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Reflexiones sobre Isaiah Berlin: Dos conceptos de libertad y otros escritos,

trad. de Ángel Rivero, Madrid, Alianza Editorial, 2010, 160 pp.


Por Francisco Blanco Brotons

Este libro está formado por tres escritos de Isaiah Berlín. El primero y más relevante
es “Dos conceptos de libertad”, el segundo “El fin justifica los medios” y el último es
“Mi trayectoria intelectual”. Aquí sólo hablaré del primero.

“Dos conceptos de libertad” parte de la distinción de dos tipos de libertad, la positiva


y la negativa, para centrar su atencion durante la práctica totalidad del escrito en
posibles perversiones de la libertad positiva. Está dividido es ocho apartados, en el
primero hace una exposición de la libertad negativa, que significa el no ser
obstaculizado por otros. Cuanto mayor sea el espacio de no interferencia, mayor
será mi libertad, de lo que se sigue que aquí el principal problema es el de dónde
establecer la frontera entre el ámbito privado y el público. Se debe alcanzar un
compromiso práctico entre mi libertad y la de otros. También hace constar que este
tipo de libertad, que es un fin humano en sí mismo, no tiene conexión con la
democracia (son independientes lógicamente).

En el segundo apartado hace una exposición de la libertad positiva, la cual deriva del
deseo del individuo de ser su propio amo. Esta definición no parece distar
lógicamente de la de libertad negativa, pero según Berlin, la clave está en que se
desarrollan en sentidos divergentes. En este apartado también se critica la
“monstruosa suplantación” que las teorías de la autorrealización provocan al
distinguir entre un “yo verdadero” (racional) y un yo inferior (pasional) y el supuesto
derecho a imponer la verdad racional a los ignorantes sometidos a las pasiones.
Berlin distingue dos formas históricas del deseo de autogobierno: autonegación y
autoidentificación con un ideal. En el apartado tres analiza la primera de ellas, la
autonegación, que interpreta como el esfuerzo por librarse de los deseos que no
puedo realizar para sentirme libre, y lo relaciona con el control de los deseos de
Kant: “me identifico con el que controla y así escapo de la esclavitud”. En el cuarto
apartado comenta la autoidentificación con un ideal o autorrealización, la cual
consiste, según él, en el intento de conseguir la libertad usando la “razón crítica”,

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gracias a la cual alcanzaríamos la comprensión de lo necesario y lo contingente.
Éste sería el programa del racionalismo ilustrado, la idea de que nos liberamos de la
esclavitud mediante el análisis y el entendimiento, y que entender la necesidad de
las cosas es desear que así sea (emancipación por la razón). Berlin se opone
afirmando que el conocimiento no libera. En el quinto apartado desarrolla su visión
de la “emancipación por la razón”, la idea de libertad como autogobierno racional. Un
estado racional sería el gobernado por leyes que todos aceptan como racionales. El
elemento central de su argumentación es que esta posición implica que sólo puede
haber una única solución racional verdadera, pues dos soluciones verdaderas serían
incompatibles lógicamente. La consecuencia de esta posición sería que una vez
establecida esa única solución verdadera por parte de los sabios, sólo
desobedeceran los ignorantes, de modo que por su propio bien se les puede obligar
a seguir esas verdades, haciéndolos al mismo tiempo más libres a pesar de la
coacción, pues quien sigue la razón es libre. Según Berlin el argumento de la
autodeterminación se basa en tres premisas (volveré más tarde sobre ellas), todas
ellas falsas. El apartado sexto alerta sobre el peligro de confundir la libertad con la
igualdad, la fraternidad o el reconocimiento. Se centra en éste último. El
reconocimiento sería el “deseo de unión, entendimiento, integración de intereses,
común dependencia y sacrificio”, y no sería conveniente considerarlo libertad en un
tercer sentido por el riesgo de que el concepto de libertad se vuelva confuso e
inservible. En la parte séptima advierte del peligro de enfatizar la libertad positiva en
detrimento de la negativa e insiste en que la democracia no tiene relación con la
libertad negativa: el problema no es quién ostenta la soberanía, sino cuánta
autoridad tiene el soberano. Para los liberales, el valor último es la libertad negativa
y toda sociedad libre se basa en dos principios: sólo los derechos son absolutos y
que hay “fronteras naturales” definidas por normas “ampliamente aceptadas que
definen el ser humano normal”, dentro de las que los hombres son inviolables. El
último apartado se centra en el contraste entre monismo y pluralismo. El primero es
la creencia en la existencia de una solución definitiva, que todos los valores positivos
son compatibles, y sería la responsable de la masacre de individuos en la historia.
Frente a ésto, la opción personal de Berlin es lo que él llama “pluralismo”, según él
un ideal más verdadero, que implica la libertad negativa: el reconocimiento de que
los fines de los hombres son múltiples y no todos ellos compatibles. Nuestra opción

