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MITOLOGÍA MARGINAL ARGENTINA

José
Celestino Campusano

Llantodemudo - colección narrativa – 3 -

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Ilustración de Tapa : Renzo Podestá
Diseño de Tapa . Diego Cortés
Correspondencia con el autor : jotacampu@hotmail.com
Llantodemudo
colección narrativa – 3 -
agosto 2006
Tirada 500 ejemplares
Ediciones llantodemudo 2006
Talcahuano 939 – Bº Res. América – C.P. 5012
llantodemudo@hotmail.com

INDIAN '46

Desengancho al enorme dinosaurio de hierro del sidecar y lo empujo hasta la


vereda, fuera del garaje. Lo que me obliga a conceder un marcado respeto a la Indian
1.200 CC modelo 1946, es el hecho de haber comprobado positivamente que el
conducirla nunca va a transformarse en una cuestión de rutina.

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La hembra de hierro vuelve a su hábitat natural; la calle, la zona anarquista, la
propiedad de todos.
Un par de patadas y esos dos corazones de bestia encerrados en cada uno de los
cilindros vuelven a generar potencia.
Desde muy joven supe que lo intenso enseña, que abre zonas oscuras del cerebro,
posibilitando que el entendimiento se movilice dentro de parámetros más amplios; en
tanto que lo aburrido resulta decepcionante y desemparenta a los seres de lo llamado
hermoso que puede encontrarse en la vida.
Me comprometí a no volver a ser cómplice de mi propio aburrimiento. Y para lograr
intensidad ella me ayuda, la partecalles. Como antiguos integrantes de una legión
ahora diezmada, ambos volvemos nuevamente a la ruta, sintiéndonos dueños de la
cadencia de los héroes negros.
El mecano vibra rabioso mientras lo llevo contenido en la zona urbana, recién
cuando dejan de verse los policías electrónicos, los semáforos, hago tronar los
escapes liberando gran parte de la potencia del motor.
Mientras nos bañamos con el tibio sol del amanecer, recuerdo el canturrear de un
amigo muerto diciendo:

-Los motociclistas se mueren jóvenes o se hacen inmortales.

El era preparador y corredor de automóviles.


Al conocerme entendió, según coincidimos en un momento, que casi todos los
motociclistas dan albergue a un anhelo de libertad mayúsculo. Yo le expresé mi falta
de afecto a los automóviles motivada por el hecho de que me crié entre personas
idolatrantes de esas habitaciones móviles, elementos usados muchas veces
prostitutivamente, que ayudan sobremanera a falsificar sentimientos afectivos. Por
eso él simpatizaba con nosotros, bebedores de sangre y nafta, que nos unimos por el
sólo hecho de boicotear nuestra perdurabilidad en la sociedad.
Yo le explicaba que la idea era hermanar el funcionamiento biológico de un ser al
de una máquina que tuviera un volumen proporcional, por eso no era lo mismo para
mí una moto muy pequeña o un automóvil. El resultado debía ser, como lo definiera
otro amigo, un ferrocentauro. El nombrado sufría constantes presiones familiares y el
desamor de las mujeres que conocía.
Cierta vez me escribí la palabra "Inmortal" en el brazo con una hoja de afeitar. Al
tiempo, lo encontré tirado en un rincón del taller profundamente deprimido con el
brazo surcado por hilos de sangre; se había escrito "Ruedas y Vaginas" con un trozo
de vidrio. En otra ocasión me preguntó qué sentía ante las secuelas físicas producidas
por los distintos accidentes. Le respondí que a mi modo de ver, las cicatrices
embellecían al motociclista y él reaccionó como quién añade una perla a un collar
incompleto.
La última vez que lo vi con vida salía del taller junto a otro corredor que también
experimentaba estados de depresión y manías suicidas. Subieron eufóricos a un
automóvil encargándome el cuidado del taller. Mi amigo me aclaró que tardarían en
volver porque pensaban salir a la ruta a matarse. El otro sujeto me encargó decirle a
sus familiares y allegados que los quería mucho a todos, pero que le resultaban
insoportables. Mientras los veía alejarse, tuve la certeza de que hablaban en serio.
Ambos murieron esa misma tarde al chocar contra un refugio.
Si hay algo para destacar de las motocicletas, pensaba, es esa facultad de hacer
sentir que se ha pasado por varias vidas, como que uno ha dejado de vivir y ha
renacido nuevamente sin abandonar en ningún momento la época presente.

Con el acelerador casi a tope, persigo la siempre escabullida línea del horizonte.

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MATIENZO EL MAÑOSO

Esta historia se desarrolló en el transcurso de un año, a partir del momento en que


el erosionado por drogas Fernando Raúl Ortiz alias "Juan el Bueno", fue dado de alta
en un hospital psiquiátrico. Mal lugar ese, me contaron, apestado permanentemente a
ropa podrida. Imperio de una imponente mafia interna compuesta por enfermos
sodomitas feroces y enfermeros tunantes, siempre ávidos de tapar quejidos de
violación de jóvenes y no tan jóvenes recién llegados, como a Juan en su momento.

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Últimamente abocados al floreciente comercio de sangre y órganos humanos, desde
los internos hacia el mercado nacional e internacional. Trascendió que Juan salió de
allí con un riñón menos. Putos y carniceros entonces, yo no lo sé, es algo contado.
De ese mismo hospital egresó casi un lustro antes Matienzo, el otro personaje de la
historia, huésped recurrente del establecimiento ya que lo usaba como aguantadero el
astuto.
Al salir, el Bueno fue capturado por una comisión policial en el murallón del río
Quilmes. Lo llevaron por su pelambre. Hacía doce años que no se cortaba el cabello
según supo contarme. La última medición arrojó un metro veinte de largo en estilo
viruta. De las breves licencias que le concedían en el hospital, volvía al mismo
llevando en su maraña muestras de la incomprensión popular, chicles masticados y
boletos de colectivos en cantidad.
Dos internos como mínimo eran necesarios para lavarle la cabeza y en su apogeo su
cabellera alcanzó un metro treinta centímetros de ancho.
La policía lo capturó, fotografió el fenómeno desde diferentes ángulos, lo rapó y
arrojó nuevamente a la calle.
Conocí al Bueno tiempo después de todo esto, en el momento en que se produjo el
desenlace de los hechos, en la casa de Cuchillo. Juan regresó a la vida mundana con
el cerebro comido por la medicación. Tenía reacciones exageradamente tardías. En
cierta ocasión sacó su Triumph 500 c.c a la vereda, hallándose en la casa de sus
padres.
Matienzo pasó por el lugar y conociendo a Juan y su karma, sacó provecho. Le
manifestó al Bueno su admiración por las motos de época y su desazón por tener que
hacer cinco kilómetros a pie por encontrarse ocasionalmente sin movilidad. Juan
conocía al pillo ligeramente, sabía que éste había tenido motocicletas antiguas y de su
internación.
Como resultado, Juan concedió en préstamo su motocicleta al ventajero. Luego de
una semana sin tener novedades, el Bueno se apersonó en la morada de Matienzo a
fin de recuperar su móvil.
En dicha ocasión se produjo el siguiente diálogo, según palabras de Juan.

Juan -¿Cómo está?

Matienzo - ... Problema mío.

J -Vengo por la moto

M -No uso motos.

J -Hablo de la mía.

M -¡Qué me importa de lo suyo!

J -¿No se acuerda que le presté?

M- (Fingiendo voz femenina) -¿No se acuerda que le presté?

J -¡Espere!

M -¡Espero si quiero!

J -Usted la debe tener ahí adentro.

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M -Acá la tengo (tomándose con fuerza los genitales) ¿Me tratás de mentiroso en
mi propia casa, negrito?

Juan estaba a punto de correr.

M -Pasá, mirá y desaparecé, todo en ese orden, ¡que estoy a punto de volverme
loco!

El Bueno entró a la vivienda y se encontró con que Matienzo, extrayendo un


revólver de su cintura, lo obliga a sentarse.

M -¿No te das cuenta, negro, que no tenés derecho siquiera a mirarme?

J -Respéteme.

Matienzo lo golpea con el arma.

M -¡Pedíme otra vez que te respete y hago que me chupés la pija!. .. Si te habrás
tragado vergas vos ... Te meo y te cago ... Conozco tu pedigrí. Vos sos menos que
nadie para salir de donde saliste. A vos te mato y no te pago. La policía, tu familia,
tus amigos, nadie movería un dedo por vos. Así fue en el pasado. ¿O me equivoco?
Los maricones como vos, cuando se mueren, nos hacen un favor a todos.
Encima sos negro como la mierda de un borracho.
¡Que te mato y no te pago!

Mientras Matienzo decía esto, castigaba cada tanto con el arma en la cabeza a Juan
y unas risas de deficiente mental se escuchaban desde algún lugar de la casa.
Matienzo gritó:

-¡Vení Mudo!

Apareció ante ellos un energúmeno sin cuello de un metro noventa de alto y


doscientos kilos de peso, de cara pequeña y risa constante. Largo rato estuvieron
ambos mancillando a Juan hasta que una vecina golpeó las manos en la entrada.
Matienzo transformándose es un sujeto serio y afable, guardó su arma y se dirigió a la
puerta a dialogar con la susodicha. El Mudo intentó tomar al Bueno de sus cortos
cabellos pero éste se escabulle, da un empellón al dueño de casa y casi atropella a la
vecina.

M -¡Vení Juancito, no te vayas!. ..

Juan se alejaba totalmente espantado.

M -Terminemos con nuestro asunto ahora, sé lo que te digo ... te conviene.

El Mudo caminando rápido y riendo salió tras él. El Bueno lo miraba y huía, lo
miraba y huía.
Lo sucedido impactó hondamente en el castigado temple del Bueno. Se enclaustró
y consideró muy seriamente el reinternarse de por vida. Un amigo suyo de épocas
mejores acudió en su auxilio. Se acercó hasta la vivienda lindante a la de Matienzo y
golpeó las manos. Matienzo acudió al llamado.

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Matienzo -¡No hay nadie!

Amigo -¿Hace tiempo que usted vive en la zona?

M -Podría ser.

A -Le pregunto porque estoy tratando de ubicar al dueño de una moto antigua.

M -¿Quién lo manda a usted?

A -¿Usted conoce a esa persona?

M -Dígame primero quién lo manda.

A -Un pariente que vive aquí cerca me comentó haber visto una moto así.

M -¿Dónde vive ese pariente?

A -¿Sabe qué sucede?, yo no interrogo a nadie y no permito a nadie que me


interrogue.

M -Yo tengo una moto así.

A -Y yo las colecciono. ¿Tiene interés en venderla?

M - Venderla sí, regatear no. Además, sé lo que tengo, no hago beneficencia.

A -Primero necesito verla, porque yo no compro nada sin verlo primero. Y segundo,
si pide algo que pueda pagar se la puedo llegar a comprar, tengo que pensarlo, si no,
no.

De mala gana, Matienzo trajo el vehículo y lo ubicó en la vereda. El amigo de Juan


lo observó despectivamente.

A -Podría ser ... ¿Arranca esto?

M -¿Qué si arranca? .. ¡Córrase!

Con movimientos violentos, Matienzo puso la moto en marcha e hizo un par de


piruetas a riesgo de romperla. Luego la ubicó nuevamente en su sitio.
A -¿Me permite?

Matienzo asiente a regañadientes. El amigo de Juan sube a la moto, mete cambio y


se va a toda velocidad para nunca más volver. Ese mismo día devolvió la moto a su
dueño. Matienzo supo de esto.

Con el adolescente Alejandro, yo en mi moto y él en la suya, rumiábamos


pacíficamente una mañana de verano en las costas de Quilmes. De entre el gentío
dedicado a apreciar nuestras máquinas, emerge hablando Matienzo con el rostro

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brilloso por la grasitud de la noche pasada, se sienta a mi lado y después de
confundirnos con incoherencias dedicó este comentario.

M -Cuando comparto lo hago con gente que selecciono. Detesto a los imbéciles y a
los cobardes, les aclaro. Y a los que tienen las dos cualidades siempre les termino
dando por el culo. Tengo cocaína, podría compartirla con ustedes, pero hay que salir
de acá.

Yo -La oferta es generosa pero huele a mierda esa mierda.

M -¡Ah, sos uno de esos esclavos del pasado!

Yo -Problema mío si es así.

No me gustó su tono presuntuoso. Matienzo corcoveó molesto.

Alejandro -A mí me va, si hay, yo quiero.

Con Alejandro sostuvimos una discusión a través de miradas y monosílabos.


Terminamos llevando al sotreta hasta un par de kilómetros de allí a una zona rural. El
sujeto exhibió un sobre de lo que estoy seguro era lo que afirmaba y arrojó su
contenido al viento. Mi amigo inmediatamente protestó.
A partir de ese momento, Matienzo no me miró ni me dirigió más la palabra.

M -Tranquilo, esto es basura comparado con lo que podés obtener por mi


intermedio (observando el horizonte), lo que deseás. Si es cocaína, no unos pocos
gramos sino kilos y kilos. Si es atracción sexual, podés obtener más de la que tenés.
Si es poder, podrás disponer de tanto como nunca creíste que hubiera. Vení conmigo
y lo vas a ver.

Alejandro, ávido de corromper su cuerpo novato, se relamía por irse con el sujeto.
En ese instante se me ocurrió que las únicas intenciones del desconocido eran las de
homosexualizar a mi amigo.

A -Nada se pierde con probar, pero mi amigo también viene ...

M -No nos conviene, él no está interesado.

Yo -Todo es pérdida estando con este tipo. Me enferma que nos haga perder más
tiempo.

A -José, quiero ir, te pido que me acompañes, (a Matienzo) si lo que afirmas es


cierto, vamos a comprobarlo, pero vamos los tres.

Matienzo duda pero después asiente, y en el instante en que sube a la moto de


Alejandro, descubro un tatuaje en su antebrazo. Lo vi sólo un par de segundos pero
logré identificarlo. Vi varios similares en tratados vulgares de esoterismo.
Llegamos los tres luego de dar un evidente rodeo para desorientarnos hasta una
fastuosa residencia. Había autos de corte diplomático en el jardín. En el interior
fuimos bien recibidos y cometimos una torpeza, aceptamos una comida ligera que nos
habían ofrecido. Perdí contacto con la realidad por unos segundos.

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Retomo el hilo estando aterrorizado, acurrucado en un rincón de un gran comedor.
Todo lo que veía parecía tener un brillo espectacular; los sonidos resultaban hirientes,
como el chirrido de una puerta. No podía armar una cabrona frase en mi mente y el
esfuerzo por hacerlo comenzó a producirme una inmensa angustia que en unos
instantes se hizo insoportable. Llegaron más personas, algunos adolescentes y niños.
Todos me ignoraban y dedicaban atención a mi amigo, que vegetaba en un sofá.
Siempre experimenté repulsión por los arácnidos, y en ese estado temía que en
cualquier momento las largas patas de los muebles o las piernas de las personas de
repente se transformaran en las extremidades de las criaturas que tanto asco me
causaban. En aquel estado, estaba convencido de esa posibilidad y el terror me
paralizaba. Vi que pretendían llevárselo a Alejandro.
Varios de ellos lo acariciaban por todo el cuerpo. Aparentemente esto le causaba alivio
y se dejaba conducir.
Imaginé lo peor y me concentré en ponerme de pie. El esfuerzo por hacerlo fue
realmente demoledor.
Era como si quisiera subir desde el fondo del mar.
Pero al estar de pie, noté cómo cada movimiento me facilitaba más y más el
desplazarme. Metí mi mano en la cintura y extraje un revólver para posteriormente
patear una mesa de cristal, causando un gran revuelo. Me enfurecí. Tiré un par de
cuetazos al aire. La manada me rodeó y recién noté en ese instante la gran cantidad
de personas que allí había, todos mostrándose insolentes conmigo, como si yo no
estuviera armado, pero así y todo nadie se me acercaba. El efecto que sufría no se
había disipado si no que se transformó en un fuerte aturdimiento dentro del cual me
era casi imposible fijar la atención en algo o recordar el por qué estaba atrapado en
esas circunstancias. Tomé a mi amigo de una solapa y huimos arma en mano. Tuve
que sacar ambas motocicletas a la calle y luego a mi amigo, quien poco a poco
experimentaba el mismo cambio de estado que yo.
A las pocas semanas Alejandro desaparece de su casa por varios días y al regresar
vuelve para morir. Indagué por todos los medios a mi alcance y no pude enterarme ni
media palabra acerca de lo que pudo sucederle. Cuando reapareció, sus pares vinieron
a verme desesperados para que yo le sacara por lo menos un sonido de su boca. Lo
encontré tendido en su cama. Era Alejandro y a la vez no.
Parecía un autista. Hablándole largo rato acerca de los momentos compartidos, lo
único que conseguí fue que sus ojos se llenasen de lágrimas. Se fue consumiendo sin
sonido, sin un esfuerzo por sobreponerse: A los cuarenta y dos días de haber
regresado, mi amigo Alejandro falleció.

Dos días antes de Navidad ese mismo año me dirijo sufriendo un fuerte estado
febril hasta donde moraba mi hermano de sangre, Cuchillo. Lo encuentro rodeado de
su banda. Las personas comunes los llaman facinerosos, delincuentes.
Pero ciertas actitudes de nobleza y desprendimiento que he visto en ellos y ellos en mí
nos hace entrañables. Había un par de elementos nuevos en sus filas. Cuchillo estaba
con el torso desnudo y podían apreciarse sus innumerables tatuajes tumberos, desde
el cuello hasta la cintura y las yemas de los dedos, símbolos carcelarios y leyendas de
todo tipo entreverados con profusas cicatrices como las producidas cuando un grupo
rival lo ató con alambres de púas.
Cuchillo anuncia que me va a presentar a un par de personas. De la vivienda salen
Matienzo y El Mudo sonrientes. No intercambiamos el menor gesto. Mi amigo me
explica la situación. Matienzo tiene una deuda con él en bienes, no en dinero.
Para saldar la misma le entregará una motocicleta antigua. Dicho elemento no fue
entregado hasta el momento porque según Matienzo le fue robada por alguien que

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abusó de su confianza, un tal Juan el Bueno. Para resolver la situación, Cuchillo
mandó a citar a Juan, a quien conoce sólo de mentas.
Juan estaba por llegar y posteriormente mi amigo me concedería la motocicleta
cumpliendo con un viejo acuerdo entre ambos.
La fiebre me incomoda bastante. Instantes después llega el Bueno, detiene su
vehículo e inmediatamente nota la presencia de Matienzo y El Mudo, intenta poner la
moto en marcha, pero Matienzo lo increpa duramente. El miedo que Juan experimenta
es por demás evidente. Entre ambos hombres lo llevan a empellones hasta un recodo
de la propiedad. La situación nos tomó al resto por sorpresa; nosotros esperábamos
sólo diálogos apropiados entre gente callejera. Y el asunto de la fiebre ...
Juan nos miró implorando ayuda. Los sujetos lo acusan de ladrón y también de
infinidad de cosas con evidente burla. De improviso, Matienzo lo golpea certeramente
en los genitales haciéndolo arrodillar. Rápidamente comienza a bajarle los pantalones
mientras El Mudo valiéndose de su enorme humanidad inmoviliza al golpeado contra
el suelo.
Matienzo se abre la bragueta y comienza a masturbarse a fin de conseguir una
erección en momentos en que le aplico un directo al oído, lo empujo contra una pared
y le dedico una seguidilla de potentes puñetazos al plexo. Por detrás de mí, El Mudo
aplaude con mi cabeza en el medio. Sentí como una auténtica explosión. Me tomó de
los cabellos y comenzó a ahorcarme mientras reía, en el instante en que el compadre
Cuchillo golpea al corpulento con una barra de hierro en la columna y éste emite un
sonido asqueroso, como el chillido de un niño.
Seguidamente, entre varios lo derriban con una andanada velocísima de golpes.
Cuchillo toma a Matienzo de los cabellos, lo arrastra hasta el interior de un galpón, y
allí lo castiga con un cinturón de contundente hebilla maciza para peleas. Los gritos
que llegan desde allí son impresionantes.
Posteriormente, Cuchillo dijo:

-A mí no me importa del tipo que vino la moto, de la moto ni de nada. Pero si


alguien se mete con un hermano de sangre, encima en mi propia casa, lo menos que
puedo hacer es matarlo. Demasiado barata la sacó este puto de cárcel.

No tanto. A raíz de la golpiza sufrida, Matienzo sufrió una fuerte conmoción


cerebral. Vaguea hecho un pordiosero, junta cigarrillos consumidos, babea.

FALTA UN HOMBRE
MÁS FUERTE

Chaina me había convocado. Me dijo que me necesitaba para una cacería en las
cercanías de un pueblo de la Provincia de Buenos Aires. Era pleno invierno. Bien
podríamos haber ido a capturar perdices o liebres, pero el decir "cacería" constituía
una metáfora. Me necesitaba. Aunque no se dijo, imaginé que íbamos a reprimir a un
traidor.

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Con Chaina la relación era pareja en todo.
Reaccionábamos con igual intensidad ante los mismos estímulos y en aquellos días
habíamos tenido oportunidad de foguearnos a lo perro.
Se sumó otro talento a la acción, el temido Ariel Somerset. Ariel era capaz de
abrirle la cabeza de un martillazo a una persona y largar una carcajada.
Pisaba firme en todos lados, más aún dentro de los presidios. Chaina tenía confianza
en él y solía decirme que si las personas no comen vidrio, Ariel lo masticaba y lo
tragaba.
Cuando abrí el baúl del automóvil, confirmé que los perros de la guerra estaban a
punto de ser liberados. Había allí dos escopetas de caño recortado, una granada, la
célebre ltaka de Ariel y una nueve milímetros con los números limados más dos
revólveres flamantes calibre treinta y ocho largo: todos buenos fierros. Yo tenía
bronquitis y descompostura de estómago por los medicamentos, pero así y todo no
llegué a considerar el echarme atrás; hacerla, en nuestros términos, hubiera sido más
que deshonroso.
Aunque la trama ya venía en marcha desde hacía varias semanas, todo se armó
ante mis ojos en el transcurso de una mañana. El auto en que fuimos era el de Ariel,
un seis cilindros pichicateado muy dispuesto para las fugas.
Lo rescatable de Somerset era que nunca se metía con sus ocasionales compañeros;
guardaba el ensañamiento para los cargosos y para los policías.
Chaina me confesó que su amigo odiaba todas las cuestiones de patria (ejército,
himno, bandera) y de legalidad (jueces, policías). Somerset tenía tatuado el símbolo
"muerte a la policía" en ambos brazos; vieja alegoría delictiva representada por una
serpiente enroscada a un puñal.
Antes de partir, Ariel nos llevó a almorzar a una vivienda. La compartía con un
joven homosexual llamado Marcela. Marcela era Marcelo. La historia era que este
joven rubio, de ojos celestes y facciones de niño, había caído en prisión por tráfico
menor de estupefacientes. En cuanto lo vieron llegar, las huestes se relamían por su
aire delicado, esperando ser cada grupo el primero en echarle mano. Pero fue
Somerset quien de guapo se reservó el derecho a pervertirlo. Marcelo lo satisfacía
sexualmente y realizaba labores de sirvienta para él. A cambio, Ariel lo protegía de
cualquier embate proveniente de otros reclusos. El joven salió primero de prisión,
luego Somerset. El segundo lo buscó y no lo dejó en paz, le aplicó varias palizas, y así
logró que fuera a vivir con él. A mi modo de ver, Somerset era un homosexual no
asumido y aplicaba su tendencia con un tipo de relación que era entendible para sus
pares.
Almorzamos los tres casi en el más completo silencio. Marcelo tenía tatuada en su
mano una manzana mordida, que en la jerga significa "mujer de preso". Ninguno de
los presentes hubiéramos podido creer que, poco tiempo más tarde, Ariel luciría un
tatuaje igual en el trasero y un pene y dos testículos en el pecho.
Yo tosía todo el tiempo y me sentía morir. Igual pude definir una cuestión que
flotaba en el aire;
Somerset no me consideraba a la altura de él ni de Chaina. Lo que Ariel no sabía era
que yo no sentía el menor interés en copiar su proceder. Nada se decía pero yo sabía
que llegado el momento se marcarían los tantos.
Caída la tarde, estábamos camino a ese pueblo situado a unos cuatrocientos
kilómetros de nuestro territorio. Para paliar el malestar, tomé alcohol a mansalva.
Chaina hizo un comentario que recuerdo en parte. Habló acerca de una tía suya
afectada del cerebro que vivía en las cercanías del pueblo al que nos dirigíamos. Esta
tía se vestía únicamente con un grueso tapado y era seguida por alrededor de ocho
perros. En una ocasión dicha señora increpó a un par de mujeres maduras forasteras

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en una estación de servicio. Acercándose a ellas, abrió su prenda mostrando su
fláccida desnudez y dijo:

-¡Vení, mi amor! ¡Haceme tuya!

Las mujeres corrieron mientras eran perseguidas por la tía que les arrimaba los
pezones.
También la citada señora, cuando encontraba algún elemento interfiriéndole el paso
en plena vía pública solía, ponerse casi en cuclillas y orinarlo.
Chaina aseguraba que su pariente se fue a vivir sola para satisfacer a sus anchas su
tendencia zoofílica.
Llegamos finalmente a ese pueblo y llenamos el tanque de combustible. En el
trayecto nos habíamos detenido muchas veces para que yo pudiera ir al baño y por
algún motivo habíamos dado un rodeo de varios kilómetros para llegar, por lo que ya
era de madrugada. Fuimos a una casa que habían reservado mis compañeros y nos
acostamos.
Tal vez por la ingestión de drogas o por haber visto la oportunidad, lo cierto es que
Ariel y mi amigo ultrajaron a una pareja de novios del lugar.
Detuvieron el automóvil a la mañana siguiente en un sector de poco tránsito del
pueblo. La pareja estaba a media cuadra de la casa de la joven.
Somerset llamó al muchacho fingiendo un desperfecto mecánico. Este acudió. Estando
frente a frente y arma en mano, Ariel le ordenó que hiciera venir a su novia con un
balde de agua. El joven cooperó. Al llegar la muchacha, los obligaron a subir a los dos
y se dirigieron hasta un tupido monte donde sometieron reiteradas veces a la pareja.
Los torturaron quemándolos con cigarrillos y luego los ataron desnudos a un par de
árboles. Mis compañeros posteriormente se retiraron en dirección al pueblo. No
contaron con la posibilidad de que sus víctimas se liberarían fácilmente saliendo a la
ruta y siendo auxiliados por un vecino. La policía fue alertada y las dos únicas rutas,
cortadas. El automóvil de Somerset estaba perfectamente identificado.
Mis compañeros llegaron hasta las cercanías de una sucursal del Banco Hipotecario
y se apostaron a la espera. Deduzco que habían recibido el dato preciso acerca de
algún retiro millonario por parte de un pudiente de la zona. En determinado momento,
Ariel y Chaina descendieron del rodado en dirección a un sujeto que había salido
presuroso de la entidad. En ese instante escucharon la voz de alto. Los policías los
tenían en la mira, vías del tren de por medio. A continuación se produjo un tiroteo.
Al notar los agentes el nivel de armamento de mis compañeros, prácticamente todos
quedaron besando el piso. Chaina escapó en un sentido y Ariel en otro, los dos a pie.
Para mí era claro que Somerset me había visto en estado terminal y seguramente
influenció a mi amigo para que no me tuvieran en cuenta en las acciones.
Desperté al escuchar los golpes contra las aberturas. A pesar de la fiebre, deduje
inmediatamente que la casa debía de estar siendo atacada por algún desatino
cometido por mis compañeros. Sin razonar nada tomé la nueve milímetros y salí por
el fondo dispuesto a lo que viniera. Me encontré con un tapial; lo salté cayendo en un
gallinero.
Continué a toda carrera atravesando el fondo de un corralón y salí a una calle.
Milagrosamente, nadie me estaba observando, por lo que me zambullí en un tupido
pajonal de zanja. Desde allí escuché el fragor de la muchedumbre entrando a la casa
y convirtiéndolo todo en astillas. Hasta la incendiaron los exagerados.
Pasó que la persona que nos despachó combustible, reconoció el automóvil y
aseguró que el grupo estaba compuesto por tres elementos.
Posteriormente alguien vio el auto frente a la casa.
Me mantuve en ese sitio hasta que cayó la noche, una gélida noche de junio.

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Pobre de ropas, con la pistola automática con un solo cargador y una radio
pequeña para poder escuchar (no interferir) comunicaciones de radioaficionados y de
la policía principalmente.
Es presumible que Chaina no quiso irse sin mí, porque buscó refugio en casa de su
tía tanto como para no alejarse de la zona. Lo que allí sucedió, sólo lo sabe su
parienta. Aparentemente ella tenía un revólver y en un descuido baleó a Chaina. Este
cayó y se arrastró siendo mordido por los perros.
Mi amigo baleó a los animales que pudo pero su tía lo ultimó acomodándole los ocho
tiros. La mujer volvió a cargar y a disparar otra carga completa de puro vicio.
Me alejé de la zona urbana y me oculté como pude. Ardía de fiebre y encima la
descomposición me debilitaba cada vez más. Permanecí de día escondido en los
montes y de noche, guiándome por las luces de la ruta, corría los kilómetros que
podía.
Luego de mantener algunos días esta rutina, me enteré por la radio de la muerte
de mi amigo.
Tal vez fue por la debilidad sumada a las circunstancias, pero la muerte de Chaina
fue para mí el golpe más duro sufrido hasta el momento. La impotencia y la angustia
que sentí no tenían precedentes. Como muchas otras cosas, no se sabe cómo es hasta
que se lo experimenta.
Me perdí entre los campos, la radio perdió la carga y dejó de ser útil. Encima
empezó a lloviznar. Dejó de importarme el que tal vez hubiera docenas de ojos desde
la distancia dispuestos a denunciarme. La fiebre llegó a producirme una alucinación.
En el extremo de una loma lo veo a Chaina esperándome. Recuerdo el siguiente
diálogo:

Yo -¿No era que habías muerto?

Chaina -No puedo morirme y abandonarte, somos amigos ... Volvamos a casa.

Yo -Claro que no moriste. Nunca vinimos realmente a este pueblo de mierda y


menos a morir.

Empezamos a caminar uno al lado del otro. Yo miraba a mi lado y estaba solo.
Silenciaba mi mente y él estaba allí. Como no quería perder a Chaina me refugié en el
sector de mi mente en el cuál mi amigo aún hablaba y se movía. Volví a estar solo,
tiritando, sosteniéndome de un alambrado con el agua hasta los tobillos y la ropa
mojada.

Desperté totalmente seco en una cama con olor a limpio. La habitación estaba a
oscuras y desde un recinto cercano se veía una luz y se escuchaban murmullos. Dije
lo siguiente en voz baja:

-Chaina ... ¿dónde nos metimos? .. Se está muy bien acá.

Luego me dormí.
El sol me despertó. La pieza estaba totalmente invadida de luz natural. Me levanté
con dificultad y me sorprendí al estar vestido con mis ropas secas y limpias. La casa
en la que me hallaba era evidentemente de una zona rural. Salí al exterior y me
encontré con un día apoteótico, fresco y soleado a más no poder. La brisa que soplaba
me transmitía una vitalidad indescriptible. A varios metros una mujer tendía unas
flamantes sábanas que el viento transformaba en enormes globos blancos. Las voces

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y risas de unos niños llegaban desde la lejanía. La mujer me saludó de mano. El
dueño de la casa se acercó sonriente y me devolvió la radio y la pistola.

Yo -Es como que tendría que explicarle...

Dueño -Tal vez a otro no a mí.

Lo observé con detenimiento.

Dueño -Lo encontramos a unos doscientos metros de la casa colgando de un


alambrado, vaya en paz.

Yo -Nos veremos en otra vida.

Dueño -Tenga la seguridad.

Me emocionó. Nos estrechamos fuertemente la mano.


Me alejé por un camino de tierra y luego me escondí en un monte. Mi bronquitis
había mermado un poco. Al caer la noche volví a orientarme por la ruta. Al amanecer
del día siguiente llegué hasta la populosa ciudad de Cañuelas, me confundí entre el
contingente de obreros que se dirigía a la Capital Federal y antes del mediodía estaba
recostado cómodamente en mi cama.
El destino no fue nada benévolo con Somerset.
Se había escondido en un cañadón seco de varias hectáreas. Vecinos armados y la
policía tejieron un cerco alrededor. Intentaron incendiar la zona pero se le había
ordenado a la policía desde los mandos superiores que no permitieran que a un ser
humano se lo quemara vivo. Los pobladores querían castrarlo y luego matarlo por la
forma en que habían estropeado a la pareja de novios.
Al comenzar a llover. Ariel logró burlar el cerco y volvió al pueblo a fin de obtener
un vehículo. Se dirigió provisoriamente hasta las ruinas de la vivienda que
ocupábamos los tres. Allí fue capturado por la policía. Lo dejaron sordo de un oído y le
rompieron la quijada a golpes para que identificara al tercer integrante del grupo,
pero él no lo hizo. La policía lo entregó orinando sangre.
Entró en el penal de Mercedes que le resultaba desconocido, y con cargo de
violación agravada, los presos le dijeron "vení para acá".
Los tatuajes antes mencionados se los realizaron por la fuerza. Un delictivo que
tenía contactos con reclusos de dicho penal, me comentó según sus palabras, que a
Ariel lo habían dejado hecho una señorita. El mencionado murió años después en una
refriega de presos.

CUERO NEGRO

Ese día volvía el grupo completo de los bosques de Ezeiza. Seis motocicletas y doce
personas.
Luego de pasar el Puente de la Noria que divide la capital de la provincia, mientras
veníamos a toda velocidad por Camino Negro, empecé a sentir el viento, un fétido y
caliente viento del infierno que apestaba nuestras ropas e intentaba desprendernos la
piel en finísimos jirones.

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Horas antes, íbamos Franco en su motocicleta con su mujer Diana y yo en la mía
con Osvaldo Punk como acompañante, quien lucía un prominente penacho y la cabeza
rapada a los costados.
Íbamos al frente del grupo y nos gritábamos hasta enronquecer:

-¡Apuntemos para Brasil!

-¡Sigamos hacia la frontera!

-¡No volvamos nunca más!

La idea en común con mi amigo era la de ahorrar durante un año y luego salir con
las motocicletas en dirección norte, por Brasil, sin un destino prefijado ni límite de
tiempo para volver. Seguir con las motocicletas hasta que se cayeran a pedazos y
luego improvisar a como diera lugar.
Alimentábamos nuestra imaginación con la imagen de un camión sin frenos, la
dirección rota y el acelerador trabado en alta.
Se cayó Franco cuando intentó salir del camino para entrar en una estación de
servicio. Su mujer, Diana, era deficiente mental y casi nunca terminaba las frases que
empezaba. En la caída se golpeó y rasgó la ropa. Era grotesco verla así, balbuceante y
llorando, con su exagerado maquillaje corrido intentando reclamarle a Franco. Este no
la miraba y fingía no escucharla mientras ella, con su torpe andar característico, se
alejó por Camino Negro.
Rato más tarde llegó el resto del grupo mientras Franco se mostraba indiferente a la
situación. Su mujer se había perdido en la distancia.
Fui en su busca y la encontré. Cuando subió en mi moto lloraba y me manifestó
mucho temor. Yo tenía fama de motociclista suicida, de desconocedor de todas las
leyes de tránsito. Solía asegurar que el freno, la patente y las luces eran accesorios
inútiles y molestos en la moto. Lo único importante era el combustible y el acelerador.
Diana supo hacerme entender que el miedo que sentía no era por la forma en que
yo manejaba.
Cuando volvimos al grupo, Franco salió de su letargo.

