerpos de leyes escritas en algunos reinos,
especialmente regulando las reparaciones o sanciones por muerte o daños corporales, estas leyes diferían
de la forma decretada y obligatoria con que hoy se entiende al término. No habiendo una burocracia estatal
omnipresente que vigilara su cumplimiento, la misión de estas normas decretadas era limitar, restringir y de
algún modo encauzar la violencia individual o colectiva, no sustituirla. La mayoría de ellas tendían a
codificar prácticas comunes de modo de facilitar los acuerdos negociados entre las familias y relevarlas de
la carga de evaluar las múltiples particularidades y términos de cada transacción. Pero no eran absolutas y
podían ser
dejadas de lado por los intervinientes. La resolución de las disputas y conflictos, aún los que hoy conocemos
como criminales, eran impulsados por las comunidades, familias o grupos afectados, y como no existía un
aparato organizado de coacción que hiciera cumplir las sanciones, éstas requerían el consenso comunitario.
Hoy podría decirse que se trataba de una justicia privada, aunque el término resulta anacrónico para
sociedades que no tenían un “sector público” por lo que la distinción moderna de éste con lo “privado”
pierde sentido.
Sin autoridad centralizada que tuviera a su cargo el monopolio de la fuerza en la ejecución de las
normas y principios de convivencia, su cumplimiento era parte de las responsabilidades sociales propias de
cada miembro y por eso en las familias descansaba naturalmente la continuidad de la vida comunitaria. Así
como el orden político estaba constituido en círculos cada vez más amplios de solidaridad decreciente,
desde la familia al reino, con las consiguientes rivalidades de cada nivel, todos los mecanismos legales
reflejaban al mismo tiempo la solidaridad local y la búsqueda de sustitución o encauzamiento de la
venganza entre familias, comunidades o clanes.
Esta finalidad animaba también el procedimiento frente a los infractores internos a la comunidad,
aquellos cuyas acciones habían puesto en riesgo la convivencia y generado daños y enfrentamientos. La
adscripción de cada miembro a su entorno familiar hacía del grupo primario el responsable del desvío
individual que por ello era concebido como un perjuicio colectivo y así también colectivamente debía
repararse. Los conflictos generalmente asumían la forma de discordias entre familias y la comunidad entera
estaba interesada en solucionarlos cuando los propios involucrados aparecían incapaces de hacerlo sin
recurrir a una violencia que podía generar odios durante generaciones.
La justicia comunitaria era, así, “consensual”, lo que implica que no primaba el reparto de derechos
y deberes individuales, al modo de una transacción comercial, sino el mantenimiento del sentido de
pertenencia y unidad comunitarias, que podía lograrse aún por formas azarosas como las ordalías cuando
los contendientes acordaban someterse a ellas o las costumbres las imponían. La buena fortuna y el
carácter sagrado del resultado, vistos como decisión trascendente, tenían mayor valor que la irresolución
de un conflicto de duración indefinida, disolvente de la solidaridad comunitaria.
El instrumento mediante el cual fue trasladándose el centro de gravedad decisorio, y con ello las
formas de comprender la vida social y razonar sobre ella, fue la creciente organización burocrática, tanto
eclesiástica como real, con su capacidad para crear una fuerza institucionalizada y utilizarla en
cumplimiento de sus decisiones.
A partir del año 1075 tuvo lugar una profunda reorganización de la Iglesia Católica, llamada
“Reforma Gregoriana” (porque fue iniciada por el Papa Gregorio VII) que le dio a esta un un poder
autónomo centrado en la supremacía papal tanto sobre el clero como con respecto al Emperador. Todas las
medidas que allí se establecieron tendieron a separar a los funcionarios eclesiásticos, desde los curas a los
obispos, de sus vínculos locales. El poder papal del nombramiento de obispos, el celibato (que impedía la
proyección de la propiedad como herencia), la independencia legislativa del papado, un sistema de recursos
propios de la Iglesia y un cuerpo de funcionarios eclesiásticos adiestrados en la aplicación de reglas
uniformes, fueron las herramientas principales de este surgimiento del poder central eclesiástico. En su
conjunto el clero adquirió una identidad corporativa, una responsabilidad por la reforma del mundo secular
y un nuevo sentido del tiempo histórico, incluyendo el concepto de progreso. Según Berman “el clero se
convirtió en la primera clase translocal, transtribal, transfeudal y transnacional en Europa, que alcanzó
unidad política y legal” y la Iglesia emergió como una autoridad pública, independiente y jerárquicamente
organizada, con muchos de los rasgos que posteriormente caracterizarían a los estados modernos.
A partir de entonces, las cuestiones religiosas y las civiles a ellas vinculadas fueron dejando de ser
resueltas localmente y comenzaron a ser legisladas y decididas mediante pautas comunes a toda la
cristiandad occidental. La Iglesia impuso sus leyes mediante una jerarquía administrativa a través de la cual
el Papa gobernaba del modo en que un soberano moderno lo hace a través de sus representantes. Emergía
de este modo una forma de autoridad política nueva, que ejercía su poder sobre amplios espacios de
dominación por medio de la actividad de una corporación de funcionarios cuya única comunidad era la
Iglesia universal, a la que accedían luego de una educación especializada, su renuncia a los lazos familiares
y locales, así como su sometimiento a la forma de vida, el idioma y la autoridad interna de la institución.
Procesos análogos de concentración del poder, aunque al principio menos rigurosos, fueron
siguiéndose en el ámbito de las autoridades seculares, en donde el rey o la aristocracia de algunas ciudades
emergieron como nuevos detentadores de las atribuciones que iban
perdiendo las formas organizativas tradicionales y locales, tribales o comunitarias, cada vez más
subordinadas.
Estos cambios comenzaron a modificar la faz de Europa occidental a partir de esa época, dando
origen a un mundo y a una organización política cuyos fundamentos legitimadores aún vivimos. Visto
retroactivamente a la luz del desarrollo posterior, uno de los rasgos más novedosos de estas modificaciones
fue la tendencia a la configuración de amplios espacios territoriales de dominación política que
estructuraron jerárquicamente el poder y subordinaron la vida local, lo que produjo la erosión del prestigio
y la legitimidad de las formas y modelos de racionalidad mediante los cuales las comunidades
ordinariamente adoptaban sus decisiones. Los mecanismos mediadores de esta extensión del poder
territorial más allá de donde alcanzara la vigilancia personal del Papa o del rey fueron el funcionario
profesional y la organización burocrática de la que éste formaba parte, quienes podían respaldar sus
decisiones mediante el uso de la fuerza legítima en nombre y representación de una legalidad formal que
trascendía la mera lealtad personal al monarca o al jefe de la Iglesia.
Estos funcionarios mediadores no aparecieron de la nada sino que contaron con una educación
previa establecida para que pudieran realizar sus tareas.
A partir de la segunda mitad del siglo XII Europa se pobló de una clase especial de instituciones
educativas, las Universidades. Con la protección de la Iglesia y de las monarquías crecientemente
necesitadas de especialistas preparados para el ejercicio de la autoridad y el gobierno, profesores y
alumnos de escuelas catedralicias, fundacionales y monásticas se emanciparon del marco institucional
existente y crearon los centros de estudios universales, regulando como corporación sus propios asuntos.
Se pregunta Berman cómo, a falta de ejércitos propios, podía el papado imponer sus exigencias
¿Cómo superaría a los ejércitos de quienes se opondrían a la supremacía papal?. Un importante aspecto de
las respuestas a estas preguntas fue el potente papel del derecho como fuente de autoridad y medio de
control. Entre las disciplinas impartidas en las universidades, el derecho necesario para traducir en
decisiones particulares las pautas generales establecidas por las nuevas configuraciones de poder ocupó
desde el inicio un lugar preferente, y la escuela de Bolonia –primera de las universidades según la
tradición− sería el prototipo y modelo de enseñanza legal durante varios siglos.
La universidad, la burocracia y el derecho técnico, de este modo, nacieron juntos porque fueron
todos elementos de un mismo esquema de ejercicio del poder.
Los historiadores del derecho aluden a esta época como la del redescubrimiento o recepción del
derecho romano, que a partir de su enseñanza en Bolonia se difundió como base para la educación legal en
toda Europa. Su novedad consistió en el estudio profundo de la recopilación realizada en el siglo VI por
directivas del emperador Justiniano, hallada en unos manuscritos redescubiertos.
A los ojos actuales llamaría la atención que el derecho estudiado en las universidades no fuera el
orden normativo prevaleciente en la vida social de las aldeas, pequeñas ciudades o reinos, sino el escrito en
unos textos muy antiguos por una autoridad ya desaparecida. El Corpus iuris −como se le llamó, dándole
una unidad conceptual a priori que no tenía en las ideas de los jurisconsultos romanos− no era siquiera una
supervivencia legal sino un descubrimiento y una completa novedad.
Esta atención excluyente por un derecho extinguido, recopilado casi seis siglos atrás en un contexto
social y político diferente al que lo acogía embelesado por su completitud, constituye un fenómeno que
para algunos desmiente el vínculo entre la juridicidad y sus
condiciones históricas. Sin embargo, en el nuevo escenario europeo, ese desarraigo del derecho romano
fue precisamente uno de sus méritos.
Las nuevas voluntades políticas, religiosas o seculares, se hallaban abocadas a establecer las pautas
jurídicas de unidades territoriales más extendidas, que se sobrepusieran a los poderes y particularidades
locales. En esa tarea, la posibilidad de fundar la legitimidad en el prestigio de una autoridad imperial
desvanecida en vez de hacerlo en las propias historias de cada región permitía separar los saberes
necesarios para el ejercicio del poder de aquellas características valoradas localmente y que, vistas desde
una perspectiva centralizadora, aparecían como anarquizantes y fragmentarias. Máxime cuando los textos
romanos fueron interpretados en el sentido de que concedían al príncipe la potestad absoluta en materia
legislativa por encima de cualquier costumbre local.
Pero este nuevo instrumento legal requería grandes adaptaciones para adecuarse a las nuevas
finalidades a que se lo destinaba. Los manuscritos descubiertos no contenían la coherencia y sistematicidad
imaginadas, aunque permitían vislumbrarla y construirla. En realidad se trataba de una recopilación
temática de las soluciones que durante algunos siglos los pretores, los jurisconsultos y los antiguos decretos
imperiales, habían dado a innumerables conflictos particulares en torno a la propiedad, la herencia, los
contratos, la familia, los crímenes y el poder del emperador.
Los juristas romanos no habían enfocado su atención en síntesis teóricas que remitieran a
fundamentos sociales y políticos unificadores sino que trabajaron en la solución de los casos particulares
que requerían sus opiniones específicas. Pero sobre este material considerado en bruto, los estudiosos
medievales de las tempranas universidades se dieron a la tarea de otorgar precisión, sistematicidad y
uniformidad a la recopilación, entendiendo que no hacían más que completar un trabajo ya iniciado. Así
concibieron fórmulas y soluciones jurídicas generales despojadas de las particularidades locales,
determinaron categorías de comportamientos con la máxima abstracción posible y elaboraron soluciones
normativas que podrían ser aplicadas universalmente. Su mundo jurídico no era el del derecho local,
particular y contextualizado, de las decisiones comunitarias, sino un plano de normas y principios
abstractos, diferente del de la vida cotidiana, sólo accesible a los especialistas instruidos durante años en
las aulas universitarias.
La coherencia formal, que no era una virtud relevante en la racionalidad comunitaria aldeana y que
ni siquiera se hallaba entre las principales preocupaciones de los antiguos jurisconsultos romanos, pasó a
consistir en el hilo conductor de los nuevos estudios. Mediante ella se dotaba a la corporación de
funcionarios de una lógica de raciocinio común a todos sus miembros, apta para interpretar y aplicar de
modo uniforme el sistema de normas generales y abstractas estudiado.
Los historiadores del derecho denominan “de los glosadores” al primer período de recepción del
derecho romano, aludiendo al trabajo de quienes mediante un minucioso esfuerzo de comparación, a
través de las glosas o anotaciones marginales a los textos originarios, interpretaban su sentido de modo de
que las soluciones jurídicas pudieran agruparse en conjuntos temáticos alrededor de principios que les
daban jerarquía y coherencia internas. Esta escuela reconstruyó y clasificó metódicamente el legado de los
juristas romanos para los primeros siglos siguientes. Su obra fue continuada en los siglos XIV y XV por los
posglosadores o comentadores, más preocupados por la aplicación contemporánea de las normas legales
romanas que por el análisis académico de sus principios teóricos, quienes en el proceso de adaptar el
derecho romano a las condiciones drásticamente transformadas de su tiempo, corrompieron del todo su
forma originaria limpiándolo por completo de sus contenidos particularistas. Estos pusieron a todo el
derecho, romano o canónico, bajo la autoridad de la razón y colectivamente completaron la fundación del
orden jurídico como sistema ya que abandonaron el comentario singular de cada texto romano (glosa) y se
orientaron a la producción de tratados, monografías exhaustivas que podían considerar íntegramente un
tema particular o ser un comentario completo sobre una colección entera de leyes e incluso sobre todo el
Corpus iuris.
Todos ellos, glosadores y posglosadores, realizaron sus trabajos partiendo de la premisa acrítica de
que los textos de la recopilación de Justiniano contenían cuanto era necesario para responder a cualquier
tipo de problema jurídico secular, careciendo de contradicciones que no pudieran ser desvanecidas por una
mente estudiosa. Esta sistematización de los estudios jurídicos modificó el encuadre del derecho en el
esquema general del conocimiento, que dejó de ser una categoría de la ética para formar parte de la
lógica. Según los estudiosos de Bolonia, el derecho no partía de la experiencia social sino que era una
scientia del más alto nivel, a la que sólo podían acercarse aquellos que dominasen primero la gramática, la
dialéctica y la retórica, que eran las artes del ciclo introductorio de las universidades, llamado trivium.
La misma búsqueda de armonía interna se adoptó frente al derecho eclesiástico, disperso en
innumerables y contradictorios decretos papales de disímil generalidad, acumulados durante siglos, con el
fin de transformarlos en cuerpos coherentes con una lógica interna transmitida mediante una educación
institucionalizada y compartible por la comunidad de funcionarios.
Un monje de Bolonia de nombre Graciano, en la primera mitad del siglo XII escribe una obra que
denomina Concordancia de cánones discordantes y que constituye el primer tratado jurídico, comprensivo y
sistemático en la historia del derecho occidental. Incluyó en él a todo el derecho canónico de su tiempo
presentándolo como un cuerpo unificado, en el cual las partes eran vistas interactuando en su totalidad. En
un análisis de aproximadamente 3800 textos canónicos de los distintos períodos de la Iglesia, expuso las
diversas clases de normas (derecho divino, natural, de la Iglesia y de los príncipes, legislación y costumbre
legal) y sus relaciones entre ellas, exploró sistemáticamente las implicancias legales de esas distinciones y
determinó las varias fuentes u orígenes del derecho en un orden jerárquico. La validez de las costumbres
locales, antes soberanas, quedaba subordinada al test de conformidad con las leyes divinas y naturales, o
sea con la razón y la conciencia humanas tal como eran comprendidas por los estudiosos eclesiásticos. Esta
obra representó un hito en el trabajo de los juristas especialmente comprometidos con el modelo de la
Iglesia papal empeñados en reestructurar la institución desde la cúspide hasta la base.
Sin embargo es de destacar que la actividad de los estudios jurídicos no estaba motivada tanto por
el deseo de confeccionar teorías o producir interpretaciones de coherencia abstracta como por el propósito
de asistir a las altas autoridades espirituales o terrenales en la constitución de su emergente aparato
administrativo. De este modo, la terminología y las soluciones prácticas del derecho romano de Justiniano y
la dialéctica y lógica griegas se combinaban en el entrenamiento legal de quienes luego serían funcionarios
reales o eclesiásticos produciendo algo completamente nuevo: un sistema teórico que a partir de
principios abstractos y conceptos generales daba sentido a las reglas particulares de los casos concretos,
cuya comprensión no dependía ahora de la historia y el contexto social que los originaba sino de su
engarce coherente en el orden legal así concebido. A través de la teología y el derecho, de manera
compatible con las necesidades de cohesión interna de las nuevas instituciones de poder que comenzaban
a imponerse, se receptó en el naciente mundo intelectual la antigua concepción de que la verdad reside en
el sistema demostrativo. Adoptada como patrimonio espiritual exclusivo de los grupos educados, la forma
común de demostración que parte de principios primarios (aceptados como evidentes o como resultado de
la observación, la revelación o las demostraciones antecedentes) estableció un estilo y un programa sobre
todo nivel de cultura intelectual, desde la filosofía natural y el arte a la teología y el derecho.
Los jóvenes de familias acomodadas concurrían desde toda Europa a las universidades y allí recibían
por años su aprendizaje en un idioma universal diferente a toda lengua materna existente, e incorporaban
normas abstractas de lógica y raciocinio disímiles de aquellas que primaban en sus comunidades de origen.
Luego de egresados encontraban una función, empleo o cargo al servicio de la Iglesia o los reyes,
compartiendo la rutina con otros funcionarios educados en las mismas pautas. Todos ellos reproducían
saberes en el esquema aprendido y difundían desde el poder una concepción de lo que eran conocimiento y
racionalidad diferentes de lo que ello había significado para las formas de vida locales que la centralización
iba subordinando.
A lo largo de todos los siglos posteriores el derecho fue concebido, enseñado y aplicado cada vez
más como un sistema lógico. Como una manera de ver y solucionar los conflictos de la realidad mediante
un razonamiento deductivo que parte de principios y normas generales y llega hasta el caso concreto, al
que se percibe como un ejemplar particular dentro de ese sistema.
Para que esta realidad fuera posible, el derecho dejó de ser −como en la antigua Grecia o en las
aldeas medievales− un ejercicio que involucraba a la comunidad en su conjunto, para pasar a constituir el
monopolio de un grupo de especialistas altamente educados de modo uniforme en las universidades. A
través de ellos los poderes centrales pudieron ir reemplazando por jueces profesionales las formas
comunitarias de resolución de conflictos, extendiendo de ese modo su autoridad.
Esta concepción del derecho, que más se acerca a un sistema lógico que al producto de las prácticas
sociales de una comunidad, es lo que explica su aplicación uniforme en escenarios sociales muy diferentes.
Ustedes van a ver a lo largo de la carrera cómo aprendemos a leer nuestros códigos con los esquemas
doctrinarios generalmente elaborados en Europa y cómo los profesionales del derechos, que en general
somos los operadores jurídicos especializados, mantenemos nuestros mismos marcos conceptuales pese a
abruptos cambios legislativos. Son estas estructuras mentales arraigadas en las prácticas de la profesión, no
las leyes, las que constituyen la sustancia estable del derecho, aprendida en años de estudios universitarios
y de práctica profesional, como viene ocurriendo desde hace casi aproximadamente diez siglos.
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Unidad 2
Víctor E. González
Partiendo de la base de que ustedes ya realizaron la lectura del texto “Los inicios de la Filosofía”
(UBA XXI), creo que no es necesario repetir todo lo allí dicho con respecto al contexto histórico,
solo remarcar que Platón nace en un contexto de disgregación de la polis, en el que el nombre de
Pericles que encarnaba la grandeza y la gloria de Atenas, pasaba a los anales de la historia. Platón
conoció los tránsitos más duros de la vida política Ateniense.
La política, que ocupaba un lugar considerable en la vida de los antiguos griegos y por tanto
también en su pensamiento y literatura, ha revestido siempre una importancia extrema a los ojos
de Platón.
Varios hechos van a marcar su vida y su pensamiento: las guerras del Peloponeso, ser discípulo de
Sócrates, y el juicio al que se sometió, y la experiencia con el joven Dionisio de Siracusa, del que
tiene que huir, cayendo prisionero y siendo vendido como esclavo y recatado por un amigo que lo
devuelve a Atenas. Por último la creación de la Academia.
El régimen de los Treinta Tiranos, entre los cuales contaba con parientes y amigos (su tío Carmides
y su primo Crítias), lo invitó a participar en el gobierno. Pero las esperanzas que Platón había
concebido respecto a la obra de estos se transformaron en desilusión, principalmente por el uso
de la violencia que el régimen implemento.
SI bien La República es un estudio crítico de la ciudad-estado tal como realmente existía, con todos
los defectos concretos que Platón veía en ella, él expone su teoría en forma de polis ideal. Por lo
tanto, la República no aspira a describir estados, sino a encontrar lo que es esencial o típico de
ellos: los principios sociológicos generales en que se basa toda sociedad de seres humanos en la
medida en que aspira a una vida buena o virtuosa.
Este Estado diseñado por Platón no tiene necesidad de ser históricamente real, pues su pretensión
era la de dibujar un Estado ideal y no limitarse a describir un Estado real. Platón afirma
explícitamente que no importa su realidad, sino sólo que el hombre proceda y viva en
conformidad con él.
Las doctrinas políticas de Platón son mera extensión y elaboración de sus ideas morales. Junto con
la mayor parte de los griegos, sostiene que el hombre únicamente puede vivir una vida
plenamente humana en la comunidad política y a través de ella. Por consiguiente, para un filósofo
como Platón, interesado en todo lo relativo a la felicidad del hombre y a la vida verdaderamente
buena para éste, era una necesidad imperiosa determinar la genuina naturaleza y la función del
Estado. Pues, si todos los ciudadanos fuesen hombres moralmente malos, sería imposible asegurar
la bondad del Estado; e inversamente, si el Estado fuese malo, los ciudadanos se hallarían
incapaces de vivir conforme se debe.
“El hombre moderado es justo, y el justo, feliz; por tanto, hay que huir del desenfreno y practicar
la justicia. Un hombre justo puede sufrir infinitos daños y ultrajes, pero es mayor el perjuicio para
quien se los causa. Quizá el justo no pueda defenderse ante la injusticia, pero el injusto no puede
librarse de ella más que por el castigo de sus culpas”. La mejor forma de vida consiste en vivir y
morir practicando la justicia y todas las demás virtudes, es decir, practicando la filosofía.
La política está orientada a hacer mejores a los hombres y, para ello, se requiere el conocimiento
del bien y del mal. Para convertirse en gobernante en el sentido más auténtico es necesario
adquirir este conocimiento y es necesario tener también conocimiento de sí mismo, pues sólo así
resulta posible alcanzar el auténtico conocimiento de lo justo e injusto, ordenar la propia conducta
y ofrecer buenos consejos al Estado.
La educación es, así, el eslabón que une moral y política. Educación, moral y política son los tres
ejes de la obra filosófica de Platón y sólo concibiendo su relación podremos entender
verdaderamente sus ideas políticas.
Platón recoge la idea socrática de que sólo se es malo por ignorancia. En Las Leyes (uno de los
diálogos de la última etapa) es enfático al afirmar que un hombre que se aparta de lo bueno y lo
bello es por ignorancia. Conocer lo bueno y lo bello es la mayor sabiduría aunque no se sepa leer
ni escribir, en tanto que aquellos que desconocen la bondad y la belleza deben ser considerados
ignorantes "aunque sean grandes razonadores ejercitados en toda cIase de sutilezas y en todo lo
que desarrolle la rapidez mental" (Leyes 688e-690b). Así, para Platón el saber moral es más
importante que el saber intelectual; ser bueno es más relevante que ser culto. O mejor dicho: el
saber intelectual sólo sirve verdaderamente si lleva a la rectitud.
“A la felicidad se llega por el arduo camino de la virtud que es siempre práctica y para ello se
requiere templanza o dominio de uno mismo. El que vive en la templanza, dice Platón, llevará una
vida dulce, con dolores ligeros, placeres suaves, deseos serenos, amores sin frenesí. La vida
desordenada, en cambio, tiene todo eso violento e intenso. "En la vida moderada, los placeres
aventajan a las penalidades; en la vida de intemperancia los dolores predominan sobre los
placeres en magnitud, número y frecuencia" (Leyes 733c-734d). Más aún: la vida que se atiene a la
virtud en cuanto al cuerpo y también en cuanto al alma, es más agradable que la vida que se
atiene al mal y al vicio, y aquella supera a esta con mucho en todos los demás aspectos, belleza,
rectitud, virtud, reputación, de manera que asegura a quien la posee una vida en todo mucho más
feliz que la vida contraria (Leyes 734d)”.
Formas de gobierno
En los libros VIII y IX de la República, Platón expone una especie de filosofía de la historia y
describe magistralmente no sólo las cinco posibles formas de gobierno, sino también los tipos
humanos que respectivamente las encarnan: la aristocracia, la timocracia, la oligarquía, la
democracia y la tiranía.
La única forma de gobierno justa y legítima es la aristocracia, que es el gobierno de los sabios
previsto en la República para la ciudad ideal. En el Estado aristocrático el gobierno pertenece a los
mejores: el poder se ejerce por un grupo selecto o minoría intelectual, por una especie de
aristocracia del espíritu. El tipo humano del gobernante en este sistema es el hombre justo, pero
entendida la justicia como un factor equilibrador de la persona: el hombre prudente y cabal, el
sabio.
A la aristocracia la sucede el gobierno de los guerreros, la timocracia o timarquía, que es la
primera degeneración del Estado justo: La timocracia es el gobierno fundado en el honor, que
surge cuando los gobernantes se apoderan de propiedades (tierras y casas). Desaparecen los
filósofos-gobernantes y todo el poder del Estado pasa a manos de los guerreros, los cuales
abandonan el estudio de la verdad en beneficio de la cultura física y las prácticas bélicas. El estado
se transforma, de este modo, en una aristocracia militar.
Por consiguiente, al convertirse la riqueza en el único título, el desorden se introduce en todas las
clases. A la oligarquía o plutocracia le corresponde un tipo de individuo ávido de riquezas,
parsimonioso y laborioso. En el hombre oligárquico el ansia de honor se ve substituido por el de
riquezas y la dirección de su vida queda en manos de la parte concupiscible, en vez de estarlo en
manos de la irascible como en el caso anterior. El tipo de oligarca está marcado por la avaricia, que
le lleva a poseer cada vez más a costa del empobrecimiento de los demás, siendo el resultado de
esto la división de la ciudad en dos partes: un pequeño grupo enriquecido y detentador del poder,
y una gran masa desposeída de casi todo y sometida a la oligarquía dominante.
Así, la cuarta forma de gobierno, la democracia, aparece como una consecuencia inevitable de la
oligarquía, pues la acumulación de riquezas por el grupo oligárquico torna a éste inclinado a la
molicie y a los placeres, remiso al trabajo, debilitándose cada vez más, de modo que llega un
momento en que bastará un pequeño esfuerzo combinado de la mayoría sometida para
derrocarlo. La democracia, que constituye la tercera forma de degeneración del Estado perfecto o
aristocrático, tiene como característica la libertad entre todos los individuos y la igualdad, que
Platón ve sus aspectos negativos. Para Platón la democracia representa la emancipación total del
dominio de la razón por parte del desordenado tumulto de las pasiones. Su lema es "libertad",
pero se trata de una falsa libertad, puesto que el hombre que obedece a sus pasiones sin el freno
de la razón que contempla el bien moral es el peor de todos los esclavos.
El hombre democrático, por su parte, no es parsimonioso como el oligárquico, sino que tiende a
abandonarse a deseos inmoderados. Su característica es el deseo de libertad para satisfacer todos
sus deseos sin admitir diferencia entre ellos ni orden ni autoridad alguna. Se trata de un individuo
despreocupado, irreverente, que no respeta jerarquía alguna de valores en la propia vida, por lo
que carece de principios para luchar contra sus propias pasiones. El mayor peligro de la
democracia radica, según Platón, en su misma debilidad interna: es indulgente y benigna, y
permite que la excesiva libertad prepare el campo a los demagogos y a los tiranos.
De este modo, pues, la democracia abre paso a la tiranía. La forma de gobierno con más alto
grado de degeneración es la tiranía, que se suele originar como consecuencia de la excesiva
libertad de la democracia: el desmedido amor a la libertad, característico de la democracia,
conduce, por reacción, a la tiranía. El fin de la democracia está marcado, pues, por el signo de la
licencia y del libertinaje. Por tanto, la aparición de la tiranía obedece a los excesos de la
democracia, como ésta nació de los excesos de la oligarquía, pues "todo exceso en el obrar suele
producir un gran cambio hacia su contrario, lo mismo en las estaciones que en las plantas que en
los cuerpos, y no menos en los regímenes políticos"
De este modo, de la extrema libertad surge la mayor y más ruda esclavitud. En definitiva, la tiranía
representa el grado máximo de injusticia en la vida política, y el hombre tiránico es el hombre
completamente injusto, esclavo de un desenfrenado apetito de poder y de las más ruines
pasiones, a las cuales se abandona desordenadamente y, apartado de todo contacto real con el
resto de la raza humana y de toda responsabilidad para con ella, es el más infeliz de los hombres y
el más alejado de la virtud.
Para Platón lo verdaderamente importante en una forma de gobierno es que sea justa y eso puede
realizarse incluso sin ley. De ahí que aparezca una séptima forma que es, en realidad, para él, la
mejor de todas: el gobierno de un monarca justo que no se rige por la ley -que no puede conocer
ni prever todos los casos- sino por la "ciencia", por el saber (El Político 302b-304d). Así, resulta por
demás curioso que después de haber basado su clasificación en la ley y el número, al final
aparezca como la mejor forma posible una que no necesariamente se apegue a la ley.
Salgado
Aristóteles (384-322 AC) no sólo fue el principal discípulo de Platón sino uno de los filósofos más
importantes en la historia del pensamiento occidental. Para dar una idea de su influencia voy a resaltar
cómo, después de que sus libros y su pensamiento fueran olvidados y extraviados por varios siglos en
Europa, en las universidades resultó redescubierto aproximadamente en el siglo XIII por influencia de los
filósofos árabes, y desde entonces –no obstante las resistencias iniciales- llegó a dominar el pensamiento
de la edad media al extremo de denominárselo “El filósofo”, sin más.
La filosofía de Aristóteles fue incorporada a las universidades medievales no sin polémicas, debidas
a algunas contradicciones con el relato bíblico, entre los siglos XIII y XIV. A partir de allí y a través de su
fusión con la teología cristiana realizada por Tomás de Aquino, sobre todo a partir de la canonización de
este en 1323, llegó a tener el lugar más importante dentro del pensamiento oficial.
Aristóteles ofreció a los intelectuales de las nacientes universidades por primera vez una visión
sistemática del universo. El Corpus Aristotelicum abrió un nuevo mundo a las inteligencias de los hombres
de la cristiandad medieval pues se trataba de un cúmulo de observaciones, reflexiones y teorías
completamente nuevas, una interpretación de la realidad que excedía con mucho por su riqueza y
amplitud, cualquier logro de un filósofo conocido. En su conjunto constituía una visión amplia y coherente
tanto de las formas racionales del pensamiento como de la estructura del ser en general, comprendiendo
los principios de la vida humana, animal y vegetal, así como los del cielo y las cosas inanimadas. Para los
pensadores medievales Aristóteles abarcaba todo el horizonte de las ideas humanas y mediante sus
conceptos penetraba en todos y cada uno de los aspectos del universo. Por eso la mayoría de las disciplinas
filosóficas le deben a Aristóteles sus distinciones y sus orígenes. Debido a la vastedad de su pensamiento
nosotros no vamos a poder exhibir un panorama muy general y
nos limitaremos especialmente a los aspectos más relevantes relacionados con la filosofía del derecho.
Aunque parezca apenas un punto más en el programa, lo cual ya de por sí es una reducción
pedante puesto que no alcanzaría la vida de una persona estudiosa para leer todo lo que se ha escrito
sobre Aristóteles, es necesario dejar en claro de que se trata de un punto crucial en la enseñanza de la
filosofía del derecho. La mayor parte del pensamiento posterior, incluso el actual, tienen en Aristóteles una
referencia, ya sea para continuarlo, refutarlo o −como en el caso de algunos filósofos posmodernos−
actualizarlo.
También vamos a ver la gran cantidad de conceptos de la filosofía aristotélica que son de uso
común en la práctica jurídica, aun cuando en muchos casos sus significados hayan sido cambiados y
desprendidos del marco teórico original. Vamos a tratar de señalar estos conceptos tanto en el modo que
se originaron como en la manera en que se utilizan actualmente.
Vamos a exponer en esta clase cómo Aristóteles transformó el “realismo de las ideas” de Platón, y
qué significó ello para el pensamiento ético, político y jurídico. Pero antes voy a comenzar con un aspecto
que para lo que nos concierne es central, aunque no se trate del punto de partida en el desarrollo de la
filosofía aristotélica.
En el primer capítulo de su libro Política Aristóteles se propone exponer las mejores maneras de
organización de la ciudad, la polis. Pero en lugar de partir de ideas previas y preconcebidas, como vimos
que hacía Platón en La República, Aristóteles realiza una reseña o examen histórico de las distintas
experiencias que en los siglos anteriores habían atravesado las ciudades griegas. “La mejor manera de ver
las cosas en esta materia al igual que en otras,
es verlas en su desarrollo natural y desde su principio”, dice, enfatizando este punto de partida desde la
realidad histórica. Por ello sostiene que “la ciudad es una de las cosas que existen por naturaleza” y que
por naturaleza el ser humano es un animal político, un animal que vive en la polis, es decir en sociedad
(Aristóteles dice que “el hombre” es un animal político, pero en este caso eliminamos esa referencia sexista
sin alterar la idea principal).
Podemos decir que este punto es crucial y marca las principales diferencias con la filosofía política
llamada moderna que a partir del siglo XVII europeo tomará como punto de partida la afirmación contraria,
de que los seres humanos son individualistas y aislados por naturaleza y que la sociedad y el orden político
son creaciones artificiales, no naturales.
Adelantándome en mucho al programa y cambiando también de escenario, podemos encontrar
una importante vinculación entre aquella afirmación aristotélica y las filosofías revolucionarias del siglo XIX
de Hegel y sobre todo de Karl Marx. Ambos, de un modo análogo a como hace Aristóteles, consideran
respecto de los seres humanos, que “la dimensión colectiva no es solamente independiente, sino que es
institutiva con respecto a la dimensión individual: es sobre el fundamento de la dimensión colectiva que
adquieren realización y verdad los aspectos y las determinaciones conceptuales que conciernen a la vida
exterior e interior del individuo”. La cita es del filósofo italiano contemporáneo Michelangelo Bovero en el
libro que escribió junto con su colega Norberto Bobbio “Sociedad y Estado en la Filosofía Moderna. El
modelo iusnaturalista y el modelo hegeliano-marxiano”. La he transcripto para advertir la similitud con la
afirmación antigua de “ser social por naturaleza” y cuánto de recurrente suele haber en la historia del
pensamiento social y político. Muchas de estas opciones y de estas tensiones entre la dimensión social o
comunitaria por un lado y la dimensión individual por otro, vamos a estudiarlas también a través de los
distintos pensadores de la segunda parte del programa. Un ejemplo claro va a estar dado en el contraste
entre la postura liberal de John Rawls y las posiciones llamadas comunitaristas acerca de la justicia. No
casualmente algunos de los filósofos comunitaristas sostienen una explícita influencia aristotélica.
Aristóteles.
Pero volvamos a Aristóteles. Aunque había nacido en Estagira, una ciudad menor de Grecia, de
joven fue a Atenas y allí se unió a la Academia de Platón, en donde fue uno de sus discípulos más
destacados. A la muerte de su maestro (347 AC) decidió separarse de esa escuela y fundó otra llamada
Liceo, en donde desarrolló sus propios pensamientos a partir de sus diferencias con Platón. Aunque la
mayoría de sus libros se han perdido (recuerden que en
esa época los “libros” eran rollos de pergamino escritos uno por uno, ya que no existía la imprenta), su
filosofía −como ya dije− fue estudiada a partir de los materiales que se recuperaron, en las universidades
de la edad media.
Tal como se relata en los manuales de historia de la filosofía, la preocupación central de Aristóteles
fue la de controvertir la tradición intelectual que, desde Parménides a Platón, sostenía que el mundo
cotidiano, sensible, sujeto a cambio y movimiento, no podía ser aprehendido racionalmente y por ello tenía
más de apariencia que de realidad. Frente a esta escuela Aristóteles afirmó que el mundo sensible en su
totalidad, incluyendo las sociedades humanas, los animales, las plantas y las cosas inanimadas de la tierra y
el cielo, constituía una realidad comprensible racionalmente, organizada de conformidad con principios
intrínsecos. Según Aristóteles, estos principios de producción, de movimiento y de reposo, que las cosas
tienen en sí mismas, son su naturaleza. Lo natural es lo que se conserva y produce a sí mismo pues lo que
acaece con arreglo a la naturaleza sucede siempre o por lo menos casi siempre. Las cosas naturales tienen
una tendencia a estar dispuestas de la mejor manera posible y sus diferencias principales son las que
corresponden a sus afecciones, sus efectos y sus potencias.
El platonismo.
Ustedes pensarán que con este lenguaje del escenario filosófico de hace aproximadamente 2.400
años estamos hablando de cosas que no tienen ninguna relación con nuestra vida actual. No es así. De un
modo más elaborado, o tal vez menos “descarnado” o directo, la tendencia intelectual de hacer de las ideas
la realidad primaria y del mundo en que vivimos, sensible, apenas una copia imperfecta, sigue siendo muy
fuerte en algunas disciplinas. Por ejemplo, veamos en la economía. Si bien los fundadores de esta disciplina,
como Adam Smith y David Ricardo, la denominaron “economía política”, desde fines del siglo XIX se fue
imponiendo la tendencia de separar los dos términos y asimilar la economía a una disciplina
científica similar a la física clásica. De este modo en las facultades de economía de todo el mundo se
enseñan fórmulas, ecuaciones y diagramas matemáticos de supuesta validez universal con el resultado de
que los economistas que piensan siguiendo esas enseñanzas consideran que las realidades económicas
concretas, en las que vivimos los seres humanos comunes, son una mala adaptación a los funcionamientos
ideales de su ciencia. El resultado es que, al igual que sucede en La República de Platón, su gobierno ideal
no es para nada democrático sino que está dirigido por aquellos sabios que tienen acceso a las “verdades”
universales del pensamiento económico.
Esta es una postura que actualmente está siendo cada vez más cuestionada, de modo que no
puede ponerse a todos los economistas bajo esa misma crítica. Sin embargo aquella sigue siendo la
tendencia mayoritaria y nos muestra cómo la misma combinación de primacía de las ideas y gobierno
elitista, que vimos en Platón, resucita recurrentemente.
De modo que, al igual que en el ejemplo que mencioné de la novela “El nombre de la rosa”, la
mayoría de las veces que discutimos sistemas de pensamiento filosófico no estamos hablando de cosas sin
sentido ni efectos en la vida cotidiana, sino de cuestiones cuyas consecuencias muchas veces padecemos
por no tomarlas con debida seriedad.
La ontología aristotélica.
La filosofía de Aristóteles toma distancia de ese realismo de las ideas platónico. No voy a
desarrollar con detalle cómo lo hace porque eso está mejor explicado en la bibliografía. Lo único que voy a
reiterar es que este apunte de clase de ningún modo puede obviar el estudio directo de esos libros.
El resumen de lo que allí van a ver es que para Aristóteles las ideas y las cosas forman parte de una
misma realidad, no constituyen un mundo suprasensible separado del mundo sensible, sino que las
sustancias están hechas de materia y forma y desde un punto de vista dinámico el movimiento se explica
como el tránsito de la potencia al acto.
“El ser se dice de muchas maneras”, sostiene Aristóteles en la Metafísica. Por medio de esta
conocida observación elude las dificultades de la teoría de las ideas de Platón, que concluía en la
imposibilidad del cambio. Para ello distingue en la composición del ser la materia de la forma. En la física
moderna la jerarquía ontológica entre forma y materia es inversa a la que propone Aristóteles, pues desde
el siglo XVII se considera que si
comprendemos todas las propiedades de la materia percibiremos la forma como algo que emerge de tales
propiedades. En contraste, en el mundo aristotélico las formas no pueden entenderse en términos de
materia. Las formas han de ocupar una postura ontológica fundamental: se cuentan entre las cosas básicas
que son. La materia es indefinida y carente de orden, de manera que una unidad organizada, como un
organismo vivo, no pueda explicarse sólo mediante ella, pues requiere de un principio organizador que la
sola aglomeración de materia no podría producir. Este principio es la forma. La naturaleza de un ente es,
pues, una tendencia interiorizada que impele hacia la realización de su forma. El conocimiento de estas
formas, afecciones o causas interiorizadas es lo que permite comprender por qué algo es lo que es. Por eso
Aristóteles concibe a la naturaleza como principio de cambio o fin, pues habla de “la naturaleza de cada
cosa, como del hombre, del caballo, de la casa, según es cada una al término de su generación”. La meta, la
forma en su estado realizado, es el impulso interior logrado, el ser en acto. El cambio está posibilitado
porque antes de él ya existe el ser en potencia, y el proceso de cambio es su actualización. La potencia que
es relevante para dar cuenta del cambio en que estriba el desarrollo de un organismo es una potencia que
reside en la materia. De este modo se explican la generación y el crecimiento de los seres vivos, su
conservación como especies naturales y también la vida social y política.
La ética y la política.
Una expresión de los mismos principios en los seres humanos, dotados de alma racional, es que su
fuerza internalizada tiende al fin propio, la felicidad (ευδαιμοννα, que significa más bien buena vida), que es
“cierta actividad del alma conforme a la virtud”. La virtud consiste en aquel hábito por el cual una persona
se hace buena y gracias al cual realizará la obra que le es propia, ya que “lo que es naturalmente lo propio
de cada ser es para él lo mejor y lo más deleitoso”. Y como el ser humano es por naturaleza un animal
político (un animal que vive en la polis) y la virtud de la parte debe mirar a la del todo, la ética culmina en la
política, o sea en la ciencia de conocer cuál pueda ser la mejor entre todas las formas de asociación política
y comprender “porqué unas ciudades están bien gobernadas y otras lo contrario”.
En Aristóteles, como en muchos de sus antecesores, la ética, la política y la educación (tema al que dedica
los últimos libros de la Política), son cuestiones que se plantean simultáneamente. Esto encuentra su raíz
en las características del vínculo social predominante en la polis griega, que no era, como en el Estado
moderno, un extendido aparato organizado
de control sobre las individualidades, sino la aceptación naturalizada de la pertenencia comunitaria. Nuestra
distinción actual entre lo político y lo social no existía. Y la razón de esto es que en la pequeña ciudad
griega, las instituciones de la polis eran a la vez aquellas en que se determinaban los planes del conjunto y
aquellas en las que tenían lugar las relaciones personales de la vida social. Un ciudadano se encontraba con
sus amigos en la asamblea y al estar con sus amigos se hallaba entre colegas de la asamblea.