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dependerá de nuestra idea de vida humana satisfactoria.

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Desde la primera página de “Dos conceptos de libertad”, cuando afirma que
“aquellos que depositan su fe en algún fenómeno transformador del mundo, [...] se
ven impelidos a pensar que todos los problemas se convertirán en problemas
tecnológicos”, muestra indicios de las carencias epistemológicas (en su
consideración de la razón en general, de la razón crítica y de las paradojas de la
razón clásica en particular, en su concepción de ideología, en su caricaturesca
simplificación de la herencia de la Ilustración y de la relación de las ideas con su
desarrollo histórico...) que convierten a este libro en una enorme falacia intelectual.
Pero vayamos por partes.

Antes de comenzar el apartado primero, Berlin hace una advertencia sobre el poder
de las ideas, aviso que iría dirigido a ciertos pensadores irresponsables que no se
dan cuenta de que desde el cómodo sillón de su estudio pueden poner en circulación
ideas que provocan derramamientos de sangre. Desde esta posición le parece
razonable ver a Rousseau como el “arma ensangrentada de Robespierre”.
Ciertamente las ideas tienen mucha fuerza, pero el problema de sus consecuencias
históricas no se puede resolver a la ligera. ¿De dónde procede esa fuerza? Creo que
no podemos responder diciendo que del cómodo sillón de un estudio. Responder así
y atribuir la responsabilidad de los desarrollos de una idea al filósofo que
inicialmente pensó esa idea, es pasar por alto el papel fundamental de hermenéuta
del sentido que todos los individuos poseemos. Esta consideración, una de las
grandes conquistas de los siglos XIX y XX en la comprensión del hombre, es
ignorada por Berlin, tanto aquí como en otros puntos de este libro y es una muestra
de la pobre comprensión que tiene del ser humano.

La libertad negativa es para Berlin “que uno no sea estorbado”. Es esto y nada más,
su conceptualización no va ni un centímetro más allá (el resto del capítulo lo dedica
a criticar otras posturas sobre la libertad negativa para aclarar lo que ésta no es), no
se propone en ningún momento desarrollar analíticamente esta idea ni dotarla de
más contenido, de hecho, a lo largo del libro, cuando aparece alguna idea que

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podría estar asociada al no ser estorbado, tal como “hacer lo que uno quiera” o “ser
el propio amo de uno mismo”, se limita a decir que eso no es la libertad negativa.
Está muy bien utilizar una estrategia negativa (decir lo que no se es) para aclarar el
contenido de algún concepto, pero también hay que atender a ese contenido. La
estrategia de Berlin es simplemente construir un concepto inatacable, pero para ello
construye algo prácticamente vacío de contenido. Ciertamente consigue su objetivo:
sobre lo que no se dice casi nada, no se puede decir casi nada, pero seguramente
sólo los totalmente convencidos por la ideología liberal, como él, podrán darse por
satisfechos. El gran problema según él de este asunto es cómo y dónde establecer
la frontera entre lo privado y lo público, pero a pesar de la gran importancia de este
tema, Berlin no muestra ningún interés en abordarlo. Pero no es el único problema,
nuestro autor hace una referencia más adelante a las paradojas de la razón clásica,
ciertamente ésta se desarrolló con ansias de totalización, pero como Horkheimer y
Adorno mostraron en sus estudios sobre la Ilustración y la “razón instrumental”, así
como el análisis de Weber sobre el proceso de racionalización, sus efectos prácticos
fueron lo contrario, el mundo de lo humano se disgregó en un politeísmo de valores
irreductibles. Este asunto, según Hegel “tragedia en el orden de la vida moral” (el
hecho de que la autonomía reflexiva del sujeto acaba por disolver la realidad y la
estructura sociales que lo habían posibilitado), es fundamental para todo pensador
que se diga estar interesado en la teoría política. No basta con constatar la
existencia de ese politeísmo de valores y reclamar su derecho a existir, hay que ver
la libertad negativa como algo más que simple derecho a que uno no sea estorbado
y estudiar sus posibilidades de desarrollo en una sociedad política justa. Las
perversiones de este tipo de libertad no son el simple “laissez faire ecónomico”, son
de mucho más calado, y aquí como en muchas otras partes, Berlin no atiende a la
verdadera complejidad del problema, tal vez por ceguera ideológica o por
incapacidad crítica. Por otro lado esta reflexión hace ver que por mucho que le pese,
Berlin es un producto más de la razón clásica. También es necesario hacer alguna
consideración sobre el sujeto que no debe ser estorbado. Tras Nietzsche y la
filosofía estructuralista, es de una ingenuidad sorprendente en un pensador que se
precie, definir el problema del yo como la errónea división, impuesta por la razón
clásica, entre un yo superior racional y uno inferior. Este tema ya estaba muy tratado
cuando Berlin nació y es ridícula su pretensión de hacerse ver como un visionario

