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Secreto de Confesion Frente Frentre Al Escenario de La Bomba de Relojeria PDF
Secreto de Confesion Frente Frentre Al Escenario de La Bomba de Relojeria PDF
¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?
Jesús A, Villarreal H.
Docente
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad de Carabobo
José J, Rodríguez F.
Abogado egresado
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad de Carabobo
The seal of confession taking in consideration the scene of the bomb in the
clockmaker’s workshop. Is the violation of the sacramental seal
justifiable in the light of the lesser evil principle?
Abstract
Key words: canonic law, confession secret, bomb in the clockmaker’s workshop
SUMARIO
Preliminar
Conclusiones
Referencias
Preliminar
Del suscrito caso ficticio se extraen tres elementos: primero, la vida e integridad física de
cientos de seres humanos está en peligro; segundo, el riesgo es inminente; y por último un
sacerdote conoce información que podría evitar que dicho desastre ocurra. Ante tal escenario ¿Es
posible justificar la violación al secreto religioso, atendiendo a la lógica del mal menor? ¿Puede
eximirse de responsabilidad al sacerdote que viola el secreto de confesión para proteger la vida
de terceros y librarse de la pena de excomunión? Estas interrogantes son el eje central de las
presentes líneas, en donde se pretende abordar el debate sobre la inviolabilidad del secreto de
confesión atendiendo a la adecuada compresión de los factores de índole, religiosos, jurídicos y
sociológicos que circunscriben al escenario teórico de la bomba de relojería; escenario que por
cierto ya hace varios años dejara de ser un supuesto hipotético y pasara al plano fáctico “gracias”
al matemático estadounidense Theodore John Kaczynski.
Ante lo anterior, es prudente traer dos precisiones: una de índole sociológica y otra de
índole jurídica basada en el estatus de sujeto pleno de Derecho Internacional que la Comunidad
Internacional ha reconocido a la Sede Apostólica.
Prima facie se debe asimilar el hecho societario que rodea a la Iglesia Católica y apelar
al viejo aforismo jurídico “ubi societas ibi ius”. Es un hecho irrefutable que la Iglesia Católica
sea una sociedad, compuesta por un conjunto de seres humanos vinculados por una conciencia
de unidad espiritual y regidos por autoridades, por lo que se hace necesario para controlar la
unidad de esa comunidad humana, la existencia de unas pautas de comportamiento que se espera
sean adoptadas por los miembros de tal comunidad de fé.
Teniendo en cuenta lo anterior, vale decir que las normas dictadas por la autoridad del
Vaticano, en virtud que regulan la conducta de los fieles del catolicismo, que implican la
concesión de derechos y obligaciones y que han sido dictadas por una autoridad competente,
están provistas de juridicidad y no solo deben ser, sino que hoy en día son admitidas como
normas jurídicas plenas. Para Morales y Paillaleve (2007): “Las leyes de la Iglesia surgieron
históricamente de la autoridad eclesiástica y desde el principio fueron vistas como necesarias
para llevar a cabo el mandato divino de Cristo de construir su Iglesia, encontrando allí su
justificación” (p.73)
Vale decir a estas alturas, que la mayor parte de esas normas jurídicas, se encuentran
consagradas dentro del Codex Iuris Canonici, promulgado por la autoridad del Papa Juan Pablo
II el 25 de enero de 1983. Dentro de la estructura de la Iglesia Católica, el legislador universal es
el sumo pontífice y están subordinados a su autoridad quienes posean personalidad canónica
adquirida con el bautismo, tal como expresa Otaudy (2001) “los no bautizados carecen en
absoluto de personalidad canónica y de capacidad jurídica en el ordenamiento.” (p.67). El
mismo Código de Derecho Canónico, de ahora en adelante CIC, preceptúa en su canon número-
96:
El c. 96 parece querer salir al paso de esta ambigüedad, porque distingue los dos
efectos del bautismo, la incorporación a la Iglesia (que expresa la condición de
miembro) y la constitución de persona en ella (que expresa la condición de sujeto
canónico de derecho) (p.69)
Queda claro entonces que el ámbito de validez personal del Derecho Canónico se
extiende hacia todos los fieles integrantes de la comunidad religioso-espiritual del catolicismo
que a través del bautismo obtienen la capacidad jurídica canónica. Borrero (2002) explica: “El
Derecho Canónico despliega su ámbito de aplicación dentro de una sociedad religiosa y
sobrenatural que no puede desvincularse de la íntima comunidad espiritual de los bautizados”
(p.258). Hay que mencionar que en esta comunidad religiosa también están presentes los clérigos
y las autoridades eclesiásticas a las cuales se les denomina también “ministros religiosos o de
culto”, siendo aquellos individuos a los cuales se les ha reconocido una función “pública” de
dirección a los demás fieles, tal como Lagges (2003) define: "cualquier cargo, constituido
establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual"
(p.87). Ahondando en lo anterior, Precht (2004) señala:
Algunos autores han sostenido que “se ha de considerar ministro” cualquier miembro
respecto del cual una entidad religiosa reconoce que cumple una función pública de
dirección de los demás fieles para la realización de los actos de culto dirigidos a Dios
o de otros actos esencialmente religiosos (p.338).
