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Clase 10

Relatos: Enfermería y literatura!!!


La propuesta de hoy tiene que ver con la lectura, con el acercamiento a escritos que han
realizado otros colegas. La propuesta es leer y realizar, desde su propia experiencia, una
narración, contarnos una experiencia vivida desde el corazón.

Nueva sección “Relatos” para compartir experiencias enfermeras

Diario Dicen inaugura “Relatos”, una nueva sección para enfermeros, cuyo objetivo es
compartir experiencias y vivencias, desde el mundo docente hasta el profesional, y mejorar
así los cuidados que se ofrecen al paciente, ampliando su nivel de conocimientos de la vida
en el ámbito profesional y facilitando el día a día de cada uno de estos enfermeros a través
de las experiencias vividas por otros.

Además de aportar las experiencias de distintos enfermeros, esta sección tiene el propósito
de mostrar distintos puntos de vista en una profesión que no está limitada a una
especialidad o ámbito profesional concreto sino que, por el contrario, plantea temas
controvertidos y actuales, de gran interés para todos los enfermeros y alumnos de
enfermería, independientemente del servicio o centro en el que realicen su labor
asistencial, docente, gestora o investigadora.

La sección está dirigida tanto a estudiantes del Grado en Enfermería como a profesionales
enfermeros, aunque al estar centrada en temas de salud, también puede ser del interés de
otros profesionales (médicos, sociólogos, trabajadores sociales, psicólogos, etc.).

A través del enlace https://www.diariodicen.es/lina-suerte/, se puede acceder a la sección


“Relatos”, donde los lectores podrán disfrutar periódicamente de una nueva narración,
incluida en la página web de Diario Dicen, periódico online que recoge noticias de la
actualidad enfermera, opiniones de expertos, profesionales sanitarios y lectores, además
de debates en el entorno digital sobre los aspectos más importante que atañen a la
profesión enfermera.
Actividad:
Lectura y escritura

1.- “La mejor enfermera”, por Paula García Quirós (Cúllar Vega, Granada).

Tengo una teoría. Todas las profesiones tienen un olor. La mía huele a sonrisas. Mucha
gente dice que mi profesión huele a hospital, a anestesia, a suero, yo, a pesar de todo eso
sigo firme en mi idea de que huele a sonrisas. Soy la calma antes de una operación, soy la
mirada cómplice tras las malas noticias, soy madre e hija, soy la confidente e incluso la
consejera, soy un “no va a doler nada, lo prometo”, en resumen, soy enfermera.

El día que conocí a Arón era lunes. Llovía y hacía sol por lo que el arcoíris era grande y nítido.
Había ajetreo en el hospital y como casi siempre cada uno intentaba hacer su trabajo de la
manera más eficaz posible. De repente oí una voz que venía de la habitación 125.

-Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil
y violeta. Rojo, naranja, amarillo, verde, azul, añil y violeta. Rojo, naranja, amarillo, verde,
azul, añil y violeta…

Cuando entré había un niño sentado en la cama. Tendría unos ocho años y la sonrisa más
brillante que había visto nunca. Sus ojos brillaban tanto que le daban color y brillo a toda su
cara, una cara marcada por los tratamientos y las operaciones.

-¿El arcoíris se puede tocar?- me preguntó.

– No se puede tocar, cariño. ¿Cómo te llamas?

-Me llamo Arón y tengo ocho años casi nueve y mis padres dicen que estoy aquí porque
tengo que estar, pero yo quiero tocar el arcoíris.

Hablamos durante media hora y seguí trabajando. Miré su historial cuando tuve un rato.
Arón, ocho años (casi nueve), leucemia desde hacía dos años, necesitaba un trasplante para
sobrevivir.

Al día siguiente volví a hablar con Arón, y así todos los días hasta que Arón cumplió nueve
años. Ese día le montamos una fiesta en su habitación y la llenamos de arcoíris, de tartas,
de cupcakes y de batidos de chocolate. Cuando todo el mundo se fue, me quedé con él.

