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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería.

¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

OANUARIO Nº.34 (2011)


ISSN: 1316-5852

El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de


relojería. ¿Es justificable la violación del Sigilo Sacramental
a la luz de la lógica del mal menor?

Jesús A, Villarreal H.
Docente
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad de Carabobo

José J, Rodríguez F.
Abogado egresado
Facultad de Ciencias Jurídicas y Políticas
Universidad de Carabobo

ANUARIO. Volumen 37, Año 2014. / 327-360 327


Jesús A, Villarreal H. y José J, Rodríguez F.

El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de


relojería. ¿Es justificable la violación del Sigilo Sacramental a
la luz de la lógica del mal menor?
Resumen

Una característica aparentemente indisoluble del Derecho Canónico es su rigidez. En el presente


trabajo, se procura abordar desde una dimensión socio-jurídica el estudio del Sigilo Sacramental
a través del análisis exegético de las normas relativas a tal institución del Derecho Canónico.
Este resultado teórico producto de un proceso de investigación y reflexión, derivó en la
necesidad metodológica e intelectual de examinar todas las aristas que rodean al escenario de la
bomba de relojería, tradicionalmente reputado como trágico y excepcional frente a la absoluta
prohibición al confesor de revelar lo sellado por el sacramento de la confesión. El objetivo es
verificar desde una dimensión holística que tome en cuenta las perspectivas sociológicas,
jurídicas, teológicas y canónicas, la existencia de una causa que exima de responsabilidad al
confesor que decida revelar lo oído en confesión, atendiendo a un estado de necesidad
justificante.

Palabras Clave: derecho canónico, sigilo sacramental, bomba de relojería.

The seal of confession taking in consideration the scene of the bomb in the
clockmaker’s workshop. Is the violation of the sacramental seal
justifiable in the light of the lesser evil principle?

Abstract

An apparently indissoluble characteristic of Canonic Law is its unyieldingness. In the present


investigation, it is sought to study from a socio-juridical dimension the seal of confession
through the exegetical analysis of the rules that relate to said institution in the Canonic Law. This
theoretical result of an investigative and reflective process derives in the methodological and
intellectual need to examine every arista that surrounds the scene of the clockmaker’s workshop,
traditionally reputed as tragic and exceptional considering the absolute prohibition to the
confessor of reveling what was protected by the seal of the confessional. The purpose is to verify
from a holistic dimension that takes into account the sociological, juridical, theological and
canonic perspectives, the existence of a cause that exempts the confessor who decides to reveal
what was heard during the confession from responsibility, attending to a state of justified need.

Key words: canonic law, confession secret, bomb in the clockmaker’s workshop

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de


relojería. ¿Es justificable la violación del Sigilo Sacramental
a la luz de la lógica del mal menor?

SUMARIO

Preliminar

I. Consideraciones básicas sobre el derecho canónico


II. Derecho penal canónico
III. Revisión del Sigilo Sacramental a la luz del Codex Iuris Canonici de 1987
IV. Pena máxima del derecho canónico: la excomunión
V. El estado de necesidad justificado frente a la confidencialidad pétrea del Sigilo
Sacramental
VI. El choque de intereses: la teoría de la bomba de relojería frente a la inviolabilidad
del secreto de confesión
VII. ¿Existen causas eximentes de responsabilidad del confesor que viola el secreto dado
en confesión?

Conclusiones

Referencias

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Jesús A, Villarreal H. y José J, Rodríguez F.

El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería.


¿Es justificable la violación del Sigilo Sacramental a la
luz de la lógica del mal menor?

Preliminar

Enmarcado desde una perspectiva meramente académica se exhibe a continuación un


caso ficticio que pretende dar apertura al presente trabajo, el cual supone la revisión del
escenario teórico de la “bomba de relojería” (Ticking time bomb scenario) tradicionalmente
estudiado desde diversas ópticas académicas pero sin haberlo vinculado con el sigilo
sacramental.

“En vísperas de año nuevo, Juan Gonzales, en acto de arrepentimiento, confesó al


Párroco de la Iglesia de su comunidad, que él, había colocado una bomba de relojería en el
hospital donde había muerto su hija recién nacida por una infección pulmonar. El sacerdote
instó a Juan a que desactivara la bomba para evitar la muerte de cientos de inocentes y que
declarara el hecho a las autoridades; a lo que éste responde que tal hecho era imposible, que ya
no podía exponerse a ser descubierto, pues no quería pasar el resto de sus días en la cárcel.”

Del suscrito caso ficticio se extraen tres elementos: primero, la vida e integridad física de
cientos de seres humanos está en peligro; segundo, el riesgo es inminente; y por último un
sacerdote conoce información que podría evitar que dicho desastre ocurra. Ante tal escenario ¿Es
posible justificar la violación al secreto religioso, atendiendo a la lógica del mal menor? ¿Puede
eximirse de responsabilidad al sacerdote que viola el secreto de confesión para proteger la vida
de terceros y librarse de la pena de excomunión? Estas interrogantes son el eje central de las
presentes líneas, en donde se pretende abordar el debate sobre la inviolabilidad del secreto de
confesión atendiendo a la adecuada compresión de los factores de índole, religiosos, jurídicos y
sociológicos que circunscriben al escenario teórico de la bomba de relojería; escenario que por
cierto ya hace varios años dejara de ser un supuesto hipotético y pasara al plano fáctico “gracias”
al matemático estadounidense Theodore John Kaczynski.

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I. Consideraciones básicas sobre el derecho canónico.

Antes de esbozar algunas pinceladas teóricas sobre el Derecho Canónico, es menester


contextualizar el ámbito de aplicación del mencionado cuerpo normativo, debido a que la Iglesia
Católica es hoy en día la mayor comunidad cristiana, que alberga a más de mil millones de
creyentes en todo el mundo. A título introductorio puede concebirse al Derecho Canónico como
la ley positiva de la Iglesia Católica; es decir al conjunto de reglas comprendidas en el Código
de Derecho Canónico y las demás leyes que sean dictadas por la alta jerarquía eclesiástica; tal
cuerpo normativo viene a regir las relaciones entre los creyentes del catolicismo, la autoridades
católicas y los clérigos, por cuanto postula una serie de pautas de conducta a las cuales han de
adaptarse todos aquellos que han decidido vivir en la comunidad de Cristo, bajo la fe católica.

Dicho universo normativo que supone ser la representación de la tradición de la Iglesia


Católica y que se funda sobre las enseñanzas de Jesucristo y en las sagradas escrituras, ha sido
siempre cuestionado. En la actualidad parte de la doctrina jurídica niega la pertenencia del
Derecho Canónico dentro de las Ciencias Jurídicas. El positivismo, particularmente la corriente
que soporta la teoría general del derecho y la teología protestante, ha cuestionado la legitimidad
de dicho cuerpo normativo negando su juridicidad y legitimidad; a las normas impuestas por la
curia romana se les ha pretendido encasillar como normas morales o religiosas, desposeyéndolas
del elemento jurídico atendiendo a la naturaleza de las normas y a la autoridad que las dicta.

Ante lo anterior, es prudente traer dos precisiones: una de índole sociológica y otra de
índole jurídica basada en el estatus de sujeto pleno de Derecho Internacional que la Comunidad
Internacional ha reconocido a la Sede Apostólica.

Prima facie se debe asimilar el hecho societario que rodea a la Iglesia Católica y apelar
al viejo aforismo jurídico “ubi societas ibi ius”. Es un hecho irrefutable que la Iglesia Católica
sea una sociedad, compuesta por un conjunto de seres humanos vinculados por una conciencia
de unidad espiritual y regidos por autoridades, por lo que se hace necesario para controlar la

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unidad de esa comunidad humana, la existencia de unas pautas de comportamiento que se espera
sean adoptadas por los miembros de tal comunidad de fé.

En segundo lugar, la Iglesia Católica además de ser un ente espiritual y religioso, se


erige como un Estado con personalidad jurídica propia frente al resto de la comunidad
internacional; es decir se erige como un sujeto pleno de Derecho Internacional, constituido por
la Santa Sede, por lo que no sólo se encuentra regida por las normas divinas, sino que supone la
existencia de normas positivas tendentes a reglar y dirigir la conducta de los fieles al
catolicismo.