reconocido de forma expresa el poder espiritual de la Iglesia Católica y el derecho que tiene la
misma de promulgar las normas que a bien tenga para la prosecución de sus fines, tal como
disponen los artículos I y II del Modus Vivendi que fuese aprobado por Venezuela a través de la
Ley Aprobatoria del Convenio Celebrado entre la República de Venezuela y la Santa Sede
Apostólica publicado el 30 de Junio de 1964 en la Gaceta Oficial de la República de Venezuela
Nº 27.478.
Como punto previo al centro de este trabajo debe tratarse lo relativo al Ius Puniendi
atribuido a la Iglesia Católica, porque atendiendo al carácter societario de la misma, se debe
sostener, que como en toda sociedad existen actos humanos que transgreden el orden establecido
por las normas positivas, debe existir un cuerpo normativo que prevea las sanciones aplicables
ante tales hechos.
Ninguna sociedad está exenta que en el seno de la misma surjan conductas violatorias de
las normas establecidas y la sociedad católica no escapa de este hecho que presupone la
normalidad del delito.
Recordando las palabras del sociólogo francés Emile Durkheim (1972) “El delito es
normal, una sociedad exenta del mismo es absolutamente imposible” (p.100), la existencia de
actos desviados que atenten contra las normas canónicas, presupone consecuencialmente la
existencia de un conjunto de normas que los sancionen. La Santa Sede en ejercicio de su Ius
Imperium se dispone en crear un conjunto de normas penales en el CIC atendiendo a la
protección de sus intereses y al castigo de las conductas que violen las normas que todo
bautizado ha de cumplir. Vale citar a Ortiz (1980), quien afirma:
Las penas canónicas son las sanciones legales que aplica la Iglesia Católica según las
reglas de derecho positivo, a los sujetos con personalidad jurídica canónica que hayan
transgredido el ordenamiento legal canónico. El CIC en el canon número°1311 dispone que “La
Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que
cometen delitos”. Sobre lo anterior Martínez (1986) explica:
Pena eclesiástica o canónica es la que infringe la Iglesia, según las normas del
Derecho canónico. Desde los tiempos más remotos de la vida de la Iglesia, las
sanciones, con su carga coactiva, se consideraron un factor necesario de su
ordenamiento jurídico. Todo clérigo quedaba sujeto a las penas eclesiásticas que
podían afectarle por desobedecer las normas y, en especial, por actuar con negligencia
o de forma no conveniente a tenor de las leyes propias de su estado. (p.43)
Esas sanciones legales que prevé el Derecho Penal Canónico son sólo aplicables a las
acciones que estén tipificadas como delitos por el Derecho; por lo que se debe diferenciar al
pecado de lo que constituye delito, en virtud que el ámbito de acción de las penas canónicas
recae sobre lo segundo. El pecado de acuerdo a las enseñanzas del Catecismo Católico es una
falta contra el amor verdadero para con Dios y el prójimo. La Biblia, en Salmos 51:6 dispone que
el pecado se considera “una ofensa a Dios”. El delito particularmente, presupone la ejecución de
una conducta que la Ley Positiva Canónica prevé como típicamente antijurídica. Vermeersch y
Creusen (1928) citados por Lagges (2003) describen el delito “como una especie particular de
pecado al que se ha añadido una pena” (p.75); el referido autor, sobre este punto señala:
Hay que comenzar por distinguir lo que es pecado y lo que constituye un delito…. El
pecado es generalmente materia de fuero interno, mientras que los delitos son
violaciones externas de una ley. Un clérigo puede cometer un pecado sin ser culpable
de delito. Para que sea castigado penalmente por una acción, debe tratarse de una
acción tipificada como delito por el derecho. (p.74-75)
Así pues, una “ofensa al amor verdadero para con Dios o con el prójimo” puede ser
constitutivo de delito, siempre que la acción haya sido tipificada como delito por el Derecho de
la Iglesia y se haya estipulado la sanción imponible por su comisión. El mismo CIC en el canon
número°1321 dispone:
1. Nadie puede ser castigado, a no ser que la violación externa de una ley o
precepto que ha cometido le sea gravemente imputable por dolo o culpa. 2.
