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Nina cambia

ALBERTO CHIMAL

1
¿Qué es eso de la identidad? No es una cosa sola, una escritura imborrable, una figura de piedra. Es un flujo:
un proceso. Un camino. Y no solo es un camino de transformación. Es, sobre todo, un camino de
descubrimiento.

2
El día de mi muerte llegamos al hospital a las ocho de la mañana: Sandra nos había citado tan temprano
como era posible. Aunque hayan pasado tantas cosas desde ese momento, la verdad es que lo más terrible
sucedió deprisa. Muy, muy deprisa.
—Hola, Nina, Mariano —nos saludó Sandra, de bata blanca y con el cabello recogido; había salido a
encontrarnos en el estacionamiento—. Buenos días.
—Sandrita —dijo Mariano.
Yo iba a decir algo pero no pude. Después de lo bien que había estado en los últimos meses, estaba
descubriendo que otra vez estaba aterrada como el día del último diagnóstico. De todos modos intenté
sonreír. Creo que ninguno de los dos volteó a verme. Yo estaba sentada en la silla de ruedas, por debajo de la
mirada de ambos.
—¿Ya listos? —preguntó Sandra. Me di cuenta de que, por encima de todo, estaba ansiosa por empezar. Lo
entendí. Lo que íbamos a hacer podía resultar muy importante para su carrera. Y lo peor que le podía pasar
era perder a una persona querida. Ya no le quedaba ninguna responsabilidad: yo había firmado todos los
documentos necesarios.
—Vamos —conseguí decir, y Mario me condujo hacia la puerta. Alcé la vista para ver el sol por última vez
pero no supe en qué dirección mirar, y un momento después ya habíamos entrado en el edificio.

3
Mariano la conoció primero: ellos eran amigos desde la facultad de medicina. Él nos presentó, hace años,
cuando yo estaba terminando mi tesis y ella iba a comenzar sus estudios de especialización en Inglaterra.
Luego él y yo nos casamos y dejamos de verla por un tiempo. Cuando regresó la empezamos a frecuentar y
los tres nos hicimos muy buenos amigos.
No solo eso: creo que antes del cáncer Sandra ya era una de las personas a las que más quería. Nos
contábamos todo o casi todo. Ella me escuchaba cuando tenía problemas (incluso, problemas con Mariano).
Yo la acompañé cuando abortó y luego durante su divorcio de su exmarido, Ray, del que nunca hemos de
volver a hablar. También hablábamos de nuestros trabajos, aunque el mío parecía muy poca cosa comparado
con el de ella. La verdad es que la quería y a la vez le tenía mucha envidia.
En todo caso, me parecía extraño, y muy venturoso, el haber hecho una amistad así de cercana después de
cumplidos los treinta años. Nunca se lo comenté a Mariano porque él también le tenía envidia, desde luego
(no es lo mismo tener un consultorio que ser una neuróloga famosa internacional-mente), pero también
porque él es celoso de esa forma: no le gusta que sus amistades lleguen a quererse mucho entre ellas. Se
siente inseguro de una forma que nunca he podido sondear.
Y cuando me diagnosticaron el cáncer, y comenzamos las quimioterapias, ella me visitó y ayudó a Mariano
tanto o más que mis familiares o que los suyos. Más de una vez le tocó acompañarme durante los momentos
de peor malestar luego de un tratamiento, o bien durante los días negros: cuando ya quería morirme, sin más.
Pocos días después de que nos dijeran que la quimioterapia no había servido, y la metástasis había
comenzado, Sandra llegó a nuestra casa con la propuesta.