-¿Sabes qué? De mayor quiero ser trabajar en lo que tú.


-¿Quieres ser enfermero? ¿Por qué?

-Porque no me gusta el olor a fuego de los bomberos, ni el olor a luna de los astronautas, ni
el olor a tiza de los profesores, me gusta el olor a sonrisas.

-¿Los enfermeros olemos a sonrisas?

Y no hizo falta respuesta, Arón sonrió de una manera que iluminó la habitación.

Las semanas siguientes fueron duras, Arón estaba débil y cada día más grave. Su trasplante
no llegaba y su sonrisa iba perdiendo luz. Decidí que había que hacer algo y hablé con sus
padres y pusimos en marcha toda una campaña para conseguir esa donación. “No dejes que
se apague el arcoíris”. Dimos charlas para concienciar de la importancia de las donaciones
de médula e incluso Arón fue participante en algunas de ellas. Muchas personas se hicieron
la prueba pero no encontrábamos a la persona compatible. Estuvimos un mes con la
campaña y cuando creíamos que no encontraríamos apareció la persona compatible.

Cuando Arón recuperó su sonrisa (una incluso más bonita, más brillante y más grande) ya
tenía nueve años casi diez. Era miércoles y llovía y hacía sol, y el arcoíris volvió a salir
brillante y nítido.

Y eso es lo bonito de ser lo que yo soy y de hacer lo que yo hago. Que por mucha lluvia que
haya, los enfermeros somos sol, y podemos convertir a nuestros pacientes en arcoíris.

Fuente: Domínguez Fernández N. Silencio roto. Metas de Enfermería feb 2010; 13(1): 75-
77

2.- “Al intimar”, por José Manuel Gómez Vega (Torrejón de Ardoz, Madrid)

Te sentiste poseída por un odio visceral, tribal, cada una de tus células gritaba venganza.
Nadie sospecharía nada, bastaría una almohada.

Era un viejo de ojos brillantes y gesto adusto. Una compañera te había dicho que fue
rentista, «de los que viven del cuento». Acomodaste su almohada y quisiste leer unas
gracias en el leve estiramiento de sus agrietados labios. Al cabo de unos días ya te habías
acostumbrado a tu primer trabajo. También a su mirada. Nunca recibía visitas.

Apreciabas que cerrase los ojos cuando, con la ayuda de un colega, lo lavabas, que no te
mirase mientras recorrías su piel de odre con una toalla húmeda. Parecía que tuviese los
huesos pegados a la piel. No obstante, debía de haber sido un hombre fuerte, uno de esos
morenos de ojos claros penetrantes. Tu colega debió notar un esmero especial, porque al
terminar te aconsejó que no te encariñaras, «estos no duran mucho» dijo, y tú te
sobresaltaste al pensar que el viejo lo hubiese podido escuchar. Regresaste para cubrirlo y
componerle el embozo, dejando sus brazos por fuera, como a él le gustaba, y sentiste el
roce áspero de su mano sobre la tuya. Seguramente quiso decir que ya lo sabía.

Desde entonces le permitías rechazar el puré o el yogurt. Pensabas que bastante tenía el
pobre con morirse como para incordiarlo con la comida. En su taquilla apenas había nada:
un elegante traje de alpaca, un par de libros en alemán, una caja de puros… Te giraste con
la caja en las manos para amonestarlo con una sonrisa cómplice y él comenzó a gemir con
ambas manos extendidas hacia ti. Al abrirla descubriste que contenía fotografías, todas en
blanco y negro.

