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Bajo La Sombra Jack Martinez Arias PDF
Bajo La Sombra Jack Martinez Arias PDF
BAJO LA sOMBRA
J ack Ma rt íne z Ar ia s
Bajo la sombra
Segunda edición: enero de 2015
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supo dónde estaba su marido en esos momentos. Los
tipos no esperaron mucho. Dejaron todo dicho con dos
disparos en la cabeza del pequeño.
Esa misma noche, el marido de Carola desapareció.
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Sonreí de celos. Sabía que Carola me decía eso pen-
sando en las manos toscas de su muerto.
—Son manos de artista —respondí bromeando,
tratando de disimular.
—Artista de la muerte —dijo ella, refiriéndose a mi
oficio.
Y mientras terminaba de quitarse la ropa comenzó
a preguntar.
—¿Y quién te enseñó?
—¿Qué?
—A pintar.
—Aprendí en el taller de una facultad.
—¿En la universidad? ¿De verdad?
—Sí.
—¡No te creo! ¿Qué hace un artista profesional
aquí?
—…
—No jodas, Joaquín. No, no puede ser. Me estás
jodiendo, ¿no? —se burló por un largo rato.
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Conforme los años iban pasando su respuesta también
iba cambiando. Hasta que, seguramente harta de mí, me
dio una respuesta definitiva.
—Estos libros eran de tu padre y serán de tu padre.
Mientras yo esté aquí, quedarán intactos.
Pensé que si ella no me dejaba coger los libros, sería
imposible que algún día me dejara leer el cuaderno de
notas, el objeto más sagrado en aquel templo de papel.
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ví a pensar en Carola, en su constante aislamiento, en
su silencio. Regresé al cuarto. Imaginé cómo pintaría su
cajón si tuviese que hacerlo. Luego pensé en mi madre y
en cómo sería el suyo; en mi padre y en la seriedad que
debió tener su cajón. Luego desfilaron en mi mente, uno
a uno, el resto de personas que alguna vez conocí, que
alguna vez quise y odié. Pensaba, inevitablemente, en
sus muertes, en sus cajones y en qué tipo de diseños le
caería mejor a cada uno de ellos. Y es que desde que me
inicié en este oficio, repito con frecuencia ese ejercicio
mental. Pero claro, una cosa es pensar y otra es pintar.
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a los dos meses para entregármelo en partes, ¿no lo re-
cuerdas? De esto no se sale.
—Pero tú no estás en esto.
—A ver, anda y diles que no estoy en esto y que no
me jodan más. Quiero ver cómo vuelves. Anda, quiero
ver si vuelves.
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veces con él, en algunos velorios donde yo había llegado
con mis primeros trabajos. Exageraba, yo no podía caer-
le bien. Hasta ese entonces nunca habíamos cruzado pa-
labras. Pero si Waldo mentía o no mentía no era impor-
tante, ni antes ni ahora. Lo importante era que yo estaba
frente a él, rogando por la vida de Carola y él respondía
que no había manera de cambiar ese destino, que aun
cuando yo pague la deuda, aun cuando la misma Carola
se acerque con el doble del dinero que el marido había
tomado de las cuentas de la banda, ella debía morir. El
cadáver era un mensaje para los que estaban afuera, para
que aquellos que estaban a sus órdenes sepan que con
Waldo no se juega. Para que tengan bien claro cómo
termina la familia de un traidor.
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desde el inicio de sus tiempos, se comían al enemigo para hacerse
más fuertes. Entonces el prisionero, alarmado, le preguntó al mi-
sionero si permitiría semejante barbarie. El misionero respondió:
los indios han aceptado recibir a Dios, escuchar la palabra, pero
han rechazado cambiar sus hábitos de guerra. Por ahora no me
queda más que respetar eso. Con estas palabras, y dejando sin
habla al prisionero, el francés se alejó unos metros.
Los indios, mientras tanto, preparaban la ceremonia.
De pronto se oyó un grito. Un grito ensordecedor que se fue
apagando hasta terminar en llanto incontenible. Venía del prisio-
nero. Al principio los indios no entendieron. El portugués comen-
zó a clamar por su vida. Sus pantalones estaban mojados y su
rostro pedía perdón. Los indios se miraron entre ellos. De pronto
entendieron, los gemidos comenzaban a decirlo todo. Los indios se
dirigieron al francés y le encargaron un mensaje: no te van a ma-
tar. El prisionero estaba maravillado porque sus ruegos le habían
salvado la vida.
A la mañana siguiente, los indios volvieron a prepararlo
todo.
De acuerdo a su lógica, el prisionero volvió a gritar, a llorar,
a pedir clemencia. Y lo hizo con mucha mayor teatralidad. Los
indios no pudieron ocultar su gran decepción. El francés se acercó
nuevamente al prisionero: ya no te comerán. El soldado comenzó a
dar gracias a todos, a los indios que no entendían sus palabras y lo
miraban con desprecio, al cielo, a todo lo que tenía a su alrededor.
Finalmente, le dio gracias al francés: ellos han mostrado misericor-
dia, y esa es tu obra, esas son tus enseñanzas, le dijo.
Al tercer día no se preparó la ceremonia.
El prisionero, mucho más aliviado, estaba convencido de que
en cualquier momento lo liberarían. Al mediodía solo el jefe de la
tribu y el más joven de los guerreros se pararon frente a él. El joven
empuñaba una lanza. Con ella perforó el cuerpo del prisionero.
Los indios ordenaron arrojar los restos en el lugar más aleja-
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do posible. El narrador explica nuevamente que los indios, en su
tradición, al capturar a un prisionero, lo matan y lo comen para
nutrirse de su valentía. Al llorar y clamar por su vida, el portugués
se había mostrado cobarde y los indios no se alimentaban de la
cobardía.
Ahora pienso en esa historia y la escribo para recordar que
debo enfrentar a la muerte con valentía. Aunque a diferencia de
aquel prisionero yo tengo al caníbal dentro. Me está devorando,
destruyendo sin ceremonias ni algarabía. La enfermedad me con-
sume con seriedad absoluta, día y noche, sin descanso, sin tregua.
La última etapa es así, nos ha explicado la doctora. Mis ór-
ganos van consumiéndose rápidamente. Mis defensas son nulas y por
eso necesito intervenciones cada vez más frecuentes. Sé que dentro de
poco las crecientes dosis anestésicas me impedirán hablar y ya no podré
controlar ni mis extremidades.
Gabriela ha querido interrumpirme. Quiero que me mires,
que me hables, deja de escribir, acaba de decir ella, entre lágrimas.
Yo, intratable, pretendo no escucharla y continúo con estas líneas.
Sé que le estoy haciendo daño, sé que no hago más que gritar y
quejarme el día entero. Quisiera que todo fuese diferente, pero la
enfermedad puede más. Me ha derrotado. Y Gabriela sigue aquí,
conmigo, la cabeza gacha, moviendo las manos, dibujando algo
invisible en la frazada. Tú no mereces esto, le he dicho en mis pocos
momentos de lucidez.
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Minutos después, Álex regresaba por mí y yo volvía a
la maletera. Con tres o cuatro pasajeros por noche, me
llevaba suficiente dinero, la víctima llegaba a casa y Álex
se quedaba tranquilo.