En este tipo de comunidad la responsabilidad por el desarrollo armónico de la vida social recaía en
cada uno de los ciudadanos, no −como sucede mayormente hoy− en una estructura organizada de
funcionarios públicos. Como una estructura de este tipo no existía, al igual que sucede en las familias a cada
uno y una de sus integrantes le cabe la tarea y en cierto modo el deber de que la vida en común se
mantenga. De allí que la justicia era entendida como una virtud −la virtud por excelencia− o sea, un hábito
adquirido determinado por la razón tal como la ejercería una persona prudente. La justicia es el hábito que
dispone a las personas a hacer las cosas justas y por el cual obran justamente y quieren las cosas justas,
dice Aristóteles en el libro V de la Etica Nicomaquea.
Se podría criticar a esta definición señalándole que peca de circularidad, puesto que explica “la
justicia” por referencia a “las cosas justas”, con lo cual no parece avanzarse mucho. Sin embargo, más
adelante agrega que la justicia y la injusticia se entienden en muchos sentidos porque se aplica muchas
veces a cosas distantes entre sí. ¿Por qué se entiende en muchos sentidos? Porque en la polis griega, y
sobre todo en la democracia ateniense, las decisiones que se tomaban en la asamblea se referían a diversas
cuestiones, declarar o no la guerra, realizar alianzas con otras ciudades, establecer las formas de educación
común, regular el mercado, juzgar delitos, distribuir premios y castigos a los gobernantes, etc. Cada una de
estas decisiones debía ser realizada con justicia, pero eso no significaba aplicar los mismos criterios en
todos los casos. De allí que la justicia se diga de muchas maneras.
En un sentido, como toda virtud o hábito, la justicia consiste en una posición intermedia entre dos
extremos, uno que es vicioso por exceso y otro que lo es por defecto. La acción justa “es un medio entre
cometer injusticia y sufrir injusticia”. La justicia es la cualidad por la cual se llama justo a quien al decidir
“sabe distribuir entre él y otro, lo mismo que entre dos extraños, no de modo que le toque a él más y a su
prójimo menos si la cosa es deseable y al contrario si es nociva, sino a cada uno lo proporcionalmente igual,
y lo mismo cuando
distribuye entre dos extraños”. Con respecto a las demás virtudes la justicia tiene una diferencia y es lo que
hoy diríamos la alteridad, ya que es una virtud “para otro”, una virtud social.
Lo justo político.
La mayor riqueza en las reflexiones de Aristóteles sobre la justicia la hallamos cuando distingue sus
diversos modos de ser, ya que ha elaborado conceptos de importante influencia posterior, muchos de los
cuales aún hoy se aplican en el discurso jurídico habitual.
Una de las primeras identificaciones es la de lo justo como legal. Hay que aclarar que la ley en la
polis griega no tenía el mismo significado que le damos hoy de “norma general establecida por la autoridad
del Estado”, sino que combinaba el carácter decretado (que no siempre era necesario) con la aceptación y
cumplimiento común, no porque existiera un aparato organizado de coacción para que se acatara sino
porque la ciudadanía estaba de acuerdo en que era así como se debía actuar. De aquí que la tajante
diferencia moderna entre ley y costumbre no tenía lugar en la vida institucional griega. Es por ello que en
este primer sentido de lo justo como legal Aristóteles señala que se refiere a que es justo “lo que produce y
protege la felicidad y sus elementos en la comunidad política”. Como ya vimos que para Aristóteles el ser
humano era naturalmente social, se comprende que un primer sentido de lo justo, el que hace que la
justicia sea “la mejor de las virtudes”, ha de ser aquel que protege y resguarda la vida comunitaria ya que
sin ella no puede alcanzarse la felicidad. Se trata de lo justo político, o sea la justicia de la polis que hace
posible que esta tenga existencia.
De lo justo político, aclara Aristóteles, una parte es natural, otra legal. “Natural es lo que en todas
partes tiene la misma fuerza y no depende de nuestra aprobación o desaprobación. Legal es lo que en un
princpio es indiferente que sea de este modo o del otro, pero que una vez constituidas las leyes deja de ser
indiferente”. Para dar un ejemplo muy actual y extremo (como tiene que ser un ejemplo didáctico),
pensemos en el sentido de circulación vehicular, que acá como en muchos países es por la mano derecha.
No hay nada “naturalmente” justo en que sea así (podría ser por la mano izquierda, como en Inglaterra o
Japón), pero una vez que se adopta un criterio determinado resulta injusto no cumplirlo.
Aunque Aristóteles acepta que existe una justicia natural, no considera que esta sea inmutable. Eso
sólo podría ocurrir “entre los dioses” pero “entre nosotros todo lo que es por naturaleza está sujeto a
cambio”. Esta es una consecuencia de sus diferencias con Platón. Lo que sucede “entre los dioses” sería
equivalente al nivel de las ideas perfectas, sin modificaciones, pero en este mundo las ideas existen como
formas que junto con la materia mantienen un equilibrio inestable y cambiante.
La equidad.
En una institucionalidad en donde las decisiones judiciales importantes no eran tomadas por
funcionarios del Estado con conocimiento técnico del derecho sino por la asamblea de ciudadanos, siempre
estaba presente la posibilidad de flexibilizar la ley en beneficio del criterio de justicia de la asamblea, sin
que por ello la ley en sí misma y como tal fuera cuestionada. El concepto de equidad cumple esa función de
ajuste al caso concreto sin implicar una derogación de la ley y es por eso que “lo justo y lo equitativo son lo
mismo”.
En cuanto a los criterios en que se entiende lo justo de las decisiones concretas, Aristóteles ha
dejado una serie de conceptos que aún hoy son de utilización en las resoluciones jurídicas.
Una manera en que entendemos lo justo es como lo igual, el punto medio entre cierto provecho y
cierta pérdida, y a ello llamaríamos la justicia correctiva o reparadora, también designada como
sinalagmática (porque conserva el equilibrio −sinalagma− en los intercambios). La justicia en las
transacciones voluntarias implica la igualdad entre los bienes cambiados y a ello le llamamos justicia
conmutativa, que es el concepto que aún hoy guía la interpretación de los contratos. Lo que se da debe ser
equivalente a lo que se recibe en el cambio y esto es independiente de las características individuales de las
personas intervinientes, porque lo que se juzga es la corrección del acto de intercambio y cuando esa
equivalencia no existe acontece una forma de fraude, que reside en el acto mismo, cualesquieras sean las
personas que hayan intervenido en él. “Es indiferente, en efecto, que sea un hombre bueno el que haya
defradudado a un hombre malo o el malo al bueno”. En estos casos en que la justicia sinalagmática no se
ha realizado voluntariamente entre las partes, será el juez o árbitro a quien corresponda restaurar la
igualdad tomando como criterio la igualdad de los bienes intercambiados, no las condiciones personales de
los intervinientes.
Justicia distributiva
En cambio, un criterio diferente es el que se aplica “en las distribuciones de honores o de riquezas
o de otras cosas que pueden repartirse entre los miembros de la república, en las cuales puede haber
desigualdad e igualdad entre uno y otro”. En la justicia distributiva, a diferencia de la sinalagmática, sí
tienen importancia las condiciones personales. Los más ricos deben pagar más impuestos. Las personas con
desventajas naturales deben ser auxiliadas. Las ayudas del Estado deben repartirse según las necesidades
de las personas. Todos reconocen, dice Aristóteles, “que lo justo en las distribuciones debe ser conforme a
cierto mérito; sólo que no todos entienden que el mérito sea el mismo. Los partidarios de la democracia
entienden la libertad; los de la oligarquía unos la riqueza, otros el linaje; los de la aristocracia, la virtud”.
Aquí la proporción que requiere la justicia no es una igualdad entre valores de bienes intercambiables sino
una “igualdad de razones”.
La vida de Aristóteles coincidió con la decadencia de las polis griegas como estados independientes.
El pensamiento griego antiguo del que nos hemos ocupado tuvo lugar entre los siglos V y IV antes de Cristo.
Sin embargo, la llamada “civilización griega”, constituida por un conjunto de polis libres con vínculos
lingüisticos, culturales y religiosos comunes, ocupó un período bastante mayor que podríamos ubicar entre
los siglos VIII y IV AC, dando lugar
posteriormente al llamado “período helenístico” (que duraría unos 300 años) en el que el mundo griego
clásico es unificado políticamente en un Imperio iniciado por Alejandro de Macedonia.
Mientras tanto, en la península que hoy conocemos como Italia, en el siglo VI AC ya Roma iniciaba
un proceso de expansión militar dominando ciudades y regiones cada vez más distantes, con una
organización institucional central de república, primero, y a partir del siglo I de nuestra era como Imperio,
llegando a gobernar toda la región del mar Mediterráneo, en Europa, Asia y Africa, mediante una
estructura administrativa, militar y de comunicaciones. En el siglo IV se divide el Imperio Romano en
Imperio de Occidente, manteniendo la capital en Roma, y en Imperio de Oriente, con su capital en Bizancio
o Constantinopla (actual ciudad de Estambul, en Turquía). El Imperio de Occidente fue sucesivamente
invadido por tribus germánicas y decayendo en su capacidad de gobierno hasta que en el año 476 fue
tomada la capital y cesó toda autoridad imperial. Desde entonces la separación entre ambas regiones fue
casi total, cesando la mayor parte de comunicación entre ellas. Así, mientras occidente se disolvía en un
extendido conjunto de pequeñas unidades políticas y tribales, con sus costumbres, idiomas y dioses
diferentes, el Imperio de Oriente se mantuvo casi diez siglos más, hasta el año 1453, en que la ciudad de
Constantinopla fue ocupada por los turcos.
Se suele decir que el genio griego consistía en la filosofía en tanto que el romano se asentaba en el
derecho. En cuanto a los resultados de la actividad cultural que esas civilizaciones legaron a las posteriores,
esto parece ser cierto. Sin embargo, se lo presenta como si se tratara de características mágicas o de
carácter personal, cuando en realidad podemos encontrar explicaciones históricas estructurales que den
cuenta de esas diferencias. La más evidente es que mientras Roma optó por una política de continua
expansión y dominación de cada vez más regiones vecinas, las polis griegas se mantenían independientes
entre sí apreciando un moderado tamaño poblacional que les aseguraba que la mayoría de las personas
libres se conocían y compartían la vida en común. Tan importante era mantener estas dimensiones que
cuando la presión demográfica empujaba hacia el crecimiento, decidían la fundación de nuevas ciudades
libres a la manera de colonias, con las familias que ya no se encontraban bien en una comunidad que había
aumentado demasiado.
Esto hizo que las preocupaciones jurídicas de los griegos no asquirieran mayor desarrollo puesto
que sus comunidades se mantuvieron dentro de formas comunitarias de vida en donde no sólo los
conflictos eran menos variados sino que además en sus soluciones
podían intervenir el conjunto, de modo que no tuvieron necesidad de un elaborado cuerpo de normas para
resolver sus diferencias.
Sin embargo, en la parte occidental de Europa, inexistente ya la autoridad del Estado Imperial, la
aplicación del derecho romano fue desvaneciéndose. En su reemplazo las regiones, tribus, pueblos y reinos,
la mayoría de origen germánico, fueron rigiéndose por sus costumbres y tradiciones. Recién a fines del siglo
XI, en las nacientes universidades fueron descubiertos los manuscritos con la compilación de Justiniano, a
cuyo estudio y reelaboración se dedicaron generaciones de juristas.
En la próxima clase veremos cómo este redescubrimiento del derecho romano en las universidades
medievales significó una nueva forma −que perdura hasta nuestros días− de concebir y establecer lo
jurídico como sistema. Estudiando y reelaborando el antiguo material romano se hizo algo enteramente
diferente, un Corpus Iuris, como se le llamó entonces, un conjunto ordenado mediante principios y normas,
de un modo que no había tenido existencia en el período clásico.
A lo largo de todo este proceso de formación, elaboración y recreación en una nueva vida, el
pensamiento jurídico fue incorporando, aunque sin mayor método, un vocabulario y conceptos
provenientes de la filosofía griega, especialmente de Aristóteles, que llegan hasta el día de hoy formando
parte del discurso forense habitual.
En la misma forma asistemática en que fueron adoptadas e incluidas en el léxico legal vamos ahora
a exponer las principales nociones jurídicas de uso actual cuyo origen podemos rastrear en la filosofía
aristotélica. La importancia de este punto en la materia consiste en que permitirá a los alumnos, futuros
abogados, reconocer los conceptos filosóficos insertados a diario en la práctica argumentativa, de modo de
poder utilizarlos haciendo uso de la riqueza teórica que traen consigo.
Comencemos con las categorías. Una muy buena exposición de su importancia en la filosofía de
Aristóteles se encuentra en el libro de Carpio, al que me remito. Con este nombre Aristóteles plantea por
primera vez en la filosofía una cuestión cuyo estudio no cesará hasta hoy. Él quiere encontrar los puntos de
vista desde los que podemos considerar al ser o ente en general, que serán a la vez las propiedades
objetivas de mayor generalidad. De aquí en más, las categorías (que Aristóteles distingue en sustancia,
cantidad, cualidad, relación, lugar, tiempo, situación, posesión o condición −también llamada estado−,
acción y pasión) serán consideradas los géneros supremos de todas las cosas. Con ello se significar que todo
lo que pueda decirse de algo está enmarcado en alguna de estas categorías y que cuando queremos
describir un ente, una cosa o una acción, con la mayor precisión posible, vamos a necesitar hacer uso de
ellas. En el siglo XVIII Kant tomó el problema de las categorías y, de acuerdo a su filosofía idealista, no lo
trató como propiedades del ser sino como funciones lógicas, como los conceptos puros del entendimiento
que no describen la realidad pero que nos permiten describirla.
Aunque parece que estamos tratando con cuestiones muy abstractas −de hecho es así− la
utilización de las categorías en la práctica jurídica se realiza a diario, pues para determinar el objeto
controvertido en cualquier juicio, civil o penal, ha de precisarse respondiendo a las preguntas ¿qué?
¿cuánto? ¿cómo? ¿con qué o con quién? ¿dónde? ¿cuándo?...etc. que son los diferentes puntos de vista o
conceptos que enmarcan la realidad que pretendemos exponer. Aquí encontramos la relevancia, en el
trasfondo del pensamiento que guía nuestras acciones cotidianas, del aporte aristotélico.
Hay también otro uso del término categorías, que ya no tiene la precisión de Aristóteles o de Kant,
aunque está de algún modo relacionado con lo que estos expusieron. Consiste en aludir a un marco de
comprensión de algo a lo que nos referimos y que nos permite describirlo y entenderlo. Así, por ejemplo, se
suele hablar de las categorías básicas del derecho procesal como los principios, las acciones, los sujetos, los
actos procesales, los medios
de prueba…, etc. que suelen coincidir con las grandes divisiones que tienen los códigos, las que pretenden
presentar un objeto dinámico, como el proceso, desde sus diferentes perspectivas. En muchos casos
también se usa el término categorías de un modo relacionado al que veremos cuando estudiemos los
paradigmas, como un conjunto de esquemas que nos permiten encuadrar y comprender algo, pero que si
lo modificamos podemos encontrarnos con facetas nuevas o incluso con una realidad completamente
diferente. Muchas veces, también en los debate judiciales, escuchamos frases como “es necesario
modificar las categorías bajo las cuales estamos considerando la cuestión”, para proponer un conjunto de
puntos de vista diferentes que permitirían ver las cosas de otro modo. En todos estos casos, en el origen del
concepto de categoría encontramos a Aristóteles.
Vayamos ahora a las causas. Aristóteles consideraba que conocer era conocer las causas de los
fenómenos, es decir dar la razón que hacía que el fenómeno fuera de ese modo y no de otro. Pero respecto
a las causas, sostenía, podía hablarse de distintas maneras. Y así distinguía, tal como se desarrolla en el
libro de Carpio, la causa material, la causa formal, la causa eficiente y la causa final, que en el fondo no
serían sino expresiones dinámicas de la materia y la forma. A partir de la ciencia del siglo XVII europeo el
concepto de causa se redujo a lo que Aristóteles llamaba causa eficiente, es decir al motor o fuerza
exterior, suprimiéndose por completo de la naturaleza la idea de causas finales. Sin embargo, el derecho
romano elaborado en las universidades medievales y el que desde ahí ha llegado hasta nuestros días, ha
receptado, con el término causa, diferentes conceptos más a tono con las distinciones aristotélicas. El
Código Civil y Comercial, por ejemplo, dice que la causa de un acto jurídico es “el fin inmediato autorizado
por el ordenamiento jurídico que ha sido determinante de la voluntad”. La referencia es a la causa final, en
términos aristotélicos, a la “meta” querida por los intervinientes del acto, que debe ser lícita para que éste
tenga validez. En el capítulo de las obligaciones el mismo código establece que “no hay obligación sin causa,
es decir, sin que derive de algún hecho idóneo para producirla”, con lo que se alude al concepto de causa
eficiente, también llamado fuente de la obligación. Ambos textos jurídicos, que tienen origen en el Código
Civil anterior, el que a su vez los tomó del Código Napoleón francés y éste del derecho romano medieval,
han dado lugar a una copiosa literatura jurídica en la que habitualmente se hace referencia a la clasificación
aristotélica.
El primer problema atañe a cómo acotar el concepto de causa, puesto que en un mundo en donde
todas las acciones están interconectadas y producen a su vez otros efectos, todos podríamos ser
“causantes” de todo. En ese sentido los padres del homicida podría decirse que también han puesto una
causa en el homicidio, al engendrar al delincuente, pero sin embargo sabemos que el derecho no llega tan
atrás en la atribución de responsabilidades, de modo que la causa que tiene relevancia jurídica no se
identifica con la cadena causal de acciones de la sociedad o la naturaleza. En algún momento, yendo hacia
atrás, se corta lo que los juristas llaman el “vínculo causal” que en rigor es más bien un factor de atribución
legal.
El tema de la causalidad tiene aristas casi infinitas, tanto en derecho como en filosofía. Kant
sostenía que se trataba de una categoría del entendimiento que nos permitía comprender los fenómenos,
no algo que esté en la realidad misma. Es como si trasladáramos a la naturaleza la idea de imputación. Pero
a principios del siglo XX la mecánica cuántica se desentendió del concepto de causalidad y mostró que
podíamos comprender a la naturaleza sin su ayuda. No vamos a continuar en este tema. Ustedes van a ver
varias veces los distintos
enfoques acerca de la causa en el derecho y en casi todos ellos los desarrollos comienzan con una
referencia a Aristóteles.
También tiene un uso actual sumamente extendido en el análisis jurídico el par de conceptos
aristotélicos esencia y accidente. El propósito de Aristóteles era el de traer las ideas trascendentes de
Platón y fundirlas con las cosas de nuestra experiencia sensible. Para ello parte de la cosa tal como la vemos
y en ella distinguimos primero su existencia individual, su condición de sustancia. Como en Aristóteles el
ser y el pensar son lo mismo, la sustancia es tanto el sujeto de una oración o juicio como el correlato
objetivo de este sujeto. Aquello de lo que se dice algo. Y eso que se dice en el predicado puede ser de dos
clases. Hay un grupo de predicados que corresponden a la sustancia de un modo tal que si faltara uno de
ellos la sustancia no sería lo que es sino otra, estos son los predicados o atributos esenciales cuyo conjunto
conforman la esencia. Hay otro grupo de predicados que pueden convenir a la sustancia pero cuya ausencia
no la transforma en otra cosa, estos son los predicados accidentales.
También puede ser relevante en ciertas discusiones jurídicas el uso de los conceptos de potencia y
acto, propios de la metafísica aristotélica. El ser en potencia tiene una realidad de jerarquía menor con
respecto al ser en acto. La semilla con respecto al árbol. Por ejemplo, la tentativa de un delito consiste en el
comienzo de su ejecución aún cuando no se haya consumado por causas ajenas a la voluntad. El “comienzo
de la ejecución” ya es parte del delito en acto, por lo que resulta una conducta punible. Lo que se haga
mientras el delito está en potencia, se denomina “acto preparatorio” y no es punible. Obviamente, pensar
en cómo
cometer un robo y planificarlo mentalmente, se encuentra dentro de esta categoría. Pero… ¿ir a la
ferretería y comprar las herramientas (pinzas, barretas, etc.) para robar? Seguimos con el delito en
potencia, puesto que si nos detenemos allí no hay nada ilícito todavía.
Una aplicación muy relevante de los conceptos de acto y potencia se da en los debates acerca de la
legalización del aborto. Para el Código Civil y Comercial la persona por nacer es un ser en potencia. Puede
recibir herencias pero si no nace con vida se considera que nunca existió. La persona que ha nacido, aun
cuando viva muy poco tiempo, tiene existencia en acto. En materia civil la diferencia puede ser importante
para la determinación de la línea sucesoria. En los debates sobre el aborto, las posiciones contrarias a la
interrupción legal del embarazo, sobre todo aquellas que hablan del “bebé”, no tienen en cuenta esta
diferencia entre ser en potencia y ser en acto.
He dejado para el final la exposición de los conceptos de materia y forma tal como fueron
receptados en el derecho, puesto que aunque ambos mantienen el nombre y algunos aspectos de la
relación (como su carácter correlativo), han sido bastante modificados respecto de su significado original.
Como lo pueden ver en el texto de Carpio, en Aristóteles la forma no es la cobertura exterior (como
entendemos hoy) sino la parte más real de las cosas, la que hace que podamos dar nombre e identificar a
algo. Es la idea platónica traída al mundo sensible, de modo que si llamamos “caballo” a este animal, es
porque tiene la forma universal de “caballo”.
Sin embargo, con los siglos, la recepción de estos conceptos en el derecho (tanto como en el
lenguaje común) ha modificado sus significados y jerarquías. La forma sigue vinculada a la materia, pero
entendida más como “envoltorio exterior” que como la concebía Aristóteles. Así, en general, aunque no
siempre, la forma si bien es necesaria (puesto que nada puede concebirse sin forma alguna) ha pasado a
ser un elemento secundario. Esta concepción diferente ya aparecía en algunas áreas del derecho romano.
La forma de los contratos no hace referencia a su idea sino a los aspectos externos del mismo (acuerdo
escrito o verbal) y se llama materia al contenido del contrato (lo que hace que sea una compraventa o una
locación, etc.). Desde este punto de vista la forma es secundaria, aunque hay casos en que la propia ley la
exige como esencial (forma ad solemnitatem) como ocurre con las escrituras públicas en la compraventa de
inmuebles. Pero no siempre es así. Hay casos en que la jerarquía aristotélica se mantiene, como en el
matrimonio, para el cual la forma, consistente en una ceremonia ante un funcionario público, es lo que
determina la existencia del acto. Aquí la materia (o sea el amor entre contrayentes) no es un elemento
esencial para la ley.
También en el derecho procesal el cumplimiento de las formas legales tiene una importancia más
acorde a los conceptos aristotélicos, al extremo que ocurre no pocas veces que la parte que desde el punto
de vista del derecho material tiene razón, sin embargo pierde el juicio y es condenada porque no cumplió
con las formas requeridas (contestar demanda, presentarse a declarar, proponer testigos en término, etc.).
De allí que al derecho procesal se lo denomine formal, designación que no le disminuye en jerarquía
práctica pues, como lo sabe cualquier abogado, la suerte de un pleito depende más del seguimiento de las
formas procesales que de la razón material o de fondo.
Conclusiones.
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UNIVERSIDAD NACIONAL DE LA PATAGONIA SAN JUAN BOSCO
Facultad de Ciencias Jurídicas
Filosofía del Derecho
Unidad II. Filosofía y derecho en sistemas culturales diferentes. Santo Tomás de Aquino.
Capítulo XVI del Tomo I del libro de Guido Fassò, Historia de la Filosofía del Derecho. 1)
4) Las relaciones entre la razón y la fe, o entre la “ciencia” humana y la religión: Sobre la primera
cuestión, es decir, acerca de las relaciones entre la Fe y la razón humana como diferentes vías de
acceso al conocimiento de la realidad, ya vimos que al comienzo de la era cristiana, por ejemplo, el
apologista Tertuliano sostenía la completa subordinación de la razón humana a la Fe. Consideraba
por ese motivo que los filósofos eran “defensores de herejías”.
Considerando que las verdades de la Fe son superiores y más importantes, se
adoptaba en los primeros pensadores cristianos, una clara actitud de desprecio o subestimación del
valor de las propias capacidades humanas para acceder al conocimiento de la realidad, anhelo
típicamente plasmado en la actitud general de la filosofía y de la ciencia (griegas, principalmente).
Luego de un tiempo, y ya convencidos los cristianos de que probablemente el fin del
mundo y el Juicio Universal no fueran tan inminentes como antes les parecía, San Agustín sostuvo, en
cambio, que la razón humana sería impotente para acceder a la verdad, ya que no puede “ver las
cosas a su verdadera luz” sin la ayuda de la fe. Remarcaba por ello San Agustín, en lo que
configurará un antecedente muy importante para la Filosofía escolástica, que es Dios mismo quien se
ha revelado voluntariamente a la humanidad pecadora por medio de su Hijo único, de tal modo que
mediante su sacrificio en la cruz, Cristo ha logrado la redención (real, no meramente metafórica) de
todos los verdaderos creyentes. Esta actitud de San Agustín vendría a otorgarle mayor importancia
a la “voluntad” de Dios que a su intelecto, con lo cual la razón humana seguiría siendo impotente
por sí misma para acceder a la plena verdad, siendo pues, la “sierva” de la Fe.
El aparente conflicto existente entre la razón y la Fe ha sido resuelto otras veces
separando completamente estos dos ámbitos en los que habita el ser humano, como si se tratara
de facultades incompatibles, tanto por su método como por su diferente objeto de conocimiento,
por lo que no sería imposible que ambas llegaran a conclusiones diametralmente opuestas. A esta
postura se la conoce como la doctrina de la “doble verdad”, tal como por ejemplo, la sostenía el
filósofo musulmán nacido en Córdova (España) Averroes, quien realizaba una interpretación
aristotélica del mundo creado en el marco de sus estudios filosóficos, pero sostenía igualmente la
ortodoxia literal del sagrado texto de Al-Corán en el plano de su vida de religioso/practicante. Esto es
como venir a decir, que realmente existen verdades de distinto orden y dos vías antagónicas de
acceso; hay cuestiones que pueden ser conocidas a través de la razón (por ejemplo, la naturaleza),
pero hay otras muchas cuestiones solamente asequibles por medio de la revelación de la fe (en Dios).
Luego, se tiene una posible tercera opción, la de descartar la fe (a la inversa de la
actitud de Tertuliano), cuando algunas doctrinas reveladas, se demuestren contrarias a la razón o la
experiencia. Esta actitud filosófica no se expresó de modo claro durante la Edad Media, pero existía
ya un cierto germen de ideas racionalistas (con representantes como Pedro Abelardo en el siglo XII)
que habrían de influir en el pensamiento de Giordano Bruno (1548/1600) y varios filósofos
deístas de los Siglos XVII y XVIII, con el paradigma racionalista dominando ya la Filosofía occidental.
Por último, tenemos la actitud deliberadamente adoptada por Santo Tomás. Como dice Fassò, su
pensamiento sobre toda esta serie de problemas resultó, en pleno Siglo XIII, en el intento más
logrado de armonizar los respectivos dominios, saberes y valores intrínsecos tanto de la razón
humana como de la religión revelada y la fe católica.
Esto fue tan así, que el pensamiento del aquinatense tuvo tal repercusión para las
ideas de la posteridad católica, que existió primero una recomendación oficial del Papa León XIII de
“volver a leer a Santo Tomás” en su Encíclica Aeternis Patris de 1879. Y luego de ser canonizado de
modo oficial como el Santo patrono de los estudios católicos, un año después, Santo Tomás de Aquino
puede ser reputado como lo más parecido a un “pensador oficial” de la Iglesia Católica. La tesis, pues,
que abona Santo Tomás es que existe todo un conjunto de problemas –típicamente humanos,
sociales- que pueden y deben ser abordados para su correcta solución con la capacidad racional y
social del ser humano, sin necesidad de tener mayor justificación en mandatos divinos.
Ahora bien, esta afirmación que nos parece a nosotros aparentemente tan sencilla
y/o trivial, en pleno Siglo XXI (donde el laicismo o prescindencia del Estado en materias religiosas, y la
libertad de cultos, son principios fundamentales de un gobierno democrático constitucional), tenía en
cambio consecuencias o derivaciones muy importantes en plena Edad Media. Es que existía por
entonces, luego de los primeros Emperadores francos o carolingios (descendientes de Carlomagno)
una disputa continuada por saber quién tenía el derecho de investir al titular del Poder político.
Como Carlomagno había sido consagrado como Emperador del Sacro Imperio Romano en la
navidad del año 800 por el Papa León III en la Basílica de San Pedro en Roma, se consideraba lógico
que todos los demás Emperadores, o los Señores feudales en sus territorios, debían el origen de su
poder a la unción por la autoridad religiosa (poder que luego se transmitía generalmente por
descendencia). No habría que olvidar la opinión de San Pablo, de que “todo poder viene de Dios”.
Es por tal motivo que la relación de una cierta “independencia armónica o
complementariedad” existente entre la razón y la fe, tal como fue sostenida en la doctrina de Santo
Tomás de Aquino, y expuesta en su obra más conocida, la Summa Theologiae, Suma o compendio de
Teología, aportó –como novedad para la época en que se desarrollaban tales acontecimientos- un
muy fuerte punto de legitimación teórica propia o autonomía para las autoridades seculares o civiles,
quienes eran consideradas en los escritos políticos de Santo Tomás como las responsables de
mantener la paz y la justicia en el marco de la vida en sociedad. Estas ideas fueron plasmadas en los
libros de Santo Tomás que son comentarios a los de Aristóteles, y que estaban siendo muy
recientemente traducidos al latín del griego por su amigo y condiscípulo, Guillermo de Moerbecke.
La política y la justicia humanas, pues, fueron consideradas por Santo Tomás como
sendos dominios racionales y autónomos, propios del carácter necesariamente sociable de la especie
humana, tal como lo consideraba su referente filosófico, Aristóteles, al analizar la convivencia social
dentro de la antigua Polis griega. Por ello, para Santo Tomás, el Derecho natural está fundado
exclusivamente en la recta razón. Es aquella parte de la ley eterna –existente únicamente en la
“mente” o el “intelecto” divino- que el hombre puede conocer mediante el uso -recto- de su razón.
Las consecuencias directas de las tesis políticas de Santo Tomás (al tratar él sobre el
problema de las relaciones entre la razón y la Fe), apuntaban, pues, a lograr finalmente la
coordinación y complementación entre los poderes civiles (quienes deben primordialmente procurar
el bien común de la comunidad o bienestar de todos los miembros y estamentos de la sociedad
políticamente organizada, es decir, aquella que es autárquica, por lo que la denomina como la
comunidad “perfecta”, a diferencia de las familias, los gremios, los grupos sociales, etc.), y el Poder
espiritual de la Iglesia, encargado de llevar a buen término la salvación de los creyentes por la fe. En
cuanto a cuál era para Santo Tomás la finalidad superior de la vida humana, no se trataba para él
ciertamente de su felicidad terrenal, sino de su destino trascendente, espiritual o superior, la
salvación. Esta meta religiosa no sería otra cosa que la efectiva posibilidad de llegar a conocer a
Dios tal como es, en el marco de la vida espiritual ultra-terrena (Santo Tomás la denomina
beatitudo aeterna). Aquí el Santo se aparta –lógicamente- de la finalidad última de la vida humana
que había mencionado Aristóteles en el último libro de su Ética nicomáquea, cuando sostuviera que
la mejor clase de vida, y por ende, la forma de vida más virtuosa y de mayor felicidad (eudaimonia)
es una vida contemplativa, dedicada al cultivo de los saberes profundos. La noción que tiene Santo
Tomás de la justicia en general, siguiendo a Aristóteles y Cicerón, es la de una virtud propia del hábito
humano dentro de las relaciones de alteridad (que exige la existencia de una relación entre sujetos),
donde algo le es debido perfectamente por uno al otro. Acepta también la clasificación en justicia
conmutativa o sinalagmática y justicia distributiva, formulada por Aristóteles en el libro V de la
Ética nicomáquea. Lo que sí agrega, en cierto modo original, a las fuentes aristotélicas, es un nuevo
y diferente sentido del término “justo legal”, señalando que se trata de lo que es debido por el
individuo a la autoridad -como representante del cuerpo social organizado- en función de las justas
exigencias del BIEN COMÚN de la comunidad (que es algo más que la simple suma de todas sus
partes y se identifica con su utilidad común).
5) La doctrina de Santo Tomás sobre la ley eterna, la ley natural, la ley humana (o positiva) y la ley
divina – sus relaciones y diferencias – el problema de validez de las leyes injustas
Introducción
La unidad es sumamente amplia pero tiene un núcleo conceptual claro: la relación entre los
cambios en la organización de la autoridad política y las nuevas formas de concebir la sociedad y la
naturaleza. Podría abordarse como si fueran planos de la realidad diferenciados, pero sin embargo,
como hemos visto en clases anteriores, los dos aspectos el ejercicio del poder y las nuevas ideas
tienen en común que han sido ambos llevados adelante por un mismo estamento social, el de los
intelectuales, egresados y profesionales universitarios: juristas, consejeros de Estado, académicos,
funcionarios administrativos, filósofos. Ya no se trata, como en la edad media, de integrantes de la
Iglesia católica. Ahora la mayoría son laicos vinculados a los gobiernos y a la producción de
conocimiento. En esta clase vamos a culminar con la filosofía de René Descartes, que puede
estudiarse más detalladamente en el capítulo VIII del libro “Principios de Filosofía” de Adolfo Carpio, al
que remito. Lo que vamos a desarrollar aquí es el contexto histórico de las transformaciones en el
pensamiento, vistas sobre todo desde nuestro interés en la filosofía jurídica.
La modernidad
Entiendo que es necesario un previo resumen del contexto histórico en donde nos ubicamos.
Recuerdan que con la división del Imperio Romano y luego del derrumbe del Imperio de Occidente
(año 476 DC), subsistió el Imperio Romano de Oriente que tuvo su capital en Constantinopla (actual
Estambul, en Turquía) y una tradición, idioma, religión y hasta alfabeto diferentes. Como ya hemos
visto, Justiniano, el compilador del derecho romano, fue un emperador romano en Oriente, no en
Roma. Ese Imperio duró mil años más y en 1453 los turcos ocuparon Constantinopla concluyendo con
las últimas instituciones que quedaban del viejo Imperio.
Algunos historiadores entienden que en ese momento puede situarse el comienzo de la edad
moderna en Europa. La caída de Constantinopla aisló a Europa occidental del comercio con
Oriente y a la vez produjo un cambio en los ambientes académicos occidentales cuando los sabios,
estudiosos, intelectuales y funcionarios que había en el Imperio de Oriente, se trasladaron y se
radicaron en las distintas ciudades de Europa occidental contribuyendo a una renovación importante
en el pensamiento.
Otros historiadores prefieren ubicar el inicio de la edad moderna en 1492 con la llegada de los
europeos a América porque este acontecimiento provocó enormes efectos en ambos lados del océano.
Desde el punto de vista europeo la dominación de América trajo como resultado una inmensa
trasferencia de oro y de plata a toda Europa que tuvo importantes consecuencias. En primer lugar
ocasionó un aumento del poderío europeo, sobre todo del español, en relación a la civilización
islámica. Antes de esa época Europa tenía un nivel político, una civilización material, riquezas y
desarrollo económico bastante inferiores a los del mundo musulmán.
Toda la costa norte de Africa, por ejemplo, era parte del Imperio turco, con un poder económico
y militar superior al del lado norte del mediterráneo. Esa diferencia se alteró en menos de cien años
debido a la apropiación europea de las riquezas americanas. El oro mexicano y la plata del Perú
incrementaron el poderío militar y económico y ya en 1571, en la batalla de Lepanto, la armada de la
“cristiandad” (mayoritariamente española) vence a la flota turca asegurando la supremacía europea
sobre el llamado viejo mundo. Otra consecuencia muy importante fue que esas riquezas provenientes
de América acrecentaron los capitales de los bancos y grandes comerciantes facilitando el origen de
una nueva forma civilizatoria asentada en la posesión de capitales. La modernidad europea en este
sentido fue resultado del saqueo de América.
El Estado moderno
Desde el punto de vista del derecho, la modernidad europea se identifica estrechamente con el
Estado. Como aspecto predominante de la modernidad, en la institucionalidad política y jurídica está la
emergencia de una nueva forma de organización política que es el Estado, el llamado Estado moderno.
¿Cuál era en Europa la unidad política anterior al Estado moderno? El reino medieval o
germánico.
Este tipo de organización no tiene nada que ver con lo que era el reino medieval, que estaba
constituido por el rey, sus amigos, parientes y algunos allegados que recaudaban de lo que producían
los campesinos en la zona cercana. No había un poder centralizado en una amplia región, como hoy lo
es el Estado.
La teoría actual identifica en el Estado moderno lo que llama sus elementos: un territorio, una
población, el ejercicio del poder sobre ambos (el poder estatal se identifica con el monopolio del uso
legítimo de la fuerza) y una continuidad en el tiempo. Un poder central que se ejerce de modo
permanente y exclusivo sobre un espacio geográfico y sobre las personas que lo ocupan. No era así el
reino medieval, que admitía discontinuidades geográficas (e incluso temporales) y en donde el poder
real convivía con otros poderes institucionales (Iglesia, ciudades, nobleza, corporaciones).
Por eso, desde el aspecto que en filosofía y teoría del derecho más nos interesa, lo que
caracteriza a la modernidad es la conformación de los estados. Esto es un proceso histórico que se fue
dando de a poco en cada lugar, en cada región, de una manera diferente. Generalmente uno de los
nobles o uno de los reyes comienza a tener más poder que el resto y tiende a subordinar a sus pares y
a extender su poder territorial.
Nosotros hemos estudiado en la escuela algo del proceso de unificación estatal en España.
Éste se dio con la unidad de los principales reinos, el de Castilla y el de Aragón, a través del
matrimonio de sus titulares los “reyes católicos”, Fernando e Isabel. De a poco ambos reinos se fueron
unificando en una sola corona, una sola administración y una sola legislación real. Las formas en que
se hizo esto distan de ser románticas. Se ocupa e incorpora el último reino musulmán que quedaba en
la península (Granada). Se le va quitando autonomía a las ciudades. Se impone como única la religión
católica y se instaura una “justicia” para protegerla, la Santa Inquisición. Se expulsa a las personas
musulmanas y judías o se las obliga a la conversión religiosa. Se amplía el aparato administrativo y
militar para vencer las resistencias locales. También se extiende el poder para imponerse sobre los
idiomas regionales, porque uno de los instrumentos de dominación era el idioma del reino dominante.
Es en este proceso que en 1492 se establece la primera gramática castellana (el idioma de Castilla).
Durante el siglo siguiente y a medida que España se apropia del oro y la plata americanos, los
sucesores de los reyes católicos, Carlos I y Felipe II, se encuentran con grandes recursos económicos
para imponer esta nueva forma de
dominación, la dominación estatal, a través de un cuerpo cada vez más extendido de funcionarios
sobre todo un territorio que antes era de reinos o regiones con variadas autonomías.
Contaron para ello con el “experimento” americano, pudiendo afirmarse que el primer Estado
moderno fue el Estado español en las Indias occidentales. De un modo todavía desconocido en
Europa, sobre la sociedad nativa sometida por el terror se imprimió un poder general completamente
externo, con su propio idioma, sus instituciones educativas, su religión organizada, un derecho
uniforme y una burocracia técnica que exhibió la notable supremacía de la maquinaria administrativa
cuando se encontraba liberada de respetar las resistencias locales.
En Europa este proceso no se dio con tanta violencia ni de un día para el otro sino que se fue
afianzando en el tiempo. Pero ya a fines del siglo XVI España era un modelo de Estado absoluto, es
decir, un estado que había dominado o subordinado a los poderes antes autónomos (territoriales,
comunitarios, religiosos o corporativos) y dispuesto su red de funcionarios representantes del rey por
todo el territorio.
Lo mismo había ocurrido en Francia, en donde en la segunda mitad del siglo se acuñó el
concepto de soberanía como poder que no tiene a ningún otro por encima de él. Y así, en toda Europa
los procesos de centralización van modificando el escenario político. Lo que antes eran especies de
federaciones de regiones autónomas van siendo cada vez más dependientes de un poder central. Y
para que haya dependencia de un poder central tiene que crearse un aparato administrativo, una
organización burocrática, tiene que centralizarse la justicia y unificarse el derecho.
Uno de los aspectos más importantes de este proceso de formación de los estados modernos
tiene lugar mediante la eliminación de la diversidad jurídica y la unificación de todo el derecho en una
sola legislación de origen real. La tendencia es a establecer un derecho cuyos caracteres Kelsen
expondrá cuatro siglos más tarde. Para Kelsen (1881-1973) el derecho se caracteriza por la unicidad,
lo que implica la supresión de todo “pluralismo” jurídico, el derecho es único, la fuente hegemónica es
la legislación estatal y las demás fuentes son subordinadas a ella; la coherencia, que implica que ese
derecho único no puede tener normas que se opongan entre sí, adoptándose mecanismos
institucionales para solucionar mediante criterios uniformes los casos en que tomadas aisladamente se
contradicen; la jerarquía entre las normas, que es paralela a la jerarquía de los órganos estatales que
las producen, y la plenitud, del sistema, o sea la afirmación de que ninguna conducta escapa a la
regulación por parte del derecho.
Estos caracteres del orden jurídico, enunciados por Kelsen a principios del siglo XX, ya se
encontraban preconfigurados en el inicio de los estudios jurídicos en las universidades y luego
mediante la formación de los estados y la identificación del derecho con el estado, en los orígenes de
la modernidad.
Todavía hoy tenemos en el vocabulario jurídico algo así como los “restos arqueológicos” de
este proceso. Un ejemplo claro aparece en el actual régimen recursivo procesal. En un proceso judicial
actual los recursos son una forma de cuestionar y buscar la modificación de una resolución judicial. Si
se ha dictado una sentencia y no estoy conforme con ella puedo apelar ante un tribunal de mayor
jerarquía. Todos los recursos que deben ser resueltos por un tribunal de grado superior se denominan
“recursos devolutivos”. Se llaman así por una sobrevivencia de la época de centralización del derecho
por el poder real, ya que al cuestionar la decisión de un tribunal y solicitar que otro de mayor jerarquía
lo considere, significaba que la jurisdicción se devolvía al rey, una de cuyas funciones era ser el
máximo juez. El rey distribuía su poder jurisdiccional en numerosos tribunales de inferior jerarquía por
razones de exceso de trabajo, pero retomaba la jurisdicción cuando mediante un recurso se le pedía
que resolviera. De allí que se devolviera la jurisdicción al rey y por eso aún hoy los recursos ante un
tribunal de grado superior se llaman devolutivos, pese a que no sólo no hay más rey sino que además
el poder judicial es independiente del gobierno político. En este lenguaje arcaico del derecho procesal
encontramos esa unidad estatal que a veces se nos pasa por alto, que a veces no la vemos porque
nos resulta tan natural como el aire y nos damos cuenta de su existencia sólo cuando falta.