Así comenzó una agradable rutina, tú te sentabas sobre la cama, con las caderas próximas
a sus costillas, y empezabas a mostrarle las fotografías. El viejo balbuceaba, trataba de
explicarse. A veces se le escapaba una lágrima, otras una sonrisa. Eran fotos de ciudades
irreconocibles, quizá centroeuropeas. En algunas, las menos, aparecían personas posando
solemnemente. Se emocionaba tanto que apenas podíais ver unas pocas; no obstante,
todos los días se revolvía incómodo hasta que te sentabas junto a él con la caja de puros.
Sospechaste que al viejo seguían gustándole las mujeres, porque su mano derecha cada vez
se posaba con menor disimulo sobre tus caderas o muslo. No querías pensar que esa fuese
su intención, aunque tampoco te hubiese importado saber que con esos leves roces le
proporcionabas un pequeño alivio a su sufrimiento.

Una tarde, tras la cuarta o quinta fotografía, apareció el primer uniforme. Sin atender a sus
gesticulaciones, comenzaste a pasar las fotos sin mostrárselas. No te fue difícil reconocerlo;
efectivamente, había sido un hombre atractivo, pero también un oficial de las SS. Apartaste
su garra de tu muslo, te pusiste en pie y lo contemplaste con profundo desprecio. Sin duda
ignoraba que eras descendiente de judíos exilados, que tus abuelos desaparecieron en un
campo de exterminio de Polonia.

Pasaste esa noche en vilo.

El viejo lo supo, lo adivinó en tu mirada. Contemplaste sus ojos despavoridos y colocaste la


almohada… bajo su espalda. ¿Qué había sido de tu odio? Nada, se evaporó en un vacío
abisal. Al intimar con la muerte sentiste un asombro inmenso, una orfandad radical, una
soledad infinita que ya no te abandonaría nunca. Un instante después comenzó su agonía,
la del cuerpo.

3.- “Sonreír, amar y seguir”, por Yolanda Sánchez Espinosa (Barcelona).

Aleeee, Alessane… creo que no me entiende, ¿en qué idioma habla?


Le explicaré que es de noche.

−Hola, es de noche, ahora no pueden venir los traductores, menos las estrellas y los ángeles
de la guarda todos duermen.

Mis intentos por explicarle eran fallidos porque su cara me mostraba que no entendía nada.

−Esa app con altavoz nos ayudará a intercambiar una fluida conversación en francés.

−¿Vous devez parler ici? Habla aquí que traducirá y podrás decirme si tienes dolor.

−¿Et je peux voir les dessins? −Siiii, podrás ver dibujos.

−¡J’ai peur! −¿Por qué tienes miedo?

−Je suis seul – no estás solo, me quedaré contigo, seré tu ángel de la guarda ¿te parece
bien? Asintió con la cabeza afirmativo y parecía conformarse con poco.

−¿Donne-moi ta main pour sommeil? te daré la mano para dormir.

Parecía que poco a poco nos ganábamos la confianza y era importante, desaparecían los
miedos y el confort le permitía descansar, era mi objetivo y lo estaba consiguiendo, casi
tenía yo más ganas que su mano se entrelazara con mis dedos.

−Ale, somos un equipo y tenemos que chocar los cinco… Give me the five! Hacíamos un
choque cómplice a lo rapero a modo protocolo con un guiño de ojo extra, me costó que
entendiera la palmada y el golpe de nudillos que era a modo colegas cariñoso, pero luego
ya formaba parte del ritual nocturno.

No entendía la cultura y no entendía por qué lo habían sacado de allí y estaba encerrado.

−Ale, puedes pedirme lo que tú quieras, puedo concederte el deseo especial de las dos de
la madrugada.

−Yo solo deseo estar con mis amigos en la playa.

−Ale, voy a compartir un secreto, has de cerrar los ojos…

Ilusionado, entretenido y esperando con una sonrisa pícara, me daba tiempo a colocar
mi Ipad con fotos de Costa improvisado con su canción “papatoui”.
Un, dos, tres… YA… puedes abrirlos.

Sus enormes ojos se inundaban de lágrimas, lloraba de felicidad y nostalgia, justo en ese
momento era consciente que con poco se podía hacer feliz a un niño.