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original por haber sabido ver este problema. El problema real es si el sujeto mismo
existe, si ante la “muerte del hombre”, como Baudrillard lo llamó, el problema de si
ser sujeto es estar sujeto y determinado totalmente por meras exterioridades. En
este caso, ¿cuál será el sentido de no ser estorbado si nuestros fines se nos
imponen irracionalmente desde el exterior, en una conformación impersonal de
nuestras conciencias?. Solucionar este interrogante, el reto lanzado por el
estructuralismo, es la condición de posibilidad de la libertad negativa y de cualquier
libertad en general, pero Berlin es incapaz de solucionarlo desde sus carencias
epistemológicas que paso a exponer a continuación.

Según mi punto de vista, las carencias fundamentales de Berlin se hacen patentes


en sus comentarios sobre la libertad positiva. El pensador liberal Raymond Aron, en
su trabajo “Del buen uso de las ideologías”, afirmaba en plena Guerra Fría que el
liberalismo no había comprendido que “las ideas del Siglo de las Luces no se
organizan en un sistema, sino que excluyen al sistema mismo”, su fundamento es
una actitud crítica que no conoce reconciliación definitiva con la realidad. El error del
liberal, concluye Aron, es llamar “ideología” a las posiciones críticas ilustradas y no-
ideológica a la propia posición. Creo que el fundamental error de Berlin es que tiene
una pobre idea del ser humano que minusvalora y desprecia las capacidades críticas
y emancipatorias de su razón. En la parte cuarta, al hablar del ideal de
autorrealización, define la razón crítica como la “comprensión de lo necesario y lo
contingente”. Probablemente esta definición sea válida para una razón clásica
dogmática, pero intentar asociarla a la razón crítica, es una distorsión sorprendente.
Definir la “doctrina positiva de la emancipación por la razón” como “entender por qué
las cosas tienen que ser como han de ser equivale a desear que así sean”, es no
entender ni el sentido más fundamental de la Ilustración ni el hecho de que
emancipación no es sino crítica que no conoce reconciliación, es la dialéctica
negativa de Adorno, una dialéctica sin síntesis final, en continua búsqueda y por lo
tanto, un pensamiento abierto a la esperanza. Su misma afirmación de que el ideal
de autogobierno sólo adopta dos formas posibles (la autonegación y la
autoidentificación con un principio), es otra muestra de que Berlin deja a un lado
toda “cultura de la razón”, que niega la capacidad crítica de la razón humana.