Con anterioridad al Estado moderno los comerciantes tenían su propio derecho, cada región,
cada ciudad, cada aldea, tenían el suyo. Lo mismo acontecía con la Iglesia católica. Es decir, había lo
que hoy llamaríamos “pluralismo jurídico”, no unicidad. No era un sistema coherente porque había
distintos derechos y si bien cada uno de ellos podía tender a la coherencia el conjunto no lo era.
Tampoco era un sistema jerarquizado ya que los distintos derechos convivían pero no necesariamente
uno era superior a todos. Ni había plenitud, puesto que no existía un poder centralizado que aspirara a
gobernar todo. La idea de plenitud está ligada a la idea de gobierno, de ocupación completa de
territorio y de sometimiento de toda la población al Estado.
El reino medieval reflejaba más bien un mundo política y jurídicamente disperso, sin unidad
central. Ahí en ese mundo lo nuevo que comienza a distinguirse y que mucho después caracterizaría a
la modernidad aparece con la creación de unidades políticas soberanas sobre amplios espacios
territoriales que monopolizan el poder mediante un solo derecho, un solo sistema jurídico que vertebra
ese Estado. Como vimos en la unidad anterior, siglos de enseñanza universitaria de derecho romano
habían preparado esa uniformidad mediante la educación similar de miles de funcionarios. En los
estados absolutos, que fueron los que primero aparecieron, el rey no tenía límites legales en cuanto a
sus resoluciones aunque era inevitable que tuviera límites de hecho. Aún con gran capacidad de
trabajo el monarca sólo podía adoptar algunas decisiones cada día, pero la extensión del aparato
administrativo hacía necesario tomar miles de decisiones en ese mismo lapso (por ejemplo mediante
permisos, concesiones, sentencias, órdenes, sanciones, etc.) y esto lo hacían los funcionarios
inferiores al rey, jerárquicamente organizados en distintas ramas. Y para que estos funcionarios no
resolvieran del modo que se les ocurriera sino que mantuvieran una unidad de criterio con el
gobernante, conjuntamente con el esquema compartido de lo que era un orden legal, el rey dictaba
leyes, ordenanzas o reglamentos, que establecían de manera general cómo esos funcionarios tenían
que tomar las resoluciones particulares en cada caso. Hoy llamamos a esta sujeción de los
funcionarios a las normas generales principio de legalidad, lo que
significa obediencia o más bien seguimiento a reglas previamente establecidas para la generalidad de
los casos. Estas reglas y normas constituyen un cuerpo que se considera el derecho, de modo que en
el Estado moderno, el estado de funcionarios, se gobierna a través del derecho.
Nace así una forma de ejercer el poder “mediante el derecho” que es lo específico del Estado
moderno. Veamos, por ejemplo, en la actualidad. Tomemos por caso el derecho penal. Cuando un
gobierno considera que un determinado tipo de acciones debe ser prohibido, se establecen sanciones
penales mediante le ley y la aplicación de estas sanciones se encomienda a la administración de
justicia. También en el derecho civil se plasman objetivos generales de gobierno. Por ejemplo, si se
considera conveniente por razones de política económica, promover la circulación de la propiedad de
las tierras, es decir, imponer a la tierra el mismo régimen de las mercancías, se dictará un código civil
en donde serán restringidas las formas compartidas de propiedad que dificultan su traspaso, se
facilitará la división por herencia tendiendo a la igualación entre los herederos y se orientará a la
coincidencia de la posesión con la propiedad, todas medidas que adoptó Dalmacio Vélez Sarsfield
(1800-1875), redactor del primer código civil argentino con aquel propósito en mira. Así es en todo: en
el Estado moderno las directivas de gobierno son eficaces si se traducen en una legislación que
implica innumerables decisiones particulares de los funcionarios inferiores (administrativos o
judiciales). Una decisión política se traduce en acción constante del Estado sólo a través del derecho.
Volvamos a los inicios de la modernidad. Es necesario señalar que el poder absoluto de los
monarcas siempre tuvo oposiciones. Por eso, ya más de un siglo después de los comienzos de este
proceso de centralización del poder en el Estado se producen movimientos democratizadores, no para
modificar la estructura estatal sino para que las normas no pueden ser dictadas unilateralmente por el
rey. Entonces cobran importancia los parlamentos o instancias representativas en el establecimiento
de la ley. En realidad no deberíamos confundirlos con las instituciones que hoy llevan ese mismo
nombre ya que esos parlamentos eran al principio una sobrevivencia de órganos feudales a los que se
fueron incorporando miembros de clases altas diferentes de la nobleza. De todos modos, lo que quiero
resaltar es que a partir de la instauración de la forma de gobierno estatal, los cauces que han tomado
las principales luchas políticas han sido alrededor de una mayor o menor participación ciudadana en la
elaboración de las normas y en la elección de las personas que las producen y ejecutan. Pero la forma
de la organización de Estado siguió siendo básicamente la misma: una estructura jerarquizada de
funcionarios que se guían por un sistema de normas establecidas por la autoridad superior. Eso es lo
característico del Estado y el derecho modernos.
Hasta hace muy pocos años, además, este proceso de formación y perfeccionamiento del
Estado y del derecho era entendido como un progreso inevitable e irreversible puesto que se
consideraba que las instituciones políticas y jurídicas se orientaban cada vez más por la razón
humana, que en la modernidad se concebía con las características de ser única, universal y necesaria.
Es por eso que uno de los fundadores de la sociología, Max Weber (1864-1920), calificó a la forma
estatal moderna de gobierno como “dominación racional”.
La primera globalización
Pero volvamos atrás, alrededor de los siglos XVI y XVII europeos, cuando crece y se consolida
el sistema de estados.
Vamos a distinguir cuatro caracteres de esta “edad moderna”. Comenzamos con la primera
“globalización” y seguimos con la nueva institucionalidad política y jurídica estatal. Después
mencionamos a la racionalidad como fundamento del pensamiento correcto y también a la dominación
de la naturaleza mediante la ciencia. Todos estos aspectos se encuentran muy relacionados entre sí y
es precisamente a esta vinculación que nos referimos cuando hablamos de la modernidad, en sentido
histórico, político, jurídico, filosófico y científico.
Comencemos con la primera globalización, a la que ya aludimos brevemente. A partir del siglo
XVI el mundo entero comenzó a estar interconectado y desde entonces el destino de todos los pueblos
estuvo ligado con el de los demás, bien que unos en una situación dominante y otros como
subordinados. En este sentido el enorme saqueo de las riquezas de América tuvo una influencia
decisiva en el desarrollo político, ya que si bien reinos con un cierto desarrollo burocrático habían
existido antes en Europa, no perduraron puesto que carecieron de poder económico para mantenerse.
La dominación americana esta vez puso en manos de los reyes europeos una enorme riqueza que les
permitió ampliar la estructura de funcionarios delegados que necesitaban para erigirse como poderes
absolutos en todos sus territorios.
Otra importante consecuencia de la conquista de América, fue el modo en que España gobernó
el llamado “Nuevo Mundo” a través de una perfeccionada red burocrática, sin la necesidad (que tenía
en Europa) de avanzar lentamente por los compromisos continuos con los poderes medievales. El
gobierno americano por parte de España se realizó mediante funcionarios
designados por el rey. En América no había nobleza como en Europa, sino que la autoridad era de
funcionarios reales, pagados por la corona y controlados por la misma. Como ya dijimos el gobierno
español en las Indias fue el primer Estado moderno porque se estableció de arriba hacia abajo sin
respetar ninguna de las instituciones locales. Se impuso violentamente sobre culturas, tradiciones y
lenguas diversas. La rápida conquista y dominio de una población similar a la de Europa, gobernada a
la distancia mediante una jerarquía de normas y funcionarios, mostró la superioridad de la nueva forma
de dominio y constituyó un ejemplo de organización política eficiente que, como vimos, se extendió por
todo el viejo continente.
Siguiendo a España y Portugal, todas las potencias europeas se lanzaron a conquistar colonias
en distintas partes de América, Asia, Africa y Oceanía. Ya a principios del siglo XVIII, cuando concluye
la Guerra de Sucesión Española, los tratados de paz incluyen la distribución de territorios coloniales
así como las posibilidades de comerciar en ellos. Europa se estaba adueñando del resto del mundo y
de ahí en más todas las historias “locales” o “nacionales” se encontraron influidas, determinadas o
dominadas por políticas y decisiones adoptadas en otras partes de la Tierra.
Una de las consecuencias de este proceso de globalización ha sido que las formas jurídicas
europeas se extendieron por todo el escenario colonizado dando lugar, tal como lo hemos visto en
América Latina, a que las concepciones del derecho originadas en Europa a partir de entonces se
consideraran como universales.
Ya señalamos que para nuestro enfoque desde la filosofía del derecho, la conformación del
mapa político europeo como un sistema de estados constituyó una transformación fundamental. A
mediados del siglo XVII concluye la llamada Guerra de los Treinta Años y a partir de allí se establece
un derecho internacional en donde los protagonistas son los estados, dejando atrás la mayor parte de
la influencia de la Iglesia y el Imperio (este ultimo en total decadencia) que habían sido los actores
principales por varios siglos.
Otros dos aspectos que se consideran claves para distinguir a este período, propio de los
últimos siglos de la historia de Europa (y en la medida en que Europa dominó al resto del mundo, cabe
decir de la historia mundial), consisten en el denominado, sobre todo en filosofía, predominio de la
razón y en el nacimiento de la ciencia moderna.
La razón o la racionalidad modernas aparecen para muchos autores como la perspectiva más
general que caracteriza a la modernidad ya que a la razón se la supone el “tribunal” que juzga el
acierto o el error de cualquier área de la vida social. La razón se concibe como única y necesaria
desprendiéndose de las tradiciones, de las costumbres, de lo que aceptamos sólo porque nos lo
enseñaron y lo repetimos. El derecho no escapará a este pensamiento y la necesidad de establecer un
derecho racional fue una de las aspiraciones permanentes desde entonces.
El lugar histórico en donde emergió esta idea de razón fue, como ya hemos visto, el sistema de
enseñanza superior e investigación de las universidades, orientadas por un ideal (que nunca llegaba a
realizarse) del pensamiento único, correcto. Pero en donde esta idea de racionalidad mostró sus
mayores éxitos fue en el conocimiento del modo en que Dios había puesto orden en la naturaleza. Me
refiero al nacimiento de la ciencia moderna, que también se conoce actualmene como “la revolución
científica”.
Con el término de “descubrimiento del cielo” García Morente resume los inicios de la ciencia
moderna, de la denominada “revolución científica”, que es uno de los principales acontecimientos que
vistos a la distancia caracterizan a la modernidad.
Las versiones de física y de astronomía en esa época eran bastantes distintas a lo que hoy
entendemos con esos nombres. La física que había escrito Aristóteles se refería al movimiento de las
cosas del mundo terrestre abarcando lo que ahora comprendemos como biología, física, química y
geología. Los estudios tendían a la sistematización de observaciones pero no a la búsqueda de leyes y
mucho menos, como ocurriría luego, a su formulación matemática.
Por otra parte la astronomía era entendida como una rama de las matemáticas. Se creía que el
universo estaba dividido en una esfera sub-lunar, que abarcaba la Tierra, y una esfera
supra-lunar, el cielo, que era un mundo de movimientos circulares, continuos y perfectos. La ubicación
de la astronomía entre los estudios matemáticos tiene origen en que ya desde hacía más de 4000
años las distintas civilizaciones conocían que el movimiento de los cuerpos celestes se podía calcular
con precisión prediciendo en donde iban a estar situados en el futuro. Estas observaciones siempre
fueron importantes en civilizaciones que planificaban la agricultura ya que la determinación precisa de
los períodos del año permitía mejores rendimientos en los cultivos. De allí que tanto los antiguos
egipcios, como los sumerios o los mayas o aztecas, poseyeran calendarios muy elaborados sobre la
base de observaciones y cálculos acerca de la posición del sol, los planetas y las estrellas.
A mitad del siglo XVI el monje polaco Nicolás Copérnico (1473-1543), que en las universidades
de Italia había estudiado derecho, medicina, filosofía y matemáticas, y que se había dedicado a la
astronomía, sostuvo en un libro que se publica después de su muerte que el problema matemático de
la trayectoria de los planetas se podía resolver mejor si en lugar de suponer que la Tierra estaba fija,
pensamos que lo que está fijo es el sol y que la Tierra es un planeta más que gira a su alrededor. Dice
que los rulos que se observan en las trayectorias de los planetas son en realidad una ilusión óptica
nuestra porque los observamos creyendo que la tierra está inmóvil, son aberraciones que se producen
por pensar que estamos quietos cuando en realidad estamos en movimiento. Este sistema de
Copérnico, que él apoyó con cálculos elaborados durante muchos años y que se perfeccionaron
después de su muerte, permitió una gran facilitación de las matemáticas del cielo. Antes, el conocer
todos los cálculos de los planetas cercanos que se movían en forma extraña era sumamente
complicado y a partir del sistema de Copérnico la observación se simplificó, sobre todo cuando a
principios del siglo XVII el astrónomo Kepler (1571-1630) expuso que los planetas giraban alrededor
del sol con órbitas elípticas.
Aunque esta manera de plantear la astronomía facilitó mucho el estudio del cielo, creó una
serie de problemas en el resto de las áreas del pensamiento. Cuando se creía que la tierra estaba fija
en el centro del universo, la física terrenal no se relacionaba demasiado con las matemáticas porque
éstas sólo regían el mundo celeste que era de movimientos “perfectos”. Pero cuando se sostuvo que la
tierra era uno más entre varios planetas que giraban alrededor del sol, los estudiosos se plantearon
que entonces la física de la tierra no podía ser una física diferente, como se sostenía desde Aristóteles.
Aquí es donde hace su aparición un prestigioso intelectual y científico italiano, Galileo Galilei
(1564-1642), cuyo programa de investigación consistió en traer la física del cielo a la tierra y estudiar
los movimientos terrestres mediante sus comportamientos matemáticos. Fue el fundador de la física
moderna cuyos fundamentos hoy aprendemos en la escuela secundaria.
Esto no sólo fue un cambio científico sino también filosófico. Galileo sostenía que las
cualidades de las cosas eran de dos tipos. Decía que había cualidades reales que estaban en las
cosas mismas y no dependían de nuestra apreciación: el peso, el volumen y el movimiento, por
ejemplo. No podemos concebir las cosas si no tienen por lo menos esas características, que son
también aquellos aspectos que se pueden medir matemáticamente.
Pero las características que no tienen medida, como por ejemplo el color, el sabor o el olor, no
están en realidad en las cosas sino que son sensaciones subjetivas nuestras. Mediante esta distinción,
que después tomarían casi todos los pensadores modernos, quedaba establecido que más allá de lo
que vemos, de las apariencias, la realidad sólo estaba constituida por aquello que puede estudiarse
mediante las matemáticas.
Decía Galileo que el mundo de la naturaleza estaba escrito en lenguaje matemático y sus
caracteres eran los triángulos, círculos y otras figuras geométricas sin las cuales era imposible
entender ni una palabra. Con esta idea Galileo realizó numerosos experimentos acerca de las
trayectorias y la caída de los cuerpos así como de las relaciones entre el peso, la velocidad y el
movimiento, registrando numéricamente sus observaciones.
El francés René Descartes (1596-1650), al que trataremos más tarde como fundador de la
filosofía moderna, fue también un destacado matemático (creador del sistema de coordenadas
cartesianas mediante el cual la geometría puede escribirse aritméticamente). Tomó el sistema de
Galileo y señaló otras regularidades matemáticas del mundo físico, entre ellas el llamado “principio de
inercia” que sostiene que todo cuerpo permanece en reposo o en movimiento rectilíneo uniforme, en
tanto no opere ninguna fuerza sobre él. Tanto él como todos los filósofos naturales de ese siglo,
estaban además convencidos de que la materia no estaba constituida por los cuatro elementos
diferentes (fuego, aires, agua y tierra), como se creía desde la época de Grecia antigua, sino por
partículas, corpúsculos o átomos, homogéneos cuya unión daba lugar a toda la diversidad que se nos
aparece a los sentidos.
En su propia opinión Newton había mostrado cómo Dios había ordenado el universo mediante
un número limitado de leyes racionales que se cumplían universalmente, tal como un soberano
perfecto dirigiría su estado por medio de leyes de acatamiento generalizado.
Todos estos nuevos descubrimientos originaron una crisis de la filosofía tradicional, vinculada a
escenarios políticos y sociales de otras épocas. De allí que García Morente haya dicho que el
nacimiento de la filosofía moderna muestra con la mayor claridad el vínculo entre las ideas y el
escenario histórico de una época.
Descartes
Pero del mismo modo que la vida social ya no se ordenaba espontáneamente sino que
obedecía a una autoridad central que tendía a suprimir las autonomías, En los siglos XVI y XVII
también la naturaleza se comenzó a ver perdiendo su carácter plural y apareciéndose como un orden
regido por un sistema de leyes dispuestas por Dios.
Todos los nuevos descubrimientos ponían en cuestión la vieja filosofía. Ésta partía de los
conocimientos naturales, de los saberes inmediatos de la gente. Pero estaba demostrado que esos
conocimientos no eran ciertos. Del mismo modo que siglos atrás los juristas universitarios no
comenzaron a estudiar el derecho que aplicaba la gente común, en sus aldeas y comunidades, sino
que consideraron que el verdadero derecho era un sistema racional resultante del estudio y la lógica
por parte de los especialistas, también la naturaleza de “sentido común” se revelaba como
errónea y la verdad surgía de la aplicación de la razón, especialmente de las matemáticas, tenidas por
su certidumbre como modelo de toda racionalidad.
Establecer un nuevo punto de partida racional e indubitable para el pensamiento filosófico fue
la preocupación de Descartes a principios del siglo XVII. Un punto de partida del cual no se pudiera
dudar que constituyese un conocimiento indiscutible. Sólo a partir de allí podría el pensamiento ir
razonando de modo seguro hacia conclusiones verdaderas.
Descartes planteó como método inicial a la duda. Dudar de todo lo que parece evidente y
someterlo al escrutinio de la razón. ¿Cuál puede ser entonces el punto de partida si todos los sentidos
me engañan, si todo lo que yo veo o todo lo que me parece cierto a primera vista es dudoso? En lo
único que puedo que confiar es en la razón, pero para que la razón me conduzca a conclusiones
correctas tiene que partir de afirmaciones absolutamente ciertas, afirmaciones que no permitan la
menor duda sobre ellas, que sean lógica o racionalmente invulnerables. Hay que tener como principio
filosófico una afirmación de la que nadie pueda dudar, que sea imposible de refutar.
Descartes llega a la conclusión de que aquello de lo cual no se puede dudar de ningún modo
es la propia existencia individual, a partir de nuestra conciencia. “Pienso, luego existo” es el
razonamiento básico indubitable que tiene que servir como punto de partida. Si pienso es porque
existo. De ello no puede haber duda. Nadie puede discutirme como punto de partida que yo existo
porque pienso. No hay forma de negar esto.
Lo que yo piense puede ser totalmente equivocado, pero el hecho de pensar implica
necesariamente que existo. Es la razón y no los sentidos la que nos permite construir una nueva
filosofía sin los errores anteriores. Y la razón nos da la certeza absoluta de nuestra existencia
individual a partir de la conciencia. De modo que una filosofía que pretenda hacerse de nuevo sin
repetir los errores del pasado, sin tomar como evidentes afirmaciones de las que se puede dudar
aunque estemos acostumbrados a ellas, tiene que partir de la certeza de la existencia individual.
Ahora bien, este punto de partida aunque es muy firme resulta insuficiente. Una filosofía tiende
a dar una explicación del mundo y para eso es necesario “salirse” de la propia conciencia individual.
Descartes señala que la única vía segura para hacerlo es mediante la razón. No podemos dudar de
aquello que a nuestra conciencia la razón presenta como evidente.
Pero ¿qué “mundo” es el que podemos conocer a través del conocimiento matemático? Aquí
retomamos aquel pensamiento de Galileo que sostenía que el libro de la naturaleza estaba escrito en
lenguaje matemático. El mundo al que nos asomamos a través de nuestra razón es el mismo mundo
de la ciencia moderna. Un mundo de figuras geométricas, de magnitudes
mensurables, de trayectorias regidas por funciones aritméticas. Si nuevamente recuerdan la física
moderna que aprendieron en el secundario verán que coincide con este mundo. Aquí desaparecen la
variedad y el colorido de la realidad tal como la vemos, que son reemplazados por un universo de
vectores, puntos, paralelogramos de fuerzas, etc. Un mundo en donde sólo existen aquellas cualidades
primarias que son tales porque se someten a una descripción matemática. La realidad del pensamiento
moderno es sólo aquella que puede ser conocida racionalmente, científicamente. Kant, a fines del siglo
siguiente, será quien mejor explicará esto.
Este estilo de pensamiento, que ubica a la certidumbre matemática como modelo de cientificidad, se
expandirá hacia todas las disciplinas, incluido el derecho. En las próximas clases veremos las
consecuencias de esta refundación de la filosofía mediante la duda metódica y la confianza en la
razón.
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En primer lugar vimos esa particular forma de organizar las sociedades que llamamos
estados. Algunos lo llaman Estado moderno, otros Estado burocrático en el sentido de que su
continuidad está dada por la organización de los funcionarios y de las oficinas, de las secretarias,
subsecretarias, reparticiones, direcciones, juzgados, etc., es decir todos los departamentos en
que se divide el Estado. Otros lo llaman Estado racional porque esa estructura orgánica en cada
una de sus dependencias no debe regirse por relaciones subjetivas de amistad, de afecto, o
tradición, sino por reglas generales objetivas establecidas racionalmente.
La teoría positivista, que es la que mejor explica esta identidad, sostiene que el único
derecho es el derecho estatal, o sea derecho positivo, el derecho puesto por el Estado. Esto
puede tener una gran cantidad de cuestionamientos desde distintas filosofías del derecho pero lo
cierto es que nadie, ni siquiera los iusnaturalistas van a negar que en la modernidad
prácticamente la mayor parte del derecho es derecho estatal. Y éste es un derecho que tiene las
características que destaca Kelsen: unicidad, coherencia, jerarquía, plenitud.
Si hablamos del “Estado racional” es porque a la filosofía que surge a partir de Descartes,
aunque también se la llame filosofía del sujeto o filosofía de la conciencia, es fundamentalmente
una filosofía de la razón moderna.
Por razón moderna se entiende una razón o una racionalidad única, necesaria y universal.
Unica implica que en cada caso hay una sola manera de razonar bien o una sola forma de
racionalidad correcta. Cada cuestión tiene un solo modo de pensarse correctamente, tal vez no
sepamos cual es pero según la racionalidad moderna no diríamos que se puede razonar de
distintas maneras y que todas pueden ser acertadas. No se concibe una pluralidad de
racionalidades.
¿Qué se quiere significar cuando se habla de racionalidad necesaria? Que la relación que
se establece entre los datos de inicio de un razonamiento y sus conclusiones no puede ser otra.
Por lo tanto dos personas con la misma información sobre un problema, si razonan correctamente
deberían llegar a la misma solución.
Como ven, esto aplicado al derecho nos acerca a una idea del derecho como “ciencia”, en
donde las soluciones son deductivas, únicas, necesarias (no puede haber dos soluciones distintas
y ambas correctas).
Universal, como corolario de lo anterior, significa que la razón opera de acuerdo con ciertas
reglas, en particular las reglas de la lógica, con validez en todas partes y en todas las épocas.
Este es un elemento central en la concepción moderna de la racionalidad.
Como podemos apreciar, estos son los mismos rasgos del razonamiento matemático.
Toda la estructura del pensamiento moderno tiende a ser o a acercarse desde cualquier ámbito de
conocimiento a los rasgos puros de las matemáticas. Cuanto más se aproxime a las matemáticas
un área de conocimiento, más científica es. Esta es una característica que ya vimos en la llamada
revolución científica de los siglos XVI y XVII.
Con este ejemplo quiero mostrar de que modo las características de la racionalidad
moderna, siguiendo el ideal matemático, determinaron unas pautas de razonamiento y
argumentación para todas las disciplinas, las que resultarían más científicas cuanto más se
aproximaran a ese modelo.
Fe en el Derecho y otros ensayos, Tipográfica Editora Argentina, Buenos Aires, 1956, págs.159 y 162.
Este criterio de racionalidad única hoy está sumamente cuestionado. Actualmente (fines
del siglo XX y lo que va del XXI) solemos hablar de varias racionalidades. Hoy es común escuchar
que cada época tiene su racionalidad, o sea que esta ya no es única sino que corresponde a un
momento histórico. Por otra parte también se sostiene que hay una racionalidad de los países
centrales o dominantes y otra racionalidad distinta de los países periféricos o colonizados. Las
teorías feministas además han expuesto que hay una racionalidad masculina hegemónica
distinguida de una racionalidad femenina, lo que en la actividad jurídica da fundamento a los
estudios de género y derecho
Pero volvamos al comienzo de la clase, a los siglos XVI y XVII en Europa. Para la filosofía
que se instaló entonces, para ese pensamiento moderno, la racionalidad era única, necesaria y
universal.
Estos son los rasgos formales de la razón moderna. Cuando se le pone contenido, en
muchos casos, resulta ser un pensamiento muy exclusivista porque de algún modo expresa que
“lo que piensa nuestra cultura (la de los países centrales) es racional, lo que piensan las demás
es irracional”. Esta fue una consecuencia de la concepción moderna de racionalidad que se ha
venido criticando en las últimas décadas. Las críticas sostienen, con abundancia de ejemplos
históricos, que lo que se presenta como universal es en realidad la razón o la forma de pensar de
una determinada época, de una determinada cultura, de una determinada estructura de poder.
Pero en el pensamiento europeo de los siglos XVI y XVII lo racional tenía estas
características y por eso el derecho también tenía que tener estos rasgos. Para la razón moderna,
para la racionalidad del Estado, las costumbres, las tradiciones, las formas particulares de
comportarse de cada cultura son obstáculos en la elaboración de un derecho racional.
Desde el punto de vista jurídico la principal consecuencia de esta concepción fue poner a
la ley del Estado como la principal fuente del derecho. Ustedes ya han visto las fuentes del
derecho, la legislación, la costumbre, la jurisprudencia y la doctrina. La jurisprudencia y la doctrina
digamos que son fuentes de otro tipo, indirectas, pero la legislación y la costumbre tienen de
similar que establecen normas, aunque éstas provienen de dos distintos orígenes. La costumbre
está entendida como conducta espontánea regida por el sentimiento de obligatoriedad de una
comunidad. La legislación en cambio se origina en un acto de autoridad por parte de funcionarios
estatales autorizados para dictar leyes, decretos, ordenanzas, reglamentos, etc.
La ley siempre (como decía el código civil derogado) tiene autoridad por sobre la
costumbre, porque las costumbres, para la racionalidad moderna, reflejan lo irracional, los
sentimientos, las tradiciones, las características que no se pueden explicar.
Las costumbres no son únicas porque cada comunidad o región o pueblo tienen las suyas,
diferentes de las del resto. No son necesarias porque bien podrían ser de otra manera y
obviamente no son universales, son locales, particulares.
Es por eso que el pensamiento moderno, el pensamiento de la racionalidad única, fue un
gran apoyo ideológico legitimador para formar estados con una sola autoridad central, un solo
derecho, un solo idioma, una sola legislación impositiva, un solo ejército, etc. Tales serían los
estados ideales como modelo de los estados reales que conocemos. Su actual uniformidad no fue
espontánea, se hizo así mediante un proceso con una finalidad, un designio. Los estados, a
medida que se fueron organizando, tuvieron que restringir o prohibir las autonomías locales, las
costumbres, las instituciones propias de cada comunidad o zona, incluso los idiomas de cada
región. Así aparece por ejemplo la distinción entre idioma y dialecto. El idioma es el lenguaje
que reconoce el Estado, el dialecto es el lenguaje de la comunidad que está subordinada al
Estado. No hay una diferencia de calidad, como si un idioma fuera algo más elaborado. Hay una
diferencia de poder: La región dominante que tomó a su cargo la tarea de unificar un Estado
(como Castilla en España) impuso su lenguaje a todas las regiones dominadas. Muchas veces se
dice por eso que un idioma es un dialecto (dominante) más un ejército.
Veamos ahora como esta racionalidad se expresó en una nueva concepción de la teoría
social, política y jurídica: la filosofía del contrato social.
Salvo el Papa, que como cabeza del poder espiritual recibía sus atribuciones directamente de
Dios, las demás autoridades se hallaban cargadas de responsabilidades y obligaciones hacia sus
súbditos, quienes como contrapartida debían acatamiento. Como los deberes de los distintos
niveles eran correlativos, la obediencia estaba muy condicionada a que los gobernantes
cumplieran con sus funciones, y por ello se podían debatir los supuestos extremos en que una
rebelión resultaba justificada. Uno de los aspectos más importantes del poder espiritual de la
Iglesia residía en su competencia para declarar si los príncipes cumplían
con sus obligaciones o se habían tornado gobernantes ilegítimos, circunstancia que relevaba a los
súbditos de su deber de obediencia.
La filosofía política más extendida y aceptada conforme a estos principios consistía en una
recepción de las doctrinas de Aristóteles, reelaboradas en el siglo XIII por Tomás de Aquino en un
escenario social y político que rebasaba los marcos de la polis griega en el que habían emergido.
Sabemos que para Aristóteles la organización política era propia de la naturaleza humana. En una
Europa occidental en la cual diversos poderes se hallaban diferenciados, Tomás de Aquino
renovará y difundirá esta concepción. Como ya hemos visto, en su concepción la sociedad se
constituye sobre la base de la diversidad, pero para lograr el bien común debe surgir la unidad.
Aunque la propia naturaleza humana apunta a ello, el ordenamiento y la vertebración no se
mantienen espontáneamente sino que deben ser queridos y planificados por alguna forma de
autoridad pública.
La racionalidad del gobierno, con ser la más elevada no era la única, pues su esfera era la de
conducir, ordenar y armonizar las acciones de las comunidades inmediatas en las que las
personas desarrollaban sus vidas. Por eso la justificación de la autoridad se hallaba en su mayor
capacidad para orientar a la sociedad hacia el bien común, entendido como el mayor
conocimiento y la felicidad colectivos, que constituía la causa final de un orden racional. Los
niveles de autoridad, tanto políticos como estamentales, mantenían su legitimidad si se regían por
los principios sustantivos de justicia que Dios había dado a todos los habitantes de su creación
(humanos o no) y cuyo intérprete terrenal era la Iglesia. Así, el ejercicio de los poderes terrenales
perdía su legitimidad si éstos se desviaban de los fines últimos a los que estaban orientados tanto
las personas individuales como la vida comunitaria. La justificación teórica del tiranicidio, debatida
entre los intelectuales de la Iglesia, exhibía los límites de la razón de ser de los gobiernos
seculares cuando éstos dejaban de guiarse hacia las causas finales que eran su propio
fundamento.
Esta concepción, que legitimaba un orden más descentralizado y un derecho todavía disperso y
producido por múltiples fuentes, no resultaba adecuada, sin embargo, a las prácticas de autoridad
delegadas a los funcionarios que en su ejercicio cotidiano del poder sólo consideraban la
existencia de los individuos, no de comunidades intermedias heterogéneas y con cierta autonomía
frente a la burocracia institucionalizada. Mucho menos congruente era ese pensamiento en
relación a las actividades del funcionariado propio de gobierno, ya que la claridad de las
disposiciones generales del rey aparecía como limitada por difusas finalidades de bien común
cuya aplicación en los casos concretos se hallaba en manos de múltiples intérpretes.
La legitimación de este nuevo poder será diferente de aquella que lo justificaba cuando el rey
funcionaba como coordinador y juez todavía respetuoso de autonomías estamentales, locales o
comunitarias. Antes, la legitimidad era un atributo diferente de la mera legalidad y su declaración
se encontraba en manos distintas de las del rey, que debía someterse a aquella. Ahora la
legalidad halla sólo en sí misma su propia justificación y legitimidad sin sujetarse a árbitros que le
son exteriores. El soberano se ha afirmado como supremo legislador y es un personaje situado
más allá de las pasiones y de la parcialidad, el único capaz de liberarse con una sacudida de la
maraña de los usos y costumbres, vistos como irracionales.
La teoría política de este nuevo escenario surge a mediados del siglo XVII, en el momento
en que el sistema de estados soberanos se afirma de modo permanente dejando atrás el puesto
de la Iglesia como poder legitimante. Un siglo antes Nicolás Maquiavelo, pese a creer que rarísima
vez los hombres eran completamente buenos o malos, sostenía que “quien funda un Estado y le
da leyes debe suponer a todos los hombres malos y dispuestos a emplear su malignidad natural
siempre que la ocasión se lo permita”. Desde estas bases se modificarán los conceptos
medievales de contrato social y ley natural, fundamentándose teóricamente la legitimación del
Estado con argumentos que aún hoy funcionan como paradigma de las prácticas burocráticas.
Thomas Hobbes (1588-1679), que fue quien en su obra Leviatan (1651) expuso con
coherencia esta teoría, se había formado como jurista y filósofo natural y había sido maestro del
príncipe de Gales, más tarde Carlos II de Inglaterra.
La teoría de la legitimación del poder político mediante un contrato tenía su origen en la filosofía
medieval. De acuerdo a ella la comunidad previamente instituida en cuerpo político merced al
pactum associationis, contrataba con el soberano el contenido y los límites de su sometimiento
(pactum subjectionis). Este contrato, del que se deducían mutuos derechos y deberes entre
gobernante y gobernados, es sustituido en Hobbes por el pacto entre individuos libres en un
estado de naturaleza en donde “el hombre es el lobo del hombre” pues no existe ningún tipo de
comunidad. Para concluir con la inseguridad de esa situación estos individuos establecen un
gobierno supremo por encima de ellos. Una vez autorizado, el soberano dispone ya de un poder
total, irrevocable, capaz de protegerse automáticamente frente a posibles intentos por parte de los
contratantes para recuperar los derechos a él enajenados.
La ley natural, a su vez, en lugar de fundarse en causas finales y actuar como límite del poder, tal
como era la tradición medieval, se afirma de un modo diferente para deducir que una vez
constituido el Estado, los súbditos no tienen más deber que el de obedecer. Este cambio se logra
mediante una modificación conceptual de la idea de ley natural que en la innovación de Hobbes
no consiste en un precepto moral sino en una regularidad empírica que tendría lugar en el estado
de naturaleza, en donde los seres humanos se exhibirían como
Discursos sobre la primera Década de Tito Livio, cap. XXVII, El Ateneo, Buenos Aires, 1952, pág. 67.
átomos primarios a-sociales, separados unos de otros, cuyos movimientos individuales,
producidos por sus apetitos, los enfrentarían entre sí.
Según Hobbes, sólo mediante el contrato social las personas constituyen una autoridad común y
llegan a una convivencia a través del Estado, que establece normas de obediencia sin las cuales
la vida social es imposible. La racionalidad se identifica con un orden impuesto externamente
sobre los individuos y el derecho no conoce más fuente que la voluntad del soberano. Esta
identidad recorrerá toda la práctica jurídica de la modernidad. El Estado se justifica por sí mismo,
porque sólo su existencia permitiría la constitución de un cuerpo social. Las causas finales,
individuales o colectivas, desaparecen de la justificación del poder ya que a partir de la nueva
concepción los distintos fines de gobierno sólo tienen sentido en el Estado, pero no son previos ni
independientes de él.
Como no podemos vivir en el estado de naturaleza ya que es una situación que si bien
permite una libertad ilimitada es también sumamente insegura, según Hobbes decidimos acordar,
contratar, entre todos y constituir una autoridad: el Estado. Cualquiera sea la forma que se adopte
(monarquía, aristocracia o república), el gobierno común es lo que garantiza la posibilidad de vida
en sociedad. Esto que sostenía Hobbes de ahí en más será patrimonio de todo el pensamiento
moderno.
Como vimos, Descartes impone una ruptura con la filosofía anterior tomando elementos de
la ciencia atomista de Galileo (1564-1642) según la cual la realidad está constituida por
corpúsculos indivisibles. Hobbes, además de recibir la influencia de Galileo y Descartes, adopta
algunas ideas de Jean Bodin (1530-1596), el teórico francés del concepto de soberanía. Es decir,
hay una serie de nuevas maneras de pensar en la intelectualidad de las clases altas. Cambia la
época y este cambio va acompañado de nuevas ideas que a su vez retrovierten y producen
modificaciones en la forma de organización social.
Descartes y Hobbes escriben en el siglo XVII cuando en Europa los estados eran ya las
realidades políticas más importantes. Hobbes realiza su principal obra política cuando había
concluido la llamada Guerra de los Treinta Años, luego de la cual decayó el poder temporal de la
Iglesia católica. Esa guerra se termina en 1648 con la firma de los tratados de paz de Westfalia,
consolidándose la política europea como un sistema de estados soberanos.
Todas esas novedades, todos estos cambios que se van produciendo políticamente
introducen también nuevas concepciones, nuevas formas de pensar y en esos momentos algunos
intelectuales, filósofos, le dan una forma más completa, más clara, a estas ideas. Hobbes, creo,
es el principal de ellos en el ámbito de la teoría política.
Recuerden que Aristóteles decía el que el ser humano era un animal político, un animal
social. Lo que quería decir con ello era que cada uno de nosotros es un ser gregario, que se hace
con otros, que no podemos concebirnos a cada uno de nosotros en forma totalmente aislada del
resto.
El derecho, entonces, será el instrumento del Estado para asegurar sus fines y dado que
el poder del Estado es indispensable, no podrían concebirse “derechos” previos que limiten su
autoridad, sin poner en peligro la vida social. Por eso puede decirse que Hobbes es el primer
positivista. En el artículo que forma parte de la bibliografía de esta unidad se pueden ver los
estrechos vínculos entre la filosofía positivista del siglo XX y la teoría hobbesiana del contrato
social.
Es decir, la filosofía del contrato social está relacionada con distintos cambios sociales,
con un incremento de la población, con conglomerados humanos para los que no alcanza la
unidad que proviene de la crianza o la confianza comunes. Es una teoría que resulta más
explicativa y aplicable para la vida de las grandes ciudades que para la de las pequeñas
comunidades o pueblos en donde la mayoría de las personas crece con vínculos de confianza y
una historia en común.
En los grupos con tradiciones, con historias y con crianza compartidas, con escasa
movilidad entre los que se van y los que llegan a la comunidad, la teoría de Hobbes se revela
palmariamente falsa. Ahí no es para nada cierto eso de que “el hombre es el lobo del hombre”.
Pero en agregados humanos de gran tamaño, sobre todo en donde hay orígenes diversos de las
personas y la mayoría de la gente que no se conoce, la necesidad de una autoridad común similar
al Estado para organizar la vida social es bastante real.
En las próximas clases vamos a estudiar a otros pensadores que partiendo de la misma
idea moderna de que el ser humano es previo a su cultura y comunidad, extraen consecuencias
diferentes a Hobbes, en todos los casos reduciendo en parte esa omnipotencia de la autoridad
que resulta del modelo hobbesiano. Con ellos va a aparecer también la idea de derechos
individuales, a través de la cual, desde entonces, se pretenderá imponer límites jurídicos al poder
absoluto.
Sin embargo es a partir de Hobbes que desaparece la vieja teoría del contrato entre el
gobierno y su pueblo como ente colectivo. Lo que se debate desde entonces en los primeros
tiempos modernos son las distintas formas de extraer consecuencias de una idea básica común:
estamos aislados unos de otros y nos constituimos en sociedad y en Estado mediante una
decisión racional.
Yo creo que de este grupo el pensador más más coherente es Hobbes. Por eso mismo es
también es el más autoritario, al pretender la aplicación del método deductivo a la diversidad
humana, al querer explicar la vida social al modo matemático. Como dijimos, el Leviatán se
propone una especie de metodología geométrica para deducir los principios de la vida social. La
forma del razonamiento de Hobbes es la de la geometría de Euclides. Esa
geometría, que es la que vemos en la escuela secundaria, comienza por la exposición de los
elementos simples (punto, recta, plano) seguida de postulados que son afirmaciones evidentes
que no requieren demostración. A partir de allí se deduce todo el sistema mediante teoremas.
Hobbes utiliza esa misma forma de argumentación: pone los individuos aislados como elemento
primario, después sostiene la guerra de todos contra todos como algo evidente y luego deduce el
contrato que hacen estos individuos mediante el uso de su razón para salir del estado de
naturaleza. No apela en absoluto a la experiencia histórica sino que se guía por el razonamiento
al modo matemático.
Aun hoy en día la filosofía de Hobbes aparece en los principios del derecho, especialmente
en el derecho penal clásico. Dice Hobbes que para salir del estado de naturaleza nos reunimos y
constituimos una autoridad. Esa autoridad va a estar por encima de todas las personas, va a
regular la vida social y es irrevocable. ¿Pero cómo se afirma, cómo se sostiene esa autoridad?
Mediante la coacción y la distribución de los castigos. El que no cumple con los mandatos de la
autoridad recibe su castigo y ese es el fundamento actual del derecho penal. En el corazón del
Estado moderno está el derecho penal, hecho para que las personas obedezcan, para inducirlas a
aceptar la obediencia hacia el Estado.
Hobbes muestra que el Estado no es una estructura simple en la que el gobierno manda y
espera a ver si el pueblo le obedece o no. El Estado, dice Hobbes, es como un cuerpo artificial en
donde los distintos funcionarios jerárquicamente organizados son los músculos, los tendones, que
transmiten las directivas de la cabeza racional. Las estructuras de funcionarios de gobierno son
como partes de ese cuerpo que cumplen y ejecutan las órdenes de la cúspide. Para Hobbes la
burocracia es una parte necesaria de ese cuerpo artificial, él concibe al estado como una
organización.
Resumiendo un poco todo lo dicho hasta ahora, hay que resaltar que esta idea de que la
sociedad y el Estado son creaciones artificiales está en la base del pensamiento moderno.
Que el Estado es una invención racional, artificial, quiere decir que no tiene nada de
natural, que su surgimiento depende exclusivamente de la voluntad común, depende de una
decisión racional, no de la naturaleza. Lo que se contrapone al pensamiento de Aristóteles.
El estado de naturaleza, tal como exponen a partir de Hobbes todos los pensadores
modernos, permite imaginar distintos grados de convivencia (desde una guerra de todos contra
todos hasta una armonía infantil), pero siempre es una situación de la que conviene salir y para
hacerlo es que los individuos, mediante el uso de su razón, constituyen una autoridad que, por
eso mismo, es racional, no natural. De allí que para el pensamiento moderno, lo racional, lo
civilizado es la existencia del Estado. Las sociedades sin estado, entonces, viven en estado de
naturaleza, lo que para el mundo europeo implicó que eran “primitivas” o “inferiores”. De este
modo Europa vio al resto del mundo con la suficiencia que le daba el título de racionalidad y
justificó y legitimó la expansión colonial y su dominación sobre los “pueblos bárbaros” durante
varios siglos.