−Ale, ¡mira! somos un equipo, y ves que ella lleva un fonendo colgado, ella es la jefa, es
como el árbitro en un partido de fútbol.

Pasamos de las lágrimas a las risas y en eso consistía cada noche, cuidarlo y encontrar el
confort, concederle un deseo en el que trasladarnos a un lugar especial nos proporcionara
felicidad, unas noches nos íbamos a la playa, otras cogíamos cocos, era difícil a veces
intentar que el suero que colgaba no se cayera de verdad.

Poco a poco nos costaba más coger los cocos y el dolor era inaguantable y aquella noche ya
no pude disfrutar más de esos enormes ojos y de la sonrisa pícara magnificada por sus
rasgos, esa máquina respiraba por él y todos esos tubos eran para curarlo.

Recibí la llamada de la adjunta de la guardia de esa noche…

− Yolanda, has de cursar analítica completa, está sangrando mucho, pasaremos un


concentrado y volumen.

Fue entonces cuando mis ojos se inundaban de lágrimas, Costa de Marfil no te iba a ver
crecer, las olas ya no podrían acariciar tu oscura piel.

Podía llorar porque se había ido, podía sonreír porque ha vivido, podía cerrar los ojos y rezar
para que volviera, mi corazón podía estar vacío porque no lo habíamos conseguido o lleno
del amor que compartimos, puedo llorar y cerrar mi mente, pero puedo hacer lo que a ti te
gustaría: sonreír, abrir los ojos, amar y seguir.

4.- “Sí quiero”, por Ester Fernández Morell (Dilar, Granada).

Los niños tienen una capacidad innata; son desde el momento en el que nacen arquitectos,
payasos, psicólogos, enfermeros, ángeles… saben adaptar cada capacidad a su momento y
cuando crees que como enfermera lo tienes todo controlado, te mandan ese mensaje que
llevan tiempo intentando descifrar y que al fin consiguen descubrir.

Estudiando en la Escuela de Enfermería nos hablaban a menudo de la famosa “empatía”;


pero esa definición “Identificación mental y afectiva de un sujeto con el estado de ánimo
de otro” no consigue abarcar lo que la palabra en si quiere expresar.
Aquella cualidad que debía acompañarnos durante toda nuestra trayectoria profesional (no
de la mano ni junto a nosotros, sino en nuestras manos, dentro de nosotros) parecía
entonces algo inabarcable, algo que yo como enfermera distaba mucho de conseguir. Sin
embargo, cuando tienes a la persona ahí delante, sufriendo… puedes ser dos cosas: un
humano que también sufre y quiere comprender, o un ser inhumano que cumple su trabajo
pero considera que acercarse emocionalmente al otro va más allá de sus obligaciones. Hasta
ahora creo no haber sido transmutada.

Fue una niña quien me enseñó, sin querer, que con ellos no pueden marcarse barreras
porque si haces tu trabajo con alma y ternura, los niños, simplemente, las derriban. Cuando
la conocí era una niña débil pero con el fuerte carácter que le había impuesto una
enfermedad crónica y una familia difícil. Cada analítica era un grito de guerra, cada aerosol
una lucha, y cada intento de “empatizar” un insulto hacia cualquiera que hiciera acto de
presencia en su habitación. Pero no puedo juzgar el sufrimiento de una niña de 8 años con
una mala evolución de la enfermedad, su eterna compañera.

Durante algo más de un año fuimos encontrándonos en los diferentes servicios del hospital.
Y, esta vez, la barrera no solo la marqué yo. Fue ella la primera que la edificó, con su
carácter, y la que más tarde la derribó cuando yo ya había construido la mía.

Llevaba un mes en la Unidad de Cuidados Intensivos por un deterioro rápido, progresivo y


claro, que abrazaba muy levemente la esperanza. Tras tranquilizarla después de uno de sus
arranques de ira, mientras ella luchaba por respirar y relajarse y yo acariciaba su mano, me
miró, se retiró suavemente la mascarilla y me dijo: “Ester, he estado pensando… ¿quieres
ser mi hermana mayor?”.

