Está en la página 1de 103

bajo la sombra

BAJO LA sOMBRA

J ack Ma rt íne z Ar ia s
Bajo la sombra
Segunda edición: enero de 2015

© 2015, Jack Martínez Arias


© 2015, Estación La Cultura S.A.C.
Para su sello Animal de invierno
Las Musas 291, San Borja
Lima, Perú
Telf.: (511) 671 1404

Dirección editorial: Leonardo Dolores


Cuidado de edición: Lucero Reymundo
Diseño de carátula: Christian Bendezú
Cuadro de carátula: Bruno Cafferata
“La lujuria” Técnica mixta, 2003

Impreso en Perú

Hecho el Depósito Legal en la Biblioteca Nacional del Perú Nº: XXXXXXX


ISBN: XXXXXXXXXXXXXX

Todos los derechos reservados. Queda prohibida la reproducción y distribución


total o parcial de esta obra, por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico,
fotoquímico, electrónico, magnético, fotocopiado u otro; sin la autorización es-
crita de los editores, bajo las sanciones establecidas por la ley.
A Julia, mi muerta inmortal
¡Sólo la muerte morirá! 
César Vallejo
UNO
1

Llevo ya varios años pintando ataúdes. Un oficio jodido.


No pasan más de doce horas entre el encargo y la entre-
ga. Pocas veces el pedido es sencillo y termino rápido:
pintar la insignia de un equipo, la cara de un cantante,
la imagen de una santa. Tengo plantillas listas para esos
casos. El trabajo se complica cuando los deudos quieren
que pinte al propio muerto. Nunca traen la fotografía.
Entonces, tengo que ir hasta la morgue o a la casa del di-
funto para mirar su cara descompuesta y grabarla en mi
memoria. Luego mi tarea es imaginarlo vivo y adivinar
su expresión, cómo miraba, cómo sonreía.

Carola nunca pagó por mi segundo trabajo: el cajón de


su marido.
Cincuenta y dos días atrás ya había pintado el cajon-
cito de su niño. Carola cree que él jugaba con muñecos
y veía televisión cuando unos tipos entraron a su casa
en busca del padre. Ella aún seguía en el hotel. Nunca

13
supo dónde estaba su marido en esos momentos. Los
tipos no esperaron mucho. Dejaron todo dicho con dos
disparos en la cabeza del pequeño.
Esa misma noche, el marido de Carola desapareció.

Cuando Carola me volvió a llamar su marido ya había


vuelto, partido en cinco.
—Necesito que lo pintes lo más rápido que puedas,
con el cuerpo adentro, porque todo está sellado.
El cuerpo ya tenía varios días.
—No puedo. Me llevo el cajón al taller, solo el ca-
jón o no pasa nada.
—Pero píntalo así nomás, por encima, rápido. Ya
sabes que este no se merece gran cosa. Que agradezca el
entierro. Si fuera otra lo habría dejado tirado.
—Entonces para qué quieres que lo pinte. Que se
vaya así nomás. No merece nada, ¿no?
Carola se secó las lágrimas.
—Por favor, píntalo como sea, ¿puedes?
Los cambios bruscos eran comunes en viudas y
viudos, y yo ya estaba acostumbrado. Seguí negándome
y ella siguió insistiendo. Recogí unas plantillas, pinturas
del taller y regresé a casa de Carola. Bañé el cajón de cre-
ma, algunos trazos de guinda. Lo hice rápido y sin ganas.
Cuando terminé Carola se transformó. Pasó del pe-
sar a la alegría, una alegría extraña, enferma. No dejaba
de ver el cajón. No preguntó cuánto me debía, solo dijo
gracias y prometió que si pasaba por su trabajo ella tam-
bién me haría un servicio especial. Eso fue todo, eso fue
suficiente.

14
2

Entre la muerte del hijo y del marido de Carola, visité la


tumba de mi padre. Había pasado mucho tiempo desde
la última vez. Todo seguía igual, sin rastro de flores. Miré
alrededor; era una tarde opaca, fría. Unos pocos daban
vueltas por el campo. Vi la placa de la tumba. Quise ima-
ginar qué había más abajo. Primero tierra fértil, negra y
húmeda. Luego, el cajón; y en él, las ruinas de mi padre.
Había pasado más de veinte años desde su muerte, ¿que-
dará algo todavía? Sé mucho de cajones, no tanto de
cadáveres. Leí su nombre con dificultad. Limpié la placa
con los dedos. Leí de nuevo el nombre que mi madre re-
petía obsesivamente, a cada instante, durante toda mi ni-
ñez. Vi la fecha de su muerte. Yo nacería meses después.

Carola se abrió la blusa y me ofreció sus senos. Los aca-


ricié.
—Tienes las manos muy suaves, como de mujer —
dijo.

15
Sonreí de celos. Sabía que Carola me decía eso pen-
sando en las manos toscas de su muerto.
—Son manos de artista —respondí bromeando,
tratando de disimular.
—Artista de la muerte —dijo ella, refiriéndose a mi
oficio.
Y mientras terminaba de quitarse la ropa comenzó
a preguntar.
—¿Y quién te enseñó?
—¿Qué?
—A pintar.
—Aprendí en el taller de una facultad.
—¿En la universidad? ¿De verdad?
—Sí.
—¡No te creo! ¿Qué hace un artista profesional
aquí?
—…
—No jodas, Joaquín. No, no puede ser. Me estás
jodiendo, ¿no? —se burló por un largo rato.

Cada vez que oía la palabra “profesional”, se me apare-


cía la imagen distorsionada de mi padre. En la casa don-
de crecí, mi madre siempre se refería a él como el único
“profesional” de la familia, el “intelectual”. El mucha-
cho prodigio que a punta de lecturas salió de abajo, de
la pobreza y la violencia de un país en crisis. El pobre
genio que murió muy joven. Mi madre, en su locura, se
refería al recuerdo de mi padre con esa enfermiza de-
voción. No puedo olvidar lo infeliz que fui en esa casa.
Yo no me parecía ni siquiera un poco a mi padre, eso
repetía mi madre con desprecio absoluto, una y otra vez.

16
*

Salí del cementerio y seguí pensando en mi padre. Toda-


vía me duele no haberlo conocido. Entonces, hice algo
que practico hasta hoy en situaciones similares: intenté
recordar su fotografía, una que veía de niño en la en-
trada de la casa. Traté de reconstruir en mi mente esa
imagen en blanco y negro, a la que buscaba darle color y
voz cada tarde, cuando regresaba de la primaria y quería
compartir lo que me sucedía en el colegio. Y lamenté
mucho, una vez más, no haberme llevado esa foto aque-
lla noche que decidí escapar.
Cuando hui de casa olvidé robar la fotografía, mi
atención estaba en otro objeto, uno inalcanzable y enig-
mático: el cuaderno de notas junto al que mi padre mu-
rió. Un cuaderno que permanecía cerrado. Atado con
una cinta que seguramente mi madre preparó. Estaba
en una especie de altar que ella había construido en la
biblioteca de mi padre; o mejor dicho, en el pedazo de
biblioteca que él dejó antes de partir al extranjero. En
ese lugar permanecían pocos libros, siempre cerrados,
limpios, ordenados. De niño hice varios intentos por
coger alguno, quería leer lo mismo que mi padre algu-
na vez había leído. Creía que de esa manera podría es-
tablecer algún tipo de contacto con él. Entonces, iba
hacia la biblioteca descalzo y sin hacer ruido, pero mi
madre siempre estaba allí para detenerme. Ella vivía en
esa biblioteca, en ese pequeño templo. Allí, el cuaderno
de notas de mi padre ocupaba el espacio central y era
objeto de adoración. Cuando quería tener acceso a esos
libros y le hacía preguntas desde mi ingenuidad, ella
respondía que esos libros eran para gente más grande.

17
Conforme los años iban pasando su respuesta también
iba cambiando. Hasta que, seguramente harta de mí, me
dio una respuesta definitiva.
—Estos libros eran de tu padre y serán de tu padre.
Mientras yo esté aquí, quedarán intactos.
Pensé que si ella no me dejaba coger los libros, sería
imposible que algún día me dejara leer el cuaderno de
notas, el objeto más sagrado en aquel templo de papel.

—No soy un profesional. Pasé algunos meses por


un taller de arte. Nada más. Eso es todo.
El tono de molestia con que pronuncié esas pala-
bras fue evidente. No quería continuar con el tema. Me
incomodaba mucho esa conversación. A Carola no le
importó que yo dejara de hablar o que haya cambiado
mi humor a causa de sus comentarios. Tan solo dejó de
sonreír y se puso de pie. Encendió el televisor, puso un
canal de música, alzó el volumen y se metió a la ducha.
Yo apagué el televisor. Carola no reclamó o no la escu-
ché. Luego del baño volvió al cuarto, se vistió con calma
y salió sin despedirse.
Me levanté pensando en ir por un vaso de agua. Se-
guía fastidiado, las preguntas de Carola traían el recuerdo
de mi padre y de mi madre. Y eso me hacía daño. Intenté
caminar y poner la mente en blanco. No llegué a la co-
cina. Me detuve automáticamente frente a la puerta del
taller. Luego traté de pensar solo en Carola, en su rostro,
en su tristeza, en su indiferencia. Entré al taller. Cogí un
fólder amarillo: casi veinte intentos fallidos pensados en
mi muerte, en la pintura de mi propio cajón. Láminas
con figuras abstractas. Mucho azul, blanco y negro. Vol-

18
ví a pensar en Carola, en su constante aislamiento, en
su silencio. Regresé al cuarto. Imaginé cómo pintaría su
cajón si tuviese que hacerlo. Luego pensé en mi madre y
en cómo sería el suyo; en mi padre y en la seriedad que
debió tener su cajón. Luego desfilaron en mi mente, uno
a uno, el resto de personas que alguna vez conocí, que
alguna vez quise y odié. Pensaba, inevitablemente, en
sus muertes, en sus cajones y en qué tipo de diseños le
caería mejor a cada uno de ellos. Y es que desde que me
inicié en este oficio, repito con frecuencia ese ejercicio
mental. Pero claro, una cosa es pensar y otra es pintar.

19
3

Carola llegó a mi casa más temprano que de costumbre.


Traía un papel entre las manos. Lo había encontrado
bajo su puerta. Yo estaba retocando un trabajo que de-
bía entregar esa misma tarde cuando ella se acercó para
extenderme la hoja. De algún modo, yo ya conocía el
contenido. La miré fijamente. Respiré hondo, comencé
a leer. Era la nota que ambos esperábamos. Sabíamos
que su llegada era inevitable. La nota era breve pero
contundente. Terminé de leer y volví sobre la primera
línea, otra vez. El final de nuestra historia estaba cerca.
Su marido había muerto, la deuda no.
—Tengo dos opciones: vender mi casa y pagar la
deuda, o dejar que me maten —me dijo Carola, con la
misma expresión seca e indiferente de siempre, como si
no fuese su vida la que estaba en juego.
—También tienes otra opción: largarte de aquí.
Lárgate conmigo —dije—. Yo puedo pintar en cual-
quier lado, te apoyaré hasta que consigas algo. Olvida
todo y vámonos.
—No. Jorge quiso desaparecer así y lo encontraron

20
a los dos meses para entregármelo en partes, ¿no lo re-
cuerdas? De esto no se sale.
—Pero tú no estás en esto.
—A ver, anda y diles que no estoy en esto y que no
me jodan más. Quiero ver cómo vuelves. Anda, quiero
ver si vuelves.

Aquella noche, en mis sueños, yo pintaba el cajón de Ca-


rola. Intentaba hacer trazos en zigzag, pero me temblaba
la mano. Recuerdo nítidamente los colores: fondo rojo,
trazos negros. Tenía un pincel muy delgado, resbaloso.
Pintaba y pintaba sin avanzar lo suficiente. Me sentía
agotado, cansado, triste. Casi no podía mantenerme en
pie. Los brazos se volvían cada vez más pesados, pero
yo seguía sosteniendo el pincel. Lloraba un poco, se me
nublaba la vista, pero seguía pintando.

Llegué a la cárcel con la nota entre mis manos. Waldo no


se sorprendió cuando entré a su gran celda. Tenía ojos y
oídos por todo el barrio. Conocía de sobra el motivo de
mi visita. Me cogió del hombro e inició la conversación.
—No te la juegues, Joaquín.
—He traído la plata. Quiero pagar lo que ella debe.
Waldo volvió a mirarme. Dijo que le caía bien desde
que llegué al barrio y me puse a pintar sin levantar la
voz, perfil bajo. Y mientras él seguía hablando y apre-
tando cada vez más fuerte mi hombro, yo recordaba que
cuando llegué al barrio Waldo aún estaba libre. Era ya
muy poderoso y solo me había cruzado cuatro o cinco

21
veces con él, en algunos velorios donde yo había llegado
con mis primeros trabajos. Exageraba, yo no podía caer-
le bien. Hasta ese entonces nunca habíamos cruzado pa-
labras. Pero si Waldo mentía o no mentía no era impor-
tante, ni antes ni ahora. Lo importante era que yo estaba
frente a él, rogando por la vida de Carola y él respondía
que no había manera de cambiar ese destino, que aun
cuando yo pague la deuda, aun cuando la misma Carola
se acerque con el doble del dinero que el marido había
tomado de las cuentas de la banda, ella debía morir. El
cadáver era un mensaje para los que estaban afuera, para
que aquellos que estaban a sus órdenes sepan que con
Waldo no se juega. Para que tengan bien claro cómo
termina la familia de un traidor.

22
4

Después de recibir a sus muertos, ella no esperaba nada


de la vida. Luego de la carta yo quise continuar, ella no.
Carola no opuso ninguna resistencia frente a la muerte.
—Ya estoy vacía, hueca, solo falta el tiro de gracia
para que esto termine —dijo la última vez que despertó
junto a mí.
Yo tuve que aceptar nuevamente mi soledad. Solo
me quedaban algunas escenas por recordar: los dos des-
nudos en el sofá-cama, aún agitados. O caminando por
la ciudad, yo dando pasos rápidos, tratando de seguir su
ritmo. O ella sentada, mirando las paredes de mi habita-
ción, en silencio. O ella cortándose el cabello cada vez
más alto. O ella murmurando algo. Carola fue completa-
mente impenetrable para mí. Sin embargo, la amé.