Teniendo en cuenta lo anterior, vale decir que las normas dictadas por la autoridad del
Vaticano, en virtud que regulan la conducta de los fieles del catolicismo, que implican la
concesión de derechos y obligaciones y que han sido dictadas por una autoridad competente,
están provistas de juridicidad y no solo deben ser, sino que hoy en día son admitidas como
normas jurídicas plenas. Para Morales y Paillaleve (2007): “Las leyes de la Iglesia surgieron
históricamente de la autoridad eclesiástica y desde el principio fueron vistas como necesarias
para llevar a cabo el mandato divino de Cristo de construir su Iglesia, encontrando allí su
justificación” (p.73)

Vale decir a estas alturas, que la mayor parte de esas normas jurídicas, se encuentran
consagradas dentro del Codex Iuris Canonici, promulgado por la autoridad del Papa Juan Pablo
II el 25 de enero de 1983. Dentro de la estructura de la Iglesia Católica, el legislador universal es
el sumo pontífice y están subordinados a su autoridad quienes posean personalidad canónica
adquirida con el bautismo, tal como expresa Otaudy (2001) “los no bautizados carecen en
absoluto de personalidad canónica y de capacidad jurídica en el ordenamiento.” (p.67). El
mismo Código de Derecho Canónico, de ahora en adelante CIC, preceptúa en su canon número-
96:

Por el bautismo, el hombre se incorpora a la Iglesia de Cristo y se constituye persona


en ella, con los deberes y derechos que son propios de los cristianos, teniendo en
cuenta la condición de cada uno, en cuanto estén en la comunión eclesiástica y no lo
impida una sanción legítimamente impuesta (Canon 96, CIC)

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De la disposición precedente se desprende que la condición o el hecho que da


nacimiento a la capacidad jurídica canónica es el bautismo, concebido como el sacramento que
hace que un ser humano se incorpore a la Iglesia de Cristo como persona y adquiera ipso iure los
derechos y deberes inherentes a la cristiandad. Al mismo tiempo el canon referido, prevé la
posibilidad que dicha capacidad canónica, se extinga a través de una sanción legítimamente
impuesta, asunto que se ha de detallar más adelante. Sobre lo anterior, Otaudy (2001) expresa:

El c. 96 parece querer salir al paso de esta ambigüedad, porque distingue los dos
efectos del bautismo, la incorporación a la Iglesia (que expresa la condición de
miembro) y la constitución de persona en ella (que expresa la condición de sujeto
canónico de derecho) (p.69)

Queda claro entonces que el ámbito de validez personal del Derecho Canónico se
extiende hacia todos los fieles integrantes de la comunidad religioso-espiritual del catolicismo
que a través del bautismo obtienen la capacidad jurídica canónica. Borrero (2002) explica: “El
Derecho Canónico despliega su ámbito de aplicación dentro de una sociedad religiosa y
sobrenatural que no puede desvincularse de la íntima comunidad espiritual de los bautizados”
(p.258). Hay que mencionar que en esta comunidad religiosa también están presentes los clérigos
y las autoridades eclesiásticas a las cuales se les denomina también “ministros religiosos o de
culto”, siendo aquellos individuos a los cuales se les ha reconocido una función “pública” de
dirección a los demás fieles, tal como Lagges (2003) define: "cualquier cargo, constituido
establemente por disposición divina o eclesiástica, que haya de ejercerse para un fin espiritual"
(p.87). Ahondando en lo anterior, Precht (2004) señala:

Algunos autores han sostenido que “se ha de considerar ministro” cualquier miembro
respecto del cual una entidad religiosa reconoce que cumple una función pública de
dirección de los demás fieles para la realización de los actos de culto dirigidos a Dios
o de otros actos esencialmente religiosos (p.338).

Atendiendo a este mismo eje, traspolándolo al ámbito de validez territorial y sin


pretender hacer un estudio al fondo sobre la validez espacial de las normas del Derecho
Canónico, bien podría decirse que las normas que ha impuesto la autoridad del Papa rigen a
todos los católicos, sin importar el territorio que ocupen. En el caso venezolano, el Estado ha

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reconocido de forma expresa el poder espiritual de la Iglesia Católica y el derecho que tiene la
misma de promulgar las normas que a bien tenga para la prosecución de sus fines, tal como
disponen los artículos I y II del Modus Vivendi que fuese aprobado por Venezuela a través de la
Ley Aprobatoria del Convenio Celebrado entre la República de Venezuela y la Santa Sede
Apostólica publicado el 30 de Junio de 1964 en la Gaceta Oficial de la República de Venezuela
Nº 27.478.

El Estado Venezolano continuará asegurando y garantizando el libre y pleno ejercicio


del Poder Espiritual de la Iglesia Católica, así como el libre y público ejercicio del
culto católico en todo el territorio de la República. El Estado Venezolano reconoce el
libre ejercicio del derecho de la Iglesia Católica de promulgar Bulas, Breves,
Estatutos, Decretos, Cartas Encíclicas y Pastorales en el ámbito de su competencia y
para la prosecución de los fines que le son propios. (Arts. I y II del Concordato
suscrito entre Venezuela y la Santa Sede)

II. Derecho penal canónico

Como punto previo al centro de este trabajo debe tratarse lo relativo al Ius Puniendi
atribuido a la Iglesia Católica, porque atendiendo al carácter societario de la misma, se debe
sostener, que como en toda sociedad existen actos humanos que transgreden el orden establecido
por las normas positivas, debe existir un cuerpo normativo que prevea las sanciones aplicables
ante tales hechos.

Ninguna sociedad está exenta que en el seno de la misma surjan conductas violatorias de
las normas establecidas y la sociedad católica no escapa de este hecho que presupone la
normalidad del delito.

Recordando las palabras del sociólogo francés Emile Durkheim (1972) “El delito es
normal, una sociedad exenta del mismo es absolutamente imposible” (p.100), la existencia de
actos desviados que atenten contra las normas canónicas, presupone consecuencialmente la
existencia de un conjunto de normas que los sancionen. La Santa Sede en ejercicio de su Ius
Imperium se dispone en crear un conjunto de normas penales en el CIC atendiendo a la

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protección de sus intereses y al castigo de las conductas que violen las normas que todo
bautizado ha de cumplir. Vale citar a Ortiz (1980), quien afirma:

La dimensión jurídica de la Iglesia exige, como la de toda sociedad, unos


instrumentos de la misma índole, con la finalidad de defender sus intereses
fundamentales: éste es precisamente el fin del Derecho Penal Canónico. Ahora bien,
se trata de un arma propia de esta doble realidad, Cuerpo místico de Cristo y sociedad
jurídicamente estructurada, que es la Iglesia. Arma que es aplicación de la «severa
justicia de la misericordia divina (p.480)

Este Derecho Penal Canónico no se funda en el mero castigo por la comisión de un


hecho ilícito, sino que está orientado a la reflexión y el rescate de la persona que recibe la
sanción, tal como señala Pascual (2010) “Cualquier castigo o pena en la Iglesia católica tiene
sentido sólo si está orientado al rescate de quien es castigado” (p.397)

Las penas canónicas son las sanciones legales que aplica la Iglesia Católica según las
reglas de derecho positivo, a los sujetos con personalidad jurídica canónica que hayan
transgredido el ordenamiento legal canónico. El CIC en el canon número°1311 dispone que “La
Iglesia tiene derecho originario y propio a castigar con sanciones penales a los fieles que
cometen delitos”. Sobre lo anterior Martínez (1986) explica:

Pena eclesiástica o canónica es la que infringe la Iglesia, según las normas del
Derecho canónico. Desde los tiempos más remotos de la vida de la Iglesia, las
sanciones, con su carga coactiva, se consideraron un factor necesario de su
ordenamiento jurídico. Todo clérigo quedaba sujeto a las penas eclesiásticas que
podían afectarle por desobedecer las normas y, en especial, por actuar con negligencia
o de forma no conveniente a tenor de las leyes propias de su estado. (p.43)

Esas sanciones legales que prevé el Derecho Penal Canónico son sólo aplicables a las
acciones que estén tipificadas como delitos por el Derecho; por lo que se debe diferenciar al
pecado de lo que constituye delito, en virtud que el ámbito de acción de las penas canónicas
recae sobre lo segundo. El pecado de acuerdo a las enseñanzas del Catecismo Católico es una
falta contra el amor verdadero para con Dios y el prójimo. La Biblia, en Salmos 51:6 dispone que
el pecado se considera “una ofensa a Dios”. El delito particularmente, presupone la ejecución de

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una conducta que la Ley Positiva Canónica prevé como típicamente antijurídica. Vermeersch y
Creusen (1928) citados por Lagges (2003) describen el delito “como una especie particular de
pecado al que se ha añadido una pena” (p.75); el referido autor, sobre este punto señala:

Hay que comenzar por distinguir lo que es pecado y lo que constituye un delito…. El
pecado es generalmente materia de fuero interno, mientras que los delitos son
violaciones externas de una ley. Un clérigo puede cometer un pecado sin ser culpable
de delito. Para que sea castigado penalmente por una acción, debe tratarse de una
acción tipificada como delito por el derecho. (p.74-75)

Así pues, una “ofensa al amor verdadero para con Dios o con el prójimo” puede ser
constitutivo de delito, siempre que la acción haya sido tipificada como delito por el Derecho de
la Iglesia y se haya estipulado la sanción imponible por su comisión. El mismo CIC en el canon
número°1321 dispone:

1. Nadie puede ser castigado, a no ser que la violación externa de una ley o
precepto que ha cometido le sea gravemente imputable por dolo o culpa. 2.
Queda sujeto a la pena establecida por una ley o precepto quien los infringió
deliberadamente; quien lo hizo por omisión de la debida diligencia, no debe
ser castigado, a no ser que la ley o el precepto dispongan otra cosa. 3.
Cometida la infracción externa, se presume la imputabilidad, a no ser que
conste lo contrario.