4
Nos la explicó. Lo primero que dijo es que no nos ofrecía un tratamiento. Era algo distinto. Tardamos (tardé)
un largo rato en entenderle.
—Lo que hacemos aquí es una implementación de lo que desarrollaron en Estados Unidos. Uno de los jefes
del proyecto fue mi asesor de tesis y por eso me invitaron a colaborar con el equipo de aquí. Van a
comercializarlo, obvio, y entonces va a ser una bomba, pero les va a costar muchísimo trabajo. Años.
Mientras nos tienen trabajando en perfeccionarlo...
—Pero a ver, espera. Aclárame esto. Una se muere de todos modos —dije.
Yo solo podía pensar en ese detalle.
—La conciencia, la identidad, se conserva —dijo Sandra—. Se puede mantener indefinidamente. Se espera
que la robótica avance lo suficiente para darles un cuerpo completo y totalmente funcional, pero ahora
mismo ya hay brazos robóticos, claro, y formas de desplazarse, cámaras para ver, micrófonos ...
—¿Y cómo se conectan? —yo.
—Eso no es problema porque todo es software bajo el mismo sistema operativo. Se conectan a la
computadora donde está alojado el sistema. Y el sistema ... es la conciencia. Ni más ni menos. La persona.
La mente que se graba.
—¿Como en la película? —dijo Mariano. No entendí a qué película se refería pero Sandra sí porque dijo:
—Al revés. No es un programa hecho de cero sino una representación de la mente de alguien, puesta en una
computadora. Una imagen. Y además una imagen perfecta. Su memoria y su capacidad de pensar.
Cuando se fue, Mariano me dijo que ya lo había conversado con ella antes y que no había querido decírmelo.
Y me puse furiosa.
—Estás haciendo tratos a mis espaldas —le grité—. Me estoy muriendo y me tratas como un puto conejillo
de Indias. Le grité tanto que él comenzó a gritar también.
—¡Yo le rogué que nos considerara! Que te considerara a ti. Te vas a morir, Nina. ¿Te das cuenta? No hay
manera de que tu cuerpo se salve.
Estaba sentada en la cama. Me puse de pie para darle un golpe en la cara, en el pecho, en algún sitio, pero las
piernas me fallaron y me fui de bruces. Mariano apenas pudo sostenerme.
Empezó a llorar y me dijo que estaba desesperado. Que me amaba. Que por eso había hablado con Sandra.
Me rogó que aceptara. Que no quería perderme. Que era así de egoísta pero no podía perderme. Yo empecé a
llorar también.

5
La grabación tomó meses de sesiones en el hospital: tandas de cuatro o cinco horas diarias durante las que
me pedían hacer de todo con los electrodos pegados sobre la piel de la cabeza. Para algo servía que hubiese
quedado totalmente calva. Yo hablaba, leía, escribía, escuchaba música, veía tele-visión. También caminaba,
levantaba pesos, incluso comía y dormía y defecaba. Se iban grabando —respaldando, decía el técnico— no
solo los recuerdos sino la estructura entera de la mente. El sistema de representación, decía, y yo no entendía
nada.
—¿No ha leído a ... ? —me preguntó una vez, y me recomendó a no sé qué autor.
—Ya no me va a dar tiempo de leerlo —le respondí—. Ya ve que me estoy muriendo.
Estaba muy mal, físicamente, cuando terminamos. Pero para entonces los tres —Sandra, Mariano y yo—
hacíamos toda clase de bromas sobre nuestro pequeño proyecto.
—Para que funcione aquí tendrán que legalizar la eutanasia —decía Sandra.
—Y también desarrollar órganos sexuales mecánicos —decía Mariano.
—¿Qué?
—Piensa en los diputados, en los narcotraficantes. ¿Cuán-tos crees que querrían ser inmortales a cambio de
quedarse sin su ... ?
—Qué grosero —decía yo, pero de inmediato me ponía a contarles de las celebridades que sin duda seguirían
el camino marcado por mí y otros voluntarios que estaban dejándose morir en varios lugares del mundo: —
Todo sea por que Kim Kardashian viva para siempre.
—Ella va a querer un trasero —se burlaba Sandra.
Pero yo no podía seguir porque respirar se me dificultaba, y también sabía que no todas las pruebas
experimentales estaban funcionando. Había mentes que simplemente no se despertaban en sus almacenes de
respaldo. O que quedaban distorsionadas de modos muy extraños y terribles.

6
La última grabación fue para que el modelo en la computa-dora quedara sincronizado con mis últimos
recuerdos. Duró seis o siete horas. Acostada en la cama en la que me habían puesto hablé mucho con Sandra
y con Mariano: sobre el pasado, sobre lo que habíamos vivido hasta entonces. También oí algo de mi música
favorita y leí un poco.
Entonces llegó la hora. Iban a ponerme «por error» una inyección y mi cuerpo se moriría rápido y, me
decían, sin dolor. Ya solo quedaría la copia. Era solo una copia. Yo era atea desde la secundaria, yo no creía
en la existencia del alma, y entendía que si el original sobrevivía habría aún más complicaciones. La copia
sería yo. Solamente yo.
Empecé a llorar a gritos. Un ataque de pánico. Les gritaba que no me dejaran. Que ya no quería. Que la
dejaran o lo dejaran vivir pero que a mí no me hicieran nada. Ya no tenía fuerzas para resistirme. Mariano
aguantó hasta el final, abrazándome. Llegó otro técnico, o un doctor, y alguien, Sandra o Mariano, debe
haber asentido porque me inyectó.
Todavía tenía puestos los electrodos. Realmente se sintió muy poco. Cuando ya no pude mantener abiertos
los ojos alguien me besó.