Una pregunta tan clara, tan franca, que derribó esa pequeña hilera de ladrillos que todavía
podía quedar y me hizo ver que era así como yo quería seguir trabajando, que la mejor
enfermera no se rige por el número de personas que has salvado sino por aquellas que te
han salvado a ti.

5.- “Teresa”, por Inés Mª Barrio Cantalejo (Granada).

Voy de copiloto. Teresa, mi compañera, enfermera como yo, insiste en que me siente
delante. Está convencida de que mi rudimentario francés es mejor que el suyo. Se ha colado
en el asiento de atrás sin darme tiempo a reaccionar. El tapizado del asiento que ocupo es
de pelo artificial, largo y despeinado. Debemos estar a unos cuarenta y cinco grados y, con
la intensa humedad ambiental, me siento como una gamba blanca de Huelva en plena
ebullición, antes de llegar a una mesa de selectos comensales.

Allá donde apoyo mi brazo se queda pegado, no solo por la humedad del entorno, sino por
la composición química indefinida de la sustancia que cubre el interior del vehículo.
Imperceptible a simple vista, en contacto con mi cuerpo sudoroso, se convierte en un
mucílago fluido que forma frágiles hilillos cuando levanto mi brazo.

He conocido a Teresa hace dos días. Ha llegado cuando llevo siete días adaptándome al
bochorno de la estación camerunesa de lluvias. Me dicen que la lluvia está acabando para
dar paso a la estación seca. No sé en qué se nota: la noche pasada la fuerza del agua bramó
entre los mangos de la casa de los cooperantes. Golpeó con tal brutalidad el tejado que yo
no era capaz de oír la radio ni con mis auriculares encajados en el oído medio. La víspera
me había caído encima un escarabajo Hércules. No me asustó el aspecto fiero del
coleóptero que anuncia el fin de las lluvias. Me sobrecogió sobre todo la perspectiva de
abrirme tan poco heroicamente la cabeza, cuando aún no he empezado con las proezas que
pienso acometer en mi primera experiencia de cooperación.

Teresa es una cooperante experimentada. Tiene una seguridad tan grande como su
humildad. Sus movimientos, como sus palabras, son lentos, cadenciosos, dejando siempre
una puerta abierta a quien quiera cuestionar lo que dice o hace. Si la docilidad de la firmeza
o el rigor de la mansedumbre son oxímoron, esta contradicción forma parte del encanto de
Teresa. Firme, ecuánime, rigurosa, inalterable. Cuatro adjetivos que, en condiciones
normales, no podrían ir en la frase que a continuación define a alguien como mansa, dócil,
adaptable y conciliadora. Pero Teresa no es normal. Es extraordinaria como persona e
íntegra como enfermera.

Teresa no tiene casi tiempo de conocer la misión que nos han encomendado y que vamos
a desarrollar juntas los próximos meses. Yo no puedo frenar la curiosidad de asomarme al
maletín que ha dejado entreabierto con la confiada despreocupación que rezuman todos
sus gestos. Su tamaño nada tiene que ver con el mío, al que también llamo maletín, pero
que tendría que llamar baúl. Carteles coloridos con dibujos naíf sobre lactancia materna e
higiene sexual, frascos con lejía, cuentagotas, pastillas de jabón, cuadernos y rotuladores
en el maletín de Teresa. Esfigmomanómetro, otoscopio, glucómetro, oftalmoscopio,
fonendo y un diapasón en el mío.

Tras cinco horas en todoterreno, llegamos a la chefferie Makovika, en el corazón de la selva.


Nuestras miradas se dirigen simultáneamente al grupo de mujeres que lavan platos y
cacerolas en la balsa de agua turbia donde chapotean pequeños cachorros caninos. Una
joven madre de turgentes pechos da un biberón a un recién nacido. Unos niños juegan con
una naranja que, tras rodar por el suelo, recibe ávidos mordiscos de distintas bocas, hasta
que desaparece dejando pegotes de zumo en todas las manos infantiles.