De la anterior disposición canónica se desprenden varios elementos de valor; en primer


lugar, resalta que para que sea aplicable una pena eclesiástica, debe tratarse de la violación de
una ley o precepto, lo que implica un reconocimiento tácito del principio “nullum crimen, nulla
poena sine lege”. Además, la violación a la norma ha de ser externa, por lo que ipso iure se
excluye del campo sancionatorio los actos del fuero interno (actitud interna, pensamientos,
deliberación), atendiendo a la máxima penal “cogitationes poenam nemo patitur” Regatillo
(1951) citado por Lagges (2003) expresa: “una violación interna del derecho no daña el orden
social; corresponde al legislador definir lo que perturba a la sociedad eclesial, y por consiguiente
lo que está sujeto a sanción” (p.76). Por último se estipula una presunción de culpabilidad, ya
cometida la infracción externa, a menos que conste lo contrario.

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De igual forma, para el Derecho Penal Canónico la intención criminal es esencial, ya que
presupone el discernimiento y la elección deliberada de ejecutar un acto en franca contravención
a las normas canónicas; idea que expresa Núñez (1999) cuando explica que la intención criminal
presupone el discernimiento, esto es, la voluntad libre y la conciencia del hecho cometido. El
que no puede discernir no tiene capacidad delictiva. Carecen de ella los enajenados mentales, los
privados de conciencia (por fiebre violenta, sueño, sonambulismo, ira, intenso dolor, entre otros).
El autor antes mencionado, hace una interesante reflexión en relación al dolo y a la culpa como
elementos circundantes del hecho punible, previsto en el CIC, al decir:

El derecho penal canónico distingue el dolo. Este existe cuando el agente, con ánimo
deliberado, realiza una acción para cometer el delito fanímus, malum studium) o
según su previsión debe o no producir ese efecto (sciens, scienter). Este dolo no se
distinguió claramente de la culpa. A veces, el tipo delictivo se integra con un
elemento subjetivo (animus occidendi, animus lucrijaciendi)…. La culpa consiste, en
sentido objetivo, en la relación entre la conducta del agente y un resultado no
querido, pero que había debido y podido evitar (negligentia). En sentido subjetivo,
significaba una ignorancia reprochable de los efectos dañosos de una acción u
omisión (imperitia, ignorantia). Excusan la ignorancia y el error de hecho sobre los
elementos esenciales del delito. Ellos atenúan si recaen sobre circunstancias
agravantes o que cambian la especie delictiva. Pero la regla tiene excepciones. La
ignorancia y el error de derecho no excusan, aunque atenúan. También excusa la
violencia moral (vis compulsiva). Coactus, tamen voluit. (p.26)

Dicho lo anterior, se erige entonces esta rama del Derecho Canónico, como la
herramienta que posee la Iglesia Católica para sancionar los delitos que cometan sus fieles,
siempre y cuando se verifiquen ciertas circunstancias que resulten en la intención de haber
cometido el acto o haber sido de algún modo, por negligencia, imprudencia o ignorancia,
responsable de la acción típicamente prevista en las normas canónicas.

III. Revisión del Sigilo Sacramental a la luz del Codex Iuris Canonici de 1983.

Es Pierre le Chantre quien acuña el clásico término “sigilo sacramental” para referirse al
secreto derivado del sacramento de la penitencia o confesión y además esgrime una fuerte
defensa al afirmar que el sacerdote oye los pecados de la confesión como representante de Dios y

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no como hombre. La protección al sigilo sacramental es de vieja data, ya en el siglo X se


comienzan a ver pasos formales para sancionar a aquellos sacerdotes que revelaran lo conocido
en confesión, pero no es prudente profundizar en su entramado histórico, por no ser el centro del
presente trabajo y que ya existe basta literatura al respecto.

Para comenzar vale decir que el sigilo sacramental comprende lo que es oído en
confesión por el sacerdote. El sacramento de penitencia o confesión es un reconocimiento de los
pecados cometidos que el fiel hace ante el sacerdote, en busca del perdón. Para Silva (2005)
“Por medio de una acción de reconocimiento externo de los pecados cometidos, se obtiene el
perdón de Dios y el reencuentro en la comunión plena con El y su Iglesia1” (p.460)

Diversos autores han definido el sigilo sacramental, a partir de la definición legal que
dimana del CIC, por lo que se trae a colación la conceptualización brindada por Silva (2005):
“Por sigilo sacramental se entiende la obligación estrictísima de guardar bajo secreto absoluto
los pecados que el penitente declaró en la confesión en orden a la absolución sacramental”.
(p.460). El sigilo sacramental obliga por Derecho Canónico a no revelar bajo ninguna
circunstancia lo oído en confesión, so pena gravísimas sanciones eclesiásticas. Inclusive puede
invocarse la historia de San Juan Nepomuceno, a quien algunos historiadores le atribuyen el
haber soportado el martirio por no revelar lo oído en confesión, para demostrar lo estricto e
inflexible de tal obligación de guardar en secreto lo que el fiel ha dicho a su confesor. La
confidencialidad, es el elemento definitorio del secreto y es una característica indisoluble e
inviolable de la confesión. Palomino (1999) explica:

De una parte, el sujeto relevante lo hace en la medida en que es miembro, fiel o


seguidor de un grupo religioso, y accede a la revelación real como a un medio de
carácter cultural o próxima este carácter. De otra parte, el depositario de la revelación
lo hace en razón de una cualificación particular de la que le dota el grupo religioso al
que pertenece. El elemento objetivo queda impregnado de los elementos anteriores. Es
decir: confidencialidad como elemento definitorio e identificación externa como
verdadero secreto. (p.24)

1
El planteamiento magisterial sobre el sacramento está contenida en la exhortación apostólica
Reconciliatio et paenitentia, de Juan Pablo II, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la
Iglesia hoy. Acta Apostolicae Sedis 77 (1985), pp. 185-275.

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Según lo que establece CIC de 1983, específicamente en su canon número°983: “El


sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor
descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo”. De igual
forma el párrafo 2º de la misma norma canónica distingue el sigilo sacramental de la obligación
del secreto en estos términos: “También están obligados a guardar secreto el intérprete, si lo hay,
y todos aquellos que de cualquier manera hubieran tenido conocimiento de los pecados por la
confesión”.