Queda sujeto a la pena establecida por una ley o precepto quien los infringió
deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia, no debe
ser castigado, a no ser que la ley o el precepto dispongan otra cosa. 3.
Cometida la infracción externa, se presume la imputabilidad, a no ser que
conste lo contrario.
De igual forma, para el Derecho Penal Canónico la intención criminal es esencial, ya que
presupone el discernimiento y la elección deliberada de ejecutar un acto en franca contravención
a las normas canónicas; idea que expresa Núñez (1999) cuando explica que la intención criminal
presupone el discernimiento, esto es, la voluntad libre y la conciencia del hecho cometido. El
que no puede discernir no tiene capacidad delictiva. Carecen de ella los enajenados mentales, los
privados de conciencia (por fiebre violenta, sueño, sonambulismo, ira, intenso dolor, entre otros).
El autor antes mencionado, hace una interesante reflexión en relación al dolo y a la culpa como
elementos circundantes del hecho punible, previsto en el CIC, al decir:
El derecho penal canónico distingue el dolo. Este existe cuando el agente, con ánimo
deliberado, realiza una acción para cometer el delito fanímus, malum studium) o
según su previsión debe o no producir ese efecto (sciens, scienter). Este dolo no se
distinguió claramente de la culpa. A veces, el tipo delictivo se integra con un
elemento subjetivo (animus occidendi, animus lucrijaciendi)…. La culpa consiste, en
sentido objetivo, en la relación entre la conducta del agente y un resultado no
querido, pero que había debido y podido evitar (negligentia). En sentido subjetivo,
significaba una ignorancia reprochable de los efectos dañosos de una acción u
omisión (imperitia, ignorantia). Excusan la ignorancia y el error de hecho sobre los
elementos esenciales del delito. Ellos atenúan si recaen sobre circunstancias
agravantes o que cambian la especie delictiva. Pero la regla tiene excepciones. La
ignorancia y el error de derecho no excusan, aunque atenúan. También excusa la
violencia moral (vis compulsiva). Coactus, tamen voluit. (p.26)
Dicho lo anterior, se erige entonces esta rama del Derecho Canónico, como la
herramienta que posee la Iglesia Católica para sancionar los delitos que cometan sus fieles,
siempre y cuando se verifiquen ciertas circunstancias que resulten en la intención de haber
cometido el acto o haber sido de algún modo, por negligencia, imprudencia o ignorancia,
responsable de la acción típicamente prevista en las normas canónicas.
III. Revisión del Sigilo Sacramental a la luz del Codex Iuris Canonici de 1983.
Es Pierre le Chantre quien acuña el clásico término “sigilo sacramental” para referirse al
secreto derivado del sacramento de la penitencia o confesión y además esgrime una fuerte
defensa al afirmar que el sacerdote oye los pecados de la confesión como representante de Dios y
Para comenzar vale decir que el sigilo sacramental comprende lo que es oído en
confesión por el sacerdote. El sacramento de penitencia o confesión es un reconocimiento de los
pecados cometidos que el fiel hace ante el sacerdote, en busca del perdón. Para Silva (2005)
“Por medio de una acción de reconocimiento externo de los pecados cometidos, se obtiene el
perdón de Dios y el reencuentro en la comunión plena con El y su Iglesia1” (p.460)
Diversos autores han definido el sigilo sacramental, a partir de la definición legal que
dimana del CIC, por lo que se trae a colación la conceptualización brindada por Silva (2005):
“Por sigilo sacramental se entiende la obligación estrictísima de guardar bajo secreto absoluto
los pecados que el penitente declaró en la confesión en orden a la absolución sacramental”.
