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Ecología y medioambiente
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Diseño de cubierta: Daniela Ferrán
Diagramación de interiores: Julieta Mariatti
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Índice
Bibliografía 42
Editorial LibrosEnRed 44
I- Contaminación y calentamiento global
Contaminación ambiental
En México, además de ser la ciudad más grande, más poblada y más con-
taminada del mundo, tenemos también el agravante de estar rodeados de
montañas que no permiten la libre circulación del oxígeno; esto, literal-
mente, es una trampa para todos los contaminantes del aire, que son los
mismos que debemos respirar diariamente.
Contaminación se le llama a cualquier cosa que se añada al aire, al agua,
al suelo o a los alimentos, y que amenace la salud, la supervivencia o las
actividades de los seres humanos o de otros organismos.
Las fuentes contaminantes en las ciudades son usualmente de dos tipos:
• Fijas: como fábricas, refinerías y calderas, que representan el 15 por
ciento del total para una ciudad.
• Móviles: son los automóviles, que aportan más de 85 por ciento de
los contaminantes.
En México existen aproximadamente cinco millones de vehículos de motor
y unas treinta mil fábricas que arrojan contaminantes al aire, y este número
se incrementa con la llegada diaria de dos mil campesinos azotados por la
pobreza, que suman cada año otras setecientas cincuenta mil personas que
también usan transportes y emiten contaminantes directa o indirectamen-
te.
Además, tenemos las inversiones térmicas, que es cuando una capa de aire
frío, en un nivel inferior, queda atrapada por una capa de aire caliente en
un nivel superior. En condiciones normales, esto no es grave, pero, en nues-
tro caso, esa capa de aire frío va cargada de todos los contaminantes y es
empujada a nivel de la superficie, o sea, el aire que nos toca respirar.
En México se ha intentado regular las emisiones de monóxido de carbono,
se controlaron las emanaciones de plomo —eliminándolo de la gasolina— y
se toman medidas para cifras elevadas de ozono, un gas que nos protege
de ciertas radiaciones solares a grandes alturas, pero que, a nivel de la su-
perficie, es tóxico para el ser humano.
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Historia
Esta historia empieza en el siglo XIX, cuando en lo que menos pensábamos
era en la preservación del medio ambiente, y cuando la humanidad empe-
zaba a disfrutar de los beneficios de los grandes avances como la electrici-
dad, los motores de combustión interna y los derivados del petróleo.
Sucede que la cantidad de bióxido de carbono liberado por los motores de
combustión construidos por el hombre ha aumentado alarmantemente en
las últimas décadas, y sobre todo después de la Revolución Industrial.
Por ejemplo, en las últimas tres décadas, los niveles se han acrecentado de
315 a más de 350 —el promedio de CO2 actual— partes por millón (ppm),
que es como se mide la cantidad de CO2 en el aire.
Antes de la Revolución Industrial, los niveles eran de 280 ppm; en 1900, ya
alcanzaban los 300 ppm.
El químico sueco Svante Arrhenius obtuvo su doctorado en Física, en la
Universidad de Uppsala, en 1884. Su tesis “La conductividad eléctrica
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En ese entonces, se concluyó que esto requería una gran cantidad de recur-
sos y también se propuso la utilización de la energía nuclear, pero, además
del desastre de Chernobyl, que enfrió las esperanzas en la energía nuclear,
también se observó que, aunque se sustituyera cada planta generadora
por una planta nuclear, la producción total de CO2 producida por la quema
de combustibles fósiles disminuiría sólo una cuarta parte, ya que la mayor
proporción restante se libera de la combustión automotriz, o sea, de todos
los carros del mundo.
Otro porcentaje menor proviene de los incendios forestales y por la defo-
restación, principalmente de selvas.
El incendio en el Parque Nacional de Yellowstone, en 1989, por ejemplo,
liberó un estimado de 3 por ciento más de bióxido de carbono que todos
los gases derivados del petróleo en los Estados Unidos en un año.
Las selvas contienen alrededor de tres a cinco veces más carbono que una
hectárea de bosque, por lo que estos incendios arrojan una cantidad mayor
de CO2 y su deforestación libera más metano que el de un bosque.