Víctor González
En la unidad anterior vimos que para Aristóteles el ser humano era un ser social por naturaleza. El sujeto va
a ser pensado como parte de una comunidad. En sentido opuesto, los diferentes exponentes de la teoría
del contrato social, van a desarrollar sus postulados partiendo de la idea de que los individuos se
encuentran aislados y, por diversos motivos, se ven ante la necesidad de realizar un contrato o pacto.
Para los ‘contractualistas’ el Estado no tendría un origen natural o divino, por lo que la obediencia no sería
algo natural ni necesario. El Estado y el Derecho surgen en virtud del contrato que los hombres adoptan
conscientemente. En general, a todo contractualismo político subyace la idea de que el ser humano en
algún momento de su historia transitó desde un estado natural o de naturaleza hasta un estado político, es
decir, a un estado cívico-social en el que se reconoce algún tipo de autoridad política.
En palabras de Locke, la idea del contrato social sería la siguiente: “Siendo, según se ha afirmado ya, los
hombres libres, iguales e independientes por naturaleza, ninguno de ellos puede ser arrebatado de ese
estado y dominado por la autoridad política de otros sin que intervenga su propia autorización. Esta se
otorga a través del pacto hecho con otros hombres de unirse y contribuir en una comunidad designada a
proporcionarles una vida grata, firme y pacífica de unos con otros, en el disfrute tranquilo de sus propias
posesiones y una protección mayor contra cualquiera que no conforme esa comunidad. Esto puede llevarlo
a la práctica cualquier cantidad de individuos, ya que no afecta a la libertad del resto, que continúan
estando, como se encontraban hasta ese momento, en la libertad del estado de naturaleza” 1.
El poder político es legitimado gracias a un pacto o consenso entre los seres humanos pertenecientes a una
comunidad. Nuestras obligaciones políticas se fundamentan sobre un consenso que los gobernados
alcanzan y que legitima al gobernante. Dicho consenso o contrato constituye el momento clave en la
transición del estado de naturaleza al estado cívico-social.
En esta clase vamos a abordar brevemente los principales lineamientos de la teoría de John Locke y Jean –
Jacques Rousseau. Es muy importante que previamente hayan realizado la lectura de la Clase 3 (que esta al
inicio de esta unidad) del Dr. Salgado, donde aborda el surgimiento de la modernidad, los Estados
modernos, la razón y la revolución científica. Si no contextualizamos a estos pensadores (como a la gran
mayoría) cuesta interpretarlos.
John Locke
John Locke (1632 - 1704) fue un filósofo inglés que se destacó en muchos campos, especialmente en la
epistemología o teoría del conocimiento, la política, la educación y la medicina. Sus principales
contribuciones lo llevaron a ser considerado el fundador del empirismo moderno y
11
Locke, J.; Segundo ensayo sobre el gobierno civil, ed.2002, Losada. Buenos Aires. Pag. 95.
el primer gran teórico del liberalismo. En esta clase vamos a detenernos principalmente en su filosofía
política.
Resulta indispensable conocer el contexto político y social de Inglaterra para situar a los teóricos políticos
ingleses como Thomas Hobbes y John Locke. El particular desarrollo de este país llevó a la burguesía al
poder en 1688-89, produjo la Revolución Industrial a fines del siglo XVIII, y convirtió a Gran Bretaña en el
mayor Imperio del siglo XIX.
Recordemos que el liberalismo surge como consecuencia de la lucha de la burguesía contra la nobleza y la
Iglesia, queriendo acceder al control político del Estado y buscando superar los obstáculos que el orden
jurídico feudal oponía al libre desarrollo de la economía. Se trata de un proceso que duró siglos, afirmando
la libertad del individuo y propugnando la limitación de los poderes del Estado.
Locke nace bajo la monarquía de Carlos I, en la que se producen constantes enfrentamientos entre el rey y
el parlamento, que reivindicaba más derechos. El rey disuelve el parlamento y reina sin él hasta 1640, fecha
en que se vio obligado a convocarlo para que ratificara nuevos impuestos. El conflicto entre los partidarios
del rey y los del parlamento provocó la guerra civil, que concluyó con- la derrota de los primeros, la
ejecución del rey y la proclamación de una República, que Cromwell transformó en una dictadura. Mientras
tanto, el futuro Carlos II está exiliado en Francia, donde Hobbes es su tutor. Muerto Cromwell y fracasado el
intento de dar continuidad a la República, se produce la Restauración de 1660, reinando primero Carlos II y
después Jacabo II.
En 1668 se produce la Revolución Gloriosa. Las fuerzas continentales partidarias del futuro Guillermo III
desembarcan en Inglaterra y consiguen que se les una el ejército de Jacobo II, lo que provoca la huida del
monarca. El nuevo rey es obligado por el parlamento a firmar una carta de derechos, que reconoce al
parlamento el derecho a participar en el gobierno. De esta manera Guillermo III se convierte en el primer
monarca parlamentario moderno. Consolidada la nueva monarquía, Locke publica Dos tratados sobre el
gobierno civil, que respondía de forma fiel a los movimientos políticos que se habían producido en
Inglaterra para romper con el antiguo régimen y que habían desembocado en el establecimiento de la
monarquía parlamentaria.
Las consecuencias de la Revolución Gloriosa fueron por lo tanto muy importantes, pues se trató del triunfo
final del Parlamento sobre el rey, marcando el colapso de la monarquía absoluta en Inglaterra y dando el
golpe de gracia a la teoría del derecho divino a gobernar. Contribuyó a los ideales revolucionarios
estadounidenses de 1776 y franceses de 1789, incorporándose la Declaración de Derechos a las diez
primeras enmiendas de la Constitución estadounidense y a la Declaración de los Derechos del Hombre y del
Ciudadano.
Esta revolución señaló el triunfo definitivo de una nueva estructura social, política y económica basada en
los derechos individuales, la libre acción económica y el interés privado, creando las premisas políticas para
el ulterior desarrollo del capitalismo en Inglaterra. Fue la culminación de un proceso que comenzó con la
Guerra Civil y que benefició los intereses de la burguesía eliminando gran parte de las supervivencias
feudales.
Los Dos tratados sobre el gobierno (1690) son la obra política más importante de Locke. En el primer
tratado critica la obra de Sir Robert Filmer, que era el portavoz de quienes apoyaban el
absolutismo real y la justificación del poder absoluto. Este primer tratado era una refutación del gobierno
por derecho divino.
En el segundo tratado se opone al Leviatán de Thomas Hobbes. Recordemos que para Hobbes (también
forma parte de la clase anterior del Dr. Salgado), el estado de naturaleza es un estado de guerra de todos
contra todos, en el que reina la inseguridad y el miedo. Es el miedo precisamente el que lleva a los hombres
a unirse en una sociedad mediante un contrato, y será el miedo el fundamento de la misma. El soberano
estará por encima del contrato y de la ley; poseerá un poder absoluto, incluso para decidir sobre la vida o
muerte de sus súbditos. Esta es la única forma de que los seres humanos, que son lobos para ellos mismos,
puedan vivir en paz y seguridad. Locke se opuso a esta opinión y razonó que “el contrato es entre hombres
libres y por tanto es a la vez revocable y negociable de nuevo. Los hombres están sujetos, no a los
soberanos, sino a las leyes de la naturaleza”.
Hobbes había concebido el derecho natural como el derecho ilimitado de todos a todo, y por lo mismo
había considerado la condición original del hombre como una guerra universal. En cambio, para Locke el
derecho natural de cada hombre está limitado por el derecho igual de los demás hombres y, por lo mismo,
descubre en el estado mismo de naturaleza la posibilidad de una ordenada y pacífica convivencia. El
derecho del hombre está limitado a la propia persona, a saber: derecho a la vida, a la libertad y a la
propiedad en cuanto es fruto del propio trabajo. A su vez considera que estos derechos son inalienables y
suponen los derechos de defensa y justicia, es decir, que todos los hombres tienen derecho a defender la
propia vida, libertad y propiedad, como también derecho a castigar a quien atente contra ellos.
El empirismo de Locke niega la existencia de ideas innatas, pero su obra política deja de lado esta creencia y
asume la existencia de derechos naturales innatos que provienen de la ley natural, impresas en “el corazón
de los hombres”. Existe una contradicción entre los supuestos fundamentales de su teoría del conocimiento
y sus premisas políticas.
En el estado de naturaleza la libertad que el sujeto posee es amplia y los límites a la misma se encuentran
en el natural ejercicio de su facultad racional. Es debido al uso de la razón que descubre la prohibición de
dañar la vida o bienes ajenos o propios. Tal facultad no solo le revela las prohibiciones de la ley natural, sino
también el deber natural de amor al género cuyo basamento es la igualdad entre los hombres, tal igualdad
fundamenta la justicia y la caridad. Sin embargo, Locke también construye un sujeto con pasiones
llevándolo a sostener que cuando le toca personalmente ser víctima de un delito puede enceguecerse
provocando excesivo castigo en el infractor. El sujeto tiene capacidades racionales e irracionales, puede
libremente decidirse por un estado reflexivo y de respeto a sus congéneres, o por un estado pasional e
impulsivo, porque también está cargado de flaquezas y pasiones.
Locke atribuye otra característica a la naturaleza del sujeto que construye, su facultad natural de actuar
como juez pero, este sujeto que moldea también es capaz de pasiones y de un agudo sentido de venganza,
fundamentalmente cuando él mismo (o sus allegados) es la víctima o damnificado del hecho, tal situación
de parcialidad podría fácilmente llevarlo a ser injusto o arbitrario al momento de establecer algún castigo al
ofensor. Es por esta razón que propone como solución a fin de evitar excesos e injusticias que se instituya
un gobierno que tenga a cargo impartir justicia, asegurándose de esta manera la imparcialidad y el trato
igualitario, Locke lo expresa así: “concedo que la gobernación es apto remedio para los inconvenientes del
estado de naturaleza, que ciertamente serán grandes cuando los hombres juzgaren en sus propios
casos, ya que es fácil imaginar que el que fue injusto hasta el punto de agraviar a su hermano, dudoso es
que luego se trueque en tan justo que así mismo se condene” 2.
Al delegarse los derechos de defensa y justicia, surge el Estado. Por consiguiente, a diferencia de lo que
sucede en Hobbes, el pacto social no anula los derechos originales de los hombres; antes bien, como el
Estado recibe su autoridad sólo en virtud del mandato que se le confiere de defender y garantizar tales
derechos. Su poder no es absoluto sino limitado y no anula ni disminuye la libertad de los ciudadanos sino
que la conserva. Las leyes tienen como finalidad defender al individuo contra los abusos y las
arbitrariedades.
Los soberanos delegan sus derechos al monarca pero cuando éste no cumple tienen el derecho de
resistencia. En el estado, el poder supremo es el legislativo, ejercido por una asamblea representativa que
tiene el deber de legislar en forma general y teniendo siempre presente el bien común. Incluso el rey está
obligado a tutelar las leyes y a velar por su cumplimiento, si así no lo hiciera, perdería su autoridad y en tal
caso se justificaría una revolución puesto que tendería a restablecer el orden perturbado por el monarca.
Para evitar este peligro, el poder ejecutivo debe hallarse en otras manos que el legislativo: dirige los
asuntos internos y externos del Estado, juzga y castiga a quienes quebrantan las leyes.
La obra de Rousseau es posterior a la de Locke y Hobbes (él nace en 1712 en Suiza) y va a ser crítico de las
teorías políticas de ambos. Su principal obra, El contrato social, es un libro emblemático en la historia del
pensamiento político occidental que, en el contexto de la Europa de las monarquías absolutas, va a plantear
la democracia directa de las repúblicas de la Antigüedad en las que el pueblo, reunido en asamblea,
legislaba.
Seguramente ustedes alguna vez han leído o leerán que a Rousseau se le adjudica ser uno de los mentores
de los principios de la democracia moderna pero lo cierto es que es crítico de ellos, tanto del sistema
representativo implantado en Inglaterra a raíz de la Revolución Gloriosa de 1688, como de los derechos
individuales o la división de poderes auspiciada por Locke y Montesquieu.
El Contrato social (1762) está compuesto por cuatro libros. En su primer libro establece la tesis de que los
hombres nacen libres e iguales, aunque enfatiza que el pacto social es lo que iguala a todos. Rousseau hace
referencia al estado originario de los seres humanos, donde la familia era “el primer modelo de la sociedad
política”, y distingue entre tres tipos de libertades: la libertad natural, la libertad civil y la libertad moral.
En el estado de naturaleza, el ser humano es “un buen salvaje”. Su único objeto, el amor. El ser humano
convive con la naturaleza, sin intentar dominarla, y no conocer más hogar que la naturaleza misma. En este
estado, el ser humano todavía es compasivo. Luego vendrá la sociedad, y con ella, la caída.
El contrato social es el pacto que proponen individuo y sociedad para no matarse entre ellos, ante la
imposibilidad de regresar al estado de naturaleza, este estado ahistórico en el que el ser humano era bueno
y no conocía el mal. El ser humano se ha corrompido y es necesario asociarse y que la voluntad general
decida el destino de la historia. El individuo se disuelve, así, en la
2
Locke, J.; Segundo ensayo sobre el gobierno civil, ed.2002, Losada. Buenos Aires. Pag. 70.
sociedad, ahora, no es más que una parte de la misma, un miembro del organismo que forma el conjunto
de la sociedad.
Según Rousseau, el ejercicio de esta voluntad general es lo que se llama “soberanía”. En ella establece que
el fundamento legítimo de la sociedad reposa en un contrato que liga al pueblo consigo mismo. Rousseau
opone “lo que puede ser”, entendido como la justicia como norma; a “lo que es”, es decir, el derecho. El
autor demuestra cómo el pueblo constituye el único origen posible de un gobierno legítimo que pueda
mantenerse y perdurar muchos años.
El contrato será, pues, expresión de la voluntad general. La voluntad general es distinta de la simple
voluntad de todos porque no es una mera totalización numéricamente mayoritaria de las voluntades
particulares y egoístas, cuya resultante es siempre el puro interés privado. La voluntad general, en cambio,
es siempre justa y mira por el interés común, por el interés social de la comunidad, por la utilidad pública.
De esa voluntad general emana la única y legítima autoridad del Estado.
“Ya he dicho que no hay voluntad general sobre un objeto particular. En efecto, este objeto particular está
dentro del Estado o fuera del Estado. Si está fuera del Estado, una voluntad que le es extraña no es general
con relación a él; y si ese objeto está dentro del Estado forma parte del mismo: entonces se establece entre
el todo y la parte una relación de la que surgen dos entes separados; por un lado la parte, y por otro el todo
menos esta misma parte. Pero el todo menos una parte no es el todo, y mientras subsista esa relación no
existe el todo, sino dos partes desiguales; de donde resulta que la voluntad de la una no es tampoco
general con respecto a la otra [...]".
A diferencia de toda monarquía absoluta, o de toda forma de poder autocrático, con el ejercicio de la
voluntad general la soberanía residirá en el pueblo. Esta soberanía es, por tanto, absoluta, dado que no
depende de ninguna otra autoridad política, no estando limitada nada más que por sí misma; es inalienable,
dado que la ciudadanía atentaría contra su propia condición si renunciara a lo que es expresión de su
propio poder; y, finalmente, es indivisible, ya que pertenece a toda la comunidad, al todo social, y no a un
grupo social ni a un estamento privilegiado.
El pueblo, partícipe de la soberanía, es también al mismo tiempo súbdito, y debe someterse a las leyes del
Estado que el mismo pueblo, en el ejercicio de su libertad, se ha dado. Se concilian así libertad y obediencia
mediante la ley, que no es sino concreción de la voluntad general y alma del cuerpo político del Estado. La
cuestión de quién dicta las leyes la resuelve Rousseau con la figura del legislador, que será “el mecánico
que inventa la máquina”.
El hombre pierde su libertad natural pero gana la libertad civil, circunscrita a la voluntad general, y su
igualdad natural no queda destruida por una sociedad que le es impuesta, sino que es reemplazada por la
igualdad moral
El gobierno lo define como un “cuerpo intermediario establecido entre súbditos y el soberano para su
mutua comunicación, a quien corresponde la ejecución de las leyes y el mantenimiento de la libertad tanto
civil como política”. Su poder ejecutivo es delegado por el único soberano, el pueblo, y sus miembros
podrán ser destituidos por ese mismo sujeto. Es crítico respecto a la extensión y poderes que puede
alcanzar el ejecutivo, ya que para él: “Cuanto más crece el Estado, más disminuye la libertad”.
Finalmente, Rousseau considera las condiciones del sufragio y las elecciones; propone la antigua Roma
como modelo para impedir las transgresiones, y termina con la necesidad de fundar una religión civil, entre
cuyos dogmas positivos figurarán la santidad del contrato social y las leyes establecidas como expresión de
la voluntad general. Esta religión civil tendría un único dogma negativo: la intolerancia.
¿Por qué entonces le dedicamos un punto del programa habiendo omitido a tantos otros filósofos
mucho más importantes? Porque hay una extraordinaria cualidad en el librito de Beccaria que pocas
veces se exhibe de un modo tan claro como allí: la capacidad de extraer una multitud de conclusiones
jurídicas prácticas a partir de un esquema filosófico general.
Este es un curso de filosofía del derecho orientado hacia futuros abogados y abogadas. Como hemos
señalado desde su inicio, está animado por una intención práctica, que es la de mostrar la importancia
del conocimiento filosófico en el razonamiento jurídico. No se trata de transmitir un conocimiento o
erudición enciclopédicos para mejorar la “cultura general” o compensar reales o imaginadas
deficiencias de la enseñanza media. En la presentación del programa decimos que pretendemos
“brindar un panorama actual de los debates teóricos que atraviesan el derecho contemporáneo que las
y los estudiantes deberán conocer tanto para comprender las nuevas orientaciones en las áreas
específicas como para prepararse en cuestiones que abordarán en su futura práctica”.
La idea de un “contrato social” o más en general aun, la utilización del punto de partida individualista
como explicación de la sociedad y el Estado, no se limitó a los pensadores vistos en el programa de
esta materia. A fines del siglo XVII europeo y sobre todo en el siglo XVIII esa concepción ya era parte
del sentido común de las élites intelectuales, en las universidades, los gobiernos, las academias y los
círculos informales de debate.
Si hemos señalado en el programa a unos pocos filósofos ha sido con el criterio de mostrar en qué
casos el pensamiento moderno ha tenido repercusión directa en el derecho actual. Así, por ejemplo,
podemos encontrar a las propuestas de Locke en la formulación de los derechos individuales y en la
distinción público/privado, y a Rousseau en las teorías del gobierno democrático. Es por eso que
habitualmente hacemos en estas clases exposiciones paralelas entre pensadores contemporáneos y
los de otras épocas, ya que de ese modo tratamos de que se pueda apreciar mejor cómo el derecho
actual es en parte la sedimentación de prácticas e ideas pasadas.
Por eso nos interesa señalar el aporte importante de las teorías contractualistas a la vida
contemporánea. Aun cuando hoy no se las tome al pie de la letra como en su origen o no se hable ya
de un estado de naturaleza, siguen siendo un fundamento importante del derecho actual porque
conjuntamente con una justificación del Estado al mismo tiempo y como contrapartida tuvieron el
mérito de hacer hincapié en que hay derechos inalienables del ser humano por el solo hecho de ser
personas. Y este es un legado muy importanes que debemos reconocerles porque establecieron la
idea de que junto con el Estado concebido como garante de la vida social también existían derechos
frente a él, de los seres humanos como individuos y como ciudadanos.
Es neceario aclarar, para comprender mejor el escenario histórico, que estas formulaciones de
derechos no tenían el amplio alcance que hoy se reconoce a todas las personas ya que cuando los
pensadores del inicio de la modernidad hablaban del individuo pensaban más bien en el “hombre”, que
en una medida casi excluyente era el varón, adulto, propietario, burgués, blanco y europeo.
Por eso no debe extrañar que en esa misma época moderna tuvieran lugar el mayor comercio
de esclavos de la historia junto con la ampliación de la expansión colonial y el sometimiento a
servidumbre de numerosos pueblos no europeos. Este es un contraste que siempre debe tenerse
presente porque permite explicar muchas particularidades del pensamiento europeo que de otro modo
son vistas como incoherencias.
En Europa los pensadores que hemos visto, y muchos otros de la misma época histórica
(siglos XVII y XVIII), son también nombrados como fundadores de la “escuela clásica del derecho
natural” o de la escuela del “derecho natural racional”, porque desde el momento en que toman a la
razón como punto de partida de sus argumentos políticos y jurídicos, realizan una crítica al derecho
vigente tradicional y lo comparan con un derecho y una organización del Estado diferentes que se
podría deducir del ejercicio de la razón.
Muchas veces cuando se estudia la controversia iusnaturalismo vs positivismo jurídico, sobre
todo cuando se la presenta desde el punto de vista positivista, se tiende a colocar a todo el
iusnaturalismo en un mismo conglomerado y en general se lo identifica con ideas de fundamento
religioso, porque una de sus mejores formulaciones ha sido la de Tomás de Aquino (1224-1274) que
en la edad media reconstruyó la filosofía de Aristóteles dentro de los postulados de la religión católica.
Esta consideración del iusnaturalismo como si fuera uno solo, nos hace perder de vista la importancia
filosófica y jurídica de los pensadores iusnaturalistas modernos, a quienes se incluye junto con las
ideas medievales que ellos rechazaban y contra las cuales expresamente escribieron.
Como ya sabemos, tanto para Tomás de Aquino como para Aristóteles, el ser humano vivía
naturalmente en comunidad. Y el derecho que aparecía en todas las comunidades, que se daba de
modo similar en todas las comunidades, era el derecho natural, que como toda formulación de derecho
natural tiene la característica de prevalecer sobre el derecho positivo.
Ustedes vieron que Locke había mencionado que la comunidad de estados se parecía al
estado de naturaleza. Esa comunidad de estados europeos, podemos decir, se consolida en 1648 con
los tratados de paz de Westfalia que establecen un sistema en el que los sujetos son los estados y la
Iglesia Católica queda afuera de los poderes internacionales.
¿Cómo se rigen las relaciones de los estados entre sí? No lo hacen a través de una autoridad
común porque era y sigue siendo impracticable la propuesta de un gobierno común a todos los
estados.
Unos años antes de que se consolidara el sistema europeo de estados soberanos, el holandés
Hugo Grocio (1583-1645) escribe en 1625 que el derecho de las relaciones entre estados se debe
regir por las reglas de la recta razón.
Para Grocio al igual que la razón nos permite conocer las reglas en matemáticas, sea en
aritmética o en geometría, que no son establecidas por una autoridad sino que son evidentes por su
carácter racional, de la misma manera pueden deducirse las normas racionales para la convivencia
entre gobiernos, partiendo del ente individual, que en este caso alude a cada Estado que coexiste con
los otros.
La primera regla es el principio que ustedes ya conocen de pacta sunt servanda que significa
que los pactos se hacen para ser cumplidos y por eso son obligatorios. Esta es una primera regla del
derecho internacional que se deduce racionalmente, porque si partimos de la
voluntad individual de dos estados que en forma voluntaria, libre y autónoma acuerdan entre sí
mediante concesiones mutuas, la deducción racional consiste en que sólo tiene sentido celebrar un
tratado debido a que los contratantes le otorgan carácter obligatorio.
Grocio, aunque escribió antes de que se desarrollara la idea moderna del contrato social, trató
de fundar un nuevo derecho internacional, el derecho de las relaciones entre estados, no sobre una
autoridad común sino en base a la razón, como quien deduce un sistema geométrico a partir de
axiomas. Esta idea de que era posible establecer normas deduciéndolas de la razón aparece reforzada
con la teoría hobbesiana del contrato social entre iguales, como origen de la sociedad y del Estado,
que es adoptada por todos los pensadores modernos posteriores. Entre ellos hay que mencionar
también a unos juristas y filósofos volcados a la crítica de las instituciones jurídicas, como Samuel
Pufendorf (1632-1694), Christian Wolff (1679-1754) y Christian Thomasius (1655-1728).
Son tres pensadores que, más allá de sus diferencias, se dedicaron a desarrollar temas sobre
como tendría que ser un derecho racionalmente formulado mediante la primacía de la ley racional
como norma obligatoria para todos y de la igualdad ante ella.
Además de filosofía política escribieron como debería ser el derecho común si en vez de
provenir de la jurisprudencia romana se encontrara fundado en la razón. Formularon una importante
crítica de las leyes concretas que había en ese momento, a la arbitrariedad de los jueces para decidir
sobre lo que era justo o injusto, a su falta de independencia. Una gran cantidad de cuestionamientos al
derecho de esa época, que no era el derecho que necesitaban los nuevos grupos sociales que iban
emergiendo con los cambios sociales. Se requería un derecho mucho más claro, más transparente,
que se pudiera prever. La finalidad de estos pensadores era plantear un derecho diferente, no
arbitrario, que no dependiera de la tradición ni del capricho de los reyes o los jueces, sino que
estuviera justificado por la razón. Sus cuestionamientos al derecho vigente de su época tuvieron
importancia porque llevaron la crítica iusnaturalista hasta detalles particulares.
Pufendorff y Wolff además, fueron los primeros en considerar que para la razón la regulación
del derecho es diferente de la regulación de la moral, puesto que ésta rige la esfera interna de las
personas, en tanto que el derecho está orientado a las conductas externas y a la relación con otros. De
allí que otra de las críticas racionales al derecho de su época consistía en lo que ahora denominamos
principio de reserva, que expresa que la ley no puede entrometerse en el ámbito de los pensamientos
y las acciones privadas que no traen perjuicio a los demás, aun cuando se tratara de conductas
moralmente censurables.
Antecedentes 2. La ilustración
Una de las últimas etapas de la formación filosófica del derecho moderno se realiza con el
derecho natural racional y con las contemporáneas ideas de la Ilustración. Se le llama Ilustración al
amplio movimiento intelectual del siglo XVIII europeo que fue poniendo bajo una crítica a las
costumbres, instituciones, poderes, ideas y tradiciones de esa época, que no podían justificarse al ser
puestas a la luz de la razón.
Todo lo que hemos visto en las últimas clases ha contribuido a formar el derecho moderno tal
como se estudia actualmente, incluyendo al derecho constitucional. No hacemos hincapié específico
en la formación del derecho argentino porque nos alejaríamos algo del programa. Lo que estamos
exponiendo son algunos contextos, especialmente de origen europeo (con influencia posterior en la
revolución hispanoamericana), que sirven para poder entender de qué estamos hablando cuando nos
referimos al derecho moderno y cuáles son los debates involucrados en este concepto. Se trata del
proceso de inicio de la modernidad, de la formación de ideas básicas diferentes y a su vez de la
emergencia de nuevos actores sociales y de los movimientos políticos que surgen en estos
escenarios.
Para comprender mejor es necesario poner cierto énfasis en la parte histórica política y social
porque si bien en las clases pasadas vimos las ideas de algunos pensadores individuales, es
necesario considerar cuál era la atmosfera de la época que abrió las puertas a estos movimientos y a
estos pensamientos.
Podemos decir que el siglo XVIII, llamado también “el siglo de las luces”, culmina en un
acontecimiento que tuvo gran importancia no solo en Europa sino también en nuestra América. La
Revolución Francesa de 1789 fue un cataclismo social que dio vuelta todas las instituciones y
situaciones que en Europa se consideraban normales, eternas, naturales.
A partir de 1648, cuando se termina la guerra de los treinta años mediante los tratados de Paz
de Westfalia, Europa se consolida como un sistema de estados. Ya no eran la Iglesia y el Emperador
quienes estaban por encima de todos los reyes sino que cada monarquía se ve a sí misma como un
poder soberano. En esto habían tenido importancia las ideas francesas, sobre todo de Jean Bodin
(1530-1596), para quien la soberanía real significaba un poder por encima del cual no había ningún
otro. El escenario europeo aparece entonces como un conjunto escasamente equilibrado de estados
soberanos. Inglaterra, Francia, España, Portugal, Prusia y Suecia se consolidan como estados que no
aceptaban ninguna autoridad superior. Esta situación se distingue de la de los siglos previos a la
formación de los reinos como estados, puesto que antes los reyes o gobiernos locales estaban sujetos
de algún modo al Emperador o a la Iglesia. Estos dos eran los poderes llamados “universales” en la
edad media, que aunque convivían dificultosamente y en ocasiones con guerras, ninguno de ellos
pretendía que debiera desaparecer el otro.
Pero ya en el siglo XVII queda claro que el gobierno sólo se ejerce a través de los estados
soberanos, de los reinos con poder territorial exclusivo y centralizado, que van absorbiendo a las
autonomías locales y estamentales.
Cuando se habla de estados centralizados de esa época deben tenerse en cuenta las
diferencias con los estados de hoy en día, porque aunque todos comparten la concepción de que el
poder se ejerce como monopolio de la violencia legítima a través de una red de jerarquías
burocráticas, en cuanto a la determinación de quienes toman las decisiones finales la distancia con la
actualidad es muy grande. Aquellos estados eran monarquías absolutas conducidas por reyes que se
auxiliaban políticamente con una nobleza subordinada, una clase de terratenientes ricos con privilegios
jurídicos por encima del resto de la población. Obviamente no había elecciones y en los casos en que
se admitía algún tipo de consulta, sólo participaba una minoría de la población.
Desde el presente podríamos decir que era un período transicional durante el cual el derecho
estaba todavía en parte disperso y si bien los reyes tendían a que hubiera una legislación única, no
pocas veces esta convivía con las costumbres y los poderes locales sobre los que de a poco aquella
se iba imponiendo. No existían leyes como los actuales códigos. Las normas penales eran normas
orientadoras de los castigos pero éstos eran impuestos por los jueces o las autoridades sin mayores
limitaciones. Incluso podían establecerse delitos retroactivamente, castigando conductas pasadas. Las
investigaciones admitían la tortura como método de averiguación ya que la confesión era la principal
de las pruebas. Además los monarcas podían privar de libertad con cualquier motivo, confiscar las
propiedades o impedir la difusión de ideas mediante la censura. Visto con los ojos actuales diríamos
que eran gobiernos tiránicos y así comenzó a ser apreciado en esa época. También los reinos
medievales anteriores a los estados absolutos tenían grandes poderes legales, al menos en teoría,
pero en los hechos debían respetar muchos espacios de autonomía (incluida la Iglesia) y además
carecían de los medios técnicos para ejercer un control efectivo sobre la vida cotidiana. Sin policía ni
administración los sistemas de control político y social de los reinos medievales eran muy precarios,
aun cuando desde el punto de vista jurídico los reyes apenas tenían límites respecto a su poder sobre
las clases bajas. Por eso, en comparación con la gran dispersión política que había anteriormente, al
establecerse los estados centralizados con poder absoluto sobre amplios espacios territoriales y sobre
toda la población hubo un efecto real en la vida del común de las personas.
Toda esta situación fue muy criticada en el siglo XVIII por la élite intelectual, los escritores,
pensadores, filósofos, académicos y divulgadores que partían de las ideas de racionalidad, de la razón
humana, de la igualdad del género humano a través de la razón. Ellos cuestionaban fuertemente este
tipo de estado absoluto. Todo el siglo de las luces, muestra el desarrollo de estas concepciones, ahora
dirigidas a la crítica de la situación política, social y jurídica que se estaba viviendo con la formación de
los estados absolutos.
Ya vimos que en ese escenario intelectual aparecieron juristas que criticaron el derecho vigente
sobre la base de la razón, de la que se deducía un derecho natural, un derecho que no debía surgir de
la jurisprudencia tradicional o de las costumbres.
Hoy se puede apreciar que la escuela del derecho natural racional participaba de un
movimiento general de críticas a las instituciones de la época. Con el término movimiento no me refiero
a algo organizado, sino a unas ideas y acciones que tenían en común cuestionar el orden vigente
porque no era adecuado a la razón. Porque era un orden irracional, carente de otro fundamento que la
fuerza o el hábito. Un grupo de pensadores en el siglo XVII propone la idea de que la sociedad y el
Estado deben organizarse a partir de principios racionales lo que lleva una crítica (a veces implícita,
otras veces expresa) a la situación vigente. Más adelante esta nueva perspectiva va siendo adoptada
por otros intelectuales y se difunde entre quienes transmiten y reproducen las ideas en la sociedad.
Integrantes de la estructura educativa, escritores, periodistas, operadores de los sistemas de justicia,
funcionarios estatales y eclesiásticos, y otras personas de nivel educativo con inquietudes críticas o
insatisfacción respecto a la situación existente. De este modo las nuevas ideas van teniendo una
aceptación general y se incorporan a un “sentido común” de los actores políticos y sociales. En el
llamado siglo de las luces, el siglo XVIII, fue dándose ese proceso de modificación del sentido común
intelectual hasta que una crisis, como la que inició la Revolución Francesa, posibilitó que todos esos
nuevos actores y esas nuevas ideas se transformaran en una fuerza política que modificó el escenario
europeo.
Si hay una rama del derecho actual que es íntegramente moderna, completamente diferente
del derecho que regía con anterioridad, es el derecho penal, nacido del derecho penal de la Ilustración.
Como ya se señaló, uno de los aspectos del ejercicio del poder real que más críticas recibía,
que más se consideraba irracional, era la forma de castigar, el modo en que el Estado absoluto
distribuía los castigos. Las penas se imponían de una manera sumamente arbitraria por parte de los
jueces y otras autoridades, como les parecía, sin necesidad de estar sujetos a una ley previa y siempre
frente a quienes tenían menos poder.
La principal vía para averiguar quién había cometido un delito era la búsqueda de la confesión
por medio de tormentos. La primera indagación era a través de la tortura del sospechoso, quien incluso
si era inocente a veces confesaba contra sí mismo para que lo dejaran de torturar. Lo que eran faltas o
delitos así como las penas a imponer dependían de los criterios de los jueces.
Las penas también eran aplicadas con extrema crueldad y la pena de muerte estaba extendida
a innumerables delitos, muchos de ellos de menor importancia. La ejecución iba acompañada del
espectáculo aterrorizante que tenía la finalidad de interiorizar el temor al poder entre la población.
Un ejemplo del modo en que la crueldad formaba parte de la estrategia de gobierno por parte
de las monarquías absolutas, lo tendríamos en América con los castigos impuestos a los dirigentes
indígenas que encabezaron la revolución anticolonial y social contra las autoridades españolas a partir
de 1780. La sentencia dictada contra Tupac Amaru decía lo siguiente:
“Condeno a José Gabriel Tupac Amaru a que sea sacado a la plaza principal y pública de esta
ciudad, arrastrado hasta el lugar del suplicio, donde presencie la ejecución de las sentencias que se
dieran a su mujer, Micaela Bastidas, sus hijos, Hipólito y Fernando Tupac Amaru, a su tío, Francisco
Tupac Amaru, a su cuñado, Antonio Bastidas, y algunos de los principales capitanes o auxiliares de su
inicua y perversa intención o proyecto, los cuales han de morir en el propio día; y concluidas estas
sentencias, se le cortará por el verdugo la lengua, y después amarrado o atado por cada uno de los
brazos y pies con cuerdas fuertes, y de modo que cada una de estas se pueda atar, o prender con
facilidad a otras que pendan de las cinchas de cuatro caballos, para que, puesto de este modo o de
suerte que cada uno de estos tire de su lado, mirando a otras cuatro esquinas o puntas de la plaza,
marchen, partan o arranquen de una vez los caballos, de forma que quede dividido el cuerpo en otras
tantas partes, llevándose este, luego que sea hora al cerro o altura llamada Picchu, adonde tuvo el
atrevimiento de venir a intimidar, sitiar y pedir que se le rindiese esta ciudad, para que allí se queme en
una hoguera que estará preparada, echándose sus cenizas al aires, y en cuyo lugar se pondrá una
lápida de piedra que exprese sus principales delitos y muerte, para sola memoria y escarmiento de su
excecrable acción”.
Tales eran el estado y la extensión ilimitada del poder de castigar que tenían los monarcas y
las clases superiores en el siglo XVIII.
Es en un escenario político que presenciaba hechos como éste, que Beccaria formula la crítica
y las propuestas de un nuevo derecho penal adecuado a la filosofía contractualista.
Cesare Bonesana marqués de Beccaria, más conocido hoy como César Becaria, nació en
Milan en 1738 en una familia noble. Pese a su origen social desde muy joven fue influido por las ideas
de la Ilustración, que a poco de publicado El contrato social por Rousseau tuvieron un mayor impulso y
extensión por toda Europa. Rousseau combinaba la teoría del contrato con la extendida insatisfacción
hacia las instituciones monárquicas, lo que tuvo como resultado politizar las nuevas ideas
transformándolas en una masiva fuerza democratizadora. Si bien el ámbito intelectual de Beccaria no
compartía totalmente las propuestas de Rousseau, que le parecían extremas, sí recibió el impulso
transformador y crítico que se iba imponiendo cada vez con más fuerza en los ambientes ilustrados,
especialmente entre los jóvenes.
Con ese entusiasmo y contando apenas con 25 años, Beccaria escribió en 1764 el pequeño
libro De los delitos y de las penas, obra con enorme influencia en toda Europa en donde se hace la
crítica al derecho penal de la época y se propone cómo debería ser el derecho penal de acuerdo a la
razón que lo tendría que reemplazar.
Beccaria parte claramente de la idea de un contrato social originario adoptado para dejar un
estado de naturaleza como el descripto por Hobbes, pero los términos de ese contrato son más
similares a los propuestos por Locke. Se pregunta ¿cuál es la razón del poder de castigar e imponer
penas que tienen los gobernantes? En la respuesta hallará la clave de la racionalidad y los límites de
ese poder. “Las leyes son las condiciones bajo las cuales hombres independientes y aislados se
unieron en sociedad, hastiados de vivir en un continuo estadode guerra y de gozar de una libertad que
resultaba inútil por la incertidumbre de conservarla. Sacrificaron una parte de ella para gozar del resto
con seguridad y tranquilidad. La suma de todas estas porciones de libertad sacrificadas al bien de
cada uno, constituye la soberanía de una nación, y el soberano es el depositario y administrador
legítimo de ellas”. La parte que he resaltado destaca los límites del gobierno como el conjunto de las
libertades a que renuncian las personas para vivir en sociedad. Un poder ejercido más allá de esa
suma de libertades renunciadas será ilegítimo.
“Fue, pues, la necesidad la que constriñó a los hombres a ceder parte de la propia libertad, es
cierto, por consiguiente, que nadie quere poner de ella en el fondo público más que la mínima porción
posible, la exclusivamente suficiente para inducir a los demás a que lo defiendan a él. La suma de
esas mínimas porciones posibles constituye el derecho a castigar; todo lo demás es abuso, no justicia;
es hecho, no derecho”.
Aquí se ve el porqué del éxito del libro. En un párrafo breve, de un modo sencillo y claro,
comprensible para cualquier lector cultivado de esa época e incluso para la actualidad se
determinan teóricamente los límites del poder de castigar. “Todo lo demás es abuso”, sostiene.
La primera consecuencia de estos principios “es que sólo las leyes pueden decretar las penas
sobre los delitos”. Aunque el delito era una violación al contrato social no cualquier violación debería
ser considerada delito sino sólo aquellas que anticipadamente fueran establecidas por la ley, de modo
que los contratantes pudieran saber previamente qué conductas estaban prohibidas y sancionadas
mediante determinados castigos. La ley no puede residir más que en el legislador “que representa a
toda la sociedad agrupada por un contrato social”. Esta afirmación tiene vigencia en el derecho penal
actual, está en la Constitución y en los tratados de derechos humanos y la conocemos como principio
de legalidad. “No puede un magistrado, bajo ningún pretexto de celo o de bien público, aumentar la
pena establecida a un delincuente ciudadano” (resalto estos término porque en ellos reside una
concepción de “derecho penal del ciudadano” opuesta a un “derecho penal de enemigo”, que como
se desprende del castigo de Tupac Amaru suele ser el fundamento oculto del ejercicio arbitrario del
poder).
Si la sociedad está hecha mediante un contrato social, son quienes participan en ese contrato o
sus representantes las personas habilitadas para determinar qué es lo que se castiga, porque todo lo
que no está previamente prohibido es libre de hacerse. Este principio luego extendido a muchos
países, también se encuentra actualmente expresado en nuestra Constitución Nacional en el artículo
19 que establece que ningún habitante de la Nación será obligado a hacer lo que no manda la ley, ni
privado de lo que ella no prohíbe. Es decir, este es el principio de legalidad, está prohibido todo lo que
la ley determina que está prohibido y se está obligado sólo a lo que la ley establece que se está
obligado. Todo lo demás es libre.
Lo que Beccaria sostenía con esta posición era que los jueces no podían castigar si
previamente no había una ley sancionada que determinara a una conducta como delito. Los jueces
no podían castigar lo que a ellos les pareciera mal sino solo lo que la ley establecía. Hoy lo afirmamos
con base en el derecho positivo actual, pero Beccaria lo deducía como una consecuencia del contrato
social. Un corolario de este principio es lo que actualmente llamamos irretroactividad de la ley penal,
que implica que una ley no puede castigar conductas que se realizaron con anterioridad a su sanción
porque cuando esas acciones fueron realizadas no estaban prohibidas. Es decir, la ley no puede
castigar para atrás, siempre legisla penalmente hacia el futuro.
El principio de legalidad también establece lo que hoy llamamos la tipicidad penal que se
refiere a la forma de determinar que una conducta es delictiva. La prohibición debe ser lo más clara y
precisa posible. En el lenguaje actual decimos que en derecho penal las acciones que constituyen
delito tienen que ser típicas, claramente determinadas.
Una de las prácticas que Beccaria quería erradicar era la arbitrariedad de los jueces. Y para
ello los jueces tenían que ser aplicadores estrictos de la ley. El origen de este principio se encuentra
en que el legislador se deriva en forma directa del contrato social (afirmación que acerca Beccaria a
Rousseau) en tanto que los jueces son delegados del poder y por ello sólo deben interpretar hechos.
Beccaría, como antes el teórico francés Montesquieu (1689-1755) y posteriormente gran parte
del positivismo común, se pronuncia en contra de la posibilidad de interpretación, por parte de los
jueces, pues a través de ella se había incrementado excesivamente el poder individual de los
magistrados, quienes entrenados en el estudio de la interpretación del derecho romano, contaban con
una gran habilidad para transformar el derecho a su voluntad. Por ello Beccaria sostiene la primacía y
claridad de la ley como instrumento ciudadano de control sobre la arbitrariedad judicial. Su opinión
sobre el derecho romano, que todavía se aplicaba en el siglo XVIII, era sumamente crítica: “Unos
cuantos restos de leyes de un antiguo pueblo conquistador, recopiladas por orden de un Príncipe que
hace doce siglos reinaba en Constantinopla, entremezclados luego con ritos lombardos y recogidos en
farragosos volúmenes por unos particulares y oscuros intérpretes, forman la tradición de opiniones que
una gran parte de Europa llama todavía leyes”.