23
5

Acostumbrado a ver muertos, pero no a mis muertos,


perdí el habla frente a su cuerpo. Tan pálida, tan otra.
Salí y la dejé allí, a su suerte. ¿Cómo iba a pintarla? Por
más que ya había pensado mucho en eso, no lo sabía,
nunca lo sabría. No se me ocurrió nada para el diseño
del cajón y eso me resultó insoportable. Desde que me
había iniciado en el oficio, ese era el primer cuerpo que
me despertaba algún tipo de sentimiento, el primero que
me bloqueaba. Preferí no encargarme de ella. La dejé
allí, tendida, inmóvil, para los perros, para los estudian-
tes, para la fosa, para quién sabe qué.

24
(Última nota legible)

Hartford, diciembre de 1985

No hay remedio. No hay esperanza. Por eso, la vida que


me resta, la escasa vida que me resta, la quiero pasar en silencio.
No abro la boca ni para comer y solo gasto las horas escribiendo,
recordando, imaginando, pensando.
Hoy, por ejemplo, recordé una historia transcrita por Jean de
Lery a fines del dieciséis y quise escribirla. He escrito muy poco en
estas páginas, mucho menos de lo que hubiera querido. Y no sé si
acabaré llenando todas las hojas o si será mi vida la que termine
primero.
En fin. En esa historia, el narrador es un misionero francés
que pasó algunos años viviendo con una tribu indígena del Brasil.
Este cuenta que un día, la tribu en la que predicaba tuvo que en-
frentarse a un grupo de portugueses que intentaban apoderarse de
esos territorios. En la historia de esta tribu, la guerra, cualquier
tipo de guerra, era un evento especial, una extraña celebración de
la vida en medio de tanta muerte. El misionero narra con asom-
bro que los indígenas estaban preparados desde siempre para la
guerra.
Sufrieron algunas bajas pero lograron vencer a los invasores.
Los indios regresaron a la aldea arrastrando un prisionero.
Era un portugués que no paraba de sudar y apenas podía cami-
nar. Por algunas horas los indios le dieron de beber y lo alimen-
taron. Cuando el prisionero recuperó la conciencia y se vio atado
preguntó qué es lo que pasaba. Al no entender su idioma, los
indios le pidieron ayuda al misionero francés. Él reconoció algunas
palabras pero su portugués no era muy fluido. En conclusión, lo
que le respondió al prisionero fue: te comerán. Te matarán y te
comerán. El narrador aclara que los indios de esa tribu hacían eso

25
desde el inicio de sus tiempos, se comían al enemigo para hacerse
más fuertes. Entonces el prisionero, alarmado, le preguntó al mi-
sionero si permitiría semejante barbarie. El misionero respondió:
los indios han aceptado recibir a Dios, escuchar la palabra, pero
han rechazado cambiar sus hábitos de guerra. Por ahora no me
queda más que respetar eso. Con estas palabras, y dejando sin
habla al prisionero, el francés se alejó unos metros.
Los indios, mientras tanto, preparaban la ceremonia.
De pronto se oyó un grito. Un grito ensordecedor que se fue
apagando hasta terminar en llanto incontenible. Venía del prisio-
nero. Al principio los indios no entendieron. El portugués comen-
zó a clamar por su vida. Sus pantalones estaban mojados y su
rostro pedía perdón. Los indios se miraron entre ellos. De pronto
entendieron, los gemidos comenzaban a decirlo todo. Los indios se
dirigieron al francés y le encargaron un mensaje: no te van a ma-
tar. El prisionero estaba maravillado porque sus ruegos le habían
salvado la vida.
A la mañana siguiente, los indios volvieron a prepararlo
todo.
De acuerdo a su lógica, el prisionero volvió a gritar, a llorar,
a pedir clemencia. Y lo hizo con mucha mayor teatralidad. Los
indios no pudieron ocultar su gran decepción. El francés se acercó
nuevamente al prisionero: ya no te comerán. El soldado comenzó a
dar gracias a todos, a los indios que no entendían sus palabras y lo
miraban con desprecio, al cielo, a todo lo que tenía a su alrededor.
Finalmente, le dio gracias al francés: ellos han mostrado misericor-
dia, y esa es tu obra, esas son tus enseñanzas, le dijo.
Al tercer día no se preparó la ceremonia.
El prisionero, mucho más aliviado, estaba convencido de que
en cualquier momento lo liberarían. Al mediodía solo el jefe de la
tribu y el más joven de los guerreros se pararon frente a él. El joven
empuñaba una lanza. Con ella perforó el cuerpo del prisionero.
Los indios ordenaron arrojar los restos en el lugar más aleja-

26
do posible. El narrador explica nuevamente que los indios, en su
tradición, al capturar a un prisionero, lo matan y lo comen para
nutrirse de su valentía. Al llorar y clamar por su vida, el portugués
se había mostrado cobarde y los indios no se alimentaban de la
cobardía.
Ahora pienso en esa historia y la escribo para recordar que
debo enfrentar a la muerte con valentía. Aunque a diferencia de
aquel prisionero yo tengo al caníbal dentro. Me está devorando,
destruyendo sin ceremonias ni algarabía. La enfermedad me con-
sume con seriedad absoluta, día y noche, sin descanso, sin tregua.
La última etapa es así, nos ha explicado la doctora. Mis ór-
ganos van consumiéndose rápidamente. Mis defensas son nulas y por
eso necesito intervenciones cada vez más frecuentes. Sé que dentro de
poco las crecientes dosis anestésicas me impedirán hablar y ya no podré
controlar ni mis extremidades.
Gabriela ha querido interrumpirme. Quiero que me mires,
que me hables, deja de escribir, acaba de decir ella, entre lágrimas.
Yo, intratable, pretendo no escucharla y continúo con estas líneas.
Sé que le estoy haciendo daño, sé que no hago más que gritar y
quejarme el día entero. Quisiera que todo fuese diferente, pero la
enfermedad puede más. Me ha derrotado. Y Gabriela sigue aquí,
conmigo, la cabeza gacha, moviendo las manos, dibujando algo
invisible en la frazada. Tú no mereces esto, le he dicho en mis pocos
momentos de lucidez.

27
28
DOS
30
1

Entre los quince y dieciséis años pasaba las noches en la


maletera de un taxi. Así comencé a ganarme la vida, en
la oscuridad. Así pude juntar dinero, abandonar la casa
de mi madre y rentar un cuarto en el centro. Mi traba-
jo era sencillo, solo debía permanecer alerta. Cuando se
detenía el taxi y se abría la maletera, yo salía muy rápido
para subir de inmediato al asiento trasero. Álex, luego de
abrir la maletera, volvía al volante. El pasajero, incons-
ciente, se desparramaba a mi lado. Álex aprovechaba las
luces rojas para leer la documentación de la víctima y
encontrar su dirección. En el asiento del copiloto des-
cansaba el botín: tarjetas, billetera, celular, reloj, cadenas.
Yo bajaba con el pasajero en alguna calle a diez o doce
cuadras de su dirección y me esforzaba por mantenerlo
en pie. Álex se iba. Yo, con la dirección del pasajero en
la mano paraba un taxi, cualquier taxi. Decía que el bo-
rracho que tenía al lado era un tío, que vivía muy cerca
de allí, que necesitaba que lo llevasen. Al ver mi cara
de tonto y el billete que extendía por adelantado, po-
cos dudaban de mi sinceridad. Y todo terminaba bien.

31
Minutos después, Álex regresaba por mí y yo volvía a
la maletera. Con tres o cuatro pasajeros por noche, me
llevaba suficiente dinero, la víctima llegaba a casa y Álex
se quedaba tranquilo.

Dejé de ser niño muy pronto. O tal vez nunca lo fui real-
mente. La imagen de mi madre llorando por mi padre
ya está entre mis primeros recuerdos. Todo el tiempo,
durante el desayuno y el almuerzo, era ella y sus alaban-
zas por el difunto. Por la noche, antes de dormir y muy
temprano por la mañana, era ella y sus rezos en voz alta.
Si por alguna razón me cruzaba en su camino, era ella
y sus reproches excesivos: reía frente a mí llamándome
bueno para nada o me lanzaba una mirada intensa, corta,
llena de un odio que nunca entendí. Otras veces simple-
mente me regañaba o me jalaba de las orejas inventando
cualquier excusa. Llegué a temblar frente a ella. Sentía su
presencia y me invadía el pánico. Por eso me alistaba des-
de muy temprano para ir a estudiar. Una hora antes de
lo debido ya estaba afuera, caminando lentamente hacia
la escuela. Solo en las aulas el mundo cambiaba para mí.
Todo era tan distinto y yo respiraba con tranquilidad, mi
madre no aparecería por detrás de alguna puerta. Cuán-
tas veces deseé que esas mañanas no terminasen.
Pero siempre terminaban. Y esos años pasaron.
Lentamente, pero pasaron. Cuando crecí podía estar
más tiempo fuera. Al final de las clases acompañaba a
algunos compañeros hasta sus casas. Luego caminaba
por la ciudad. Aun hoy podría reconocer cada metro de
sus veredas. Observaba las vitrinas, admiraba los video-
juegos, me sentaba en los parques. Por la noche volvía a

32
casa y entraba en silencio. Buscaba algo de comer y me
iba a dormir. Por las mañanas, sin embargo, era difícil
evitar a mi madre. Cuando yo despertaba ella ya estaba
en el comedor, desayunando. Yo preparaba algo y me
sentaba a la mesa. Comía muy rápido. Para ese enton-
ces mi madre ya no rezaba durante las comidas pero sí
murmuraba cosas, como si hablase con el fantasma de
mi padre. Cuando notaba mi presencia me lanzaba los
regaños de siempre, pero ya no me tocaba. Ya no me
alcanzaba. Estaba vieja.
Fue una de esas mañanas en las que desayunábamos
juntos, ella vociferando y yo en silencio, cuando me dijo:
—Parece que la inteligencia no se hereda de padre
a hijo. Ya tienes quince años y no destacas en los estu-
dios. Te cambiaré a la escuela nocturna y buscarás un
trabajo. A ver si así sirves de algo.
Yo no tenía voz en esa casa y una vez más, me tra-
gué el dolor. Ella repetía eso sin siquiera saber cómo
me estaba yendo en el colegio. No iba a las reuniones,
no miraba la libreta de notas ni revisaba mis cuadernos,
solo se aparecía en mi escuela para la época de matrí-
cula. Nunca se interesó por mis avances escolares pero
dijo aquellas palabras con total seguridad.

Álex era ocho o nueve años mayor que yo. Nos senta-
mos juntos desde mi primer día de clases en la escuela
nocturna. Le gustaba hablar mucho. Con frecuencia ha-
cía chistes que él mismo celebraba y que yo no siempre
entendía. Parecía andar de buen humor a toda hora. Solo
bajaba el tono de su voz durante los exámenes, cuando
me pedía ayuda. Yo le daba mis respuestas y él me invita-

33
ba cervezas y algo de comer. Siempre llevaba dinero en el
bolsillo. No tardé mucho en enterarme cómo se ganaba
la vida. Un día dejó la risa por un instante y me contó lo
que hacía: recogía pasajeros ebrios y los desmayaba. Les
quitaba lo que podía y luego los abandonaba en alguna
calle desolada
Álex, sin embargo, no andaba totalmente cómodo
con eso.
—Hay días en que no duermo. No duermo nada.
—¿Y no has pensado en dejar eso?
—No, es que robar no es lo que me molesta. Lo
que me jode es abandonar a mis pasajeros. Dejarlos tira-
dos en cualquier calle, inconscientes, indefensos.
—¿Hablas en serio? ¿Te importan de verdad?
—No bromeo, Joaquín.
Álex siempre fue muy extraño para mí. Se preocu-
paba por la integridad física de sus víctimas, pero no le
importaba dejarlas sin un centavo. Eso es algo que nunca
llegué a comprender del todo.
—Bueno. Pero si sigues en esto no te queda de
otra…
—No estoy seguro, he pensado que si tuviera un
ayudante todo se arreglaría.
—¿Un ayudante?
—Claro, un muchacho hábil, inteligente, alguien
como tú…
A partir de esa conversación comenzó una nueva
etapa en mi vida. Me hablaba del dinero que podía ganar
si trabajaba con él. Repetía que con su propuesta me
alcanzaría para salir de casa, mudarme, comenzar por
mi propia cuenta y no ver nunca más a mi madre. Ase-
guraba que los riesgos eran mínimos.

34
*

Lamentablemente la volví a ver unos meses después de


abandonar la casa. Ella caminaba hacia mí sin notar mi
presencia. Estaba más envejecida. Eso me sorprendió y
alegró al mismo tiempo. Mi madre estaba sufriendo, no
había duda. Aunque no sufría por mi ausencia, sufría por
lo que robé al salir de casa. Esa tarde fría nos encontra-
mos frente a frente y yo sonreí al verla tan decaída, tan
demacrada. Pero mi placer duró poco. Ella comenzó a
gritar de inmediato. Su voz y los movimientos incesantes
de sus brazos llamaban la atención de todos. Me quedé
estático, sorprendido a pesar de esa reacción tan típica en
ella pero que para entonces yo ya casi había olvidado. Mi
madre continuaba, reclamando, acercando cada vez más
su rostro al mío. No lo soporté. Ya no vivía con ella, no
tenía la obligación de quedarme allí y escucharla hasta el
final. Esos tiempos eran parte de un pasado al que no
quería volver. Mi madre siguió culpándome en sus recla-
mos, metiendo a mi padre en cada oración. Respondí a
sus insultos tratando de cortar el escándalo. Primero tuve
que interrumpirla con la voz muy alta. Luego, mientras
ella se iba callando yo también fui bajando el volumen
de mi voz. Le dije que estaba orgulloso de vivir así, va-
gabundo y pobre diablo, que estaba seguro de que mi
padre, siempre su ejemplo perfecto, nunca hubiera hecho
lo que yo; aquí afuera no alcanzaba con leer o escribir
libros, esas cosas no funcionan en la realidad. Le pedí que
vuelva a casa, que no grite más, que regrese a los libros
de la biblioteca, que vuelva a mirar la fotografía de mi
padre, a rezarle. Le pedí que se quede allá, a vivir en ese
mundo que tal vez mi padre logró crear para ella, pero
no para mí.