-¡Puta barata! ¡Puta de ruta! ¡Yo no te fui a buscar, no te quiero más a mi lado!
¡Dijiste "me voy", ahora no te conozco! ¡Puta regalada! ¡Ándate! .. ¡Llorá pero ándate
a la mierda! (La imita burlándose).

Mi amigo estaba incontenible. Un par de motociclistas intentaron intermediar


inútilmente. Invité al resto a que pusiéramos las motos en marcha a fin de intimar a
Franco a callarse y subir a su vehículo. Pero no hubo caso. Franco vociferaba a su
mujer con ojos de demente a centímetros del rostro de ella. Puse en marcha mi moto
y con mi acompañante nos fuimos hasta un semáforo cercano. Mi amigo puso su moto
en marcha y empezó a girar furioso alrededor del grupo para salir disparado en la
dirección que llevaba el tránsito. Instantes después, vuelve en contramano a toda
velocidad en dirección a Diana, que estaba entre los demás. Un amigo me llama.
Llego justo en el momento en que Franco atropella a su mujer. Suelto mi motocicleta
en marcha, que la toma Osvaldo Punk, Franco deja caer su vehículo y se dispone a
trompear a Diana tirando un manotazo hacia sus cabellos, en el instante en que
tomándolo del cuello logro tumbarlo.
Estando en el piso, mientras intentaba ahorcarlo con una mano, sentí asco de su
cuello pequeño y tibio. Me insultaba a mí y a los demás de la peor manera. Su cara
parecía la cara horrible de una avispa. Como no perdía el aire, empecé a aplastarle el

16
rostro con todo el peso de mi cuerpo. Nos separaron. Lo llevaron aparte y le hablaron
pacientemente. Pareció recapitular. Alguien propuso que Diana viajara en otra moto,
pero ninguno de los acompañantes se animaba a ir con Franco.
Instantes después, con el grupo en silencio y las motos en marcha, nos dirigimos a
la casa de uno de los nuestros. Allí se mantenía el silencio, pero Franco prorrumpió
intentando toquetearme:

- Tenés fuerza, lástima que la uses para defender mujeres. Yo antes también las
defendía hasta que entendí lo que son ... Es como dice mi padre, ellas fingen, todas
son actrices. Nacen para ser putas ...
¡Como ésta! ¡Como ésta maldita puta!

Engranó de nuevo pero la mujer de otro motociclista intervino a favor de Diana. Yo


estaba decidido a golpearlo otra vez pero antes lo increpé:

-Si estás acá es porque yo te traje. Esta es la casa de un amigo mío y yo te invité a
venir. De la misma manera ahora te echo. Acá no gritás ni insultás. Así que ya te
fuiste.

Franco, dirigiéndose a mí y a la otra joven:

- Por vos que salís en defensa de un amigo, y por vos que salís en defensa de una
puta reventada, me voy. ¡Y deciles a tus padres (esta vez dirigiéndose a Diana) que si
juntan coraje como para venir a verme, tengo algo que decirles! ¡También tengo algo
para vos para cuando llegues!
Y se marchó. Otro motociclista traía a Diana.
Ya era de noche cuando el grupo se había dispersado en el trayecto de regreso.
Veníamos ignorando semáforos y cruces de calles por lo que por muy poco no hubo un
par de accidentes. En el trayecto me asaltó la visión de un suceso producido hace
mucho tiempo. Fue durante una jornada de paro nacional, con las avenidas y las rutas
casi desiertas.
Había tomado por el acceso sudeste a caballo de una potente moto importada; iba en
el aire y reflexionaba en ese momento sobre lo subyugante de pilotear. Entendí que el
placer radicaba en el hecho de ir de una vida a otra, evolucionando. Yendo en
motocicleta, uno va de un lado a otro en contacto con el medio natural, no encerrado
en una caja de lata. En ese instante, el alma recuerda de dónde viene y a dónde se
dirige. No la mente, si no el alma. Ciento treinta kilómetros por hora. Conocía cada
pozo y cada desprolijidad en el asfalto, por lo que me confié. Así que llegué a ciento
cincuenta kilómetros por hora y de allí pasé a doscientos veinte. Bien puta la
máquina, más le daba y más quería. A esa velocidad no siento el andar continuo, sólo
veo un punto delante del camino y estoy allí.
Elijo otro punto y vuelvo a estar allí. Es como si solamente viajara la atención, sin la
carga que significa el cuerpo. Entonces sentí de improviso ese olor, el olor pútrido que
desgarra las fosas nasales.
Imaginé que habría una osamenta de animal grande en el camino, y allí estaba. Un
perro enorme cruzando a la velocidad exacta como para chocar conmigo. Los breves
segundos antes de la colisión fueron estirados. Un abanico de imágenes y sonidos se
desplegó ante mí y tuvo tiempo de cerrarse.
Aceleré más aún y afirmé la horquilla cortando al animal en dos. Sangre y grumos de
carne subieron desde las pedal eras hasta mi pecho.

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Diana no quería ir por ningún motivo a la casa de sus padres, rogaba que la
llevaran con su esposo. Yo votaba por evitar esto suponiendo que el violento sería
capaz de lo peor. Los demás pensaban que si ella seguía con él, era porque le gustaba
que la golpearan y que todo debía seguir su curso.
El Rubio era quien podía ofrecerle asilo por un par de días, pero éste, firme partidario
de la actitud del marido, llevó a Diana con Franco. Llegaron, y encontraron al
susodicho durmiendo en la entrada de la casa con la motocicleta a un costado. A las
llaves las tenía ella. Me enteré que esa noche Franco golpeó a su mujer hasta
hartarse.
Al día siguiente, el mentado estaciona su vehículo en la vereda de la casa de mis
padres, detiene el motor y sonríe. Cuando me acerco tiende la mano. No imito el
gesto y él la baja.

-¿Venís a hablar?

-Si.

-¿Tenés tiempo?

-Si.

-Entonces seguime.

Subo a mi moto y me dirijo resuelto a una zona despoblada. Mi idea de la cosa era
llevar a Franco hasta un paraje solitario y allí golpearlo hasta que no pudiera
sostenerse. Pero sucedió que a mitad de camino mi motocicleta empezó a fallar. Como
no pude componerla la dejé enfriar y fui con mi acompañante hasta una amplia playa
de estacionamiento para camiones, pero allí desistí de mi propósito inicial porque el
lugar estaba rodeado de personas.

Yo: -Sé lo que vas a decir y lo que voy a hacer yo, pero así y todo empezá.

Franco: -No recuerdo bien lo que pasó ayer. Tomé demasiado. Creo que me metí
con vos y quería pedirte disculpas.

Yo: ¡No! ¡Basura inmunda, esperma de mono!


Vos armás tu juego disfrazándote de loco, de destructor. Y después que te cansaste
del disfraz, te lo sacás y pedís disculpas y todo vuelve a ser correcto. Fácil se te hace
manejar a los demás.

Franco: -¿Se supone que debo sentirme ofendido?

A continuación le acomodé un golpe en la trompa. Franco se mostró sorprendido.


Se tocaba en el sector del golpe. Mientras estábamos frente a frente recordé las veces
en que mi amigo hizo destrucción de hogares y paseó muebles a patadas por toda la
casa mientras Diana, su madre y su hermana huían despavoridas. Tiempo atrás había
estado al borde por dos casos de sobredosis.

-Si querés golpearme, hacélo, no pienso defenderme.

-Con que valiente, ¿eh? Te gusta asustar a quién no puede hacerte frente. ¿Por qué
no te metes conmigo, abusador puto? ¿No sabes que Diana es deficiente?

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-No voy a pelear con vos. No tengo nada en tu contra. Además, vos no haces las
cosas que ella me hace.

-De lo que ella te hace, me hago responsable.

Lo golpeo otra vez.

Franco: -Me enferma la vida. ¡No la puedo sentir! Siempre se encapricha con
cualquier mierda y no para hasta que me pone loco. Una vez fuimos a una fiesta y a
ella se le ocurrió que la llevara a casa a mitad de la noche. Como no quise, se fue
sola. La seguí hasta una calle oscura y ahí le di golpes y más golpes hasta que me
cansé. Tiene mierda en la cabeza.

-¿ Y por qué no la dejás?

-¡Pero si es ella la que no quiere irse!. .. ¡La eché mil veces y siempre se pone a
llorar y se queda! ... No sé cómo sacármela de encima ...

-De nuevo lo estás haciendo, de nuevo el papel de víctima ... ¡No me importa nada
de vos ni de lo que estás diciendo!

-Si no te importa, ¿por qué estás acá?

Quedé en silencio y luego enfilé hacia las motocicletas. Franco me seguía a


distancia.

Franco: -¿Te estoy presionando?

Llevé mi moto hasta el comienzo de una bajada.

Franco: -¿Quieres que te remolque?

Metí un cambio y empujé el vehículo que arrancó inmediatamente, subí de un salto


y me alejé de allí.
El viernes de esa semana todo el grupo, salvo yo, fueron a una ciudad vecina a
pasar una noche brava. De regreso, Franco totalmente borracho, se subió al cordón y
al caer golpeó su cabeza contra un poste de cemento quedando inconsciente. Fue
internado.
La realidad era que Franco se había enterado de algo que los demás sabíamos.
Algunos cretinos (incluido un hermano suyo) habían sumergido en el sexo colectivo a
Diana unos años atrás. En estado consciente, Franco lo consideraba un tema
superado, pero en cuanto ingería algún liberador de consciencia, se ensañaba con ella.

Ese domingo, estando en la costa de Quilmes en compañía de otros motociclistas


ajenos al grupo, llegué a intimar con una menor que se había apropincuado. Salí a
recorrer la costa con ella y al volver, lo encuentro al Rubio que dijo lo siguiente:

-Hubo un accidente, Franco chocó y está muy mal. Pregunta constantemente por su
madre y por vos.

Seguidamente me dio la dirección de la clínica.

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La historia con los demás integrantes del grupo no tenía mucho futuro. Ellos
estaban disconformes conmigo porque tomé partido por una masoquista en contra de
un compañero; ignoré la ley que tanto supe pregonar: "hacer y dejar hacer". Yo
estaba irritado porque me habían segregado a favor de Franco y porque confirmé que
ellos nunca se arriesgarían por quién lo necesitara si no por quién les resultaba más
cómodo hacerlo.
El lunes siguiente, luego de razonarlo largo rato, decidí ir a ver a Franco. Cuando
llego a la Clínica situada en una ciudad vecina, me informan que el accidentado fue
trasladado a otro establecimiento. Voy hasta la casa del Rubio y luego de confirmar la
nueva dirección, se produce el siguiente diálogo:

-¿Por qué no me avisaron de la salida del viernes? ¿Tenés alguna explicación?

-Rubio: -Qué se yo ...

-No importa si tenés alguna explicación.

-Rubio: -Como quieras.

A partir de ese instante, en lo que a mí concernía, el grupo se encontraba disuelto.


Finalmente llegué al hospital donde teóricamente se hallaba Franco. Al llegar a su
habitación una enfermera me informa que se había fugado hacía casi una hora, justo
en el momento en que yo estaba en el otro establecimiento.
A partir de los sucesos, me negué a brindarle trato a cualquiera de los
involucrados. Franco también se disgustó con el resto y con el paso del tiempo, los
demás entre sí. Anduve solo e irascible a la espera de que las filas volvieran a
repoblarse con nuevos elementos, todos éstos montados en motos de época.
Cuando aquel viejo grupo dejó de ser lo que era, mis ropas recuperaron el olor de
costumbre y el temido viento infernal dejó de soplar.

LA RED DE LOS ACEVEDO

Sandra Saratt tenía quince años y solía orinarse en la cama; era hermana de la rubia
Mónica de diecisiete. La primera empezó a noviar con Jorge Acevedo (dieciséis años),
hermano del proxeneta Carlos (de veintiuno) y de los mellizos Eduardo y Aníbal (de
catorce).
Mientras sus padres trabajaban, ellas solían pasar sofocantes y aburridas tardes en
su vivienda.

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En una de esas tardes se hizo presente Jorge, secundado por sus hermanos y
persuasivamente pero sin violencia, terminaron desvirgando a las adolescentes. Las
húmedas sesiones se repitieron a lo largo de tres meses hasta que los padres se
enteraron de que a sus hijas alguien las escupía adentro.
A Sandra se le indicó severamente que no volviera a ver a Jorge, pero ella, faltando
frecuentemente al colegio, visitaba a su amado en la humilde morada que éste
compartía con sus padres y hermanos. Por esto, Sandra era castigada frecuentemente
con cintazos de su padre y cachetazos de su madre.
En poco tiempo, la joven se hartó de la situación, agitó furiosamente su melena y
terminó mudándose a la vivienda de los Acevedo. Allí tenía que lavar, cocinar y
satisfacer sexualmente a los miembros masculinos de la familia. Era obligatorio que
fuera buena con todos. Esta última función era cumplida a espaldas de la madre de
los jóvenes.
En varias ocasiones, Mónica visitó a su hermana yendo en compañía de una joven
muy hermosa llamada Isabel. En poco tiempo, Isabel intimó con Carlos y también
motivada por un hogar conflictivo, se trasladó con sus pertenencias a la casa de los
Acevedo. Al tiempo, Carlos la persuadió para que se acostara con sus hermanos y
meses más tarde la introdujo de lleno en la prostitución.
En esta profesión, Isabel recibió el mote de Gisell.

Seis años después.


Me encontraba en una situación frecuente en mi barroca existencia.
Económicamente no existía, sopapeado por la falta de oportunidades, ocupaba en la
ciudad de La Plata un reducto que debía abandonar a la brevedad. Llevaba como única
compañía un fuerte hedor a perro sucio, pero me sentía reconfortado, disfrutando de
ese estado de cosas.
Desde la cima lo único que cabe esperar es el descenso, la decadencia; en tanto
que desde abajo, todo futuro es posible.
Me dirigí a visitar a Manuel, más conocido como El Chancho Colorado. Manuel me
debía dinero y era narcotraficante. Me habían informado de su regreso desde Bolivia
trayendo en el interior de los neumáticos paladas de Caspa del Diablo.
Recuerdo una ocasión cuando era poco más que un niño, en que varios
observábamos a un corpulento y cruel borracho del vecindario. Este se hallaba con la
bragueta abierta y hacía que otro ebrio, un viejo ex "mujer de presos", le chupara los
genitales. El corpulento reía tomando al otro hombre de los cabellos. Era media
mañana. Aquel hombre tenía la costumbre de prepotearnos a nosotros, los más
jóvenes. Ridiculizaba cada acto que cometíamos y pretendía imponernos
permanentemente sus pautas de conducta esquizoide. En aquel momento, yo los
increpé por lo que hacían, estropeándoles lo romántico de la escena. El se irritó y
comenzó a correrme con el miembro entre sus manos amenazando con golpearme.
Esa tarde, Manuel (mayor que yo) regresó de trabajar e inmediatamente se enteró
de lo sucedido.
Fue hasta la casa del exhibicionista y sin permitirle hablar le dedicó una andanada de
puñetazos. Lo dejó tirado inconsciente en la entrada de la casa.
Por defenderme.
Llegué hasta su departamento en la zona de Caballito. La puerta se encontraba
abierta y todas las luces encendidas. En la mesa, unas porciones de pizza fría regadas
con sangre, una jeringa diminuta con la punta de la aguja sucia, cocaína en sobres de
papel metalizado, más sangre dispersa, pequeñas dosis de polvo blanco sobre un
espejo.

21
Manuel estaba atrincherado en el baño. Sus ojos, ahora enormes, peleaban por
salir de las cuencas y escapar rebotando. Era evidente que se había sometido a una
maratónica sesión de consumo. Sangre seca en el rostro y en sus ropas, la nariz en
carne viva por el castigo, un treinta y ocho largo latiendo entre sus manos. Me
reconoció.
Preguntó sin mirarme si había algún enano en el comedor. Respondí negativamente.
Me dijo que se había propuesto no dormir más para así evitar que la casa se le llenara
de enanos. Imaginé en ese instante la puerta de mi departamento, a mí golpeando
confiado, y recibiendo como respuesta un plomo caliente en la cara. Le pregunté si
quería apagar las luces y me contestó que justamente era la oscuridad lo que invitaba
a sus enemigos a venir.
Empezó a desconfiar a raíz de mi propuesta.
Cuando atravesé el comedor, gritó desaforado:

-¡Se te está poniendo la cara de enano!

Esa noche de invierno volví a mi guarida.


Alguien me avisó que un gordo que me consideraba un héroe (por un par de
secuencias que le confié en charla de borrachos), había estado buscándome. Antes de
que me durmiera, llegó y propuso llevarme hasta el domicilio de un tal Raniery.
Según él, este sujeto no tenía problemas de dinero y necesitaba un desafiante de la
muerte. A falta de un sujeto con ésta característica, concurrí yo.
Raniery era único hijo, treintañero, un tanto misántropo. Había acumulado una
gran cantidad de bienes a fuerza de empeño. Me confesó que se hallaba enamorado
de una joven llamada Gisell a la que conoció en una fiesta. Averiguó que la misma era
prostituta y me propuso que se la consiga a como diera lugar, aunque él votaba por
comprarla a su manager. El único dato preciso era que la misma estaba confinada en
un burdel de los hermanos Acevedo, ubicado en la zona de Los Hornos.
Raniery me dijo que por el dinero no había problemas, que si aceptaba la tarea
pensara en una suma. Me retiré de allí llevando un abultado fajo en concepto de
viáticos. Esa noche, fuegos artificiales para El Gordo y para mí.
Al día siguiente pasado el mediodía, desperté y me dirigí al prostíbulo como un
cliente más. Tuve una revolcada con una joven apodada Silvia, quien a cambio de
cierta cantidad de marihuana durante un par de visitas, me confió los datos. Gisell era
el tajo preferido de los Acevedo, muy bella ella, salía del burdel únicamente con
algunos de los hermanos o bien cuando era alquilada para alguna fiesta privada. No
era vendible. Tenía en un muslo un tatuaje hecho en letra gótica que la identificaba
como propiedad de los Acevedo, como ganado humano. La única posibilidad de
obtener a la joven era cometiendo una escaramuza.
Le comenté las novedades a Raniery y éste se mostró conforme. Me dijo que le
pasara un presupuesto lo antes posible y que hiciese lo que considerara oportuno.
Mientras, me había conseguido un arma automática y varios porros para Silvia. Me
previno también acerca de que si llegaba a tener roces con la policía, no me resistiera.
El tenía un cuerpo de abogados eficientes, listos para defenderme.
Supe plantearme el hecho de que si era para mí correcto el colaborar con alguien
que sólo por poseer dinero puede titiretear a un conjunto de marginales. Me liberé del
planteo al entender que Raniery, tal vez, con su carácter hosco y sus manías
platónicas, era también un marginal en su medio. Y consideré además que los
Acevedo, seguramente, tenían mucho más dinero que él.
El Gordo me previno sobre los hermanos. Los llamó perros rabiosos sueltos. Me dijo
que a un par de putas indómitas las mataron a golpes. Una auténtica familia de
gatilleros.

22
Me encontré nuevamente con Silvia. Esta me confió que los Acevedo habían robado
un taxi de la Capital Federal con el que pensaban cometer un asalto nocturno durante
la madrugada del viernes de esa semana. Era una fumona la informante; vivía para
saborear marihuana. Consumía hasta veinte cigarrillos por día.
Luego de comprobar que había un taxi de la Capital Federal semioculto en el patio
del prostíbulo, me hice presente en lo de Raniery y le dije que de hacerse algo al
respecto, tendría que ser ese mismo viernes. Le pasé el presupuesto. Trastabilló.
Se mantuvo en silencio y luego me informó que a fin de pagarme (le pedí el dinero
por anticipado), tenía que vender un automóvil flamante de su propiedad. Un día
antes de los sucesos quedó en confirmarme, mientras me presentó a quien sería mi
chofer, un joven de dieciocho años apodado Cachete.
Cachete era respetuoso, rubio de pelo corto y baja estatura. Lucía en el dorso de su
mano cinco puntos en posición idéntica a los cinco puntos de un dado, viejo símbolo
carcelario que tiene dos acepciones; significa "cuatro delictivos matando a un policía"
o bien "un recluso entre las cuatro paredes del calabozo". Silvia lucía un tatuaje igual.
Ambos salimos en un Ford Falcon en muy buen estado a recorrer el centro de La
Plata, de allí fuimos a City Bell y al regresar notamos a nuestras espaldas la presencia
de un móvil policial. Cachete se había percatado y seguidamente se transformó en
una máquina de meter cambios. El vehículo era robado y habían reconocido la
patente. El joven comentó que era un experimentado para escabullirse en una ciudad.
A veces se hacía perseguir sólo por mantenerse activo. Tomaba las curvas más
cerradas a toda velocidad sin experimentar el menor nerviosismo.
De repente la aceleración empezó a entrecortarse. Cachete me indicó que tenía una
escopeta recortada bajo el asiento. La tomé en momentos en que doblábamos por una
oscura avenida. El motor había perdido mucha potencia y fallaba. Con mi compañero
nos arrojamos del vehículo sin ninguna consecuencia, éste dio un par de tumbos al
subir a una vereda y fue detenido por un poste de luz. Nos ocultamos en un zaguán
en momentos en que el patrullero llegó alumbrando con un reflector.
Seguidamente le hicieron flamear las chapas a tiros. Cuando nuevamente reinó el
silencio, un par de policías se acercaron y dispararon al interior del rodado,
principalmente hacia los pisos. Momentos después, todo el vecindario rodeaba la
escena y nosotros entre ellos.
Antes del viernes, Raniery dio señales de vida y me confirmó la venta de su
vehículo. Recibí el dinero sin ningún tipo de recomendación. Era evidente la confianza
del hombre hacia mí.
Visité a Silvia y le pedí que hablara por mí para que me reservaran una noche con
Gisell, y que si se negaban les dijese a los proxenetas que yo era un fugado de la
cárcel muy peligroso que no podía andar por la calle y menos de noche porque la
policía tenía licencia para eliminarme. Asi les dijo y los sujetos accedieron a cambio de
una fuerte suma.
Tuve la precaución de no comentarle a Silvia sobre la idea de birlar a su compañera.
Llegado el viernes, Cachete (armado) me condujo al prostíbulo. Después de un par
de inhalaciones, mi compañero aseguró estar listo para lo que fuese. Dejó caer un
consejo que resultó extraño en su boca:

"Hay que tener cuidado con la gente con que uno se rodea, pues a uno tienden a
afectarlo las mismas circunstancias que afectan a aquellos que se tiene cerca".

El comentario de Silvia produjo efecto porque los presentes casi hicieron cuerpo a
tierra cuando entré. Los Acevedo se habían ido.
Entré a la pieza de Gisell y me encontré frente a una mujer pulposa y de belleza
admirable. Cada detalle de su cuerpo era hermoso, inclusive su voz.

23
Estaba vestida con un ajustado conjunto negro.
Entre ambos se produjo este diálogo:

Yo: -¿Cómo estás?

Gisell: -Bien.

Yo: No estoy acá por mi cuenta, vengo de parte de alguien ...

Gisell: -¿De qué se trata?

Yo: -Me envía Raniery.

Gisell: -¿Quién es?

Yo: -Es un hombre que te conoció en una fiesta.

Gisell no lo recuerda y yo se lo describo.

Gisell: -Pasa que voy a muchas fiestas y conozco a mucha gente. De este Raniery
no me acuerdo.

Yo: -Está bien, no importa. Sucede que éste sujeto te conoció y se enamoró, no le
interesa de lo que trabajas ni lo que hayas hecho. Quiere que vayas a vivir con él.
Ahora sos vos la que decide.

Gisell: -Me siento halagada, jamás me pasó algo así, pero no quiero irme. Acá
tengo un lugar, me tratan bien ...

Yo: -¿No te molesta estar con uno y otro?

Gisell: -Hace tiempo que no pienso en eso.

Me quedé en silencio. Gisell se mostró atenta en todo momento, se me acercó y


torciendo su cabeza espió la expresión de mi rostro.

Gisell: -No te pongas mal.

Me quedé toda la noche. Hablamos de mi vida de la suya. Escuchamos música y


después me dormí. Ninguno de los dos propuso hacer el amor; no me gustan los
traidores.
Esa mañana fui hasta la casa de Raniery; me esperaba ansioso. Al verme sólo se
mostró claramente preocupado. Cuando le di los detalles lo partí en dos. Sus mitades
cayeron una para cada lado, pasé por el medio y me retiré convencido de que debí
acotar algo.
La incursión de los hermanos Acevedo en la Capital Federal resultó trágica. Habían
dado dos vueltas de reconocimiento previas al asalto por lo que resultaron
sospechosos a un vecino de la zona.
La policía fue alertada y al hacerse presente encontró un taxi estacionado con sus
ocupantes en el interior. Por la patente supieron que el móvil era robado. Bajaron los
hermanos y a la voz de alto giraron, ninguno llegó a disparar.

24
Pasé a ver a Silvia por última vez. Tenía dinero como para vivir más de un año sin
trabajar y era eso lo que pensaba hacer. Allí me enteré de lo acontecido. El burdel era
un barco que se hundía, cada persona allí corría para un sitio distinto. Le pedí a mi
amiga que trajera a Gisell y después de maltratar a un viejo marica que pretendía
retener y explotar a las dos jóvenes, me dirigí con ellas a una pizzería ubicada frente
a una terminal de trenes.
Minutos después Raniery acudió a mi llamado y los dejamos a él y Gisell solos.
Sé que hablaron largo rato y se fueron a vivir juntos. Al menos para ellos la
búsqueda terminó.

TESTIMONIO

A consecuencia del intenso cosquilleo producido por numerosas moscas que


pugnaban por penetrar en mi cavidad bucal, desperté al mediodía cruzado sobre un
umbral, conteniendo esa suerte de combustión repugnante que precede a los vómitos.
La enceguecedora luz solar y una insoportable cefalea aquejaban por su lado. Apenas
estuve de pie, el contenido de mi estómago se revolucionó en busca de una salida. Di
un par de pasos hasta que se produjo aquel vómito doloroso, como si un puño
incontenible se abriera paso desde lo profundo hasta golpear en mis dientes causando
dolor.
Trozos de comida quedaron incómodamente alojados en las vías respiratorias y
volvieron más arcadas; muchas. El líquido agrio apestando mi baba y mi pecho.

25
-Dejaré la bebida por un tiempo, o moriré ...

Horas más tarde me despertaron aquellas mujeres. Entraron al trote por la puerta
sin llave del fondo.

- Te necesitamos, mi hijo enloquece y pregunta por vos ...

- Estamos con un vehículo. En todo caso podemos llevarte ...

Eran la madre y la hermana de mi amigo Rodolfo, viejo cómplice en actos


blasfemos.
La mueca permanente del conductor indicó que la hediondez de mi atuendo
impregnaba el interior de su móvil. Recién en la casa de mi amigo compuse mi
imagen mediante un lavaje.
Rodolfo se encontraba en un lóbrego recinto con las ventanas cubiertas por
frazadas, su cuerpo en el piso y la cabeza hacia atrás, como si se hubiera detenido a
mitad de un retorcimiento.

Rodolfo: - ¿Estás acá, amigo?

Yo: - Efectivamente.

Lo que narró mi amigo brotó de su boca entre estertores y convulsiones diversas.


Tal como afirmaba su madre, la diosa locura dominaba impiadosa sus sentidos.
Rodolfo había perdido mucho peso y sobrellevaba la mayor parte del día con los
ojos cerrados.
La menor incidencia lumínica le ocasionaba fuertes punzadas en el cerebro.

Rodolfo: - Todo empezó con las voces al oído.


Me susurraban "mal parido, bolsa de piojos, morirás con las tripas secas".

Aseguraba mi amigo que estaba sufriendo el ensañamiento que le concedió su


última pareja. El la despreciaba. Su aroma e imagen terminaron asqueándolo, al
margen de que Rodolfo no perdía oportunidad de hacérselo notar.

Rodolfo: - La maldita ... Seguramente preparó su menstruación con una bruja y de


alguna forma yo la bebí... A partir de ese momento empecé a vivir para satisfacer sus
reclamos. Me acostaba angustiado por no conocer la forma correcta de servirla, te
aseguro que hubiera llegado a matar si ella lo hubiera pedido Me humilló ante sus
amigos a su antojo, la perra .

El grado de obnubilamiento, con el paso de los meses, se tradujo en una severa crisis
nerviosa, agudizada por un permanente dolor de cabeza.
Mi amigo supo confiarme, además, que vivía aterrorizado por diferentes visiones,
como la de personas reflejadas en los espejos que no eran visibles en el plano real, y
misteriosos seres vestidos de negro a los que sólo podía entrever en el lapso en que
se pasa del día a la noche. A pesar de que esa era la primera vez que oía tales
expresiones, me resultaron harto familiares, como si en algún momento pasado las
hubiera padecido.

- ¿Dónde está ella?

26
- Al caer yo en este estado, la maldita desapareció. Ella sabía muy bien el daño que
causaba. Por favor, ubícala para poder así solucionar esta mierda ...

Conocía a su ex pareja. A pesar de su juventud, la misma estaba seriamente


descangallada a raíz de varias convivencias vertiginosas con graves sujetos. Podía
estar en cualquier parte.
Mientras me alejaba de aquel sitio, meditaba:
"tantos problemas por una espumosa vagina que se abre un poco y se cierra otro
tanto".
Reparé en lo urgente del caso, así que sin dormir, acometí.
Dos horas más tardes me hallaba frente al mítico caserón del barrio San
Cristóbal, morada de una bruja verdadera. Esforzándome en ignorar lo que aquel sitio
significó para mí un lustro atrás, entré sin llamar. Instantes después, me topé cara a
cara con el cancerbero.

Cancerbero: - ¡Los muertos gozan de buena salud!

Yo: - Lo mismo digo ... Necesito hablar con la señora ...

C: - Ah, ... pero yo no necesito que vos hables con ella ...

Yo: - Sé lo que necesitás, un miembro masculino de dos kilos ...

C: - Para tu madre ...

Yo: - Y otro para la tuya, que lo pide a gritos ...

C: - Sos poca cosa para medirte conmigo, y lo sabés ...

No sabía nada al respecto. El Cancerbero giró para luego avanzar en dirección al


sótano.
Atravesamos el living, las añejas maderas del piso producían amenazadores crujidos
bajo nuestros pies. A través de grandes boquetes en las mismas podía ver el agua
colectada por algunos desagües fluviales de la ciudad pasar bramando por los
cimientos de la casa, varios metros abajo. Por una derruida escalera de madera
llegamos al sótano.
Sus paredes se escondían detrás de la más marcada oscuridad. La señora mantenía
contacto con los habitantes de las cloacas, vieja legión de seres marginales,
comedores de diferentes alimañas, desapegados de lo material. Los últimos escalones
estaban sumergidos y por demás podridos. El Cancerbero descendió lo más que pudo.

C: - ¡Señora, la busca un amigo suyo! ¡Señora, vuelva por favor! ¡Por favor,
vuelva! ...

Repitió esas palabras hasta el hartazgo. Yo miraba mi reloj. Decidí buscar solución
por otro lado.

Salió de la sacristía y vino directo hacia mí, con porte de cosaco estepario.

27
Sacerdote: - Buenos días, hijo, entiendo que me necesitas por una emergencia ...

Yo: - Lamento humildemente contradecirlo pero no nos une ningún lazo familiar,
menos el de padre e hijo ...

Pasé a relatarle minuciosamente la afección de mi amigo y sus pormenores. Mi


interlocutor, cristiano ortodoxo, me escuchó con manifiesto interés, sin interrumpir.

-En todo caso necesito ver a esa persona, puedes encontrarme todos los días por la
mañana.

Al día siguiente alquilé un remis y lo llevé a Rodolfo con los ojos cubiertos por una
compresa fría. Se encerraron con el sacerdote largo rato. Al salir, lo hizo sin el lienzo.
En otras tres ocasiones lo conduje hasta aquel sitio y su recuperación era
progresiva. La sanación total de mi amigo se produjo una mañana cuando al ir al
baño, un elemento brotó de sus intestinos.
Su tamaño era algo superior al de una cucaracha, con cortos pelos y de color negro.
Dos meses después me visita un perfecto extraño portador de una propuesta.

Extraño: - Vengo de parte del dueño de una motocicleta antigua, sabemos que a
usted le interesan.

Yo: - Nada se pierde con escuchar.

E: - Este Señor se la ofrece en carácter de cambio. Se trata de una Indian 1.200 cc


modelo 1947 en funcionamiento, con sidecar, tapizado y pinturas originales.

Yo: - ¿Cómo son sus guardabarros?

E: - Con faldones, como los de su moto ... El instrumental está completo.

Yo: - Por si usted no lo sabe, los gringos han arrasado con la existencia de
vehículos antiguos en Sudamérica. Es muy difícil que una pieza en esas condiciones se
les hubiese escapado. Sin ir más lejos, en esta ciudad viven más de medio millón de
personas y el único propietario de moto Indian, según se sabe, soy yo.

E: - Si no le interesa, dejo de robarle su tiempo. (Argumento clásico).

Yo: - En todo caso, ¿qué pretende?

E: - Este Señor la cambia por una motocicleta moderna, a usted o al primero que
llegue. Esta es su dirección, puede encontrarlo el jueves por la noche.

El lugar quedaba nada menos que en el corazón del fatídico barrio de monoblocks.
Los edificios que lo componen están unidos por sectores denominados nudos,
conformados de manera ideal para la concreción de emboscadas. Los nudos carecen,
además, de iluminación. Cada vez que atravesaba uno, creía percibir los gritos de
terror retenidos en los intersticios del revoque, de aquellos que fueron suprimidos
imprevistamente con brutalidad.
Metros antes de llegar a destino, noto que soy seguido. Golpeo la puerta.

Del interior: - ¿A quién busca?

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Yo: - Al dueño de una motocicleta.

Abre una mujer con aire de débil mental. Se me permite el acceso. Apenas entro,
me descubro cercado por tres mujeres armadas con facas. Una peculiar luminosidad
instalada en el recinto concedía a sus figuras un tinte rojizo por demás tétrico.

Mujer: - ¡Habla, cornudo! ¿Qué es lo que el otro marica y vos le han hecho a
Silvina? (Se refería a la antigua pareja de Rodolfo).

Yo: - No sé, no respondo ...

M: - Nos morimos por meterte un par de puazos.

Yo: - Señoritas, quien nació, lo hizo porque de algún modo estuvo dispuesto a
nacer, y quien estuvo dispuesto a nacer, tiene que estar dispuesto a morir ... ¿Qué
pretenden inventar?

M: - En estos momentos Silvina se está muriendo. Los doctores no han encontrado


ninguna enfermedad. ¡Confesá que le han hecho!