Mientras Teresa agradece al chófer sus servicios con las singulares tres aproximaciones de
pecho, me hago la olvidadiza y no cojo mi maletín. Las dos miramos alejarse el coche que
dentro tres meses volverá para recogernos.
6.- “Al límite del abismo”, por Amelia Sanz (Guadalajara).

El proponer en casa mi decisión de ser enfermera, tomó por sorpresa a toda la familia pero
fue aceptada con agrado. Tan solo hubo una persona que con todo el cariño del mundo
trató de disuadirme.

-Pero hija, con lo joven que eres, todo el día con enfermos. ¡Tiene que ser muy triste!- Era
mi abuela. Pura generosidad, puesto que al verse mayor bien pudo pensar: -¡Qué bien ya
tengo quien me cuide! Pero no… siempre mirando por el bienestar de todos cuantos la
rodeaban antes que por ella misma.

No había por entonces en mi ciudad, por lo que comencé mis estudios en la capital. Y allá
fui, a estudiar Enfermería. Era la primera vez que me separaba de mi familia y es cierto que
confluían en mí dos sentimientos ambivalentes: las ganas de volar del nido y explorar la vida
pero también el miedo a lo desconocido.

Son muchas las vivencias en esta bonita profesión que se presentan a lo largo de la vida
laboral. Unas terribles, que dejan huella indeleble. Otras tan humanas que te acercan a las
personas aún sin quererlo. Otras contienen su chispilla de humor. Y muchas veces son tan
tiernas que se meten el corazón y allí se guardan por siempre… lo principal es saber dar ese
trato profesional y humano que a nosotros nos gustaría que nos diesen estando al otro lado
de la barrera.

Uno de mis primeros destinos, siendo alumna, fue la planta de pediatría y por siempre
recordaré a ese chiquillo de once años, atado a la cama lleno de tubos por todas partes,
pero con la sonrisa en los labios. Unos labios cianóticos por esa falta de oxígeno que apenas
tenían fuerza para abrirse a la hora de comer. Padecía una enfermedad cardiaca
degenerativa y estaba a la espera de un trasplante.

A los pocos días llegó el anhelado corazón, compatible con él y a quirófano fue con gran
esperanza y la sonrisa más bonita que jamás vi.

Pocos minutos después le veíamos a través de “la campana”. Allá abajo, en la camilla de
quirófano, apenas un niño con el coraje del más grande de los hombres y su sonrisa
impertérrita, contestando a todos tímidamente. Envuelto en mil paños verdes, rodeado de
mil tubos y aparatos, preparada la extracorpórea y todo el instrumental preciso para tan
delicada intervención.

Una multitud de personal, médicos, enfermeras, auxiliares, celadores… cada uno en el


puesto correspondiente, pendiente de su trabajo con la mayor coordinación para que todo
fuese un éxito.
Desde arriba se veía el trasiego de aquella sala donde un niño se debatía entre la vida y la
muerte. Donde todo el equipo trabajaba sin descanso para lograr salvar esa vida que de
otro modo estaba condenada.

Muchas horas pasaron y yo pegada al cristal de la campana sin pestañear apenas. Era la
primera intervención a la que asistía como espectadora y quedé impactada por la dificultad
que entrañaba, por la coordinación de todo el equipo, por ver cómo puede cambiar la vida
de una persona en un instante.

Fueron muchas horas de trabajo intenso que tuvieron la recompensa de devolver la vida a
un chiquillo que apenas había gozado de ella.

Pasaron las críticas 48 horas tras la intervención y aquel niño iba mejorando cada día. Poco
a poco el color volvió a sus mejillas. El anterior tono violáceo tornó por el rosado lleno de
vida. Se le retiraron tubos y drenajes y jugó con alegría.

No volví a verle, pero seguro hoy es un hombre con éxito que nunca olvidará el día que
volvió a nacer.