Los árboles y arbustos cubren todavía el 40 por ciento de la superficie te-
rrestre, pero esta área se ha encogido una tercera parte desde el tiempo de
la agricultura hasta el presente.
La deforestación añade entre mil y mil trescientos billones de toneladas de
carbono anualmente, 20 por ciento o más que la cantidad que produce el
hombre por la quema incesante de combustibles fósiles.
Cuando se desforesta la selva, esa tierra sólo puede resistir cosechas duran-
te unos años, pues, aunque parezcan ecosistemas muy ricos y saludables, su
suelo es muy pobre; pronto se convierte en desierto o en tierra de pastura,
y donde hay pasturas, hay vacas, y las vacas liberan metano al igual que la
descomposición de la materia orgánica, y el metano es otro de los villanos
en esto del calentamiento global, del que hablaremos más adelante.
Se calcula que, entre rancheros, taladores, compañías de papel y constructo-
ras, cada minuto se destruye el equivalente a cincuenta canchas de fútbol de
bosques tropicales y selvas. Y de las tres mil plantas identificadas por el Insti-
tuto Nacional del Cáncer como fuentes de productos químicos, 70 por ciento
proviene precisamente de los bosques tropicales —los que más se talan—.
Se calcula que menos del 3 por ciento de las aproximadamente doscien-
tos cuarenta mil especies de flores de estos bosques han sido estudiadas
para su probable utilización. Cada vez que acabamos con una especie
vegetal, además de liberar CO2 y metano, también acabamos con la po-
sibilidad de que esa especie tenga alguna utilidad para el hombre. Por
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ejemplo, en Madagascar se descubrió una flor que resultó ser uno de los
mejores remedios para la leucemia.
El biólogo Edward Wilson nos dice que destruir estos bosques y sus especies
es como quemar una biblioteca antigua sin haber leído casi ningún libro.
Tan solo para producir los periódicos de un domingo en los Estados Unidos se
derriba medio millón de árboles. Aquí podemos ver claramente que el ritmo
en que destruimos es mucho mayor al ritmo en que intentamos reforestar.
Así empieza toda esta historia de los cambios climáticos en nuestro plane-
ta, a la que pronto se sumarán otros nuevos factores, como el agujero de
ozono y la lluvia ácida, pero que empezó con el estudio del efecto inverna-
dero, causado por una liberación excesiva de CO2.
Cuando perforamos un campo petrolero, extraemos y usamos ese petróleo,
liberamos CO2, que no es considerado un contaminante de manera oficial;
en cambio, sí es tomada en cuenta como contaminación la liberación de
monóxido de carbono, un producto innecesario de la combustión.
Un automóvil compacto que recorre una distancia promedio de dieciséis
mil kilómetros anuales libera, en promedio, su propio peso en carbono ha-
cia la atmósfera en el mismo año.
En los últimos cien años, hemos liberado la mayor cantidad de CO2 en to-
da la historia conocida de la Tierra. Es como si hubiéramos ahorrado toda
nuestra vida y luego hubiéramos gastado hasta nuestra última moneda en
una semana de gran parranda.
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Metano
El metano es un gas natural prácticamente idéntico al que usamos en nuestras
casas y que, cuando se quema, aunque también produce bióxido de carbono,
es más eficaz como combustible, ya que al quemarse produce sólo la mitad de
CO2 que el petróleo; sin embargo, cuando se escapa a la atmósfera sin que-
marse es ¡veinte veces más efectivo! que el bióxido de carbono para atrapar la
radiación solar y calentar el planeta, así que, aunque el metano constituya só-
lo dos partes por millón de la atmósfera, puede tener un efecto significativo.
Aunque gran parte del metano de la atmósfera proviene de fuentes apa-
rentemente naturales —bacterias metanogénicas productoras de meta-
no—, sin duda, también interviene la mano del hombre.
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Por otro lado, se sabe que el agua caliente ocupa más espacio que la fría,
por lo que al subir la temperatura de los mares aumentarían más los niveles
marítimos, al haberse expandido.
Lluvia ácida
A cualquiera de nosotros puede no parecernos significativo que el agua de
lluvia normal tenga un pH de 5.6; esto es la cantidad y el equilibrio entre la
acidez y la alcalinidad —salinidad— de una solución.
