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Lila Caimari

La ciudad y el crimen
Delito y vida cotidiana
en Buenos Aires, 1880-1940

Editorial Sudamericana
Director de colección: Jorge Gelman

Diseño de colección: Ariana Jenik

Caimari, Lila
La ciudad del crimen. - 1a ed. - Buenos Aires : Sudamericana, 2009.
208 p. ; 23x14 cm. - (Nudos de la historia)

ISBN 978-950-07-3099-0

1. Ensayo Histórico. I.Título


CDD 907.2

En pág. 8: Imágen tomada de Magazine Policial, abril de 1935.

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Impreso en la Argentina

Queda hecho el depósito que previene la ley 11.723.


© 2009, Editorial Sudamericana S.A.®
Humberto Iº 531, Buenos Aires, Argentina

ISBN 978-950-07-3099-0

www.rhm.com.ar

Esta edición de 2.000 ejemplares se terminó de imprimir en Printing Books S.A.,


Mario Bravo 835, Avellaneda, Buenos Aires, en el mes de septiembre de 2009.
A Martín y Ana,
que se rieron conmigo del
cuento de la falsa falsificación.
1. Delito y nostalgia

“L os que viven de lo ajeno van multipli-


cándose a ojos vista y es necesario poner valla a
ese crecimiento dañino. (...) A la justicia sí hay
que pedirle que sea más severa con esos delin-
cuentes, que, en gran parte, no hacen más que
entrar y salir de la cárcel, sin propósito de en-
mienda. Se puede ser todo lo humanitario que se
quiera; dulcificar en lo posible las penas; pero
mientras dentro de esas ideas no se ejerza la ma-
yor severidad con los ladrones, estos en vez de
disminuir aumentarán y se harán más atrevidos.
Se está viendo. (...) La marea sube, y hay que po-
nerle dique.” Tribuna, octubre de 1892.
Quien desayuna leyendo estas líneas, puede
encontrar muchos editoriales como el que ofre-
ce Tribuna.Y si más tarde —en el viaje a casa, el
café, el conventillo o el club social— se sumer-
ge en la prensa vespertina, es para encontrar los
mismos alarmantes temas: la “epidemia” de la
criminalidad, la audacia inédita de los delincuen-
tes, la impotencia de la policía y la justicia para
combatirlos, la desorientación de los ciudada-
nos... Junto a esas denuncias, nuestro lector pue-
de devorar la crónica ilustrada del siniestro enve-
nenador Castruccio, o la saga en entregas de la
joven homicida que ha asesinado a un hombre
para defender su honor (hay que estar al tanto,
porque todo Buenos Aires se siente obligado a
pronunciarse sobre el asunto). Si faltan casos su-
ficientemente resonantes, siempre están los fo-
lletines traducidos de los detectives Sherlock
Holmes o Sexton Blake.Y junto a ellos, las nove-
dades del último gran homicidio ocurrido en
París o Londres, cuyos truculentos detalles llegan
gracias a esa maravilla llamada telégrafo.

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Qué duda cabe, el crimen (el real y el de fic-
ción) está muy presente en la imaginación de
los porteños de la belle époque.Y volverá a estar-
lo varias veces a lo largo del siglo que se inicia,
destilando a su paso un difuso conjunto de an-
siedades, en las que se mezcla el miedo, la con-
fusión y cierto deleite vergonzante agazapado
tras la curiosidad morbosa. Las emociones que
asociamos al temor al delito son muy comple-
jas, pero no son nuevas, aunque cada época ha
tendido a pensarlas como nuevas.“Nunca estu-
vimos peor”, dice a su modo cada historia. Y
también: “Antes de hoy, esto no pasaba”. Las
colecciones de diarios de las hemerotecas de
Buenos Aires están repletas de descripciones del
crimen del presente que se leen como el relato
de una degradación —la del siglo XIX, el XX o
el XXI—. Cada episodio se insinúa como el
síntoma del desvío perverso respecto a un pasa-
do en el que dicho problema era insignifican-
te:“Hoy hay más crimen que ayer, por eso ayer
vivíamos mejor”.
La preocupación por el delito, que es añeja,
adquiere formas más agudas en momentos de

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malestar ante el cambio, y por eso aparece tan a
menudo entrelazada con otras críticas a la mo-
dernidad: la inmigración, la desintegración de la
familia, el materialismo, el debilitamiento de la
religión, la influencia de los medios de comuni-
cación, los cambios en la moralidad sexual...Al-
gunas han ido evolucionando con las épocas,
otras, no tanto.Tema de la nostalgia, el lamento
no opone simplemente la cantidad de crimen de
ayer a la de hoy. Cada época constata también un
deterioro cualitativo: además de ser menos fre-
cuente, el crimen de antes era mejor —menos
dañino, más previsible, moralmente inteligible—.
Los “nuevos delincuentes” se comparan desfavo-
rablemente a sus colegas del pasado, porque los
cambios en sus prácticas (que reflejan cambios
en la sociedad) exigen ajustes de comprensión
que son difíciles y producen ansiedad.
Fragmentaria y escandalosa, la noticia policial
parece ofrecer siempre lo mismo. Sus grandes
excepcionalidades son excepcionalidades que se
repiten. ¿Significa esto que el crimen no puede
generar más que un tartamudeo de la imagina-
ción social? ¿Que el temor inhibe al punto de

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confinar los fantasmas de la amenaza a una repe-
tición atávica? En absoluto, nos dice el gran his-
toriador de esta emoción “innoble”, Jean Delu-
meau. La relación colectiva con el miedo
transcurre dentro de marcos que las sociedades
construyen con los elementos disponibles en su
tiempo (este autor se ocupaba de las formas del
temor en comunidades campesinas de la tempra-
na modernidad europea). Cada época y cada so-
ciedad se manejan dentro de un repertorio de
imágenes de la amenaza y un sentido común del
peligro, que opera dentro de ciertos límites.
En momentos diferentes, los seres humanos
han apelado a los temas y las figuras de su tiem-
po: no importa cuán agudo sea el temor, su ex-
presión nunca es errática. Delumeau se detiene
en fenómenos de pánico con evidentísimo peso
cultural (e histórico). Una sociedad que cree ma-
sivamente en el poder de Satán, por ejemplo, ge-
nera figuras de la amenaza que se desprenden de
esa creencia, como las brujas, a las que se atribu-
ye la responsabilidad de la sequía, la peste o las
desgracias personales. Las imágenes del temor
compartidas por una comunidad, argumenta,

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transcurren dentro de un repertorio de figuras:
el extranjero, el judío, el hereje, la bruja, la mu-
jer diabólica, el bandido...Algunos nacen atados
a geografías del miedo, existen en esos mapas
mentales de los lugares seguros y los rincones in-
ciertos, circulan dentro de un sentido común de
las situaciones de riesgo, de las implicancias de la
luz y la oscuridad.Tanto en las pequeñas comu-
nidades campesinas del siglo XV como en las
mucho más complejas sociedades modernas, hay
mediadores que identifican, más o menos preci-
samente, la entidad de la amenaza: el sacerdote, el
dirigente político, el padre de familia, el crimi-
nólogo, el periodista.
El repertorio del temor se modifica lenta-
mente, pero no es inmóvil. Cambia junto con la
sociedad: en otras palabras, tiene una historia. Esa
historia no es lineal. Ni es, en ningún caso, la del
descenso progresivo a los infiernos morales ni la
del aumento ineluctable de la violencia y la in-
seguridad. Más bien lo contrario: mirada en el
largo plazo, es la del triunfo de las sociedades oc-
cidentales sobre los grandes miedos ancestrales
—la peste, la oscuridad, el hambre, la distancia—.

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Desde mediados del siglo XIX (con muchas va-
riantes según los horizontes), la vida humana
transcurre en una ecología infinitamente más se-
gura, como lo muestra el espectacular aumento
de la esperanza de vida, que comienza en ese
momento.
Contra el sentido común de nuestro tiempo,
entonces, empezamos por situar la emergencia
de la preocupación por el delito urbano en so-
ciedades con un bagaje muy aligerado de ame-
nazas vitales, con un horizonte más largo, más
poblado de proyectos y expectativas individua-
les. El miedo al delito cobra importancia en un
mundo donde la vida es más segura. Pero tam-
bién más incierta, más confusa, más desorienta-
dora: veremos que las olas de pánico no pueden
entenderse fuera del atiborrado marco de expe-
riencias que abre la modernidad urbana. El mie-
do se confunde, así, con una sensación más difu-
sa de inseguridad, que incluye al delito pero lo
excede.
La lenta evolución de la imaginación del te-
mor es compleja y está hecha de jalones espo-
rádicos. Con cada crisis, hay temas latentes que

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se activan, sufren cambios, incorporan figuras y
variantes. Afortunadamente, ya no vivimos en
sociedades que creen en el poder satánico de las
brujas ni en la expiación pública de sus culpas.
No obstante, sabemos que las noticias del deli-
to (o más bien, de ciertos delitos, según veremos)
pueden generar emociones muy fuertes.Volva-
mos a nuestro imaginario lector de fines de si-
glo XIX: ¿que reacciones produce el desfile de
violencias que se sucede en las páginas-sábana
de su matutino? No todas son equivalentes ni
todas se parecen al temor. El voyeurismo vergon-
zante asociado a un homicidio pasional de cla-
se alta es bien distinto del deleite pícaro que di-
simula (apenas) el interés con el que se lee la
crónica de un golpe ejecutado diestramente
por una banda de estafadores, que también es
diferente de la anecdótica pedagogía de la calle
que brinda la víctima de un carterista. Las olea-
das de pánico al crimen provienen de otros ca-
sos: secuestros, cierto tipo de homicidio, asaltos
a mano armada… Podemos fechar su irrupción
en las conversaciones de los porteños, y el giro
en la opinión pública en relación con el casti-

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go que merecen sus autores. En otras palabras:
la difusión de ese miedo —al ataque físico, a la
muerte propia o la de seres queridos— no es
otro que el miedo al prójimo.
Hasta hace pocos años, Buenos Aires se con-
sideraba comparativamente libre de estas preo-
cupaciones y, por eso mismo, tiene poca tradi-
ción de reflexión sobre el asunto. Si se revisan las
cifras del crimen local junto a las de otras ciuda-
des latinoamericanas, como Río de Janeiro o
México, esta impresión sigue siendo justificada.
Los estudios muestran, además, que el distintivo
aumento de la violencia de los últimos años debe
ser comprendido en el marco, mucho más am-
plio, de un incremento a escala mundial. Todo
esto prueba que el mejor conocimiento del con-
texto es indispensable a la hora de dar propor-
ción a un debate local desfigurado y exasperado.
No obstante, sabemos por sondeos sucesivos de
opinión que el aumento del delito que ha expe-
rimentado Buenos Aires en las últimas dos déca-
das ha estado puntuado de picos de pánico muy
por encima de los de cualquier otra ciudad lati-
noamericana, adonde las tasas de violencia son

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muchísimo más altas. Al comparar, entonces,
también salta a la vista el abismo de diferencias
en la relación social con el delito —es decir, las
muy divergentes tradiciones de tolerancia de la
violencia que hay, digamos, entre Buenos Aires
y México, Río o Bogotá—. Lo cual plantea la
pregunta por los límites de dicha comparación.
¿Es posible pensar las oscilaciones del temor
al crimen en un marco de tradiciones que son
propias? No siempre, porque la trama de argu-
mentos, figuras e imágenes tejida a lo largo del
tiempo nos es mal conocida. Naturalmente, na-
die diría que este desconocimiento se deba a la
escasez de violencia en nuestra historia contem-
poránea. Pero si estamos muy acostumbrados a
pensar la tragedia política como un dato del pa-
sado (y a repetir la importancia de esa memoria
para la sociedad del presente), el conglomerado
de fenómenos que llamamos violencia “común”
(y que tantas veces se cruza con la política) se ha
mantenido fuera de todo escrutinio. Ausente de
la historia, urgente en el presente, la ola de páni-
co al crimen tiene memoria corta: irrumpe
como pura actualidad y se plantea en términos

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forzosamente binarios: pasado vacío/presente
saturado. Dejar en suspenso esa manera de abor-
dar el problema requiere un esfuerzo muy deli-
berado, sí. Pero por poco que examinemos los
diarios de ayer, descubrimos que la conversación
cotidiana sobre el delito se ha desplegado en un
marco interpretativo que es de largo plazo: que
el agitado sentido común que asumimos como
espontáneo tiene una genealogía bien nutrida.
De esa genealogía trata este libro. O mejor: de
algunos de sus hitos, de momentos en los que el
crimen ocupó el centro de la atención pública.
Su escenario es Buenos Aires, entre 1880 y 1940.
Hace escala en algunas figuras de la galería por-
teña del delito: el punguista, el escruchante, el
cuentero del tío, el homicida patológico, el anar-
quista, el pistolero. No es una historia del casti-
go que se practica o se imagina para estas figuras
(me he ocupado del tema en el libro Apenas un
delincuente). El centro de atención está puesto en
la sociedad que lee y habla del delincuente.Tam-
bién en los grandes mediadores entre el delito,
la noticia del delito y la charla sobre el delito: los
diarios que lo escriben y describen, los periodis-

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tas que corren por la ciudad en busca del “plato
fuerte” del día.Y si bien se detiene aquí y allí a
examinar la evolución de violencias e ilegalida-
des, este libro es una historia del delito comen-
tado, más que del delito cometido.

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2. El delincuente en la multitud

Vivir en la metrópolis

Ves?... Esto es lo que a mí me revienta y así se


lo dije a Julio el otro día: si no quieren que a
este país se lo llev’el diablo, eviten las mezco-
lanzas, che…
—¿A qué Julio?
—¿Cómo a qué Julio?... A Roca… ¡Si hemos
llegado al extremo, che, de que ya no se respeta
nada aquí! Ya ni hay antecedentes, ni nombre, ni
posición que no sirva d’estropajo a los advene-

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dizos y hasta la misma crónica social de los dia-
rios se ve invadida por el canallismo más depra-
vado… Todo está hecho un revoltijo… Derre-
pente te ponen de concurrente a una fiesta o al
tiatro —¡en pleno mes de abril!— y te colocan
entre unos apellidos que’stán oliendo a cebolla
o a liencillo, cuando no te dan como presente
en unos casamientos o funerales vergonzosos.

Con intuición única para sintetizar gestos y


tics en dos o tres trazos, ese taquígrafo de la ca-
lle que firma como Fray Mocho se hace un fes-
tín en el Buenos Aires del 900. Sus viñetas, pu-
blicadas en Caras y Caretas entre 1898 y 1903, se
leen como un desfile —cómico, crítico, compa-
sivo, fundamentalmente optimista— de los per-
sonajes de aquel mundo de “mezcolanza” y “re-
voltijo”. Aquí, dos representantes de las elites
tradicionales se quejan de los advenedizos que lo
invaden todo, ahogando hasta a los más distin-
guidos en una desagradable marea de indistin-
ción plebeya.Algunos representantes de ese gru-
po también describen el gran experimento
social que es Buenos Aires, y su tono es menos

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jocoso. Miguel Cané, por ejemplo, teme muy de
veras que ese magma aluvional, democratizador
y materialista, termine por degradarlo todo, des-
truyendo los valores espirituales de la Argentina
de su infancia. Otros mezclan en partes variables
optimismo y ansiedad, la fe en el proyecto mo-
dernizador, que ha llenado la ciudad de inmi-
grantes ambiciosos y trabajadores, y el nerviosis-
mo ante los efectos de semejante audacia. No
hay testimonio de aquella ciudad que no esté
impregnado de esa atmósfera babélica, celebra-
da por unos y deplorada por otros. La marea de
insidiosas conversaciones con relación al delito
es hija de este clima de confusión, se mezcla en
ese ir y venir de impresiones que combina la eu-
foria del vértigo modernizador y la aprensión
ante lo que por momentos se parece a la fuga ha-
cia adelante.
Los datos justifican ampliamente el lugar que
el cambio ocupa en las conversaciones.Transfor-
mación gigantesca: tan enorme, en efecto, como
el nacimiento mismo de una sociedad sobre la
modesta estructura de la precedente, que desapa-
rece cada día, modificada hasta lo irreconocible

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por la llegada cotidiana de contingentes recién
desembarcados de aldeas gallegas, calabresas, ru-
sas, polacas, libanesas, vascas… Los números ha-
blan por sí mismos: atraídos por el boom agroex-
portador, alrededor de seis millones de europeos
llegan al país entre 1870 y 1914. La mitad se ins-
tala permanentemente, y de ese grupo, la mayo-
ría se queda en las ciudades. Ninguna atrae a tan-
tos como el puerto de Buenos Aires, que pasa de
187 mil habitantes en 1869 a más de un millón
y medio en 1914 —un crecimiento que está en-
tre los mayores del planeta. Un mundo nuevo,
entonces. En él, los extranjeros constituyen la
mitad de la población.
En tres décadas, esta tranquila sociedad de
peatones organizada en torno a una plaza con
resabios coloniales ha ganado todos los rasgos
de una metrópolis vertiginosa. Las calles del
Centro impresionan a los visitantes por ese hí-
brido carácter europeizado que, dada la distan-
cia de los centros europeos, puede desconcer-
tar un poco. “¿Qué ciudad evoca Buenos Aires
entre nuestros recuerdos? —se pregunta el pe-
riodista francés Jules Huret al relatar sus impre-

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siones en la época del Centenario—. Ninguna
hablando propiamente. Pero, si se quiere, Lon-
dres, por sus calles estrechas llenas de casas de
banca, sus vendedores de cerillas y los negros
cascos de sus policías;Viena, por sus victorias de
dos caballos; España entera, por sus casas de li-
sas fachadas de ventanas enrejadas y por lo que
queda de suciedad en ciertas calles apartadas;
Nueva York, por sus betuneros; París, por su her-
mosa Avenida de Mayo, sus aceras espaciosas y
sus cafés con terrazas.”
Con su vida social hiperactiva y su infraes-
tructura urbana en pleno cambio, Buenos Aires
tiene la estridencia de un sinfín de fuegos artifi-
ciales, la vitalidad de una gigantesca obra en
construcción, la intensidad de una caldera —y,
también, la frágil separación entre brillo y sordi-
dez, que la asemeja a un circo—. Espectáculo: a
la noche, las luminosas calles del Centro enmar-
can un ir y venir a teatros, restaurantes y cafés.
Los hay para todos los gustos, nacionalidades y
presupuestos: ópera, conciertos, sainetes, funcio-
nes de circo, obras para niños, bailes carnavales-
cos. Los inmigrantes aprovechan esta oferta, y

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también la que ofrecen sus asociaciones étnicas
(las hay por centenares), con su entretejido de es-
pectáculos, banquetes y celebraciones. El foco
del tiempo libre está, como lo indica Huret, en
esa Avenida de Mayo que deslumbra gracias a sus
hileras de elegantísimos faroles de luz eléctrica.
Y en la calle Florida, claro, adonde los atardece-
res cálidos sorprenden a los porteños más ele-
gantemente ataviados cultivando el nuevo hábi-
to de las vidrieras, donde se suceden las
tentaciones y los sueños de la posesión.
Se juega mucho en Buenos Aires. Hay billares
en casi todos los cafés, que tienen permiso legal
para mantenerse abiertos hasta la una de la ma-
ñana (y costumbre informal de seguir hasta bas-
tante más tarde, sin disrupciones de la policía).Al
concurridísimo Turf Club, los apostadores llegan
en carruajes o a pie, para amontonarse a gritar
apuestas e intercambiar dinero en el mostrador.
“Hay militares, changadores, escribanos, aboga-
dos, carniceros, estudiantes, menores de edad,
médicos montepleros, albañiles y yeseros con su
blusa, vendedores de diarios y de lotería, coche-
ros, ladrones retratados por la policía”, dice en

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1895 un abrumado redactor de La Nación. Hay
“quinieleros de frontones”, que siguen los par-
tidos de pelota, apostadores a las riñas de gallos,
y —sobre todo— un sinfín de variedades de jue-
go asociado a las carreras del hipódromo de Pa-
lermo, que ocupan muchas páginas de la prensa.
La popularidad extraordinaria del juego preocu-
pa, pues un arco político muy amplio coincide
en ver allí un quiebre de la relación moral entre
trabajo y riqueza, un desencuentro entre las dis-
ciplinas de la virtud y las desmesuradas expecta-
tivas del ascenso.
Este mundo excitante y atestado exige el
ajuste mental de todos: de sus antiguos residen-
tes —como nos dicen tantas memorias y nove-
las—, pero también de los recién desembarcados,
en su mayoría originarios de zonas rurales y pe-
queñísimas aldeas campesinas. Sus primeras mo-
radas están en los barrios más abigarrados. El
precio de los alquileres en pleno boom inmobilia-
rio, la organización lenta y el costo relativamen-
te alto de los transportes obliga a los trabajado-
res a instalarse en las zonas más próximas al
movimiento económico, allí donde están los

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barcos que hay que cargar y descargar, los edifi-
cios a construir, los tendidos de postes y caños a
armar. En las zonas aledañas a la Plaza, las sere-
nas residencias patricias de no hace tanto son
abandonadas por sus dueños, que deciden des-
plazarse hacia el norte, a mansiones que reflejan
más expresivamente la nueva escala de su prospe-
ridad. Las que dejan atrás se transforman en
conventillos, mientras otros edificios son cons-
truidos apuradamente para este mismo fin. La vi-
vienda colectiva se multiplica en el Centro, y
también en la Boca, Barracas, Constitución y
San Cristóbal. En su momento de auge, repre-
senta el 25% del alojamiento de los porteños.
Gracias al flamante tranvía eléctrico, que circula
en una grilla cada vez más densa, esa aglomera-
ción se irá diseminando progresivamente hacia
los barrios y suburbios: entre 1880 y 1916 los
porteños pasan de 50 a 300 viajes intraurbanos
anuales per capita.
Buenos Aires también acusa los problemas
clásicos de la desmesura urbana: conventillos ha-
cinados, edificios precarios y transitorios, alar-
mas sanitarias que desatan temores a contagios