En parte esto todavía hoy sigue siendo una pretensión. Hace treinta años el jurista italiano Luigi
Ferrajoli escribió un libro muy difundido llamado Derecho y razón en donde si bien critica por ingenua
la idea del “silogismo judicial”, sostiene que se trata de una aspiración limitadora de la arbitrariedad
judicial que aún hoy sigue estando vigente. Con ello reprueba las leyes penales redactadas
intencionalmente de un modo difuso y a los jueces que aplican la ley arbitrariamente, no según el texto
legal sino de acuerdo a su parecer. Una crítica que ya había formulado Beccaria en 1764.
Otra cuestión que planteó Beccaria fue la supresión de las torturas. En un estado constituido
mediante un contrato social entre personas iguales la averiguación no se puede hacer causándole un
mal a un miembro del contrato antes de saberse si ha cometido un delito. Se pregunta con que
justificación se podría aplicar un mal a alguien de quien todavía no se sabe si violó el contrato social, si
cometió un delito. Es lo que ahora llamamos principio de inocencia, de acuerdo al cual toda persona
debe ser tratada como inocente y presumida su inocencia hasta que una sentencia resuelva que es
culpable. Un principio que se encuentra entre los más importantes de los tratados internacionales de
derechos humanos.
Lo que dio una gran difusión a la obra de Beccaria fue su capacidad para extraer proyectos
prácticos, concretos, específicamente en el ámbito penal, de una idea filosófica general como la del
contrato social. Por ejemplo, el derecho de defensa del imputado, que antes no se consideraba,
aparece fundado en que toda persona miembro del contrato social es portadora de ciudadanía, libre y
con derechos (aquí aparece una influencia de Rousseau). Solamente pierde algunos de esos derechos
cuando un juez determina que ha violado el contrato social realizando alguna de las acciones que la
ley expresamente prohibe. Pero sigue siendo miembro del contrato social y por eso puede defenderse.
El derecho de defensa proviene de ser parte del contrato social, no de la inocencia. Es decir,
cada ciudadano, como miembro del contrato, siempre puede defenderse ante una acusación, aun
cuando fuera culpable. Un aforismo atribuido a la inquisición sostenía, contrariamente, que no existía
un derecho a tener un defensor porque si el acusado era inocente no lo necesitaba y si era culpable no
lo merecía. De modo totalmente opuesto, al considerar a toda persona como miembro del contrato
social, Beccaria deducía que su derecho a defenderse provenía de esa condición y no dependía ni se
perdía por lo que hubiera hecho.
Es decir, la persona imputada es parte del contrato social y sigue siéndolo aún cuando resulte
condenada, sólo que después tendrá que pagar su falta por haber violado el contrato, pero no por eso
pierde la ciudadanía y como tal siempre tiene derecho a la defensa, porque es inherente a su
condición de integrante del contrato.
Así también se funda la proporcionalidad de las penas. Las instituciones provienen del contrato
social, sostiene Beccaria, y el contrato social es el que establece cuales son los deberes y los límites
que tiene la autoridad. Como nadie puede haber contratado cediendo la posibilidad de que lo maten o
le impongan penas excesivas o desproporcionadas en relación a la falta, el Estado debe respetar esos
límites.
Aún hoy, a más de 250 años, gran parte de las propuestas de Beccaria siguen siendo
aspiraciones en sociedades cada vez más desiguales. Resalto este término puesto que en el origen de
la filosofía de Beccaria, lo que subyace a todo sulibro es la identificación roussauniana entre contrato
social e igualdad. De este modo pretende que el derecho penal sea útil solamente para sostener la
vigencia del contrato y no como medio de opresión de clase. Si un pobre pudiera expresarse, dice
Beccaría, lo haría del siguiente modo: “¿Cuáles son esas leyes que yo debo respetar, y que una tan
grande separación interponen entre el rico y yo? El me niega unos céntimos que le pido, y se excusa
con encomendarme un trabajo que él no conoce. ¿Quién ha hecho esas leyes? Hombres ricos y
poderosos que jamás se han dignado visitar las tristes chozas de los pobres, que jamás han partido un
enmohecido pan entre los inocentes gritos de sus hambrientos hijitos y las lágrimas de su esposa”.
Con esto cerramos la exposición del racionalismo en su aspecto de críticas al sistema político,
jurídico e institucional que sobrevino en la modernidad, al sistema de los estados con un enorme poder
y con reyes que seguían siendo autoridades incontroladas. En algo más de cien años, las
consecuencias políticas y jurídicas de la filosofía del contrato social habían ido virando
desde la justificación del poder absoluto, en Hobbes, al cuestionamiento del sistema social y político.
En 1762 Rousseau comienza su principal obra diciendo que “El hombre ha nacido libre y en todas
partes está encadenado”. Beccaria, aunque es prudente frente a muchos razonamientos de Rousseau,
adopta la misma actitud de crítica y descalificación del sistema de su época.
El contrato social, para el movimiento de la Ilustración, había dejado de ser una hipótesis en un
razonamiento matemático para convertirse en la aspiración política de organizar al Estado mediante la
voluntad de los contratantes, que ya no eran elementos abstractos similares a los de la geometría,
como en Hobbes, sino personas reales. Beccaria, inspirado también en parte en Locke y con el
elevado espíritu crítico de Rousseau, se plantea un derecho penal tal como sería aceptable para los
contratantes. Cada uno de estos seguramente sería muy cuidadoso en establecer las condiciones y
límites del ejercicio del poder de castigar, reduciéndolo a lo estrictamente necesario, puesto que de no
hacerlo así las graves consecuencias podrían resultar en su perjuicio.
El libro De los delitos y de las penas es una obra breve (de aproximadamente 100 páginas),
muy bien escrita, directa y concisa. Asombró desde el primer momento por esa cualidad de proponer
una reforma legislativa completa aplicando paso a paso los razonamientos que se seguían de la teoría
del contrato social. Tuvo rápidamente varias ediciones y se tradujo a los principales idiomas europeos.
Su autor fue invitado por los enciclopedistas franceses y por algunos monarcas ilustrados, que en
algunos casos comenzaron a poner en práctica algunas de sus propuestas. Luego del proceso
revolucionario francés, el derecho penal europeo adoptó los rasgos del programa beccariano. Lo
mismo sucedió en América Latina con posterioridad a las revoluciones emancipadoras.
El autor, sin embargo, después de una primera época de entusiasmo en que participó de la
difusión de las nuevas ideas, entre las cuales estaban las que él había expuesto con tanta claridad, no
tuvo mayor protagonismo en los movimientos intelectuales o políticos posteriores. Se dedicó a la
función burocrática y murió en 1793, a los 55 años.
Sin embargo su influencia perdura. Aunque la filosofía del contrato social ha caído en el
desprestigio por su falta de sustento empírico y su punto de partida individualista, entre muchas otras
críticas recibidas, la mayor parte de las propuestas de Beccaría siguen siendo un ideal de la mayoría
de los doctrinarios y filósofos del derecho penal. Sobre todo en una época, como la actual, en donde
las desigualdades sociales han revivido el uso del castigo como mecanismo de dominación social.
Como bibliografía complementaria, junto con esta clase se acompaña el artículo “Reflexiones
sobre Cesare Beccaria y el Derecho Penal” del jurista mexicano Luis Rodríguez Lozano, quien expone
un panorama actual de las ideas de Beccaria. Hasta aquí, lo fundamental del aporte de este autor a
una filosofía práctica del derecho. Para quienes, además, tengan interés en conocer un ejemplo la
realidad de la aplicación contemporánea del derecho penal, bastante distante de aquella que
preconizaba Beccaría, les recomiendo la película “El rati horror show”
(https://www.youtube.com/watch?v=_u4PcG8S0TI) sobre un caso real en el que después la Corte
Suprema absolvió al imputado, quien había permanecido en prisión preventiva más de una década.
El movimiento iniciado en Europa bajo los auspicios de la razón como complemento de la
nueva institucionalidad estatal, siglo y medio más tarde había desbordado esos estrechos límites y la
razón se había convertido en la ideología política de nuevos actores sociales (denominados con cierta
amplitud a veces excesiva como la burguesía). A la luz de la razón se examinaron y criticaron todas
las instituciones, costumbres y tradiciones, tanto sociales y políticas como jurídicas. Esas “luces”,
orientadas a que la vida social dejara de ser como era y se rigiera por la razón, culminaron
produciendo un cambio político y social de enorme importancia como la Revolución Francesa, en
donde todas estas ideas de la clase intelectual conflueron con la creciente insatisfacción de los
sectores medios y con un extendido levantamiento popular. De sus consecuencias en esta materia nos
ocuparemos en la próxima unidad.
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Baruch de Spinoza nació en Amsterdam, Países Bajos, el 24 de noviembre de 1632. Sus antepasados
eran judíos españoles que se habían instalado primeramente en Portugal y luego emigrado a Holanda
para poder escapar de la Inquisición española. Su madre Hanna, segunda esposa de su padre Miguel
d`Espinoza), falleció cuando Spinoza tenía apenas casi años, en el año 1638. Al año siguiente, Spinoza
comenzó a recibir la educación tradicional de un judío destinado a ser rabino; pero su espíritu
independiente y contrario a todo dogma lo hizo discrepar desde muy temprano con las tradiciones
religiosas de su comunidad, la cual terminó expulsándolo de la sinagoga, aplicándole la excomunión
–o el decreto de herem- el 27 de julio de 1656, dos años después de la muerte de su padre. Tras esta
expulsión, Spinoza decide cambiar su nombre en hebreo (Baruch o Baruj) por el equivalente latino
de Benedictus (Benito en español o Bento en portugués), pero sin perjuicio de ello nunca se adhirió
al cristianismo ni a ninguna otra religión formal, dándose así el hecho casi paradojal de que este
hombre que hablaba tan profusamente acerca de Dios en todos sus escritos, y considerado luego
como un pensador panteísta (porque veía a Dios en todas las cosas, pero no lo concebía de modo
personal y trascendente, sino inmanente), se mantuvo al margen de toda religión positiva llevando
una vida retirada y modesta, dedicada casi enteramente al estudio. Spinoza trabajó como pulidor de
lentes, para así poder ganarse la vida en forma independiente, dese que luego de su expulsión de la
comunidad judía de Amsterdam, tuvo que dejar los negocios familiares que él administraba con su
hermano Gabriel. Spinoza murió de tuberculosis en La Haya (Holanda) en febrero de 1677, con
apenas 44 años, dejando inconcluso su “Tratado Político”.
Las principales obras de Spinoza que resultan de interés para nuestra materia, son sin duda alguna
sus libros más conocidos y famosos, llamados “Ethica more geometrica demonstrata”, el “Tratado
teológico-político” y el “Tratado político” (que quedó inconcluso, como ya dijimos, a la muerte de
Spinoza). La primera resulta ser su obra más sistemática (donde Spinoza formula todo su sistema
metafísico, físico, gnoseológico y moral). También es conocida brevemente con el título abreviado de
“Ética”, pero su título completo en latín, nos indica que la evidente finalidad de Spinoza no era otra
–siguiendo la misma idea que antes de él tuvieron Galileo, René Descartes y Thomas Hobbes,
y ponderando a las matemáticas como el modelo ideal de todo “ciencia”- que “demostrar de un
modo geométrico” sus teorías metafísicas, epistemológicas y morales. Para hacer ello, Spinoza se
vale, pues, del uso de definiciones axiomáticas, proposiciones, explicaciones, demostraciones,
escolios y corolarios, como si tratara de definir los conceptos de líneas, cuerpos, fuerzas, etc.
En tal sentido, Spinoza efectúa una original distinción para sostener dos formas diferentes para
hablar acerca de Dios o la Naturaleza. Dios puede ser concebido tanto como la expresión física u
objetiva de los atributos del pensamiento, la extensión y de todos los demás modos de ser de los
entes existentes (siendo así llamado como Natura naturata, es decir, como una “naturaleza
naturada”, vale decir, naturaleza expresada u objetivada), y por otro lado, puede ser visto también
como la causa primera y última de lo existente (en este caso, se refiere Spinoza a DIOS como la
Natura naturans o naturaleza naturante, concepto de todos modos no se refiere a un ser divino
personal o trascendente). Vale decir, que para Spinoza DIOS –en este doble aspecto filosófico- es
absolutamente todo, y por ende, todo lo que existe, está en Dios, porque DIOS contiene en su propia
esencia –tal comienza su obra Ética- la propia razón de su existencia.
Vale decir, pues, que Spinoza reformula de algún modo, pero desde una perspectiva panteísta que
está muy lejos de concebir a Dios de forma personal y trascendente, al estilo tradicional- la antigua
idea del teólogo medieval San Anselmo de Canterbury (siglos XI y XII después de Cristo), conocida
como el “argumento ontológico” para sostener la existencia de Dios, donde la “perfección de Dios”
implicaría lógicamente su existencia, si se considera que la “existencia es una perfección.”
Cabe mencionar que Santo Tomás de Aquino, quien desarrolló por otra parte las llamadas 5 vías
racionales para demostrar la existencia de Dios, siendo su esencia incognoscible para la razón
natural, no consideraba a la llamada prueba “ontológica” de San Anselmo, como un argumento
rigurosamente filosófico. Esto así, porque desde su temprana obra llamada “Del ente y de la
esencia”, Tomás de Aquino ya efectuaba una clara distinción entre el concepto “ser” –o tener
existencia real- y el de “esencia” (las características definitorias que hacen que todo ente sea lo que
es, pero no otra cosa). Efectuar un desarrollo pormenorizado de este interesante punto ya nos
alejaría demasiado del pensamiento spinoziano, siendo parte de la doctrina metafísica tomista.
Existió un hecho político de graves consecuencias, que posiblemente originó que Spinoza solamente
publicara un libro con su propio nombre (la obra de juventud, llamada “Principios de filosofía de René
Descartes”, en el año 1663, siete años antes del Tratado Teológico-político que publicó bajo un
seudónimo, temiendo por las consecuencias de la censura eclesiástico-monárquica y sus represalias.
En el año 1672 (dos años después de que apareciera el Tratado teológico-político), se produjo en las
afueras de la prisión de Buytenhoff el linchamiento popular de los dos principales referentes del
gobierno republicano de Holanda (los hermanos Jan y Cornelius De Witt, quienes gobernaron la
República de Holanda durante casi 20 años –de 1653 a 1672- y con quienes Spinoza tenía afinidades
político-ideológicas, integrando posiblemente su círculo de amistades). Con la muerte de los
hermanos De Witt, finalizaba la etapa republicana de Holanda, marcada por una amplia tolerancia
religiosa, y el gobierno de las “Provincias Unidas” era asumido por el monarca Guillermo de Orange.
El Tratado teológico-político fue publicado por Spinoza en el año 1670, sin aparecer bajo su nombre,
justamente porque pretendía ser un escrito filosófico-militante a favor de las principales decisiones
adoptadas por el gobierno republicano dirigido por Jan De Witt, en su carácter de “Gran Pensionario”.
Durante los primeros 15 capítulos de esta monumental obra (de 20 capítulos en total) se efectúa una
crítica racionalista y des-mistificante de la religión tradicional judeo-cristiana, por medio de un
examen histórico, geográfico y gramático, a la vez que racional-filosófico, del contenido de las
Sagradas Escrituras (principalmente del Antiguo Testamento, dado el profundo conocimiento,
por parte de Spinoza, del idioma hebreo en que éste fue redactado, y dada su formación rabínica).
Desde el Prefacio de esta importante obra de militancia filosófico-política, se nos informa claramente
cuáles eran los objetivos que se proponía demostrar cabalmente su autor:
1º) Defender, en primer lugar (y para ello es que resultaba necesaria la crítica de la religión
tradicional judeo-cristiana) la más amplia libertad posible para filosofar, es decir, la plena libertad
de pensamiento y de expresión, para que la filosofía pueda dejar de ser la “sierva” de la Teología;
2º) Demostrar que la religión o piedad deberían ser vistas más como una cuestión vinculada con el
comportamiento moral de las personas (si la gente se comporta con honradez, con justicia y
caridad), más que con las diferentes verdades metafísicas que sostienen como verdaderas, lo que
deriva en una fuente perpetua de grandes litigio entre las diversas sectas religiosas y se promueve
así la mayor discordia entre los diferentes grupos humanos que conviven bajo un mismo Estado.
3º) Que es el Estado quien debe velar por la corrección moral y la piedad de los ciudadanos, no así
en cambio los poderes eclesiásticos, quienes solamente estarán enfocados en la educación social;
4º) Que, siguiendo la teoría del derecho natural que Spinoza desarrolla hacia el final de esta obra -
en los muy importantes capítulos XVI, XIX y XX del Tratado, una vez que ha finalizado su
demoledora crítica racionalista del contenido histórico de las Sagradas Escrituras- la mejor forma de
gobierno no será ya la Monarquía absoluta, ni siquiera una república aristocrática, sino la forma de
gobierno democrática (a la que Spinoza denominará luego en su Tratado político como “la más
absoluta de todas”, porque es la que más se asemeja al propio estado de naturaleza, donde cada
uno tenía su propia libertad de pensamiento y expresión sin que peligren la paz, la piedad moral y
la seguridad del Estado). El Estado es concebido por Spinoza a semejanza de un solo cuerpo que
resultaría constituido por la sumatoria de las fuerzas de todos los individuos que lo componen (idea
ésta que habrá de denominar en el Tratado político -su obra póstuma- potentia multitudinis).
No por casualidad, el Tratado Teológico-político de Spinoza fue prohibido en el año 1674, tan solo
cuatro años después de conocida su publicación. Fue considerado en esa época, y aún en un país
como Holanda, que se había mostrado especialmente tolerante (hoy diríamos “liberal”), como un
texto claramente subversivo para el orden establecido, monárquico y religioso, porque además de
atacar directamente los aspectos de superstición y prejuicio de la religiosidad de su época, sostenía
Spinoza explícitamente que el gobierno monárquico o aristocrático no eran las mejores formas de
proteger las libertades naturales de los hombres.
Esta defensa del régimen democrático, plasmada claramente en los capítulos XVI y XIX y XX del
Tratado teológico-político, se sostiene en las ideas antropológicas esbozadas en la Ética. Allí Spinoza
desarrolla su idea de que los hombres no actúan libremente cuando son movidos por el flujo o la
fuerza de las pasiones (sea del temor, de la inseguridad, la envidia, los celos, la ira, etc.), sino cuando
son guiados por el buen uso de su razón, que aconseja atender a los afectos positivos (amor al
conocimiento, amor de sí) mediante el exacto conocimiento de los asuntos humanos por medio de
sus verdaderas causas (lo que incluye no solamente el aspecto racional del ser humano, sino la
necesaria comprensión de la naturaleza de todos sus afectos o pasiones).
El Tratado político de Spinoza, última obra del autor y que no pudo ser terminada por fallecer de
tuberculosis a los 44 años, está compuesto de un total de 10 capítulos completos y un undécimo que
contiene apenas 4 párrafos, donde el autor se proponía justamente desarrollar el análisis de las
principales características de régimen democrático. Por ello, dentro de su estructura general,
podríamos distinguir dos partes. En los 5 capítulos iniciales se realiza primero una breve
introducción, donde se critica duramente el enfoque utópico que habrían tenido al abordar los
diferentes asuntos político-jurídicos, todos los filósofos o “grandes pensadores” de la historia (se
critica un mundo político que sería impracticable, por no corresponder a la verdadera esencia
humana tal como ésta realmente existe o se presenta en la naturaleza). Se refiere con esta crítica
Spinoza a las diferentes obras utópicas renacentistas, tales como la conocida “Utopía” de Tomás
Moro, a la “Ciudad de Dios” de Tomás Campanella, o a la “Nueva Atlantis” de Francis Bacon, etc. E
incluso podría decirse que está crítica sería igualmente aplicable a una obra clásica como la República
de Platón, porque esa forma de consideración sobre “el gobierno ideal” no permite avanzar ni un
ápice en el conocimiento de las causas del comportamiento social, político y moral del ser humano.
Es por tal motivo que Spinoza resulta en este aspecto, un seguidor de la nueva corriente del
“realismo político”, que de algún modo fue iniciada con los sagaces comentarios sobre la forma eficaz
de obtener, mantener y ejercer el poder político, tal como se lo concibe en “El Príncipe” de Nicolás
Maquiavelo (1513), a quien Spinoza se refiere durante el Tratado como “el sagaz florentino”.
Luego, durante los siguientes 4 capítulos, se efectúa concretamente un desarrollo filosófico (aunque
más resumido) de los mismos planteamientos teóricos que Spinoza ya había formulado en su Ética y
en el Tratado teológico-político, principalmente llamando la atención sobre lo dicho en ambas obras
acerca de la importancia que tienen para el correcto estudio y comprensión de la moral, el Derecho
y la política, el exacto reconocimiento del origen de las pasiones y los afectos humanos, que son
concebidos por Spinoza como representando la ignorancia o mal conocimiento de las cosas o ideas.
Del Tratado teológico-político, Spinoza condensa brevemente el capítulo XVI, que está referido a su
doctrina del derecho natural, pero con el importante cambio de argumentación, ya que en el
Tratado político no se menciona la necesidad de la existencia de un “contrato o pacto social”,
concebido al estilo de Hobbes o Locke, porque la cesión de los derechos naturales de los individuos
que componen la sociedad al soberano, lo que determina el paso del “estado de naturaleza” al
estado civil, bien puede darse para Spinoza de modo tácito o expreso. Esto así, porque el mismo
siempre responde al carácter necesariamente social del ser humano, siguiendo la idea que tenía
Hugo Grocio sobre este punto (al igual que los estoicos), de que es en virtud de la racionalidad
humana que se conforman las comunidades para poder aunar esfuerzos compartidos. Por ello es que
el ser humano solamente puede vivir en libertad, si vive dentro de una comunidad que le garantice la
seguridad y la paz necesaria para vivir, conservar y lograr la plenitud de su ser (principio de actuación
de todos los entes, llamado por Spinoza conatus). En los últimos cinco capítulos del libro, por último,
Spinoza efectúa el estudio comparativo/histórico de la monarquía y la aristocracia.
Si bien el concepto de “estado de naturaleza” que tiene Spinoza es concebido a modo de un estado
de posible guerra (o en todo caso, de potencial colaboración estratégica), y por lo tanto parecería
partir de un supuesto antropológico muy similar al que Thomas Hobbes expresa en su teoría del
pacto social desarrollada en el Leviathan (publicado en el año 1651 y que Spinoza ciertamente
conocía bien, al igual que las obras de Grocio y Descartes), Spinoza considera que no sería necesario,
e incluso resultaría imposible, que los súbditos le transfieran toda su libertad al soberano (sea éste
un rey o una república), porque aunque cedan (de modo expreso o tácito, sin necesidad de pensar
en un contrato social) todo el poder que como individuos cada uno de ellos tiene (es decir, su
“derecho natural” equiparado a la fuerza o potencia de cada uno), lo cierto es que nadie puede
renunciar completamente a su libertad y dignidad (y especialmente, el derecho a defenderse),
motivo por el cual siempre deberá conservarse la libertad de pensamiento, que resulta en cierto
grado un derecho inalienable, al momento de organizarse políticamente la sociedad como Estado.
A partir de este importante derecho, derivado del derecho natural de cada miembro (originado en
el propio “estado de naturaleza”), el derecho de cada uno a conservarse, a permanecer en su ser y a
desarrollarse), derecho natural que se conserva incólume en el estado civil, Spinoza puede sostener
que es por esta exigencia con respecto a la necesidad de que el gobierno mantenga del modo más
amplio posible la libertad de pensamiento y de expresión, que puede comprobarse fácilmente que
el mejor régimen de gobierno resulta el democrático, porque el mismo necesita de la “libertad de
información” para que todos los ciudadanos participen informados en la “cosa pública”.
Esto es decir, que como en esta forma de gobierno justamente se pretende la participación del
mayor número de miembros en la toma de las decisiones colectivas, se decide así (de modo mucho
más evidente que lo que sucede normalmente en una monarquía u oligarquía) en función de la
potencia o la fuerza de la multitud (potentia multidudinis), obteniéndose –por mayoría- las decisiones
que luego cada uno de los miembros deberá considerar –en la forma de leyes y decretos como
emanados de la voluntad común (como si se tratara de una sola mente). Es decir, que se trata de una
idea aún de forma germinal –y ciertamente inédita para el siglo XVII, a muy pocos años de firmada
la Paz de Westfalia de 1648, que dispuso el armisticio de las llamadas “guerras de religión” entre
grupos católicos y protestantes a lo largo de toda Europa occidental- que habría de retomar y
desarrollar como el último fundamento de la legitimidad política, ya en pleno siglo XVIII, Jean-Jaques
Rousseau, mediante su teoría de la voluntad popular desarrollada en “El contrato social” (1762).
Por todo ello, es solamente la forma de gobierno democrática donde la libertad de vivir cada uno
según su propia razón, y el derecho de poder pensar por sí y expresar libremente su pensamiento,
la que nos permite desenvolver más plenamente las potencialidades de cada persona, sin poner en
riesgo la seguridad de las autoridades políticas. Además, estas últimas, a diferencia de lo que
puede suceder en una monarquía o una oligarquía, están interesadas –por el derecho legal que
tienen todos o la mayoría de sus miembros a participar en los asuntos públicos- en poder conducir
efectivamente los destinos de la vida en común “mediante los consejos de la razón”. Esto será así,
cuando todas las leyes sean dictadas con el más amplio debate –desapasionado- de las ideas, para
que el Derecho resulte un producto enriquecido por las diversas opiniones dentro de la sociedad.
Precisamente, en su obra más sistemática y amplia, la Ética demostrada según un orden geométrico,
Spinoza había sostenido largamente en numerosas páginas (lo mismo que en el Tratado teológico
político, aunque de modo más lacónico) que el efecto distorsionante que tienen las pasiones que
nacen de los afectos negativos (como la ira, la envidia, los miedos, prejuicios y supersticiones), son
todos ellos fruto de la ignorancia acerca de las verdaderas causas de los hechos. Los afectos y las
pasiones, pues, nos demuestran que existe cierto determinismo cuando se produce la actuación
según la necesidad exterior de una conducta humana. De modo contrario, la plenitud de la libertad
humana estará dada, exclusivamente, cuando se actúe mediante una adecuada comprensión de las
ideas (con conceptos claros, distintos y precisos de todas las cosas y sus causas) que nos permitan
adquirir un cabal conocimiento racional de las relaciones verdaderas, único camino que entiende
Spinoza vale la pena seguir, porque así se vive la vida que corresponde propiamente al sabio -o
filósofo-, quien en todo momento goza “conociendo a Dios”, y que significa lo mismo que amarlo.
Immanuel KANT fue uno de los más grandes filósofos de todos los tiempos, y ello se puede afirmar
con absoluta independencia de que se compartan o no sus diferentes teorías, e incluso a pesar de sus
posibles errores. KANT nació el 22 de abril de 1724 en la ciudad de Königsberg (por entonces, era la
capital de la región alemana de Prusia Oriental, que actualmente se llama Kaliningrado y pertenece
a la Federación Rusa, en el noreste de Europa). KANT vivió durante toda su vida dentro del casco
urbano de la antigua ciudad medieval donde nació, o bien en algunas de las localidades de sus
alrededores, pero sin alejarse nunca a más de 150 km de su ciudad natal. Nunca se casó, y toda su
vida transcurrió prácticamente de una manera ordenada, con rutinas metódicas, hábitos de estudio y
de trabajo muy discretos. Vale decir, que durante toda su vida mantuvo ocupaciones propias de un
docente; KANT trabajó primero como tutor privado de los hijos jóvenes de las altas clases sociales de
la región (incluso algunos de la nobleza prusiana). Ello así, después de que abandonara sus estudios
en la Universidad, cuando enfermara su padre. Después de un tiempo consiguió –en el año 1756- la
venia docente como Privatdozens en la Universidad de Königsberg, y desde del año 1770 hasta el
año 1796, ejerció la docencia como académico titular de las materias de Lógica y Metafísica, fue
Decano de Filosofía e incluso Rector dentro de la Universidad de Königsberg, llamada la “Albertina”.
Su padre era un talabartero (el artesano del cuero). Aquél y su madre lo educaron a KANT conforme
a las estrictas pautas morales del movimiento religioso llamado “pietismo”, una corriente de origen
luterano que era nueva para la época. Tuvo muchos hermanos, la mitad de los cuales no llegaron
vivos hasta la adolescencia; e incluso el mismo Immanuel no gozaba de buena salud física,
describiéndoselo como un joven de pequeña estatura y más bien de aspecto débil o enjuto. Ello no
le impidió a KANT –siguiendo una moderada dieta de ejercicios (paseos a pie) y buena alimentación
vivir casi 80 años. Lamentablemente, KANT perdió a su madre de una enfermedad contagiosa cuando
tenía unos 12 años de edad. A los 16 años ingresó en la que sería su alma mater, la Universidad de
Königsberg, donde siglo antes había estudiado el monje polaco Nicolás COPÉRNICO.
Su padre falleció en el año 1746, luego de convalcer dos largos años de su enfermedad, durante los
cuales KANT tuvo que dejar la Universidad para cuidarlo. Al fallecer su padre, cuando KANT tenía 22
años, apremiado por la comprometida situación económica familiar, KANT tuvo que vender el
negocio familiar y repartir la herencia entre sus hermanos menores. Sin embargo, pese a no haberse
recibido de Magister antes de abandonar la Universidad, ello no evitó que KANT escribiera su primer
libro en el año 1747, titulado “Pensamientos sobre la verdadera estimación de las fuerzas vivas”.
En su primera y temprana obra, de orientación cosmológica, KANT planteaba una compatibilización
de las físicas de Isaac NEWTON (inglés, 1643-1727) y Gottfried Wilhelm LEIBNIZ (alemán, 1646-1716).
Luego de la muerte de su padre y habiendo editado ya su primer libro sobre sus preocupaciones
cosmológicas, KANT se tuvo que ganar la vida a partir del año 1748 como tutor privado de los
jóvenes hijos de clases acomodadas, viviendo junto con ellos en los alrededores de Königsberg,
ciudad a la que recién regresaría en el año 1754, para luego de recibirse con el grado de Magister
universitario en 1755, comenzar en 1756 su carrera docente como profesor/tutor (Privatdozent en
alemán), cargo o función que si bien conllevaba la venia docendi, autorización para enseñar dentro de
la Universidad, implicaba que fueran los propios alumnos quien costeaban los honorarios del
profesor. Luego de trabajar unos años en tales condiciones, le fue ofrecida una cátedra de Poesía
dentro de la Universidad, que KANT rechazó, y continuó esperando su oportunidad de ser nombrado
catedrático universitario en Filosofía, cargo en el que finalmente fuera designado en el año 1770
para las materias de Lógica y Metafísica de la Universidad de Königsberg. Para ser designado como
Catedrático titular, en 1770 KANT escribió y pronunció su impresionante disertación sobre los
“Principios formales del mundo sensible y del inteligible”, obra que contenía –al menos en germen
las mismas doctrinas acerca del fenómeno y el nóumeno que luego serían desarrolladas en su
principal obra, la “Crítica de la razón pura”, publicada en el año 1781, con una segunda edición
ampliada y revisada, la definitiva, que se publicó en el año 1787.
En su famosa “Crítica de la razón pura”, KANT desarrolló por primera vez su posición
epistemológica o gnoseológica, especialmente sobre los temas que ocupaban la Metafísica.
Aclaremos que el término griego episteme se refiere a todo conocimiento cierto o verdadero (por sus
causas o principios), es decir, que episteme puede ser entendido como ciencia y, por ende, se opone
en tal sentido al término “doxa” que representa la mera opinión. Por otra parte, el prefijo griego
gnoseo, alude al conocimiento en general. Como ya lo explicara el Dr. SALGADO en la primera clase
dentro de la Unidad I del Programa de nuestra materia, en esta cátedra de Filosofía del Derecho no
haremos una distinción conceptual entre la epistemología (que algunos consideran que se confunde
con la Filosofía de la Ciencia), y la gnoseología (o la teoría del conocimiento, en general).
Si bien la “Crítica de la razón pura” es probablemente la obra más famosa y estudiada de KANT,
también hay que mencionar –dentro de las obras y opúsculos que escribió sobre temas filosóficos
en general- las que son de importancia directa para los contenidos de nuestro Programa. De entre
estas destaquemos –siguiendo un orden cronológico- las siguientes: un pequeño ensayo filosófico,
obra capital de la moral kantina, llamada “Fundamentación de la metafísica de las costumbres”
(1785), donde KANT expondrá por primera vez, sin seguir un método expositivo sistemático y
elaborado, cuál es el FUNDAMENTO último de toda la moralidad, definiendo el importante
“IMPERATIVO CATEGÓRICO”, como la máxima que permite enjuiciar racionalmente la validez
moral de una conducta. En tal sentido, para KANT el valor moral de una acción cualquiera tiene
origen en un juicio o evaluación enteramente racional (vale decir, que no es emocional el
fundamento de las valoraciones morales). Y además de ello, KANT entiende que este principio es
deducible enteramente a priori, esto es decir, que se lo conoce totalmente separado de la
experiencia. KANT desarrolló luego de unos años, en su “Crítica de la razón práctica” (1788), los
fundamentos metafísicos en los que descansa este principio supremo de la moral (la idea de libertad
de todo sujeto racional, que solamente puede ser supuesta, aunque no sea conocida, cuando se
actúa moralmente, acogiendo el sujeto la validez del imperativo categórico como regla de conducta).
En cuanto a la materia jurídico-política concierne, existen diversos opúsculos kantianos de interés,
como el texto llamado “Respuesta a la pregunta: ¿qué es la Ilustración?” (1784), o bien su obra
“Hacia la paz perpetua, un esbozo filosófico” (1796). Sin embargo, algunas ideas de sus obras más
breves, serán finalmente coronadas en la doctrina jurídica kantiana acerca del Derecho, que está
contenida en su obra de madurez, llamada “Metafísica de las costumbres” (1797), cuya primera
parte contiene la Doctrina metafísica del Derecho, y la segunda parte, la “Doctrina de las virtudes”.
La Crítica de la razón pura de KANT es una obra muy difícil de abordar en su lectura sin antes hacer
una preparación previa, para contextualizar debidamente qué era lo que KANT se proponía como
problemas a resolver. En este sentido, debemos mencionar que durante los siglos XVII y XVIII –con
el surgimiento del empirismo y el racionalismo filosóficos como las principales corrientes europeas
en la teoría del conocimiento- se habían expuesto diferentes explicaciones sobre el origen (o la
fuente) y la validez objetiva de nuestros conocimientos (especialmente, de los científicos).
Por un lado surgió el movimiento del EMPIRISMO, una corriente filosófica que había surgido en
Inglaterra, principalmente con Lord Francis BACON (1561-1626), quien además de ser un muy
importante filósofo había sido nada menos que Canciller de Inglaterra. Su ensayo acerca de los
“ídolos del conocimiento” (los prejuicios que conspiran contra una correcta búsqueda de la verdad)
tuvo gran influencia, por ejemplo, en Thomas HOBBES (1588-1679). En sus obras de reflexión
científica, BACON fue el primero en formular una teoría filosófica que defendía claramente la
necesidad de EXPERIMENTAR y observar la naturaleza para poder así “descubrir” sus secretos. Esa
misma idea fue seguida por GALILEO GALILEI en Italia, y tuvo sus resultados más evidentes en el
ámbito de las nuevas ciencias naturales (es decir, física, astronomía, biología, etc.). La idea del
Canciller Francis BACON, barón de Verulamio, era que solamente descubriendo las leyes y causas de
todos los fenómenos de la naturaleza resultaría posible “servirnos de ella”. Fue BACON el primero en
usar la frase “saber es poder”, indicando precisamente esta idea de “dominación” del mundo natural.
El EMPIRISMO tuvo otros dos grandes representantes en las figuras del también inglés John LOCKE
(1632-1704) y del escocés David HUME (1711-1776). El primero de ellos publicó su “Ensayo sobre el
entendimiento humano” en 1689, y HUME publicó su obra “Tratado sobre la naturaleza humana” en
el año 1740. La figura de HUME fue muy importante en la elaboración del pensamiento de KANT,
porque éste señaló que justamente había sido HUME “quien lo despertó de su sueño dogmático”.
Del otro lado, había surgido en el continente europeo el movimiento del RACIONALISMO,
representado, paradigmáticamente por el francés René DESCARTES (1596-1650), el holandés
Baruch de SPINOZA (1632/1677) y Gottfried Wilhelm LEIBNIZ (alemán, 1646-1716). Esta corriente,
principalmente a partir de las formas de razonar útiles para las matemáticas (álgebra, aritmética,
geometría), sostenía que no es la experiencia la principal fuente de nuestros conocimientos, sino
que es la capacidad humana de la RAZÓN el único canon verdadero para poder conocer la verdad.
Todo esto que llevamos dicho hasta aquí, obviamente se trata de una simplificación con fines
didácticos, porque si bien la orientación racionalista resulta ser muy evidente en DESCARTES y
SPINOZA, no puede dejar de señalarse que LEIBNIZ distinguía claramente entre las llamadas
“verdades de hecho” (que dependen de la observación y de la experiencia y, por ende, se refieren a
hechos que podrían ser de otro modo sin contradicción alguna), de las llamadas “verdades de razón”
(que son verdades, o mejor dicho, enunciados que no podrían ser de otro modo porque implicarían
una contradicción lógica). Fue LEIBNIZ además el primer filósofo que acuñó el llamado “principio de
razón suficiente”, vale decir, el de que todas las cosas existen y -son cómo son- por un motivo
eficiente, razón o causa. Es un principio lógico complementario de los 3 clásicos principios de
Aristóteles: los de “identidad”, “no contradicción” y el del “tercero excluido”.
La situación del panorama epistemológico se había complicado incluso mucho más desde mediados
del siglo XVIII, cuando el pensador escocés David HUME publicara sus obras de epistemología, tal
como el primer libro del “Tratado sobre la naturaleza humana” (1739), acerca del entendimiento, o
su posterior “Investigación sobre los principios del entendimiento humano” (1748), donde
directamente había cuestionado la validez de las nociones metafísicas fundamentales de
“sustancia” (ente individual existente), causa-efecto, alma, etc. Las críticas de HUME a tales ideas
clásicas dentro de la METAFÍSICA (la idea de sustancia, como unidad, era fundamental para hablar de
DIOS, por ejemplo), dejaban en completo ridículo a las propias divergencias de los otros pensadores.
Como se puede ver, el problema al que se enfrentaba KANT en sus meditaciones epistemológicas y
metafísicas, no era menor ni para nada sencillo. El filósofo metódico y sistemático que ciertamente
fue KANT, no podía verse satisfecho con respuestas fáciles ni a medias tintas para los importantes
cuestionamientos efectuados por el pensamiento escéptico empirista de HUME. KANT estaba
admirado de la elegancia de las matemáticas y de la física de NEWTON (como los “Principios de
Filosofía natural” de NEWTON del año 1687, eran para KANT la obra científica más perfecta jamás
escrita sobre la naturaleza, conteniendo la explicación de las leyes generales de la “gravitación
universal” que explican los movimientos de los cuerpos; no podría explicarse que no fueron ciertos).
No es un dato menor, el hecho de que siendo un autor de libros muy prolífico, KANT no publicó
absolutamente nada entre los años 1770 y 1781, cuando apareciera publicada la obra que
analizaremos detenidamente en este punto, la Crítica de la razón pura. KANT confesó que pudo
redactar su obra teórica en solamente 5 meses, luego de pasar más de 10 años meditando su asunto.
En los dos prólogos ante-puestos a la primera CRÍTICA, KANT se refiere a dos cuestiones principales
para poder orientarnos en la lectura de su gran obra. Primero, que una ciencia cualquiera solamente
puede avanzar cuando se encuentra finalmente constituida con un método y objeto determinados .
Así, la METAFÍSICA no se presentaba entonces a sus ojos, ni a los de nadie, como una ciencia
constituida, ni mucho menos. Es más, KANT utilizó incluso la metáfora política de ANARQUÍA para
describir su estado general. Por otro lado, en el prólogo de la segunda edición, efectúa KANT una
comparación entre las diferentes ciencias y sus momentos determinantes, remarcando que en el
caso de la Lógica, como disciplina del pensamiento correcto, ella se consumó con las exposiciones
fundamentales de Aristóteles (siendo la lógica, a los ojos de KANT, una disciplina “a la que muy poco
o casi nada se ha agregado, sino solamente algunas correcciones de detalles”); en cuanto a las
matemáticas, señala KANT que ello probablemente ocurrió con los descubrimientos de los antiguos
griegos, como Tales o los pitagóricos, quienes entendieron que debía utilizarse el método de
conocimiento axiomático-deductivo, siendo irrelevante la experimentación o la observación en
matemáticas, y por último, menciona que física cambia radicalmente con GALILEO y NEWTON.
Para poder explicar lo que se proponía hacer al interceder finalmente en la polémica entre
RACIONALISMO y EMPIRISMO, KANT se habría de referir a su propia idea principal como si se tratase
de un nuevo “GIRO COPERNICANO”. Con ello pretendía aludir al cambio interpretativo que había
ocurrido siglos antes en la astronomía, cuando Nicolás COPÉRNICO (1473-1543), planteara la
hipótesis científica de explicar los movimientos de los diferentes planetas, estrellas, cometas, etc., en
lugar de considerar que era el planeta TIERRA el que permanece inmóvil, sería más fácil dar cuenta
de los movimientos de cada uno de esos cuerpos celestes si se supusiera que es el SOL el que estaba
fijo en el centro del sistema, que se describe a partir de las observaciones astronómicas.
Pues bien, KANT explicó que en la polémica existente entre racionalistas y empiristas, lo que
siempre había sido dado por supuesto, y nunca había sido puesto en cuestionamiento por filósofo
alguno, es que en el acto de conocer somos los sujetos los que nos vemos influidos por los objetos,
vale decir, que el origen de todo el conocimiento reposaría igualmente (para ambas teorías rivales)
en la naturaleza propia del objeto del conocimiento. Esta posición KANT la denomina REALISMO
epistemológico o gnoseológico (concepto que parte del término latino res, que significa cosa).
KANT vino, pues, a invertir esta ecuación de la forma del conocimiento, señalando que bien puede
ser una función que no va en una única dirección -del objeto conocido al sujeto cognoscente-, sino
que éste último puede tener un efecto constituyente (“legislador”, como dice KANT) en el proceso
del conocimiento. KANT sostiene una propuesta que podemos definir, en primer lugar, como un
REALISMO EMPÍRICO (porque nuestros conocimientos sí comienzan siempre con la experiencia), pero
lo coloca siempre bajo el prisma del IDEALISMO TRASCENDENTAL (afirmando que, si bien nuestros
conocimientos comienzan con la experiencia, no todos nuestros conocimientos se derivan de ella).
Este último enfoque distingue a la Filosofía Crítica de todas las demás teorías del conocimiento.
Ahora veremos brevemente en qué consiste la explicación kantiana del conocer.