(p.460). El sigilo sacramental obliga por Derecho Canónico a no revelar bajo ninguna
circunstancia lo oído en confesión, so pena gravísimas sanciones eclesiásticas. Inclusive puede
invocarse la historia de San Juan Nepomuceno, a quien algunos historiadores le atribuyen el
haber soportado el martirio por no revelar lo oído en confesión, para demostrar lo estricto e
inflexible de tal obligación de guardar en secreto lo que el fiel ha dicho a su confesor. La
confidencialidad, es el elemento definitorio del secreto y es una característica indisoluble e
inviolable de la confesión. Palomino (1999) explica:
1
El planteamiento magisterial sobre el sacramento está contenida en la exhortación apostólica
Reconciliatio et paenitentia, de Juan Pablo II, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la
Iglesia hoy. Acta Apostolicae Sedis 77 (1985), pp. 185-275.
Habiendo hilvanado lo anterior vale decir que la legislación penal patria, ratifica lo
dispuesto por la norma canónica y concede las mismas exenciones. El Decreto con Rango, Valor
y Fuerza de Ley del Código Orgánico Procesal Penal (2012) en su artículo 271, ordinal segundo,
concede el derecho a no denunciar por motivos profesionales, respecto de las noticias que se les
haya revelado en el ejercicio de sus funciones bajo secreto, a los ministros de cualquier culto. De
igual forma, la norma adjetiva penal preceptúa la exención de declarar al delimitar:
Ante tales disposiciones legales, representaría una flagrante violación a la ley penal
nacional y a las disposiciones canónicas, que por mandato jurisdiccional se obligara a declarar a
un sacerdote sobre lo que ha oído por motivos de su ministerio, en secreto de confesión. Ante el
hipotético caso que algún Juez ordenara a un sacerdote a declarar sobre las cosas oídas en
confesión, algunos canonistas han estipulado que el sacerdote podría jurar sin incurrir en falso
testimonio, que no sabe absolutamente nada; asunto que según los teólogos y canonistas es
cierto ya que el sacerdote nada sabe cómo hombre, sino únicamente como ministro de Dios.
Actualmente los Estados son rigurosos en la protección del sigilo sacramental, pues suprimir
su validez representaría un atentado contra la libertad religiosa, hoy en día reconocido como un
derecho fundamental. Para Silva (2005):
El poder supremo del Estado no debe, por lo tanto, conforme al derecho natural y
cristiano, ejercerse en forma de impedir o limitar esa libertad de pensamiento y de
convicción religiosos. Ni la fuerza coactiva que maneja, ni la infinidad de formas de
presión psicológica y moral que están a su disposición, pueden emplearse por el
Estado para forzar una adhesión ni para prohibir que se abrace o se robustezca la idea
de lo divino acogida en la profundidad de la persona del hombre. (p.464)
Benedicto XIV2 (1747) quien delimitó las consecuencias de la excomunión al decir que de todas
las censuras, dentro de las más graves está la excomunión, por la cual a los fieles se le priva del
bien espiritual, se separa de la Iglesia, de la comunión y de la compañía de los demás fieles.