7
No sé decir cómo desperté. No tengo manera de describir los primeros momentos. De pronto abrí los ojos, o
noté que estaban abiertos, o sentí que había algo ante mí que podía ser visto.
—Es raro —fue lo primero que dije.
Oí mi propia voz como si saliera por un altavoz. Estaba saliendo por un altavoz. Delante de mí estaban varios
técnicos, y Sandra, y Mariano, y me miraban. También miraban arriba y abajo y a los lados de mí, y entendí
que miraban las pantallas alrededor del ojo: de la cámara.
—Es raro pero ... Veo como pixelado, una imagen pixelada, apenas ... Es por la cámara, ¿no? ¿Mariano? Mi
amor. No siento las piernas ...
Lo último lo dije sin pensar. Me reí. Todos empezaron a gritar y a abrazarse. Mariano dijo cosas que no
entendí pero que eran de júbilo y de muchos otros sentimientos, amontonados unos sobre otros. Yo lloré, sin
lágrimas: el software me permitía sollozar y entendió de inmediato cuando quise hacerlo.
—Ahora nos espera un mundo de más pruebas posteriores —dijo Sandra, pero estaba feliz, se veía clarísimo;
nunca la había visto tan feliz—. Va a ser una pesadilla.
—Va a ser espantoso —respondió Mariano, sonriente, mirando hacia mi cámara. Mirándome. Una lágrima
sale de su ojo, despacio.

8
Sandra sale del cuarto. Es un centro de cómputo climatizado y con su propio generador. Voy a estar aquí
mucho tiempo.
Miro a Mariano. No puedo hacer otra cosa. Cuando se aparte seguiré mirando en la misma dirección, porque
la cámara, de momento, no tiene motor alguno para moverse bajo mi control y apuntar a una cosa u otra.
Pero no debo concentrarme en pensar que ahora soy como una cuadrapléjica, totalmente imposibilitada de
moverse. Tampoco debo ponerme mórbida: preguntar por el cuerpo o cualquier cosa parecida. Todos los
problemas que vengan tendrán que resolverse uno por uno. Tal vez lo mejor sea algo que Sandra recomendó
desde hace meses: comunicación indirecta para cualquiera salvo los más cercanos. Correo electrónico. Notas
en Facebook. Que solo las personas más queridas puedan pasar a donde estén mi cámara y mi bocina, mis
brazos, lo que sea que vaya a ser mi cuerpo.
Podría volver a clases: dar teleconferencias, aunque fuera con audio solamente ...
Y ahora pasa algo.
Me doy cuenta de eso que he estado guardando por muchos años.
Es un instante espantoso: en él compruebo que las mentes en computadoras pueden tener revelaciones y
sentir horror. Y también entiendo que no estoy loca ni mal transcrita ni deformada de ninguna manera. Tal
vez me ha pasado algo, pero es como el trauma de alguien que acaba de tener un accidente, de estar al borde
de la muerte, y al salvarse descubre cosas, decide: cambia.
Pienso que, si lo deseara, Mariano podría apagar el interruptor en cualquier momento. Luego pienso que no
es un interruptor. Luego que no importa cómo se diga, o cómo se haga: si Mariano deseara hacerme daño
ahora podría destruirme por entero. Bastaría una orden análoga a BORRAR TODO. Es lo que hacen con los
experimentos que fracasan. No soy más que un proceso en una computadora: un proceso complejísimo que
puede pensar en sí mismo, figurar un concepto de sí mismo. Lo que me distingue es que soy un proceso que
recuerda la vida entera de Nina. Que cree ser Nina. Que ha nacido para que algo de Nina pudiera sobrevivir.
¿Qué es eso de la identidad? Es un camino: el camino que lleva del cuerpo de Nina, que guardó hasta hace
tan poco todos los recuerdos de su vida, hasta mí, que los guardo ahora, y que los amo, y que quiero vivir,
pero que también veo todo claro como nunca lo pudo ver mi cerebro de materia orgánica. Y que debo hablar
ahora, porque no puedo seguir mintiendo. Ni a mí misma ni a otros.