35
Mi madre escuchaba pero yo hablaba en vano. No
respondió a ninguna de mis palabras y solo me pidió que
le devolviera el cuaderno de notas de mi padre.
—¡El cuaderno de Joaquín, necesito el cuaderno de
Joaquín!
No tiene remedio, pensé. Y eso me alivió por un
momento. Ella merecía pagar por todo el daño que me
había hecho. Me di la vuelta. Comencé a caminar. Mi
madre seguía repitiendo sin cesar:
—¡El cuaderno de Joaquín…!
Yo continuaba alejándome. Ella se quedó plantada,
ya casi abstraída de la realidad. A mi espalda se seguía
escuchando:
—¡El cuaderno de Joaquín…!
La oración parecía infinita, aunque sonaba cada
vez más lejana. Yo seguí caminando y de pronto unas
lágrimas se me escaparon. Me sorprendieron y se con-
fundieron con la alegría que sentía al ver a mi madre al
borde de la perdición. Las lágrimas seguían saliendo, no
comprendía de dónde provenía ese ligero dolor que se
iba infiltrando en mí. Mis sentimientos se contradecían.

La maletera era oscura y olía a cuero quemado. Yo es-


taba ciego allí dentro. Se infiltraban algunos ruidos: bo-
cinas, motores, voces. Pero todo era negro y no veía mi
cuerpo. Cada cierto tiempo me angustiaba y buscaba al-
guna parte de mí con las manos, para asegurarme de mi
propia existencia, para mantener la calma. Solo cuando
Álex abría la maletera yo respiraba con total tranquili-
dad, volvía la luz y volvía a ver mis piernas, mis brazos.
Una madrugada, mientras Álex y yo bajábamos del

36
taxi a un joven ebrio y desmayado, le pregunté si podía
quedarme con el teléfono del pasajero. Álex se sorpren-
dió pero aceptó. Y durante algunos días la oscuridad ya
no era oscuridad en la maletera. Me alumbraba la pan-
talla del celular. Descubrí algunos juegos. Escribía men-
sajes de texto a números desconocidos. Pero pronto me
quedé sin más cosas que hacer. Para que la pantalla me
alumbrara debía mantener un botón presionado. Mis
dedos se cansaban y eso me angustiaba. Al final terminé
desechando el celular.
El primer intento de llevar luz a la maletera no había
resultado efectivo. Volvió la oscuridad. Volví a sentirme
incómodo. Un día no pude más y le conté todo esto a
Álex. Él se burló de mí. Se reía y decía no entender esos
miedos. Se reía pero al mismo tiempo prometía una so-
lución. La amabilidad de Álex era así, extraña. Instaló
una pequeña bombilla en la maletera. Era una luz tenue,
suficiente para distinguir los bordes de mi cuerpo.

37
2

Abandoné esa casa tomando el cuaderno de notas de


mi padre. En mi cabeza, sin embargo, llevaba más. En
mi memoria cargaba los títulos que había leído en los
lomos de esos libros que mi madre nunca me dejó abrir.
Por eso, lo primero que hice cuando ya vivía por mi
cuenta fue ir a una feria de libros usados. Así comencé
a formar una copia barata de la biblioteca original. Poco
a poco, libro a libro, mi propia colección iba tomando
forma. Al cabo de unos meses, cuando terminé de jun-
tar todos los volúmenes, tenso y ansioso, decidí empezar
con la lectura.

38
3

El cadáver es el mensaje había dicho Waldo cuando fui


hasta su celda para pedirle que por favor no mataran a
Carola. Estaba obsesionado con los mensajes. Decía lo
que dicen todos los de su clase, que el poder y lideraz-
go se basa en la imagen que se proyecta. Por eso sus
hombres no dudaron en matar al niño de Carola, por
eso partieron en cinco al marido. En todo eso pensa-
ba yo mientras oía las palabras de Waldo. Todo cadáver
decía algo, según él. El cuerpo, o lo que quedaba de él,
hablaba.

Antes de llegar a esta zona, antes de convertirme en pin-


tor de cajones, los únicos muertos que había visto en mi
vida eran cadáveres inventados. Solo aparecían en los
cuadros de la facultad. Eran muchos los cadáveres en
esos trabajos que firmaban los estudiantes de arte. Yo
los miraba cuando salía del taller al que asistí por unos
meses. Parecía que los estudiantes también andaban ob-

39
sesionados con los cadáveres. Pero a diferencia de los
muertos de Waldo, los de los estudiantes pertenecían a
otro tipo de guerra. Una guerra de la que no habían sido
testigos, una guerra civil que no les dolía, pero que pa-
recía seducirlos. Porque eso vende, decían a media voz,
entre amigos. Eso es para no olvidar lo que ha sucedido
en nuestro país, para que no se repita, decían en voz alta,
entre desconocidos. A veces pintaban imágenes de cuer-
pos torturados, con un cartel en el pecho, anunciando
un mensaje en letras rojas, una amenaza o una adverten-
cia del grupo adversario. Otras, los mensajes aparecían
escritos en los mismos cuerpos, en la espalda o el pecho
de las víctimas. En fin, eran muchos los muertos y mu-
chos los escritos. Cuerpos y letras dentro de un marco.

40
4

Los meses que asistí al taller de pintura se los debo a


Sebastián. Él era estudiante de arte, estaba en su último
año, pero no pintaba cuadros. Sebastián intervenía so-
bre las paredes de la ciudad. Y no hablaba de la guerra,
repetía siempre que él pintaba la reconciliación. No sé si
agradecerle o culparlo por todo lo que vino después. Me
hablaba de los colores, de la representación y la técnica.
Yo, muy atento, escuchaba mucho pero entendía poco.
Al comienzo, cuando miraba sus trabajos con la boca
abierta, él me decía que cualquiera podía pintar. Solo
a medida que lo iba conociendo llegué a darme cuenta
de que Sebastián tenía un entusiasmo excesivo frente
a mí. Ese entusiasmo lo había llevado a hablarme sin
saber quién era yo y a adoptarme como su aprendiz.
Se emocionaba rápido y prometía muchas cosas. Es-
taba lleno de proyectos, de ideas y se pasaba las horas
hablando de todo lo que tenía que hacer en adelante.
Cuando apenas llevaba trabajando unos días con él, su
entusiasmo lo empujó a decirme una y otra vez que yo
debía ir al taller universitario como alumno libre, él me

41
presentaría con los profesores. Como alumno estrella
todo le era permitido. Dijo que allí yo aprendería mucho
en poco tiempo y que con dedicación podría ayudarlo
no solo a cargar las pinturas, las escaleras, los moldes o
a pintar de blanco la base de las paredes, sino que a lo
mejor sería capaz de crear los diseños, elegir los colores
y hasta pintar con él. Sebastián. Lo recuerdo con mucho
cariño y algo de culpa. Aún hay veces en las que extraño
sus ganas desbordadas, su descabellada idea de creer que
todo era posible para él, de creer que todo era posible
incluso para mí.

La primera vez que vi a Sebastián fue de madrugada. Yo


había pasado la noche trabajando con Álex. Caminaba
hacia mi cuarto. Sebastián, junto a sus pinturas, lijaba
las paredes de la playa de estacionamiento. Yo vivía al
frente. La pared aún estaba sucia, Sebastián apenas co-
menzaba. Yo quería dormir y entré a la vieja casona en
la que rentaba un cuarto.
A las once de la mañana abrí los ojos, me lavé la
cara y salí a comprar algo de comer. Ya afuera, vi que la
pared del estacionamiento se había transformado. Tenía
trazos, bocetos, y unos pocos colores. Sebastián seguía
allí, transformando esos ladrillos que solo un día antes
eran opacos y descoloridos. De día Sebastián parecía
más alto y más gordo. Olvidé el desayuno, olvidé que
al mediodía había planeado caminar hasta el centro y
me senté frente a las imágenes que se iban dibujando en
esa pared. Sebastián parecía estar muy concentrado en
lo suyo, no notó mi presencia sino hasta minutos más
tarde. No sé qué cara había puesto, lo que sé es que me

42
saludó con la cabeza y una sonrisa ligera. Luego, volvió a
concentrarse. Continuó metido en su trabajo y yo, desde
afuera, no podía creer cómo una superficie que antes ha-
bía pasado muchas veces desapercibida se iba volviendo
alegre y luminosa.
Sebastián decidió hacer un alto luego de dos o tres
horas. Yo seguía allí, mirando. Él sacudió su ropa, se
lavó las manos con un líquido extraño, se acercó y me
preguntó si conocía algún lugar para comer.
—No, por aquí no hay nada.
—Algo encontraré. ¿Me cuidas las cosas?
Se fue dejando las herramientas y las pinturas, con-
fiando en mí, en un muchachito que se ganaba la vida
tomando pertenencias ajenas. Sebastián desapareció por
cuarenta o cincuenta minutos. Yo me senté cerca de sus
cosas. Debía cuidarlas porque quería saber en qué iba
a terminar todo eso, cuál iba a ser la forma final que
tomaría la pintura. Cuando regresó me agradeció y con-
versamos un poco más. Me habló de las paredes que ya
había intervenido, de las que planeaba intervenir y yo le
conté que vivía solo pero para ocultar mi verdad inventé
que me ganaba la vida recogiendo botellas de madru-
gada para venderlas luego a las empresas recicladoras.
Cuando oyó eso me preguntó si quería trabajar con él
en vez de seguir buscando envases en la basura. Sin co-
nocerme quería que lo acompañara a pintar sus paredes.
Para entonces yo no sabía de sus repentinas decisiones,
de ese entusiasmo desmedido, y creí que se trataba de
una broma de mal gusto. Sebastián tuvo que insistir mu-
cho para empezar a tomar sus palabras con seriedad.

43
5

La última vez que trabajé para Álex, terminamos en una


cantina del centro. Éramos excelentes compañeros de
trabajo y aquella mañana se emborrachó como nunca.
Terminó llamándome amigo, hermano y todo lo demás.
Yo, en cambio, tomé poco, casi nada. Había quedado
en ayudar a Sebastián la madrugada siguiente. Quería
despertar sin dolores de cabeza.
Álex me habló de las mismas cosas de las que ha-
blaba siempre, una y otra vez. Me decía que su oficio no
era el mejor, que pronto él también lo dejaría. Su sueño
era manejar grandes camiones, transportar madera de
la selva a la costa. Soñaba con rutas interminables. Pero
para eso necesitaba otro tipo de licencia y para obtener-
la, debía presentar sus certificados de estudios secunda-
rios, por eso iba al colegio nocturno. Pero era el peor del
aula, nunca aprobaba y por lo menos hasta esa mañana
en la que tomamos nuestras últimas cervezas, él seguía
estancado en el cuarto nivel.

44
6

Si alguna vez tuve un referente, ese fue Sebastián. Antes


de conocer sus debilidades y sus mentiras, quería pare-
cerme a él.
El encanto duró mucho tiempo. Empezábamos a
trabajar a las cuatro de la mañana. Hacíamos un alto a
las nueve, desayunábamos, volvíamos al trabajo. Al me-
diodía parábamos nuevamente. Las últimas dos o tres
horas eran las más ligeras. Sebastián me hablaba de nue-
vas paredes que iba encontrando, de la risa que le cau-
saban los grupos que trataban de imitarlo, de los con-
cursos que iría a ganar. Yo escuchaba con admiración,
creyendo en su optimismo. La rutina de nuestros días
fue esa. Y cada día que pasaba yo trataba de imitarlo un
poco más. Luego de unas semanas ya había dominado
el tono de desprecio que él usaba para expresarse de la
gente sin arte, el tono que parecía muy sincero cuando
hablábamos de mis progresos, el tono condescendiente
cuando hablaba de los muchachos de primer y segundo
año del taller, refiriéndose a ellos como a jóvenes con
futuro, pero inmaduros todavía. Sebastián hablaba así.

