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Llamado “el azote de Dios” por los historiadores occidentales, el rey de los hunos ha sido generalmente
retratado como un caudillo bárbaro y cruel. Otras tradiciones -especialmente la vikinga- lo describen de forma
más imparcial, como un rey honorable con sus aliados aunque implacable con sus enemigos. En lo que todos
coinciden es su genio militar y diplomático, que lo hace destacar entre los muchos enemigos que acosaron al
Imperio Romano de Occidente en su último siglo de vida y al joven Imperio Bizantino.
Los Hunos se originaron en Asia central, cerca de la actual Mongolia. Las tácticas militares de este pueblo
nómada estaban centradas en el ataque por sorpresa, lo cual supuso su fracaso en el intento de invadir China,
que fortificada tras su gran muralla era capaz de avistar los ataques antes de que ocurrieran.
Los pueblos situados en Occidente no corrieron la misma suerte. Los Hunos, gracias a su destreza con los
caballos, fueron conquistando y ocupando grandes territorios.
En el 345 d.C Atila se convirtió en el único rey de los Hunos tras la extraña y
conveniente muerte de su hermano.
Atila asentó su sede en Galia donde tendría lugar el primer enfrentamiento contra el general de las fuerzas
romanas Aecio, el cual vencería logrando la retirada de Atila.
Tras la retirada, Atila consiguió reunir suficientes tropas como para dirigir una campaña desde el norte de
Italia, donde se mostró imparable incluso para Aecio. Atila fue avanzando hacia el sur hasta quedarse en las
puertas de Roma, donde Valentiniano III intentaría sin éxito firmar una paz con el rey Huno.
Ante los fracasos de Roma por firmar la paz, se envió al Papa León I para disuadir al bárbaro que amenazaba
con la destrucción del Imperio.
El encuentro fue beneficioso para ambas partes. El Papa le ofreció a Atila un gran botín y éste aceptó. Tras
firmar la paz, el rey huno pudo regresar a Europa y Asia donde sus pueblos se enfrentaban a luchas por la
ausencia de su líder. Atila murió en su palacio de una hemorragia sufrida en el 453 d.C.