Según Pascual (2010) “la excomunión es una sanción penal de la iglesia que se aplica
ante pecados de especial gravedad, y con la que se busca rescatar al pecador a través de un
camino penitencial”(p.383). La pena de excomunión es vista por algunos doctrinarios como una
pena medicinal, pues procura curar y ayudar a quien ha cometido un delito de mayor
importancia. Otra definición importante de excomunión, la da Ortiz (1980) al decir que:
La primera produce su efecto por la propia fuerza de la ley; esto es, cuando la pena ya
existe impuesta por el Derecho canónico y su aplicación sucede al delito de manera
automática. Las segundas, se imponen por virtud de una sentencia del juez, que debe
conformarse a las prescripciones canónicas…. En la práctica la diferencia es notable y
estriba en que mientras las excomuniones «ferendae sententiae» no se imponen al
procesado hasta que haya sido formalmente condenado> las «latae sententiate»>
llamadas también «ipso facto», operan automáticamente, de forma que se considera el
2
Benedicto XIV (1747) citado por Ortiz (1980) “«Omnium censurarum, gravissima est excommunicatio,
per quam fidelis, non hoc, aut iIIo spiritali bono privatur, sed, tamquam putridum membrum, ab Ecclesia
abscinditur, atque a fidelium communione, et consortio separatur.”(p.482)
Otro criterio a destacar es que quien recibe la sanción debe ser súbdito de quien la
impone, es decir debe estar sometido a su autoridad, por lo que se afirma que quienes están
facultados para imponer la sanción, no pueden imponerla sobre otros de igual rango o de superior
jerarquía. En relación al máximo jerarca de la Iglesia Católica, Ortiz (1980) explica: “El Romano
Pontífice no puede ser excomulgado por nadie; únicamente si incide en herejía manifiesta, caería
en excomunión dada a iure a los heréticos” (p.509). Ante la interrogante de ¿Quién puede ser
excomulgado? Ferraris3 (1852) citado por Ortiz (1980) responde: “Solo los cristianos
delincuentes contumaces, capaces de razonar y sometidos a la jurisdicción del juez que los
excomulga”. (p.511) Traducción del autor.
El excomulgado, sin pretender profundizar sobre este punto, posee un derecho natural a la
legítima defensa, por lo que tiene el recurso legal de apelar sin haber sido absuelto frente a la
injusticia o incompetencia del Juez. Se trata de una apelación en juicio y de una sentencia de
excomunión.
3
¿Quién puede ser excomulgado? Ferraris (1852) contesta: «Solummodo Christiani viatores graviter, et
contumaciter delinquentes, rationis capaces, et iurisdictioni Iudicis ferentis Excomrnunicationem
subiecti»
El Derecho Penal Canónico prevé como una de las causas eximentes de responsabilidad
penal, al estado de necesidad; por lo que a estas alturas resulta obligatorio evaluar la posibilidad
de subsumir jurídicamente el hecho que un confesor a quien se le ha confiado un escenario de
bomba de relojería revele lo oído e confesión a causa de un “estado de necesidad”. El estado de
necesidad, para Von Liszt citado por Jiménez (2009) es definido como “una situación de peligro
actual de los intereses protegidos del Derecho, en el cual no queda otro remedio que la violación
de los intereses de otro, jurídicamente protegido”. (p.421). Otra definición pertinente, es la que
brinda Grisanti (2010) al decir:
En el caso objeto de estudio, puede fácilmente evidenciarse, que se dan todos los
supuestos para que opere el estado de necesidad; pero en aras de delimitar con amplitud a esta
causa eximente de responsabilidad penal, se debe señalar que la doctrina penal ha establecido
dos tipos de estado de necesidad, uno justificante y otro disculpante; la doctrina del Ministerio
Es forzoso traer a colación un análisis hecho por Molina (2005), en donde destaca el error
que puede cometerse de la errónea lectura del estado de necesidad. El autor señala:
Es una regla que, al menos en una primera lectura, parece autorizar acciones tan
intuitivamente incorrectas como extraer un riñón a una persona sana contra su
voluntad para trasplantárselo a quien lo necesita imperiosamente para salvar su vida...