Aquella interpelación duró alrededor de diez minutos. Se me cruzó la idea de que


tal vez aquellas mujeres me interrogaban a fin de distraerme.
Oteo por la ventana en el momento en que siete sujetos, en grupo pero dispersos,
atravesaban una plaza en dirección al departamento. La más alta de aquellas mujeres
me bloqueó la salida por lo que tuve que asentarle un certero puntapié en un pecho.
Traspuse el umbral a la vez que sentí una estocada desgarrando mi campera. Sabía
que escapar de aquel sitio armado o desarmado era prácticamente imposible. Un par
de silbidos con una frecuencia especial se dejaron oír e inmediatamente un coro de
ellos inundó el aire. Corrí solo unos veinte metros tanto como para salir del campo
visual de aquellas personas. En algunos sectores de aquel complejo, perduraban una
serie de pequeñas cuevas situadas entre la tierra y el piso de concreto de los pasillos.
Allí me refugié con una celeridad notoria. No había terminado de esconder mis piernas
cuando sentí un tropel encima mío. Desde esa posición observé a un centenar de
sujetos surgir de la oscuridad de los nudos, a la vez que silbaban entusiasmados.
Estuve once horas refugiado, con un costado del cuerpo enterrado en el barro
producido por aguas servidas. Ya de día, cuando el último grupo de bebedores
nocturnos se retiró a reposar, salí de allí.
Sin cambiarme de ropas me dirigí a casa de Rodolfo. Me encontré a su hermana,
quien me informó que mi amigo había salido de terapia intensiva una semana atrás.
En el hospital mantuvimos el siguiente diálogo:

Rodolfo: - ¡Fue terrible!... Llegué a casa y al encender la luz, esas tres putas
cuchilleras me achuraron, me dejaron por muerto.

Yo: - ¿Por qué se metieron conmigo? .

Rodolfo: - Habrán averiguado que sos mi amigo y que tuviste que ver con mi cura.
Podés estar seguro que yo no las envié.

Yo: - ¿Qué le has hecho a Silvina?

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Rodolfo: -Si tengo que responderte en este momento, voy a mentirte, y no me
gustaría.

Dos semanas después, mi amigo pasó a buscarme en su automóvil.

Rodolfo: -Quiero que veas algo ...

Nos apostamos a unos cien metros de la entrada del cementerio. Rato después, un
nutrido cortejo fúnebre hizo su arribo. Entre los concurrentes estaban las tres
mujeres.

Rodolfo: -Lo único que tenía que hacer era coser una foto suya en blanco y negro
en la boca de un sapo, después debía sepultar al animal en el terreno donde ella
viviese en una noche determinada. Me aseguraron que el sapo es muy resistente, por
lo que tardaría en morir, y que su padecer se transmitiría a la persona de la foto...

Abrí la portezuela y puse un pie fuera. Varios concurrentes habían notado nuestra
presencia y se acercaban amenazantes.

Rodolfo: - ¡Esperá un momento!

Mi amigo encendió el vehículo y puso urgente marcha atrás. Huimos.

EL MAGO
1976
Tenía en aquel entonces doce años. En una agobiante tarde estival mientras
intentaba graficar en mi mente el aspecto calcáreo de ardientes planicies infernales,
fui en busca de mi amigo Javier, quien vivía en una chacra junto a sus padres. A la
única persona que encontré fue a su tío, un desgarbado de casi dos metros de talla.

Tío - Si buscás a Javier no lo encontrarás acá.

Yo - Entonces me retiro.

Tío - Tu aura tiene un color desagradable, me repugna ...

Yo - No lo comprendo.

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Tío - No hay por qué comprender. ¡Tengo un regalo para vos! Por aquí.

Lo seguí hasta la parte trasera de la finca.


Estando allí, el tío señaló la llanura.

Tío - ¿Ves aquel novillo?, es un holando, el mejor de por aquí, y es tuyo.

Nos acercábamos ambos hasta el soberbio animal. Faltando sólo un par de metros,
el hombre aquel me sobresaltó.

Tío - ¡Tócalo!

Me distrajo por un instante. Al volver a mirar al vacuno, lo descubro transformado


en una ennegrecida y reseca osamenta. Ni siquiera despedía olor.
Corrí de allí desaforado mientras el individuo reía en forma demencial.
Lo que me produjo mayor temor, fue el hecho de que durante trescientos metros
de carrera, seguía escuchando su carcajada a centímetros de mi oído. Mantuve el
trance en secreto.

1981
El segundo contacto se produjo una noche de lluvia en un concurrido bar rural. Al
ingresar al establecimiento el tío, la intensidad lumínica de los arcos voltaicos varió en
forma notoria. Se sentó en una mesa con otro parroquiano, muy cerca de mí.
Se lo veía bastante desaliñado. No escuché lo que hablaban, pero minutos después
tuvimos que cambiar de mesa; de su boca brotaba un potente olor a carne tumefacta.
Todos los presentes lo notaron.
Días después me encontré con Javier y tocamos en profundidad el tema de su
pariente. Mi amigo aseguró que el mentado vivía obsesionado por la posibilidad de
vivir sin comer ni beber, hidratando su cuerpo mediante la humedad ambiental.

1984
El tío fallece de paro cardíaco. Su casa de corte antiguo, ubicada en lo que es hoy
un barrio de oligarcas de la ciudad de Bernal, fue cerrada con cadenas de gruesos
eslabones y vendida a un grupo económico.

1986
Practicábamos junto a Javier, con amigos en común, el uso del tablero ouija.
Siendo de madrugada, estábamos a punto de levantar la sesión cuando alguien
propuso invocar al tío. Lo hicimos.
El mensaje recibido fue el siguiente: "limpiar el piso". Javier, más avezado que el
resto, interpretó la frase como un pedido de su pariente para que depuráramos
mediante un ritual determinado un piso plagado de símbolos esotéricos, traído por su
tío desde Italia en su juventud. Dicho piso estaba dividido en 132 mosaicos y había
sido ensamblado en una habitación a la que Javier jamás había ingresado. Trazamos
una expedición a aquel sitio.
El ingreso fue por los fondos. Un amigo quedó de pie sobre un tapial a modo de
campana.

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Atravesamos los restos de lo que fue un frondoso jardín. Había también una pileta
circular de diseño ancestral, con agua mohosa hasta el borde. Alguien había arrojado
allí unos árboles pequeños que estaban a medio hundir. La puerta del fondo cedió con
facilidad.
Fue una sorpresa el encontramos con un interior perfectamente amueblado.
Disponíamos de potentes linternas. Dejamos los bolsos con elementos en un rincón.
Luego de recorrer la vivienda, nos apostamos frente a la mentada habitación, cuya
puerta disponía de un particular sistema de cierre, sin cerradura a la vista. Meditaba
sobre los estupendos cortinados que aún pendían desde lo alto del techo hasta casi
tocar el piso, cuando escuchamos los gritos de pánico del centinela. De inmediato
apagamos las linternas, tomamos los bolsos y huimos en alocada carrera. Nos
detuvimos recién en la estación de ferrocarril. El centinela llegó instantes después
totalmente espantado.
Horas más tarde, se estableció el siguiente balance:
el centinela fue sobresaltado por una suerte de sensación tangible y maléfica, que
según él, provino desde la vivienda. Aseguró que no pudo ver nada porque en ese
instante un nubarrón cubrió el astro pero tocó y temió aquello. Javier confesó que
apenas entramos se maravilló por el buen estado del jardín y llegó a considerar la
idea de bañarse en aquella pileta de aguas cristalinas.
Otro de los concurrentes remarcó la falta de amoblamiento en toda la casa y la
gran cantidad de vidrios rotos en las ventanas que podían apreciarse, ya que las
cortinas eran sólo jirones.
Habiéndonos tranquilizado, realizamos otra sesión de tablero. Los movimientos del
vaso se tornaron tan vertiginosos que nos costaba seguir la lectura. Definimos que
recibimos insultos, los más obscenos. Javier invitó al supuesto ente a retirarse a fin de
levantar la sesión (como es la norma), pero éste se negaba, por lo que nos pusimos
de pie. Mi amigo llenó el vaso aquel con agua y lo apoyó en una mesada. A la mañana
siguiente encontró sólo la base; los trozos que lo componían estaban dispersos por la
habitación.
El finado deambulaba por altos pastizales luego de los períodos de lluvia, y munido
de una horquilla cumplía con su antigua costumbre rural; ensartaba sapos hasta
cubrir el largo de las puntas. Así lo recuerdo, espigado y recostado contra el ocaso,
con vigorosos aleteos en sus prendas producidos por los fríos vientos de las pampas,
blandiendo su estandarte.
LEYENDA

Conocí a los hermanos García paz cuando con ellos y un par de personas más,
visitábamos de madrugada un correccional femenino de menores.
Yo era muy joven e iba de mascota. Las ocasionales internas tenían que sobornar
para encontrarse con nosotros y nosotros para encontramos con ellas. Uno de los
nuestros, más callejero que los demás, arreglaba los encuentros teniendo como
contacto a un oficial de cierto rango.
Con mucho sigilo atravesábamos dos hectáreas del campo de deportes. Los
encuentros eróticos eran memorables; las mocositas estaban desenfrenadas. Había
hambre atrasada de ambas partes.
El cambio que había sufrido Daniel García Paz era llamativo; de ser un joven
robusto y mujeriego a lo que tuve al poco tiempo delante de mí: cabellos grasosos y
piel manchada por la destrucción de su hígado; pinchazos en brazos y cuello por
donde hacía circular jeringazos de vino común. Era el único integrante de una

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legendaria gavilla que aún permanecía en la zona. Sabía que no iba a durar mucho
tiempo.
El cambio se había producido en pocos años desde que desapareciera su hermano
mayor Jorge.
La bruja Naybi vivía a pocos kilómetros de aquel lugar. Se rumoreaba que fue ella
la que empayesó a Jorge. Durante la segunda mitad del siglo pasado, era común
enterarse de las correrías suicidas de algún supuesto empayesado. Los mismos
desafiaban a la muerte haciéndose insertar bajo la piel una miniatura tallada en hueso
de difunto. La misma era el San La Muerte representado por un esqueleto con
guadaña. Se creía que aquel que se prestara a la realización de ese tipo de payé, no
moría por heridas de cuchillo o de bala.
Por pronunciada que fuera la incisión, la vida no escaparía de su cuerpo. Pero si dicha
herida era lo suficientemente grave como para causar la muerte en términos
normales, el alma del sujeto se encontraría entre este mundo y el otro por lo que se
produciría un padecimiento atroz hasta que sanase la afección. Por eso es que para
los empayesados, los peores enemigos resultaban aquellos que se atrevían a herirlos.
Daniel contó que a pesar del hecho de que su hermano era hombre de armas, la
posibilidad de morir lo conflictuaba.
Durante casi un año acumuló la pequeña fortuna que le exigía la bruja a cambio de
su participación en el ritual.
La mencionada gavilla tuvo su momento de esplendor, mucho beneficio Y poco
riesgo.
Reclutaban jovencitas a las que enviaban a trabajar como empleadas domésticas en
casas de profesionales y comerciantes de la Capital Federal. Una vez que aprendían
las rutinas de las víctimas, saqueaban las viviendas en ausencia de sus moradores.
Jorge, en esos momentos, manifestaba admiración por los empayesados de otras
épocas; matreros, contrabandistas y cuatreros. Luego del ritual se hacía llamar a sí
mismo "Cimarrón".
Durante el robo a un comercio, fue gravemente herido por la policía. La herida se
agusanó y su padecimiento era conmovedor. Sus compañeros lo socorrieron con
abundante cantidad de estupefacientes. Casi dos meses estuvo Jorge en ese estado y
al superarlo, ya no volvió a ser el mismo. Perdió toda sensibilidad en lo que se refiere
al trato con las personas y comenzó a consumir drogas en abundancia.
Hubo un crimen en esos días; la muerte de un sereno. Le habían clavado
destornilladores en las fosas nasales y en los testículos. Daniel aseguró que el
causante fue su hermano actuando en solitario.

El grupo se alertó cuando el empayesado desfiguró con una hoja de afeitar a una
amante suya que oficiaba la labor de espía como mucama.
Comenzaron a temerle.
Jorge fue herido nuevamente y se ocultó hasta recuperarse. A su regreso se lo vio
consumido y con el cuerpo surcado por largos arañazos. Se había mutilado a sí
mismo.

-¡¡¡¿Qué querías que hiciéramos?!!! - preguntó Daniel lloriqueante - ¡Nos estaba


enloqueciendo a todos!

La relación entre los integrantes del grupo se había tomado pesadillesca. Ambos
hermanos habían amenazado con matar a quien desertara. La gavilla desconocía la
cuestión del payé.
Estando totalmente alucinado por el alcohol, Jorge confesó a su hermano que él era
un empayesado y lo que eso significaba. Le pidió en ese estado que le extrajera la

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miniatura. Daniel no se atrevió. Jorge fue nuevamente herido. Era como si cada
afección trastornase aún más su personalidad.
Pero esta herida fue feroz; lo habían estropeado por dentro, por lo que mediante una
fuerte suma recurrió nuevamente a la bruja. Su hermano aseguró que ésta le
transplantó vísceras de animales. La situación era ya insostenible.
Cuando regresó, sus compañeros de andanzas temblaban ante cada resuello suyo.
Seguidamente, Jorge los invitó a todos a hacerse un payé.
Daniel narró la historia a lo largo de varios meses. Mi interés mayor era conocer la
forma en que había desaparecido su hermano.

-¿Por qué te interesa saber qué pasó con mi hermano?

-Porque me interesa aquello que está relacionado con cierto tipo de personas.

-¿Qué tipo de personas?

-Las que imaginan un mundo determinado hasta hacerlo real, y después se


introducen en él.

Cuando bebía, Jorge volvía a ser casi el de antes, aunque un tanto más tortuoso.
Durante una borrachera, el empayesado empuñó un pistolón de caños susperpuestos
y dijo:

-Compañeros, me despido, no sé si esto será una salida. Lamento que me hayan


conocido. Lo único que pido es que quemen mis restos.

Un estampido y la pulpa de su cerebro conoció el frío de un mosaico.


Daniel sobornó a un empleado del cementerio e hicieron desaparecer el cadáver
por el horno. Me aseguró que varios minutos después del disparo, tomó el pulso de
Jorge y notó que éste aún estaba con vida.

EL CURA EXCOMULGADO

Recuerdo una disertación mía en el Centro Cultural Recoleta acerca del seguimiento
que, cuatro años atrás, habíamos realizado mi amigo Roberto Visconti y yo sobre una
secta de antropófagos de origen brasileño que sentó sus bases en aquel momento en
la zona de La Matanza. Los sujetos honraban a una supuesta deidad a la que
suministraban como único sustento carne y sangre humanas.
En dicha disertación deslicé, sin intención alguna de mi parte, el nombre de Mario
Rulloni, personaje legendario dentro de la marginalidad local.
Fue Mario justamente quien entre vahos de marihuana y de hedor humano nos brindó
la dirección exacta en donde se hallaba el templo de estas personas.
Roberto y yo teníamos dos cámaras de fotos dispuestas Y un par de Ballester
Molina también dispuestas. Contábamos, además, con dos credenciales de la policía
federal falsas. Recuerdo que escondimos nuestras largas cabelleras debajo de las
camperas y prestos asumimos nuestro papel.
Mucho frío en aquella lejana noche de junio.

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Golpeamos la puerta y alguien nos observó a través de una persiana. Presumimos que
reconocieron a Roberto, quien por entonces ya vivía de las labores de periodista y
había dedicado un par de artículos a la existencia de esta secta, los cuales fueron con
trarrestados por sendas y rotundas amenazas de agravio sexual para todo miembro
femenino de su familia, las que al poco tiempo se vieron concretadas en perjuicio de
su esposa e hija.
Presumimos, decía, que lo habían reconocido a mi amigo, porque la puerta se abrió
y variadas formaciones de plomo buscaron nuestra carne. Con Roberto
contraatacamos violentamente haciéndole dar pintorescas cabriolas a un atacante.
Alguien se cruza en el interior de la vivienda y también le aplicamos. Mientras las
Itakas volcaban fuego hambriento de vida, nosotros pusimos pronta distancia, pero a
poco correr, notamos que ambos estábamos heridos. Desde unos doscientos metros
vimos salir más de media docena de personajes armados en dirección a nosotros.
Agotando las municiones huimos cobardemente por una laberíntica villa de
emergencia.
Es dable suponer que alguna sustancia irritante tendrían las municiones usadas por
ellos porque las heridas comenzaron a enloquecemos de ardor. En aquel momento, yo
era más joven y no había sido asimilado aún por la pandilla de motociclistas, hecho
trascendental por el cual pasé a destartalar mi anatomía en variados y continuos
accidentes de tránsito, por lo que mi resistencia física en aquel momento era óptima y
junto a mi amigo, que era un fornido deportista, pudimos sobrevivir a las hemorragias
e infecciones y escapar de la horda.
Al día siguiente, Roberto volvió a recurrir a un medio periodístico y puso en
evidencia la existencia de los fanáticos, delatando la ubicación de su base de
operaciones. Posteriormente mi amigo murió, y de la secta, nunca mas nada.
Mi disertación fue grabada por un estudiante de periodismo. Anduvo, supongo, el
contenido de oreja en oreja, hasta que meses después desperté de, madrugada en la
sucia pensión en la que vivía y estando por demás borracho descubrí, sentado en la
penumbra a un individuo. Trato de escudriñarlo pero es corno si tratara de ver el
fondo de una botella. Al rato, el visitante pronuncia:

- ¿Conoces a Mario Rulloni?


-Mario es muchas personas en una, hace años conocí a un Mario que seguramente
no es el que usted conoció ni el que es ahora ...

-No me subestime sin conocerme.

-Es mi verdad y yo no soy soplón. Imagino que usted quiere que lo conduzca a él,
pero eso implica el riesgo de que puede llegar a perjudicarlo.
No corro el riesgo. El tipo eructó una siniestra carcajada y me dormí. Al día siguiente
seguía allí. Al verlo claramente me resultó familiar. Parecía de unos veintisiete años,
tez blanca y rasgos delicados, coronados por una mirada glacial.

-Me llevará o tendrá que acostumbrarse a mi presencia por el resto de su vida.

-Detesto ser violento, pero más detesto la presencia continua de alguien...

El sujeto sonrió mansamente, como si ambos compartiéramos el principio de no


agredir al prójimo de palabra ni de hechos, a fin de alterar el ciclo que se viene
produciendo desde el principio de los tiempos por el cual una persona logra
predominar sobre otra mediante el ataque.

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Pasaron tres días y el tipo parecía estar pegado a mí. Si me apresuraba a entrar en
mi habitación y cerraba la puerta, él esperaba indefinidamente en el exterior. Me
esperaba salir del baño y caminaba horas conmigo sin demostrar hambre o cansancio;
dueño de una serenidad fuera de lo común.
De repente lo veo y recuerdo, quince años atrás con anteojos y sotana.

-Ah, ya sé, usted es el cura Ramón, ¡el cura excomulgado!

-¿ Lo soy?

-Por supuesto. Una iglesia en San Telmo. Se decía que usted no envejecía y aún
hoy se mantiene como entonces. Lo sorprendieron en prácticas espiritualistas, lo que
determinó que lo alejaran del culto. Le hago una pregunta y le pido que me responda
con la verdad, y si no puede no responda.

¿Qué asunto con Mario?

-Le dejé a su cuidado un gnomo.

Enternecen las historias de gnomos, pero me faltaba una buena dosis de alcohol para
poder asimilar el relato plenamente. Compré un litro de vino tinto y mientras el cura
me observaba risueño, pasé a flotar entre hadas sodomitas de aspecto quinceañero y
gnomos cómplices.
Tomamos el tren de la muerte en la Estación Alsina, el trocha angosta, y mientras
mi acompañante relataba yo gozaba enormemente.

-A mediados de siglo, junto a otros elfólogos, encontramos una colonia de duendes


amigables llegados de Europa en busca de ambientes vírgenes. Pudimos entablar una
relación ya que había una gran disposición de su parte por establecer contacto. Nos
comentaron su preocupación por la presencia en sus filas de un integrante muy
rebelde y promotor constante de conflictos. Nos propusieron seguidamente la
realización de un ritual por el cual un ser humano puede adquirir temporariamente la
longevidad de un duende, que es de varios siglos, y también gozaría de la facultad de
poder apreciar la mayoría de los universos que funcionan en conjunción con éste sin
perder su fisonomía humana y visible. Mientras que el gnomo envejecería a un ritmo
humano y podría apreciar la realidad sólo como la perciben visualmente los humanos,
lo que lo desorientaría enormemente impidiéndole ubicar colonia alguna.
La borrachera era deliciosa cuando una hora y media después descendimos en
Isidro Casanova y rumbeamos a la morada de mi amigo Mario. Varios metros antes de
llegar, una pestilencia de lo más agresiva nos indicó que el hombre que buscábamos
aún ofrecía batalla.
El encuentro con Rulloni fue conmovedor. El alcohol me había llevado a un estado
anímico donde todo era bienestar, nostalgia, deseos de satisfacer a otro ser vivo.
Hablaron Mario y el cura, pero poco. Nos dirigimos los tres hasta un pequeño
depósito. Mario levantó unas tablas del piso y quedé maravillado con lo que extrajo de
allí.
Dentro de una gran damajuana transparente había un diminuto ser de unos cuarenta
centímetros de largo -le calculé- desnudo y en posición fetal.
Tenía un aspecto muy humano y al llevarlo a la luz, noté que su piel ofrecía una
superficie idéntica a la que puede ofrecer el mármol más blanco y pulido.
Sus hombros, codos y rodillas terminaban casi en puntas y su cabeza estaba rapada y
oculta. El cura retiró el aro de bronce que unía ambas mitades de la damajuana y

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levantó a la frágil criatura tomándola de las axilas para depositarla suavemente sobre
su pecho. En un instante pude ver el rostro del duende y descubrí la expresión más
mansa y cansada que viera antes en un ser vivo. El único movimiento de la criatura
fue el de cruzar los brazos por el cuello del cura y esconder nuevamente su rostro. El
cura nos saludó de mano en silencio y ganó la calle mientras nosotros saboreábamos
el más sentido de los blues, proveniente de un viejo tocadiscos de Mario.

CONFLICTOS TRIBALES

Uno de mis hermanos por parte de padre es mayor que yo, pasa los cuarenta años
y su nombre es Carlos. Luce una incipiente calvicie y tiene el cuerpo fuera de
escuadra a raíz de un accidente de motocicletas. Renguea. Bastante alejados
estamos.
Este hermano mío trabaja como camionero. En uno de sus viajes a la localidad de
25 de Mayo intima con una adolescente muy atractiva de aspecto aniñado, de nombre
Marcela. Marcela es sobrina de Mamá Ríos, la matriarca de La Cañonera.
En La Cañonera existen muy pocos prejuicios a nivel sexual. Suelen mantener
relaciones padres con hijos y hermanos con hermanas. Los restantes habitantes del
pueblo tratan de evitar el tener contacto con esta barriada de trazas humildes.
Los varones del lugar son extremadamente celosos. Si notan que algún extraño les
usa una mujer, inmediatamente organizan una vendetta, que la mayoría de las veces
termina con una decena de ellos mancillando cruel e impunemente al indefenso
enamorado. Partidarios del trago y del cuchillo como también de negarse a realizar

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todo tipo de documentación personal o de propiedad, estos hombres son
conceptuados como bestias desatadas estando en grupo. Una baba enfrentándolos de
a uno, pero de a uno jamás se movilizan.
Carlos experimentó un intenso enamoramiento hacia la joven, el cual fue
correspondido. Regresó a su vivienda de Avellaneda y tradujo en dinero gran parte de
sus bienes, incluida una vieja Harley Davidson 750 c.c. Con una considerable suma
regresó en micro a 25 de Mayo y procedió a dialogar con la mentada Mamá. En esos
momentos La Cañonera estaba muy alborotada por unas escaramuzas que habían
realizado dos descendientes directos de la Ríos en una localidad vecina, lo que había
derivado en la detención de éstos.
Carlos, cara a cara con la gorda, se despachó con una propuesta de compra sobre
la persona de Marcela a fin de trasladarse ambos a su morada y contraer inmediato
enlace. Ruidosas carcajadas siguieron a la risotada vertida por la Ríos. Carlos fue
fácilmente reducido y se le sustrajo la totalidad del dinero junto con su
documentación. Una dura golpiza y una voz desde el borde del zanjón dentro del cuál
Carlos se hallaba, le aclaró que Marcela era la más atractiva de sus mujeres y que no
pensaban privarse de los favores que les venía concediendo por ninguna suma.
Mi hermano convaleció durante un par de semanas de sus heridas. Palió el mal
momento con apasionados tragos a una damajuana. Y volvió a arremeter. Regresó a
25 de Mayo de incógnito y valiéndose de una amiga de Marcela informó a ésta sobre
la posibilidad de escabullirse y vivir en comunión. Marcela aprobó el proyecto y en una
madrugada atiborrada de mosquitos, ambos partieron hacia Avellaneda.
Los sobrinos de la Ríos llamados Luis y Néstor, habían destrozado una desierta
estación de ferrocarril incendiando parte de ésta, para luego ser capturados mientras
gateaban por el campo repletos de alcohol.
Posteriormente se produjo un suceso de pocos antecedentes. Después de varios
años, la matriarca se dignó a salir de La Cañonera y se dirigió hasta el despacho de un
funcionario de ferrocarriles, quien quedó perplejo ante el particular grado de soberbia
de la paquidérmica y bigotuda mujer. Esta le indicó que retirara la denuncia que
pesaba sobre sus familiares o bien que se hiciera responsable del hecho de que a lo
largo de los cuarenta kilómetros que separaban a una estación de otra, podían depo
sitarse cadáveres de vacunos, lo que produciría enormes catástrofes. La gorda no
había terminado su directiva cuando el funcionario se acercó a la ventana para
comprobar que el inmueble estaba circundado por más de trescientas personas.

Luis y Néstor no superaban los diecisiete años de edad y eran, entre otras cosas,
analfabetos e ignorantes. La Ríos, en La Cañonera y ante sus sobrinos, jugueteaba
amenazante con un grueso cinto militar de contundente hebilla. Después de casi una
hora de no pronunciar palabra, solicitó a uno de sus hijos que convocara en forma
urgente al Gitano.
El Gitano sabía del lujo y el derroche en perfumadas noches capitalinas; sabía de
cuatro presidios donde cumpliera diferentes condenas y sobre todo sabía que su
conocimiento en las circunstancias adecuadas era altamente cotizable.
Luis, Néstor y El Gitano fueron entonces ante la matriarca que acariciaba la punta
del cinturón, recordando secretamente el modo de acariciar miembros masculinos.
Ésta rompió el silencio ordenándole al terceto que se desplace en busca de Marcela y
que estropeen físicamente, más aún, a Carlos. Prometió al Gitano, en compensación,
una de las más atractivas adolescentes para su uso personal o comercial. En la
documentación que secuestraron a Carlos encontraron su dirección.
Carlos y Marcela vivieron un auténtico idilio y procuraron no salir de la vivienda
hasta que todo se calmara. Mi hermano recordaba que en sus documentos figuraba su
dirección, pero supuso que para los cañonenses el llegar hasta allí significaría cruzar

38
de un continente a otro. Craso error. A la semana fueron sorprendidos por sus
parientes. Carlos intentó dialogar pero fue fácilmente reducido y llevado en el aire a
golpes hasta un derruido galpón donde zapatearon sobre su anatomía. Marcela se
remitió a su natural estado de indefinición.
El trío se movilizaba en un vehículo recientemente birlado. En dicho móvil cargaron
el cuerpo de Carlos y lo arrojaron en la ruta a toda velocidad entre las ruedas de otros
móviles. Volviendo a la casa de Carlos, Luis entendió que llevar a Marcela nuevamente
a los dominios de la matriarca sería condenar a la joven a morir de las golpizas que
recibiría de su tía, y si así no fuera, estaría condenada a llevar una existencia de paria
por el resto de sus días.
El Gitano interrumpió las deliberaciones aconsejando adjudicar a Marcela a un
proxeneta local por él conocido. Así procedieron. Un mánager de prostitutas casi niñas
apodado "Polaco" se hizo presente en la morada y visiblemente satisfecho concedió
una bagatela de dinero a cambio de la joven. Una vez en el exterior, reconoció una
abultada coima en efectivo al Gitano.
Tres días después de producidos los hechos, recibo en la casa en que vivo a un
patrullero. Un fisgón desciende y me notifica que mi hermano se halla en coma dos
como consecuencia de una feroz golpiza. Se me mueve el piso, se me irrita la vista,
siento mojadas la bragadura y las axilas. Hay amigos motociclistas presentes que me
ofrecen su colaboración a fin de tomar venganza. No acepto el ofrecimiento por tener
todos ellos compromisos familiares. Cuando se retiran, pongo en movimiento los
legendarios pistones de la Indian '46 y me conduzco al hospital. Encuentro a mi
hermano penetrado en casi la totalidad de sus orificios por mangueras. Observo que
su piel es lo más similar al aspecto exterior de una morcilla.
Llego hasta un enorme complejo fabril en ruinas dejando la motocicleta en la
puerta de ingreso.
El receptáculo más alto del establecimiento se encuentra en una terraza y es una
diminuta habitación. Hasta allí llego y me encuentro con mi primo llamado El Vampiro,
de espaldas a mí, quien contempla el baño de ocre que el sol dedica sobre los techos.
Empuño mi arma y amartillo. El Vampiro gira con la lentitud de una tarántula con los
brazos cruzados. Sin cambiar de posición, de su persona brota un sonido similar al
que yo produje. De uno de mis bolsillos extraigo una filosa sevillana y la acciono. Se
oye otro chasquido y mi primo descruza los brazos mostrando un pistolón de dos tiros
en una mano y una navaja en la otra. Le comento que me da gusto encontrarlo
prevenido. Salió hace poco de prisión y me reclama que tardé tanto en convocarlo a la
acción. Entramos ambos al pequeño cuarto y veo en las paredes viejas fotografias.
En algunas está El Vampiro junto a sus padres cuando la fortuna les sonreía y la
fábrica trabajaba a pleno. En otras, estamos luciendo largas cabelleras y motos
brillosas mi amigo, mi hermano Carlos y yo, muchos años atrás. El Vampiro toma lo
esencial y rociando el resto con nafta, incendia el lugar. Mientras nos alejamos en la
Indian, las llamas refulgen contra el cielo casi oscuro.
Entre tanto, El Gitano y los mocosos habían adoptado las modalidades delictivas
propias de los piratas del asfalto. Con los contactos del Gitano, logran reducir
inmediatamente las mercaderías obtenidas en los caminos. Los adolescentes están
engolosinados por la vida nocturna y demoran indefinidamente el regreso a su lugar
de origen.
Junto a mi primo dejamos a la dama de hierro en un lugar seguro y pedimos
prestado un automóvil con el que nos dirigimos raudamente a visitar a un compañero
de trabajo de Carlos. Dicho sujeto nos chimenta la idea de Carlos de unir su destino al
de la joven. Yo tenía referencias bastante precisas acerca de La Cañonera e imaginé el
devenir de los sucesos. Pasamos luego por el hospital donde no se produjeron
novedades. Comenzamos a policear la casa de mi hermano y notamos la presencia de

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los intrusos. Esperamos a la madrugada e ingresamos a la finca donde encontramos al
trío rebasado de drogas, desnudos y bailando cumbias. A fuerza de culatazos los
redujimos y atamos fuertemente a sillas. Como no encontramos a la joven, mi amigo
les aplicó a todos un par de cachetazos amansadores que dieron inmediatos frutos.
Nos dijeron donde encontrar a Marcela y donde escondían el producto de los robos.
Hicieron responsable de todo a Mamá Ríos y pedían por lo más sagrado no ser
lastimados. El Vampiro, asqueado, volvió a pegarles reiteradas veces para que se
callaran.
Siendo las cinco de la madrugada dejamos al grupo entre sollozos y súplicas para
dirigirnos a una discoteca situada en Villa Domínico, propiedad del Polaco. Para
disimular las armas, nos pusimos largos sobretodos, detalle por el cual resultamos
sospechosos, ya que el calor imperante era insoportable.
Estando en el interior fuimos abordados por un ciclópeo empleado de seguridad. Le
pregunto por una copera llamada Marcela y el sujeto contesta "¡onanista!", y me
indica que apoye mis manos en la barra a fin de palparme. Con El Vampiro nos
estorbamos para pegarle. Al caer el hombrón al suelo, varios de los presentes le
dedicaron furiosos puntapiés, lo que nos hizo pensar que el sujeto había tenido un
comportamiento bastante abusivo en el pasado.
Resueltamente me dirijo a un grupo de muchachas con caras de putitas finas
apoyadas en la barra, y pregunto por alguien proveniente de La Cañonera. Una se
identifica y tomándola del cuello me dirijo hacia la puerta en momentos en que veo a
mi amigo rodeado por media docena de policías de civil con pretensiones de dedicarle
un manoseo rudo. El Vampiro extrae su pistolón y luego de que nuestras miradas se
cruzan, dispara certeramente sobre la caja de fusibles. La súbita oscuridad se hace
total y mientras muchos aprovechan a tantear traseros femeninos, nosotros a puro
codazo logramos llegar hasta la puerta y escapar con las armas pegadas al cuerpo.
Mi primo y Marcela se quedan en el hospital cuidando a Carlos. Yo soy presa de una
gran euforia y en ese estado llego hasta donde están los tres atados. Los encuentro
en la misma posición.
Lamento el no poder controlar mis impulsos pero enceguecido por lo acontecido
decoro sus cuerpos con amplios hematomas, castigando preferentemente donde el
cuerpo de mi hermano más fue afectado.

Pasaron varios días así. Les vendé la boca para no oír sus súplicas y cada tanto les
aplicaba. No comieron ni bebieron en todo ese tiempo. Llamé periódicamente al
hospital esperando cualquier novedad sobre Carlos para proceder. Al cumplirse una
semana de ese estado de cosas, hablo por teléfono con El Vampiro y recibo
novedades. Separo a los tres de sus sillas y los arrastro hasta el automóvil. Paliceando
duramente la máquina, llego hasta una zona rural indefinida donde expulso a los suje
tos. Les aclaro que el hecho de que sobrevivan se debe a que mi hermano ha entrado
en franca mejoría y que basta la menor queja sobre ellos para que vaya a buscarlos
donde fuese. Y así, totalmente desnudos, se alejaron por la ruta con un andar las-
timoso y varios huesos rotos de seguro.
Esa tarde, pasé por el hospital para enterarme que Carlos estaba totalmente
consciente. Retiré al Vampiro sin entrar a la habitación. El dinero de los robos se lo
dejamos a Marcela. Carlos pidió verme pero la realidad es que hacía varios años que
no me hablaba. Creí que si nos reconciliábamos sería conveniente que fuera porque ya
iba siendo tiempo y no porque se consideraba en deuda conmigo.
Desde aquel instante, Mamá Ríos y sus facciones habitan sólo en el reino de la
memoria.

