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Sarainés Kasdan
Yo soy aquella mujer que escaló la montaña de la vida removiendo piedras y plantando flores

14 septiembre 200926 septiembre 2011 por Sarainés

Desde la oscuridad, Juan-Jacobo Bajarlia


André de Dienes

Andre de Dienes

—Se acercan.

La frase se propagó como una corriente de electrones.

El primer hombre hubiera tenido ya dos mil años. El segundo, mil. El tercero que la pronunció, apenas si fue
escuchado.

Dos puntas galácticas, lechosas, avanzaban. Hacía más de dos mil años que se movían y desaparecían y luego
volvían a la oscuridad.

Se acostumbraron. El cosmos era un instrumental preciso, de relojería, un mecanismo perfecto, demoníaco.


El choque jamás se produciría. Sobre esta idea el hombre había elaborado toda su ciencia.

A los que veían algo más que dos puntas galácticas se les consideraba enfermos. El planeta era una esfera. Se
lo podía recorrer en un instante. Las estrellas no dejarían de brillar desde el otro lado, en esa misma zona
oscura en que aparecían y desaparecían las puntas galácticas.

Los hombres se movían. Que unos murieran y otros nacieran, significaba muy poco en la Tierra. Los
cementerios tenían menos posibilidades de existencia que las nurserys. Pero de este lado se alzaba el amor, se
construían ciudades y nuevos seres poblaban la superficie. Del otro lado, las guerras parían monstruos,
proyectaban una gangrena que erosionaba la corteza terrestre. De pronto sentían un temblor, un extraño
choque subterráneo. Es un terremoto cuyo epicentro está en NN. Los que se atrevían a contradecir esa
verificación, pasaban a categoría de alienados.

Un día Sussy se desnudó y esperó a Roberto. Un espejo sobre el lateral izquierdo proyectaba su imagen hacia
otro espejo en frente del cual trabajaba tecleando en su máquina de escribir. Roberto miró la desnudez de
Sussy y se levantó para cruzar las habitaciones. En ese instante oyó un susurro, una voz cautelosa que se
acercaba al cuerpo de Sussy. Extrañas ideas le sacudieron la sangre. Había llegado el momento de medir su
lealtad. Aseguró la puerta y miró detenidamente el espejo para descubrir al invasor. La voz seguía susurrando
y el cuerpo de Sussy, en reposo un minuto antes, comenzaba a retorcerse sobre el lecho. Temblando, Roberto
corrió a la habitación de su mujer y observó que en ese instante ella comenzaba a recuperar el equilibrio.

La habitación estaba intacta, con sus puertas y ventanas cerradas herméticamente. No siendo ellos dos, nadie
había llegado al lecho de Sussy. Pero Roberto también había observado que al aproximarse a Sussy el susurro
se apagaba lentamente mientras ella se recuperaba.

—Sentí como un fuego —dijo Sussy—. Atravesó el vidrio. Fue una mancha que me envolvía.

Roberto abrió la ventana sobre la avenida. La noche estaba oscura, cruzada por las constelaciones. La cerró.

—Se acercan —murmuró—.

Mil años después en otra escena similar, con otra Sussy y otro Roberto, se repitieron los mismos hechos. Y
Roberto pensó: Los ángeles tuvieron acceso carnal con las mujeres. Y subrayó el versículo 2 del capítulo VI
del Génesis: “Viendo los hijos de Dios la hermosura de las hijas de los hombres, tomaron de entre ellas por
mujeres a las que más les agradaron”. Lo mismo hizo en el 4: “En aquel tiempo había gigantes sobre la
Tierra; porque después que los hijos de Dios se juntaron con las hijas de los hombres y ellas concibieron,
salieron a luz esos valientes de la antigüedad que fueron varones de nombre”. Luego anotó: “Estoy seguro.
Son los Grandes Antiguos de Lovecraft (At The Mountaines of Maaness, VII”).

En otro avatar Roberto abrió la ventana y miró hacia las estrellas. Si los ángeles eran seres asexuados —
pensó en voz alta—, no podían tener acceso carnal con las mujeres. Luego, esos ángeles eran seres
extraterrestres.

—Se acercan.

Transcurrieron siete mil años. Los edificios habían crecido como termómetros hacia las galaxias. Los
hombres se desplazaban por el espacio con eyectores atómicos, ajustados a la espalda. Las mujeres, desnudas,
se controlaban mediante píldoras de colores. Cada color significaba una función distinta. Roja la del amor.
Azul la del alimento. Los cementerios también crecían bajo las luces calcinadas. Las ciudades se sumergían y
buscaban espacios subterráneos. Nadie leía. Nadie sabía nada. Pero tenían una computadora portátil que les
suministraba la sabiduría, la inteligencia de los siglos. (Había una limitación: los pobres no podían adquirir su
computadora. Se hacinaban en los portones, en frente de los comercios electrónicos, para intercambiar ideas y
detectar noticias lejanas).

Para escribir, Roberto utilizaba una máquina de microcircuitos. Hablaba y la voz quedaba inscripta, dibujada
en el papel. Un día, sobre la lámina del espejo, vio el cuerpo desnudo de Sussy, una imagen que se retorcía.
Corrió hacia el dormitorio y abrió la puerta. El susurro no había desaparecido. Se hacía más intenso. Sussy
gritaba. Cuando quiso avanzar giraron los objetos y dos puntas lechosas, aceradas, penetraron en el edificio.

—¡Se acercan! ¡Se acercan!

Apenas pudo pensarlo. El susurro era tan fuerte como una carcajada. Acaso fuera una carcajada y no un
susurro. Después giró todo, el edificio, las calles, las estaciones subterráneas. El mundo comenzó a
resquebrajarse y las computadoras enmudecieron. Después se sintió una explosión y el planeta se hizo añicos.
Pero un segundo antes, desde ese mismo susurro (posiblemente dentro de esa carcajada), alguien dijo:

—Se multiplicaban y se devoraban dentro de una cabecita de alfiler. En siete millonésimas de segundo
pusieron piedra sobre piedra, construyeron ciudades microscópicas y juguetes infinitesimales por donde
subían y bajaban. Después aprendieron a volar. Cuando tuvieron alas y penetraron los secretos de la materia,
se “arrojaron hacia arriba”. Entonces apreté con mis dos uñas la cabecita de alfiler.

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