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Algunos consejos sobre la fe y la religión para la generación actual

Ron Rolheiser - Lunes, 23 de septiembre de 2019

No es ningún secreto que hoy estamos siendo testigos de una disminución masiva en la
asistencia a la iglesia y, aparentemente, de una pérdida paralela de interés en la religión. La
mentalidad tradicional, dentro de la cual nos preocupábamos, a veces obsesivamente, por el
pecado, por ir a la iglesia, y por el cielo y el infierno, ya no tiene influencia para millones de
personas. Un padre, preocupado por el estado religioso de sus hijos, compartió conmigo
recientemente, "nuestras viejas preocupaciones religiosas nunca oscurecen sus mentes". ¿Qué
se puede decir al respecto?
Ciertamente, puede que yo no sea la persona más adecuada para ofrecer este consejo. Tengo
más de 70 años, soy un escritor espiritual cuyo interés principal de investigación y enseñanza
se centra ahora mismo en la espiritualidad del envejecimiento, y soy un sacerdote católico
romano, miembro de una comunidad religiosa, que puede ser percibido como un simple
representante de la religión y de la iglesia. Pero, a pesar de eso, aquí hay algunos consejos
sobre la fe y la religión para la generación de hoy.
Primero: Busca honestamente. La primera preocupación de Dios no es si vas a la iglesia o
no, sino si eres honesto en tu búsqueda de la verdad y del sentido. Cuando el apóstol Tomás
duda de la veracidad de la resurrección, Jesús no le regaña, sino que simplemente le pide que
extienda su mano y continúe buscando, confiando en que, si busca honestamente, finalmente
encontrará la verdad. Lo mismo ocurre con nosotros. Todo lo que tenemos que hacer es ser
honestos, no mentir, reconocer la verdad a medida que se nos revela. En el Evangelio de Juan,
Jesús establece una sola condición para venir a Dios: Se honesto y nunca te niegues a
reconocer lo que es verdad, sin importar lo inconveniente que sea. ¡Pero la clave es ser
honesto! Si somos honestos, eventualmente encontraremos un sentido y eso nos llevará a
donde tenemos que ir - quizás incluso a la puerta de una iglesia en algún lugar. Pero, aunque
no lo haga, Dios nos encontrará. El misterio de Cristo es más grande de lo que imaginamos.
Segundo: Escucha lo más profundo en tu interior. El alma es un bien precioso. Asegúrate
de respetar la tuya. Respeta la voz dentro de tu alma. Más profunda que las muchas voces
tentadoras que oís en el mundo y que os llaman en todas direcciones, es una voz dentro de
vosotros que, como una sed insaciable, os recuerda siempre la verdad de esta oración de san
Agustín: Nos has hecho para ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos hasta que
descansen en ti. Mantente en contacto con esa voz. La oirás en tu inquietud y, en palabras de
Karl Rahner, te enseñará algo que al principio es difícil de soportar pero que finalmente te hará
libre: En la tormenta de la insuficiencia de todo lo que se puede lograr, aprendemos finalmente
que esta vida es una sinfonía inacabada.
Tercero: ¡Cuidado con la masa! En los Evangelios la palabra "multitud" es casi siempre
peyorativa. Por una buena razón: Las multitudes no tienen mente y la energía de una multitud
es a menudo peligrosa. Así que ten cuidado con lo que Milan Kundera llama "la gran marcha",
es decir, su propensión a ser liderada por la ideología, el pensamiento de grupo, la última
moda, la persona o cosa popular, el falso sentimiento de estar en lo cierto, porque la mayoría
de la gente se siente de esa manera, y las presiones sociales que vienen tanto de la derecha
como de la izquierda. Sé fiel a ti mismo. Sé el profeta solitario que no teme estar solo en el
mundo exterior. Sueña. Sé idealista. Protege tu alma. No la regales a precio de ganga.
Cuarto: No confundir la fe con la Iglesia - pero no descartes a la iglesia demasiado
rápido. Cuando preguntan a los que no son creyentes hoy en día por qué no lo son,
sistemáticamente, su respuesta es: "Ya no creo". Pero, ¿qué es eso en lo que ya no creen? Lo
que ya no creen no es en realidad la verdad sobre Dios, la fe y la religión, sino más bien lo que
han oído sobre Dios, la fe y la religión. Aclara esto y descubrirás que tienes fe. Además, no
descartes las iglesias demasiado rápido. Tienen deficiencias reales; no te equivocas al
respecto, pero siguen siendo el mejor GPS disponible para ayudarte a encontrar tu camino
hacia el sentido. Son una hoja de ruta elaborada por multitud de exploradores que han
recorrido el camino antes que tú. Tú puedes ignorarlos, pero entonces mantente atento a la
suave voz de Dios que a menudo dice: "Recalculando". Dios te llevará a casa, pero las iglesias
pueden ayudarte.
Cuarto: No te olvides de los pobres. Cuando tocas a los pobres, tocas a Dios y, como dice
Jesús, en el día del juicio seremos juzgados por cómo servimos a los pobres. Entrégate en
alguna forma de altruismo, sabiendo, como dice Jesús, que no son los que dicen Señor, Señor,
los que van al cielo, sino los que sirven a los demás. En su búsqueda, tú necesitas obtener una
carta de recomendación de parte de los pobres.
Quinto: Busca entre tus contemporáneos un modelo que te inspire. Jean Vanier, Henri
Nouwen, Thomas Merton, Dorothy Day, Oscar Romero, Dietrich Bonhoeffer, Simone Weil, Etty
Hillesum, y Dag Hammarskjold, entre otros - todos han afrontado tus problemas.
Ascender, descender y exactamente permanecer estable

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 29 de abril de 2019

¿A dónde deberíamos dirigir nuestra mirada? ¿Hacia arriba, hacia abajo, o precisamente hacia
el camino que estamos recorriendo?
Bueno, hay diferentes clases de espiritualidades: Espiritualidades del Ascenso, Espiritualidades
del Descenso y Espiritualidades de Mantenimiento, y todas son importantes.
Las Espiritualidades del Ascenso son espiritualidades que nos invitan a esforzarnos siempre
por lo que es más alto, por lo que es más noble, por lo que nos amplía horizontes y lleva
(simbólicamente) hacia arriba, más allá de la fatiga moral y las rutinas espirituales en las que
habitualmente nos encontramos. Esas espiritualidades nos dicen que podemos ser más, que
podemos trascender lo ordinario y abrirnos camino a través de los viejos techos que, hasta
ahora han constituido nuestro horizonte. Nos dicen que si nos abrimos suficientemente
seremos capaces de andar sobre las aguas, ser grandes santos, estar inflamados por el
Espíritu y experimentar ya ahora los profundos gozos del Reino de Dios. Estas espiritualidades
nos dicen que la santidad se basa en el ascenso y que nosotros deberíamos estar abriéndonos
habitualmente hacia metas más altas.
Estas espiritualidades tienen una contrapartida, y esa contrapartida es lo que frecuentemente
oímos de los oradores de una fiesta de graduación académica que siempre están desafiando a
esos nuevos graduados a soñar grandes retos, a alcanzar las estrellas.
Hay mucho que decir de este tipo de invitación. Buena parte de los Evangelios es exactamente
ese tipo de desafío: Mantén tu mirada dirigida hacia arriba: Piensa con tu mente; siente con tu
corazón; imagínate como hijo de Dios y refleja esa grandeza; deja que las enseñanzas de
Jesús te abran; deja que el espíritu de Jesús te llene; deja que los altos ideales te
engrandezcan.
Pero los Evangelios también nos invitan a una Espiritualidad del Descenso. Nos dicen que
hagamos amigos con el desierto, con la cruz, con las cenizas, con la autorrenuncia, con la
humillación y con la muerte misma. Nos dicen que crecemos no sólo siendo movidos hacia
arriba sino también descendiendo hacia abajo. Crecemos también dejando que el desierto nos
ayude, renunciando a nuestros sueños especiales para aceptar la cruz, permitiendo que las
humillaciones que ocurren profundicen nuestro carácter, teniendo el coraje de enfrentarnos a
nuestro propio y profundo caos, y haciendo las paces con nuestra propia mortalidad. Estas
espiritualidades nos dicen que, a veces nuestra tarea, espiritual y psicológica, no es elevar
nuestros ojos a los cielos, sino bajar la vista a la tierra, sentarnos en las cenizas de la soledad y
la humillación, contemplar el agitado desierto que hay dentro de nosotros y hacer la paz con
nuestros límites humanos y con nuestra mortalidad.
No hay muchas contrapartidas seculares a esta espiritualidad (aunque sí ves esto en lo mejor
de la psicología y la antropología). El desafío del descenso no es el que normalmente oirás por
parte de un orador recién graduado.
Pero aún hay otro género de espiritualidades, una clase muy importante, a saber, las
Espiritualidades de Mantenimiento. Estas espiritualidades nos invitan a un propio autocuidado,
tener en cuenta que el viaje del discipulado es una maratón, no un sprint, y así poner atención
a nuestros límites. No todos somos atletas espirituales, y el cansancio, la depresión, la soledad
y la frágil salud, mental o física, pueden quebrarnos, si no somos cuidadosos con nosotros
mismos. Estas espiritualidades nos invitan a ser cautos ante un ascenso demasiado entusiasta
y un descenso ingenuo. Nos dicen que el embotamiento, el aburrimiento y el tedio se nos
juntarán a lo largo del camino, y así nosotros deberíamos tener un vaso de vino cuando lo
necesitáramos y dejaría a nuestro aburrimiento dictar que, en una determinada noche, podría
ser más saludable para nosotros espiritualmente ver una comedia sin sentido o un
acontecimiento deportivo que emplear ese tiempo viendo un programa religioso. También nos
dicen que respetemos el hecho de que, ante nuestra fragilidad mental, hay descensos de los
que deberíamos estar lejos. No nos niegan que necesitemos impulsarnos a nosotros mismos a
nuevas alturas y que necesitemos tener el coraje, a veces, de afrontar el caos y el desierto en
nuestro interior; pero nos advierten que siempre debemos tener en cuenta lo que podemos
manejar en un momento determinado en nuestras vidas y lo que no podemos manejar
justamente entonces. Las espiritualidades buenas no te ponen en una universal cinta
transmisora, el mismo camino para todos, sino tienen en cuenta lo que necesitas hacer para
mantener tu energía y salud en una maratón de viaje.
Las Espiritualidades de Mantenimiento tienen una contrapartida secular, y nosotros podemos
aprender aquí cosas del estrés de nuestra cultura sobre mantenimiento de la salud física a
través de un ejercicio adecuado, una dieta adecuada y unos hábitos de salud adecuados. A
veces en nuestra cultura esto viene a ser unilateral y obsesivo, pero aún es algo de lo que las
espiritualidades aprenden, a saber, que la tarea de la vida es solo crecer y enfrentarte
valerosamente a tu sombra y mortalidad. A veces -muchas veces- la tarea más urgente es
simplemente permanecer fuerte, sano y animado.
Las diferentes espiritualidades dan importancia a uno o al otro de éstos aspectos: el ascenso,
el descenso o (menos comúnmente) el mantenimiento, pero una buena espiritualidad dará
importancia a los tres: Dirige tu mirada hacia arriba, no olvides mirar hacia abajo y mantén tus
pies firmemente asegurados en el suelo.
Celibato – Una apología personal

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 18 de febrero de 2019

Como célibe religioso con votos, soy muy consciente de que hoy el celibato, tanto vivido en un
compromiso religioso como en otras circunstancias, es sospechoso, atacado y ofrece
demasiado poco a sus críticos a modo de útil apología.
¿Creo en el valor del celibato consagrado? La única respuesta verdadera que puedo dar debe
venir de mi propia vida. ¿Cuál es mi respuesta a una cultura que, en su mayoría, cree que el
celibato es una ingenuidad y un dualismo que va contra la bondad de la sexualidad, hace a sus
partidarios no del todo humanos, y se halla en la raíz de la crisis del abuso sexual de los
clérigos de la iglesia católica romana? ¿Qué podría decir yo en su defensa?
Primero, ¿que el celibato no es una base para la pedofilia? Virtualmente todos los estudios
empíricos indican que la pedofilia es una diagnosis no ligada al celibato. Pero a continuación
dejadme reconocer su inconveniente: El celibato no es el normal estado para nadie. Cuando
Dios hizo al primer hombre y mujer, dijo: “No es bueno que el ser humano esté solo”. Eso no es
únicamente una declaración sobre el lugar constitutivo de la comunidad en nuestras vidas
(aunque sí es); es una clara referencia a la sexualidad, su bondad fundamental y su lugar
proyectado por Dios en nuestras vidas. De eso se deduce que ser célibe, particularmente elegir
serlo, viene cargado de verdaderos peligros. El celibato puede llevar, y a veces lleva, a un
enfermizo sentido del yo sexual y relacional de uno y a una frialdad que es con frecuencia
crítica. Puede también, comprensiblemente, llevar a una malsana preocupación sexual en el
célibe, y ello proporciona el acceso a ciertas formas de intimidad en las que puede ocurrir un
peligroso abuso de confianza. Menos reconocido, pero un gran peligro, es que ello puede ser
algo que me lleve al egoísmo. Simplemente dicho, sin las inherentes demandas que vienen con
el matrimonio y la crianza de los hijos, existe el siempre presente peligro de que un célibe
puede, inconscientemente, comprometer demasiado su vida para satisfacer sus propias
necesidades.
Así, el celibato no es para todos; ni siquiera para la mayoría. Contiene una anomalía inherente.
El celibato consagrado no es sin más un estilo de vida diferente. Es anómalo, en términos del
único sacrificio que pide de ti, en el que, como Abrahán subiendo a la montaña para sacrificar a
Isaac, a ti se te pide sacrificar lo que te es más preciado. Como Thomas Merton, hablando de
su propio celibato, dijo una vez: La ausencia de la mujer es una carencia en mi castidad. Pero,
tanto para el célibe como para Abrahán, eso puede tener un rico proyecto y contiene su propio
potencial para la generatividad.
Igualmente, yo creo que el celibato consagrado, como la música o la religión, necesita ser
juzgado por sus mejores expresiones y no por sus aberraciones. El celibato no debería ser
juzgado por los que no le han dado una expresión saludable sino por los muchos hombres y
mujeres admirables, santos del pasado y del presente que le han dado una expresión
saludable y generativa. Uno podría nombrar a numerosos santos del pasado o personas
maravillosamente saludables y generativas de nuestra propia generación como ejemplos en los
que el celibato consagrado ha contribuido a una vida sana y feliz que inspira a otros: Madre
Teresa, Jean Vanier, Óscar Romero, Raymond E. Brown y Helen Prejean, por nombrar sólo a
unos pocos. Personalmente, yo conozco a muchos célibes con votos que son muy generativos,
cuya integridad envidio y que hacen el celibato creíble… y atractivo.
Como el matrimonio, aunque de diferente manera, el celibato ofrece un rico potencial para la
intimidad y generatividad. Como célibe con votos, doy gracias por una vocación que me ha
introducido íntimamente en el mundo de tanta gente. Cuando abandoné el hogar a una edad
temprana para entrar en los Misioneros Oblatos de María Inmaculada -lo confieso- yo no quería
el celibato. Nadie debería quererlo. Yo quería ser misionero y sacerdote, y el celibato se
presentaba como el escollo. Pero una vez dentro de la vida religiosa, casi inmediatamente, me
gustó la vida, aunque no la parte del celibato. Dos veces pospuse la profesión de votos
perpetuos, inseguro del celibato. Al fin, tomé la decisión, un duro salto de confianza, e hice los
votos de por vida. Descubrimiento total, el celibato ha sido para mí singularmente la parte más
dura de mis más de cincuenta años de vida religiosa… pero, al mismo tiempo, ha ayudado a
crear una especial forma de entrada en el mundo y en las vidas de otros que ha enriquecido
maravillosamente mi ministerio.
El natural deseo dado por Dios para la intimidad sexual, para la exclusividad en el afecto, para
el lecho conyugal, para los hijos, para los nietos, no te abandona, y no debería hacerlo. Pero el
celibato ha ayudado a traer a mi vida una rica, consistente y profunda intimidad. Reflexionando
sobre mi vocación de célibe, todo lo que puedo sentir legítimamente es gratitud.
El celibato no es para todos. Te excluye de lo normal; parece brutalmente injusto a veces; está
lleno de peligros que se alinean desde la seria traición de la confianza hasta vivir una vida
egoísta; y es una carencia en tu misma castidad. Pero si vives hasta el fin en fidelidad, puede
ser maravillosamente generativo y no te excluye ni de la verdadera intimidad ni de la verdadera
felicidad.
Crear y mantener espacio para nuestra aflicción

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 7 de octubre de 2019

Hace algunos años asistí en un fin de semana a un retiro dado por una mujer que no escondía
el hecho de que no poder tener hijos constituía una profunda herida en su vida. Así que ofrecía
retiros sobre el dolor de no poder tener hijos. Siendo yo célibe y no teniendo mis propios hijos,
asistí a uno de esos retiros, el único hombre en probar fortuna allí. El resto de participantes
eran mujeres, la mayoría en sus 40 y 50 años, que no habían tenido hijos propios.
Nuestra directora del retiro, haciendo uso de la escritura, biografía, poesía y psicología,
examinó la cuestión de la esterilidad desde muchos puntos de vista. El retiro llegó a su punto
crítico la tarde del sábado con un ritual en la capilla, a la que varios participantes trajeron una
gran cruz y expresaron claramente su dolor para que Jesús y todos los demás lo oyeran. Eso
fue seguido por nosotros viendo, juntos, la película británica Secretos y mentiras, en la que la
angustia de una mujer incapaz de concebir un hijo es destacada poderosamente. Después,
hubo una gran y sincera manifestación de sentimientos, ¡y muchas y muchas lágrimas! Pero
después de esa dolorosa manifestación de dolor y las generosísimas lágrimas que la
acompañaron, todo el ambiente cambió, como si alguna oscura tormenta hubiera hecho lo suyo
pero nos hubiera dejado a nosotros aún intactos. Hubo alivio y mucha risa y alegría. En verdad,
una tormenta había pasado sobre nosotros, pero estábamos a salvo. Cualquier dolor se puede
sobrellevar si se puede compartir. A Art Schopenhauer se le atribuye este dicho, pero,
independientemente de quién lo dijo primero, capta lo que sucedió en ese retiro. Un profundo
dolor fue hecho más llevadero no porque fuera superado sino porque fue compartido, y
compartido de una manera “sacramental”. Sí, hay sacramentos que no tienen lugar en una
iglesia, pero aun así tienen poder sacramental. Y necesitamos más de ellos.
Por ejemplo, Rachel Held Evans escribe: “Frecuentemente oigo a lectores que han
abandonado sus iglesias porque no tenían canciones para cantar después del fracaso, el
disparo, el terremoto, el divorcio, el diagnóstico, el ataque, la bancarrota. La tendencia
americana hacia el triunfalismo, del optimismo enraizado en el éxito, el dinero y el privilegio,
contagiará y minará de sustancia a cualquier comunidad de fe que ha perdido su capacidad
para mantener espacio para aquellos que están en aflicción”.
Tiene razón. Nuestras iglesias no están creando bastante espacio para contener el dolor. En
esencia: En la diaria espiritualidad práctica de la comunidad, la oración, la liturgia y la
Eucaristía de nuestras iglesias, no nos apoyamos suficientemente en el hecho de que Cristo es
a la vez una realidad que muere y resucita. Generalmente no tomamos la parte de Cristo que
muere tan seriamente como deberíamos. ¿Cuáles son las consecuencias?
Entre otras cosas, quiere decir que no creamos bastantes celebraciones públicas y rituales en
nuestras iglesias en que la gente pueda sentirse libre para reconocer y expresar su aflicción y
dolor públicamente y de una manera “sacramental”. Desde luego, nuestras iglesias sí tienen
ritos funerarios, sacramentos de los enfermos, servicios de reconciliación, servicios especiales
de oración después de una tragedia en una comunidad, y otros rituales y encuentros que son
poderosos espacios para contener el dolor y la aflicción. Sin embargo (con la excepción del
sacramento de la reconciliación, que, en cambio, es generalmente un ritual privado y uno-a-
uno) estos están generalmente unidos a circunstancias especiales y singulares tales como una
muerte, una enfermedad seria o una tragedia episódica en una comunidad. Lo que nos falta
son rituales regulares eclesialmente basados y públicos, análogos a encuentros de Alcohólicos
Anónimos, en torno a los cuales la gente puede venir, compartir su aflicción y experimentar una
gracia que sólo puede venir de la comunidad.
Necesitamos diversas clases de celebraciones “sacramentales” en nuestras iglesias, en las que
-para usar la terminología de Rachel Held Evans- podamos crear y mantener espacios para
aquellos que están sufriendo un corazón roto, un fracaso, un aborto, un cruel diagnóstico
médico, una bancarrota, la pérdida de empleo, un divorcio, una jubilación forzada, un rechazo
en el amor, la muerte de un preciado sueño, la entrada a una vida asistida, la adaptación a un
nido vacío en un matrimonio, la esterilidad y frustraciones de todas clases.
¿Qué parecerán estos rituales? En su mayor parte no existen aún, así que depende de
nosotros inventarlos. Charles Taylor sugiere que la batalla religiosa hoy no es tanto una batalla
de la fe sino una batalla de la imaginación. Nadie ha vivido nunca en esta clase de mundo
anteriormente. Necesitamos algunos rituales nuevos. Somos pioneros en nuevo territorio, y los
pioneros tienen que improvisar. Se admite que el dolor y la aflicción siempre han estado con
nosotros, pero la pasada generación tuvo medios públicos de crear espacio para contener la
pena. Las familias, las comunidades y las iglesias tuvieron entonces menos de una batalla con
la clase de individualismo que hoy nos deja generalmente solos para tratar de nuestra aflicción.
Hoy ya no hay una suficiente estructura pública y eclesial para ayudarnos a aceptar que, aquí
en esta vida, vivimos “gimiendo y llorando en un valle de lágrimas”.
Necesitamos imaginar algunos rituales sacramentales nuevos en los que ayudar a contener
nuestra aflicción.
¿Dónde está el hogar?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 27 de mayo de 2019

Durante los años que serví como Superior religioso a una provincia de sacerdotes y hermanos
oblatos en Canadá-Oeste, traté de mantener mi pie en el mundo académico haciendo alguna
enseñanza adjunta en la Universidad de Saskatchewan. Fue siempre un curso nocturno, una
vez a la semana, anunciado como fundamental sobre teología cristiana, y atrajo a cierta
variedad de estudiantes.
Una de las lecturas asignadas para el curso fue el libro de Christopher de Vinck Sólo el
corazón sabe cómo encontrarlos: Recuerdos preciosos para un tiempo sin fe. El libro es una
serie de ensayos autobiográficos, la mayoría de los cuales se centran en su vida de hogar y su
relación con su esposa e hijos. Los ensayos que describen su relación con su esposa no
exceden lo romántico, pero son maravillosamente reconfortantes y colocan el sexo en un
contexto de matrimonio, seguridad y fidelidad.
Al final del semestre, una mujer joven, de 30 años, me dijo esto mientras me entregaba en su
trabajo final una reflexión sobre el libro de Vinck: “Este es el mejor libro que he leído en mi vida.
No tuve mucha guía moral mientras crecía, y así no siempre tuve cuidado con mi corazón y fui
bastante libre y existencial acerca del sexo. Básicamente he dormido en mi camino a través de
dos provincias canadienses; pero ahora sé que lo que de hecho deseo es lo que este hombre
(de Vinck) tiene. ¡Estoy buscando la cama de matrimonio!” Sus ojos rompieron en lágrimas
mientras me confiaba esto.
¡Estoy buscando la cama de matrimonio! Eso es una gran imagen de lo que el corazón
denomina hogar.
Al final del día, ¿qué es el hogar? ¿Es una entidad étnica, un género, una ciudadanía, una casa
en algún sitio, el lugar donde nacimos, o es un lugar en el corazón?
Es un lugar en el corazón, y la imagen de la cama de matrimonio lo sitúa bien. El hogar es
donde estás cómodo física, psicológica y moralmente. El hogar es donde te sientes seguro. El
hogar es donde tu corazón no se siente fuera de sitio, obligado, violentado, denigrado,
trivializado, hecho a un lado (aun cuando a veces se toma como favor). El hogar es un sitio del
que no tienes que ausentarte para ser tú mismo. El hogar es donde puedes ser totalmente tú
mismo, sin la necesidad de adoptar la actitud de que eres otra cosa diferente a ti. El hogar es
donde estás a gusto.
Hay diferentes lecciones encubiertas en ese concepto de hogar, no menos importantes -como
esta joven mujer vino a darse cuenta- algunas valiosas opiniones sobre qué idea tenemos del
amor y el sexo. Algo de lo que está en juego aquí es captado en este popular concepto de
anhelo por un alma gemela. La lástima, empero, es que generalmente tendemos a opinar de un
alma gemela en términos románticos muy cargados. Pero, como ilustra el libro de Vinck,
encontrar un alma gemela tiene más que ver con encontrar el consuelo moral y la seguridad
psicológica de la cama de un matrimonio monógamo de lo que tiene que ver con el objeto de
las novelas románticas. En términos de nuestra sexualidad, lo que subyace más profundo en
nuestros anhelos eróticos es el deseo de encontrar a alguien que nos lleve a casa. Cualquier
sexo desde el que tienes que ir a casa es aún algo que no está dando aquello por lo que más
anhelas; y es, a lo más, un tónico temporal que te deja buscando incluso algo adicional y más
real.
La frase Estoy buscando la cama de matrimonio contiene también algunas opiniones
enfrentadas que disciernen entre las varias clases de amor, infatuación y atracciones en las
que caemos. La mayoría de la gente es por naturaleza temperamentalmente promiscua, lo que
significa que experimentamos fuertes sentimientos de atracción, infatuación y amor por todas
maneras de otros, independientemente del hecho de que con frecuencia aquello por lo que
somos atraídos en otro, no es algo con lo que pudiéramos estar alguna vez en casa. Podemos
enamorarnos de muchos tipos diferentes de personas, pero ¿qué clase de amor contribuye a
formar un matrimonio y un hogar? El matrimonio y el hogar se afirman sobre la clase de amor
que te lleva al hogar, sobre la clase de amor que te da la sensación de que con esta persona
puedes estar en casa y puedes construir un hogar.
Y, obviamente, este concepto no sólo se aplica a un esposo y esposa en el matrimonio. Es una
imagen para lo que constituye el hogar; para todos, casados y célibes igualmente. La cama de
matrimonio es una metáfora por la que se expresa el centro psicológico y moral a discreción.
T. S. Elliot escribió una vez: El hogar es el sitio de donde partimos. Es también el lugar donde
deseamos acabar. Al nacer, nuestros padres nos traen al hogar. Ese es el lugar desde donde
empezamos y donde estamos a gusto hasta que la pubertad nos guía afuera en busca de otro
hogar. Muchas trampas nos esperan potencialmente en esa búsqueda; pero, si escuchamos
ese profundo consejo de nuestro interior, ese indomable anhelo de lograr el hogar de nuevo,
entonces, como los magos que siguieron una estrella especial hasta el pesebre, nosotros
también encontraremos la cama de matrimonio; o, al menos, no la buscaremos por todos los
lugares inapropiados.
¿Dónde está el hogar?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 27 de mayo de 2019