Dejé de ser niño muy pronto. O tal vez nunca lo fui real-
mente. La imagen de mi madre llorando por mi padre
ya está entre mis primeros recuerdos. Todo el tiempo,
durante el desayuno y el almuerzo, era ella y sus alaban-
zas por el difunto. Por la noche, antes de dormir y muy
temprano por la mañana, era ella y sus rezos en voz alta.
Si por alguna razón me cruzaba en su camino, era ella
y sus reproches excesivos: reía frente a mí llamándome
bueno para nada o me lanzaba una mirada intensa, corta,
llena de un odio que nunca entendí. Otras veces simple-
mente me regañaba o me jalaba de las orejas inventando
cualquier excusa. Llegué a temblar frente a ella. Sentía su
presencia y me invadía el pánico. Por eso me alistaba des-
de muy temprano para ir a estudiar. Una hora antes de
lo debido ya estaba afuera, caminando lentamente hacia
la escuela. Solo en las aulas el mundo cambiaba para mí.
Todo era tan distinto y yo respiraba con tranquilidad, mi
madre no aparecería por detrás de alguna puerta. Cuán-
tas veces deseé que esas mañanas no terminasen.
Pero siempre terminaban. Y esos años pasaron.
Lentamente, pero pasaron. Cuando crecí podía estar
más tiempo fuera. Al final de las clases acompañaba a
algunos compañeros hasta sus casas. Luego caminaba
por la ciudad. Aun hoy podría reconocer cada metro de
sus veredas. Observaba las vitrinas, admiraba los video-
juegos, me sentaba en los parques. Por la noche volvía a
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casa y entraba en silencio. Buscaba algo de comer y me
iba a dormir. Por las mañanas, sin embargo, era difícil
evitar a mi madre. Cuando yo despertaba ella ya estaba
en el comedor, desayunando. Yo preparaba algo y me
sentaba a la mesa. Comía muy rápido. Para ese enton-
ces mi madre ya no rezaba durante las comidas pero sí
murmuraba cosas, como si hablase con el fantasma de
mi padre. Cuando notaba mi presencia me lanzaba los
regaños de siempre, pero ya no me tocaba. Ya no me
alcanzaba. Estaba vieja.
Fue una de esas mañanas en las que desayunábamos
juntos, ella vociferando y yo en silencio, cuando me dijo:
—Parece que la inteligencia no se hereda de padre
a hijo. Ya tienes quince años y no destacas en los estu-
dios. Te cambiaré a la escuela nocturna y buscarás un
trabajo. A ver si así sirves de algo.
Yo no tenía voz en esa casa y una vez más, me tra-
gué el dolor. Ella repetía eso sin siquiera saber cómo
me estaba yendo en el colegio. No iba a las reuniones,
no miraba la libreta de notas ni revisaba mis cuadernos,
solo se aparecía en mi escuela para la época de matrí-
cula. Nunca se interesó por mis avances escolares pero
dijo aquellas palabras con total seguridad.
Álex era ocho o nueve años mayor que yo. Nos senta-
mos juntos desde mi primer día de clases en la escuela
nocturna. Le gustaba hablar mucho. Con frecuencia ha-
cía chistes que él mismo celebraba y que yo no siempre
entendía. Parecía andar de buen humor a toda hora. Solo
bajaba el tono de su voz durante los exámenes, cuando
me pedía ayuda. Yo le daba mis respuestas y él me invita-
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ba cervezas y algo de comer. Siempre llevaba dinero en el
bolsillo. No tardé mucho en enterarme cómo se ganaba
la vida. Un día dejó la risa por un instante y me contó lo
que hacía: recogía pasajeros ebrios y los desmayaba. Les
quitaba lo que podía y luego los abandonaba en alguna
calle desolada
Álex, sin embargo, no andaba totalmente cómodo
con eso.
—Hay días en que no duermo. No duermo nada.
—¿Y no has pensado en dejar eso?
—No, es que robar no es lo que me molesta. Lo
que me jode es abandonar a mis pasajeros. Dejarlos tira-
dos en cualquier calle, inconscientes, indefensos.
—¿Hablas en serio? ¿Te importan de verdad?
—No bromeo, Joaquín.
Álex siempre fue muy extraño para mí. Se preocu-
paba por la integridad física de sus víctimas, pero no le
importaba dejarlas sin un centavo. Eso es algo que nunca
llegué a comprender del todo.
—Bueno. Pero si sigues en esto no te queda de
otra…
—No estoy seguro, he pensado que si tuviera un
ayudante todo se arreglaría.
—¿Un ayudante?
—Claro, un muchacho hábil, inteligente, alguien
como tú…
A partir de esa conversación comenzó una nueva
etapa en mi vida. Me hablaba del dinero que podía ganar
si trabajaba con él. Repetía que con su propuesta me
alcanzaría para salir de casa, mudarme, comenzar por
mi propia cuenta y no ver nunca más a mi madre. Ase-
guraba que los riesgos eran mínimos.
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Mi madre escuchaba pero yo hablaba en vano. No
respondió a ninguna de mis palabras y solo me pidió que
le devolviera el cuaderno de notas de mi padre.
—¡El cuaderno de Joaquín, necesito el cuaderno de
Joaquín!
No tiene remedio, pensé. Y eso me alivió por un
momento. Ella merecía pagar por todo el daño que me
había hecho. Me di la vuelta. Comencé a caminar. Mi
madre seguía repitiendo sin cesar:
—¡El cuaderno de Joaquín…!
Yo continuaba alejándome. Ella se quedó plantada,
ya casi abstraída de la realidad. A mi espalda se seguía
escuchando:
—¡El cuaderno de Joaquín…!
La oración parecía infinita, aunque sonaba cada
vez más lejana. Yo seguí caminando y de pronto unas
lágrimas se me escaparon. Me sorprendieron y se con-
fundieron con la alegría que sentía al ver a mi madre al
borde de la perdición. Las lágrimas seguían saliendo, no
comprendía de dónde provenía ese ligero dolor que se
iba infiltrando en mí. Mis sentimientos se contradecían.
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taxi a un joven ebrio y desmayado, le pregunté si podía
quedarme con el teléfono del pasajero. Álex se sorpren-
dió pero aceptó. Y durante algunos días la oscuridad ya
no era oscuridad en la maletera. Me alumbraba la pan-
talla del celular. Descubrí algunos juegos. Escribía men-
sajes de texto a números desconocidos. Pero pronto me
quedé sin más cosas que hacer. Para que la pantalla me
alumbrara debía mantener un botón presionado. Mis
dedos se cansaban y eso me angustiaba. Al final terminé
desechando el celular.
El primer intento de llevar luz a la maletera no había
resultado efectivo. Volvió la oscuridad. Volví a sentirme
incómodo. Un día no pude más y le conté todo esto a
Álex. Él se burló de mí. Se reía y decía no entender esos
miedos. Se reía pero al mismo tiempo prometía una so-
lución. La amabilidad de Álex era así, extraña. Instaló
una pequeña bombilla en la maletera. Era una luz tenue,
suficiente para distinguir los bordes de mi cuerpo.