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físicos y morales, niños en la calle sin tutela adul-
ta, auge de la prostitución… La fama ganada por
el enriquecimiento y la modernización prodi-
giosos está tiznada por las noticias de la escala
que en este lejano puerto ha adquirido la trata de
blancas. A esto se suma la agudización del con-
flicto social, del cual preocupa muy particular-
mente el auge del anarquismo: su potencial de
violencia es temido, aunque los alcances de esta
amenaza son aún inciertos. Más probada es su ca-
pacidad de disrupción de la economía, que pro-
viene del control de los gremios más importan-
tes y su poder de convocatoria a la huelga.
Políticos y “expertos” (higienistas, criminólogos)
engloban todos estos problemas bajo la expre-
sión “cuestión social”.
¿Ha aumentado el delito en Buenos Aires?
Naturalmente, como en todas las ciudades-puer-
to revolucionadas por el salto demográfico y la
integración al capitalismo financiero y comer-
cial. Pero ¿qué clase de delito? No es fácil saber-
lo con certeza, entre otras cosas porque el apa-
rato estadístico de la policía es embrionario, las
denuncias se cumplen de maneras irregulares, y

29
su registro varía mucho según el interés de la ins-
titución en cada momento. La prostitución au-
menta con toda evidencia y sus efectos preocu-
pan, pero hasta 1936 funciona en un marco de
legalidad y reglamentación: en otras palabras,
puede ser (y es) percibida como un foco de de-
gradación moral, como un núcleo de “auxiliares
del vicio y el delito” (la expresión es del crimi-
nólogo De Veyga). Pero no es en sí parte del au-
mento estadístico del delito. El crimen contra la
propiedad crece, aunque las denuncias revelan
grandes oscilaciones: un pico en la crisis de 1890
seguido de un descenso, un nuevo pico durante
la guerra (1914 y 1918), seguidos de bajas suce-
sivas y amesetamientos de la curva hasta media-
dos del siglo. Denunciada o no, la expansión del
delito contra la propiedad es una tendencia so-
bre la que nadie (ni “expertos” ni periodistas)
tiene dudas. En 1894, el comisario Rossi habla
de unos quince mil “lunfardos” residentes en la
ciudad (por el momento, el término se usa para
designar a los ladrones profesionales). Cuenta,
muy aproximativamente, un ladrón profesional
por cada quince adultos, sin contar la multitud

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de niños sueltos camino a convertirse en delin-
cuentes. Diez años más tarde, su colega Lancelot-
ti apunta veinte mil “vagos”: es decir, adultos vi-
viendo sin ocupación conocida, de la ratería y el
robo. Su cálculo (igualmente esquemático) indi-
ca que entre 1887 y 1912 el crimen (contra las
personas y contra la propiedad) se ha multiplica-
do por siete, mientras la población solamente se
ha triplicado.
¿Cómo se explica el fenómeno? Todos adju-
dican responsabilidad primordial a los indesea-
bles que desembarcan mezclados con los inmi-
grantes honestos, y exigen mayor “selección” en
las remesas. (Los arrestos reflejan también una
fuerte tendencia a la detención de extranjeros
por sobre la de nativos.) Lancelotti agrega una
reflexión sobre las causas endógenas: el aumen-
to del delito no se debe a la pobreza, dice, sino a
“las múltiples tentaciones, al pasmoso desarrollo
de la riqueza mobiliaria y de los valores de todo
género que han multiplicado los estímulos y las
ocasiones de delinquir”. En otras palabras: a un
viraje histórico en lo que los sociólogos llaman
la “estructura de oportunidades”. Los historia-

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dores han retomado esta explicación, que inser-
tan en el marco de una ciudad cuya modalidad
de crecimiento está haciendo las diferencias so-
ciales mucho más visibles.También se buscan ex-
plicaciones en la estructura ocupacional: sus
huellas están en la permanente referencia a los
“vagos” y “desocupados” que pululan en la ciu-
dad. El boom agro-exportador, recordemos, ge-
nera un mercado de trabajo que crece vertigino-
samente, pero que es inestable: a los picos de
demanda siguen períodos de desempleo, en un
contexto de incertidumbre laboral crónica para
una franja muy sustantiva de trabajadores.Tam-
poco faltan quienes inscriben la ola delictiva en
el marco más general de la pérdida de valores y la
degradación ética: la vertiginosa entrada en la
prosperidad estaría produciendo un quiebre en
la relación moral con la economía, y una “tim-
ba” de la especulación y el enriquecimiento rá-
pido, un debilitamiento de la ética del trabajo.
“El afán de lucro sobrepasa en nuestro país los lí-
mites de lo inconcebible, estimulado por el
ejemplo de la fortuna improvisada y sin esfuer-
zo, cuyo origen no se discute y muy al contrario

32
aporta al triunfador el aplauso, la consideración
y el respeto general”, editorializa El Nacional en
septiembre de 1899. Esta crítica moral de la nue-
va relación con la economía, indica el historia-
dor Ricardo Salvatore, está presente tanto en la
izquierda socialista como en las voces más fieles
al establishment. En sus momentos más agudos
—como en la confluencia de condenas morales
que desata la crisis de 1890—, cobija las prime-
ras versiones vernáculas del antisemitismo.
Mientras tanto, la calle es otro termómetro de
los tiempos. Quien se aventura en una caminata
por las estrechas vías de las zonas comercial y fi-
nanciera, debe abrirse paso entre una multitud
donde se escuchan los idiomas y acentos más di-
versos. Un animado bochinche provendrá de los
hoteles, restaurantes, fondas y trattorías —dicen las
descripciones—, que alimentan a quienes no tie-
nen tiempo para regresar a casa, y marchan de allí
a sus oficinas de aduana, al puerto, al palacio de
justicia. Para los bolsillos menos provistos, hay
puestos sembrados en las avenidas que lindan con
Plaza de Mayo, donde estacionan fondas, horcha-
terías, luncherías ambulantes y carritos que llevan

33
colgados salames, chorizos, bananas y tutti quanti.
La zona de los bancos es un ir y venir de gente
preocupada y anhelosa, entrando y saliendo con
paquetes y papeles. Si pasa por la Bolsa a la hora
indicada, el peatón verá un apretuje de carruajes
y un hormiguero de gente gritando y gesticulan-
do “como locos de atar”.Aquí y allá, grandes car-
teles anuncian ofertas imperdibles, espectáculos
que se estrenan, ginebras que hay que probar. Las
vidrieras ofrecen tentaciones inenarrables:“alela-
do” por la exposición de riqueza, el pasante ape-
nas logra vislumbrar tanta maravilla del arte, tan-
ta joya deslumbrante, apenas separada del vaivén
de la calle por un vidrio transparente. Ese centro
aun escasamente segregado también exhibe ten-
sos contrastes sociales:“A plena luz del mediodía
en sus fiestas doradas de primavera, la ironía san-
grienta de las desigualdades parece más cruel, más
despiadada”, comenta un cronista. Pero nada de-
tiene el ritmo de esa calle.Vendedores ambulan-
tes gritan sus mercancías, canillitas adelantan:
“¡Diario segunda!”, “¡Tiempo tercera!”, “¡Tribu-
na!”. Todo el mundo pregona su mercancía, sin
exceptuar al charlatán que recomienda un reme-

34
dio contra los callos, navajas que cortan hasta el
hilo de los discursos, quitamanchas que limpia-
rían el mantel de una fonda...Hay tranvías que van
y vienen dando rienda suelta a su campana o su
trompetín, peatones apurados que se afanan por
llegar al próximo negocio o la siguiente oportu-
nidad de trabajo por horas. Esta circulación trans-
curre en los intersticios que deja un tránsito he-
cho de carruajes privados, coches de alquiler, un
sinfín de carros y carretas que transportan made-
ras y fierros, comestibles para suplir una tienda,
rollos de tela para las casas de moda… Hay que
atender los cruces del ferrocarril suburbano, sin
olvidar el enjambre de unas 5.000 bicicletas que
trasladan trabajadores de un lugar a otro (la cifra
proviene del censo municipal).“Todo el mundo
anda como aguijoneado”, continúa el cronista,
“corriendo, tropezando, empujando, saltando
para evitar un choque...”Algún automóvil llama-
rá la atención de este peatón que, distraído ante el
vaivén, debe a su vez atender adonde pisa, pues
se desplaza por veredas levantadas para la instala-
ción de luz eléctrica y gas, pilas de caños, ladri-
llos, barras de hierro y andamios, con los que se

35
está levantando esta ciudad-taller. Las primeras
causas “por imprudencia” que guardan nuestros
archivos penales provienen de los incidentes más
serios dentro de la miríada de incidentes que
fracturan la circulación en esas calles frenéticas.

Sherlock Holmes, 6 de agosto de 1912

36
El dibujo sugiere una vía pública caótica.
Pero mirando las fotografías que en las revistas
ilustradas acompañan estas descripciones, el lec-
tor contemporáneo las encuentra menos frené-
ticas de lo que insisten sus cronistas, quizás por-
que nuestro umbral de saturación de los sentidos
ha crecido mucho desde el Centenario. Para el
recién llegado a la gran metrópolis del Plata, ese
umbral es cotidianamente puesto a prueba:“Du-
rante un mes mi cerebro trabajó como no había
trabajado durante todos los días de mi vida, reu-
nidos”, recuerda el entrerriano Fray Mocho en
sus memorias, “y de noche las paredes desnudas
de mi modesto cuarto de conventillo me veían
caer como borracho sobre mi cama, abrumado
bajo el peso de las sensaciones de cada día”.

Las mil caras de Babel

El peatón encuentra mucho de interesante y


variado en el centro de Buenos Aires. También
descubre una ciudad nerviosa, que exige más
destrezas del cuerpo y de la mente. El aumento

37
de velocidad ha inyectado vulnerabilidad física a
la circulación por la calle, y ese riesgo se confun-
de en un sinfín de estímulos visuales y auditivos.
Hay que redoblar esfuerzos para concentrarse en
una cosa, mientras tantas otras ocurren alrededor.
El intenso cruce de mundos sociales agrega
a estas exigencias del espacio público la expec-
tativa de adaptación de comportamientos en
ámbitos cuyos códigos no son evidentes —en
esos imponentes edificios públicos, en ese tran-
vía que hay que correr (o esperar en fila, u ocu-
par en silenciosa contigüidad con decenas de
desconocidos), en los negocios de moda...—. El
ajuste al trato con miembros de una clase social
diversa de la propia amplía horizontes, pero
también produce tensiones psicológicas y cor-
porales. Es una experiencia que los trabajadores
del servicio conocen muy bien: los mozos de
los restaurantes del Centro, por ejemplo, que
deben atender a los comensales recién salidos
de su velada en el teatro o la ópera; o los emple-
ados domésticos de las grandes mansiones de la
haute, que limpian exóticos jarrones de porce-
lana y sirven en los banquetes con múltiples cu-

38
biertos; o las vendedoras de las nuevas tiendas,
como Harrod’s o Gath & Chaves, que pasan
tantas horas de uniforme sumergidas en esos
mágicos palacios del consumo, para regresar al
final del día a hogares bien alejados de semejan-
tes luces.
Unos y otros interactúan en una ciudad don-
de la pregunta por el quién es quién no está zan-
jada, y por eso mismo aparece en todas partes.
Por fuera de los círculos más próximos (los étni-
cos y sociales, indispensable marco de referencia
para muchos miles), las relaciones iniciadas en el
espacio público y el ámbito laboral deben ir tan-
teando sus reglas en un zigzagueo inseguro. No
sorprende del todo que la cuestión de la identi-
dad de los individuos haya preocupado hasta la
obsesión a los contemporáneos. Claro que no
todos se sienten afectados de la misma manera.
Comencemos por la cima de la pirámide social,
en esos círculos tradicionales que redoblan los
gestos para diferenciarse de los muchos que as-
cienden, en ostentosa preocupación por evitar la
mezcla con apellidos “que’stán oliendo a cebo-
lla o a liencillo”.

39
En el cierre del siglo XIX emerge con fuerza
el tema del “advenedizo”, que alude a quien pro-
cura insertarse en un medio social más alto que
el propio, simulando poseer los atributos que son
“naturales” a esos grupos. Este es el proyecto que
en su novela En la sangre (1887) Eugenio Cam-
baceres atribuye a Genaro, hijo de inmigrantes
que describe como moral y físicamente repulsi-
vo:“Y ya que sólo en el azar del nacimiento, en
la condición de sus familias, en el rango de su
cuna había de estribar su vanidad y su soberbia,
les había de probar él que, hijo de gringo y todo,
valía diez veces más que ellos!…”. Mediante una
serie de tretas y disimulos, el advenedizo Gena-
ro se casa con la heredera de una de las familias
tradicionales, poniendo en riesgo la calidad físi-
ca y moral de la descendencia.
Temor a la degradación de la sangre, a las in-
certidumbres de la hibridación... El síndrome
está muy documentado en memorias y corres-
pondencias de esas familias criollas cuyas jóvenes
herederas son el elemento más vulnerable a las
filtraciones. En esta ciudad anegada, el contacto
de las casaderas con extraños debe limitarse al

40
mínimo: lo más seguro, deciden sus padres, es el
recogimiento en las seguridades de bailes en sa-
lones familiares, adonde la lista de invitados pue-
de ser controlada y la multiplicación de signos de
diferenciación —de cortesía, lenguaje, vestimen-
ta— puede funcionar como barrera contra el
ambicioso parvenu.
Ahora bien: ocurre que el éxito de Genaro se
debe a su capacidad para simular una pertenen-
cia a ese mundo social que quiere conquistar.Y
al detenerse en los artilugios del engaño, Cam-
baceres toca un tema mucho más amplio que las
preocupaciones por la descendencia de las mu-
chachas de elite. Pues las oportunidades de simu-
lación de identidad en la sociedad de los recién
llegados plantean problemas de un tipo muy dis-
tinto. Entre ellos, una ansiedad nueva brota de la
relación entre la falta de certezas sobre la iden-
tidad “verdadera” del prójimo y los rumores so-
bre los “nuevos” delincuentes que pululan en la
ciudad.
Nadie entiende más rápidamente este víncu-
lo que la jefatura de la Policía de la Capital (an-
tecesora de nuestra Policía Federal). Acostum-

41
brados a reconocer a los personajes de la calle
de memoria, por el simple conocimiento de
primera mano, los vigilantes (en su mayoría
criollos, muchos reclutados en las provincias) se
ven completamente desbordados. Entre 1870 y
el cambio del siglo, esta sensación de rezago no
los abandona, y en ese clima institucional se
acumulan los documentos que hablan del te-
mor al caos (la mayoría de los arrestos de esos
años no son por delitos contra las personas o la
propiedad, sino por “desorden público”). Es
que este universo fisonómico al que cada sema-
na se incorporan nuevos miles de individuos ya
no puede ser controlado con la mirada de un
agente de calle, por más sagaz que sea. El reper-
torio de rostros familiares a vigilar va siendo
ahogado en un mar de caras nuevas: a fuerza de
multiplicación, las combinaciones de narices,
cejas, ojos, bocas y peinados se van desdibujan-
do, excediendo completamente los límites de la
memoria humana. Problema crucial, porque esa
multitud que se traga las singularidades de la fi-
sonomía es el mejor escondite de las intencio-
nes: cobija mayores permisividades y puede al-

42
bergar las ideologías y moralidades más incon-
fesables. “Las grandes ciudades ocultan general-
mente ese nuevo género de criminales”, dice La
Nación en 1893, a propósito de los anarquistas
(énfasis agregado).
Las amenazas solapadas en la muchedumbre
obsesionan a los críticos de las sociedades naci-
das (o transformadas) en la era industrial: de uno
y otro lado del Atlántico, este aspecto de la revo-
lución urbana inspira reflexiones ominosas. Nos
detenemos en una sola de sus vertientes, que
conduce al problema de la detección y el del cri-
men.A saber: la noción de que la multitud no se
deja descifrar, que resiste la mirada inquisidora,
que esconde los secretos de los individuos que la
componen. Cuando el problema empieza a ser
comentado en las redacciones y comisarías por-
teñas, hace tiempo que ha sido tematizado en
otros horizontes.
Acaso el más célebre texto sobre la ilegibilidad
de la aglomeración es “El hombre en la multi-
tud”, de Edgar Allan Poe, publicado en 1840 y si-
tuado en Londres. Su narrador es un observador
“calmo pero inquisitivo”. Sentado en un café,

43
observa el devenir de un “tumultuoso mar de ca-
bezas humanas” que circula en una calle. Descri-
be a unos y a otros —hombres de negocios, em-
pleados, trabajadores de todo tipo, rateros
elegantes, tahúres, prostitutas…—.A medida que
oscurece, el personaje se pega con más fuerza al
vidrio. Escudriña con dificultad, mientras la luz
se atenúa y la composición de ese río humano se
hace más turbia, es decir, más alejada de toda aso-
ciación al orden y el trabajo. Rostros y más ros-
tros asoman y desaparecen según se acercan o
alejan de los faroles de gas. Finalmente, uno de
ellos, el más intrigante, impulsa al narrador a sa-
lir del café. Pasa la noche silenciosa y obsesiva-
mente, siguiendo al desconocido por los rinco-
nes más recónditos de la ciudad. Empresa inútil,
pues el misterioso personaje nunca deja de cir-
cular ni de estar rodeado de gente. Ni siquiera
exponiendo su rostro a la observación más in-
tensa es posible conocer su secreto: “Este viejo
—concluye el cuento— es el tipo y el genio del
crimen profundo. No quiere permanecer nunca
solo. Es el hombre entre la multitud”. El hom-
bre cuyas intenciones no se dejan leer.

44
La noción de la gran urbe como escenario del
crimen es un elemento clave de la imaginación
social del siglo XIX, como lo revela el éxito de las
narraciones de “misterios de la ciudad”, que lle-
nan las columnas de la prensa europea (y pronto
son traducidas y publicadas en tantos diarios y re-
vistas porteños). La niebla londinense, que con-
funde los rasgos y obstruye la comprensión de las
relaciones entre transeúntes, cumple una función
de atmósfera narrativa fundamental. Con ella nace
la figura literaria del detective, capaz de dar jerar-
quía e inteligibilidad tranquilizadora a esa serie de
huellas enigmáticas y confusas que es la ciudad
moderna. (Poe mismo es decisivo en el nacimien-
to de este género, al introducir al epítome del de-
tective preciso y racional: el libresco Auguste Du-
pin, genio analítico que se deleita en la actividad
moral que “desenrieda”, la detección.) Esa ciudad
que oculta las intenciones de sus habitantes tam-
bién da cobijo a quienes procuran desentrañar, se-
creta y silenciosamente, los crímenes misteriosos.
Es el medio ambiente del private eye, el detective
privado encargado de seguir individuos por la ca-
lle, sin ser visto ni oído.

45
Volvemos a Buenos Aires para oír una voz
experimentada en el métier de la observación ca-
llejera de sospechosos: “Seguir a un pícaro en
nuestras calles tan llenas de movimiento —expli-
ca Fray Mocho en sus Memorias de un vigilante
(1897)— es un trabajo que no valora sino el que
lo realiza. Como él siempre está sobre aviso y
teme que lo embroquen —conozcan observen—,
camina una cuadra y la desanda para ver si al-
guien lo sigue, da quinientas vueltas antes de lle-
gar a un punto deseado, penetra a las casas a pre-
guntar por don Fulano o don Zutano —un
nombre supuesto—, para darle esquinazo —lo
que equivale a despistar— a algún empleado que
pasa y lo conoce”. Móvil, escurridizo, el hom-
bre en la multitud porteña también es herméti-
co. La simulación es su recurso supremo: hay pí-
caros disfrazados de hombres respetables, pobres
pasando por ricos, ricos llorando la miseria del
mendigo... Continúa:“He visto un ladrón que a
fuerza de leer se ha hecho un leguleyo; tiene
toda la exterioridad de un hombre de educación
esmerada, se expresa correctamente y no deja
traslucir en su trata que, diez años antes, era un

46
compadrito que escupía por el colmillo y se
quebraba hasta barrer el suelo con la oreja”.
Allí donde tantos miles han llegado precisa-
mente para modificar su lugar en el reparto so-
cial de deberes y derechos, el tema del disimulo
de la identidad (que está implícito en el cuento
de Poe y muchas veces mencionado en las esce-
nas porteñas de Álvarez) es especialmente im-
portante. En una sociedad nueva, todos están de
algún modo mutando hacia identidades sociales
diferentes. La vida cotidiana exige un esfuerzo
por mantener apariencias, por vivir oculto tras
mandatos de conducta que no son espontáneas,
observa Enrique Vera y González en su artículo
“¿Disfraz o realidad?”, publicado en Caras y Ca-
retas en febrero de 1900. La celebración del car-
naval no es el momento del disfraz, argumenta,
sino la oportunidad de aliviarse de la simulación
cotidiana. Escuchemos sus razones:

Pasamos toda la vida empeñados en represen-


tar el papel de un personaje fantástico que se
parece a nosotros como un huevo a una cas-
taña. (…) Si nos acercamos bastante al tipo

47
ideal que copiamos, se nos aplaude, ó lo que
es igual, hacemos con éxito el cuento del tío al
público; si degollamos el papel, se nos silba
horrorosamente. Como esto último es muy
poco agradable y bastante peligroso, ya que al
fin y al cabo el mundo comedia es y no hay más
remedio que ganarse la vida representando,
sucede que nos vemos obligados a contraer
una hipocresía crónica que a la larga forma los
dos tercios del carácter y es bastante llevade-
ra. Pero hay algunos que sufren lo indecible
con esa tortura, se hacen demasiada violencia
y estallarían ruidosamente en medio de la pla-
za pública si no tuvieran su poquito de ex-
pansión; tres días siquiera en que manifestar lo
que son, y dar rienda suelta a sus instintos
comprimidos, con ó sin madre (énfasis en el
original).

