Está en la página 1de 4

A mí lo que

ahora me gustaría es hablar de las cosas que aún me quedan, despedirme,


terminar de morirme de una vez. No me dejan.

Esta vez, y
otra vez más, y después pienso que se habrá acabado todo, y este mundo
también. Es el sentido de lo antepenúltimo. Todo se difumina.

Pero un hombre, y yo más,


no se puede decir en rigor que forme parte exactamente de las
características habituales de un camino. Quiero decir que si por alguna
casualidad extraordinaria vuelve a pasar algún día por ahí, tras un largo
período de tiempo, vencido, o en busca de algo que se le haya perdido, o
para quemar algo, lo que buscará con los ojos es la roca y no el azar de
esta
cosa movediza y fugitiva que es la carne aún viviente.

Hasta que llega un día en que no podemos más, en este


mundo que no nos abre los brazos…

Hago todo lo posible por no hablar


de mí.

me quedo otra vez no diré solo, no es mi estilo, sino, como diría, no


sé, devuelto a mí, no, nunca me he dejado, libre, eso es, no sé lo que
significa, pero es la palabra que quiero emplear, libre para qué, para
nada,
para saber, pero qué, las leyes de la conciencia tal vez, de mi conciencia,
por ejemplo, que el agua sube de nivel según uno se va sumergiendo en
ella
y que sería preferible, es decir, por lo menos igual de bueno, borrar los
textos que emborronar los márgenes, cubrirlos hasta que todo sea blanco
y
liso y la estupidez revele su verdadero rostro, sin sentido, sin salida.

No, realmente no conozco defensa alguna


contra el gesto caritativo. Hay que inclinar la cabeza, tendiendo las
manos
confusas y temblorosas, y decir gracias, señora; gracias, buena señora. El
que no tiene nada, no tiene derecho a despreciar la mierda.

En el relajamiento de la descomposición recuerdo aquella


prolongada emoción confusa que fue mi existencia, y la juzgo, como
dicen
que Dios nos juzgará, y con el mismo ánimo impertérrito.
Descomponerse
también es vivir, lo sé, no insistáis más, pero nunca es posible entregarse
a
ello del todo.

El Suplemento
Literario del Times era excelente a tal efecto, de una solidez e
impermeabilidad a toda prueba. Ni los pedos lo rompían. Qué voy a
hacerle,
suelto ventosidades a cada paso, de modo que alguna alusión he de hacer
de
vez en cuando al asunto, pese a la lógica repugnancia que me inspira. Un
día conté mis gases. Trescientos quince en diecinueve horas, lo que da
una
media de más de dieciséis pedos por hora. Lo cual no es mucho. Cuatro
pedos cada cuarto de hora. Total, nada. Ni un pedo cada cuatro minutos.
Es
increíble. Vaya, vaya, soy un pedorrero de pacotilla, he hecho mal en
decir
otra cosa. Vaya, vaya, soy un pedorrero de pacotilla, he hecho mal en
decir
otra cosa. Resulta extraordinario cómo las matemáticas ayudan a
conocerse
a sí mismo.

Mi vida, mi vida, tan pronto hablo de ella como de algo


ya terminado como de una tomadura de pelo que dura todavía, y hago
mal,
pues ha terminado y dura todavía,

Porque ¿qué fin podrían


tener estas soledades donde nunca hubo verdadera claridad, ni equilibrio,
ni
simple tierra firme, sino perpetuamente estos objetos pendientes
deslizándose en un derrumbamiento sin fin, bajo un cielo sin recuerdo de
alborada ni esperanza de atardecer? Digo estos objetos, pero ¿qué
objetos,
venidos de dónde, formados de qué sustancia? Y parece que aquí nada se
mueve, ni se ha movido nunca, ni se moverá nunca, salvo yo, que
tampoco
me muevo cuando estoy ahí, sino que miro y me hago ver. Sí, es un
mundo
acabado, pese a las apariencias, su fin le dio origen, empezó al acabar,
¿me
expreso con bastante claridad? Y yo también estoy acabado, cuando me
encuentro ahí, se me cierran los ojos, cesan mis sufrimientos y termino,
doblado como no pueden hacerlo los vivos.

Ya no soy casi
consciente de lo que hago, ni por qué, cada vez lo voy comprendiendo
menos, esta es la verdad, para qué iba a ocultarla y, ¿a quién?
Y menos aún
teniendo en cuenta que, haga lo que haga, es decir, diga lo que diga,
siempre vendrá a ser de algún modo, de algún modo sí, lo mismo. Y qué
le
voy a hacer, si no hay principios y yo hablo de principios. En alguna
parte
los habrá.

Porque en mí
siempre ha habido, entre otros, dos payasos, el que solo aspira a quedarse
donde está y el que imagina que un poco más lejos se encontraría mejor.

Sí, a veces no solo me olvidaba de quién era, sino de que era, me


olvidaba de ser.

A lo mejor se llamaba Edith. Tenía un


agujero entre las piernas, no el agujero de tonel que siempre había
imaginado, sino una hendidura, y yo introducía, mejor dicho, ella se
introducía mi llamado miembro viril, no sin dificultad, y empujaba y
jadeaba hasta eyacular o renunciar a ello o ser invitado a desistir. Una
idiotez de juego, creo yo, y además fatigoso a la larga. Pero me prestaba
a él
de bastante buen talante, sabiendo que aquello era el amor, porque ella
me
lo había dicho.

También podría gustarte