La protección al sigilo sacramental implica también para el confesor la exención de la


obligación de declarar en juicio en relación a lo que conoce por razón de su ministerio. Para
Precht (2004) “así como existe el deber de guardar secreto, existe el derecho de guardar silencio
frente a terceros ajenos a la relación confidencial.” (p.339). El canon número°1548 dispone la
exención de responder en juicio para “los clérigos, en lo que se les haya confiado por razón del
ministerio sagrado”. El mismo código, en su canon número°1550 declara la incapacidad del
sacerdote para ser testigo. A saber: “los sacerdotes, respecto a todo lo que conocen por confesión
sacramental, aunque el penitente pida que lo manifiesten; más aún, lo que de cualquier modo
haya oído alguien con motivo de confesión no puede ser aceptado ni siquiera como indicio de la
verdad”. Sobre lo anterior, es pertinente traer la justificación que da el profesor Palomino (1999):

1. El ejercicio de la facultad de testificar está remitido incondicionalmente por la


ley a la conciencia del confidente; en consecuencia, la voluntad del confidente
o depositario debe ser respetada;
2. El respeto a la voluntad del confidente viene, además, avalado por las
sanciones penales que en situaciones regulares castigan la revelación de
secretos.
3. De igual manera que el depositante no puede impedir la revelación del secreto
ante el interés superior de la justicia, dicho depositante no puede obligar, por
su solo consentimiento, a la exposición testifical.
4. El interés que subyace a la facultad de abstención no es solo la protección del
depositante o relevante, sino la propia conciencia del confidente, sus intereses
profesionales, deontológicos, etc., o la evaluación del daño que podría
producirse a terceros, a juicio del mismo confidente;

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5. El reconocimiento legislativo de la facultad de abstención y su no


disponibilidad por parte del relevante, asegura la coordinación entre las
exigencias del Derecho estatal y las del Derecho confidencial (p.111)

De lo previamente expuesto puede deducirse que no hay excepciones en cuanto a la


prohibición expresa de revelar lo que se ha sellado en confesión, ni aun cuando el relevante lo
autorice y pida expresamente. La negativa a declarar por parte de un sacerdote aun cuando el
penitente permitiera romper el sello de lo dado en confesión, no puede ser valorada como una
actitud arbitraria e injustificada, sino más bien como un acto conforme a una convicción
sacerdotal alineada a los principios teológicos y jurídicos que postulan protección y el cuidado
que merece el sacramento de la penitencia o confesión de la Iglesia Católica.

Habiendo hilvanado lo anterior vale decir que la legislación penal patria, ratifica lo
dispuesto por la norma canónica y concede las mismas exenciones. El Decreto con Rango, Valor
y Fuerza de Ley del Código Orgánico Procesal Penal (2012) en su artículo 271, ordinal segundo,
concede el derecho a no denunciar por motivos profesionales, respecto de las noticias que se les
haya revelado en el ejercicio de sus funciones bajo secreto, a los ministros de cualquier culto. De
igual forma, la norma adjetiva penal preceptúa la exención de declarar al delimitar:

Artículo 210: No están obligados a declarar: (…) 2. Los ministros o ministras de


cualquier culto respecto de las noticias que se le hubieren revelado en el ejercicio de
las funciones propias de su ministerio.

Ante tales disposiciones legales, representaría una flagrante violación a la ley penal
nacional y a las disposiciones canónicas, que por mandato jurisdiccional se obligara a declarar a
un sacerdote sobre lo que ha oído por motivos de su ministerio, en secreto de confesión. Ante el
hipotético caso que algún Juez ordenara a un sacerdote a declarar sobre las cosas oídas en
confesión, algunos canonistas han estipulado que el sacerdote podría jurar sin incurrir en falso
testimonio, que no sabe absolutamente nada; asunto que según los teólogos y canonistas es
cierto ya que el sacerdote nada sabe cómo hombre, sino únicamente como ministro de Dios.

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Actualmente los Estados son rigurosos en la protección del sigilo sacramental, pues suprimir
su validez representaría un atentado contra la libertad religiosa, hoy en día reconocido como un
derecho fundamental. Para Silva (2005):

El poder supremo del Estado no debe, por lo tanto, conforme al derecho natural y
cristiano, ejercerse en forma de impedir o limitar esa libertad de pensamiento y de
convicción religiosos. Ni la fuerza coactiva que maneja, ni la infinidad de formas de
presión psicológica y moral que están a su disposición, pueden emplearse por el
Estado para forzar una adhesión ni para prohibir que se abrace o se robustezca la idea
de lo divino acogida en la profundidad de la persona del hombre. (p.464)

Es lógico, consecuencialmente que a los términos de prohibición absoluta de revelar lo dado


en confesión se lo acompañen en la CIC con sanciones del máximo rigor a los contraventores, en
razón de la magnitud del acto, que es calificado por diversos autores como un sacrilegio
gravísimo contra el sacramento de la penitencia o confesión.

IV. Pena máxima del derecho canónico: la excomunión

Ante la violación del sigilo sacramental, la Iglesia Católica ha previsto la aplicación de la


sanción penal eclesiástica más severa; el canon número°1388 del CIC dispone que “El confesor
que viola directamente el sigilo sacramental incurre en excomunión latae sententiae reservada a
la Sede Apostólica”. Previo al estudio de las consecuencias y repercusiones de esta sanción
eclesiástica, que van desde impedir la recepción de los sacramentos hasta prohibir el ejercicio de
ciertos actos eclesiásticos, es de gran valía señalar que la excomunión es una pena aplicable ante
pecados de especial gravedad y es concebida como una sanción de censura. La excomunión es
una institución jurídica que pertenece a la potestas ligandi que tiene la Iglesia Católica y que se
le atribuye a quien en cada momento histórico, preside la misma. Una de las mayores
contribuciones teóricas sobre este asunto, fue la del pontífice número°247 de la Iglesia Católica

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Benedicto XIV2 (1747) quien delimitó las consecuencias de la excomunión al decir que de todas
las censuras, dentro de las más graves está la excomunión, por la cual a los fieles se le priva del
bien espiritual, se separa de la Iglesia, de la comunión y de la compañía de los demás fieles.

Según Pascual (2010) “la excomunión es una sanción penal de la iglesia que se aplica
ante pecados de especial gravedad, y con la que se busca rescatar al pecador a través de un
camino penitencial”(p.383). La pena de excomunión es vista por algunos doctrinarios como una
pena medicinal, pues procura curar y ayudar a quien ha cometido un delito de mayor
importancia. Otra definición importante de excomunión, la da Ortiz (1980) al decir que:

La excomunión separa de Dios y el excomulgado es entregado a la potestas satanae.


La excomunión presupone una culpa por causa del pecado que da lugar a la
excomunión; supone carencia de gracia. Sin embargo la pena y la culpa tienen efectos
distintos: mientras que el pecado no excluye al pecador del Cuerpo de Cristo, la
excomunión separa del mismo; el pecado tiene una eficacia meramente interna y la
excomunión también respecto a penas extrínsecas; el pecado se comete con
conocimiento del sujeto y la excomunión puede imponerse externamente sin
conciencia del pecado causa de la misma; el pecado se perdona por la absolución
sacramental y la excomunión se remite o absuelve por la autoridad eclesiástica
legitima. (p.483)

Habiendo delimitado conceptualmente la excomunión, se debe señalar que en el caso de


la fractura del sigilo sacramental ésta opéra automáticamente, pues se trata de una sanción latae
sententiae. La división clásica de esta pena es “lateae sententiae” o “ferendae sententiae”, sobre
lo que Martínez (1986) explica:

La primera produce su efecto por la propia fuerza de la ley; esto es, cuando la pena ya
existe impuesta por el Derecho canónico y su aplicación sucede al delito de manera
automática. Las segundas, se imponen por virtud de una sentencia del juez, que debe
conformarse a las prescripciones canónicas…. En la práctica la diferencia es notable y
estriba en que mientras las excomuniones «ferendae sententiae» no se imponen al
procesado hasta que haya sido formalmente condenado> las «latae sententiate»>
llamadas también «ipso facto», operan automáticamente, de forma que se considera el

2
Benedicto XIV (1747) citado por Ortiz (1980) “«Omnium censurarum, gravissima est excommunicatio,
per quam fidelis, non hoc, aut iIIo spiritali bono privatur, sed, tamquam putridum membrum, ab Ecclesia
abscinditur, atque a fidelium communione, et consortio separatur.”(p.482)

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

canon o texto en el que se contienen como suficiente monición, surtiendo al momento


una serie de efectos que no requieren ejecución externa. Entre estos efectos cabe citar
la exclusión de la comunión de los fieles y de participar en el sacrificio de la misa, la
prohibición de ejercer las funciones sagradas, la privación de la jurisdicción y la
inhabilidad para los oficios. (p.44)

La estipulación eclesiástica de una pena «latae sententiae» es propia del Derecho


Canónico. Si bien es cierto que parte de la doctrina adopta un criterio que apoya esta clase de
penas, basado en su utilidad y en virtud que constituyen un presunto mecanismo de “prevención”
de infracciones, por el contrario, existe un sector canonista que se opone a esta modalidad de
aplicación de las penas canónicas, por cuanto condenan al infractor sin una evaluación previa de
las circunstancias que rodean a la comisión de tal hecho merecedor de la aplicación de la pena
más severa prevista por el Derecho Canónico. Habiendo delimitado lo anterior vale afirmar que
la excomunión se trata de una censura eclesiástica cuyo sujeto pasivo es un bautizado y que tiene
por efecto privar de la communio fidelium. El poder de aplicar tal sanción no solo está reservado
al romano pontífice; el CIC faculta de potestad ordinaria para imponer la excomunión a quienes
tienen jurisdicción eclesiástica ordinaria en el fuero contencioso o externo; es decir, se prevé la
posibilidad que otros miembros de la jerarquía eclesiástica puedan aplicar tal pena de
excomunión, por lo que resulta prudente traer a colación la clasificación magistral que ofrece
Ortiz (1980) en su tesis doctoral, sobre los sujetos eclesiásticos dotados del poder legal para
aplicar ésta pena, a saber:

En concreto, son sujetos activos:


1. El Romano Pontífice, para todos los fieles y en todo el Orbe.
2. Los Obispos y otros Ordinarios en sus territorios y diócesis respectivas; los
Arzobispos sólo a sus súbditos propios pero no a los sufragáneos sino en causa de
apelación y en el tiempo de la visita canónica.
3. Los Cardenales en las Iglesias de su título
4. Los Legados de la Sede Apostólica en el territorio de su Legación.
5. El Capítulo Catedralicio, en Sede vacante.
6. El Vicario General, no sólo del Obispo sino también del Capítulo en Sede vacante.
7. «Praelati et Praepositi Ecclesiarum Collegiatarum», y otros con jurisdicción en el
fuero externo de la Iglesia.
8.Los Abades y demás Superiores Regulares, no sólo Generales y Provinciales, sino
también locales, como los Priores, Rectores y otros semejantes, respecto de sus
súbditos.

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9. Los Concilios Generales y Provinciales en su Provincia o Nación, así como los


Capítulos o Congregaciones tanto Generales como provinciales, de todos los Regulares”
(pp. 507-508).

A estas alturas, habiendo descrito quienes pueden imponer la sanción de excomunión,


vale decir que tal medida solo recae sobre los bautizados, en razón que sólo sobre ellos recae la
potestad de la Iglesia Católica; sin embargo existen ciertas excepciones y circunstancias
especiales importantes de señalar; en primer lugar en relación a los muertos “católicos”, éstos no
pueden ser objeto de esta sanción en razón que la Iglesia no tiene jurisdicción sobre ellos, pero
aquellos que murieron excomulgados la Iglesia tiene el poder de privarlos de sepultura
eclesiástica. En segundo lugar vale mencionar, que los privados de razón, están exceptuados de
poder recibir tal sanción atendiendo a la no intencionalidad, en el supuesto de que cometan un
acto que merezca tal pena.

Otro criterio a destacar es que quien recibe la sanción debe ser súbdito de quien la
impone, es decir debe estar sometido a su autoridad, por lo que se afirma que quienes están
facultados para imponer la sanción, no pueden imponerla sobre otros de igual rango o de superior
jerarquía. En relación al máximo jerarca de la Iglesia Católica, Ortiz (1980) explica: “El Romano
Pontífice no puede ser excomulgado por nadie; únicamente si incide en herejía manifiesta, caería
en excomunión dada a iure a los heréticos” (p.509). Ante la interrogante de ¿Quién puede ser
excomulgado? Ferraris3 (1852) citado por Ortiz (1980) responde: “Solo los cristianos
delincuentes contumaces, capaces de razonar y sometidos a la jurisdicción del juez que los
excomulga”. (p.511) Traducción del autor.

El excomulgado, sin pretender profundizar sobre este punto, posee un derecho natural a la
legítima defensa, por lo que tiene el recurso legal de apelar sin haber sido absuelto frente a la
injusticia o incompetencia del Juez. Se trata de una apelación en juicio y de una sentencia de
excomunión.

3
¿Quién puede ser excomulgado? Ferraris (1852) contesta: «Solummodo Christiani viatores graviter, et
contumaciter delinquentes, rationis capaces, et iurisdictioni Iudicis ferentis Excomrnunicationem
subiecti»

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

V. El estado de necesidad justificado frente a la confidencialidad pétrea del Sigilo


Sacramental

El Derecho Penal Canónico prevé como una de las causas eximentes de responsabilidad
penal, al estado de necesidad; por lo que a estas alturas resulta obligatorio evaluar la posibilidad
de subsumir jurídicamente el hecho que un confesor a quien se le ha confiado un escenario de
bomba de relojería revele lo oído e confesión a causa de un “estado de necesidad”. El estado de
necesidad, para Von Liszt citado por Jiménez (2009) es definido como “una situación de peligro
actual de los intereses protegidos del Derecho, en el cual no queda otro remedio que la violación
de los intereses de otro, jurídicamente protegido”. (p.421). Otra definición pertinente, es la que
brinda Grisanti (2010) al decir:

El estado de necesidad es una situación de peligro grave, actual o inminente y no


causada, o al menos no causada dolorosamente por el agente (o sea por la persona que
invoca a su favor esta causa de justificación eximente de responsabilidad penal) para
un bien jurídico (nuestra vida o nuestra integridad personal, la vida o integridad
personal de otro) que solo puede salvarse mediante el sacrificio de un bien jurídico
ajeno. (p.149)

De las definiciones anteriormente citadas se desprenden los requisitos concomitantes para


que opere el estado de necesidad. En primer término, debe tratarse de un peligro grave y actual;
de igual forma se precisa que el agente que invoca la causa de justificación no haya originado el
hecho en el que se funda la necesidad y por último que sea inevitable tomar esa medida para
proteger el bien jurídico superior. Jiménez (2009) explica que “El necesitado tiene el derecho de
solventar el conflicto de bienes, salvaguardando el superior aun a costa del sacrificio de interés
jurídico de entidad menos considerable”. (pp.423-424).

En el caso objeto de estudio, puede fácilmente evidenciarse, que se dan todos los
supuestos para que opere el estado de necesidad; pero en aras de delimitar con amplitud a esta
causa eximente de responsabilidad penal, se debe señalar que la doctrina penal ha establecido
dos tipos de estado de necesidad, uno justificante y otro disculpante; la doctrina del Ministerio

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Público de la República Bolivariana Venezuela (2009) recoge adecuadamente tal clasificación


del estado de necesidad al explicar:

Cuando el bien jurídico protegido es mayor al lesionado, se entiende que el Estado de


Necesidad es Justificante; mientras que, si el interés afectado guarda un valor igual o
similar al protegido, estaremos en presencia de una causa de Exculpación, también
conocida como Estado de Necesidad Disculpante. (p.94)

Es forzoso traer a colación un análisis hecho por Molina (2005), en donde destaca el error
que puede cometerse de la errónea lectura del estado de necesidad. El autor señala:

Es una regla que, al menos en una primera lectura, parece autorizar acciones tan
intuitivamente incorrectas como extraer un riñón a una persona sana contra su
voluntad para trasplantárselo a quien lo necesita imperiosamente para salvar su vida...
O torturar a un detenido para obtener una confesión que permita evitar un sangriento
atentado terrorista. (p.269)

En los casos precedentes la institución del estado de necesidad se ve franca e


inaceptablemente desnaturalizada. Sin embargo, se hace evidente, que en el caso del escenario
de bomba de relojería, hipótesis planteada al inicio de este estudio, puede subsumirse
válidamente la conducta de romper el sigilo sacramental fundado en un estado de necesidad
justificante, debido a que la respuesta del sacerdote de romper el sigilo sacramental se estaría
originando ante una situación de peligro actual e inminente cuyo responsable es el penitente
confesado y tal medida se toma con el objetivo de proteger un bien jurídico superior,
representado por la vida e integridad física de las personas que estén en el hospital, que habrían
de morir o ser lesionados gravemente si el artefacto estallara.

En este caso, se está en presencia de un dilema legal: por un lado se erige el estado de
necesidad justificante que exime de responsabilidad penal a quien ejecuta una conducta que
lesiona derechos ajenos, en medio de un peligro grave e inminente para salvar un bien jurídico
superior o de igual valor y por otro lado se encuentra una institución canónica que pareciera no
admitir excepciones ni siquiera ante escenarios trágicos como el de la bomba de relojería. Llovet
(2010) señala: “Los casos de ticking bomb o de “Harry el sucio” verdaderamente problemáticos,
y con los que se apela a los sentimientos –en vez de a la razón- tienen una estructura de legítima

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

defensa de terceros” (p.25). No hay duda, de lo extraordinario de esta situación y cabría


preguntarse ¿Deben utilizarse las respuestas tradicionales del Derecho usadas en situaciones de
“normalidad” para casos realmente excepcionales? Greco (2007) responde tal interrogante sobre
la diferenciación entre la situación normal y la situación de excepcional (de emergencia) y
explica que no deben parecerse las reglas vigentes en la situación normal y en la situación
excepcional, puesto que toda regla trasciende a la situación. ¿Debe entonces sostenerse la
inviolabilidad del sigilo sacramental ante casos realmente excepcionales? ¿Existe la disposición
racional de dejar morir a esos seres humanos, por la protección de esos principios abstractos?
Sería osado y además pareciera inoficioso, como en efecto lo es, preguntarse si “Dios”
calificaría como una falta gravísima, inaceptable e injustificable, la conducta del sacerdote que
violara el sigilo sacramental ante estas circunstancias. Las consecuencias deben ser ponderadas y
tal prohibición de revelar lo oído en confesión pareciera tener que ceder ante esta circunstancia
excepcional. Luban4 (2005) resalta: “Las consecuencias cuentan, y las abstractas prohibiciones
morales deben ceder el paso al cálculo de las consecuencias. (p.1440)” Traducción propia.