7.- “La mejor enfermera”, por Elena Palma Ayllón (Granada).

¡Qué nervios! ¡Mañana mi primer día de trabajo oficial como enfermera! Siento el corazón
golpeándome en el pecho. No puedo dormir. ¡¿Cuantas horas llevo dando vueltas en la
cama?! Ni idea… Espero estar a la altura, y hacerlo bien.

Repaso mentalmente las palabras de mi madre de hace tan solo unas horas. Más de 20 años
como enfermera le han valido para ganar mucha experiencia.

‘’No tienes que preocuparte, seguro que lo harás muy bien, estas más que preparada para
ello.

Solo recuerda siempre lo que esta profesión significa para ti. Porqué decidiste estudiar esto.

Sabes que no es un trabajo cualquiera, que es mucho más. Necesitas esa vocación y pasión
que le pones al hacer las cosas que amas. Sabes el sacrificio que supone y que no debes de
perder nunca el entusiasmo de seguir aprendiendo y mejorar.

Sabes que cuidar, no es solo un verbo, ni tampoco significa solo colocar vendas y pinchar,
sino que deberás dar siempre lo mejor de ti a tus pacientes, saber calmar sus miedos, dar
esperanza, cariño… Es ahí cuando comprenderás el valor que tienen las palabras. La
tranquilidad que da saber que tendrás a alguien disponible para cuando lo necesites.
Verás también la importancia de la amabilidad, como una sonrisa, y el saber escuchar,
ayudan más que cualquier tranquilizante.

Aprenderás a respetar la dignidad de las personas, tanto en vida como a la hora de su


muerte.

Explorarás los límites de tu resistencia física y paciencia, cuando pases horas y horas sin
dormir. Porque mientras muchos duermen, tú seguirás en pie.

Deberás ser fuerte psicológicamente, pues tus pacientes necesitarán que así sea. ¡Eso no
quiere decir que no llores o te emociones! ¡Eres persona y te aseguro que llorarás! Pero
nunca debes derrumbarte delante de ellos, porque en la gran mayoría de la ocasiones, serás
uno de sus pilares de sustento. Y a pesar de toda la carga emocional que te supondrá esto,
deberás aprender a dejar el trabajo fuera de casa, y seguir con tu vida, para así evitar
‘’quemarte’’. Esto es muy importante y te llevara tiempo aprenderlo.

Te aseguro que los hospitales son el sitio donde escuchas las plegarias más sinceras.

Sabes que a mí me gusta decir que la Enfermería es arte y es ciencia, porque tus técnicas
deberán ser perfectas o por lo menos que rocen la perfección, pero a su vez, deberás saber
humanizarlas al máximo, haciendo así que tu paciente sufra lo más mínimo. No debes
olvidar nunca que tratas con personas, no con enfermedades andantes.

Te irás dando cuenta, que a pesar de las sombras de tristeza que produce la enfermedad
también suceden momentos de felicidad. Que una persona puede vivir más en una semana
que en cinco años. Muchos pacientes, te enseñarán a apreciar la vida, y que los pequeños
detalles y el amor son lo que finalmente tiene importancia. Acompañarás a personas que
exhalen su último aliento, a la vez que acompañarás a los que lo inspiran por primera vez,
observando la magia de este momento, y diciéndote que todo tu sacrificio y trabajo ha
merecido la pena.

Porque no hay nada más gratificante que poder ayudarlos en esos momentos tan duros, ver
su alivio, o simplemente cuando te dicen: Muchas gracias enfermera. Seguramente sea la
gratitud más sincera que recibas en tu vida.

“¡Espero que te sirvan mis consejos y te conviertas en la mejor enfermera de todo el hospital!
‘’

Intento imaginarme a mi madre con su paciencia y bondad infinita, atendiendo paciente a


paciente con su mejor sonrisa. Y entre pensamiento y pensamiento, me quedo finalmente
profundamente dormida.

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