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Ecología

para el rescate de la Tierra


Devolvamos al planeta
algo de lo que le hemos quitado
Fragmento obsequio

Rafael Solorio Smith

Colección
Ecología y medioambiente

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Índice

I- Contaminación y calentamiento global 5


Contaminación ambiental 5
Historia 7
Contaminación del aire 10
¿Y qué es el efecto invernadero? 12
Retención de calor por CO2 14
Otros factores en el sobrecalentamiento 14
Metano 14
Lluvia ácida 20
Consecuencias de la lluvia ácida 21
Ozono 23
Rayos UV y capa de ozono 25
El agua 31
Contaminantes del agua 34
El DDT 34
Fosfatos (jabones y detergentes) 35
Petróleo 36
Contaminación del suelo 40

Bibliografía 42

Acerca del autor 43

Editorial LibrosEnRed 44
I- Contaminación y calentamiento global

Contaminación ambiental
En México, además de ser la ciudad más grande, más poblada y más con-
taminada del mundo, tenemos también el agravante de estar rodeados de
montañas que no permiten la libre circulación del oxígeno; esto, literal-
mente, es una trampa para todos los contaminantes del aire, que son los
mismos que debemos respirar diariamente.
Contaminación se le llama a cualquier cosa que se añada al aire, al agua,
al suelo o a los alimentos, y que amenace la salud, la supervivencia o las
actividades de los seres humanos o de otros organismos.
Las fuentes contaminantes en las ciudades son usualmente de dos tipos:
• Fijas: como fábricas, refinerías y calderas, que representan el 15 por
ciento del total para una ciudad.
• Móviles: son los automóviles, que aportan más de 85 por ciento de
los contaminantes.
En México existen aproximadamente cinco millones de vehículos de motor
y unas treinta mil fábricas que arrojan contaminantes al aire, y este número
se incrementa con la llegada diaria de dos mil campesinos azotados por la
pobreza, que suman cada año otras setecientas cincuenta mil personas que
también usan transportes y emiten contaminantes directa o indirectamen-
te.
Además, tenemos las inversiones térmicas, que es cuando una capa de aire
frío, en un nivel inferior, queda atrapada por una capa de aire caliente en
un nivel superior. En condiciones normales, esto no es grave, pero, en nues-
tro caso, esa capa de aire frío va cargada de todos los contaminantes y es
empujada a nivel de la superficie, o sea, el aire que nos toca respirar.
En México se ha intentado regular las emisiones de monóxido de carbono,
se controlaron las emanaciones de plomo —eliminándolo de la gasolina— y
se toman medidas para cifras elevadas de ozono, un gas que nos protege
de ciertas radiaciones solares a grandes alturas, pero que, a nivel de la su-
perficie, es tóxico para el ser humano.

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Por ejemplo, frecuentemente, los niveles de ozono alcanzan, en algunas


partes de la ciudad, 280 puntos en el indicador del Gobierno para la
contaminación del aire metropolitano, denominado Índice Medio de la
Calidad del Aire (IMECA). Si excede los 200 puntos, se considera peligro-
so para la salud humana; si pasa los 250 puntos, se impone la Fase I. Los
niveles de ozono en la ciudad exceden diariamente la marca de seguri-
dad de los 100 puntos; además, la escala IMECA es mucho menos estricta
que las medidas internacionales, pues, según la Organización Mundial
de la Salud (OMS), los mexicanos respiramos niveles peligrosos de ozono
durante un promedio de cinco horas al día.
Es curioso, pero cuando empecé a buscar datos respecto de la contamina-
ción del aire y del agua, los daños a la capa de ozono y el calentamiento
global de la Tierra, me encontré con que la información relativa a los daños
es muy amplia comparada con las alternativas para disminuir o evitarlos,
y estas pocas opciones se reducen aun más por los intereses comerciales o
por el desinterés de los gobiernos y autoridades.
Es muy probable que nosotros digamos: “Yo no contamino”, pues no tiro
basura en la calle, afino mi automóvil periódicamente y trato de no gastar
mucha agua. Yo mismo pensaba así hasta antes de buscar esta información.
Pero sucede que aún hay mucho más que debemos saber, y que podemos
y debemos hacer.
Muchos de los datos que cito son provenientes de los Estados Unidos, ya
que, lamentablemente, en México no encontré demasiada información dis-
ponible.
Se ha puesto mucho énfasis, en los últimos años, en la contaminación de
los alimentos por pesticidas, herbicidas y otros contaminantes, y eso está
bien, pero se nos olvida que respiramos un promedio de treinta mil veces al
día y sólo comemos tres, y en verdad no nos damos cuenta de todo lo que
estamos inhalando.
La contaminación del aire se ha tratado de dominar en las grandes ciuda-
des mediante el control de la emisión de partículas tales como el monóxido
de carbono y el plomo, provenientes de la combustión de los motores de
los automóviles, pero hay otras sustancias emitidas por la combustión de
motores —como el bióxido de carbono (CO2), principalmente, o algunos
gases, como el metano, entre otras— para las cuales no se ha establecido
ningún control, por lo menos en nuestra ciudad.
Desde hace varias décadas se ha venido estudiando el aumento y la in-
fluencia de estas sustancias en el efecto invernadero y en el calenta-
miento global de la Tierra.

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Haciendo un poco de memoria, nos daremos cuenta de que la ciudad de


México, por ejemplo, de ser una urbe con un clima templado —ni muy frío,
ni muy caliente—, durante los últimos años se ha venido convirtiendo en un
lugar con un clima más extremo.
No es asunto de la imaginación. Cada año ha ido en aumento el calor en el
verano, pero no sólo eso, también hace más frío, y de las lluvias ni hablar.
Nunca se habían observado los desastres que hemos padecido en los últi-
mos períodos por las lluvias torrenciales.
Efectivamente, el clima está cambiando, pero no sólo en nuestro país, sino
en todo el mundo, y lo peor de todo es que el hombre tiene una influencia
directa en esto.
En la última década se ha hablado mucho de la globalización, y sucede que
esta globalización incluye tres parámetros, que son:
• la unificación de las economías de los países,
• la unificación de la información con la nueva tecnología
• y el cambio global del clima.
Esto quiere decir que los países aceptan el hecho de que el clima está cam-
biando en nuestro planeta y que el hombre influye en forma directa o in-
directa en estos cambios.

Historia
Esta historia empieza en el siglo XIX, cuando en lo que menos pensábamos
era en la preservación del medio ambiente, y cuando la humanidad empe-
zaba a disfrutar de los beneficios de los grandes avances como la electrici-
dad, los motores de combustión interna y los derivados del petróleo.
Sucede que la cantidad de bióxido de carbono liberado por los motores de
combustión construidos por el hombre ha aumentado alarmantemente en
las últimas décadas, y sobre todo después de la Revolución Industrial.
Por ejemplo, en las últimas tres décadas, los niveles se han acrecentado de
315 a más de 350 —el promedio de CO2 actual— partes por millón (ppm),
que es como se mide la cantidad de CO2 en el aire.
Antes de la Revolución Industrial, los niveles eran de 280 ppm; en 1900, ya
alcanzaban los 300 ppm.
El químico sueco Svante Arrhenius obtuvo su doctorado en Física, en la
Universidad de Uppsala, en 1884. Su tesis “La conductividad eléctrica

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como causa de las reacciones químicas” le hizo obtener entonces la ca-


lificación más baja posible. Diecinueve años después, esa misma tesis lo
hizo merecedor del Premio Nobel.
Cuando estudió las primeras décadas de la Revolución Industrial, se percató
de que el hombre quemaba carbón de una forma sin precedentes. “Evapo-
ramos en el aire las minas de carbón”, afirmó.
Los científicos sabían ya que el bióxido de carbono, un producto secundario
que se obtiene cuando se queman combustibles fósiles —principalmente
carbón y petróleo—, hacía que las radiaciones infrarrojas quedaran atra-
padas cerca de la Tierra, y que, a diferencia de las simples moléculas de
oxígeno y nitrógeno, la molécula del CO2 era literalmente una trampa para
la radiación infrarroja y el calor.
Al estudiar estos efectos, Arrhenius concluyó que la temperatura global
promedio se elevaría cinco grados si la cantidad de CO2 en el aire duplicaba
el nivel que tenía antes de la era industrial.
Sus primeras suposiciones indicaban que las ondas de calor en las latitudes
centrales serían de 40 o 50 grados centígrados, el nivel de los mares subiría
varios metros, y las cosechas se secarían en los campos.
Esta idea no tuvo eco y permaneció olvidada. Otros científicos también es-
pecularon sobre el efecto del CO2 sobre el calentamiento de la Tierra, como
el físico británico G. S. Callendar, pero el mundo estaba demasiado ocupa-
do disfrutando de las comodidades obtenidas por medio del petróleo. Y
los pocos que consideraron el problema concluyeron que los océanos, que
contienen mucho más CO2 que la atmósfera, absorberían cualquier exceso
de este gas que el hombre produjera, lo que indicaba que las grandes ex-
tensiones de agua del planeta eran un pozo infinito en donde podríamos
vaciar indefinidamente el problema.
Entonces, en 1957, dos científicos de la Institución Scrips de Oceanografía,
en California, Roger Revelle y Hans Seus, publicaron un artículo en la revis-
ta Tellus, donde explicaban sus desalentadores descubrimientos, “algo que
empezó a decirnos que probablemente estábamos llegando al límite”. Des-
cubrieron que las anteriores conclusiones eran equivocadas; que la capa su-
perficial de los océanos —en donde el aire y el mar realizan sus intercambios
gaseosos— absorbía muy poco del exceso del CO2 producido por el hombre,
ya que observaron que cambios muy grandes en el CO2 atmosférico produ-
cían sólo un cambio muy pequeño en el CO2 disuelto en el agua, y también
demostraron con esta base que la mayor parte del CO2 que inyectan en el
aire los millones de hornos, chimeneas y automóviles permanecería en el
aire, desde donde —se presumió— calentarían gradualmente el planeta.