Un pH neutro es de 7.35; cifras menores significan un pH ácido; cifras mayo-
res equivalen a un pH alcalino; y este pH se encuentra conservado tanto en
la sangre como en otros líquidos del organismo y en varios sistemas biológi-
cos de animales y plantas. De esta manera, observamos que, con un pH de
5.6, la lluvia normalmente tiene de por sí cierta acidez, pero la lluvia ácida
que cae, por ejemplo, en los montes Adirondacks y algunas ciudades como
Escandinavia y Suecia tiene un pH de entre 5.6 y 5.2, esto es, entre diez y
cuarenta veces más ácido de lo normal, y para la vida vegetal ese cambio sí
es muy significativo.
En los últimos cinco años, el porcentaje de los bosques de Alemania Occi-
dental que han resultado dañados por la lluvia ácida se ha elevado de me-
nos de 10 por ciento a más de 50 por ciento, según el Instituto Worldmatch.
Los pinos con frecuencia son atacados por unos insectos muy molestos, los
ips, que viajan muchos kilómetros hasta encontrar un árbol debilitado. Así
que cuando el árbol muere, la gente dice que murió por una plaga. Pero,
en realidad, mueren porque están débiles para resistir las plagas, al igual
que los humanos. Casi nadie muere de hambre, por ejemplo, sino por diver-
sas infecciones propiciadas por la desnutrición.
A finales de la década de los sesenta, la gente comenzó a observar daños
en los bosques de Escandinavia y en el noreste de los Estados Unidos, en
áreas muy alejadas de fuentes obvias de contaminación.
Tiempo después, comenzaron a medir el pH de la lluvia y de los lagos cer-
canos, y observaron que la lluvia se estaba volviendo ácida. Su pH, que
normalmente es de 5.6, con frecuencia resultaba menor de 5.0. Se dieron
cuenta de que la causa eran sustancias que venían en los gases atmosféri-
cos, desde grandes distancias, y que causaban daños graves.
La lluvia normal del este de los Estados Unidos es diez veces más ácida, con
un pH de 4.3, y en algunas áreas es de 3.0, cien veces más ácida.
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Algunas montañas de Europa están bañadas en una niebla tan ácida como
el zumo del limón, con un pH de 2.3, mil veces más ácida de lo normal.
Y aunque muchos investigadores, en los setenta y los ochenta, comenzaron
a señalar que la quema del carbón era la culpable, no pudieron hacer nada,
ya que la lluvia ácida no es un contaminante tradicional; es incolora, insí-
pida e inodora, y no está prohibida, pues no es considerada oficialmente
como un contaminante por ningún país.
Llegaron a la conclusión de que, al liberarse las emisiones de gases, suben a
grandes alturas, donde los vientos las transportan a cientos de kilómetros,
y ahí se liberan con la lluvia, ocasionando múltiples daños.
El dióxido de azufre (SO2) se libera de la combustión de carbón mineral;
el óxido de nitrógeno (NO2), por su parte, de motores de combustión con
temperaturas mayores a 1000 grados y de los motores de combustión in-
terna, principalmente los de diésel, así como de las erupciones volcánicas.
La generación de electricidad es por sí sola la mayor fuente de lluvia ácida.
Una gran central de energía, accionada mediante carbón, emite una tone-
lada de dióxido de azufre cada cinco minutos.
Al llegar a la troposfera, las moléculas libres de oxígeno se combinan con
dióxido de azufre y forman ácido sulfúrico, y con el óxido de nitrógeno, lo
que da como resultado ácido nítrico.
De esta forma, se constituyen los dos principales ácidos causantes de que la
lluvia baje su pH y se haga más ácida.
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Lluvia ácida
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Ozono
El ozono (O3) es un compuesto en el cual se unen tres átomos de oxígeno.
Se forma en la estratosfera, de 10 a 50 kilómetros de altura sobre la super-
ficie, con una concentración máxima a los 25 kilómetros de altura.
El ozono se forma así: la intensa radiación solar ultravioleta rompe con sus
fotones las moléculas normales de oxígeno (O2) presente en la atmósfera,
separando, así, los dos átomos que la constituyen.
La mayor parte de los átomos simplemente se recombinan, volviendo a
formar O2, pero algunos se juntan en grupos de tres y otros átomos libres
se unen a grupos de dos, formando también tripletas, que componen el
ozono (O3) en ambos casos.