Durante los años que serví como Superior religioso a una provincia de sacerdotes y hermanos
oblatos en Canadá-Oeste, traté de mantener mi pie en el mundo académico haciendo alguna
enseñanza adjunta en la Universidad de Saskatchewan. Fue siempre un curso nocturno, una
vez a la semana, anunciado como fundamental sobre teología cristiana, y atrajo a cierta
variedad de estudiantes.
Una de las lecturas asignadas para el curso fue el libro de Christopher de Vinck Sólo el
corazón sabe cómo encontrarlos: Recuerdos preciosos para un tiempo sin fe. El libro es una
serie de ensayos autobiográficos, la mayoría de los cuales se centran en su vida de hogar y su
relación con su esposa e hijos. Los ensayos que describen su relación con su esposa no
exceden lo romántico, pero son maravillosamente reconfortantes y colocan el sexo en un
contexto de matrimonio, seguridad y fidelidad.
Al final del semestre, una mujer joven, de 30 años, me dijo esto mientras me entregaba en su
trabajo final una reflexión sobre el libro de Vinck: “Este es el mejor libro que he leído en mi vida.
No tuve mucha guía moral mientras crecía, y así no siempre tuve cuidado con mi corazón y fui
bastante libre y existencial acerca del sexo. Básicamente he dormido en mi camino a través de
dos provincias canadienses; pero ahora sé que lo que de hecho deseo es lo que este hombre
(de Vinck) tiene. ¡Estoy buscando la cama de matrimonio!” Sus ojos rompieron en lágrimas
mientras me confiaba esto.
¡Estoy buscando la cama de matrimonio! Eso es una gran imagen de lo que el corazón
denomina hogar.
Al final del día, ¿qué es el hogar? ¿Es una entidad étnica, un género, una ciudadanía, una casa
en algún sitio, el lugar donde nacimos, o es un lugar en el corazón?
Es un lugar en el corazón, y la imagen de la cama de matrimonio lo sitúa bien. El hogar es
donde estás cómodo física, psicológica y moralmente. El hogar es donde te sientes seguro. El
hogar es donde tu corazón no se siente fuera de sitio, obligado, violentado, denigrado,
trivializado, hecho a un lado (aun cuando a veces se toma como favor). El hogar es un sitio del
que no tienes que ausentarte para ser tú mismo. El hogar es donde puedes ser totalmente tú
mismo, sin la necesidad de adoptar la actitud de que eres otra cosa diferente a ti. El hogar es
donde estás a gusto.
Hay diferentes lecciones encubiertas en ese concepto de hogar, no menos importantes -como
esta joven mujer vino a darse cuenta- algunas valiosas opiniones sobre qué idea tenemos del
amor y el sexo. Algo de lo que está en juego aquí es captado en este popular concepto de
anhelo por un alma gemela. La lástima, empero, es que generalmente tendemos a opinar de un
alma gemela en términos románticos muy cargados. Pero, como ilustra el libro de Vinck,
encontrar un alma gemela tiene más que ver con encontrar el consuelo moral y la seguridad
psicológica de la cama de un matrimonio monógamo de lo que tiene que ver con el objeto de
las novelas románticas. En términos de nuestra sexualidad, lo que subyace más profundo en
nuestros anhelos eróticos es el deseo de encontrar a alguien que nos lleve a casa. Cualquier
sexo desde el que tienes que ir a casa es aún algo que no está dando aquello por lo que más
anhelas; y es, a lo más, un tónico temporal que te deja buscando incluso algo adicional y más
real.
La frase Estoy buscando la cama de matrimonio contiene también algunas opiniones
enfrentadas que disciernen entre las varias clases de amor, infatuación y atracciones en las
que caemos. La mayoría de la gente es por naturaleza temperamentalmente promiscua, lo que
significa que experimentamos fuertes sentimientos de atracción, infatuación y amor por todas
maneras de otros, independientemente del hecho de que con frecuencia aquello por lo que
somos atraídos en otro, no es algo con lo que pudiéramos estar alguna vez en casa. Podemos
enamorarnos de muchos tipos diferentes de personas, pero ¿qué clase de amor contribuye a
formar un matrimonio y un hogar? El matrimonio y el hogar se afirman sobre la clase de amor
que te lleva al hogar, sobre la clase de amor que te da la sensación de que con esta persona
puedes estar en casa y puedes construir un hogar.
Y, obviamente, este concepto no sólo se aplica a un esposo y esposa en el matrimonio. Es una
imagen para lo que constituye el hogar; para todos, casados y célibes igualmente. La cama de
matrimonio es una metáfora por la que se expresa el centro psicológico y moral a discreción.
T. S. Elliot escribió una vez: El hogar es el sitio de donde partimos. Es también el lugar donde
deseamos acabar. Al nacer, nuestros padres nos traen al hogar. Ese es el lugar desde donde
empezamos y donde estamos a gusto hasta que la pubertad nos guía afuera en busca de otro
hogar. Muchas trampas nos esperan potencialmente en esa búsqueda; pero, si escuchamos
ese profundo consejo de nuestro interior, ese indomable anhelo de lograr el hogar de nuevo,
entonces, como los magos que siguieron una estrella especial hasta el pesebre, nosotros
también encontraremos la cama de matrimonio; o, al menos, no la buscaremos por todos los
lugares inapropiados.
El aroma de la humildad

Rol Rolheiser - Lunes, 16 de septiembre de 2019

Según Isaac el Sirio, un famoso obispo y teólogo del siglo VII, una persona que es
genuinamente humilde emite un cierto olor que otras personas sentirán y que incluso los
animales captarán, de modo que los animales salvajes, incluyendo las serpientes, caerán bajo
su hechizo y nunca le harán daño a esa persona.
Esta es su lógica: Una persona humilde, cree, ha recuperado el olor del paraíso y en la
presencia de tal persona uno no se siente juzgado y no tiene nada que temer, y esto es cierto
incluso para los animales. Se sienten seguros alrededor de una persona humilde y se sienten
atraídos por ella. No es de extrañar que gente como Francisco de Asís pudiera hablar con los
pájaros y hacerse amigo de los lobos.
Pero, por muy bello que suene todo esto, ¿es un cuento de hadas piadoso o es una metáfora
rica y arquetípica? Me gusta pensar que es lo segundo, es una metáfora rica, y quizás incluso
algo más. La humildad, en efecto, tiene un olor, el olor de la tierra, del suelo y del paraíso.
¿Pero cómo? ¿Cómo puede una cualidad espiritual emitir un olor físico?
Bueno, somos psicosomáticos, criaturas de cuerpo y alma. Así, en nosotros, lo físico y lo
espiritual son tan parte de una misma sustancia que es imposible separarlos unos de otros.
Decir que somos cuerpo y alma es como decir que el azúcar es blanca y dulce y que la
blancura y la dulzura nunca se pueden poner en pilas separadas. Ambos están dentro del
azúcar. Somos una sola sustancia, inseparable, cuerpo y alma, por lo que siempre somos tanto
físicos como espirituales. Así que, de hecho, sentimos cosas físicas espiritualmente, así como
olemos cosas espirituales a través de nuestros sentidos físicos. Si esto es cierto, y lo es,
entonces, sí, la humildad emite un olor que se puede sentir físicamente y el concepto de Isaac
el sirio es más que una mera metáfora.
Pero también es una metáfora: La palabra humildad toma su raíz en la palabra latina humus,
que significa tierra, suelo y tierra. Si uno va con esta definición, entonces la persona más
humilde que usted conoce es la persona más digna y más enraizada. Ser humilde es tener los
pies firmemente plantados en la tierra, estar en contacto con la tierra y llevar el olor de la tierra.
Más aún, ser humilde es tomar el lugar que nos corresponde como un pedazo de tierra y no
como alguien o algo separado de ella.
El célebre místico y científico Pierre Teilhard de Chardin lo expresó a veces en sus oraciones.
Durante los años en que, como paleontólogo, trabajó durante largos períodos en los desiertos
aislados de China, a veces componía oraciones a Dios en una forma que él llamaba: Una Misa
para el Mundo. Hablando a Dios, como sacerdote, identificaría su voz con la de la tierra misma,
como ese lugar dentro de la creación física donde la tierra misma, el mismo suelo, podía
abrirse y hablar a Dios. Como sacerdote, no hablaba por la tierra; hablaba como si fuera la
tierra, dándole voz, en palabras con esta finalidad:
“Señor, Dios, me presento ante ti como un microcosmos de la tierra misma, para darle voz:
Vean en mi apertura, la apertura del mundo, en mi infidelidad, la infidelidad del mundo; en mi
sinceridad, la sinceridad del mundo, en mi hipocresía, la hipocresía del mundo; en mi
generosidad, la generosidad del mundo; en mi atención, en mi distracción, la distracción del
mundo; en mi deseo de alabarte, mi deseo de alabarte y en la preocupación por mí mismo, el
olvido del mundo de ti. Porque yo soy de la tierra, un pedazo de tierra, y la tierra se abre o se
cierra a vosotros a través de mi cuerpo, mi alma y mi voz.”
Esto es humildad, una expresión de humildad genuina. La humildad no debe confundirse
nunca, como ocurre a menudo, con una autoimagen herida, con un excesivo apocamiento, con
la timidez y el miedo, o con una autoconciencia hipersensible. Demasiado común es la noción
de que una persona humilde es aquella que es modesta hasta la culpa, que huye de los elogios
(incluso cuando se los merece), que es demasiado tímida como para confiar y abrirse en la
intimidad, o que es tan temerosa o autoconsciente y teme ser avergonzada; por eso nunca da
un paso adelante y ofrece sus dones a la comunidad. Esto puede ser al mismo tiempo una
persona gentil y modesta, pero debido a que nos estamos humillando a nosotros mismos
cuando negamos nuestros propios dones, nuestra humildad es falsa, y en el fondo lo sabemos,
pero esto hace que se alimente una ira a veces no tan oculta y una inclinación a ser una
persona pasiva y agresiva.
La persona más humilde que conoces es la persona que está más arraigada, es decir, la
persona que sabe que no es el centro de la tierra, pero también sabe que no es un pedazo de
tierra de segunda clase. Y esa persona emitirá una fragancia que lleva tanto la fragancia del
paraíso (del regalo divino) como el olor de la tierra.
El aroma de la humildad

Rol Rolheiser - Lunes, 16 de septiembre de 2019

Según Isaac el Sirio, un famoso obispo y teólogo del siglo VII, una persona que es
genuinamente humilde emite un cierto olor que otras personas sentirán y que incluso los
animales captarán, de modo que los animales salvajes, incluyendo las serpientes, caerán bajo
su hechizo y nunca le harán daño a esa persona.
Esta es su lógica: Una persona humilde, cree, ha recuperado el olor del paraíso y en la
presencia de tal persona uno no se siente juzgado y no tiene nada que temer, y esto es cierto
incluso para los animales. Se sienten seguros alrededor de una persona humilde y se sienten
atraídos por ella. No es de extrañar que gente como Francisco de Asís pudiera hablar con los
pájaros y hacerse amigo de los lobos.
Pero, por muy bello que suene todo esto, ¿es un cuento de hadas piadoso o es una metáfora
rica y arquetípica? Me gusta pensar que es lo segundo, es una metáfora rica, y quizás incluso
algo más. La humildad, en efecto, tiene un olor, el olor de la tierra, del suelo y del paraíso.
¿Pero cómo? ¿Cómo puede una cualidad espiritual emitir un olor físico?
Bueno, somos psicosomáticos, criaturas de cuerpo y alma. Así, en nosotros, lo físico y lo
espiritual son tan parte de una misma sustancia que es imposible separarlos unos de otros.
Decir que somos cuerpo y alma es como decir que el azúcar es blanca y dulce y que la
blancura y la dulzura nunca se pueden poner en pilas separadas. Ambos están dentro del
azúcar. Somos una sola sustancia, inseparable, cuerpo y alma, por lo que siempre somos tanto
físicos como espirituales. Así que, de hecho, sentimos cosas físicas espiritualmente, así como
olemos cosas espirituales a través de nuestros sentidos físicos. Si esto es cierto, y lo es,
entonces, sí, la humildad emite un olor que se puede sentir físicamente y el concepto de Isaac
el sirio es más que una mera metáfora.
Pero también es una metáfora: La palabra humildad toma su raíz en la palabra latina humus,
que significa tierra, suelo y tierra. Si uno va con esta definición, entonces la persona más
humilde que usted conoce es la persona más digna y más enraizada. Ser humilde es tener los
pies firmemente plantados en la tierra, estar en contacto con la tierra y llevar el olor de la tierra.
Más aún, ser humilde es tomar el lugar que nos corresponde como un pedazo de tierra y no
como alguien o algo separado de ella.
El célebre místico y científico Pierre Teilhard de Chardin lo expresó a veces en sus oraciones.
Durante los años en que, como paleontólogo, trabajó durante largos períodos en los desiertos
aislados de China, a veces componía oraciones a Dios en una forma que él llamaba: Una Misa
para el Mundo. Hablando a Dios, como sacerdote, identificaría su voz con la de la tierra misma,
como ese lugar dentro de la creación física donde la tierra misma, el mismo suelo, podía
abrirse y hablar a Dios. Como sacerdote, no hablaba por la tierra; hablaba como si fuera la
tierra, dándole voz, en palabras con esta finalidad:
“Señor, Dios, me presento ante ti como un microcosmos de la tierra misma, para darle voz:
Vean en mi apertura, la apertura del mundo, en mi infidelidad, la infidelidad del mundo; en mi
sinceridad, la sinceridad del mundo, en mi hipocresía, la hipocresía del mundo; en mi
generosidad, la generosidad del mundo; en mi atención, en mi distracción, la distracción del
mundo; en mi deseo de alabarte, mi deseo de alabarte y en la preocupación por mí mismo, el
olvido del mundo de ti. Porque yo soy de la tierra, un pedazo de tierra, y la tierra se abre o se
cierra a vosotros a través de mi cuerpo, mi alma y mi voz.”
Esto es humildad, una expresión de humildad genuina. La humildad no debe confundirse
nunca, como ocurre a menudo, con una autoimagen herida, con un excesivo apocamiento, con
la timidez y el miedo, o con una autoconciencia hipersensible. Demasiado común es la noción
de que una persona humilde es aquella que es modesta hasta la culpa, que huye de los elogios
(incluso cuando se los merece), que es demasiado tímida como para confiar y abrirse en la
intimidad, o que es tan temerosa o autoconsciente y teme ser avergonzada; por eso nunca da
un paso adelante y ofrece sus dones a la comunidad. Esto puede ser al mismo tiempo una
persona gentil y modesta, pero debido a que nos estamos humillando a nosotros mismos
cuando negamos nuestros propios dones, nuestra humildad es falsa, y en el fondo lo sabemos,
pero esto hace que se alimente una ira a veces no tan oculta y una inclinación a ser una
persona pasiva y agresiva.
La persona más humilde que conoces es la persona que está más arraigada, es decir, la
persona que sabe que no es el centro de la tierra, pero también sabe que no es un pedazo de
tierra de segunda clase. Y esa persona emitirá una fragancia que lleva tanto la fragancia del
paraíso (del regalo divino) como el olor de la tierra.
El aroma de la humildad

Rol Rolheiser - Lunes, 16 de septiembre de 2019

Según Isaac el Sirio, un famoso obispo y teólogo del siglo VII, una persona que es
genuinamente humilde emite un cierto olor que otras personas sentirán y que incluso los
animales captarán, de modo que los animales salvajes, incluyendo las serpientes, caerán bajo
su hechizo y nunca le harán daño a esa persona.
Esta es su lógica: Una persona humilde, cree, ha recuperado el olor del paraíso y en la
presencia de tal persona uno no se siente juzgado y no tiene nada que temer, y esto es cierto
incluso para los animales. Se sienten seguros alrededor de una persona humilde y se sienten
atraídos por ella. No es de extrañar que gente como Francisco de Asís pudiera hablar con los
pájaros y hacerse amigo de los lobos.
Pero, por muy bello que suene todo esto, ¿es un cuento de hadas piadoso o es una metáfora
rica y arquetípica? Me gusta pensar que es lo segundo, es una metáfora rica, y quizás incluso
algo más. La humildad, en efecto, tiene un olor, el olor de la tierra, del suelo y del paraíso.
¿Pero cómo? ¿Cómo puede una cualidad espiritual emitir un olor físico?
Bueno, somos psicosomáticos, criaturas de cuerpo y alma. Así, en nosotros, lo físico y lo
espiritual son tan parte de una misma sustancia que es imposible separarlos unos de otros.
Decir que somos cuerpo y alma es como decir que el azúcar es blanca y dulce y que la
blancura y la dulzura nunca se pueden poner en pilas separadas. Ambos están dentro del
azúcar. Somos una sola sustancia, inseparable, cuerpo y alma, por lo que siempre somos tanto
físicos como espirituales. Así que, de hecho, sentimos cosas físicas espiritualmente, así como
olemos cosas espirituales a través de nuestros sentidos físicos. Si esto es cierto, y lo es,
entonces, sí, la humildad emite un olor que se puede sentir físicamente y el concepto de Isaac
el sirio es más que una mera metáfora.
Pero también es una metáfora: La palabra humildad toma su raíz en la palabra latina humus,
que significa tierra, suelo y tierra. Si uno va con esta definición, entonces la persona más
humilde que usted conoce es la persona más digna y más enraizada. Ser humilde es tener los
pies firmemente plantados en la tierra, estar en contacto con la tierra y llevar el olor de la tierra.
Más aún, ser humilde es tomar el lugar que nos corresponde como un pedazo de tierra y no
como alguien o algo separado de ella.
El célebre místico y científico Pierre Teilhard de Chardin lo expresó a veces en sus oraciones.
Durante los años en que, como paleontólogo, trabajó durante largos períodos en los desiertos
aislados de China, a veces componía oraciones a Dios en una forma que él llamaba: Una Misa
para el Mundo. Hablando a Dios, como sacerdote, identificaría su voz con la de la tierra misma,
como ese lugar dentro de la creación física donde la tierra misma, el mismo suelo, podía
abrirse y hablar a Dios. Como sacerdote, no hablaba por la tierra; hablaba como si fuera la
tierra, dándole voz, en palabras con esta finalidad:
“Señor, Dios, me presento ante ti como un microcosmos de la tierra misma, para darle voz:
Vean en mi apertura, la apertura del mundo, en mi infidelidad, la infidelidad del mundo; en mi
sinceridad, la sinceridad del mundo, en mi hipocresía, la hipocresía del mundo; en mi
generosidad, la generosidad del mundo; en mi atención, en mi distracción, la distracción del
mundo; en mi deseo de alabarte, mi deseo de alabarte y en la preocupación por mí mismo, el
olvido del mundo de ti. Porque yo soy de la tierra, un pedazo de tierra, y la tierra se abre o se
cierra a vosotros a través de mi cuerpo, mi alma y mi voz.”
Esto es humildad, una expresión de humildad genuina. La humildad no debe confundirse
nunca, como ocurre a menudo, con una autoimagen herida, con un excesivo apocamiento, con
la timidez y el miedo, o con una autoconciencia hipersensible. Demasiado común es la noción
de que una persona humilde es aquella que es modesta hasta la culpa, que huye de los elogios
(incluso cuando se los merece), que es demasiado tímida como para confiar y abrirse en la
intimidad, o que es tan temerosa o autoconsciente y teme ser avergonzada; por eso nunca da
un paso adelante y ofrece sus dones a la comunidad. Esto puede ser al mismo tiempo una
persona gentil y modesta, pero debido a que nos estamos humillando a nosotros mismos
cuando negamos nuestros propios dones, nuestra humildad es falsa, y en el fondo lo sabemos,
pero esto hace que se alimente una ira a veces no tan oculta y una inclinación a ser una
persona pasiva y agresiva.
La persona más humilde que conoces es la persona que está más arraigada, es decir, la
persona que sabe que no es el centro de la tierra, pero también sabe que no es un pedazo de
tierra de segunda clase. Y esa persona emitirá una fragancia que lleva tanto la fragancia del
paraíso (del regalo divino) como el olor de la tierra.
Encarnación profunda: Otro significado de Navidad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 23 de diciembre de 2019

Hace algunos años, en una conferencia religiosa, un hombre se acercó al micrófono y, después
de pedir disculpas por lo que sentía que sería una pregunta inapropiada, dijo: “Quiero a mi
perro. Cuando él muera, ¿irá al cielo? ¿Tienen los animales vida eterna?”
La respuesta a eso podría pillar por sorpresa a muchos de nosotros, pero mirado con ojos de fe
cristiana, sí, su perro puede ir al cielo. Es uno de los significados de la Navidad. Dios entró en
el mundo para salvar al mundo, no sólo a la gente que vive en él. La encarnación tiene
significado para la humanidad, pero también para el cosmos mismo. No sabemos exactamente
lo que eso significa, y nuestras imaginaciones no son capaces de concebirlo; pero, a causa de
la encarnación, los perros también pueden ir al cielo. ¿Es esto una fantasía? No, es enseñanza
bíblica.
En Navidad se celebra el nacimiento de Jesús y vemos, en su nacimiento, el comienzo del
misterio de la encarnación desplegándose en la historia, el misterio de Dios que se hace
humano en carne física para salvar al mundo. Sin embargo, con lo que nos inclinamos a luchar
es por la manera como entendemos lo que significa que Cristo salva al mundo. La mayoría de
nosotros tomamos eso para significar que Cristo entró en el mundo para salvar a la gente, a
aquellos de nosotros con autoconciencia y alma eterna.
Eso es verdad, pero nuestra fe también nos pide creer que la actividad salvífica de Dios en
Cristo se extiende más allá de los seres humanos y más allá incluso de los animales y otros
seres vivientes. La actividad salvífica de Dios en Cristo llega tan profundamente que salva la
creación misma: los océanos, las montañas, la tierra que produce nuestra comida, las arenas
del desierto y la tierra misma. Cristo vino a salvar todas esas cosas también, no sólo a
nosotros, los humanos.
¿Dónde -podríais preguntar- enseña eso la escritura? Lo enseña en casi todas partes de
manera implícita, aunque lo enseña bastante explícitamente en diferentes lugares. Por ejemplo,
en la carta a los Romanos (8, 19-22), san Pablo escribe: Considero que nuestros actuales
sufrimientos no son dignos de ser comparados con la gloria que se nos revelará. Porque la
creación aguarda en ansiosa expectación la manifestación de los hijos de Dios. Ya que la
creación fue sometida a la frustración, no por su propia elección, sino por la voluntad de uno
que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de su esclavitud de
la corrupción, para entrar en la libertad y gloria de los hijos de Dios. Sabemos que la creación
entera ha estado gimiendo como en los dolores de parto hasta el momento presente.
Esto nos puede sorprender, dado que, hasta hace poco, nuestra predicación y catequesis no
han hecho comentarios sobre esto. Sin embargo, lo que san Pablo dice aquí es que la creación
física misma (el mundo cósmico) será transformada, al final de los tiempos, de alguna manera
gloriosa y entrará en el cielo, exactamente como hacen los seres humanos. Igualmente dice
que, como nosotros, ella también siente, de alguna manera, que su mortalidad y sus gemidos
serán liberados de sus limitaciones presentes.
¿Necesitamos hacernos esta pregunta? ¿Qué creemos que le sucederá a la creación física al
final de los tiempos? ¿Será destruida, consumida, aniquilada? O bien, ¿será simplemente
abandonada y dejada vacía y desierta, como un escenario después de que una representación
ha acabado, mientras continuamos la vida en otra parte? La escritura nos informa de otro
modo, a saber, nos dice que la creación física misma (nuestro planeta tierra) también será
transformada (“liberada de su esclavitud de la corrupción”) y entrará en el cielo con nosotros.
¿Cómo sucederá esto? No podemos imaginarlo, exactamente como no podemos imaginar
nuestro propio estado transformado. Pero la escritura nos asegura que sucederá, porque, como
nosotros mismos, nuestro mundo (la creación física) está también destinado a morir; y, como
nosotros, intuye su mortalidad y gime bajo esa sentencia, padeciendo por ser liberado de sus
limitaciones y llegar a ser inmortal.
La ciencia está de acuerdo. Nos dice que la creación física es mortal, que el sol está
quemándose, que la energía está decreciendo siempre-muy lentamente y que la tierra, como
sabemos, algún día morirá. La tierra es tan mortal como lo somos nosotros; y así, si está
destinada a tener un futuro, necesita ser salvada por Algo o Alguien de fuera. Ese Algo y
Alguien están revelados en el misterio de la encarnación en el que Dios acepta la carne física
en Cristo con el fin de salvar al mundo: y lo que vino a salvar no fue sólo la persona, la gente
que vive en esta tierra, sino más bien, “el mundo”, el planeta mismo, y todo lo que hay en él.
Jesús nos aseguró que, al fin, nada en absoluto se perderá. Ni un cabello cae de la cabeza de
uno, ni un gorrión cae del espacio y desaparece para siempre, como si nunca hubiera existido.
Dios creó, ama, cuida y al fin resucita cualquier trocito de creación para toda la eternidad…
incluso tu querido perro.
Espiritualidad y espiritualidades

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano cmf) - Lunes, 4 de febrero de 2019

¿Qué es la espiritualidad y qué contribuye a las diferentes espiritualidades?


La palabra “espiritualidad” es relativamente nueva en el mundo angloparlante, al menos tal como
se usa hoy. Antes de la década de 1960, habríais encontrado muy pocos libros en inglés con la
palabra “espiritualidad” en su título, aunque eso no era aplicable al mundo francoparlante. Hace
medio siglo, los escritores espirituales del Catolicismo Romano escribieron sobre espiritualidad,
pero en su mayor parte con títulos tales como “La vida espiritual” y “Teología ascética”, o a modo
de tratados devocionales. Los Protestantes y los Evangélicos, en su mayor parte, identificaron la
espiritualidad con las devociones Católicas Romanas y se alejaron de la palabra.
¿Qué es espiritualidad, como se entiende generalmente en los círculos eclesiales hoy? Abundan
definiciones en los escritos espirituales de toda suerte, cada una de las cuales define la
espiritualidad con un particular objetivo final en mente. Muchas de estas definiciones son útiles en
discusiones académicas, pero son de menor utilidad fuera de esos círculos. Así pues, dejadme
arriesgar simplificando las cosas con una definición que sea suficientemente amplia, interreligiosa,
ecuménica y confiadamente simple como para ser útil.
Espiritualidad es el intento, por parte de un individuo o de un grupo, de encontrar y experimentar la
presencia de Dios, otras personas y el mundo cósmico de manera que entre en una comunidad de
vida y celebración con ellos. Las disciplinas y hábitos genéricos y específicos que se desarrollan a
partir de esto vienen a ser la base para las diferentes espiritualidades.
Privada de su raíz, se puede hablar de espiritualidad como una “disciplina” a la que se somete
alguien. Por ejemplo, en el Cristianismo nos llamamos “discípulos” de Jesucristo. La palabra
“discipulado” toma su raíz de la palabra “disciplina”. Un discípulo es alguien que se pone bajo una
disciplina. El Hinduismo y el Budismo llaman a esto “yoga”. Para ser Hindú o Budista practicante
necesitáis estar practicando una cierta “disciplina” espiritual, que llaman yoga. Y eso es lo que
constituye cualquier práctica religiosa.
Toda práctica religiosa pide a uno ponerse bajo una cierta “disciplina” (que te hace un “discípulo”).
Pero podemos distinguir entre diversas “disciplinas” religiosas. Aristóteles nos dio una distinción
que puede ser útil aquí. Distinguió entre “género” y “especie”; por ejemplo, “pájaro” es género,
“petirrojo” es especie. Así, mirando a diferentes espiritualidades podemos distinguir entre
disciplinas “genéricas” y disciplinas “específicas”: Cristianismo, Judaísmo, Hinduismo, Budismo,
Islamismo, Taoísmo y diferentes Religiones Nativas son espiritualidades “genéricas”. Pero en
cada una de ellas encontrarás entonces una amplia serie de espiritualidades “específicas”. Por
ejemplo, en la amplia categoría del Cristianismo encontrarás Católicos Romanos, Anglicanos,
Episcopalianos, Protestantes, Evangélicos, Mormones y Congregacionalistas. Cada uno de estos
es una especie.
Después podemos distinguir aún más: en cada uno de esos encontrarás una amplia serie de
“subespecies”, esto es, “disciplinas” cristianas particulares. Por ejemplo, en el Catolicismo
Romano, podemos hablar de personas que tienen una espiritualidad Carismática o una
espiritualidad Jesuita, Franciscana, Carmelita o Salesiana, por ofrecer sólo unos pocos ejemplos.
Observad el ejemplo aquí: de género a especie y a subespecie. Como espiritualidad, el
Cristianismo es un género, el Catolicismo Romano es una especie, y ser Jesuita o Franciscano (o,
en mi caso, Oblato de María Inmaculada) es una subespecie.
Pido disculpas si esto parece un poco irreverente, esto es, hablar tan clínicamente de género,
especie y subespecies en referencia a las apreciadas tradiciones de fe en donde la sangre de los
mártires ha sido derramada. Pero se espera que esto nos pueda ayudar a entender más
claramente un tema complejo y sus raíces.
Nadie sirve a su Dios completamente, como tampoco vive del todo la dignidad dada por su Dios.
Necesitamos guía. Necesitamos modelos de conducta y disciplina confiados y bendecidos por
Dios que al fin vengan de la divina revelación misma. A éstos les llamamos religiones. Luego, en
estas religiones podemos ser ayudados más aún por modelos de conducta vividos por ciertos
santos y figuras de sabiduría. Así, en el Cristianismo, tenemos el bien probado ejemplo y sabiduría
de 2000 años por parte de mujeres y hombres de fe que han esculpido diferentes “disciplinas” que
nos pueden ser útiles para vivir mejor nuestro propio discipulado. Jesuita, Franciscano, Carmelita,
Salesiano, Mazenodiano, Carismático, Opus Dei, Focolar, Obrero Católico, San Egidio, Cursillo,
Hechos-Misiones, Acercamiento Cristiano, entre otros, son espiritualidades; y exactamente como
el ejercicio y los regímenes dietéticos de salud de los expertos, pueden ayudarnos a mantener
nuestros cuerpos más sanos, así también las prácticas de discipulado de santos particulares,
gigantes espirituales y figuras de sabiduría pueden ayudar a hacer nuestro seguimiento de Jesús
más fiel y generativo.
¿Cuál de estas espiritualidades es la mejor para vosotros? Eso depende de vuestro
temperamento individual, vuestra particular vocación y llamada, y vuestra circunstancia en la vida.
Una sola talla no se ajusta a todos. Del mismo modo, como cada copo de nieve es diferente de
todos los otros copos, así también nosotros. Dios nos da diferentes dones y diferentes llamadas, y
la vida nos pone en diferentes situaciones.
Dicen que el libro que necesitas leer te encuentra, y te encuentra en el preciso momento en que
necesitas leerlo. Eso es verdad también para las espiritualidades. La que necesitas te encontrará,
y te encontrará en el preciso momento en que la necesites.
Fe y muerte