VI. El choque de intereses: la teoría de la bomba de relojería frente a la inviolabilidad del


secreto de confesión

El escenario central del presente trabajo presupone un conflicto de intereses ante el cual el
Derecho está obligado a brindar una solución; en el caso de un confesor a quien se le ha revelado
la instalación y ubicación de una bomba de relojería que está por explotar y que
consecuencialmente acabará con la vida de personas inocentes, cabe preguntarnos ¿Qué hay en
cada platillo de la balanza?; en primer lugar tenemos una prohibición absoluta de revelar lo que
ha sido sellado por el sigilo sacramental, que como se ha dicho en reiteradas ocasiones, es una
regla canónica que de entrada no admite excepciones; incluso existen autores como Salinas
(2009) quienes consideran que el sigilo sacramental jamás y por ningún motivo debe ser violado
por el ministro de este sacramento, incluso con el riesgo de perder la propia vida. En el segundo
platillo de la balanza recaen las vidas de decenas de inocentes que pudiesen ser salvados con la
sola revelación de lo dado en confesión. ¿A qué argumento habría que darle más peso? ¿Cuál
4
David Luban (2005) “Consequences count, and abstract moral prohibitions must yield to the calculus
of consequences” (p.1440)

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habría de ser la respuesta del Derecho Canónico ante un caso hipotético en donde colida la
solemnidad y el valor de una norma que está orientada a salvaguardar uno de los derechos
fundamentales como lo es el de la libertad religiosa y la vida de seres humanos inocentes?

Seguramente si tal premisa fuese valorada por la sociedad en general se inclinarían a permitir
el establecimiento de una excepción legal ante la inviolabilidad del sigilo sacramental; motivado
no por un razonamiento holístico que evalúe todas las aristas intervinientes, sino por una carga
“emotiva” representada en la vida de seres humanos. Pero como bien es sabido hay asuntos que
escapan del ámbito de lo decidible y este es uno de esos casos. Las mayorías jamás podrán
convertir en inocente al culpable y así sucesivamente. La dificultad en este escenario, es
producto de una confrontación de índole axiológica, legal, religiosa, consuetudinaria; es decir,
son muchos los elementos que han de ser valorados para poder emitir el dictamen más
beneficioso. Para Molina (2005)

La dificultad de estos casos reside ante todo en los graves dilemas éticos que hay
detrás; esto es indudable. Pero en la medida que existan, el derecho está obligado a
resolver los problemas éticos, por profundos que sean. El juez no puede quedarse
quieto diciendo: "verdaderamente es un caso difícil; no sé qué hacer"; el juez tiene
que resolver, y si no lo hace, por ejemplo amparándose en la oscuridad de la ley,
incurre en responsabilidad penal. Pero el juez debe responder según lo que diga la ley,
no según su personal valoración, así que la misma ley que le impone la obligación de
juzgar debe contener la respuesta para los problemas que se le puedan plantear, de
manera que su labor no sea creativa en el sentido más fuerte de la expresión. (p.267)

En relación al hecho que se enmarca desde una realidad presente en el Derecho


Canónico, se debe señalar que los canonistas muchas veces deben valorar elementos que escapan
del plano legal y ponderar datos que provienen de otras disciplinas. Tal como expresa Borrero
(2002), al decir: “En buena lógica, el canonista no sólo habrá de tener muy presente los
elementos estrictamente jurídicos sino que también deberá acudir a elementos metajurídicos y a
los datos provenientes de campos diferentes del saber” (p.257). Ante tal circunstancia, no sólo
debe evaluarse la prescripción de las normas canónicas, sino, que también deben verificarse los
elementos que rodean al hecho y sus repercusiones. Sin embargo en principio pudiese afirmarse
que en situaciones donde coliden dos bienes jurídicos tutelados y salvaguardados por la ley debe

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

optarse por causar el menor daño; ¿pero qué criterios habrían de tomarse para causar el menor
daño? Molina (2005) explica que “ese principio” que en situaciones de conflicto el Derecho
debe lógicamente inclinarse por el mal menor tiene tal fuera persuasiva que cualquier propuesta
de justificación debe ser sometida a este rasero. Señala también que en el estado de necesidad la
ponderación debe ser compleja; esto es, no debe limitarse a confrontar de manera superficial los
bienes más conspicuos del conflicto, sino que debe abarcar todo lo que está en juego. En el
escenario objeto de estudio, lo que “está en juego” ya ha quedado bien delimitado.

Vale decir antes de delimitar la validez o el peso del argumento del “ticking bomb” y
establecer hacia donde habría de inclinarse el Derecho, que este escenario de “bomba de
relojería” no es una mera hipótesis o un simple caso teórico estudiado desde el plano académico
a la luz de los últimos hechos de terrorismo internacional; sino más bien es un supuesto que se ha
repetido bajo diversas modalidades desde periodos bastante remotos.

En efecto el argumento de bomba de relojería es una de las mayores complejidades a las


cuales el sector académico ha de enfrentarse en especial el Derecho Penal. Forma parte de esas
preguntas complejas a las cuales debe atender la doctrina penal. Sobre este punto resulta
pertinente traer a colación una reflexión que utiliza Molina (2005) al iniciar una de sus obras, en
donde pregunta: ¿En qué se parecen y en qué se diferencian un padre/o madre de un penalista?;
y señala que la principal semejanza es que a ambos les hacen preguntas muy difíciles de
contestar; y se diferencian en lo que importan sus respuestas. Dicho autor pone como ejemplo:

Los padres tienen que contestar con frecuencia a preguntas como ¿quién puede más,
un elefante o una ballena?"; los penalistas tenemos que contestar con frecuencia a
preguntas como ¡¡ ¿podría justificarse la muerte de un inocente para salvar la vida de
otro?", o ¡¡¿podría torturarse a un detenido para salvar la vida de un niño que éste
tiene secuestrado y en paradero desconocido?" o, ¿por qué no?, ¡¡¿podría importarse
droga en el intestino para costearse la operación a vida o muerte de un hijo?. (p.266)

La diferencia fundamental, señala el precitado autor, es que los padres pueden dar
cualquier respuesta, sin importar su veracidad o su pertinencia en razón de que el interlocutor
jamás habría de presenciar una pelea “entre un elefante y una ballena”; pero es diferente el caso

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de los penalistas y estudiosos del Derecho ya que en algún momento pueden darse aquellos
casos de necesidad extrema, de opción trágica, en donde la amenaza y las consecuencias sean
realmente graves.

Ahora bien, atendiendo al eje de esta sección en relación al choque de intereses, pudiese
considerarse que desde una óptica meramente utilitarista, basado únicamente en el acto, sí solo
se compara el daño causado por revelar el secreto que el penitente ha confiado al confesor (ha
puesto una bomba de relojería que ha de explotar en poco tiempo y acabará con la vida de seres
humanos), el bien que produciría romper el sigilo sacramental se traduciría en salvar vidas por
tanto la justificación de establecer una excepción sobre la inviolabilidad del sigilo sacramental
pudiese parecer plausible. ¿Son suficientes los argumentos que sostienen la inviolabilidad del
sigilo sacramental, para que el confesor opte por respetarlo aún en los casos en donde está en
riesgo la vida de otros seres humanos? Greco (2007) señala que

La regla vive, en realidad, únicamente de la excepción”: en la discusión sobre los


casos de la bomba de relojería no se trata, finalmente, de nuestro comportamiento
hipotético ante una situación conflictiva imaginada, que ojalá nunca ocurriera, sino de
nuestro comportamiento actual y de las razones que lo sostienen. (p.22)

Atendiendo a lo anterior, el hecho de proponer el establecimiento de una excepción a la


prohibición de revelar lo sellado por el sigilo sacramental pudiese significar la fragilidad de la
libertad religiosa. Significaría abrir una puerta, que pudiese habilitar el debilitamiento de las
conquistas que ha logrado la humanidad en materia de derechos fundamentales, los cuales
atendiendo a la lógica anterior, pudiesen relajarse en casos excepcionales; atendiendo a que “el
derecho debe inclinarse por la lógica del mal menor”. Siguiendo en la misma orientación
canónica, ¿qué sucedería si una mujer revela en confesión que está envenenando a su marido?
¿No pudiese aplicarse la misma lógica del mal menor para intentar salvar la vida de aquel ser
humano? ¿O acaso sólo se permitiría revelar lo oído en confesión cuando se ponga en riesgo la
vida de “varias” personas?, así pudiesen esgrimirse cientos de preguntas. Esta lógica del mal
menor, puede resultar perversa sino es manejada con suma prudencia.