El ozono actúa absorbiendo la radiación ultravioleta, y cada vez que la ra-
diación rompe las moléculas que lo conforman el ozono se reconstituye
a partir de moléculas de O2 y O, y este círculo continúa constantemente,
conservando el equilibrio de moléculas y átomos en la atmósfera y absor-
biendo la mayor parte de la radiación ultravioleta. Y muy afortunadamente
para nosotros, ya que el exceso de radiación ultravioleta puede dañar las
células, provocándole al ser humano cáncer en la piel y daños oculares, y
también puede matar a muchos organismos más pequeños y sensibles, co-
mo el plancton, que es el eslabón primario en la cadena alimenticia de los
mares, así como afectar a muchas especies vegetales.
No toda la radiación ultravioleta es peligrosa. La ultravioleta A, por ejem-
plo, es necesaria para la formación de la vitamina D en el humano, pero
la energía de un fotón UV-B es mucho mayor que la de un fotón UV-A. Al
contener una frecuencia menor, es más capaz de penetrar en los tejidos,
incluido el humano.
En la luz solar que acostumbramos recibir, el ozono y el oxígeno en la estra-
tosfera filtran gran parte, pero no toda la radiación UV-B; la poca que llega
a la superficie hace que, en los humanos, la piel envejezca, y pueda causar
cáncer en la piel.
Como la mayor parte de los rayos UV se absorben en las primeras capas de
la piel, los sitios más afectados son igualmente los más expuestos al sol,
como la cara, el cuello y los brazos, así como los ojos.
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Además de los CFC, existen otros compuestos que destruyen el ozono, co-
mo el cloroformo de metilo y el tetracloruro de carbono, mejor conocidos
como halones, que se usan en los extintores. Estos compuestos contienen
bromuros, que son centenares de veces más eficientes en destruir el ozono
que los CFC. Ya hay sustitutos para los CFC, como los carburos fluorclorhí-
dricos o CFCH; sin embargo, también agotan, aunque en menor grado, el
ozono, y son gases invernaderos.
Sólo dos meses después de este encuentro, la inspección británica de la
Antártida en Halley Bay, que monitoreaba el lugar desde 1957, informó que
un inmenso agujero se había formado súbitamente en la capa de ozono,
muy arriba en el Polo Sur.
De hecho, los satélites estadounidenses Numbus habían detectado el agu-
jero cinco años antes, pero las computadoras estaban programadas para
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ignorar cambios agudos y tan alarmantes. Los que las programaron espe-
raban —como nosotros— que si la naturaleza cambiaba lo hiciera en for-
ma paulatina, y que si había cambios agudos o tan alarmantes fuese más
probable que se debiera a fallas del sistema. Para ellos, resultados agudos
y dramáticos significaban instrumentos arruinados.
Entonces, hubo una gran consternación mundial: los modelos por compu-
tadora de Molina y Rowland no habían predicho el agujero de ozono que
encontraron los ingleses en la Antártida.
Al principio, los científicos pensaron que esta ventana era un fenómeno na-
tural en el Polo. Como aparecía en la misma época cada año, le atribuyeron
una causa climática.
Sin embargo, en 1987, un equipo internacional de investigadores estableció
de una vez por todas que los productos químicos fabricados por el hombre
eran los causantes de la pérdida de ozono en el inmenso agujero. Resulta
que los vientos globales tienden a mover el aire del Ecuador a los Polos, lle-
vándose con ellos los clorofluorocarbonatos. Eso había creado una ventana
en la atmósfera, un término muy optimista para nombrar a un hoyo del
tamaño del área continental de los Estados Unidos.
Rowland y Molina habían advertido acerca de este problema desde 1974. Se
requirieron quince años de conversaciones entre comunidades científicas y
políticas antes de ponerse de acuerdo y empezar a retirar los CFC. Al inicio,
las compañías productoras de CFC —con una facturación de veintiocho mil
millones de dólares anuales y liderada por Du Pont— atacaron a Rowland
y Molina; sin embargo, ellos persistieron: ampliaron sus investigaciones y
las demostraron a los medios. En 1995, Rowland y Molina, junto con Paul
Crutzen, recibieron el Premio Nobel de Química por sus hallazgos.
