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Fragmento 1

“un escepticismo que siempre me ha dominado y que viene también


de ese estado flotante de ignorar, de no querer saber más de lo que he oído
a medias de boca de mi madre y de mi abuelo, de ese desconocimiento de
una historia familiar para poder construir otra historia en el presente. Mi
presente siempre ha estado marcado por el evento inmediato, por una
situación que me ha empujado a actuar sin pensar mucho en si entraba en
un laberinto, ¿cuántos más antes de llegar a casa? No sé”.

Fragmento 2
“será por el polvo que sientes eso, me dijo Sebastián, avanzando por
delante con las dos maletas hasta alcanzar el taxi en la calzada, un brazo se
estiró firme sujetando una de las maletas, como los de un robot, algunos
músculos, ahora fláccidos, rodaron a través de su camiseta, corrí
resbalándome dentro de mis zapatos, con los pies húmedos,
desestabilizada.

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En esa dialéctica a la que me entregaba fácilmente, me era imposible


imaginar la soledad, la ausencia de imagen, de no tener imagen de sí
misma, todavía más confundida, dándole a todas esas experiencias una
existencia moral y fetichista. Parecía un pájaro con el pico siempre abierto,
siempre hambrienta.

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Esta idea de sufrir con la promesa de alguna recompensa es a lo mejor el


masoquismo femenino del que hablaba Freud, y que interpreto como una
imposición de la religión cristiana, arraigada en una identificación con la
virgen María: debo sacrificarme como ella para no sufrir un castigo.
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Ese rechazo inconsciente y temprano de parte del primer hombre que


frecuento, mi padre, puede haberme llevado a derrapar, a gestos de sabotaje
que tendían a desfigurar mi rostro hasta hacerlo repelente, oscuro y
antipático, para estar en simetría con los sentimientos de misoginia que me
enviaban los demás.

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mi lenguaje se había transformado en la medida en que yo lograba


imponerle un ritmo, un soplo personal a mi vida, dominarla para lograr
hablar sin miedo y con convicción. Por lo general tenía ideas vagas que
acudían en metralleta a mi cabeza trazando un camino, o eran intuiciones
muy fuertes que tardaba en transformar en lenguaje, a manera de una
melodía repetitiva y lenta que golpeaba a mis oídos.

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esa desconfianza que todos sentimos en algún momento de nuestras vidas,


se fue transformando en una incapacidad de decir, de hablar, de transmitir
claramente lo que sentíamos o pensábamos, porque, mientras más incierta y
oscura se hacía nuestra situación social y familiar, más complicado, y casi
imposible, se hacía saber qué queríamos, adónde íbamos y quiénes éramos.

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Sebastián había insistido en llevar él mismo las maletas, apropiándose


inmediatamente de ellas, dejando rodar bajo la camisa ese pequeño rollo de
carne tierna, luego, su caminata se hizo pesada y sentí el claqueteo de sus
sandalias que se acompañaban de un pequeño frote de piel transpirada, y,
como quería orinar, mi hermano empezó a seguirme como uno de esos
autos eléctricos que siguen una antena con un andar de autómata, casi
alienado.

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El olor a tierra húmeda era intenso, y todo ese espectáculo humano, tallado
ante el ojo que casi lagrimea por tratar de integrar todo lo que ve, con un
efecto óptico saturado de luz, me hicieron cerrar los ojos para imaginar a
Sebastián en la cárcel de la Isla Margarita.
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muchas veces, para borrar esa marca, sobre una calle donde varias colonias
de cuervos se plantaban sobre las ramas, hacía sonar tan fuerte mis botas
contra el pavimento, que aquellos pájaros se ahuyentaban rozando con la
punta de un ala la cabeza redonda de Ernes, como vengándose de nosotros,
y dejando, después de su sombra oscura, un espacio claro y luminoso.

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Cuando sonó el teléfono, se oyó la voz de su madre, sonaba autoritaria y a


la vez serena, preguntaba por su hermano, si ya lo había visto, y, por unos
segundos, sintió que no era ella, que la identidad de su madre y la suya se
confundían, que muchas veces su madre se creía ella, y que en esos
instantes, en ese momento en que iba a levantarse para ir a visitar a su
hermano, ella era la madre.

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Sin decir nada, me estiré sobre la cama y sentí el peso de mis


articulaciones hundirse en la espuma amarilla del colchón, la luz del sol
hervía aun sobre la isla, sobre amarras de piedras y palmeras altas, el calor
es tan fuerte que los ojos apenas podían percibir formas y colores que
temblaban entre las gotas de sudor retenidas entre las pestañas y la
respiración sofocante de la tierra; una voluptuosidad repentina empezaba a
envolverme obligándome a aceptar con resignación el silencio, a la espera
que un azar, un movimiento exterior, asumiera la responsabilidad del
instante y me dejase hablar, empezar a existir para este hermano.

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No pude penetrar el silencio de ese hermano que escondía la verdad


detrás de una mirada dura, separada de su rostro y de sus gestos, que, sin
bien a mi llegada, se había enternecido, recuperaba en esos días la
superficie lisa de un metal por el cual todo resbalaba hacia un abismo, sin
embargo, mi corazón se volteaba hacia ese hermano extendido sobre su
cama que coleccionaba pelotas de fútbol de distintos equipos y golpeaba
por las tardes esas pelotas contra el muro del jardín de nuestra casa, los
cabellos revueltos danzando al viento.
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Las mañanas son blancas desde mi ventana en la calle Ribera, las


hojas de árboles nublan la visión, el cielo es vasto e inhospitalario,
inmenso, casi eterno, el aburrimiento también es eterno, no disfruto la
belleza, no existo, no tengo rostro.
Pag. 174

F 15

La relación con Diego había sido tan escondida, tan silenciosa, y con
tanta vergüenza, que su muerte parecía la justificación de esa vida que
nunca sale a la luz. Pag. 183

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