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LA ESPECIE
POR SIEMPRE INDOMITA

Aquella no era una ciudad común. Su principal característica radicaba en el hecho


de que, inexplicablemente, no figuraba en mapas de ruta. Las únicas vías de acceso
eran el ferrocarril, que detiene sus trenes sólo si se informa que hay pasajeros, y un
largo y polvoriento camino vecinal. Las edificaciones se montaron alrededor de una
docena de criaderos de aves, lo que determinó una exagerada existencia de insectos a
nivel plaga, que hizo que aquellos terrenos carecieran casi de valor. Por otro lado los
arácnidos, atraídos por la cantidad de moscas, pululaban por doquier. Aquel sitio
resultaba, de tal modo, una suerte de cementerio de elefantes.
Todos los no nativos que circulábamos por sus calles arribábamos con la intención de
escondernos por diferentes motivos.
Contaba con algunos parientes allí, todos en estado desfalleciente en una sofocante
tarde de diciembre, mientras la gran cantidad de maquinaria agrícola en desuso

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abandonada en las inmediaciones se calentaba y enterraba ante nuestra vista en un
proceso de siglos. Me permití trazar el siguiente comentario.
No es posible que un hecho notorio se produzca en este entorno tanto como para
afectamos ... No podría ser ...
La llamada "casa de los indigentes" quedaba un tanto apartada del pueblo sobre
una colina. En una ocasión, fuimos hasta allí con mi primo Manuel sólo a curiosear y
nos encontramos con el mismísimo Angel Peralta durmiendo la siesta a la soleada
intemperie, protegido del azote del viento invernal por unas escasas ropas. Peralta,
quien cuarenta años atrás resultara el mayor portador de terror de la zona, ahora se
hallaba convertido en un pequeño ovillo de canas, con la bragueta empapada y un
charco de orín al lado. Despertó y desde su desdentada caverna brotó la voz de un
abuelo, habló con fluidez pero confusamente, tratando de espiarnos a través de sus
cataratas para luego volver a dormir.
Hurgamos en la vivienda. Esta había sido construida a principios del siglo veinte y
habitada alternativamente por cuatreros y matones pagos, protagonistas de
innumerables y olvidadas refriegas políticas. El piso era de tierra húmeda y totalmente
desparejo. Las paredes, ennegrecidas por gruesas capas de hollín, fruto de fogatas
realizadas en el interior desde hacía decenios. El techo estaba alto y agujereado. El
hecho de imaginar las historias que allí se habían tramado me produjo vértigo, como
si me hubiera asomado a un abismo.
Años atrás, aquel refugio estaba ocupado por alrededor de siete hombres. Hubo un
severo problema entre ellos y Manuel. Los siete sujetos corrían a la par; alcohólicos,
aspecto de pordioseros y ladronzuelos. La vorágine aliada al paso del tiempo los había
quebrantado robándoles lo que en algún momento les sobró: vitalidad. El único
crimen que les conocí fue el asesinato de un joven santafesino débil mental.
Aparentemente, la víctima había poblado sus filas en un primer momento.
Se comentaba que lo tenían como mujer.
Trascendió que en una fiesta de alcohol y sexo anómalo los demás asfixiaron al joven
y luego lo enterraron en un profundo pozo realizado en una de las habitaciones. Sé
positivamente que así fue.

El problema con mi primo derivó de la convocatoria que él hiciera en aquel momento


al líder del grupo de los indigentes para unos trabajos en la casa quinta de los
hermanos Ventura. Mi primo fue usado por esta gente como anzuelo. Sucedió que
Zorrino Ortega, el líder, había robado en varias ocasiones en la vivienda y comercios
de los Ventura. Estos lo habían individualizado como el principal causante dejando
pasar un tiempo prudencial para no despertar sospechas, luego de lo cual le pidieron
a Manuel que buscara a Ortega y le propusiera trabajo en su nombre. Zorrino, des
confiando, se apersonó en dicha casa quinta, donde le pegaron la peor zamarreada de
toda su vida. Los Ventura no eran ningunos nenes. De hecho, se los tenía como
gringos malcriados. Se excedieron con su víctima. Lo ataron de las piernas al
paragolpes trasero de su automóvil y lo arrastraron a toda velocidad por el terreno de
la finca. Ortega resultó bastante despellejado y murió por desnucamiento.
Un desnivel del terreno le produjo el duro golpe.
Los hermanos se deshicieron del cuerpo depositándolo en las vías del ferrocarril.
Igualmente sus compañeros de morada se enteraron de lo sucedido y dedujeron el
resto, por lo que pusieron en jaque a Manuel acusándolo de entregador. A los
verdaderos culpables no los enfrentaron por temor, pero para no ser víctimas de una
pasiva aceptación de los hechos, juraron hacerse cargo en algún momento de mi
primo.
El finado también era un caso bravo. Recuerdo que sufrió una herida cortante muy
pronunciada en el cuero cabelludo por el roce de una chapa. Para cubrir dicha herida,

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Zorrino usaba permanentemente una gorra de lana y se quejaba constantemente de
dolores de cabeza. Estábamos sentados en círculo los habitantes de aquella casa,
unos amigos míos, y yo. Angel Peralta le dijo al líder "sácate esa gorra apestosa", y se
la corrió con el revés de la mano. Con el mismo gesto le levantó el cuero cabelludo y
un torrente de gusanos rodaron por el rostro de Ortega. Varios de los presentes
tomaron distancia urgente, presa del más intenso asco.
A Manuel lo afectó severamente lo acontecido.
Se sentía directamente culpable y temía represalias. Sentados ambos al margen de un
río, analizábamos lo sucedido. Manuel acostado boca arriba comenzó a frotarse los
ojos con los nudillos, primero con paciencia y luego fuertemente, cada vez más. Me di
cuenta que estaba tratando de enceguecerse e intenté quitar sus manos de allí.
Forcejeamos un instante hasta que conseguí hacerlo desistir. Manuel y su esposa se
fueron hacia la costa atlántica a trabajar con unos parientes de ella hasta que todo se
calmara.
En aquel tiempo yo noviaba con Virginia, adolescente empleada doméstica de unos
ricachones de la zona. La visitaba en su lugar de trabajo cuando se encontraba sola
pero a sabiendas de los dueños. Mi amor se ponía en cuatro patas encima de la mesa
usada para comer y abría sus fauces anales lista para recibirme. Sus patrones
simpatizaban conmigo.
En cierta ocasión, Virginia me comentó que la dueña de casa estaba afligida por la
insuficiencia sexual que sufría su marido a causa de una enfermedad congénita.
Deduje que ambas mujeres habían alcanzado cierta intimidad porque mi novia me
propuso que satisficiera sexualmente a su patrona. Y lo hice. La susodicha fingía ser
una enamoradiza pero cuando gozaba, siseaba como una serpiente. Temí que en
cualquier instante sus caricias bucales terminaran convirtiéndose en caníbales
mordiscos, por lo que comencé a tomar distancia del dúo.
Me invitaron a una fiesta y concurrí. En ella estaban presentes una mayoría de
comerciantes y profesionales de la ciudad. La anfitriona no perdió oportunidad de
humillar a su esposo. Bailaba ridículamente delante de él mientras éste trataba de
mantener una conversación seria con algunos invitados. Luego me condujo de un
modo alevosamente evidente a su dormitorio e hicimos el amor allí.
La mujer me confesó que su marido era homosexual y suplicó que también le diera de
comer. Me negué. Ella insistió y me invitó a vivir a su casa por tiempo indefinido,
disimulando mi presencia con un absurdo puesto de custodia personal.
Intenté olvidarme de aquellos tres y de la dirección de la casa. Ahora bien, la
señora aquella reclutó en su séquito de amantes a uno de los hermanos Ventura y
sintiéndose despechada lo apuntó en mi contra. Recuerdo que al salir de casa
temprano, me encontré con el enamorado bajando de su flamante automóvil. La huida
de mi primo Manuel había desprestigiado tanto nuestro apellido, que éste truhán la
imaginó fácil. Con la mitad de un cinturón enroscado en la mano y la hebilla haciendo
de péndulo golpeaba un neumático. Apenas lo vi, me dirigí a él como un rayo y lo
apunté con mi trozador de especies animales, un treinta y ocho largo de gran
formato. El Ventura enmudeció y selle su pésima actuación con un beso de la culata
de mi arma sobre sus dientes.
Los tres hermanos anunciaron por la ciudad la ocurrencia de darme un
escarmiento. Lo inconveniente de la situación estaba empezando a resultarme
tedioso, por lo que me dirigí hasta la ferretería de su propiedad y mientras me
contemplaban enmudecidos les anuncié lo siguiente:

-¿Les pasa algo a ustedes, culos de puto? Sé que son buenos cuando se trata de
enfrentar todos contra uno, pero ahora resulta que vengo a ustedes y los invito a que
demuestren lo nerviosos que son ...

43
Sus nueces oscilaron con rapidez. Les mostré el arma en mi cintura.

-Escupo sobre ustedes y sobre sus familias (tomando la culata), con mi amigo
estamos impacientes para sacudirles la tierrita.

Me retiré convencido de haberme hecho entender. Me equivoqué. Los sujetos me


denunciaron y aportaron un par de testigos falsos que juraron haberme visto
amenazarlos con un arma como la que poseía realmente, y de llevarme una cierta
suma de efectivo en calidad de robo.
A raíz de los hechos, me desplacé en forma inmediata fuera del alcance de la
policía de aquel lugar. Recordé mientras viajaba en tren, una aventura típica de los
denunciantes. Ellos tenían una prima de trece años que sufría de inmadurez, muy
linda ella, de mohines angelicales. Los pérfidos solían pasar los fines de semana a
buscarla diciendo a los padres que la llevaban para que se distrajera en la casa
quinta. Allí abusaban de la joven con toda comodidad. Prácticamente todos sabíamos
o imaginábamos esto, salvo los padres de la menor.

Volví a la ciudad que me vio nacer. Las huestes de antaño se encontraban ahora
desperdigadas.
Muchos de aquellos viejos callejeros estaban ahora casados. Que en paz descansen. Al
único que encontré firme en su ideología fue al Oso Hetcher, descendiente de suizos.
Oso verdadero. Medía casi dos metros con veinte centímetros y pesaba doscientos
kilos. Voz y gestos de niño. Era perfectamente normal y le gustaba jugar al fútbol con
las criaturas que lo trepaban como a una montaña de carne. Era todo sentimiento. Los
únicos problemas del Oso eran el alcohol y su padre, un permanente alterado y
camandulero viejo. Hetcher tenía devoción por su madre y en cierta ocasión en que
regresamos de una fiesta, la encontró brutalmente golpeada por su progenitor. El Oso
condujo amablemente a Don Hetcher hasta el baño y cerró la puerta con llave.
Seguidamente lo invitó a sentarse en el inodoro y a continuación rompió a puñetazos
el lavatorio y los espejos, arrancó el botiquín, separó sus partes, destrozó el bidet y
todos los percheros. Con un pesado resto del lavatorio, arrojándolo hacia arriba,
arrancó parte de la claraboya. Rompió a golpes de puño los azulejos que pudo para,
finalmente, con sus manos ensangrentadas, abrir la puerta permitiéndole a su padre
salir ileso. Mi amigo sufrió una gran depresión a raíz de esto y se enclaustró en un
lugar desconocido para todos, allí vació parvas de botellas de ginebra. Pero era fuerte
El Oso. Sin haber hecho mucho deporte, tenía más centímetros de bíceps que muchos
fisicoculturistas. Lucía una larga y lacia cabellera rubia.
Cuando me vio de regreso emitió un alarido que mis oídos registraron como
interminable. Me zamarreó como a una escoba y finalmente me sentó sobre sus
hombros. Paseamos juntos. Un policía de nuestra edad, que se había criado en la
misma zona, lo encontró a mi amigo y le barboteó lo siguiente:

-Si llegás a verlo a José, decíle que sabemos que hasta hace poco estaba viviendo
en cierta ciudad de la que se fue cuando se tenía que haber quedado. Por acá está
todo bien con él, hasta que deje de estarlo. Coméntale eso nomás, por algo nos
conocemos de criaturas.

Hetcher estaba económicamente muerto y yo también. Nos encontrábamos ambos


en una estación de servicio escuchando a un forzudo fanfarrón cuando le dije al
individuo lo siguiente:

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-Si tenés tanta fuerza como asegurás, te apuesto todo el dinero que tengo a que no
podés levantar la parte trasera de ese Valiant durante treinta segundos.

El individuo aceptó la apuesta. El dinero de por medio resultaba considerable para


ambas partes.
Poniendo su cara más fea, el forzudo llegó sólo a los quince segundos. Pagó la
apuesta y me invitó a apostar el dinero obtenido mas el que tenía al principio a que mi
amigo no podía realizar la proeza.
Aceptamos. El Oso no puso ninguna cara en especial y sostuvo el vehículo por más de
cuarenta segundos. Como imaginé, el bocón se negó a pagar y detrás de él apareció
un ramillete de engrasados hombrones.

-Váyanse a vaguear a otro lado, y la están sacando barata.

Mi amigo nada dijo. Se paró frente a un árbol y lo empezó a hacer oscilar. Hasta a mí
me impactó verlo a Hetcher en semejante estado de posesión.
Finalmente abandonó al vegetal totalmente cruzado sobre la vereda. El fanfarrón
entendió el mensaje. Pagó.
Tuve un sueño. En ese sueño un ala maloliente me cubría. Veía a un enorme pájaro
oscuro volar por encima mío en un cielo gris de contaminación y en vísperas de
tormenta. Ruidos de fábricas poblaban el espacio sonoro. El ave parecía flotar en vez
de volar. Descendía sobre mí con pequeños giros hasta que me aplastó con una de
sus enormes alas. Sabía que estaba en una habitación acostado y me preguntaba en
ese instante quién había podido quitar el techo como para que me encontrara en esa
situación. El olor del interior del ala era apestoso, como el tufo de genitales humanos
transpirados.
Me agité hasta despertar.
Anduve dos meses así, yendo y viniendo, viviendo de la calle. Hasta que se produjo
una mala jugarreta de la policía. Faltaban unos metros para ingresar a la pensión que
ocupaba, ubicada en el Cruce Varela, cuando alguien gritó "¡Quieto ahí, policía!". Giré
y me encontré con la punta de un arma, el nido de la muerte enfocando mi cabeza.
Grité:

-Si vas a tirar, hacélo policía puto. Pero asegúrate de no errar, porque si no quedo
bien muerto te voy a buscar hasta debajo de las baldosas o en la vagina de tu madre.

Salté y caí en la ruta. Los neumáticos de un automóvil perdieron bastante materia


en impresionante frenada. Me aventuré a cruzar y la trompa de un vehículo mediano
se posó en mi pierna. Era muy de día y había muchos espectadores, por lo que los
agentes no se animaron a tirar a quemarropa. Rodé un poco y conseguí levantarme
cruzando la división de chapa que separa un carril del otro.
También sin mirar y con un dolor atroz en la pierna, crucé el tramo restante justo
antes del paso de un micro de larga distancia que me dedicó un largo bocinazo. Subí
inmediatamente a un colectivo de breve recorrido y logré huir con la imagen de una
fractura de fémur superpuesta a la visión que percibía. La pierna se hinchó y
ennegreció pero no se había roto. Por medio de otro amigo conseguí una apestosa
habitación destinada exclusivamente a ocultamientos como el mío y comprando
alcohol y algo de comida enlatada pasé allí más de un mes.
En aquel cubil no había luz eléctrica, por lo que hasta los últimos días que estuve no
pude apreciar el alto cielorraso. Cuando dispuse de una portátil, iluminé el techo de la
habitación y enmudecí.

45
Arañas enormes, grandes como mi mano, pendían amenazadoras sobre mi cabeza.
Durante días y noches enteras las había tenido allí. Muchas, imposible contarlas. Se
movieron con pereza.
Hastiado por el encierro y algo recuperado de la contusión, salí de madrugada a
reconciliarme con la naturaleza. El aroma producido por el cambio de estación me
traía a los sentidos sensaciones deliciosas, casi perdidas en la noche de los tiempos.
Caminaba y sentía que pisaba algodón. Con mis manos podía tantear la temperatura
de diferentes corrientes de aire que me envolvían en distintos sentidos. Comencé a
caminar por los bordes de una desierta ruta hasta meterme por una arteria. Me
recuerdo arrodillado, muy dolorido a causa de los golpes, rodeado por más de media
docena de adolescentes perfumados. Cuando intentaba levantar la cabeza, me
pateaban. No querían ser vistos. Me habían registrado sin encontrar nada y no tuve la
precaución de salir armado. Eran chicas y muchachos buscando algo de efectivo antes
de ir a bailar.
Una adolescente los comandaba con mano de hierro. La individualicé porque llevaba
sobre sus botas un par de espuelas de bronce. Ella dijo "A ver, conchas, como a su
peor enemigo".
Seguidamente tres delgadas jóvenes se abalanzaron sobre mí chillando con golpes de
puño y patadas. Los varones reían y yo rodaba intentando alejarme. En determinado
momento conseguí ponerme de pie y entré en un jardín. Toda la pandilla de jóvenes
rodeó el frente de la vivienda impidiéndome huir. No lograba ver sus rostros. Una
integrante del grupo vino a mí con una pierna en alto y la frené con un gancho al
mentón. Sus compañeros aullaron furiosos y se abalanzaron. En ese instante, el
dueño de la vivienda abrió el postigo de la puerta y disparó dos veces al aire
produciendo una inmediata dispersión. Al rato salió con su familia y al verme tan
contuso, se compadecieron.
Tratándome con paciencia y buen tino, curaron mis heridas y sólo me permitieron
marchar al amanecer, cuando ya no había rastros de las criaturas de la noche.

Algo se había quebrado severamente en la realidad, pensaba. Nunca había sufrido una
sucesión tan nefasta de acontecimientos. ¿Y desde cuándo?
De repente, un haz luminoso surcó mi mente y empecé y terminé de entender. Las
situaciones que en la vida se producen tejen estructuras, y esas estructuras no son
tantas como uno puede llegar a suponer. Son bastante pocas y los humanos están
porfiando desde la época del Imperio Romano, y desde mucho antes también, en
resolver absolutamente todo a través de ellas, siempre del mismo modo. Lo único que
cambia es la arquitectura y la indumentaria. Y hasta que uno no grafica correcta
mente cualquiera de esas estructuras en su interior, viviendo el principio, el nudo y el
desenlace que la componen, no puede escapar a las mismas viejas trampas.
Yéndome de aquel lugar sólo demoré lo inevitable, y lo hice por seguir el ejemplo
fresco de mi primo Manuel, o sea por pereza. Tiene que ver con la selva, me decía
reflexionando. En la selva, el ejemplar fuerte prevalece y tiene las de ganar. La
esencia de las cosas se condiciona en su favor.
Cuando una manada de antílopes es atacada, los animales viejos y enfermos son los
que muerden el polvo así el resto escapa. No importa lo que uno diga o intente
aparentar, la madre naturaleza no se deja engañar y soba los genitales al
verdaderamente fuerte y sacude con violencia al débil para que no sea idiota. Si uno
huye antes de conocer en carne propia el resultado de una vivencia así, está
enunciando a gritos su debilidad.

46
Me reencontré con El Oso. Con una de sus manos tomó las mías, con la otra me
envolvió la cabeza cariñosamente, se ofreció a romperle los huesos como a una
paloma a todo aquel que me molestara. Me pidió que dejara de trotar y me quedara a
trabajar con él en la verdulería que heredó de sus padres. Nos despedimos. Al
abrazarnos, incontables lágrimas salieron despedidas con fuerza en todas direcciones.
Esa noche vi un par de espuelas en la terminal de trenes. Eran de bronce. Las
llevaba puestas una erguida yegüita de largos cabellos negros. La acompañaban dos
chicas y dos jóvenes muchachos. Los observé un par de horas. El grupo estaba
vestido como para una fiesta juvenil. Pasada la medianoche subieron disimuladamente
a un tren fuera de servicio. Los seguí. Se encerraron todos en el furgón.
Aproximándome, sentí un fuerte olor a marihuana. Irrumpí sorprendiéndolos.

-¿ Y vos qué querés?

-Quiero comprar ...

La yegüita me observaba.

-¿Comprar qué?

Seguidamente le apreté la vagina a una de las adolescentes.

-¡Esto!

Me había envuelto el puño derecho con una cadena pequeña. Al que me hablaba, lo
tumbé de una trompada en la garganta, a una de ellas la puse en cuclillas con un
puntapié en la entrepierna. Me cansé de pegarles a todos por igual. Luego les robé el
dinero que llevaban y me alcé con una formidable campera de cuero que me hacía
falta.

- Y esto es para empezar, abusadores. ¡Cada vez que los cruce les voy a dar dosis!

Bajé del tren y me dirigí a saciar mi apetito, ahora sobraba dinero.


Los manteles tenían unos bordados muy logrados, los vasos y platos sin rayar. Me
estaba deleitando con un enorme helado de postre cuando la yegüita atravesó el
restaurante sin mirarme y entró al baño. Me propuse que si llegaba a sentirme
acorralado empezaría a romper ventanales. Había perdido la paciencia.
Al rato la joven apareció y se sentó en mi mesa.

-¿Y tus amigos?

-No tengo amigos.

-¿Viniste por más?

-Sí

Pagué y salí de aquel sitio. La zona de Constitución estaba casi desierta con la
muñeca caminando a mi lado. De improviso, en una calle oscura, me llevó
suavemente contra una pared y arrodillándose me dedicó una intensa fellatio.
Terminé en su boca, en sus labios. Se prendió de mi cintura y no me soltó hasta
entrar en la habitación de un hotel para parejas. Prácticamente me violó. Tenía

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inscripciones en los brazos a la altura de los bíceps escritas en latín con letra gótica.
Su cuerpo era magnífico, sus manos delicadas. El único mensaje que dejó fue un
teléfono escrito en la almohada. Desperté solo a media mañana. Me entristecí.
Con el sabor de la saliva de aquella joven en mi boca caminaba por una desierta
Buenos Aires mientras un fuerte viento se empecinaba en pegarme hojas secas al
cuerpo.
Abrí la ventanilla del tren y un torrente de tierra con aroma a campo entró gustoso.
Cerré la ventanilla guardando una porción de ese aroma.
Visité a mis contactos de aquella ciudad enterándome que los Ventura se habían
propuesto perjudicarme en serio y habían hecho en total tres denuncias, a pesar de
que yo había huido de la zona. Enceguecido, visité a la ricachona. Aún conservaba la
llave de la casa e ingresé por el fondo sorprendiendo a la mujer en el living. En un
primer momento, al verme, la mujer expresó pánico, luego comenzó a excitarse. Me
alcanzó un cinturón para que la golpease, y adoptaba posiciones sexuales, se arrancó
la ropa, suplicaba que la violara con violencia, en medio del delirio tuvo un orgasmo.
También me lamió los borcegos. No pude tener una conversación seria con ella. Le
aconsejé que se hiciese revisar por un especialista.
Al volver los Ventura a su casa quinta, se encontraron con la superficie de su
automóvil más lujoso estropeada por varios hachazos, los parabrisas habían
explotado, el tapizado surcado por cortes de navaja. Los llamé esa noche por teléfono
asumiendo toda responsabilidad por el daño causado. Los pancistas estaban
verdaderamente asustados y les di a elegir: o retiraban las denuncias o les iba a dar
para que tengan. No querían retroceder los muy guarros, así que la noche siguiente
me arrodillé frente a los amplios cristales de sus dos comercios y se los resquebrajé
mediante cortafierro y martillo. Aceptaron claudicar y retiraron las denuncias. Una era
por asalto a mano armada, otra por tentativa de violación contra una mujer a la que
supuestamente habían sobornado, y otra por abigeato.
Me condicioné mentalmente a tomar un recreo, siempre regido por una total
aversión a cualquier trabajo. En un instante de debilidad llamé a las espuelas, ella se
mostró sorprendida y alegre, me confesó su deseo de huir de su medio ambiente y
de, si yo así lo aceptaba, venir a vivir una temporada conmigo. Me sentí conmovido.
Era la primera vez que una mujer me proponía tal cosa.

Insultos y empujones, las esposas dolían de tan apretadas. Un policía tomó mi


arma y la mostró a los parroquianos. Más insultos y a la parte enrejada de la
furgoneta, de allí a la comisaría.
Rompehuesos Silva, eterno comisario de la ciudad, me recibió en su despacho al
día siguiente junto a otro detenido, uno de los indigentes. Los dos sentados y
esposados frente a él, escritorio de por medio.
Toda la familia Ventura se había ido de viaje, a vivir unas anticipadas vacaciones de
invierno.
Después supe que me había ganado otro enemigo de peso, el temido padre de los tres
hermanos.
Mientras el comisario hojeaba sus papeles y murmuraba a punto de empezar a
cacarearme, uno de sus asistentes giraba con lentitud alrededor de los tres. De
improviso, tomó una guía telefónica y con ella castigó fieramente al sujeto que tenía a
mi lado. El comisario fingía no enterarse. El indigente desfallecido fue arrastrado fuera
de la habitación. Me dieron así un mensaje.

48
-José Campusano, ¡linda porquería!. .. A ver, ¿qué quiere que hagamos con usted?
¿Que lo transformemos en carne muerta, en carne machucada o que se la tiremos a
los presos para que lo colen?
Para nosotros el esfuerzo es el mismo, piénselo, no se apure a contestar.

-No pienso hacerlo, usted dispone aquí dentro y seguramente ya sabe lo que va a
hacer. Llegado el momento en que me toque decidir, yo también sabré qué hacer.

-¡Me gusta, carajo! ¡Ver cojones! Ni mi hijo se atrevería a contestarme de esa


manera. Usted está jugado, mi amigo. La familia Ventura de cuya palabra y don de
gente nunca me atrevería a dudar, han aportado pruebas más que suficientes sobre
su culpabilidad en el crimen de un vagabundo de apellido Ortega. Le aseguro que con
esta causa usted va a estar preso hasta que el mundo deje de serlo.

Me revolví en la silla y me incliné hacia un costado, por sentirme señalado por el


dedo empapado de estiércol de la familia.

-¿No piensa acotar nada?

-Si usted tiene un concepto tan elevado de cierta gente no podremos siquiera
iniciar una conversación.

Rió con ganas.

-Qué te parió, ¡resultás simpático! Andarías como payaso.

Repentinamente se puso serio.

-¡Basta de bobadas, mierda!. El viejo Ventura es mi amigo desde la infancia. Si


estás peleado con él, también soy tu enemigo.

Silencio.
Volvió a las carcajadas.

-El Viejo es un cabrón de los peores. No fue parido, lo cagaron. ¡ Salió enganchado
en un pedazo de mierda! Pero eso no quita que nos llevemos bien ... Es como todos,
Campusano, como la vida misma.

Los rulemanes de un ventilador de techo producían quejidos de cansancio.

-Aunque vos no lo sepas, a estas horas tendrías que estar tirando cañitas
voladoras, la suerte ha llegado por fin a tu puta vida. Soy tu suerte y tu amo.
Si estás ahora frente a mí, es porque al margen de todo lo evidentemente negativo
que tenés, dispones de una cualidad, no sos idiota, no dormís.
Sabes perfectamente lo que no conviene, bailas tu canción y le escapas a la canción
de otros como sapo a la guadaña. Eso para mí, vale. Pero no podes negar que hasta
ahora no te ha ido muy bien. No tenés nada, sos nada. Dispones de un arma, una
campera de cuero y nada más.

-Lo que pasa es que el capital que yo busco no es visible.

49
-¡Basta de decir tonterías! ¿Acaso querés terminar como tantos otros, con várices
en los testículos producidas por la picana eléctrica, confinado en la parte más oscura
de la tumba, sin familia ni nadie que te recuerde, chorreando mugre por el costado a
causa del estropicio causado en tus intestinos por proyectiles policiales, muriendo con
sangre de preso en las venas? ... Lo que te propongo, es que salgas a ganar con mis
datos y mi protección. Si aceptas, quiero que sea porque terminaste de entender qué
es lo que más conviene, porque si aceptas a regañadientes te vas a fugar a la primera
oportunidad, y cuando en algún lugar del país la policía te ubique, y podés estar
seguro de eso, para ese entonces te vamos a enchufar hasta los delitos de Juan
Moreira. Te puedo jurar que te van a traer conmigo y volveremos a estar frente a
frente como ahora, y vas a odiar a tu madre por haberte parido.

-¿Qué piensa hacer con la causa?

-Por lo pronto, vas a una ciudad vecina como internado en un hospital psiquiátrico.
Allí tengo un par de personas ya operando. La causa va a estar en suspenso. Mi gente
se encarga del papeleo. Lo que les importa a los Ventura es dar la imagen de que
ellos te cogieron a vos y no al revés. Van a aceptar lo que les diga.

Un automóvil particular me llevó hasta esa ciudad vecina, capital de provincia. El


internado destilaba de lo malo, lo peor. Una enorme picadora de carne. Cerca había
otro establecimiento para mujeres. Me comentaron que una de las funciones de
nosotros, "los privilegiados", era la de embarazar internas para alimentar el mercado
negro de bebés ...
Mis contactos allí no tenían muchas referencias sobre mí, y ante la duda trataron
de parecer hospitalarios. Me indicaron que si algún lelo joven resultaba de mi agrado,
podía tomarlo como una golosina. El duro del lugar era un tal Arturo, consumido de
rulos, homosexual e indolente. Con voz de loca hizo el siguiente anuncio:

-Acá no manda Rompehuesos, mando yo. Acá soy dios y demonio. Podés llegar a
tener problemas con cualquiera menos conmigo, porque yo no te lo permito. A mí me
puede no gustar un tipo por ser gordo y me puede no gustar el mismo tipo por ser
flaco. Yo soy así porque a mí sí me lo permito, no hay lugar para otro como yo. ¿Soy
claro?

Me di vueltas y el sujeto me golpeó un omóplato.

-¿Soy claro?

Empecé a avanzar.

-¡Pregunté si soy claro!

Una andanada de puñetazos le dediqué al cargoso, me desahogué con él. Lo arrinconé


contra la pared y allí lo pateé hasta que quedé sin aire.
Médicos y enfermeros me observaron sin intervenir. Fue una acertada decisión el
dormir fuera de mi habitación esa noche. Tres policías de la comisaría de
Rompehuesos me fueron a buscar sigilosos, garrote en mano. Se retiraron
convencidos de que me había fugado. Hablaron con Arturo antes de partir. Al volver el
buchón a su habitación lo castigué nuevamente con una manguera llena de arena,
instrumento éste de los enfermeros. Lloraba como una mujer.

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Los vehículos pararon en formación delante de mí, siete motocicletas importadas
de gran cilindrada, todos sus propietarios con equipo de cuero negro. El Indio Sotelo
descendió y me abrazó. En sus ropas había manchas de sangre, tripas secas de
pájaros, plumas e insectos pegados. Amantes de la ruta y de las velocidades
extremas. Me llevaron los quinientos kilómetros necesarios para salir de la provincia
en dirección norte. Me dejaron en una estación de ferrocarril y se despidieron efusiva
mente. Yo les resultaba un igual, pensaban que algún día volvería a integrar el grupo,
hecho que efectivamente se produjo unos años después. Se fueron los habitantes del
camino sin dejar ningún vestigio concreto de que alguna vez estuvieron.
Por fin alcancé un amanecer de Villazón en la frontera con Bolivia. El olor acre que
todo lo impregnaba resultaba ahora sinónimo de calma, una posibilidad concreta de
abandonar momentáneamente el rango de fugitivo. Me ubiqué sobre una marea de
bultos dentro de un lento tren con gente hasta los techos y de allí a Oruro. No era mi
primera incursión en esos terrenos.
Me encontré con otro hermano de sangre, Leonel Méndez, contrabandista viejo. Le
tejí una reseña de mis últimos días y como buen hermano propuso volver para pisar
las cucarachas. No quise comprometerlo en ese sentido pero sí en otro. Le pedí que
me consiguiera lo necesario, cuestión de meterme solo en el corazón de la selva, a
cumplir con un viejo anhelo: extraer oro. Leonel empezó a caminar en cualquier
sentido, sabía que era inútil gastar saliva tratando de convencerme de lo contrario. Mi
deseo secreto, conocido sólo por él, era el de copar algún cargamento minero de
extranjeros. Decía mi amigo que la selva boliviana es una prolongación del reino del
tío (el demonio).
Muchas situaciones atroces han ocurrido y seguirán ocurriendo allí, por lo que cada
vegetal, cada partícula de tierra estaba teñida de lo que él llamaba "corriente
negativa". Mi amigo era creyente mormón, tenía contactos en varios países y algunos
amigos norteamericanos, por medio de los cuales había realizado un par de viajes a
los Estados Unidos.

- Viví solo en la selva durante casi un año, sé por qué te prevengo de ir.