45
Y nunca perdía el entusiasmo, porque en el mundo que
construían sus palabras era siempre él quien aparecía
como el héroe y el genio, como el talentoso muchacho
que cambiaría la historia del mediocre arte nacional.
Pero un día todo, absolutamente todo, cambió.
Sebastián desapareció. Debía encontrarme con él
en una pared que habíamos dejado inconclusa. Lo es-
peré por horas. Anocheció. Sebastián no tenía celular
y yo no sabía cuál era la dirección de su casa. Al día
siguiente fui al taller de la universidad, escuché un par
de lecciones y luego fui a la oficina de la facultad a pre-
guntar por él, a tratar de conseguir su dirección. Pero la
secretaria me pidió mi carné universitario, le expliqué
que era un alumno libre, que no tenía matrícula oficial.
Me preguntó si era pariente de Sebastián y le respondí
con la verdad. Ella lo sentía pero no podía darme esa
información. Pregunté sin éxito a algunos estudiantes y
profesores que encontré en el pasillo. Sebastián no había
dejado rastros.
Los días pasaban. Comencé a asistir con más fre-
cuencia al taller, esperando alguna noticia de él. Hasta
que una mañana, veintiún días después de su desapa-
rición, lo vi entrando a la facultad. Había adelgazado
mucho. Lo encontré débil y ojeroso. Se alegró al verme.
Subimos hasta el café de la facultad. Dijo que se había
internado varios días en la realidad y que después de eso
pintaría de verdad. Al principio no entendí. Esa realidad,
decía Sebastián, era inaccesible para el resto de artistas,
y eso lo hacía único. Esa realidad la había encontrado en
un lugar no muy lejano pero altamente peligroso. Decía
ser un privilegiado al visitar ese barrio y volver con vida.
Me miró con esos ojos que también habían cambiado
de expresión y de actitud y comenzó a burlarse de mí

46
diciendo que, a diferencia de él, yo no conocía nada, que
ni siquiera había escuchado suficientes disparos en mi
vida, que nunca había visto muertos en cada esquina.
Sebastián insistía en que eso era lo real. Insistía tanto
que despertó en mí las ganas de conocer esos lugares.
Si algún día quería ser como él, debía seguir sus pasos,
pensaba yo. Entonces le dije que a mí también me gusta-
ría ir. Al parecer se sorprendió con mis palabras, cambió
de cara y se puso solemne. Dijo que eso sería demasiado
peligroso para mí, que yo era más joven, inexperto y no
tendría ninguna oportunidad de regresar a salvo. Conti-
nuó así por el resto de la mañana. Al despedirnos dijo
que no retomaríamos nuestro trabajo de inmediato, que
deberíamos dejar de pintar por unos días más, quería
pensar en cómo plasmar la nueva realidad en sus pare-
des. Me citó para vernos en siete días.
Los siete días pasaron y Sebastián estaba en la pa-
red pactada, tan puntual como antes. Sus ojeras habían
desaparecido, había engordado algo y su expresión lu-
cía con más energía. Parecía el mismo Sebastián que yo
había conocido meses atrás. Comencé a ayudarlo, era
como si nuestro trabajo nunca se hubiera interrumpido.
La comprensión entre nosotros era la misma y yo, que
ya conocía muy bien el proceso, tenía todo listo al mo-
mento justo: las herramientas, los moldes y las pinturas
preparadas para cuando él decidiera emplearlas.
Terminamos algunas horas más tarde. Cruzamos
la calle, vimos la pared desde el frente y observé con
desilusión que el resultado final también era el mismo.
Su estilo y sus personajes habían permanecido invaria-
bles. Sebastián me preguntó qué me parecía y le dije que
todo había quedado muy bien, como siempre. Él sonrió
complacido. Volvimos a cruzar la calle, regresamos a la

47
pared para que Sebastián estampara su firma.
Terminado el trabajo fuimos a tomar algo. Sebas-
tián quería celebrar el reinicio de sus actividades. Pero
su alegría duró muy poco. Mientras permanecimos allí
le conté que había visitado ese barrio del que tanto había
hablado. Ese barrio que supuestamente había cambia-
do su forma de ver el mundo. La noticia lo tomó por
sorpresa. Su expresión cambió nuevamente. La mano
con la que sostenía su vaso comenzó a temblar. Estaba
nervioso y yo ya sospechaba por qué. Lo sospechaba
desde que vi su último trabajo, tan igual a los anteriores.
En voz baja me preguntó qué pensaba de esos barrios
asesinos. Le hablé de las calles sin asfalto, de los pe-
rros callejeros, de los montes de basura, de los cables
enredados, de las ventanas abiertas, de la música en las
esquinas, de los pedazos de botellas. Luego hablé de los
grafitis que allí encontré, de esos garabatos sin arte. Se-
bastián escuchaba mi narración con la atención de quien
descubre algo nuevo. Seguí hablando de las paredes de
esos barrios, de las puertas de lata, de las casas sin techo
y él seguía sin poder ocultar su sorpresa. Me quedó muy
claro, él nunca había estado realmente allí, él nunca ha-
bía estado realmente aquí. Y mientras le hablaba, Sebas-
tián sabía que ese discurso con el que me iba formando
como artista comenzaba a desmoronarse.
Todavía recuerdo con cierta nostalgia sus palabras
en el café de la facultad: “En la universidad todos pintan
el pasado en sus cuadritos de sala, yo pinto el presente
en las paredes de la ciudad. Hay otros grupitos que quie-
ren hacer lo mismo, pero eso no es más que pose. Lo
que yo hago es documentarme…”. Yo continuaba con
mi narración y le decía que me sorprendió no encontrar
colores vivos, nada de dibujos conciliadores en las pare-

48
des. Nada de esperanzas ni celebraciones. Las pintas en
esos lugares eran negras, toscas, desalineadas. O rojas,
fuertes, excesivas. Decían cosas simples, claras, direc-
tas: homenajes a los asesinados, amenazas a los futuros
muertos, arengas de guerra pandillera, declaraciones de
amor.

Desde ese día hablamos menos. Todo era incómodo


mientras trabajábamos. Pasaron pocas semanas para
que Sebastián inventara que se había quedado sin dine-
ro, que sus padres lo habían dejado de apoyar en su gran
proyecto de intervenir la ciudad, que no podría seguir
teniéndome como ayudante. Dijo que lo sentía y que
de todas maneras nos podríamos seguir viendo algunos
días en el taller de la universidad. De alguna manera esa
mentira me alivió, quizá tanto como lo alivió a él. Era
difícil ver todos los días a quien había sido mi guía por
tanto tiempo, era difícil porque había terminado por
convertirse en un pintor de mentiras, en un muchacho
que se ilusionaba y creaba burbujas, que decía una cosa
y hacía otra. Sebastián ya no era lo que al principio signi-
ficaba para mí y acepté con tranquilidad separarme de él
y del taller de arte, donde había aprendido lo básico para
sobrevivir por mi cuenta. Así dejé a Sebastián y así dejé
también el cuarto que arrendaba para venir a este barrio
y comenzar otra vez.

49
(Penúltima o cuarta nota legible)

Hartford, octubre de 1985

Desde la tarde que abandoné la estación del tren y caí desplo-


mado, desde que desperté en el hospital y supe que pronto moriría,
he vuelto a retomar este cuaderno y no he dejado de marcar cada
uno de los días en el calendario. Han pasado veinte noches y aún
recuerdo con nitidez cada una de las palabras que me desahucia-
ron.
Pero hoy no retorno para hablar de esa caída, vuelvo porque
hace poco fue Gabriela quien también cayó desmayada. Sucedió en
la casa y no en la calle. Yo escuché un sonido seco, contundente y
salí de mi dormitorio para ver qué sucedía. Allí estaba el cuerpo
de Gabriela, inmóvil. Un hilo de sangre le nacía de la ceja izquier-
da. Pasaron unos segundos antes de que yo pudiese reaccionar.
Traté de reanimarla. Mis manos temblaban, no se controlaban.
Estaba muy asustado. Desesperado. Porque aunque mi enferme-
dad no es contagiosa, el desmayo de Gabriela me hizo creer en la
posibilidad de una coincidencia fatal.
Los análisis no arrojaron como resultado otra enfermedad
terminal. Aunque la noticia tampoco fue del todo buena: Gabriela
llevaba nueve semanas de embarazo.
Hasta hace poco Gabriela y yo quisimos ser padres. Lo re-
cuerdo aunque no me guste pensar en eso desde mi actual condición.
Tratamos de tener un hijo desde hace tres años. Aunque sería más
justo decir que Gabriela lo quería desde mucho antes, pero yo siem-
pre le había negado esa posibilidad. Solo cambié de opinión durante
el primer semestre del doctorado. Cuando se lo dije a Gabriela ella
me abrazó como nunca antes lo había hecho. Distinguí algunas
lágrimas en su rostro. Era feliz. Me preguntó por qué lo había
decidido. Imagino que mi respuesta debió haberla decepcionado, pero

50
ella no quitó la sonrisa de sus labios. Le dije que no era por amor.
La quería, sí, pero no había decidido tener un hijo por aquella
razón. Lo quise deseaba porque me había sentido cautivado por las
propuestas de la filosofía evolucionista que yo estudiaba en aquel
entonces. Ahora eso suena patético en todos los sentidos que esa
palabra pueda tener: decidir algo tan importante sobre la base de un
curso de filosofía, qué estupidez.
Pero el caso es que con ese curso, por alguna razón, creía que
se abría un universo diferente para mí. La clase era dirigida por el
famoso profesor Daniel Dennet. Él decía que la vida humana en
la Tierra había sido generada a lo largo de billones de años, como
la ramificación infinita de un solo árbol. Cada rama compite con
otra, enfatizaba. Muchas se quedan truncas, pero la mayoría se
reproduce, se ramifica, se multiplica. En esa misma clase leímos
a Matt Ridley. Según este, lo único importante en la vida era la
reproducción. El ser humano vale en tanto herede sus genes. Esos
genes que existen desde el inicio de los tiempos requieren constante-
mente de otro cuerpo, de un nuevo ser para seguir en competencia.
Aunque un hombre sea brillante y hábil en su adaptación, se
convertirá en un ser fracasado y obsoleto si no se reproduce. La
esterilidad no se hereda, decía. Richard Dawkins también insistía
en eso. El cuerpo, según él, es solo un transportador. La vida se
resume en la reproducción. Todo lo demás, todo lo que rodea este
acto principal (la niñez, la juventud o la vejez, los matrimonios,
el amor, la felicidad…), todo eso es accesorio. La vida, para él, es
el pretexto para llevar a cabo el acto fundamental: la procreación.
Pero las clases y las ganas obsesivas de ser padre habían
tenido lugar antes de conocer mi enfermedad. Quisimos tener hijos
en un contexto diferente. Al inicio lo intentamos durante muchos
meses. No lo logramos. Luego visitamos algunos consultorios mé-
dicos. Supimos que no sería fácil. Hace un año y medio, Gabriela
y yo comenzamos con el tratamiento de fertilidad. Sin embargo, en
ese entonces, yo no me estaba muriendo. O por lo menos no sabía

51
que me estaba muriendo. Tampoco lo sabía hace nueve semanas,
que es el tiempo del niño o niña que Gabriela forma en el vientre.
Y fue por todo eso que no pude tolerar su rostro de felicidad al
darme la noticia.
—¡Por fin, por fin…! —repetía—. Lo hemos intentado
tanto y justo ahora lo hemos logrado —me abrazó, llorando.
Al oír sus palabras, el “justo ahora” quedó resonando en mi
cabeza. La empujé suavemente hasta separarla de mí. Su mirada
parecía confundida frente a mi reacción. Mientras tanto yo me pre-
guntaba si Gabriela no entendía que yo me estaba muriendo. O si
eso no le importaba lo suficiente.
Gabriela no lo dijo ni entonces ni después, pero ahora, mien-
tras escribo esto, sé que la noticia del hijo aplaca la pena que ella
tiene por mí. No lo dijo pero sé qué piensa. Para ella, ese hijo llega
en el momento justo. Debe pensar que esa criatura llegará para
reemplazarme, para tomar mi lugar, para parecerse a mí, para
convertirse en mi vivo retrato. La criatura llegaba para consolarla
mientras yo me voy yendo. Está cegada por la ilusión. Lo que
Gabriela debe entender es que ese hijo no puede, no va a llegar. Yo
no soportaría imaginarlo en las calles de mi país, jodido y pobre.
Seguramente en la misma casa donde crecí, pero sin padre y con
una madre extremadamente dependiente y sentimental.

52
TRES

53
54
1

Carola ya no estaba, pero seguí pensando en ella. Por


muchas semanas, el dolor por su pérdida fue intenso.
Trataba de distraerme con los trabajos pendientes, con
los dibujos, con las frases que debía pintar en honor a
los muertos que caían en los barrios asesinos. Pero todo
intento por olvidarla fue inútil las primeras semanas que
pasé sin ella. Durante ese periodo la extrañé desmedida-
mente y la soñaba muchas veces. Todavía recuerdo uno
de los sueños. Uno donde ella tenía el cabello igual de
largo pero más claro. Vestía jeans y camisa. Carola nunca
usaba camisas, pero en el sueño tenía una de mangas lar-
gas. Donde terminaban las mangas comenzaba un ven-
daje blanco que cubría el lugar donde debían estar sus
manos. Entonces, con cuidado, encontré la punta de la
venda. Comencé a quitársela lentamente, moviendo mis
manos en círculos. En lugar de los dedos de Carola co-
mencé a distinguir unas varas de metal. Seguí desenro-
llando. Carola tenía garfios cromados y filosos. No tenía
manos y lloraba suavemente. Se sentó sobre el suelo. Me
senté a su lado y acaricié su cabello. Levanté su rostro

55
y la besé. Creí sentir la sal de sus lágrimas. La seguí be-
sando, primero despacio, luego con mayor intensidad,
con menos calma y más violencia. La tristeza se conver-
tía poco a poco en excitación. De pronto ya estábamos
echados sobre el suelo. Carola arrancó sus ropas con
los garfios. No tardó en arrancar también las mías. Y
mientras nuestros cálidos cuerpos se volvían a encontrar
comencé a sentir el frío de sus manos metálicas sobre
mi espalda, aprisionándome. La mirada de Carola, ese
rostro que tenía muy cerca y frente a mí se iba transfor-
mando lentamente hasta volverse perverso. Los garfios
no me dejaban escapar, se incrustaban en mí, cada vez
más fuerte, cada vez más hondo.

El sueño debía significar algo, creía. ¿Necesitaba vengar


la muerte de Carola? Pensé mucho en eso, pero no fui
más allá. Lo único que hice fue caminar hacia el taller y
coger una cartulina. Tomé el pincel más delgado y co-
mencé a pintar figuras abstractas, guiado por un fuerte
sentimiento de impotencia y frustración. Debía enfren-
tar a Waldo pero no me atrevía. Él tenía demasiado po-
der. A su lado yo era un insecto. Seguí pintando. Pensé
en mi cobardía, en lo extremadamente inofensivo que
podría resultar cualquiera de mis actos. Seguí pintando.
Me desprecié y lamenté mi condición. Y seguí pintando,
como si el pincel me fuera a vengar, como si pintando
pudiese olvidar.