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En 1958, Charles Kelling, otro joven científico de la Institución Scrips, instaló


estaciones de monitoreo en el Polo Sur y a 385 metros sobre el Pacífico, en
las faldas del Mauna Loa, en Hawai. Sus lecturas pronto confirmaron la hi-
pótesis Revelle-Seus: la atmósfera se estaba llenando de bióxido de carbono.
Sus primeras lecturas en el Mauna Loa, en 1958, arrojaban la cifra de 315
partes por millón de CO2; lecturas subsecuentes demostraron que cada
año la cifra aumentaba en proporción constante de 1.5 partes por millón
de CO2.
En otros interesantes estudios, al perforar agujeros en los glaciares y anali-
zar el aire atrapado en el hielo antiguo, o al observar el aire sellado y con-
tenido en los antiguos telescopios, los científicos han calculado que el aire
de aquella época, anterior a la Revolución Industrial, contenía menos de
280 partes por millón de CO2, y que, de hecho, ese nivel era muy parecido
al registrado en los últimos ciento sesenta mil años, comparado con los 350
ppm, el nivel actual.

Contaminación del aire

En la proporción de aumentar 1.5 partes por millón por año, la con-


centración de CO2 en la atmósfera, previa a la Revolución Industrial,
en 1900, casi se duplicaría en los siguientes ciento cuarenta años —año
2040— de 280 a 490 partes por millón.

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Como ya vimos, el CO2 determina en gran medida el clima. Si su nivel se


elevase al doble, aunque sigan siendo números aparentemente muy pe-
queños e insignificantes, tendría un enorme efecto sobre el clima global
del planeta.
Bill McKibben nos dice en su libro El fin de la naturaleza que ese pequeño
aumento sería como leer equivocadamente una receta y hornear el pan
una hora y media en lugar de una, o poner media cucharada de sal en vez
de azúcar. Bueno, ya sabemos cuáles serían los resultados.
Ahora se ha visto que ese cálculo de un aumento de 1.5 ppm de CO2 anual
en la atmósfera no es fijo; parece ser que ha aumentado cada año, pues las
variables que determinan esta cifra también se han incrementado.

Contaminación del aire


La población aumentó tres veces el siglo pasado y se espera que, al finalizar
el presente, se vuelva a triplicar.
Y esta nueva población también usa el triple de recursos y produce tres ve-
ces más basura, desechos y CO2. Además, en el último siglo, la producción
industrial se duplicó cincuenta veces.
Según los cálculos, el mundo utilizará más energía, 3 por ciento más cada
año; lo malo de todo esto es que esta energía sigue proviniendo del uso
del carbón y del petróleo. De manera que ese aumento de 1.5 ppm por año
podría ser, el año siguiente, de 1.6 ppm, y luego de 1.8 ppm, 2 ppm o 4 ppm
anual.
Ya se han creado varios modelos por computadora. El desarrollado por el
Instituto de Recursos Humanos pronostica que los niveles de CO2 se habrán
duplicado de su nivel anterior a la Revolución Industrial aproximadamente
en el año 2040.
Lo desalentador y preocupante es que se ha observado mediante estadís-
ticas que estos modelos computarizados siempre se quedan cortos por fac-
tores que no se sabía influyeran en el calentamiento; esto es, o suben los
niveles de CO2 más de lo previsto en un año, o que podría duplicarse el
nivel de CO2 mucho antes del año previsto.
En 1989, en la Cumbre Económica de París, los líderes de las potencias
industrializadas anunciaron que apoyarían fuertemente los esfuerzos
comunes para reducir la producción de CO2, pero las mediciones siguen
mostrando lo contrario.

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En ese entonces, se concluyó que esto requería una gran cantidad de recur-
sos y también se propuso la utilización de la energía nuclear, pero, además
del desastre de Chernobyl, que enfrió las esperanzas en la energía nuclear,
también se observó que, aunque se sustituyera cada planta generadora
por una planta nuclear, la producción total de CO2 producida por la quema
de combustibles fósiles disminuiría sólo una cuarta parte, ya que la mayor
proporción restante se libera de la combustión automotriz, o sea, de todos
los carros del mundo.
Otro porcentaje menor proviene de los incendios forestales y por la defo-
restación, principalmente de selvas.
El incendio en el Parque Nacional de Yellowstone, en 1989, por ejemplo,
liberó un estimado de 3 por ciento más de bióxido de carbono que todos
los gases derivados del petróleo en los Estados Unidos en un año.
Las selvas contienen alrededor de tres a cinco veces más carbono que una
hectárea de bosque, por lo que estos incendios arrojan una cantidad mayor
de CO2 y su deforestación libera más metano que el de un bosque.
Los árboles y arbustos cubren todavía el 40 por ciento de la superficie te-
rrestre, pero esta área se ha encogido una tercera parte desde el tiempo de
la agricultura hasta el presente.
La deforestación añade entre mil y mil trescientos billones de toneladas de
carbono anualmente, 20 por ciento o más que la cantidad que produce el
hombre por la quema incesante de combustibles fósiles.
Cuando se desforesta la selva, esa tierra sólo puede resistir cosechas duran-
te unos años, pues, aunque parezcan ecosistemas muy ricos y saludables, su
suelo es muy pobre; pronto se convierte en desierto o en tierra de pastura,
y donde hay pasturas, hay vacas, y las vacas liberan metano al igual que la
descomposición de la materia orgánica, y el metano es otro de los villanos
en esto del calentamiento global, del que hablaremos más adelante.
Se calcula que, entre rancheros, taladores, compañías de papel y constructo-
ras, cada minuto se destruye el equivalente a cincuenta canchas de fútbol de
bosques tropicales y selvas. Y de las tres mil plantas identificadas por el Insti-
tuto Nacional del Cáncer como fuentes de productos químicos, 70 por ciento
proviene precisamente de los bosques tropicales —los que más se talan—.
Se calcula que menos del 3 por ciento de las aproximadamente doscien-
tos cuarenta mil especies de flores de estos bosques han sido estudiadas
para su probable utilización. Cada vez que acabamos con una especie
vegetal, además de liberar CO2 y metano, también acabamos con la po-
sibilidad de que esa especie tenga alguna utilidad para el hombre. Por

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ejemplo, en Madagascar se descubrió una flor que resultó ser uno de los
mejores remedios para la leucemia.
El biólogo Edward Wilson nos dice que destruir estos bosques y sus especies
es como quemar una biblioteca antigua sin haber leído casi ningún libro.
Tan solo para producir los periódicos de un domingo en los Estados Unidos se
derriba medio millón de árboles. Aquí podemos ver claramente que el ritmo
en que destruimos es mucho mayor al ritmo en que intentamos reforestar.
Así empieza toda esta historia de los cambios climáticos en nuestro plane-
ta, a la que pronto se sumarán otros nuevos factores, como el agujero de
ozono y la lluvia ácida, pero que empezó con el estudio del efecto inverna-
dero, causado por una liberación excesiva de CO2.
Cuando perforamos un campo petrolero, extraemos y usamos ese petróleo,
liberamos CO2, que no es considerado un contaminante de manera oficial;
en cambio, sí es tomada en cuenta como contaminación la liberación de
monóxido de carbono, un producto innecesario de la combustión.
Un automóvil compacto que recorre una distancia promedio de dieciséis
mil kilómetros anuales libera, en promedio, su propio peso en carbono ha-
cia la atmósfera en el mismo año.
En los últimos cien años, hemos liberado la mayor cantidad de CO2 en to-
da la historia conocida de la Tierra. Es como si hubiéramos ahorrado toda
nuestra vida y luego hubiéramos gastado hasta nuestra última moneda en
una semana de gran parranda.

¿Y qué es el efecto invernadero?


Siempre ha existido en la atmósfera una proporción de CO2, lo que ha per-
mitido capturar cierta cantidad de luz solar para calentar la Tierra.
El ciclo del carbono existe en el planeta desde hace millones de años, y en él
intervienen los organismos terrestres que retiran CO2 de la atmósfera y los
organismos acuáticos que lo hacen del mar; luego, por medio de la fotosín-
tesis, lo convierten en otras sustancias y en agua, que pueden ser utilizados
nuevamente por otros organismos.
Si no hubiera nada de CO2, nuestro mundo probablemente se parecería a
Marte, que, a pesar de estar a una distancia similar de la Tierra al Sol, casi
no tiene CO2, y por eso es tan frío y está totalmente desolado, pues, al ser
su atmósfera cien veces más delgada que la de la Tierra, prácticamente no
le permite retener el calor; por eso tiene un color rojizo y está desierto.

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De manera que un poco de efecto invernadero es beneficioso, ya que el


calor retenido permite la supervivencia de la vida vegetal y animal. La pre-
gunta es cuánto.
En Venus, la atmósfera tiene 97 por ciento de bióxido de carbono y su
atmósfera es mil veces más gruesa que la de la Tierra. Como resultado,
captura la radiación infrarroja y el calor en forma cien veces más eficiente
que la atmósfera terrestre, y mantiene al planeta cerca de 400 grados más
caliente que la Tierra, lo que concuerda con su color blanquecino, debido a
la espesa atmósfera. En ese planeta lleno de CO2, seríamos completamente
rostizados en unos cuantos minutos.
La atmósfera terrestre es perfecta. Está formada principalmente por ni-
trógeno y oxígeno. Por lo general, sólo hay 0.35 por ciento de bióxido de
carbono, que es lo mismo que 350 partes por millón, lo que permite rete-
ner la cantidad de calor óptima y necesaria para la supervivencia de la vida
vegetal y animal.

Retención de calor por CO2

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Si hablamos de un incremento de 300 a 450 ppm en las cifras de CO2 puede


no parecer mucho, pero es suficiente para modificar todo… ¿Qué pasaría,
por ejemplo, si la temperatura promedio de la Tierra disminuyera solamen-
te 5 grados centígrados? En realidad, a pesar de que la cifra suene insigni-
ficante, eso exactamente fue lo que sucedió hace cerca de quince mil años.