Buenos Aires es la ciudad de las caras y las ca-


retas, dice la revista más popular (que adopta pre-
cisamente ese nombre). El proverbio se equivo-
ca cuando afirma que la cara es el reflejo del
alma: la cara sirve para ocultar.“Obsérvese, decía,

48
una multitud cualquiera. ¿Quién llega a precisar
esa línea ideal que separa la mentira de la verdad
sobre una fisonomía humana; esa línea más difí-
cil de fijar que la que marca los límites entre
Chile y la República Argentina?”, reflexiona en
la misma revista José L. Muratore, en febrero de
1899.
Se ha dicho muchas veces que la liviana flui-
dez de la identidad es la prueba de la libertad
ganada en la ciudad moderna. Hay oportunida-
des para quienes antes de llegar las han tenido
apenas, y esperanzas de ascenso para quienes
han sabido aprovechar las generosidades de una
economía pródiga. Pero el uso “abusivo” de esas
condiciones da paso a una crítica, que es esté-
tica y moral: hay algo que no es enteramente
auténtico allí donde las reglas establecidas de la
relación entre identidad y apariencia han sido
reemplazadas por los confusos juegos de espe-
jos.Y no es necesario llegar a los ejemplares más
paranoicos de la elite criolla para encontrar ex-
ponentes de esta crítica. Francisco Grandmon-
tagne (él mismo un inmigrante, de origen vas-
co) escribe en 1901 una trilogía de aguafuertes

49
sobre Buenos Aires. Vivos, tilingos y locos lindos se
demora en la falsa moral de la sociedad del tra-
vestismo y la escena, sobre la insinceridad que
mina las relaciones, sobre los que se fuman a
todo el mundo y prefieren la apariencia de
triunfo al triunfo verdadero. Sus porteños de
belle époque trasuntan un aire de exceso y falsi-
ficación, incluso en las caricaturas que acompa-
ñan el texto. Una década más tarde, la popular
revista Sherlock Holmes vuelve sobre la disocia-
ción moral entre identidad aparente e identidad
real:“¿Qué es lo que nos exige imperiosamen-
te el medio ambiente en que actuamos? Que las
apariencias sean agradables y aceptables; que
nos presentemos ante la censura pública como
elementos triunfadores...”. No falta mucho
para que el tema de las indulgencias éticas de la
Sodoma porteña sea desarrollado por los nacio-
nalistas críticos de la modernización, que las
opondrán a la inmutable esencia de las verdades
de las provincias del interior, intactas de inmi-
gración.
A este clima de fondo pertenece la multipli-
cación de historias sobre las tretas deliberadas de

50
ocultamiento de identidades, que asoman en
tantas páginas de los archivos policiales, de dia-
rios y revistas. De ellas se sirven los tratantes de
blancas, los ladrones viajeros, punguistas, escru-
chantes y cuenteros del tío.Volvemos a la cróni-
ca de Fray Mocho:

El pillo extranjero es el más abundante. Éste ya


viene aleccionado, por lo general, y no deja
que se deduzcan reglas para conocerlo.Viste
como un caballero, como un compadre o
como un artesano, de esos que recorren nues-
tras calles en las faenas de su oficio: adopta la
forma necesaria para cada una de sus empresas
obscuras y malignas. Se cambia de nombre
cada vez que cae preso, y es obra de romanos
identificar su personalidad en cada caso, pues
recurre a cuanta artimaña puede sugerirle su
imaginación a fin de ocultar su pasado, tenien-
do como recurso invencible su poco conoci-
miento del idioma.

“Adopta la forma necesaria para sus empre-


sas”, “no deja que se deduzcan reglas para co-

51
nocerlo”,“cambia de nombre”, finge no saber
el idioma: las trampas de la identidad son ta-
les, dice el ex policía, que la única manera de
probar un hecho es pescar al sujeto con las
manos en la masa.Tretas y más tretas —fisonó-
micas, vestimentarias, lingüísticas, actorales—:
el ladrón que se hace pasar por mayordomo, el
pillo que posa como mendigo, el atorrante que
imita al gran señor, el ganador de lotería que
no es tal...
Infinito, el anecdotario nos devuelve a la
pregunta inicial de la abrumada policía: ¿cómo
identificar a los transgresores en este mar de
rostros nuevos e identidades en movimiento?
La historiadora Mercedes García Ferrari se ha
ocupado de examinar las respuestas a este gi-
gantesco desafío. Los desvelos por el control de
los individuos, argumenta, explican por qué la
policía porteña fue tan pionera en la adopción
de tecnologías de la identificación. Una em-
presa institucional de muy largo plazo, hecha
de ficheros repletos de cifras, instrumentos de
medición, fotos de frente y de perfil y huellas
dactilares. Tres vertientes nacen más o menos

52
simultáneamente: la fotografía (que apuesta a
un archivo estatal de los rasgos faciales), la an-
tropometría (que llena fichas con medidas
combinadas de rostros y miembros), la dactilos-
copía (con su repertorio de microscópicos de-
talles de las yemas de los dedos). En las últimas
décadas del siglo XIX, la primacía de un méto-
do sobre otro está lejos de ser clara: todos co-
mienzan a utilizarse más o menos paralelamen-
te, más o menos combinados.
La Galería de ladrones de la Capital (1887) es
el primer intento por poner orden y sistemati-
cidad al registro estatal de esa desmesura de
partículas fisonómicas que es Buenos Aires. In-
tento limitado, por cierto: son 200 fotografías
de “ladrones conocidos”, categoría policial sin-
tetizada como “LC”, que designa a quien tie-
ne en su prontuario más de dos delitos contra
la propiedad. A cada foto se agregan datos de
sus entradas, aspecto y hábitos. Están escritos
por el comisario de Pesquisas José S. Álvarez,
que no es otro que el futuro Fray Mocho, a
quien hemos seguido por las calles de Buenos
Aires. Unos tras otros miran a la cámara coche-

53
ros, carreros, cocineros, jornaleros, zapateros,
desempleados. Registrados en la alcaldía, sus
rostros serán distribuidos por las paredes de las
seccionales y en la cuadra de los vigilantes, para
ser “reconocidos fácilmente por todos los
agentes de la Sección”, indica la ordenanza.
Cuando la memoria humana ha encontrado su
límite, la fotografía trae una promesa de con-
trol que hace fantasear a muchos jerarcas poli-
ciales. Entre los datos que acompañan a la foto
del “ladrón conocido”, figura el número de
años de residencia en el país, que confirma la
premisa del vínculo entre inmigración y delin-
cuencia. Saber lo más posible sobre cada uno
(aunque sólo sean algunos, aunque no sean los
más peligrosos, aunque ni siquiera hayan co-
metido un delito) es iniciar un camino hacia el
control en medio del inocultable descontrol.
En este sentido, la Galería vale más por lo que
promete que por lo que efectivamente puede
lograr. Es un hito en el registro estatal de las
identidades, que, desde entonces, no dejará de
expandirse. El precursor (tentativo, muy resis-
tido) de nuestro DNI.

54
Galería de ladrones de la Capital

No hay grandes delincuentes entre estos la-


drones. La secuencia describe más bien a esa
inestable clase trabajadora urbana, cuyo poten-
cial para caer en el mundo del crimen es con-
siderado importante. Estos personajes son “co-
nocidos” (o más bien, deberían serlo), porque
han cometido dos o más delitos contra la pro-
piedad. No son los transgresores importantes,
sino “el único hilo para guiarse en el laberinto
de nuestro bajo fondo social”.Así lo indica Ál-
varez en las descripciones:“Pedro Tercio, ó Ter-
ci ó Martin Isarraldi. (…) Mal hombre, no tan-

55
to por lo que sea capaz de realizar, cuanto por sus re-
laciones con los demas ladrones” (énfasis agrega-
do). Los datos de estos pequeños delincuentes
importan más por su posición en una red ma-
yor que es preciso conocer, porque puede con-
ducir a otros rostros, ocultos en las profundida-
des del bajo fondo. Pues la Galería de ladrones es
también un instrumento orientador en la geo-
grafía del delito, un ejercicio de conocimiento
de la contracara oscura de la metrópolis mo-
derna.
Bajo fondo: otro término de época. ¿En qué
consiste el bajo fondo? En un “confuso montón
de elementos residuarios de toda especie y de
todo origen”, según el criminólogo más empe-
ñado en hacer el compendio de su composición
objetiva, Francisco De Veyga. En su uso habi-
tual, la expresión alude a una combinación tur-
bia de lugares y personajes que pululan en esos
lugares, que se depositan como punto de llegada
de una caída social.Todos están asociados de al-
guna manera a la ilegalidad, por su práctica de-
lictiva, su asociación con delincuentes, sus vicios,
su degradación moral o —más frecuentemen-

56
te— por la misma dificultad de intelección que
destilan sus redes interpersonales. ¿Dónde está
el bajo fondo? No es un lugar preciso, sino más
bien un agregado de escenas y personajes de la
imaginación urbana.Algunos salen de la cróni-
ca policial, otros del informe criminológico,
otros de los folletines de detectives o misterios
de la ciudad traducidos del inglés y el francés,
otros de los rumores en torno a este o aquel
caso... El bajo fondo porteño se mezcla con el
de otras ciudades, pero no faltan puntos de re-
ferencia que son identificables. Los hay en el
centro, como el famoso café Cassoulet, en Via-
monte y Suipacha, “paradero nocturno de to-
dos los vagos de la ciudad y famoso entre la
gente maleante”. Hay prostíbulos para los ricos
y los menos ricos en la zona de Plaza Lavalle.
Otros —“peringundines” de mala muerte, ca-
fés, hoteles de un peso, fondas y pensiones— se
diseminan en las inmediaciones portuarias, clá-
sico centro irradiador de “bajo fondo”. Zonas
borrosas entre ciudad y puerto, entre ciudad y
pampa... El arrabal que años más tarde inspiró
tantas fantasías malevas al joven Borges también

57
pertenece a esta ciudad, que en partes reluce y
en partes se eufemiza.
El bajo fondo es un saber. Por él compiten el
policía, que se reclama experto, y el periodista,
que lo traduce a imágenes y anécdotas para el
“profano en la materia”— y que necesita del
policía “para satisfacer la avidez del público, que
no se sacia nunca en su febril afán de cosas nue-
vas”—. Relatando un episodio acaecido en un
misterioso rincón del bajo fondo vernáculo
(cuya localización nunca es identificada con
precisión), el cronista confiesa su estatus de
aprendiz: “Algo de muy ingenuo ó muy tonto
debió vibrar en mi pregunta, pues el oficial se
sonrió, poniendo en su expresión toda la mali-
cia de que es capaz un hombre de mundo que
es, á la vez, funcionario de policía desde hace va-
rios años.‘Eso—respondió— es algo que prue-
ba que los cronistas no lo saben todavía todo en
Buenos Aires’” (Sherlock Holmes, 1 de agosto de
1912).
En todos los casos, el bajo fondo es oscuro:
protege así los secretos de sus habitantes y des-
pierta el celo cognitivo de sus observadores

58
más pertinaces. Policías, criminólogos y perio-
distas se afanan por cartografiarlo. Rostros es-
quivos, boliches inciertos, episodios sórdidos:
hay que conocerlos para comprenderlos. Una
llave indispensable está en el lenguaje. Desci-
frarlo es lo que se propone el jurista Antonio
Dellepiane en El idioma del delito (1894), un
pionero glosario de términos utilizados por los
“lunfardos”. (A diferencia de su uso actual, en
sus inicios la palabra alude a la vez al idioma y
a los sujetos que lo utilizan, los “ladrones pro-
fesionales”.) En la policía, la intimidad con el
“idioma del delito” es un signo de distinción,
una vocación de expertise que lleva más de un
siglo: allí están para mostrarlo las secciones de-
dicadas al asunto en las revistas de la corpora-
ción, y la contribución de algunos de sus
miembros más prestigiosos al estudio lingüís-
tico del bajo fondo. La lista comienza con los
artículos sobre “Los beduinos urbanos”, publi-
cados por el joven ex policía Benigno Lugones
en La Nación en 1879, y culmina un siglo des-
pués con las 12.500 palabras consignadas en el
Lexicón de voces y locuciones lunfardas, populares,

59
jergales y extranjeras, del Comisario General (R)
Adolfo Rodríguez. Francisco Romay, el histo-
riador más eminente de la institución, figura
entre los miembros fundadores de la Academia
Nacional del Lunfardo.

Punguistas, “scruchos” y cuenteros del tío:


escenas del pequeño delito urbano

En febrero de 1900, Caras y Caretas publica


un “reportaje fotográfico” al punguista. Está fir-
mado por Fabio Carrizo —que es el seudónimo
del escritor, periodista y director de la revista,
Fray Mocho, que a su vez es el seudónimo lite-
rario del para entonces ex comisario de Pesqui-
sas, José S. Álvarez, nuestro informante de los si-
muladores callejeros y autor de la Galería de
ladrones. Son escenas de robo, ilustradas en foto-
grafías con epígrafes. Falsos ladrones y falsos ota-
rios posan ante la cámara enseñando al lector
cuáles son las situaciones de peligro en la calle:
lectura abstraída del diario en esa multitud de
desconocidos, amontonamiento de peatones en

60
la esquina, contigüidades desprevenidas en el
transporte público...Todos están vestidos como
citadinos: saco, chaleco, corbata o moño, som-
brero, bigotes prolijos… No hay otra manera de
reconocer a unos de otros que la divergencia de
sus intenciones, exagerada en poses de distrac-
ción y de hurto. “Adoptan todo el aire de gen-
tes honradas”, advierte el autor. Algunos hasta
“pasan por distinguidos”.

“El punguista. Reportaje fotográfico a uno del gremio”,


Caras y Caretas, febrero de 1900

61
Son escenas risueñas, y en eso hacen honor al
tono con el que “el Mocho” retrató aquel mundo,
que con tanta perspicacia había observado duran-
te sus largas guardias de vigilante en los edificios
públicos. Esos ladrones no dan miedo. Pero gene-
ran inquietud: en la revista más popular, este ex-
perto de la calle dice (casualmente, con el buen
humor de lo trivial) que las cosas no son lo que
parecen. Que las aglomeraciones están sembradas
de trampas, que hay que aprender a circular pres-
tando atención a los roces, que no es bueno entre-
garse sin prevenciones a la charla con desconoci-
dos. El habitante de la ciudad debe ir alerta y
ejercer la desconfianza, porque “el principal auxi-
liar del punguista es la distracción de la víctima”.
“Vea, señor —explica el ‘punga’ al periodista y al
lector—, cuando un hombre no está distraído, no
hay operador, por hábil que sea, que saque parti-
do. El que tiene algo que guardar no debe pesta-
ñear en la calle, porque la gente anda lista y un
muchacho hábil lo puede aprovechar.”

Anochecía. La Avenida de Mayo parecía un


hormiguero. Llena de coches y carruajes de to-

62
das clases, estos podían proseguir su marcha so-
lamente de rato en rato, igualando así una in-
mensa serpiente que se extendía desde el Con-
greso hasta la plaza. Los cafés estaban llenos. En
la esquina estaban “ellos”, aparentemente su-
midos en su conversación, pero solamente apa-
rentemente, porque mientras “ella” hablaba
graciosamente,“él” observaba a un señor ele-
gante que estaba en una mesa frente a la calle
tomando vermouth. Cuando el señor elegan-
te pagó , y “él” vio que tenía una cartera lleni-
ta y que la puso negligentemente en el bolsi-
llo interior del saco, sin cerrarlo, “ellos” se
hicieron una seña, despidiéndose acto conti-
nuo. “Él” se encaminó a la acera de enfrente,
paseando allí al estilo de los niños “bien”...
(Sherlock Holmes, 12 de noviembre de 1912).

Prevenciones para desprevenidos,consejos para


navegar esta calle más compleja, más incierta. Las
anécdotas simpáticas invitan a combatir la sensa-
ción de desorientación, y a la vez contribuyen a
confirmarla: efectivamente, hay “nuevos delin-
cuentes”que se filtran insidiosamente en la ciudad

63
“legal”. Los periodistas desenmascaran la verdade-
ra identidad de esos transeúntes aparentemente
inofensivos. Quien parece un peatón distraído es,
en realidad,un hábil ladrón de billeteras.Detrás de
la apariencia afable,ese mozo que inspira confian-
za es el “campana” que actúa en connivencia con
un temerario ladrón. Esa dulce mucama que jura
adhesión a sus patrones está copiando la llave de
la mansión para entregarla al amigo escruchante
que prepara el golpe...
Reportajes fotográficos y anécdotas del enga-
ño inician una larga serie de escritos preventivos
sobre el pequeño delito.Compendios de los secre-
tos de la ciudad repletos de detalles pícaros, de ese
ingenio de la treta y el golpe que es inquietante
(pero raramente violento) y chispeante (y por eso,
materia para el entretenimiento liviano). Álvarez
organiza su tipología del ladrón porteño según un
principio tripartito,que separa a punguistas,escru-
chantes y cuenteros del tío. Criterio basado en la
observación de las modalidades operativas del de-
lito, pone en primer plano el conocimiento em-
pírico del policía, su trato de primera mano con
los individuos que describe, su tesoro de anécdo-

64
tas de la ciudad invisible. Una parte importante de
esta enciclopedia de la calle es lingüística: a cada
paso, el oficial experimentado explica a los no ini-
ciados los términos de la jerga de los “lunfardos”.
Con adiciones y complementos, el criterio de
clasificación de los ladrones “mansos” propuesto
por Álvarez se mantiene a lo largo del tiempo.
Muchos años después, agentes y oficiales seguirán
(y siguen) poniendo por escrito ese cúmulo de ex-
periencia adquirido por contacto exclusivo con las
situaciones más trágicas y los personajes más mis-
teriosos de la ciudad. La narración de escenas ca-
llejeras en las revistas profesionales es tan habitual,
que algunas incluso inauguran secciones especia-
les destinadas a este anecdotario de la trampa y el
ingenio.Se reúnen antologías,como El hampa y sus
secretos, del comisario M. Barrés (1934). La más di-
fundida es, sin la menor duda, Cómo nos roban, del
comisario Ramón Cortés Conde (1943), que
condensa centenares de dramatizaciones del deli-
to,inspirados en “esa atalaya de la vida humana que
es una comisaría seccional”. En el momento de su
publicación como libro, las escenas ya han pasado
la prueba del archipopular ciclo radioteatral

65
“Ronda policial”. Entre 1932 y 1945, Radio Por-
teña ofrece cada mediodía una breve historia de la
ilegalidad, para consumo en los hogares. Entre los
autores de los guiones hay oficiales de la Policía de
la Capital, que vuelcan allí experiencias persona-
les, de colegas y de una vasta red de oyentes que
envían sus contribuciones por correspondencia.
Ejercicio de prevención,sí.Entretenimiento,claro.
Pero también hay mucha exhibición del acceso a
un mundo desconocido por el lector común. En
otras palabras: de la autoridad (cognitiva, moral)
del policía experimentado. Echemos un vistazo a
la galería de ladrones de la ciudad moderna.
El punguista (ladrón de billeteras) es el más ar-
tista,el que ejerce un “trabajo”de mayor habilidad.
Su anecdotario es corto, precisamente porque su
arte es el sigilo. Las descripciones que lo identifi-
can están repletas de signos de expertise (del ladrón
y del policía que lo retrata). Manteniendo el regis-
tro en solfa, que marca los relatos de los ladrones
del disimulo, la revista Sherlock Holmes retrata en
1912 las tretas de un punguista experto haciendo
su paseo matutino por la ciudad.Atildado, con ga-
lera, monóculo, paraguas y cigarro, el sujeto apro-

66
vecha la confusión general del espacio público para
simular accidentes que le permiten llevarse el reloj
de un señor gordo con el que choca (deliberada y
disimuladamente), quedarse con el sobretodo de
un comensal distraído en un restaurante,con la car-
tera de una anciana a quien ayuda a cruzar una ca-
lle atestada,para terminar simulando una caída que
provoca la ruptura de la vidriera de una joyería.

Sherlock Holmes, 19 de noviembre de 1912

67
Como en toda profesión, hay escalas de consa-
gración, “pungas” que dan cátedra y “pungas”
aprendices. El más hábil es el más invisible ante el
Estado, el que menos ha pasado por la comisaría,
como el exitoso personaje de la caricatura,a quien
nadie toma por ladrón y logra esconder su delito
tras la apariencia de respetabilidad y accidentes.
“Los lunfardos con cincuenta entradas (y otros
tantos nombres y apellidos) —dice Álvarez— son
los parias del gremio, los desheredados, los débiles,
los que tienen que ir, para vivir, a ejercer su arte en
provincias como los malos cómicos, o dedicarse a
‘schacar escabios’, como se dice en caló al acto de
robar a los borrachos que dormitan en las plazas y
los cafés de mala reputación.” El punguista exper-
to se hace a fuerza de práctica y refinamiento de
la destreza de los dedos y la vista.(El “lancero”,una
versión más tecnologizada y por eso menos consa-
grada en el virtuosismo, extiende el alcance con
pinzas de extremos dentados; el “descuidista” uti-
liza anzuelos “Martín Pescador” para hurtar ropas
u objetos de azoteas y ventanas.) El buen punguis-
ta sabe aprovechar la ocasión:“Nosotros no pode-
mos hacer nada sino es en los tumultos que se for-

68
man en la calle y en que los hombres se distraen:
una pelea, un carro que se cae, un incendio, una
novedad cualquiera nos puede dar el día.Tenemos
que andar con el ojo muy alerta y caminar mu-
cho”. El punguista virtuoso sabe reconocer a la
mejor víctima, adivinar en qué bolsillo guarda el
dinero y encontrar momento preciso para operar.
Algunos se especializan en ciertas situaciones,
como los duelos, donde abundan los abrazos y se
aflojan los reparos de la proximidad con descono-
cidos.Todo esto implica estadios de aprendizaje y
cálculo del riesgo:no es lo mismo robar de un bol-
sillo exterior (“shuca”, mero ejercicio de princi-
piantes “shuqueros”), que un bolsillo interior, ni
extraer el billete que asoma del bolsillo trasero,que
un alfiler de corbata o el reloj en un compartimen-
to interno, audacias que requieren pericia y con-
trol de los nervios. Hay todo un escalafón, según
la especialidad en este sentido:“sotaneros”,“grille-
ros”,“camisulineros”,“chiquilineros”... A menu-
do el punguista opera con ayudantes: uno (el “es-
paro”) que se colocará junto a la víctima para
distraer y disimular al operador, y otro que sacará
el “producto” de la escena.