56
2

Podría decir que he sido un insecto y que a veces vuel-


vo a serlo. Descubrí esa verdad cuando leí uno de los
últimos libros en mi remedo de biblioteca. En él, un
hombre despierta y ya no es más un hombre. Es algo
pequeño, insignificante. No entiende, no sabe qué le ha
ocurrido mientras dormía. Intenta encontrar una expli-
cación racional, pero fracasa. Desesperado, observa a
hombres y mujeres pasando por su lado: quiere comu-
nicarse con ellos, contar el drama que vive, buscar una
solución. Pero nadie lo ve, nadie lo escucha, ha dejado
de existir para el resto del mundo.
Y yo pienso que ese insecto, a diferencia de mí, fue
un hombre alguna vez. En cambio yo nací insecto y solo
después, poco a poco, traté de transformarme en hom-
bre. Y ni siquiera sé si lo he conseguido. Entonces sería
mejor comenzar este párrafo escribiendo: “He sido un
insecto y tal vez lo siga siendo”. Digo esto porque en
mis primeros recuerdos mi madre ya me trataba como a
un ser inferior y despreciable. Yo hablaba, preguntaba,
trataba de entender por qué tanto odio, pero ella nunca
contestó.
57
Sí, en casa yo era el insecto, pero mi madre tampoco
parecía humana. Ella era un monstruo gigantesco que
me aplastaba una y otra vez.

58
3

Una mañana volví a visitar a Waldo. Esa vez sí se sor-


prendió.
—¿Qué quieres? —preguntó de inmediato.
Yo me preguntaba exactamente lo mismo. Por al-
guna razón que aún no podía comprender quería verlo.
Deseaba estar cerca del hombre que ordenó la muerte
de Carola. Ahora, mientras cuento esto, creo que en el
fondo, al no ser capaz de enfrentarlo, lo único que podía
hacer para calmar mis ansias era tratar de entender la
crueldad del asesino.
En su celda estaban otros dos presos que parecían
de su confianza y una mujer que también lo visitaba.
Ella preparaba algo para comer y los presos se sentaban
frente a un televisor. Veían un partido de fútbol. Waldo
se puso de pie al verme entrar. Esperó mi respuesta.
Entonces, inventé algo. Le dije que me había cansado de
pintar cajones, que los deudos querían pagar cada vez
menos, que ya no valoraban mis trazos.
—Quiero trabajar contigo.
Los otros dos voltearon a verme, sorprendidos.

59
Luego se burlaron. Waldo sonrió. Seguramente espera-
ba otra respuesta de mi parte.
Se sentó nuevamente en el sofá. Volvió a ver el te-
levisor y sin dirigirme la mirada me dijo que él escogía
a su gente.
Sabía que mi proposición había sido ingenua y des-
cabellada. No insistí. Pero aun quería quedarme por más
tiempo en esa celda. Debía encontrar una forma de ha-
cerlo y solo se me ocurrió preguntarle si me dejaría ver
el fútbol con ellos.
—¿Apuestas? —dijo él.
—Sí, claro —le respondí.
Y puse un billete en el centro de la mesa, junto a los
billetes del resto.
Sabía muy poco de fútbol pero gané casi todas las
apuestas del primer partido. Waldo dijo que le faltaba
alcohol para afinar sus pronósticos. La mujer que por
la mañana limpiaba y cocinaba en su celda se unió al
grupo. Comenzamos a beber. Seguimos apostando y yo
seguí ganando.
Anochecía cuando salí con los bolsillos llenos. Wal-
do, convencido de que había sido un golpe de suerte, se
despidió diciendo que tenía que volver a verlo, que eso
no podía quedarse así, que la próxima no la tendría tan
fácil. Respondí que sí, definitivamente volvería.
Rocío, la mujer que conocí en la celda de Waldo,
resultó ser su hermana. Salimos tambaleando del penal,
habíamos bebido demasiado. Ella era algunos años ma-
yor que yo. Decía tener treinta y dos y hablaba sin des-
canso. Mientras subíamos al bus, lo primero que dijo era
que le molestaba mucho el tráfico alrededor del penal
y el escándalo de los borrachos. Lo dijo gritando, pero
nadie volteó a vernos. El escándalo no llamaba la aten-

60
ción. Conforme nos alejábamos lentamente del penal,
Rocío se fue calmando. Más adelante pudimos sentamos
juntos. Me tocó la pierna y comenzó, otra vez, con los
reclamos a pesar de que habíamos dejado hace rato el
lugar.
—Ellos tienen la culpa —decía, impaciente.
Fui yo quien la tocó después. Primero su rodilla
izquierda. Ella siguió hablando. Subí hasta sus muslos.
Seguía hablando. Creí que no se daba cuenta y seguí su-
biendo. Pero de pronto, sin parar de hablar, Rocío giró
hacia mí y metió sus manos entre mis piernas. La miré
a los ojos, con una media sonrisa. Una vieja que se sen-
taba cerca miraba la escena. Rocío terminó de hablar y
quitó suavemente sus manos. Luego se quedó en silen-
cio, esperando que yo dijera algo.

61
4

Rocío trajo orden a mi vida y desorden a mi cuarto. El


día que llegó se la pasó yendo del taller a la cama, de la
cama a la cocina y de la cocina al taller. No podía estar
quieta. Abrió el viejo ropero, mezcló todo, se burló de
mis pantalones anchos y mi ropa interior. Abrió las car-
petas y miró uno a uno los moldes. Le gustaron algunas
figuras, las puso sobre una mesa y me las señaló dicien-
do que ella las quería para su cajón, por si moría pronto.
Abrió luego las pinturas y las cerró de inmediato, es-
pantada por el olor. Destapó las cajas de cartón que ha-
bían permanecido cerradas por largo tiempo. Comenzó
a sacar los libros, uno a uno. Leyó los títulos en voz alta
pero entrecortada. Algunos la complicaron mucho. Yo
me reía cada vez que ella se trababa. Rocío me lanzaba
miradas de falso odio. Yo seguía riendo y lo que ella
me lanzaba ya no eran miradas sino los propios libros.
Terminó destapando todas las cajas y leyendo todos los
títulos de la copia barata de mi biblioteca paterna. Puso
todo de cabeza. Cuando terminó de vaciar las cajas me
preguntó si los libros eran míos. Le respondí y me pre-

62
guntó si los había leído. Le respondí y me preguntó por
qué me gustaba leer si eso era tan aburrido. Y ya no
respondí. Otra vez se me iban las palabras frente a ella,
se me borraban las ideas.
*

Waldo, los dos presos de su celda y yo pasábamos los


domingos frente al televisor. Por la tarde, Rocío se unía
a nosotros. Bebíamos y reíamos mucho. Las bromas
iban y venían. Cada gol era gritado por los que íbamos
ganando en las apuestas. Esa fue la rutina de esos do-
mingos en la celda de Waldo. Él insistía en que así fuera:
nada de trabajo, nada de sacar cuentas, nada de llamadas,
los domingos son para descansar y relajarnos, repetía
siempre.

Pero un objeto escapó al desorden instaurado por Ro-


cío: el cuaderno de notas de mi padre. Estaba cerrado,
el lazo con el que mi madre lo había envuelto no había
sido roto. No sabía qué me esperaba cuando leyera esas
líneas. Solo sabía que aún no estaba preparado para en-
frentarlas. Desde antes de la llegada de Rocío, incluso
desde antes de la llegada de Carola, el cuaderno de notas
de mi padre permanecía en una bolsa negra, escondido
entre los cartones y el viejo colchón de la cama. Ni Ro-
cío ni Carola supieron jamás de él.

Casi todas las noches, Rocío y yo íbamos a la cama con


facilidad. Pero una noche ella se negó. Habíamos toma-

63
do unas cervezas, le había besado los labios, el cuello.
Mis manos habían encontrado el broche de su pantalón
cuando ella me interrumpió. Me pidió que no continua-
ra. Me dijo que no preguntara por qué, pero esa noche
ella no podía. Quería, pero no podía. Creí entender sus
motivos.
—No hay problema. Puedo esperar unos días, hasta
que se te pase —dije yo.
Cuando intenté ponerme de pie ella lo impidió.
Puso sus manos sobre mí, desabrochó mi pantalón.
Dijo que era ella quien no podía desnudarse, no yo. Me
empujó suavemente hasta dejarme tendido, boca arri-
ba. Me quitó la ropa con mucho cuidado, como si mi
cuerpo fuese de porcelana. Porque cuando se trataba de
la cama Rocío se calmaba, se transformaba. Su rostro
descendió, lentamente, hasta mi sexo. Tenía una boca
perfecta para el amor. Uñas largas. Dedos suaves. Sus
cabellos se movían en vaivén. Sus senos rozaban mis
piernas. Ese día, Rocío lo hizo todo con delicadeza. No
tardé en explotar. Ella gimió levemente, como si mi pla-
cer fuera su placer. Luego de unos segundos se puso
de pie. Fue al baño. Tardó poco en volver. Limpió mi
cuerpo mostrando una sonrisa. Se acostó junto a mí, me
miró fijamente.
Yo apenas salía del trance cuando me sorprendió
preguntando si Carola había sido tan buena como ella.
Por supuesto que no. Carola no me daba ni la mitad
del placer que Rocío sabía producir en mí. Pero no fue
eso lo que respondí.
—No sé de qué Carola hablas. No conozco a nin-
guna.
Rocío abrió más los ojos, sabiendo de antemano
que yo mentía. Waldo le ha contado todo, pensé yo. En-

64
tonces no me quedó más que ceder. Pero solo le dije que
en la cama Carola era diferente. Entonces ella preguntó
más cosas y comenzamos a hablar de mi vida anterior
con esa mujer a la que aún recordaba. Hablamos mucho.
Esa noche tenía que contarlo todo, y no por ella, sino
por mí. Mi historia con Carola era algo que tenía dentro
y creía que hablando con sinceridad podría liberar tanto
dolor. Por eso hablé y fui sincero en cada detalle.
—Nunca la olvidarás —fue lo que dijo Rocío des-
pués de escucharme.
La observé en silencio. Dijo que aun si ella lo qui-
siera, aun si yo mismo lo quisiera, nunca olvidaría a Ca-
rola, porque solo se pueden olvidar a los vivos que uno
quiso, a los muertos jamás. Así habló Rocío, con total
seguridad. Creí que exageraba y le pregunté que cómo
podía saberlo.
—Yo también he perdido a alguien. Y no solo eso,
el asesino de nuestros muertos es el mismo.
En ese momento yo no sabía si lo que ella decía era
verdad o si me estaba jugando una broma demasiado
cruel. El caso es que una vez más quedé sin reacción
frente a sus palabras.

65
(Tercera nota legible)

Hartford, setiembre de 1985

Hoy retomo este cuaderno que dejé tirado por mucho tiempo
y que en pocos meses volveré a dejar abandonado para siempre.
Debería comenzar explicando por qué dejé de escribir aquí por
tanto tiempo. Por qué no volví sino hasta ahora. Debería explicar
por qué este cuaderno deja de ser, desde este punto y en adelante, el
diario de una novela que nunca escribiré para convertirse en otra
cosa. Debería explicar mucho pero ya no tiene sentido. Porque
nada tiene verdadero sentido ahora. Lo único que diré es que he
vuelto. Y que esta vez, ha sido por verdadera necesidad.
He regresado porque hace una semana caí en la puerta de la
estación del tren. Desperté en el hospital de la universidad. Ga-
briela ya estaba allí, muy asustada. Quise tranquilizarla. Luego
me hicieron muchos análisis. Yo ya me sentía bien. No tenía do-
lores de ningún tipo. Estaba seguro que se había tratado de un
accidente pasajero. Me puse de pie, me quité la bata, me vestí y
dije que esperaría los resultados en la sala del hospital. Dos o tres
horas después escuchamos mi nombre. Miré a Gabriela y sonreí.
Tomé su mano por un segundo. Le dije que volvería en seguida.
Caminé hacia el consultorio. Me senté frente a la doctora. Fue
amable pero directa, como la mayoría de estadounidenses que he
conocido hasta ahora. Me dio la noticia sin rodeos. Ella hablaba
y todo lo que decía me sonaba irreal. Le pedí que repita su diag-
nóstico una vez más. Lo repitió. Le pedí que repita otra vez, le
dije que era un estudiante extranjero, que mi inglés no era muy
bueno, que solo llevaba un par de años aquí, que seguramente
estaba entendiendo mal.
Cuando me puse de pie para salir del consultorio ya me había
transformado. Me sentía otro. Miraba mis brazos, mis piernas,

66
que se movían automáticamente rumbo a la sala de espera, y todo
era distinto. Allí estaba Gabriela, esperando que le contase todo
pero no dije nada. Me puse el abrigo y salí. Ella fue tras de mí.
Caminamos hacia la estación de Howard y Gabriela no habló
más. Respetó mi silencio hasta llegar a casa y fue allí donde le dije
todo. Pronto no seríamos más ella y yo juntos.
Aún no salgo del choque. Esto ha pasado demasiado rápido
y me parece que lo tengo que escribir para que lo pueda creer. O
tal vez es esta la manera en la que deben pasar las tragedias, no lo
sé. Morir joven. Destruir en un segundo los planes con Gabriela,
los lugares que quiero conocer, los libros que debo leer, la novela
que quería escribir. Ya ninguno de esos proyectos importa. Frente
a la muerte todo parece inútil. Todo se reduce. Leo las noticias y
no las soporto, no me interesan. Leo las cartas que llegan a casa
y tampoco importan más, no las contesto. Todavía no me acabo,
pero de algún modo es como si ya no existiera más. Solo el dolor
por perderlo todo me recuerda que aún respiro, que a veces pienso.
Heidegger decía —sí, en estos momentos pienso en lo que él
decía, debo estar realmente jodido— que uno solo se da cuenta de la
materialidad de las herramientas o los utensilios cuando estos dejan
de funcionar. Leí eso hace dos años, fue durante el primer semestre.
Cuando lo hice, recordé claramente una escena de mi niñez: la pri-
mera vez que se gastó la tinta en uno de mis lapiceros. Estaba en
la escuela primaria, tomando notas y el lapicero dejó de funcionar.
Entonces se me ocurrió romperlo por la mitad. Descubrí maravilla-
do el pequeño tubo que llevaba dentro. Aprecié los restos de tinta y
comencé a ver detenidamente la punta metálica, la diminuta bola de
acero que servía para pintar. Heidegger tenía razón: solo cuando el
lapicero dejó de funcionar, solo cuando se había arruinado, conocí
su materialidad. Ese filósofo estaba en lo cierto, pero no se fijó en
lo importante. Ahora, frente a la muerte, ese lapicero y el descu-
brimiento que hice al abrirlo no cuentan. Hoy sé que Heidegger
debió hablar del cuerpo y no de las cosas. Lo que ayer descubrí al

67
salir del consultorio fue eso. Descubrí mi cuerpo, su materialidad.
Mientras la doctora me explicaba el rápido proceso que seguía mi
enfermedad, empecé a visualizar mi interior, a imaginar cómo me
iba destruyendo por dentro. Por primera vez fui consciente de lo
vulnerable que era. Un conjunto de órganos funcionando de manera
ordenada, hasta que llegó la enfermedad. Mientras duró ese fun-
cionamiento, no pensaba en mi cuerpo como esa totalidad artificial
que realmente es. Solo frente a la doctora y a las placas que me
mostraba comencé a verme de verdad. Comencé a saber qué era yo.
Y yo no era más que una cosa que se va pudriendo por dentro. Eso
era esa tarde y eso soy ahora.
Pero pronto todo terminará. No puedo hacer nada. No pue-
do hacer nada, le digo a Gabriela, que ha comenzado a rezar, a
llorar, a leer sobre la enfermedad, a hacer llamadas a nuestro país
para avisar que no ando bien. Para decir que pronto volveremos.
Pero lo que no dice es que yo volveré sin vida, lo que calla es que el
regreso de mi cuerpo será triste y definitivo.
Ahora ella, Gabriela, lee en esta misma habitación, ahora
mismo permanecemos silenciados y yo escribo estas líneas y trans-
formo estas hojas en algo que ya nunca se convertirá en una novela.
Nada importa. Gabriela no se resigna a mi pronta desaparición.
Las últimas noches, antes de sentarse a dormir a mi lado, me dice
que no podrá vivir sin mí, que no lo soportará, que no sabrá qué
hacer, que yo no me puedo morir. Ella dice todo eso y llora sabien-
do que sus deseos no se cumplirán. Se aferra a mí y yo temo que
no sea lo suficientemente fuerte como para seguir.