De acuerdo con Mc Elroy, el mundo ha perdido entre tres y cinco por ciento
de su ozono, y los niveles siguen descendiendo.
En 1987, los científicos observaron las primeras señales de que se estaba
formando un agujero similar en la cumbre del invierno en el Polo Norte
—Ártico—. Algo mucho más grave si se toma en cuenta que las áreas cer-
canas al Polo Norte están mucho más pobladas que las del Polo Sur —An-
tártida—. De hecho, estaciones de monitoreo en Dakota del Norte y Suiza
han registrado disminuciones en la capa de ozono de hasta un 9 por ciento
en temporada invernal.
Como vimos, la pérdida de ozono aumenta la cantidad de rayos UV que
penetran en la superficie del planeta, y ya hay estudios científicos de sus
consecuencias en la vida animal y vegetal. Por ejemplo, se han efectuado
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gran parte de las algas del mundo, los niveles de CO2 se elevarán al no ser
absorbidos por estas y el efecto invernadero se acelerará.
Un estudio de la NASA reveló que, en 1987, la destrucción del ozono alcanzó el
nivel que se pronosticaba, según los modelos, para el año 2020. Esto provocó
reacciones mundiales, por lo que en septiembre de 1987, en una convención
en Montreal, diplomáticos de cuarenta y tres naciones firmaron el acuerdo
conocido como Protocolo de Montreal, un esfuerzo para reducir la produc-
ción y emisión de CFC en todo el mundo y al cual se adhirieron cerca de cien-
to ochenta países. En ese momento, el objetivo era dejar de usar productos
nocivos para el ozono en el 2010. Obviamente, a las compañías productoras
de CFC no les hizo mucha gracia esta decisión, pues en ese entonces tenían
suficiente materia prima para elaborar CFC por los siguientes veinte años.
Aunque en los Estados Unidos y Europa los CFC están prohibidos, en los
países subdesarrollados la situación es más compleja. Algunas compañías
todavía rematan en esas naciones los stocks de refrigeradores y aerosoles
que siguen usando CFC, y desde ahí se continúan liberando los mismos ga-
ses destructores de ozono. Países con grandes emisiones, como China y la
India, tampoco se han adherido a los acuerdos.
Además, los hidroclorofluorcarbonatos (HCFC), halones y bromuro de metilo
(BrMe), derivados de los CFC originales, no están prohibidos y se siguen usan-
do en forma masiva y mundialmente, por lo que el deterioro en la capa de
ozono, aunque en menor grado, continua, a pesar de los esfuerzos globales.
En 1996 se realizó un cálculo muy exacto del área del agujero en el Polo Sur
y uno más pequeño detectado en el Polo Norte, lo cual arrojó como resul-
tado 13 millones de kilómetros en los que no hay ozono prácticamente en
ninguna época del año.
Desde Montreal, en 1987, se han reunido los países en 1989, en Helsinki;
en Londres, en 1990; en Copenhague, en 1992; en Viena, en 2005; y en
Montreal, en 2007. Se han ido modificado los acuerdos, con la intención de
disminuir el daño a la capa de ozono; sin embargo, como ya vimos, el daño
continúa, y tal vez hagan falta medidas mucho más enérgicas y radicales,
así como más interés y voluntad política por parte de algunas naciones.
En los setenta se calculó que una guerra nuclear habría destruido del 30 al
65 por ciento de la capa de ozono, obviamente, con consecuencias desas-
trosas. Sin embargo, los modelos predictivos nos dicen que de no parar de-
finitivamente el daño, en menos de quince años podría disminuir el 20 por
ciento de toda la capa de ozono. Esa disminución puede no sonar muy gra-
ve, pero un nivel así de reducido de ozono en la atmósfera dejaría entrar
suficiente luz UV para ampollar la piel después de dos horas de exposición.
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El agua
Se calcula que existen 1500 millones de kilómetros cuadrados de agua.
Un 97 por ciento se encuentra en los océanos, pero es demasiado salada
para ser bebida o para los cultivos y procesos industriales, excepto para
procesos de enfriamiento.