KANT distingue en primer lugar, en su introducción a la Crítica de la razón pura, que desde un punto
de vista meramente estructural, es posible diferenciar entre JUICIOS SINTÉTICOS y JUICIOS
ANALÍTICOS. Dicho aquí muy simplemente, los “juicios” a que se refiere aquí KANT son predicados
lógicos o enunciados sobre las cosas (proposiciones). Señala pues KANT, que los juicios son
SINTÉTICOS cuando enlazan tesis diferentes, vale decir, son aquellos donde el predicado no está
incluido en el propio sujeto, sino que amplían nuestro conocimiento del sujeto con el predicado
(sujeto y predicado se usan en sentido lógico, en un razonamiento). Así, por ejemplo, el predicado o
juicio lógico de: “el Sol es más grande que la Tierra” es un juicio sintético, porque en el concepto de
Sol y de Tierra no se encuentra incluida (lógicamente) la comparación de sus respeticos tamaños.
Por otra parte, se tiene que los JUICIOS ANALÍTICOS son aquellos que no hacen sino describir con
mayor detalle o hacer explícito aquello que -de una forma u otra- se encuentra implícitamente
contenido (por definición o necesidad lógica) en el concepto del sujeto del predicado. Así, pues, si
yo afirmo que: “El Sol es una estrella”, en realidad no le agrego nada al propio concepto de Sol, ya
que se trata precisamente de la estrella más cercana a nuestro planeta Tierra. Bien pudiera ser que
algún desprevenido no lo supiera antes, pero desde el punto de vista lógico, el propio concepto del
Sol implicaría saber su definición como “la estrella más cercana a la Tierra”; y por ende, si yo afirmo
que “el Sol es una estrella”, en realidad no estoy enlazando lógicamente dos tesis diferentes entre sí.
Esto es una primera distinción lógica entre los “juicios sintéticos” y los “juicios analíticos”, tal como
los denomina KANT. Ya dijimos que la función de los juicios sintéticos es ampliar nuestros
conocimientos. En cambio los juicios analíticos, en cierto modo sirven para clarificar, reafirmar o
bien hacer más explícitos nuestros conocimientos (también diríamos que “aclaran nuestras ideas”),
pero de ningún modo sirven para AMPLIAR nuestros conocimientos sobre los objetos o las cosas.
Desde otro punto de vista, KANT también distingue entre el conocimiento que se obtiene solamente
mediante el uso de la razón (con independencia de la experiencia sensible, la observación y/o la
experimentación) y lo denomina conocimiento a priori (literalmente, ello quiere decir “antes de la
experiencia”, pero esto no debe tomarse en un sentido meramente cronológico, sino que responde a
cuál es su fuente original, es decir, la razón “pura”). La principal característica que poseen los
conocimientos a priori es que son conocimientos universales (porque valen para todos los casos, no
son exceptuables) y además son forzosos y necesarios (no pueden ser contingentes, ya que deben
ser del modo que son –y no de otro modo- si se trata de “verdades de razón”, como diría LEIBNIZ).
Por otra parte, KANT denomina conocimiento a posteriori a todo el que es fruto de la experiencia
sensible, de su observación o la experimentación científica, porque se basa en la fuente de
información que nos dan los sentidos. Es lo que LEIBNIZ entendía cuando hablaba de “verdades de
hecho”. Este tipo de conocimiento no es forzosamente universal y es además, de tipo contingente.
Como claramente se puede ver, esta última distinción entre modos o formas de conocer, pareciera
ser la que más importancia tendría para dividir las opiniones entre los filósofos racionalistas y los
empiristas. Los primeros otorgaban mayor primacía a la razón para validar nuestros saberes y
además sostenían que nuestra mayor capacidad de conocer todas las cosas reside –principalmente en
nuestra mente, en nuestra razón. Por ende, el conocimiento a priori es el tipo de conocimientos que
nos darían las matemáticas, la lógica, la Metafísica, al menos del modo en que tradicionalmente
había sido concebida y practicada desde Aristóteles hasta KANT (porque a ningún filósofo se le
ocurrió pensar jamás que con algún experimento físico pudiera refutarse la existencia de DIOS o la
del alma humana, entendida en un sentido espiritual, es decir, no compuesta de materia).
En cambio, la forma de conocimiento a posteriori, según la concibe KANT es aquella más útil en las
ciencias de la naturaleza (como la física, la química, la biología, la astronomía, o la geografía, etc.),
ciencias o saberes que no pueden formular juicio sintético alguno (que amplíen nuestro saber de
los objetos), si sus cultivadores científicos no se dedican antes a observar, medir, comparar,
experimentar o analizar los datos e información, para poder formular teorías que los expliquen.
Ahora bien, KANT se pregunta aquí cómo puede ser viable, o bien cómo puede ser posible la
METAFÍSICA como disciplina científica, si acaso lo es (se trata para KANT de la llamada “reina de
todas las ciencias”, dada la vital importancia de su pretensión de conocimiento más allá de lo físico o
evidente). Por esto mismo dice KANT que no podríamos suponer que la especie humana deje algún
día de sentir este fuerte impulso o anhelo de filosofar sobre sus objetos de conocimiento (se trata de
cuestiones tales como la existencia de DIOS, del alma humana, su inmortalidad, el sentido de la vida,
la realidad última detrás de los fenómenos, si todos estos tienen una causa final, etc., etc.).
Para que la METAFÍSICA pudiera configurarse como un saber real, científico, o debidamente
riguroso, nos dice KANT, que debería ser posible poder formular sobre los objetos de la Metafísica,
ciertos juicios sintéticos a priori. Juicios sintéticos, porque son los únicos que realmente nos darían un
mayor conocimiento de las cosas, y juicios a priori, porque tratándose de la Metafísica, ciertamente
que no nos resultaría posible el experimentar, medir, comparar, etc., tratándose de cuestiones
abstractas como la existencia de DIOS, la inmortalidad del alma, etc. Este es el problema
fundamental que KANT se propuso responder en su magna obra “Crítica de la razón pura”, y para
responder al mismo tuvo que desarrollar previamente su teoría del conocimiento humano.
La primera parte de la obra se divide a su vez en otras dos partes muy importantes. Vamos a
intentar de comprender todo esto, solamente para poder situarnos “mejor armados”,
filosóficamente hablando, cuando después veamos la teoría MORAL en la Filosofía de KANT.
La Primera Parte de la CRÍTICA la llama “Doctrina trascendental de los elementos”, y tiene una
primera división, que comprehende a la llamada ESTÉTICA TRASCENDENTAL y una segunda división,
que se refiere a la LÓGICA TRASCENDENTAL (esta última parte, se divide a su vez, entre la ANALÍTICA
y la DIALÉCTICA TRASCENDENTALES). Luego se tiene la segunda parte del libro, la llamada “Doctrina
trascendental del método, que si bien resulta ser importante para el cierre del sistema teórico
kantiana, y dar paso a la importancia de la Filosofía o razón práctica, ya no alude a la epistemología).
Este uso técnico de la palabra trascendental en KANT no quiere decir simplemente que para él algo
sea solamente importante, como se usa vulgarmente el término, sino que alude KANT a todo lo que
resulta ser independiente del aporte de la experiencia. Vale decir, que el ámbito de lo
TRASCENDENTAL se conecta con las condiciones y posibilidades del modo de conocer a priori, que
KANT concibe como lo cognoscible simplemente con la “razón pura”, sin ayuda de la experiencia.
Cuando KANT se refiere a que su filosofía podría significar –para la teoría del conocimiento humano-
“un nuevo giro copernicano”, hay que entender, por ejemplo, el cambio que supone abandonar el
realismo ingenuo (de que los objetos determinan todo el ámbito del conocer), para afirmar que el
SUJETO tiene un rol preponderante en el proceso. Así, en la ESTÉTICA TRASCENDENTAL, KANT afirma
que el ESPACIO (como la forma y medida del mundo exterior, de los cuerpos externos) y el TIEMPO
(como forma y medida interior acerca de la simultaneidad o la sucesión de los eventos) en realidad
se encuentran en la propia conciencia del sujeto cognoscente, y no podemos saber si estas
percepciones humanas se corresponden o no con algo que sea objetivo en la realidad externa
(contrariamente a lo que nos indica nuestro sentido común, donde tanto el espacio como el tiempo
pudieran permanecer, llegado el caso, como realidades completamente vacías de todo contenido).
KANT explica que siempre debemos distinguir entre el fenómeno (el objeto, tal y como se nos
aparece a nosotros dentro de la experiencia sensible) y el nóumeno, o la “cosa en sí misma”. El
objeto es una construcción del sujeto a partir de las representaciones de la intuición sensible que
son ordenadas por las categorías del entendimiento humano; bien puede tratarse de una
representación intelectual, que no esté incitada en ese momento por ningún objeto sensible; en este
último caso se trataría de un concepto empírico. Pero un concepto empírico, que está derivado de la
experiencia, debe ser distinguido, a su vez, de un “concepto puro”. Veremos que todo esto que
ahora parece un trabalenguas, en realidad tiene su lógica interna (aunque sea bastante complicada).
Existe pues, para KANT un dualismo radical entre lo que se aparece en la conciencia del sujeto, a
través de sus sentidos y con la ayuda de su ENTENDIMIENTO (llamado por ello mismo con el término
fenómeno, es decir, lo que aparece), con respecto a lo que “permanece detrás” y resulta
incognoscible para nosotros; lo que KANT llama “la cosa en sí misma” o nóumeno. Esta noción o
diferencia, tiene muchísima importancia para las preguntas fundamental que se formulará KANT
con relación a las posibilidades de un conocimiento metafísico en sentido verdadero.
Las categorías, que para KANT son solamente 12 (doce) y representan los conceptos puros del
entendimiento. A modo de ejemplo, se trata de categorías: 1º) de la cantidad (unidad, pluralidad,
totalidad); 2º) de la cualidad (realidad, negación, limitación); 3º) de la relación (inherencia y
subsistencia, causalidad y dependencia, acción recíproca entre agente y paciente); y por último, 4º)
de la modalidad –binaria- (posibilidad-imposibilidad, existencia-no existencia, y necesidad
contingencia). Se trata de conceptos puros del ENTENDIMIENTO, que no están en las cosas ni se
derivan de la experiencia, sino que cada HUMANO tiene conformado en su aparato cognoscente.
Podemos entenderlos, a modo de formas de conocer con las cuales pensamos absolutamente todo lo
que llega a nuestra mente. Estas categorías son las que van a permitirnos ordenar el cúmulo
desordenado de las impresiones de los sentidos. El Entendimiento, pone la “forma” o el sentido del
orden a todas las impresiones sensibles, lo que nos permite formar un objeto de conocimiento.
El capítulo de KANT sobre la LÓGICA TRASCENDENTAL se cierra con la Analítica de los principios, en
el que se propone explicar –básicamente- cómo resulta filosóficamente posible mantener la unidad
de la conciencia, mediante lo que llama KANT la “apercepción” del sujeto. En esta parte de la Crítica
de la razón pura, KANT se encarga de responder a los cuestionamientos escépticos de David HUME.
Para finalizar con esta explicación (muy simplificada, aunque no lo parezca) de la obra kantiana,
haremos aquí una importante mención (que hasta ahora no fue hecha para no confundirse con las
categorías o conceptos puros del entendimiento). Y ella es que para KANT este impulso del ser
humano de querer “ir más allá” de los estrictos límites del conocimiento fundado en la experiencia
empírica y el entendimiento (el cual tiene su margen en lo que representa el campo posible de toda
experiencia, pero que no puede ir más allá de la misma), es una tendencia insuprimible para la
criatura humana. KANT llega a decir, que aunque una barbarie absoluta borrase todo rastro de
conocimiento científico, arte y cultura, esa actitud de interrogación por lo absoluto, por lo
incondicionado, no podría nunca ser evitada para siempre por la futura humanidad.
Para intentar responder tales interrogantes fundamentales, el hombre posee una facultad diferente
de todo su aparato sensitivo y del racional-empírico, llamado por KANT entendimiento. Se trata, de
una aptitud o capacidad superior de razonar o discurrir que no nos permite obtener certezas
cognitivas o epistemológicas. KANT la llama RAZÓN (esto es decir, nuestra facultad de especulación
en su más amplio alcance para preguntarnos por lo absoluto, lo que no queda circunscripto a la
existencia real, o que no tiene relación alguna con la experiencia humana). La razón pura se pregunta
ciertamente por lo que KANT entiende por NÓUMENO, la cosa en sí, no solamente por el fenómeno,
porque pretende conocer las cosas en sí mismas, absolutamente.
Recapitulando un poco todo lo dicho, sobre la teoría del conocimiento en KANT, vemos que en
primer lugar tenemos las “FORMAS PURAS DE LA SENSIBILIDAD” (el espacio y el tiempo), que como
vimos antes, en realidad se encuentran dentro del propio sujeto. En segundo lugar, tenemos, también
dentro de las facultades propias del sujeto cognoscente, los llamados CONCEPTOS PUROS DEL
ENTENDIMIENTO (que son las 12 categorías del conocer), y nos permiten ordenar el material
sensible recabado por los cincos sentidos del cuerpo humano. Y por último, para razonar sobre
aspectos vinculados a lo que va más allá de nuestra experiencia, existe la RAZÓN (que trabaja con
“ideas” regulativas –que no son conceptos-, orientadoras de nuestra conducta con respecto a lo
incondicionado). Si bien las ideas de la Razón no son conocimiento en sentido estricto, a nosotros
como humanos nos resultan útiles y necesarias, ya que se refieren de forma unitaria a mi ser (el
alma), a todo lo que existe (el Universo como totalidad empírico-natural), y al punto límite -DIOS.
4) EL SISTEMA MORAL DE KANT:
Hemos llegado ahora, luego de la teoría del conocimiento de KANT, y de entender que su respuesta
a la posibilidad de constituirse una Metafísica en forma de ciencia fue ciertamente negativa (no
siendo posibles los juicios sintéticos a priori, más que en la física pura o en las matemáticas), al
importante tema kantiano del fundamento supremo de la MORAL.
Para tratar este tema nos basaremos de un modo exclusivo en el breve texto titulado
“Fundamentación de la Metafísica de las Costumbres” (1785), sin perjuicio de que KANT trató de
estos mismos asuntos filosóficos en la llamada “Crítica de la razón práctica” (1788).
Digámoslo sin más preludios: para KANT, tanto el fundamento como todo el valor moral de una
acción humana, no tienen absolutamente nada que ver con el contenido de la voluntad de un
agente (lo que éste se propone hacer con su conducta o el resultado ulterior de su comportamiento).
El único fundamento válido de la MORAL es la idea de que el sujeto quiera cumplir con el DEBER
MORAL, por reconocer el valor de este mismo deber. En este sentido, si bien KANT distingue entre
las diferentes inclinaciones humanas, como puede ser al placer, a la felicidad, inclusive el amor, el
odio, la aversión, etc., y que todas ellas pueden ser motivos -causales- del obrar, para que una acción
sea moral, debe hacer lo que el deber manda, únicamente para cumplir con el deber mismo.
Por este motivo, dada la importancia que posee para KANT el cumplimiento del deber moral, vale
recordar, no solamente la conformidad exterior de la conducta con lo que la MORAL ordena, sino
que la motivación principal y exclusiva del agente debe ser la de cumplir con este deber moral,
KANT inaugura una nueva corriente filosófica dentro del pensamiento ÉTICO-FILOSÓFICO,
denominada DEONTOLOGISMO ético (del griego deontós, deber). Esta nueva orientación ética, se
contrapone claramente a la mayor parte de todos los demás sistemas de ÉTICA (ya que casi todos
ellos son sistemas éticos teleo-lógicos, vale decir, que consideran primordialmente el objetivo o el fin
del comportamiento, o bien su resultado posterior, como el canon de valoración en la ética).
Así, por ejemplo, Aristóteles (384-322) defendía claramente una concepción teleo-lógica de la ética,
cuando porque sostenía en su obra “Ética nicomáquea” que el objetivo final de una vida humana
no puede ser otro que el de “vivir una buena vida” (eu-daimonia, traducido a veces como
“felicidad” para abreviar el concepto, pero que es una idea mucho más amplia, porque sería una
suma global y equilibrada de los diferentes placeres intelectuales y materiales, al mismo tiempo que
del cumplimiento constante de las virtudes morales (o éticas), haciendo amistades dentro de la
comunidad política, y dedicando la mayor parte posible de todo ese tiempo vital al ejercicio de la
actividad teórica o contemplativa (acerca de las verdades metafísicas o más relevantes del ser).
Jeremy BENTHAM (1748-1832), reputado como el fundador del Utilitarismo (si bien antes de él,
David HUME ya había sostenido claramente que la justicia se funda en última instancia en toda una
serie de condiciones y consideraciones acercad de la utilidad social), también defiende en su obra
“Los principios de la moral y la legislación” (1789) una ética colectiva teleológica para toda ley o
medida de gobierno que debiera tomarse: siendo esa fórmula ética la de promover o asegurar por
todos los medios posibles “la mayor felicidad para el mayor número de personas (involucradas).”
¿Cómo es que entiende KANT su idea, claramente diferente de las anteriores, acerca del valor
moral de toda acción por medio del cumplimiento del deber, y solamente por querer cumplir con el
deber mismo? ¿Por qué no le interesaba analizar cualquier otra causa personal de la conducta?
Precisamente, porque para KANT –volviendo aquí, a su importante dualismo o distinción que ya
explicamos entre el mundo fenoménico y el mundo nouménico- la LEY MORAL se le revela al
hombre racional como la única forma de actuar libremente, como una demostración de que el ser
humano habita –parcialmente, como sujeto moral- en el mundo nouménico.
Esto quiere decir, que como seres naturales estamos todos claramente sometidos a las leyes de la
naturaleza, y desde tal punto de consideración, los seres humanos se encuentran determinados,
causados y gobernados por las mismas leyes causales (de la naturaleza física). Vale decir, en cuanto
animales, y miembros del Universo empírico-natural, ninguno de nosotros puede ser libre (además de
ello, en la última parte de la Crítica de la razón pura, se demostraría como imposible determinar –
sintéticamente y a priori- si existe realmente esta libertad de la voluntad humana (porque no es
posible hacerlo en un sentido “científico”, especulativo, teórico). Y esto será siempre así, por más que
podamos demostrar que es posible “sobreponerse a las pasiones” o regularlas al estilo del modo
estoico; lo que KANT afirma es que únicamente al RECONOCER en nuestra conciencia la validez de la
LEY MORAL es que el ser humano puede actuar conforme a ella, siendo así su propio amo.
¿Cómo es que encuentra KANT esta ley moral? KANT la denomina “imperativo CATEGÓRICO”,
queriendo decir con ello que su formulación no admite ninguna clase de excepción, ni
condicionamiento de tipo empírico (por ejemplo, un mandato o imperativo que dijese “si quieres
tener buenos amigos, no debes mentir”, no se trataría en lo más mínimo de un imperativo
categórico, sino de un imperativo hipotético, más bien un mandato condicional, puesto que
supeditaría claramente la obligatoriedad de la norma de conducta, a una previa aceptación de
cierto objetivo o finalidad previa, esto es decir, que solamente “si quiero tener buenos amigos”, no
debo mentir…).
Además de ello, el imperativo categórico –como principio supremo de la moral- se trata de una ley
moral universal y necesaria, puesto que ser deriva únicamente de los principios a priori, que puede
reconocer fácilmente cualquier sujeto racional (según KANT, debería ser reconocido –como tiene un
claro fundamento de validez a priori- por cualquier ser racional de otro planeta, inclusive). Es decir,
que para conocer el imperativo –racional- moral, no debe consultarse a la “naturaleza humana”.
Este mandato debería rezar textualmente, si tenemos una clara conciencia de su carácter imperativo,
absoluto e incondicionado, del modo siguiente: “obra siempre de tal modo que la máxima que rige
tu conducta, tú quieras que se convierta, por tu propia voluntad, en una ley universal de la
naturaleza”. Con ello solamente tenemos la “forma que debe adoptar cualquier máxima moral de
una conducta” pero no hemos obtenido un contenido concreto, ni mucho menos circunstanciado,
puesto que –como es un mandato moral a priori- no puede contener nada empírico. Por este motivo,
además de ser una ética deontológica, el sistema moral de KANT también es “formalista”.
Sirve entonces esta primera formulación del imperativo categórico (que hemos sintetizado de las
dos primeras formulaciones kantianas, ya que son muy similares entre sí, de la “Fundamentación de
la Metafísica de las costumbres”) para poder enjuiciar moralmente el valor de todas las conductas.
KANT explica que todo los análisis referidos a las virtudes de la prudencia, de la inteligencia, de la
sagacidad, al buen análisis acerca de la oportunidad o acerca del momento para actuar, el influjo
de ciertas inclinaciones (sea a favor o en contra) pueden tender a movilizar la conducta del
hombre, pero no le aportan ningún valor estrictamente moral al acto de que se trate.
Solamente puede ser moral un acto cuando se cumple fielmente con el deber, y no solamente esto,
sino que cuando se lo hace solamente por respeto al deber mismo (y ello no es así si, por ejemplo,
alguien cumple con su deber solamente para aparentar su moralidad, por paradójico que ello suene).
Conectando este imperativo categórico kantiano con la idea de valor, KANT explica que las cosas
(especialmente todas aquellas que están en el comercio), tienen un valor en dinero, vale decir, un
precio. Y también existen otras cosas que, si bien no están en el comercio, tienen un valor subjetivo o
de estimación personal (por ejemplo, el valor afectivo de un cuadro familiar, o de una foto personal).
Pero dice KANT que lo que nunca puede estar en el comercio ni tendrá un precio o valor personal
estimado, es la DIGNIDAD, propia únicamente de los sujetos humanos, de las personas, quienes
deben ser considerados “siempre al mismo tiempo como fines en sí mismos”. Vale decir, que existe
una ulterior formulación del imperativo categórico kantiano (esta fórmula en realidad es la tercera
que KANT escribe, pero resulta muy diferente a las dos formulaciones anteriores), la que en
definitiva, rezaría así: “actúa de tal modo que trates siempre a la Humanidad –en ti mismo y en los
demás- siempre al mismo tiempo como un fin y nunca sólo como un medio.”
Por ello KANT hubo de escribir una obra posterior, la llamada “Crítica de la razón práctica” (1788),
donde como antes lo dijimos, desarrollaría más largamente la fundamentación –dentro de un
esquema más propio del tratado filosófico, siguiendo en lo posible el método expositivo de la “Crítica
de la razón pura”- de las ideas originales sobre el valor trascendental de la conducta moral, gracias a
las cuales –siempre según lo piensa KANT- podríamos así obtener, mediante el uso PRÁCTICO de
nuestra razón, suficientes elementos convictivos (de certeza subjetiva, aclara KANT) como para
tener la firme creencia, que no se halla fundada en ningún conocimiento metafísico cierto, acerca
de la existencia del alma humana, de su supervivencia después de la muerte, de una fuente de
justicia universal, y por ende, sobre la existencia de DIOS.
Para terminar nuestra clase acerca del pensamiento kantiano, nos quedaría por abordar su doctrina
metafísica acerca del Derecho, contenida en la primera parte de la “Metafísica de las costumbres”
(1797). Cabe decir que la misma se trató ciertamente de una de sus últimas obras, terminada
cuando ya KANT había dado su última clase en la Universidad. Se nota, en ciertos momentos o partes
de su redacción, cierta pérdida de cierta flexibilidad o de riqueza de enfoque, de las que KANT había
hecho gala en muchas otras obras suyas anteriores, incluso referidas a temas relacionados (así
incluso, se había mostrado mucho más rico en la expresión de sus ideas, en el breve texto “Respuesta
a la pregunta: ¿Qué es la Ilustración? (1784) o en su opúsculo llamado “Hacia la Paz perpetua (un
esbozo filosófico)” de 1795).
Para no hacer demasiado tediosa la última parte de la clase, nos remitimos aquí, a fin de no repetir
las doctrinas conocidas de KANT acerca de las relaciones entre el Derecho y la Moral (la distinción y
características de cada uno, con sus notas de heteronomía-autonomía, coercibilidad e
incoercibilidad, y de unilateralidad o bilateralidad subjetiva), al Capítulo 23 del Tomo II de la
“Historia de la Filosofía del Derecho” de Guido FASSO (ver págs. 265/280) que reflejan de un modo
suficientemente claro, los principales contenidos de la doctrina kantiana sobre la moral y el Derecho.
Solamente me gustaría referirme -en este último apartado de la clase- y muy brevemente, a ciertas
nociones de KANT con respecto a cómo concibe la naturaleza del Derecho público y el Contrato
Social (puesto que dentro de su esquema teórico, la Idea del contrato social originario, es una idea
regulativa absoluta de la Razón práctica, y resulta fundamental para ordenar el fin del Estado).
Para KANT, los contratantes hipotéticos originarios del pacto, previo a celebrar su contrato social, lo
que pretenden es dejar el estado de naturaleza (incivilizado, “estado de injusticia”, lo llama KANT),
puesto que en ese estado de la vida social, sus relaciones exteriores se rigen únicamente por el
Derecho natural, y por ende no hay certeza ni garantías para el respeto de los derechos privados
(precarios). Por ello es que los contratantes tienen “el deber” moral de salir de ese estado
incivilizado, para dar lugar a un cuerpo político que organice la vida en común por un régimen de
Derecho positivo, única forma de asegurar sus derechos individuales a la libertad e igualdad. KANT
entiende el Derecho positivo constituido fundamentalmente por el Derecho público, y a este lo
concibe especialmente como garantía del Derecho privado (que ya existe en el estado de naturaleza).
El Derecho natural rige las relaciones en ausencia del Derecho positivo, pero con el surgimiento del
Estado, se impone el deber para los súbditos de obedecer los mandatos (coercibles) del soberano.
Por otra parte, si bien a la MORAL le interesa primordialmente cuál es la motivación interna del
agente en el cumplimiento del deber por el valor del deber mismo, en el caso del DERECHO, lo que
se juzga es únicamente la conformidad de la conducta exterior con la ley o norma jurídica (el buen
o mal uso que haga cada uno de su propia libertad exterior en función del Derecho positivo).
Es por ello que KANT concibe al Derecho como “el conjunto de las condiciones por las cuales el
arbitrio de cada uno puede armonizar con el arbitrio de los demás, según una ley universal de
libertad. Por ende, la “ley universal del Derecho” (un equivalente del imperativo categórico para el
ámbito estrictamente jurídico) expresa de modo contundente: “obra externamente de tal modo que
el libre uso de tu arbitrio pueda armonizarse con la libertad de los demás según una ley universal.”
Distingue también KANT que el Contrato social bien puede dar lugar a que existan diferencias entre
los ciudadanos, clasificándolos por ejemplo entre ciudadanos “activos” y “pasivos”, según que ellos
tengan -o no- el derecho a votar las leyes o elegir sus representantes para el Gobierno de la
República. Aclara KANT que la “idea” de República debe ser entendida en sentido lato (como aquella
forma de gobierno que aconseja la Razón, ya que supone división del Poder en tres departamentos
de Legislación, Ejecutivo para hacer la ejecución de las leyes, y por último, el Judicial para aplicar las
leyes a los casos concretos). KANT sostiene, pues, un planteo similar al de Baruch de SPINOZA (1632-
1677) expresado en su inconcluso “Tratado político” (1677), de que solamente hay tres formas
lógicas de gobierno (autocracia, aristocracia y democracia). Así, la forma de gobierno más sencilla
es la que se corresponde con la monárquica (donde uno solo gobierna), le sigue en complejidad la
forma aristocrática (donde solamente gobiernan quienes participan de la formación de la ley), y
por último, aquella donde todos los ciudadanos eligen para ejercer el gobierno a los representantes
del pueblo). Esta última es la democracia representativa, la forma más compleja.
Por último, y para terminar, resaltemos otro muy importante tema que se encuentra desarrollado
en la Doctrina del Derecho de KANT, pero no está mencionado especialmente por el texto de Guido
FASSÒ, como es la teoría la pena en el sistema del Derecho kantiano, que tradicionalmente ha sido
interpretada como una TEORÍA ABSOLUTA –retributiva o pura- acerca de los fines de la pena.
Lo cierto es que para KANT el crimen (un delito penal) hace indigno a quien la comete de gozar del
derecho de ciudadanía (habría que entender que solamente en sentido activo, es decir, para ser
parte del cuerpo electoral, porque de lo contrario ya no estaría sujeto a la ley del soberano). Por
ende, KANT propone una sanción penal estrictamente rigurosa, señalando como ideal de la pena la
más exacta correspondencia posible entre la gravedad de la pena y la gravedad del delito o crimen.
Es aquel principio que se conoce tradicionalmente como “la ley del Talión”, ejemplificada con el
aforismo del “ojo por ojo, diente por diente”, respetándose así -a su entender- la más estricta
proporcionalidad e igualdad en la aplicación de las penas a los delincuentes. Por ejemplo, KANT
defiende tanto para el delito de homicidio como para el de rebelión o traición al soberano, que la
única pena proporcional y justa resulta ser la pena de muerte (pena capital).
Luego, en el caso de otros delitos menores, como pudieran ser los que afectan a la propiedad (robos,
hurtos, estafas patrimoniales, etc.) resultaría justo para el Estado no tener que mantener
gratuitamente a los delincuentes que fueron privados de su libertad, autorizándoselo pues, para que
se valga de la fuerza de los condenados en trabajos de utilidad pública. Asimismo, KANT llega a decir:
“…Hay más, es que, si la sociedad civil llegase a disolverse por el consentimiento de todos sus
miembros, como si, por ejemplo, un pueblo que habitase una isla se decidiese a abandonarla y a
dispersarse; el último asesino detenido en una prisión debería ser muerto antes de esta disolución,
a fin de que cada uno sufriese la pena de su crimen, y que el crimen de homicidio no recayese sobre
el pueblo que descuidase el imponer este castigo; porque entonces podría ser considerado como
cómplice de esta violación pública de la justicia…”
De hecho KANT se refiere al principio de humanidad de las penas, defendido por Cesare BECCARIA
(1738-1794), que considera inadmisible la pena de muerte para cualquier clase de delito, y expresa lo
siguiente: “…El marqués de Beccaria, por un sentimiento de humanidad mal entendido
(compassibilitas), ha pensado, contrariamente a esta opinión, que toda pena de muerte es injusta
por la razón de que no puede, según él, estar comprendida en el contrato civil primitivo; y esto,
porque hubiera sido preciso que cada uno hubiese consentido en perder la vida, si por acaso llegase a
matar a algún ciudadano. Ahora bien, dice, este consentimiento es imposible, atendiendo a que
nadie puede disponer de su propia vida. Todo esto no es más que sofisma y falsa concepción del
derecho. Nadie es castigado por haber querido la pena, sino por haber querido la acción punible…”
Parece ser entonces, que KANT rechaza cualquier forma del castigo penal que no responda
directamente a la más estricta proporción entre la gravedad de la ofensa y la sanción aplicable.
Solamente admite –como excepción- que se pronuncie el soberano (mediante decreto de majestad,
nunca por ley), ordenando al juez de la sentencia condenatoria que se aplique una pena distinta, por
razones sumamente extraordinarias (lo que se conoce como indulto o conmutación de penas).
Sin perjuicio de todo lo hasta aquí dicho, también sería justo reconocer que –pesa a la aparente
dureza de KANT sobre el importante punto del castigo estatal, derivada de su concepción sistemática
sobre la naturaleza del Derecho público como garante de la vida en sociedad (necesario para evitar el
estado de anarquía o guerra permanente del estado de naturaleza)- cuando se estudia muy
detenidamente su doctrina sobre la imputación jurídica de una conducta a una persona, resulta
posible hacer cierto lugar, juntamente con el fin retributivo de la pena, a los fines preventivos
generales que colectivamente se podrían deducir de semejante rigidez en la aplicación de la
sanción estatal para las violaciones más graves del Contrato social originario. De tal modo que los
demás miembros que no han violado aún el contrato, entiendan que de cometer violaciones a la ley
penal, ello supondrá una reacción justa pero inflexible del poder punitivo, proporcional a la ofensa.
Para poder abordar correctamente un pensamiento tan difícil o complejo como el de KANT, se
recomienda realizar una lectura detenida del Capítulo X del libro de Adolfo CARPIO: “Principios de
filosofía”, únicamente de las Secciones Primera y Segunda (la Primera Sección del capítulo explica la
compleja epistemología o teoría del conocimiento kantiana. La segunda sección del mismo contiene
un resumen de los fundamentos de la moral en Kant).
Para poder estudiar luego de ello el pensamiento kantiano en sus aportes a la Filosofía del Derecho,
se sugiere al/a alumno/a consultar el Capítulo 23 del Tomo II de la “Historia de la Filosofía del
Derecho” de Guido FASSO (págs. 265/280) donde se señalan, de modo esquemático, los principales
contenidos de la doctrina kantiana sobre la moral y el Derecho. Pero este capítulo solamente debería
ser leído luego de entenderse el capítulo X del libro de CARPIO, una buena introducción a la
“Epistemología y moral” de KANT, que resultan necesarias para poder entender su pensamiento
estrictamente jurídico-político.
El Estado burgués se implanta del todo a finales del siglo XVIII, tras la Revolución francesa,
coincidiendo con el momento más pujante del capitalismo como forma económica. La Revolución
Industrial, en el plano económico, la consolidación de los Estados Nacionales, en el político, las
corrientes científicas, los descubrimientos de la medicina, las nuevas corrientes artísticas y
literarias, reflejan la vastedad y la complejidad del siglo.
Tanto las corrientes de pensamiento como los movimientos artísticos y literarios reflejan el triunfo
de la Burguesía del XIX. El asentamiento burgués en lo político-económico repercutió en el plano
intelectual.
El ideal burgués se debatía entre dos polos: libertad y orden. Libertad para organizar la vida
económica y política que favoreciera sus negocios. Orden para defender la propiedad privada y
evitar los conflictos sociales.
La biología fue el lazo entre las ciencias de la naturaleza y las ciencias del hombre. Se replantean
los métodos y los campos de estudio, se crean nuevas disciplinas (como la antropología y la
sociología) que intentarán establecer leyes generales que expliquen el comportamiento humano,
la cultura y la sociedad. El triunfo de la ciencia debía ser el fin de las supersticiones.
∙ Generalización de los hechos a través de un proceso inductivo que posibilita el tránsito del
conocimiento de lo particular a lo universal, mediante la formulación de leyes
comprehensivas y descriptivas de todos los hechos posibles que pudieran presentarse al
observador. Estas leyes describen los hechos estableciendo un vínculo de causalidad
necesaria entre la causa y el efecto, y se expresan en una fórmula matemática que permite
la cuantificación, para su posterior medición, del hecho que se describe.
Con esta metodología se pretenden describir objetivamente los hechos, desechando cualquier
subjetividad, esto es, cualquier interferencia en el proceso de conocimiento por parte del sujeto
observador, el cual cumple, a la vez, una función pasiva (como receptor de lo dado
empíricamente) y activa (como impulsor del proceso cognoscitivo científico).
El problema es que tal esquema funciona en el ámbito de las leyes de la naturaleza, pero resulta
muy cuestionable en el campo de las llamadas "ciencias humanas o culturales".
Esta mirada que Europa dirigía al resto del mundo, en un intento de reconstruir la historia de la
humanidad, simplificó la diversidad cultural y social a favor de una ley general y evolución y
organización socio-cultural.
Fue Auguste Comte quien sistematizó y desarrolló las ideas de Saint-Simon. Consideraba que las
nociones de Orden y de Progreso no eran irreconciliables. El principio del orden era un legado
conservador, en cuanto al principio del progreso, se había originado en las críticas de la Reforma y
el Iluminismo. Para Comte la crisis social era producto de la coexistencia de las dos doctrinas
antagónicas (la teología y la metafísica). No es posible el orden hasta que ambas no sean
superadas por la etapa positiva, que será más orgánica que la teológica y más progresista que la
metafísica.
El papel de la ciencia es subordinar la razón a los hechos y el método científico exige el estudio de
la sociedad como un todo, y no separada en sus componentes. El pensamiento comtiano insiste en
la defensa del orden político y social, más que en el desarrollo de la noción de progreso.
La corriente positivista tuvo otro gran exponente: Durkheim. Padre de la sociología moderna,
analizó las relaciones entre el individuo y la sociedad, acercándose a las ciencias naturales en su
afán de lograr objetividad y rigurosidad. Sostenía que los métodos adecuados a la ciencia natural
pueden también ser adecuados a la ciencia social.
Concuerda con Comte en la construcción de una filosofía positiva para contrarrestar la filosofía
crítico-negativa de los socialistas. Para Durkheim el sistema moral debía unir en un oren solidario a
las clases, los estratos y los grupos ocupacionales, y esta moralidad sería secular. La premisa de la
cual parte para analizar la sociedad se remite a la idea de que la sociedad no es un simple
agregado de individuos, sino una máquina organizada cuyas partes se interrelacionan cumpliendo
una función determinada.
Para superar el descontento y las crisis sociales debían superarse los antagonismos. Las viejas
normas e instituciones contribuían a la desintegración, por cual debía elaborarse una nueva ley y
una nueva moral que integrase a la sociedad orgánicamente. Señalaba que la sociedad es más que
la suma de las partes.
La primera regla del método social es tratar los hechos sociales como cosas. La influencia de
Darwin es indudable. Todas estas concepciones, tanto las románticas como las positivistas,
tuvieron como eje la noción del progreso clásica del siglo XIX.
La idea de Progreso
Fue Saint-Simon el pionero de la idea en los términos en que la concibió el siglo XIX. Esta noción
no supone solamente mejora material y bienestar social, sino que implica también el desarrollo de
la vida individual, de las facultades propias de cada hombre, de los sentimientos y de las ideas.
A mediados del XIX ya no se discutía la posibilidad de progresar, ni que la civilización era el grado
máximo de progreso que se había logrado hasta el momento. No había acuerdo sobre la cuestión
del progreso continuo por un lado, e indefinido por el otro.
Los pensadores que creían que la meta final era conocida, sostenían la idea de progreso continuo;
y quienes apoyaban la hipótesis de que la meta era desconocida y el desarrollo sin fin, hablaban de
progreso indefinido.
A mediada que la ciencia contribuyó a mejorar el progreso material sin detenerse, la creencia en el
progreso se generalizó. La relación entre progreso científico, progreso material y progreso de la
civilización, constituye la base por la cual la noción de progreso se asocia vulgarmente a la técnica.
Esta ilusión de que el avance científico implica avance material y social contribuyó a consolidar la
idea de progreso indefinido.
El problema central de los pensadores del XIX fue que hasta el XVII la idea de progreso no había
sido examinada a fondo sino que se la daba por sentada. El afán de encontrar las leyes que rigen la
naturaleza humana los llevó a suponer e investigar que la existencia de una ley del progreso debía
existir.
Esto desembocó en Spencer, quien intentó, desde la teoría evolucionista de Darwin en el plano
biológico, establecer la ley general del progreso humano a partir de las leyes biológicas de la
selección natural, la supervivencia del más apto, y de la cultura como producto de la herencia
biológica. La civilización representa las adaptaciones que ya se han llevado a cabo y el progreso es
la serie de pasos sucesivos en ese proceso. El progreso no es un accidente, sino una necesidad. El
progreso humano es una secuela del movimiento cósmico general, del cual los sujetos sólo forman
parte del camino predeterminado.
Las consecuencias político-ideológicas de esta teoría son bien conocidas. Los pueblos considerados
inferiores lo son por ley natural y no hay cambio histórico posible. Hay un solo paso de allí al
racismo como doctrina pseudo científica.
La paradoja de Spencer se sintetiza al señalar que las virtudes que él señalaba como indicadores
del progreso de una generación a otra, constituyen procesos de adquisición cultural en distintos
contextos históricos. La diversidad cultural no está atrapada en una serie de genes hereditarios y
prefijados en el sistema nervioso sino que el por el contrario refleja la capacidad humana de
aprender y de transmitir experiencias distintas en situaciones distintas.
Todas estas concepciones tuvieron como consecuencia que hacia 1870 y 1880 la idea de progreso
se convirtiera en un artículo de fe para la humanidad, con lo cual perdió gran parte de su validez
científica. Esta idea refleja también el triunfo de la sociedad burguesa europea, dueña del mundo y
autora de las leyes sociales que quedaron así legitimadas como naturales, con su atroz
consecuencia para las clases oprimidas y para los pueblos no europeos.
La ilusión del progreso es característica del capitalismo industrial, que expone el progreso de una
cultura y de una clase social como si fuera el progreso de la humanidad entera. Homogeneización
que es consecuencia de la expansión planetaria de Europa.
Positivismo Jurídicoii
En el ámbito de lo jurídico este modelo general positivista dominó durante más de un siglo; se
tradujo en una determinada concepción epistemológica sobre la "ciencia" jurídica que conllevaba
el rechazo y abandono de toda discusión sobre un supuesto derecho natural, y dedicaba su
atención al derecho positivo vigente y al derecho comparado: estos eran, para los positivistas, los
hechos. Las nuevas demandas sociales exigían un mayor número de cambios jurídicos para
atenderlas: la mutabilidad del derecho se convirtió en una regla y una exigencia general frente a la
mentalidad iusnaturalista anterior que veía en éste un producto estable e inmutable. La burguesía,
clase social muy consolidada y temerosa de la tradición anterior, forjó una mentalidad que
concedía prioridad a lo singular y concreto, a lo presente e inmediato, para legitimar sus
posiciones de poder.
Las primeras expresiones del positivismo jurídico fueron la Escuela de la Exégesis en Francia, cuyo
objeto de estudio era el Code Napoléon, la Escuela Histórica alemana, que explicaba el derecho
como una manifestación peculiar de cada pueblo, de su espíritu, y
la Jurisprudencia analítica británica, cuyo objeto de estudio eran los mandatos del soberano
expresados en el derecho positivo vigente. Todos ellos abandonaron la preocupación por un
supuesto derecho natural supra-positivo para centrar sus esfuerzos en conocer y estudiar el
derecho positivo vigente de cada Estado, con el fin de construir sobre él una auténtica "ciencia del
derecho".
El rasgo fundamental del positivismo desde un punto de vista epistemológico es su monismo. Se
afirma la sola existencia de un derecho: el positivo, negando cualquier fundamentación del mismo
desde un supuesto ordenamiento superior a él (el derecho natural).
Desde esta base general, el positivismo jurídico tomó diversas direcciones (normativismo,
legalismo, sociologismo, etc.); en todo caso, todas ellas pueden ser explicadas desde criterios
comunes. En este punto, nos centraremos en la dirección históricamente predominante: el
normativismo, esto es, la reducción positivista de lo jurídico a las normas positivas, al
ordenamiento jurídico. En este sentido, las características del positivismo serían las siguientes:
∙ Se considera a la coacción el elemento esencial del derecho.
∙ La ley es la expresión más acabada de lo jurídico, pues constituye la emanación de la
voluntad general.
∙ La imperatividad es la característica esencial del derecho, que legitima el uso de la coacción si
se vulnera.
∙ Se considera al derecho como una construcción coherente, sin antinomias normativas.