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sesionados con los cadáveres. Pero a diferencia de los
muertos de Waldo, los de los estudiantes pertenecían a
otro tipo de guerra. Una guerra de la que no habían sido
testigos, una guerra civil que no les dolía, pero que pa-
recía seducirlos. Porque eso vende, decían a media voz,
entre amigos. Eso es para no olvidar lo que ha sucedido
en nuestro país, para que no se repita, decían en voz alta,
entre desconocidos. A veces pintaban imágenes de cuer-
pos torturados, con un cartel en el pecho, anunciando
un mensaje en letras rojas, una amenaza o una adverten-
cia del grupo adversario. Otras, los mensajes aparecían
escritos en los mismos cuerpos, en la espalda o el pecho
de las víctimas. En fin, eran muchos los muertos y mu-
chos los escritos. Cuerpos y letras dentro de un marco.
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presentaría con los profesores. Como alumno estrella
todo le era permitido. Dijo que allí yo aprendería mucho
en poco tiempo y que con dedicación podría ayudarlo
no solo a cargar las pinturas, las escaleras, los moldes o
a pintar de blanco la base de las paredes, sino que a lo
mejor sería capaz de crear los diseños, elegir los colores
y hasta pintar con él. Sebastián. Lo recuerdo con mucho
cariño y algo de culpa. Aún hay veces en las que extraño
sus ganas desbordadas, su descabellada idea de creer que
todo era posible para él, de creer que todo era posible
incluso para mí.
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saludó con la cabeza y una sonrisa ligera. Luego, volvió a
concentrarse. Continuó metido en su trabajo y yo, desde
afuera, no podía creer cómo una superficie que antes ha-
bía pasado muchas veces desapercibida se iba volviendo
alegre y luminosa.
Sebastián decidió hacer un alto luego de dos o tres
horas. Yo seguía allí, mirando. Él sacudió su ropa, se
lavó las manos con un líquido extraño, se acercó y me
preguntó si conocía algún lugar para comer.
—No, por aquí no hay nada.
—Algo encontraré. ¿Me cuidas las cosas?
Se fue dejando las herramientas y las pinturas, con-
fiando en mí, en un muchachito que se ganaba la vida
tomando pertenencias ajenas. Sebastián desapareció por
cuarenta o cincuenta minutos. Yo me senté cerca de sus
cosas. Debía cuidarlas porque quería saber en qué iba
a terminar todo eso, cuál iba a ser la forma final que
tomaría la pintura. Cuando regresó me agradeció y con-
versamos un poco más. Me habló de las paredes que ya
había intervenido, de las que planeaba intervenir y yo le
conté que vivía solo pero para ocultar mi verdad inventé
que me ganaba la vida recogiendo botellas de madru-
gada para venderlas luego a las empresas recicladoras.
Cuando oyó eso me preguntó si quería trabajar con él
en vez de seguir buscando envases en la basura. Sin co-
nocerme quería que lo acompañara a pintar sus paredes.
Para entonces yo no sabía de sus repentinas decisiones,
de ese entusiasmo desmedido, y creí que se trataba de
una broma de mal gusto. Sebastián tuvo que insistir mu-
cho para empezar a tomar sus palabras con seriedad.
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Y nunca perdía el entusiasmo, porque en el mundo que
construían sus palabras era siempre él quien aparecía
como el héroe y el genio, como el talentoso muchacho
que cambiaría la historia del mediocre arte nacional.
Pero un día todo, absolutamente todo, cambió.
Sebastián desapareció. Debía encontrarme con él
en una pared que habíamos dejado inconclusa. Lo es-
peré por horas. Anocheció. Sebastián no tenía celular
y yo no sabía cuál era la dirección de su casa. Al día
siguiente fui al taller de la universidad, escuché un par
de lecciones y luego fui a la oficina de la facultad a pre-
guntar por él, a tratar de conseguir su dirección. Pero la
secretaria me pidió mi carné universitario, le expliqué
que era un alumno libre, que no tenía matrícula oficial.
Me preguntó si era pariente de Sebastián y le respondí
con la verdad. Ella lo sentía pero no podía darme esa
información. Pregunté sin éxito a algunos estudiantes y
profesores que encontré en el pasillo. Sebastián no había
dejado rastros.
Los días pasaban. Comencé a asistir con más fre-
cuencia al taller, esperando alguna noticia de él. Hasta
que una mañana, veintiún días después de su desapa-
rición, lo vi entrando a la facultad. Había adelgazado
mucho. Lo encontré débil y ojeroso. Se alegró al verme.
Subimos hasta el café de la facultad. Dijo que se había
internado varios días en la realidad y que después de eso
pintaría de verdad. Al principio no entendí. Esa realidad,
decía Sebastián, era inaccesible para el resto de artistas,
y eso lo hacía único. Esa realidad la había encontrado en
un lugar no muy lejano pero altamente peligroso. Decía
ser un privilegiado al visitar ese barrio y volver con vida.
Me miró con esos ojos que también habían cambiado
de expresión y de actitud y comenzó a burlarse de mí
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diciendo que, a diferencia de él, yo no conocía nada, que
ni siquiera había escuchado suficientes disparos en mi
vida, que nunca había visto muertos en cada esquina.
Sebastián insistía en que eso era lo real. Insistía tanto
que despertó en mí las ganas de conocer esos lugares.
Si algún día quería ser como él, debía seguir sus pasos,
pensaba yo. Entonces le dije que a mí también me gusta-
ría ir. Al parecer se sorprendió con mis palabras, cambió
de cara y se puso solemne. Dijo que eso sería demasiado
peligroso para mí, que yo era más joven, inexperto y no
tendría ninguna oportunidad de regresar a salvo. Conti-
nuó así por el resto de la mañana. Al despedirnos dijo
que no retomaríamos nuestro trabajo de inmediato, que
deberíamos dejar de pintar por unos días más, quería
pensar en cómo plasmar la nueva realidad en sus pare-
des. Me citó para vernos en siete días.
Los siete días pasaron y Sebastián estaba en la pa-
red pactada, tan puntual como antes. Sus ojeras habían
desaparecido, había engordado algo y su expresión lu-
cía con más energía. Parecía el mismo Sebastián que yo
había conocido meses atrás. Comencé a ayudarlo, era
como si nuestro trabajo nunca se hubiera interrumpido.
La comprensión entre nosotros era la misma y yo, que
ya conocía muy bien el proceso, tenía todo listo al mo-
mento justo: las herramientas, los moldes y las pinturas
preparadas para cuando él decidiera emplearlas.
Terminamos algunas horas más tarde. Cruzamos
la calle, vimos la pared desde el frente y observé con
desilusión que el resultado final también era el mismo.
Su estilo y sus personajes habían permanecido invaria-
bles. Sebastián me preguntó qué me parecía y le dije que
todo había quedado muy bien, como siempre. Él sonrió
complacido. Volvimos a cruzar la calle, regresamos a la
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pared para que Sebastián estampara su firma.
Terminado el trabajo fuimos a tomar algo. Sebas-
tián quería celebrar el reinicio de sus actividades. Pero
su alegría duró muy poco. Mientras permanecimos allí
le conté que había visitado ese barrio del que tanto había
hablado. Ese barrio que supuestamente había cambia-
do su forma de ver el mundo. La noticia lo tomó por
sorpresa. Su expresión cambió nuevamente. La mano
con la que sostenía su vaso comenzó a temblar. Estaba
nervioso y yo ya sospechaba por qué. Lo sospechaba
desde que vi su último trabajo, tan igual a los anteriores.