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Las carencias de su postura también se ponen de manifiesto cuando expone y
rechaza las tres premisas que subyacen al argumento de la autodeterminación
racional: en la primera, que los hombres tienen un único fin, el autogobierno racional,
ignora completamente que la razón es múltiple y compleja, que hay muchos tipos de
razón, de modo que para rechazarla da por supuesto que sólo existe una
racionalidad, la totalizante y aporética razón clásica, que es a su vez rechazada. La
consecuencia de esta actitud es grave y es coincidente con la de la razón
instrumental denunciada por la Escuela de Frankfurt: la elección de los múltiples
fines a los que pueden optar los seres humanos es mera cuestión de temperamento,
con lo que caemos en la irracionalidad de la determinación de los fines, que es la
gran tragedia del mundo moderno, compatible con una abrumadora racionalidad de
los medios, típica de la razón instrumental. Berlin al comienzo del libro había
afirmado que los problemas políticos son los referidos a los fines, gran verdad que
unido a lo que acabo de exponer, es una muestra más de la inconsistencia de su
pensamiento. Otra consecuencia es que se cerraría la puerta a toda posible
democracia pluralista justa y racional (el vaciamiento y pérdida de capacidad
normativa de las democracias, debido a la ideología liberal, es un tema muy sensible
en los últimos años). En base a lo dicho para la primera premisa, las otras dos
muestran inmediatamente su carácter falaz: ni la razón exige un único ideal
universal, ni es necesario apelar a un único ideal para resolver los conflictos. Berlin
confunde continuamente desarrollos históricos concretos con desarrollos necesarios
y lógicos de ciertas posiciones e ideas concretas (tal vez sea esta la actitud normal
de alguien que niega la capacidad crítica y emancipatoria de la razón humana, así
como el valor positivo de la utopía y de la categoría de lo posible).

Seguramente Berlin debía haber prestado oídos a otras posturas contemporáneas,


mucho más comprensivas con el sentido de la razón, de la Ilustración y del ser
humano, aunque llevasen el nombre de “Escuela de Frankfurt”, aunque provenieran
de cerca de su denostada Unión Soviética y llevaran el apelativo de post-marxistas.
Pero ese es otro de los síntomas de los sometidos por las ideologías: hacer oidos
sordos a lo que pone en cuestión la propia posición. Otros de los síntomas es
pretender presentar la propia posición como la “natural”, que es precisamente lo que
Berlin hace al hablar de los “principios de una sociedad libre” según los liberales.

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Uno de estos principios es que “hay fronteras naturales, dentro de los que los
hombres son inviolables, definidos por normas ampliamente aceptadas que definen
al ser humano normal”. ¡El gran problema de la política, la definición de los límites
privado-público, ha encontrado por fin su gran solución: obedecer a la naturaleza,
que precisamente dice lo que los liberales dicen!, ¡ni siquiera la razón los determina,
hay allá fuera del ser humano una autoridad muy superior llamada naturaleza!. Esta
actitud hace resucitar todos los fantasmas del derecho pre-moderno iusnaturalista,
niega los logros de la razón humana, al hombre como hermenéuta fundamental y a
su libertad: debemos obedecer a algo que hay allí fuera, que no depende de
nosotros, y además ¿quién será el que lea en la naturaleza sus normas eternas?.

Otro aspecto digno de mención es su contraposición monismo-pluralismo.


Monismo es decir que sólo vale un fin. Pluralismo es decir que son posibles varios
fines. El problema es que estos fines plurales son limitados y están objetivamente
definidos, son parte de la esencia humana, no arbitrarios y constituyen el límite de lo
que la humanidad es. Esto es un pluralismo mal entendido. Lo mismo es decir que
hay un único fin que decir que hay un número determinado y finito de fines. ¿Quién
los determina?, ¿cómo se determina si mi fin es uno de esos fines humanos?. Berlin
había condenado enfáticamente la “tiranía de los sabios”, como las personas
capacitadas de imponernos el auténtico fin racional, esgrimiendo el lema de que el
conocimiento no nos hará libres. Pero ahora parece olvidarse de todo esto: los
ideales nazis se deben a la desinformación y a las creencias falsas, necesitamos
que los sabios nos den el catálogo de los únicos fines a los que podemos optar, pero
eso sí, Berlin es tan magnánimo que nos ofrece unos cuantos, no sólo uno. ¿Y si
queremos seguir algún fin que no está en el catálogo?, entonces es justo que se nos
combata con la guerra. La posibilidad de una instancia racional superior ni se le pasa
por la cabeza. Curiosa consecuencia de la tolerancia que defiende el “pluralista y
tolerante” Isaiah Berlin. Llegados a este punto, la asociación que hace Berlin del
liberalismo y su ideal de libertad negativa con “una minoría de seres humanos
altamente civilizados y reflexivos”, debe dar a los adjetivos “civilizado” y “reflexivo”
algún significado que ignoro por completo.

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