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 11 de noviembre de 2019

Tendemos a alimentar una cierta ingenuidad sobre lo que significa la fe ante la muerte. La
opinión común entre nosotros como cristianos es que, si alguien tiene una genuina fe, deberá
poder enfrentarse a la muerte sin temor ni duda. Entonces la implicación, por supuesto, es que
tener fe y duda cuando uno está muriendo es indicio de una fe débil. Aunque es verdad que
mucha gente con una fe robusta sí se enfrenta a la muerte tranquilamente y sin temor, no
siempre es ese el caso, ni necesariamente la norma.
Podemos empezar con Jesús. Ciertamente él tenía verdadera fe y, aun así, justo en los
momentos antes de su muerte clamó con temor y duda. Su grito de angustia “Dios mío, Dios
mío, ¿por qué me has abandonado?” procedió de una genuina angustia que no era expresada -
como a veces atribuimos piadosamente- para lograr un efecto divino, sino para que lo
oyéramos nosotros. Momentos antes de que muriera, Jesús sufrió verdadero temor y
verdadera duda. ¿Dónde estaba su fe? Bueno, eso depende de cómo entendamos la fe y la
modalidad específica que pueda producirse en nuestro morir.
En su famoso estudio de las etapas de la muerte, Elizabeth Kubler-Ross, sugiere que hay cinco
etapas que experimentamos en el proceso del morir: Negación, ira, negociación, depresión,
aceptación. Nuestra primera respuesta al recibir un diagnóstico terminal es la negativa: ¡No me
está sucediendo esto! Luego, cuando tenemos que aceptar que está sucediendo, nuestra
reacción es la ira: ¡Por qué a mí! Al fin, la ira da paso a la negociación: ¿Cuánto tiempo puedo
aún dilatar esto? A esto sigue la depresión y, finalmente, cuando ya nada nos sirve, se da la
aceptación: Voy a morir. Todo esto es muy cierto.
Pero en un libro profundamente perspicaz, La gracia al morir, Kathleen Dowling Singh, basando
sus percepciones sobre la experiencia de sentarse al lado de la cama de muchos moribundos,
sugiere que hay etapas adicionales: Duda, resignación y éxtasis. Esas etapas ayudan a
proyectar luz sobre cómo se enfrentó Jesús a su muerte.
La noche antes de morir, en Getsemaní, Jesús aceptó su muerte, claramente. Pero esa
aceptación no fue aún plena resignación. Eso sólo tuvo lugar el siguiente día en la cruz, en una
rendición final cuando, como relata el Evangelio, inclinó la cabeza y entregó su espíritu. Y justo
antes de eso, experimentó un espantoso temor de que aquello en lo que siempre había creído
y enseñado sobre Dios quizás no fuera así. Tal vez los cielos estaban vacíos y tal vez lo que
juzgamos promesas de Dios sólo eran ilusiones.
Pero, como sabemos, él nunca cedió a esa duda, sino más bien, en su oscuridad, se entregó
en confianza. Jesús murió en fe, aunque no en lo que con frecuencia pensamos ingenuamente
que es fe. Morir en fe no siempre significa que morimos serenamente, sin temor ni duda.
Por ejemplo, el renombrado erudito bíblico Raymond E. Brown, haciendo un comentario sobre
el temor a la muerte en la comunidad del discípulo amado, escribe: “La finalidad de la muerte y
las incertidumbres que crea, causa temblor entre aquellos que han pasado sus vidas
confesando a Cristo. Verdaderamente, entre la pequeña comunidad de discípulos de Juan, no
fue infrecuente que la gente confesara que las dudas habían entrado en sus mentes mientras
se batían con la muerte.…La historia de Lázaro se sitúa al final del ministerio público de Jesús
en Juan para enseñarnos que cuando se confronta con la visible realidad de la tumba, todos
necesitamos oír y abrazar el intrépido mensaje que Jesús proclamó: ‘Yo soy la vida’. …Para
Juan, no importa con qué frecuencia renovamos nuestra fe, existe la prueba suprema con la
muerte. Tanto si es la muerte de un ser querido como si es la propia muerte, es el momento en
que uno se da cuenta de que todo depende de Dios. Durante nuestras vidas, hemos podido
defendernos de tener que enfrentarnos a esto de una manera cruda. Enfrentados por la
muerte, la mortalidad, todas las defensas se desmoronan”.
A veces, la gente con una profunda fe se enfrenta a la muerte con calma y paz. Pero otras
veces no, y el temor y la duda que los amenazan entonces no es necesariamente signo de una
fe débil ni vacilante. Puede ser lo contrario, como vemos en Jesús. En una persona de fe, el
temor y la duda ante la muerte es lo que los místicos llaman “la noche oscura del espíritu” … y
esto es lo que está pasando en esa experiencia: El crudo temor y la duda que estamos
experimentando en ese momento hacen que nos sea imposible confundirnos a nosotros
mismos y nuestra propia fuerza vital con Dios. Cuando tenemos que aceptar morir en
confianza, dentro de lo que parece absoluta negación, y sólo podemos clamar con angustia a
una aparente vaciedad, entonces ya no es posible confundir más a Dios con nuestros propios
sentimientos y ego. En eso, experimentamos la suprema purificación del alma. Podemos tener
una fe profunda y, no obstante, encontrarnos con la duda y el temor ante la muerte. Mira sólo a
Jesús.
Fe, temor y muerte

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 10 de junio de 2019

Un soldado corriente muere sin temor; Jesús murió atemorizado. Iris Murdoch escribió esas
palabras que -creo yo- ayudan a descubrir una idea muy simplista que tenemos de cómo la fe
reacciona ante la muerte.
Hay una opinión popular que cree que, si tenemos una fe fuerte, no sufriremos ningún indebido
temor ante la muerte, sino más bien la afrontaremos con calma, paz e incluso gratitud, porque
no tenemos nada que temer de Dios o de la vida futura. Cristo ha vencido a la muerte. La
muerte nos envía al cielo. Así que ¿por qué tener miedo?
Este es, de hecho, el caso de muchas mujeres y hombres, algunos con fe y otros sin ella.
Mucha gente afronta la muerte con muy poco temor. Las biografías de los santos dan amplio
testimonio de esto, y muchos de nosotros hemos estado junto al lecho de muerte de personas
que nunca serán canonizadas pero que afrontaron su muerte con calma y sin miedo.
¿Por qué, pues, tuvo miedo Jesús? Es manifiesto que lo tuvo. Tres de los Evangelios describen
a Jesús lejos de estar tranquilo y sereno, sudando sangre durante las horas previas a su
muerte. El Evangelio de Marcos lo describe como particularmente angustiado mientras muere:
Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado? ¿Qué hay que decir sobre esto?
Michael Buckley, jesuita de California, pronunció una vez una famosa homilía en la que
estableció un contraste entre la manera como Sócrates afrontó su muerte y la manera como
Jesús afrontó la suya. La conclusión de Buckley puede dejarnos perplejos. Sócrates parece
afrontar la muerte más intrépidamente que Jesús.
Por ejemplo, como Jesús, Sócrates también fue condenado injustamente a muerte. Pero
afrontó su muerte con calma y sin ningún temor, convencido de que el justo no tiene nada que
temer ni del juicio humano ni de la muerte. Departió muy sosegadamente con sus discípulos,
les aseguró que no tenía miedo, impartió su bendición, bebió el veneno y murió.
Y Jesús, ¡qué diferente!: En las horas previas a su muerte sintió profundamente la traición de
sus discípulos, sudó sangre en su agonía, y justo minutos antes de morir gritó en su angustia
mientras se sentía abandonado. Sabemos, por supuesto, que su grito de abandono no fue su
momento final. Después de ese momento de angustia y temor, fue capaz de encomendar su
espíritu a su Padre. Al final, hubo calma; pero, en los momentos anteriores, hubo un tiempo de
terrible angustia en el que se sintió abandonado por Dios.
Si uno no considera las complejidades internas de la fe y las paradojas que contiene, no tiene
ningún sentido que Jesús, inocente y fiel, sudara sangre y gritara con angustia interior mientras
afrontaba su muerte. Pero la verdadera fe no siempre es lo que parece desde fuera. Muchas
personas, y muchas veces en especial aquellos que son los más fieles, tienen que pasar por
una prueba que los místicos llaman noche oscura del alma.
¿Qué es una noche oscura del alma? Es una prueba dada por Dios en vida y en la que, para
nuestra propia sorpresa y angustia, ya no podemos imaginar por más tiempo la existencia de
Dios ni sentir a Dios de ningún modo afectivo en nuestras vidas. En términos de sentimiento
interior, esto se siente como duda, como ateísmo. Intentemos lo que intentemos, ya no
podemos imaginar que Dios existe, mucho menos que Dios nos ama. Sin embargo, como los
místicos señalan y el mismo Jesús atestigua, esto no es una falta de fe, sino de hecho una
modalidad más profunda de la fe misma.
Hasta este punto de nuestra fe, hemos estado relacionándonos con Dios principalmente a
través de imágenes y sentimientos. Pero nuestras imágenes y sentimientos sobre Dios no son
Dios. Por tanto, hasta cierto punto -a algunas personas, aunque no a todas- Dios les quita las
imágenes y sentimientos, y los deja conceptualmente vacíos y afectivamente secos,
desguarnecidos de todas las imágenes que hemos creado sobre Dios. Mientras en realidad
esto es de hecho una luz muy poderosa, es sentida como oscuridad, angustia, temor y duda.
Y así podríamos esperar que nuestro viaje hacia la muerte y nuestro encuentro cara a cara con
Dios podría también suponer el derribo de muchos modos en los que siempre hemos pensado
y sentido sobre Dios. Y eso traerá duda, oscuridad y temor a nuestras vidas.
Henri Nouwen da un poderoso testimonio de esto al hablar sobre la muerte de su madre. Su
madre había sido una mujer de profunda fe, y cada día oraba a Jesús: Concédeme vivir como
tú y concédeme morir como tú. Conociendo la radical fe de su madre, Nouwen esperaba que la
escena alrededor del lecho de muerte de su madre sería serena y paradigma de cómo la fe se
encuentra con la muerte sin miedo. Pero su madre sufrió profunda angustia y temor antes de
morir, y esto dejó perplejo a Nouwen, hasta que llegó a ver que la oración rezada por su madre
a lo largo de su vida había sido respondida de veras. Había pedido en la oración morir como
Jesús, y así murió.
Un soldado corriente muere sin temor; Jesús murió atemorizado. Y así, paradójicamente,
mueren muchas mujeres y hombres de fe.
Imaginando la gracia

Ron Rolheiser - Viernes, 30 de agosto de 2019

Imagínate esto: Un hombre, completamente descuidado de todos los asuntos morales y


espirituales, vive su vida en un completo egoísmo, el placer es su única búsqueda. Vive la vida,
nunca reza, nunca va a la iglesia, tiene numerosos asuntos sexuales, y no se preocupa por
nadie más que por sí mismo. Después de una larga vida de esto, es diagnosticado con una
enfermedad terminal y, en su lecho de muerte, se arrepiente con lágrimas en los ojos, hace una
confesión sincera, recibe la Eucaristía, y muere dentro de la bendición de la iglesia y sus
amigos.
Ahora bien, si nuestra reacción es: "¡Bueno, el afortunado! Entonces (según Piet Fransen, un
renombrado teólogo de la Gracia) todavía no hemos entendido en absoluto las obras de la
gracia. En la medida en que todavía envidiamos a aquellos que no tienen moral y deseamos
excluirlos de la gracia de Dios, nos consideramos a nosotros mismos como el "Hermano
Mayor" del Hijo Pródigo, de pie fuera de la casa del Padre, inmerso en la envidia y la amargura.
Enseño en un seminario que prepara a los seminaristas para la ordenación. Recientemente
nuestro profesor de Teología Sacramental compartió esto: desde hace más de cuarenta años
imparte un curso sobre el sacramento de la Reconciliación, y sólo en los últimos años los
seminaristas lo han pedido: "¿Cuándo tenemos que negarnos a dar la absolución en
confesión?"
¿Qué es lo que aparece en esta preocupación? Los seminaristas que hacen la pregunta son,
sin duda, sinceros; no están tratando de ser rígidos o duros. Su ansiedad es más bien por la
gracia y la misericordia. Están sinceramente inquietos por no dispensar la misericordia de Dios
demasiado liberalmente, demasiado barata, demasiado indiscriminadamente, en esencia,
demasiado injustamente. Su temor no es tanto que la misericordia de Dios sea limitada y que
haya gracia para todos. Eso no. Su preocupación es más en el sentido que dar la gracia tan
liberalmente sean injustos con aquellos que están practicando fielmente y soportando el calor
del día. Su miedo es a la justicia, la justicia y el mérito.
¿Qué está en juego aquí? Esa gracia no es algo que merezcamos. Después de que el joven
rico del Evangelio rechace la invitación de Jesús a dejarlo todo y seguirlo, Pedro, que vio este
encuentro y que, a diferencia del joven rico, no rechazó la invitación de Jesús y renunció a todo
para seguirlo, le pregunta a Jesús qué van a recibir a cambio los que renuncian a todo. En
respuesta, Jesús le cuenta la parábola del generoso dueño de la tierra y de los trabajadores de
la viña que llegan en diferentes momentos, en los que algunos trabajan durante muchas horas
y otros prácticamente no trabajan, y sin embargo todos reciben la misma recompensa, dejando
a los que trabajaron todo el día y soportaron el calor del sol amargados por lo que
consideraban una injusticia. Sin embargo, el dueño de la viña (Dios) señala que no hay
injusticia aquí, ya que todos han recibido un rendimiento demasiado generoso.
¿Cuál es la lección profunda? Siempre que estamos protestando sobre que no es justo que
aquéllos que no son tan fieles como nosotros y todavía están recibiendo la misericordia y la
gracia de Dios, estamos lejos de entender la gracia y vivir plenamente dentro de ella.
Mi higienista dental sabe que soy un sacerdote católico y le gusta hacerme preguntas sobre
religión e iglesia. Un día compartió esta historia: Su madre y su padre, por lo que ella sabía,
nunca habían asistido a la iglesia. Habían sido bastante benignos con la religión, pero no les
interesaba. Ella, su hija, había comenzado a practicar como metodista, principalmente por la
influencia de amigos. Luego murió su madre y mientras hablaban de los planes para un funeral,
su padre reveló que su madre había sido bautizada como católica romana, aunque ella no
había practicado desde sus años de escuela intermedia. Sugirió que trataran de organizar un
funeral católico romano para ella. Después de esos años de ausencia, con cierto temor se
acercaron a un sacerdote de una parroquia cercana para preguntarle si podían tener un funeral
católico romano para ella. Para su sorpresa, la respuesta del sacerdote no fue vacilante, sino
cálida y acogedora: "¡Por supuesto, podemos hacerlo! ¡Será un honor! Y después organizaré
un coro y una recepción en el salón parroquial".
No se exigió ningún precio por la ausencia de por vida de su madre de la iglesia. Fue enterrada
con todos los ritos de la Iglesia... y su padre, bueno, estaba tan conmovido por todo esto, la
generosidad de la iglesia y la belleza de la liturgia, que desde entonces ha decidido convertirse
en un católico romano.
Uno se pregunta cuál habría sido el efecto si el sacerdote hubiera rechazado ese funeral,
preguntando cómo podrían justificar un funeral de iglesia cuando, durante todos estos años, no
estaban interesados en la iglesia. Uno se pregunta también cuántas personas encuentran esta
historia reconfortante en lugar de incómoda, dado el fuerte ethos eclesial de hoy en día, en el
que muchos de nosotros alimentamos el miedo de que estamos entregando la gracia y la
misericordia a un precio demasiado bajo.
Pero la gracia y la misericordia nunca se dan a bajo precio, ya que el amor nunca es merecido.
Jesucristo: la persona y el misterio

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 30 de septiembre de 2019

Tendemos bastante naturalmente a pensar en la palabra “Cristo” como el segundo nombre de


Jesús. Pensamos en el nombre “Jesucristo” como pensamos en nombres como “Susan Parker”
o “Jack Smith”. Pero eso es una malsana confusión. Jesús no tuvo un segundo nombre. La
palabra “Cristo” es un título que, a la vez que incluye la persona de Jesús, habla de algo más
amplio que Jesús mismo. ¿Cuál es la diferencia entre “Jesús” y “Cristo”?
Jesús hace referencia a una persona concreta que, aun siendo la Segunda Persona de la
Divinidad, anduvo por esta tierra durante 33 años y es todavía hoy alguien al que entendemos
y nos referimos como una persona individual. Cristo hace referencia a algo más grande, a
saber, al inmenso misterio de la creación y la salvación en el cual Jesús, como el Cristo, juega
el papel fundamental pero que incluye la Eucaristía, la comunidad cristiana, las iglesias
cristianas históricas, la comunidad de toda la gente sincera que camina en este planeta, y la
creación física misma. Jesús es una persona con la que buscamos estar en una relación de
amistad e intimidad, mientras Cristo es un misterio del cual nosotros y toda la creación somos
parte y en el que participamos.
Esto tiene enormes implicaciones, no la menor cómo entendemos la espiritualidad y la iglesia.
En esencia, esto es lo que está en juego: ¿Qué es lo más importante para nosotros: lo que
Jesús ha hecho y pide de nosotros o la persona de Jesús mismo? Es interesante mirar a las
diferentes iglesias cristianas en términos de esa cuestión: ¿Están más enfocadas en la
enseñanza de Jesús o en la persona de Jesús? ¿Están más enfocadas en Jesús o en Cristo?
En términos de una gran sobre generalización, podríamos decir que el Catolicismo Romano y
el Protestantismo principal han tendido a centrarse en las enseñanzas de Jesús y las
demandas del discipulado que dimanan de aquellas enseñanzas más de lo que se han
centrado en la persona de Jesús mismo. Lo contrario es verdad para la tradición Evangélica,
donde el énfasis ha estado y continúa estando en la persona de Jesús y nuestra relación
individual con él. Para ser justos, ambas tradiciones, claramente, incluyen también la otra
dimensión. Los Católicos Romanos y los Protestantes principales no han ignorado la persona
de Jesús, y los Evangélicos no han ignorado las enseñanzas de Jesús; pero, en ambos casos,
uno ha sido más central que el otro. El Catolicismo Romano, por su parte, también enfatizó la
dimensión de la intimidad uno-a-uno con Jesús, pero situó eso en su práctica devocional más
que en su teología principal, que está centrada más en el misterio de Cristo que en la persona
de Jesús.
La espiritualidad, como se esperaba, tendía a seguir el mismo patrón. Los Católicos Romanos
y los Protestantes principales, a diferencia de los Evangélicos, no han hecho de la intimidad
uno-a-uno con Jesús la pieza central de la espiritualidad, aun manteniéndolo como el ideal
supremo. Su énfasis está en Cristo. Los Evangélicos, por otro lado, se centraron en una
afectiva, uno-a-uno, intimidad con Jesús, de un modo que dejaron frecuentemente a los
Católicos Romanos y a los Protestantes principales preguntándose justamente lo que los
Evangélicos querían decir cuando nos preguntaban: “¿Te has encontrado con Jesucristo?”
“¿Es Jesucristo tu Señor y Salvador personal?” “¿Has nacido de nuevo?”. Por el contrario, los
Católicos Romanos y los Protestantes principales con frecuencia miraron críticamente a sus
hermanos y hermanas Evangélicos, preguntando si su énfasis primordial en la salvación
personal y la intimidad personal con Jesús no los distrae de tener que tratar con algunas
enseñanzas centrales de Jesús que tienen que ver con la justicia social y con el amplio abrazo
de la fe.
Se admite que ambos énfasis son necesarios. Vemos eso claramente en la predicación de la
iglesia primitiva. El renombrado erudito escriturista Raymond Brown nos dice que, empezando
ya con san Pablo, los primeros predicadores cristianos cambiaron el enfoque primero de su
proclamación a Jesús mismo, casi como si ellos no pudieran anunciar el reino sin hablar
primero de aquel por el que el reino se hacía presente.
Proclamar a la persona misma (más bien que sólo el mensaje de esa persona) fue nuevo para
los primeros predicadores cristianos. Su proclamación de la persona de Jesús fue radicalmente
diferente de la manera en la que las Escrituras Hebreas honran a Moisés; ellos honran su
mensaje, pero nunca ponen atención a su persona en términos de pedir a alguien relacionarse
con él. Como un aparte: Hay una lección aquí en términos de cómo tratamos con frecuencia a
nuestros santos y personas santas. Los honramos por admiración, cuando lo que nos piden en
realidad es que imitemos sus acciones.
El discipulado cristiano, claramente, pide ambas cosas: intimidad con Jesús y atención a lo que
él enseñó, piedad personal y justicia social, firme lealtad a la propia familia eclesial de uno y la
capacidad de abrazar también a todos los otros de sincero corazón como familia de fe de uno.
Soren Kierkegaard sugirió una vez que lo que Jesús quiere de verdad es seguidores, no
admiradores. Eso es hablar como un verdadero Protestante principal. Los Evangélicos no
estarían en desacuerdo, pero argüirían que lo que Jesús quiere de verdad es una íntima
relación con nosotros. Los primeros predicadores del Evangelio estarían de acuerdo con
ambos: Kierkegaard y los Evangélicos. Necesitamos proclamar ambas cosas: el mensaje de
Jesús y a Jesús mismo.
Justicia y caridad: vueltas a visitar

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 16 de diciembre de 2019

Sospecho que todos estamos familiarizados con la diferencia entre justicia y caridad. La
caridad es regalar algo de tu tiempo, energía, recursos y persona con el fin de ayudar a otros
que están necesitados. Eso es una virtud admirable, señal de tener un buen corazón. La
justicia, por otra parte, trata menos de regalar algo directamente, que de procurar cambiar las
condiciones y sistemas que sitúan a otros en necesidad.
Sin duda, todos estamos familiarizados con la pequeña parábola usada para ilustrar esta
diferencia. En resumen, dice así: Una ciudad situada a la orilla de un río se encuentra teniendo
que hacer frente todos días a algunos cuerpos que flotan aguas abajo del río. Los habitantes
de la ciudad atienden los cuerpos, socorren a los que están vivos y entierran respetuosamente
a los muertos. Hacen esto durante años, con buen corazón; pero, a través de todos esos años,
ninguno de ellos remonta nunca el río para ver por qué hay cada día cuerpos heridos y muertos
flotando en el río. La gente de la ciudad es de buen corazón y caritativa, pero eso en sí mismo
no está cambiando la situación que les trae diariamente cuerpos heridos y muertos. También,
la caritativa gente del pueblo no es ni remotamente consciente de que su manera de vivir,
aparentemente desconectada del todo de los cuerpos heridos y muertos que atienden
diariamente, podría estar contribuyendo a la causa de esas vidas y sueños perdidos; y que, de
buen corazón como son, pueden ser cómplices de algo que está perjudicando a otros, incluso
mientras ello les está proporcionando los recursos y medios para ser caritativos.
La lección aquí no es que no debemos ser caritativos y de buen corazón. La caridad de uno
con otro, como la parábola del buen samaritano aclara, es lo que se requiere de nosotros,
como humanos y como cristianos. La lección es que ser de buen corazón no basta. Es un
comienzo, bueno en sí, pero se nos pide más. Sospecho que la mayoría de nosotros ya sabe
esto, pero quizás somos menos conscientes de algo menos obvio, a saber, que nuestra
verdadera generosidad podría estar contribuyendo a una ceguera que nos permite apoyar (y
votar) sistemas políticos, económicos y culturales precisos que tienen la culpa de los cuerpos
heridos y muertos que estamos atendiendo con nuestra caridad.
Que nuestras obras buenas de caridad pueden ayudar a cegarnos de nuestra complicidad en la
injusticia, es algo destacado en un reciente libro de Anand Giridharada, Los ganadores se lo
llevan todo: la charada de élite de cambiar el mundo. En una afirmación más bien agitadora,
Giridharada refiere que la generosidad puede ser, y es con frecuencia, un sustituto y un medio
de evitar la necesidad de un sistema más justo y equitativo, y una distribución más perfecta del
poder. La caridad, maravillosa como es, no es aún justicia; un buen corazón, maravilloso como
es, no es aún la buena política que sirve a los menos privilegiados; y la filantropía, maravillosa
como es, puede hacernos confundir la caridad que estamos haciendo con la justicia que se nos
pide. Por esta razón entre otras, Giridharada refiere que los problemas políticos no deberían
estar privatizados y relegados al campo de la caridad privada, como es ahora tan frecuente.
Christiana Zenner, revisando su libro en América, resume esto al decir: “Cuidado con la
tentación de idealizar un mercado o a un individuo que promete la salvación sin atender a los
más pequeños de entre nosotros y sin afrontar las condiciones que facilitaron la dominación
sobre ellos”. Después añade: “Cuando vemos la violación directa de otra persona, una injusticia
directa, nos desconcertamos, pero la injusticia y el perpetrador son obvios. Vemos que algo
está equivocado y podemos ver quién está para inculpar. Pero, y esto es su punto verdadero,
cuando vivimos con sistemas injustos que violan a otros, nosotros podemos estar ciegos a
nuestra propia complicidad porque podemos sentirnos bien con nosotros mismos, ya que
nuestra caridad está ayudando a aquellos que han sido violados”.
Por ejemplo: Imaginaos que yo soy un hombre de buen corazón que siente una genuina
simpatía por los sin techo de mi ciudad. Como se acerca el tiempo de Navidad, hago una gran
donación de comida y dinero al banco local de alimentos. Más aún, el mismo día de Navidad,
antes de sentarme a tomar mi propia comida de Navidad, paso varias horas ayudando a servir
una comida de Navidad a los sin techo. Mi caridad aquí es admirable, y no puedo menos que
sentirme bien por lo que hice. ¡Y lo que hice fue una cosa buena! Pero después, cuando apoyo
a un político o a una política que privilegia a los ricos y es desfavorable a los pobres, no puedo
racionalizar más fácilmente que estoy haciendo mi parte justa y que tengo un corazón que se
inclina hacia los pobres, incluso mientras mi voto ayuda a asegurar que habrá siempre gente
sin techo que alimentar el día de Navidad.
Pocas virtudes son tan importantes como la caridad. Es señal de un buen corazón. Pero el
merecido buen sentimiento que tenemos cuando damos de nosotros mismos caritativamente
no debería estar confundido con el falso sentimiento de que en realidad estamos haciendo
nuestra parte.
La frustrante batalla por la humildad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 5 de noviembre de 2019

Es duro ser humilde, no porque no tengamos deficiencias más que suficientes para merecer la
humildad, sino más bien porque hay un astuto mecanismo en nosotros que normalmente no
nos deja ir al lugar de la humildad. Sencillamente dicho, mientras tratamos de ser modestos,
humildes y no hipócritas, nos enorgullecemos de eso, y entonces, sintiéndonos satisfechos de
ello, nos hacemos críticos de otros.
Jesús nos ofreció una maravillosa parábola sobre esto, pero generalmente desaprovechamos
su lección. Todos nosotros estamos familiarizados con la parábola del fariseo y el publicano.
Jesús cuenta la historia de dos hombres puestos delante de Dios en oración. El primero, un
devoto fariseo, es un hombre que se tomó muy en serio el seguimiento de la virtud y da gracias
a Dios porque es devoto y moral, y también da gracias a Dios porque no es tan amoral como el
publicano que está en el templo con él. El segundo, un publicano, reconoce (honradamente y
sin ninguna racionalización) que es amoral, que es un pecador y, en ese reconocimiento, pide
humildemente a Dios que le perdone sus debilidades. Sabemos cómo Jesús evalúa a los dos.
El fariseo en realidad no oró, mientras el publicano sí. Además, la parábola destaca la ceguera
interna del fariseo de un modo que es imposible no ver. Todo aquel que oye esta historia no
puede menos que ver su falta de humildad.
Sin embargo, lo que resulta desafiante es examinar nuestra propia reacción a la historia. Al
instante vemos la diferencia entre el falso orgullo y la genuina humildad. Vemos qué arrogante
es que el fariseo diga: “¡Gracias a Dios, yo no soy como ese!”. Pero entonces yo me
aventuraría a imaginar que el 98% de nosotros que oímos esa historia alimentamos
espontáneamente este sentimiento: “Gracias a Dios, yo no soy como ese fariseo”. ¡Y, al hacer
eso, nosotros somos él! Exactamente como él, nosotros estamos llenos hasta el borde de
nuestro propio sentido de virtud y, por eso, empezamos a juzgar a otros. Normalmente, nuestra
oración es de hecho lo contrario de la oración del publicano. Nosotros no estamos orando por
nuestra propia culpabilidad, sino más bien rezando: “¡Te doy gracias, oh Dios, porque no soy
tan ciego a mí mismo y tan crítico como son tantos otros!”. Es duro ser el publicano. Nuestra
verdadera virtud y humildad se enroscan invariablemente sobre sí mismas y nos hacen
orgullosos y críticos.
¿Cuál es la respuesta? ¿Cómo rompemos el círculo vicioso? Hay sólo una manera, y el
publicano nos la muestra. ¿Cómo? Él ora por su propia culpabilidad, de verdad. Es un pecador
y lo admite honradamente. Por nuestra parte, cuando hablamos de nosotros mismos como
pecadores, generalmente no queremos decirlo. Admitimos que tenemos nuestras debilidades y
que a veces pecamos; pero luego, como el fariseo, agradecemos inmediatamente que no
tengamos las debilidades y pecados de otros. Por lo general, pensamos de esta manera:
“¡Admito que tengo mis faltas, pero al menos no soy tan ignorante y egoísta como ese
compañero mío!” “¡A pesar de todos mis defectos, aún le doy gracias a Dios de que no soy tan
narcisista como mi jefe!” “¡Puede que yo no tenga mucha fe religiosa, pero al menos no soy tan
hipócrita como tantos de esos que son gente de iglesia!” “¡Puedo ser un poco desordenado,
pero gracias a Dios no tengo las faltas de Jack!”. El orgullo siempre está serpenteando
alrededor de nuestras defensas y manteniendo acorralada la genuina humildad.
Pero hay un caso en el que no puede hacer eso, y es cuando estamos reconociendo
genuinamente nuestra propia culpabilidad. Cuando estamos verdaderamente situados dentro
de nuestra propia culpabilidad, como el publicano, entonces no juzgamos a nadie, ni siquiera a
nosotros mismos. Como sacerdote católico romano que ha estado confesando durante unos 47
años, puedo decir sin duda que la gente se encuentra en su mejor momento cuando están
confesando honradamente sus propios defectos. Cuando estamos situados genuinamente en
el reconocimiento de nuestros propios pecados, no juzgamos a nadie. En ese espacio, nunca
pensamos: “¡Gracias a Dios, yo no tengo las faltas de Jack!”. Sabemos que nuestras propias
cosas bastan. Entonces, nuestra oración se vuelve honrada y, según Jesús, es en tal caso
cuando es oída en el cielo.
Y es precisamente nuestra culpabilidad lo que debemos reconocer existencialmente y situarnos
en ella. Nuestras otras debilidades, nuestras inadecuaciones congénitas y personales pueden
ser útiles haciéndonos humildes, pero, como no somos personal ni moralmente responsables
de ellas, reconocerlas no nos hace lo mismo como reconociendo nuestra propia culpabilidad.
No somos responsables del ADN físico y psicológico. No somos responsables de nuestra
etnicidad ni color. No somos responsables de la clase de familia, vecindad y cultura en las que
fuimos educados. Y no somos responsables de lo que nos sucedió en el corralito de bebés y en
el patio de juego cuando éramos pequeños. Y aun así, todas estas cosas impactan
profundamente en nuestras debilidades y fortalezas. Pero como no somos responsables de
ellas, al fin no tenemos que ser humildes por ellas.
Pero sí tenemos que ser humildes por nuestros propios pecados.
La gracia en la pasividad