En voz baja me preguntó qué pensaba de esos barrios
asesinos. Le hablé de las calles sin asfalto, de los pe-
rros callejeros, de los montes de basura, de los cables
enredados, de las ventanas abiertas, de la música en las
esquinas, de los pedazos de botellas. Luego hablé de los
grafitis que allí encontré, de esos garabatos sin arte. Se-
bastián escuchaba mi narración con la atención de quien
descubre algo nuevo. Seguí hablando de las paredes de
esos barrios, de las puertas de lata, de las casas sin techo
y él seguía sin poder ocultar su sorpresa. Me quedó muy
claro, él nunca había estado realmente allí, él nunca ha-
bía estado realmente aquí. Y mientras le hablaba, Sebas-
tián sabía que ese discurso con el que me iba formando
como artista comenzaba a desmoronarse.
Todavía recuerdo con cierta nostalgia sus palabras
en el café de la facultad: “En la universidad todos pintan
el pasado en sus cuadritos de sala, yo pinto el presente
en las paredes de la ciudad. Hay otros grupitos que quie-
ren hacer lo mismo, pero eso no es más que pose. Lo
que yo hago es documentarme…”. Yo continuaba con
mi narración y le decía que me sorprendió no encontrar
colores vivos, nada de dibujos conciliadores en las pare-
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des. Nada de esperanzas ni celebraciones. Las pintas en
esos lugares eran negras, toscas, desalineadas. O rojas,
fuertes, excesivas. Decían cosas simples, claras, direc-
tas: homenajes a los asesinados, amenazas a los futuros
muertos, arengas de guerra pandillera, declaraciones de
amor.
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ella no quitó la sonrisa de sus labios. Le dije que no era por amor.
La quería, sí, pero no había decidido tener un hijo por aquella
razón. Lo quise deseaba porque me había sentido cautivado por las
propuestas de la filosofía evolucionista que yo estudiaba en aquel
entonces. Ahora eso suena patético en todos los sentidos que esa
palabra pueda tener: decidir algo tan importante sobre la base de un
curso de filosofía, qué estupidez.
Pero el caso es que con ese curso, por alguna razón, creía que
se abría un universo diferente para mí. La clase era dirigida por el
famoso profesor Daniel Dennet. Él decía que la vida humana en
la Tierra había sido generada a lo largo de billones de años, como
la ramificación infinita de un solo árbol. Cada rama compite con
otra, enfatizaba. Muchas se quedan truncas, pero la mayoría se
reproduce, se ramifica, se multiplica. En esa misma clase leímos
a Matt Ridley. Según este, lo único importante en la vida era la
reproducción. El ser humano vale en tanto herede sus genes. Esos
genes que existen desde el inicio de los tiempos requieren constante-
mente de otro cuerpo, de un nuevo ser para seguir en competencia.
Aunque un hombre sea brillante y hábil en su adaptación, se
convertirá en un ser fracasado y obsoleto si no se reproduce. La
esterilidad no se hereda, decía. Richard Dawkins también insistía
en eso. El cuerpo, según él, es solo un transportador. La vida se
resume en la reproducción. Todo lo demás, todo lo que rodea este
acto principal (la niñez, la juventud o la vejez, los matrimonios,
el amor, la felicidad…), todo eso es accesorio. La vida, para él, es
el pretexto para llevar a cabo el acto fundamental: la procreación.
Pero las clases y las ganas obsesivas de ser padre habían
tenido lugar antes de conocer mi enfermedad. Quisimos tener hijos
en un contexto diferente. Al inicio lo intentamos durante muchos
meses. No lo logramos. Luego visitamos algunos consultorios mé-
dicos. Supimos que no sería fácil. Hace un año y medio, Gabriela
y yo comenzamos con el tratamiento de fertilidad. Sin embargo, en
ese entonces, yo no me estaba muriendo. O por lo menos no sabía
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que me estaba muriendo. Tampoco lo sabía hace nueve semanas,
que es el tiempo del niño o niña que Gabriela forma en el vientre.
Y fue por todo eso que no pude tolerar su rostro de felicidad al
darme la noticia.
—¡Por fin, por fin…! —repetía—. Lo hemos intentado
tanto y justo ahora lo hemos logrado —me abrazó, llorando.
Al oír sus palabras, el “justo ahora” quedó resonando en mi
cabeza. La empujé suavemente hasta separarla de mí. Su mirada
parecía confundida frente a mi reacción. Mientras tanto yo me pre-
guntaba si Gabriela no entendía que yo me estaba muriendo. O si
eso no le importaba lo suficiente.
Gabriela no lo dijo ni entonces ni después, pero ahora, mien-
tras escribo esto, sé que la noticia del hijo aplaca la pena que ella
tiene por mí. No lo dijo pero sé qué piensa. Para ella, ese hijo llega
en el momento justo. Debe pensar que esa criatura llegará para
reemplazarme, para tomar mi lugar, para parecerse a mí, para
convertirse en mi vivo retrato. La criatura llegaba para consolarla
mientras yo me voy yendo. Está cegada por la ilusión. Lo que
Gabriela debe entender es que ese hijo no puede, no va a llegar. Yo
no soportaría imaginarlo en las calles de mi país, jodido y pobre.
Seguramente en la misma casa donde crecí, pero sin padre y con
una madre extremadamente dependiente y sentimental.
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y la besé. Creí sentir la sal de sus lágrimas. La seguí be-
sando, primero despacio, luego con mayor intensidad,
con menos calma y más violencia. La tristeza se conver-
tía poco a poco en excitación. De pronto ya estábamos
echados sobre el suelo. Carola arrancó sus ropas con
los garfios. No tardó en arrancar también las mías. Y
mientras nuestros cálidos cuerpos se volvían a encontrar
comencé a sentir el frío de sus manos metálicas sobre
mi espalda, aprisionándome. La mirada de Carola, ese
rostro que tenía muy cerca y frente a mí se iba transfor-
mando lentamente hasta volverse perverso. Los garfios
no me dejaban escapar, se incrustaban en mí, cada vez
más fuerte, cada vez más hondo.
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Luego se burlaron. Waldo sonrió. Seguramente espera-
ba otra respuesta de mi parte.
Se sentó nuevamente en el sofá. Volvió a ver el te-
levisor y sin dirigirme la mirada me dijo que él escogía
a su gente.
Sabía que mi proposición había sido ingenua y des-
cabellada. No insistí. Pero aun quería quedarme por más
tiempo en esa celda. Debía encontrar una forma de ha-
cerlo y solo se me ocurrió preguntarle si me dejaría ver
el fútbol con ellos.
—¿Apuestas? —dijo él.
—Sí, claro —le respondí.
Y puse un billete en el centro de la mesa, junto a los
billetes del resto.
Sabía muy poco de fútbol pero gané casi todas las
apuestas del primer partido. Waldo dijo que le faltaba
alcohol para afinar sus pronósticos. La mujer que por
la mañana limpiaba y cocinaba en su celda se unió al
grupo. Comenzamos a beber. Seguimos apostando y yo
seguí ganando.
