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Manuel en la sombra

Gisselle Rada Escobar

De camino al trabajo, hace poco más de un año, mientras el bus giraba sobre la glorieta de
un centro comercial, fui testigo del desalojo de migrantes venezolanos que se habían
ubicado allí: el intento de un pesebre caribeño sin pastores ni ovejas y mucho menos sin
reyes magos celebrando las bendiciones desnutridas que muchas de estas mujeres protegían
con brazos cansados. Esa realidad, egoístamente pasajera, trajo otra imagen telarañosa que
conservé en la sombra del cuarto, de la repisa y de mí, una que atestigüé tiempo atrás pero
en la comodidad del sinsabor cotidiano, al pasar hojas escritas por Manuel Zapata Olivella.

La Cachaca, personaje del cuento Siembra nocturna, es una matrona antioqueña líder de un
grupo de desplazados que se abren campo en un poblado cerca de Barranquilla y que
terminan en conflicto con la autoridad del lugar; además de encarar el problema frente al
desalojo inevitable, también vela por La Negra, mujer preñada que se lleva todas las
atenciones de los demás peregrinos. El curioso guiño de una mujer paisa protegiendo a una
negra, que me evoca con cierto pesar y diversión las discriminaciones regionales de nuestro
país, quedó en segundo plano cuando vi a los venezolanos recoger sus cosas y el bus siguió
su rumbo. Imaginé lo mucho que tendrán ellos para narrarle a sus hijos, aunque eso no se
publique como fue publicado el libro Cuentos de muerte y libertad (1961) del escritor
cordobés; así que, al regresar a casa busqué y rebusqué a Manuel, tuteándolo ya por la
confianza de manosear sus publicaciones sucesivas de narrativa corta, pero no pude
encontrar más que apuntes y mapas propios sobre cada una, la bitácora de una marinera
bendecida con el hallazgo de un galeón sumergido, como si estuviera inventándome una
sombra llena de esmeraldas o a un rey palenquero que azota a pálidos homúnculos a rejo de
verbo, como si hubiera sido embuste haberlo leído.

En esa antesala oscura, amarga por encontrarse en la cara opuesta de los focos brillantes
enceguecedores de la crítica literaria, divisé un objeto rudimentario y húmedo: La tinaja en
la sombra, propiedad de Chana, a quien un hacendado ofreció comprarle su rancho,
conflicto que llevó a la vieja aguatera a abrazar aquella tinaja empotrada entre un árbol y la
tierra como, según muchos, un feto se aferra al útero de una madre abortante; pero no
menciono al útero para encender antorchas de cacería medieval, no, sino para prender una
vela, un fósforo, algo que ilumine aquella imagen de la tinaja como una matriz universal
donde un montón de pueblerinos llegan a refrescar su miseria, su sed de todo. Si bien la luz
siempre es buena, según nos dicen, que en la oscuridad pueden aparecer desde ratones hasta
el diablo, o que hasta acá no llegarían las disposiciones aristocráticas de un león, Manuel la
ha hecho interesante; buscarlo en el fondo mojoso del barro aquel es una experiencia más
que necesaria.

Allí se replican siluetas y siluetas, negras como él, que lo sostienen, que dan sentido a su
figura imponente de intelectual multidisciplinario: el viejo Layo en su Ciénaga cercada,
que se replica mil veces en aquellos que vuelan cualquier cerco en la historia de la violencia
colombiana; alguien que quiso ser “letrado”, pero cuyo destino lo tomó muy literal y solo
alcanzó a ser operario de tipografía en Metamorfosis de Don Cegato; la obstinación del
chocoano Malambo en Más fuerte que colmillo de tigre al no dejarse romper el cuero por
una aguja médica; o como en El desertor y La huelga donde se plantea que las caras de la
legalidad no tienen virtud absoluta y ofrecen marcos narrativos donde la única salida
consecuente con el ideal de los protagonistas es unirse a la guerrilla o a grupos
revolucionarios juveniles, respectivamente, pero sin panfletos radicales o moralidades
simplistas.

El fosforo encendido se me apagó, pero reconozco el lugar, ¿Quién no conoce un sitio


donde la muerte y el olvido es la libertad?, ¿Quién no conoce el ideal helénico del guerrero
a punto de morir por un honor invisible? ¿Quién no se ha arrinconado cerca de niños que
lloran hambre como una anciana a su hijo muerto o donde alguien construye su propio
ataúd? Ligeramente aquí, entre siluetas guerreras sin escudos ni lanzas, ni sol en los
horizontes, ni grandes ejércitos se encuentra solo un pobre o campesino o negro o
desplazado, a oscuras, caminando sobre aguas puercas frente a una bestia a la que no podrá
matar.
Con el afán de adquirir por segunda vez los textos que conocí en el sinsabor de lo cotidiano,
la brújula académica me sigue revelando resultados curiosos: Cuentos de muerte y libertad
(1961) se visibiliza de la misma manera que los sujetos a quienes retrata. Comprendí
entonces la lealtad artística del Manuel en la sombra: sigue siendo tan fiel a sus personajes,
que se perdió con ellos detrás de unos cuantos registros electrónicos de biblioteca lejana.
Esto me deja siempre en un dilema o una huelga: ser testigo de la masacre de la bestia o
continuar la búsqueda de otras siluetas más brillantes (por atención o por maestría). El
pesebre venezolano me dio la respuesta, sin embargo: lo segundo es indispensable, pero lo
primero es inevitable.

Los protagonistas de la violencia vertical tan presente en la publicación de 1961 desbordan


las hojas oscurecidas por tinta de fotocopiadora y ahora mismo están en la esquina de casa,
con tapabocas tan sucios como aquellas; es un regalo pedagógico para los lectores, no para
promover caridad, sino para vivirlos como ensayos, experimentaciones de los nadie reales.
Así que, aunque los apuntes enredados y el tiempo me lleven inevitablemente de cara a él,
donde está la multitud y el brillo enceguecedor, donde se me amplía Manuel como un
búfalo descomunal gracias a su propuesta literaria, es conveniente renunciar de vez en
cuando a la luz de su sabana y reposar sobre los charcos de la tinaja donde no brama su
tema estandarte.

Es normal celebrar, en años como este, los picos de maestría en un ejercicio literario
continuo que inmortalizan a quien ya es centenario, ¡gracias a Changó!, de la misma
manera en que es normal afirmar que la terquedad de los viejos, de los negros, de los
pobres, o de los viejos y negros pobres, o de los negros viejos pobres, carezcan de sentido
común al dejarse matar por una tinaja, por pescar en una ciénaga, por no ponerse una
inyección o, ¿quién sabe!, que se sumerjan de sed no en una tinaja, sino en gasolina y en el
fuego de un camión, pero el escritor nos dio la clave para comprender esos fenómenos hace
casi sesenta años y, como otros autores, lo hizo con plastilina. En mi bitácora escurridiza
encontré la clave de esas existencias y por eso agradezco, Manuel, poder aplaudirte en tu
sombra, donde se muere en la oscuridad para sostener la luz, se muere para ser libre, donde
se muere para existir.
Zapata Olivella, M. (1961). Cuentos de muerte y libertad. Ed. Iqueima. Procedencia del original:
Universidad de Texas, 125 pp.

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