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

Algunos autores señalan que el argumento de la bomba de relojería, opera como un


“caballo de Troya” al cual se le abren las puertas y finalmente el castillo de los derechos
fundamentales es derrumbado. En el caso concreto puede decirse que se ha salvado una situación
concreta a cambio de condenar un número incontable de otras. Admitir una excepción sería una
pendiente resbaladiza que habilitaría muchos otros actos; sobre lo que inteligentemente Molina
(2005) se pregunta: “¿Por qué no justificar cualquier otra lesión de derechos? ¿Allanamiento de
morada, violación de correspondencia, prisión privada, etc., todo para conseguir desarmar la
bomba?, ¿en qué queda nuestro precioso y delicado sistema de derechos?” (p.280).

La ruptura del sigilo sacramental, pudiese en un caso concreto, resultar justo, pero
pudiese igualmente costar la destrucción de la institución que representa. ¿No debería evitarse la
muerte de estos inocentes revelando la información que el victimario ha dado en confesión?
¿Puede sostenerse el argumento de la “ruptura de dique” para evitar que surjan excepciones
sobre las normas fundamentales? ¿Qué precio habría de pagar la humanidad por mantener el
“preciado y delicado sistema de derechos”?

VII.¿Existen causas eximentes de responsabilidad del confesor que viola el secreto dado
en confesión?

Antes de evaluar, sí puede eximirse de responsabilidad en el Derecho Canónico a un


sacerdote que revela lo sellado por el secreto de confesión atendiendo a salvaguardar la vida de
terceros, como sucede en el escenario de la bomba de relojería, se deben hacer algunas
precisiones conceptuales alrededor del sacramento de la penitencia o confesión.

En primer término, cabe plantear las siguientes interrogantes: ¿Toda conversación que se
tenga con un sacerdote, por motivos de su ministerio está sellada por el secreto de confesión?
¿Para que la información que suministra el penitente o confesor, quede sellada por la confesión
debe producirse la absolución de los pecados que realiza el sacerdote en representación de Dios?
¿Cuáles son actos que dan por materializado el sacramento de la penitencia o confesión?

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A criterio del autor y atendiendo a lo dispuesto por el CIC y el Catecismo de la Iglesia


Católica, para que una información quede sellada y protegida por el sigilo sacramental esta debe
ser suministrada por el confesor, en el ejercicio del sacramento de la confesión, con el ánimo
inequívoco de obtener el perdón por los pecados cometidos y además atendiendo a lo dispuesto
en el canon número°964 del CIC, el cual señala:

El lugar propio para oír confesiones es una iglesia u oratorio; Por lo que se refiere a la
sede para oír confesiones, la Conferencia Episcopal dé normas, asegurando en todo
caso que existan siempre en lugar patente confesionarios provistos de rejillas entre el
penitente y el confesor que puedan utilizar libremente los fieles que así lo deseen. No
se deben oír confesiones fuera del confesionario, si no es por justa causa.

El sacramento de la Penitencia, según la disposición 1491 del Catecismo de la Iglesia


Católica (1992) está constituido por el conjunto de tres actos realizados por el penitente y por la
absolución del sacerdote. Los actos del penitente son, arrepentimiento, confesión o manifestación
de los pecados al sacerdote y el propósito de realizar la reparación y las obras de penitencia.
Teniendo en cuenta lo anterior, puede afirmarse que no sólo basta tener la intención de confesar
los pecados cometidos, sino que el penitente debe estar arrepentido de haberlos cometidos, por lo
que puede afirmarse, que si no hay arrepentimiento, tal confesión no ha de producir su principal
efecto, de reconciliar al fiel con la iglesia y con Dios, y habría que preguntarse si una confesión
que no surte sus efectos principales, puede considerarse como válida; es decir, ¿Es válida una
confesión, cuando el penitente no está arrepentido por los pecados cometidos? ¿Quedará sellada
la información que da el penitente no arrepentido al sacerdote en el ejercicio del sacramento de la
confesión?

Ahora bien, si el penitente ha cumplido con la carga que supone para él, según el
mandato de la Iglesia Católica para que éste materialice el sacramento de la penitencia o
confesión y es el sacerdote quien se niega a dar la absolución del pecado confesado ¿Puede
considerarse que se produjo la confesión y que tal hecho confesado queda protegido por el
secreto de confesión?; atendiendo a una interpretación en contrario, el canon número°980 del
CIC, se prevé la posibilidad de negar la absolución de los pecados, al prescribir: “No debe
negarse ni retrasarse la absolución si el confesor no duda de la buena disposición del penitente y

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

éste pide ser absuelto”; ante tal hecho, en donde no se dan los presupuestos necesarios del
sacramento de la confesión se pudiese afirmar que tal acción no habría de ser considerada como
una confesión válida protegida por el sigilo sacramental.

Aunado a lo anterior, si partimos de una interpretación gramatical del canon número°983


del CIC: “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al
confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo”
(Destacado nuestro) el Derecho Canónico se muestra inflexible al preceptuar una regla que no
recoge ninguna excepción. Postura, que no parece ser uniforme, en todos los menesteres del
Derecho Canónico que no muestra una postura tan “férrea” en relación por ejemplo, al derecho a
la vida, al tolerar la pena de muerte.

El Catecismo de la Iglesia Católica (1992) promulgado por la autoridad del Papa Juan
Pablo II, en su ordenación número°2267 dictamina: “La enseñanza tradicional de la Iglesia no
excluye, supuesta la plena comprobación de la identidad y de la responsabilidad del culpable el
recurso a la pena de muerte si ésta fuera el único camino posible para defender eficazmente del
agresor injusto las vidas humanas”. Es decir, aunque en una disposición precedente del mismo
instrumento, (ordenación número°2258) la Iglesia Católica declare que “La vida humana ha de
ser tenida como sagrada, porque desde su inicio es fruto de la acción creadora de Dios y
permanece siempre en una especial relación con el Creador”; la misma Iglesia prevé atendiendo
a una circunstancia extraordinaria en donde se observa la aplicación plena de la lógica del mal
menor, la vulneración del derecho a la vida cuando es el único “camino posible para defender del
agresor injusto a las vidas humanas” aunque la vida de ese agresor “ha de ser tenida como
sagrada y permanezca siempre en especial relación con el creador”.

Cabría preguntarse entonces, ¿por qué la Iglesia Católica, ha previsto una excepción al
derecho a la vida, al permitir en determinados casos la aplicación de la pena de muerte y no ha
previsto “ningún motivo” tal como reza el canon número°983, para que el confesor revele lo
escuchado en confesión? En el caso de que un penitente confiese a su confesor que ha puesto una
bomba de relojería que ha de estallar en un hospital ¿Puede el confesor revelar lo oído en

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Jesús A, Villarreal H. y José J, Rodríguez F.

confesión? En principio, pareciera que no; y cabe preguntarse, ¿acaso la revelación del sacerdote
no es “el único camino para defender del agresor injusto a las vidas humanas” que se encuentran
en ese hospital? De hecho, lo es.

Es pertinente, traer a esta discusión teórica, lo que dispone el ordinal 4to del canon
número°1323 del CIC:

No queda sujeto a ninguna pena quien, cuando infringió una ley o precepto: Ord.4:
actuó coaccionado por miedo grave, aunque lo fuera sólo relativamente, o por
necesidad o para evitar un grave perjuicio, a no ser que el acto fuera intrínsecamente
malo o redundase en daño de las almas.