Retención de calor por CO2


En ese momento, aquel pequeño descenso en la temperatura desencadenó
otros cambios que hicieron que gran parte de Europa y América del Norte
quedara cubierta por el hielo durante cinco mil años.
Cada período glacial duró cien mil años, seguido por un ciclo interglaciar
más templado de diez mil a doce mil quinientos años. En los últimos diez
mil años, hemos disfrutado de la calidez del último período interglaciar, no
sabemos si para, en un futuro, enfrentar un nuevo lapso glacial.
Actualmente, estamos frente a un nuevo cambio climático, pero esta vez
provocado por nosotros mismos, por los más de seis mil millones de habi-
tantes de nuestro planeta, número que, además, se incrementa a un ritmo
de setenta y siete millones cada año, con nuestros correspondientes au-
mentos en millones de automóviles, fábricas y maquinarias.

Otros factores en el sobrecalentamiento

Metano
El metano es un gas natural prácticamente idéntico al que usamos en nuestras
casas y que, cuando se quema, aunque también produce bióxido de carbono,
es más eficaz como combustible, ya que al quemarse produce sólo la mitad de
CO2 que el petróleo; sin embargo, cuando se escapa a la atmósfera sin que-
marse es ¡veinte veces más efectivo! que el bióxido de carbono para atrapar la
radiación solar y calentar el planeta, así que, aunque el metano constituya só-
lo dos partes por millón de la atmósfera, puede tener un efecto significativo.
Aunque gran parte del metano de la atmósfera proviene de fuentes apa-
rentemente naturales —bacterias metanogénicas productoras de meta-
no—, sin duda, también interviene la mano del hombre.

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El humano posee mil doscientos millones de cabezas de ganado, sin contar


caballos, ovejas, cerdos, camellos y cabras.
Se preguntará: “¿Y qué rayos tienen que ver las pobres vacas, chivos y bo-
rregos con esto del efecto invernadero?”. Pues sucede que estos animales
juntos arrojan al aire alrededor de setenta y tres millones de toneladas mé-
tricas de metano al año, que representan un incremento del 435 por ciento
en el último siglo. El metano que produce el ganado supone del 12 al 15 por
ciento de todo el metano liberado a la atmósfera.
Las vacas y todas estas especies de animales tienen una enzima que les per-
mite digerir la celulosa contenida en la mayor parte de las plantas, y esa pe-
queña enzima es la única diferencia y la razón de que nosotros no podamos
devorarnos una ensalada con pasto o con hojas del árbol de nuestro vecino.
Aunado a esto, en los intestinos de estos animales se encuentran grandes
cantidades de bacterias anaerobias —viven sin oxígeno— que participan
en la descomposición de la celulosa contenida en las plantas que mastican,
y que, además, excretan grandes cantidades de metano o gas natural a la
atmósfera.
Otros contribuyentes en la producción de metano son las termitas, ya que
estas tienen en los intestinos las mismas enzimas y bacterias que las vacas;
por eso pueden digerir madera. Sus casas son montículos de tierra que se
elevan de seis a ocho metros sobre la tierra y son capaces de excretar canti-
dades extraordinarias de metano a la atmósfera. Un solo termitero produce
cinco litros por minuto.
Un científico calcula que existe ahora media tonelada de termitas por cada
ser humano en el planeta, es decir, un peso en termitas de aproximada-
mente ocho veces nuestro cuerpo.
Cuando talamos selvas tropicales, tenemos como resultado que hay made-
ra muerta por todas partes: un verdadero banquete para las termitas, las
cuales se reproducen rápidamente y son muy efectivas para descomponer
la materia.
Sumado a esto, el hombre lleva su ganado vacuno a pastar en ese terreno
desforestado y estos animales excretan más metano.
Otra de las fuentes importantes de metano son los arrozales.
El lodo sin oxígeno del fondo de los pantanos aloja bacterias productoras de
metano —a este elemento también se lo conoce como gas de los pantanos—.
Las plantas de arroz, que se cultivan en suelos de tipo pantanoso, actúan
como verdaderas pajillas o popotes, extrayendo el metano del fondo del

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agua y arrojando ciento quince millones de toneladas de gas anual. Estos


arrozales también aumentan cada año, en razón del incremento en la po-
blación de los países asiáticos, principalmente China.
Una fuente de metano también es la basura orgánica, ya que esta se des-
compone y crea metano. En algunos países, han echado mano de su creati-
vidad. Por ejemplo, en Nueva York, en Staten Island, en el principal tiradero
de basura, el gas se bombea desde el fondo y va a abastecer de gas a cien-
tos de estufas de los alrededores, pero en la mayoría de los lugares dejamos
que el metano simplemente se escape al exterior.
Ha habido aumentos en la cantidad de metano en las últimas décadas que
parecían inexplicables: cincuenta millones de toneladas por año. Ante es-
to, los científicos empezaron a dudar que todo este aumento de meta-
no proviniera de las fuentes ya mencionadas, y entonces se descubrió que
existen dos clases de dicho gas: el metano ligero, que es el que se libera
por el ganado, termitas, arrozales y la basura orgánica; y uno más pesado,
que pensaban tenía que provenir de algún otro sitio. En la búsqueda de la
respuesta, descubrieron que una gran cantidad de metano se encuentra
encerrado en forma de hidratos en la tundra y en el lodo de las placas con-
tinentales, esto es metano congelado. Si aumentara demasiado la tempe-
ratura, al calentarse los océanos y con el derretimiento de los glaciares se
liberarían extraordinarias cantidades extra de metano.
Es aquí donde la cosa empieza a ponerse seria, pues este es solamente uno
de los factores que no tomaron en cuenta los modelos predictivos por com-
putadora.
Los cálculos en la liberación de metano se han quedado cortos, pues resultó
que se ha comportado como un círculo vicioso: al aumentar la temperatura,
se derriten glaciares que liberan metano, el cual calienta más el planeta, lo
que a su vez ocasiona más derretimiento de hielo de los polos y más libera-
ción de metano.
Las cifras del gas también han aumentado en forma significativa. Las mues-
tras de las burbujas de aire atrapadas en los hielos de la Antártida pre-
sentan concentraciones de entre 0.3 y 0.7 partes por millón en los últimos
ciento sesenta mil años.
En 1987, las muestras ya arrojaban cifras de 1.7 partes por millón, o sea, dos
veces y media más.
Hay algunos otros gases que también contribuyen al efecto invernadero,
como el óxido nitroso, formado por cloro y otros productos que atrapan el
calor en forma más efectiva que el bióxido de carbono.

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El conjunto de todos estos compuestos actuando juntos en el calentamien-


to del planeta liberaría una gran cantidad de vapor de agua, que es en sí
mismo un potente gas invernadero.
La oficina meteorológica de Gran Bretaña (British Meteorological Office) cal-
cula que el vapor de agua adicional calentará la Tierra dos tercios más que el
bióxido de carbono solo, aunque el primer disparador es, sin duda, el CO2.
El 84 por ciento del vapor de agua que hay en la atmósfera proviene del
mar, y 16 por ciento restante, de la tierra, de manera que si los mares se
calientan emiten más vapor, y este, a su vez, calienta más la Tierra.
De manera que hemos aumentado el nivel de CO2 en un 25 por ciento en
el último siglo y, además, hemos añadido una sopa de otros gases que po-
tencian el efecto del calentamiento global.

A la tierra el planeta caliente

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Entonces, vemos que este problema está compuesto de muchas variables.


Si talo algunos árboles en un terreno en la selva, llegan las termitas, comen
la madera y echan metano. Si luego traigo mis vacas a pastar, también
echan metano. Y si decido no traer ganado y plantar arroz, también libero
metano. Como vemos, las soluciones no son nada fáciles. No se puede ir a
cazar todas las termitas del mundo ni se le puede decir a la gente que deje
de comer carne de vaca y se haga vegetariana de un día para otro, ni tam-
poco se les puede pedir a los chinos que paren de ingerir arroz; sería como
si en México nos dijeran que dejáramos de comer maíz y que nos olvidára-
mos de nuestras tortillas, sopes y antojos mexicanos, porque ellos tienen la
culpa de que se esté calentando el planeta.
Pero tampoco estamos en una situación en la que no se pueda hacer nada,
como veremos más adelante.
Las distintas instituciones meteorológicas de las universidades han desa-
rrollado modelos, con ayuda de las computadoras más poderosas, para
darnos una pista de cómo será el cambio climático. Estos modelos son
muy complejos y calculan el estado del tiempo y las condiciones meteo-
rológicas a tiempo futuro, en base a datos obtenidos en épocas anterio-
res y actuales.
De los tres modelos principales de calentamiento global, el más sofisticado
está en manos de James Hansen y sus colegas en el Instituto Goddard para
Estudios Espaciales de la NASA, otro en la Universidad de Oregón y otro en
la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOOA).
Explicado de una forma muy sencilla, estos tres modelos retrocedieron en
el tiempo cien años, cuando los científicos comenzaron las mediciones, e
incluyeron todos los controles y datos existentes de esa época y los actuales
en sus programas. A partir de estos datos, fueron capaces de predecir el
comportamiento del clima a largo plazo.
Estos modelos son muy exactos, y si han fallado en las predicciones es por-
que generalmente hay datos que no se toman en cuenta.
Los tres modelos pronostican que si —como se ha previsto— el CO2
duplica la concentración que tenía antes de la Revolución Industrial, la
temperatura global aumentará, y ese incremento será de 1.4 a 4.5 gra-
dos centígrados.
Estos investigadores empezaron a especular con las posibles consecuencias
a largo plazo. Por ejemplo, en ciudades en que el verano es muy caluroso
aumentarían una tercera parte los días en que la temperatura fuese mayor
de 37 grados, y en las de menor calor incrementaría proporcionalmente.
Habría, por lo tanto, un crecimiento en la expansión de las enfermedades