Terriblemente supersticioso este Leonel, siempre hacía mención de que llegó a


experimentar situaciones tan pavorosas que le arrancaron lágrimas.
En poco más de una semana, mi hermano adoptivo me envió al corazón del Mato
Grosso boliviano por medio de un pariente con una pequeña carta, una palangana
para zarandear, líquidos para analizar la calidad del metal conseguido y un poco de
dinero más una pequeña balanza de precisión como para comprar lo obtenido por
otros afiebrados.
El aseguraba que la mentada fiebre existía.
Había conocido incontables sujetos que vivían desde hacía décadas con los pies en el
agua. Estos habían perdido su juventud, sus familias y el contacto con el mundo.
Aseguraban a sí mismos y a los demás que dejarían todo próximamente, pero siempre
los vencía la ilusión de estar cercanos a la gran fortuna. Así morían envejecidos y
pobres.
Le comenté que de ningún modo me motivaba la posibilidad de obtener un
beneficio, lo hacía porque me resultaba apropiado.
Determinamos un pequeño pueblo de la selva como punto de referencia.
Acumulé un olor a transpiración tan asqueroso que me causaba repulsión, por lo
que tuve que contradecir mi tendencia natural y bañarme. Perdí la cuenta desde que
me instalé a docenas de kilómetros de todo, y de ese primer baño podían haber
pasado dos meses o cinco. Lo que había heredado de la baquía de Leonel, resultaba

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insuficiente, mucho tiempo para obtener apenas unos cuarenta gramos. Pero no era
por el dinero, repetía con la esperanza de convencerme.
El alimento lo proveía la abundante vegetación, una dieta invariable que terminó
resultando asqueante. A fin de distensionar, me encontré en "hobbies" tales como la
masturbación.
Sentí el chistido, como si una hoja de afeitar me hubiera rozado la espalda. Me
paré y quedé erguido, inmóvil. Otro chistido bien nítido. Leonel había repetido
tediosamente que nunca acudiera a un llamado de ese tipo, aseguró que me
encontraría cara a cara con lo que yo entendía por un fauno, y ante su mirada
padecería un fuerte obnubilamiento, por el cual seguiría incondicionalmente a la
criatura hasta rincones profundos y oscuros de la selva, desde los cuales no podría
volver. Prevenido como estaba, llevaba un espejo en el bolsillo, lo alcé y vi que a mis
espaldas sólo estaba la generosa vegetación. El chistido se repitió unos cinco metros y
era muy humano, lo ignoré y proseguí con mis tareas. En varias ocasiones se repitió
idénticamente esta situación. Vagabundeando, ubiqué un gran pisadero de cocaína. El
trato para los trabajadores de allí era brutal. Desde la espesura apunté con mi arma
durante largo rato a uno de los capataces. Se me hacía agua la boca pero me
contuve.
Volví a las márgenes del río; sabía que era pasible de una severa reprimenda. Los
norteamericanos habían arrendado de por vida las mejores parcelas para la obtención
del noble metal, pagando a principios de siglo monedas a los gobiernos bolivianos.
Leonel decía "empezaron los incas, después los españoles, ahora los yanquees". Se
llevaban toneladas de oro, hasta que no hubiera más.
Protegían el territorio a explotar con capataces armados. En esos momentos yo estaba
en una de sus parcelas.
Conseguí lo que me había propuesto, perdí totalmente la noción de la estación del
año en la que me encontraba, la barba llegó hasta el pecho y el cabello por debajo de
la altura de los hombros.
El apéndice calibre treinta y ocho siempre presente. Hacía tiempo que no me sentía
orgulloso de mí.
"Por sentirme como me siento ahora (me dije) ha valido la pena nacer".
En una madrugada me despertó la procesión.
Los sentí pasar al lado de mi carpa. Experimenté tanto miedo que hubiera cortado
cualquier cosa que tuviera entre los dientes. Los integrantes de esa procesión
murmuraban en un idioma muy similar al castellano pero aún así no logré identificar
una sola palabra. Pasaban a centímetros de donde yo estaba escondido, arrastrando
los pies. Cobré compostura al sentir el caño de mi arma apoyado en mi quijada. Yo la
empuñaba. Leonel había pasado por lo mismo y aseguró que la procesión era de
criaturas infernales.
Costra en todo el cuerpo, la cara percudida, iba al pueblo cada tanto y compraba lo
obtenido a otros como yo. Me había propuesto olvidarme de mi aspecto. Valiéndome
de un machete, construí una tapera sobre mi carpa.
En una de las visitas al poblado lo vi al "Inmenso"; más pequeño que El Oso pero
enorme al lado mío o de los lugareños. Era un negro de raza de más de cuarenta años
cambado a causa de la guerra de Vietnam. Lo único que me importaba era el hecho
de haber acumulado entre lo que rescaté del río y lo que junté, alrededor de
quinientos gramos de oro. El grandote se abalanzó resuelto.
Hablaba en castellano y me dijo que venía de parte de un amigo común, de Leonel
Méndez. El morocho era oriundo de Los Angeles, Estados Unidos.
Trabajaba como mecánico de autos de carrera. Una vez que se repuso de las heridas
y de la psicosis de la guerra, se propuso a sí mismo ahorrar seis meses todos los
años, trabajando una cantidad insostenible de horas, para dedicar los seis meses

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restantes a recorrer los sitios más alejados del turismo de todo el mundo. Rogué que
no atacara con detalles de sus guerras y consecuencias. Amagó pero se orientó en
otro sentido. Contaba que en uno de sus primeros viajes llegó casi de noche a un
pueblo de montaña de un país centroamericano. No había hoteles ni pensiones, por lo
que se refugió en una casa en ruinas. Esa madrugada fue despertado por las voces
que provenían desde unos cincuenta metros. Eran cuatro sujetos golpeando en una
casa humilde. De repente, los cuatro ingresaron de alguna forma a la vivienda y
sacaron al ocupante de los cabellos; lo despedazaron allí mismo con machetes. Desde
sus días de guerrero, el moreno llamado Vincent llevaba permanentemente una
bayoneta disimulada contra el muslo y bajo el pantalón. En otra ocasión, jugando a
saltar de un pedregullo a otro en las montañas de Asia, fue repentinamente rodeado
por una pandilla de perros salvajes. Lo mordieron en diferentes partes y él destripó a
los que pudo. Con las heridas infectadas llegó hasta un poblado donde fue socorrido
por montañeses.
Trajo como contraseña una vieja fotografía tomada en la ciudad de Quilmes donde
aparecíamos Leonel y yo. Percibí que el moreno estaba dispuesto a despertar
simpatía. Me había esperado clavado en ese sitio por más de un mes. Cuando le
pregunté si su presencia se debía al hecho de estar él también interesado en el oro
que extraían sus compatriotas, puso cara de degollado. Se sintió descubierto.
Inmediatamente intentó convencerme de que un ataque cometido por un solo hombre
seria suicida y que él y mi amigo habían evaluado las posibilidades de realización del
hecho, considerando que entre dos seres convencidos por lo menos lograrían morir
uno en compañía del otro.
Le comenté que la situación era tan vieja como mear contra un muro, unos humanos
intentando tomar un capital previamente usurpado por otros.
Preguntó el yanquee cuál era mi plan de ataque. Le dije que pensaba arrimarme al,
campamento por sorpresa arma en mano y pediría oro. En ningún momento les
sugeriría a los flamantes dueños de la fortuna que me agredieran, así que si lo
intentaban tenía la justificación necesaria en mi mente como para dispararles a
mansalva. Vincent dijo: "no descarto del todo la astucia de tu plan". Pero igualmente
sugirió que no había necesidad de correr riesgo alguno ni de lastimar a nadie. Mi
interlocutor también era mormón sui géneris. Acepte condicionalmente su presencia.
Le dije muy de frente que primero debía evaluarlo como persona. Nos arranchamos en
mi campamento. El moreno era hombre culto y de buen trato. Me oxigenó bastante su
compañía. Tres semanas después, por primera vez en mi vida, me acerqué a un
campamento de ese tipo. Entre las hojas observamos la extrema vigilancia con que
allí contaban. Estos, para dragar el río, contaban con un aparato con forma de platillo
volador asentado sobre patas, que se desplazaba de ser necesario. Con él, realizaban
la labor de veinte hombres. Los habitantes del asentamiento eran siete, tres
norteamericanos y cuatro bolivianos acretinados. Vincent aseguró que contaba con un
plan de probada eficacia. Después de varios días descubrí que mi compañero era
adicto. Lo descubrí inyectándose en las venas de los pies. La medicación que recibiera
en tiempos de guerra, lo había dejado dependiente de las sustancias. Tenía el vicio
tan asimilado que no experimentaba la menor variación en su voz o en su carácter
después de inyectarse.
Tres días después y con su mejor cara de niño explorador, entró al campamento.
Me acerqué lo suficiente para notar que el morocho fue recibido como un hijo pródigo.
Seguramente encontrar a un compatriota en un terreno inhóspito como aquel, era un
hecho agradable. En esos tres días consideré que tal vez mi compañero me estaba
delatando y que en realidad siempre había tenido un segundo plan. Pero de ser así,
¿por qué recurrir a mí? Pensé que al término del plazo, Vincent saldría de allí y me
buscaría en mi campamento a fin de transmitirme novedades.

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Al amanecer del cuarto día estaba peligrosamente cerca del campamento y noté en
él una falta total de actividades. De repente, emergió Vincent de una casilla de
material premoldeado y me llamó. Salí de mi escondite arma en mano y recibí un
abrazo de mi compañero.
La noche anterior se encargó de los norteamericanos. Primero los dopó durante una
borrachera y minutos antes de que yo apareciera los inyectó como para dejarlos
descerebrados por un par de días. Y esa mañana usó el mismo procedimiento para
con los bolivianos; un par de psicotrópicos y luego un picazo definitivo. Yo no podía
asumirlo, no podía resultar todo tan fácil. Mi compañero reía saturado de heroína. Le
dije que a mi juicio algo no era correcto; él había hecho todo el trabajo, se había
arriesgado y deshecho de la posible interferencia entre nosotros y el objetivo, yo no
había movido un dedo. Aclaró que mi función empezaba a partir de ese instante. Un
hombre de color de sus dimensiones no pasaría jamás desapercibido en un país
andino, por lo que debía transportarlo oculto fuera de Bolivia.
En un laboratorio encontramos lo nuestro. Siete kilos de oro más un puñado en
bruto. El metal estaba distribuido en delgadísimas y pequeñas plaquetas con
inscripciones sobre su peso y valor; ningún lingote. Por lo que dedujimos que la idea
de los gringos era sacarlo del país de contrabando.
El campamento contaba con una enorme antena de radio por la que se realizaba un
reporte diario a un campamento más grande. Tomamos un jeep de allí y huimos a
Santa Cruz de la Sierra, alquilamos un vehículo legalmente y parado sobre el
acelerador llegamos a Oruro. Leonel se negó rotundamente a aceptar un porcentaje
por su auspicio y me contactó con un sastre que me confeccionó una chaqueta
especial que me permitía llevar parte del oro encima. En algunas cuestiones mi amigo
era estricto; ninguna palabra de felicitación ni buenos deseos, pero se alegró de que
estuviéramos bien.
Pagamos una guía para que nos condujera por senderos de montaña a fin de pasar a
Chile clandestinamente. Estuvimos con Vincent sin dormir casi tres días; no queríamos
detener por ningún motivo la huida. Hasta que llegamos a Iquique, el puerto libre
sobre el Pacífico. Aquella experiencia selvática insumió casi dos años de mi vida. Lo
tórrido del desierto de Atacama era llamativo; grietas enormes como de terremoto en
un suelo sin vida vegetal ni animal, remolinos de viento visibles por el polvo que
elevaban, taperas deshabitadas cada tanto. Me preguntaba cómo iba a hacer Vincent
para volver a su país con el metal. En el puerto me invitó a comer en un velero de
gran porte allí anclado; era suyo. El ladino había calculado todo.
Conocía algo, de mis historias en Argentina y me invitó a su país con el metal. Me
dijo que compraríamos una casa rodante y juntos atravesaríamos los Estados Unidos
de norte a sur y de costa a costa. Yo siempre había creído que aquel país estaba lleno
de gente loca y traidora, así que amablemente deseché su propuesta, contradiciendo
así en forma consciente un principio primordial que dice que "toda oportunidad está
para ser aprovechada, para bien o para mal, pero no para ser dejada de lado".
Por precaución realicé una documentación apócrifa en Antofagasta, para no correr el
riesgo de quedar detenido en la frontera argentino-chilena.
Tenía poco más de tres kilos y medio de oro. Vendí ese poco más obteniendo dinero
de sobra para paliar, por lo menos, ocho meses. Cómodamente sentado en un micro
de larga distancia no pude contener el deseo y saqué en varias ocasiones de su
escondite parte del oro, distribuyéndolo sobre mi abdomen.
Sin problemas con nadie arribé a la ciudad de Santiago del Estero, donde compré
una motocicleta de gran cilindrada algo baqueteada. Con ella al máximo de velocidad
en todos los cambios, pasé por alto innumerables puestos de policía caminera donde
intentaron detenerme. Adobado con dosis exageradas de alcohol y prorrumpiendo en
fuertes alaridos de combate, alterné entre rutas nacionales y polvorientos caminos

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vecinales. Suculentos asados compartidos con paisanos desdentados y amables me
hicieron vivir varios días de fiesta vertiginosa.
Cuando arribé finalmente a mi destino, el pobre vehículo perdía chocolate por entre
sus partes. Me desconocí a mí mismo tratando a un elemento tan noble como lo es
una motocicleta en la forma en que lo hice.
A algunas personas el dinero los ha hecho más conservadores, propensos a pensar
todo el tiempo en la propia imagen. A mí me liberó de una forma nueva que no tenía
antecedentes. Fui a visitar a un viejo amigo, ahora lugarteniente del jefe de una
temida hinchada de fútbol. En el lugar que lo encontré, había colgado banderas de
diferentes países. Las había obtenido por la fuerza a modo de trofeo. Me contó que
entre sus hazañas estaba el hecho de haber golpeado y obligado a huir a sanguinarios
hooligans ingleses. Tenía un par de muertes de fanáticos de otros equipos en su haber
y armas de la policía obtenidas en medio de trifulcas. En aquella ocasión conocí a dos
rostros difíciles, uno de ellos de gran incidencia en mis días a partir de allí; Ramiro y
El Cerdo. En un momento ambos me dieron la espalda y mi amigo me guiñó,
indicándome que los nombrados no estaban plenamente asimilados. Estos dos sujetos
eran drogones de los peores. El Cerdo, hijo de una conocida y vieja actriz de cine,
abastecía a los adictos de la farándula. Ramiro jugaba al bruto insolente, hijo de
nadie. Olieron que tenía dinero y me condujeron hasta una fiesta negra realizada en la
zona de Belgrano R. Inicialmente parecía una fiesta común, con gente joven y mayor
de cuidado aspecto. Pero en determinado momento, la anfitriona anunció que a partir
de allí, el que así lo deseara podía retirarse. Muy pocos lo hicieron. Luego explicó que
se apagarían todas las luces salvo una, y que los presentes debían quitarse toda la
ropa y cualquier tipo de colgante o reloj que hiciera identificable a su poseedor. Así
sucedió. Mis acompañantes habían volcado una montañita sobre la mesa y mediante
el cuerpo vacío de dos lapiceras se ocuparon de ella.
Cuatro minutos se mantuvo el recinto en penumbras y después la oscuridad fue total.
De puro excitado realicé un penetro y urgente a lavar el apéndice. El refriegue duró
cerca de una hora. Luego el proceso inverso, luz tenue, vestirse y continuar.
Después de aquel acontecimiento probé la bosta y fui a vivir con el duro Ramiro. Mi
compañero era un mocoso de diecisiete años apenas, pero tenía una piel de noventa.
Sus venas estaban encallecidas por los pinchazos. El dinero que había calculado para
ocho meses apenas duró un mes. En el trajín de visitar reductos de otros adictos,
recibí la gran noticia de que "Rompehuesos" el tremendo, había muerto de paro
cardíaco mientras jugaba un partido de fútbol. Les conté a los presentes cuál era el
nivel de vinculación entre el finado y yo y festejamos su expire.
Las sustancias avanzaron con la velocidad que les resulta propia, sabiendo que se
disolvían en un cuerpo inexperto. Las arrojé lo más lejos que pude luego de orinar
sobre ellas, para encontrarme al segundo siguiente sacudiéndoles lo mojado y
asumiendo su consumo como parte inherente de la vida.
Bajamos las escaleras en tropel. Los gomazos de la policía resultaban demoledores.
Uno me había llegado hasta la oreja y la sentía deshecha y al rojo vivo. Un perro de la
policía rodaba entre nosotros. El recital se había suspendido por desbordes de ambas
partes. Rapados y jóvenes luciendo erectas crestas aullaban, presa de la más
profunda indignación. El perro feroz terminó de rodar y antes que se despabilase, una
lluvia de patadas aplicadas con borcego puso fin a sus días.
Vendí más oro y puse el resto en un lugar seguro. En aquel ambiente deambulaban
las más precoces jovencitas adictas a la caza de alguien que las ayudara a paliar el
vicio y les colocara un techo cualquiera encima. Pero había perdido, igual que Ramiro,
todo interés en hacerles la porquería. Rostros de muñecas y traseros agresivos que
dejaron de significar.

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Cuando se sentía mal, Ramiro lograba que su voz retumbara en mis oídos. No había
agua en la casa y él se arrodilló en la vereda capturando de un charco callejero el
elemento líquido a fin de inyectarse. "Total he muerto", decía.
Al Cerdo nadie lo quería pero todos estaban chupándole el culo por sus contactos y
por las sustancias. El taimado los humillaba sin contemplación. Le rasqué su blanco
cuello con un vaso roto por meterse conmigo, mientras untaba un dedo y lo chupaba
me dijo que de ser él un infectado, podía arrojarme una gota de sangre a los ojos y
los infectados seríamos dos. Retrocedí y le apunté a los genitales, muy dispuesto a
dispararle. El Cerdo se retiró. Por mucho tiempo dejé de verlo.
Subimos a un taxi con Ramiro. Este le mostró al conductor su brazo escarbado con
jeringas y el arma; no hizo falta más, entregó lo recaudado. El dinero se iba como el
agua pero no por mi compañero si no por todo. Me estaba codeando con la novia más
cara y celosa, la cocaína. En Ramiro tenía el ejemplo más extremista de lo que me
esperaba, pero ambos dormíamos en la maldita constante de creerse uno, más que
los demás.
Nuevamente el juego de perder la noción de los días y meses transcurridos. La
mercancía siempre a mano y el hecho de tratar exclusivamente con quienes fueran
parte de lo mismo.
Ramiro otra vez de rodillas llenando una jeringa a la vista de muchos, dijo: "no
estoy, no me ven porque no estoy".
Le conté a mi compañero lo de Ventura y el "Rompehuesos". Lo tomó muy a pecho
y maldijo como el que más. Me insistió, pero no mucho, en ir hasta aquel sitio y
terminar lo pendiente. Le aclaré que sobre mí pesaba un pedido de captura por
asesinato. El aseguró que nada nos podían hacer porque éramos osamentas. Fuimos
hasta aquel lugar.
Con la barba y la ropa flamante nadie me reconocía. Esperamos a que el viejo cerrara
uno de sus comercios y se dirigiera a comer a su casa quinta situada en las afueras.
Íbamos a darle el peor susto de su vida. A mitad de camino, en medio de la ruta, le
atravesé el automóvil. El fornido viejo bajó ofuscado y se contuvo al escuchar la
andanada de fuertes insultos que le dediqué a él y a su puñetera familia. Me reconoció
y perdió todo aire soberbio.
Ramiro reía risueño. La verdad era que aquel fraude engreído y burgués desanimaba
por el sólo hecho de tenerlo cerca. Averigüé en ese instante que no me inspiraba
ninguna venganza ni me daban ganas de decirle nada. Lo traté de montón de mierda
articulada. Mi compañero reía a mandíbula batiente asustando aún más al infeliz. De
improviso, Ramiro clavó un puñal en el corazón del viejo.
Los tomé a los dos por el cuello y los separé. Ya nada se podía hacer. Intenté quitar el
cuchillo pero me resultó imposible, como si hubiera nacido allí.
Mi compañero repetía insistente "da lo mismo hacerlo que no hacerlo, total no
estamos en este mundo". Limpié el mango del arma y huimos veloces a nuestro
origen.
Al poco tiempo me enteré que lo de las pruebas que me comprometían en la muerte
de Ortega era sólo una charla de borrachos entre el Rompehuesos y Ventura. Se
habían propuesto fastidiarme pero la verdad era que el caso nunca se había
planteado.
Tuvo lo que se merecía por molesto. Para confundir, arrojamos unos saquitos a los
asientos.
Mi amigo, amante del fútbol, ya no era lo que fue. Ahora lucía un lustroso
sobretodo de madera.
Un grupo rival que lo había sentenciado desde hacía tiempo, le dio finalmente caza. Lo
ahorcaron colgándolo de un acoplado hidráulico. En el funeral, los camaradas de

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tantos domingos festivos murmuraban, esperando el momento de la venganza. Lo
velaron en la humilde morada de los padres.
En determinado momento entre todos los hombres presentes (más de cien) tomamos
el féretro y lo paseamos en caravana por las calles de tierra de la zona. Algunos
clamaban venganza a gritos y otros disparaban al aire. La policía observaba desde la
distancia.
A mi amigo Ramiro lo llevó una unidad coronaría. Yo no lo sabía aún pero su
esencia había partido; en éste mundo quedó sólo la cáscara. Entró en un estado
comatoso que su cuerpo superó por disponer de órganos fuertes, pero su mente se
mantuvo apagada. Permanece con otros vegetales de su tipo. Paciencia.
Decidí seguir manteniendo mi capital oculto hasta sentirme en condiciones de
disponer de él.
Me afeité y despegué las cascaritas de sangre seca de mis venas. Motivado solamente
por el deseo de experimentar un nuevo tipo de experiencia chocante, reveladora, me
aboqué a conseguir trabajo por medio de un periódico. Me disfracé de persona y luego
de ser rechazado en un par de sitios por la edad (29 años) fui asimilado laboralmente
por un carnicero como ayudante. Cruzamos dos palabras con el hombre maduro que
resultaron suficientes para saber que éramos dos descastados de similar estirpe. Algo
me indicó que era conveniente ser un tanto parco dentro de aquel núcleo. El
carnicero, de apellido Benavídez, era solterón. Tenía una úlcera a causa de la bebida
blanca y la voz tomada, una voz de lija como consecuencia de las trasnochadas y el
cigarro. Los demás empleados eran jóvenes del interior, gente humilde de pocas
propuestas.
Noté que con mi arribo llené un vacío enorme. Don Benavídez calculó que lo vincularía
nuevamente con la vida nocturna y la carne fresca, por lo que me trataba con
deferencia. Vivíamos en la misma zona, así que todos los días al atardecer me acerca
ba en su automóvil. En una de esas noches fuimos de visita a la casa de Ana, su
amante, una atractiva mujer veinteañera que vivía con su hijo, fruto de una relación
anterior, y una prima advenediza. La joven lo saludo con un beso en la boca y a mí
con otro en la mejilla con movimiento de labios en el momento del contacto. De ahí en
más todos los días íbamos a esa casa. Ana no provocaba de palabra o con miradas,
solamente con sus besos o bien me acariciaba alevosamente las manos cuando nos
intercambiábamos algún elemento. En cada visita Benavídez dejaba algunos kilos de
carne, dinero: otras veces ropas. Seguramente el hombre se había dicho a sí mismo
que una puta le saldría más barata, pero aquella relación supuestamente oculta lo
enardecía, concediéndole una privilegiada vigencia en los ámbitos en los que se
desenvolvía, habitados por casados depresivos y divorciados. Don Benavídez decía
que sí, que fue y que sería un vago hasta el final de sus días, pero para no dar la ima
gen de un solterón amargado, se mantenía con un pie en aquella familia y otro en la
libertad.
La tal Ana no me interesaba como mujer así que ella se aburrió de provocarme,
hasta el momento en que fui despedido al cumplir un mes de trabajo. Estaba seguro
que Benavídez suponía que a la menor ocasión, un fuego inusitado haría que su mujer
y yo le implantáramos en su frente un par de protuberancias, por lo que abrumó con
justificaciones artificiosas tanto como para que no visitara a las mujeres de no estar él
presente. Me concedía consejos constantemente el carnicero. Aseguraba que los
jóvenes se criaron en cápsulas y que si no fuera por la manutención paterna, la
mayoría pondría en evidencia su total ineptitud en todo.
-Nosotros vivimos del manejo comercial de un producto, y siempre que en este tipo
de actividad le das de ganar a alguien, esa persona te va a mostrar los dientes. Pero
apenas me voy, haraganean y me roban. Por eso siempre que tengas a alguien de
socio o de empleado tenés que introducirle el suculento urgente, porque si no, el

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perjudicado vas a ser vos. Yo nunca me la cogería a mi madre, pero comercialmente
sí lo haría.
Benavídez hablaba constantemente sobre sus hazañas de otro tiempo con la
intención manifiesta de compararlas con las mías. No perdía oportunidad de filtrar
algún párrafo que potenciara su imagen.
El motivo por el que fui despedido: en una sofocante tarde fuera del horario
habitual, fuimos hasta el domicilio de Ana, y al no encontrarse ella ni su prima,
estacionamos cerca y caminamos por la zona. Momentos después llegaron las mujeres
en un automóvil acompañadas por dos hombres.
Bajaron los cuatro y ambas concedieron un par de húmedos besos. Al retirarse los
sujetos, Ana y su prima descubrieron el auto de Benavídez y oteando la zona nos
vieron a nosotros, inmóviles, los dos a cien metros. Sin dudarlo entraron en la casa. El
carnicero no hizo el menor comentario y yo temía siquiera respirar. Imaginaba cómo
se debía sentir.
Calculé que aquella relación había terminado. Pero Benavídez siguió visitando a Ana y
ninguno de los dos hizo mención sobre lo sucedido, en función de la conveniencia.
Aquel hombre estaba dispuesto a mantener su imagen de veterano intrépido que
posee una familia clandestina con una jovenzuela a como diera lugar. Así que me
descartó al sentirse presionado por el hecho de que yo conociera la verdad. A cara de
perro me pagó aquel mes de trabajo y justificó mi despido argumentando que no
había superado el período inicial de prueba.
Llamé a la de las espuelas. Me enteré así que se había casado. Tenía un embarazo
de cualquiera cuando un viejo y adinerado amigo que no integraba su secta,
manifestó estar fascinado por la personalidad de ella y le propuso casamiento y querer
al hijo en camino como propio.

El cautivante arrullo de un motor nuevamente entre mis piernas, el vicio totalmente


hecho a un lado. Añorando un instante de paz y sano esparcimiento, me arrimé a los
barrios pudientes de la zona norte del Gran Buenos Aires a apreciar las competencias
de velocidad callejeras. Varias veces habíamos dicho de concurrir con Ramiro. Como
parte de una innumerable concurrencia, nos apropiamos entre todos de unos
quinientos metros de iluminada avenida. Eran las cuatro de la madrugada y el
espectáculo estaba por empezar. Primero un caballo de carrera con un jockey
profesional hizo pasar vergüenza en cien metros a una motocicleta mediana. Luego,
autos con motos, motos con motos. Vecinos en sandalias y remeras degustaban a
gritos la sesión. Un colectivo sin ningún tipo de identificación se cruzó insolente
cortando el tránsito, otro colectivo por el otro extremo en idéntica posición. Un griterío
de desafuero y vehículos serpenteando locamente en busca de una salida. La policía
estaba presente con bastones y largas cadenas. Sin miramientos rompieron infinidad
de parabrisas, abollaron techos, puertas y baúles sin hacer distinción entre marcas o
modelos. Con mi moto en marcha recorrí un par de metros cuando una joven
imponente, rubia y con cara de pollito, se arrojó sobre mi horquilla y me suplicó que
la sacara de allí. La noté un tanto ronca. No pude contenerme y con un oportuno
patadón por la espalda y desde la moto hice rodar a un policía. La mayoría sorteamos
al colectivo por la vereda y huimos en desaforada y numerosa procesión. Mi
acompañante me refregaba los pechos en la espalda. Despegué del grupo enfilando
hacia el primer hotel que vi; el vértigo de las conquistas sorpresivas. Una vez en la
habitación, la joven que evidenciaba ser menor de edad, demostró práctica en
cuestiones de ese tipo.

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Cuando le bajé el pantalón, noté que tenía una erección. Era un travesti, el más
femenino que viera jamás. El joven prosiguió, ignorando mi sorpresa, y descubrió un
cuerpo de diosa. A continuación se hundió en las sábanas y desde allí me llamaba.

- Tendré muchas virtudes, borracho, sucio, dispuesto a resoluciones violentas.


Vago, bien vago, pero no doblo la muñeca.

-¿Cómo sabés que no es tu vocación si no probaste?

-Prefiero morir angustiado por la duda.

-Podés descubrir un nuevo mundo ...

-Alcanza y sobra con el que tengo. No te critico, me gusta todo lo transgresivo. En


cierto modo te veo como a un igual, pero no pretendas hacerme como vos cuando
jamás traté de que alguien fuera como yo.

Su rostro no podía ser de hombre. Seguramente se había operado la nariz y los


labios. Yo estaba deseoso de toparme con una mujer pero ante aquella alternativa
prefería recurrir a la mano. Me coloqué nuevamente la remera y la campera, pagué y
puse la moto en marcha. El travesti, llamado Daniela, apareció presuroso y se sentó
detrás.

-No vas a abandonarme acá, jugoso, tan lejos de todo. Por lo menos alcánzame al
centro.

Vivía en la zona de Flores y su casa me quedaba de paso. Mientras íbamos por la


General Paz, Daniela notó la presencia del arma en mi cintura y preguntó al oído si
era policía o algo así. Por muy poco no arrojé al femenino a toda velocidad.
En el camino, Daniela me invitó a desayunar en su departamento. Llegamos al
lugar y apenas apagué el motor, él expresa: "mi hombre", y baja urgente en dirección
a un lujoso automóvil con los vidrios tonalizados que estaba estacionado. Aún era de
noche. De improviso, las luces del vehículo se encendieron por un par de segundos
con la intención de sondearme. Daniela bajó presuroso del auto y dijo que su
protector quería conversar conmigo. Nos encerramos los tres en el vehículo.
El desconocido hizo bajar a Daniela. El interior parecía una cabina de avión con dos
asientos inmensos. Aquel hombre era de tez morena y ojos claros. Uno de sus ojos
era de vidrio y así era como lo llamaban, Ojo de Vidrio.

-¿Cuál es tu nombre?

-José Celestino Campusano.

-¿Y el apellido materno?

-Padín.

Lo escribió en un papel e hizo unos signos alrededor. De allí en más le hablaba a mi


nombre como si fuera a mí.

-Con que usted por acá ... Tardó en llegar ...

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-¿Le parece?

-(Jactándose) El orgullo es el yugo de muchos.


El orgullo transforma a personas en seres ofensibles, frágiles, pendientes en grado
extremo de las palabras de otros, más que nada egoístas y mediocres. Usted es uno
de los orgullosos más exagerados que he tenido delante con la propiedad no muy
común de dar utilidad a esa cualidad. Fomenta situaciones en que su orgullo se ve
severamente afectado dejando que los hechos se desarrollen hasta conseguir la
energía necesaria como para despegar en cualquier sentido y hacer cualquier cosa.

-Se confunde.

-De ningún modo. Cuando el orgullo intenta ser su captor, lo destina a la zona más
oscura de su ser y cuando necesita que lo impulse, lo convoca como al mejor aliado.
No hay forma de que me equivoque.

Fastidiaba que tuviera razón. Fastidiaba su ojo de mentira.

-Si hay algo que no está dispuesto a aceptar de nadie es la crítica, de nadie y en
ningún momento.
Descarta a todo aquel que lo critica por más amigo que pudiera ser.

-¡Es verdad! ¡Por supuesto que lo hago! Las personas que critican son como
moscas en la comida.

-Puedo decirte mucho más que eso.

-¿Por qué no dice su nombre y apellido?

-Ojo de Vidrio o El Brujo.

-Hablo de nombres y apellidos verdaderos.

- Te los acabo de decir.

Porfiaba.

-Me refiero a los que le pusieron sus padres.

-Podemos hablar de cualquier tema, sobre usted o sobre mí sin ningún tipo de
limitaciones, pero no le diré mi nombre. Tengo razones.

-Me gustaría conocer esas razones.

-Otro brujo podría saberlo y acabar conmigo.

-¿Lo cree posible?

-Yo mismo puedo matar a alguien o hacerle la vida imposible hasta que esa
persona suplique morir, sólo sabiendo su nombre completo.

Invertí la situación. Sabía que él lo había permitido.

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-¿Desde cuándo es brujo?

-Seis años.

- Ya que la propuesta es tocar cualquier tema, ¿cómo perdió el ojo?

Reaccionó como si hubiera tomado su más sagrada pertenencia sin permiso. Dudó.

-Tiempo atrás no era el que está aquí. Esa otra persona que antes era y a la que
llamaré Aníbal, salió una noche a divertirse. Fue entonces a una discoteca de la
Capital Federal y allí conoció a quien llamaré Lucía. Era hermosa Lucía, sugestiva.
Aníbal tenía buen aspecto, pero aún así le costaba creer que la joven le dedicara tanta
atención. Se encontraron en dos ocasiones distintas en aquel lugar y ella lo invitó a ir
a su departamento diciéndole que sus padres estaban de viaje. Llegaron al sitio y
Aníbal tomó un par de copas. Despertó diez horas después para descubrir horrorizado
que le faltaba un ojo y un riñón. Había sido presa de un grupo de ladrones de
órganos. Aníbal sufrió un shock nervioso muy fuerte que lo afectó durante varios
meses. Salió de él gracias a un deseo supremo de vengarse. Asumió de antemano
cualquier posibilidad de transformarse en réprobo por los actos que pensaba cometer.
Como los medios humanos eran limitados para hallar a esas personas, se volcó a la
magia. Por medio de ella ubicó a quienes lo carnearon y cobró la deuda.

-Creo que no debí preguntar.

-¡No finja! No puedo creer que a éstas alturas no haya averiguado que todo debe
ser dicho y nada debe considerarse no asumible.

Puso en marcha el automóvil y salimos quemando cubiertas por calles de barrio y


de allí al microcentro. El Brujo cruzó todos los semáforos en rojo y varias veces
invadió la mano contraria sin preocuparse en absoluto por los otros coches. Los
paragolpes frenaban a centímetros de nosotros o bien los autos y las personas se
corrían en el momento justo evitando el impacto. En varias ocasiones no pude
soportar el vértigo y cerré los ojos.
Mis cálculos mentales indicaban que no existía la menor posibilidad de evitar una
colisión, pero al abrirlos me encontraba en una nueva situación de riesgo. Íbamos a
más de ciento cuarenta kilómetros por hora. Me pareció que El Brujo en ningún
momento intentó esquivar a nadie. Sentí que estábamos protegidos por una
indestructible coraza transparente. Volvimos al lugar de partida.

-Como dijera el profeta, nadie muere en la víspera.

Bajé del auto.

-El problema nunca fue morir, si no mantenerse vivo (le aseguré).

La experiencia con El Brujo me tornó meditabundo por varios días. Supe que éste
le había pagado las operaciones a Daniela, quién le temía pero a la vez lo idolatraba.
Con el travestí vivían otros dos transformistas, quienes temblaban al oír algún
comentario sobre "Ojo de Vidrio".
Exactamente una semana y un día y medio después de aquella ocasión, siendo las
veinte y treinta horas no pude resistir el sentimiento de intriga y fui hasta el

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departamento de Daniela. Llegué en el preciso instante en que El Brujo arribaba al
lugar.
Posteriormente le mencioné la coincidencia a Daniela y él me señaló que no había
habido ninguna. Nuevamente Ojo de Vidrio me invito a subir a su automóvil.

-¿Ha conocido el peso de la intriga?

-Ya lo conocía.

-La magia es como un ventilete, si lo abre es por propia mano y ya no vuelve a


cerrarse.
Mientras mantenga una existencia normal, ni siquiera puede sospechar dónde puede
estar ese ventilete.

-Quiero saber, pero no quiero ser brujo.

Ojo de Vidrio largó una carcajada, pasó a mis manos un pequeño grabador y luego
un cassette.
Pidió que lo probara. Lo hice. De allí fuimos hasta las gradas de una estación
ferroviaria en ruinas. El Brujo accionó el aparato durante diez minutos. De allí
nuevamente a la entrada del departamento de Daniela, quien nos aguardaba sentado
en la moto.
El Brujo encendió el grabador y oí ruidos confusos. Subió el volumen y graduó el tono.
Terminé oyendo un sonido muy similar al que acompañaba la procesión nocturna allá
en la selva.

-¿Le resultó familiar?

-Puede ser.

- Tal vez están tratando de darle un mensaje.


Tendría que aprender a comunicarse en sus términos.

-No creo estar interesado.

Seguidamente me prestó un libro extraño sin títulos ni datos extras de ningún tipo,
sólo contenido. Nos despedimos y Daniela subió al automóvil cuando bajé.
Leí aquel libro, el primero de una serie de tres.
Hasta ese momento nada en mi vida había despertado un interés tan enfermizo.
Todos los hechos producidos, todas las palabras pronunciadas al descuido en el
pasado, cobraban una significancia mayúscula. Mientras leía, experimenté la
sensación clara e inequívoca de estar separado por completo de los demás mortales.
Intuiciones para mí profundas que me acosaban desde mis primeros años, se
encontraban allí perfectamente expuestas.
Los libros aquellos proveían de ciertos ejercicios sencillos, sin riesgos y
aparentemente con asombrosos resultados. Tuve que poner todo mi empeño para
resistir la tentación de comenzar a alterar la realidad con ellos.
Volví a ver al Brujo siempre de la misma forma.
Cuando decidía ir, él también, o viceversa. Le devolví lo que me había prestado.

-Su nivel de orgullo lo está perjudicando.

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-En esta ocasión decido que así sea. No puedo dejar de estar interesado en ese tipo
de lecturas, pero sí puedo evitar el verlo a usted.

-Si es lo que querés ... Daniela en algún momento tuvo la misma reacción.

-Quiero saber.

- Pregunte.