∙ El derecho se entiende como una construcción completa, carente de lagunas normativas:
es lo que se ha dado en llamar "plenitud del ordenamiento jurídico".
∙ La aplicación del derecho se basa en un procedimiento lógico-silogístico mecánico, donde
el operador jurídico no es más que la boca de la ley, lo que supuestamente elimina
cualquier atisbo de subjetividad en los procesos de aplicación e interpretación de las
normas.
Estas características tienen detrás una ideología, tendente a asegurar una determinada
concepción de la certeza y la seguridad jurídicas. En la época del positivismo normativista, la del
pensamiento liberal, se trataba ante todo de favorecer los intereses de la clase burguesa mediante
la garantía de la máxima seguridad y previsibilidad de las relaciones comerciales, lo que suponía
reducidos márgenes para la interpretación.
Como ideología que explica el derecho en términos cientificistas, puede presentarse en dos
versiones:
1. En una versión extrema, afirma el deber absoluto del súbdito (ya no ciudadano) de
obediencia a la ley en cuanto tal, por el hecho de ser formalmente válida. Es lo que Bobbio
ha denominado "reductio ad Hitlerum" del positivismo jurídico, a propósito de los
regímenes nazi-fascistas del siglo pasado, postulado propio de
los Estados totalitarios. Aquí el derecho positivo se contempla como valor en sí, y su
obediencia incondicionada por parte del destinatario de la norma es la más pura
realización de ese deber.
2. En una versión moderada, se sigue afirmando el deber de obediencia a la ley en tanto que
válida, pero la validez de la ley no es ya el único fundamento para su obediencia, sino que
constituye un mero instrumento para alcanzar determinados resultados. En concreto, se
concibe a la ley como el medio más adecuado para realizar un determinado orden basado
en la igualdad, la certeza y previsibilidad, etc.; en suma, como un instrumento para lograr
la realización de un objetivo (concepción instrumental del derecho). Es la versión
imperante en los positivismos propios de los Estados liberal-democráticos.
El modelo metodológico del positivismo jurídico comenzó a gestarse a comienzos del XIX, a raíz de
una cuestión fundamental que adquirió un papel central en el ámbito de la filosofía política y
jurídica de entonces: ¿qué gobierno es mejor, el de las leyes o el de los hombres?, se impuso la
primera opción; ello exigía objetivar, acabar con la dispersión normativa dictando leyes uniformes
para todos los ciudadanos, así como fijar criterios que hicieran previsible la decisión.
En este contexto, y bajo el dominio del liberalismo, apareció un modelo político-jurídico que
intentaba dar respuesta práctica a la cuestión anterior: .. El legislador pasó a ser el depositario de
la soberanía; un depositario vinculado por las formas pero no por los contenidos y los fines, en la
medida en que éstos no podían ser sino los que manifestaban la voluntad general emanada del
parlamento. Se trataba del Estado de derecho en sentido legal, ya que el poder debía ejercerse en
la forma privilegiada de la ley parlamentaria. En este modelo, es bueno lo que está en la ley,
porque ésta es la expresión de la voluntad general.
La democracia se correspondía, pues, con la voluntad de la mayoría, y el derecho con la
superioridad de la ley en tanto que ley ordinaria, como expresión de esa voluntad mayoritaria. La
Constitución, en este sistema, vinculaba tan solo en lo relativo al quién y al cómo de las decisiones
(pero no al qué, a su contenido), y constituía, así, poco menos que una declaración de buenas
intenciones que actuaba como mera limitación abstracta de la soberanía, del poder. Carecía de
fuerza y de aplicación normativa directa, y no era sino un mero marco que delimitaba los poderes
del Estado y su organización. Por lo tanto, desde el punto de vista de la jerarquía normativa no
cabía distinguir entre Constitución y ley: no existían diferencias entre poder constituyente y
legislativo porque ambos eran expresiones del mismo y único poder soberano. Tampoco la
Constitución se hallaba cualificada por un procedimiento especial de reforma ni su protección
jurisdiccional era superior, al no existir una jurisdicción constitucional (sus primeras formas no
llegaron hasta los años veinte del siglo pasado y no consiguieron cuajar en modelos eficaces hasta
finales de los cuarenta).
Este modelo político-jurídico llegó a imponerse a lo largo del XIX por diversos motivos políticos,
económicos y sociales. Durante esta época el cuerpo social era relativamente simple: dominaba
una clase social (la burguesía), el sufragio era todavía censitario y las clases desfavorecidas no
tenían prácticamente ninguna capacidad de influencia en la conformación de la voluntad general
representada por el parlamento. El Estado poseía aún un tamaño relativamente reducido, puesto
que su dimensión prestacional era insignificante, y el derecho administrativo no había alcanzado
todavía su gran desarrollo posterior. Hasta finales del siglo, con los movimientos obreros, no
comenzó a cambiar este panorama.
Así, los problemas y las necesidades jurídicas de la burguesía eran fáciles de satisfacer con el
instrumento jurídico de la ley, el preferido del positivismo, que regulaba los marcos jurídicos
básicos mediante los códigos civiles y penales, y las respectivas leyes procesales de
enjuiciamiento.
En este panorama, el positivismo jurídico se caracteriza genéricamente por ver en la certeza del
derecho, el fin supremo de lo jurídico.
3. La dogmática jurídica
La dogmática jurídica no fue la única dirección que adoptó el iuspositivismo, ya que también
surgió una tendencia que dio lugar a otra destacada ciencia positivista sobre el derecho a finales
del siglo XIX: la sociología jurídica.
El iuspositivismo sociológico parte del presupuesto fundamental de que los hechos que el
científico del derecho debe conocer y explicar, son los hechos sociales en que consisten esas
normas, o que están detrás de ellas, y no las normas jurídicas positivas, como en el caso del
iuspositivismo normativista.
En este sentido el sociologismo ha de entenderse como una reducción de tipo ontológico de lo
jurídico que privilegia ante todo la consideración del derecho como hecho social, como un factum
más que se da en la vida social, frente a la reducción de tipo epistemológico del discurso sobre lo
que se entiende por derecho, reducción que otorga primacía a la consideración del derecho como
norma positiva, propia del positivismo jurídico normativo. Como se ve, se trata de otra dirección
dentro del marco general del iuspositivismo.
Resultado de esta tendencia es la sociología del derecho, la disciplina que es al iuspositivismo
sociologista lo que la dogmática jurídica es al iuspositivismo normativista: el modelo por
excelencia de "ciencia" jurídica. Esta nueva "ciencia" jurídica en el ámbito del positivismo jurídico
responde a los mismos impulsos y pretende realizar los mismos objetivos que la dogmática
jurídica, pero, al partir de unos presupuestos metodológicos distintos, los procedimientos, los
objetivos y los resultados son también diferentes. Así por ejemplo, la sociología jurídica adquiere
sus fundamentos de esa disciplina general que es la sociología, y en consecuencia constituye una
aplicación de ésta y de sus métodos al ámbito del estudio de lo jurídico en relación con lo social,
planteándose temas como la delimitación del fenómeno jurídico en la vida social, la incidencia de
aquél en la configuración general de ésta, o en particular de una determinada sociedad, la
incidencia de las normas jurídicas positivas en la sociedad, etc.
La Revolucion Francesa
Comenzaremos con los primeros puntos de la última unidad de la primera parte del
programa, que históricamente podemos ubicar en Europa a fines del siglo XVIII y en el siglo
XIX. La bibliografía consiste en los capítulos 1 y 3 del tercer tomo de la Historia de la Filosofía
del Derecho de Fasso, dedicados a la codificación y a la escuela histórica, así como los dos
primeros puntos del trabajo de Douglas Price, también referidos a los mismos temas. Se trata
de una parte del libro La decisión judicial escrito por este autor, actual profesor de Teoría del
Derecho en la Universidad Nacional del Comahue.
Estas ideas que sostenían que todo el Estado debía reconstruirse racionalmente
encontraron su posibilidad de realización al producirse una crisis económica importante en
Francia, crisis que el rey pretendió sortear llamando a elección de los “Estados Generales”, un
órgano consultivo constituido por representantes de la Iglesia, de la nobleza y de lo que se
denominaba el tercer estado o estado llano (la burguesía, o sea la gente de los burgos, las
ciudades). Estos representantes fueron llamados para que aprobaran los impuestos que el rey
quería imponer como salida a la crisis económica. Hacía más de 170 años que no se reunían
los Estados Generales, lo que da una idea de la profundidad de la crisis y lo importante de su
convocatoria. De todos modos no debe pensarse que en la convocatoria había alguna
apertura democrática, como diríamos hoy.
Los representantes no votaban en un solo cuerpo (como en cambio sucede ahora en los
parlamentos) sino que lo hacían dentro de su propio Estado, y luego se tomaba la opinión de
cada uno de los tres Estados para formar mayoría, con lo que siempre imponían su decisión
los estamentos minoritarios pero más poderosos (nobleza y clero).
Sin embargo los acontecimientos no salieron del modo previsto por los gobernantes.
Las nuevas ideas se habían difundido tanto que una parte del clero y de la nobleza también
participaban de la aspiración de crear un “Estado racional”. La elección de representantes
provocó entonces un clima de agitación política en un ambiente social ya convulsionado por la
crisis económica y cuando se reunieron los Estados Generales el clero y la nobleza querían
sesionar por separado pero el Tercer Estado logró que votara en un cuerpo único y que aquel
órgano originariamente consultivo se transformara en “Asamblea Nacional”, asumiendo la
representación de la voluntad general y tomando los pasos iniciales para democratizar el país
y el Estado (Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, abolición de los privilegios
feudales, régimen constitucional).
En las decisiones que convirtieron a los Estados Generales en una Asamblea las
expresiones más democráticas de la teoría del contrato social jugaron un rol decisivo. Los
Estados Generales que agrupaban a las personas según sus pertenencias sociales (nobleza,
clero y tercer estado), respondían a una idea medieval de organización política según la cual
estas comunidades eran consideradas “cuerpos intermedios” coordinados por el rey. Sin
embargo con la constitución del Estado absoluto habían perdido toda función y desde 1614 no
se reunían. Luis XVI los convocó en 1789 por una situación de debilidad y crisis políticas
porque aquellos aún mantenían cierta legitimidad para autorizar mayores impuestos a la
monarquía, pero ya eran una sobrevivencia propia de reinos medievales pre-estatales.
Comencemos con la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, votada
por la Asamblea en uno de sus primeros actos, en agosto de 1789. Se trata de la primera
positivización o formulación en términos de derecho legislado, de las propuestas del
iusnaturalismo racionalista surgido como vimos en la unidad anterior al amparo de las
teorías del contrato social.
La codificación
También fueron resultado del racionalismo jurídico las constituciones escritas. Así
como hay códigos que reúnen en una sola ley toda un área completa del derecho, una
constitución es un texto único que regula la organización del Estado y los derechos de los
ciudadanos.
Otra consecuencia, que llevó más tiempo en hacerse efectiva por las mayores
resistencias que generaba, era la democracia. Como el Estado provenía de un contrato social
entre iguales, por ende los gobernantes tenían que ser determinados por los miembros de ese
contrato. La idea actual de que el gobierno debía surgir del voto individual universal provino
así de la racionalidad moderna.
Pero la Revolución Francesa, al mismo tiempo que llevó las ideas del racionalismo al
poder, fue también la expresión de un movimiento popular colectivo que creó una fuerte
solidaridad “nacional” y que excedía en mucho al individualismo racionalista.
Hay una frase del fallecido escritor argentino Jorge Luis Borges, que no era un
demócrata porque no le gustaban los resultados de la democracia. Borges había dicho: “cómo
voy a dar la vida por las formas republicanas de gobierno, sería como batirme a duelo en
defensa del sistema métrico decimal”. Con este humor de genio daba a entender que nadie
da la vida por la racionalidad. La razón puede ser correcta pero no entusiasma. Es un buen
método pero no genera pasiones colectivas. Y la Revolución Francesa no sólo había traído a
los pensadores de la razón sino que además había puesto de pie al pueblo, a los “enfants de
la patrie” (los “hijos de la patria”, como dice el himno revolucionario La Marsellesa). Fue un
enorme movimiento popular que no se explicaba sólo por la adhesión a las ideas
racionalistas.
Los pueblos actúan con una racionalidad colectiva, esto quiere decir que actúan con un
sentido de pertenencia, con un sentido de identidad común. El sentimiento popular de lealtad,
de solidaridad con el rey, antiguamente tenía un fundamento religioso. Pero cuando el
monarca ya no se basó en ella y el gobierno pasó a legitimarse exclusivamente en la razón,
este nuevo fundamento no podía generar la pasión y lealtad que se vieron en las guerras
revolucionarias.
Eric Hobsbawm, uno de los historiadores europeos más importantes del siglo XX llamó
a este proceso “la construcción de naciones”. Las políticas de los estados se orientaron a
construir culturas nacionales a través del servicio militar, de la educación obligatoria y
uniforme, de los símbolos nacionales, de la imposición de un solo idioma, de la difusión de
una música, literatura y arte propios. Es decir, a crear una identidad cultural homogénea que
sostuviera la lealtad al estado.
El mismo papel que había cumplido la religión algunos siglos atrás, asegurando la
fidelidad al Estado mediante un sentimiento popular, ahora lo cumplía “la nación”.
Alemania fue una de las regiones en donde este movimiento de la nacionalidad tuvo
mucha fuerza, porque carecía de un Estado unificado. La existente Confederación Germánica
no podía cumplir ese rol porque estaba integrada por numerosos pequeños reinos
independientes, algunos estados modernos (como Prusia) y un Imperio multinacional como
Austria. Pero había una aspiración, creada desde las universidades de clase media, de
constituir un “Estado nacional” alemán, dejando atrás la fragmentación en múltiples
principados pequeños que hablaban un idioma bastante parecido y cuyas clases medias
consideraban que tenían una historia y un futuro comunes.
Gran parte de la filosofía del derecho alemana del siglo XIX, sobre todo a partir de
Savigny (1779-1861), que era un jurista y un teórico del derecho, se basó en esta idea de la
nación y en el propósito de conformar un nuevo Estado nacional de toda Alemania.
Savigny sostenía que el derecho no estaba en los códigos sino en el “espíritu del
pueblo”. El derecho surgía de la nación y se expresaba a través de la doctrina, de su
jurisprudencia, del derecho que se enseñaba en las universidades. Vemos así cómo este
movimiento de la “escuela histórica del derecho”, que a veces se menciona al margen de las
condiciones históricas de su producción, entronca con el objetivo de construcción de las
naciones y de los estados nacionales.
Entre las escuelas de interpretación jurídica del siglo XIX que se suelen estudiar,
además de la escuela histórica está la escuela de la exegesis. Cuando nosotros estudiamos
metodología del derecho como si la escuela histórica se opusiera a la escuela de la exegesis
por diferencias de opinión, en gran parte estamos quitando el contexto histórico de esta
controversia, lo que hace difícil su comprensión.
Epilogo
Hay una expresión de algunos teóricos de derecho constitucional de esa época: “¿Qué
es el Estado? El Estado es la nación jurídicamente organizada”. Para esta concepción existía
una nacionalidad previa, un sustrato de cultura y comunidad, y el
Estado vino después para organizarla jurídicamente. Con lo cual se invertía la realidad porque
lo cierto es que primero existieron Estados y fueron estos o las propuestas de independencia,
que constituyeron las nacionalidades como proyectos políticos.
Esta finalidad unificadora subsistió hasta las últimas décadas del siglo XX. Hoy el
derecho va encontrando otro tipo de justificación en los derechos de las personas, tanto
individuales como colectivos. Y el Estado se justifica no como ya expresión de la nación sino
como protector de esos derechos.
Gran parte del derecho moderno se cierra con esta idea del Estado nacional. Un derecho, un
Estado, un sistema legal único. Y lo vamos a ver con el positivismo cuando estudiemos las
características formales del sistema jurídico en general, que son la unidad, la coherencia, la
jerarquía y la plenitud. Para Kelsen formalmente el derecho es la estructura del Estado. Pero
se trata de un Estado que desde el punto de vista sociológico se ve a sí mismo como
expresión de la nación.
……………………………………………………………………………………………………………
En la segunda parte del siglo XIX Europa y Estados Unidos adoptaron como sentido común
la fe en la ciencia y en el progreso indefinido, así como la superioridad de sus sociedades. Las
élites gobernantes de América Latina, que miraban al viejo continente como el modelo a seguir de
modo de insertarse en lo que consideraban (como muchos todavía lo hacen hoy) “el mundo”,
incorporaron también de modo entusiasta esa misma fe, que además les permitía presentarse
internamente como los abanderados de la civilización contra la barbarie (término en el que
agrupaban a las clases populares, negras y mestizas, así como a los pueblos indígenas),
reforzando su posición social y política hegemónica.
La creciente unificación de las ciencias naturales con la técnica aplicada había permitido la
utilización de la máquina de vapor en el transporte ferroviario y naval; empleado la química en la
producción de fertilizantes, tinturas, productos farmacéuticos y explosivos; extendido el alumbrado
público y la distribución de electricidad y construido las grandes obras urbanas de provisión de
agua potable y de cloacas, entre otros muchas otras innovaciones que modificaron y mejoraron la
vida cotidiana. Para quienes podían disfrutar de estos logros, en unas pocas décadas el mundo
que estaba al alcance de la mano se había transformado completamente debido a los
conocimientos cientíricos.
De ahí que no hubiera área de estudios que no buscara para sí el título de “ciencia” como
legitimador de su actividad. En palabras del historiador contemporáneo Eric Hobsbawm, “La
sociedad burguesa del tercer cuarto del siglo XIX estuvo segura de sí misma y orgullosa de sus
logros. En ningún campo del esfuerzo humano se dio esto con mayor intensidad que en el avance
del conocimiento, en la ‘ciencia’. Los hombres cultos del período no estaban simplemente
orgullosos de su ciencia, sino preparados a subordinarle todas las demás formas de actividad
intelectual”.
Las primeras dos partes del capítulo “Ciencia, Religión e ideología”, correspondientes al
libro La era del capital, de este autor, describen el contexto histórico de ese ambiente de
confianza en el avance indefinido de la ciencia y en el progreso de la civilización capitalista.
Expone también cómo esta misma imagen del conocimiento desarrolló los sentimientos de
superioridad racial legitimadores de la dominación colonial por medio de la expansión técnica. Es
la época del nacimiento de la antropología como ciencia de
estudio de las culturas llamadas primitivas, con el fin de conocerlas para gobernarlas, del mismo
modo que la ciencia natural había permitido el dominio de la naturaleza.
La filosofía positivista, que como vimos limita todo conocimiento al adquirido mediante el
método científico, fue acoplada fácilmenta a este clima de pensamiento ya que constituía su mejor
expresión. Expuesta en la obra del francés Augusto Comte (1791-1857), Curso de filosofía
positiva, editada en seis volúmenes entre 1830 y 1842, trajo como consecuencia el abandono o el
desprecio de las preocupaciones filosóficas tradicionales y la ampliación a los estudios sociales de
los mismos métodos de adquisición de conocimiento que tan excelentes resultados habían
obtenido en las ciencias de la naturaleza.
Lo positivo es lo cierto, lo efectivo, lo verdadero, o sea aquello que puede ser objeto de
conocimiento científico. Así se establecieron la sociología (término inventado por Comte) para el
estudio de los hechos sociales “como cosas”, según la analogía del francés Émile Durkheim
(1858-1917), autor de Las reglas del método sociológico; la economía positiva, mediante el
encuadre de los hechos económicos en leyes matemáticas al modo de la física de Newton; y
también la ciencia del derecho, que dejaba atrás las especulaciones filosóficas iusnaturalistas y se
limitaba al conocimiento de las normas del Estado, mucho antes de que esta concepción recibiera
el nombre de positivismo jurídico. El detalle de las ideas de estos procesos se encuentra en los
capítulos 9 y 10 del tercer tomo del manual de Fasso.
Es en este contexto que tiene lugar la elaboración teórica del positivismo jurídico por parte
de Hans Kelsen.
Hans Kelsen (1881-1973) fue el principal filósofo jurídico del siglo XX dentro de la tradición
jurídica de Europa continental. En ella la filosofía del derecho del siglo XX tuvo siempre a Kelsen
como punto de partida. Las posturas podrían ser a favor de Kelsen, contra Kelsen, corrigiendo a
Kelsen o superando a Kelsen, pero necesariamente había que remitirse a su pensamiento de un
modo que se consideraba imposible hacer filosofía del derecho ignorándolo.
Kelsen ya en los primeros años del siglo XX, siendo profesor en Viena, escribió su
programa sobre lo que debían ser los estudios científicos del derecho. De acuerdo a él el objeto
de la ciencia jurídica era el sistema de normas positivas, es decir, establecidas por el Estado. No
era política, no era moral, no era derecho natural, era sólo el derecho sancionado por el Estado.
Esto era algo que ya se hacía en la práctica y teoría jurídicas del siglo XIX, que fue el siglo
de la codificación. Los juristas europeos durante todo ese perído se dedicaron al estudio derecho
como ciencia, es decir al análisis de los textos y sistemas legales, entendiendo que el derecho
sólo consistía en eso. Pero no lo sistematizaron a nivel filosófico.
Kelsen vino a resumir teóricamente todo ese siglo de prácticas de derecho científico
vinculando a la filosofía del derecho con la filosofía general predominante en la segunda mitad del
siglo XIX, que era el positivismo. El positivismo, como vimos, sostenía que sólo el conocimiento
científico –con el modelo de la ciencia natural- era verdadero conocimiento. Y para lograrlo había
que desechar todas las cuestiones metafísicas y valorativas que podrían contaminar al
pensamiento ya que estas contenían afirmaciones subjetivas que no podían probarse
científicamente.
En el plano de la filosofía del derecho, uniendo estas dos vertientes (la práctica y teoría
jurídicas del momento y la filosofía general positivista), Kelsen propuso concluir con las
discusiones que en su opinión resultaban carentes de sentido: científicamente no podía hablarse
de ningún derecho natural, el único derecho existente era el derecho de los estados. El derecho
era como la forma permanente del Estado ya que este imponía diariamente su poder decisorio a
través del orden legal y no había ningún derecho por encima del que el Estado había adoptado
para su propio funcionamiento.
Provocando a los iusnaturalistas Kelsen decía que aun el derecho de los estados
despóticos era derecho. No es que aprobara que hubiera dictaduras, es más, él sufrió la
persecución y el exilio, porque se fue de Alemania cuando asumieron los nazis. Obviamente él,
como ciudadano, no estaba a favor de ese tipo de gobiernos. Lo que exponía era que como
científico debía partir del hecho de que el derecho nazi era tan real y vigente como el derecho de
un país democrático. Políticamente se lo podía criticar, pero lo que no se negaba era que se
trataba de un orden jurídico que, como tal, podía estudiarse científicamente. Los “hechos” eran las
normas del Estado, lo único que el científico podía estudiar con objetividad.
Kelsen nació en la ciudad de Praga, actual capital de la República Checa, en 1881. En ese
entonces Praga era parte del Imperio Austrohúngaro, gobernado desde Viena. En el ambiente
intelectual en que se formo Kelsen, fines de siglo XIX y principios del siglo XX hubo grandes
renovaciones en diversos ámbitos académicos, como la teoría de la relatividad, la mecánica
cuántica, el psicoanálisis y las primeras sistematizaciones de filosofía de la ciencia (Círculo de
Viena). A su vez la primera guerra mundial (1914– 1918) produjo una honda impresión en las
sociedades europeas a todos los niveles. La guerra constituyó un verdadero cataclismo para una
civilización ingenuamente optimista y confiada en el progreso indefinido. Muy pocos de los
estados que comenzaron la guerra la terminaron sin grandes cambios. El Imperio Austrohúngaro
se disolvió y en su lugar emergieron numerosos países independientes (Austria, Hungría,
Checoslovaquia, etc.). También desaparecieron el Imperio Otomano y el Imperio Ruso, este último
derrocado por la primera revolución socialista en 1917. La monarquía alemana fue reemplazada
por una
república y Polonia se constituyó como Estado-nación independiente luego de siglos de haber
estado repartida entre sus vecinos. En ese ambiente Kelsen advirtió que pese a los profundos
cambios que ocurrían en el plano político, las formas jurídicas manifestaban una notable
continuidad. Las estructuras permanentes de la administración del Estado (incluida la justicia) se
mantenían con muchas menos modificaciones y se sostenían por sistemas jurídicos cuyas formas
básicas no sólo no habían variado sino que además manifestaban parecidos sorprendentes, aún
en estados de orientaciones políticas opuestas.
Esta continuidad de las formas del derecho pese a todos los cambios políticos, permitía sostener
la idea de que el derecho era algo que debía estudiarse científicamente de modo separado de la
política y de la moral. Éstas tenían sus propias formas de argumentar y decidir, de una manera
que las controversias no se resolvieran en base a criterios racionales objetivos que todos pudieran
compartir (como se suponía que ocurría en la ciencia). Debido a esto, decía Kelsen, si se quería
comprender científicamente el derecho, ello debía hacerse observándolo en su forma pura, esto
es, separándolo de la moral y de la política.
Desde este punto de vista aparecía clara la confrontación con las ideas iusnaturalistas. La ciencia
del derecho, sostenía Kelsen, no podía tener un objeto mezclado con aspectos subjetivos,
opinables. La ciencia debía basarse en afirmaciones cuya verdad o falsedad pudiera ser
comprobada y ello sólo ocurría enfocándose en el derecho vigente, positivo (es decir, el derecho
que está puesto) y separándolo de aquellos elementos valorativos cuyo conocimiento científico
era imposible. Para la filosofía positivista en general, no sólo para el positivismo jurídico, no puede
haber conocimiento ético o de fines políticos puesto que se trata de ámbitos de argumentación en
donde no hay criterios para distinguir lo verdadero de lo falso ya que cada persona puede
sostener sus propias ideas sin que haya modo de refutarlas empíricamente.
En cambio, se exponía, si el conocimiento era por definición objetivo, siempre tenía que existir la
posibilidad de un procedimiento racional de demostración que permitiera resolver las disputas de
un modo concluyente, como se suponía que sucedía en las ciencias naturales (que era el modelo
básico de cientificidad). El positivismo se basaba en la idea de que, tal como se pensaba que
ocurría en estas ciencias, si había controversias con significación siempre podía recurrirse a la
observación y a la experimentación que permitirían determinar qué afirmaciones se adecuaban a
la realidad y cuales no.
El sistema de normas
Lo mismo tenía que ocurrir en el estudio del derecho, afirmaba Kelsen. Y para realizarlo sólo se
podía tomar como objeto de conocimiento al derecho positivo, que es el que permite saber cuales
son las normas existentes, más allá de las discusiones morales o políticas. El punto de partida era
esta delimitación del objeto:
Todas las versiones del positivismo jurídico asumen estas dos afirmaciones como básicas.
Paradójicamente muchas versiones del iusnaturalismo no cuestionarían estas dos proposiciones
ya que sostendrían que entre las “normas vigentes” se encuentran las provenientes del derecho
natural, que (según ellos) también podrían ser conocidas objetivamente. Claro que en este punto
los positivistas discreparían de modo tajante y –con cierta razón- señalarían la carencia de
método científico para llegar a tal conocimiento.
Este sistema tiene objetivamente sus propias reglas lógicas, independientemente de los orígenes
morales o políticos de las normas que lo componen. Ustedes ya han visto en Introducción al
Derecho la pirámide normativa que esquematiza todo sistema jurídico. Tenemos una norma
superior que es la constitución. Ella establece los mecanismos de producción de las leyes y éstas
las de los decretos y resoluciones, mediante un escalonamiento jerárquico en donde cada nivel
inferior debe respetar las condiciones formales y materiales impuestas por el grado superior. Cada
orden o grado decreciente tiene un nivel de generalidad inferior concluyéndose en la sentencia
judicial que es, en palabras de Kelsen, “la norma individual”, la orden estatal individualizada hacia
una persona concreta. Por eso la validez constituye el modo de existencia propio de las normas
jurídicas.
¿De dónde surge la validez de una sentencia? De haber aplicado las normas superiores tanto en
el procedimiento como en la fundamentación de la decisión. ¿Por qué son válidas las normas que
aplicó el juez? Porque otras normas de jerarquía superior a ellas indican tanto los pasos a seguir
para su sanción como las conductas que pueden ser reguladas de este modo. Y estas normas
superiores se fundan a su vez en otras de mayor jerarquía, llegando así a la constitución, que es
la norma positiva máxima.
¿Y por qué es válida la constitución? Pongamos como ejemplo el caso nuestro, de Argentina. La
Constitución Nacional de 1994 es válida porque para su sanción se siguió el procedimiento
establecido en la constitución anterior (1853-1860). Fue realizada por una convención
constituyente a la que se convocó mediante una decisión adoptada por los dos tercios de los
miembros de ambas cámaras (diputados y senadores) a través de una ley especial que fijó los
temas de la reforma.
Pero todavía queda en pie la pregunta: ¿Y por qué era válida la constitución de 1853-1860? Aquí
Kelsen concluiría la cadena de validez jurídica. La validez de la constitución de 1853-1860 no es
derivada de una norma jurídica superior sino que proviene de una circunstancia de hecho: fue
acatada y rigió nuestra vida institucional de una manera que intentos de constituciones anteriores
(1819, 1826) no lo lograron. Estos supuestos de hecho han sido formulados por Kelsen de un
modo abstracto mediante lo que él llamó la norma hipotética fundamental, que podría enunciarse
de varios modos, todos subrayando que la validez de la constitución originaria proviene de haber
sido acatada y obedecida en el tiempo. En el esquema abstracto de Kelsen esta norma
fundamental no es parte de la pirámide, porque no es una norma jurídica (para Kelsen una norma
jurídica es un mandato despersonalizado seguido por una sanción). Sin embargo, aunque la
validez de la primera constitución no tenga fundamento jurídico, ella nunca se pone en duda sino
que se da por supuesta. Esta no es una afirmación carente de sustento empírico, puesto que es
un hecho que los juristas y los científicos del derecho realizan sus investigaciones sin
cuestionarse la validez de la primera constitución (diríamos incluso que si lo hicieran no estarían
haciendo derecho). Es gracias a que se da por supuesta la validez de la constitución originaria
que podemos conocer objetivamente y evaluar a todas las normas del ordenamiento. Por eso
Kelsen dice que la norma fundamental es un supuesto epistemológico.
Kelsen reconocía que hay diferentes tipos de normas y todas tienen por finalidad la regulación de
conductas humanas (en eso consiste una norma), según él todas son técnicas de control social.
Hay normas
jurídicas, morales, familiares, de convivencia comunitaria, etc. Pero lo que distingue al derecho es
ser una técnica de control social ejercida a través de la coacción estatal, o sea mediante el uso
monopólico de la violencia legítima (como señaló el sociólogo alemán Max Weber 1864-1920 a
principios del siglo XX). Vemos tanto en la idea de control social como en la centralidad del
Estado una derivación de la fundamentación de la política tal como la expuso Hobbes. Si bien
Kelsen pretendía desechar todo fundamento metafísico de su filosofía jurídica positivista (el
positivismo en general desprecia las afirmaciones metafísicas porque sostiene que carecen de
asidero empírico) lo cierto es que sin advertirlo adoptó la metafísica hobbesiana del contrato
social, puesto que la concepción de las normas como técnicas de control social y la identificación
del derecho con el Estado sólo se comprenden si se presupone la existencia de prsonas
individuales previas a la sociedad y de que la constitución de la convivencia requiere
necesariamente una autoridad con poder de coacción.
Veamos cómo esto último aparece claramente en la concepción que Kelsen tenía de lo que es
una norma jurídica. La estructura lógica básica de la norma jurídica, según Kelsen, era la
siguiente: “dada una cierta conducta debe haber una sanción”, o expresado de un modo simbólico
“dado C debe ser S” en donde C es la conducta que el Estado no quiere que se realice y S la
sanción dispuesta para el caso de que esta conducta tenga lugar.
Para dar una mejor idea, aclaremos que para Kelsen la sanción era un concepto primitivo, lo que
significa un concepto que da origen o explica a los demás conceptos jurídicos, que por ello mismo
resultan derivados. De este modo para el positivismo el derecho consiste en la administración de
la fuerza o la coacción estatal, y solamente en eso. Dicho en palabras más sencillas, es derecho
sólo aquello que puede requerírsele a un juez que le obligue a hacer a otra persona, de modo que
sólo pueden ser objeto del derecho las conductas coercibles, es decir aquellas que pueden
hacerse efectivas mediante el uso de la fuerza del Estado. Con esta limitación quedan excluidos
numerosos mandatos morales. La justicia no puede imponerle a nadie órdenes para que tenga
sentimientos de solidaridad, para que ame a su pareja, para que cultive la generosidad, etc., y
esto no porque esté mal sino porque si esas órdenes no son obedecidas no habría manera de
hacerlas cumplir coactivamente. Es decir, aquellas conductas que no podrían hacerse realizar a
otros mediante el uso de la fuerza pública están fuera de la posibilidad de control social. Este sólo
incluye aquello que es posible obligar mediante la amenaza de sanción. Por esto, dice Kelsen, la
sanción es un término o concepto primitivo, ya que es el carácter distintivo del derecho.
Lo que se deriva de esta concepción es una revolución copernicana conceptual que se ejemplifica
en la idea de acto antijurídico (la conducta C de la fórmula). Kelsen decía que el iusnaturalismo
ponía las cosas al revés cuando pensaba en lo que era un acto antijurídico. Para el iusnaturalismo
todo acto malo debía ser sancionado, su condición moral reprobable era lógicamente anterior al
derecho del Estado y era precisamente por eso que el Estado debía castigarlo. En esta
concepción la coacción estatal (sanción) se
derivaba de normas previas al orden positivo.
Sin embargo, sostenía Kelsen, lo que sucede es precisamente lo contrario, como puede
comprobarse empíricamente en cualquier sistema jurídico: un acto aparece como ilícito para un
sistema jurídico si este sistema jurídico lo ha señalado como tal imponiéndole una sanción. Si no,
no es un acto antijurídico. Es el hecho de estar castigado mediante una sanción lo que hace que
un acto sea contrario a un sistema jurídico. Si no hay una norma que establezca que esa conducta
será sancionada en caso de realizarse, entonces esa conducta está permitida, es una conducta
lícita. “Todo lo que no está jurídicamente prohibido está jurídicamente permitido”, es un principio
que rige necesariamente en todo sistema jurídico (lo veremos más adelante al tratar la plenitud del
derecho). Y jurídicamente prohibido significa que una norma señala a esa acción como
sancionable. Como esto ocurre en todos los sistemas jurídicos y es independiente de las variadas
orientaciones políticas y normas morales de cada cultura, resulta claro que lo que distingue a
cualquier acto antijurídico no es la valoración moral de la conducta sino la circunstancia de estar
amenazado con una sanción estatal efectiva.
Veamos un ejemplo cercano. En Argentina es ilícita la venta de marihuana porque está prohibida,
es decir que tiene prevista una sanción. Y no es ilícita la venta de alcohol porque no tiene sanción.
Si eso está bien o está mal no es una discusión jurídica, no entra dentro del derecho positivo aun
cuando se considere que el alcohol tiene efectos individuales y sociales más nocivos que la
marihuana. Se trata más bien de un debate político que está fuera del ámbito del derecho.
Aquí vemos las dos esferas que mencioné antes. La esfera de discusión entre lo que es bueno o
malo, conveniente o inconveniente, es el ámbito de la moral o de la política. Pero una vez que los
mecanismos institucionales establecidos en el orden jurídico adoptan una decisión y determinan
mediante normas jurídicas lo que es lícito y lo que es ilícito, no corresponde jurídicamente debatir
si el acto es bueno o malo, puesto que la cuestión jurídica se delimita a establecer si se ha
realizado la conducta prohibida y cual sería en ese caso la sanción a imponer.
Es claro que la estructura de la norma tal como fue expuesta (dado C [conducta no querida por el
Estado] debe ser S [sanción estatal]), se corresponde con la forma de los tipos penales, es decir
con las prohibiciones. Por ejemplo, el artículo 79 del código penal dice: “Se aplicará reclusión o
prisión de ocho a veinticinco años, al que matare a otro”. “Matar a otro” es C, la conducta que el
Estado no quiere que se produzca, y “reclusión o prisión de ocho a veinticinco años” es S, la
sanción que debe aplicarse a quien realiza dicha conducta. Este modelo de norma consistente en
una conducta que debe ser castigada con una sanción es el que se denomina norma prohibitiva,
puesto que aparece claro que la conducta mencionada está prohibida.
Pero no todas las normas aparecen como prohibiciones. Ordinariamente se clasifican las normas
jurídicas en estos tres tipos: 1) Prohibiciones (esta conducta no debe realizarse), 2) Obligaciones o
imperativos (esta conducta debe realizarse) y 3) Permisos o autorizaciones (esta conducta puede
realizarse o no).
Sin embargo, sostenía Kelsen, todas las normas pueden reducirse a la forma lógica de las
prohibiciones y de este modo la estructura “dada C debe ser S” es la forma básica subyacente a
toda norma jurídica, cualquiera sea el tipo que asuma superficialmente (prohibiciones,
obligaciones o permisos).
Veamos. Es fácil ver que una obligación puede formularse como la prohibición de no
cumplirla. Si una persona tiene una deuda y no la paga entonces el juez puede ordenar que le
rematen los bienes hasta satisfacer al acreedor. Este remate de los bienes, llamado ejecución
judicial, es la sanción. La falta de pago de la obligación es la conducta prohibida. De este modo se
ve que las normas imperativas son reducibles a la forma “dada C debe ser S” puesto que C
consiste en el no cumplimiento de la obligación o deber.
Expresar las normas permisivas mediante la estructura básica expuesta por Kelsen
requiere un poco más de esfuerzo pero no es complicado. Las normas permisivas son las que
otorgan derechos, como por ejemplo, el derecho a la libre expresión significa que una persona
puede manifestar libremente sus ideas, informaciones u opiniones. En este caso quien sea titular
del derecho no es la misma persona destinataria de la sanción, que castiga a quienes impidan esa
libre expresión. De modo que “dada C debe ser S” significa en este caso que quien impida el
ejercicio del derecho (conducta C) debe ser sancionado (S). Un derecho es así el reverso de una
prohibición de impedir su ejercicio.
De este modo todas las normas jurídicas posibles pueden expresarse en la forma básica
de una sanción para el caso de que se realice la conducta no querida por el estado.
En la filosofía jurídica de Kelsen no hay un ámbito social como objeto jurídico previo al
Estado y a la sanción. Kelsen delimitaba el objeto derecho mediante una forma lógica válida
universalmente, que no dependía de las diferentes orientaciones políticas de los estados o
gobiernos ni de las distintas valoraciones de cada cultura. Dejar fuera la realidad social, política o
moral le permitía precisar con claridad lo que era jurídico de lo que no lo era. Y esta delimitación
era aplicable a cualquier sistema jurídico, cualquiera fuera la valoración que ese sistema
mereciera. Por eso el positivismo podía afirmar que el derecho del Estado nazi era tan jurídico
como el derecho de un Estado democrático, ya que ambos tenían exactamente la misma
estructura y sus normas la misma forma lógica.
Kelsen hacía esta delimitación porque para la filosofía positivista la ciencia sólo puede
ocuparse de estudiar lo empíricamente verificable, que son los hechos. Así, para el estudio
científico del derecho los hechos son las normas del Estado, su estructura y la del sistema que
conforman. Una teoría científica del derecho es, por eso, una teoría pura que no está
contaminada por elementos provenientes de la política ni de la moral. La teoría pura del derecho
es el título de la principal obra de filosofía jurídica de Kelsen.
Por ejemplo, como hemos estudiado, en los últimos siglos de la edad media europea a
través de su estudio en las universidades se impuso una versión reconstruida del derecho romano
como derecho civil, como derecho que regía las relaciones entre las personas particulares. Lo
imponían los reyes, a través de una estructura de funcionarios dependientes, jueces y asesores,
que no aplicaban las costumbres locales sino ese derecho aprendido en las universidades.
Pero junto con ese derecho estaba también el derecho eclesiástico, pues la Iglesia tenía un
cuerpo de normas jurídicas, sus propios tribunales y en algunos casos la fuerza propia para
imponer castigos. Algo análogo ocurría respecto de las relaciones de la nobleza con las demás
clases y los nobles entre sí, regidas por las costumbres y pactos del derecho feudal.
El comercio también tenía sus propios leyes. Cuando las prácticas mercantiles comenzaron
a trascender los límites de cada región los comerciantes se reunían en ferias y para regular las
relaciones entre ellos establecieron una serie de instituciones jurídicas propias, como el préstamo
comercial o la letra de cambio, cuyas regulaciones eran independientes del reino en que estaban.
Era un derecho para ellos que normaba sus relaciones comerciales mutuas. Incluso tenían sus
propios tribunales arbitrales cuyas decisiones se respaldaban no con una policía sino mediante la
sanción consistente en la exclusión de la corporación de comerciantes.
También contaban las autoridades nacidas de las costumbres locales, las viejas formas de
gobierno de las aldeas que solían tener un consejo formado por las personas más notables, o las
más nuevas autoridades de las ciudades independientes, que en muchos casos habían negociado
sus fueros (estatutos legales propios) con los reyes o emperadores.
Como no existía una única autoridad superior, al modo en que después fueron los estados,
no había reglas rígidas de competencia que separaran los distintos órdenes jurídicos. Estos se
aplicaban según las costumbres y condiciones de fuerza y aceptación de cada caso. Es decir, el
derecho no estaba separado de la política porque los límites entre los sistemas eran variables y
dependían de condiciones que hoy calificaríamos como extra jurídicas.
A medida que los monarcas expandieron su mando territorial fueron desplazando y
absorbiendo a todos los otros poderes y a los derechos que los sostenían. Cuando ya se
constituyen los Estados modernos con soberanía (un concepto del siglo XVI que alude al poder
que no reconoce autoridad superior ni espacios inferiores autónomos), lo que en Europa ocurre a
partir de los siglos XVI y XVII, el derecho se identifica con el derecho de Estado y se constituye
como una esfera única, diferente de la política, con una fuente hegemónica: la ley.
La jerarquía en el sistema jurídico hace alusión a que sus elementos, las normas jurídicas,
no están todas en un mismo nivel. Hay normas superiores y normas inferiores. Cada norma
encuentra sus condiciones de validez en normas de jerarquía superior. Por ejemplo las
ordenanzas municipales son válidas porque su producción se regula en una carta orgánica
municipal, que a su vez es válida cuando se sanciona
de conformidad con lo dispuesto en la constitución provincial, la que tiene validez porque es
conforme a la Constitución Nacional, como ya hemos visto.