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a medida que los insectos se trasladaran hacia el Norte, muchos estados


que sufren sequías con períodos cortos de lluvias para el cultivo sufrirían de
lapsos útiles todavía más cortos, y la probabilidad de incendios forestales se
multiplicaría con las sequías.
Un reportero, después del gran incendio de Yellowstone, dijo: “El papel del
clima en el incendio es claro. Este año, simplemente, no llovió”.
Los modelos por computadora proyectan, en el sur de Canadá, pérdidas
de ciento setenta millones de hectáreas si la temperatura sube, pues ese
tipo de bosque simplemente no resiste temperaturas más cálidas (Sargent,
1988). En la actualidad, ya se han perdido grandes extensiones de bosques
al morirse algunas clases de pinos que no soportan climas calurosos y al ser
invadidas por especies de zonas más templadas.
En estos años hubo muchos debates sobre los posibles efectos compen-
sadores de la Tierra para el efecto invernadero. Ciertos científicos dije-
ron que no había por qué alarmarse, que el nivel de CO2 llegaría sólo
hasta cierto límite, cuando se dispararían efectos reguladores. Por ejem-
plo, que el aumento del vapor haría que las nubes de este reflejaran
la radiación solar, disminuyendo así el calentamiento; que el ciclo de
circulación de las aguas oceánicas se haría más corto que el actual de
quinientos años, haciendo que el agua más vieja del fondo fuera a la
superficie y absorbiera más CO2; y que al aumentar los niveles de este
gas ello estimularía el crecimiento de las plantas, que tomarían, a su vez,
más CO2 del aire.
Pero muchos concluyeron que no hacer nada sería el equivalente en el hu-
mano a dejar que un cáncer o una infección se resuelvan por los propios
mecanismos de defensa del organismo.
Meses después, fueron apareciendo nuevas investigaciones, por ejemplo,
acerca de la reflexión de la luz solar sobre un cuerpo no luminoso. A esta
capacidad se le llama albedo. Una camisa blanca tiene un albedo alto, por-
que refleja más los rayos solares; una camisa o ropa negra, en tanto, posee
un bajo albedo y absorbe más los rayos solares.
El hielo, al igual que la ropa blanca, tiene un alto albedo; por lo tanto, re-
fleja una gran cantidad de rayos solares.
Si algunos de los grandes glaciares comenzaran a derretirse, todos esos ra-
yos solares ya no se reflejarían a la atmósfera como lo hacen normalmente,
sino que irían directo al mar, que no tiene capacidad de reflejarlos; al con-
trario, tiende a absorberlos, y esto aumentaría su temperatura, y con esto,
la liberación de vapor, que, a su vez, absorbe más calor.

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Por otro lado, se sabe que el agua caliente ocupa más espacio que la fría,
por lo que al subir la temperatura de los mares aumentarían más los niveles
marítimos, al haberse expandido.

Lluvia ácida
A cualquiera de nosotros puede no parecernos significativo que el agua de
lluvia normal tenga un pH de 5.6; esto es la cantidad y el equilibrio entre la
acidez y la alcalinidad —salinidad— de una solución.
Un pH neutro es de 7.35; cifras menores significan un pH ácido; cifras mayo-
res equivalen a un pH alcalino; y este pH se encuentra conservado tanto en
la sangre como en otros líquidos del organismo y en varios sistemas biológi-
cos de animales y plantas. De esta manera, observamos que, con un pH de
5.6, la lluvia normalmente tiene de por sí cierta acidez, pero la lluvia ácida
que cae, por ejemplo, en los montes Adirondacks y algunas ciudades como
Escandinavia y Suecia tiene un pH de entre 5.6 y 5.2, esto es, entre diez y
cuarenta veces más ácido de lo normal, y para la vida vegetal ese cambio sí
es muy significativo.
En los últimos cinco años, el porcentaje de los bosques de Alemania Occi-
dental que han resultado dañados por la lluvia ácida se ha elevado de me-
nos de 10 por ciento a más de 50 por ciento, según el Instituto Worldmatch.
Los pinos con frecuencia son atacados por unos insectos muy molestos, los
ips, que viajan muchos kilómetros hasta encontrar un árbol debilitado. Así
que cuando el árbol muere, la gente dice que murió por una plaga. Pero,
en realidad, mueren porque están débiles para resistir las plagas, al igual
que los humanos. Casi nadie muere de hambre, por ejemplo, sino por diver-
sas infecciones propiciadas por la desnutrición.
A finales de la década de los sesenta, la gente comenzó a observar daños
en los bosques de Escandinavia y en el noreste de los Estados Unidos, en
áreas muy alejadas de fuentes obvias de contaminación.
Tiempo después, comenzaron a medir el pH de la lluvia y de los lagos cer-
canos, y observaron que la lluvia se estaba volviendo ácida. Su pH, que
normalmente es de 5.6, con frecuencia resultaba menor de 5.0. Se dieron
cuenta de que la causa eran sustancias que venían en los gases atmosféri-
cos, desde grandes distancias, y que causaban daños graves.
La lluvia normal del este de los Estados Unidos es diez veces más ácida, con
un pH de 4.3, y en algunas áreas es de 3.0, cien veces más ácida.

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Algunas montañas de Europa están bañadas en una niebla tan ácida como
el zumo del limón, con un pH de 2.3, mil veces más ácida de lo normal.
Y aunque muchos investigadores, en los setenta y los ochenta, comenzaron
a señalar que la quema del carbón era la culpable, no pudieron hacer nada,
ya que la lluvia ácida no es un contaminante tradicional; es incolora, insí-
pida e inodora, y no está prohibida, pues no es considerada oficialmente
como un contaminante por ningún país.
Llegaron a la conclusión de que, al liberarse las emisiones de gases, suben a
grandes alturas, donde los vientos las transportan a cientos de kilómetros,
y ahí se liberan con la lluvia, ocasionando múltiples daños.
El dióxido de azufre (SO2) se libera de la combustión de carbón mineral;
el óxido de nitrógeno (NO2), por su parte, de motores de combustión con
temperaturas mayores a 1000 grados y de los motores de combustión in-
terna, principalmente los de diésel, así como de las erupciones volcánicas.
La generación de electricidad es por sí sola la mayor fuente de lluvia ácida.
Una gran central de energía, accionada mediante carbón, emite una tone-
lada de dióxido de azufre cada cinco minutos.
Al llegar a la troposfera, las moléculas libres de oxígeno se combinan con
dióxido de azufre y forman ácido sulfúrico, y con el óxido de nitrógeno, lo
que da como resultado ácido nítrico.
De esta forma, se constituyen los dos principales ácidos causantes de que la
lluvia baje su pH y se haga más ácida.

Consecuencias de la lluvia ácida


La lluvia ácida daña árboles y plantas; los debilita, permitiendo su infesta-
ción por parásitos más fácilmente.
Causa acidificación de ríos y lagos, lo cual ocasiona la muerte de orga-
nismos, con predominio de otro tipo de microorganismos que agotan el
oxígeno y los nutrientes. En consecuencia, el agua no es potable y estos
espejos de agua se vuelven estériles.
También mata a los peces, porque libera aluminio en el agua, lo cual, a la
larga, genera un atascamiento en sus branquias, al producir un exceso de
mucosidad. En algunas aves, como los paros azules y los grandes paros,
hacen disminuir el grosor de la cáscara del huevo, por lo que es imposible
empollarlo. Por si eso fuera poco, daña las raíces de los árboles.

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Lluvia ácida

Produce acidificación de los suelos, con pérdida de nutrientes, por lo que


dejan de ser útiles para propósitos de agricultura o ganadería.
El exceso de acidez convierte los compuestos inorgánicos del mercurio —
moderadamente tóxicos— de los sedimentos del fondo en compuestos al-
tamente tóxicos.
En 1983, Lester Brown, director del Instituto Worldwatch, emitió un infor-
me en el que afirmaba que una inspección en Alemania Occidental había
demostrado que el 8 por ciento de los bosques del país tenían señales de
daño. Para 1988, cinco años después, más de la mitad de los bosques en ese
país estaban dañados.
Hay datos de que el daño se ha ido incrementando año con año. En Suecia
y Noruega, todos los depósitos de agua fresca son ácidos; aproximadamen-
te dieciséis mil son tan ácidos que no contienen vida acuática y cincuenta
y dos mil más han perdido su capacidad de neutralizar tanta acidez. En
Canadá, unos catorce mil lagos acidificados son, de hecho, cementerios de
peces, y ciento cincuenta mil más están en peligro.
Además de perjudicar los bosques y de contaminar los ríos, los lagos,
el suelo y el mar, también destruye las casas, monumentos y edificios
históricos de las ciudades.
Las medidas, como veremos más adelante, consisten en disminuir la libera-
ción de CO2 con catalizadores, la colocación de filtros en las industrias y el

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uso de carbón pobre en azufre, así como, obviamente, tratar de dejar de


quemar cada vez más carbón y empezar a utilizar energías alternativas.

Ozono
El ozono (O3) es un compuesto en el cual se unen tres átomos de oxígeno.
Se forma en la estratosfera, de 10 a 50 kilómetros de altura sobre la super-
ficie, con una concentración máxima a los 25 kilómetros de altura.
El ozono se forma así: la intensa radiación solar ultravioleta rompe con sus
fotones las moléculas normales de oxígeno (O2) presente en la atmósfera,
separando, así, los dos átomos que la constituyen.
La mayor parte de los átomos simplemente se recombinan, volviendo a
formar O2, pero algunos se juntan en grupos de tres y otros átomos libres
se unen a grupos de dos, formando también tripletas, que componen el
ozono (O3) en ambos casos.
El ozono actúa absorbiendo la radiación ultravioleta, y cada vez que la ra-
diación rompe las moléculas que lo conforman el ozono se reconstituye
a partir de moléculas de O2 y O, y este círculo continúa constantemente,
conservando el equilibrio de moléculas y átomos en la atmósfera y absor-
biendo la mayor parte de la radiación ultravioleta. Y muy afortunadamente
para nosotros, ya que el exceso de radiación ultravioleta puede dañar las
células, provocándole al ser humano cáncer en la piel y daños oculares, y
también puede matar a muchos organismos más pequeños y sensibles, co-
mo el plancton, que es el eslabón primario en la cadena alimenticia de los
mares, así como afectar a muchas especies vegetales.
No toda la radiación ultravioleta es peligrosa. La ultravioleta A, por ejem-
plo, es necesaria para la formación de la vitamina D en el humano, pero
la energía de un fotón UV-B es mucho mayor que la de un fotón UV-A. Al
contener una frecuencia menor, es más capaz de penetrar en los tejidos,
incluido el humano.
En la luz solar que acostumbramos recibir, el ozono y el oxígeno en la estra-
tosfera filtran gran parte, pero no toda la radiación UV-B; la poca que llega
a la superficie hace que, en los humanos, la piel envejezca, y pueda causar
cáncer en la piel.
Como la mayor parte de los rayos UV se absorben en las primeras capas de
la piel, los sitios más afectados son igualmente los más expuestos al sol,
como la cara, el cuello y los brazos, así como los ojos.