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 28 de octubre de 2019

Una amiga mía cuenta esta historia. Creció con cinco hermanos y un padre alcohólico. El
efecto del alcoholismo de su padre fue devastando a su familia. He aquí cómo cuenta la
historia:
“Para cuando mi padre murió, su alcoholismo había destruido a nuestra familia. Nosotros,
niños, nunca más pudimos hablar unos con otros. Habíamos sido llevados por separado a
diferentes partes del país y no teníamos nada que hacer entre nosotros. Mi madre era una
santa y continuó intentando a través de los años tenernos reconciliados unos con otros,
invitándonos a juntarnos para el Día de Acción de Gracias y Navidad, y fiestas semejantes;
pero eso nunca resultó. Todos sus esfuerzos fueron inútiles. Nos odiábamos mutuamente.
Entonces, cuando mi madre yacía en cama muriendo de cáncer, en un hospital para enfermos
terminales, postrada en el lecho y finalmente en coma, nosotros, sus hijos, nos reunimos
alrededor de su lecho, viéndola morir; y ella, imposibilitada e incapaz de hablar, pudo realizar lo
que no había podido llevar a cabo a través de todos aquellos años en que podía hablar.
Viéndola morir, nos reconciliamos”.
Todos hemos conocido historias parecidas de personas en su agonía, cuando además estaban
imposibilitadas de hablar o actuar, impactando poderosamente, más poderosamente de lo que
nunca hicieron de palabra u obra a los que estaban alrededor, derramando una gracia que
bendecía a sus seres queridos. A veces, por supuesto, esto no trata de reconciliar a una familia
sino de fortalecer poderosamente su unidad existente. Tal fue el caso de la historia de una
familia contada por Carla Marie Carlson, en su libro La gracia de cada día. Su familia estaba ya
fuertemente unida, pero Carlson cuenta cómo la agonía de su madre fortaleció esos lazos
familiares y favoreció a todos los demás que fueron testigos de su muerte: “Aquellos que
aprovecharon la ocasión de estar con mi madre durante ese viaje me han dicho que sus vidas
fueron cambiadas para siempre. Fue un momento singular que siempre guardaremos como un
tesoro. Las lecciones de aceptación y coraje fueron abundantes mientras ella luchaba con la
realidad de un cuerpo moribundo. Aquello fue dramático e intenso; pero, aun así, lleno de paz y
gratitud”. La mayoría de los que alguna vez han estado velando alrededor de un ser querido
que estaba muriendo, pueden compartir una historia parecida.
Hay aquí una lección y un misterio. La lección es que nosotros no sólo hacemos unos por otras
cosas importantes e impactamos las vidas de los otros por eso que hacemos activamente;
también hacemos unos por otros cosas que cambian nuestras vidas en lo que absorbemos
pasivamente en la debilidad. Este es el misterio de la pasividad que vemos,
paradigmáticamente, agotado en lo que Jesús hizo por nosotros.
Como cristianos, decimos que Jesús dio su vida por nosotros y que dio su muerte por nosotros,
pero tendemos a pensar en esto como una y misma cosa. No es así. Jesús dio su vida por
nosotros a través de su actividad; y dio su muerte por nosotros a través de su pasividad. Estos
fueron dos momentos separados. Como la mujer descrita anteriormente que intentó durante
años tener a sus hijos reconciliados entre sí por su actividad -por medio de sus palabras y
acciones- y después cumplió al fin eso por la debilidad y pasividad en su lecho de muerte, así
también Jesús. Durante tres años intentó de todas maneras hacernos comprender el amor, la
reconciliación y la fe, sin conseguir el total efecto. Después, en menos de 24 horas, en su
debilidad, cuando no podía hablar, en su agonía, aprendimos la lección. Jesús y su madre
fueron capaces, en su debilidad y pasividad, de dar al mundo algo que fueron incapaces de
darnos de hecho en su fortaleza y actividad.
Por desgracia, esto no es cosa que nuestra cultura actual -con su énfasis en la salud,
productividad, éxito y poder- entienda mucho. Ya no entendemos ni valoramos mucho la
poderosa gracia que nos transmite alguien que está muriendo de una enfermedad terminal; ni
la poderosa gracia presente en una persona con una discapacidad, ni tampoco la gracia
presente en nuestras propias discapacidades físicas y personales. Ni hacemos mucho por
entender lo que estamos dando a nuestras familias, amigos y compañeros cuando, en
impotencia, tenemos que absorber el desdén, las desatenciones y la incomprensión. Cuando
una cultura empieza a hablar de la eutanasia es un infalible indicio de que ya no entendemos la
gracia en la pasividad.
En sus escritos, Henri Nouwen hace una distinción entre lo que él llama nuestros “logros” y
nuestra “productividad”. Los logros provienen más directamente de nuestras actividades. ¿Qué
hemos realizado positivamente? ¿Qué hemos hecho activamente por otros? Y nuestros logros
cesan cuando ya no somos activos. La productividad, por otra parte, va mucho más allá de lo
que hemos realizado activamente y es causado tanto por lo que hemos absorbido pasivamente
como por lo que hemos producido activamente. La familia descrita anteriormente se reconcilió
no por los logros de su madre, sino por su productividad. Tal es el misterio de la pasividad.
Pierre Teilhard de Chardin, en su clásico espiritual El medio divino, nos dice que deberíamos
ayudar al mundo a través de las actividades y las pasividades, a través de lo que damos
activamente y a través de lo que absorbemos pasivamente.
La llegada de refugiados, antiguos y nuevos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 14 de octubre de 2019

La congregación religiosa a la que pertenezco, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, ha


tenido una larga relación con los pueblos indígenas de Norteamérica. Por supuesto, esa
relación no siempre ha estado libre de sus negligencias por nuestra parte, pero ha sido
mantenida, constante a través de más de ciento cincuenta años. Escribo esto desde los
archivos de esa historia.
A mediados del siglo XIX, un grupo de jóvenes Oblatos marchó de Francia a trabajar con los
pueblos nativos de Oregon y del Estado de Washington. Con los medios de desplazamiento
que había en ese tiempo, particularmente el desafío de cruzar todos los Estados Unidos,
mucho de ello a lomos de caballo, les costó casi un año viajar desde Marsella a la costa de
Oregon. En ese grupo estaba un joven misionero, Charles Pandosy.
En el verano de 1854, el Gobernador Stevens había convocado un encuentro de jefes nativos
que debía celebrarse en Walla Walla para tratar de la tensión entre el gobierno de USA y los
nativos. Una de las tribus estaba obstinadamente revuelta, los Yakima, una tribu dirigida por su
jefe Kamiakin, con el que los Oblatos y el P. Pandosy habían estado trabajando. En un
momento, el jefe Kamiakin se dirigió a Pandosy para pedirle consejo.
En una carta escrita a nuestro Fundador en Francia, san Eugenio de Mazenod, fechada el 5 de
junio de 1854, el P. Pandosy resumió su conversación con el jefe de los Yakima. No sabiendo
qué intereses tenía Europa e ignorando cuánta gente vivía allí o qué fuerzas estaban guiando a
las personas a venir a Norteamérica, el jefe nativo había preguntado al P. Pandosy cuántos
hombres blancos había y cuándo dejarían de venir, creyendo ingenuamente que no podía ser
que quedaran por venir muchos de ellos.
En su carta, el P. Pandosy cuenta, literalmente, parte de su conversación con Kamiakim: “Es
como me temía. Los blancos tomarán vuestro país como han tomado otros países de los
indios. Yo vine de la tierra de los blancos hasta el este, donde la gente es más recia que la
hierba de las colinas. Donde ahora hay sólo unos pocos aquí, otros vendrán cada año hasta
que vuestro país será invadido por ellos… vosotros y vuestras tierras seréis tomados, y
vuestras gentes sacadas de sus hogares. Ha sido así con otras tribus; será así con vosotros.
Podéis luchar y aplazar durante un tiempo esta invasión, pero no podréis impedirla. He vivido
muchos veranos con vosotros y bautizado en la fe a un gran número de vuestra gente. He
aprendido a amaros. No puedo aconsejaros ni ayudaros. Ojalá pudiera”.
¿Suena familiar? Uno no tiene que forzar ninguna lógica para ver hoy un paralelismo a nuestra
situación, cuando millones de refugiados se agolpan en las fronteras de los Estados Unidos, de
Canadá y de buen número de países de Europa, buscando entrar. Como el jefe Kamiakin,
nosotros, que estamos viviendo en esos países y los consideramos apasionadamente “propios”
nuestros, estamos muy ignorantes de cuánta gente está buscando venir aquí, qué presiones
los están trayendo aquí y cuándo parará la aparente afluencia sin fin personas. También, como
esas tribus indígenas que tuvieron que ver de nuevo sus vidas irrevocablemente alteradas por
nosotros al entrar en su país, nosotros tendemos también que sentir esto: una invasión ilícita e
injusta, y somos reacios a permitir a estos pueblos compartir nuestra tierra y nuestras ciudades
con nosotros.
Cuando la gente vino al principio de Europa a América del Norte y del Sur, vinieron por
diferentes razones. Algunos estaban huyendo de la persecución religiosa, otros estaban
buscando una salida de la pobreza y del hambre, otros venían a trabajar para mandar dinero
con el fin de mantener a sus familias, otros eran médicos o clérigos que venían a atender a los
demás, y, sí, otros también eran criminales dispuestos a todo.
Parecería que no ha cambiado mucho, excepto que el zapato está ahora en el otro pie.
Nosotros, originariamente invasores, somos ahora las tribus indígenas, solícitas y protectoras
de lo que consideramos justamente nuestro, temerosos de los forasteros, la mayoría sin saber
por qué vienen.
Este no es solamente el caso de Norteamérica; la mayor parte de Europa está experimentando
exactamente las mismas presiones, excepto que en su caso han tenido un tiempo más largo
para olvidar cómo sus antepasados vinieron una vez de otro lugar y la mayoría desalojó a los
pueblos indígenas que ya estaban allí. Se admite que esto no es fácil de resolver, ni política ni
moralmente: Ningún país puede simplemente abrir sus fronteras indiscriminadamente a todos
los que quieren entrar; y, aun así, nuestras escrituras, judías y cristianas, están
inequívocamente en sintonía al afirmar que la tierra pertenece a todos y que todos los pueblos
tienen el mismo derecho a la creación, que vio Dios que era buena. Ese imperativo moral
puede parecer injusto y utópico; pero ¿cómo justificamos el hecho de que desalojemos a otros
para construir nuestras vidas aquí, y en cambio ahora encontremos injusto que otros nos estén
haciendo lo mismo a nosotros?
Mirando la crisis de los refugiados en el mundo actual, uno se da cuenta de que lo que te fue a
ti al fin me viene a mí.
La pérdida del cielo y el temor al infierno

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 1 de julio de 2019

Mientras crecía como católico romano, al igual que el resto de mi generación, me enseñaron
una oración llamada Acto de contrición. En aquel momento, todo católico tenía que
memorizarlo y recitarlo durante o después de la confesión. La oración comenzaba de esta
manera: Oh, Dios mío, me pesa de haberos ofendido y detesto todos mis pecados porque temo
la pérdida del cielo y las penas del infierno. …
Temer la pérdida del cielo y temer las penas del infierno pueden parecer como una misma
cosa. Pero no lo son. Hay una enorme distancia moral entre temer la pérdida del cielo y temer
las penas del infierno. La oración las separa sabiamente. El temor del infierno está basado en
un temor de castigo, el temor de la pérdida del cielo está basado en un temor de no ser una
persona buena y afable. Hay una enorme diferencia entre vivir temiendo el castigo y vivir
temiendo no ser una buena persona. Somos más maduros, humanamente y como cristianos,
cuando nos pesa más no haber amado lo suficiente que cuando tememos ser castigados por
hacer algo malo.
Mientras crecía por los años 1950-60, asimilé la espiritualidad y catequesis del catolicismo
romano del tiempo. En la mentalidad católica de entonces (y esto era esencialmente igual para
protestantes y evangélicos) el énfasis escatológico se ponía mucho más sobre el temor de ir al
infierno que sobre ser una persona afable. Como niño católico que era, juntamente con mis
compañeros, yo estaba muy preocupado de no cometer un pecado mortal, esto es, hacer algo
por egoísmo o debilidad que, si no fuera confesado antes de morir, me enviaría al infierno por
toda la eternidad. Mi temor era que yo podía ir al infierno más bien que podía no ser una
persona afable que pasara por alto el amor y la comunidad. Y así estaba preocupado de no ser
malo más bien que de ser bueno. Me preocupaba hacer algo que fuera pecado mortal, que me
enviara al infierno; pero no me preocupaba tanto tener un corazón suficientemente grande para
amar como Dios ama. No me preocupaba tanto perdonar a otros, olvidar las ofensas, amar a
los que son diferentes de mí, ser crítico, o ser tan tribal, racista, sexista, nacionalista o cerrado
en mis criterios religiosos que sería incómodo sentarme con algunos otros en la mesa del
banquete de Dios.
La mesa celestial está abierta a todos los que quieran sentarse con todos. Este es un verso de
un poema de John Shea y deletrea sucintamente -creo yo- una condición no negociable para ir
al cielo, a saber, la voluntad y capacidad de amar a todos y sentarnos con todos. Es no
negociable por esta razón: ¿Cómo podemos estar a la mesa celestial con todos si por alguna
razón de orgullo, ofensa, temperamento, amargura, intolerancia, política, nacionalismo, color,
raza, religión o historia no estamos abiertos a sentarnos con todos?
Jesús enseña esto también, precisamente de una manera diferente. Después de darnos
la oración dominical, que acaba con estas palabras: “perdónanos nuestras ofensas como
nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, añade esto: “si vosotros perdonáis a otros
cuando os ofenden, también vuestro Padre del cielo os perdonará. Pero si vosotros no
perdonáis a otros, tampoco vuestro Padre os perdonará”. ¿Por qué no puede Dios perdonarnos
si nosotros no perdonamos a otros? ¿Ha escogido Dios arbitrariamente esta condición como su
perrito-mascota para ir al cielo? No.
No podemos participar en el banquete celestial si aún somos selectivos de con quién podemos
sentarnos. Si en la otra vida, como aquí en esta, seleccionáramos a quien amamos y
abrazamos, entonces el cielo sería lo mismo que la tierra, con facciones, amargura, rencores,
daño y toda clase de racismo, sexismo, nacionalismo y fundamentalismo religioso,
guardándonos a todos nosotros en nuestros separados silos. Sólo podemos participar en el
banquete celestial cuando nuestros corazones son lo bastante generosos para abrazar a todos
los demás que están a la mesa. El cielo demanda un corazón abierto al abrazo universal.
Y así, mientras me voy haciendo más viejo, me acerco al final de mi vida y acepto que pronto
me encontraré cara a cara con mi Hacedor, me preocupa cada vez menos ir al infierno y me
preocupa cada vez más la amargura, ira, ingratitud y falta de perdón que aún queda en mí. Me
preocupa menos cometer un pecado mortal, y más si soy bondadoso, respetuoso y perdono a
otros. Me preocupa más la pérdida del cielo que las penas del infierno, esto es, me preocupa
que yo podría acabar como el hermano mayor del hijo pródigo, que se queda fuera de la casa
del Padre, excluido por la ira más bien que por el pecado.
Y aun así, agradezco el Acto de contrición de mi juventud. El miedo al infierno no es una mala
situación por la que empezar.
Lecciones a causa del fracaso

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 18 de marzo de 2019

¿Qué hay que aprender de nuestro fracaso, de ser humillados a causa de nuestras propias
culpas? Generalmente, esa es la única manera como crecemos. Al ser humillados por nuestras
propias insuficiencias, aprendemos esas lecciones de la vida a las que somos sordos cuando
nos pavoneamos llenos de seguridad y orgullo. Hay secretos -dice John Updike- que la salud
no conoce. Esta lección está por cualquier parte de la Escritura e impregna toda la
espiritualidad en cualquier religión digna de su nombre.
Raymond E. Brown ilustra esto desde la escritura: reflexionando sobre cómo, en un momento
de su historia, el pueblo escogido de Dios, Israel, traicionó su fe y fue consecuentemente
humillado y sumido en una crisis respecto al amor e interés de Dios por ellos, Brown señala
que, a largo plazo, este aparente desastre acabó siendo una experiencia positiva: “Israel
aprendió más acerca de Dios en las cenizas del Templo destruido por los babilonios que en el
elegante periodo del Templo bajo Salomón”.
¿Qué quiere decir con eso? Justo antes de ser conquistado por Nabucodonosor, rey de
Babilonia, Israel acababa de experimentar lo que, por todas las apariencias, parecía el gran
momento de su historia (política, social y religiosamente). Estaba en posesión de la tierra
prometida, había sometido a todos sus enemigos, tenía un gran rey que la gobernaba y poseía
un espléndido templo en Jerusalén como lugar para dar culto y un centro para mantener a todo
el pueblo junto. Con todo, dentro de esa aparente fortaleza, quizás a causa de ello, se había
quedado con satisfecho con su fe y más relajado por ser fiel a ella. Esa complacencia y laxitud
le condujo a su decadencia. En 587 a. C., fue invadido por una nación extranjera que, tras
ocupar la tierra, deportó a la mayor parte del pueblo a Babilonia, mató al rey y derribó el templo
hasta su última piedra. Israel pasó el siguiente medio siglo en el exilio, sin templo, luchando por
reconciliar esto con su creencia en que Dios lo amaba.
Sin embargo, con una visión más global, esto vino a ser positivo. El dolor de estar exiliados y
las dudas de fe que se desencadenaron a causa de la destrucción del templo, fueron al fin
compensadas por lo que aprendieron a través de esta humillación y crisis, a saber, que Dios es
fiel aun cuando nosotros no lo seamos, que nuestros fracasos nos abren los ojos a nuestra
propia complacencia y ceguera, y que lo que parece éxito es, con frecuencia, su opuesto,
exactamente como lo que parece fracaso es frecuentemente lo contrario. Como Richard Rohr
pudo expresar en una frase, en nuestros fracasos tenemos una ocasión de “caer hacia arriba”.
No hay mejor imagen disponible -creo yo- con la que entender lo que la iglesia está llevando a
cabo ahora gracias al shock provocado por la humillación ante los casos de abusos sexuales
del clero en el Catolicismo Romano y en otras iglesias. Refundiendo la opinión de Raymond
Brown: La iglesia puede aprender más acerca de Dios en las cenizas de la crisis por los abusos
sexuales del clero, que lo que aprendió durante sus elegantes periodos de las grandes
catedrales, del desarrollo creciente de la iglesia y del crédito incuestionado hacia la autoridad
eclesial. Puede también aprender más sobre ella misma, su ceguera hacia sus propias faltas y
su necesidad de algún cambio estructural y conversión personal. Confiadamente, como el exilio
de Babilonia para Israel, esto será también para las iglesias algo que al fin resulte positivo.
Además, lo que institucionalmente es verdad para la iglesia (y, sin duda, para otras
organizaciones) es también verdad para cada uno de nosotros en nuestras vidas personales.
Las humillaciones que nos acosan a causa de nuestras incongruencias, complacencias,
fracasos, traiciones y ceguera para con nuestras propias faltas, pueden ser ocasiones para
“caer hacia arriba”, para aprender en las cenizas lo que no aprendimos en el círculo del
ganador.
Casi sin excepción, nuestros mayores éxitos en la vida, nuestras más grandes hazañas y el
auge en el rango y la adulación que vienen con eso generalmente no nos hacen profundizar de
ningún modo. Parafraseando a James Hillman, el éxito normalmente no trae un átomo de
profundidad a nuestras vidas. A la inversa, si reflexionamos con coraje y honradez sobre todas
las cosas que han aportado profundidad y carácter a nuestras vidas, tendremos que admitir
que, prácticamente en todos los casos, habrá algo con un elemento de vergüenza hacia ello:
un sentimiento de incongruencia sobre nuestro propio cuerpo, algún humillante elemento en
nuestra educación, algún vergonzoso fracaso moral en nuestra vida, o algo en nuestro carácter
de lo que sentimos vergüenza. Estas son las cosas que nos han dado profundidad.
La humillación contribuye a la profundidad; nos conduce a las partes más profundas de nuestra
alma. Desgraciadamente, sin embargo, eso no siempre contribuye a un resultado positivo. El
dolor de la humillación nos hace profundos; pero puede hacernos profundos de dos maneras:
en comprensión y empatía, pero también en una amargura de alma que nos llevaría a
vengarnos del mundo.
Pero el punto positivo es este: como Israel en las riberas de Babilonia, cuando nuestro templo
está deteriorado o destruido, en las cenizas de ese exilio, tenemos la ocasión de ver algunas
cosas más profundas en nosotros para las que estamos normalmente ciegos.
Lenguaje, símbolos y autocomprensión

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 20 de mayo de 2019

Una vez, un reportero preguntó a dos hombres, en el lugar donde se estaba construyendo una
iglesia, qué hacía cada uno de ellos para ganarse la vida. El primero respondió: “Soy albañil”.
El segundo dijo: “Estoy construyendo una catedral”. La manera como nombramos una
experiencia determina generalmente su significado. Hay varios lenguajes en un lenguaje, y
unos hablan más profundamente que otros.
Hace treinta años, el educador estadounidense Allan Bloom escribió un libro titulado El cierre
de la mente estadounidense. Esta fue su tesis: “Hoy nuestro lenguaje está viniendo a ser más
empírico y unidimensional que nunca, y exento de profundidad”. “Esto -opina- está cerrando
nuestras mentes al trivializar nuestras experiencias”.
Veinte años antes, en un ensayo más bien provocador, El triunfo de lo terapéutico, Philip Rieff
ya había sugerido lo mismo. Para Rieff, vivimos nuestras vidas bajo una cierta “cerca simbólica”
esto es, en un lenguaje y con una serie de conceptos con los que interpretamos nuestra
experiencia. Y esa cerca puede ser alta o baja. Podemos entender nuestra experiencia con un
lenguaje y una serie de conceptos que nos hacen creer que las cosas son muy significativas, o
que son bastante superficiales y no precisamente muy significativas. La experiencia es rica o
superficial, según el lenguaje con el que la interpretamos.
Por ejemplo: imagínate a un hombre con dolor de espalda que va a su médico. El médico le
dice que sufre de artritis. Saber esto le produce algo de calma. Ahora está añ corriente de su
dolor. Pero no está satisfecho, y va a un psicólogo. El psicólogo le dice que sus síntomas no
son sólo físicos, sino que también sufre la crisis de la mediana edad. Esto le proporciona una
comprensión más rica de su dolor. Pero aún está insatisfecho, y va a ver a un director
espiritual. El director espiritual, aún sin negarle la artritis y la crisis de la mediana edad, le dice
que este dolor es de hecho su Getsemaní, la cruz que debe llevar. Date cuenta que los tres
diagnósticos hablan del mismo dolor, pero que cada uno lo sitúa bajo una diferente cerca
simbólica.
El trabajo de personas tales como Carl Jung, James Hillman y Thomas Moore, nos han
ayudado a entender más explícitamente cómo hay un lenguaje que toca al alma más
profundamente.
Por ejemplo: vemos el lenguaje del alma, entre otros lugares, en algunos de nuestros grandes
mitos y cuentos de hadas, muchos de ellos con siglos de antigüedad. Su aparente simplicidad
desenmascara una profundidad que desarma. Por ofrecer sólo un ejemplo, toma el cuento de
Cinderella (Cenicienta). Lo primero que debes advertir es que el nombre, Cinderella, no es un
nombre real sino compuesto de dos palabras: Cinder, que significa ceniza, y Puella, que
significa niña joven. Esto no es un simple cuento de hadas sobre una chica solitaria y abatida.
Es un mito que destaca una dinámica universal, paradójica y pascual que experimentamos en
nuestras vidas, de manera que la protagonista, antes de estar preparada para llevar la zapatilla
de cristal, ser la belleza de la carroza, casarse con el príncipe y vivir felizmente para siempre,
debe primero pasar un tiempo prerequerido sentada en la ceniza, sufriendo la humillación y
siendo purificada durante ese tiempo en el polvo.
Observa cómo esta historia habla, a su manera, de lo que en la espiritualidad cristiana
llamamos “cuaresma”, un tiempo de penitencia en el que nos marcamos con ceniza a fin de
entrar en un espacio ascético para prepararnos al gozo que (por razones que sólo conocemos
intuitivamente) solamente puede ser vivido después de un tiempo de renunciamiento y
sublimación. Cinderella es una historia que proyecta una cierta luz en la profundidad de
nuestras almas. Muchos de nuestros famosos mitos hacen eso.
Sin embargo, ningún mito proyecta más profundamente luz en el alma como lo hace la
Escritura. Su lenguaje y símbolos dan nombre a nuestra experiencia de un modo que nos
ayuda a captar la genuina profundidad en nuestras propias experiencias.
Así pues, hay dos maneras de entendernos: podemos estar confundidos o podemos estar en el
vientre de la ballena. Podemos estar desamparados ante una adicción o podemos estar
poseídos por un demonio. Podemos titubear entre el gozo y la depresión o podemos alternar
entre estar con Jesús ‘en Galilea’ o con él en ‘Jerusalén’. Podemos estar paralizados cuando
nos situamos ante la globalización o podemos detenernos con Jesús en las fronteras de
Samaria, en una nueva conversación con una mujer pagana. Podemos estar luchando con
fidelidad por guardar nuestros compromisos o podemos detenernos con Josué ante Dios,
recibiendo instrucciones para eliminar a los cananeos, de manera que nos mantengamos en la
Tierra Prometida. Podemos estar sufriendo de artritis o podemos estar sudando sangre en el
huerto de Getsemaní. El lenguaje que usemos para entender una experiencia define lo que la
experiencia significa para nosotros.
Al final, podemos tener un empleo o podemos tener una vocación; podemos estar perdidos o
podemos estar pasando nuestros 40 días en el desierto; podemos estar amargamente
frustrados o podemos estar meditando con María; podemos estar trabajando como esclavos
por un cheque o podemos estar construyendo una catedral. El significado depende mucho del
lenguaje.
Lo que no hemos acertado sobre el sexo