Anochecía cuando salí con los bolsillos llenos. Wal-
do, convencido de que había sido un golpe de suerte, se
despidió diciendo que tenía que volver a verlo, que eso
no podía quedarse así, que la próxima no la tendría tan
fácil. Respondí que sí, definitivamente volvería.
Rocío, la mujer que conocí en la celda de Waldo,
resultó ser su hermana. Salimos tambaleando del penal,
habíamos bebido demasiado. Ella era algunos años ma-
yor que yo. Decía tener treinta y dos y hablaba sin des-
canso. Mientras subíamos al bus, lo primero que dijo era
que le molestaba mucho el tráfico alrededor del penal
y el escándalo de los borrachos. Lo dijo gritando, pero
nadie volteó a vernos. El escándalo no llamaba la aten-
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ción. Conforme nos alejábamos lentamente del penal,
Rocío se fue calmando. Más adelante pudimos sentamos
juntos. Me tocó la pierna y comenzó, otra vez, con los
reclamos a pesar de que habíamos dejado hace rato el
lugar.
—Ellos tienen la culpa —decía, impaciente.
Fui yo quien la tocó después. Primero su rodilla
izquierda. Ella siguió hablando. Subí hasta sus muslos.
Seguía hablando. Creí que no se daba cuenta y seguí su-
biendo. Pero de pronto, sin parar de hablar, Rocío giró
hacia mí y metió sus manos entre mis piernas. La miré
a los ojos, con una media sonrisa. Una vieja que se sen-
taba cerca miraba la escena. Rocío terminó de hablar y
quitó suavemente sus manos. Luego se quedó en silen-
cio, esperando que yo dijera algo.
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guntó si los había leído. Le respondí y me preguntó por
qué me gustaba leer si eso era tan aburrido. Y ya no
respondí. Otra vez se me iban las palabras frente a ella,
se me borraban las ideas.
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do unas cervezas, le había besado los labios, el cuello.
Mis manos habían encontrado el broche de su pantalón
cuando ella me interrumpió. Me pidió que no continua-
ra. Me dijo que no preguntara por qué, pero esa noche
ella no podía. Quería, pero no podía. Creí entender sus
motivos.
—No hay problema. Puedo esperar unos días, hasta
que se te pase —dije yo.
Cuando intenté ponerme de pie ella lo impidió.
Puso sus manos sobre mí, desabrochó mi pantalón.
Dijo que era ella quien no podía desnudarse, no yo. Me
empujó suavemente hasta dejarme tendido, boca arri-
ba. Me quitó la ropa con mucho cuidado, como si mi
cuerpo fuese de porcelana. Porque cuando se trataba de
la cama Rocío se calmaba, se transformaba. Su rostro
descendió, lentamente, hasta mi sexo. Tenía una boca
perfecta para el amor. Uñas largas. Dedos suaves. Sus
cabellos se movían en vaivén. Sus senos rozaban mis
piernas. Ese día, Rocío lo hizo todo con delicadeza. No
tardé en explotar. Ella gimió levemente, como si mi pla-
cer fuera su placer. Luego de unos segundos se puso
de pie. Fue al baño. Tardó poco en volver. Limpió mi
cuerpo mostrando una sonrisa. Se acostó junto a mí, me
miró fijamente.
Yo apenas salía del trance cuando me sorprendió
preguntando si Carola había sido tan buena como ella.
Por supuesto que no. Carola no me daba ni la mitad
del placer que Rocío sabía producir en mí. Pero no fue
eso lo que respondí.
—No sé de qué Carola hablas. No conozco a nin-
guna.
Rocío abrió más los ojos, sabiendo de antemano
que yo mentía. Waldo le ha contado todo, pensé yo. En-
64
tonces no me quedó más que ceder. Pero solo le dije que
en la cama Carola era diferente. Entonces ella preguntó
más cosas y comenzamos a hablar de mi vida anterior
con esa mujer a la que aún recordaba. Hablamos mucho.
Esa noche tenía que contarlo todo, y no por ella, sino
por mí. Mi historia con Carola era algo que tenía dentro
y creía que hablando con sinceridad podría liberar tanto
dolor. Por eso hablé y fui sincero en cada detalle.
—Nunca la olvidarás —fue lo que dijo Rocío des-
pués de escucharme.
La observé en silencio. Dijo que aun si ella lo qui-
siera, aun si yo mismo lo quisiera, nunca olvidaría a Ca-
rola, porque solo se pueden olvidar a los vivos que uno
quiso, a los muertos jamás. Así habló Rocío, con total
seguridad. Creí que exageraba y le pregunté que cómo
podía saberlo.
—Yo también he perdido a alguien. Y no solo eso,
el asesino de nuestros muertos es el mismo.
En ese momento yo no sabía si lo que ella decía era
verdad o si me estaba jugando una broma demasiado
cruel. El caso es que una vez más quedé sin reacción
frente a sus palabras.
65
(Tercera nota legible)
Hoy retomo este cuaderno que dejé tirado por mucho tiempo
y que en pocos meses volveré a dejar abandonado para siempre.
Debería comenzar explicando por qué dejé de escribir aquí por
tanto tiempo. Por qué no volví sino hasta ahora. Debería explicar
por qué este cuaderno deja de ser, desde este punto y en adelante, el
diario de una novela que nunca escribiré para convertirse en otra
cosa. Debería explicar mucho pero ya no tiene sentido. Porque
nada tiene verdadero sentido ahora. Lo único que diré es que he
vuelto. Y que esta vez, ha sido por verdadera necesidad.
He regresado porque hace una semana caí en la puerta de la
estación del tren. Desperté en el hospital de la universidad. Ga-
briela ya estaba allí, muy asustada. Quise tranquilizarla. Luego
me hicieron muchos análisis. Yo ya me sentía bien. No tenía do-
lores de ningún tipo. Estaba seguro que se había tratado de un
accidente pasajero. Me puse de pie, me quité la bata, me vestí y
dije que esperaría los resultados en la sala del hospital. Dos o tres
horas después escuchamos mi nombre. Miré a Gabriela y sonreí.
Tomé su mano por un segundo. Le dije que volvería en seguida.
Caminé hacia el consultorio. Me senté frente a la doctora. Fue
amable pero directa, como la mayoría de estadounidenses que he
conocido hasta ahora. Me dio la noticia sin rodeos. Ella hablaba
y todo lo que decía me sonaba irreal. Le pedí que repita su diag-
nóstico una vez más. Lo repitió. Le pedí que repita otra vez, le
dije que era un estudiante extranjero, que mi inglés no era muy
bueno, que solo llevaba un par de años aquí, que seguramente
estaba entendiendo mal.
Cuando me puse de pie para salir del consultorio ya me había
transformado. Me sentía otro. Miraba mis brazos, mis piernas,
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que se movían automáticamente rumbo a la sala de espera, y todo
era distinto. Allí estaba Gabriela, esperando que le contase todo
pero no dije nada. Me puse el abrigo y salí. Ella fue tras de mí.
Caminamos hacia la estación de Howard y Gabriela no habló
más. Respetó mi silencio hasta llegar a casa y fue allí donde le dije
todo. Pronto no seríamos más ella y yo juntos.