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Sólo el 3 por ciento de toda el agua del planeta es dulce. Más de tres cuar-
tas partes de esta agua dulce —2.97 por ciento— se encuentran en forma
de hielo en los Polos y en zonas subterráneas muy profundas. De manera
que sólo nos queda para tomar y para bañarnos una cuarta parte de ese 3
por ciento —de fácil acceso es sólo un 003 por ciento—.
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30 000 litros de agua, 3800 litros para producir medio kilo de aluminio y
100 litros para producir un kilo de papel.
Existen cinco formas de evitar la escasez de agua potable:
1) Construir presas y embalses.
2) Traer agua de otras zonas.
3) Extraer agua subterránea.
4) Convertir agua salada en dulce.
5) Mejorar la eficacia en el empleo del agua.
Sin embargo, a la larga, la mejor opción ha demostrado ser utilizar menos
y más eficazmente el agua, pues todas las demás alternativas tienen conse-
cuencias ecológicas.
El agua se acaba
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El DDT
Las cadenas alimenticias funcionan como amplificadores de sustancias tóxicas;
esto quiere decir que cuando una sustancia tóxica llega, por ejemplo, al planc-
ton, que es el eslabón primario, pasa a los peces y se va concentrando sucesi-
vamente en los siguientes eslabones, algunas veces, hasta llegar al hombre.
El plancton también puede degradar incluso muchos residuos y sustancias
que la humanidad vierte a las aguas, pero a veces se rebasan los límites de
degradación y estos microorganismos mueren. De esta manera, empieza
un gran desequilibrio. Tal fue el caso del DDT en la década de los sesenta.
Al igual que los CFC, cuando se desarrolló el DDT fue una sustancia que
prometía ser maravillosa: acababa con casi cualquier plaga y era barato;
no se consideraba tan peligroso y era muy fácil de usar. Sin embargo, con
el paso de los años sólo nos queda observar que fue como el plomo de las
gasolinas, que, a la larga, resultó peor.
Años después, se observó que, además de estas cualidades, el DDT tenía
varios efectos indeseables. Se transportaba a grandes distancias y alteraba
en gran medida el metabolismo del calcio de muchas especies animales.
Los halcones peregrinos, las águilas y varios tipos de aves en el Ártico y en
Canadá se enfrentaron al problema de que sus huevos eran tan débiles por
la falta de calcio que no soportaban su propio peso, por lo que, al tratar
de empollarlos, los rompían. Como consecuencia, no podían reproducirse.
El Polo Norte ha demostrado ser una zona muy frágil o propensa a los acci-
dentes. Por razones climatológicas, es menos capaz de absorber los desas-
tres que las zonas tropicales o las de temperaturas medias.
Un ejemplo de esto es que en Canadá, en octubre de 1973, un cambio de
clima originó una tormenta de hielo inesperada, que creó una capa de
hielo que más tarde los rebaños de bueyes almizcleros no fueron capaces
de romper para comer hierbas. El resultado fue que casi el 75 por ciento
de la población de estos animales —decenas de miles— del archipiélago
canadiense murieron ese invierno.
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tamaño de más de tres veces toda la ciudad de México. Este espejo de agua
quedó prácticamente cubierto de algas y sin ningún otro tipo de vida.
Además de este tema, la mayoría de los detergentes tienen una vida media
muy larga, de ochenta a ciento cincuenta años; es decir que nuestras abue-
litas, aunque ya nos hayan abandonado, siguen contaminando los ríos y los
mares con sus detergentes.
En 1988, en lo que se conoció como el Chernobyl marino, se tuvieron que
cerrar 200 kilómetros de costas en Kattegat, Escandinavia, porque se llena-
ron de algas por un crecimiento desmedido de estas, debido a un cambio
inesperado en los componentes del mar.
Ciertos jabones y champús también contienen otras sustancias que hacen
que mueran las bacterias que descomponen las algas, propiciando su creci-
miento. En 1972, los Estados Unidos y Canadá pusieron en marcha un pro-
grama de veinte mil millones de dólares para controlar la contaminación
del agua, basado en nuevas plantas de tratamiento de aguas residuales
o en su optimización; un mejor tratamiento de residuos industriales; y la
prohibición de detergentes y suavizantes con fosfatos. Aun así, menos del 3
por ciento de las costas están suficientemente limpias para el baño o para
el suministro de agua potable.