68
CUATRO

69
70
1

Algunos de los libros usados de mi biblioteca copiada


llevaban notas en los márgenes. Me detenía en ellas: eran
palabras sueltas, frases o preguntas. No siempre distin-
guía las letras. A veces me pasaba horas tratando de des-
cifrarlas. Las más difíciles de leer fueron las escritas en
lápiz o tinta líquida. También me detenía en los textos
subrayados. Cuando los encontraba, los leía lentamente.
Si la línea subrayada era una que a mí también me habría
gustado marcar, sentía un gran placer: era como si por
un momento habría entrado en una especie de contacto
directo con el antiguo dueño. Otras veces, cuando me
encontraba con líneas que me atraían demasiado pero
que no estaban subrayadas, me daban ganas de dejar mis
propias marcas. Pero cada vez que lo intentaba se apa-
recía el recuerdo de mi madre, repitiendo que los libros
de la biblioteca son sagrados, intocables. Y aunque los li-
bros que yo leía y quería marcar no eran los de mi padre,
las palabras de mi madre resonaban sin parar. Ella ya
no vivía conmigo, pero yo pensaba absurdamente que si
marcaba alguno de los libros de mi biblioteca copiada,

71
ella aparecería de la nada. Nunca pude hacer algo contra
ese miedo. Nunca marqué los libros de mi falsa biblio-
teca. Tan solo volvía sobre las líneas en voz alta. No las
subrayaba pero trataba de retenerlas en mi memoria. Las
aprendía: primero una oración, luego la siguiente, hasta
tener el fragmento completo en mi cabeza. Es por eso
que tardaba mucho en leer los libros. Me detenía a me-
morizar cada texto que llamaba mi atención. Creo que
aún hoy podría recordar, palabra a palabra, muchos de
esos pasajes.

72
2

Un domingo, Rocío y yo llegamos a las afueras del penal


y nos encontramos con las puertas cerradas. No encon-
tramos la acostumbrada fila de gente esperando entrar.
Al contrario, las personas merodeaban, sin rumbo, en
todas las direcciones. La visita se había cancelado sin
previo aviso y la gente no sabía qué hacer. Circulaban
volantes en blanco y negro, anunciando que el nuevo di-
rector del penal había dispuesto la cancelación de visitas
los domingos y que, además, estas no vuelvan a ser mix-
tas. En adelante, los martes entrarían solo los varones y
los jueves solo las mujeres.
Rocío leía indignada y decía que se estaba come-
tiendo un abuso. No podían hacer eso y mucho menos
a última hora. Comenzó a organizar a los visitantes para
convencerlos de no moverse hasta que se abrieran las
puertas. Mucha gente quedó encantada por su energía
y la apoyó y dijo que sí, que se quedarían allí hasta el
final, hasta que la prensa acudiera al lugar. Pero el entu-
siasmo se terminó muy rápido, cuando todos nos dimos
cuenta de que la prensa ya se encontraba en el penal,

73
pero no afuera, para denunciar los abusos que se ha-
bían cometido contra los visitantes, sino dentro del pe-
nal, transmitiendo en vivo y en directo, las declaraciones
del nuevo director. En las pantallas de televisión de los
comerciantes ambulantes que rodeaban el penal, Rocío,
yo y el resto de visitantes, mirábamos cómo hablaba el
nuevo director. Con gran elocuencia, informaba sobre
los drásticos y beneficiosos cambios que, según él, traía
al penal. La reestructuración del régimen de visitas era
solo una de las primeras medidas que tomaba. Se venían
otras cosas que, por seguridad, no quería revelar aún.

Antes, pensaba que la vida me sería imposible cuando


Carola me faltase. Los días que siguieron a su muerte
parecían confirmar eso. La ausencia de Carola me cau-
só semanas enteras de tristeza. Su pérdida me había
producido tanto dolor que no podía comprender por
qué en tan solo unos meses yo ya aparentaba una recu-
peración total. Como si la tristeza se hubiese terminado
con la simple llegada de otra mujer. No pensaba más en
ella y ya creía que no podría vivir si Rocío me faltara.
Desde entonces no pude dormir. Todas las noches
me preguntaba si eso era normal, si era correcto olvidar
con tanta facilidad.
Rocío, en cambio, dormía y roncaba. Yo acomoda-
ba sus brazos y ella suspendía sus ronquidos por unos
minutos. Los sonidos volvían más tarde. Otra vez la mo-
vía ligeramente y ella daba un suspiro largo o un gruñi-
do, murmuraba dos o tres cosas y el ronquido se iba otra
vez. Por las mañanas mis ojeras eran inocultables. Rocío
preguntaba y preguntaba por el motivo de mi insomnio.

74
Terminé contándole que la culpa me invadía. Luego
le reclamé con timidez infantil:
—Tú me dijiste que nunca se olvidan a los muertos
que uno quiso, pero yo lo estoy haciendo.
Rocío me contestó con otra pregunta.
—¿Recuerdas su cara con nitidez?
Cerré los ojos. Imaginé a Carola. Sí, todavía recor-
daba cada detalle de ese rostro severo y sin emociones.
Luego abrí los ojos y me pregunté si ella también recor-
daba, con nitidez, la cara de su muerto. Tuve ganas de
saber cuál era su respuesta. Pero también tuve miedo
de resucitar el recuerdo de un hombre que ella quiso.
El recuerdo de un hombre que no era yo. Y ese miedo
pudo más.

*

El primer día de visita designado para los hombres, Ro-
cío despertó muy temprano y me puso una carta en el
bolsillo. No para mí, sino para Waldo. Esa vez las puer-
tas sí se abrieron con puntualidad y yo fui uno de los
primeros en la fila. Pero adentro muchas cosas habían
cambiado. Me fue difícil ubicarme. Las paredes y las
puertas seguían en su lugar pero con otros colores y más
limpias. El patio estaba libre de chozas improvisadas
para los presos pobres y sin celda. Sin dejar el asombro,
caminé hacia el pabellón de extorsionadores y antes de
llegar me encontré con Waldo. Eso me resultó extraño.
En todas las veces que había ido, nunca lo había visto
fuera de su celda. Me saludó rápidamente y me preguntó
por Rocío. Le conté que todo andaba bien con ella y al
oír eso me dijo que entonces me marchara de inmediato.
Las cosas no andaban bien. Le pregunté si podíamos ir

75
a su celda, era martes y tal vez pasaban un partido eu-
ropeo. Me tomó del hombro pidiéndome otra vez que
me fuera. No había televisión, no había cable, no había
refrigeradora, no había celulares, no había nada y la cel-
da que en realidad eran tres celdas en una ya no era más
para él. El nuevo director había reordenado todo, ya no
había presos con privilegio. Waldo estaba jodido. Antes
de irme quise entregarle la carta que Rocío me había
dado para él pero Waldo la rechazó. Nada de cartas ni
visitas, dijo. Una vez más me pidió que me fuera, que ni
Rocío ni yo volvamos hasta que él nos avisara. Nos pe-
día que nos quedemos al margen. Yo no sabía al margen
de qué, pero eso dijo y su rostro ya se mostraba inquieto
y sudoroso. No insistí.

Sí, yo recordaba claramente el rostro de Carola. Pero an-


tes de articular mi respuesta, Rocío ya me hacía otra pre-
gunta. Las conversaciones siempre eran así. Aunque yo
las iniciaba, en algún momento ella cambiaba los roles
y se ponía por delante. Yo le seguía los pasos, tratando
de recuperar terreno. A veces ella aceleraba y me dejaba
atrás. A veces dejaba que me acerque, pero nunca me
permitía alcanzar su ritmo. Quizá en eso, solo en eso,
se parecía a Carola. No porque Carola hablase tanto ni
tan rápido. La velocidad de Carola era meramente física.
Cuando salíamos parecía olvidar que yo iba con ella y yo
sufría tratando de alcanzarla. Carola siempre tomaba la
delantera con sus pasos, Rocío lo hacía con sus palabras.

76
*

Como dije antes, en otras cosas Rocío sí se tomaba su


tiempo. Se empeñaba a profundidad y guardaba la calma
hasta el final. Recuerdo que antes de la reforma carcela-
ria, cuando cocinaba en la celda de Waldo, Rocío tardaba
la mañana entera. Dedicaba horas a picar las verduras,
aderezar las carnes y darle distintos colores al arroz.
Decía que le gustaba lo que se cocinaba a fuego lento.
Sucedía lo mismo en casa. Cuando yo despertaba ella ya
no estaba allí. Mientras yo desayunaba ella abría la puer-
ta o yo adivinaba su sombra tras la ventana. Entonces
corría para ayudarla con las bolsas que traía del merca-
do. Siempre compraba demasiado, más de lo necesario
y al final tirábamos la comida. Le reclamé eso un par de
veces y dijo que ya lo sabía, que se había dado cuenta y
que tendría más cuidado al comprar. Pero no cambió y
no volví a reclamarle, no quería que ella se molestase.
No quería que nada echara a perder la rutina. Y enton-
ces en las mañanas, al ver su sombra corría para abrir la
puerta y coger la bolsa y le preguntaba qué iba a cocinar.
Ella respondía y luego me contaba algunas cosas que
le sucedían en el sucio mercado ambulante. O hablaba
del calor o frío que hacía afuera y abría el caño para be-
ber agua. Mientras tanto, yo ya terminaba el desayuno y
limpiaba la mesita de madera para dejarla lista. Porque
era allí donde Rocío comenzaba sus ceremonias con las
verduras y las carnes. Yo iba al taller o salía a recoger o a
entregar los cajones que iba pintando. Procuraba volver
a tiempo para sentarme junto a ella y almorzar. Hablába-
mos y nos reíamos mucho mientras comíamos. Después
ella abría un chocolate, se levantaba de la mesa, cogía su
bolso y salía por cinco o seis horas. Yo lavaba los pla-

77
tos, juntaba los desperdicios y trataba de ordenar la casa.
Digo trataba, porque el desorden de Rocío podía más
que yo. Las cosas del taller se habían mezclado con las
del dormitorio, las del dormitorio con la cocina y las de
la cocina con el taller. Los libros estaban dispersos por
mis tres espacios, cada vez más empolvados. Algunos
de ellos muy maltratados sobre el falso piso. Los libros
viejos se veían más viejos aún. Otros estaban húmedos,
afectados por las ligeras goteras que mi techo de calami-
nas no podía contener durante las garúas. Mi remedo de
biblioteca y todo lo demás no era más que un caos. Pero
yo creía ser feliz.

78
3

Muchas veces me pregunté cómo eran los libros de mi


padre por dentro. ¿Cuáles habrían sido los pasajes su-
brayados?, ¿tendrían notas en los márgenes?, ¿qué dirán?
Jamás encontré las respuestas. Entonces, cada vez
que leía mis libros, solo me quedaba imaginar la mane-
ra en que mi padre había leído esas mismas historias.
Trataba de adivinar qué escenas le habían gustado, qué
personajes eran sus favoritos. Todo eso me entretenía
por horas y horas. Pero al cerrar las historias el juego
también terminaba. Y cada vez quedaban menos libros.
Todo lo que sabía de mi padre lo había conocido
por mi madre. Y solo tengo fragmentos de esa historia.
Desde pequeño, cuando oía las escenas que mi madre
recordaba en voz alta, trataba de reconstruir la imagen
de mi padre. Pensaba que a lo mejor, con el tiempo,
mientras seguía oyendo esos lamentos y oraciones, po-
día extraer suficiente información como para conocer
episodios completos en la vida de mi padre. Pero lo que
pude saber en los años de mi niñez solo fueron deta-
lles aislados. Nunca pude darles coherencia. Y entonces,

79
mientras se iban acabando los libros de mi falsa biblio-
teca, yo pensaba, cada vez con más certeza, que el único
objeto que podría ayudarme a estar un poco más cerca
de mi padre, era su cuaderno de notas. Ese que perma-
necía cerrado y en mi poder, se convirtió en la última
esperanza. Y quizá por esa razón temía tanto enfren-
tarlo. No quería abrirlo porque deseaba mantener esa
esperanza con vida: la ilusión de encontrar algún pedazo
de mi padre a través de sus propias líneas. La idea de
conocer una parte de él que, de algún modo, me hablase.