Aún no salgo del choque. Esto ha pasado demasiado rápido
y me parece que lo tengo que escribir para que lo pueda creer. O
tal vez es esta la manera en la que deben pasar las tragedias, no lo
sé. Morir joven. Destruir en un segundo los planes con Gabriela,
los lugares que quiero conocer, los libros que debo leer, la novela
que quería escribir. Ya ninguno de esos proyectos importa. Frente
a la muerte todo parece inútil. Todo se reduce. Leo las noticias y
no las soporto, no me interesan. Leo las cartas que llegan a casa
y tampoco importan más, no las contesto. Todavía no me acabo,
pero de algún modo es como si ya no existiera más. Solo el dolor
por perderlo todo me recuerda que aún respiro, que a veces pienso.
Heidegger decía —sí, en estos momentos pienso en lo que él
decía, debo estar realmente jodido— que uno solo se da cuenta de la
materialidad de las herramientas o los utensilios cuando estos dejan
de funcionar. Leí eso hace dos años, fue durante el primer semestre.
Cuando lo hice, recordé claramente una escena de mi niñez: la pri-
mera vez que se gastó la tinta en uno de mis lapiceros. Estaba en
la escuela primaria, tomando notas y el lapicero dejó de funcionar.
Entonces se me ocurrió romperlo por la mitad. Descubrí maravilla-
do el pequeño tubo que llevaba dentro. Aprecié los restos de tinta y
comencé a ver detenidamente la punta metálica, la diminuta bola de
acero que servía para pintar. Heidegger tenía razón: solo cuando el
lapicero dejó de funcionar, solo cuando se había arruinado, conocí
su materialidad. Ese filósofo estaba en lo cierto, pero no se fijó en
lo importante. Ahora, frente a la muerte, ese lapicero y el descu-
brimiento que hice al abrirlo no cuentan. Hoy sé que Heidegger
debió hablar del cuerpo y no de las cosas. Lo que ayer descubrí al
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salir del consultorio fue eso. Descubrí mi cuerpo, su materialidad.
Mientras la doctora me explicaba el rápido proceso que seguía mi
enfermedad, empecé a visualizar mi interior, a imaginar cómo me
iba destruyendo por dentro. Por primera vez fui consciente de lo
vulnerable que era. Un conjunto de órganos funcionando de manera
ordenada, hasta que llegó la enfermedad. Mientras duró ese fun-
cionamiento, no pensaba en mi cuerpo como esa totalidad artificial
que realmente es. Solo frente a la doctora y a las placas que me
mostraba comencé a verme de verdad. Comencé a saber qué era yo.
Y yo no era más que una cosa que se va pudriendo por dentro. Eso
era esa tarde y eso soy ahora.
Pero pronto todo terminará. No puedo hacer nada. No pue-
do hacer nada, le digo a Gabriela, que ha comenzado a rezar, a
llorar, a leer sobre la enfermedad, a hacer llamadas a nuestro país
para avisar que no ando bien. Para decir que pronto volveremos.
Pero lo que no dice es que yo volveré sin vida, lo que calla es que el
regreso de mi cuerpo será triste y definitivo.
Ahora ella, Gabriela, lee en esta misma habitación, ahora
mismo permanecemos silenciados y yo escribo estas líneas y trans-
formo estas hojas en algo que ya nunca se convertirá en una novela.
Nada importa. Gabriela no se resigna a mi pronta desaparición.
Las últimas noches, antes de sentarse a dormir a mi lado, me dice
que no podrá vivir sin mí, que no lo soportará, que no sabrá qué
hacer, que yo no me puedo morir. Ella dice todo eso y llora sabien-
do que sus deseos no se cumplirán. Se aferra a mí y yo temo que
no sea lo suficientemente fuerte como para seguir.
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CUATRO
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ella aparecería de la nada. Nunca pude hacer algo contra
ese miedo. Nunca marqué los libros de mi falsa biblio-
teca. Tan solo volvía sobre las líneas en voz alta. No las
subrayaba pero trataba de retenerlas en mi memoria. Las
aprendía: primero una oración, luego la siguiente, hasta
tener el fragmento completo en mi cabeza. Es por eso
que tardaba mucho en leer los libros. Me detenía a me-
morizar cada texto que llamaba mi atención. Creo que
aún hoy podría recordar, palabra a palabra, muchos de
esos pasajes.
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pero no afuera, para denunciar los abusos que se ha-
bían cometido contra los visitantes, sino dentro del pe-
nal, transmitiendo en vivo y en directo, las declaraciones
del nuevo director. En las pantallas de televisión de los
comerciantes ambulantes que rodeaban el penal, Rocío,
yo y el resto de visitantes, mirábamos cómo hablaba el
nuevo director. Con gran elocuencia, informaba sobre
los drásticos y beneficiosos cambios que, según él, traía
al penal. La reestructuración del régimen de visitas era
solo una de las primeras medidas que tomaba. Se venían
otras cosas que, por seguridad, no quería revelar aún.
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Terminé contándole que la culpa me invadía. Luego
le reclamé con timidez infantil:
—Tú me dijiste que nunca se olvidan a los muertos
que uno quiso, pero yo lo estoy haciendo.
Rocío me contestó con otra pregunta.
—¿Recuerdas su cara con nitidez?
Cerré los ojos. Imaginé a Carola. Sí, todavía recor-
daba cada detalle de ese rostro severo y sin emociones.
Luego abrí los ojos y me pregunté si ella también recor-
daba, con nitidez, la cara de su muerto. Tuve ganas de
saber cuál era su respuesta. Pero también tuve miedo
de resucitar el recuerdo de un hombre que ella quiso.
El recuerdo de un hombre que no era yo. Y ese miedo
pudo más.
*
El primer día de visita designado para los hombres, Ro-
cío despertó muy temprano y me puso una carta en el
bolsillo. No para mí, sino para Waldo. Esa vez las puer-
tas sí se abrieron con puntualidad y yo fui uno de los
primeros en la fila. Pero adentro muchas cosas habían
cambiado. Me fue difícil ubicarme. Las paredes y las
puertas seguían en su lugar pero con otros colores y más
limpias. El patio estaba libre de chozas improvisadas
para los presos pobres y sin celda. Sin dejar el asombro,
caminé hacia el pabellón de extorsionadores y antes de
llegar me encontré con Waldo. Eso me resultó extraño.
En todas las veces que había ido, nunca lo había visto
fuera de su celda. Me saludó rápidamente y me preguntó
por Rocío. Le conté que todo andaba bien con ella y al
oír eso me dijo que entonces me marchara de inmediato.
Las cosas no andaban bien. Le pregunté si podíamos ir
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a su celda, era martes y tal vez pasaban un partido eu-
ropeo. Me tomó del hombro pidiéndome otra vez que
me fuera. No había televisión, no había cable, no había
refrigeradora, no había celulares, no había nada y la cel-
da que en realidad eran tres celdas en una ya no era más
para él. El nuevo director había reordenado todo, ya no
había presos con privilegio. Waldo estaba jodido. Antes
de irme quise entregarle la carta que Rocío me había
dado para él pero Waldo la rechazó. Nada de cartas ni
visitas, dijo. Una vez más me pidió que me fuera, que ni
Rocío ni yo volvamos hasta que él nos avisara. Nos pe-
día que nos quedemos al margen. Yo no sabía al margen
de qué, pero eso dijo y su rostro ya se mostraba inquieto
y sudoroso. No insistí.
