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¿Y por qué no
plantearse no leer
en vez de leer?
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Hugo Perez Navarro
Aun cuando la crisis de la lectura –del acto de leer, del consumo de libros, del libro como
objeto dotado de un valor excelso, de la consideración de la lectura como mecanismo
fundamental de cultura, difusión de ideas, enseñanza-aprendizaje, fuente de placer, etc.-
no es exclusiva de nuestro país, se observa que es justamente en los ámbitos educativos
donde sus manifestaciones exhiben rasgos más acusados.
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Surge entonces la pregunta de inspiración heideggeriana del tipo “¿por qué
más bien no plantearse no leer en vez de leer?”
La primera inspección suscitada por semejante pregunta se orienta al
contexto sobre el que se pretende trabajar. Como las premisas que
describen como crítica a la situación de la lectura se refieren a la sociedad
argentina en su conjunto, conviene avanzar sobre ese campo.
Al abrir los ojos sobre el contexto se observan dos niveles de análisis: uno
al que puede llamarse histórico y otro, claramente social.
El primero muestra una modificación radical en los valores de referencia
que giran en torno a la lectura.
Es sabido que la lectura como práctica deriva inicialmente de la posibilidad
de multiplicar uno de los elementos que constituyen: el material impreso -
con el libro como objeto paradigmático- y la alfabetización como
posibilitadota del acto de leer.
Es sabido también que después de la explosión de la imprenta, apoyándose
en nociones fuertemente instaladas por el humanismo y en el contexto del
gradual proceso de urbanización, industrialización y masificación, el libro se
integra gradualmente al consumo social, aunque menos como mercancía
que como objeto cuyo valor principal reside en las infinitas posibilidades
que ofrece a quienes se acercan a él. Este es el marco en el que prácticas
reiteradas –acaso exitosas, en cuanto a resultados- devienen en valores que
ratifican y afirman tales prácticas, casi como ideologías. Y esto es lo que
configura la situación de los campesinos y obreros que aprenden a leer por
las suyas o tras un fugaz paso por la escuela, persisten en la lectura y logran
ampliar sus posibilidades de inserción social con diversa fortuna.
Durante casi un siglo y medio esta situación –su práctica generalizada, los
valores que implicaba- resultó prácticamente paradigmática e
incuestionable convirtiendo al libro en objeto sacro y haciendo de los
términos letrado o leído sinónimos de educado o culto.
Hoy, la aceptación de ese esquema de valores en tanto práctica es un
santuario que se venera pero no se visita; algo que se está perdiendo,
jaqueado por elementos, situaciones y una dinámica socio-cultural que no
interesa considerar aquí.
En cuanto al contexto social, pueden considerarse tres campos de análisis
posibles: la sociedad en su conjunto, los niños y adolescentes -
especialmente los que están en el período de su formación dentro del
sistema-, y los que están fuera del sistema. Pero fuera, completamente
fuera: marginados, expulsados del círculo de la sociedad por su condición
de extrema pobreza y confinados a permanecer fuera de los límites por la
presión que el mismo sistema que los expulsó genera, tanto desde la
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concentración económica, como de la ideología y aun desde las llamadas
políticas sociales.
Quienes están integrados y no leen han descubierto que pueden vivir sin
leer, que la lectura no es algo que necesiten para hacer sus vidas de todos
los días. Lo cual, en sí mismo, no es a priori ni bueno ni malo; no lo es
como suceder de todos los días.
Y en esto, quienes estando dentro de los marcos del renuncian a la lectura
se hermanan con quienes no acceden a ella por estar fuera del sistema.
Porque ni unos ni otros necesitan leer para vivir. Porque sus vidas
funcionan sin la lectura y porque la lectura no tiene nada para ofrecerles.
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Se lee lo escrito. Lo escrito por alguien que dice algo en lo que escribe.
Porque el que escribe habla por otros medios.
Se dirá que quien habla se comunica. Se dirá que la imagen también
comunica. Es cierto.
Pero el que habla se vale de la palabra y la palabra algo más que un medio
de comunicación, algo más que un recurso expresivo.
Porque la palabra, el habla, sostiene la posibilidad de pensar. La palabra
hace posible el pensamiento. Porque si bien hay instancias de pensamiento
pre-verbales, éstas no se sostienen, no adquieren entidad como pensar hasta
que se montan sobre las palabras.
La palabra el la cabalgadura del pensar, no sólo porque lo transmite, lo
transporta, sino porque lo forma y lo sostiene. Un pensamiento sin palabras
es un jinete sin cabalgadura y un jinete sin cabalgadura, por definición, no
es.
Tenemos entonces en la palabra, que ahora vemos como palabra escrita,
como palabra leída, al pensamiento vivo, en situación de circular y de
encarnarse en hechos que hacen la vida.
Tenemos entonces a la lectura como escenario del pensamiento, como
escenario de posibilidad de circulación y expansión del pensamiento.
Dice José Pablo Feinmann que Descartes le cortó el cuello a Luis XVI.
¿Cómo? Escribió. Alguien-muchos álguienes- leyó -leyeron-. ¿Qué cosa
leyeron? La obra de Descartes, las ideas de Descartes, en las que se
impulsaba a la razón, a la que Kant emparentaría en forma indisoluble con
la libertad; todo ello devino en algún momento en doctrina política, luego
en acción política y como la realeza se opone a la Razón y a la Libertad el
rey pierde la real cabeza.
Y las ideas que circulan en los libros, promueven otras ideas que llevan a la
acción.
¿Para qué sirve leer entonces?
Primero, no es necesario que sirva para nada. Basta con que tenga un
sentido.
¿Y cuál es, entonces, el sentido de la lectura?
Hay uno fundamental: conserva, difunde, expande y multiplica la palabra.
Y la palabra es el núcleo constitutivo de lo humano, puesto que la palabra,
como lenguaje, es la posibilidad que tiene el hombre de encontrarse en los
otros. La palabra –el lenguaje- socializa, humaniza la realidad y así
humaniza doblemente al hombre.
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A partir de ahí, de la palabra, de la constitución del pensar, de la circulación
de las ideas, del reconocimiento de los iguales, se constituye la posibilidad
de mirar al mundo con nuevos ojos.
¿Y eso para qué sirve?
En una realidad violentamente inclinada al dominio de la imagen como
forma de comunicación y a la emoción como canal de contacto con uno
mismo y con los otros, están estallando cada vez más las posibilidades del
diálogo.
La emoción es parte insustituible de lo humano. Pero cuando se la coloca
en lugar de la razón, se mueren las posibilidades del diálogo. Porque los
juicios fundados en las emociones no tienen límite ni sentido. La
subjetividad de las emociones cercenan la posibilidad de un nosotros que
no integra a quienes están fuera del marco de mis emociones.
Estos hechos suelen pasarnos inadvertidos puesto que circulan en todos los
medios masivos, en forma de verdades absolutas.
Frente a ellas sólo queda la posibilidad de la palabra, portadora, cabalgadura
del pensamiento crítico. Y es el pensamiento crítico, orientado a la
construcción de una sociedad con lugar para todos, lo que nos habrá de
permitir la subsistencia y la proyección hacia esa sociedad, cuyo carácter
utópico reside sólo en la inacción derivada de la falta de crítica.
¿Por qué no plantearse no leer en vez de leer? Porque hay que hablar,
porque tenemos que pensar. Porque aunque no hay más Luis XVI, nada
impide que tengamos alguna sospecha al respecto. Habría que pensarlo.