- ¿Cómo se dio la relación entre ustedes?

-Cuando conocí a Daniela, él tenía catorce años y estaba muy confundido. Cursaba
sus estudios secundarios y llevaba el tipo de relación que la mayoría entiende por
normal. Me bastó verlo para saber que estaba en un medio que no le correspondía en
absoluto. Por mi intermedio se alejó para siempre de una existencia desperdiciada y
se abocó a lo que su espíritu le exigía, libertad corporal.
Conmigo, pero no por mí, logró asumir su latente homosexualidad. Luego descubrió
estar preso en un cuerpo que tampoco le correspondía y yo le facilité el cambio. El
odiaría tener un hijo, así que pronto se va a operar los órganos.

- ¿Acaso es su obra maestra?

-Interpretado a su manera, por mi intermedio, él pasó a ejercer el tipo de libertad


que más lo identifica.

-¿Qué hay conmigo?

-El cambio que experimentó Daniela en estos tres años es poco comparado con el
que usted está secretamente dispuesto a experimentar.

-Creo que prefiero el proceso natural, espero que el tiempo que me haya dedicado
le haya servido.

-Por supuesto.

-Si cambio de opinión lo buscaré.

-Está muy bien.

-Una sola duda. ¿Por qué en ningún momento bajó del automóvil?

-Porque concentro mi poder sólo en algunos sitios y es conveniente para mí


mantenerme el mayor tiempo posible aquí, más ahora.

-¿Por qué más ahora?

- Tengo motivos.

Bajé del vehículo y me despedí del Brujo.


Antes que me marchara, Daniela se acercó y me preguntó si Ojo de Vidrio me había
hecho la propuesta.

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-¿Qué propuesta?

- Te necesita como mandatario. Un grupo de Brujos lo tiene cercado en la ciudad,


no puede marcharse ni enfrentarlos a todos a la vez.

Una sensación muy poderosa me indicó que debía poner inmediata distancia
respecto a esas personas.
Veinte días después, recibí en la casa que alquilaba la visita de un vendedor
ambulante. Mientras me abrumaba con las supuestas bondades del producto,
repentinamente, sin ningún tipo de pausa, dijo lo siguiente.

-Vinimos por Ojo de Vidrio. Ya es nuestro. Si también fuera con vos ya habríamos
tomado medidas. Si interferís, seguís en la lista. Mantenéte exclusivamente en lo tuyo
hasta el viernes ocho de este mes.

El lunes once recibí en casa a Daniela. Lloraba y aseguraba que algo le había
pasado a su protector porque éste había faltado a un par de encuentros. Había
aceptado el aviso del vendedor como válido, así que pasados esos días decidí socorrer
al dúo. Fuimos ambos hasta la zona de Punta Lara donde se halla la selva más austral
del mundo.
Ubicamos una apartada casilla, propiedad del Brujo, quien la utilizaba exclusivamente
para la realización de ciertos desafíos espirituales que supuestamente lo fortalecían.
Irrumpimos con cautela. El Brujo se hallaba tendido de bruces, desnudo y deshecho.
Su cuerpo se había hinchado y las heridas asemejaban a pequeñas vaginas negras.
Parecía como que un felino enorme se había ocupado de él, intentando desmenuzarlo,
no comerlo.
Una suposición poco probable, ya que los animales más feroces de la zona son los
cuices. Daniela se arrojó al piso abrazando la osamenta y sollozando.
Al moverlo, el olor a putrefacción ya existente se hizo insoportable. Bastante
asqueado, invité a Daniela a huir, pero él se negó, por lo que me alejé de aquel sitio
sin compañía.

Empecé a desemparentarme de mis coetáneos.


Varias silbantes hojas de guillotina habían caído peligrosamente cerca como para
mantener una misma actitud ante todo. Un impulso incontenible que tiene que ver con
el instinto de autopreservación acicateaba a toda hora. Para calmarlo, me transformé
en un ser humano que no soportaba un solo párrafo fuera de lugar de los otros; hasta
que me propuse no hablar, fingiéndome mudo en un ambiente donde no me
conocieran. Y así fue. Aún consideraba que no era tiempo de disponer de aquella
fortuna oculta por lo que mediante una agencia de trabajo me ubiqué en una
panadería de Castelar. Varios meses estuve allí cumpliendo con rítmicas tareas de
producción. Luego pasé a la sección pastelería y en pocos meses ascendí a maestro
pastelero.
Todos estaban convencidos de mi fingido defecto por lo que casi nadie se
molestaba en comunicarse conmigo.
Hasta que una mañana muy temprano sentí un cosquilleo en las manos y pies, los
párpados me latían, la garganta, como si hubiera volcado en ella un vaso de cal. Mis
intentos por mantener atención a mis tareas duraban lo que duraría una lágrima en el
sol. Largué un alarido terminando en carcajadas, les aseguré a los presentes que no
se extraña el agua hasta que se seca el pozo, por eso cuando uno arriesga la vida es
cuando más la valora.

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Íbamos en el auto de mi primo Manuel, ahora separado de su mujer y muy lejos de
aquella situación que lo llevó a refugiarse en la costa Atlántica, de noche hacia la zona
de Pompeya. Un acontecimiento muy serio le sucedió a mi pariente, y a raíz de ello se
había cebado. No iba a parar hasta saciar su apetito de revancha. En teoría, yo lo
secundaba pero no podía hacer nada, las cosas se me caían de las manos. No había
ingerido ninguna sustancia, ni siquiera vino. Padecía una especie de ataxia que a
veces me asalta. Pueden explicarme el hecho durante horas pero es como que los
sonidos se empecinan en enredarse antes de actuar en mi cerebro. Nada significa,
nada motiva. Ese estado está emparentado con una placidez única; nada me tienta a
dejar de sentirme como me siento en esos momentos. Cara de cumpleaños de mi
parte y a seguir así.
Fuimos al ver al Rengo. El Rengo era más que eso; un paralítico. Revendedor de
drogas al que también conocíamos como El Cerdo. Llegamos a su cueva ocupada por
él y media docena de adolescentes bisexuales; blanquiñosas y granulientas criaturas.
Estos jóvenes tenían apodos provenientes del idioma inglés, cortos cabellos y algunos
vestían largos sobretodos negros. Idolatraban a ciertos cantantes mariconcitos de allá.
El Cerdo Rengo oficiaba las veces de cacique. Según se dijo, dicho inválido padecía su
estado a consecuencia de la ingestión desmedida. Todos los presentes se translucían,
eran esqueletos gordos. Portaban borcegos y gruesas cadenas al cuello con grandes
cruces y medallones. Cuando se desplazaban, flotaban en el aire.
Antes de entrar, mi primo metió su mano en el bolsillo de la campera y amartilló,
mientras avanzábamos hacia nuestro hombre, objetivo dentro de mi mente, les
gritaba a los presentes.

-¡Abran paso si saben lo que les conviene!


¡Córranse que hay para todos!

Cuando estuvimos frente al Rengo y su silla, éste predominó. Noté que no me


había reconocido ni lo haría.

-Sé por qué venís. Lo que pasó pude haberlo evitado. Si matarme te hace más
hombre y de algún modo lava la ofensa, dale para adelante. De los que están
presentes nadie te va a señalar.

El Rengo encendió un nevado y prosiguió, remarcando el peso de las palabras con


variados tics nerviosos.

-Hice mal en presentarte a Roberto. Vos y tu novia fueron como moscas en la boca
de una araña. Imaginé lo que podía pasarles pero soy El Cerdo el apodo se ajusta a
mi filosofía de las cosas ... Oler, comer y revolcarme en la basura más hedionda
propia o ajena, sin experimentar nada. ¿Qué pasa?
He visto docenas de caritas lindas venir aquí. Las he visto mamando todo el vicio para
después arrugarse como testículos, así que una más, ¿qué cambio produce?

El resto de los presentes había dejado de babosearse para oír.

-Podés matarme y no me afectaría el humor.


Sería parte del reviente. Lo que debes sentir es serio para vos; no tiene por qué serlo
para mí. Aquí jugó otro factor: tu novia. Estuvo frente a mí y tenía un olor en el alma
que sentí una vez, hace tiempo. Ese olor provenía de una persona que ya no está por
culpa mía y de mi respeto por el libre albedrío. Es como el olor de la piel de los bebés.
Y de aquí en más, por lo que sucedió, no tendrá más ese aroma. Ahora apesta a feto

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gris, como los demás. (Carraspeo). Es un error el experimentar sensaciones cuando
se tuvo que pagar un precio alto por aprender a no sentirse afectado. Dadas las
circunstancias es un error inevitable. Así que fiel a mis creencias, hagamos que el
error sea completo, cuestión de averiguar qué hay detrás, carajo.

El Cerdo se quitó la frazada que cubría sus piernas.

-Ni piensen ayudarme.

Se puso de pie temblequeando. Le pidió a su favorito que le trajera un arma. Salió


al exterior.
Era una cagada caminando. Tardó como media hora para recorrer cuarenta metros.
Antes de subir al vehículo, dijo:

-La diosa muerte empezó a batir las palmas y está marcando el ritmo. A ver quién
está dispuesto a entrar a la pista de baile.

En el camino puse música. Elegí un viejo tema de Pappos Blues. Cierto tramo de la
canción rezaba lo siguiente:

No sé por qué/ imaginé/ que estábamos unidos/ y me sentí mejor/ Pero aquí estoy/
tan solo en la vida/ que mejor me voy

Al reinar posteriormente el silencio, aquellas palabras causaron en mí una marea.


tinta de aquellas les encontré sentido profundo, imagino que el mismo que sintió el
autor. Mi primo se volcó a indagar. . . .

-Lo que yo sé es que a Patricia la violó Roberto.


Ella sabe que me enteré y se oculta. No la puedo encontrar. Nos reunimos todos en
una discoteca y el hijo de puta me hizo distraer con unos amigos.
En algún momento la convenció a Patricia y se escaparon detrás de mí.

Roberto era policía, traficante de renombre de la zona Norte. El Rengo había hecho
de enlace entre él y mi primo para establecer una nueva red de distribución de zona
norte a zona sur. Manuel en un primer momento imaginó que entre ambos le habían
hecho una cama con el único propósito de usarle la novia. La mentada era de cara
perfecta y cuerpo duro por la gimnasia. Hasta donde yo sabía, ella no tenía mayor
conocimiento de los negocios de mi pariente.

-Si querés saber, puedo contar, pero de hacerlo no voy a guardarme nada, vos
sabrás.

-Patricia para mí murió, y a tu amigo de todas maneras le voy a ajustar las ideas.

-Roberto no empezó con ella. El viene reventando a las mejores pendejas desde
hace años. Las convence porque es un tipo que les conoce todas las respuestas y
cuenta con un pedazo de carne a la medida de muchas. No le interesan las de la calle,
le gusta robárselas a otros tipos y devolvérselas hechas mierda. A Roberto le gustaría
ahora darle a tu madre y a tu hermana también. A Patricia sé que la tuvo dos días en
su departamento de Núñez.

Mi primo se revolvió molesto en el asiento.

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-Podemos dejarlo acá.

Manuel lo instó a seguir.

-No dudo que le haya hecho todas las tareas juntas. Hay veces en que invita a
otros perversos y se hacen un festín que puede durar varios días. Otra cosa que lo
cautiva a Roberto es que los varones perjudicados se enteran de la hazaña y de que
fue él quien la causó. Los busca, se hace el amigo, y entre conversaciones les cuenta
lo que les hizo a sus mujeres. Le gusta rebajar ...

-¿Nadie lo enfrenta?

-Los que fueron sus víctimas de alguna manera tienen referencias de él. Si te
metes con Roberto, te estás metiendo con muchos a la vez, muchos y sucios. Aparte,
por sí solo le hace ensuciar las nalgas a más de uno.

Escuchaba las palabras con suma claridad, pero éstas no movían nada en mí.
Seguía atento a la letra de la canción. Imaginaba los párrafos que la componían
suspendidos en el aire: grabados sobre la nada. Luego los hacía ir y venir por el
interior del auto. Cuando encontraban algún intersticio producían el efecto tirabuzón y
salían despedidos con más velocidad.

-Mi consejo, es que si querés todavía a Patricia y ella a vos, acéptala de nuevo.
Vencés a Roberto y a la vida misma si sabés perdonarla. En algún momento pagué un
alto precio en dolor para poder decir esto.

Nos detuvimos en una calle desierta del barrio de Núñez. El Cerdo le impuso a mi
primo el hecho de que le permita a él dirigirse en primera instancia a Roberto luego se
lo concedería.
De allí fuimos hasta una avenida. Estacionamos mientras amanecía. Rato después
vimos llegar el automóvil del tal Roberto. Este bajó en dirección a un edificio. Lo
interceptamos con El Cerdo al frente. El traficante nos vio a los tres y no expresó la
menor sorpresa. ..

Roberto, al Cerdo: -¿Qué buscas, pendejo?

El Cerdo, aproximándose: -Dame fuego.

Roberto saca un encendedor.

El Cerdo murmuró: - ... Averiguar que hay detrás del error ...

Seguidamente el Rengo le disparó al pecho.


Luego, aparentemente, el arma se le trabó. Roberto retrocedió furioso y le dedicó a su
interlocutor unos cinco tiros a quemarropa. La Diosa Muerte palmeaba enloquecida y
perdí el ritmo enseguida. Roberto se miró la herida del pecho espantado.
Seguramente entendió que segundos más, segundos menos se iría de viaje y sabía
que no había absolutamente nada en el mundo que pudiera evitarlo. Me apuntó a mí y
luego a mi primo que nos manteníamos con los brazos pegados al cuerpo.
Casi llorando, el traficante comenzó a alejarse agachado con el cuerpo apoyado contra
una pared. Mi primo lo siguió unos metros apuntándole a la sien.

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Cuando se decidió, le disparó. Yo pensaba en el hambre que sentía. Manuel le dijo:

-Las mierdas como vos merecen reventar así.

Un par de personas nos vieron subir al auto. Era lo mismo que nada. Atravesamos
la capital cortando camino arbitrariamente. Aún seguía presa de aquel estado y lo
único en lo que podía pensar era en una docena de tibias y sabrosas facturas detrás
de un jarrón lleno de café con leche.
Esa tarde me despedí de mi primo.
Pronunciamos al unísono un difundido refrán promovido por la casta predominante en
las cárceles nacionales: los ladrones. "Ni violación, ni narcotráfico".

FIERREROS

Estuve tres meses detenido en aquella comisaría. Todos los que no éramos
reincidentes o teníamos causas menores, estábamos en un calabozo; mientras que las
celdas restantes estaban ocupadas por aquellos que tenían proceso por asesinato,
narcotráfico o robo a mano armada.
Valiéndose de un espejo, un detenido del recinto contiguo nos individualizaba uno
por uno. A unos les pedía un cigarro o algo de dinero, a otros sólo los humillaba.
En el calabozo de enfrente había un cuerpo desvanecido. Se trataba de un profesor
de gimnasia que había seducido por lo menos a tres menores.
Apenas fue señalado por los niños, le dieron captura los respectivos padres. Se salvó
por muy poco de ser linchado en la puerta de su propia casa. La policía lo rescató con
innumerables contusiones.

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Para que no se engañara en pensar que su martirio había finalizado, los agentes lo
boxearon otro tanto y finalmente los presos le dieron el tratamiento doloroso. Estaba
vivo pero inerte, así se mantuvo durante horas. El culo le quedó como una rosa vista
desde arriba. Los detalles nos los dio a través del abecedario manual de los presos un
recluso que se encontraba encerrado en diagonal a nosotros.
Dos semanas después ubicaron en nuestro calabozo a un joven delgado de aspecto
amanerado, detenido por haber robado orfebrería de plata de un hotel de lujo en el
que trabajaba. En el espejo volvió a reflejarse el ojo rabioso y dicho ojo se clavó en el
recién llegado durante un instante, luego se oyó la frase catadora:

-"Vos flaca, ... pásame un tabaco ... "

Imaginé en ese instante la falta que le hacía a ese joven una voz aguardentosa.
Pero respondió con una tartamudeante voz de infante:

-"No, no tengo"

Se escucharon risas y murmullos provenientes del otro lado. Momentos después,


uno de aquellos presos llamó a un agente determinado y le concedió una suma en
efectivo. El uniformado cuchicheó con ellos y, llave en mano, abrió nuestro calabozo
ordenándole al joven que salga a fin de ser trasladado. El respondió que aún no era
considerado culpable y recibió la siguiente respuesta:

-"Vos robaste, tenés que estar con los que robaron"

Salió sin sospechar mucho.


A pesar de la pared que dividía un recinto de otro, el sonido se percibía
perfectamente. En silencio escuchamos como violaron al joven aquel. El ruido
producido nos hizo imaginar a un grupo de hienas satisfaciéndose entre trozos de
carne suelta.
Otros detenidos pasaron a acompañarnos en esos meses pero sin generar ningún
comportamiento especial de la masa. Hasta que conocí a Lucas Balcarcel. Fue
específicamente un domingo a la madrugada. Lo habían traído en pleno desvarío
desde una discoteca en la que se había alocado. Los agentes no querían ubicarlo con
nosotros porque imaginaban que alguien lo iba a aligerar de sus pertenencias. Mis
compañeros de celda querían impresionar a los presos del calabozo lindante así que
juntaron dinero entre todos y sobornaron a un agente para que les concediera a
Lucas. Y así fue.
Con no poco esfuerzo, el policía levantó a Balcarcel de su sitio y lo tiró hacia nosotros
como mierda al río. Inmediatamente le quitaron las botas y la campera de cuero. Era
evidente que el sujeto estaba drogado y no borracho. Repentinamente, Lucas nos
dedicó un abundante vómito generando múltiples expresiones de asco. Entre varios
tomaron al desfallecido y usándolo como trapo de piso, limpiaron lo que ensució.
Luego pidieron a gritos que abrieran la celda para sacarlo. Balcarcel durmió esa noche
hecho un ovillo y cubierto de clericó. Posteriormente me aseguró no recordar nada de
aquello.
Durante un sueño producido en aquellos días de encierro, comencé a añorar la
máquina. Su delineado irrumpió insolente y majestuoso, como tantas veces, en el
ámbito onírico. Un amigo de épocas remotas pregonaba mientras avanzaba de
espaldas a mi:

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-"Una motocicleta y un proyectil se asemejan, ambos son muestras de metal
caliente dirigidos al infinito. Ambos pueden causar tu muerte".

Los ladrones, en su mayoría, apuntan a tomar por asalto el status y la


disponibilidad de bienes de aquellos sedentarios que están perfectamente instalados
en los estratos privilegiados de la sociedad usurpando su sitial, mientras la gratitud
comienza a gotear de sus sexos. ¿Quiénes desarrollan una existencia verdaderamente
al margen de la línea normativa? Hay alcohólicos, drogodependientes y homosexuales
en todos los niveles sociales. Sobre el final del sueño imaginé que tal vez los travestis
prostitutas y los indígenas sean, en la sociedad actual, los genuinos marginados.
Motocicleta marca Indian, hierro marginal proyectado hacia la inmensidad.
Al salir de la cárcel ubiqué al único ejemplar de la ciudad en estado calamitoso.
Buscadores de vehículos de época lograron rastrearla y se decepcionaron de su escasa
complitud. Agotando recursos, pagué su precio.
Cuando la Indian arrancó por primera vez, entendí por qué su dueño anterior no la
usaba.
Impresionaba su sonido con escape libre, no se parecía al sonido de ninguna moto. Su
anterior propietario le temía y la usaba únicamente en tramos cortos haciéndola
competir con motos japonesas, el sujeto aquel se ufanaba de hacerle salir por el
escape titilantes lenguas de fuego de hasta veinte centímetros. Así la fundió. Así la
asesinó. El motor chorreaba aceite por sus heridas y producía sonidos que hacían
pensar en lo peor. La arrancamos y por mas que lo intentamos no pudimos calmar los
bríos del motor, le entraba aire al carburador por algún sitio y la moto se mantenía
permanentemente acelerada. Cuando conseguimos someter medianamente su fuerza
tanto como para conducirla, sucedió que ninguno de los presentes se prestaba a
tamaño desafío. Siendo el dueño, me vi obligado a ignorar mi inexperiencia para con
semejante estructura mecánica y me acoplé con respeto.
Algunos conocedores de aquella mitológica marca, aseguraban que la primera entraba
empujando la palanca de cambios de mano hacia delante. Pero la moto había sufrido
feroces herejías en sus comandos, por lo que un varillaje parásito invertía la posición
de esos cambios. Así que al meter la marcha mas lenta, en realidad estaba metiendo
la mas rápida. El vehículo recorría unos metros en calma y al entrar en vueltas su
cigüeñal, adquiría una velocidad ante la cual me era imposible intentar alguna
maniobra. Aún persistía la entrada de aire y la moto sólo andaba al máximo de
velocidad a pesar de que no la aceleraba. Lo único que" me quedaba era ocupar el
centro de las calles o avenidas deseando que nadie se interpusiera. Si la frenaba, se
detenía el motor y luego resultaba casi imposible volver a ponerla en marcha. A los
autos y colectivos los pasaba como parados. Quedaba afónico.
Impulsado por los nervios insultaba hasta perder la voz a todo aquel que me
entorpeciera mínimanente la circulación. Cuando tenía que doblar, detenía la moto, la
apuntaba en el nuevo sentido y mediante una cansadora sesión de cuerda volvía a
arrancarla para lamer nuevamente la piel ajada de la muerte.
Cada vez que finalizaba una de estas experiencias, quedaba con las rodillas
temblando. Causaba gracia que la consecuencia fuera tan visible. En todo ese período,
nunca logré detenerme en el lugar al que me dirigía por la falta de frenos.
Además, la alta velocidad me alejaba unos treinta metros, casi siempre pelando
borcegos, para luego volver empujando. Finalmente hurgando, le encontré los
cambios restantes, y al tiempo alguien la desarmó para hacerle el motor, caja y
carburación.
Estábamos escandalosamente borrachos encerrados en un taller mecánico, en
compañía de propietarios de motocicletas antiguas. Luego de oír un chiste, un amigo
opinó que el mismo era "absurdo". Lo poco habitual del calificativo en nuestro léxico,

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hizo que todo el mundo estallara en carcajadas. Y así se autobautizó aquel personaje
como el Muchacho Absurdo.

Un grupo nómade, compuesto por alrededor de quince personas que gustaban


desplazarse en chirriantes y añejos ómnibus, supieron copar una vivienda desocupada
de nuestra zona. Decían que estaban de paso, que vivían rotando de una cosecha de
cereales a otra.
El ingenuo de Absurdo supo intimar con una de las adolescentes sabiendo que la
misma, de labio leporino, cohabitaba al menos con dos hombres del grupo. Al padre
de ella, un pelirrojo seboso, parecía no afectarle en nada el asunto. Poseían, aquellos
personajes, una jerigonza un tanto irritante.
Absurdo se vistió de novio y dejamos de verlo durante una temporada. Al reaparecer,
nos comentó que le habían robado su motocicleta Panter 600 c.c. modelo 1956 de la
puerta de su casa. Fue invitado a una fiesta en lo del grupo aquel y luego despertó en
su cama. Al ir a buscar el vehículo lo recriminaron por su deplorable estado del día
anterior y le aseguraron que se había ido en motocicleta.
Pocos días después, el grupo se esfumó sin que la novia de Absurdo le hiciera a
éste el menor anuncio. Nosotros interpretamos que durante la fiesta, le suministraron
en el vino un puñado de psicotrópicos y que luego lo abandonaron en su casa. Nos
enteramos que los mismos supieron ofrecer la motocicleta en carácter de venta a un
traficante de antigüedades. Corroboramos así la hipótesis.
Varios meses después, un motociclista nos informó que un grupo similar al que
protagonizó el latrocinio se encontraba en Bahía Blanca. Nos dirigimos urgente.
Absurdo, Aguirre, Víctor y yo.
Llegamos a aquella ciudad para enterarnos que se trataba de una sola familia, para
nosotros desconocida, que iba desde Misiones a Río Negro en un desvencijado
ómnibus. Jamás se recuperó aquella moto y mis amigos volvieron inmediatamente a
la zona sur del Gran Buenos Aires. Yo me quedé a pesar del frío un día más, intrigado
por el anuncio de una carrera. Presencié así lo que me resultó uno de los espectáculos
más imponentes. El promedio de edad de los corredores era de cuarenta años,
aunque algunos de ellos superaban largamente el medio siglo. Las motocicletas que
utilizaban habían mutado su aspecto original siendo inicialmente aligeradas de sus
accesorios y luego, a causa de docenas de choques, transformadas en elementos
amorfos. Soldaduras sobre soldaduras, chasis plegados y alargados decorados por
agresivos y rústicos detalles caseros, de los cuales pendían motores JAP, Norton,
Indian, NSU, Harley Davidson y HRD. Eran seguramente los últimos corredores de su
especie en actividad, el último vestigio de los años cincuenta. A la mayoría de los
motores les habían limando las aletas difusoras colocándoles encima un pequeño
depósito de agua soluble.
Apenas los motores calentaban, dejaban caer agua produciendo tupido humo blanco.
Todos los vehículos atronaban con sus escapes libres. El atuendo de los corredores era
invariablemente negro, telas raídas y camperas de cuero desgarradas y remendadas
hasta el cansancio. Todos tenían rostros felinos y algunos llevaban el cabello largo.
Supe embriagarme aquella tarde y entre el humo, la polvareda y el frío, me deleité
hasta babear.
Para costear el reacondicionamiento de mi mecano, obtuve un empleo en una
empresa metalúrgica. Meses después de mi ingreso, durante el horario de almuerzo,
comenzamos a contar anécdotas de sexo. El capataz se relamía, principalmente al oír
los detalles cochinos. Un compañero bromeó narrando un relato falso sobre una orgía
entre él y tres colegialas que se hallaban en la edad precisa en que las mujeres

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empiezan a tener el orín fuerte. Todos lo entendimos como chiste menos dicho
capataz, apellidado Figueras. El relato le dio pié a que confesara compulsivamente
ante nuestra sorpresa que el mantenía relaciones desde hacía tres años con una
sobrina de catorce a la que había iniciado sexualmente, cuando los padres de la
misma la confiaban a su cuidado por cortos lapsos.
A partir de esa confesión todos empezaron a tratar a Figueras con pinzas. El se
percató, entonces se deshacía en artificiales gestos de compañerismo.
Pero el plantel de trabajadores estaba compuesto mayormente por hombres casados
que no congeniaban con los protagonistas de experiencias de ese tipo. Dejaron de
convocarlo para cualquier actividad extra laboral. El viejo notó que yo era el único que
no había variado mi trato hacia él y en cierta ocasión me invitó a cenar a su casa.
Salimos del trabajo a cumplir con dicho fin y a mitad de camino el hombre aclaró que
tenía que encontrarse primero con su sobrina, pidió que lo acompañara.
Metros antes de llegar al lugar, me propuso que tuviera relaciones con la menor, dijo
que él se las arreglaría para convencerla. La encontramos en una estación de tren. La
sobrina era una pequeña dotada a pesar de su edad y lucía un provocativo conjunto
de encaje negro. Fumaba y al ver a su tío lo saludó con un beso en los labios y lo
increpó por una cuestión de dinero. Figueras intentaba contemporizar y me miraba de
reojo nervioso. La adolescente lo abrumó con fuertes dedicatorias: "viejo pajero",
"piojoso" o "amarrete". En ningún momento la sobrina me prestó atención. Decía
estar muy apurada y le quitó al viejo cierta suma despidiéndose de él con otro ligero
beso en los labios.
Figueras estaba incómodo por lo sucedido. Lo ayudé diciéndole que lo mejor era no
perder más tiempo e ir a su domicilio. Desde el colectivo vi a la precoz encontrarse
con un mocosito de su edad que la había aguardado observando la escena.
Ambos reían.
Aquella noche, tuve oportunidad de codearme con todos los integrantes de la
familia del capataz aquel. Entre ellos estaba Diana, su atractiva hija.
A lo largo de mi vida, he conocido a varios émulos de Figueras que, guiados por un
instinto irrefrenable, pervierten a pequeñas contando con la incipiente atracción que
ellas experimentan por el sexo en sus cuerpecitos, facilitándoles en muchos casos
sustancias o dinero para mantenerlas atadas.
La joven aquella tenía la mirada bizca de los faloperos. A partir de allí, seguramente
se revolcaría sin piedad durante sus mejores años entre henchidos y venosos
miembros con sus neuronas falseadas. Daba la imagen de aquellas doncellas
sacrificadas al demonio en la antigüedad, en la intimidad de los bosques y a fuerza de
puñales. Ahora la historia es a fuerza de penes y el camino a recorrer es el del vicio
más extremo. Los sujetos que posteriormente la cruzaran, como yo, la verían como
carne de todos y la tratarían en consecuencia.

Llegamos los tres motociclistas a ese polvoriento pueblo de provincia, Absurdo,


Aguirre y yo.
Había mucho revuelo por los ataques sufridos por Carmelo, un supuesto
endemoniado. Todos los habitantes en las calles y espantados. El tal Carmelo solía
correr docenas de kilómetros sin experimentar cansancio ni jadeos y bramaba para
sus adentros, rabioso. Nos enteramos que lo habían acorralado frente a una parroquia
y fuimos a observar. Al llegar, vimos a una multitud rodeando al sujeto que estaba
tendido en el piso sufriendo espasmos. Muchos de los presentes rezaban el rosario y
se mantenían a prudente distancia. De la capital de la provincia había arribado un

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sacerdote dispuesto a exorcizarlo. Algunos vecinos habían clavado cruces en las
esquinas, pensando que así lograrían contener todo súbito intento de fuga. El clérigo
solicitó ayuda a hombres del lugar a fin de levantar a Carmelo y trasladarlo al interior
del templo. Cuatro sujetos adultos lo intentaron y no pudieron, por lo que intervino mi
amigo Aguirre, reconocido por su enorme humanidad y sus proezas de fuerza. Aguirre
se puso en cuclillas y tomó la cabeza del caído. Por mucho que transpiró, no logró
hacerla despegar del piso. Finalmente se puso de pie y retrocedió horrorizado, la
cabeza y el suelo parecían haberse unido. En ese instante Carmelo miró hacia
nosotros y sentí verdadero pánico, al entender que esos ojos que ahora lograban una
postal de los que allí estábamos, tal vez en algún momento habían escudriñado los
rincones del infierno, y que nuestra imagen de alguna manera era o sería transmitida
hacia allí.
Partimos a media tarde, cuestión de llegar antes del anochecer. Ninguna de
nuestras motocicletas tenía luces. El trayecto a recorrer representaba unos cien
kilómetros y la finalidad era reunir en una cena la mayor cantidad posible de dispersos
propietarios de motos de época. La lndian en aquel momento tenía una larga horquilla
de Harley Davidson y ese era el primer trayecto fuera de nuestra ciudad al que la
sometía. En el lugar de partida había otra Indian, una 750 c.c. y dos A.J.S., una de
500 c.c. y la otra de 1000 c.c. Nos detuvimos a unos cinco kilómetros a comprar
bebidas y al querer volver a poner mi moto en marcha el manitú de ella dijo no. Le
dediqué una ristra de patadas y fue inútil. Revisando descubrí que se había quedado
sin chispa. La batería estaba baja de carga y al llevarla a poca velocidad la terminé
agotando. Empujé unas cuadras secundado por mis compañeros quienes se
solidarizaron empujando también sus motos, ya que no teníamos soga. En un taller,
conseguimos que me conectaran un cargador de baterías y al patearla, la moto
arrancó. Después supe que el cargador se fundió en la acción. Por consejo de los
demás, aceleraba el vehículo sin permitirle bajar de revoluciones. Volvimos al asfalto.
Los demás me indicaron que tomara la delantera sin esperar. Si llegaban a tener
algún problema, ellos me encontrarían en el camino. Enfilé por el medio de aquella
avenida y en pocos minutos quedé solo con mi compañera. Ya fuera del territorio
conocido, me encontré repentinamente y a toda velocidad con una complicada serie
de puentes superpuestos. Tomé por el carril que encontré mas a mano y de no
haberme pegado al muro divisorio, hubiera clavado la horquilla en el radiador de un
camión. Iba en alevosa contramano. Seguí así hasta que el muro desapareció y
brincando fuertemente por el impacto pude sortear un cordón de concreto para
encontrarme de improviso esquivando a numerosos jóvenes que jugaban fútbol. De
allí me orienté por el primer carril que vi para encontrarme nuevamente en
contramano. Detuve el vehículo.
Empujé tratando de pasar lo más desapercibido posible a fin de salir de aquella
situación, cuando sentí el añejo ruido y vi a mis amigos alejarse a toda velocidad de
espaldas a mi por una amplia salida. Por mucho que intenté no pude arrancar la
Indian. Resignado empujé en busca de otro cargador de baterías.
Agobiado por el calor y por rigurosa campera negra, me detuve en un kiosco a
beber. Tres ciclistas cuarentones y corpulentos frenaron en la misma esquina
bromeando entre si. Uno de ellos me saludó sin conocerme. Los demás bromeaban
sobre los órganos sexuales del restante y le indicaron que me los exhibiera. Me puse
en posición tanto como para arrojarles un botellazo en el instante en que entre
risotadas volvieron a la ruta.
Empujé casi un kilómetro más hasta una gomería donde disponían de un cargador
de baterías.
Luego de curiosear la máquina, el empleado de más edad se acercó a fin de
indagarme. Aseguró que los que teníamos motos alocadas éramos unos libertinos.

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Preguntó si vendía cocaína fingiendo estar en el tema, insinuó algo también sobre
fiestas negras con niñas. Ante su insistencia por llevar adelante una situación que me
pusiera en ridículo, le aseguré lo siguiente:

-"Para poder mantener una conversación conmigo dispones sólo de dos caminos,
uno es mostrarte natural, tal cual sos. Y el otro es hacer el comentario adecuado y del
modo que corresponde. Vos no te mostrás como verdaderamente sos, así que lo único
que te queda es hacer el comentario justo y ahora te invito a que lo hagas".

Fijé mi mirada en él hasta que se retiró.


Quedaba menos de una hora de sol. Habiéndole dado a la batería una carga rápida,
pagué el servicio a un aprendiz mientras el viejo mañero no se acercaba.
Tomé el camino correcto a toda velocidad tratando de llegar antes de la caída del
sol, pero fue inútil. En dos ocasiones arremetí peligrosamente contra el borde de la
ruta frenando sobre el pasto entre saltos, en ambos casos fui enceguecido por las
altas luces de los coches que venían en sentido contrario. A paso de hombre llegué
hasta una estación de servicio. Acuciado por un súbito presentimiento escondí mi
moto tras un galpón. Desde allí, observé instantes después la llegada de dos
patrulleros y un transporte colectivo fuera de línea. A continuación, montaron un
operativo de control de documentación. Inmensamente feliz me acurruqué al lado de
mi bella hasta el otro día.