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*
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tos, juntaba los desperdicios y trataba de ordenar la casa.
Digo trataba, porque el desorden de Rocío podía más
que yo. Las cosas del taller se habían mezclado con las
del dormitorio, las del dormitorio con la cocina y las de
la cocina con el taller. Los libros estaban dispersos por
mis tres espacios, cada vez más empolvados. Algunos
de ellos muy maltratados sobre el falso piso. Los libros
viejos se veían más viejos aún. Otros estaban húmedos,
afectados por las ligeras goteras que mi techo de calami-
nas no podía contener durante las garúas. Mi remedo de
biblioteca y todo lo demás no era más que un caos. Pero
yo creía ser feliz.
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mientras se iban acabando los libros de mi falsa biblio-
teca, yo pensaba, cada vez con más certeza, que el único
objeto que podría ayudarme a estar un poco más cerca
de mi padre, era su cuaderno de notas. Ese que perma-
necía cerrado y en mi poder, se convirtió en la última
esperanza. Y quizá por esa razón temía tanto enfren-
tarlo. No quería abrirlo porque deseaba mantener esa
esperanza con vida: la ilusión de encontrar algún pedazo
de mi padre a través de sus propias líneas. La idea de
conocer una parte de él que, de algún modo, me hablase.
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me quitó el sueño con sus palabras, me puse de pie y
quise detenerla. Rocío decía que su hermano no estaba
bien, que si Waldo no quería que ella fuera al penal era
porque algo andaba mal.
—Lo conozco.
—¿No entiendes? ¡Nos ha pedido que no lo visi-
temos!
—Sabes que igual voy a ir. Mejor no insistas.
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que luego de buscar a su hermano por todos los rinco-
nes y no encontrarlo fue hasta las oficinas de la direc-
ción. Allí esperaban más personas que querían conocer
el paradero de sus presos desaparecidos. Me dijo que to-
dos esperaron por mucho tiempo. Luego, un guardia se
puso frente a ellos y leyó una lista. Waldo estaba en ella.
Todos los de esta lista, dijo el guardia, han sido traslada-
dos. Por tratarse de delincuentes de alta peligrosidad, el
traslado se hizo sin previo aviso, continuó. Cuando las
mujeres preguntaron a dónde los habían trasladado, el
guardia respondió que por ahora no podían dar el para-
dero de los presos. Las mujeres insistieron, algunas re-
clamaron justicia, otras amenazaron al guardia diciendo
que todo eso era ilegal.
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obligado a trabajar el doble y ese fue el pretexto per-
fecto para decirle a Rocío que no podía acompañarla
en la búsqueda de Waldo. Los cajones eran tantos que
solo aceptaba aquellos que requerían un diseño sencillo,
algo que podía hacerse fácilmente utilizando los moldes.
Rechazaba los pedidos de pinturas personalizadas. No
había tiempo para eso. Y fue en esos momentos de in-
tenso trabajo que un día, al llevar un pedido a la casa de
los deudos de turno, me topé con algo que aún ahora, al
recordarlo, me pone nervioso. Yo llegué, como siempre,
con el cajón y lo coloqué al lado del cadáver que los
familiares iban velando. El cadáver era el de un señor
de rostro idéntico al de la fotografía de mi padre. Esa
imagen que yo había visto tantas veces de niño parecía
volver a presentarse frente a mí. Aunque con algunas
canas de más y unas pocas arrugas, el muerto se pare-
cía tanto a la imagen que yo guardaba en mis recuerdos
que me quedé inmóvil por varios segundos. La mujer
del muerto se acercó a mí para preguntarme si conocía
al difunto. La miré y dije que no, que no lo conocía, pero
me hubiese gustado hacerlo. Pregunté por el nombre
del muerto. Su mujer me dijo que se llamaba José Luis,
le decían Momo y era taxista. En la zona todos dicen
tener un oficio diferente del que realmente desempeñan.
Le pregunté si había muerto por un ajuste de cuentas y
como casi todos los deudos respondió que no, que había
sido una confusión. Después de esa breve conversación
abandoné el lugar pero no dejé de pensar en el rostro
de Momo, tan parecido al rostro que muchas veces vi
en blanco y negro, en la sala de mi madre. Ese rostro se
me había aparecido nuevamente, ya no en un papel sino
en un cuerpo. Pero en un cuerpo sin vida, como el de la
fotografía.
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*
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(Segunda nota legible)
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nunca puedo, pero siempre lo intento. Por eso digo que mi vida
ha tenido un cambio drástico. No tengo tiempo para otras cosas.
Jamás voy con Gabriela al cine, ni siquiera hemos terminado de
conocer la ciudad. Solo hablamos un poco por las noches, antes de
dormir. Ella me cuenta cómo le va en sus clases de inglés, cómo van
sus averiguaciones sobre los tratamientos de fertilidad. Gabriela
me cuenta eso y seguramente otras cosas más, mientras yo trato de
escucharla y la mente no me permite concentrarme porque ya me
está recordando la cantidad de lecturas que tengo pendientes.
Cada mañana que despierto todavía está oscuro afuera. Me
ducho, tomo un vaso de agua y comienzo a leer. Gabriela tarda
un poco más en la cama y luego pasa por delante, con la cara de
sueño. Pienso que ya debe estar cansada de mí. A veces le pido el
divorcio, le digo que esta vida no es para ella, pero Gabriela me
ignora. Cree que bromeo y me pide que no hable tonterías. Me da
la espalda y se va. Pero qué estoy haciendo. Este no es mi diario
personal. No. Este debería ser el diario de la novela. Aquí debo
escribir, en orden o en desorden, con coherencia o sin ella, todas
las cosas que me vengan a la mente con respecto a la novela que
pronto escribiré. Entonces basta de excusas. El caso es que no he
podido volver a estas líneas hasta hoy y no sé cuándo volveré otra
vez. En mi defensa, o autodefensa, también debo decir que aunque
no haya escrito aquí, sí he estado pensando un poco en mi novela.
Mientras desayuno o almuerzo, estoy pensando en las historias que
podría incluir. También pienso en ella en el tren, mientras viajo a
la universidad. El tramo es muy corto, apenas diez minutos. Pero
es así, son en esos pequeños espacios libres de lectura en los que
vienen a mi mente los posibles personajes, las imágenes.
Creo que deben ser tres historias que confluyan al final de
la novela. Los espacios de cada historia también serán distintos:
una ciudad de Norteamérica (inspirada en la región noreste), una
ciudad de Latinoamérica (inspirada en la región suroeste) y una
embarcación militar en el Mar Caribe.
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Uno de los temas principales será el amor patrio y la migra-
ción. Quiero ironizar sobre la ficción de los símbolos nacionales,
una ficción que le traerá conflictos y desgracias a mis tres prota-
gonistas. El primer personaje es un militar. El nombre lo elegiré
después, pero sé que debe estar entre los treinta y treinta y cinco
años. Diré que llegó a su institución cuando apenas consiguió la
mayoría de edad. Y que allí fue adoctrinado y convertido en un
cadete ejemplar. Soñará con morir defendiendo su bandera. En la
novela, él seguirá una misión en las aguas del Caribe y yo haré
que su sueño sea cumplido. Caerá en combate. Pero lo hará paté-
ticamente. Y se irá muriendo mientras entona su himno nacional.
