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Fuente: La República, 8 de noviembre de 2010

No tan campeones
Richard Webb

En la reciente conferencia internacional sobre corrupción, organizada por la Contraloría de la


República, escuché dos afirmaciones que llaman a reflexión: que el Perú es un país
especialmente corrupto y que esa corrupción es relativamente reciente e identificada en particular
con los años noventa.

Vivimos una época de logros de estatura mundial –un Premio Nobel, tablistas, ajedrecistas,
economía sobresaliente y, por supuesto, gastronomía–, pero en el arte de la corrupción no
destacamos. Según los ránkings internacionales de los 179 países considerados por la entidad
Transparencia Internacional, el Perú fue percibido en el 2010 como menos deshonesto que el
promedio. El más limpio fue Dinamarca y, en América Latina, Chile, ubicándonos modestamente
en el medio de la tabla con el puesto 78, en empate con China, Colombia y Tailandia. Aunque
parezca difícil de imaginar, casi cien países nos sobrepasan en el arte de robar dineros públicos.

¿No obstante esa mediocridad, será cierto que la corrupción es una práctica relativamente
moderna en el Perú y que viene aumentando rápidamente? Lo sorprendente de esa tesis es que
implica un Perú anterior curiosamente honesto. La sentencias de Manuel González Prada cuando
escribió que “la corrupción corre a chorro continuo” y que “los hombres se han convertido no solo
en mercenarios sino en mercaderías”, incluidos el ministro, juez, parlamentario, regidor, prefecto,
coronel y periodista, habrían sido una exageración.

Una forma de comprender la percepción de un pasado peruano menos corrupto es recordar que la
corrupción, estrictamente hablando, es un mal de la democracia. Reemplaza al despojo y la
violencia como medios de adquirir riqueza. Cuando hay un poder absoluto, como el ‘sultanismo’
de siglos anteriores descrito por Basadre, el autócrata no necesita recurrir a la corrupción.
Simplemente se asigna las tierras, el palacio y el esclavo que se le antojan.

El avance sustancial de la democracia en el Perú ha limitado el margen para el despojo desnudo,


pero posiblemente ha aumentado el abuso escondido del poder delegado. A diferencia del despojo
que caracterizaba a los siglos anteriores, la corrupción de hoy abusa de un poder recibido en
confianza. De allí el doble dolor de la corrupción: además de robo es una traición.

La corrupción es una enfermedad social, en esencia, un robo a la colectividad. En un país


extremadamente dividido como el Perú, parte del remedio pasa por crear una verdadera
colectividad. El robo existe, pero es menor entre los miembros de una familia.

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