Ron Rolheiser (Trad. Bejamín Elcano) - Lunes, 8 de abril de 2019

Hace varios años, en el espacio de preguntas y respuestas después de una conferencia


pública, un joven más bien descontento me hizo una pregunta que llevaba un poco de
intención: “Parece que Vd. escribe mucho sobre sexo”, dijo. “¿Tiene un problema particular con
él?” Mi conferencia había versado sobre la misericordia de Dios, y yo no había mencionado
para nada el sexo; así que su pregunta tenía obviamente su propia agenda. Mi respuesta fue:
“Escribo 52 columnas al año y he estado haciendo eso durante más de 30 años. Por término
medio, escribo una columna sobre sexo cada segundo año, así que quiere decir que escribo de
sexo, por término medio, cada 104 veces que escribo. Eso resulta ligeramente menos del 1%
del tiempo. ¿Crees que eso es excesivo?”
Destaco este intercambio porque soy bastante consciente de que, siempre que un célibe con
votos escriba sobre sexo, esto será problemático para algunos, a ambos lados del espectro
ideológico. Sea como sea, al referirme aquí a dos ingeniosas citas de Gary Gutting, quiero
sugerir que nuestra cultura haría bien de examinar valientemente sus opiniones sobre el sexo
para ver dónde nuestro actual comportamiento, relativo al sexo, podría no estar sirviéndonos
bien. Aquí están las citas: escribiendo en una revista de Commonweal (23 de Septiembre,
2016), dice Gutting: “Necesitamos, sin embargo, una ética de la sexualidad, y el punto de
partida debería ser la comprensión de que el sexo no es `diversión´. O sea, no resulta una
actividad agradable que podamos separar, sin peligro, de las cosas que de hecho importan. El
sexo no es como decir un chiste, beber un buen vino o ver un partido de baloncesto. No es sólo
que el sexo sea más intenso; también pone en comunicación emocional y moral las
profundidades que, ordinariamente los placeres no ponen. Los valores humanos fundamentales
tales como el amor, el respeto y la autoidentidad están siempre en juego. El `sexo casual´ es
una peligrosa ilusión. El sexo es un problema para nosotros principalmente porque lo
confundimos con la diversión”.
Dos años después, en otra revista de Commonweal (19 de marzo, 2018) comentando la
indignación moral que encendió al movimiento #Me Too, escribe: “Nuestra indignación puede
parecer anómala, particularmente en el contexto de Hollywood, porque la industria del
entretenimiento, junto con la publicidad de la industria de la autoayuda y los intelectuales
iluminados, es una fuente primaria de la idea, ámpliamente aceptada, de que el sexo debería
ser liberado de la seriedad de las estructuras morales y reconocido exactamente como otra
manera de poder divertirse la gente moderna. …Yo no soy cínico, pero sí pienso que vale la
pena reflexionar sobre la tensión entre la indignación moral, por acoso sexual, y la ética de la
sexualidad liberada. El problema central es que esta ética apoya la idea de que el sexo debería
ser típicamente otra manera de tener diversión. …Esta ética está abierta, por supuesto, a la
idea de que el sexo también puede ser una expresión de la intimidad profunda, comprometida y
monógama; pero, a pesar de todo, no ve ningún problema con el sexo que empieza y acaba
sólo como diversión”.
¿Puede el sexo empezar y acabar sólo como diversión? Muchos en nuestra cultura de hoy
dirían que sí. Parece que esto es a lo que hemos evolucionado. En el corto espacio de medio
siglo hemos presenciado algunos cambios de paradigmas por los que nuestra cultura valora la
moral sexual. Hasta la década de 1950, nuestra ética moral dominante asoció el sexo al
matrimonio y a tener hijos. El sexo se consideraba moral cuando era compartido en un
matrimonio y estaba abierto a la concepción. La década de los 60 eliminó la parte sobre el sexo
asociado a tener hijos, por lo que el control de nacimientos vino a ser aceptable en la cultura.
Pero el sexo aún necesitaba estar dentro de un matrimonio. El sexo pre marital y extra marital,
aunque difundidos, no eran vistos aún como aceptables moralmente. Los años 70 y 80
cambiaron eso. Nuestra cultura vino a aceptar el sexo fuera del matrimonio ofreciéndolo como
consensuado y amoroso. El sexo, en efecto, vino a ser una extensión de citas. La generación
de hoy nació y fue educada en esa ética. Finalmente, los 90 y el nuevo milenio trajeron todavía
un cambio más radical, a saber, el sexo “enganche”, el sexo donde el alma, la emoción y el
compromiso son deliberadamente excluidos de la relación. Para mucha gente, hoy, el sexo se
puede entender como puramente de recreo -y aún moral- sólo para divertirse.
¿Qué hay que decir sobre esto? ¿Puede ser el sexo simplemente para la diversión? Mi
respuesta es la misma que la de Gutting. El sexo sólo para la diversión no funciona porque,
aunque lo intentemos, no podemos separar el sexo del alma.
Al final, el sexo sólo por diversión no es diversión, excepto en la fantasía, en la ideología
divorciada de la realidad y en la novelas y películas ingenuas. A los que son sensibles, les trae
invariablemente pesar; y a los que son insensibles les trae invariablemente dureza de corazón.
A todos nos trae explotación sexual. Más seriamente, conduce a cierta pérdida del alma.
Cuando a la sensibilidad no se le da su lugar propio en la sexualidad, incluso peor, cuando es
excluida deliberadamente, acabamos vendiéndonos cortos, no honrándonos adecuadamente a
nosotros ni a los otros; y, al final del día, esto no proporciona ni la felicidad en nosotros, ni el
propio respeto de los otros.
El alma es una mercancía digna de protección, particularmente en el sexo.
Luchando dentro de nuestra propia piel

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 4 de marzo de 2019

He sido a la vez bendecido y maldecido por una inquietud congénita que no siempre me ha
hecho fácil la vida. Me acuerdo siendo niño correteando incansablemente por la casa, el patio,
y después por los abiertos campos de la finca de mi familia, en las praderas. Nuestra familia
estaba unida, mi vida estaba protegida y segura, y fui educado en una sólida fe religiosa. Eso
debería haber contribuido a una niñez pacífica y estable; y, en buena medida, así fue. Me
considero dichoso.
Pero toda esta estabilidad, al menos a mí, no me impidió vivir una perturbadora inquietud. Más
superficialmente, sentí esto en el aislamiento de crecer en una comunidad rural que parecía
sumamente alejada de la vida que intuía en las grandes ciudades. Las vidas que veía en la
televisión y que leía en los periódicos y revistas me parecían ser mucho más grandes, más
estimulantes y más significativas que la mía. Mi vida, en comparación, palidecía, parecía
pequeña, insignificante y la segunda mejor. Anhelaba vivir en una gran ciudad, lejos de lo que
sentía que eran las carencias de la vida rural. Mi vida -según parecía- estaba siempre lejos de
todo lo que era importante.
Más allá de eso, me atormentaba al comparar mi vida, mi cuerpo y mi anonimato con la
elegancia, el atractivo y la fama de los atletas profesionales, las estrellas de cine y otras
celebridades que yo admiraba y cuyos nombres eran palabras familiares. Para mí, tenían
verdaderas vidas, unas vidas que yo sólo podía envidiar. Por otra parte, sentía una inquietud
más profunda que tenía que ver con mi alma. A pesar de la genuina intimidad de una familia
unida y una comunidad muy cercana, en la que tenía docenas de amigos y familiares, anhelaba
una intimidad singular y erótica con un alma gemela. Finalmente, vivía con una incipiente
ansiedad que yo no entendía y que mayormente se transformaba en miedo, miedo de no tomar
medidas y miedo de cómo estaba viviendo la vida ante lo eterno.
Esa fue la parte maldita, pero todo esto trajo también una bendición. En la gran olla de esa
inquietud, discerní (oí) una llamada a la vida religiosa que combatí por largo tiempo, porque
parecía la antítesis de todo lo que ansiaba. ¿Cómo puede una ardiente inquietud, llena de eros,
ser una llamada al celibato? ¿Cómo puede un egoísta deseo de fama, fortuna y reconocimiento
ser una invitación a entrar en una orden religiosa cuyo carisma es vivir con los pobres? No
tenía sentido; y, paradójicamente, por esa razón, al fin, fue lo único que tuvo sentido. Me di por
vencido a su empuje y resultó un acierto para mí.
Eso me condujo a la vida religiosa; y lo que he vivido y aprendido en ella me ha ayudado, poco
a poco, a través de los años, a procesar mi propia inquietud y empezar a vivir dentro de mi
propia piel. Más allá de la oración y la guía espiritual, particularmente me ayudaron dos
gigantes intelectuales. Como estudiante, con 19 años de edad, empecé a estudiar a san
Agustín y santo Tomás de Aquino. Mi mente era aún joven y estaba sin formar, pero
comprendía bastante de lo que estaba leyendo para empezar a favorecer las inquietas
complejidades que había en mi propia alma, y en el alma humana en general. También a la
edad de 19 años (tal vez particularmente a los 19 años) uno puede entender existencialmente
la máxima de Agustín: Nos has hecho para Ti, Señor, y nuestros corazones están inquietos
hasta que descansen en Ti.
Y luego estuvo Tomás de Aquino, que preguntaba: ¿Cuál es el objeto adecuado del
entendimiento y la voluntad humanos? En resumen, ¿qué tendríamos que conocer y de qué
estar enamorados para satisfacer todas las llamas de inquietud que hay en nosotros? Su
respuesta: ¡Todo! El objeto adecuado del entendimiento y la voluntad humanos es el Ser como
tal: Dios, toda la gente, toda la naturaleza. Sólo eso nos satisfaría.
Sin embargo…eso no es lo que generalmente pensamos. La particular inquietud que yo
experimenté en mi juventud es hoy en verdad una enfermedad casi universal. Virtualmente,
todos nosotros creemos que la buena vida la tienen sólo aquellos que viven en otra parte, lejos
de nuestras propias vidas limitadas, ordinarias, insignificantes y de pequeñas ciudades.
Nuestra cultura nos ha colonizado para creer que la riqueza, la celebridad y el confort son el
adecuado objeto del entendimiento y la voluntad humanos. Son, para nosotros, el “Ser como
tal”. En la observación corriente de nuestra cultura, nos fijamos en los bellos cuerpos, la fama y
la riqueza de nuestros atletas, las estrellas de cine, los presentadores de televisión y los
empresarios llenos de éxitos, y creemos que ellos tienen la buena vida, y nosotros no. Estamos
en el exterior, mirando al interior. Todos somos ahora, en realidad, niños del entorno rural que
envidian a distancia la vida de la gran ciudad, una vida accesible sólo a unos pocos altamente
selectos, mientras nosotros somos crucificados por la falsa creencia de que la vida es sólo
estimulante en otra parte, no donde nosotros vivimos.
Pero nuestro problema es -como Rainer Marie Rilke indicó una vez a un joven aspirante a
poeta que creía que su propio entorno humilde no le proporcionaba la inspiración que
necesitaba para la poesía- que, si no podemos ver la riqueza en la vida que en realidad
estamos viviendo, entonces no somos poetas.
Más allá del misticismo

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 6 de mayo de 2019

¡Soy una mística practicante! Una mujer dijo esto en una de mis clases, hace algunos años, y
atrajo muchas miradas. Yo estaba dando una clase sobre misticismo y pregunté a los
estudiantes por qué les interesaba el tema del misticismo. Sus respuestas fueron variadas:
Algunos estaban simplemente intrigados con la idea; otros eran directores espirituales que
querían más discernimiento en lo que constituye la experiencia mística; y un cierto número
estaba asistiendo al curso porque el consejero de la facultad les había pedido que lo hicieran.
Pero una mujer respondió: “Porque soy una mística practicante”.
¿Puede ser alguien un místico practicante? Sí, aportando ambos términos, practicante y
místico, se entienden convenientemente.
¿Qué significa ser un místico? En opinión de la gente, el misticismo está por lo general
asociado con la experiencia religiosa extraordinaria y paranormal, esto es, visiones,
revelaciones, apariciones y cosas semejantes. A veces, efectivamente, este es el caso, de
algunos grandes místicos como Juliana de Norwich y Teresa de Ávila; pero estas son
excepciones. Eso no es lo común. Normalmente, la experiencia mística es ordinaria: sin
visiones, sin apariciones, sin éxtasis, sólo la experiencia de cada día; pero con una diferencia.
Ruth Burrows, la renombrada carmelita británica, define el misticismo de esta manera: “La
experiencia mística es ser tocado por Dios a un nivel más profundo que las palabras, el
pensamiento, la imaginación y el sentimiento”. Tenemos una experiencia mística cuando nos
conocemos a nosotros mismos y nuestro mundo con claridad, aunque sólo sea durante un
segundo. Eso puede ir envuelto de algo extraordinario, como una visión o aparición, pero
normalmente no. Normalmente una experiencia mística no es un momento en el que un ángel o
algún espíritu se te aparece o te sucede algo paranormal. Un momento místico es
extraordinario, pero extraordinario por su lucidez y claridad, extraordinario porque durante ese
momento estamos especialmente centrados, y extraordinario porque en ese momento
comprendemos, más allá de las palabras y la imaginación, de una manera oscura, inconsciente
e iniciada, lo que los místicos llaman el indeleble recuerdo del beso de Dios en nuestra alma, el
primordial recuerdo de haber experimentado una vez el amor perfecto en el vientre de Dios
antes del nacimiento. Bernard Lonergan, usando una terminología diferente, llama a esto la
marca de los primeros principios en nuestra alma, esto es, la innata huella de las propiedades
trascendentales de Dios en nosotros: Unidad, Verdad, Bondad y Belleza.
Tenemos una experiencia mística cuando estamos en contacto con esa parte de nuestra alma
que una vez fue tocada por Dios antes de que naciéramos, esa parte de nuestra alma que aún
lleva, aunque inconscientemente, el recuerdo de ese toque. Henri Nouwen llama a esto un
recuerdo oscuro del “primer amor”, de haber sido acariciado una vez por las más delicadas
manos que nunca hemos encontrado en esta vida.
Todos nosotros tenemos experiencias de esto, hasta cierto grado. Todos nosotros tenemos
experiencias místicas, aunque no todos somos místicos. ¿Cuál es la diferencia entre tener una
experiencia mística y ser un místico? Es la diferencia entre tener experiencias estéticas y ser
un artista. Todos nosotros tenemos profundas experiencias estéticas, y a veces somos
profundamente “movidos” en nuestras almas por la belleza; pero sólo unas pocas personas
llegan a ser grandes artistas, grandes compositores y grandes músicos, no necesariamente
porque ellos tengan experiencias más profundas que el resto de nosotros, sino porque ellos
pueden dar excepcional expresión estética a su experiencia. La expresión estética es siempre
según la persona. De aquí que cualquiera puede convertirse en un artista practicante, aun
cuando no sea un profesional.
Lo mismo vale para el misticismo. Un místico es alguien que puede dar significativa expresión a
la experiencia mística, exactamente como un artista es alguien que puede dar adecuada
expresión a la experiencia estética. Tú puedes ser un místico practicante, semejante a un
artista practicante o músico practicante. Como un artista luchador, tú puedes luchar por dar
expresión significativa y consciente a los profundos movimientos que sientes en tu alma; y,
como un artista aficionado, tú no serás el Rembrandt, ni el Picasso de la vida espiritual, pero
tus esfuerzos pueden ser inmensamente útiles para ti al clarificar los movimientos en tu propia
alma y psique.
¿Cómo, concreta y prácticamente, podrías iniciarte en ser un místico? Haciendo algo que te
ayude a estar más conscientemente en contacto con los profundos movimientos de tu alma y
elaborando estrategias que te ayuden a estabilizar y centrar tu alma.
Por ejemplo, para estar en contacto con tu alma, puedes ser un místico practicante
manteniendo un diario, haciendo lectura espiritual, teniendo dirección espiritual, haciendo
diferentes ejercicios espirituales, tales como los Ejercicios Espirituales de San. Ignacio y
oración de cualquier género. Para centrar y estabilizar tu alma, puedes ser un místico
practicante entregándote más consciente y deliberadamente a la práctica bíblica del Sabbat y
haciendo otras cosas centradas en el alma, como cultivar el jardín, dar largos paseos, escuchar
buena música, compartir un vino y conversación con la familia y los amigos, hacer el amor con
tu esposa, tomar en brazos a un bebé, visitar a una persona que está enferma, o incluso
dedicarte a un pasatiempo que rompa sanamente la obsesión de tus ocupaciones diarias.
Hay maneras de ser un místico practicante, aun sin asistir a una clase formal sobre misticismo.
Migraciones tardías

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 9 de septiembre de 2019

Jesús dice que, si le seguimos, la cruz y el dolor nos llegarán. Ese mensaje es crónicamente
malentendido. Tal vez lo entenderíamos mejor si Jesús lo hubiera expresado de esta manera:
Cuanto más sensible llegues a ser, tanto más dolor se filtrará en tu vida. Entonces,
entendemos la relación. Las personas sensibles sufren más profundamente, como también
absorben más profundamente los gozos y bellezas de la vida. El dolor entra en ellas más
profundamente, por la misma razón que lo hace la intención. Están abiertas a ello. Las
insensibles (por definición) se abstienen de ambos: del dolor y del gozo profundos.
Con esto como telón de fondo, me gustaría presentar a los lectores un nuevo libro de Margaret
Renkl Migraciones tardías: Una historia natural de amor y pérdida.
Este libro manifiesta una rara sensibilidad. Algunas personas son agraciadas intelectualmente,
otras artísticamente, otras románticamente e incluso otras emocionalmente. Renkl es agraciada
con todas estas; particularmente con una inteligencia emocional que ella combina con la
refinada estética de un artista y luego combina esas dos con la destreza de un escritor
ingenioso y natural. Constituye un buen conjunto. El contenido es sólo parte del regalo de este
libro. Más allá de su mensaje, es una gran pieza escrita y una delicada pieza artística también.
Es igualmente un libro sobre la fe, aunque Renkl no expresa esto muy explícitamente. Ella
escribe primariamente, como un naturalista, un urbano Peregrino en Tinker Creek, alguien que
admira la naturaleza, emplea mucho tiempo en ella, entiende bien su carácter pródigo y sus
innatas crueldades, y entiende también cómo esas crueldades (donde, dentro de la naturaleza,
la vida puede parecer barata y fácilmente tomada) están conectadas con las fuerzas más
profundas apuntalando toda vida, incluso la nuestra propia. Comparte una cierta complejidad
de carácter con el gran paleontólogo y místico Pierre Teilhard de Chardin, al que le gustaba
decir que nació con dos incurables amores, un amor natural del mundo pagano y todas sus
bellezas, y un amor igualmente fuerte por lo místico, el otro mundo, esto es, el Dios que está
detrás de este mundo. Sin embargo, a diferencia de Teilhard, que es muy explícito sobre su
sentido de Dios y la centralidad de la fe, la fe de Renkl es más incipiente, aunque claramente
patente en su comprensión de la naturaleza y en como intuye el dedo de Dios que actúa en las
historias que ella cuenta.
El libro es una compilación de breves ensayos, que alternan entre descripciones
maravillosamente estéticas de la vida de los pájaros que ella alimenta y los jardines que cuida,
con descripciones igualmente sensibles de su propia vida y la de su familia, particularmente en
términos de pérdida y pena como entretejidos intrincadamente con el amor. Algunos ejemplos:
Sobre nuestras deficiencias en la vida: “Los seres humanos son criaturas hechas para el gozo.
Contra toda evidencia, nos decimos que la pena, la soledad y la desesperación son tragedias,
desagradables variaciones del placer, la calma y la seguridad que, en la forma correcta del
mundo, constituirían el firme fundamento de nuestro ser”.
Sobre las lecciones que deben ser aprendidas al observar la naturaleza: “Cada día el mundo
me está enseñando lo que necesito saber para estar en el mundo”. Sobre como el
sentimentalismo contribuye a una compasión unilateral: “La historia de un niño sirio ahogado
que fue arrastrado por el oleaje, nos mantiene despiertos por la noche con pena. La historia de
cuatro millones de refugiados que no cesan de salir de Siria parece más un problema
matemático”. Sobre la belleza de la naturaleza y su crueldad: “Dentro del cuenco del nido, las
crías de los pájaros están a salvo de los halcones, resguardados del viento, protegidos del
agudo ojo del cuervo y de la terrible lengua del pájaro carpintero de vientre rojo. (Pero…).
Dentro del cuenco del nido las crías de los pájaros son impotentes, vulnerables a la furia del
hiriente sol del verano, del pico del gorrión común. Bordeados por todos lados por su protectora
casa, son un buen bocado que la serpiente rata come en sus ratos de ocio”.
Sobre tener cuidado de nuestros seres queridos de edad avanzada, hasta que mueren: “El fin
del cuidado es la libertad. El fin del cuidado es (también) la pena”. Sobre la respuesta a una
mujer que insinuó que Renkl era una cobarde porque temía mucho perder a sus seres
queridos: “Se me ocurrió preguntarme si ella alguna vez, incluso una sola vez, había amado a
alguien lo suficientemente como para temer la posibilidad de perderlo, pero ese pensamiento
era tan feo como el suyo propio, y en cualquier caso ella no estaba equivocada”.
Richard Rohr sugiere que nosotros estamos siempre tratando las verdades gemelas de gran
sufrimiento y gran amor. Durante el curso de este libro, Renkl nos cuenta cómo su madre, una
mujer que pudo en ciertas áreas de su vida exhibir una extraordinaria energía y atractivo, sufrió
a veces periodos de depresión paralizante y como ella misma no es inmune a esa misma
experiencia. Hay una lógica en eso, ya que, como dice Jesús, las personas sensibles absorben
las cosas muy profundamente, tanto el sufrimiento como el amor, y aquél puede paralizarte en
dolor, incluso mientras éste puede darte extraordinaria energía y atractivo. Este libro merece
ser leído.
Mordidos por la serpiente

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 29 de enero de 2019

Todo es de una pieza. Cuando no lo tomamos seriamente, pagamos un precio.


El renombrado teólogo Hans Urs von Balthasar pone un ejemplo de esto. La belleza -afirma- no es
algún pequeño “extra” que podemos valorar o denigrar según el gusto y el temperamento
personal, como cierto lujo que decimos que no podemos darnos. Igual que la verdad y la bondad,
es una de las propiedades de Dios y, en ese caso, requiere ser tomada en serio, como la bondad
y la verdad. Si descuidamos o denigramos la belleza -dice- pronto empezaremos a descuidar otras
áreas de nuestras vidas. Aquí están sus palabras:
“Hoy, nuestra situación muestra que la belleza demanda para sí misma al menos tanto coraje y
decisión como demandan la verdad y la bondad, y no se permitirá a sí misma ser separada o
proscrita de sus dos hermanas, sin llevarlas entonces consigo en un acto de misteriosa venganza.
Podemos estar seguros de que cualquiera que se mofa de su nombre, como si fuera un
ornamento de un pasado burgués, tanto si lo admite como si no, no puede orar por más tiempo y
pronto ya no podrá amar”.
He aquí una expresión más simple de eso. Hay una deliciosa historieta africana que destaca la
interconexión de todo e ilustra cómo, si separamos una cosa de sus hermanas, pronto pagamos
un precio. La historieta dice así:
Una vez, cuando los animales aún hablaban, los ratones de una granja convocaron una cumbre
de todos los otros animales. Estaban preocupados -se lamentaban- porque habían visto a la
dueña de la casa comprar una ratonera. A partir de entonces estaban en peligro. Pero los otros
animales se burlaron de su ansiedad. La vaca dijo que ella no tenía nada de qué preocuparse. Un
artilugio tan pequeño no podía hacerle daño. Ella podía aplastarlo con su pata. El cerdo reaccionó
de una manera semejante. ¿De qué tenía que preocuparse ante una pequeña trampa? El pollo
también anunció que no tenía el menor miedo de tal chisme. “Es asunto vuestro. No os preocupéis
por mí”, dijo a los ratones.
Pero todas las cosas están interconectadas, y eso pronto se hizo evidente. El ama de casa colocó
la ratonera y, ya a la primera noche la oyó dispararse. Se levantó de su cama para mirar lo que
había cogido y vio que había atrapado una serpiente por la cola. Al tratar de soltar a la serpiente,
fue mordida y el veneno pronto le hizo sentirse enferma y apareció la fiebre. Fue al médico, quien
le dio medicinas para combatir el veneno y le advirtió: “Lo que necesitas ahora para ponerte mejor
es caldo de pollo”. (Podéis adivinar por dónde va a ir el resto del cuento). Mataron al pollo, pero su
fiebre persistió. Familiares y vecinos vinieron a visitarla. Se necesitó más comida. Mataron al
cerdo. Por fin, el veneno la mató. Siguió un gran funeral. Se necesitó mucha comida. Mataron la
vaca.
La moraleja de la historieta es clara. Todo está interconectado, y no ver eso nos pone en peligro.
Estar ciegos a nuestra interdependencia, voluntariamente o no, es peligroso. Estamos atados
intrincadamente unos a otros y a todo en el mundo. Podemos protestar por lo contrario, pero la
realidad mantendrá su posición. Y así, no podemos valorar verdaderamente una cosa mientras
desdeñamos otra. No podemos amar de hecho a una persona mientras odiamos a otra. Y no
podemos darnos una excepción en un área moral y confiar ser sanos moralmente en conjunto.
Todo es de una pieza. No hay excepciones. Cuando ignoramos esta verdad, al fin somos
mordidos por la serpiente.
Recalco esto porque hoy, virtualmente por todas partes, está reapareciendo un tribalismo
peligroso. De manera genérica -sin diferenciarnos de los animales de esa historieta africana-
vemos familias, comunidades, iglesias y países enteros enfocados más o menos exclusivamente
en sus propias necesidades, sin interés por otras familias, comunidades, iglesias y países. Los
problemas de otros pueblos -creemos- no son negocio nuestro. Desde la estrechez de nuestras
iglesias, hasta la política de identidad, hasta naciones enteras estableciendo sus propias
necesidades primeramente, oímos ecos de la vaca, del cerdo y del pollo que dicen: “¡No es asunto
mío!” “¡Yo me preocuparé de mí, tú preocúpate de ti!” Esto hará que la serpiente vuelva a
mordernos.
Pagaremos por fin el precio a nuestra ceguera y despreocupación, y pagaremos ese precio
política, social y económicamente. Pero aún pagaremos un precio más alto personalmente. Lo que
esa mordedura de la serpiente hará es captado en el aviso de Von Balthasar: “Todo aquel que
ignora o denigra la belleza -afirma- al fin será incapaz de orar y amar”. Eso es verdad también en
todos los casos en que ignoramos nuestras interconexiones con otros. Al ignorar las necesidades
de otros, infectamos al fin nuestra integridad, de modo que ya no podemos tratarnos con respeto
ni empatía; y, cuando sucede eso, perdemos el respeto y la empatía por la vida misma -y por
Dios-; porque, cuando la realidad no es respetada, vuelve a morder con una misteriosa venganza.
Nuestra lucha por la celebración adecuada

Ron Rolheiser (Trad. Bejamín Elcano) - Lunes, 25 de marzo de 2019

No sabemos celebrar las cosas como deben ser celebradas. Queremos hacerlo, pero por lo
común no sabemos cómo. Generalmente lo celebramos mal. ¿Cómo lo celebramos de
ordinario? Exagerando las cosas; realizando muchas de las cosas que hacemos
ordinariamente: bebiendo, comiendo, conversando, cantando y divirtiendo, y llevando esto a la
exageración. Para casi todos nosotros, la celebración significa comer demasiado, beber
exageradamente, cantar demasiado alto, contar un chiste a demasiados y confiar en que en
algún punto de todo ese exceso encontraremos el secreto de hacer extraordinaria esta ocasión.
Tenemos esta rara idea de que podemos encontrar especial gozo y placer empujando las
cosas más allá de sus límites normales. Pero hay en esto un pequeño y precioso placer
verdadero. El mejor disfrute consiste en conectar con otros más profundamente, en sentir
nuestras vidas expandidas y en experimentar el amor y la jovialidad de un modo especial. Pero
eso no sucede en un devaneo. De ahí que nuestras celebraciones son generalmente seguidas
por una resaca física y emocional. ¿Por qué? ¿Por qué resulta tan difícil hacer una auténtica
celebración?
Quizás la razón principal sea que nosotros luchamos congénitamente para disfrutar
simplemente de las cosas, para tomar simplemente la vida, el placer, el amor y el disfrute como
generosos y gratuitos regalos de Dios, puros y simples. No es que carezcamos de esta
capacidad para esto. Dios nos ha hecho este regalo. Más en cuestión está el hecho de que
nuestra capacidad para disfrutar está mezclada frecuentemente con iniciados sentimientos de
culpa por experimentar placer (y cuanto mayor es el placer tanto más profundo es nuestro
sentimiento de culpa). Entre otras cosas, a causa de esto, con frecuencia luchamos por gozar
de lo que legítimamente nos es dado por Dios, porque, consciente o inconscientemente,
sentimos que nuestra experiencia de placer es de alguna manera “robarle a Dios”. Esta es una
inquietud que aflige particularmente a las almas sensibles y morales. De algún modo, en
nombre de Dios, luchamos con el fin de darnos total permiso para disfrutar, y esto nos deja
propensos al exceso (que es invariablemente un sustituto del auténtico disfrute).
Cualesquiera que sean las razones, luchamos con esto, y así muchos de nosotros vamos por
la vida privados de una sana capacidad de gozar y, ya que la naturaleza aún tendrá su camino,
acabamos alternando entre el disfrute rebelde (“el placer que le robamos a Dios”, pero del que
nos sentimos culpables) y la sumisa disciplina (que hacemos sin mucho agrado). Pero
raramente somos capaces de celebrar genuinamente. Raramente encontramos el genuino
deleite que buscamos en la vida, y esto nos empuja a una pseudo-celebración, esto es, al
exceso. Dicho simplemente, porque luchamos por darnos permiso para gozar, irónicamente
tendemos a buscar demasiado el deleite; y, con frecuencia, no del modo adecuado.
Confundimos el placer con el deleite, el exceso con el éxtasis, y la extinción de la conciencia
con la conciencia realzada. Dado que no podemos gozar simplemente, vamos al exceso,
deshacemos nuestros normales límites y confiamos que, borrando nuestra consciencia, lo
realzaremos.
Y aun así, tenemos que celebrar. Poseemos una innata necesidad de celebrar, porque ciertos
momentos y acontecimientos de nuestras vidas (por ejemplo, un cumpleaños, una boda, una
graduación, un compromiso, un éxito, o incluso un funeral) simplemente lo requieren.
Requieren ser rodeados de rituales que eleven e intensifiquen su significado y requieren ser
compartidos con otros de manera especial y destacada. Lo que dejamos de celebrar dejaremos
pronto de apreciar.
Lo mismo se da con algunos de nuestros más profundos momentos cariñosos, bulliciosos y
creativos. También ellos requieren ser celebrados: destacados, ampliados y compartidos con
otros. Tenemos una indomable necesidad de celebrar; eso es bueno. Verdaderamente, la
necesidad de éxtasis está conectada con nuestro mismo ADN. Pero el éxtasis es conciencia
realzada, no conciencia borrada. La celebración debe intensificar nuestra conciencia, no
amortiguarla. El objeto de la celebración es destacar ciertos acontecimientos y sentimientos
como para compartirlos con otros de manera extraordinaria. Pero, dados nuestros
malentendidos acerca de la celebración, generalmente hacemos pseudo-celebración, esto es,
extralimitamos las cosas hasta un punto en que llevamos fuera de la igualdad nuestra
conciencia y nuestra conciencia de la ocasión.
Tenemos mucho que vencer en nuestra lucha por llegar a una genuina celebración. Aún
necesitamos aprender que el elevado disfrute no se encuentra en el exceso, una comunidad
más profunda no se encuentra en la intimidad negligente, y la conciencia realzada no se
encuentra en un loco adormecimiento de nuestra conciencia. Hasta que aprendamos esa
lección, mayormente caminaremos a casa tambaleándonos, más vacíos, más cansados y más
solos que antes de la fiesta. Una resaca es un signo seguro de que, en algún lugar de nuestro
camino de vuelta, perdimos una señal. Luchamos por saber cómo celebrar, pero debemos
continuar intentándolo.
Jesús vino y declaró una fiesta de boda, una celebración, en el centro de la vida. Ellos lo
crucificaron no por ser demasiado asceta, sino porque nos dijo que deberíamos gozar de
nuestras vidas, asegurándonos que Dios y la vida nos darán más bondad y disfrute de lo que
podemos soportar, si podemos aprender a recibirlos con la debida reverencia y sin el indebido
temor.
Nuestro propio Viernes Santo