Mi segundo personaje será una joven latina en una fábrica nortea-
mericana. Tendrá veinte o veintitrés años. Habrá migrado junto
a sus padres, a los cuatro o cinco años de edad. Mientras trabaja
y ya casi no pronuncia palabras en español, se enamorará perdi-
damente del supervisor, otro joven de origen latino. El conflicto
surgirá cuando la familia de la novia se oponga rotundamente a la
relación porque el novio pertenece a un país distinto, a un país al
que la familia de la muchacha considera “enemigo histórico”. Mi
tercer personaje todavía no está definido. Tengo algunas ideas pero
ninguna de ellas me convence.
Quiero utilizar diálogos simples y breves. Evitaré todo tipo
de solemnidad.
Otra cosa pendiente es la focalización. He pensado en que
uno de los personajes narre su historia en primera persona y un
narrador en tercera persona se ocupe de los otros dos. Ambos enfo-
ques tienen sus ventajas y desventajas. Creo que lo mejor es combi-
narlos. Pero todavía no sé muy bien de qué manera.
A pesar de abarcar diferentes lugares del continente, no se
tratará de una novela abundante en detalles geográficos. Al con-
trario. Se debe tratar de tres historias personales, muy íntimas.
Tengo todavía mucho por hacer. Pero creo que este pequeño
esquema puede servirme de inicio para continuar pensando en la
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novela con mayor orden y claridad. Ahora debo dejar de escribir
porque es tarde y la cabeza me comienza a molestar.
Espero agregar más detalles en mi siguiente entrada. La idea
será moldear bien a los personajes, porque en algún punto se van a
unir. Esa unión debe ser natural. Pero primero necesito la tercera
historia. Es esa historia la que servirá de puente entre la primera
y la segunda. Creo que eso puede funcionar. Ahora mismo se me
ocurren algunas ideas más al respecto pero será mejor descansar.
Dejar estos papeles por un tiempo. Unas semanas, tal vez algunos
meses como la última vez. Cuando vuelva debo tener la tercera
historia. Comenzaré a pensar en eso.
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CINCO
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—No, yo los saqué, yo los volveré a guardar.
—Rocío, tú no sabes cómo los ordeno. Lo haré des-
pués, no te preocupes.
Ella no insistió más. Noté algo de molestia en su
rostro. Dejó las cajas allí, armadas, destapadas, vacías.
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los había leído. Pero la imagen de cada uno de los perso-
najes permanecía fresca en mi memoria. Iba pensando
en todo eso cuando entre los últimos libros que iba ho-
jeando y guardando distinguí el sobre con la carta que
Rocío había escrito meses atrás. Entonces dejé de pensar
en los libros. Cogí la carta entre mis manos. Dudé. Fi-
nalmente la abrí. Eran dos páginas. Estaban escritas con
letras muy pequeñas. Comencé a leer. Allí revivía Rocío.
Amaba a su hermano por sobre todas las cosas. Aun
cuando la carta tenía algunos episodios en los que Rocío
se refería a mí con cariño y gratitud, era claro que mi
lugar era secundario. Era un personaje muy importante
en su historia, pero no llegaba a ser el protagonista. El
ser amado era otro. Continuaba leyendo sus líneas y me
parecía escuchar nuevamente su voz. Adivinaba las di-
ferentes expresiones que debió tener su rostro mientras
ella escribía cada una de esas palabras. Entonces solté,
otra vez, algunas lágrimas. Por los instantes que duró mi
lectura había recordado a Rocío con mucha intensidad.
Esas líneas no eran para mí pero quise sentirlas mías.
Me sequé la cara y devolví la carta al sobre. Rocío ya no
estaba conmigo, pero leyendo sus líneas comprendí per-
fectamente su ausencia. Comprendí tanto amor, o quise
comprenderlo. Y eso me alivió. Eso borró mi resenti-
miento con Rocío. Eso atenuó algo del intenso odio que
venía sintiendo por Waldo.
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ser el verbo adecuado. Lo justo sería solo decir ‘comienzo histo-
rias’…”. Y así fue como empecé a leer ese cuaderno de
notas a través del que sabría que mi padre murió antes
de tiempo, antes de que yo naciera, antes de concluir la
novela que planeaba escribir. Esa novela que yo intenté
completar y no pude. Porque no tengo talento para la
ficción. No pude siquiera escribir la tercera historia que
él andaba buscando, fui incapaz de inventar otro perso-
naje. Tras ese fracaso, lo único que pude hacer al leer el
cuaderno de notas fue escribir estas páginas, contando
mi vida, la real, la que duele.
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(Primera nota legible)
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todo lo demás, la gran mayoría de libros que aparecían allí eran
cuentos y novelas. Entonces, lo primero que hice fue llenar la male-
ta con los seis libros de filosofía. Sí, vengo preparando mis maletas
aunque falten todavía algunos meses para viajar. Tiré a la basura
todo lo que no era cuento y novela y volví a repasar lo que quedaba
en la pequeña biblioteca. Cogí y abrí uno a uno los libros. Algunos
eran clásicos que recordaba con emoción; otros, libros contemporá-
neos que algunos amigos habían publicado. También había libros
que recibí de regalo y libros prestados que por alguna razón no
pude devolver. Sentado, mirándolos, recordaba los momentos en
que llegaron a mis manos. Si algún volumen no me traía ningún
recuerdo especial, lo separaba para desecharlo. Al final solo se
quedaron los libros que significaron algo para mí. Los ordené. Mi
pequeña biblioteca se convirtió en una más pequeña todavía. Sentí
que esos pocos libros de alguna manera, eran yo. Tal vez soy muy
sensible. Eso no importa. Lo cierto es que me invadió una tristeza
profunda. Los dejaré aquí, en este país, pero no los abandonaré.Y
no abandonarlos podría significar hacer un libro que salga de mí
y los acompañe después.
Cuando mi novela se recueste sobre esos libros habré cum-
plido mi deuda, con tantos personajes memorables, con tantas his-
torias que nunca olvidaré, con tantos autores amigos. Así pensé
aquel día, así pienso ahora. Porque esos libros no solo eran objetos,
eran los años dedicados a la literatura, los años que había creído
en ella. Será una manera de cerrar un ciclo. Creo que ya dije eso.
Por eso estas páginas funcionarán como el diario de mi pri-
mera y última novela. En las siguientes semanas trataré de en-
contrar el tema, la estructura en que escribiré esa historia y luego
esbozaré algo.
Para comenzar con calma, creo que debo escribir aquí sin
presiones de tiempo. He decidido algo y lo haré a largo plazo. Por
primera vez planificaré mi escritura y no me sentaré como un po-
seso a escribir y escribir cosas que después queden dispersas o sean
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imposibles de ensamblar. No puedo arriesgarme. Esta novela se
escribirá de todas maneras. En cinco años. Sí, a lo largo de cinco
años. Mientras avanzo con los cursos de la maestría y la tesis del
doctorado.
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