La Turca me pasó a buscar por la zona de Constitución. Desde donde yo estaba,


podía ver bamboleantes cadáveres de ratas, las que, sintiéndose atraídas
misteriosamente por un cable especial, lo mordían electrocutándose y quedando sus
pendidas.
El barrio de monoblocks tiene una fuerte connotación a tela de araña. La edificación
se halla dispuesta de tal forma que al ingresar, uno se encuentra inmediatamente
rodeado de paredones, absolutamente privado de la visión del mundo exterior. La
mayoría de los baños de los pisos superiores se encuentran destruidos por lo que los
habitantes de los departamentos hacen sus necesidades sobre páginas de diarios
arrojando el resultado a la calle. La presencia de esos envoltorios se hace
permanente. Un feto humano fue hallado flotando en el enorme tanque que abastece
de agua a las casi cinco mil personas que allí viven. Al enterarme, me asaltó la
imagen de una sopa de caníbales. Todo vehículo que se animara por sus calles
intestinas, apenas se detenía era rodeado y observado con burla por ojos idos, alguna
befa intimidatoria y la exigencia de pago de peaje en dinero o especies que los
protegiera de acciones brutales.

Hasta allí arribamos la Turca y yo. Apenas detuvimos el automóvil, uno que no la
reconoció emitió una guasada en referencia a la fealdad de dicha señora. Ella bajó y
aseguró:

-"¡Si cuando estuvieron en la cárcel de Olmos fueron las mujeres de todos, hasta
de los más idiotas, ¿Cómo se justifican a ustedes mismos el hacerse los malos acá?!

Ubicaron cierta vez una delegación policial al fondo del barrio, la zona menos
accesible. El asedio fue constante y al mes los policías tuvieron que trasladarse.
Durante las noches, verdaderas lluvias de bulones de acero arrojados con hondas

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desde la oscuridad de los departamentos hostigaron a los agentes, bulones capaces
de romper parabrisas o una caja craneal con toda facilidad.
Una vez que superamos el mal entendido sobre quién era quién, subimos hasta el
tercer piso a encontrarnos con un sobrino de la Turca.
Golpeamos y abrió la puerta una mujer pequeña con un niño en brazos. Detrás
apareció el sobrino cuyo rostro era idéntico al de la mujer. Pensé en un casamiento
entre hermanos. El joven también era pequeño y de inmediato comenzó a agredir a su
tía y viceversa. La esposa me dijo que siempre negociaban de ese modo. Momentos
después me asomé a la ventana y vi al auto de la Turca justo debajo mío siendo
saqueado por rateros. Di la alarma y el sobrino se puso fuera de sí. Tomó una culata
de su cintura y dio la impresión de que la escasa longitud de su brazo le impediría
desenfundar. Con un impresionante revólver calibre 44 de casi 40 centímetros de
largo brillándole entre los dedos, se asomó a la ventana y dedicó tres boquetes al
techo del vehículo. Los ladrones huyeron.

-¡Yo los voy a educar, meterse con mi familia!

-¡Puto, pendejo puto, me estropeaste el techo del auto!

-Cierre el anillo de cuero, vieja tortillera, lo hice por usted.

Prosiguió la discusión hasta que custodiados por el pariente abordamos el


automóvil y huimos por el fondo del barrio.
Cuando éramos niños, la familia Balcarcel y la casa que habitaban y que ocupaba
una hectárea, se encontraba en su apogeo. El padre de Lucas tenía contacto con
militares, por lo que en muchas ocasiones vimos a niños y adolescentes vistiendo ber
mudas verdes y varios de ellos con anteojos, recorrer nuestra zona en Jeep. Se
mostraban altaneros esos mocosos para con nosotros.
Me encontré con Lucas en el taller mecánico de un amigo, y él, primero, jugaba a
ignorar mi presencia. Cuando se enteró que yo disponía de una Indian, cambió
drásticamente de actitud, preguntó si la vendía o si se la cambiaba por su moto japo
nesa flamante. Le dije que al caer en mis manos, la Indian salió inmediatamente del
mercado. Insistía Balcarcel. Quería saber cuánto la había pagado, como la había
conseguido, si había alguna otra. Yo había ido al taller para avisar que no concurriría a
una excursión de motos antiguas hacia un pueblo situado a unos trescientos
kilómetros. Había sufrido un cortocircuito en la instalación de mi compañera que me
estropeó la batería, la que no retenía la carga. Podía usarla sólo en tramos cortos.
Lucas se comprometió a aportar su grupo de motociclistas a la salida aquella, unos
veinte elementos en vehículos japoneses. Me ofreció una moto en préstamo para que
pudiera acudir. Disimuladamente mi amigo mecánico, me indicó que no aceptara el
favor. Yo andaba a pié y Lucas se ofreció a alcanzarme hasta donde vivía. En el
camino me invitó a cenar. Le aclaré que no tenía dinero para dos litros de nafta y él
se detuvo en una parrilla. Hablamos bastante durante la ocasión. Balcarcel parecía
muy golpeado por la vida y se resistió a hablar del destino que tuvieron sus padres.
Comentó que cuidaba a su hermana afectada de ceguera y depresión.
Decía encontrarse muy solo y ofreció su ayuda para lo que hiciera falta. En un
momento fue al baño, y al regresar seguía hablando sin notar que un largo moco
aguachento pendía de su nariz. Supe así de su arraigado vicio.
En el fin de semana en que los motociclistas se fueron de viaje, recorría de
madrugada una zona pudiente totalmente desierta por la hora. Presté atención a un
conjunto de motos de edición actual de gran cilindrada. Estaban todas en el jardín de
una casa desde cuya puerta abierta se oían risas.

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Detuve la Indian y un motociclista borracho en calzoncillos salió al exterior alertado
por el ruido. Se aproximó a mí y detrás de él apareció una joven totalmente desnuda
y aparentemente drogada.
Llegaron hasta donde yo estaba. La mujer se sentó detrás. El joven observaba
apasionado los detalles de la Indian. Sentí que la que estaba a mis espaldas se
masturbaba frotando su vagina contra mi y la retiré con firmeza. Lucas salió al
exterior desnudo y rodó por el jardín; había otras mujeres allí, una de las cuales corría
desnuda por la calle entre risas.
Aburrido por la falta de propuestas, arranqué mi moto y huí.
Al anochecer del día siguiente, Balcarcel llegó solo hasta la casa que yo ocupaba y
comentó haberse enterado que pasé por la fiesta negra.
Estaba intrigado de por qué no me había integrado, quería saber si sus amigos me
habían agredido.
Desde siempre se comentaba que en su casa se realizaban orgías protagonizadas por
encumbrados militares, décadas atrás. Los supersticiosos aseguraban también otras
cosas sobre aquel sitio. Los fierreros me recomendaron ser precavido con Lucas y su
gente, pero éstos se mostraron muy atentos para conmigo. Compartimos entre todos
un par de salidas en motocicleta. Dejamos los vehículos en lugar y nos adentramos en
el barrio a participar del cumpleaños de un fierrero viejo. El caserío, todo en declive,
constituía un laberinto casi interminable. En algunos tramos sus vericuetos se
hallaban techados y eso nos hacía sentir que ingresábamos a una casa subterránea
con cientos de compartimentos y miles de habitantes. Los grupos de muchachos
bravos que se juntaban en las esquinas nos dedicaban saludos parcos pero sin
ninguna mofa. Por nuestra vestimenta negra imaginaban a quien íbamos a visitar.
El cumpleaños se convirtió en un festival de la bebida y el vómito, todos hombres y
mucho de anécdotas de motociclisticas. Con Víctor y Absurdo nos deslizamos por unos
instantes fuera del perímetro y fuimos completamente beodos hasta un local bailable
situado sobre una avenida a buscar mujeres. Aquel sitio estaba atestado de personas.
Apenas entramos, me encontré solo y festivo. Algunas mujeres se mostraban atraídas
por mis cabellos y por mi destruido atuendo de motociclista. En medio del frenesí, una
mano que asemejaba una pala de punta se apoyó en mi hombro y me hizo girar, me
encontré mirando la pilosidad transpirada del plexo de uno de los encargados de la
seguridad del lugar. El sujeto supo decirme:

-Estás descontrolado ¿no pensaste acaso en irte?

-¡Estoy en lo mejor, no podés echarme ahora!

A través del lenguaje corporal me enteré inmediatamente que el forzudo aquel,


estaba muy dispuesto a hacerme conocer toda la pista de un solo golpe.

-Mi nombre es José ... (Lo saludé de mano).

Puede ser que esté un poco borracho pero no tengo intención de molestar a nadie. Si
pedís que me vaya me arruinas la noche .... Si estás de acuerdo, hagamos un trato.
Vos obsérvame, donde notes que me desubico me tocas la espalda y me decís "José,
es hora de salir", y yo no te vaya discutir, pido mi campera y me voy. ¿Estás de
acuerdo?

-Me parece correcto.

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Lo abracé como a un hermano. Intenté integrarme al tumulto pero a los dos
segundos siento que me tocan el hombro, al girar me encuentro con el grandote que
me dice:

-José, es hora de salir.

Largué una carcajada, recuperé mi campera y salí a la vereda donde vomité con
ganas a la vista de varios. Allí me aposté a esperar a mis amigos.
Minutos después escuché un revuelo en el interior del baile y tres sujetos salieron
expelidos con violencia. Los tres tenían el cabello hasta la cintura, muchas arrugas y
ralas dentaduras. Después supe que eran forasteros provenientes de Lanús.
Competíamos en lo mugriento y los imaginé como a expertos peleadores callejeros.
Murmuraron sobre el altercado producido a causa de una mujer y volvieron a entrar
casi a la carrera. Minutos después volvió a repetirse el revuelo y los tres fueron
nuevamente expulsados. Esta vez con mas violencia. Resignados y golpeados, se
ubicaron en la vereda a la espera de sus rivales. Los cuatro teníamos caras raras, así
que minutos después iniciamos una conversación. Quien parecía liderar el grupo dijo
lo siguiente:

-Lo que pasa es que nosotros estamos en desventaja con ustedes los de acá,
porque somos solamente tres y venimos de lejos.

Mientras hablaba me tocaba como al descuido en la cintura para averiguar si


estaba armado, me sentí molesto.

-No me palpes, ¿sos policía?

El hombre se puso súbitamente serio y sus amigos tomaron posición frente a mí.

-Aquel que me llama policía tiene dos caminos.

-¿Cuáles son?

-Uno es pegar primero.

La frase que él no llegó a concluir era esa. Le ubiqué un golpe preciso en el oído.
Sus amigos eran rápidos para el cabezazo y la patada. Recibí un golpe en el rostro y
caí en un zanjón. Quedé con la cabeza apuntando hacia el agua y me deslizaba sin
poder evitarlo, cuando veo a un borcego venir en busca de mi rostro. No dejé de
mirarlo y centímetros antes de llegar se retiró violentamente de mi campo visual.
Finalmente logré incorporarme para comprobar que el conflicto se había generalizado.
Asistentes del baile habían salido al exterior a terminar la disputa y los tres
enfrentaban como podían a seis. De improviso unos de ellos empezó a correr y se
detuvo a unos cincuenta metros frente a un árbol y hurgó entre el follaje, volvió unos
metros y comenzó a disparar. Se produjo una dispersión generalizada de las veinte
personas que estaban en la puerta. Algunos fueron hasta donde habían ocultado sus
armas por el hecho de que al ingresar al baile, todos éramos palpados por el personal
de seguridad. Momentos después se produjo un nutrido tiroteo entre ambos bandos.
Los tres de Lanús huían presurosos por la avenida, por el hecho de encontrarse en
territorio ajeno.

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Casi un mes después, resultó que el trío unió fuerzas con un grupo compuesto por
habitantes de otro barrio situado a unos cinco kilómetros. Entre ambos caseríos,
pesaban rivalidades de larga data.
Así que durante una madrugada, quince sujetos provenientes de aquel bando
recorrieron los cinco kilómetros a pie armados con escopetas recortadas, carabinas y
revólveres. Luego de atravesar un vasto campo yermo llegaron hasta el fondo del
barrio en el que vivía mi amigo fierrero, y desde allí aplicaron fuego graneado sobre el
caserío.
Inmediatamente se formó una contraofensiva que hizo huir a los atacantes ya sin
municiones después de casi media hora. Hubo heridos pero no muertos.

En mi juventud realicé una serie de tareas en la casa del ex compañero de trabajo


apellidado Figueras, cuya familia estaba compuesta por Ana su esposa, su hija de
dieciséis años llamada Diana y su suegra. En la casa lindante vivía una hermana de
Ana con su marido. Compartían entre todos las cenas.
De la sumisión que viera de parte de Figueras ante una sobrina en el pasado, no
quedó el menor rastro. El término más cariñoso para con su esposa e hija era el de
boluda. Era cruel aquel hombre.
Mancillaban entre él y su cuñado a todas las mujeres de la casa y no perdían
oportunidad de hacerles notar lo inoperantes que eran. Imitaban sus voces y gestos
todo el tiempo, estallando ambos en estridentes carcajadas. La suegra era una
encorvada mujer mayor que sufría de mal de Parkinson. En varias ocasiones la vi
intentar hacer algún comentario que a poco de iniciado era coartado por Figueras o su
compinche que mojaban a la anciana con cortos chorros de soda diciéndole:

-"Cállese vieja loca, opinar, usted no opina"

Por otro lado, todos los integrantes de ese grupo familiar eran fanáticos religiosos.
Concurrían a una iglesia invariablemente los martes, viernes y sábados a las siete de
la tarde.
La hermana de Ana, llamada Lucía, le era infiel a su marido. Este no trabajaba y
estando todo el día en su casa se ocupaba y vivía de las cuestiones organizativas del
culto. Lucía contaba con un matrimonio de amigos que vivían cerca. Estos detestaban
al fanático religioso y por consiguiente facilitaban su domicilio para los encuentros
clandestinos. Cuando el amante de Lucía arribaba a dicha vivienda, la señora de la
casa la iba a buscar invitándola a ir de compras como contraseña.
Yo tenía que pintar todo el lugar y estuve casi un mes conviviendo con los Figueras.
Apenas amanecía, la hija del matrimonio iba a estudiar y me quedaba solo con Ana.
Antes de mi arribo, ambas hermanas compartían casi todo el día, pero apenas
comencé con mis tareas, Lucía dejó de verse por aquella casa. Primer indicio de que
Ana pensaba seducirme. Cuando llegaba por las mañanas, todos los integrantes de la
familia estaban presentes, pero apenas nos quedábamos solos, Ana encerraba a su
madre en una habitación frente al televisor, para luego cambiar sus ropas de todos los
días por ajustados vestidos que se traslucían, permitiendo entrever sus prendas
íntimas. Se ofrecía a ayudarme permanentemente produciendo constantes roces entre
nuestros cuerpos. Cuando podía, rozaba mis genitales con sus amplias caderas.
Recordé en esos instantes un trascendente adagio de un colega ...
"Cuando entras a pintar una vivienda, pasas a ser el visitante mas importante,
dispones a gusto, entras por las piezas y les ves los calzones sucios a la mujer. Te

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atienden y procuran no tener conflictos con vos. Pero al terminar, tu presencia pasa a
molestar y te atienden en todo caso desde la puerta. Aprovecha. Todo metal se dobla
cuando está caliente".
En una ocasión, la hija de Figueras volvió a la casa en compañía de un sujeto que
casi la doblaba en edad. Aquel día su madre, tía y abuela estaban reunidas con otras
mujeres en el comedor, todas integrantes del culto. Instantes después, descubro a la
pareja fornicando furiosamente en el lavadero.
El hombre me daba las espaldas y no notó mi presencia. La joven al verme pareció
excitarse aún mas y estiró su brazo para que le tomara la mano.
Me fui.
No quería darle el gusto a Ana y pasar a ser parte de lo que ellos eran parte, pero
en una mañana calurosa, la mujer dormía totalmente desnuda en la cama y con la
puerta abierta. Me engañé a mi mismo diciéndome que tal vez así Figueras recibiría
parte de lo que dio al aprovecharse de su sobrina y tomé finalmente esas caderas
firmemente entre mis manos.
Figueras había abusado toda su vida de los condimentos y las grasas. Comía asado
untando los trozos de carne en un pocillo de sal. Después de aquellos sucesos, aquel
hombre apenas pasaba los cincuenta años pero tenía un aspecto decrépito, casi
septuagenario, y había desarrollado hasta lo indecible sus hijaputeces. Supe
encontrarlo circunstancialmente y sintiendo relajo por sus comentarios, no pude
contenerme y le dije:

-En algún momento me confesaste que tu esposa te negaba el culo. Pedíselo si


todavía tenés con qué ... Pedíselo que ella lo entrega, te puedo asegurar.

Cuando me alejaba, alcancé a escuchar una carcajada, el mismo tipo de carcajada


que emitía sólo cuando lograba humillar con precisión a algún miembro femenino de
su familia.

Éramos once motociclistas en seis vehículos reformados de fabricación nacional.


Llevaba al hosco Víctor como acompañante. El grupo marchaba distribuido en un
tramo de dos kilómetros con nosotros al frente. Repentinamente, vimos aproximarse
a varios kilómetros y en sentido contrario a una mole de hierro. Dos enormes
vehículos de larga distancia dedicados al transporte de pasajeros nos bloqueaban el
camino. Los choferes aparentemente venían dialogando entre sí. Le indiqué con
gestos furiosos al sujeto que se nos venía encima que volviera a su carril, y él como al
descuido nos señalaba la banquina aconsejándonos que le dejemos el camino libre. Mi
muñeco interior tomó la determinación de que le apuntara a su motor y acelerara,
cuestión de que en el caso de que se produzca una colisión morir y no sobrevivir
mutilado.
Instantes antes del posible impacto sentí que Víctor se relajó dispuesto a la
experiencia.
Repentinamente el chofer aquel redujo violentamente la marcha y se cruzó a su
carril. Creo que esa situación fue un zamarreo de la realidad tanto como para
despabilarme ante lo que sucedería aquella madrugada.
La cadena se salió de la corona y trabó la rueda trasera, iba manejando casi
dormido y desperté entre chispas para quedar inmediatamente inconsciente. Nos
desparramamos con mi compañero y el vehículo a lo largo de varios metros. Cuando

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reinó nuevamente el silencio y la oscuridad más absoluta, comenzaron a oírse los
alaridos de mi acompañante. Tenía la moto encima y entre lo borracho y golpeado no
podía correrla. El caño de escape le quemaba la pantorrilla y no paró hasta que llegó
al hueso. Cuando desperté acosado por fuertes punzadas localizadas principalmente
en las coyunturas, aún era de noche y Víctor emitía débiles gemidos. Inmediatamente
tanteé en la negrura y corrí la moto y a él de la ruta. Rato después pasó a nuestro
lado el resto del grupo a toda velocidad. Tardé en pararme y no llegaron a verme; nos
estaban buscando. Recién al alba volvieron a pasar y nos auxiliaron.

Un motociclista que rozó la calidad de inmortal, sobreviviente de los más variados


accidentes y que también perdiera parte de una oreja en una impresionante limada
contra el asfalto, desapegado respecto a los bienes terrenales, finalmente falleció.
Don Raúl murió casi a los ochenta años y seguramente después de su muerte pudo
volver a disponer de lo que tanto añoraba, un cuerpo nuevo para dedicarlo a flotar en
motocicleta. Recorrió Argentina, Chile y Bolivia en una A.J.S. 1000 c.c. modelo 1935.
Anduvo solo con su compañera de hierro y viento por donde aún no se habían
construido rutas. Atravesó desiertos, llanuras y zonas montañosas llevando un carro
atado y sobre él un motor de repuesto. Cuando le preguntaron por qué no vendió
jamás su motocicleta, él contestó:

-Al armarla, me lastimé y coloqué los engranajes manchados de sangre. Esta moto
lleva sangre mía en su interior, no podría venderla.

Odiaba don Raúl únicamente a quienes llevaron (o contribuyeron a eso) motos


antiguas al exterior.
Solía decir "gringos de mierda, si las quieren que las fabriquen de nuevo, si tengo una
moto antigua y veo que alguien la quiere como para casarse con ella, soy capaz de
regalársela, pero a estos gringos que se llevan nuestro patrimonio cultural
aprovechándose de nuestro hambre, no les vendería un tornillo, así me pagaran una
fortuna por ese tornillo. Delincuentes que exportan de incógnito nuestras
antigüedades haciéndolas figurar como chatarra con la complicidad de los aduaneros".
Su hermano menor, un hombre no motociclista, cumplió con su último deseo. Llevó
sus cenizas a la ruta y allí las arrojó. Rostros que no veía desde hace años, se hicieron
presentes. Había cuatro motos Norton, dos B.S.A, tres Triumph, dos Indian, cuatro
Harley Davidson, una A.J.S, una H.R.D y una Guzzi. Todos modelos anteriores a 1950.
Las demás motos presentes eran de fabricación reciente. A continuación se produjo
una lenta dispersión. Regresamos hasta los límites de la ciudad unos diez
motociclistas. Entre nosotros había una familia de amigos de don Raúl proveniente de
una lejana ciudad costera. El hijo del matrimonio le sacó incontables fotografías
mentales a la Indian y expresó que su mayor deseo desde hacía varios años era llegar
a poseer una. No dudé en prestársela. Tardaba en volver. Sus padres y el resto de los
presentes empezaron a inquietarse y yo mas que nadie. Aguirre en la A.J.S 1000 c.c.
fue en su busca. Después de casi veinte minutos reapareció con el joven detrás. El
mismo estaba empapado en sangre y lloraba entre convulsiones sin poder articular
palabra. Perdí el control y me abalancé sobre él dispuesto a zamarrearlo como
primera medida.
Aguirre supo prever mi reacción y me llevó aparte para comentarme que la Indian
había sido robada y que los causantes le habían cerrado el paso al adolescente con un

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automóvil. Luego lo intimaron a que descendiera. El joven aparentemente se aferró
con desesperación al vehículo y recibió tajos y puntazos por todo el cuerpo, lo que le
produjo una crisis nerviosa.
La sensación de no volver a ver a la Indian me trastocó radicalmente, siendo
cautivado por un bestialismo sin precedentes que me condicionaba física y
mentalmente a cometer cualquier herejía que fuese necesaria para compensar la
pérdida.
Munido de un robusto trozo de caño y de un arma me dediqué hasta muy entrada la
madrugada a recorrer la zona. Varios de mis amigos también recorrieron por su lado.
Suspendimos al encontrarnos casualmente con Lucas Balcarcel, quien comentó haber
visto mi moto circulando por la autopista a cincuenta kilómetros del lugar del robo.
Dijo que quien piloteaba, visto de lejos, tenía un aspecto muy similar al mío.
En los días subsiguientes, me dediqué a prevenir a los potenciales compradores
situados en un radio de doscientos kilómetros. Una constante agonía me entumeció
los sentidos en las semanas que se fueron sucediendo, sin que recibiera ninguna
noticia acerca de la dama de hierro. Hasta que un rival, quien años atrás fuera casi un
hermano, me citó con urgencia.
Nos encontramos al atardecer. Me conmovió el verlo tan gastado por el vicio. Su
cutis antes blanco y terso estaba ahora cubierto de asquerosas erupciones rojas.
Había perdido mucho peso y la falta de carne había hecho más notorias aún pequeñas
deformaciones de su cuerpo. Así se destacaba una incipiente giba que iba en
aumento. Comprobé también que los trascendidos que hablaban de un accidente de
motos que lo hizo despedirse de la mitad de su dentadura, eran fundados.

-Como podés apreciar, ya no soy el galán que conociste ...

- Te has tratado muy mal.

-Antes que nada, enteráte que a mí no me importan tus conflictos con la gente. Me
sigo cagando en todo lo material, sea mío o de los demás, y cuando lo decido,
también en las personas, sean amigos o ex amigos como vos. Alguna vez me dijiste,
cuando dejamos de ser compañeros, que yo sólo significaba todo lo bajo y lo más
sucio.
¡Carajo!, me dejaste mucha basura en los oídos ese día, pero no me ofendí. Al menos
logro destacarme en algo, soy el peor. El peor que no tiene que ser solidario con
nadie. Las cosas suceden demasiado rápido como para perder el tiempo en ocuparse
de otro ser humano ... Quería prevenirte, hay un grupo de gente, motociclistas. Esa
gente comulga con el maligno ...

-¿Es metáfora?

-No. Por ingenuidad y por curiosidad, esas personas se están iniciando en el


ocultismo y te tienen a vos como tema de conversación.

-¿En qué sentido?

-Lo bueno de la marihuana y el alcohol es que te impulsan a decir la verdad,


estando en ese estado, he hablado con ellos y les oí decir que pensaban ensañarse
con vos. Y fueron ellos los que pagaron para que te robaran la Indian ...

-Pero, por qué ...

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-Basta de preguntas, escucha sin preguntar. Por una cuestión de actitudes, se
colocan a tu lado. Vos los conoces y los tenés como amigos. Pero tu actitud les
molesta desde siempre. Les molesta el no poder influenciarte y el que seas fiel a
ciertas creencias a como dé lugar.

-¿Por qué no das nombres?

-No confundas, no soy policía ... A mí no me importa todo este asunto y yo estoy
soltando un caballo a tu lado. Vos sabés si te subís o lo dejas pasar. Pero si hay algo
que averigüé en mi vida, es que no vale decir nombres. No me ofendas.

-Problema tuyo si te sentís ofendido, ¿fueron Nelson y Ojeda? (dos viejos


enemigos)

-¿Qué te pasa? .. Si querés, peleamos ...

No supe que decir, solo atiné a observarlo mientras retrocedía para retirarse.

-Los que nombraste son tus rivales, pero no tienen nada que ver. Vas a tener que
buscar por otro lado. Dice la Biblia "Necio aquel hombre que confía en el hombre". A
veces la puñalada viene de quien menos se la espera. Lo único que te digo es que son
amigos. De seguro en algún momento los consideraste carne de tu carne y cometiste
el error de siempre.

Se alejó unos metros más. A causa del viento sus cabellos latigueaban con
violencia.

-¿A qué se debe tu aviso?

-¡Si serás idiota! ¿y si se debe a que para mi...? (dudó). Seguro que no tenés la
menor idea de lo que en algún momento hiciste. Sos un tipo de persona que no
abunda en mi mundo y como sabes, he conocido a mucha gente. Pero de ninguna
manera coincidimos en todo. En el pasado, en varias ocasiones, estuvimos al borde de
enfrentamos a golpes. Hay cosas en tu persona que no comprendo y me molestan
mucho. A pesar de lo que parece, siempre lamenté el que ya no seamos amigos como
en un tiempo. Creo que no mereces que estos podridos te causen daño. Y si llego a
enterarme que traman algo en tu contra, sabré prevenirte.

Con su osamenta a cuestas, mi amigo de otras épocas se perdió por una callejuela
oscura.

Sucedió en una fiesta. Ella concurrió sola.


Bailaba con otro y me miraba, bebía y me miraba.
No la conocía y se me ocurrió hacerle señas invitándola a salir al jardín. Lo hizo detrás
de mí, le dije:

- Vos me gustás ... ¿yo te gusto?

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-Si.

-Entonces no hace falta decir más.

-No.

Nos refugiamos en un recodo oscuro. La morena aquella tenía un cuerpo especial


acondicionado a los manotones furtivos. Supo subirse la minifalda y correr su
bombacha. Sin haberlo planeado, tuvimos una relación sexual allí, de pié. Le pregunté
a aquella mujer si se cuidaba y me contestó que jamás. La increpé preguntándole si
quería terminar con la panza llena de huesos y ella respondió que era estéril. Días
después, me enteré que un delictivo apodado "El Loco de la Ametralladora" me estaba
buscando. Alguien aseguró que desde hacía tiempo la joven de la fiesta era una de las
amantes del citado loco. Aquel sujeto arrastraba con un historial tan macabro como
dudoso. Se decía que nadie quería salir a robar con él porque tenía el gatillo
demasiado aceitado. Por otro lado, también se aseguraba que era un simple charlatán
cobarde cuya única particularidad era el haber adquirido una ametralladora. En
aquellos días, yo también empecé a andar armado. No sabía en que instante podía
cruzarlo.
De tan borracho que estaba pensé que si seguía caminando terminaría atropellado
por algún vehículo, me apoyé contra un poste y ahí quedé. Un automóvil se detuvo
avenida de por medio y el mentado descendió sonriendo. Me contempló desde unos
sesenta metros. Borracho y todo, metí mi mano en el bolsillo de la campera y
amartillé.
Minutos después, quien me buscaba apareció a mi lado. Dijo:

-¿Así que te colaste a la guacha de Carolina?


Esa mujer nació mas puta que dos perras juntas .

Quise contestarle pero las frases se iban de mi mente como globos llenos de gas.

-La hiciste bien, de calladito, como tiene que ser. Ningún amigo mío se enteró, si
no, yo lo hubiera sabido al día siguiente.

Le dediqué una sonrisa.

-¡Estás regalado! (meneó la cabeza) ... La puta de Carolina abre las braguetas y
después me lo cuenta para que yo la termine a los tiros con los tipos, pero no pienso
darle el gusto. Es más, yo se quien tiene la moto que te robaron y te lo voy a decir. El
que dirigió la cosa fue Lucas y está tratando de adjudicarla por buen dinero en el
exterior ...

Por el estado en que estaba, no consideré su comentario como válido. Estaba a


punto de preguntarle que tan enamorado estaba de Carolina cuando él me grito:

-¡Considéralo un favor entre cornudos!

Y se alejó para subir al vehículo que lo había traído.

Íbamos a entrar al viejo caserón a como diera lugar. Entendí que mi Indian se
encontraba allí y estaba totalmente dispuesto a enfrentarme con quien fuese

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necesario a fin de recuperarla. Mis sicarios eran Absurdo y Víctor. Las paredes de la
propiedad estaban cubiertas por gruesas enredaderas muertas y múltiples cascarrias.
En el fondo, un vasto viñedo famélico y su esqueleto de metal.
Olía a flores de velorio esa casa para nosotros mierdosa. En aquel momento, su único
ocupante era la joven ciega, hija menor de la familia.
Absurdo nos aseguró que la misma se volcó al ocultismo en su adolescencia y que, a
consecuencia de su pedantería en el manejo de ciertas artes mágicas, quedó ciega
como castigo; y que su voz antes femenina y sensual se transformó con el paso del
tiempo en un graznido repulsivo.
Mientras avanzábamos por los restos de lo que fuera un frondoso jardín, vimos
aproximarse a un perro enfurecido y con cataratas a toda carrera. Sin alterar nuestro
avance, le clavé un puntapié en el pecho que me dolió hasta a mí. El animal corrió a
ocultarse. Quería a la Indian nuevamente conmigo y me relamía con la idea de
cuetear a quien se propusiera servirme de obstáculo, sea mujer, hombre o policía.
Hurgamos en derredor y repentinamente nos hallamos ante el mito de la familia
Balcarcel, el foso ubicado en una habitación. Estaba al ras del piso y sus bordes eran
de mármol pulido. Nunca consideramos que realmente existiera, pero allí estaba con
su metro y medio de circunferencia.
Arrojamos un par de objetos y no escuchamos que tocaran fondo. Desde siempre se
dijo que de aquel foso brotaban voces intraterrenas y que el abuelo Balcarcel,
acuciado por conflictos existenciales, decidió en un instante descender por allí y jamás
se volvió a saber de él.
Absurdo opinó, "familia de locos" . Y finalmente encontré a la Indian intacta en la
cocina. Al salir al exterior, nos topamos con Lucas y varios de sus amigos que
evidentemente tenían conocimiento del robo de mi vehículo. Lucas dijo:

-Ahora sabés que fuimos nosotros, ¿Pensás hacer algo?

-Si alguno quiere interponerse voy a ubicarle un par de ventilaciones.

Mis amigos manotearon lo suyo prestos a lo que fuese.

-Sos una bestia, vos y éstos. Por un trozo de hierro son capaces de producir daño
irreversible en otro ser.

-No es por un trozo de hierro. La Indian, aparte de lo que es, constituye un bien
abstracto, y por esa categoría que posee me veo obligado a convocar estos recursos.

-Ante nuestras creencias, sos lo mas bajo y primitivo.

-Recordá dos cosas; mi único precepto es no producir daño y hacer lo posible para
que no me hagan daño a mí, incluso recurriendo a la violencia. Y segundo, no pedí tu
opinión.

-Morirás seco.

-Gracias por los buenos deseos, amigo fiel.

La actitud de Lucas no promovía en mí odio sino repulsión y extrañeza. Fui con mis
amigos hasta la casa donde circunstancialmente vivía, y luego de acomodar a la
Indian en su sitio preferido (el centro del comedor) nos dedicamos a las pizzas y al
alcohol a mansalva. Pasada la medianoche, Absurdo se fue zigzagueando. Víctor

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estaba un tanto más sano y se quedó otra hora. Luego lo alcancé en la motocicleta. A
pesar de que la moto dormía en el interior de la vivienda, esa noche le entrelacé
gruesas cadenas de barco con un par de robustos candados.
Dos mitades de ladrillos golpearon contra la puerta e inmediatamente me erguí en
la cama. Por entre las cortinas vi en el exterior a Lucas muy levantisco por la cocaína
insultando e invitándome a salir. Amenazó con quemar la casa. A su lado, una docena
de individuos. No eran sus imprecisos laderos de costumbre.

Tomé una pistola automática e intenté gatillar apuntándole a través del vidrio hacia
los pies.
Recordé, entre la envolvente nebulosa del alcohol, que tenía el arma trabada desde
hacía un par de semanas. Seguramente eso me salvó la vida. Lucas insistía y salí.
Yo no quería pelear con él porque me habían asegurado que era portador del
síndrome de inmunodeficiencia adquirida, y en mis peleas siempre hubo intercambio
profuso de manchas de sangre.
Apenas estuve fuera, noté las culatas de los revólveres asomando de la mayoría de la
pelvis de los sujetos. Sus rostros debían dolerle de tan feos.
Balcarcel quería enfrentarse conmigo pero contando él con una contundente llave de
ajuste. Viendo la pelea como la única salida honorable, comencé a quitarme el
cinturón coronado por una cabeza de león con seis puntas. Lucas trastabilló en el
lugar y el único antiguo secuaz de él que reconocí, se arrimó desenroscando un metro
de cadena. No vi de donde.

Unos de los feos preguntó:

-¿Cuál es tu nombre?

-José

-Lo imaginé por el parecido. Vos sos José Indian, hermano de Alejandro.

Se refería a mi hermano menor fugado desde hacía varios años de la zona.

- Tu hermano era un fierro, siempre iba para adelante. Lo salvé de muchas y él me


salvó a mí de otras tantas.

Súbitamente Balcarcel me gritó "puto de mierda" y levantó la llave. El hombre


aquel lo contuvo sin moverse.

-¿Qué haces baboso? Está todo bien con el muchacho, así que apretá el culo que
tenés por boca. ¿Querés paliza? El flaco merece respeto y vos no, Caracol...

El resto de los presentes sonrieron, salvo el de la cadena. A Balcarcel lo llamaban


Caracol. Al hablar se le formaba espuma entre el labio inferior y la encía. La
comparación lo enfurecía. Lucas le dijo:

-Me parece que le tenés miedo.

Tres de los feos patearon en un sólo segundo con violencia a Lucas en el trasero.
Reinó el silencio. Los hombres aquellos subieron a dos automóviles grandes y
desvencijados y esperaron a que Balcarcel y su amigo se retiraran en moto. Luego se
fueron ellos.