Coherencia significa que las normas no se contradicen entre sí. Dicho de otro modo, en un
orden jurídico una conducta humana no puede estar sancionada y permitida al mismo tiempo. La
coherencia es como la contracara de la unicidad, ya que un orden jurídico único implica que una
conducta se halla regulada de una sola manera. Esto nos muestra que los caracteres no son
aislados sino que más bien son aspectos resaltados de un sistema común. Y como este sistema
es dinámico, es decir que está en continua transformación, puesto que a diario se producen
numerosas normas nuevas, tanto generales como individuales, la coherencia es la guía principal
que los operadores jurídicos utilizan para la reproducción de este orden. Si aparecen normas que
en su formulación aislada se contradicen entre sí, los operadores jurídicos (especialmente los
jueces) tienen los recursos conceptuales para restablecer la coherencia. Ustedes han visto en
Introducción al derecho los principales de éstos: la ley superior deroga a la ley inferior, la ley
especial deroga a la ley general y la ley posterior deroga a la ley anterior. Mediante estos principios
junto con las técnicas de interpretación que llevan a que cuando una norma puede recibir más de
un sentido debe prevalecer aquel que sea compatible con el conjunto del sistema, la coherencia
se resguarda continuamente y con ella la unicidad y jerarquía del orden.
Plenitud significa que todas las conductas son reguladas por el orden jurídico, no hay
conductas humanas que estén fuera de regulación. Esto pareciera contradecir la delimitación
lógica del derecho que hemos visto, ya que si señalamos que hay conductas humanas
incoercibles (como el amor) daría la impresión de que estas conductas no están reguladas
jurídicamente. Por otra parte también podría cuestionarse de hecho esta característica, puesto
que las conductas humanas posibles son infinitas y no habría manera de regularlas a todas. Por
ejemplo, yo ahora levanto mi brazo y pregunto ¿esta acción de levantar mi brazo está regulada
por el derecho? Parecería imposible que el orden jurídico pueda prever esta multitud infinita de
conductas imaginables. Sin embargo Kelsen no desconocía estas obvias objeciones pero a ello
contestaba que el derecho es pleno, que no tiene lagunas, porque hay una norma general que
postula que “todo lo que no está prohibido está permitido”. Esta norma la llamaba principio de
clausura y constituye una necesidad lógica para cerrar el sistema. Entonces puede contestarse
que mi acción de levantar el brazo está regulada por el orden jurídico puesto que se trata de una
acción permitida.
Según muchos de sus críticos el precio pagado por esta imagen tan bien elaborada es que
carece de respuestas a los interrogantes que se espera que conteste una filosofía del derecho. Si
bien estas no son
preguntas que los juristas se formulen a diario y en este sentido la exposición positivista parece
ser adecuada a la normalidad de las prácticas jurídicas cotidianas, en situaciones críticas en que
se deben adoptar decisiones sin que el orden jurídico contenga respuestas claras o cuando las
que tiene parecen moral o políticamente repugnantes, la solución positivista se presenta
insatisfactoria.
Esto es lo que ocurrió al finalizar la Segunda Guerra Mundial cuando se debatió sobre el
castigo a los responsables de los crímenes del régimen nacionalsocialista de Alemania. Como el
positivismo vinculaba inequívocamente al derecho con el derecho de Estado no permitía
respuesta jurídica alguna al problema, puesto que los jerarcas nazis habían cumplido con el
derecho vigente en su país, con las normas estatales que dispusieron y diagramaron el
holocausto, así como el exterminio físico de las personas con discapcidad, de las personas
homosexuales y de miles que no se adecuaban a la imagen de perfección que las autoridades
pretendían de quienes habitaran el Tercer Reich.
Como sabemos, estos genocidas fueron juzgados en la ciudad de Nüremberg entre 1945 y
1946 y condenados por delitos contra la humanidad, sin tener en cuenta si habían cumplido o no
con el derecho del Estado nazi, al que se consideró un estado criminal. La crisis del positivismo
fue ahí palpable. Pareció entonces necesario trascender el formalismo positivista y encontrar
alguna forma de vincular el derecho a principios morales universales básicos de modo de
obstaculizar que en nombre del orden jurídico los estados pudieran organizarse, como había
ocurrido, para cometer actos criminales. La respuesta consistió en la constitucionalización de los
derechos y en la creación del derecho internacional de los derechos humanos. Pero esta solución
introducía elementos extraños en el elegante esquema formal del positivismo jurídico, pues acudía
a factores preexistentes y exteriores al derecho y al Estado. En la etapa posterior al positivismo,
que es aquella en la que nos encontramos, una multiplicidad de teorías y perspectivas han
modificado la imagen segura y estable que teníamos del derecho en la era de los estados
soberanos. La filosofía del derecho contemporánea es la que tiene la tarea de articular estos
nuevos paradigmas con la variedad de prácticas jurídicas.
El desarrollo de este tema excede el que estamos tratando y se ubica en las próximas
unidades, en donde mostraremos los aspectos del nuevo escenario pospositivista. Como hemos
visto en la primera unidad, la inclusión en las constituciones de un catálogo amplio de derechos
frente al Estado así como el establecimiento de tratados internacionales de derechos humanos
han puesto límites jurídicos a lo que pueden hacer los estados respecto de las personas bajo su
jurisdicción. Estos límites jurídicos parten de supuestos filosóficos diferentes de los adoptados por
la teoría positivista y reformulan las relaciones entre derecho, moral y política, como veremos.
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………………………………………………...
En este trabajo vamos a dar nuestra clase referida al último punto de la Unidad Nº IV del Programa
de la materia, que como ya sabrán Uds., se trata del último gran pensador filosófico-jurídico que
veremos dentro de los temas que van a entrar dentro del primer examen parcial, correspondiente a
la primera mitad del referido programa de estudios. Esta primera parte de la materia, se encuentra
estructurada en base a la denominada como “parte histórica” de la Filosofía del Derecho. A partir de
la próxima unidad, con el ingreso de las críticas efectuadas a la concepción positivista del Derecho
concebido como un mero sistema de normas o de reglas jurídicas, pero sin otros elementos
constitutivos, ingresaremos a lo que hemos dado en denominar como el “paradigma post positivista”,
y que no es otro que el escenario filosófico-jurídico de la actualidad contemporánea.
En este caso, nos ocuparemos de quien –probablemente junto con el austríaco Hans KELSEN (1881-
1973) y Alf ROSS (1899-1979)- ha sido uno de los tres más grandes filósofos ius-positivistas del siglo
XX. Se trata de Herbert Lionel Adolphus HART (más conocido como H.L.A. HART, inglés, nacido en
1907 y fallecido en el año 1992). HART cursó sus estudios universitarios de Historia y Filosofía
antigua y moderna, en la Universidad de Oxford, Reino Unido, entre los años 1926 y 1930. Luego de
rendir un examen oficial del Estado para obtener el permiso de ejercer la abogacía, trabajó como
abogado litigante entre los años 1932/1940.
En el año 1939 había estallado la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), etapa durante la cual, a
partir del año 1940, HART comenzó a trabajar para el Servicio de Inteligencia Británico. Una vez
finalizada la guerra, en el año 1946 comenzó a enseñar Filosofía como profesor en Oxford, donde en
el año 1953 le fue otorgada la titularidad de la cátedra filosófica de “Jurisprudence”
(aproximadamente algo así como nuestra materia de Filosofía jurídica). HART ejerció su cargo de
catedrático titular en la Universidad de Oxford hasta el año 1968, cuando fue sucedido en su puesto
nada menos que por el filósofo norteamericano (estadounidense) Ronald DWORKIN (1931-2013).
La obra principal de H.L.A. HART se llama “El concepto de Derecho”, publicado en Oxford en el año
1961. Se trata de su libro más conocido en el mundo universitario, que además fue muy difundido en
nuestro medio geográfico por la rápida traducción que hizo del mismo el ex Juez de la Corte Suprema
de Justicia de la Nación, designado en 1983 por el Presidente ALFONSÍN, Genaro CARRIÓ (1922-
1997). Cabe destacar que la traducción castellana de la obra de HART fue publicada por la Editorial
jurídica Abeledo-Perrot, tan solo dos años después de que apareciera el libro publicado en el Reino
Unido (en 1963). Esto fue así, porque Genaro CARRIÓ se había interesado mucho en la corriente
analítica de la Filosofía jurídica cuando cursó estudios de posgrado en el ámbito anglosajón.
2) La importancia de la corriente filosófica analítica dentro de la teoría del Derecho de H.L.A. HART:
Cuando HART comenzó a estudiar y luego a enseñar Filosofía en la Universidad de Oxford, pudo tener
contacto personal directo con toda una serie de grandes pensadores británicos, que estaban
enrolados en la llamada corriente analítica del lenguaje. La Filosofía analítica, como se denomina
esta corriente de pensamiento originada especialmente en el mundo universitario británico, se
interesa en descubrir cómo las estructuras gramaticales y las diferentes expresiones del lenguaje
(ordinario), nos permiten referirnos a los fenómenos sociales, entre los que existen a menudo
complejas relaciones y diferencias, que permanecen oscurecidas dentro de la práctica social. De allí
se deriva la necesidad de postular como método de conocimiento de los fenómenos, la mayor
claridad conceptual posible en el uso de los términos y razonamientos, pero no desde el punto de
vista meramente “definitorio”, sino, por el contrario, prestando especial atención “analítica” y
conceptual a la función pragmática del lenguaje (particularmente a lo que se ha dado en denominar
la función “performativa” del mismo). Esta orientación general, se aprecia claramente desde el título
del libro del más importante filósofo inglés con el que estudiara HART en Oxford, llamado John
Langshaw AUSTIN, y que se titula por tal motivo: “Cómo hacer cosas con palabras” (1962).
La función pragmática del lenguaje ordinario se refiere al hecho de que, por ejemplo, si yo ordeno a
una persona que “cierre la ventana”, estoy operando desde el USO del lenguaje para realizar –en este
caso, por medio de la orden que emito a otra persona, quien puede o no ejecutarla- una modificación
en el mundo exterior. Vale decir, que toda la corriente analítica dentro de la Filosofía, toma en
cuenta esta idea –aparentemente novedosa, puesto que antes del siglo XX no había sido objeto de
una particular reflexión- de que el lenguaje ordinario nos sirve, no solamente para poder
comunicarnos ideas sobre las cosas, nuestros pensamientos y sentimientos como seres humanos,
sino también para poder “hacer cosas con palabras”, y entre ellas, muchas cosas que son
importantes (tales como dar nuestro consentimiento en un contrato verbal que puede suponer un
compromiso monetario importante, el casarnos mediante la fórmula ritual del “sí, quiero”, etc.).
El rechazo de Hans KELSEN, por caso, de la posibilidad de un conocimiento racional de los valores
dentro del Derecho, o bien sobre “el problema de la justicia” (que siempre es un ideal irracional para
él), es congruente con esta postura filosófica del Positivismo lógico, porque considera que solamente
es posible un conocimiento científico o filosófico, sea de los hechos empíricos (naturales) o bien de
las verdades lógico-matemáticas. La propia idea que con respecto a la naturaleza última de la norma
jurídica que tuvo KELSEN durante la mayor parte de su vida (aunque en su obra póstuma la
entendiera más como un acto de voluntad), en tanto es descripta siempre como un juicio
estrictamente imputativo, pero con una estructura lógica formalizada bajo el aspecto de que “S
debe ser-P” (o dado A, debe ser B, siendo S o A, el primer término, la conducta prohibida por el
ordenamiento, y P o B, el segundo término lógico, la sanción aplicable), responde claramente a
esta influencia del movimiento del Positivismo lógico (del Círculo de Viena). Si bien, justo es
señalarlo también, se encuentran en la Teoría Pura del Derecho un proyecto de auto-construcción del
método y del objeto de la ciencia jurídica (rechazando la presencia de valores y de elementos
empírico-sociales), que responde a otro paradigma filosófico diferente de principios del siglo XX, el
“Neokantismo” de la Universidad de Marburgo (muy influenciado por la “Crítica de la razón pura”).
Podríamos mencionar que en nuestro país, los conocidos filósofos del Derecho y también profesores
históricos de la Facultad de Derecho de la UBA, Carlos ALCHOURRÓN (1931-1996), Eugenio BULYGIN
(1931) realizaron un enorme trabajo conjunto de investigación y profundización de los aspectos
lógicos e interpretativos del sistema del Derecho, en su famoso texto “Normative Sistems” (1971),
libro que fue traducido al castellano como “Introducción a la metodología de las ciencias jurídicas y
sociales” (Editorial Astrea, 1987). Ambos muy influenciados por la orientación del positivismo lógico.
Sin embargo, en una segunda etapa de su vida, WITTGENSTEIN abandonaría sus primeros empeños
filosóficos de lograr la “formalización del lenguaje científico”, para poder explicar todos los hechos
“dados”, y se interesaría mucho más por el uso social del lenguaje ordinario, concibiendo así que la
tarea principal de la filosofía no sería sino la de “mostrar” –aunque no demostrar- cómo muchos
problemas aparentemente insolubles desde el punto de vista científico o teórico, en realidad se
deberían al “mal uso” de nuestro lenguaje, o a un problema que desde el punto de vista lógico
conceptual se encuentra mal planteado. Vale decir, que muchos “aparentes problemas” filosóficos,
se “disuelven” o “diluyen” (podríamos decir que se aclaran como simples malentendidos
lingüísticos), una vez que se realiza esta tarea del correcto análisis filosófico del lenguaje que
nosotros utilizamos generalmente en nuestra vida cotidiana (el lenguaje ordinario, no el científico).
Esta segunda etapa del pensamiento de Ludwig WITTGENSTEIN se encuentra recogida en su obra
póstuma, las llamadas “Investigaciones filosóficas” (1953).
Menciono aquí estos antecedentes importantes sobre la Filosofía en general, para poder entender
mejor de qué se trata la corriente de la “filosofía analítica” o del “análisis filosófico”, ya que la misma
representa el eje y la orientación general de las investigaciones sociales que efectuará HART en su
estudio del Derecho. A tal punto se nos manifiesta esta preocupación por la necesaria “clarificación
conceptual”, acerca del modo en que son usados los términos dentro de una comunidad dada por
sus miembros para explicar las diferencias entre fenómenos sociales parecidos y relacionados, pero
distintos entre sí, que la obra se titula “El CONCEPTO de Derecho”, revelando su preocupación
analítico-conceptual. Es más, el propio HART señala claramente en su prólogo a la edición inglesa,
que “el libro puede también ser considerado un ensayo de sociología descriptiva”, ya que se enfoca en
los elementos comunes de todo sistema jurídico, y no en un sistema jurídico nacional o estatal en
particular, al mismo tiempo que nos advierte: “en muchos puntos he planteado problemas que bien
puede decirse que versan sobre el significado de términos…”, porque considera que “podemos usar
una conciencia agudizada de las palabras para agudizar nuestra percepción de los fenómenos.”
Al igual que ALCHOURRÓN y BULYGIN representan dentro de nuestro país a la corriente del
Positivismo lógico, enfocado particularmente en la formalización lógica del análisis normativo del
sistema del Derecho (las características del sistema jurídico, si hay lagunas en el Derecho, los modos
de relaciones entre normas, etc.), debemos señalar que la figura de Carlos Santiago NINO (1943-
1993) y el ya nombrado antes, Genaro CARRIÓ, también militaron en la corriente analítica de la
Filosofía del Derecho (el principal libro de CARRIÓ se llamó “Notas sobre Derecho y Lenguaje” y uno
de los libros más conocidos de Carlos NINO, que fue redactado primero como “Notas de Introducción
al Derecho”, al ser ampliado sustancialmente, fue titulado “Introducción al análisis del Derecho”).
3) Las normas jurídicas en las teorías de John AUSTIN y de Hans KELSEN – las críticas de HART:
Para poder describir su visión del Derecho, HART comenzó el capítulo I de su más famoso libro, “El
concepto de Derecho” de 1961, señalando que aparentemente existen muy dispares concepciones
acerca de lo que debe entenderse por Derecho, acerca de cuáles son sus elementos característicos, y
en definitiva, a qué conjunto de fenómenos sociales se hace referencia con el uso de dicho término.
Vale decir, pues, que nosotros bien podríamos quedar más perplejos que ante al leer las definiciones
que sobre el Derecho nos han dado los grandes pensadores y juristas, pero esta sorpresa y confusión
se desvanece gradualmente si simplemente observamos cómo se comporta un/a miembro/a o
ciudadano/a común de cualquier comunidad estatal organizada en su actitud social de “guiar” su
comportamiento –su conducta social- en base a su convicción de que existe una regla que la regula .
También remarca HART que desde las primeras definiciones del Derecho que se mencionan más
arriba, existe una relación entre las reglas sociales (que aparecen como el elemento más auto
evidente del Derecho), con el fenómeno de la moral y de la coacción social.
Por ello, dentro de la estructura de la obra que analizamos -“El concepto de Derecho”- HART se
encargará en los siguientes tres capítulos (del II al IV) de efectuar una crítica de lo que él entiende que
era la concepción jurídica dominante acerca de la naturaleza de las normas jurídicas en las
Universidades de su tiempo. Se trataba de la doctrina enseñada por un discípulo del filósofo inglés
Jeremy BENTHAM (1748-1832), llamado John AUSTIN (1790-1859), que obviamente no es el mismo
John Langshaw AUSTIN con el que estudió HART en Oxford. Por ello, HART comienza efectuando la
crítica de la concepción “IMPERATIVISTA” de la norma jurídica, vale decir, concebida como un acto
de voluntad del soberano, quien emite una o más reglas de conducta (mandatos) a los súbditos,
bajo la amenaza de aplicárseles una sanción en caso de desobediencia (coerción).
Entiende HART que la teoría de la norma jurídica expuesta por John AUSTIN durante el siglo XIX en su
obra “The Province of Jurisprudence determined” (1832), es muy inexacta. Para explicarlo, señala a
modo de ejemplo que las leyes –que eran concebidas por BENTHAM y su discípulo AUSTIN como
“mandatos del soberano bajo pena de sanción”- en realidad las emite siempre un órgano legislativo
compuesto por miembros que a su vez son tantas personas privadas, “súbditos”, dentro de la
concepción inglesa de la monarquía parlamentaria; órgano que sí tiene límites objetivos de lo que
puede ordenar, de acuerdo a las reglas constitucionales; o bien porque resulta claro que no pueden
ser equiparadas esas normas generales con las “órdenes bajo amenazas”).
Podemos ver que, al concebir -tanto AUSTIN en Inglaterra como KELSEN en Europa continental- el
sistema del Derecho constituido únicamente de “normas primarias” que imponen una sanción a la
conducta prohibida, o bien cuando se reconduce lógicamente la necesidad de aplicar una sanción a
los comportamientos contrarios a la conducta debida (lo que sería una norma secundaria en la
concepción de KELSEN), esta concepción –ciertamente estrecha- de las normas jurídicas, nos
traduce únicamente un aspecto ciertamente “patológico” o de “anormalidad” dentro de la vida
jurídica. Es la propia forma en que KELSEN concibe a la norma jurídica, cuando expresa que “el
Derecho es la norma primaria que establece la sanción”, lo que indica este aspecto “patológico”.
Quieroseñalar con ello, que el enfoque ciertamente reduccionista que aparece aplicado por KELSEN
en su análisis de la estructura lógica de la norma jurídica, concebida al modo “S-debe ser-P”,
solamente sería aproximadamente realista para el caso de las normas penales (que establecen
sanciones o castigos para los delitos), pero esa estructura o forma lógica de ningún modo nos
permite explicar todo un aspecto de la vida jurídica. Porque la “normalidad” en la vida del Derecho
desde el punto de vista de los miembros de una comunidad cualquiera, como muy bien lo remarca
HART en este aspecto, es la de orientar las conductas conforme a la comprensión de las reglas
(jurídicas) que les sean aplicables a los miembros de un grupo social. Esta es pues, al menos a mi
juicio, uno de los principales aportes que saltan claramente a la vista en la teoría jurídica de HART, en
punto a su explicación de la naturaleza del Derecho como un sistema de control social.
Por todo ello, nos señala HART, que la concepción “tradicional” de la norma jurídica, por más que
intente ser corregida con varios aditamentos lógicos, y/o recursos explicativos, al estilo de los que
nos propone KELSEN, siempre posee ese defecto o insuficiencia capital para dar cuenta completa y
acabada del fenómeno jurídico. Debo aclara que todas las críticas de HART al pensamiento de
KELESN, las hace según la exposición inglesa de la primera versión de la Teoría Pura del Derecho, que
es un libro publicado en el año 1945, llamado “General Theory of Law and State”, Teoría general del
derecho y del Estado). HART, si bien comparte en líneas generales el propósito científico de KELSEN,
partiendo de la utilidad o la importancia objetiva de efectuar un análisis descriptivo acerca de
cómo funcionan las normas jurídicas, en base a la neutralidad axiológica o valorativa del observador
(dentro del paradigma ius-positivista que rechaza una conexión esencial, clasificatoria o necesaria
entre Derecho y moral), finalmente sostiene que esta concepción de la naturaleza del Derecho
como un sistema de control social (compuesto únicamente de normas o reglas que determinan
sanciones para el comportamiento social desviado de la norma de conducta obligada), debería ser
reemplazada desde su raíz.
4) El sistema jurídico que describe HART es un conjunto ordenado de diferentes reglas primarias y
secundarias – la utilidad de las reglas secundarias de reconocimiento, de cambio y de adjudicación:
Para hacer una nueva descripción del sistema de reglas jurídicas, HART tomará como el modelo o
punto de partida para su análisis de la conformación de un sistema jurídico moderno, el
“contrapunto” del mismo. Vale decir, aquí HART se plantea hipotéticamente la existencia de una
comunidad que podríamos denominar como “primitiva”, o bien pensando en una organización social
muy simplificada, en la que aún no existen órganos encargados de sancionar normas (jurídicas) ni
tampoco se cuenta con un órgano social encargado de aplicar una sanción para el caso de violación
de las reglas sociales que rigen en esa comunidad (es decir, ni siquiera existe un/a cacique como tal).
HART nos dirá que en esta situación social, propia de las comunidades prehistóricas, existirá
seguramente una muy vaga conciencia general de las conductas sociales que son permitidas,
prohibidas y obligatorias para sus integrantes; pero al mismo tiempo, si se planteara el caso de que
uno de los miembros del grupo social incumpliera con alguna de esas reglas (donde se confunden por
su origen mandatos de la religión o la tradición mitológica –v.gr., el concepto de “tabú” o de lo
absolutamente prohibido, de la moral, el Derecho o los usos sociales), solamente existiría una
“presión social difusa” (inorgánica y muy descentralizada), para intentar “forzar psíquicamente” a
los miembros de la supuesta “comunidad primitiva” para que acaten las pautas de conducta social.
Ahora bien, si se presentara una desviación pertinaz de las reglas de conducta por parte de algún
miembro del grupo social, es un grave inconveniente el hecho de que no hay -dentro de este grupo
social primitivo- alguien especialmente encargado de determinar si se ha violado alguna regla de
conducta y, llegado el caso, cuál debe ser la sanción, por quién y cómo debe ser hecha efectiva.
Este sería un primer problema para que las reglas sociales resulten “debidamente” aplicadas.
Otro problema muy importante que se presentaría es la falta de certeza sobre cuáles son las reglas
de conducta de esa comunidad, cuando pasado un tiempo prudencial, los propios hábitos sociales de
la comunidad (que configuran la costumbre, como germen de este “Derecho” o conjunto de reglas)
dejen de ser los mismos, y surjan dudas razonables acerca del contenido de las reglas, o bien, no
sobre las reglas en sí, sino en punto a cuál es su ámbito de aplicación a una situación en particular.
Igualmente, otro problema sucedáneo sería que, si no existe un grupo de personas o miembro en
particular (al estilo de un/a cacique) que pueda hacer esta interpretación o variación autoritativa
de las costumbres y los hábitos, de acuerdo a nuevas circunstancias, el precario “Derecho” de esta
comunidad hipotética no tendría forma de evolucionar, es decir, de cambiar para adaptarse a las
nuevas circunstancias. Esto sería el problema del carácter estático o rígido de las reglas sociales.
Debidamente señalados por HART estos 3 importantes inconvenientes que surgen en este
imaginado “grupo social primitivo” (aunque HART lo hace desde cierta perspectiva evolutiva, con
bases antropológicas e históricas), se nos da la explicación de para qué sirven las distintas clases de
reglas que van a ir apareciendo gradualmente como necesarias en una sociedad más evolucionada
(esto no debe ser entendido como si nos basamos en un juicio de valor moral o cultural, solamente
queremos decir que pensamos ahora en sociedades mucho más grandes y complejas, con división
social del trabajo, roles sociales más definidos, órganos de sanción y aplicación de las normas, etc.).
Las reglas o normas primarias son para HART todas aquellas normas o pautas de conducta por las
que se establecen prohibiciones, obligaciones y/o deberes de conducta, y también las permisiones.
Este tipo de reglas existen –aunque de forma vaga, difusa, estática y rígida- en la misma “comunidad
primitiva”, que HART ya había contextualizado como el punto de partida para desarrollar su teoría.
Pero para poder resolver los 3 problemas que se han generado en aquel conjunto de normas (que
no forman aún un sistema), resultan necesarias lo que HART ha llamado REGLAS SECUNDARIAS.
Estas reglas no son normas que determinan deberes u obligaciones de los miembros del grupo social,
ni las conductas prohibidas o permitidas. Se trata de una especie muy diferente de reglas. Digamos,
pues, desde un primer punto de vista, que son “reglas de un segundo nivel”, porque están referidas
a las reglas primarias de deber u obligación, prohibiciones o facultades. Se trata de los diferentes
remedios técnicos para los problemas de:
1º) La falta de CERTEZA sobre cuáles sean efectivamente las reglas primarias dentro del sistema, es
un primer problema que se solucionará con la llamada regla secundaria de reconocimiento. Esta
muy importante clase de regla, consiste básicamente en los criterios sociales de identificación de las
normas válidas y vigentes, tal como pueden ser hallados en una comunidad determinada. La
habremos de desarrollar con más detalle al final de esta enumeración de las reglas secundarias.
2º) El carácter estático y rígido de las reglas consuetudinarias, que no se adaptan fácilmente a los
cambios en las valoraciones sociales o de las circunstancias, se combate eficazmente con las reglas
secundarias de CAMBIO. Estas reglas secundarias son las que establecen qué órganos (públicos)
tienen competencia para introducir nuevas reglas jurídicas, abrogarlas o modificarlas. Básicamente,
se pueden ilustrar con el capítulo de la Constitución escrita que señala las “facultades del Congreso”.
Sin embargo, también se incluyen dentro de esta categoría otras reglas secundarias de cambio
porque HART ha tomado debida nota de los desarrollos de la Teoría Pura de KELSEN, cuando éste
demuestra que existe también creación de normas (aunque particulares) entre los contratantes, o
bien mediante el acto administrativo (otorgamiento de un subsidio estatal), el testamento, etc., etc.
3º) El problema de una “presión social difusa” (inorgánica y muy descentralizada), para “forzar”
psíquicamente a los miembros de la comunidad, para que acaten las pautas de conducta social, se
debe solucionar con lo que HART denomina las reglas secundarias de ADJUDICACIÓN, que son las
reglas secundarias que crean y le otorgan facultades (competencia) a un órgano –jurisdiccional
diríamos- para que resuelva si en un caso particular se ha violado alguna regla del sistema. Este
concepto o clase de reglas secundarias no debe ser entendido en un sentido estrictamente orgánico
constitucional, porque bien puede suceder que el propio ordenamiento establezca que un
determinado asunto –referido igualmente al punto de si en un caso en particular se ha violado o no la
regla de conducta establecida- deba ser resuelto por otro órgano del Estado distinto del Poder
Judicial (así, por ejemplo, en el caso de un “juicio político” al Presidente o un ministro del Ejecutivo,
no se trata de un asunto de competencia judicial; lo mismo en el caso de un “juicio administrativo”).
Por ejemplo, en el caso de un Estado constitucional moderno, las leyes del Congreso o del
Parlamento nacional solamente se considerarán como válidas y obligatorias para los ciudadanos si
antes han sido sancionadas por ese órgano constitucional cumpliendo con todo el procedimiento del
trámite legislativo, y luego de ello, son promulgadas y publicadas por el Poder Ejecutivo, respetando
a su vez de todos los límites materiales (respeto de los derechos subjetivos, condiciones de tiempo y
forma, etc.) que les asigna a cada uno estos órganos de gobierno el ordenamiento constitucional. En
este ejemplo que estoy dando, HART entendería seguramente que en un ordenamiento que cuenta
con un texto constitucional rígido (cosa que no sucede, en cambio, en el Reino Unido), el criterio de
identificación de las normas generales debe estar contenido en la propia Constitución, como el
texto de mayor valor para poder reconocer la legitimidad de origen y de contenido de las leyes (e
incluso de normas generales superiores, como pueden ser los tratados internacionales de DD.HH.).
La regla de reconocimiento, dentro de la descripción que HART efectúa del ordenamiento jurídico,
tiene una función similar a la que cumple, en el sistema jurídico de KELSEN, la norma hipotética
fundamental, que no es exactamente lo mismo. Una muy importante diferencia es que para KELSEN
la “norma hipotética fundamental” es –como su nombre bien nos lo indica con el carácter de
hipotética- un pre-supuesto de tipo gnoseológico que siempre tiene que “poner” de sí el jurista
para poder otorgarle validez normativa a la primera Constitución (es decir, considerándola como la
norma jurídica suprema, dotándola de obligatoriedad, mediante una fórmula del estilo de: “se debe
obedecer al primer Constituyente”). Ahora bien, esta operación gnoseológico-jurídica, la realiza el
jurista que describe un Derecho determinado, solamente ante la constatación empírica de que un
determinado ordenamiento jurídico (considerado como totalidad) resulta eficaz en un lugar y en un
momento dados (vale decir, dentro de sus parámetros de tiempo histórico y espacio geográfico).
Este punto habremos de abordarlo aquí de una forma necesariamente breve, pero es un tema que,
según pensamos, ninguna clase sobre el pensamiento jurídico-filosófico de H.L.A. HART puede
quedar completa sin al menos señalar su particular visión sobre este trascendental asunto. HART
defiende fuertemente la tesis de que cuando se agotan las posibilidades de “respuestas jurídicas”
que para resolver un determinado problema de la convivencia social nos brinda el sistema jurídico
(el Derecho, como un conjunto ordenado y jerarquizado de reglas primarias y secundarias),
necesariamente el Juez deberá aplicar su discrecionalidad para resolver ciertos “casos complejos”.
Esta suerte de “fatalidad” HART no la entiende, sin embargo, como un acto de pura voluntad
(irracional, incontrolable, dentro del marco de posibilidades que brinda el Derecho, tal como lo
piensa KELSEN al hablar de creación judicial de las normas), sino que incluso este hecho tiene para
HART mucho sentido dentro de la lógica del sistema jurídico. Recordemos lo dicho, de que como para
HART el problema del análisis del lenguaje resulta un asunto de fundamental preocupación
filosófica, frente a la inevitable vaguedad de los términos empleados en los diferentes textos
legales, los hechos valorados en fallos anteriores, si se trata de casos completamente análogos, etc.;
vale decir, como nunca podría eliminarse del todo la indeterminación del sentido de las reglas
jurídicas; por tanto, resulta bueno para el funcionamiento eficiente del propio sistema legal que el
Juez –como órgano de adjudicación- complete el Derecho “de un modo intersticial” o marginal.
Así por ejemplo, HART nos brindó el ya clásico ejemplo de un cartel colocado en la entrada de un
parque público cuyo sentido normativo, derivado de una ordenanza municipal vigente, rezara:
“Prohibido el ingreso con vehículos al parque”. Ahora bien, señala HART que evidentemente, al
aplicarse esta norma prohibitiva habrá muchos casos claros, donde será inequívoca la pertinencia de
la prohibición. Así, no se puede dudar de que estará prohibido el ingreso al parque en cuestión a
bordo de un automóvil, de un camión, de una motocicleta, etc. Sin embargo, pueden presentarse
diferentes casos dudosos (sobre el alcance real de esta misma prohibición), derivados, por ejemplo,
del alcance del concepto “vehículo” que ha sido utilizado en el cartel que grafica físicamente la
prohibición normativa (incluso podemos representarnos en este punto del ejemplo que se pudiera
tratar de una señal de tránsito, ni siquiera del lenguaje verbal escrito, sino de los símbolos
respectivos; verbigracia, mediante el dibujo de un automóvil, una motocicleta o un camión con una
línea roja cruzada sobre el mismo, dentro de un círculo). En este último caso, si no están la
motocicleta o el camión dibujados ¿podría dudarse razonablemente sobre si están o no alcanzados
por la prohibición de ingreso al parque -gráficamente comunicada sólo con relación a un auto?
Asimismo, también puede dudarse –volviendo al supuesto de que el cartel rezara textualmente
“Prohibido el ingreso con vehículos al parque”- si acaso una bicicleta, un carrito de bebé o una silla de
ruedas eléctrica, debieran ser considerados como “vehículos” en el sentido requerido por el margen
de aplicación de esa regla prohibitiva. Fácilmente, puede verse a partir de estos últimos ejemplos
que hemos dado, que no sería para nada raro que un Juez –razonable- comprendiese como de toda
evidencia lógica (que en rigor, es axiológica) que dado que no se trata en estos casos de “vehículos
a motor, de considerable tamaño”, tanto la bicicleta, como el carrito de bebé y la silla de ruedas
(que utiliza una persona con discapacidad motriz para movilizarse), deben ser admitidos en ese
parque público; digan lo que digan el cartel o la ordenanza municipal vigente. Esta sería una
“interpretación” contra legem de la ordenanza, pero que apuntaría a determinar un marco razonable
de aplicación de la regla prohibitiva de la conducta, a sus cauces de sentido común.
Por último, vamos ahora a una clase muy diferente de problemas (que no están relacionados con la
vaguedad semántica del lenguaje ni con la indeterminación de las normas), pero que igualmente
requieren del recurso último a las bondades de la DISCRECIONALIDAD JUDICIAL. Volviendo -una vez
más- a nuestro ejemplo del parque municipal donde se prohíbe el ingreso con “vehículos”:
¿acaso significaría ello que la regla prohibitiva expresa de “Prohibido el ingreso con toda clase de
vehículos al parque”, le impediría también ingresar a una AMBULANCIA dentro del parque cuando
sucedió un grave accidente y una persona corre riesgo de muerte si no es llevada prontamente al
Hospital? Este rico análisis casuístico de HART nos demuestra la fecundidad del particular enfoque
analítico en los problemas de aplicación del Derecho, encarados con base en la máxima acuñada por
su maestro, el filosófico John Langshaw AUSTIN, de que “podemos usar una conciencia agudizada de
las palabras para agudizar nuestra percepción de los fenómenos.” (Cómo hacer cosas con palabras).
Lo que llevamos dicho hasta aquí, deberá profundizarse debidamente con el ESTUDIO DE LA
BIBLIOGRAFÍA ESPECIAL para este punto de la Unidad IV, que ya está disponible en el Aula virtual de
nuestra asignatura dentro del “webcampus” de nuestra Universidad. Es el texto del capítulo V de “El
concepto de Derecho” (páginas 99-122), de donde debe ser consultado el pensamiento de HART.
El siguiente artículo busca servir de ‘guía’ a la lectura que ustedes van a realizar del texto de Luigi Ferrajoli;
“La democracia constitucional” que se encuentra en el libro de “Desde otra mirada” de Courtis. El mismo
forma parte de la bibliografía obligatoria de la Unidad 1 del Programa de la Cátedra.
Luigi Ferrajoli nació en Florencia, Italia, en 1940, realizó contribuciones fundamentales la teoría del
constitucionalismo democrático, de los derechos fundamentales y del garantismo.
En primer lugar creo que es fundamental tener en cuenta el contexto histórico en el cual el autor plantea
sus postulados. El texto fue publicado en Italia en el año 1997 y hace referencia al intento de reforma
constitucional que se llevaba a cabo en ese país en ese año. Italia atravesó un largo período sin que los
distintos sectores políticos puedan lograr un acuerdo y avanzar en las distintas reformas que la constitución
evidentemente requería. De hecho, el intento de reforma del año ’97 también fracaso. Recomiendo que
puedan interiorizarse sobre esta etapa histórica para tener una mayor comprensión del texto.
Ferrajoli comienza diciendo que; “En el debate que en estos años ha dividido nuestro país en torno a la
reforma de la constitución se han confrontado dos concepciones de la democracia: una primera
concepción, impulsada por la derecha aunque también compartida por un sector de la izquierda, que
llamaré democracia mayoritaria o plebiscitaria, y una segunda concepción que llamaré democracia
constitucional.
Ferrajoli considera que una clara expresión de este tipo de concepción es el ‘presidencialismo’, es decir; la
delegación a un jefe asumido como expresión directa de la soberanía popular. Es la idea del gobierno de los
hombres contrapuesta a la del gobierno de las leyes. Según el punto de vista del autor “tal concepción de la
democracia como omnipotencia de la mayoría es abiertamente inconstitucional, ya que la constitución es
justamente un sistema de límites y de vínculos a todo poder”.
La democracia constitucional
Ferrajoli sostiene que; “La esencia del constitucionalismo y del garantismo, es decir de aquello que he
llamado “democracia constitucional”, reside precisamente en el conjunto de límites impuestos por las
constituciones a todo poder, que postula en consecuencia una concepción de
la democracia como sistema frágil y complejo de separación y equilibrio entre poderes, de límites de forma
y de sustancia a su ejercicio, de garantías de los derechos fundamentales, de técnicas de control y de
reparación contra sus violaciones. Un sistema en el cual la regla de la mayoría y la del mercado valen
solamente para aquello que podemos llamar esfera de lo discrecional…”
Se desvanece el principio de soberanía en el sentido clásico de potestas legibus soluta ac superiorem non
recognoscens, dado que en presencia de constituciones no existen ya sujetos soberanos ni poderes legibus
soluti. Ya no existe la soberanía interna, dado que todos los poderes públicos –incluso el legislativo y por
ende el parlamento, y con él la llamada soberanía popular– están sujetos a la ley constitucional. Y tampoco
existe más, al menos en el plano jurídico, la soberanía externa, ya que los Estados se han sometido al
pactum subiectionis –ya no simplemente a associationis– representado por el nuevo ordenamiento
internacional nacido con la Carta de la ONU y con la prohibición de la guerra y la obligación de respeto de
los derechos fundamentales establecidos por ella.
Esta convención es la estipulación de aquellas normas que son “derechos fundamentales”, es decir, de
aquellos derechos elaborados por la tradición iusnaturalista, en el origen del Estado moderno, como
“innatos” o “naturales”, y convertidos, una vez incorporados en aquellos contratos sociales en forma escrita
que son las modernas constituciones, en derechos positivos de rango constitucional.
Ferrajoli sostiene que con la las democracias constitucionales van a cambiar las condiciones de validez de
las leyes, la naturaleza de la jurisdicción y la relación entre el juez y la ley, el rol de la ciencia jurídica, la
naturaleza misma de la democracia y, como consecuencia de todo lo anterior, cambia también la relación
entre la política y el derecho. Cada uno de estos cambios están claramente detallados en el texto.
Política y mercado quedan configurados de tal manera como la esfera de lo decidible, rígidamente
delimitada por los derechos fundamentales, los cuales, justamente por estar garantizados a todos y
sustraídos de la disponibilidad del mercado y de la política, determinan la esfera de lo que no debe o debe
ser decidido, sin que ninguna mayoría –ni siquiera la unanimidad– pueda decidir legítimamente violarlos o
no satisfacerlos.
“Las cartas constitucionales y las declaraciones de derechos no son otra cosa que estos pactos sociales,
expresados en forma escrita, cuyas cláusulas son los principios y derechos fundamentales que de
“naturales” se transforman, gracias a su estipulación, en “positivos” y “constitucionales”: los derechos de
libertad, cuya negación y limitación queda prohibida y los derechos sociales, cuya satisfacción es exigida”.
De aquí que el Estado de derecho precede a la democracia política, no sólo históricamente (ya que es
anterior al surgimiento de las democracias representativas), sino también axiológicamente, en el sentido de
que se trata de un conjunto de límites y vínculos a la misma democracia política.
“Lo que la democracia política no puede suprimir, aunque estuviera sostenida en la unanimidad del
consenso, son precisamente los derechos fundamentales, que por ende son derechos contra la mayoría,
siendo establecidos –como inalienables e inviolables– contra cualquier poder y en defensa de todos”.
En el último apartado del texto, Ferrajoli sostiene que el constitucionalismo también es un programa para
el futuro, por dos motivos;
En primer lugar, porque los derechos fundamentales incorporados por las constituciones deben ser
garantizados y satisfechos concretamente, cosa que aún falta mucho camino por recorrer para que se
cumplan. Él dice que el garantismo está dirigido justamente a establecer las técnicas de garantías idóneas y
a asegurar el máximo grado de efectividad a los derechos constitucionalmente reconocidos.
-hacia la garantía de todos los derechos, no sólo de los derechos de libertad sino también de los
derechos sociales; hacia un constitucionalismo social, como complemento del constitucionalismo
liberal.
-frente a todos los poderes, no sólo frente a los poderes públicos sino también frente a los poderes
privados; hacia un constitucionalismo de derecho privado, como complemento del
constitucionalismo de derecho público
-a todos los niveles, no sólo en el derecho estatal sino también en el derecho internacional; hacia
un constitucionalismo internacional, como complemento del constitucionalismo estatal
Partiendo de que a lo largo de la historia toda conquista de derechos, todo progreso de la igualdad y de las
garantías de la persona, se ha dado a raíz de que se volvía intolerable cierta ‘injusticia’ (discriminación u
opresión de sujetos débiles o distintos) Ferrajoli sostiene que “hoy el gran desafío que se le plantea a la
democracia ante el siglo próximo es el generado por la desigualdad, creciente y cada vez más intolerable,
entre países ricos y países pobres; entre nuestras opulentas sociedades democráticas y los cuatro quintos
del mundo que viven en condiciones de miseria; entre nuestro alto nivel de vida y el de millones de seres
humanos con hambre”.
En este programa a futuro del constitucionalismo, el autor considera que para lograr una democracia real
en su dimensión transnacional y tomar en serio los derechos humanos, se deben reconocer dos cuestiones;
primero “reconocer el carácter supraestatal de los derechos fundamentales y en consecuencia desarrollar,
en sede internacional, garantías idóneas para tutelarlos y satisfacerlos aún contra o sin sus Estados” y , en
segundo lugar sostiene que; “tomar en serio los derechos fundamentales significa hoy tener el coraje de
desvincularlos de la noción de ciudadanía” ya que, desde su visión, desvincular los derechos humanos de la
ciudadanía significa no sólo reconocer su carácter supraestatal y protegerlos no solamente dentro sino
también fuera y contra los Estados. “Significa también poner fin a ese gran apartheid que excluye
de su goce a la gran mayoría de la humanidad y condena al hambre a más de mil millones de seres
humanos. Significa, en concreto, transformar en derechos de la persona a los únicos dos derechos de
libertad reservados a los ciudadanos: el derecho de residencia y el derecho de circulación en nuestros
países privilegiados”.