O torturar a un detenido para obtener una confesión que permita evitar un sangriento
atentado terrorista. (p.269)
En este caso, se está en presencia de un dilema legal: por un lado se erige el estado de
necesidad justificante que exime de responsabilidad penal a quien ejecuta una conducta que
lesiona derechos ajenos, en medio de un peligro grave e inminente para salvar un bien jurídico
superior o de igual valor y por otro lado se encuentra una institución canónica que pareciera no
admitir excepciones ni siquiera ante escenarios trágicos como el de la bomba de relojería. Llovet
(2010) señala: “Los casos de ticking bomb o de “Harry el sucio” verdaderamente problemáticos,
y con los que se apela a los sentimientos –en vez de a la razón- tienen una estructura de legítima
El escenario central del presente trabajo presupone un conflicto de intereses ante el cual el
Derecho está obligado a brindar una solución; en el caso de un confesor a quien se le ha revelado
la instalación y ubicación de una bomba de relojería que está por explotar y que
consecuencialmente acabará con la vida de personas inocentes, cabe preguntarnos ¿Qué hay en
cada platillo de la balanza?; en primer lugar tenemos una prohibición absoluta de revelar lo que
ha sido sellado por el sigilo sacramental, que como se ha dicho en reiteradas ocasiones, es una
regla canónica que de entrada no admite excepciones; incluso existen autores como Salinas
(2009) quienes consideran que el sigilo sacramental jamás y por ningún motivo debe ser violado
por el ministro de este sacramento, incluso con el riesgo de perder la propia vida. En el segundo
platillo de la balanza recaen las vidas de decenas de inocentes que pudiesen ser salvados con la
sola revelación de lo dado en confesión. ¿A qué argumento habría que darle más peso? ¿Cuál
4
David Luban (2005) “Consequences count, and abstract moral prohibitions must yield to the calculus
of consequences” (p.1440)
habría de ser la respuesta del Derecho Canónico ante un caso hipotético en donde colida la
solemnidad y el valor de una norma que está orientada a salvaguardar uno de los derechos
fundamentales como lo es el de la libertad religiosa y la vida de seres humanos inocentes?
Seguramente si tal premisa fuese valorada por la sociedad en general se inclinarían a permitir
el establecimiento de una excepción legal ante la inviolabilidad del sigilo sacramental; motivado
no por un razonamiento holístico que evalúe todas las aristas intervinientes, sino por una carga
“emotiva” representada en la vida de seres humanos. Pero como bien es sabido hay asuntos que
escapan del ámbito de lo decidible y este es uno de esos casos. Las mayorías jamás podrán
convertir en inocente al culpable y así sucesivamente. La dificultad en este escenario, es
producto de una confrontación de índole axiológica, legal, religiosa, consuetudinaria; es decir,
son muchos los elementos que han de ser valorados para poder emitir el dictamen más
beneficioso. Para Molina (2005)
La dificultad de estos casos reside ante todo en los graves dilemas éticos que hay
detrás; esto es indudable. Pero en la medida que existan, el derecho está obligado a
resolver los problemas éticos, por profundos que sean. El juez no puede quedarse
quieto diciendo: "verdaderamente es un caso difícil; no sé qué hacer"; el juez tiene
que resolver, y si no lo hace, por ejemplo amparándose en la oscuridad de la ley,
incurre en responsabilidad penal. Pero el juez debe responder según lo que diga la ley,
no según su personal valoración, así que la misma ley que le impone la obligación de
juzgar debe contener la respuesta para los problemas que se le puedan plantear, de
manera que su labor no sea creativa en el sentido más fuerte de la expresión. (p.267)
optarse por causar el menor daño; ¿pero qué criterios habrían de tomarse para causar el menor
daño? Molina (2005) explica que “ese principio” que en situaciones de conflicto el Derecho
debe lógicamente inclinarse por el mal menor tiene tal fuera persuasiva que cualquier propuesta
de justificación debe ser sometida a este rasero. Señala también que en el estado de necesidad la
ponderación debe ser compleja; esto es, no debe limitarse a confrontar de manera superficial los
bienes más conspicuos del conflicto, sino que debe abarcar todo lo que está en juego. En el
escenario objeto de estudio, lo que “está en juego” ya ha quedado bien delimitado.
Vale decir antes de delimitar la validez o el peso del argumento del “ticking bomb” y
establecer hacia donde habría de inclinarse el Derecho, que este escenario de “bomba de
relojería” no es una mera hipótesis o un simple caso teórico estudiado desde el plano académico
a la luz de los últimos hechos de terrorismo internacional; sino más bien es un supuesto que se ha
repetido bajo diversas modalidades desde periodos bastante remotos.