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La mayor cantidad de la radiación es absorbida por el pigmento melanina


—la que le da su color característico a la piel—, que se encuentra en las ca-
pas más superficiales. Según la proporción de melanina, la radiación puede
llegar a capas más profundas, causando así daños —se sabe que puede
destruir y alterar el ADN— y mutaciones, lo que resulta, por ejemplo, en
cáncer en la piel; de ahí la mayor probabilidad de las razas blancas —con
menos melanina— de desarrollar esta enfermedad.
En el caso de los ojos se presenta una enfermedad llamada fotoqueratosis, que
literalmente es una quemadura solar. A un tipo de ellas se le ha llamado co-
múnmente ceguera por nieve, que, en condiciones normales, cicatriza sin daños
permanentes. Por ejemplo, los esquimales usan siempre anteojos para sol, pues
la nieve refleja del 80 al 90 por ciento de la radiación UV que cae sobre ella.
La exposición prolongada puede provocar cataratas, que es un problema
mucho más serio, y, luego, ceguera permanente por alteraciones en la retina.
Otros efectos de la exposición prolongada a rayos UV son depresión del
sistema inmune, que vuelve al cuerpo más susceptible a las enfermedades
infecciosas y a algunos tipos de cáncer.
En el caso de animales muy pequeños, al no contar con varias capas de
células ni con pigmentos protectores como los humanos, algunos de ellos
son literalmente aniquilados con los fotones de rayos UV, ya que los foto-
nes entran y rompen las cadenas de ADN. Este es el caso del fitoplancton
—vida vegetal marina, principalmente algas— y algunos tipos de zooplanc-
ton —pequeños animales marinos—, que son, respectivamente, eslabones
primarios y secundarios de la cadena alimenticia del mar. El fitoplancton,
además, desempeña un importante papel, por su gran extensión, en el ci-
clo del carbono, ya que absorbe CO2 en grandes cantidades.
Este complicado equilibrio pareció conservarse durante largos años y jamás
se pensó que algún factor alterara este ciclo, como vimos, tan importante
de la atmósfera.
Pero en 1928, un grupo de químicos de la General Motors —encabezado
por Thomas Midgley— inventó un gas no tóxico, una combinación de car-
bono, cloro y átomos de flúor, al cual bautizó con el nombre de clorofluo-
rocarbono o CFC. Después, Midgley inventó el tetraetilo de plomo como
aditivo de la gasolina. Este científico posee el nada honroso título del hom-
bre que más sustancias prohibidas ha inventado.
Los CFC al principio parecían tener muchas características deseables. Podían
utilizarse como enfriadores en los refrigeradores y también como propelen-
tes en las latas de aerosol, ya que, al ser inertes, no afectaban el olor ni el co-
lor de su contenido en el caso de pinturas, desodorantes, fijadores, etcétera.

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A principios de los setenta, James Lovelock, un científico británico inde-


pendiente —mejor conocido por formular la hipótesis Gaia, la cual sostiene
que la Tierra es lo más parecido a un organismo viviente—, fue el primero
en medir las sustancias químicas del aire. Demostró que la presencia de
este tipo de elementos era continua y muy extendida en la atmósfera de la
Tierra, pero concluyó que “la presencia de estos compuestos no constituye
un riesgo considerable”, frase que significó para él, años después, “uno de
mis mayores desaciertos”.

Rayos UV y capa de ozono


Uno o dos años después, Sherwood E. Rowland, de la Universidad de California,
en Irvine, y Mario Molina, del Laboratorio de Propulsión a Chorro, en Pasade-
na, California, demostraron la capacidad que tenían los átomos de cloro con-
tenidos en los CFC de destruir el ozono, y sugirieron la gravedad del problema.
Rowland recuerda un día en que llegaba a casa una noche y le dijo a su es-
posa: “El trabajo va muy bien, pero parece el fin del mundo”. Este anuncio,

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resultado de varios estudios, llevó a la decisión de los Estados Unidos de


prohibir el uso de CFC como propelentes en los aerosoles. Pero antes de que
esto se supiera, y ante la utilidad de estas sustancias, pronto hubo docenas
de compuestos de CFC, como el CF 11 y el CFC 12, utilizados principalmente
para refrigeración, aerosoles, fabricación de unicel y espumas usadas en
empaques para huevos, platos y vasos desechables. Y aunque ahora se han
prohibido en algunos países, su vida media es de más de setenta años, por
lo que seguirán dañando por lo menos hasta 2070.
Se calcula que tan solo en los Estados Unidos el 75 por ciento de todos los
alimentos que se consumen se siguen refrigerando con aparatos antiguos
que aún usan CFC prohibidos y que alteran la capa de ozono.
El unicel, aunque en algunas naciones de Europa ya no se usa desde hace
varios años, en el 68 por ciento de los países, principalmente subdesarrolla-
dos, se sigue utilizando en envases de comida para llevar. En México, en la
actualidad, esta cifra alcanza más del 85 por ciento. Este material, más allá
de ser no biodegradable y tener un lapso medio de degradación mayor a
setenta años, precisa grandes cantidades de CFC para su fabricación.
No obstante, además de ser inertes, no tóxicos y muy útiles, los CFC tienen
otra propiedad poco común, a diferencia de otras sustancias químicas en la
atmósfera, y es que se destruyen en horas, días, semanas o meses; son tan
inactivos químicamente que permanecen intactos durante un siglo o más.
El CFC 11, por ejemplo, dura un promedio de setenta y cinco años, y el CFC
12, ciento diez años antes de degradarse.
Desde su liberación, los CFC ascienden lentamente hasta llegar a una altura
aproximada de 40 kilómetros. Este proceso en el que llegan a la atmósfe-
ra puede tardar hasta cinco años, pero con sus prolongadas vidas eso no
representa ningún problema. Una vez en la atmósfera, y sobre todo cuan-
do hay bajas temperaturas, reaccionan químicamente con las moléculas de
ozono, destruyéndolas con la siguiente reacción:
• Un solo átomo de cloro de los CFC reacciona con el ozono 03 —lo
deshace—, descomponiéndolo en dos moléculas.
• En una segunda reacción, el cloro es liberado de esa molécula de mo-
nóxido de cloro.
De esta forma, un átomo de cloro se libera y puede buscar y destruir aproxi-
madamente ¡cien mil moléculas de ozono! antes de volver, muchos años
más tarde, a la superficie de la Tierra. Una sola molécula de cloro prove-
niente de los clorofluorocarbonos tiene la facultad de destruir miles de
moléculas de ozono antes de inactivarse.

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La Convención de Viena, en 1985, unió a un gran número de países que es-


tuvieron de acuerdo en la obligación general de controlar los CFC, pero no
pusieron en práctica ninguna acción real. Sólo los Estados Unidos, Canadá y
algunas naciones europeas querían que se prohibieran los aerosoles —ellos
ya los habían prohibido—, pero no todos aceptaron la propuesta.

Además de los CFC, existen otros compuestos que destruyen el ozono, co-
mo el cloroformo de metilo y el tetracloruro de carbono, mejor conocidos
como halones, que se usan en los extintores. Estos compuestos contienen
bromuros, que son centenares de veces más eficientes en destruir el ozono
que los CFC. Ya hay sustitutos para los CFC, como los carburos fluorclorhí-
dricos o CFCH; sin embargo, también agotan, aunque en menor grado, el
ozono, y son gases invernaderos.
Sólo dos meses después de este encuentro, la inspección británica de la
Antártida en Halley Bay, que monitoreaba el lugar desde 1957, informó que
un inmenso agujero se había formado súbitamente en la capa de ozono,
muy arriba en el Polo Sur.
De hecho, los satélites estadounidenses Numbus habían detectado el agu-
jero cinco años antes, pero las computadoras estaban programadas para