69
Fray Mocho agrega un dato: el pick-pocket
criollo tiene fama internacional, ha ganado repu-
tación gracias a sus numerosos representantes via-
jeros, que ejercen su arte de ciudad en ciudad.“En
Europa —dice el informante— ya hay varios es-
tablecidos y conocidos por las policías de Lon-
dres, de París, de Berlín y hasta de Estados Uni-
dos.” Pasemos por alto el orgullo chauvinista que
se adivina tras el comentario sobre la fortuna in-
ternacional de esta vertiente del ingenio vernácu-
lo, para llamar la atención sobre el tema de los de-
lincuentes viajeros. El sentido común policial
indica que el fenómeno es tomado mucho más en
serio de lo que sugiere el liviano costumbrismo
delictivo del “Mocho”. Hay una población de
“caballeros de la industria”, ladrones de alto ran-
go, que viven de la circulación internacional en
los ambientes más cotizados de la high.
En 1912 ocurre un gran robo de alhajas en el
Cecil Hotel. La prensa atribuye la responsabilidad
a un peón. La policía —a través de sus periodistas
más próximos— avanza otra hipótesis: comparan-
do una serie de hechos similares en otros hoteles
de la ciudad, consideran más probable la presencia

70
inadvertida de huéspedes armados de ganzúa en
los contingentes más sofisticados,“algún pasajero
que, al despedirse, se lleva consigo el fecundo bo-
tín de una provechosa estada entre la flor y nata de
la población flotante metropolitana”. Son esa es-
pecie del “punguista injertado en gentilhombre”,
el “salteador de levita”, el “bribón aristocrático”,
cuyo juego de disimulo transcurre en la alta socie-
dad.Toma barcos en primera clase que le permiten
alternar con lo más granado de la sociedad porte-
ña,se aloja en hoteles prestigiosos de la Avenida de
Mayo, frecuenta clubes adonde juega naipes y
bebe con sus nuevos amigos, ejerce habilidades
amatorias aquí y allá...
La ruta atlántica de los ladrones forma parte
de los muchos subproductos no previstos de la
modernización económica y la aceleración del
movimiento. En el Congreso Científico Inter-
nacional Americano reunido en Buenos Aires en
1910, el experto en técnicas de detección de la
policía, Luis Reyna Almandos, argumenta que la
facilidad de las comunicaciones constituye un
medio de impunidad de los delitos y debilita el
control de los Estados. De esta constatación se si-

71
gue la sucesión de iniciativas policiales de coo-
peración. Como veremos, la circulación transna-
cional de “indeseables” políticos y sus doctrinas
(anarquistas) genera una serie de medidas de
control del flujo de poblaciones, que en la Ar-
gentina, como en otros países, culmina en leyes
de expulsión de extranjeros. Los “ladrones via-
jeros” también ocupan un lugar prominente en
los objetivos de control intermetropolitano de
las instituciones policiales.
En su estudio sobre la cooperación entre las
policías de Santiago, Montevideo, Río de Janei-
ro y Buenos Aires (provincia y capital), Diego
Galeano describe una serie de acuerdos para el
control de sujetos “peligrosos”. Los atributos de
“peligrosidad”, consensuados en 1905, se resu-
men en seis ítems: los tres primeros aluden a de-
lincuentes contra la propiedad o las personas, el
cuarto a los tratantes de blancas, y el quinto y
sexto a los agitadores y subversivos (anarquistas).
La primera instancia de cooperación es la circu-
lación de fotografías de sospechosos entre las po-
licías de las grandes urbes de la región. Pero se
sabe que esta técnica no siempre detecta disimu-

72
los de apariencia, que es posible cambiar peina-
dos, barbas y bigotes, o incluso negarse a mirar
la cámara en el momento del registro, o mirarla
cerrando los ojos o haciendo morisquetas obs-
tructivas de la detección de rostros. (Los policías
consideran incluso implementar un sistema de
fotografía “por sorpresa”, que anticipe estas es-
trategias de distorsión facial.) Ante este proble-
ma, surgen otros métodos de intercambio. En
Francia, Bertillon propone el portrait parlé: un re-
trato hecho del “lenguaje universal” de los datos
antropométricos y las descripciones morfológi-
cas, que pueden ser transmitidos por telégrafo de
metrópolis en metrópolis. En última instancia, el
sistema que prevalece en el intercambio entre
policías sudamericanas es el canje de fichas dac-
tiloscópicas, impulsado por Juan Vucetich, su in-
ventor y promotor.
La evidencia más persuasiva de la circula-
ción internacional de pillos no proviene de los
discretos punguistas, sino de los más expansivos
cuenteros del tío, que van y vienen, de ciudad
en ciudad, trabando conversación falsamente
casual con otarios. “Cada día nace un zonzo”,

73
dice el adagio de los cuenteros, “la cuestión es
encontrarlo”. El historiador Pablo Piccato ha
hallado rastros certeros de esta circulación, y
confirmación de la vocación escénica de sus
protagonistas: en septiembre de 1911, escribe,
un lunfardo porteño y su socio español estafan
a un vecino de la ciudad de México usando el
cuento del tío (en este caso, el de una herencia
de 10.000 pesos supuestamente destinada a las
obras de caridad de San Vicente de Paul). La
policía los arresta y encuentra en su cuarto de
hotel varios manuscritos con los guiones de
otras estafas semejantes, con diálogos e instruc-
ciones de entrada y salida de la escena.
Ninguna variedad de “lunfardo” genera un
anecdotario comparable, precisamente porque su
especialidad no es la destreza silenciosa, sino la in-
teracción verbal, que oculta la trampa en un des-
pliegue aparentemente abierto y franco. Ningu-
na contribuye más a instalar la sensación de
desconfianza y las prevenciones en las interaccio-
nes entre extraños (hay cuentos precisamente des-
tinados a los lectores de crónicas policiales, esos
que están alertas y saben cómo defenderse, pre-

74
viene Caras y Caretas).Y ninguno depende tanto
de las condiciones de verosimilitud de su cuento,
que para surtir efecto debe hacer pie en una mul-
titud de nociones compartidas entre víctimas y
victimarios. Es por eso que algunos de los enga-
ños tan eficaces a comienzos del siglo resultan in-
verosímiles al lector contemporáneo, pues si bien
los cuenteros siguen entre nosotros, las condicio-
nes de entendimiento han cambiado.
La lista es infinita: el cuento del legado, el
cuento del teléfono, el de la cartera extraviada
(“decano de los cuentos del tío”), el cuento del
curanderismo, el del falso rematador, del inspec-
tor, del inquilino, de la garantía, de la filantropía,
del conscripto, del distraído, del cambiazo, la en-
ferma en el hospital, la empresa comercial, la gran
pichincha, el coche descompuesto, el casamiento,
etcétera. Si estos cuenteros empleasen su ingenio
honestamente, rendirían importantísimos benefi-
cios a la sociedad, reflexiona el más dedicado pe-
dagogo-policía, Ramón Cortés Conde, antólogo
de centenares de anécdotas.Algunos juegan con la
codicia de su interlocutor, o incluso con su falta
de escrúpulos: tientan su deseo ingenuo de súbita

75
riqueza tan abundante en la ciudad de los recién
llegados, invitándolo a compartir ganancias re-
pentinas e inesperadas (los otarios quedan a veces
mezclados en el delito de su victimario). Otros
abusan de su inocencia y falta de prevención.To-
dos se apoyan en buena apariencia y detalles que
generan credibilidad —nobles sentimientos, una
historia trágica, comentarios indignados sobre
la situación del país, muestras de respeto e im-
pecable caballerosidad por su interlocutor… Los
cuentos del tío son historias de agradecimiento,
arrepentimiento, muerte y soledad. Antonio De-
llepiane, jurista, criminólogo y coleccionista de
voces lunfardas, transcribe una rima de la mímica
de la buena intención (facilitada, según indica, por
un informante del bajo fondo):

Si vuestro corazón nobleza anida


Prestadme atención un momento
Pues estoy en ciudad desconocida
Mi tío que en vida fue opulento
A su muerte me dijo lastimero:
“Acata lo que dice el testamento,
Llevando a un hospital ese dinero”

76
Ejercer la desconfianza, nunca tomar por
cierta la palabra de desconocidos, por más líri-
cos e inofensivos que parezcan. En su versión ra-
dioteatral, periodística o libresca, la ciudad que
retrata el mayor compendio de cuentos del tío,
Cómo nos roban, es un laberinto de interacciones
equívocas y arriesgadas, donde todos son algo
diferente de lo que dicen ser.

“No le ocurrió alguna vez que, transitando por


alguna calle, tres o más personas...” / “No ha
sido usted alguna vez cliente de un extraño
vendedor de quesos, señora?” / “No le sucedió
que, transitando por las calles de nuestra popu-
losa ciudad, se le acercaron distintos persona-
jes y...?” / “Alguna vez, transitando por las ca-
lles de nuestra gran ciudad, o estando en una
plaza o en cualquier otro lugar..., ¿no se le
acercó una persona, hombre o mujer que, con
rostro y palabras compungidas?...”

Hay peligros para los habitantes de la ciudad


“invadida” de desconocidos, pero también para

77
los que arriban. Entrado el siglo, cuando la gran
ola inmigratoria se combina con saldos crecien-
tes de migración interna hacia la capital, se mul-
tiplican las prevenciones para los recién llegados,
provincianos “inocentes” que pueden ser presa
de citadinos más experimentados en el engaño.
Se abre entonces una gama de variaciones al
tema de la simulación de identidad: ancianos con
aspectos vulnerables y (falsos) acentos provincia-
nos, paisanos desamparados en las inmediaciones
de la estación ferroviaria que cuentan historias
de traición y abandono, ese nuevo inquilino con
cara de distraído, empleadas domésticas engaña-
das por su falso enamorado... Una parte sustan-
tiva de la batería preventiva está destinada, pre-
cisamente, al servicio doméstico, descrito como
“auxiliar” (deliberado o inocente) de los ladro-
nes de domicilios. El ciclo radial “Ronda poli-
cial” tiene muchos diálogos y sketchs destinados
a “avivar” a esta audiencia:“Precisamente a ellos
me dirijo!... —dice el experimentado detecti-
ve— ¡A ellos, cómplices involuntarios, y a las
dueñas de casa! Nada les costaría, en las horas de
la tarde, cuando las tareas del hogar requieren

78
menor actividad, dedicar unos instantes a la lec-
tura de estas humildes charlas, y hacérselas oír a
sus criados. Destruirían de esa manera su candi-
dez, consecuencia lógica de la ignorancia”.
Vivir en la ciudad es erigir mil barreras a las
interacciones espontáneas (de cuya espontanei-
dad tampoco puede confiarse). Ni siquiera las
credenciales de identidad alcanzan a despejar las
dudas, pues las historias de falsos inspectores que
cobran coimas y de falsos escribanos que rubri-
can transacciones muestran que la imitación y
alteración de documentos se están perfeccionan-
do con el desarrollo de productos químicos y
técnicas de impresión. Cheques y billetes tam-
bién deben ser sometidos a redoblado escrutinio.
Los falsificadores constituyen una elite de exper-
tos, que ponen sus finísimas habilidades al servi-
cio de empresas muy diversas —incluidas, en los
años veinte, las de los anarquistas “expropiado-
res”, que planean minar las bases del capitalismo
burgués a fuerza de papeles falsos—.
La proliferación de máquinas de fabricar bi-
lletes populariza otra versión del cuento del tío.
Es una suerte de engaño del engaño que vuelve

79
a plantear la cuestión de la moralidad del otario,
pues en este caso sólo puede ser engañado quien
acepta devenir cómplice.Y sólo puede cumplir
esta función quien participa con sus victimarios
de una extravagante imaginación del “gran gol-
pe” económico, y abreva de esa cultura del in-
vento y del sueño tecnológico, que es tan propia
de los años de entreguerras.
La treta se llama “filo misho” y es la versión de
mayor simetría moral que exhibe el vasto reper-
torio de microinteracciones del cuento del tío.
Ocurre que, además de las máquinas de imprimir
billetes falsos, hay “falsas” máquinas de falsificar:
aparatos con resortes, palancas, barómetros, rodi-
llos o prensas de impresión que imitan a las que
(en el delito real o en el de fantasía) fabrican
“verdaderos” billetes falsos. Las encarnaciones
más impactantes tienen una toma eléctrica que
al enchufarse produce un ruido ensordecedor.
En los hechos, estos prodigios de la tecnología
moderna no hacen más que producir monedas de
oro previamente colocadas en su interior, o alisar
billetes genuinos, un poco húmedos y tibios,
puestos allí para convencer al eventual otario/so-

80
cio capitalista de la óptima calidad del producto.
Los cuenteros se ofrecen a acompañarlo a canjear
el producto en una casa de cambio de la mayor
respetabilidad. Uno de los estafadores atribuye el
gran invento a un cómplice versado en química y
fotografía, un talentoso “ingeniero” que ha inver-
tido todos sus ahorros en las pruebas para perfec-
cionar el invento (en otras versiones, se trata de un
alto técnico de la Casa de Moneda de Madrid, re-
cién llegado a visitar a su primo). Explica, así, su
necesidad de capital para hacer progresar la “nue-
va industria”, que sólo puede funcionar me-
diante una gran emisión. El “candidato” deja su
dinero a cambio del aparato y los cuenteros desa-
parecen sin dejar rastros. A pesar de lo conocido
que se ha hecho el engaño y la multiplicación de
las prevenciones, dice la popular revista Ahora, en
1935, el “filo misho” sigue siendo un cuento del
tío creído por muchos (en su mayoría extranjeros,
o visitantes a la ciudad llegados de las provincias).
Hay falsas falsificadoras que prometen producir
pesos, y otras que llenarán el mundo de libras es-
terlinas. Modestas u ostentosas, algunas descansan
en las vitrinas del Museo Policial.

81
Falsa falsificadora de Falsa impresora de billetes
monedas de oro, de banco, Museo Policial
Museo Policial

Los cuenteros del tío suelen asociarse para tra-


bajar en equipo: uno propone el negocio, otro si-
mula desconfianza ante el otario, precisamente
para animarlo a confirmar su confianza… Algunas
versiones alcanzan sofisticación y proporciones
extraordinarias,operaciones en gran escala llevadas
a cabo por bandas capaces de sostener farsas de
identidad a lo largo de mucho tiempo. Una vez
más: para que esto sea posible, ciertas condiciones
de verosimilitud deben cumplirse de un lado y
otro de la transacción.Veamos el caso de una de las
celebridades en los anales del engaño, José María
Estarli,“El Millonario”, falso rentista y “as” de la
estafa porteña durante veinte años (cuando fue

82
atrapado en 1933, tenía más de trescientas cin-
cuenta denuncias). Estarli lidera una banda en la
que todos actúan un papel: él es el falso millona-
rio y sus colegas simulan ser su disciplinada ser-
vidumbre: su falso mucamo, su supuesto chofer,
etcétera. Instalados en sucesivas residencias alqui-
ladas, reciben interesados en sus fabulosos nego-
cios inmobiliarios.Así se hace en un petit hotel en
la avenida Quintana, cuyo mobiliario incluye se-
veros crucifijos. Hay una imagen marmórea de
Cristo,siempre iluminado por una lámpara de ala-
bastro.También hay santuarios supuestamente he-
redados de antepasados piadosos.Los visitantes son
demorados en la sala de espera, donde las estatui-
llas alternan con imponentes gobelinos, exhibien-
do imágenes de los (falsos) ancestros en escenas de
la reconquista española. Allí,el uniformado muca-
mo se entera del motivo de la visita y lo anuncia a
su millonario patrón. Estarli recibe en un escrito-
rio cubierto de títulos de propiedad, fraguados
gracias al sello (copiado) de una prestigiosa escri-
banía.Si alguien regresa con algún reclamo,el ma-
yordomo explica que el señor está en Europa o en
la estancia. Cuando sale, circula por la calle semio-

83
culto en un lujoso automóvil, conducido por su
chofer. Viste de rigurosa moda, bastón, galera y
monóculo —tan intimidante que los dependien-
tes de las tiendas visitadas no se atreven a acercar-
se al vehículo a molestarlo con precisiones sobre
las futuras formas de pago—.Finalmente,Estarli es
atrapado gracias a la denuncia de una víctima des-
confiada, a punto de perder $120.000 en la com-
pra de un falso sanatorio. Sus víctimas no han sido
campesinos recién llegados a la gran ciudad, sino
profesionales y comerciantes, a veces acaudalados.
Volvemos la cuestión de las condiciones de ve-
rosimilitud del cuentero-estafador. Para sostener
intermitentemente semejante farsa de identidad,
es necesario un contexto en el que las estridencias
de la aparatosa mímica de las clases altas no sean
fácilmente detectadas. Que estafadores y estafados
compartan una noción de las marcas que distin-
guen a esos grupos (que unos imitaban, otros
aceptan como referencia de respetabilidad, y to-
dos quieren alcanzar en estilo y poder adquisiti-
vo). Esas nociones difícilmente provienen del
contacto directo. Más probablemente se han for-
mado de los retratos de la vida de la high verná-

84
cula y europea en revistas ilustradas, la más exito-
sa de las cuales, recordemos, se llama Caras y Ca-
retas. O de las publicidades que en los prósperos
años veinte siembran las páginas de diarios y re-
vistas con invitaciones a emular masivamente a las
clases altas mediante la adopción de algunos sig-
nos distintivos, como la adquisición de un Ford
promovido en una foto ante la puerta del Jockey
Club. Los espejismos del ascenso social y las posi-
bilidades materiales e imaginarias de imitar los es-
tilos y lenguajes de las clases altas son la condición
de entendimiento de quienes se sientan a conver-
sar, de uno y otro lado de la legalidad.
En 1899 nace la primera compañía que ofrece
a los porteños servicios de cajas fuertes “á prueba
de fuego y de ganzúas”, destinadas a garantizar
“una seguridad absoluta á todos aquellos que de-
seen darle á guardar valores, contra todo riesgo, y
conociendo lo peligroso que es hacerlo en el pro-
pio domicilio”,según reza la publicidad.Si el pun-
guista es el más habilidoso de los lunfardos y el
cuentero-estafador el más creativo en el desplie-
gue escénico, el escruchante es el especialista en la
utilización de instrumental experto,que las nuevas

85
cajas fuertes pro-
curan resistir. La
descripción de sus
hazañas es muy téc-
nica, como lo prue-
ban las fotografías
de su vasto reperto-
rio de herramientas,
una imagen que
Instrumental del escruchante, confirma ese temor,
Archivo General de la Nación,
cada vez más exten-
Departamento de Documentos
Fotográficos dido, a la violación
de domicilio.
El preocupado murmullo sobre los escru-
chantes está ligado a transformaciones en la línea
de separación entre el interior y el exterior de la
vivienda. Inicialmente, es el comentario ansioso
en ese cargadísimo interior burgués, que se cie-
rra sobre su propio confort y profusión orna-
mental. En estos medios, cunde la sospecha de
complicidad entre el amenazante abridor de
puertas y ese extendido servicio doméstico po-
blado de inmigrantes recién llegados. Luego, con
la mudanza de tantos miles a esos barrios en

86
franca expansión, se multiplica el acceso a la vi-
vienda unifamiliar, habitada por un núcleo redu-
cido de padres y pocos hijos. Equipada con elec-
tricidad y artefactos modernos, la “casita propia”
del ascenso social está más tajantemente separa-
da de la calle que su antecesora, la “casa chori-
zo”, con ambientes alineados sobre un patio que
se cruzaba constantemente. Entre los veinte y los
treinta, la provisión de servicios sanitarios y
combustibles limpios permite incorporar coci-
na y baños al interior de una vivienda, compac-
tando todas las funciones en un perímetro que se
cierra. Cuando franjas cada vez más amplias de la
sociedad porteña se muden del centro a los ba-
rrios, los artículos y programas radiales destina-
dos a prevenir la violación de domicilio serán
más y más numerosos.
A diferencia del punguista y el cuentero, en-
tonces, el espacio emblemático de acción del
“scrucho” no es el centro atestado, sino el barrio,
más solitario y peor iluminado. Es durante la no-
che, se sabe, que la línea de separación entre
adentro y afuera está más expuesta. En este sen-
tido, las historias de los golpes del abridor de

87
puertas (que tienen un radio vecinal, que trans-
curre en el almacén o el club, que por sus mo-
ralejas preventivas producen conversación e in-
tercambio de información) activan temores que
no son nuevos en absoluto. La oscuridad, tan
íntimamente asociada a la pérdida de control y
de confianza en los sentidos, cobija muchas fan-
tasías de la amenaza. Elemento estructural de la
imaginación del miedo es el sustrato de la reti-
cencia a emprender viajes nocturnos por para-
jes desiertos, o del lugar ominoso que ocupa el
bosque en los cuentos de hadas leídos por siglos
en las sociedades occidentales.También está en
la enumeración de los peligros de la calle des-
pués de caído el sol, cuando la circulación se
vuelve furtiva y tensa, y está sujeta a la identifi-
cación de los transeúntes por parte de las poli-
cías urbanas. El temor a la oscuridad es la razón
de la autoridad del sereno, que mantiene el
control sobre los focos de luz —garantía del
triunfo del orden ante la amenaza caótica (cós-
mica) de la oscuridad—. Por eso, la iluminación
municipal de los barrios —particularmente, en
su brillantísima versión eléctrica, que en Bue-

88
nos Aires se va extendiendo en las décadas de
uno y otro lado del novecientos— está asocia-
da a la expansión del orden (mientras que la del
Centro pertenece a la cara más festiva de la me-
trópolis).
El “scrucho” se interna en la privacidad del
domicilio violentando cerraduras con palancas,
palanquetas, tenazas, cortafríos. Según las carac-
terísticas de la operación, se usan escalas de cuer-
das, alambres, sogas anudadas, barras, picos, palas
y serruchos. El “canuteador”, que es una varie-
dad del escruchante, se vale del canuto (bombi-
lla) para hacer caer la llave de la cerradura, a fin
de permitir la introducción de la ganzúa o “espa-
da”. Para abrir cajas fuertes, hay torniquetes, so-
pletes, taladros y un aparato llamado “yum-
yum”, de procedencia norteamericana, aunque
de método francés, “como todo arte del scru-
che”, explica el comisario Barrés. La técnica de
la rotura de vidrios es por sí sola un signo del ni-
vel del ladrón en cuestión —el buen cambrioleur
francés se sentiría deshonrado si, al caer estrepi-
tosamente los vidrios, despertaran a los interesa-
dos, pues su arte consiste en la manipulación si-

