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La ciudad es impúdica, es eso, o que le da a cada quien lo que merece. Se levanta tan pronto
la media noche deja que los primeros segundos avancen sin remedio. Sería mejor decir,
simplemente, que parece no dormir. Así también sucede con sus habitantes. Ojerosos
dificultades. Puede que esa característica sea una virtud… Eran los pensamientos de
Marcela, mientras recorría las calles, a la hora en que Bogotá continúa cubierta con el
inmenso cascaron gris, que no deja saber si llega la aurora o va a comenzar a reinar la noche.
Lo único que le permitía calcular el tiempo, porque sin reloj en la muñeca se sentía más libre,
era el alboroto de los pitos, el acoso de las horas de retraso en la cara de los transeúntes que
afanaban el paso hacía algún sitio. Eso le indicaba, por costumbre, que se aproximaban las
ocho de la mañana. Como tantas otras veces, debía de comenzar la jornada de trabajo. Los
cuando pasó frente al portón, pululante de jóvenes que fumaban riendo a carcajadas,
aparentando estar seguros de que el tiempo jamás los tocaría. Esa concentración absoluta,
casi no le deja escuchar al viejo andrajoso, que le alabó en voz alta las nalgas paraditas que
ostentaba. Además, cualquier mujer a los veinte años las tiene así. Claro que prefería esa
prejuicio, volteando sus cabezas para perseguir todo su cuerpo, como un trofeo efímero que
por un momento les pertenecía. No se asqueó, ya era costumbre. Ese viejo, todas las mañanas
con las mismas palabras terminaba de completar la rutina. Antes de llegar al sitio escogido,
pensó también en algo que le pareció absurdo, Estaría ella en capacidad de sumarse al ejército
de mujeres que nunca dejaban esas esquinas solas. Por un segundo, se imaginó vestida de
minifalda a cuadros rojos y negros, con medias de lana blanca hasta las rodillas. La blusa
blanca, amarrada a la altura del estomago con un moño como de regalo, dejándole ver el
pircing del ombligo. Borró la imagen, no por parecerle inadecuada para el trabajo, sino
aquellas mujeres instaladas allí a cada instante, como si la ciudad les debiera algo. A pesar
de que el día estuviera hundiéndose en el letargo de las acciones sin sentido, decidió que ese
sería el día para el lanzamiento de su nueva estrategia, un nuevo acto que a todos les robaría
el aliento. La ejecución llevaría el mismo tiempo de siempre, por el que cobraba lo que le
quisieran dar. Analizó todo, estaba segura que así no hubiera tenido el tiempo de practicar lo
suficiente, no podía salirse nada del equilibrio. Las manos le sudaban. Descargó el pesado
morral en el andén, se recogió el pelo en una moña para que no la incomodara, a ella, y a sus
atletas metálicos, en espera de que la señal verde los liberara. Sintió el impulso de iniciar, se
agachó y se acomodó los melones en las manos, el tercero, lo colocó entre sus piernas,
momento que creyó adecuado se inclinó y el tercero, el que en varios ensayos se le escapó
de control, voló parsimonioso. El gris cascaron del cielo ya no estaba. Parecía flotar, ya sentía