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ignorar cambios agudos y tan alarmantes. Los que las programaron espe-
raban —como nosotros— que si la naturaleza cambiaba lo hiciera en for-
ma paulatina, y que si había cambios agudos o tan alarmantes fuese más
probable que se debiera a fallas del sistema. Para ellos, resultados agudos
y dramáticos significaban instrumentos arruinados.
Entonces, hubo una gran consternación mundial: los modelos por compu-
tadora de Molina y Rowland no habían predicho el agujero de ozono que
encontraron los ingleses en la Antártida.
Al principio, los científicos pensaron que esta ventana era un fenómeno na-
tural en el Polo. Como aparecía en la misma época cada año, le atribuyeron
una causa climática.
Sin embargo, en 1987, un equipo internacional de investigadores estableció
de una vez por todas que los productos químicos fabricados por el hombre
eran los causantes de la pérdida de ozono en el inmenso agujero. Resulta
que los vientos globales tienden a mover el aire del Ecuador a los Polos, lle-
vándose con ellos los clorofluorocarbonatos. Eso había creado una ventana
en la atmósfera, un término muy optimista para nombrar a un hoyo del
tamaño del área continental de los Estados Unidos.
Rowland y Molina habían advertido acerca de este problema desde 1974. Se
requirieron quince años de conversaciones entre comunidades científicas y
políticas antes de ponerse de acuerdo y empezar a retirar los CFC. Al inicio,
las compañías productoras de CFC —con una facturación de veintiocho mil
millones de dólares anuales y liderada por Du Pont— atacaron a Rowland
y Molina; sin embargo, ellos persistieron: ampliaron sus investigaciones y
las demostraron a los medios. En 1995, Rowland y Molina, junto con Paul
Crutzen, recibieron el Premio Nobel de Química por sus hallazgos.
De acuerdo con Mc Elroy, el mundo ha perdido entre tres y cinco por ciento
de su ozono, y los niveles siguen descendiendo.
En 1987, los científicos observaron las primeras señales de que se estaba
formando un agujero similar en la cumbre del invierno en el Polo Norte
—Ártico—. Algo mucho más grave si se toma en cuenta que las áreas cer-
canas al Polo Norte están mucho más pobladas que las del Polo Sur —An-
tártida—. De hecho, estaciones de monitoreo en Dakota del Norte y Suiza
han registrado disminuciones en la capa de ozono de hasta un 9 por ciento
en temporada invernal.
Como vimos, la pérdida de ozono aumenta la cantidad de rayos UV que
penetran en la superficie del planeta, y ya hay estudios científicos de sus
consecuencias en la vida animal y vegetal. Por ejemplo, se han efectuado

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pruebas de exposición a niveles elevados de rayos UV en más de doscientas


plantas y dos terceras partes —setenta y tres clases de vegetales— mues-
tran ciertos grados de sensibilidad a este tipo de radiación.
El aumento de radiación limita el tamaño de la hoja y la cantidad de luz so-
lar que pueden absorber para realizar la fotosíntesis. Los chícharos, los fri-
joles, la calabaza, los melones y la col resultaron las especies más afectadas.
Un estudio en frijoles de soya —el quinto cultivo más importante en el
planeta— demostró que una reducción severa del ozono, con el aumento
correspondiente en la radiación UV-B, podría hacer que la producción dis-
minuyera entre una cuarta parte y la mitad en todo el mundo.
La pérdida de ozono, como pudimos saber, representa también un peligro
para los pequeños animales marinos, como el zooplancton y el fitoplancton.
En 1887, Müller y Haeckel, mientras estudiaban las estrellas de mar, usando
unas redes para recoger sus larvas, se percataron de una gran cantidad de
organismos que quedaban atrapados en las redes, empezaron a estudiarlos
y fueron los primeros en demostrar su gran importancia como eslabones
primarios y su relevante papel en la fotosíntesis y la absorción de cantida-
des extraordinarias de CO2.
Donat Haber, de la Universidad de Marburgo, en Alemania, realizó un estudio
a través del cual demostró que muchas especies de plancton se encuentran ya
sometidas a una sobrecarga de radiación ultravioleta. Cuando una población
de estos organismos se expone a niveles mayores de radiación UV, muere en
el lapso de unas cuantas horas; los fotones UV penetran directamente hasta
el corazón de estos pequeños organismos y literalmente los aniquilan.
En el caso del zooplancton, por ejemplo, el camarón se va más a lo pro-
fundo para evitar la radiación, especialmente durante el verano, cuando
los rayos UV-B llegan a su máximo nivel, reduciendo así sus períodos de
reproducción. Se calcula que una disminución de 7.5 por ciento en el ozono
podría reducir a la mitad el lapso de reproducción del camarón.
El plancton y el zooplancton son eslabones primarios y secundarios en la
cadena alimenticia, pues muchos peces y ballenas se alimentan de ellos, y
muchos países tercermundistas también.
El fitoplancton, además, juega un importantísimo papel en el ciclo del car-
bono, pues estos organismos —entre los que se cuentan grandes varie-
dades de algas— trabajan absorbiendo bióxido de carbono en enormes
cantidades. Estamos hablando de miles de millones de toneladas de planc-
ton distribuidas en todos los mares del mundo, que absorben millones de
toneladas de CO2 cada año y que podrían verse afectadas. Si muere una

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gran parte de las algas del mundo, los niveles de CO2 se elevarán al no ser
absorbidos por estas y el efecto invernadero se acelerará.
Un estudio de la NASA reveló que, en 1987, la destrucción del ozono alcanzó el
nivel que se pronosticaba, según los modelos, para el año 2020. Esto provocó
reacciones mundiales, por lo que en septiembre de 1987, en una convención
en Montreal, diplomáticos de cuarenta y tres naciones firmaron el acuerdo
conocido como Protocolo de Montreal, un esfuerzo para reducir la produc-
ción y emisión de CFC en todo el mundo y al cual se adhirieron cerca de cien-
to ochenta países. En ese momento, el objetivo era dejar de usar productos
nocivos para el ozono en el 2010. Obviamente, a las compañías productoras
de CFC no les hizo mucha gracia esta decisión, pues en ese entonces tenían
suficiente materia prima para elaborar CFC por los siguientes veinte años.
Aunque en los Estados Unidos y Europa los CFC están prohibidos, en los
países subdesarrollados la situación es más compleja. Algunas compañías
todavía rematan en esas naciones los stocks de refrigeradores y aerosoles
que siguen usando CFC, y desde ahí se continúan liberando los mismos ga-
ses destructores de ozono. Países con grandes emisiones, como China y la
India, tampoco se han adherido a los acuerdos.
Además, los hidroclorofluorcarbonatos (HCFC), halones y bromuro de metilo
(BrMe), derivados de los CFC originales, no están prohibidos y se siguen usan-
do en forma masiva y mundialmente, por lo que el deterioro en la capa de
ozono, aunque en menor grado, continua, a pesar de los esfuerzos globales.
En 1996 se realizó un cálculo muy exacto del área del agujero en el Polo Sur
y uno más pequeño detectado en el Polo Norte, lo cual arrojó como resul-
tado 13 millones de kilómetros en los que no hay ozono prácticamente en
ninguna época del año.
Desde Montreal, en 1987, se han reunido los países en 1989, en Helsinki;
en Londres, en 1990; en Copenhague, en 1992; en Viena, en 2005; y en
Montreal, en 2007. Se han ido modificado los acuerdos, con la intención de
disminuir el daño a la capa de ozono; sin embargo, como ya vimos, el daño
continúa, y tal vez hagan falta medidas mucho más enérgicas y radicales,
así como más interés y voluntad política por parte de algunas naciones.
En los setenta se calculó que una guerra nuclear habría destruido del 30 al
65 por ciento de la capa de ozono, obviamente, con consecuencias desas-
trosas. Sin embargo, los modelos predictivos nos dicen que de no parar de-
finitivamente el daño, en menos de quince años podría disminuir el 20 por
ciento de toda la capa de ozono. Esa disminución puede no sonar muy gra-
ve, pero un nivel así de reducido de ozono en la atmósfera dejaría entrar
suficiente luz UV para ampollar la piel después de dos horas de exposición.

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Algo que también preocupa a los científicos es que se ha comprobado que


“el daño a la capa de ozono y el calentamiento están relacionados. Los CFC
contribuyen al 10 por ciento del calentamiento global”, según la Atomic
Energy Agency del Reino Unido, por las setecientas mil toneladas anuales
que todavía se emiten.
La comunidad científica ha propuesto cientos de ideas para frenar el daño,
desde satélites que destruyan los CFC con láseres hasta liberar ozono en la
estratósfera.
Lo cierto es que estas son medidas temporales. Mientras no se dejen de
liberar definitivamente todos los gases que alteran el ozono no se estará
resolviendo el problema de raíz.
Existe la posibilidad de que si se transfiere tecnología, asesoría y ayuda a
todos los países tercermundistas se pueda lograr la meta de no seguir libe-
rando gases que alteren la capa de ozono en la próxima década.
En algunas naciones, los cambios fueron notables. A Margaret Tatcher le tomó
dos años percatarse de lo grave del problema, pero una vez consciente, dijo:
“Las suspensiones a medias no son suficientes”. En una conferencia sobre ozo-
no en Londres, en 1989, se adelantó a pedir una prohibición total y definitiva
de los CFC, demostrando así que cuando se quiere es posible hacer las cosas.
Otros países, como Alemania, Suecia y los Estados Unidos, también han
dado importantes pasos al restringir los CFC, el unicel y el PVC. En cambio,
hay naciones que apenas se encuentran en el proceso.
En 1984, el agujero medía 7 millones de kilómetros; en 2006, ya alcanzaba los
29.5 millones de kilómetros —el tamaño más grande registrado—; 25 millones
de kilómetros en el 2007; y 27 millones de kilómetros en el 2008. En compa-
ración, este agujero es el doble de tamaño que el territorio de toda Europa.
Actualmente, hay estaciones de monitoreo en más de veinte países. Incluso, se
puede seguir día a día la evolución del agujero de ozono en el sitio web Ozone
Hole Watch de la NASA. Además, se publican imágenes, animaciones y esta-
dísticas en tiempo real que ayudan a comprender la magnitud del fenómeno.

El agua
Se calcula que existen 1500 millones de kilómetros cuadrados de agua.
Un 97 por ciento se encuentra en los océanos, pero es demasiado salada
para ser bebida o para los cultivos y procesos industriales, excepto para
procesos de enfriamiento.

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Sólo el 3 por ciento de toda el agua del planeta es dulce. Más de tres cuar-
tas partes de esta agua dulce —2.97 por ciento— se encuentran en forma
de hielo en los Polos y en zonas subterráneas muy profundas. De manera
que sólo nos queda para tomar y para bañarnos una cuarta parte de ese 3
por ciento —de fácil acceso es sólo un 003 por ciento—.

Tabla 1. Distribución de agua dulce en el planeta.