80
4

Salí, tal como Waldo me lo pidió. Afuera ya me esperaba


Rocío.
—¿Entregaste la carta? —preguntó ella.
Miré sus ojos, sus ansias y no quise defraudarla.
—Sí, claro, la entregué.
Solo entonces Rocío volvió a respirar con normali-
dad y me preguntó cómo había encontrado a su herma-
no, cómo andaba él.
Yo ya no podía dar marcha atrás así que seguí min-
tiendo. No dije que lo encontré nervioso, muy asustado.
—Ha habido algunos cambios en el penal, pero
Waldo está muy bien, como siempre. Solo me ha pedido
que ni tú ni yo volvamos por un tiempo.
Por supuesto, Rocío no me creyó.
El jueves siguiente, a las seis de la mañana, ella ya
estaba en la ducha. O eso supongo, porque a las siete se
acercó a la cama, vestida y con una toalla en la cabeza
para despertarme y decirme que en unos minutos más
se iría al penal. Era el día de visita para las mujeres, el
primero desde que se había anunciado la reforma. Rocío

81
me quitó el sueño con sus palabras, me puse de pie y
quise detenerla. Rocío decía que su hermano no estaba
bien, que si Waldo no quería que ella fuera al penal era
porque algo andaba mal.
—Lo conozco.
—¿No entiendes? ¡Nos ha pedido que no lo visi-
temos!
—Sabes que igual voy a ir. Mejor no insistas.

La esperé en la puerta del penal. Luego de dos horas


Rocío salió llorando. La abracé de inmediato, pensan-
do que ella había visto a Waldo tan angustiado como lo
había visto yo. Su llanto no cesaba. Era la primera vez
que Rocío se ponía a llorar frente a mí. La mente se me
puso en blanco y sus lágrimas me entristecieron por un
instante. Luego recordé que ella lloraba por Waldo y eso
bastó para que la tristeza se esfumara.
Tranquila. Ya vas a ver que en pocos días Waldo
volverá a ser el mismo.
Me equivoqué. Ella no había visto a Waldo, ni an-
gustiado ni de ningún otro modo. Me dijo que recorrió
el penal varias veces, celda por celda y no lo encontró.
Ni a él ni a sus dos compañeros. Los han asesinado,
fue lo primero que pensé al escuchar a Rocío. Me alegré
ante esa posibilidad. Por mi mente se cruzaron los dife-
rentes diseños que, desde hacía tiempo, venía pensando
para el cajón de Waldo. Sí, ese sería el primer cajón que
pintaré con placer, pensaba en ese momento. Sin embar-
go, frente a ella, traté de disimular mi alegría, contuve la
emoción y la abracé con más fuerza.
Tras algunos minutos, Rocío se calmó. Me contó

82
que luego de buscar a su hermano por todos los rinco-
nes y no encontrarlo fue hasta las oficinas de la direc-
ción. Allí esperaban más personas que querían conocer
el paradero de sus presos desaparecidos. Me dijo que to-
dos esperaron por mucho tiempo. Luego, un guardia se
puso frente a ellos y leyó una lista. Waldo estaba en ella.
Todos los de esta lista, dijo el guardia, han sido traslada-
dos. Por tratarse de delincuentes de alta peligrosidad, el
traslado se hizo sin previo aviso, continuó. Cuando las
mujeres preguntaron a dónde los habían trasladado, el
guardia respondió que por ahora no podían dar el para-
dero de los presos. Las mujeres insistieron, algunas re-
clamaron justicia, otras amenazaron al guardia diciendo
que todo eso era ilegal.

Con la repentina desaparición de Waldo y su gente más


cercana, las cosas se pusieron más violentas en los ba-
rrios asesinos. La banda se había quedado sin cabeza y
todos en la zona hablaban de la necesidad de establecer
un nuevo orden. Rocío no podía creer que la gente estu-
viese más preocupada en saber quién sería el nuevo ca-
becilla que en averiguar el paradero de su hermano. Solo
ella parecía extrañarlo. Los jóvenes de la zona, lejos de
andar angustiados, actuaban con más libertad. No había
órdenes desde la cárcel. Rápidamente se comenzaron a
formar algunos grupos. Y casi de inmediato comenzó
la guerra para saber quiénes serían los nuevos líderes de
la zona.
En los años que llevaba trabajando allí, esa fue la
época de mayor demanda. Los cajones comenzaron a
entrar y salir de mi taller con mayor frecuencia. Me vi

83
obligado a trabajar el doble y ese fue el pretexto per-
fecto para decirle a Rocío que no podía acompañarla
en la búsqueda de Waldo. Los cajones eran tantos que
solo aceptaba aquellos que requerían un diseño sencillo,
algo que podía hacerse fácilmente utilizando los moldes.
Rechazaba los pedidos de pinturas personalizadas. No
había tiempo para eso. Y fue en esos momentos de in-
tenso trabajo que un día, al llevar un pedido a la casa de
los deudos de turno, me topé con algo que aún ahora, al
recordarlo, me pone nervioso. Yo llegué, como siempre,
con el cajón y lo coloqué al lado del cadáver que los
familiares iban velando. El cadáver era el de un señor
de rostro idéntico al de la fotografía de mi padre. Esa
imagen que yo había visto tantas veces de niño parecía
volver a presentarse frente a mí. Aunque con algunas
canas de más y unas pocas arrugas, el muerto se pare-
cía tanto a la imagen que yo guardaba en mis recuerdos
que me quedé inmóvil por varios segundos. La mujer
del muerto se acercó a mí para preguntarme si conocía
al difunto. La miré y dije que no, que no lo conocía, pero
me hubiese gustado hacerlo. Pregunté por el nombre
del muerto. Su mujer me dijo que se llamaba José Luis,
le decían Momo y era taxista. En la zona todos dicen
tener un oficio diferente del que realmente desempeñan.
Le pregunté si había muerto por un ajuste de cuentas y
como casi todos los deudos respondió que no, que había
sido una confusión. Después de esa breve conversación
abandoné el lugar pero no dejé de pensar en el rostro
de Momo, tan parecido al rostro que muchas veces vi
en blanco y negro, en la sala de mi madre. Ese rostro se
me había aparecido nuevamente, ya no en un papel sino
en un cuerpo. Pero en un cuerpo sin vida, como el de la
fotografía.

84
*

Rocío se ponía cada día más nerviosa. Acudió a todos


los lugares posibles en busca de ayuda. Visitó a las fami-
lias de los presos que trabajaban con Waldo. No encon-
tró respuestas. Pidió cita con el director del penal, nunca
se la dieron. Fue a los canales de televisión. Le pregunta-
ron por qué pedía justicia para un criminal de alto vuelo.
Esos mismos canales transmitían reportajes sobre
las medidas del flamante director. Los guardias mostra-
ban teléfonos incautados. Los periodistas entrevistaban
a presos comunes que decían estar mejor que antes. Ro-
cío los oía y se indignaba. Los acusaba de traidores. Las
cámaras recorrían las celdas y los nuevos camarotes que
se habían comprado. Rocío estallaba en llanto. Las cá-
maras enfocaban al director del penal cortando la cinta
inaugural del nuevo comedor, de los talleres de pintu-
ra y de la rescatada biblioteca. Ella gritaba, impotente.
En el penal, los presos más poderosos habían dejado de
gobernar o habían desaparecido y la televisión lo cele-
braba.

85
(Segunda nota legible)

Hartford, noviembre de 1983

Voy a continuar con el diario de la novela. Vuelvo a escri-


bir aquí después de diez meses porque las cosas no han sido tan
sencillas. En el camino ha estado mi matrimonio, los preparativos
para el viaje, nuestra instalación, las visitas al campus, la familia-
rización con el idioma, con el clima y con el sistema universitario.
Sobre todo esto último ha sido lo que más tiempo ha llevado. Por-
que he vuelto a las aulas luego de seis años y he sentido el desfase.
Antes de venir solo cogía un libro dos o tres horas por día.
El resto del tiempo permanecía en el trabajo o con Gabriela: la
abrazaba en el cine, en mi habitación, en la sala de su casa o en
el autobús.
Aquí las cosas han cambiado drásticamente, las cosas son
diferentes. Ahora que ya estoy por terminar otro semestre no tengo
tiempo más que para leer. Porque no leo menos de diez horas por
día. Y ni siquiera así puedo terminar los libros que nos asignan
los profesores de la universidad. El ritmo es más intenso del que
imaginé. Pero no me arrepiento de haber tomado este camino, lo
único que me pesa es no haber venido antes. Estoy cansado pero
contento. Se aprende más aquí. Y se vive mejor. Aunque cuando
hablo con mis nuevos compañeros me dicen que no debo tomarme
los seminarios muy en serio, que debo tener una vida. Que debo
salir, pasear, beber, distraerme con otras cosas de vez en cuando.
Eso repiten siempre: debes tener una vida. No les respondo que
esta es mi vida porque se burlarían o no me creerían. Aunque
confieso que a veces, cuando los veo mucho menos tensos que yo,
creo que tienen un poco de razón. Pero algo me empuja a seguir
leyendo, a comer mucho y dormir poco. No sé en qué momento me
volví tan obsesivo, el caso es que trato de leerlo todo. No puedo,

86
nunca puedo, pero siempre lo intento. Por eso digo que mi vida
ha tenido un cambio drástico. No tengo tiempo para otras cosas.
Jamás voy con Gabriela al cine, ni siquiera hemos terminado de
conocer la ciudad. Solo hablamos un poco por las noches, antes de
dormir. Ella me cuenta cómo le va en sus clases de inglés, cómo van
sus averiguaciones sobre los tratamientos de fertilidad. Gabriela
me cuenta eso y seguramente otras cosas más, mientras yo trato de
escucharla y la mente no me permite concentrarme porque ya me
está recordando la cantidad de lecturas que tengo pendientes.
Cada mañana que despierto todavía está oscuro afuera. Me
ducho, tomo un vaso de agua y comienzo a leer. Gabriela tarda
un poco más en la cama y luego pasa por delante, con la cara de
sueño. Pienso que ya debe estar cansada de mí. A veces le pido el
divorcio, le digo que esta vida no es para ella, pero Gabriela me
ignora. Cree que bromeo y me pide que no hable tonterías. Me da
la espalda y se va. Pero qué estoy haciendo. Este no es mi diario
personal. No. Este debería ser el diario de la novela. Aquí debo
escribir, en orden o en desorden, con coherencia o sin ella, todas
las cosas que me vengan a la mente con respecto a la novela que
pronto escribiré. Entonces basta de excusas. El caso es que no he
podido volver a estas líneas hasta hoy y no sé cuándo volveré otra
vez. En mi defensa, o autodefensa, también debo decir que aunque
no haya escrito aquí, sí he estado pensando un poco en mi novela.
Mientras desayuno o almuerzo, estoy pensando en las historias que
podría incluir. También pienso en ella en el tren, mientras viajo a
la universidad. El tramo es muy corto, apenas diez minutos. Pero
es así, son en esos pequeños espacios libres de lectura en los que
vienen a mi mente los posibles personajes, las imágenes.
Creo que deben ser tres historias que confluyan al final de
la novela. Los espacios de cada historia también serán distintos:
una ciudad de Norteamérica (inspirada en la región noreste), una
ciudad de Latinoamérica (inspirada en la región suroeste) y una
embarcación militar en el Mar Caribe.

87
Uno de los temas principales será el amor patrio y la migra-
ción. Quiero ironizar sobre la ficción de los símbolos nacionales,
una ficción que le traerá conflictos y desgracias a mis tres prota-
gonistas. El primer personaje es un militar. El nombre lo elegiré
después, pero sé que debe estar entre los treinta y treinta y cinco
años. Diré que llegó a su institución cuando apenas consiguió la
mayoría de edad. Y que allí fue adoctrinado y convertido en un
cadete ejemplar. Soñará con morir defendiendo su bandera. En la
novela, él seguirá una misión en las aguas del Caribe y yo haré
que su sueño sea cumplido. Caerá en combate. Pero lo hará paté-
ticamente. Y se irá muriendo mientras entona su himno nacional.
Mi segundo personaje será una joven latina en una fábrica nortea-
mericana. Tendrá veinte o veintitrés años. Habrá migrado junto
a sus padres, a los cuatro o cinco años de edad. Mientras trabaja
y ya casi no pronuncia palabras en español, se enamorará perdi-
damente del supervisor, otro joven de origen latino. El conflicto
surgirá cuando la familia de la novia se oponga rotundamente a la
relación porque el novio pertenece a un país distinto, a un país al
que la familia de la muchacha considera “enemigo histórico”. Mi
tercer personaje todavía no está definido. Tengo algunas ideas pero
ninguna de ellas me convence.
Quiero utilizar diálogos simples y breves. Evitaré todo tipo
de solemnidad.
Otra cosa pendiente es la focalización. He pensado en que
uno de los personajes narre su historia en primera persona y un
narrador en tercera persona se ocupe de los otros dos. Ambos enfo-
ques tienen sus ventajas y desventajas. Creo que lo mejor es combi-
narlos. Pero todavía no sé muy bien de qué manera.
A pesar de abarcar diferentes lugares del continente, no se
tratará de una novela abundante en detalles geográficos. Al con-
trario. Se debe tratar de tres historias personales, muy íntimas.
Tengo todavía mucho por hacer. Pero creo que este pequeño
esquema puede servirme de inicio para continuar pensando en la

88
novela con mayor orden y claridad. Ahora debo dejar de escribir
porque es tarde y la cabeza me comienza a molestar.
Espero agregar más detalles en mi siguiente entrada. La idea
será moldear bien a los personajes, porque en algún punto se van a
unir. Esa unión debe ser natural. Pero primero necesito la tercera
historia. Es esa historia la que servirá de puente entre la primera
y la segunda. Creo que eso puede funcionar. Ahora mismo se me
ocurren algunas ideas más al respecto pero será mejor descansar.
Dejar estos papeles por un tiempo. Unas semanas, tal vez algunos
meses como la última vez. Cuando vuelva debo tener la tercera
historia. Comenzaré a pensar en eso.