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 15 de abril de 2019

Cuando los romanos idearon la crucifixión como su instrumento de pena capital, tenían en
mente más que sólo dar muerte a alguien. Querían conseguir también algo más, a saber,
convertir esta muerte en un espectáculo que sirviera de última disuasión, de modo que
cualquiera que lo viera se pensara dos veces si valía la pena cometer el delito por el que la
persona estaba siendo crucificada.
Así que la crucifixión fue ideada para hacer un par de cosas más, no sólo para dar muerte a
alguien. Se ideó para infligir el mayor grado de dolor que un cuerpo humano podía soportar. De
ahí que, a veces, daban morfina a la persona a la que estaban ejecutando, no para reducir su
dolor sino para mantenerla consciente con el fin de que sintiera más dolor. Quizás lo más cruel
de todo, la crucifixión fue ideada para humillar totalmente el cuerpo de la persona que estaba
siendo ejecutada. Así pues, la persona era desnudada, sus partes privadas desprotegidas y,
cuando su cuerpo entraba en espasmos, como con toda seguridad al fin sucedía, sus intestinos
se descargarían, todo a la vista del público. ¿Hay una humillación mayor que esta?
Bueno, hay -creo yo- sufrimientos humanos que se aproximan o se igualan a eso; y,
tristemente, son muy comunes. Hay casos diarios de violencia en nuestro mundo (violencia
doméstica, violencia sexual, tortura, acoso despiadado y similares) que reflejan la humillación
de la cruz. También, se ve a veces esta clase de humillación del cuerpo en la muerte por
cáncer y otras enfermedades semejantes que debilitan. La persona aquí no sólo muere; muere
de dolor, su cuerpo humillado, su dignidad comprometida, esa inmodestia expuesta, como fue
para Jesús cuando estaba muriendo en la cruz.
Sospecho que por esto Dios permitió (aunque no intentó) que Jesús sufriera el dolor y la
humillación que sufrió en su muerte. Mirando a cómo murió Jesús, es injusto para cualquiera
decir: “Fácil para él, no tuvo que sufrir de la manera que yo sufrí”. La humillación de la cruz
pone a Jesús en sintonía con todos los que han conocido alguna vez el dolor y la vergüenza de
la humillación.
Pero el fruto de la solidaridad de Jesús con nosotros no es tener sólo el consuelo de saber que
Jesús sintió nuestros sufrimientos de primera mano, es también que logramos formar parte de
lo que sigue después de la crucifixión, a saber, como dice la Escritura, una participación en su
consuelo. Curiosas palabras, verdaderamente. ¿Qué consuelo hay en ser humillado? ¿Qué se
gana por esta vergonzosa clase de dolor? En una palabra, lo que se gana es profundidad de
alma.
Nada, absolutamente nada, nos empuja a la profundidad de corazón y alma como lo hace la
humillación. Hazte sólo esta pregunta: ¿Qué es lo que me ha dado carácter? ¿Qué es lo que
me ha dado profundidad como persona? ¿Qué es lo que me ha dado una comprensión más
profunda? La respuesta en cada caso -sospecho yo- será algo de lo que estarías avergonzado
de hablar, alguna punzante humillación, cuyo dolor y vergüenza te empujó a un lugar más
profundo.
El Evangelio -creo yo- enseña eso. Por ejemplo, cuando los apóstoles Santiago y Juan se
acercaron a Jesús y le preguntaron si podía disponer que, cuando entrara en su gloria, les
concediera los puestos a su derecha y a su izquierda, Jesús, antes que nada, no aprovechó la
ocasión para darles una lección sobre la humildad. En vez de eso, les advirtió sobre su falta de
comprensión de lo que constituye la gloria y lo que constituye el camino a la gloria. Ellos, por
supuesto, habían confundido la noción de gloria con todo lo que es antitético a la humillación,
vulnerabilidad y solidaridad. La gloria, para ellos y, sospecho que también para nosotros, fue
entendida, por lo contrario, como estar colocado aparte de la multitud, por encima de ella: el
jugador más valioso, el ganador del Premio Nobel, la estrella de cine con el cuerpo que todos
envidian, el que es atractivo y resulta invulnerable a la humillación, el que está por encima del
resto. Y así Jesús pregunta a Santiago y Juan si son capaces de beber el cáliz, y ese cáliz,
como vemos a través de la propia lucha de Jesús en el Huerto de Getsemaní, es el cáliz de la
humillación.
Beber el cáliz de la humillación, aceptar la cruz es, según Jesús y según lo que es más válido
en nuestra propia experiencia, lo que puede traernos la genuina gloria, a saber, profundidad de
corazón, profundidad de alma y profundidad de comprensión y compasión. Sin embargo, como
Jesús advierte, beber el cáliz de la humillación, mientras nos asegura la profundidad, no nos
asegura automáticamente la gloria (“esa gloria no me toca a mí concederla”). La humillación
nos hará más profundos, pero podría no hacernos profundos de manera correcta. Puede tener
también el efecto contrario.
Esta es la cuestión, pues: Como Jesús, todos nosotros sufriremos humillación en la vida, todos
nosotros beberemos el cáliz, y eso nos hará profundos; pero entonces tendremos una elección
crítica: Esta humillación ¿nos hará profundos en compasión y comprensión, o bien nos hará
profundos en ira y amargura? Esta es, de hecho, la mayor elección moral que afrontamos en la
vida, no sólo en la hora de la muerte sino en incontables momentos de nuestra vida. El Viernes
Santo y lo que pide de nosotros nos interpela diariamente.
Pero ¿dónde están los otros?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 1 de abril de 2019

La mayoría de nosotros hemos sido educados para creer que tenemos el derecho a poseer
todo lo que nos viene honradamente, tanto por nuestro propio trabajo como por legítima
herencia. Sin importar lo cuantiosa que pueda ser la riqueza, es nuestra, con tal de que no
defraudemos a ninguno a lo largo del camino. En conjunto, esta creencia ha sido consagrada
en las leyes de nuestros países democráticos y por lo general creemos que está moralmente
sancionada por el cristianismo. Eso es parcialmente cierto, y aquí se necesita matizar mucho.
Esta no es de hecho la visión de nuestras escrituras cristianas, ni de las enseñanzas sociales
de la Iglesia Católica. No todo lo que adquirimos honradamente a través de nuestro propio y
duro trabajo es nuestro sin más. No somos islas y no andamos solos por la vida, como si ser
solícitos por el bienestar de otros fuera algo que resultase moralmente opcional. El poeta y
ensayista francés Charles Peguy sugirió una vez que, cuando lleguemos a las puertas del cielo,
a todos nos preguntarán: “Mais ou sont les autres?” (“Pero ¿dónde están los otros?”). Esta
pregunta surge tanto de nuestra humanidad como de nuestra fe. Pero ¿qué hay de los
otros? Es una ilusión y una falta en nuestro discipulado pensar que todo lo que podemos
poseer a través de nuestro propio y duro trabajo es nuestro por derecho. Pensar de este modo
es vivir la vida parcialmente examinada.
Bill Gates Sr., escribiendo en Sojourners hace unos quince años, desafía no sólo a su famoso
hijo sino también al resto de nosotros con estas palabras: “La sociedad tiene un enorme
derecho sobre las fortunas de los ricos. Esto está enraizado no sólo es la mayoría de las
tradiciones religiosas, sino también en una honrada contabilidad de la inversión sustancial de la
sociedad al originar un campo fértil para la creación de riqueza. El judaísmo, el cristianismo y el
islamismo -todos ellos- afirman el derecho de la posesión individual y propiedad privada, pero
hay límites morales impuestos sobre la absoluta posesión privada de la riqueza y la propiedad.
Toda tradición afirma que no somos individuos solitarios, sino que existimos en comunidad: una
comunidad que tiene derechos sobre nosotros. La opinión de que `todo es mío´ es una
violación de estas enseñanzas y tradiciones”. El derecho de la sociedad sobre la riqueza
individual acumulada “está enraizada en el reconocimiento de la inversión directa e indirecta de
la sociedad en el éxito del individuo. En otras palabras, no llegamos allí por nuestra propia
cuenta”. (Sojourners, Ene-Feb., 2003).
Nadie llega allí por su propia cuenta; y así, una vez allí, necesita reconocer que lo que ha
acumulado es el resultado no sólo de su propio trabajo sino también de la infraestructura de la
sociedad entera en la que vive. En consecuencia, lo que ha acumulado no es totalmente suyo,
como si su propio y duro trabajo lo hubiera labrado él solo.
Más allá de eso, también hay algo que Benjamin Hales llama “el velo de la opulencia”, lo que
nos permite creer ingenuamente que cada uno de nosotros merece todo lo que conseguimos.
No es así, dice Hales. Mucha suerte ciega está envuelta en determinar quién logra poseer qué:
“El velo de la opulencia” -dice- “insiste en que la gente imagina que los recursos y las
oportunidades y los talentos están libremente disponibles para todos, que tales bienes son
ampliamente abundantes, que no hay ningún elemento de casualidad o suerte que pueda
impactar negativamente a aquellos que luchan por tener éxito, pero tristemente fracasan,
aunque no por su propia culpa. Eso hace la vista gorda a la adversidad en la que -fijémonos
bien- cierta gente nace. Al insistir en que consideremos la política pública desde la perspectiva
de lo más ventajoso, el velo de la opulencia oscurece los caprichos de la suerte salvaje. Pero
espera; puede ser que estés pensando: ¿Qué supone el mérito? ¿Qué hay de todos esos que
han trabajado y se han fatigado y levantado sobre sus botas para mejorar sus vidas y las de
sus familias? Esta es una importante pregunta, en verdad. Mucha gente trabaja duramente por
su dinero y se merece retener lo que gana. Una respuesta es ofrecida por ambas doctrinas de
la justicia. El velo de la opulencia asume que el campo de juego es el nivel, que todas las
ganancias son conseguidas justamente, que no hay adversidad cósmica. Al hacerlo así, es
parcial a la fortuna. … Es una ilusión de la prosperidad creer que cada uno de nosotros merece
todo lo que conseguimos.” (New York Times, 12 Agosto 2012).
La escritura y la enseñanza social católica lo resumiría de esta manera: Dios proyectó la tierra
y todo de ella por el bien de todos los seres humanos. Así, en justicia, los bienes creados
deberían discurrir de modo justo para todos. Todos los otros derechos están subordinados a
este principio. Tenemos derecho a la propiedad privada y ninguno puede nunca privarnos de
este derecho, pero tal derecho está subordinado al bien común, al hecho de que los bienes
están proyectados para todos. La riqueza y las posesiones deben ser entendidas como
nuestras para administrarlas más bien que para poseerlas absolutamente. Finalmente -quizás
lo más desafiante de todo- ninguna persona puede tener excedente si otros no tienen las
necesidades básicas. En cualquier acumulación de riqueza y posesiones, tenemos que afrontar
perennemente la pregunta: “Mais ou sont les autres?”
¿Qué constituye la fidelidad?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 3 de diciembre de 2019

En el mundo de hoy, se está poniendo más difícil confiar en algo o alguien, por alguna buena
razón. Hay poco que sea estable, seguro en que apoyarse, digno de confianza. Vivimos en un
mundo donde todo está en cambio, es cambio, donde por todas partes vemos recelo, valores
abandonados, credos desbaratados, gente trasladándose de donde solía estar, información
contradictoria, y falta de honradez y mentira como social y moralmente aceptables. Queda poca
confianza en nuestro mundo.
¿A qué nos llama ésto? Nos llama a muchas cosas, pero quizás nada más importante que la
fidelidad, ser honrados y perseverantes en quienes somos y en lo que representamos. He aquí
una ilustración.
Uno de nuestros Misioneros Oblatos cuenta esta historia. Fue enviado a ejercer el ministerio en
un grupo de pequeñas comunidades indígenas en el norte de Canadá. La gente era muy buena
con él pero no pasó mucho tiempo hasta que se dio cuenta de algo. Básicamente, cada vez
que señalaba una cita, la persona no comparecía. Al principio, lo atribuyó a error de
comunicación, pero al fin se dio cuenta de que el medio usado era demasiado consistente para
que esto fuera un accidente, y así que se acercó a un anciano de la comunidad a pedir
consejo. “Cada vez que hago una cita con alguien” -dijo al anciano- “se quedan sin venir”. El
anciano sonrió, a sabiendas de eso, y respondió: “¡Por supuesto, no se presentarán; lo último
que necesitan es tener a un forastero como tú organizándoles sus vidas!”. Entonces el
misionero preguntó: “¿Qué hago?”. El anciano respondió: “¡Bueno, no hagas una cita,
simplemente preséntate y habla con ellos! Ellos serán amables contigo. Aunque, más
importante, esto es lo que necesitas hacer: Quédate aquí durante largo tiempo y entonces
confiarán en ti. Quieren comprobar si tú eres un misionero o un turista. ¿Por qué deberían
confiar en ti? Han sido traicionados y engañados por la mayoría de los que han venido por
aquí. Quédate durante largo tiempo y entonces confiarán en ti”.
Quédate durante largo tiempo y entonces confiarán en ti. ¿Qué significa quedarse durante
largo tiempo? Podemos estar dando vueltas y no necesariamente inspirar confianza, así como
podemos marcharnos a otros lugares y aún inspirar confianza. En su esencia, quedarse
durante tiempo, siendo fiel, tiene menos que ver con no marcharse nunca de un lugar
determinado que lo que tiene que ver con quedarse siendo digno de confianza, con
permanecer fiel a quienes somos, al credo que profesamos, a los compromisos y promesas
que hemos hecho y a lo que es más verdadero en nosotros, de modo que nuestras vidas
privadas no desmientan nuestra persona pública.
El don de la fidelidad es el don de una vida vivida honradamente. Nuestra honradez privada es
una bendición para la comunidad entera, de igual modo que nuestra falta de honradez privada
es un daño para comunidad entera. “Si estás aquí fielmente” -escribe Parker Palmer- “reportas
gran bendición”. Por el contrario -escribe Rumi- “si no estás aquí fielmente, produces gran
daño”. En el grado en que somos consecuentes con el credo que profesamos, la familia, los
amigos y las comunidades con las que nos hemos comprometido, y con los más profundos
imperativos morales de nuestra alma privada, en ese grado estamos fielmente con otros, y en
ese grado “nos quedamos con ellos durante largo tiempo”. Lo contrario es también verdad: en
el grado en que no somos consecuentes con el credo que profesamos, con las promesas que
hemos hecho a otros, y con la honradez innata en nuestra propia alma, estamos siendo
infieles, yéndonos lejos de otros, siendo turistas, no misioneros.
En su epístola a los gálatas, san Pablo nos dice lo que significa estar unos con otros, vivir unos
con otros, más allá de la distancia geográfica y otras contingencias de la vida que nos separan.
Estamos con todos, fielmente, como hermanos y hermanas, cuando vivimos en caridad, gozo,
paz, paciencia, longanimidad, mansedumbre, perseverancia y castidad. Cuando vivimos en
estas cosas, entonces “permanecemos unos con otros” y no nos marchamos lejos, sin importar
cualquier distancia geográfica entre nosotros. Por el contrario, cuando vivimos fuera de estas
cosas, no “permanecemos unos con otros”, aun cuando no haya ninguna distancia geográfica
entre nosotros. El hogar, como siempre nos han dicho los poetas, es un lugar dentro del
corazón, no un lugar en un mapa. Y el hogar, como nos dice san Pablo, es vivir en el Espíritu.
Y es esto -creo yo- lo que al fin define la fidelidad y la esperanza, separa un misionero moral de
un turista moral, e indica quién permanece y quién se marcha lejos. Para que todos nosotros
seamos fieles, nos necesitamos uno a otro. Eso implica a más de un pueblo, implica a todos
nosotros. La fidelidad de una persona hace más fácil la fidelidad de todos, como también la
infidelidad de una persona hace más difícil la fidelidad de todos. Así, en un mundo que es tan
altamente individualista y desconcertadamente pasajero, cuando se puede sentir como que
todos se marchan lejos de ti para siempre, quizás el regalo mayor que podemos darnos unos a
otros es el don de nuestra propia fidelidad, permanecer durante largo tiempo.
¿Qué contribuye a la comunión cristiana?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 24 de junio de 2019

La cuestión de la intercomunión en nuestras iglesias hoy es ardua, importante y dolorosa.


Tengo suficiente edad como para recordar otro tiempo, propiamente recordar otros dos
tiempos.
Primero, hasta llegar a joven que creció en la Iglesia previa al Vaticano II, la intercomunión con
otros cristianos no romanos era un tabú. Sencillamente, no se dio. Un individuo disidente podía
haberlo aventurado, pero le habrían llamado la atención por hacerlo; eso era sabido. Después
las cosas cambiaron. En los primeros años de mi ministerio, trabajé en diócesis donde la
intercomunión -al menos para ocasiones especiales tales como bodas, funerales y encuentros
entre iglesias- era común, incluso fomentado. Como sacerdote presidente de una eucaristía en
estos encuentros, me permitieron invitar expresamente a católicos no romanos a recibir la
Eucaristía, según lo permitieran su propia fe y sensibilidad.
Esos tiempos se acabaron. En el espacio de diez años, hacia la mitad de la década de 1990, a
aquellos de nosotros que presidíamos una Eucaristía católica romana nos pedían
expresamente disuadir a los no católicos romanos de recibir la Eucaristía, independientemente
de la ocasión. La razón dada era que la Eucaristía es el acto más íntimo que, como cristianos,
podemos compartir entre nosotros, y que ese íntimo compartir, análogo a la intimidad en un
matrimonio, para ser honrado y significativo, demanda que nosotros estemos en
comunión unos con otros; y dadas nuestras diferencias en doctrina, eclesiología y algunas
cuestiones de moralidad, sinceramente, no estamos en suficiente comunión. Más aún, este
argumento sugiere que aceptar el dolor de no poder recibir la comunión en las iglesias del otro
debería ser la patada en el trasero que necesitamos con el fin de movernos a hacer esfuerzos
mayores para llegar a juntarnos en torno al dogma, la iglesia y la moralidad.
¿Qué hay que decir de esto? Primero, es verdad y tiene sus méritos, a no ser por la única y
notable idea de que necesita ser retirada fuera de esta apología y escrutada más de cerca, a
saber, la idea de que no estamos en suficiente comunión unos con otros para compartir la
Eucaristía a causa de nuestras diferencias en dogma, eclesiología y algunas cuestiones
morales.
¿Qué significa estar en comunión unos con otros, en la fe, como cristianos, al menos en
suficiente comunión para recibir la Eucaristía de las mesas de unos y otros? ¿Qué constituye la
genuina intimidad en la fe?
Teológicamente, es claro; el bautismo nos sitúa dentro la familia de la fe. Todos los cristianos
sostenemos esto, y lo mismo hacen los Evangelios. San Pablo, reconocidamente, añade una
condición en cuanto a recibir la comunión. Sin embargo, más allá de la cuestión teológica
involucrada, hay también una eclesial, esto es, mientras todos nosotros tenemos parte en una
comunidad cristiana gracias al bautismo, sin embargo, pertenecemos a diferentes familias de
fe, y las familias tienden a comer en sus propias casas. De nuevo es verdad. Pero entonces
surge esta cuestión: ¿Cuándo comer en la casa de otra familia tiene sentido y cuándo no?
Una cuestión más profunda que se necesita preguntar referente a lo que constituye el tipo de
intimidad en la fe y lo que constituye el tipo de intimidad que justifica recibir la Eucaristía juntos
no es, antes de todo, una cuestión de doctrina o afiliación, sino de unidad en el Espíritu Santo.
¿Qué contribuye a la unidad entre nosotros como cristianos? ¿Cuándo somos nosotros una
familia en la fe?
Tal vez ningún texto es más claro que el de san Pablo en el capítulo 5º de su carta a los
gálatas. Empieza diciéndonos lo que no constituye la unidad en el Espíritu Santo. No estamos
viviendo en el Espíritu Santo o en comunión unos con otros -afirma él- si estamos viviendo en
altercados, celos, ira, peleas, disensiones, faccionalismo, envidia, idolatría, brujería o adulterio.
Estos son signos infalibles de que no estamos en comunión unos con otros. En cambio,
estamos en genuina comunión, en intimidad de fe, en una sola familia, cuando estamos
viviendo en caridad, gozo, paz, paciencia, bondad, longanimidad, fidelidad, mansedumbre y
castidad. Vivir en estos signos es lo que contribuye a la comunión cristiana, unidad, intimidad
de unos con otros. Las diferencias en determinadas cuestiones de dogma, iglesia y moral son,
de hecho, secundarias. Más importante es si nuestro corazón está lleno de caridad o ira, de
bondad o faccionalismo, de paz o lucha, de impaciencia o castidad. Estamos en comunión, en
una comunión de fe, con alguien de otra denominación eclesial cuyo corazón está encendido
por la caridad, paciencia y bondad, más que con alguien de nuestra propia iglesia cuyo corazón
es ira, envidia y crítica. La diferencia eclesial no es el verdadero criterio.
¿Qué contribuye al tipo de intimidad que justifica la intercomunión? Yo no soy obispo, y así la
decisión pastoral sobre esta cuestión no tengo que hacerla yo. Como hijo leal de la iglesia,
necesito creer que el Espíritu Santo actuará a través de las personas y despachos encargados
de hacer esa decisión. Como teólogo, sin embargo, tengo también una tarea. Mi quehacer es
mirar las cuestiones como esta y aportar diferentes perspectivas teológicas y bíblicas para
tenerlas en cuenta, aceptando que la decisión pastoral no será mía.
Así, yo ofrezco esta perspectiva a aquellos encargados de hacer las decisiones pastorales
sobre lo que justifica y lo que no justifica la intercomunión.
¿Qué haría Jesús?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 9 de diciembre de 2019

Para algunos cristianos esa es la fácil respuesta a toda cuestión. En cada situación todo lo que
necesitamos preguntar es: ¿Qué haría Jesús?
A un nivel profundo, eso es realmente verdad. Jesús es el último criterio. Él es el camino, la
verdad y la vida, y nada que le contradiga es un camino a Dios. Aun así -sospecho yo- muchos
de nosotros nos irritamos por el modo como esa expresión es usada frecuentemente de modo
simplista, como un fundamentalismo difícil de asimilar. A veces, en nuestra irritación por esto,
queremos decir espontáneamente: ¡Jesús no tiene nada que ver son esto! Pero, por supuesto,
tan pronto como esas palabras escapan de nuestras bocas, nos damos cuenta de lo mal que
suena eso. Jesús tiene mucho que ver con toda cuestión teológica, eclesial o litúrgica, sin
importar su complejidad. Se da por hecho que aquí existe el peligro de fundamentalismo; pero
es igualmente tan peligroso responder a cuestiones teológicas, eclesiales y litúrgicas sin
considerar lo que Jesús podría hacer. Es aún, y por siempre, un criterio innegociable.
Pero mientras Jesús es un criterio innegociable, no es un simplista. ¿Qué hizo Jesús? Bueno,
la respuesta no es simple. Mirando su vida, vemos que en ocasiones hizo cosas de una
manera, a veces de otra manera, y otras veces empezó a hacer algo de una manera y acabó
cambiando su opinión y haciéndolo de manera diferente, como vemos en su interacción con la
mujer siro-malabar. Por eso -sospecho yo- en el Cristianismo hay tantas denominaciones,
espiritualidades y modos de culto diferentes, cada uno con su propia interpretación de Jesús.
Jesús es complejo.
Dada la complejidad de Jesús, no es casualidad entonces que teólogos, predicadores y
espiritualidades encuentren a menudo en su persona y sus enseñanzas modos que reflejen
más cómo manejarían ellos una situación que cómo la manejaría él. Vemos esto en nuestras
iglesias y espiritualidades por dondequiera; y digo esto con simpatía, no enjuiciando. Ninguno
de nosotros capta a Jesús del todo exactamente.
Así, ¿dónde nos deja esto? ¿Nos fiamos simplemente de nuestra interpretación privada de
Jesús? ¿Nos entregamos acríticamente a alguna autoridad eclesial o académica y confiamos
en que nos dirá lo que Jesús haría en cada situación? ¿Hay una “tercera” vía?
Bueno, hay una “tercera” vía, la vía de la mayoría de las denominaciones cristianas, en las
cuales sometemos nuestra interpretación privada a la tradición canónica (“dogmática”) de
nuestra iglesia particular y aceptamos, aunque no en obediencia ciega y acrítica, la
interpretación de esa comunidad más numerosa, su más extensa historia y su más amplia
experiencia, aceptando humildemente que puede ser ingenuo (y arrogante) juntar 2000 años
de experiencia cristiana como para creer que nuestra opinión de Jesús es un correctivo
necesario a una visión que ha inspirado a tantos millones de personas a lo largo de tantos
siglos.
No obstante, no debemos aparcar los dictados de nuestra conciencia particular, nuestras
cuestiones críticas, nuestra incomodidad con ciertas cosas y las heridas que cargamos,
tampoco a la puerta de nuestra iglesia. Al fin, todos nosotros debemos ser dóciles a nuestras
propias conciencias, fieles a las particulares inspiraciones con las que Dios nos regala, y
atentos a las heridas que cargamos. Tanto nuestras gracias como nuestras heridas deben ser
escuchadas; y ellas, junto con las voces más profundas de nuestra conciencia, necesitan ser
tomadas en cuenta cuando nos preguntamos: ¿Qué haría Jesús?
Necesitamos responder eso por nosotros mismos tomando y cargando en nosotros la tensión
entre ser obediente a nuestras iglesias y no traicionar las voces críticas en nuestra propia
conciencia. Si hacemos esto honradamente, una cosa brillará al fin en nosotros como un
absoluto: ¡Dios es bueno! Todo lo que Jesús enseñó y encarnó fue predicado en esa verdad.
Cualquier cosa que arriesga o defrauda eso, sea una iglesia, una teología, una práctica litúrgica
o una espiritualidad, está equivocada. Y cualquier voz en dogma o conciencia privada que
traiciona eso está equivocada también.
La manera como concebimos a Dios da color, para bien o para mal, dentro de nuestra práctica
religiosa. Y por encima de todo, Jesús reveló esto sobre Dios: ¡Dios es bueno! Esa verdad
necesita cimentar todo lo demás: nuestras iglesias, nuestras teologías, nuestras
espiritualidades, nuestras liturgias y nuestra comprensión de todo lo demás. Por desgracia, con
frecuencia no lo hace. El temor de que Dios no es bueno se disfraza de sutiles maneras, pero
está siempre manifiesto cuando nuestras enseñanzas o prácticas religiosas presentan de algún
modo a Dios en el cielo no tan comprensivo, misericordioso e indiscriminado, e incondicional en
el amor como cuando Jesús estaba en la tierra. Eso es también manifiesto cuando tememos
que estamos dispensando la gracia demasiado baratamente y haciendo a Dios demasiado
accesible.
Tristemente, el Dios que hallamos en nuestras iglesias hoy es con frecuencia demasiado
estrecho, demasiado despiadado, demasiado tribal, demasiado mezquino y demasiado indigno
de confianza para ser digno de Jesús… o la rendición de nuestra alma.
¿Qué haría Jesús? Se admite que la cuestión es compleja. Sin embargo, sabemos que
tenemos la respuesta equivocada siempre que hacemos a Dios cualquier cosa menos
totalmente bueno, siempre que establecemos condiciones para un amor incondicional y
siempre que, aun sutilmente, bloqueamos el acceso a Dios y a su misericordia.
¿Qué significa “nacer de nuevo”?