(Auge, 1997)

De manera que si convirtiéramos toda el agua del planeta en 1000 litros de


ese líquido, en los mares habría 970 litros y sólo 30 serían de agua dulce; de
estos 30 litros, 29.7 se encontrarían congelados en los Polos y sólo nos que-
darían 300 mililitros para tomar y para bañarnos… ¡Sólo un vaso de agua!
de esos 1000 litros.
El consumo mínimo fisiológico para un ser humano es de cinco a veinte
litros diarios, dependiendo del clima.
La disponibilidad de agua varía mucho, según el nivel económico, desde
dos litros por día por persona en los países más pobres hasta 300 litros por
día por persona en Nueva York. Unas mil doscientas millones de personas
—esto es, una cuarta parte de la población mundial— carece de agua po-
table, al igual que el 50 por ciento de la población de África y el Sudeste
Asiático.
La diferencia en las lluvias es lo que convierte a unos países y a sus habitantes
en ricos o pobres respecto del agua. Por ejemplo, Canadá, con únicamente el
0.5 por ciento de la población mundial, dispone del 20 por ciento de la pro-
visión mundial de agua, mientras que China, con el 20 por ciento en cuanto
a población, tiene sólo el 7 por ciento de la provisión mundial de agua dulce.
Actualmente, se utiliza la mayoría del agua para el riego y para la industria.
Por ejemplo, para construir un automóvil se consumen aproximadamente

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30 000 litros de agua, 3800 litros para producir medio kilo de aluminio y
100 litros para producir un kilo de papel.
Existen cinco formas de evitar la escasez de agua potable:
1) Construir presas y embalses.
2) Traer agua de otras zonas.
3) Extraer agua subterránea.
4) Convertir agua salada en dulce.
5) Mejorar la eficacia en el empleo del agua.
Sin embargo, a la larga, la mejor opción ha demostrado ser utilizar menos
y más eficazmente el agua, pues todas las demás alternativas tienen conse-
cuencias ecológicas.

El agua se acaba

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Contaminantes del agua


Un contaminante del agua es cualquier organismo vivo, mineral o com-
puesto químico cuya concentración limita o impide los usos benéficos del
agua (Sagardoy, 1992).

El DDT
Las cadenas alimenticias funcionan como amplificadores de sustancias tóxicas;
esto quiere decir que cuando una sustancia tóxica llega, por ejemplo, al planc-
ton, que es el eslabón primario, pasa a los peces y se va concentrando sucesi-
vamente en los siguientes eslabones, algunas veces, hasta llegar al hombre.
El plancton también puede degradar incluso muchos residuos y sustancias
que la humanidad vierte a las aguas, pero a veces se rebasan los límites de
degradación y estos microorganismos mueren. De esta manera, empieza
un gran desequilibrio. Tal fue el caso del DDT en la década de los sesenta.
Al igual que los CFC, cuando se desarrolló el DDT fue una sustancia que
prometía ser maravillosa: acababa con casi cualquier plaga y era barato;
no se consideraba tan peligroso y era muy fácil de usar. Sin embargo, con
el paso de los años sólo nos queda observar que fue como el plomo de las
gasolinas, que, a la larga, resultó peor.
Años después, se observó que, además de estas cualidades, el DDT tenía
varios efectos indeseables. Se transportaba a grandes distancias y alteraba
en gran medida el metabolismo del calcio de muchas especies animales.
Los halcones peregrinos, las águilas y varios tipos de aves en el Ártico y en
Canadá se enfrentaron al problema de que sus huevos eran tan débiles por
la falta de calcio que no soportaban su propio peso, por lo que, al tratar
de empollarlos, los rompían. Como consecuencia, no podían reproducirse.
El Polo Norte ha demostrado ser una zona muy frágil o propensa a los acci-
dentes. Por razones climatológicas, es menos capaz de absorber los desas-
tres que las zonas tropicales o las de temperaturas medias.
Un ejemplo de esto es que en Canadá, en octubre de 1973, un cambio de
clima originó una tormenta de hielo inesperada, que creó una capa de
hielo que más tarde los rebaños de bueyes almizcleros no fueron capaces
de romper para comer hierbas. El resultado fue que casi el 75 por ciento
de la población de estos animales —decenas de miles— del archipiélago
canadiense murieron ese invierno.

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Rachel Carson fue de las primeras investigadoras que estudió muestras de


tejido de animales muertos en el Ártico, como pingüinos, leones marinos y
aves, y encontró niveles alarmantes de DDT, incluso en biopsias de hígado
de dos esquimales en el hospital de Anchorage, por lo que concluyó que el
DDT puede viajar miles de kilómetros en las aguas e incorporarse a los teji-
dos de toda clase de especies, desde el plancton, pasando hasta las cadenas
alimenticias de animales mayores. Ella fue la primera persona que estudió
este fenómeno y escribió, en 1962, Silent Spring (Primavera silenciosa), que
alude a los miles de pájaros silenciados. Su libro hablaba sobre los peligros
del DDT y tuvo una gran acogida por parte del público. Sin embargo, la
industria química la consideró una seria amenaza para sus intereses y lanzó
una campaña para desprestigiarla. Durante esos momentos, Carson lucha-
ba contra un cáncer terminal; sin embargo, eso no le impidió defender su
trabajo de investigación hasta las últimas consecuencias.
Murió en 1964, dieciocho meses después de publicarse Silent Spring, sin sa-
ber que muchos consideraron su trabajo como punto de inicio del movimien-
to ecologista. Tiempo después, el DDT fue prohibido en los Estados Unidos.
Si ella no hubiera escrito sobre algo a lo que nadie le daba importancia pro-
bablemente habría sido muy tarde para varios cientos de especies animales.
Ella señaló un problema, ofreció una solución y el mundo cambió su rumbo.

Fosfatos (jabones y detergentes)


Así como existe un ciclo del carbono, del nitrógeno, del oxígeno y del agua,
existe un ciclo del fósforo.
Los fosfatos son necesarios, pues, al igual que el carbono y el oxígeno, for-
man un ciclo. Se precisa de ellos para la formación de proteínas, así como
en diversas reacciones enzimáticas de los organismos, pero debemos saber
que los fosfatos en exceso también son dañinos. Muchos lagos y ríos se han
ido secando por el exceso de fosfatos. Sucede que cuando lavas tu ropa con
detergente, este pasa por los drenajes y llega al mar o termina filtrándose
en algún lago o río subterráneo. Ese fosfato extra hace que las algas se so-
brealimenten y crezcan fuera de proporción, sin dejar que pase la luz solar
necesaria para la fotosíntesis de las pequeñas plantas de las que se alimen-
tan los peces. Además, consumen todo el oxígeno, asfixiando literalmente
a los otros animales. A este proceso se le llama eutrofización.
El mayor ejemplo de eutrofización se vivió en el gran lago Erie, que se en-
cuentra entre la frontera de los Estados Unidos y Canadá, y que tiene un

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tamaño de más de tres veces toda la ciudad de México. Este espejo de agua
quedó prácticamente cubierto de algas y sin ningún otro tipo de vida.
Además de este tema, la mayoría de los detergentes tienen una vida media
muy larga, de ochenta a ciento cincuenta años; es decir que nuestras abue-
litas, aunque ya nos hayan abandonado, siguen contaminando los ríos y los
mares con sus detergentes.
En 1988, en lo que se conoció como el Chernobyl marino, se tuvieron que
cerrar 200 kilómetros de costas en Kattegat, Escandinavia, porque se llena-
ron de algas por un crecimiento desmedido de estas, debido a un cambio
inesperado en los componentes del mar.
Ciertos jabones y champús también contienen otras sustancias que hacen
que mueran las bacterias que descomponen las algas, propiciando su creci-
miento. En 1972, los Estados Unidos y Canadá pusieron en marcha un pro-
grama de veinte mil millones de dólares para controlar la contaminación
del agua, basado en nuevas plantas de tratamiento de aguas residuales
o en su optimización; un mejor tratamiento de residuos industriales; y la
prohibición de detergentes y suavizantes con fosfatos. Aun así, menos del 3
por ciento de las costas están suficientemente limpias para el baño o para
el suministro de agua potable.

Petróleo
El petróleo ha sido otro de los peores contaminantes originados por el
hombre para los mares y los lagos.
Anualmente, se vierten más de 3.5 toneladas de petróleo; de esta cantidad,
50 por ciento proviene de barcos y el otro 50 se origina en tierra firme. De
este último, 20 por ciento es de origen urbano, 20 es de origen industrial y
el 10 restante tiene origen atmosférico.
El petróleo, cuando es derramado en el agua, crea una capa firme y delga-
da que se extiende en grandes áreas, por lo que no permite la entrada de la
luz e impide así la fotosíntesis del plancton y pequeños vegetales, dejando
sin alimento a muchas especies marinas. Además, impide que el agua se
oxigene, asfixiando a muchas especies. El resultado es que en unos cuantos
días mueren todos los organismos por debajo de esa capa.
Se han registrado grandes desastres ecológicos por el derrame accidental
de petróleo, como en 1979, en las costas mexicanas de Campeche, en donde
se derramaron cuatrocientos mil barriles de petróleo crudo. Ese mismo año,
otra catástrofe se produjo en Amoco, Cádiz, en el Canal de la Mancha.

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Contaminación por petróleo

En 1989, sucedió el peor desastre ecológico conocido en la historia, com-


parable sólo con el de Chernobyl. En Alaska, un carguero de la compañía
Exxon Valdez derramó cuarenta y cinco millones de litros de petróleo cru-
do. En el lapso de cincuenta y seis días, la marea negra se extendió a 750
kilómetros de distancia y después cubrió 1600 kilómetros de costa.
Exxon gastó dos mil doscientos millones de dólares en trabajos de limpieza
y cinco mil millones en indemnizaciones.
Los trabajos de limpieza duraron más de seis meses y aún así, cinco años
después del accidente, menos de una sexta parte de la playa se encontraba
en condiciones para la vida animal. Hoy en día, a veinticinco años del de-
sastre, aunque dichas playas tengan la apariencia de normales, no lo son,
pues diez centímetros bajo la arena se encuentra todavía una espesa capa
de petróleo muy tóxica para la vida animal y vegetal.