89
90
CINCO

91
92
1

La noticia era la misma en todas las portadas: el director


del penal había sido asesinado. Todo sucedió en un res-
taurante donde celebraba el cumpleaños de un subalter-
no. Un individuo entró al lugar y disparó en la espalda del
director. Fueron dos tiros. El asesino salió del restaurante,
montó una motocicleta y huyó. Los hombres del director
no supieron qué hacer. La ambulancia tardó y el director
murió antes de llegar al hospital. Una muerte como tantas
otras de por aquí. Pero en ese caso la víctima era impor-
tante. Por eso, la policía comenzó a actuar como nunca
lo hace y en pocas horas detuvo al sicario. Este habría
confesado que fue contratado por la gente de Waldo. Solo
entonces la prensa se concentró en saber quién era él y en
averiguar su paradero. Los medios informaron que, meses
atrás, Waldo había sido trasladado a una cárcel de máxi-
ma seguridad en la sierra central. También afirmaban, sin
pruebas suficientes, que Waldo había decidido asesinar al
director por venganza, porque este logró desarticular su
poderosa mafia. Rocío, extrañamente calmada, asegura-
ba que esas eran calumnias. Decía que era imposible que
Waldo planeara algo desde tan lejos y sin ningún tipo de
93
comunicación. Rocío dijo eso sin perder la compostura.
Su hermano, después de todo, había aparecido. Estaba
lejos y acusado gravemente, pero existía.

La noticia de que Waldo estaba vivo se regó como pól-


vora en los barrios asesinos. Todos se preguntaban
cómo había logrado planear la muerte del director desde
tan lejos. Las bandas que hasta entonces se disputaban
el poder, dejaron de enfrentarse. Waldo había aparecido
para matar a una autoridad y los criminales de la zona
creyeron que tarde o temprano, también volvería a te-
ner poder. Si había matado al director del penal, no le
costaría mucho deshacerse de las bandas callejeras que
deseaban tomar el poder. Por eso los jóvenes se calma-
ron por unas semanas, temían la venganza del reapare-
cido cabecilla. Y mi oficio volvió a ser como antes o in-
cluso menos demandado. Ahora recibía solo dos o tres
cajones por semana: muertos por peleas comunes, por
sobredosis, suicidios, asesinatos entre familiares, caídos
en enfrentamientos con la policía… Y entonces volví a
aceptar todo tipo de pedidos. Volví a los diseños perso-
nalizados, volví a dibujar el rostro de los caídos, volví a
escribir sus frases favoritas sobre el cajón.

Pero la aparición de Waldo marcaba también otro cam-


bio en mi rutina. Uno radical. Ahora que se sabía que
Waldo estaba vivo y actuaba desde otra cárcel, en un
lugar muy alejado de la ciudad, todo cambiaría para mí:
Rocío buscaría a su hermano, iría tras él.

94
2

Días antes de abandonarme, Rocío se propuso ordenar


todo en casa. Poco a poco, la cocina volvía a ser coci-
na; el taller, taller y el dormitorio, dormitorio. Limpió y
ordenó cada rincón como nunca antes lo había hecho.
El último día se apareció con sábanas, almohadas
y cuatro cajas nuevas para guardar los libros. Rocío los
había dejado para el final. Éstos aún permanecían rega-
dos por toda la casa. Algunos estaban sobre las latas de
pintura, otros sobre el piso falso de mi cuarto o sobre
las viejas y apolilladas repisas de la cocina. Todos ellos
empolvados, manchados y maltratados. Porque me deja-
ron de importar durante el tiempo que Rocío vivió allí.
Ella tiró a la basura los cartones viejos, armó las
cajas nuevas que había traído para los libros y cuando
los comenzaba a llenar le pedí que se detuviera, que por
favor no lo hiciera.
No quería que tocara los libros, en uno de ellos es-
taba escondido el sobre con la carta que ella escribió
para Waldo, esa que yo no supe entregar.
—Deja eso. Yo lo haré cuando te vayas.

95
—No, yo los saqué, yo los volveré a guardar.
—Rocío, tú no sabes cómo los ordeno. Lo haré des-
pués, no te preocupes.
Ella no insistió más. Noté algo de molestia en su
rostro. Dejó las cajas allí, armadas, destapadas, vacías.

La última noche fue triste para ambos. Rocío tenía todo


empacado. Se iba a la sierra para estar cerca de Waldo.
Me pidió una vez más lo que me iba pidiendo durante
los últimos días. No podía acompañarla. Estábamos so-
bre la cama y los suspiros no cesaban. Yo contenía las lá-
grimas, seguramente ella también. Sabía que tal vez más
adelante me arrepentiría. Traté de mantenerme firme.
Aquella noche no fui capaz de decirle lo que real-
mente pensaba: ella debía quedarse conmigo. Abando-
nar a Waldo. Dejar que se hundiera. ¿No había sido él
quien mandó matar a su expareja? ¿No sería él quien me
mandaría a matar si quisiera? ¿O es que acaso ella me
había estado mintiendo todo ese tiempo? ¿Acaso a ella
no le importaba nada excepto su hermano? Tal vez debí
haberle dicho todo eso, pero no me atreví. Hasta enton-
ces yo no había logrado entender la devoción que ella
profesaba por Waldo y no me quedó más que aceptar
la realidad. Ella no se quedaría conmigo y yo no me iría
con ella. No la acompañaría porque Waldo había provo-
cado algo que yo nunca pensaba perdonar.

96
3

La despedida fue fugaz. Ella me abrazó fuerte y subió


al bus. No dijo si la volvería a ver, no me volvió a pedir
que la acompañe, no dijo siquiera si me llamaría. No dijo
nada. Solo me abrazó. Yo también permanecí callado
durante los breves segundos que juntó su cuerpo al mío.
Cuando subió al bus di la vuelta y me alejé. No quería
seguir viéndola. Caminé y contuve las lágrimas hasta lle-
gar a mi cuarto. Pero cuando vi las cajas que Rocío había
comprado no pude contenerme. Ellas permanecían en
cada rincón, abiertas, inconclusas y vacías, como yo.
Aún con lágrimas en los ojos, decidí ocuparme en
algo para no pensar más en ella. Era momento de guar-
dar nuevamente los libros. Logré juntar todos los volú-
menes en un solo rincón. Luego los comencé a ordenar
como antes, alfabéticamente. Recordaba exactamente el
contenido de cada uno de ellos, el momento y el lugar
en el que los leí. Sentía un extraño placer al ordenarlos.
Seguramente lo que mi padre sintió organizando sus
propios volúmenes fue algo semejante. Para entonces
habían pasado ya muchos años desde la última vez que

97
los había leído. Pero la imagen de cada uno de los perso-
najes permanecía fresca en mi memoria. Iba pensando
en todo eso cuando entre los últimos libros que iba ho-
jeando y guardando distinguí el sobre con la carta que
Rocío había escrito meses atrás. Entonces dejé de pensar
en los libros. Cogí la carta entre mis manos. Dudé. Fi-
nalmente la abrí. Eran dos páginas. Estaban escritas con
letras muy pequeñas. Comencé a leer. Allí revivía Rocío.
Amaba a su hermano por sobre todas las cosas. Aun
cuando la carta tenía algunos episodios en los que Rocío
se refería a mí con cariño y gratitud, era claro que mi
lugar era secundario. Era un personaje muy importante
en su historia, pero no llegaba a ser el protagonista. El
ser amado era otro. Continuaba leyendo sus líneas y me
parecía escuchar nuevamente su voz. Adivinaba las di-
ferentes expresiones que debió tener su rostro mientras
ella escribía cada una de esas palabras. Entonces solté,
otra vez, algunas lágrimas. Por los instantes que duró mi
lectura había recordado a Rocío con mucha intensidad.
Esas líneas no eran para mí pero quise sentirlas mías.
Me sequé la cara y devolví la carta al sobre. Rocío ya no
estaba conmigo, pero leyendo sus líneas comprendí per-
fectamente su ausencia. Comprendí tanto amor, o quise
comprenderlo. Y eso me alivió. Eso borró mi resenti-
miento con Rocío. Eso atenuó algo del intenso odio que
venía sintiendo por Waldo.

98
4

Con los libros frente a mí y el alivio que me había pro-


ducido la carta de Rocío, solo pude pensar en otra carta:
en el cuaderno de notas de mi padre. Ese cuaderno tam-
bién representaba una correspondencia ajena, sellada. Y
yo sentía que ese era el mejor momento para averiguar,
por fin, el contenido de esas notas. Me creí preparado.
Pensé que ya podía conocer a mi padre, o por lo menos
un fragmento de lo que él fue. Levanté el viejo colchón,
palpé sobre los cartones de la cama y encontré la bolsa
negra. La saqué, le quité el polvo de encima. La abrí
y tuve ante mis ojos, después de mucho tiempo, aquel
cuaderno que hasta entonces no había leído. Lo observé
por unos instantes. Luego le quité, tembloroso, el lazo.
Finalmente lo abrí.
Eché un vistazo rápido a las páginas. Unas cincuen-
ta hojas en total. Las primeras se mostraban legibles,
pero más adelante comenzaba a distinguir muchas pá-
ginas manchadas y tachadas. Luego, muy ansioso, volví
a la primera página. A la primera línea: “Escribo historias
desde los diecisiete años. Aunque ‘escribir historias’ no parece

99
ser el verbo adecuado. Lo justo sería solo decir ‘comienzo histo-
rias’…”. Y así fue como empecé a leer ese cuaderno de
notas a través del que sabría que mi padre murió antes
de tiempo, antes de que yo naciera, antes de concluir la
novela que planeaba escribir. Esa novela que yo intenté
completar y no pude. Porque no tengo talento para la
ficción. No pude siquiera escribir la tercera historia que
él andaba buscando, fui incapaz de inventar otro perso-
naje. Tras ese fracaso, lo único que pude hacer al leer el
cuaderno de notas fue escribir estas páginas, contando
mi vida, la real, la que duele.

100
(Primera nota legible)

Lima, enero de 1983

Escribo historias desde los diecisiete años. Aunque “escribir


historias” no parece ser el verbo adecuado. Lo justo sería solo decir
“comienzo historias” desde que tenía esa edad. Desde entonces
habré empezado diez o quince historias que debieron terminar
en cuentos, y tres o cuatro historias destinadas a ser novelas. En
total no creo haber escrito mucho más de doscientas páginas. Todas
inconclusas.
Hoy hago este breve recuento porque se termina mi año
veinticinco y comienzo a cerrar un ciclo en mi vida. Hoy inicio
algo nuevo.
Digo que se termina una etapa y se inicia otra porque hace
un mes supe que no seguiría más en este país. Pude conseguir una
beca para hacer el doctorado afuera. La solicité en un departamen-
to de filosofía. Lo hice pensando en las grandes posibilidades de
ser rechazado. Porque los años previos que figuraban en mi hoja
de vida solo me había dedicado a la literatura, como estudiante de
pregrado primero y como crítico en revistas y periódicos después.
Felizmente mi pronóstico no se cumplió. Me aceptaron y eso me
sorprendió. Creo que esta es la mejor oportunidad para comenzar
otra vez.
Confieso que al principio, cuando decidí dejar la ficción por
la filosofía, no pensé en escribir una novela a manera de despedida.
Pensaba que la ficción estaba totalmente agotada para mí, que
era momento de avocarme por completo a explorar otros ámbitos
hasta que reordené mi pequeña biblioteca. Creía que últimamente
prefería mirar hacia la filosofía pero en mis estantes solo encontré
cuatro pensadores contemporáneos y dos clásicos. También encon-
tré algunos estudios literarios, libros de arte, poesía y teatro. Pero

101
todo lo demás, la gran mayoría de libros que aparecían allí eran
cuentos y novelas. Entonces, lo primero que hice fue llenar la male-
ta con los seis libros de filosofía. Sí, vengo preparando mis maletas
aunque falten todavía algunos meses para viajar. Tiré a la basura
todo lo que no era cuento y novela y volví a repasar lo que quedaba
en la pequeña biblioteca. Cogí y abrí uno a uno los libros. Algunos
eran clásicos que recordaba con emoción; otros, libros contemporá-
neos que algunos amigos habían publicado. También había libros
que recibí de regalo y libros prestados que por alguna razón no
pude devolver. Sentado, mirándolos, recordaba los momentos en
que llegaron a mis manos. Si algún volumen no me traía ningún
recuerdo especial, lo separaba para desecharlo. Al final solo se
quedaron los libros que significaron algo para mí. Los ordené. Mi
pequeña biblioteca se convirtió en una más pequeña todavía. Sentí
que esos pocos libros de alguna manera, eran yo. Tal vez soy muy
sensible. Eso no importa. Lo cierto es que me invadió una tristeza
profunda. Los dejaré aquí, en este país, pero no los abandonaré.Y
no abandonarlos podría significar hacer un libro que salga de mí
y los acompañe después.
Cuando mi novela se recueste sobre esos libros habré cum-
plido mi deuda, con tantos personajes memorables, con tantas his-
torias que nunca olvidaré, con tantos autores amigos. Así pensé
aquel día, así pienso ahora. Porque esos libros no solo eran objetos,
eran los años dedicados a la literatura, los años que había creído
en ella. Será una manera de cerrar un ciclo. Creo que ya dije eso.
Por eso estas páginas funcionarán como el diario de mi pri-
mera y última novela. En las siguientes semanas trataré de en-
contrar el tema, la estructura en que escribiré esa historia y luego
esbozaré algo.
Para comenzar con calma, creo que debo escribir aquí sin
presiones de tiempo. He decidido algo y lo haré a largo plazo. Por
primera vez planificaré mi escritura y no me sentaré como un po-
seso a escribir y escribir cosas que después queden dispersas o sean

102
imposibles de ensamblar. No puedo arriesgarme. Esta novela se
escribirá de todas maneras. En cinco años. Sí, a lo largo de cinco
años. Mientras avanzo con los cursos de la maestría y la tesis del
doctorado.

103

También podría gustarte