Ron Rolheiser - Lunes, 29 de julio de 2019

¿Qué significa “nacer de nuevo” o “nacer de lo alto”? Si eres evangélico o baptista ya habrás
respondido por ti mismo. Pero si eres un católico o perteneces a la corriente principal del
protestantismo entonces la frase no forma parte habitual de tu vocabulario espiritual y, además,
podría connotar para ti un cierto fundamentalismo bíblico que te confunde.
¿Qué significa “nacer de nuevo”? La expresión aparece en el Evangelio de Juan en una
conversación que Jesús tuvo con un hombre llamado Nicodemo. Jesús le dice que “necesita
nacer de nuevo de lo alto”. Nicodemo se toma esto literalmente y replica que es imposible para
un hombre ya crecido volver a entrar en el vientre de su madre para poder nacer una vez más.
Jesús recurre a la frase metafóricamente, diciendo a Nicodemo que este segundo nacimiento
no es de la carne, sino “del agua y el espíritu”. Bien… esto tampoco clarifica las cosas
demasiado para Nicodemo, o para nosotros. ¿Qué significa “nacer de nuevo de lo alto”?
Quizás hay muchas respuestas, incluso tantas como personas hay en el mundo. El nacimiento
espiritual a diferencia del físico no significa lo mismo para todos. Tengo amigos evangélicos
que dicen que para ellos esto se refiere a un momento afectivo particularmente poderoso en su
interior cuando como María Magdalena en el jardín con Jesús en el domingo de pascua, tienen
un profundo encuentro personal en el que indubitadamente afirma su íntimo amor por Él. En
dicho momento, según sus propias palabras, se encuentran con Jesucristo y nacen de nuevo,
incluso a pesar de que desde su niñez siempre hayan sabido sobre Jesús y hayan sido
cristianos. La mayoría de los católicos y la corriente principal del protestantismo no identifican
el “conocer a Jesús” con dicha experiencia afectiva personal. Pero entonces ellos se preguntan
que pretende Jesús exactamente cuando nos reta a “nacer de nuevo de lo alto”.
Un sacerdote que conozco comparte esta historia en relación con su manera de entender esto.
Su madre, ya viuda desde algún tiempo antes de su ordenación, vivía en la misma parroquia
donde él mismo había sido destinado para ejercer el ministerio. Fue una mezcla de bendición,
él estaba encantado de ver a su madre cada día en la Iglesia, pero ella, viuda y sola comenzó a
apoyarse bastante en él demandándole tiempo y él, como hijo obediente, tenía que emplear
todo su tiempo libre con su madre, llevándola a comer, o a pasear y siendo su primer contacto
vital con el mundo de fuera del estrecho espacio de la residencia para mayores dentro de la
cual vivía. En el tiempo en el que pasaban juntos ella recordaba frecuentemente y se quejaba
por vivir sola y la soledad. Pero un día, en un paseo con ella, después de un rato de silencio,
dijo algo que le sorprendió y captó su atención profundamente: “¡Me he dejado vencer por el
miedo!” dijo, “Ya no tengo miedo a nada. He gastado toda mi vida viviendo con miedo. Pero
ahora, lo he derrotado porque no tengo nada que perder. Ya lo he perdido todo, mi marido, la
belleza de mi cuerpo, mi salud, mi lugar en el mundo, y mucho de mi orgullo y dignidad ¡Ahora
soy libre! ¡Ya no tengo miedo!”
Su hijo, que la había escuchado solo a medias a lo largo del tiempo, ahora empezó a escuchar.
Comenzó a estar muchas horas con ella, dándose cuenta de que ella tenía algo importante que
enseñarle. Después de un par de años más, ella murió. Pero, por entonces ella había podido
enseñar a su hijo algunas cosas que le ayudaron a entender su propia vida con mayor
profundidad. “Mi madre me parió dos veces; una desde abajo, y otra desde arriba”, decía. Él
ahora entiende algo que Nicodemo no pudo captar.
Cada uno, sin duda, tiene su propia historia.
Y ¿qué nos enseñan los estudiosos de la Biblia sobre esto? Los evangelios sinópticos, explican
los estudiosos, nos dicen que sólo podemos entrar en el Reino de Dios si nos convertimos en
niños pequeños, queriendo decir que debemos en nuestra vida concreta, reconocer nuestra
dependencia de Dios y de los otros. No somos autosuficientes y esto supone verdaderamente
reconocer y vivir nuestra dependencia humana desde la grandiosa providencia de Dios. Hacer
esto, es nacer de lo alto.
El Evangelio de Juan añade algo a esto. Raymond Brown, comentando el evangelio de Juan lo
dice de esta manera: Nacer de nuevo de lo alto significa que debemos, en un cierto punto de
nuestra vida, entender que el fundamento de nuestra vida está más allá de este mundo, un
lugar más allá del vientre de nuestra madre y que una vida más profunda significa llegar a
darse cuenta de ello. De esta manera experimentamos dos nacimientos, uno que nos da la vida
biológica (nacimiento en este mundo) y otro que nos da la vida escatológica (nacemos en este
mundo a la fe, el alma, el amor y el espíritu). Y a veces, como fue el caso de mi amigo, puede
ser tu propia madre quien ayude de nuevo en este segundo nacimiento. A Nicodemo le costó
superar su instintivo empirismo. Al final, lo pudo hacer. ¿Podremos nosotros?
¿Quién va al infierno y quién no?

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 13 de mayo de 2019

El infierno nunca es una desagradable sorpresa que espera a una persona básicamente feliz.
Ni es necesariamente un fin predecible para una persona infeliz y amarga. ¿Puede ir al infierno
una persona feliz y de buen corazón? ¿Puede ir al cielo una persona infeliz y amarga? Todo
eso depende de cómo entendamos el infierno y cómo leamos el corazón humano.
Una persona que está luchando honestamente por ser feliz no puede ir al infierno, ya que el
infierno es la antítesis de una lucha honesta por ser feliz. El infierno, en palabras del papa
Francisco, “es querer estar distante del amor de Dios”. Aquel que desee sinceramente amor y
felicidad nunca será condenado a una eternidad de alienación, vaciedad, amargura, ira y odio
(que son los que componen el fuego del infierno), porque el infierno es querer no estar en el
cielo. Así pues, no hay nadie en el infierno que esté anhelando verdaderamente otra
oportunidad de enmendar las cosas como para ir al cielo. Si hay alguien en el infierno es
porque esa persona desea verdaderamente estar alejada del amor.
Pero ¿puede alguien querer de hecho estar alejado del amor de Dios y del amor humano? La
respuesta es compleja porque nosotros somos complejos: ¿Qué significa desear algo?
¿Podemos desear algo y no desearlo, todo al mismo tiempo? Sí, porque hay diferentes niveles
en la psique humana; y, consecuentemente, el mismo deseo puede estar en conflicto consigo
mismo.
Nosotros podemos querer algo y no quererlo, todo al mismo tiempo. Esa es una experiencia
común. Por ejemplo, observa un niño que acaba de ser castigado por su madre. En ese
momento, el niño es capaz de odiar amargamente a su madre, aun cuando, a otro nivel más
profundo, lo que desea más desesperadamente es el abrazo de su madre. Pero, hasta que
acabe el enfado, él quiere estar distante de su madre, aunque su más profundo deseo es estar
con su madre. Conocemos el sentimiento.
El odio, como sabemos, no es lo contario del amor, sino simplemente una modalidad de la
pena del amor, y así este tipo de dinámica es aplicable perennemente en la desconcertante,
compleja y paradójica relación que millones de nosotros tenemos con Dios, la iglesia, unos con
otros y con el amor mismo. Nuestras heridas no son mayormente nuestras propias faltas, sino
el resultado de un abuso, una violación, una traición o alguna traumática negligencia en el
círculo del amor. Sin embargo, esto no nos impide hacernos cosas raras. Cuando somos
heridos en el amor, entonces, como un niño reprendido y enfadado que quiere distanciarse de
su madre, nosotros también durante un tiempo, quizás durante toda la vida, dejamos de querer
el cielo, porque sentimos que hemos sido tratados injustamente por él. Es natural que mucha
gente quiera estar distante de Dios. El niño acosado en el patio de juego, que identifica a sus
acosadores con el círculo interior de “los aceptados”, querrá comprensiblemente estar lejos de
ese círculo, o quizás incluso hacerle violencia.
Sin embargo, eso se da a un cierto nivel del alma. A un nivel más profundo, nuestro último
anhelo aún es estar dentro de ese círculo de amor que en algún momento odiamos
aparentemente, odiamos porque sentimos que hemos sido injustamente excluidos de él o
violados por él, y por eso estimamos que es algo de lo que no queremos formar parte. En
consecuencia, alguien puede ser muy sincero, y, aun así, por las heridas profundas causadas a
su alma, ir por la vida y morir queriendo estar distante de lo que ella percibe como Dios, amor y
cielo. Pero no podemos hacer un juicio simplista aquí.
Necesitamos distinguir entre lo que queremos explícitamente en un determinado momento y lo
que, en ese mismo momento, queremos implícitamente (de hecho). Con frecuencia no son lo
mismo. El niño reprendido quiere aparentemente distanciarse de su madre, aun cuando a otro
nivel él quiere desesperadamente acercarse a ella. Mucha gente quiere distanciarse de Dios y
las iglesias, aun cuando en otro nivel no lo desean. Pero Dios lee el corazón, reconoce la
falsedad que se esconde en un enfurruñamiento o una rabieta, y juzga en consecuencia. Por
eso no deberíamos ser tan rápidos en llenar el infierno con todos aquellos que parecen querer
distanciarse del amor, la fe, la iglesia y Dios. El amor de Dios puede rodear, empatizar,
deshacer y curar ese odio. Nuestro amor debería hacerlo también.
La esperanza cristiana nos pide creer cosas que van contra nuestros instintos y emociones
naturales, y uno de estos es que el amor de Dios es tan poderoso que, exactamente como hizo
en la muerte de Jesús, puede descender al infierno mismo y exhalar allí amor y perdón en las
almas más heridas y más endurecidas. La esperanza nos pide creer que el triunfo final del
amor de Dios será cuando Lucifer mismo se convierta, retorne al cielo y el infierno esté
finalmente vacío. ¿Pura fantasía? No. Esa es la esperanza cristiana; es lo que muchos de
nuestros grandes santos creyeron.
Sí, hay un infierno; y, dada la libertad humana, hay siempre una radical posibilidad para
cualquiera; pero, dado el amor de Dios, quizás alguna vez estará completamente vacío.
Rachel Held Evans, 1981 – 2019

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 17 de junio de 2019

Ninguna comunidad debería descuidar sus muertes. Mircea Eliade escribió esas palabras, y
son un aviso: Si no celebramos convenientemente la vida de alguien que nos ha dejado,
cometemos una injusticia con esa persona y nos privamos de alguno de los dones que nos
dejó en herencia.
Teniendo esto en cuenta, quiero subrayar la pérdida que nosotros, la comunidad cristiana de
cualquier denominación, sufrimos con la muerte de Rachel Held Evans, que murió, a la edad de
37 años, el 4 de mayo.
¿Quién fue Rachel Held Evans? Ella desafía la simple definición, mucho más que decir que era
una joven escritora religiosa que escribió con una profundidad y equilibrio impropio a sus años,
mientras contaba sus luchas para pasar de la fe profunda, sincera e infantil en que fue
educada, a llegar por fin a una fe cuestionante, pero más madura, que ahora quería afrontar
todas las duras cuestiones dentro de la fe, religión e iglesia. Y en este viaje, estuvo acosada
con la oposición desde dentro (es duro averiguar valientemente tus propias raíces) y desde
fuera (a las iglesias generalmente no les gusta ser presionadas por duras cuestiones,
especialmente las provenientes de sus propios jóvenes). Pero el viaje que hizo y articula (con
rara honradez e ingenio) es un viaje que, en cierto modo, todos nosotros, jóvenes y viejos,
tenemos que hacer para llegar a una fe que pueda resistir las duras cuestiones procedentes de
nuestro mundo y las aún más duras procedentes de nuestro interior.
Carl Rogers dijo una vez reconocidamente: “Lo que es más personal es también más
universal”. El viaje que Rachel Held Evans traza desde su propia vida es hoy en conjunto -
pienso yo- el universal, esto es, la ingenua fe de nuestra niñez encuentra inevitablemente
desafíos, cuestiones y ridiculez en la edad adulta, y eso demanda de nosotros una respuesta
más allá de la escuela dominical y el catecismo de nuestra juventud. No el menor entre estas
cuestiones y desafíos es el de la iglesia, de justificante pertenencia a uno, dada la tendencia de
nuestras iglesias a la infidelidad, intransigencia, actitudes críticas, resistencia a afrontar la duda
y perenne tentación de casar los Evangelios con su ideología política favorecida.
Rachel Held Evans luchó para hacer el viaje desde la ingenuidad de la niñez, con toda su
inocencia y magia, donde uno puede creer en Santa Claus y el Conejito de Pascua y tomar
literalmente las historias bíblicas, a lo que Paul Ricouer llama “segunda ingenuidad”, donde, a
través de un doloroso intercambio entre la duda y la fe, uno ha sido capaz de trabajar a través
de la reclutadora alteración que viene con la edad adulta con el fin de fundamentar la inocencia
y la magia (y la fe) de la niñez, en una base que ya haya tomado seriamente la duda y el
desencanto que nos bloquea ante la edad adulta.
El filósofo irlandés John Moriarty, cuya historia religiosa corre una suerte semejante a la de
Rachel, acuña una interesante expresión para describir lo que le sucedió a él. En cierto
momento de su viaje religioso -nos dice él- “caí fuera de mi historia”. El catolicismo romano en
el que había sido educado ya no fue por más tiempo la historia fuera de la cual pudiera vivir su
vida. Al fin, después de ordenar algunas duras cuestiones y darse cuenta de que la fe de su
juventud era, al final, su “lengua materna”, encontró su camino de vuelta a su historia religiosa.
La historia de Rachel Held Evans es parecida. Educada en Southern USA Bible Belt (Cinturón
de la Biblia del Sur de los Estados Unidos) en una vigorosa Cristiandad Evangélica, ella
también, como afrontó las cuestiones de su propia edad adulta, se cayó de su historia y, como
Moriarty, al fin encontró su camino de vuelta en ella, al menos en esencia.
Al final, encontró su camino de vuelta a una fe madura (que ahora puede manejar la duda),
encontró una iglesia (episcopaliana) en cuyo culto pudo tomar parte y, efectivamente, encontró
su camino de vuelta a su lengua materna. La iglesia y la fe de su juventud -escribe ella-
permanecen en su vida como un viejo amigo. Donde, si bien ya no más juntos al antiguo modo,
aún acabáis revisando Facebook cada día para ver lo que está pasando en su vida.
Puede ser que muchos católicos romanos y protestantes de la línea principal -sospecho yo- no
estén muy familiarizados con Rachel Held Evans ni hayan leído sus obras. Ella escribió cuatro
libros superventas: Inspired, Searching for Sunday, A Year of Biblical Womanhood y Faith
Unraveled. El objeto de esta columna es, por tanto, bastante sencillo: “¡Leedla!” Incluso más
importante, plantad sus libros en el camino de cualquiera que esté luchando con la fe o la
iglesia: seres queridos, niños, esposos, miembros de familia, amigos, compañeros.
Rachel Held Evans surgió de una tradición eclesial evangélica y de un acercamiento particular
al discipulado cristiano que generalmente fluye de ahí. Ella y yo procedemos de muy diferentes
mundos eclesiales. Pero, como sacerdote católico romano, sólidamente comprometido con la
tradición en la que fui educado, y como teólogo y escritor espiritual durante más de 40 años,
leyendo a esta joven mujer, no he encontrado una sola línea con la que estar en desacuerdo.
Ella es confiado alimento para el alma. Ella es también una persona especial que perdimos
demasiado pronto.
Relaciones inacabadas

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 11 de marzo de 2019

Un compañero mío, terapeuta clínico, me cuenta esta historia: Una mujer acudió a él con una
considerable angustia. Su esposo había muerto recientemente de un ataque de corazón. Su
muerte había sido repentina y en un momento muy inoportuno. Habían estado felizmente
casados durante treinta años y, durante todos esos años, nunca habían tenido una
considerable crisis en su relación. El día en que murió su esposo, se habían enzarzado en
una discusión sobre algo muy insignificante que había subido de tono, donde empezaron a
lanzarse mutuamente algunas palabras impropias e hirientes. En un momento, su esposo,
agitado y furioso, se marchó de la habitación, le dijo que iba de compras y al poco murió de un
ataque de corazón antes de llegar al coche. Comprensiblemente, la mujer quedó asolada por la
repentina muerte de su esposo, pero también por ese último intercambio: “¡Todos estos años -
se lamentó- tuvimos una cariñosa relación y ahora hemos tenido esta inútil discusión por una
nonada y acaba siendo nuestra última conversación!”
El terapeuta empezó con algo expresado en parte con humor. Dijo: “¡Qué horrible que te hiciera
eso! ¡Morir precisamente entonces!” Obviamente, el hombre no había intentado su muerte,
pero su momento fue de hecho terriblemente injusto con su esposa, ya que la dejó con una
culpa en apariencia permanente, sin ninguna forma de solución.
Sin embargo, después de ese comienzo, el terapeuta continuó preguntándole: “Si volviera a
tener a su esposo durante cinco minutos, ¿qué le diría Vd.?” Sin dudarlo, respondió ella: “Le
diría lo mucho que lo quería, lo bueno que fue conmigo durante todos estos años y cómo
nuestro pequeño momento de ira al final fue un insensato segundo que no significa nada
referido a nuestro amor”.
El terapeuta dijo entonces: “Vd. es una mujer de fe, cree en la comunión de los santos. Bien, su
esposo está vivo aún y sigue presente en su vida ahora; así pues, ¿por qué no le dice todas
estas cosas precisamente en este momento? ¡No es demasiado tarde para expresarle todo
eso!
El terapeuta estaba en lo cierto. ¡Nunca es demasiado tarde! Nunca es demasiado tarde para
decirles a nuestros seres queridos fallecidos lo que verdaderamente sentimos por ellos. Nunca
es demasiado tarde para disculparnos por las formas en que pudimos haberles hecho daño.
Nunca es demasiado tarde para pedirles perdón por nuestra negligencia en la relación, y nunca
es demasiado tarde expresar las palabras de aprecio, declaración y gratitud que deberíamos
haberles expresado mientras estaban vivos. Como cristianos, tenemos el gran consuelo de
saber que la muerte no es el final, que nunca es demasiado tarde.
Y necesitamos desesperadamente ese particular consuelo… y esa segunda oportunidad. No
importa quiénes somos, siempre somos inadecuados en nuestras relaciones. No siempre que
debiéramos podemos estar junto a nuestros seres queridos; a veces decimos cosas con ira y
amargura que dejan profundas cicatrices, traicionamos la confianza en todo tipo de formas y,
por lo general, carecemos de la madurez y autoconfianza para expresar la declaración que
deberíamos estar comunicando a nuestros seres queridos. Nunca ninguno de nosotros está
totalmente a la altura. Cuando Karl Rahner dice que ninguno de nosotros experimenta la
“sinfonía completa” en esta vida, no se está refiriendo sólo al hecho de que ninguno de
nosotros realiza totalmente su sueño, se está refiriendo también al hecho de que, en todas
nuestras relaciones más importantes, ninguno de nosotros está totalmente a la altura.
Al final del día, todos nosotros perdemos a los seres queridos de modo similar a como esa
mujer perdió a su marido, con asuntos inacabados, con un mal momento. Siempre hay cosas
que deberían haber sido dichas, y no se dijeron; y siempre hay cosas que no deberían haber
sido dichas, y se dijeron.
Pero ahí es donde nuestra fe cristiana entra. Nosotros no somos los únicos que nos quedamos
cortos. En el momento de la muerte de Jesús, prácticamente todos sus discípulos habían
desertado. El momento aquí fue también muy malo. El Viernes Santo fue malo mucho antes de
que fuera bueno. Pero -y este es el punto como cristianos- no creemos que siempre habrá
finales felices en esta vida, ni que siempre seremos adecuados en la vida. Más bien, creemos
que la plenitud de la vida y la felicidad nos vendrá a través de la redención de nuestros errores,
no el menor de ellos a causa de nuestra inadecuación y debilidad.
G. K. Chesterton dijo que el Cristianismo es especial porque en su creencia en la comunión de
los santos, “incluso los muertos consiguen un voto”. Consiguen más de un voto. Logran incluso
oír lo que les estamos diciendo.
Así… si perdiste a un ser querido en una situación en la que aún había algo sin resolver, en la
que aún había una tensión que necesitaba ser aliviada, en la que deberías haber estado más
atento o en la que te sientes mal porque nunca expresaste adecuadamente la declaración y
afecto que podrías haber expresado, comprende que no es demasiado tarde. ¡Aún se puede
hacer todo!
Santos para una nueva situación

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 25 de noviembre de 2019

Hoy, en todos los círculos de la iglesia oyes un lamento: Nuestras iglesias se están vaciando.
Hemos perdido a nuestra juventud. Esta generación ya no conoce ni entiende el lenguaje
teológico clásico. Necesitamos anunciar a Jesús de nuevo, como si fuera por primera vez, pero
¿cómo? La iglesia se está quedando para siempre marginada.
Esa es hoy la situación en casi todas partes del mundo secularizado. ¿Por qué está
sucediendo esto? ¿La fe como proyecto gastado? ¿La adolescente grandiosidad de la
secularidad ante el padre que la dio a luz, el Judeo-Cristianismo? ¿El “yo amortiguado” que
describe Charles Taylor? ¿Las riquezas? ¿O es el problema principalmente con las iglesias
mismas? ¿El abuso sexual? ¿El encubrimiento? ¿Las liturgias pobres? ¿La predicación
deficiente? ¿Las iglesias demasiado liberales? ¿Las iglesias demasiado conservadoras?
Sospecho que es alguna combinación de todos ellos, pero escojo aquí un problema que
destacar: las riquezas. Jesús nos dijo que le es difícil (imposible, dice él) a un rico entrar en el
reino de los cielos. Sin duda, eso es una gran parte de nuestra lucha presente. Tenemos buena
disposición para ser cristianos cuando somos pobres, menos instruidos y al margen de la
sociedad imperante. Hemos tenido siglos de práctica en esto. En lo que no hemos tenido
ninguna práctica y no somos nada buenos es en cómo ser cristianos cuando somos ricos,
sofisticados y constituimos la principal corriente cultural.
Así, sugiero que lo que necesitamos hoy no es tanto un nuevo acercamiento pastoral cuanto
una nueva forma de santo, un determinado hombre o mujer que pueda modelar para nosotros
en la práctica lo que significa vivir comprometidamente el Evangelio en un contexto de riqueza
y secularidad. ¿Por qué esto?
Una de las lecciones de la historia es que con frecuencia la genuina renovación religiosa, el
símbolo que de hecho reforma la imaginación religiosa, no viene de centros de pensamiento,
conferencias y sínodos de la iglesia, sino de individuos agraciados: santos, hombres y mujeres
no amansados que -como san Agustín, san Francisco, santa Clara, santo Domingo, san
Ignacio, u otras figuras religiosas semejantes- pueden reformar nuestra imaginación religiosa.
Ellos nos muestran que lo nuevo yace en otra parte, que lo que necesita ser fijado en la iglesia
no será arreglado simplemente apañando lo viejo. Lo que se necesita es una nueva
imaginación religiosa y eclesial. Charles Taylor, en su muy respetado estudio de la secularidad,
sugiere que lo que estamos padeciendo hoy es no tanto una crisis de fe cuanto una crisis de
imaginación. Nunca los cristianos anteriores a nosotros han vivido en esta clase de mundo.
¿A qué se parecerá esta nueva clase de santo, este nuevo san Francisco? Yo, honradamente,
no lo sé. Ni -según parece- lo sabe ningún otro. Aún no tenemos respuesta, al menos ninguna
que haya sido capaz de reportar mucho fruto en la cultura reinante. Eso no es sorprendente. El
tipo de imaginación que reforma la historia no se encuentra fácilmente. Entre tanto, hemos ido
tan lejos como podemos a lo largo del camino que solía llevarnos allí, pero que para muchos de
nuestros hijos ya no lo hace.
Aquí está nuestra perplejidad. Somos mejores para saber qué hacer una vez que tenemos a la
gente en una iglesia, de lo que somos para saber cómo llevarlos allí. ¿Por qué? Nuestro lado
débil -creo yo- yace no en nuestra imaginación teológica, donde tenemos abundantemente
buenos conocimientos teológicos y bíblicos. De lo que tenemos necesidad es de santos que
pisen el suelo, hombres y mujeres que, en una pasión y fidelidad que sea en seguida fiel a Dios
y fieramente empática a nuestro mundo secular, sean capaces de encarnar su fe en una
manera de vivir que pueda mostrarnos, prácticamente, cómo podemos ser pobres y humildes
discípulos de Jesús aun cuando caminemos en un mundo rico y altamente secularizado.
Y tal persona nueva aparecerá. Hemos estado en este lugar antes en la historia y siempre
hemos encontrado nuestro camino hacia adelante. Cada vez que el mundo cree que ha
enterrado a Cristo, la piedra vuelve a rodar de la tumba; cada vez que el ethos cultural declara
que las iglesias están en un irrevocable deslizamiento hacia abajo, el Espíritu interviene y hay
pronto un giro de 180 grados; cada vez que nos desesperamos, pensando que nuestra edad ya
no puede producir santos ni profetas, se presenta algún Agustín o Francisco y muestra que
nuestra edad, como los tiempos antiguos, puede también producir sus santos; y cada vez que
nuestras imaginaciones se agotan, como se han agotado ahora, encontramos que nuestras
escrituras están aún llenas de nueva visión. Puede que estemos faltos de imaginación, pero no
estamos faltos de esperanza.
Cristo prometió que no nos dejaría huérfanos, y esa promesa es segura. Dios está aún con
nosotros y nuestra edad producirá sus propios profetas y santos. Lo que se pide de nosotros en
este momento es paciencia bíblica, esperar en Dios. El Cristianismo puede parecer cansado,
probado y agotado para una cultura en la que las riquezas y la sofisticación son sus dioses
actuales, pero la esperanza está empezando a mostrar su faz: Mientras la secularización, con
su riqueza y sofisticación, marcha firmemente hacia adelante, ya estamos empezando a ver
algunos hombres y mujeres que han encontrado maneras de llegar a ser postricos y
postsofisticados. Estos serán los nuevos líderes religiosos que nos enseñarán, a nosotros y a
nuestros hijos, cómo vivir como cristianos en esta nueva situación.
Se requiere: Estilos particulares de santos

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 15 de julio de 2019

Simone Weil comentó una vez que hoy no vale ser simplemente santo; más bien “debemos
profesar la santidad que demanda el momento presente”.
Tiene razón en esa segunda premisa; necesitamos santos cuyas virtudes digan algo a los
tiempos.
¿Qué tipo de santo se necesita hoy? ¿Alguien que sea capaz de mostrarnos cómo podemos
perdonar de verdad a un enemigo? ¿Alguien que sea capaz de ayudarnos a avanzar juntos a
través de amargas divisiones en nuestras comunidades e iglesias? ¿Alguien que sea capaz de
mostrarnos cómo llegar a los pobres? ¿Alguien que sea capaz de enseñarnos cómo orar
realmente? ¿Alguien que sea capaz de mostrarnos cómo descubrir el “¿Día Santo” en el
bombardeo de diez mil canales de televisión, un millón de blogs y mil millones de tweets?
¿Alguien que sea capaz de mostrarnos cómo mantener nuestra fe de la infancia en medio de la
sofisticación, complejidad y agnosticismo de nuestras vidas adultas? ¿Alguien que, como
Jesús, sea capaz de entrar en los bares de solteros y no pecar? ¿Alguien que irradie
humanidad de cuerpo completo aun cuando sea, por la fe, dejado aparte? ¿Alguien que sea un
místico, pero con un marcado sentido del humor? ¿Alguien que sea capaz de ser casto y
sanamente sexual al mismo tiempo?
La lista podría continuar. Estamos en territorio pionero. Los santos de antes no hicieron frente a
nuestros asuntos. Ellos tuvieron sus propios demonios que vencer y no están rodando sobre
sus tumbas, sacudiendo con desgana sus dedos hacia nosotros en nuestras luchas e
infidelidades. Conocen la lucha, saben que el nuestro es territorio nuevo con nuevos demonios
que vencer y nuevas virtudes solicitadas. Los santos de antes permanecen, por supuesto,
como modelos esenciales del discipulado cristiano, evangelios vivientes, pero ellos caminaron
en tiempos diferentes.
Así pues, ¿qué estilo de santos necesitamos hoy en día?
Necesitamos santos que sean capaces de honrar la bondad del mundo, incluso como honran a
Dios. Necesitamos mujeres y hombres que sean capaces de mostrarnos cómo andar con una
fe viva en una cultura que cree que el mundo aquí es suficiente y que los asuntos de Dios y de
la otra vida son periféricos. Necesitamos santos que sean capaces de andar con una fe firme y
adulta ante las sofisticaciones del mundo, su inquietud patológica, su sobre-estimulada
grandiosidad, sus durmientes distracciones y sus irresistibles tentaciones. Necesitamos santos
que sean capaces de empatizar con los que se han distanciado de la iglesia, aun cuando ellos
mismos, sin compromiso, mantienen su propia moral y base religiosa. Necesitamos santos
jóvenes que sean capaces de volver a inflamar románticamente la imaginación religiosa del
mundo, como hicieron una vez Francisco y Clara. Y necesitamos santos ancianos que hayan
andado toda la gama y sean capaces de mostrarnos cómo rozarse con todos los desafíos de
hoy y, aun así, mantener nuestra fe de la infancia.
También, necesitamos lo que Sarah Coakley llama “santos eróticos”, mujeres y hombres que
sean capaces de traer castidad y eros juntos de un modo que hablen de la importancia de
ambos. Necesitamos santos que sean capaces de modelar para nosotros la bondad de la
sexualidad, que sean capaces de disfrutar en sus gozos humanos y honrar su lugar dado por
Dios en el viaje espiritual, aunque nunca lo denigren al colocarlo contra la espiritualidad o lo
deprecien al hacerlo simplemente otra forma de diversión.
Además, hoy necesitamos también santos que, con compasión, sean capaces de ayudarnos a
ver nuestra ciega complicidad con sistemas de todas clases que victimizan a los vulnerables
con el fin de salvaguardar nuestra propia comodidad, seguridad y privilegio histórico.
Necesitamos santos que sean capaces de hablar proféticamente en favor de los pobres, en
favor del medio ambiente, en favor de las mujeres, en favor de los refugiados, en favor de
aquellos que están con inadecuado acceso al cuidado médico y a la educación, y en favor de
todos los que están estigmatizados a causa de la raza, el color o el credo. Necesitamos santos,
profetas solitarios, que sean capaces de presentarse como “unanimidad menos uno”, y sean
capaces de apostar por la paz y apuntar nuestros ojos a una realidad más allá de nuestra
propia miopía. Y estos santos no necesitan ser formalmente canonizados; sus vidas necesitan
simplemente ser lámparas para nuestros ojos y transformar nuestras vidas. Yo no sé quiénes
son vuestros actuales santos, pero he encontrado los míos entre un grupo muy amplio de
personas: viejos, jóvenes, católicos, protestantes, evangélicos, liberales, conservadores,
religiosos, laicos, clericales, seculares, llenos de fe y agnósticos. Declaración completa: los
nombres que menciono aquí no son personas cuyas vidas conozca yo al detalle. En su mayor
parte, conozco lo que han escrito, pero sus escritos son una lámpara que ilumina mi camino.
Entre los de mi propia generación, estoy en deuda con Raymond E. Brown, Charles Taylor,
Daniel Berrigan, Jean Vanier, Mary Jo Leddy, Henri Nouwen, Thomas Keating, Jim Wallis,
Richard Rohr, Elizabeth Johneon, Parker Palmer, Barbara Brown Taylor, Wendy Wright,
Gerhard Lohfink, Kathleen Dowling Singh, Jim Forest, John Shea, James Hillman, Thomas
Moore y Marilynne Robinson.
Entre las voces más jóvenes cuyas vidas y escritos hablan también a una generación más
joven que la mía, mencionaría a Shane Claiborne, Rachel Held Evans, James Martin, Kerry
Weber, Trevor Herriot, Macy Halford, Robert Barron, Bryan Stevenson, Robert Ellsberg, Bierke
Vandekerckhove y Annie Riggs.
Quizás estos no sean vuestros santos, lo justo sin más. Por tanto, apoyaos en aquellos que
ayudan a iluminar vuestro camino.
Una derrota honrosa