9
—Mariano, tengo que decirte algo —comienzo, y escucho mi propia voz a través del micrófono. ¡Qué segura
me oigo!
(Y a la vez, qué humana me oigo. Qué alivio. No sueno a robot. Sueno a Nina.)
—¿Qué pasa? —dice él, y entiendo hasta dónde es perfecta la copia de mi antigua voz, porque él ha
reaccionado a ella: en su propia voz hay un poco (un poquitito, casi nada todavía) de alarma.
Yo no tomo aire porque no puedo, pero el software detecta mi intención y la bocina deja escapar mi primer
suspiro en esta nueva etapa de mi vida. Sirve como una pausa dramática.
—No te quiero lastimar, Mariano —empiezo—, pero tal vez tenga que hacerlo —hago otra pausa, pero ya
comencé, ya no puedo parar—. Estoy enamorada de Sandra. Lo estoy desde que me la presentaste. Desde
hace todo ese tiempo. No lo había podido aceptar antes. La amo. La deseo ...
Me callo. Él no dice nada. La computadora que soy (¿en la que estoy?, ¿que es mi cerebro?) zumba. Un
ventilador. No toda yo es componentes de ¿estado sólido? ¿Así se dice?
No puedo distraerme.
—Lo del deseo es solo una parte —prosigo—. Digo esto porque ahora sigo pensando lo mismo que cuando
tenía cuerpo ... , órganos ... Y, obvio, ahora no tengo y no ...
—No puedes —dice Mariano.
He vivido tanto con él que lo entiendo ahora. Está sorprendidísimo. No puede creer lo que le estoy diciendo.
No puede lidiar con lo que le está pasando. Su respuesta intenta desviar su pensamiento del significado
profundo de lo que escucha. No es una súplica. No significa «No puedes hacerme esto» ni nada parecido.
Quiere decir: «Entiendo que en este momento no tienes un cuerpo y técnicamente no puedes sentir deseo».
Lo que sí puedo sentir es orgullo. Al final entenderá y aceptará lo que yo estoy entendiendo ahora: que no lo
amo y probablemente no lo amé jamás.
Y justo ahora viene otro sentimiento. Vergüenza. Cómo voy (me pregunto) a continuar después de haberle
hecho esto a una de las personas a las que debo la vida. A las que quiero. Aunque no lo ame lo quiero.
¿Y qué va a decir Sandra cuando se entere? ¿Qué va a pensar? ¿Me habría podido corresponder cuando tenía
cuerpo?
¿Me podría corresponder ahora?
¡Nunca hemos hablado de nada parecido!
Yo tampoco puedo lidiar con todo esto. Pero sigo en el camino. Sigo capaz de descubrir y sorprenderme.
Sigo viva.
—Ojalá algún día puedas perdonarme —le digo a Mariano para decir algo, para no quedarme solo pensando
en todo lo incierto del futuro. La puerta se abre. Sandra ha vuelto con nosotros.

ALBERTO CHIMAL (México, 1970). Narrador y profesor de literatura y escritura creativa. Autor de la
novela Los esclavos (2009), de los libros de cuentos La ciudad imaginada (2009), El último explorador
(2012), Grey (2006), Gente del mundo (1998), Los atacantes (2015) y de los libros de ensayo La cámara de
maravillas (2003) y La generación Z (2012). Finalista del Premio Internacional Rómulo Gallegos en 2013
con la novela La torre y el jardín (2012) y ganador, entre otros, de los Premios Nacionales Colima de
Narrativa 2014 y San Luis Potosí de Cuento 2002, otorgados por el Instituto Nacional de Bellas Artes,
respectivamente por los libros Manda Fuego (2013) y Éstos son los días (2004). Autor de las publicaciones
digitales Día Común, #Muchos pasados y #CiudadX, presentados en festivales internacionales como
#TwitterFiction (EE.UU.) y CiudadMínima (Ecuador). Traducido al inglés y al italiano, entre otros idiomas.

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