Los padres tienen que contestar con frecuencia a preguntas como ¿quién puede más,
un elefante o una ballena?"; los penalistas tenemos que contestar con frecuencia a
preguntas como ¡¡ ¿podría justificarse la muerte de un inocente para salvar la vida de
otro?", o ¡¡¿podría torturarse a un detenido para salvar la vida de un niño que éste
tiene secuestrado y en paradero desconocido?" o, ¿por qué no?, ¡¡¿podría importarse
droga en el intestino para costearse la operación a vida o muerte de un hijo?. (p.266)
La diferencia fundamental, señala el precitado autor, es que los padres pueden dar
cualquier respuesta, sin importar su veracidad o su pertinencia en razón de que el interlocutor
jamás habría de presenciar una pelea “entre un elefante y una ballena”; pero es diferente el caso
de los penalistas y estudiosos del Derecho ya que en algún momento pueden darse aquellos
casos de necesidad extrema, de opción trágica, en donde la amenaza y las consecuencias sean
realmente graves.
Ahora bien, atendiendo al eje de esta sección en relación al choque de intereses, pudiese
considerarse que desde una óptica meramente utilitarista, basado únicamente en el acto, sí solo
se compara el daño causado por revelar el secreto que el penitente ha confiado al confesor (ha
puesto una bomba de relojería que ha de explotar en poco tiempo y acabará con la vida de seres
humanos), el bien que produciría romper el sigilo sacramental se traduciría en salvar vidas por
tanto la justificación de establecer una excepción sobre la inviolabilidad del sigilo sacramental
pudiese parecer plausible. ¿Son suficientes los argumentos que sostienen la inviolabilidad del
sigilo sacramental, para que el confesor opte por respetarlo aún en los casos en donde está en
riesgo la vida de otros seres humanos? Greco (2007) señala que
La ruptura del sigilo sacramental, pudiese en un caso concreto, resultar justo, pero
pudiese igualmente costar la destrucción de la institución que representa. ¿No debería evitarse la
muerte de estos inocentes revelando la información que el victimario ha dado en confesión?
¿Puede sostenerse el argumento de la “ruptura de dique” para evitar que surjan excepciones
sobre las normas fundamentales? ¿Qué precio habría de pagar la humanidad por mantener el
“preciado y delicado sistema de derechos”?
VII.¿Existen causas eximentes de responsabilidad del confesor que viola el secreto dado
en confesión?
En primer término, cabe plantear las siguientes interrogantes: ¿Toda conversación que se
tenga con un sacerdote, por motivos de su ministerio está sellada por el secreto de confesión?
¿Para que la información que suministra el penitente o confesor, quede sellada por la confesión
debe producirse la absolución de los pecados que realiza el sacerdote en representación de Dios?
¿Cuáles son actos que dan por materializado el sacramento de la penitencia o confesión?
El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio; Por lo que se refiere a la
sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo
caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre el
penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen. No
se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa causa.
Ahora bien, si el penitente ha cumplido con la carga que supone para él, según el
mandato de la Iglesia Católica para que éste materialice el sacramento de la penitencia o
confesión y es el sacerdote quien se niega a dar la absolución del pecado confesado ¿Puede
considerarse que se produjo la confesión y que tal hecho confesado queda protegido por el
secreto de confesión?; atendiendo a una interpretación en contrario, el canon número°980 del
CIC, se prevé la posibilidad de negar la absolución de los pecados, al prescribir: “No debe
negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y
éste pide ser absuelto”; ante tal hecho, en donde no se dan los presupuestos necesarios del
sacramento de la confesión se pudiese afirmar que tal acción no habría de ser considerada como
una confesión válida protegida por el sigilo sacramental.
El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) promulgado por la autoridad del Papa Juan
Pablo II, en su ordenación número°2267 dictamina: “La enseñanza tradicional de la Iglesia no
excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable el
recurso a la pena de muerte si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del
agresor injusto las vidas humanas”. Es decir, aunque en una disposición precedente del mismo
instrumento, (ordenación número°2258) la Iglesia Católica declare que “La vida humana ha de
ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador”; la misma Iglesia prevé atendiendo
a una circunstancia extraordinaria en donde se observa la aplicación plena de la lógica del mal
menor, la vulneración del derecho a la vida cuando es el único “camino posible para defender del
agresor injusto a las vidas humanas” aunque la vida de ese agresor “ha de ser tenida como
sagrada y permanezca siempre en especial relación con el creador”.