89
lenciosa del diamante, que hace prolijos aguje-
ros geométricos—.
Como sus colegas, el escruchante opera en
equipos de a dos o tres, uno cumpliendo la fun-
ción de “campana”, esperando afuera y dando
conversación al vigilante de la esquina, y otro de
“entregador”, que facilita los datos previos para
planear el golpe. Los casos mejor planeadas están
precedidos de varios días de estudio, para recabar
información sobre el movimiento de la casa, me-
diante la entrada para vender artículos, la simu-
lación de una inspección… Es para prevenirse de
los escruchantes que una parte tan importante
de los consejos policiales gira en torno al uso del
teléfono, cuya expansión en las primeras décadas
del siglo es espectacular: en 1926, la Argentina ya
tiene el 45% de los artefactos disponibles en
América Latina (134 mil en 1922, 281 mil en
1930), con fuerte concentración en la ciudad de
Buenos Aires. El teléfono abre una infinidad de
posibilidades de comunicación, algunas conside-
radas moralmente dudosas: permite a una mujer
semidesnuda hablar desde su cama con un caba-
llero, se comenta.Y luego, pocos artefactos mo-

90
dernos plantean más nítidamente el riesgo de fil-
tración de la amenaza del exterior en la privaci-
dad de los hogares, en la medida en que su ex-
pansión (que incluye la publicación de los
nombres y números de tantos miles en las guías
telefónicas) abre una nueva gama de juegos de la
identidad y el engaño. Inofensivos y casuales en
apariencia, los tentáculos del teléfono pueden
permitir el ingreso de desconocidos en el domi-
cilio, o ser el canal de información clave para
quienes acechan. Su utilización es un aprendiza-
je responsable, previene la policía. Para cerrar el
paso a intrusos, nada mejor que el laconismo en
el intercambio con esas voces extrañas que bro-
tan del receptor.También la discreción en el uso
de teléfonos en los lugares públicos, cuando es
aún tan frecuente que los vecinos de un barrio
utilicen de a turnos el del almacén o el bar más
cercanos.
La multiplicación de oportunidades de con-
versación breve y casual que ofrece la vida en la
ciudad obliga a una selección rigurosísima de las
ocasiones y formas de dicho intercambio.Tam-
bién se aconseja cerrarse en el plano material,

91
como lo indica la multiplicación de la parafer-
nalia para sellar las aberturas de la casa familiar
durante la noche o en períodos de viajes. Can-
dados, cadenas, barras, cerraduras... En conver-
saciones de club, café y almacén, comienza a cir-
cular el repertorio de tretas para burlar “scruchos”
disimulando la ausencia de los dueños de casa:
cortinas semicorridas, buzones fuera de la vista,
parafernalias colgantes de cacerolas, campanillas
y tachos de agua armados con hilos destinados
a provocar ruidos estrepitosos con la apertura
ilegal de una puerta...
La tipología del ladrón porteño continúa, se
multiplica, se subdivide, se inserta en nuevas cla-
sificaciones, agrega elementos, deshecha otros...
Sus especies y variantes se pierden en el infinito
anecdotario del engaño. Con particularidades y
variaciones, tienen en común su culto de la invi-
sibilidad y el disimulo de la intención. Por eso la
imagen de sus sujetos es imprecisa, y nos llega a
través del testimonio de quienes los conocen de
primera mano, de quienes pueden saber lo que
otros no: las víctimas directas (cuya narración es
recogida en la comisaría y circula en la conver-

92
sación barrial), o el policía que colecciona histo-
rias del ingenio para el entretenimiento y la pre-
vención. Las situaciones que genera el ladrón ur-
bano se asemejan a un mosaico de escenas. Son
divertidas y chispeantes, algunas veces alarman-
tes, raramente dramáticas o amenazantes en el
sentido más fuerte del término. Justamente por
eso, los casos que lo tienen por protagonista son
rutinas del agente de facción o (en los más sona-
dos, como el del falso millonario Estarli) del in-
vestigador estrella de Estafas y Defraudaciones.
Sólo el golpe excepcional aparece en la prensa.
El crimen del que se habla en las grandes páginas
no es la treta que se cobija en las opacidades de
la ciudad, sino el mucho más raro, y más visible,
caso célebre.

93
3. “¡Extra, extra!” Delito para las multitudes

Leer el crimen

“Vive uno en la mayor ignorancia de los pe-


ligros que le rodean, y si no fuera por los perió-
dicos que todo lo averiguan y de todo nos pre-
caven, no sabemos lo que sería de nosotros”. No
son muchos los que, como el editor Eustaquio
Pellicer, agradecen la generosidad de datos alar-
mantes que la prensa prodiga cada día. Los que
deploran esta rutina son más, y más conspicuos.
Tras sus supuestos beneficios preventivos, esta

95
galería cotidiana del crimen está poniendo en
riesgo la moral de los lectores vulnerables a la su-
gestión, argumentan. Estas reflexiones nacen de
una constatación inquietante: hay peligros que se
filtran en los hogares, por más esmero que sus
propietarios apliquen a reforzar puertas y venta-
nas, por más protección de contaminaciones que
se prodigue sobre sus herederas. Ocultarlos es
imposible, porque están entretejidos en las lectu-
ras de cada día.
¿Hasta qué punto es deseable tener tanta in-
formación sobre las inmoralidades de los tiem-
pos? La pregunta por los límites éticos del perio-
dismo confluye con la que ha ocupado a los
comentaristas de la ficción literaria a propósito
del naturalismo y su exhibición “documental” de
lo bajo y lo degradado. La publicación por entre-
gas de las novelas de Émile Zola en los diarios de
tantas metrópolis —en particular, su detalladísi-
mo retrato del demimonde, Nana— enciende a su
paso una polémica a muchas voces.“El éxito de
semejante obra augura muy poco a favor de la
moralidad pública”, dice La Nación en abril de
1880. ¿Vale la pena poner en riesgo la moralidad

96
reinante con este regodeo en el vicio y la mise-
ria? Además de ajustarse a la verdad, debe aten-
derse a la decencia. La sombra más nefasta del
bajo fondo y la degeneración se filtran por me-
dio de este importante diario en las lecturas do-
mésticas de esposas e hijas, y no todos ven allí
algo para celebrar.
Con probabilidad, la gratitud de Pellicer no
alude a la profusa literatura del bajo fondo, sino
a la más rutinaria cobertura de la violencia de
cada día. ¿En qué consisten esos “policiales” de
fines de siglo? Por mínima que sea la sección (y
algunas se están desarollando mucho), ofrecerá
una lista de las grandes y pequeñas calamidades
cotidianas: choques, asesinatos, suicidios, morde-
duras de perro, peleas, síncopes, robos de alhajas,
caballos desbocados de sus carruajes, sujetos des-
trozados por locomotoras... Caótica, siempre
abierta, la enumeración recrea la sensación de
desorientación y fragilidad que es condición de
la existencia en la urbe. La ansiedad también es
parte del relato de esas condiciones de vida: la
despersonalización de las interacciones, la acele-
ración del ritmo cotidiano, el intercambio mer-

97
cantil que pauta las relaciones, esa vivienda más
equipada que sirve de refugio de las intensida-
des exteriores… Detengámonos en un elemen-
to de esta descripción que se desprende de la
perturbadora lista de accidentes y delitos de los
diarios porteños: la percepción de los riesgos de
sus calles es función del cambio (importantísi-
mo) de las capacidades de conocimiento de las mil
peripecias tan prolijamente enumeradas. Que es
lo mismo que decir que si semejantes listas de in-
fortunio pueden leerse simultáneamente desde
el cómodo sillón del living burgués, desde el
tranvía o desde el mostrador del café de los arra-
bales, es porque hay un periodismo que alimen-
ta la avidez por estas noticias. Ambos —escri-
bientes y consumidores de la catástrofe de cada
día— también están en plena expansión.
La ola de preocupación por el delito no se
entiende sin la multiplicación exponencial de
noticias sobre el delito, que cada día nacen de una
selección de las gacetillas policiales a las que se
agrega condimento periodístico. Su expansión
en los años del “entresiglo” es función del creci-
miento inédito del universo de lectores y del

98
material impreso disponible. Pieza fundamental
de aquel extraordinario período, la “estampida”
de la lectura también se compara con la de otras
sociedades occidentales. Incluso considerada en
este contexto, Buenos Aires constituye un caso
extraordinario.
Dice Enrique Quesada en 1883: “Aquí todo
el mundo lee los diarios, no uno sino varios; des-
de el más encumbrado personaje al más humil-
de changador, todos leen gacetas. Por la mañana,
todos las tienen en sus casas, y en las primeras
horas del día difícilmente se encuentra una per-
sona sin su diario. Por la tarde, el espectáculo es
característico: a las 2 pm principia la hora del
diario: los muchachos agolpados tumultuosa-
mente a las imprentas del Nacional, Diario y Liber-
tad apenas reciben los paquetes, húmedos toda-
vía, corren en todas direcciones, atropellando a
los caminantes, aturdiéndolos con sus gritos, de-
teniéndose un instante para vender los números
que llevan, todos los paran, todos quieren devo-
rar ávidamente esas hojas impresas”.
Quesada encontraría mucho más para asom-
brarse, porque lo que describe es apenas el co-

99
mienzo del gran salto de la lectura de prensa, uno
de los productos de las vigorosas campañas de al-
fabetización desplegadas entre 1880 y 1910 (el
Censo de Educación de 1909 computa como
analfabetos a menos del 4% de los menores de 13
años). La más distraída mirada a las cifras alcanza
para corroborar cuál es el medio que más se be-
neficia de esta multiplicación de lectores poten-
ciales: la tirada de La Prensa, por ejemplo, pasa de
sus 700 ejemplares iniciales en 1869 a los
100.000 de fines del siglo. En su estudio de los
campos de lectura en este período, el crítico lite-
rario Adolfo Prieto calcula que una estimación
conservadora de la circulación de estos impresos
debe considerar dos lectores por ejemplar, lo
cual lleva a un público de unos 120.000 lectores
para publicaciones como Don Quijote, que en
1890 acusa una tirada de 60.000, en una ciudad
de medio millón de habitantes. La Nación circu-
la en escala semejante, y pronto competirá con
La Prensa en ejemplares y proyección. Para la ex-
travagante edición destinada a celebrar el Cen-
tenario, Caras y Caretas está en condiciones de
sacar a la calle más de 200.000 ejemplares, dis-

100
tribuidos en mitades entre los lectores porteños
y los del resto del país —el dato también llama
la atención sobre la diferencia de consumo de
impresos que hay entre la ciudad-puerto y las
provincias. Fundada en 1898, esta revista incor-
pora, además, un uso pionero de la fotografía, ac-
cesible a quienes no tienen aún una relación
confiada con el mundo letrado.Aumento espec-
tacular del volumen por publicación, entonces.
Sin olvidar, además, que la densidad de la trama
también está dada por el número extraordinario
de periódicos diferentes. Las cifras disponibles,
que son para la década de 1880 solamente, indi-
can un crecimiento de 109 a 407 en seis años, y
aumentará más rápidamente después. “Los dia-
rios acaparan todos los lectores. El libro pierde
terreno cada vez”, constata La Nación en 1898:
lamento propio del letrado, ante esa transforma-
ción que en un lapso tan corto ha relegado a los
márgenes la lectura serena y recogida del libro.
Habituado a pensar la prensa escrita como
parte (cada vez menos importante) de una am-
plia oferta informativa, el lector contemporáneo
debe hacer un gran esfuerzo de imaginación

101
para comprender el lugar del diario en la era del
“diarismo”. Empecemos recordando que sus
enormes páginas son la fuente suprema de infor-
mación política y económica. Agreguemos que
todo el debate sobre la cosa pública transcurre en
sus secciones de opinión. Con sus archipopula-
res folletines, la prensa también es vehículo de
entretenimiento, y constituye la puerta de entra-
da a la lectura de ficción, que puede continuar en
forma de libro. Allí, en la modesta sección Poli-
ciales de las páginas internas, o en la sensacional
cobertura del gran caso del día, el lector (o lec-
tora) obtiene su cuota cotidiana de violencia más
o menos truculenta.Y esa dosis es —qué duda
cabe— muchísimo más abundante que la que re-
cibían sus antepasados. La crónica del crimen
tiene una larga tradición en el Río de la Plata: ya
ha habido algunos casos célebres como el de Ca-
mila O’Gorman y el de Clorinda Sarracán. Pero
su presencia nunca ha sido tan sostenida en los
diarios, ni los recursos puestos a su servicio tan
desarrollados.
Acompañando a las exaltaciones de la ciudad,
entonces, corre el río cada vez más caudaloso de

102
noticias, grandes y pequeñas, de lo que ocurre en
esas calles.Y también, en los rincones ocultos al
espectro visual, siempre limitado, del individuo
que la recorre: en el conventillo hacinado, en los
alrededores dudosos del puerto, en el café mal ha-
bido, en el prostíbulo. La presencia de los perio-
distas en la jefatura de policía es, para entonces, un
dato del sentido común: en el majestuoso edificio
de calle Moreno se les ha cedido una sala, un es-
critorio y un teléfono.Todos los diarios de circu-
lación media o grande están representados, co-
menzando por La Nación y La Prensa que
(contrariamente a lo que su trayectoria posterior
haría suponer) dedican espacio importante a la
nota roja. Con sus corresponsales conviven los de
El Diario, Gaceta de Buenos Aires, Tribuna, La Argen-
tina, El Pueblo, y también órganos de comunidades
inmigrantes, como La Patria degli Italiani.Allí está
la cantera central de información sobre la violen-
cia de toda la ciudad, que después cada uno desa-
rrollará según las demandas de su diario y sus in-
clinaciones detectivescas y narrativas.
¿Cómo se hace el plato fuerte del día?, pre-
gunta en 1912 la revista Sherlock Holmes, especia-

103
lizada en el género. Nadie puede imaginarse la
suma de labor que reclama la pesada obra de ali-
near dato tras dato para lograr poner los pelos de
punta del lector, asegura. La materia debe ser
recogida por un lado y por otro. Los cronistas
merodean en la jefatura, “pasando como venta-
rrón por oficinas, atropellándose funcionarios
sin respeto á jerarquías, espiando tras las puertas
quienes entran y quienes salen, escuchando con-
versaciones, deschavando agentes y atajando pre-
sos para reproducir el interrogatorio á los que los
ha sometido el juez”.También revisan los partes
telegráficos que llegan de las 42 seccionales.
Cuando averiguan en qué jurisdicción ocurrió
un hecho prometedor, atosigan por teléfono al
empleado de guardia de la comisaría en cuestión.
La competencia entre los operadores de la trucu-
lencia es feroz, y cada uno quiere dejar sentada su
fama de rastreador. “Ahí se largan los cronistas
como fieras, y ¡guay! del empleado que agarran
para el interrogatorio. Lo cercan, lo estrujan, lo
acogotan y por poco más le sacan la lengua afue-
ra para que diga más pronto todo lo que sabe res-
pecto al asunto que investigan.” Cuando alguno

104
les responde (sea éste el comisario, el escribien-
te o el preso), lo someten a un tratamiento de
acoso:

—Dígame, che (el che es obligatorio en estas


conversaciones). ¿Está detenido fulano? ¿Qué
ha hecho? ¿Está herido? ¿Dónde, cómo, cuán-
do? ¿Grande, chica, regular? ¿Cuántos años
tiene? ¿Familia? ¿Cómo se produjo el hecho?
¿Tiene fotografía? ¿No? ¿Quiere que le man-
de el fotógrafo? ¿Lo deja sacar? ¡Bueno! ¡No
se lo lleve! Ya va Daguerre en bicicleta... ¡No
arrugue! ¡Chau!

Competitivo, el mundo de los cronistas poli-


ciales también tiene ganadores y perdedores. Es-
tán, de un lado, los que manejan un capital de co-
nexiones del bajo fondo y se reservan para sí los
datos más jugosos. El decano Genes Cabrera uti-
liza un teléfono aparte para pasar sus primicias,
que permiten a La Razón lucirse con la mejor
cobertura. En la otra punta del espectro están los
“ayudantes” que hacen la “mostacilla”: robos y
hurtos, accidentes sin importancia, las “varias” de

105
la sección, y preparan el terreno para las crónicas
más importantes. Sus jefes completan datos, se
trasladan a la escena del crimen, hacen averigua-
ciones complementarias. Saben que al público le
gusta lo que escriben, agrega la nota. Han visto
que los más refractarios al rojo y al lunfardismo
abren el diario por la página de sus crónicas, y
echan colas de pavo real cuando han salido las
noticias de un tamaño satisfactorio.
En la franja inferior de La Nación, los lectores
porteños también pueden sumergirse en “El
misterio de las hayas de cobre” o “El misterio de
Cloomber”, protagonizado por el famoso detec-
tive Sherlock Holmes. No es importante que
este crimen que tan bien se vende no sea del
todo real, como lo muestra la expansión parale-
la de géneros de ficción, cuya frontera con la
crónica policial es por demás borrosa. Los mode-
los literarios (naturalistas, detectivescos) son de-
cisivos en el métier del caso célebre. Ahí está la
clarísima emulación de la ficción del crimen y el
bajo fondo —de Zola, de Conan Doyle, de Ga-
boriau—. No es fácil distinguir cuánto en ella
viene de la literatura y cuánto de la imitación del

106
periodismo influido por esa misma literatura,
que tan generosamente provee a las redacciones
locales de sus lejanos escándalos de sangre, mis-
terio y pasión.

Sud-América, 1 de noviembre de 1888, pági-


na 1, título:“Los asesinatos de las mujeres en
Londres (Whitechapel)”.“El telégrafo ha ido
anticipando lo que en asunto ocurría y lo
poco que en descubrimiento de los crimina-
les se ha adelantado. Hoy vamos a dar a nues-
tros lectores los interesantes detalles de los
dos nuevos crímenes que tanto despiertan la
atención en todas partes.”

La Nación, 5 de febrero de 1895, página 3:


“Amberes, 11 de enero de 1895. Señor direc-
tor de La Nación: forzosamente debo princi-
piar mi carta hablando del proceso del día. En
la Bolsa, en la calle, en el teatro, en todas par-
tes no se habla de otra cosa que del terrible
drama judicial que en estos momentos está
desarrollándose en la audiencia de Amberes”.

107
Muchos de los crímenes leídos en Buenos
Aires no ocurren en Buenos Aires, ni en Ar-
gentina. El telégrafo, incorporado por La Na-
ción en 1877 y difundido paulatinamente en las
demás redacciones, informa sobre las oscilacio-
nes de la bolsa de valores en los grandes centros
económicos, las guerras imperialistas que
transcurren en África, los detalles de acciden-
tes ferroviarios en España, la saga por entregas
del último crimen de Jack el Destripador, o la
actitud humilde o altiva de Madame Guilloti-
ne durante su interrogatorio en la Corte Asise
de París. De este modo, casos que antes resona-
ban en un radio local o regional, comienzan a
viajar en cable subterráneo, y a ser seguidos por
lectores del mundo entero. Los porteños acce-
den desde los tardíos ochocientos a esta suerte
de cultura sensacionalista internacional que los
conecta a muchos otros consumidores de ca-
tástrofes y tragedias que leen diarios en los ba-
res y transporte público de ciudades disemina-
das por todo el mapa. El gran caso (que es casi
siempre un homicidio) hace la fortuna de mu-
chas publicaciones especializadas —en París,

108
por ejemplo, el archipopular magazine ilustra-
do Le Petit Journal vive de este género—.
No en todos los horizontes las trepidantes es-
cenas de la justicia francesa son leídas de la mis-
ma manera. La avidez por la primicia que se vive
en Buenos Aires tiene razones que son propias:
aunque los periodistas imitan afanosamente los
recursos de sus pares europeos, la justicia local
(que es escrita) difícilmente pueda proveerlos de
semejantes dramatismos. Los expedientes con-
tienen, sí, informes médicos sobre los sospecho-
sos: pueden atraer a los lectores interesados en la
moderna interpretación científica del delin-
cuente, o a los más morbosos consumidores de la
enfermedad y la “degeneración”.Algunos de sus
tramos más cargados de datos sugestivos (si no
comprensibles) son transcriptos a las columnas
de la página sábana. Pero un sistema judicial bu-
rocrático, hecho de expedientes difíciles de ex-
plotar periodísticamente, priva a los cronistas del
espectacular material que abunda en el reperto-
rio de sus colegas europeos, y a los lectores de los
deleites en las teatralidades de la justicia oral de
otras sociedades. (En esta baja noticiabilidad de la

109
práctica judicial local reside una de sus grandes
dificultades de traducción al plano de la arena
pública, su silencio en la noticia del delito, su au-
sencia de la conversación sobre el delito —o su
presencia puramente negativa en el lamento so-
bre el delito que no se castiga lo suficiente—.)
Por eso, el archivo principal de la crónica ar-
gentina del crimen es menos el de la justicia que
el de la policía. El primer escritor en descubrir
su potencial es Eduardo Gutiérrez.Ya es legen-
dario el éxito de sus folletines basados en casos
famosos, que son parte de la historia del perio-
dismo, de la literatura y del teatro popular. Con
la publicación de los tres primeros, La Patria Ar-
gentina triplica su tirada. Juan Moreira (1879-80)
la lleva a más de cinco mil, y Juan Cuello (1880),
a ocho mil. ¿Cuál es la relación entre estos per-
sonajes de la ilegalidad y la marea de atención al
delito que crece en la opinión pública? En la
medida en que aporta material de consumo ma-
sivo a la trama de la violencia cotidiana, es par-
te de esa historia. Mientras entretiene, Juan Mo-
reira consolida un campo de narración de la
violencia ilegal. Su saga (la del gaucho persegui-