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Un compañero de andanzas, Esteban Aguirre, a caballo de su A.J.S 1000 c.c.
modelo 1936 supo detenerse en una intersección de avenidas y súbitamente fue
abordado por un sujeto andrajoso de enmarañada y gruesa crencha. Aquel hombre le
confesó que en algún momento tuvo una moto de época con horquilla prolongada y en
perfectas condiciones. Conversando surgió la marca Indian y a continuación mi
nombre. Ese personaje de descuidado aspecto, me conocía y aseguró haber paseado
conmigo en mi motocicleta. Esteban me contó lo sucedido y en un rincón de mi
memoria me encontré con el Ruso Fahur y su rostro, y su voz, y su casa.
Viví con Fahur al igual que muchos otros que experimentaban inquietudes
independentistas. El Ruso en su juventud había sido uno de los primeros de la zona en
tijeretear un chasis de motocicleta para adaptarle una horquilla de metro y medio de
largo, siendo repudiado por esto de por vida por el legendario amante de lo clásico,
don Raúl.
Cabellos. Rubio hasta la mitad de la espalda y una galopante afición al alcohol, su
esposa se fue con un motociclista no borracho y él quebró para siempre. Bromeaba
sobre la experiencia.

-No hay que tenerle odio a los amigos traidores, ellos siempre están dispuestos a
conceder una mano cuando uno no está en condiciones. Y encima no quieren que
nadie les agradezca, se van silenciosos antes de las felicitaciones con la satisfacción
del deber cumplido.

La casa del Ruso albergó a docenas de jóvenes de ambos sexos, vagabundos o con
problemas en sus hogares. En una ocasión, con unos amigos compramos un colchón
nuevo y dos juegos de sábanas. A lo usado, lo arrastramos hasta un descampado y lo
incendiamos. Su aroma a flujo y esperma era vomitivo.
Me fui de la zona y pocos meses después, Fahur dio asilo a una lozana adolescente
fugada de un internado. Supe que ella no tenía problemas en practicar sexo con los
habitúes de la casa. Tomaba el deseo de los demás como muestra de sincero afecto y
pasó a ocuparse de la limpieza del sitio como si fuera su propio hogar. La madre de la
menor se apersonó en la vivienda secundada por la policía y arremetió con cachetazos
contra su hija, la que parecía un monstruo. Tenía gran parte de la piel irritada a causa
de constantes y absorbentes besos. El Ruso fue detenido por perversión de menores.
Paradójicamente, él sufría impotencia por el alcohol y fue el único en no practicar sexo
con ella.

Fahur no fue condenado pero estuvo varios meses detenido en la comisaría del
lugar. Allí recibió el trato destinado a los pervertidos.
Al recobrar la libertad, se encontró con que a su vivienda se la había usurpado una
familia. Sintiéndose a la deriva, reincidió en su vicio a fondo.
Cuando se encontró con Esteban, le dijo:

-José es un hermano para mí, pasamos horas y horas en la Indian. Cuando yo tenía
mi Norton, era el ídolo de muchos mocosos. Esos mocosos crecieron y ahora al verme
borracho son capaces de atropellarme con sus motos y dejarme tirado.

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Recordále a José que siempre que necesitábamos vernos, nos encontrábamos en la
calle. Vivo a unos metros de ahí, en una obra en construcción, y cuando me echan me
voy abajo de un puente. Me aconsejan que busque una casa o un hogar para
necesitados, pero ahí mis amigos no me van a encontrar.
Yo también soy motociclista y sé que la calle es el lugar. Una vez soñé que vino la
Indian con él y había un sol que nos dejaba ciegos, yo estaba donde duermo con mi
ropa de cuero y él hizo roncar el motor varias veces. En cuanto subí, tomó por una
avenida de un kilómetro de ancho y enfilamos a toda velocidad. Empecé a sentir frío,
y de tanto frío me terminé despertando.
El encuentro entre Fahur y Esteban fue a comienzos del invierno, Aguirre me dio el
mensaje cuatro meses después por no conocer donde yo vivía. Al día siguiente fui
hasta esa intersección de avenidas y detuve a la Indian en un lugar bien visible, luego
pasé por el puente del que habló el Ruso y al no encontrar rastros estaba a punto de
retirarme, cuando ubico a un indigente de aspecto impreciso. Suponiendo que era
Fahur, me acerqué raudamente. Me equivoqué. El hombre no era ni parecído a mi
amigo y al establecerse un diálogo me enteré que aquel que yo buscaba había muerto
de frío promediando el final del invierno. Volví al sitio donde me dijeron que había
fallecido, bajo el puente, y allí lo esperé infructuosamente, yo a él.

Detuve a la Indian en un semáforo y detrás de mí se sentó de improviso Diana


Figueras, también conocida como San Judas. Me dirigía al cumpleaños de un amigo y
ella se mostró gustosa de poder concurrir. Hacía unos meses que se había mudado a
nuestra zona y vivía en concubinato con Antonio, un joven manso, padre de una niña.
En un momento de la reunión, me retiré llevando a su casa a una menor que intimaba
conmigo y al volver me enteré que Diana había hecho el amor con dos amigos míos a
la vez, en un galpón. Después del festejo, se encontraba bastante borracha. Para
evitar que se perdiera o que alguien la maltratara a causa de su estado, decidí
acompañarla a pie a su casa.
Caminábamos a la par cuando detecté delante nuestro a su compañero viniendo hacia
nosotros.
Traía a su pequeña hija de la mano. Al estar frente a frente él dijo:

-Nos tenías preocupados, la nena te extrañaba ...

Ella lo silenció con un bufido despreciativo y empezó a caminar herrando el paso.


Su compañero y la niña la siguieron a cierta distancia.
Aquel joven me visitó una semana después. Yo estaba participando en un llenado
de losa y no podía atender. El me esperó pacientemente casi dos horas hasta que
terminamos. No estaba nervioso.

-Te aclaro que vengo a hablar y de ninguna manera pretendo que te sientas
prepoteado. A pesar de la gente que frecuentás, si diera para pelear, yo asumiría mi
parte, pero ahora da solamente para que te diga un par de cosas sobre lo que debes
imaginar y si vos querés hacer una discusión de esto, decímelo de entrada así me voy
y hace de cuenta que nunca estuve ...

-Estoy escuchando.

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-Diana es mi mujer y no es una puta, es una persona con problemas. Al aceptarla,
yo la acepté a ella y a sus problemas. Se lo que hace y eso me causa daño, pero no
tengo por qué andar dando explicaciones ya que el que tiene que vivir con ella soy yo.
El hecho de convivir, el daño y ella son cosas muy mías ...

- Y si son tus cosas por qué las estás bocinando.

-Porque vengo a pedirte que la dejes tranquila, no sé con seguridad si alguna vez
se revolcaron juntos.

-Si querés saberlo, no. De haber sucedido no tendría inconvenientes en


reconocerlo, pero no. (Respiró aliviado)

-Entonces, te pido de hombre a hombre, que dejes de servirle de puente para con
otros sujetos.

Antonio me había conmovido con su sinceridad. En ese momento yo estaba con


unos quince compañeros. El había mostrado mucho coraje al apersonarse solo,
encontrándome con semejante entorno.
Medité un instante.

-Lo único que te garantizo es que mientras estén juntos, yo mantendré una
prudente distancia con ella.

-Estoy agradecido, eso es lo que quiero.

-No te comprendo, pero es lo menos que puedo hacer.

-Si en algún momento de tu vida hubieras sentido como yo, entenderías.

Un ex amigo con quien mantenía un serio conflicto, supo pasar a buscarme en su


reluciente moto japonesa y me desafió a ir a un lugar desolado a resolver la situación.
Subí de acompañante y juntos fuimos hasta un paraje que asemejaba una salina.
Era un desierto sector de la entonces abandonada autopista Buenos Aires - La Plata,
varios kilómetros de ancha franja de tierra roja alisada. Descendí del vehículo y
empezamos a discutir sabiendo ambos que estábamos al borde de tomarnos a los
golpes. No vimos en que instante dos jóvenes a caballo se nos acercaron. Uno, el que
disponía de las riendas, tenía una ridícula voz de barítono y se manifestaba en un
grado de soberbia superlativo.
Nos apuntaba con un revólver. Lo reconocí inmediatamente. Nunca nos habíamos
tratado pero lo vi en el pasado escapando a toda carrera junto a media docena de
sujetos, todos de a caballo, por los estrechos pasillos de un vasto caserío. En esa
ocasión escapaban de la policía.
El paraje en el que nos encontrábamos tenía pésima reputación. Meses antes, allí
mismo, dos sujetos de a caballo interceptaron a dos ciclistas de la Capital Federal
primos entre si, uno de cada sexo. Les robaron las bicicletas, golpearon con saña al
hombre y luego abusaron de la joven. El que iba de acompañante apoyó las manos en
las ancas del animal y saltó ágilmente hacia atrás; estaba con el torso desnudo, lo

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que evidenciaba que no debía vivir muy lejos. El voz de barítono integraba un
numeroso clan familiar de adictos al cuchillo, poseedores de una numerosa tropilla.
Vivían en una casa de madera construida sobre pilares, bastante cerca de la costa a la
altura de Quilmes. Se vestían y comportaban a la usanza de los años cuarenta. En el
transcurso de unas carreras de caballos y por un fallo dudoso, aquel clan se enfrentó
con un adolescente integrante de otro grupo de caballistas, quien circunstancialmente
se encontraba solo. Las carreras eran por dinero y de ahí el apasionamiento. El
adolescente tenía razón a los ojos de cualquiera, y como se mostraba obcecado
respecto a sus reclamos, el grupo rival le mató el caballo a puñaladas. El voz de
barítono desenfundó y se antepuso entre los numerosos presentes y lo que sucedía. A
raíz de los hechos, aquella pista de carreras fue clausurada.
Anochecía en la yerma llanura. El del torso descubierto se aproximaba sonriendo
muy dispuesto a llevarse la motocicleta. En ese instante desenfundé y le apliqué al
jinete tres tiros en el cuerpo con la Ballester Molina. El caballo se espantó y enfiló
hacia unos pastizales. Al que quedó con nosotros, lo tiramos al piso y pateamos con
furia. Esa fue la única ocasión en que me ensañé con un ser humano con la ayuda de
un tercero. El jinete tuvo una rodada, su animal no vio un alambrado y dio con él.
Subimos a la motocicleta y huimos raudamente.
Deduzco que la única consecuencia de aquel hecho, fue aquello que sucedió un año
después.
Paseaba de noche en moto por la costa de Quilmes, una concurrida zona de bares y
locales bailables, cuando una botella llena pasó a centímetros de mis ojos y se estrelló
contra el techo de un automóvil estacionado. Detuve al rodado y no logré
individualizar al agresor.

"Una de las formas de hacerse importante y de progresar rápido es endeudándose.


Uno, como deudor, pasa a ser parte activa dentro de los intereses de los demás y así
te tienen permanentemente en cuenta". Le comentaba a Aguirre:

-Fíjate en tu primo Jorge, rindió pleitesía a su esposa, Diana Figueras durante


bastante tiempo cuando eran novios, sufriendo todo tipo de desconsideraciones por
parte de ella. Hasta que hubo varios encuentros sexuales que lo hicieron sentirse
resarcido. A partir de allí, tu pariente dio la espalda a la bella que soportó lo que fuera
necesario hasta conseguir que el susodicho se volviera a fijar en ella. La joven
consideró que ya estaba en edad de sentar cabeza y que aquel hombre, para ella
tosco, se encontró sexualmente satisfecho sin merecerlo y por consiguiente tenía que
pagar por el uso cometido con una relación estable. Todo lo que se originó después
fue a partir de una cuestión de deudas.
"Tu primo y su mujer pasaron frente a un grupo de hombres, todos obreros
metalúrgicos, uno de ellos pronunció un halago a la belleza de la joven, Jorge se
detuvo y el sujeto arrimó otro comentario de igual tono. Tu pariente dijo:

-Se te hace fácil ser bocón cuando tenés a tantos tras los cuales esconderte.

- Yo no me escondo ¿lo hago acaso, ahora?

-¿Cuántos te defenderían si rompo tu trompa?

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-Si venís solo, ninguno ...

Jorge atacó con puños sólidos como masas, el sujeto aquel no llegó siquiera a dar
un golpe.
"Tu primo se despidió de su mujer y se retiró en camión dispuesto a realizar un
largo viaje hacia la frontera con Brasil. Diana acudió ese mismo día a un encuentro
celebrado en un enorme galpón utilizado como depósito, entró por los fondos y se
encontró cara a cara con el golpeado. Este se hallaba con el torso desnudo y la
increpó por la tardanza. Ella le hizo notar que no se había retrasado y él la cacheteó.
La joven correspondió con sumisión sonriendo.
"Él le anunció que se hallaba muy resentido por el resultado de la pelea y
paralelamente enroscó una toalla mojada en su mano con la que la castigó luego de
orinarla con una sonrisa.
"Tiempo después se produjo una nueva pelea y como resultado, el amante terminó
con varias sonrisas dibujadas en el cuero que en un par de días le produjeron la
muerte. Jorge murió la misma noche del evento, los amigos del bocón se llevaron a su
compañero y abandonaron al otro contendiente fieramente herido y con una botella
rota hablándole a sus tripas, tirado en un zanjón.
"La tuve a la mujer del conflicto finalmente desnuda ante mi y aprecié su cuerpo
formidable.
Excitaba verla e imaginar los diferentes efluvios que la humedecían recorriendo su
cuerpo: saliva, flujo, orín, sangre. Le pregunté concretamente que la llevó a serie
infiel a Jorge, quien evidentemente decidió concederle respeto, con el muy tonto que
la golpeaba como forma de descanso. Ella respondió sin dudar que con el primero se
aburría y con el segundo se sentía mujer.
"La última vez que la vi, fue la noche que la abandonamos en una solitaria estación
de servicio sobre la ruta. Paramos a cenar y ella inmediatamente se arrimó a un grupo
de blandos jóvenes que degustaban cerveza apoyados en moderno coche.
Cenamos y al salir nos cruzamos con ella y el grupo que ingresaban entre risas.
Ninguno nos miró.

Subimos al V8 mientras el fragor de la legendaria nave terrestre se superponía por


derecho propio a la voz de ella, que aún pronunciaba dentro de mi mente su frase
mas repetida:
"Espero causarles a los hombres todo el daño posible, que sufran como me hicieron
sufrir a mí".
Apoyó la palma en la frente del gato y éste experimentó un súbito
desvanecimiento. Esa inequívoca muestra del poder con que contaba, lo embriagó.
Meses después me informó que el tiempo de duración de las diferentes fases de la
aplicación de la magia negra, es uno de los factores a tener más en cuenta para que
dicha magia posibilite los resultados esperados. Al momento de realizar aquel
experimento, él no lo sabía y observó fascinado al desfallecido animal durante casi
cuatro horas; tiempo suficiente para que éste muriera. Lo devolvió a la vida pero el
felino quedó totalmente destartalado. Las patas se le escapaban una para cada lado.
Se arrastraba el animal por la casa y cuando veía al aprendiz de brujo maullaba
lastimosamente, parecía sentenciarlo mediante la mirada:

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"Vos me hiciste esto, estoy así por tu culpa". El causante, acosado por su
conciencia, abandonó ese tipo de prácticas y obsequió los textos que lo guiaban al
hosco Víctor.
Pocos seres tan embrutecidos como Víctor, que viviera la mayor parte de su vida
enredado en la maraña selvática chaqueña. Buen copiloto al momento de rutear en
motocicleta, el compañerismo que supo poner de manifiesto despertaba el más
sincero afecto. Envainados los dos en sendas frazadas agujereadas, al reparo en
solitarias estaciones de servicio, nos confesamos detalles escabrosos de nuestro
pasado. Víctor fue iniciado sexualmente por su madre cuando tenía trece años y ella el
doble. Aseguró que en la vida nada llegó a resultarle tan placentero como el volver a
ocupar el espacio entre esas dos paredes de carne desde las cuales, años antes, fuera
expulsado. La mujer era madre soltera y de ascendencia indígena, vivían en la verde
espesura junto a otros familiares. Por la rutina de trabajo de la familia, quedaban
solos la mayor parte del día, aprovechando ambos esta situación para internarse en la
selva. Resultaba una tortura para Víctor el definir un suceso con detalles. No
encontraba las palabras adecuadas en su memoria y la mayoría de sus confesiones
resultaban harto inconclusas. Había adoptado la muletilla "¿viste?" y la repetía
enfermizamente. Aprendió a leer casi a los veinte años, manteniéndose con trabajos
en una funeraria.
Lo visité en un altillo en el que vivía tiempo después de que se iniciara en la magia.
No tocamos ese tema. La oscuridad del recinto nos limitaba la visión. Rodeados de un
fuerte tufo a sobacos nos interpelamos. Víctor terminó manifestándose como un ávido
recurrente a las prácticas sexuales mas diversas. Lo previne acerca de que por esa
senda, a mi criterio, lo mas probable sería que terminara con los genitales
fermentados por algún virus y con el culo roto. Mi amigo estrenaba conmigo una
nueva cadencia al hablar, más pausada, como si leyera lo que conversaba. Me confeso
que se había iniciado con verdadero placer en la necrofilia mediante su trabajo en la
funeraria. La frase empleada para confesármelo fue "me entretengo con cada muertita
... ", dicha sin ninguna maldad.
Según los demás, Víctor y yo compartíamos una misma condición; ser primitivos,
naturales.. .
La intriga de cómo complementaría mi amigo sus prácticas ocultistas con las
sexuales me acosó de modo tal, que me produjo sueños toda aquella noche. Soñé con
mujeres que mientras estuvieron vivas mantuvieron un tipo de vida repudiable para
los habitantes de un pueblo. Volvían éstas a la mañana siguiente a la noche de
Navidad, suspendidas en ciertos sectores del cementerio, sobre las tumbas de
aquellos que en vida habían sido católicos convencidos. Se mantenían en el aire a
unos tres metros del suelo por unos pocos segundos sobre cada tumba y dejaban caer
desde su boca un chorro de baba espesa en señal de agravio. Desde el exterior de
aquel cementerio, por encima del paredón circundante, se las descubría .. Y así los
parroquianos corrían a esas difuntas agitando trapos. Era solamente durante la
mañana siguiente a la noche de Navidad. Debíamos estar atentos porque ellas solían
introducirse, con sigilo en los domicilios y al estar uno distraído, dejaban caer su
agravio sobre nuestras cabezas para luego huir riendo, sin rozar absolutamente nada.
Pasaron cerca y el añejo aroma de sus ropas me produjo una profunda nostalgia, olor
a recintos donde transcurrieron incontables tardes y noches de sexo clandestino entre
gente ahora olvidada.

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Dos años después me encontré participando de benéficos contrabandos en la frontera
argentino paraguaya. Al tener que recurrir a la gendarmería argentina para
regularizar mi documentación, tres uniformados me rodearon. El que habló era homo
sexual, lo deduje inmediatamente porque tenía la barriga asquerosa, pequeña y
esférica que se les suele formar a quienes permiten que les irriten los intestinos
mediante el sexo contra natura. Mis amigos solían definirla como "pancita de puto".
Me espetó lo siguiente:

-Sabemos en lo que anda usted ... Cuídese de la oportunidad que podamos tener
nosotros de cruzarlo una noche y abrirle la carne. Imagínese qué divino, encerrado
usted en un cuartucho de un metro por un metro sintiendo que es devorado por los
gusanos que se forman en sus heridas. ¿Quiere responderme?

-Le pediría que deje de darme miedo, si no, no podré dormir esta noche.

De entre sus risas llegué a oír: "está avisado".


Guiado por la delación de un traidor, una patrulla de gendarmería se dedicó a la
concreción de una emboscada. Apostados cinco de ellos sobre el margen de un vasto
pastizal, esperaron hasta entrada la madrugada. En determinado momento activaron
un conjunto de potentes reflectores. Mediante la excelente visión lograda llegaron a
individualizar a una veintena de sujetos muy cerca de ellos y bastante dispersos. El
dato recibido hablaba sólo de dos o tres contrabandistas. El intercambio de proyectiles
fue inmediato y dos gendarmes murieron luego de ser abandonados por sus
compañeros.
Razias continuas y arbitrarias en la zona de frontera a fin de dar con los causantes de
aquellas muertes, nos obligaron a internamos por precaución en una pequeña tapera
que despedía el mismo olor agrio que liberan las cucarachas al ser pisadas.
Hasta allí llegó una noche Víctor. Desperté de madrugada atormentado por una
imagen que me remontaba a mis días de estudios secundarios. Me vi a mi mismo
confinado entre púberes por un período continuo de veinte años. La agonía que
experimenté no tenía igual. Intenté despertar a aquellos con quienes compartía aquel
imprevisto retiro y me resultó imposible.

-Es inútil, no van a despertar-, aseguró Víctor desde la negrura. No había manera
de llegar hasta aquel escondite en vehículo, que quedaba a ochenta kilómetros del
poblado más cercano.

-¿Cómo me encontraste?

-En una ocasión pasamos varios días de vacaciones en Santiago del Estero; guardo
un buen recuerdo de aquellos momentos. Si estuvieras allí, ya no serías acosado.
Podría llevarte esta misma noche.

Su voz de siempre transmitía una seguridad pasmosa.

-¿De qué forma?

-¿Cómo llegué hasta aquí? Por el aire.

Salimos de la vivienda, recién en ese instante pude definir vagamente su maciza


figura.

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-¿Llegaste a dominar la levitación?

No respondió y se zambulló en las tinieblas.


Esperé varios minutos y al no recibir señales de él, me dirigí a la tapera. Lo encontré
en el umbral.

-Recordando tus reacciones del pasado, pude finalmente descubrir tu gran secreto.
Vos, Absurdo y Aguirre ponían en deuda a todo aquel que se les acercaba y de mil
formas diferentes. Y de su parte, nunca cobraban esa deuda, como así tampoco les
convenía que los demás sintieran que de alguna forma se las habían pagado ...

-Podría ser, nunca lo analicé.

-En pocos años he superado lo indecible, pero no he podido superar el sentirme


moroso respecto a ustedes, mis amigos.

-No quiero que me lleves a Santiago del Estero por no correr el riesgo de ponerme,
yo, en deuda con ciertas fuerzas.

Aguzando mi vista noté que su rostro estaba a la altura del mío y tal vez un poco
mas arriba.
Víctor siempre fue veinte centímetros mas bajo que yo. A continuación se hundió en la
espesa noche a una velocidad impresionante.
Volví a ver a mi amigo al año siguiente en la zona de Santiago del Estero a la que
había hecho mención. Compartimos una opípara cena regada por dosis excesivas de
vino tinto. De aquel momento me quedó el recuerdo inequívoco de que los papeles se
habían invertido. A su lado, yo era el cazador de conocimientos limitado por
paupérrimos recursos.

Un grupo compuesto por tres jóvenes portando instrumentos musicales nos


recogieron pasada la medianoche. Entre todos fuimos hasta una callejuela siendo
misteriosamente ignorados por briosos perros. La voz de Víctor rasgó el silencio
aquella noche:

-Mujer, ven a mí.

Lo dijo mirando hacia el primer piso de una vivienda. Momentos después, una
fémina hermosa, en paños menores y con la mirada perdida, salió al exterior. Mi
amigo la tomó de las manos y recostándola en un jardín hizo el amor con ella
embelesado por una sentida serenata. Me ofreció aquella vagina que yo rechacé.
Víctor puso una expresión muy amarga por mi negativa. Tomé aquella expresión
como un adiós.
Momentos después. La mujer se incorporó por si misma y volvió a entrar a la casa.
Desde aquel momento nada he vuelto a saber de mi amigo.

La frontera se había puesto difícil para lucrar, así que decidí volver al origen. La
noche del arribo, cuando intenté ingresar con la motocicleta al barrio de monoblocks,
me topé con la infantería bloqueando amenazante las principales arterias.

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Portaban su consabido equipo: escudos, bastones largos y armas cargadas con balas
de goma y de las otras. Volví aquella madrugada sobre mis huellas en dirección al
domicilio de la Turca. Apenas regresé a la zona, me enteré que mi amigo Absurdo
había sido sometido por los poderes sugestivos de Balcarcel transformándose
prácticamente en su esclavo.
Golpeé en la casa y me atendió su pareja, una respingada adolescente con olor a
bebé vistiendo deshabillé. La Turca me recibió en bombacha y corpiño luciendo los
nombres femeninos que se había tatuado en sus épocas de presidiaria. Los tenía
sobre la zona genital, uno encima de otro.
Ella presumió asegurando que respondían exclusivamente a aquellas primerizas a las
que había hecho olvidar su gusto por los hombres.
Con aquella mujer habíamos montado una particular relación signada por la
camaradería y el respeto mutuo. Dijo ella que meses atrás, el desacreditado Balcarcel,
quien se mantenía aún resentido por la secuencia de la Indian, se ensaño con quienes
participaron en la recuperación del vehículo. A Absurdo, por ejemplo, le sustrajo su
motocicleta e inmediatamente se deshizo de ella.
Dos moscas en plan de fecundación produjeron un sonido suave al caer sobre un
papel. Luego de separarse aletearon componiéndose y ganando el aire en diferentes
sentidos.
Prosiguió la Turca, asegurando que Absurdo comenzó a visitar a Lucas armado de
falsa política a fin de recuperar lo suyo. Inexplicablemente y en poco tiempo, se
transformó en su incondicional alcahuete.
El arribo de la infantería tenía relación con aquellos sobre quienes conversábamos.
Tiempo atrás, Balcarcel comenzó a frecuentar el barrio de monoblocks con el secreto
deseo de liderar y encauzar las actividades de unos "cochambres de poco estilo",
como él los llamaba. Tenía a favor su mentada seducción y como contra, el hecho de
no haber crecido en ese bosque de cemento. No podía ser para los lugareños que
alguien de afuera los viniese a comandar.
El trabajo de Lucas en adobar mentes estaba destinado al fracaso por la existencia
de un caudillo, un menor de diecisiete años que lo ridiculizaba cada vez que podía. Y
podía a cada instante.
Balcarcel, astuto y harto, drogó al joven con lo peor y facilitándole un arma
descargada lo convenció de asaltar juntos una mueblería ubicada en el centro
comercial del barrio. Ambos jóvenes irrumpieron en el establecimiento y el menor,
siendo permanentemente manijeado por Lucas, terminó apuntándole a la sien a un
cliente. El dueño de la mueblería estaba psicotizado por los robos continuos por lo que
había decidido armarse, hecho que no escapaba al conocimiento de Lucas. Así que
mientras hurgaba el hombre aquel bajo el escritorio, Balcarcel, quien ya no caminaba
sino que se arrastraba por la vida, se dedicó a la fuga. El caudillo quedó en el piso con
el pecho partido.
Aparentemente Absurdo participó de chofer.
La policía detuvo al causante e instantes después una veintena de jóvenes y
adultos armados, solidarizados con el caído, rodearon la comisaría con intenciones de
ajusticiar al comerciante. Los fisgones cerraron las puertas por dentro y huyeron
absolutamente todos en compañía del detenido por una salida de emergencia.
La zona se tornó en tierra de nadie. Los estupefacientes, las armas en la mano y el
haber hecho huir a la policía con la sola presencia cuajaron de tal forma, que los
habitantes del lugar, desinteresados del tema, sufrieron diferentes vejámenes. La
mueblería fue saqueada y sus instalaciones destruidas. El vehículo del comerciante
terminó envuelto en llamas y su familia, encerrada en su departamento, sufrió el
asedio de quienes pugnaban por entrar para cobrar venganza. Varios vecinos llamaron
a diferentes dependencias policiales, lo que derivó en el arribo de las tropas. En el

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preciso instante en que estuve allí y establecí pronta retirada, en el hospital zonal se
hicieron presentes unos diez individuos y a punta de pistola atemorizaron al personal
y a los escasos presentes para llevarse seguidamente el cuerpo del menor.
Consideré que Absurdo estaba metido en aquello por haber sido idiota y no saber
conducirse. Si no aprendía a actuar en aquel momento, tal vez mas adelante tendría
que afrontar una enseñanza mucho más severa.
Cuando la Turca me dio la dirección de la guarida de Balcarcel donde seguramente
también se encontraba mi amigo, imaginé que no era del todo una mala idea el
despedirme de alguien que en su momento supo compartir. En el transcurso de
aquellos meses, Lucas había perdido la casa de sus padres y su motocicleta. Se
refugiaba ahora en una vivienda humilde de una zona poco poblada y peor iluminada.
Conocía el paraje, por lo que antes del amanecer ya me encontraba allí. Entré
hurgando por un lote baldío que daba a la parte trasera de la vivienda. Todas las
puertas se encontraban abiertas.
Encontré a Absurdo y a Lucas en el comedor, los dos de pico. A pesar de su divague,
mi amigo me reconoció y haciéndose un ovillo sobre un sillón escondía tímidamente
su rostro. Le tomé la mano y sin mediar diálogo alguno comprendió que lo fui a
buscar. Al pararse Absurdo, Lucas hizo lo mismo sosteniendo una jeringa como si
fuese un cuchillo.
En el instante en que se cruzaron nuestras miradas, noté que su boca fabricaba mas
espuma que nunca.
Un estampido muy cercano y una lluvia de cristales castigó su faz. Sin soltar a mi
amigo, huimos.
Sucedió que los tres hermanos menores del caudillo se enteraron que el responsable
de la chanza fue Lucas y se reservaron la caza del hombre.
Se que el varón del grupo era un desgarbado de dieciséis años acompañado por su
hermana que representaba la misma edad, y por una pequeña de solo trece años. Los
tres habían llegado hasta el frente de la vivienda con pesados bolsos cargados de
armas y sin parapetarse en absoluto empezaron a disparar. Mientras nos alejábamos
sentí que la procedencia de los disparos variaba, así que busqué refugio con Absurdo
en las sombras. Dobló la esquina la pequeña del grupo y mientras venía corriendo por
el medio de la calle, disparando al aire, gritaba:

-¡Lo maté! ¡Yo lo maté!

Sus hermanos la seguían.

El viejo Aguirre y su A.J.S. 1000 c.c. estaban tal como antes, bien viejos. Le comenté
que los vehículos actuales y las motocicletas en especial, antes de ser lo que son,
fueron ollas, picaportes, cucharones. Están constituidos por material recuperado
incontables veces, en tanto que las nuestras fueron hechas con material de guerra y
virgen extraído directamente de la montaña. Saboreé un largo trago. Aguirre bebió
otro tanto y opinó que nuestras motos, en si, son un trozo de montaña combinado por
una alquimia mayúscula mediante la cual se obtiene el milagro del funcionamiento
continuo. Al pilotearlas, uno vence doblemente el paso del tiempo y las distancias
cabalgando en una porción de naturaleza.
Carcajadas estentóreas y más tragos.

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El criterio de crear elementos descartables lo ha invadido todo. Nuestros vehículos
tienen alrededor de medio siglo y pertenecen a aquella partida de artículos concebidos
para durar por siempre, resistiendo perfectamente incontables restauraciones.
Reímos por nada pero persuadidos de que teníamos todo el derecho.
Uno no puede enamorarse de estos motores sellados a los que se les escapa la vida
en forma de voluta de humo en cuanto alguien hurgó en el interior para reponer su
fuerza. Cuanto más manoseo, menos vida. Hasta que ya no queda nada sin tocar.
Ahí fallecen. En sí, fueron hechos para morir en cuanto se alejan de la tecnología que
les dio origen.
Con un dejo de picardía controlábamos de reojo la existencia de una buena reserva
de botellas de licor en nuestras alforjas, a las que agotamos a besos. Festejábamos mi
regreso.
Aguirre convulsionaba cómicamente su ciclópea anatomía presa de risas y arcadas.
Estábamos en el comienzo de una avenida recientemente asfaltada. Ese día le habían
quitado los montículos de tierra que la mantenían cerrada al tránsito. Mi amigo
sucumbió ante la tentación y arrancó el vehículo. "¡Voy a desvirgar a este tramo de
avenida!", aseguró. Lo esperé en vano por mas de veinte minutos hasta que me dirigí
en su misma dirección. El asfalto comprendía unos tres kilómetros y luego continuaba
en forma de suelo de tierra perfectamente alisado, listo para ser también cubierto.
Una máquina vial había pinchado una de sus ruedas y al no disponer de los elementos
apropiados para suspenderla en el aire, los trabajadores cavaron un pozo y luego se
retiraron sin taparlo.
Aguirre fue a dar allí con sus huesos. Se rompió tres costillas, el tabique nasal y dos
dedos se le dieron totalmente vuelta. Lo encontré en la misma posición en que había
quedado. Mi amigo reía y me reclamó una botella con la que salpicó su nariz en carne
viva. La motocicleta estaba casi intacta.
En el hospital, Aguirre me conminó a que le confesara mi más sincero parecer ante la
posibilidad de que perdiera o no los dedos. Le dije:

-Hermano, creo que lo mejor es un corte y el resultado para las ratitas.

Rió con ganas. El pronóstico fue acertado.


Desperté al día siguiente tras aquellos galpones.
La Indian permanecía cómplice a mi lado. El operativo policial no estaba. Aquella
mañana era diáfana a más no poder. Entendí que gozaba del privilegio de vivir la
mañana ideal, con la temperatura y la hora ideales también.
La Indian arrancó casi sola. La dejé calentar convenientemente y gané nuevamente
la ruta. Me resultó extraño un vapor de intenso color celeste que ascendía con lentitud
desde el suelo. Conduje unos cinco kilómetros apenas sin toparme con forma alguna
de vida animal cuando, sorteando una curva, me hallé repentinamente en compañía
de un grupo extremadamente numeroso de motociclistas. Oteando lo descubrí a Don
Raúl, sentado en su A.J.S. 1000 c.c. con la humildad que lo caracterizaba. La
motocicleta estaba en el excelente estado en que lo llevó a realizar su proeza
inigualada.
Absurdo se había trepado a su Panter 600 c.c.
También estaba Balcarcel que hasta ese momento no producía un conflicto tras otro.
Me emocionó verlo nuevamente a Fahur en su cromada Chopper inglesa; se hallaba
en un punto en que dominaba completamente el vicio que lo terminó arruinando.
Varios de los legendarios y extinguidos corredores de motos ahora antiguas se habían
hecho presentes, Diana Figueras aún no alimentaba odios y venía de acompañante;
me saludó provocativamente desde varios metros. Y también estaba Víctor, como

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compañero de Aguirre. En ese momento, para él, la única magia posible era la que
materializaba conejos.
El vapor celeste nos mecía atravesándonos como si fuéramos de trapo y resaltaba
aún más la emotividad del momento. Reparé en lo extraño de que una propuesta de
reunión arrojada al aire pudiera haber convocado a tantos elementos humanos y
precisamente en su mejor momento.
Esperamos a los motociclistas que aún faltaban y luego arrancamos en conjunto
para partir con toda la intención de no volver.

ÍNDICE

INDIAN '46 …………………………………………………...Pág. 4

MATIENZO EL MAÑOSO …………………………………...Pág. 6

FALTA UN HOMBRE MAS FUERTE ……………………….Pág. 12

CUERO NEGRO……………………………………………….Pág. 16

LA RED DE LOS ACEVEDO………………………………… Pág. 21

TESTIMONIO ………………………………………………….Pág. 26

EL MAGO ………………………………………………………Pág. 31

LEYENDA………………………………………………………Pág. 33

97
EL CURA EXCOMULGADO ………………………………….Pág. 35

CONFLICTOS TRIBALES……………………………………...Pág. 38

LA ESPECIE POR SIEMPRE INDOMITA…………………….Pág. 42

FIERREROS……………………………………………………..Pág. 69

98
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