Cabría preguntarse entonces, ¿por qué la Iglesia Católica, ha previsto una excepción al
derecho a la vida, al permitir en determinados casos la aplicación de la pena de muerte y no ha
previsto “ningún motivo” tal como reza el canon número°983, para que el confesor revele lo
escuchado en confesión? En el caso de que un penitente confiese a su confesor que ha puesto una
bomba de relojería que ha de estallar en un hospital ¿Puede el confesor revelar lo oído en
confesión? En principio, pareciera que no; y cabe preguntarse, ¿acaso la revelación del sacerdote
no es “el único camino para defender del agresor injusto a las vidas humanas” que se encuentran
en ese hospital? De hecho, lo es.
Es pertinente, traer a esta discusión teórica, lo que dispone el ordinal 4to del canon
número°1323 del CIC:
No queda sujeto a ninguna pena quien, cuando infringió una ley o precepto: Ord.4:
actuó coaccionado por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por
necesidad o para evitar un grave perjuicio, a no ser que el acto fuera intrínsecamente
malo o redundase en daño de las almas.
Sin embargo el último aparte del canon en cuestión dispone una excepción a esta causa
eximente de responsabilidad al dictar: “a no ser que el acto fuera intrínsecamente malo o
redundase en daño de las almas”. Atendiendo al método gramatical, el hecho que el confesor
revele que ha oído de un penitente que ha colocado una bomba de relojería no puede ser
considerado como un acto “intrínsecamente malo”, toda vez que se funda sobre el hecho de
salvar las vidas inocentes que habrían de terminar con la explosión de tal dispositivo; en cuanto a
que el acto “redundase en daño de las almas” a criterio del autor tampoco puede concebirse que
tal acto dañe las almas pues el acto, no se ha hecho con la intención de lesionar o dañar sino más
bien de proteger. Es obligatorio explicar que las normas transcritas en este capítulo presentan
algunas ambigüedades que complejizan la aplicación de las mismas, en este supuesto teórico
dramático y sin algún precedente similar que haya sido registrado en la Iglesia Católica.
A estas alturas es ventajoso traer la reflexión que brinda Grisanti (2010) sobre la postura
de algunos autores en cuanto a los actos realizados bajo una necesidad justificada. A saber el
doctrinario explica que para algunos autores (Grocio, Fichte y otros) el acto realizado en estado
de necesidad es un estado jurídico, un acto que no es jurídico ni tampoco antijurídico, un acto
que escapa de la órbita del Derecho. Consideran que, ante la inminencia o actualidad de un
peligro grave, la ley positiva, la ley humana queda como abolida o suspendida y entonces
recobra toda su vigencia la ley natural que impone al hombre el deber de salvarse. De lo anterior
se desprende entonces, que ante tal circunstancia excepcional, resultaría ilógico concebir la
postura del sacerdote como “antijurídica”, pues ha actuado en atención a un peligro inminente y
grave.
Conclusiones
Ahora bien, el canon 983 del CIC es el eje central de esta pretensión teórica, pues
postula una regla rígida e inflexible que pareciera ignorar deliberadamente circunstancias
realmente excepcionales. Las respuestas del conservadurismo canónico parecen ser insuficientes
ante hechos dramáticos y extraordinarios que ameritan de respuestas oportunas y justas. Tal
sector conservador sigue en el afán de la prohibición irrestricta de revelar lo oído en confesión
así lo confesado sea un acto potencialmente criminal que tuviese como objetivo acabar con vidas
humanas; y la razón se funda en dos argumentos centrales: el primero, es que lo oído en
confesión se sabe en cuanto Dios y no como hombre y en segundo lugar, es que el sacerdote
debe aconsejar al penitente para que restaure “el daño causado”. Tales fundamentos resultan
forzosamente insuficientes e inadmisibles; y ante estas circunstancias claramente extraordinarias
y de emergencia debe liberarse tal prohibición absoluta y permitir la revelación de lo oído en
confesión.
Sin importar que la postura aquí planteada, sea reputada como un acto de rebeldía
intelectual, es menester expresar con claridad meridiana las razones por las cuales se considera
necesario levantar tal prohibición. La postura de apoyar la admisión de una excepción al sigilo
sacramental se funda en la pretensión de evitar que se incurra en excomunión automática; debido
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