Petróleo
El petróleo ha sido otro de los peores contaminantes originados por el
hombre para los mares y los lagos.
Anualmente, se vierten más de 3.5 toneladas de petróleo; de esta cantidad,
50 por ciento proviene de barcos y el otro 50 se origina en tierra firme. De
este último, 20 por ciento es de origen urbano, 20 es de origen industrial y
el 10 restante tiene origen atmosférico.
El petróleo, cuando es derramado en el agua, crea una capa firme y delga-
da que se extiende en grandes áreas, por lo que no permite la entrada de la
luz e impide así la fotosíntesis del plancton y pequeños vegetales, dejando
sin alimento a muchas especies marinas. Además, impide que el agua se
oxigene, asfixiando a muchas especies. El resultado es que en unos cuantos
días mueren todos los organismos por debajo de esa capa.
Se han registrado grandes desastres ecológicos por el derrame accidental
de petróleo, como en 1979, en las costas mexicanas de Campeche, en donde
se derramaron cuatrocientos mil barriles de petróleo crudo. Ese mismo año,
otra catástrofe se produjo en Amoco, Cádiz, en el Canal de la Mancha.
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lo una mínima parte de todo el componente de los envases, sin contar las
bolsas y demás productos plásticos.
El problema fundamental en todo el mundo es que estamos produciendo
mucho más cantidad de plásticos y materiales no degradables de lo que se
puede degradar y reciclar. Y todos esos materiales tienen que ir a alguna
parte, a hoyos y basureros cada vez más grandes, a los mares, a los ríos, o
ser quemados, enterrados, etcétera.
Veamos ahora que en la ciudad de México diariamente se recolectan ¡mil
setecientas toneladas de basura!
Hay dos métodos básicos para luchar contra la contaminación: impedir que
llegue al ambiente o eliminarla una vez que ha llegado. Sin embargo, nosotros
siempre confiamos en que siempre va a haber un lugar en donde echar nues-
tra basura o esconder nuestros desperdicios, pero no nos ponemos a pensar en
el impacto a futuro que esto puede tener en la tierra. Obviamente, lo más se-
guro es que los efectos no nos toque vivirlos a nosotros, sino a los que vienen.
Hay varios ejemplos de compañías que han logrado reducir mucho sus dese-
chos. En 1975, la empresa 3M, que fabrica sesenta mil productos diferentes
en cien fábricas, puso en marcha un programa llamado Primas para prevenir
la contaminación. Esta compañía rediseñó el equipo y los procesos; utilizó
materias primas menos peligrosas; determinó dónde se generaban produc-
tos químicos peligrosos —y los recicló o vendió como materias primas a
otras compañías—; y comenzó a fabricar más productos no contaminantes.
Hacia 1995, la producción total de residuos de 3M había bajado a una ter-
cera parte, la emisión de gases se redujo un 70 por ciento y la firma había
ahorrado setecientos cincuenta millones de dólares.
Los ecologistas dicen que la mejor forma de reducir la contaminación por
residuos es, primero, disminuir el consumo —preciclado—; crear productos
que produzcan menos contaminación y en los que se empleen menos ma-
teriales; rediseñar los procesos de fabricación; y reciclar las materias primas.
A veces pienso que si alguno de nosotros pudiera ver la Tierra y a la hu-
manidad con detenimiento, en calidad de observador, en un punto lejano
fuera del planeta, seguramente se daría cuenta de que en realidad nos com-
portamos como una plaga verdaderamente nociva. Primero, la llenamos
de desechos, con todo tipo de materiales dañinos que inventamos —como
plásticos, uniceles, hules, insecticidas, químicos, materiales radiactivos, de-
tergentes y combustibles—; luego, contaminamos a gran escala sus aguas,
su aire y su tierra; después de eso, y lejos de hacerle un bien y reparar los
daños ocasionados, todavía talamos sus bosques, pantanos y selvas, y los
llenamos de concreto. Qué ilógico, ¿verdad?
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Bibliografía
Atlas Mundial del Medio Ambiente, Editorial Cultural, S.A., México, 2004.
Ciencia ambiental. Preservemos la Tierra, G. Tyler Millar Jr., Thompson
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