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En ese desastre no se pudo ni siquiera hacer un cálculo de los animales que


resultaron muertos. Muchas organizaciones ecológicas y voluntarios parti-
ciparon rescatando aves y animales que quedaron heridos y atrapados en
las capas de petróleo, y aun con todos los cuidados la mayoría murió como
consecuencia de la intoxicación por el petróleo. Todo esto se podría haber
evitado si Exxon hubiera gastado veintidós millones en equipar al petrolero
con casco doble. Grupos ecologistas presionan para que todos los barcos
petroleros lleven este tipo de protección.
En otro desastre, en el año 2001, en las costas de Francia, un buque-tanque
se partió en dos, derramando ochenta mil barriles de petróleo crudo. Unos
días después, la marea negra se había extendido ya 40 kilómetros sobre la
superficie del mar.
Según los científicos, en un derrame no se puede recuperar más de un 11 al
15 por ciento de petróleo. Sin embargo, se libera más petróleo durante las
operaciones normales de los pozos de los campos petroleros submarinos y
de la limpieza de estos, y por la descarga de agua petrolada y de las fugas
de tuberías y tanques de almacenamiento.
En 1993, un estudio de Los amigos de la Tierra estimaba que cada año
las compañías estadounidenses derramaban, filtraban o desperdiciaban
innecesariamente una cantidad de petróleo igual a la que derramó el
barco petrolero de Exxon Valdez, y que del 50 al 90 por ciento del
petróleo que llegaba a los océanos era residuo de petróleo filtrado o
derramado por las industrias y por los particulares. En otro estudio se
calculó que cada año un volumen de petróleo que equivale veinte veces
al derramado por el barco de Exxon Valdez es tirado a alcantarillas, ríos
y mares por cincuenta millones de automovilistas que cambian el aceite
de su carro.
Existen nuevas opciones para el tratamiento de aguas contaminadas y
residuales, como las lagunas invernaderos, en donde el agua va pasan-
do por diferentes fases. En las primeras, que contienen algas, microor-
ganismos y plantas acuáticas, descomponen los residuos en nutrimentos
que son absorbidos por las plantas; luego, pasan por un filtro de arena
y grava; y después, a otros estanques, donde caracoles y zooplancton
consumen los microorganismos restantes para, al fin, pasar por un pro-
ceso de destilado. Este tipo de sistemas de purificación, ideado por el
ecólogo John Todd, funcionan en trece estados de los Estados Unidos y
en otros siete países.
Otra opción son los humedales. En Arcata, California, Estados Unidos,
con diecisiete mil habitantes, se crearon sesenta y tres hectáreas de

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humedales entre la ciudad y el mar, que actúan como planta de trata-


miento de aguas rápida, natural y barata.
Las aguas negras pasan primero a tanques de sedimentación, donde los
elementos sólidos se depositan, se extraen y se utilizan como fertilizante;
luego, se libera el resultado a estanques de oxigenación, donde se descom-
ponen otros residuos por bacterias; después de un mes, el agua se libera a
marismas artificiales, donde el agua es filtrada por plantas y bacterias. Por
último, el agua se clora y se puede verter al mar. Las marismas y estanques
sirven como santuarios de aves y proveen hábitats a miles de nutrias y ani-
males marinos.
La clave para proteger los océanos es reducir el flujo de contaminantes
desde la tierra y de las vías de agua que desembocan en el mar. Tales
esfuerzos se deben integrar con los realizados para evitar y controlar
la contaminación del aire, pues un 33 por ciento de los contaminantes
de los mares provienen de emisiones arrojadas a la atmósfera desde
tierra. Los ecologistas insisten en un cambio de mentalidad que per-
mita que dejemos de reinsistir en la limpieza de la contaminación y
nos aboquemos a su prevención, mediante la reducción de las fuen-
tes, reemplazando tintes y disolventes por materiales basados en agua,
reutilizando aguas residuales y reciclando los contaminantes. De lo
contrario, lo único que se logra es desviar los contaminantes de una
parte del medio ambiente a otro.
Los últimos dos acontecimientos en cuanto a derrames petroleros en mares
fueron el de la British Petroleum (BP), en el Golfo de México, el 20 de abril
del 2010, donde una plataforma que perforaba un pozo para la BP explo-
tó y se hundió, liberando 800 000 litros de petróleo al día. Una cantidad
estimada de entre 355 y 696 millones de litros de petróleo fue derrama-
da antes de poder sellar temporalmente el pozo, el 15 de julio, tres meses
después. Este accidente ocasionó una columna de crudo de 1 kilómetro de
profundidad, 1.5 de ancho y 35 de largo, según la institución oceanográfica
independiente Woods, de Massachusetts. Fue uno de los peores desastres
ecológicos, solamente comparable al de Exxon Valdez, en Alaska, y algunos
expertos estiman que incluso puede llegar a ser el más terrible desastre
ecológico marítimo.
El más reciente ocurrió el 16 de julio del año 2010, en el puerto de Dalian,
China, donde explotó un ducto y se estima un derrame de al menos mil qui-
nientas toneladas de petróleo en seis días que duró el escape y una mancha
de 430 kilómetros cuadrados.

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Rafael Solorio Smith

Contaminación del agua

Contaminación del suelo


Los contaminantes de la tierra son principalmente herbicidas e insecticidas,
pero una gran parte también la constituyen los materiales no biodegradables
ni reciclables, como desechos industriales, plásticos, uniceles, hules, etcétera.
Este tipo de materiales tardan a veces decenas de años para volver a inte-
grarse a cualquiera de los ciclos naturales.
Diariamente, vemos cuántas bolsas de plástico se van a la basura, cuántos
envases no retornables de plástico se tiran, y a eso hay que sumarle grandes
cantidades de vasos y platos desechables de plástico, de unicel, envolturas,
cables, llantas.
En los Estados Unidos, el 98 por ciento del residuo sólido procede de la mi-
nería y de la producción de combustibles y gas natural.
Hay algunas compañías que están reciclando los envases de plástico. Los
trituran y con este material se fabrican otros envases, e incluso cierto tipo
de fibras para tela. Pero esto representa, por lo menos en nuestro país, só-

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Ecología para el rescate de la Tierra

lo una mínima parte de todo el componente de los envases, sin contar las
bolsas y demás productos plásticos.
El problema fundamental en todo el mundo es que estamos produciendo
mucho más cantidad de plásticos y materiales no degradables de lo que se
puede degradar y reciclar. Y todos esos materiales tienen que ir a alguna
parte, a hoyos y basureros cada vez más grandes, a los mares, a los ríos, o
ser quemados, enterrados, etcétera.
Veamos ahora que en la ciudad de México diariamente se recolectan ¡mil
setecientas toneladas de basura!
Hay dos métodos básicos para luchar contra la contaminación: impedir que
llegue al ambiente o eliminarla una vez que ha llegado. Sin embargo, nosotros
siempre confiamos en que siempre va a haber un lugar en donde echar nues-
tra basura o esconder nuestros desperdicios, pero no nos ponemos a pensar en
el impacto a futuro que esto puede tener en la tierra. Obviamente, lo más se-
guro es que los efectos no nos toque vivirlos a nosotros, sino a los que vienen.
Hay varios ejemplos de compañías que han logrado reducir mucho sus dese-
chos. En 1975, la empresa 3M, que fabrica sesenta mil productos diferentes
en cien fábricas, puso en marcha un programa llamado Primas para prevenir
la contaminación. Esta compañía rediseñó el equipo y los procesos; utilizó
materias primas menos peligrosas; determinó dónde se generaban produc-
tos químicos peligrosos —y los recicló o vendió como materias primas a
otras compañías—; y comenzó a fabricar más productos no contaminantes.
Hacia 1995, la producción total de residuos de 3M había bajado a una ter-
cera parte, la emisión de gases se redujo un 70 por ciento y la firma había
ahorrado setecientos cincuenta millones de dólares.
Los ecologistas dicen que la mejor forma de reducir la contaminación por
residuos es, primero, disminuir el consumo —preciclado—; crear productos
que produzcan menos contaminación y en los que se empleen menos ma-
teriales; rediseñar los procesos de fabricación; y reciclar las materias primas.
A veces pienso que si alguno de nosotros pudiera ver la Tierra y a la hu-
manidad con detenimiento, en calidad de observador, en un punto lejano
fuera del planeta, seguramente se daría cuenta de que en realidad nos com-
portamos como una plaga verdaderamente nociva. Primero, la llenamos
de desechos, con todo tipo de materiales dañinos que inventamos —como
plásticos, uniceles, hules, insecticidas, químicos, materiales radiactivos, de-
tergentes y combustibles—; luego, contaminamos a gran escala sus aguas,
su aire y su tierra; después de eso, y lejos de hacerle un bien y reparar los
daños ocasionados, todavía talamos sus bosques, pantanos y selvas, y los
llenamos de concreto. Qué ilógico, ¿verdad?

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Bibliografía

Atlas Mundial del Medio Ambiente, Editorial Cultural, S.A., México, 2004.
Ciencia ambiental. Preservemos la Tierra, G. Tyler Millar Jr., Thompson
Editores, México, 2002.
Ecología, Editorial Salvat, México, 1975.
Ecología, Odum, Editorial Interamericana, México, 2000.
Ecología y salud, Echeverría, E., Editorial Tláloc, Colección Salud, México,
1998.
El fin de la naturaleza, Bill McKibben, Editorial Diana, México, 1990.
Gaia: An Atlas of Planetary Management, Norman Myers, Estados Unidos,
1992.
Guía para niños que quieren salvar al planeta, Patricia Hume, Editorial
Diana México 1995.
The Ecology of Commerce, Paul Hawkins, Estados Unidos, 1994.
One Planet Many People: Atlas of our Changing Environment, United
Nations Environment Program (UNEP), Estados Unidos, 2005.

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siguiente correo electrónico:
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Acerca del autor

Rafael Solorio Smith


E-mail: rssmith777@yahoo.com.mx

Es médico oftalmólogo. Publicó Ecología para el rescate de la Tierra por


primera vez en el año 2005.
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