110
do) produce vastos fenómenos de identifica-
ción: la versión circense interpretada por Podes-
tá, estrenada en 1886 y representada por años
con múltiples variaciones, es un fenómeno de
participación del público. Sin duda, el drama de
la persecución y muerte provee de apoyatura a
la crítica popular de la justicia y de la ley del Es-
tado. Pero a diferencia de otras historias que se
entrecruzan en las páginas del diario, no alimen-
ta miedo o ansiedad. En primer lugar, por la evi-
dentísima razón de que las peripecias de gau-
chos y jueces de paz que encantan a las
audiencias urbanas transcurren lejos de la ciu-
dad y sus problemas.Y luego, porque el gaucho
“malo” está en las antípodas de los “nuevos” de-
lincuentes que personifican el temor del presen-
te: es atractivo precisamente por estar en retira-
da, por su esencia moral incontaminada de
modernidad. Es más: hay algo de nostalgia ante
las formas gauchescas de la violencia. Compa-
rada a la transgresión del presente, dice un edi-
torialista de Sud-América, su simpleza tiene vir-
tud. La insidiosa “epidemia” de criminalidad
que azota a la ciudad, asegura, es el fruto de pla-

111
nes pergeñados durante meses en los “inmundos
tugurios de la Boca”. Los inescrutables delin-
cuentes del presente pueden ser modestos em-
pleados de oficina que diseñan estafas inimagi-
nables, o científicos que envenenan a sus
invitados con hielo contaminado de gérmenes
de cólera o fiebre amarilla, según indica un ar-
tículo sobre el “crimen de moda” ocurrido en
Nueva York... También hay homicidios por
“sport”, dice otro diario, gracias a la facilidad
técnica de la muerte que están haciendo posi-
bles esas armas de fuego expuestas como mer-
cancía en las vidrieras del centro. Ejemplos y
más ejemplos del crimen de hoy, que confirman
la degradación moral con respecto a la entereza
de “la franca puñalada de nuestro paisano”, viril
y criolla, asestada en esa riña de pulpería de año-
rada sencillez.
En las comisarías porteñas también se leen los
casos célebres. La moda coincide con la creación
de la Policía de la Capital, en 1880, y con el di-
fícil camino de la profesionalización de su perso-
nal. El contexto de superabundancia de imáge-
nes y lenguajes periodístico-literarios del delito

112
marca decisivamente los caminos institucionales,
pues los primeros jefes policiales que publican
revistas para ilustrar y entretener a la tropa no
pueden sino servirse de los discursos disponibles
sobre su objeto de trabajo. Después de todo, en
esos diarios que tiran miles de ejemplares es
donde cada día se plantean los términos para
pensar el crimen, allí están las más aceptadas ga-
lerías de la ilegalidad.
Discursos “profanos”, discursos “policia-
les”… Ninguno de los dos términos es puro del
otro. Los cronistas explotan la sección investi-
gaciones, y su punto de vista se filtra en la ins-
titución del orden, comenzando por la selec-
ción misma de casos cubiertos en la prensa de la
corporación. El menú de homicidios franceses
ofrecidos a los lectores policías, por ejemplo, no
es más que la traducción de las Causas crimina-
les y mundanas, de Bataille, que circulan por el
mundo, y también en las seccionales, gracias a
las entregas para “instrucción de su personal”.
La historia del envenenador Castruccio se jus-
tifica porque “la prensa diaria ha alimentado
durante varios días la natural curiosidad en es-

113
tos casos”, y hay que sentar posición al respec-
to. El perfil de asesino nato que traza y el gran
retrato a lápiz que lo acompaña (“sacado del
natural y tiene un gran parecido”) utilizan la
misma colección de elementos científico-no-
velescos que ya ha asegurado el éxito de la his-
toria en sede periodística.
Los “policiales” de las revistas policiales osci-
lan entre los mandatos de instrucción y la evi-
dentísima porosidad a la presión de la cultura
masiva. En una vertiente menos confrontativa de
la autoridad, pero no menos sensacionalista que
la de los diarios, conviven con los editoriales que
critican la fascinación por el crimen, y que cla-
man por el disciplinamiento de los policías cóm-
plices de ese periodismo. Las Causas criminales y
mundanas aparecen pegadas a un editorial titula-
do:“Exceso de publicidad en las crónicas rojas”,
denuncias de una impronta perversa en la imagi-
nación popular, que la institución comparte y
combate.
Los solapamientos son muchos, pero no son
completos: la jefatura hace esfuerzos por impri-
mir sentidos propios a esa noticia que es de to-

114
dos. El “policial” de la policía puede ser aprove-
chado para hacer ejercicios de alfabetización de
esa tropa tan necesitada de instrucción básica. O
para hacer pedagogía de la pesquisa: “Con mo-
tivo del crimen que ha conmovido últimamen-
te la población de la capital, es conveniente ha-
cer resaltar la necesidad de lo delicado que son
las primeras medidas que deben tomarse para
evitar que los rastros dejados por los criminales
sean borrados ó alterados, siendo ellos innume-
rosos casos los del procedimiento ulterior”.
Cada vez que los casos lo permiten, se celebra
el descubrimiento de delincuentes como un
éxito colectivo de la institución, alimentando
un lazo imaginario de pertenencia:“Los crimi-
nales fueron aprehendidos, y la satisfacción más
legítima embargó a todo el personal”, dice el
editorial sobre el caso de la calle Reconquista.
También se construye identidad corporativa
mediante la insinuación de un acceso de insiders,
de autoridad intelectual y superioridad infor-
mativa con relación a la crónica que lee el co-
mún de los lectores —aun cuando la informa-
ción no siempre difiera de la de los diarios, o

115
termine siendo corregida y desafiada por las
pesquisas paralelas de los periodistas—.
La superioridad informativa sobre el mundo
del crimen es, de hecho, una de las piedras de to-
que de la identidad policial, con su larga tradi-
ción de memorias de oficiales retirados que
cuentan la verdad desconocida de los casos co-
nocidos.Veamos un ejemplo de esta exhibición
de acceso al dato: la reescritura policial de la gran
historia de Juan Moreira. Sabemos que el popu-
larísimo Eduardo Gutiérrez cultivó una relación
personal con figuras máximas de la institución,
muy particularmente con el primero de sus je-
fes, Enrique O’Gorman. Sobre él escribe unos
apuntes en El Plata Ilustrado (más tarde reprodu-
cidos en la Revista de Policía), e incluso se permi-
te incluirlo en algunas ficciones, reemplazando
su nombre por el del detective de las novelas de
Émile Gaboriau, Monsieur Lecoq. Como vimos,
la proximidad de Gutiérrez con la policía de su
tiempo tiene mucho de interés, ya que para sus
Dramas policiales o Los grandes crímenes depende
del acceso a esos archivos, cuyo potencial litera-
rio explota tan exitosamente. Pero ocurre que al

116
novelar los casos recogidos de los cajones de la
burocracia policial, está creando una nueva
oportunidad a la policía, que también lee sus fo-
lletines, de ejercer una mirada correctiva profesio-
nal de los datos allí aportados. Es lo que hará en
1927 el comisario Laurentino Mejías en su libro
de memorias, Policíacas. El folletín, el teatro y el
circo han atribuido a Juan Moreira tales proezas
heroicas, se queja el veterano oficial, que la le-
yenda ha dejado en brumas los hechos de 1874.
Medio siglo más tarde, viene a corregir las exa-
geraciones de Gutiérrez, demoliendo el román-
tico relato del gaucho perseguido con docu-
mentos que retratan a un asesino taimado y
calculador, dispuesto a matar a sangre fría y a de-
jarse conchabar para intimidar votantes en las
elecciones. En 1910, el criminólogo José Inge-
nieros ya había hecho un intento (igualmente
fútil) por derribar la misma leyenda mediante
observaciones expertas —de su meduloso diag-
nóstico se desprendía que Moreira era un delin-
cuente nato—. La verdad que se propone restau-
rar el comisario Mejías, en cambio, no apela a la
ciencia, sino a la experiencia de los hechos: a su

117
acceso exclusivo a la versión de los actores —este
oficial inspector, y aquel vigilante del Cuerpo de
Vigilantes de la policía de la provincia de Bue-
nos Aires—. Contra los mitos construidos por
Gutiérrez y sus seguidores, la autoridad que re-
clama el policía no invoca más pergaminos que
los del contacto personal con el caso.
Entre los oficiales, se considera que otras zo-
nas de la literatura del crimen ofrecen modelos
más dignos de emulación. El extenso obituario
de Conan Doyle, publicado en julio de 1930 en
la Revista de Policía, contiene indicaciones de la
manera en que las aventuras de Sherlock Holmes
eran leídas (o se deseaba que fueran leídas) en la
institución:

Entre el gremio policial argentino, para no


hacer mención de los extraños, las obras de
Conan Doyle despertaron siempre vivo inte-
rés, ya que en la indiscutible lógica en que en-
volvía sus misteriosas tramas, advertíase el
punto cardinal de los dramas a develar con un
criterio esencialmente objetivo y práctico,
propio de todo aquél que en los cargos judi-

118
ciales y policiales tiene la misión de indagar
los delitos y crímenes, a fuerza de ese ingenio
y de esa virtud analítica que fueron las condi-
ciones básicas en que el fecundo escritor apo-
yaba las monumentales intrigas de sus libros.
Leíamos éstos familiarizándonos con las pro-
posiciones y con el acierto, a veces ingenuo,
de las soluciones consiguientes. Más de una
vez hallamos perfecta similitud entre los he-
chos referidos en la novela de sangre y de pa-
siones, de intereses y de conquistas, y los ca-
sos reales en que debimos actuar bajo idéntica
denominación profesional, en nombre de la
ley; similitud que mencionamos en cuanto
ella abarca el sentido analítico y objetivo de
las investigaciones judiciarias, ciertas e imagi-
nadas.

El detective privado puede ser un emblema


en el largo camino de la profesionalización de la
policía. El interés (o la pertinencia) de este mo-
delo está muy lejos de ser evidente.Veamos las
razones que propone esa misma jefatura, que
vuelve sobre el asunto a propósito del nacimien-

119
to de la Biblioteca Policial, en 1934. Se trata de
una colección de libros destinada a elevar la ins-
trucción del agente y de la “familia policial” (con
ese nombre se extiende el universo de lectores a
la constelación de allegados de los miembros de
la fuerza). En sus catorce años de vida y más de
cien volúmenes, la empresa editorial alterna el
manual técnico con la narración de casos, la guía
de términos expertos con el relato semiperio-
dístico, las anécdotas de comisaría con la traduc-
ción de textos escritos por policías célebres del
mundo. El libro seleccionado para inaugurar este
catálogo, controlado de cerca por las máximas
autoridades, es Policías de novela y policías de labo-
ratorio, obra del prestigioso criminalista Edmond
Locard, traducida del francés por el mismísimo
jefe de la Policía de la Capital, coronel (R) Luis
Jorje García. Según el director de la colección,
subcomisario Fentanes, la obra es “un símbolo
del espíritu que animará las ediciones de la Bi-
blioteca Policial. En efecto: destinada al gran pú-
blico, tiene ese carácter anecdótico y ameno que
ha de buscarse para alternar, en lo posible, nues-
tras publicaciones, pero, al mismo tiempo, es una

120
producción técnica, que casi insensiblemente in-
troduce métodos y enseñanzas provechosos”. De
este modo, Policías de novela y policías de laborato-
rio enlaza la descripción de las prácticas efectivas
de la policía de investigación francesa con la de
los casos resueltos por grandes figuras de la lite-
ratura de enigma: Sherlock Holmes, claro, pero
también el Monsieur Lecoq, de Gaboriau, y el
Dupin de Poe, conocidísimos detectives del fo-
lletín y la novela del crimen.
¿Por qué usar de ejemplo a estos personajes,
que en la literatura compiten con la policía de pes-
quisa y se especializan en vencerla? Porque con-
sagran un modelo de lucha contra el delito que
es moderno y racional (aunque las acrobacias de
la inteligencia del detective importen más que su
triunfo sobre el delincuente). Al instalar una fi-
gura de perfil intelectual y metodología elegan-
te, argumenta Locard, la literatura ha contribui-
do a restaurar el respeto por el policía, perdido
en los míseros retratos del agente rústico e igno-
rante de las novelas de Balzac y Víctor Hugo.Así,
la estima del representante de las fuerzas del or-
den se debe a cambios en el tratamiento de las fi-

121
guras ficcionales de la pesquisa, a esas novelas que
“despertaban en el corazón de todo hombre al
policía que en él dormita”. Esa literatura del cri-
men es benéfica por la proyección hacia la socie-
dad de una imagen culta de la metodología po-
licial, por su capacidad para inspirar estándares de
práctica efectiva:“Sherlock Holmes y M. Lecoq
son modelos que es posible seguir y, en muchos
puntos, sobre tablas. En la renovación de la téc-
nica policial, esos precursores han dado inapre-
ciables servicios, atrayendo la atención sobre lo
que podía hacer la Policía una vez que hubiese
abandonado las vías de la rutina”. De no haber-
se dedicado a las letras, dice un comentarista lo-
cal de Policías de novela y policías de laboratorio, Ed-
gar Allan Poe hubiese debido canalizar su
refinamiento intelectual en una portentosa ca-
rrera de policía pesquisante.

Asesinos famosos y anarquistas peligrosos

Entre agosto y septiembre de 1894, la opinión


pública porteña vive consumida por el caso de

122
Elena Parsons Horne. Esta recatada joven de fa-
milia uruguaya acomodada ha matado a tiros a un
hombre y se declara responsable del hecho. Inte-
rrogada por la policía, los peritos y una miríada
de periodistas, dibujada en retratos “hechos del
natural” y estudiada por comisiones de médicos,
Elena describe imperturbable las razones de su
crimen. El italiano Ángel Petraglia le ha propues-
to matrimonio, y ha sido sucesivamente rechaza-
do. Por despecho, el pretendiente comienza a en-
viar anónimos en los que siembra dudas sobre la
virtud de la joven. El caso de Elena Parsons —ti-
tulado “Mujeres que matan” — divide aguas. ¿Es
justificado su crimen? Eso parece pensar una por-
ción considerable de la opinión pública que, mo-
vida por la identificación con las nociones de ho-
nor evocadas por la joven, reclama la absolución.
La señorita Horne, denuncia el fiscal días des-
pués, es objeto de un insólito proceso de glorifi-
cación.“Visitas, envíos de flores, tarjetas de feli-
citación, ofrecimientos telegráficos y epistolares.”
El padre de la heroína pide que se detenga la des-
mesurada novelización del caso de su hija. Tan
masivas y encumbradas son las demostraciones de

123
apoyo, que ellas mismas generan polémica y obli-
gan al ministro de la República Oriental a soli-
citar que la prensa haga constar “que no ha diri-
gido ninguna felicitación a la señorita Parsons”.
Cada tanto, el reporte de las violencias de aquí
y allí se galvaniza en torno a un caso, que casi
siempre es un homicidio —el crimen es poco
frecuente, pero concentra más atención que nin-
gún otro—. Su protagonista promedio es hom-
bre, urbano, de clase baja, y a menudo extranje-
ro. Pero si resulta más encumbrado, más atención
recibirá. Que la sospechosa sea mujer, agrega vol-
taje dramático a la nota. Que el móvil sea el ho-
nor —un valor ampliamente compartido y com-
prendido por los lectores— agrega materia para
la discusión y vías para entrar cómodamente en la
polémica. El caso célebre es relatado en entregas
sucesivas, que duran días o semanas. Está acompa-
ñado de dibujos o fotografías, según las técnicas
disponibles en cada medio y en cada momento.
Esas imágenes permiten escrutar el rostro de los
personajes y generar así una ilusión de participa-
ción de los lectores en los estudios de los especia-
listas, que son juristas, médicos y criminólogos.

124
¿Tiene Elena Parsons la apariencia de una asesi-
na? La pregunta planea sobre las largas descrip-
ciones de su pelo, su vestimenta, su comporta-
miento. ¿Es Elena Parsons una histérica? El
diagnóstico, muy de moda, la absolvería de res-
ponsabilidad por su crimen. La nota roja de fin de
siglo escruta minuciosamente a sus personajes.
Los mira de maneras nuevas, y no tanto.
Lo nuevo: la apelación a lenguajes y concep-
tos científicos. La medicina legal y la crimino-
logía (especialmente en su variedad antropoló-
gica y antropométrica, que encuentra signos
explicativos de la criminalidad en el cuerpo del
delincuente) proveen herramientas de gran po-
tencia comunicacional. Lo menos nuevo: la fas-
cinación novelesca por la historia de los que
transitan esa transgresión última, que es el ho-
micidio. Por décadas, truculentos casos europeos
ya han circulado en las entregas de la prensa pe-
riódica, en sueltos, o en las traducciones de
grandes compilaciones del género. El más fa-
moso, la Colección de las causas más célebres. Los
mejores modelos de alegatos, acusaciones fiscales, in-
terrogatorios y defensas en lo civil y criminal del foro

125
francés, inglés y español, ha sido publicado en
Buenos Aires en 1848. Por el tamiz del caso cé-
lebre también han pasado algunos grandes epi-
sodios locales, como el crimen de Barranca
Yaco o la ejecución de Camila O’Gorman.
En las dos últimas décadas del siglo, la emer-
gencia de la ciencia criminológica y la medicina
higienista (que atribuyen importancia decisiva a la
biografía del delincuente y sus circunstancias físi-
cas y ambientales) otorga un permiso inédito al
examen público del protagonista del crimen.El vo-
yeurismo abraza la causa del avance de la ciencia,
que justifica el derecho de los lectores de diarios a
saber si el padre del acusado es alcohólico, si su
comportamiento presenta síntomas de histeria, si
su mandíbula mide más o menos milímetros, si sus
ojos están excesivamente metidos en las órbitas.En
esta manera de mirar al delincuente confluyen va-
rias líneas del pensamiento decimonónico: la fre-
nología (que adivina la esencia interna mediante el
palpaje de lo externo), la teoría de la degenera-
ción… La más decisiva es el lombrosianismo, así
llamado en honor a Cesare Lombroso,autor del li-
bro fundacional de la criminología positivista,

126
L’uomo delinquente (1876), que edifica sus hipóte-
sis de criminalidad sobre la observación de cráne-
os y fisonomías de cientos de sujetos.
“Aunque sea joven todavía —comenta el
cronista de La Nación sobre el homicida Vide-
la— aunque en conjunto sus rasgos sean correc-
tos, algo hay en él que revela los instintos bajos
y la ausencia de inteligencia.” Una y otra vez, el
escrutinio a posteriori carga de sentidos omino-
sos los rasgos más anodinos. Demoledores, los
diagnósticos de este tipo abundan en los diarios
de belle époque. Lo nuevo consagra lo viejo, pues
la idea de que una esencia criminal se esconde
en la apariencia externa del sujeto desviado, y
de que los signos de ese desvío están allí para
quien sepa escrutarlos, precede a la ciencia del
crimen. Como ha mostrado el historiador de la
criminología, Máximo Sozzo, en 1873, la Revis-
ta Criminal ya se ocupaba de difundir retratos
comentados del homo criminalis porteño, donde
abundaban miradas, sonrisas y gestos “desvia-
dos”. La gramática de lo monstruoso no nece-
sitaba de la ciencia para ejercer su potencial es-
tigmatizador, pero la ciencia permitirá llevarlo

127
mucho más lejos. Muy permisivamente, el pe-
riodismo más masivo se servirá de sus términos
y de sus operaciones para invitar a centenares de
miles a participar de ese ejercicio, convertido en
divertimento.
El caso célebre se arma con muchos elemen-
tos. O más bien: se va armando, según el ritmo de
avance de las novedades juzgadas relevantes, y de
los tiempos más o menos densos de la secuencia
que comienza con el crimen, continúa con las
pesquisas, sigue con el proceso judicial y culmina
en la prisión. Como vimos, algunos provienen de
lo que se cosecha en la jefatura de policía. Otros,
del acceso a los informes periciales de médicos y
criminólogos.También aparecen datos de los ex-
pedientes del proceso: la justicia es avara en esce-
nificaciones del drama, pero el acceso a sus inves-
tigaciones puede agregar detalles jugosos y alguna
que otra primicia. Sobre este compuesto de ele-
mentos se imponen, en primerísimo plano, los da-
tos obtenidos de las pesquisas informales a las que
se lanzan en carrera los propios periodistas.
“En materia criminal no tenemos derecho a
acusar”, dice el cronista de La Nación, diario muy

128
versado en el caso célebre de fin de siglo.“Lo que
sí tenemos es el derecho a informar al público, de
buscar el porqué y el cómo de los acontecimien-
tos, procurando conciliar siempre lo justo con lo
verdadero y de ayudar a la policía cuando su ac-
ción resulta deficiente.” Recoger pistas, internar-
se en hospitales, morgues, tribunales, gabinetes
antropométricos y comisarías, interrogar testigos
y sospechosos, ofrecer estudios propios de antro-
pología criminal, proponer hipótesis de culpabili-
dad... La pelea por los fragmentos exclusivos es
constantemente puesta en escena: la carta de Ele-
na Parsons al juez, donde habla de su sufrimiento
y el de su familia, es conseguida “no sin dificul-
tad, gracias al deseo que nos anima de no omitir
ningún dato relacionado con este proceso”. Pocos
días después, sobre el “Crimen de Flores”: “En
posesión de todos los datos que al hallazgo se re-
fieren, vamos a referirlos en la seguridad de que
ellos satisfarán la más exigente curiosidad”. La ca-
rrera es con los colegas de otras redacciones, pero
también con la policía y la justicia, que a cada rato
ven públicamente corregida “su acción deficien-
te”. El héroe de la crónica del crimen de fin de si-