Si bien es cierto, como se ha explicado en los puntos anteriores, el sigilo sacramental es


inviolable y el CIC prevé la aplicación de la sanción canónica, más severa, al declarar que
incurre en excomunión latae sentiae el sacerdote que revela lo oído en confesión, es prudente
reflexionar sobre si es aplicable o no la causa eximente de responsabilidad prevista en el ordinal
cuarto del canon número°1323, en el caso objeto de estudio. La norma precitada preceptúa que
no queda sujeto a ninguna pena quien infringe una ley, “actuando coaccionado por miedo grave o
por necesidad o para evitar un grave perjuicio”. En el caso teórico objeto de reflexión en la
presente disertación, se hace evidente que en el supuesto que el sacerdote decidiese revelar lo
oído en confesión sería para evitar un grave perjuicio, al intentar evitar que detone la bomba que
acabaría con la vida de cientos de seres humanos. Al mismo tiempo pudiese subsumirse su acto
de revelar lo oído en confesión, en un acto de necesidad y siendo coaccionado por el miedo grave
que imprime su conciencia sobre el poder hacer algo, para salvar vidas humanas.

Sin embargo el último aparte del canon en cuestión dispone una excepción a esta causa
eximente de responsabilidad al dictar: “a no ser que el acto fuera intrínsecamente malo o
redundase en daño de las almas”. Atendiendo al método gramatical, el hecho que el confesor
revele que ha oído de un penitente que ha colocado una bomba de relojería no puede ser
considerado como un acto “intrínsecamente malo”, toda vez que se funda sobre el hecho de
salvar las vidas inocentes que habrían de terminar con la explosión de tal dispositivo; en cuanto a
que el acto “redundase en daño de las almas” a criterio del autor tampoco puede concebirse que

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

tal acto dañe las almas pues el acto, no se ha hecho con la intención de lesionar o dañar sino más
bien de proteger. Es obligatorio explicar que las normas transcritas en este capítulo presentan
algunas ambigüedades que complejizan la aplicación de las mismas, en este supuesto teórico
dramático y sin algún precedente similar que haya sido registrado en la Iglesia Católica.

A estas alturas es ventajoso traer la reflexión que brinda Grisanti (2010) sobre la postura
de algunos autores en cuanto a los actos realizados bajo una necesidad justificada. A saber el
doctrinario explica que para algunos autores (Grocio, Fichte y otros) el acto realizado en estado
de necesidad es un estado jurídico, un acto que no es jurídico ni tampoco antijurídico, un acto
que escapa de la órbita del Derecho. Consideran que, ante la inminencia o actualidad de un
peligro grave, la ley positiva, la ley humana queda como abolida o suspendida y entonces
recobra toda su vigencia la ley natural que impone al hombre el deber de salvarse. De lo anterior
se desprende entonces, que ante tal circunstancia excepcional, resultaría ilógico concebir la
postura del sacerdote como “antijurídica”, pues ha actuado en atención a un peligro inminente y
grave.

Conclusiones

Sería una franca demostración de cobardía intelectual no pronunciarse sobre el fondo de


un asunto tan controvertido, en donde chocan la rigidez indoblegable del Derecho Canónico y la
complejidad de estos escenarios excepcionales y dramáticos. Ante tal circunstancia, se debe
acudir con la univoca intención, de emitir una respuesta acorde a las nuevas exigencias y
realidades de las ciencias jurídicas; es inaceptable evaluar la respuesta que habría de tener el
Derecho para un hecho social determinado, desde la mera frialdad de las normas positivas, que
no son más que un conjunto reglas abstractas necesarias para la convivencia humana. Es urgente
puntualizar que tales normas deben ser interpretadas desde una óptica que tome en cuenta las
perspectivas sociológicas, axiológicas, deontológicas, filosóficas, para tratar de que su aplicación
esté orientada a garantizar una solución justa.

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A criterio de los autores existen normas canónicas contenidas mayoritariamente en el CIC


que resultan de difícil aplicación y que no son capaces de adaptarse a una realidad social
indiscutiblemente diferente a la fecha para la cual fueron creadas, lo que está motivando algunas
corrientes reformistas dentro de la jerarquía eclesiástica.

Ahora bien, el canon 983 del CIC es el eje central de esta pretensión teórica, pues
postula una regla rígida e inflexible que pareciera ignorar deliberadamente circunstancias
realmente excepcionales. Las respuestas del conservadurismo canónico parecen ser insuficientes
ante hechos dramáticos y extraordinarios que ameritan de respuestas oportunas y justas. Tal
sector conservador sigue en el afán de la prohibición irrestricta de revelar lo oído en confesión
así lo confesado sea un acto potencialmente criminal que tuviese como objetivo acabar con vidas
humanas; y la razón se funda en dos argumentos centrales: el primero, es que lo oído en
confesión se sabe en cuanto Dios y no como hombre y en segundo lugar, es que el sacerdote
debe aconsejar al penitente para que restaure “el daño causado”. Tales fundamentos resultan
forzosamente insuficientes e inadmisibles; y ante estas circunstancias claramente extraordinarias
y de emergencia debe liberarse tal prohibición absoluta y permitir la revelación de lo oído en
confesión.

Vale destacar que el criterio es “permitir al sacerdote” revelar lo oído en confesión


cuando este se encuentre bajo un estado real de necesidad justificada; tal postura no contempla
“forzar” al sacerdote por ningún medio y bajo ninguna circunstancia. La protección al sigilo
sacramental se traduce en el respeto y salvaguarda de la libertad religiosa por lo que si por algún
medio se pretendiese coaccionar al sacerdote a revelar lo sellado en confesión tal hecho
representaría una franca lesión al derecho fundamental de la libertad religiosa y un duro golpe a
la dignidad humana.

Sin importar que la postura aquí planteada, sea reputada como un acto de rebeldía
intelectual, es menester expresar con claridad meridiana las razones por las cuales se considera
necesario levantar tal prohibición. La postura de apoyar la admisión de una excepción al sigilo
sacramental se funda en la pretensión de evitar que se incurra en excomunión automática; debido

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El secreto de confesión frente al escenario de la bomba de relojería. ¿Es justificable
la violación del Sigilo Sacramental a la luz de la lógica del mal menor?

que el sacerdote revelante estaría actuando en medio de un estado de necesidad justificante,


motivado en la protección de la vida humana, en la objeción de su conciencia en el temor grave y
fundado y además en plena conciencia de que es la única salida a tal situación de conflicto. Tal
posición no representa un alejamiento al sector doctrinario tradicional pues si esta excepción no
es interpretada adecuadamente pudiese suponer el establecimiento de “una ruptura de dique” o
de un “caballo de Troya”. Sin embargo, tal prohibición debe ceder cuando exista el riesgo
inminente de atentar contra derechos y garantías fundamentales. Con seguridad, ante tal
planteamiento, surgirán más dudas y oposiciones. ¿Debería un sacerdote que ha oído en
confesión un hecho de pederastia, romper el sigilo sacramental? ¿No se está atentando contra
derechos fundamentales? ¿No se buscaría proteger un bien jurídico superior so pena de lesionar
otro? Preguntas justas que no pueden quedar sin respuestas tomadas teniendo en cuenta el
elemento emocional y racional que rodea al hecho. Ante tal circunstancia, se debe afirmar que la
postura debería ser la misma, no excomulgar al sacerdote en razón del estado de necesidad
justificante en el que actuó.

Ante tal circunstancia excepcional se impone el deber racional de actuar a favor de la


humanidad y de evitar sancionar al sacerdote que ha actuado bajo el estado de necesidad
justificado. La regla siempre trasciende a la excepción pero no a la situación. Ante circunstancias
complejas, sin precedentes, excepcionales y de emergencia, el Derecho debe brindar una
respuesta igual de extraordinaria, pero siempre orientada a consolidar los postulados de justicia,
paz, seguridad jurídica y bien común.

A estas alturas resulta prudente recordar el cuarto “mandamiento” que el profesor


Eduardo Couture explanara magistralmente en su decálogo del Abogado: “Lucha por el derecho,
pero si encuentras un conflicto entre el derecho y la justicia, lucha por la justicia”. En este
complejo conflicto de intereses los autores han decido inclinarse por la salida que consideran
justas, siguiendo las enseñanzas del maestro uruguayo y recordando que no debe reputarse todo
lo legal como justo; en este caso resulta inconcebible e injusta la excomunión del sacerdote que
habiendo actuado coaccionado “por miedo grave, por necesidad y para evitar un grave
perjuicio” revele lo oído en confesión.

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Jesús A, Villarreal H. y José J, Rodríguez F.

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