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 25 de febrero de 2019

En 1970, la afamada escritora británica Iris Murdoch escribió una novela titulada A Fairly
Honorable Defeat (Una derrota bastante honrosa). La novela tenía numerosos personajes,
buenos y malos, pero al fin tomó su título de las peripecias de uno de ellos, Tallis Browne, que
representa todo lo que es decente, altruista y moral entre los diferentes personajes. A pesar de
ser traicionado por la mayoría, él mantiene el rumbo sin traicionar nunca la confianza. Pero la
historia no acaba bien para él.
Sobre la base de su aparente derrota, Murdoch plantea la pregunta: ¿Dónde está la justicia?
¿Dónde está la equidad? ¿No debería triunfar la bondad? Murdoch, una agnóstica, sugiere
que, en la realidad, una vida buena no siempre contribuye al triunfo de la bondad. Sin embargo,
si la bondad se mantiene y no se traiciona a sí misma, su derrota será honrosa.
Así, para ella, lo que tú deseas evitar es una derrota deshonrosa, o sea, la derrota a la que te
enfrentarás, a pesar de tu bondad. A veces no puedes salvar el mundo o incluso la situación.
Pero puedes salvar tu propia integridad y traer ese componente moral al mundo y a la
situación; y al hacer eso, preservas tu propia dignidad. Fuiste derrotado, pero con honor.
Entonces la bondad no habrá sufrido una derrota deshonrosa.
Eso es un bello estoicismo; y, si tú no eres creyente, es un consejo tan sabio como el que hay:
¡Sé sincero contigo mismo! No traiciones al que, y lo que eres, aun cuando te encuentres como
unanimidad-menos-uno. Sin embargo, el Cristianismo, aun respetando esta clase de
estoicismo, sitúa la cuestión de la victoria y la derrota en una perspectiva muy diferente.
En nuestra fe cristiana, la derrota y la victoria están radicalmente redefinidas. Hablamos, por
ejemplo, de la victoria de la cruz, del día en que Jesús murió como Viernes “Bueno” (“Santo”),
del poder transformador de la humillación y de cómo ganamos nuestras vidas al perderlas. La
derrota terrena, para nosotros, aún puede ser victoria, justo como la victoria terrena puede ser
una triste derrota. Verdaderamente, en una perspectiva cristiana, aun sin considerar la otra
vida, a veces nuestras derrotas y humillaciones son lo que permite que fluyan en nosotros la
profundidad y la vida más rica, y a veces nuestras victorias nos privan de las verdaderas cosas
que nos traen comunidad, intimidad y felicidad. El misterio pascual redefine radicalmente tanto
la derrota como la victoria.
Pero esta comprensión no viene fácilmente. Es la antítesis de la sabiduría cultural.
Verdaderamente, ni siquiera a los contemporáneos de Jesús les resultó fácil. Después de que
Jesús murió de la manera más humillante que una persona podía sufrir en ese tiempo, al ser
crucificado, la primera generación de cristianos tuvo una masiva lucha no sólo con el hecho de
que murió, sino particularmente con la manera en que murió. Primero, para ellos, si Jesús era
el Mesías largamente esperado, de ninguna manera se suponía que iba a morir. Dios está por
encima de la muerte y ciertamente más allá de ser matado por los humanos. Además, como
doctrina de fe, ellos creían que la muerte era la consecuencia del pecado; y así, si alguien no
pecaba, se suponía que no moría. Pero Jesús había muerto. Finalmente, lo más
desconcertante de todo respecto de la fe fue la manera humillante de su muerte. La crucifixión
era señalada por los romanos no sólo como pena capital sino como una manera de muerte que
humillaba total y públicamente el cuerpo de la persona. Jesús tuvo una muerte lo más
humillante posible. Nadie llamó al Viernes Santo “bueno” durante los primeros días y años que
siguieron a su muerte. En cambio, dada su resurrección, ellos intuyeron, sin comprenderlo
explícitamente, que la derrota de Jesús en la crucifixión era el triunfo culminante, y que las
categorías que contribuyeron a la victoria y derrota eran ahora diferentes para siempre.
Inicialmente, carecieron de las palabras para expresar esto. Durante varios años después de la
resurrección, los cristianos fueron reacios a mencionar la manera como murió Jesús. Era una
derrota a los ojos del mundo y no estaban para contarlo. Así que permanecieron en su mayor
parte callados sobre eso. La conversión de san Pablo y sus posteriores puntos de vista
cambiaron esto. Como alguien educado en la fe judía, Pablo también luchó para explicar cómo
una derrota humillante en este mundo podía ser de hecho una victoria. Sin embargo, después
de su conversión al Cristianismo, por fin entendió cómo la bondad podía asumir el pecado e
incluso “venir a ser pecado él mismo” por nuestra causa. Eso transformó radicalmente nuestros
conceptos de derrota y victoria. La cruz fue vista a partir de entonces como la victoria suma; y,
en vez de la humillación de la cruz siendo causa de vergüenza, vino a ser la joya de la corona:
“Yo no predico más que la cruz de Cristo”. Eso nos dio los relatos de la pasión.
Vivimos en un mundo en el que, mayoritariamente, aún se define la derrota y la victoria como
quien consigue estar en lo más alto en términos de éxito, adulación, fama, influencia,
reputación, dinero, confort, placer y seguridad en esta vida. Habrá muchas derrotas en
nuestras vidas; y, si carecemos de una perspectiva cristiana, entonces lo mejor que podemos
hacer es tomar en serio el consejo de Iris Murdoch: Siendo realistas, la bondad no triunfará; así
que trata de evitar una derrota deshonrosa.
Nuestra fe cristiana, mientras honra esa verdad, nos desafía a algo más.
Una lección al envejecer

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Lunes, 2 de septiembre de 2019

Vivimos en una cultura que idealiza a la juventud y margina a los viejos. Y, como dice James
Hillman, los viejos no abandonan fácilmente ni el trono ni lo que les llevó a él. Lo sé; me estoy
haciendo viejo.
Durante casi toda mi vida, he podido considerarme joven. Como nací avanzado el año -en
Octubre- siempre fui más joven que la mayoría de mis condiscípulos, me gradué en la escuela
secundaria a los diecisiete años, ingresé en el seminario a esa tierna edad, fui ordenado
sacerdote a los veinticinco, hice un grado avanzado al siguiente año y estuve enseñando
teología de posgrado a los veintiséis, el miembro más joven de la facultad. Estaba orgulloso de
eso, al conseguir esas cosas tan pronto. Y así, siempre me creí joven, aun cuando los años se
acumulasen y mi cuerpo empezara a traicionar la idea de mí como joven.
Además, durante casi todos esos años, traté de mantenerme joven también de alma,
permaneciendo al corriente de lo que estaba moldeando la cultura juvenil, sus películas, sus
canciones populares, su jerga. En mis años de seminario y durante un buen número de años
después de la ordenación, me impliqué en el ministerio juvenil, ayudando a dar a la juventud
retiros en varios colegios de secundaria y en colegios mayores. En ese tiempo, yo era capaz de
nombrar todas las canciones populares, películas y tendencias, hablar el lenguaje de la
juventud y me enorgullecía de ser joven.
Pero la naturaleza no ofrece privilegios. Nadie permanece joven para siempre. Además, el
envejecimiento normalmente no anuncia su llegada. Estás generalmente ciego para él hasta
que un día te ves en un espejo, ves una foto tuya reciente o recibes un diagnóstico de tu
médico, y de repente te golpean en la cabeza con la desagradable verificación de que ya no
eres una persona joven. Eso normalmente viene de sorpresa. El envejecimiento por lo general
se da a conocer de maneras que te hacen negarlo, luchar contra él y aceptarlo solo poco a
poco y con algo de amargura.
Pero ese día llega a todos cuando te sorprendes, pasmado, de que lo que estás viendo en el
espejo es tan diferente de cómo te estás imaginando a ti, y te preguntas: “¿Soy éste
realmente? ¿Soy yo este viejo? ¿Es esto lo que parezco?” Además, empiezas a notar que la
gente joven está formando sus círculos al margen de ti, que ellos están más interesados en su
propio ambiente, que no te incluyen a ti, y tú pareces atontado y fuera de lugar cuando tratas
de vestir, actuar y hablar como ellos lo hacen. Llega un día en que tienes que aceptar que ya
no eres joven a los ojos del mundo, ni a los tuyos.
Además, el peso no sólo afecta a tu cuerpo, empujando las cosas hacia abajo, sino también a
tu alma, que es empujada hacia abajo juntamente con el cuerpo, aunque el envejecimiento
significa algo muy diferente aquí. El alma no envejece, madura. Tú puedes permanecer joven
de alma mucho tiempo después de que el cuerpo te traicione. Verdaderamente, debemos ser
siempre jóvenes de espíritu.
Las almas dirigen la vida diferentemente que los cuerpos, porque los cuerpos están formados
para morir finalmente. En todo cuerpo viviente, el principio de vida tiene una estrategia de
salida. No tiene tal estrategia en un alma, sólo una estrategia para profundizar, crecer más rico
y más configurado. El envejecimiento nos fuerza, generalmente contra nuestra voluntad, a
escuchar a nuestra alma más profundamente y más honradamente para extraer de sus pozos
más profundos y empezar a hacer la paz con su complejidad, su sombra y sus más profundas
proclividades; y el envejecimiento del cuerpo juega el papel clave en esto. Para emplear una
metáfora de James Hillman: Los mejores vinos deben ser envejecidos en viejas barricas
agrietadas. Así también para el alma: El proceso de envejecimiento es proyectado por Dios y la
naturaleza para obligar al alma, lo quiera o no, a ahondar siempre más profundamente en el
misterio de la vida, de la comunidad, de Dios y de sí misma. Nuestras almas no envejecen,
como un vino; maduran, y así siempre podemos ser jóvenes de espíritu. Nuestro aliciente,
nuestro fuego, nuestro anhelo, nuestro ingenio, nuestra brillantez y nuestro humor no deben
oscurecer con la edad; sin duda, deben ser el verdadero color de un alma madura.
Así, al final, el envejecimiento es un don, incluso si es no deseado. El envejecimiento nos lleva
a un lugar más profundo, tanto si queremos ir como si no. Como casi todos los demás, yo
todavía no he hecho mi total paz con esto, y aún me gustaría considerarme joven. Sin
embargo, fui particularmente feliz al celebrar mi 70º cumpleaños hace dos años, no porque
fuera feliz de tener esa edad, sino porque, después de dos afecciones de cáncer en años
recientes, fui muy feliz precisamente de estar vivo y lo suficientemente sabio de estar ahora un
poco agradecido por lo que el envejecimiento y el diagnóstico de cáncer me han enseñado.
Hay ciertos secretos ocultos para la salud, escribe John Updike. Es verdad. Y el envejecimiento
descubre muchos de ellos porque, como afirma el proverbio sueco, “la tarde sabe lo que la
mañana nunca sospechó”.
Vivir de por vida una vocación

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Martes, 19 de noviembre de 2019

¿Qué significa tener vocación? El término se emplea tanto en círculos religiosos como
seculares, y todos asumen que su significado es claro. ¿Lo es? ¿Qué es una vocación?
Karl Jung la definió así: “Una vocación es un factor irracional que destina a un hombre a
emanciparse del grupo y de sus caminos conocidos”. Frederick Buechner, un afamado
predicador, dice: “Una vocación es donde tu profunda alegría se bate contra el hambre del
mundo”.
David Brooks, un renombrado periodista, reflexionando sobre la vocación en su reciente libro,
La segunda montaña, nos da estas citas de Jung y Buechner y después escribe: Una vocación
no es algo que tú escoges. Ella te escoge a ti. Cuando la percibes como una posibilidad en tu
vida, sientes también que no tienes elección, sino que sólo puedes preguntarte: ¿Cuál es mi
responsabilidad aquí? No es cuestión de lo que tú esperas de la vida sino más bien de lo que la
vida espera de ti. Además, para Brooks, una vez que tienes una clara intuición de tu vocación,
se hace impensable desecharla y te das cuenta de que serías moralmente culpable si lo
hicieras. Él cita a William Wordsworth en apoyo de esto:
Mi corazón estaba lleno; no hice votos, sino que los votos entonces se hicieron por mí; vínculo
desconocido para mí se dio; eso debería ser yo; si no, sería pecar gravemente.
Brooks sugiere que cualquier cosa puede ayudar a despertar vuestra alma a su vocación:
música, drama, arte, amistad, estar rodeado de niños, estar rodeado de belleza y,
paradójicamente, estar rodeado de injusticia. A esto, él añade dos observaciones más:
Primera, que normalmente sólo vemos y entendemos todo esto de manera clara cuando somos
mayores y recordamos la vida y nuestras opciones; y segundo, que mientras la llamada a una
vocación es una cosa sagrada, algo mística, la manera en que terminamos viviéndola es con
frecuencia desordenada, confusa y obligada, y generalmente no se siente muy digna.
Bueno, yo soy mayor y estoy recordando cosas. ¿Se ajusta mi historia vocacional a estas
descripciones? En su mayor parte, sí. Como niño que creció en la subcultura católica romana
de los 1950 y comienzo de los 1960, fui parte de esa generación de católicos en la que, a todos
los chicos y chicas católicos se les pedía que reflexionasen, con considerable gravedad, sobre
la pregunta: ¿Tengo vocación? Pero en aquel entonces, mayormente significaba: “¿Soy
llamado a ser sacerdote, hermano religioso o hermana religiosa?” El matrimonio y la vida de
soltero eran, de hecho, considerados también vocaciones, pero en un segundo plano a lo que
era considerado vocación mayor, el compromiso del religioso consagrado.
Así, mientras un niño estaba creciendo en ese ambiente, me hice, con toda gravedad, esta
pregunta: “¿Tengo vocación para ser sacerdote?” Y la respuesta me vino, no en una visión
relampagueante, ni en ningún generoso movimiento del corazón, ni en ningún atractivo hacia
cierta forma de vida. Nada de esto. La respuesta me vino como anzuelo en mi conciencia,
como algo que se me estaba pidiendo, como algo de lo que no podía desviarme moral ni
religiosamente. Me vino como una obligación, una responsabilidad. Y al inicio luché en contra y
rechacé esa respuesta. Esto no era lo que yo quería.
Pero era a lo que yo me sentía llamado. Esto era algo que se me estaba preguntando más allá
de mis propios sueños de vida. Era una llamada. Así, a la tierna edad de 17 años decidí entrar
en una orden religiosa, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada y tratar de llegar a ser
sacerdote. Sospecho que pocos consejeros o psicólogos pondrían hoy mucha confianza en tal
decisión, dada mi edad; pero recordándolo ahora, más de cincuenta años después, en
retrospectiva, creo que esta es la más pura y más generosa decisión que he hecho nunca en
mi vida.
Y nunca he mirado atrás. Nunca he considerado seriamente abandonar ese compromiso, aun
cuando a veces me haya perseguido y atormentado toda clase de emoción inestable, obsesión,
cansancio, depresión y autocompasión. Nunca me he arrepentido de la decisión. Sé que esto
es a lo que he sido llamado y estoy suficientemente feliz con la manera en que se hizo. Esto
me ha traído la vida y ayudado a servir a otros. Y, dadas mis características personales,
heridas y debilidades, dudo que hubiera encontrado un camino tan profundo en la vida y la
comunidad humana como esta vocación me proporcionó, aunque admito que eso puede ser
egoísta.
Comparto mi historia personal aquí sólo porque podría ser útil para ilustrar el concepto de
vocación. Pero la vida religiosa y el sacerdocio son meramente una sola vocación. Hay otras
incontables, igualmente tan santas e importantes. La vocación de uno puede consistir en ser
artista, agricultor, escritor, médico, padre, esposa, maestro, dependiente u otras innumerables
tareas. La vocación te elige y hace los votos por ti; y esos votos te ponen en ese lugar del
mundo donde tú estás mejor situado para servir a otros y encontrar la felicidad.
WENDY BECKETT – RIP

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano, cmf) - Domingo, 20 de enero de 2019

Ninguna comunidad debería desaprovechar sus muertes. El renombrado antropólogo Mircea


Eliade sugirió esto, y su verdad se aplica a las comunidades en todos los niveles. Ninguna
familia debería despedir a un miembro sin la oportuna reflexión, ritual y bendiciones.
El 26 de diciembre de 2018, la familia del arte y la familia de la fe perdieron a un estimado
miembro. La Hª Wendy Beckett, de 88 años, afamada crítica de arte, comprometida mujer de fe
y amiga de infancia de muchos, murió. Desde 1970, la Hª Wendy había vivido como virgen
consagrada y retirada en un convento de carmelitas en Inglaterra, dedicada a la oración
durante varias horas al día, traduciendo publicaciones religiosas y asistiendo a la eucaristía
diaria.
Desde el principio, después de elegir este modo de vida, empezó a estudiar historia del arte,
comenzó escribiendo artículos para revistas y publicó el primero de sus más de 30 libros sobre
arte. En 1991, hizo un corto documental de la BBC en televisión y resultó un éxito inmediato
con una amplia audiencia. Pronto empezó a presentar su propio espectáculo de la BBC, Sister
Wendy’s Odyssey (Odisea de la Hª Wendy), que fue tan popular que a veces atrajo a una
cuarta parte de la audiencia de la televisión británica.
Cualquiera que veía sus programas en seguida era atraído por tres cosas: La absoluta alegría
que reflejaba en sí mientras hablaba de una obra de arte; su capacidad para articular en un
lenguaje simple y claro el significado de un particular trabajo de arte; y su terrenal estimación
de la sensualidad y del cuerpo humano desnudo, que ella, como virgen consagrada, podía
describir con calmada apreciación.
Todas esas cualidades (su alegría, su simplicidad de lenguaje y su capacidad para dar la
contemplación pura de admiración al cuerpo humano desnudo) fueron lo que atrajo a su
audiencia, pero también le supuso el desprecio de parte de algunos críticos. Se mofaron de su
simplicidad de lenguaje, la criticaron por no ser más crítica del arte que presentaba y se
desentendieron de ella por el hecho de que una virgen consagrada pudiera tratar tan
cómodamente sobre la sensualidad y el cuerpo humano desnudo. Encontraban difícil aceptar
que esta mujer piadosa, una virgen consagrada, vestida con un hábito religioso tradicional,
luciendo gruesas gafas y dientes-pala, pudiera sentirse tan a gusto con la sensualidad. Robert
Hughes, de la revista Time, se burló de ella una vez como una “pseudo-eremita
incansablemente habladora con sus dientes característicos” cuyas observaciones eran
“lanzadas a una audiencia de 15 años”. Germaine Greer desafió su competencia a describir el
arte erótico dado el hecho de que ella era una virgen consagrada.
La Hª Wendy generalmente sonreía a estas críticas y les respondía de esta manera: “Yo no soy
crítica”, decía, “soy apreciadora”. En cuanto a su comodidad con la sensualidad y el cuerpo
desnudo, respondía que precisamente estar ella comprometida con el celibato no significaba
que no fuera plenamente apreciadora de la sensualidad humana, la sexualidad y la belleza del
cuerpo humano, todo él.
Hay, por supuesto, diferentes modos como un cuerpo humano desnudo puede ser percibido, y
la Hª Wendy fue una apreciadora sonriente y nada tímida de uno de esos modos. Un
desvestido cuerpo humano puede ser mostrado como “desnudo” o como “desnudado”. La
verdadera arte usa la desnudez para honrar el cuerpo humano (ciertamente, una de las
grandes obras maestras de Dios), mientras la pornografía usa la desnudez para sacar partido
del cuerpo humano.
La Hª Wendy tampoco se lamentaba del hecho de que su virginidad consagrada no la
previniera de apreciar lo erótico. Estaba en lo cierto. En alguna parte hemos desarrollado la
falsa y debilitante opinión de que los célibes consagrados deben estar, como niños pequeños,
protegidos de lo erótico, de modo que, aun cuando se les supone que son médicos del alma,
deberían estar protegidos de los profundos impulsos y secretos del alma. La Hª Wendy no
opinaba así. Ni nosotros deberíamos hacerlo. No se intenta que la castidad sea esa especie de
ingenuidad.
Revelación total: Yo me relacioné personalmente con la Hª Wendy. Hace muchos años, cuando
yo era joven y aún estaba buscando mi propia voz como escritor espiritual, me mandó una
copia grande y bellamente encuadernada del famoso cuadro Eros, que Paul Klee pintó en
1923. Durante los últimos 29 años, ha estado colgada en una pared detrás de la pantalla de mi
ordenador, de modo que la veo cada vez que escribo, y me ha ayudado a entender que es el
color de Dios, la luz de Dios y la energía de Dios lo que da forma al anhelo erótico.
En 1993, mientras estaba visitando el monasterio donde la Hª Wendy vivía, tuve la oportunidad
de salir a un restaurante con ella. Nuestro camarero se quedó atónito al principio ante su
tradicional hábito religioso. Algo azorado, le preguntó tímidamente: “Hermana, ¿piensa tomar
agua?”. Ella hizo brillar su sonrisa de marca registrada y dijo: “No, el agua es para lavar.
Tráeme vino”. El camarero quedó relajado y gozó mucho bromeando con ella durante el resto
de la comida.
Y eso era la Hª Wendy, una anomalía para muchos: una virgen consagrada que discutía sobre
el eros, una eremita, pero famosa crítica de arte y una mujer intelectualmente brillante que
ofuscó a los críticos con su simplicidad. Pero, como todas las grandes mentes, había una
maravillosa consistencia a un nivel más profundo, en ese lugar donde el crítico y el apreciador
son uno.
Y toda forma de ser resultará bien

Ron Rolheiser (Trad. Benjamín Elcano) - Lunes, 22 de abril de 2019

Sospecho que todos nosotros estamos familiarizados con la famosa frase de Juliana de
Norwich, ahora un axioma en nuestra lengua. Escribió una vez esta famosa frase: “Al final, todo
resultará bien, y todo resultará bien, y toda forma de ser resultará bien”. A lo cual se dice que
Oscar Wilde añadió: “Y si no resulta bien, entonces es que aún no llega el final”.
Pocas palabras expresan mejor lo que celebramos en la resurrección de Jesús. Creer en la
resurrección, creer que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos constituye el verdadero
fundamento de nuestra fe cristiana. Todo lo demás en que creemos como cristianos está
basado en esa verdad y, como dice san Pablo, si eso no es cierto, si Jesús no fue resucitado
de entre los muertos, somos los más desgraciados de todos. Pero si Dios resucitó a Jesús y
nosotros creemos que lo hizo, entonces no sólo puede ser creído el resto del mensaje de
Jesús; podemos también vivir con el mayor consuelo de que el final de nuestra historia ya ha
sido escrito y es un final feliz, un desenlace extático. Viviremos al fin, viviremos felizmente para
siempre. La vida es verdaderamente un cuento de hadas.
¿Cómo garantiza eso la resurrección de Jesús? Así es como respondió Pierre Teilhard de
Chardin, ese maravilloso científico y místico de la generación anterior. Una vez, recién
terminada una presentación, en la que dio a conocer una visión de cómo el cosmos y toda vida
vendrán a juntarse en una harmonía final en el Cristo Cósmico al final de los tiempos, un
escéptico le desafió en este sentido: “Eso es un conjunto de ilusiones y optimismo. Pero
suponga que hacemos volar el mundo con una bomba nuclear: ¿Qué pasa entonces con sus
ilusiones?” La respuesta de Teilhard distingue admirablemente la genuina esperanza cristiana
de las ilusiones y del natural optimismo, aun cuando afirma lo que la resurrección de Jesús
garantiza. Respondió con palabras en esta línea: “Si hacemos volar el mundo con una bomba
nuclear, bien sería eso un retroceso de dos millones de años. Pero lo que yo estoy
proponiendo sucederá, no porque así lo desee yo o tenga evidencia empírica para justificarlo.
Sucederá porque Cristo lo prometió; y, en la resurrección, Dios mostró que Él tiene el poder de
cumplir esa promesa”.
Aquello en lo que creemos como cristianos no está basado en ilusiones o natural optimismo;
está basado en la palabra y las promesas de Jesús; y la integridad de esa palabra y de esas
promesas está garantizada por la resurrección de Jesús. Cuando creemos esto, podemos vivir
nuestras vidas sin la indebida ansiedad sobre nada, confiando que el final de nuestra historia
ya está escrito, y que es un final feliz.
Si creemos que Dios resucitó a Jesús de entre los muertos, si creemos en la resurrección,
entonces, en esencia, creemos que el mundo ya está salvado. No tenemos que salvar el
mundo; sólo tenemos que vivir ante el hecho de que lo que creemos ha sido ya salvado. Y, si
vivimos con esa creencia, podemos arriesgarlo todo, arriesgar nuestras vidas mismas,
sabiendo que el final de nuestra historia ya ha sido escrito y que es feliz, sin importar qué cosas
horribles se pueden ver en el presente.
Vemos un admirable ejemplo de esta manera de creer en el arzobispo Desmond Tutu, una de
las figuras claves en la oposición y finalmente en la caída del apartheid en Sudáfrica. En el
corazón de la lucha por la caída del apartheid, enfrentándose a toda forma de amenaza,
permaneció firme e incluso alegre ante las intimidaciones e increíbles posibilidades. ¿Qué le
aferró en su firmeza y gozo? La creencia en la resurrección de Jesús.
A veces, un domingo por la mañana, cuando él estaba predicando, soldados armados entraban
en la iglesia y se alineaban a lo largo de las islas con sus armas en la mano, esperando
intimidarlo. Tutu, por su parte, les sonreía y decía: “¡Me alegro de que hayáis venido a uniros al
lado ganador! ¡Ya hemos ganado!” Al decir esto, él no estaba hablando de la lucha contra el
apartheid que, en aquel momento, estaba aún lejos de ser ganada. Hablaba de la resurrección
de Jesús, el definitivo triunfo de la bondad sobre el mal. Ella asegura que, al final, la bondad
triunfará definitivamente sobre el mal, el amor sobre la división, la justicia sobre la injusticia y la
vida sobre la muerte.
Sabiendo eso, podemos vivir en confianza y esperanza. Acabará bien no porque lo deseemos
así o porque las cosas nos parezcan de esa manera. Acabará bien porque Jesús prometió que
sería así, y en la resurrección, Dios respalda esa promesa.
Por esto, no hay nada que temer, nada: ninguna derrota, ninguna amenaza, ninguna pérdida,
ninguna enfermedad, ni siquiera la muerte. La resurrección de Jesús nos asegura que al final
todo resultará bien, y todo resultará bien, y toda forma de ser resultará bien; y si no resulta
bien… bueno, ¡entonces resulta que aún no es el final!

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