129
glo es, claro está, el cronista. En esa exigencia que
lo tiene corriendo por hospitales, comisarías y ba-
rrios alejados, hay un indicio de su precoz profe-
sionalización.Y también, de la importancia cre-
ciente del valor comercial de los diarios, que al
cultivar el arte de la truculencia se van separando
cada vez más de sus predecesores, dedicados a los
vaivenes de la política facciosa.
De la mano de este inquieto autodidacta, que
en sus recorridas va definiendo los requisitos de
su métier, aparecen nuevos sospechosos, testigos
que hablan en exclusividad, cartas de puño y le-
tra publicadas en facsímil... Por su intermedio,
muchos miles son invitados a jugar el juego de
la pesquisa, de la contraposición indiciaria, de la
apuesta por la inocencia o culpabilidad de los
protagonistas. Caras y Caretas publica imágenes
de las (supuestas) huellas que el criminal ha de-
jado a su paso, el arma asesina, el paraguas olvi-
dado... A pesar de su frecuente tono humoroso,
y del guiño paródico del caso detectivesco que
ocasionalmente desliza, su punto de vista se
mantiene cercano al de sus informantes policia-
les. En otras ocasiones, la relación es más tensa:

130
los periodistas se sirven de la policía y la justicia,
dicen colaborar con los casos aportando datos
frescos, y también corrigen públicamente a las
agencias del Estado: denunciando el abandono
de un caso que presentan resuelto por sus me-
dios, criticando la tramposa “lectura” de los ros-
tros de sospechosos que luego resultan inocen-
tes, denunciando a un comisario y defendiendo
a otro (y participando de este modo en las inter-
nas políticas de la institución)...
El caso célebre produce entretenimiento y
mucha conversación sobre el crimen. Claro que
no todas las lecturas son equivalentes: leer sobre
Elena Parsons en el sillón del living de Barrio
Norte, atiborrado de bibelots, no es igual a ente-
rarse en el conventillo o en el café suburbano.
Imaginemos una charla en algún punto de en-
cuentro en esos barrios que están creciendo. Se
comparte el asombro que suscita la última prue-
ba de la insondable naturaleza humana: la sangre
fría del envenenador que asesina a su sirviente
para cobrar un seguro de vida, o la del inmigran-
te francés que descuartiza a su socio, disemina los
pedazos del cuerpo por toda la ciudad y escapa

131
en un barco (para ser atrapado y juzgado en
Francia, en un nuevo espectáculo de circulación
internacional). La compartida incredulidad sobre
las extravagancias de la semana lleva a la conver-
sación sobre sus personajes: el caso célebre ofre-
ce una oportunidad de satisfacer el interés por la
intimidad de los otros. Sigue la reflexión sobre
el significado más general de lo extraordinario,
y es allí donde el “plato fuerte” muestra su capa-
cidad condensadora de temas de la degradación
de los tiempos y la bancarrota moral de la socie-
dad moderna. Según lo permitan los casos, se ha-
bla de la influencia de los “malos” inmigrantes,
de los abismos morales que descubre el deseo de
riquezas, de los efectos nefastos del alcohol, de
la ineficacia de la justicia o la policía. La charla
del gran homicidio permite introducir términos
“modernos”: la degeneración, la tendencia con-
génita al crimen, la histeria... Se dibujan los per-
files del “otro”, se fijan estereotipos y se confir-
man prejuicios: la mujer irracional fácil presa de
los instintos, el inmigrante alcoholizado, el con-
ventillo y su promiscuidad, el bajo fondo y su
entretejido incomprensible. Cuando los perso-

132
najes son figuras prominentes o socialmente pri-
vilegiadas, la nota roja también invita a compar-
tir nociones sobre la decadencia de las clases al-
tas y la corrupción de los políticos. Curiosidad
malsana, ansiedad, desprecio moral… inflexiones
que se parecen al pesimismo, pero no al pánico.
El gran homicidio es una historia que transcu-
rre en el marco privado, de relaciones entre co-
nocidos. No produce miedo en el sentido fuer-
te del término.
Muy distinto es el caso de otra figura, que
transita la crónica del crimen de maneras más
oblicuas. Sabemos de la importancia del anar-
quismo en los albores del movimiento obrero ar-
gentino, entre los dos siglos: allí está la principal
fuerza de organización de la protesta, el motor
tras las grandes huelgas, el fantasma del conflic-
to social que puede estropear la imagen brillan-
te de esa Argentina que se encamina a la celebra-
ción de su Centenario. Estas visiones temerosas
pasan por alto cuánto del anarquismo es una for-
ma de identidad, una cultura de profunda inser-
ción en la cotidianeidad de los trabajadores, un
riquísimo entretejido de asociaciones, veladas te-

133
atrales y conferencias, un entramado de publica-
ciones periódicas que se cuentan por decenas y
tiran miles de ejemplares.
En esos años, el anarquismo es criminalizado.
¿Qué implica esta descripción? En primer lugar,
que sus actividades más desafiantes son enmarca-
das jurídicamente para ser objeto de represión
específica: es decir, que es penalizado. Lo prueban
dos leyes de expulsión de extranjeros concebidas
para este fin: la Ley de Residencia (sancionada en
1902, y mantenida en vigencia hasta 1958) y la
Ley de Defensa Social (1910). En 1906, la poli-
cía crea una dependencia llamada Orden Social
(igualmente destinada a larga vida), encargada de
acopiar información sobre las actividades liber-
tarias.
Hitos decisivos, sin duda. Pero la criminaliza-
ción es más que eso, pues espionaje y encuadra-
miento penal del anarquista (operaciones estata-
les) van acompañados de otro proceso más
complejo, que “analoga” al activista libertario y
al delincuente común. ¿Por qué caminos se
construye una figura capaz de concentrar temas
del temor, que exceden tan ampliamente la de-

134
mostrada capacidad para la huelga? Dado el des-
concertante desfase entre las prácticas concretas
en el seno de ese movimiento —tan masivo, tan
heterogéneo, tan integrado en las formas de so-
ciabilidad popular— y la potencia maligna que
hay en la descripción del “anarquista peligroso”,
la pregunta resulta inevitable.
Por supuesto: el anarquismo ha quedado aso-
ciado a algunos atentados, como el que en 1905
dispara contra el presidente Quintana (que so-
brevive) o el que en 1909 cuesta la vida al jefe
de policía, Ramón Falcón, o la bomba que en ju-
nio del año siguiente estalla en el Teatro Colón,
y precipita la Ley de Defensa Social. Pero estos
episodios resonantes (que se producen aislada-
mente del tronco político del movimiento local)
son tardíos: el temor al anarquista peligroso pre-
cede en años a estos eventos (y veremos que la
más violenta ola de atentados de signo libertario
recién ocurre en los tardíos años veinte). ¿Cómo
explicar estas asincronías del temor?
Ensayemos dos vías, comenzando por el cor-
pus de tratados médicos, libros escolares, nove-
las y folletines sobre el anarquista, que ha exa-

135
minado el crítico literario Pablo Ansolabehere.
En un juego de descripciones confluyentes,
puntuada de préstamos mutuos, se despliega el
retrato de una singular patología de la moder-
nidad: el hombre sin patria, el extranjero que
conspira contra los intereses de esa nación que
le abre sus puertas, el que arenga a las multitu-
des incontrolables para despertar los peores ins-
tintos, el que en su interés por revertir el orden
se alía con la prostituta salida del bajo fondo, el
que resiste toda empresa de encuadramiento
nacionalizador. Tampoco faltan resonancias
médicas, descripciones de las insalubridades ur-
banas que explican el descontento perpetuo, las
razones biológicas del impulso nihilista que guía
los actos de este dechado de negatividades. Re-
sistente a la identidad nacional, externo a la co-
munidad, pararrayos de patologías morales, el
anarquista es la condensación de la faz más
amenazante de la modernidad. En esta lista de
asociaciones contaminantes, hay mucho en co-
mún con el retrato del delincuente urbano, en
particular con el del criminal de sangre. Cesare
Lombroso, a quien mencionamos a propósito

136
del nacimiento de la criminología positivista, es
también autor del tratado Los anarquistas
(1894), que tanto contribuye a instalar este fe-
nómeno en el plano de las tipologías delictivas.
Por esta vía, la figura patológica puede ser
pensada de otra manera: como parte del culto de
lo bizarro, del espectáculo de lo enfermo y lo
monstruoso, que tanta materia obtiene en los ar-
chivos médicos y criminológicos, y tanta foto-
grafía provee a las redacciones de magazines ilus-
trados. Al publicar los folletines del anarquista
después de las fotos de las siamesas de Río de Ja-
neiro, o antes de los increíbles logros del hombre
sin brazos, se abre una puerta para ubicar al disi-
dente político en el plano de otras incompren-
sibles deformidades de los tiempos modernos.
Lejos del laboratorio del desvío, la más prác-
tica policía plantea otra modalidad de contacto
entre delincuentes políticos y transgresores co-
munes, que los reúne en la descripción del “su-
jeto peligroso”. La Ley de Residencia, vimos,
también cae sobre ladrones comunes. Pues bien:
algunos se hacen pasar por anarquistas persegui-
dos, dice la revista de entretenimiento Sherlock

137
Holmes, estrechamente vinculada en informa-
ción y punto de vista a la agencia del orden. En
sus páginas, las leyes expulsivas son un instru-
mento sanitarizador de “gérmenes” y maleantes
del bajo fondo. La persecución de los libertarios
es escasamente mencionada, pero sí aparecen ca-
sos de travestismo entre identidades “peligrosas”.
En esta nota, la reversión va del crimen común al
político. Un célebre ladrón, “punguista, scru-
chante, salteador, cuentero, biabista, falsificador y
todo lo demás que es necesario para vivir de lo
ajeno”, es expulsado por la “Ley del spiante”.
Como la policía nunca logra averiguar su verda-
dero nombre, es embarcado con una larga lista de
alias, y la requerida recomendación de “peligro-
so”. En el barco que lo fuerza de vuelta a su Es-
paña natal cuenta a sus contertulios no deporta-
dos cómo el compromiso con el proletariado lo
ha victimizado a manos de los perseguidores del
Estado. Cuidado, dice la anécdota: los persegui-
dos tampoco son lo que parecen, y el activista sa-
crificado bien puede ser un simple ladrón.
Delincuente patológico,delincuente común…
No obstante esta convergencia, la saturación de

138
sentidos negativos que emana del retrato del
anarquista peligroso es una operación sembrada
de disonancias de verosimilitud. Hasta 1909,
produce un miedo sincopado, que asoma inter-
mitentemente en asincronía con la práctica lo-
cal. Lo cual plantea un segundo interrogante:
¿hasta qué punto ese miedo —que tampoco es-
capa a la fascinación morbosa— es parte de la
historia de la revolución de las comunicaciones?
El anarquismo es el primer grupo disidente
cuya descripción transcurre a escala global. Nace
junto a esa gran cultura de lo sensacional, que
transcurre en un circuito de noticias comparti-
das instantáneamente de una ciudad a otra, y al-
canzan en segundos el estatus de “plato fuerte”.
Pocos elementos del catálogo de expresiones po-
líticas de la época son más funcionales a este len-
guaje que el atentado anarquista, y pocas manifes-
taciones de oposición al orden liberal producen
noticia tan rendidora a esta nueva escala. El shock
que desata la violencia pública dirigida a grandes
dirigentes es incomparablemente más potente
que la más conflictiva de las huelgas. En otras pa-
labras: el método de lucha principal de los liber-

139
tarios rioplatenses tiene traducción relativamen-
te pobre a esos medios gráficos comerciales, que
ejercen un control creciente de las percepciones.
Los editores de la revista Caras y Caretas en-
tienden inmediatamente el potencial periodísti-
co del atentado.Veamos un ejemplo pionero. En
agosto de 1900, el rey italiano Humberto I es
víctima de un francotirador anarquista. Dado el
peso local de esta comunidad, la noticia desenca-
dena una multiplicación de manifestaciones de
dolor y repudio en todos los medios del país. Los
homenajes al monarca duran semanas. La revista,
que apenas tiene dos años de vida, está en ese
momento explorando su utilización de la foto-
grafía periodística mediante la adopción de la
técnica del fotograbado, capaz de reproducir
cualquier tipo de imagen a escala industrial, con
buena definición y gran adaptabilidad al diseño
de la página.Aprovechando la difusión de la foto
amateur, se acogen las imágenes que llegan de co-
rresponsales formales, y también las de colabora-
dores espontáneos que envían su testimonio grá-
fico de los rincones más remotos del país. El
espectro de escenas cubre las suntuosas exequias,

140
las autoridades presentando su pésame, las mul-
titudes reunidas a llorar al caído y condenar el
atentado a la civilización. Las semanas transcu-
rren y la cobertura no cesa: ceremonia en la Ca-
tedral Metropolitana, marcha hasta Plaza de
Mayo, actos en los barrios, en asociaciones étni-
cas, duelo en las capitales de provincia, en pue-
blitos, en villas... Finalmente, el magazine ilustra-
do lanza un número extraordinario dedicado a la
memoria del rey caído, “en la imposibilidad de
dar cabida á la crónica gráfica completa y deta-
llada de las demostraciones de duelo que en todo
el país se han realizado con ocasión del triste su-
ceso que enluta a Italia”. La edición es un hito
en la historia del periodismo gráfico argentino:
con 500 grabados y dibujos, aparece en tres ver-
siones: a $0,5 m/n (“en rico papel satinado”), a
$1 m/n (“papel glacé”), a $5 m/n (“de lujo, pa-
pel Japón”). Sus 70.000 ejemplares se agotan
instantáneamente.
Que el atentado anarquista tiene un potencial
para producir suceso tampoco escapa a los propios
anarquistas. El debate en el seno del movimien-
to en torno a la “propaganda por el hecho” no

141
es nuevo. La desconfianza y la condena prevale-
cen ampliamente, aunque el intercambio trans-
curre por la vía de una tradición argumental que
es propia: el rechazo al individualismo que se es-
conde tras esa violencia, a la falta de organicidad
en un proyecto colectivo de transformación de la
sociedad, a la opacidad de la violencia incapaz de
controlar los sentidos que le serán atribuidos…
El atentado también es un método sospechado
en razón del estatus que gana en los medios co-
merciales: local o remoto, el golpe de violencia
se expone a verse convertido en otro “plato fuer-
te” para consumo del demos lector de diarios y
revistas.
Para quienes leen y miran esas imágenes sin
contrastarlas con una experiencia de primera
mano de los circuitos libertarios, el impacto de
los atentados prevalece en contundencia per-
ceptiva. La cuestión de la imagen exterior del
anarquismo, de su proyección sobre quienes no
pertenecen al movimiento, es considerada im-
portante por sus dirigentes, y cruza los debates
sobre la naturaleza deseable de su abundante
prensa: la retórica dicotómica de sus titulares, slo-

142
gans y recursos gráficos —dicen los más modera-
dos— no ayuda a ganar adeptos a la causa por
fuera de sus canales tradicionales en las clases
obreras.Y luego, la gran calamidad que llega de
ultramar enrarece la percepción del anarquista
local:“deduciendo que una parte importante de
las personas con quienes alternamos, creyéndo-
las pacíficas, están afiliadas a esta peligrosa secta”,
reflexiona Caras y Caretas en los días posteriores
al atentado en Italia. Importa poco que se aclare
que los anarquistas rioplatenses deploran las
prácticas más violentas de sus pares europeos,
porque también se precisa que constituyen un
eslabón de ese impredecible fenómeno de di-
mensiones internacionales. Y por sobre unas y
otras aclaraciones, las consecuencias de sus actos
más conspicuos son irresistibles a las posibilida-
des comerciales que abre la fotografía de prensa.

143
4. Disparos y clamores

1921 es un año clave en la historia del delito


porteño. El 2 de mayo, a plena luz del día y en
pleno centro de la ciudad (y a una cuadra de la
Casa Rosada), el transporte de caudales de la
Aduana es asaltado por una banda de ladrones ar-
mados, que huyen en automóvil llevándose la as-
tronómica suma de $620.000. Madruguistas,
pungas y escruchantes se sienten humillados.
Ante las evidentes ventajas de este revoluciona-
rio modus operandi, ¿vale la pena continuar ejer-
ciendo un oficio que requiere tanto esfuerzo y

145
habilidad, a cambio de rendimientos tan incier-
tos? “Golfear (robar) por dos guitas ya no vale la
pena...”
Lo sabemos: cada tanto, la modernidad tecno-
lógica plantea desafíos imprevistos al orden es-
tablecido. Lo mostraron a fines del ochocientos
los ladrones viajeros, y lo muestran cada día algu-
nos de los más creativos usuarios de Internet.
Con la expansión del consumo y ese clima de
entusiasmo por la novedad, que lleva a tantos
porteños a coleccionar revistas de mecánica y
bricolage, la década del veinte abre otro momen-
to de exploración de las oportunidades de la
ilegalidad. Dedicamos el último capítulo al pis-
tolerismo, una de sus manifestaciones más cons-
picuas y más amenazantes.
Claro que no es el único fenómeno delictivo
de la era: el persistente “bajo continuo” de anéc-
dotas y prevenciones sobre el pequeño delito ca-
llejero y las estafas organizadas están ahí para de-
mostrarlo. Y también las notas sobre crímenes
pasionales, que siguen haciendo las delicias de la
curiosidad menos gloriosa de tantos miles. En este
plano, la oferta es cada vez más rutilante, gracias a

146
los cambios en las posibilidades gráficas y los re-
cursos que le son dedicados. Diarios como La
Prensa y La Nación, pioneros de la nota del crimen
finisecular, se van deshaciendo del policial de ru-
tina: a partir de la segunda década del siglo se ocu-
parán solamente de los casos más sonados. El ho-
micidio, que abre la ventana a las siempre
convocantes historias de la naturaleza humana,
emigra a diarios nuevos y populares,donde las po-
sibilidades gráficas del voyeurismo conquistan nue-
vo territorio. La cacofonía de fotografías, dibujos
y titulares sorprende, y no solamente por contras-
te con sus más discretos predecesores. Acostum-
brado a recibir por separado (en diarios y en te-
levisión) el crimen escrito y su show visual, el
lector contemporáneo encuentra que los decibe-
les del sensacionalismo de entreguerras exceden
incluso sus amplísimos parámetros. Antes de la
pantalla, todos los recursos se vuelcan a esas pági-
nas impresas. Crítica es el exponente más creativo
y osado de este ejercicio. Sobre sus pasos, a media-
dos de los treinta, la revista Ahora se especializará
en el mismo estrepitoso género. Populares y po-
pulistas, ambos se lanzan al juego de la detección-

147
entretenimiento, armados de títulos-catástrofe,
caricaturas del delito y mucho fotomontaje.
El crimen de sangre sigue muy presente. Pero
salvo en casos excepcionales, sobre los que nos
detendremos, su efecto en la opinión pública es
de bajo impacto. Funciona por acumulación, son
historias “de interés humano” que se relatan
como el punto de llegada de una relación amo-
rosa descarrilada o de los malas inclinaciones de
tal o cual personaje. No faltan notas que narran
la caída como el efecto del consumo de drogas.
Condena moral, lamentos sobre la decadencia de
las costumbres… una resonancia persistente,
pero difusa. No obstante, el homicidio domésti-
co no es sólo entretenimiento inocuo, pues la
vieja historia de la caída moral transcurre en un
contexto ideológico que se ha ido cargando de
pesimismo, y le ha dado mayor poder de confir-
mación.
A fines de los veinte y comienzos de los trein-
ta, las críticas a la sociedad nacida del proyecto
modernizador han ganado mucho en atención y
capacidad persuasiva. El conglomerado de la
reacción abarca fenómenos que van del fascismo

148
liso y llano a expresiones muy diversas del “rena-
cimiento católico”. En estos medios, pocos du-
dan de la descomposición moral que debe dedu-
cirse del contenido de las crónicas de los diarios
populares —y de la forma desorbitada de comu-
nicación de esas historias—. Leonardo Castellani,
conspicuo exponente de la derecha católica, ver-
sifica así sobre los males de la Argentina liberal:

(IV: Sale un señor periodista


con un médico legista.)

¿Qué sensacional, mi amigo, cosa digna de


pregón;
hay que ilustrar a las masas con toda la des-
cripción.
A ver si encuentran los cuerpos, el corpiño
y el facón.
¡Qué fotos podrán sacarse para luz de La
Nación!”
(Martita Ofelia, 1944)

El pesimismo que suscita la historia de sangre


se emparenta con otras expresiones de la reac-

149
ción, pero no es igual al miedo. El núcleo de la
ola de temor que cruza Buenos Aires se aloja en
las nuevas formas del delito. Las actividades del
“hampa” están transformando la forma de vida
en la ciudad, se asegura, sometiendo a sus habi-
tantes a sobresaltos permanentes. Lo dicen los
diarios y las instituciones del orden, se comenta
en las tiendas y clubes barriales. Hay que armar
a la policía, hay que endurecer esas leyes penales
excesivamente indulgentes, hay que restaurar la
pena de muerte (abolida recientemente, en el
Código Penal de 1922).
¿Ha aumentado el delito en Buenos Aires?
Las estadísticas globales dicen más bien lo con-
trario.Tomemos el crimen contra la propiedad:
en contraste con las grandes oscilaciones del pe-
ríodo de la ola inmigratoria, la cifras de los años
veinte y treinta se asemejan más bien a un pro-
ceso de estabilización, de amesetamiento en ni-
veles relativamente bajos (más bajos, por ejem-
plo, que las ciudades europeas con las que gustan
compararse las autoridades, y más bajo aún que
el que registran las grandes “mecas” norteame-
ricanas del crimen, como Chicago). Dentro de

150
este contexto de relativa moderación, el homici-
dio sí experimenta un aumento a partir de la se-
gunda mitad de los años veinte, y en los inicios
de los treinta. Observemos más de cerca la com-
posición de esa curva, que indica cambios im-
portantes: el incremento de las muertes violentas
y de las denuncias de “lesión” es función del sal-
to de los accidentes automovilísticos —un pro-
ducto directo de la expansión del mercado auto-
motor, que llega para quedarse—. Luego, en los
tempranos treinta, se suma la curva de muertes
por armas de fuego, que trepa a niveles inéditos.
También crece la categoría “abuso de armas”.
Veamos cómo se combinan armas y autos para
hacer posible una nueva forma del delito, y de
miedo al delito.

Pistoleros verdaderos, pistoleros de utilería

Casi no hace falta decir que el “nuevo delin-


cuente” de entreguerras lleva armas y conduce
autos, porque su nítida figura de sombrero y tra-
je cruzado ha quedado asociada al clima de la

151
modernidad de los años treinta, cargado de irra-
diaciones violentas. Conocemos bien la imagen
del pistolero —mucho mejor que la de cualquier
otro delincuente del pasado—. ¿De dónde pro-
viene nuestra familiaridad con el personaje?
Quizás, de la supervivencia en la memoria popu-
lar de las legendarias historias de sus celebrida-
des: del Pibe Cabeza, de Mate Cosido, del ma-
tón Ruggierito... Más probablemente, nuestro
pistolero imaginario proviene del cine, de las pe-
lículas que lo retrataron décadas después de su
paso por la escena pública. Leopoldo Torre Nils-
son, por ejemplo, le dedicó dos de sus obras más
importantes: La Maffia (1972) y El Pibe Cabeza
(1975), ambas protagonizadas por Alfredo Alcón
e inspiradas en episodios de los treinta. Mucho
más decisivo aún es el peso en nuestra imagina-
ción de las versiones hollywoodenses del fenó-
meno —a decir verdad, el interés del propio To-
rre Nilsson en los pistoleros criollos se sitúa en la
estela del furor gangsteril abierta por la obra ma-
estra de Cóppola, El Padrino (1972)—.Y todos
recordamos el clásico Bonnie & Clyde (Arthur
Penn, 1967), la saga de amor y tiroteos sobre la

152
pareja de atracadores encarnada en los bellos Wa-
rren Beatty y Faye Dunaway, que tan bien sinto-
nizó con el contexto de rebeldía juvenil de los
sixties.
En un libro de historia, esta descripción de-
bería estar seguida de una pregunta por lo que
hay detrás de la mitología de estos personajes de
la violencia: un ejercicio que oponga realidad a
fantasía, que desplace de la escena al pistolero de
utilería a fuerza de certeros disparos fácticos ca-
paces de distinguir las fantasías de la cultura po-
pular de la versión original que las inspiró.Ya he-
mos visto hasta qué punto el universo del delito
del novecientos estaba hecho de una imbrica-
ción entre la crónica de lo comprobado y la de
lo imaginado. En este caso, la distinción tajante
entre ambas esferas resulta menos conveniente
aun, porque el pistolero de la pantalla también
está muy presente en la sociedad donde florece
el pistolero “de verdad”. Mucho más presente,
agreguemos, de lo que puede estarlo para quie-
nes vivimos en un mundo que desborda de imá-
genes en movimiento. Dicho de otro modo: la
escenificación de los crímenes de las bandas de la

153
era de la Prohibición es vista por audiencias que
están yendo por primera vez al cine —o que ac-
ceden a esta maravilla de los sentidos desde hace
muy poco—. Las películas de “gángsters” se con-
sagran con la introducción del cine sonoro, que
las salas porteñas adoptan a fines de los años
veinte y expanden aceleradísimamente a co-
mienzos de la década siguiente. Junto a los mu-
sicales, las historias sobre delincuentes organiza-
dos constituyen el género más popular en esa
sociedad hipnotizada por la potencia de la ima-
gen y el sonido, que tan persuasivamente pueden
recrear las persecuciones en auto y el repiquetear
de las ametralladoras. Las conclusiones que se
desprenden del éxito de taquilla de obras como
Pequeño César (1931), Enemigo público (1931) o
Scarface (1932) preocupan a muchos observado-
res, y en esta grave crítica de los efectos del cine
reconocemos los ecos del lamento ante el éxito
de la novela naturalista del bajo fondo o el folle-
tín del gaucho matrero: los peligros sugestivos de
este espectáculo ocupan editoriales en los diarios
respetables, las revistas del espectáculo y las agen-
cias del orden. El pesimismo sobre los efectos

154
morales de la celebración del pistolero también
se está haciendo fuerte en el país, que tantas imá-
genes del erotismo y la violencia derrama en el
mundo. Liderada por grupos religiosos, esa co-
rriente de opinión termina precipitando la codi-
ficación de los contenidos de las películas produ-
cidas en Hollywood.Y con ella, el fin de la era de
los gángsters clásicos y el comienzo de guiones
adonde la ley que triunfa es más atractiva que el
delincuente que la burla. La primera vida cine-
matográfica del criminal organizado culmina a
mediados de los treinta, entonces, pero a esas al-
turas su circulación mundial ya ha sido extraor-
dinaria: en la modernísima capital del Plata, uno
de los restaurantes que frecuenta la farándula de
la radio ha tomado el nombre de su celebridad
mayor,Al Capone.
Siempre tributaria de los lenguajes de la cul-
tura más masiva, la crónica del crimen somete al
retrato del delincuente a un proceso que bien
podríamos llamar “alcaponización”: un juego de
proyecciones de los atributos del célebre gángs-
ter de Chicago (o mejor, de su estilización holly-
woodense) sobre los más modestos pistoleros lo-

155
cales. El proceso culmina a mediados de los años
treinta, cuando se suspende la circulación cine-
matográfica —y cuando hace tiempo que el
“verdadero” Al Capone está encerrado en pri-
sión—.A fines de la década, el furor del pistole-
rismo ya es recordado como un ciclo cerrado.
Volvemos atrás en el tiempo, entonces, para exa-
minar los caminos de ascenso y caída del pistole-
ro criollo, desde aquel pionero asalto de 1921 a
su consagración en esa cultura del entreteni-
miento cada vez más dominada por las imágenes
que llegan de Estados Unidos.
Empecemos por lo evidente: el pistolero nace
en una sociedad donde abundan las pistolas. Evi-
dente, aunque no tanto como el sonido redun-
dante de la frase, pues la generosa disponibilidad
de armas baratas, eficaces y livianas no siempre
ha estado, ni volverá a estar. ¿Cómo explicarla?
A un primer nivel, como otro producto de la ex-
pansión capitalista. La disponibilidad creciente
de pistolas de repetición, pequeñas, baratas y efi-
caces, es parte de la historia del mercado inter-
nacional de armas. Sus actores principales se es-
tán extendiendo, de la provisión a Estados a la

156
provisión a individuos.A comienzos del siglo, los
efectos de dicho fenómeno ya saltan a la vista.
Dice la revista Sherlock Holmes, en 1912:

Paralelamente a la introducción de maquina-


rias agrícolas, de brazos y herramientas que
llegan a nuestro país como un ejército y un
arsenal de trabajo, de algún tiempo a esta par-
te se viene acentuando la invasión de las ar-
mas portátiles importadas en grandes remesas
y puestas al alcance del público con crecien-
tes facilidades de adquisición. (...) Los instru-
mentos mortíferos, cuando se ha vulgarizado
su mecanismo, a la vez sencillísimo y comple-
jo, se han convertido en juguetes graciosos,
perfeccionados y simplificados en su estruc-
tura como para poder portarlos en el chale-
cos o en el corset, como un reloj o una cama-
rita fotográfica.

El delincuente necesitado de armas no preci-


sa recurrir al tráfico ilegal para obtenerlas, porque
está rodeado de ofertas que lo tientan de mil ma-
neras a adquirirlas legalmente. Algunas son tan

157
pequeñas que justifican ampliamente la compa-
ración con juguetes y camaritas, y consagran su
estatus de objeto de consumo. Basta hojear las re-
vistas ilustradas de las cuatro primeras décadas del
siglo para encontrar publicidades de armas —pe-
queñas y no tanto,“graciosas” y no tanto— ofre-
cidas a los lectores con generosas facilidades de
pago. La pistola de repetición es un deseo más en
aquella sociedad que naturaliza al arma en el bol-
sillo como otra rutina de la masculinidad.Trein-
ta años más tarde, ante las vidrieras que tan lige-
ramente exhiben joyas, armas y juguetes,
Ezequiel Martínez Estrada observa: “La armería
representa para el hombre lo que la juguetería
para el niño y la joyería para la mujer” (La cabeza
de Goliat, 1940). Cierto, pero cada vez menos
cierto, pues para entonces esa mercancía ya es
más difícil de obtener, y su acceso ha sido regla-
mentado. El mercado libre de armas portátiles
tiene su auge en las tres primeras décadas del si-
glo. Termina a mediados de los treinta, con un
agregado de medidas de control de venta y circu-
lación, precipitado (tardíamente) ante su eviden-
tísimo protagonismo en la violencia cotidiana.

158
Una sociedad más armada, entonces. Pero no
todos los que compran pistolas pueden ser llama-
dos “pistoleros”. ¿Quién es ese delincuente que
tanto sobresalta a los porteños? En realidad, no es
un tipo delictivo sino varios, conectados entre sí
en la percepción pública por el uso de armas y de
automóviles. Algunos son asaltantes puros y sim-
ples, más o menos organizados. En una punta del
espectro de esta amplísima categoría están los que
planean golpes de gran escala,como el episodio de
asalto que abre esta sección, un modelo que se re-
pite muchas veces en los años de entreguerras.Para
describirlo se recurre a la palabra “hampa”,que su-
giere organización y profesionalismo. El “conta-
gio” de la nota sensacionalista y los modelos cine-
matográficos en las operaciones de estos grupos es
algo que muchos dan por sentado. En la otra pun-
ta de la escala están los ladrones más o menos ama-
teur, que aquí y allá asaltan comercios y se llevan el
dinero de la caja en auto o en tranvía.También son
“pistoleros” los anarquistas “expropiadores”, que
en la segunda mitad de los años veinte sorprenden
con una serie inédita de operativos de asalto a ban-
cos y pagadores.Sus métodos no son muy diferen-

159
tes de los de sus colegas en la ilegalidad, que pien-
san dar a los fondos obtenidos un destino bien di-
ferente al de la revolución social. (De allí surge la
nueva versión del “criminal” anarquista, y el uso
del término “anarco-delincuente” para describir a
sus personajes, como el célebre Severino Di Gio-
vanni.) La figura del “pistolero” y la imagen del
“hampa”también están asociadas a las operaciones
llevadas a cabo por las mafias sicilianas establecidas
en Rosario. No son grupos nuevos en el crimen,
pero cobran visibilidad gracias al crecimiento en la
escala de sus operaciones, sobre las que volvere-
mos. El secuestro extorsivo es su práctica más dis-
tintiva. Por fin, hay pistoleros que son personajes
de la política. Sin entrar en el terreno de la repre-
sión desatada luego del golpe de 1930, o en los le-
vantamientos radicales de los años siguientes —fe-
nómenos de naturaleza diferente sobre los que no
podemos detenernos aquí—, basta con identificar
a los “matones”que merodean los comités conser-
vadores del “Gran Buenos Aires”, los que “aprie-
tan”en las proximidades de elecciones,los que de-
fienden a tiros los territorios bajo influencia de su
“patrón”político,los que gestionan las abundantes

160
cajas del juego y la prostitución. Este pistolero es
una figura clave de la era del fraude y la política
“brava”. Pero no solamente: en el anarquismo de
los tardíos años veinte, los arreglos de cuentas en-
tre adversarios internos también toman la forma
del ataque armado.Y no es infrecuente encontrar
en los diarios reportes casuales de tiroteos en este
o aquel acto político.
Dos de estas figuras están en el centro de la
nueva ola de temor al crimen: el asaltante y el se-
cuestrador.

Ver el crimen

“La era de los gángsters es muy fotogénica”,


decía en una entrevista el cineasta Billy Wilder, re-
cordando sus razones para elegir los años veinte
para su genial comedia de enredos, Una Eva y dos
Adanes (Some like it Hot, 1959). Pocos mejor equi-
pados para detectar los atractivos visuales de una
época, y para parodiar el género que a esa altura
era un clásico. Es lo que hace al decidir abrir la pe-
lícula con una escena que tiene mucho de home-

161
naje (y que incluye actores de su ilustre prede-
cesora de los treinta, Scarface). No falta nada: per-
secuciones en Ford T negros por las calles de
Chicago, regueros de ametralladora, hombres
durísimos de sombrero y amplios trajes cruza-
dos, damiselas frívolas revoloteando en ligeros
vestiditos… Todo el glamour de la transgresión del
pasado, desplegado en un registro de humor y de
nostalgia. Es la cita gozosa de un momento de fe-
liz encuentro entre delito e imagen.
Que el crimen organizado de los veinte ponía
en juego un lenguaje nuevo, de gran potencia vi-
sual, es algo que en su momento también habían
entendido quienes se ganaban la vida narrándolo,
y en Buenos Aires ese gremio había crecido en pro-
fesionalismo y recursos. El material que proveía el
nuevo crimen, hecho de escenas brevísimas y vio-
lentas, se ofrecía a los cronistas y fotógrafos a plena
luz del día y ante audiencias numerosas.A veces,los
tiroteos que empezaban en el asalto a bancos o pa-
gadores de empresas estaban seguidos de persecu-
ciones por las calles de la ciudad. La osadía de los
golpes, su efecto sorpresa... No importaba que las
estadísticas desmintieran el crecimiento global del

162
delito,o que las autoridades penales o policiales re-
currieran a cifras que constataban la moderación
relativa del crimen porteño,porque esta modalidad
del robo tenía una capacidad para mezclar excita-
ción,entretenimiento y repudio en una historia del
crimen que nunca había sido tan espectacular.
Como hemos visto,el punguista y el escruchan-
te presidían hasta entonces sobre la galería de per-
sonajes del delito contra la propiedad.Su utillaje de
ganzúas, anzuelos, ganchos y demás herramientas
artesanales para los “trabajos” estaba hecho para las
destrezas de la invisibilidad y el anonimato:la livia-
na velocidad de las piernas, la instantánea fuga por
los tejados, la capacidad de trepar y saltar para per-
derse en los intersticios de baldíos y obras en cons-
trucción, la habilidad para esfumarse en la multi-
tud del Centro… Con su economía de performance
pública, el asalto diurno es una irrupción que im-
plica audiencias (testigos) y que tiene no pocos ele-
mentos escénicos —de allí,la multiplicación de re-
construcciones a posteriori de tiroteos y fugas—.
Están en los diarios más comerciales y volcados a
la imagen sensacional, claro. Pero también en La
Nación,que no ahorra en despliegues escénicos con

163
automóviles y sujetos armados en posturas amena-
zantes.“En Crítica por primera vez se publicó una
reconstrucción fotográfica hecha en el lugar del
hecho con sus protagonistas”, recuerda años más
tarde el veterano periodista de policiales, Gustavo
Germán González (GGG) a propósito del asalto al
Banco Nación en 1927: “A mí y al que nos lleva-
ba en la moto nos tocó asumir el papel de asaltan-
tes”. En diarios serios y menos serios, improvisa-
dos actores enmascarados empuñan armas para
robar bancos y camiones de caudales.

Caras y Caretas, 8 de octubre, 1927

164
Recreaciones abiertamente fingidas, armadas
para una crónica que no disimula su vocación por
el entretenimiento, cumplen no obstante con la
función de describir un crimen que ha sido visto
y puede ser relatado por numerosos testigos. Al-
gunos, cuenta GGG, participan de la escenifica-
ción fotográfica hecha horas después para consu-
mo de los lectores. Con unos pocos elementos
(autos, armas, escenas de fuga que pueden ser fo-
tografiados o dibujados), el gran asalto se deja re-
construir en sus tramos más excitantes. Hemos
visto cuán importante era el potencial de traduc-
ción a los lenguajes gráficos en la selección del
material que pasaba de la gran cantera policial a las
páginas de la prensa. El atentado a Humberto I
había sido un hito, sí. Pero en tiempos de auge de
la crónica policial, los límites narrativos de ese
tipo de cobertura, circunscrita a la monótona su-
cesión de demostraciones de dolor posteriores al
hecho, eran igualmente evidentes. Con la irrup-
ción de una “fotogénica” modalidad operativa y
una permisividad mayor en las estrategias gráficas
para retratarlo,los medios abrazan los golpes de los
pistoleros de la era.

165
Sus protagonistas ganan fama, en una indus-
tria que está aprendiendo a fabricar famosos.
La celebridad delictiva no es del todo diversa
de la que cubre a las figuras del espectáculo en
el star-system local, hecho de estrellas de la ra-
dio, actores del incipiente cine nacional, y un
contexto general de mucha cobertura de las es-
trellas de Hollywood. Sabemos que algunos
pistoleros siguen muy de cerca las noticias de
sus golpes, y que en ocasiones su preocupación
por la imagen pública los lleva a entablar rela-
ciones directas con los periodistas, procurando
influir sobre el retrato que se proyecta al públi-
co. (Conseguir una exclusividad de ese tipo
puede asegurar la consagración del periodista
en cuestión.)
El gran asalto organizado y diurno es una
suerte de vistoso prototipo delictivo, la versión
más llamativa de una práctica que tiene muchas
otras versiones. Por supuesto que el tradicional
delito nocturno, disimulado y silencioso, conti-
núa. También continúan las estafas, los cuentos
del tío y las simulaciones de identidad. Pero cada
golpe realizado a la luz del día pone en escena

166
una poderosa gramática de la violencia, que con-
tradice rotundamente los apacibles datos cuan-
titativos. El pistolero que lo protagoniza produ-
ce cierta mezclada fascinación: es violento, pero
también es intrépido, moderno, tecnologizado.
Apreciación estética y levedad moral en el jui-
cio sobre el gran golpe son posibles porque el
blanco principal es la caja de instituciones, y
aunque abundan las víctimas fatales, son figuras
desdibujadas con las que no se establece un lazo
emocional intenso. Pero ocurre que la gran ban-
da de asaltantes es el exponente máximo de una
vastísima gama de prácticas de calibre menor,
que tiene por víctima a pequeños y medianos
comercios, y a domicilios privados. Su protago-
nista, el asaltante, reúne elementos del nuevo pis-
tolero (sus armas, su asociación al robo) y del tra-
dicional escruchante (su vocación por violentar
puertas y ventanas, que tanto temor provoca). El
“atraco” se mete en las inquietas conversaciones
de barrio.
El asalto es la nueva “mostacilla” de las noticias
policiales: a farmacias y ferreterías, a repartidores
de pan, a una casa aquí, a otra allá… Cuando se

167
acumulan varios en una semana, un gran titular
anuncia el incontrolable “recrudecimiento”. Este
rosario de violencias es la rutina de la prensa, y no
solamente en los diarios especializados en el
asunto: está en Crítica y Ahora, claro, pero también
en La Razón, en El Mundo, en La Prensa y La Na-
ción. También en los periódicos de circulación
local que cubren la cotidianeidad de barrios y
suburbios en plena expansión. Los grandes matu-
tinos dedican al asalto columnas modestas, apenas
visibles: se han ido desligando de la noticia del
crimen cotidiano, y sólo se ocupan seriamente
del que involucra a personajes relevantes. Esto
ocurre en 1926, en ocasión del asesinato del con-
cejal radical Carlos Ray (1926), un asalto deve-
nido en caso célebre. Explotado de todas las ma-
neras imaginables en la prensa sensacionalista, las
repercusiones del affaire Ray son importantes en
la historia del periodismo y de la policía. Crítica
y Última Hora se lanzan a un extravagante cruce
de apuestas sobre la complicidad de la esposa,
María Poey, en el asesinato. Siguiendo la pista de
la trastienda periodística, el caso puede ser conta-
do como la historia de la carrera por la primicia,

168
que lleva la bravucona competencia de la prensa
comercial a nuevos límites, y consagra la figura
del periodista-estrella. Pero también es un hito de
otra naturaleza, porque mientras las versiones son
comparadas y se toma partido por unos u otros,
se va consolidando el gran tema emergente del
asalto. Los lectores reconocen perfectamente los
elementos más básicos del caso: mientras duer-
men los dueños de un chalet de Vicente López,
entran dos desconocidos armados. Ray también
tiene un arma, en la mesa de luz, pero le disparan
antes de poder usarla.“Un asalto más, en un ba-
rrio donde los atracos se producían con frecuen-
cia”, comenta el veterano GGG. En medio del
carnaval de imágenes y titulares, transcurre una
historia que confirma la carga de peligro que ha
adquirido una práctica delictiva tradicional (la
violación de domicilio) en la estela de la prolife-
ración de armas de fuego.“¿Quién siéntese segu-
ro al salir a la calle, ahora, o quedando en el ho-
gar mismo sin sentir inquietud o preocupación
o malestar?”, pregunta un policía en una alar-
mada nota sobre “Los atracos”. Ante este desa-
sosiego y esta urgencia, ante esta “puntadita ner-

169
viosa provocando malestar”, el oficial no puede
reprimir un suspiro de nostalgia por el inofen-
sivo bajo fondo de antaño.
El asalto al camión de caudales es un crimen
diurno. El “atraco” en el suburbio, en cambio,
reactiva la tradicional familia de imágenes del te-
mor al ataque en la oscuridad.

“DOS OJOS OBSESIONANTES Y EL CAÑÓN DEL REVÓLVER”


“En la Noche, el Alma de la Ciudad Sufre la Pesadilla del Atraco”,
Crítica, 20 de noviembre de 1932

170
En la ciudad a oscuras, sólo se ven dos ojos
amenazantes, dos pistolas de gran calibre, y la
silueta sobresaltada de las víctimas indefensas.
Con la permisividad expresiva que ha llevado
su tirada a los centenares de miles, Crítica su-
braya la asociación entre el miedo al ataque
nocturno y esas armas de repetición de las que
tanto se habla. En otros tonos y con otras imá-
genes, el tema se multiplica en editoriales de
prensa, comisarías y conversaciones barriales.
La alarma escala en intensidad: es el miedo al
“otro” en su sentido más elemental, el miedo
que se traduce en reclamos cada vez más fre-
cuentes de presencia policial en las calles y me-
didas represivas más fuertes. La colecta de fon-
dos “Por la seguridad pública”, que se inicia en
1931 y se repite a lo largo de varios años, tie-
ne este inconfundible trasfondo. Con el dine-
ro donado por los porteños, se compra un ar-
senal de armas para la policía, se adoptan radios
para controlar el territorio urbano, se equipan
patrulleros. De esta operación a gran escala,
publicitada cada día en la popularísima Radio
Belgrano, participan los centros comerciales y

171
financieros de la city, y también los vecinos de
los barrios.
La inquietud que genera la noticia del ata-
que con armas de fuego da vida a un amargo la-
mento por la degradación de los tiempos, a una
nueva nostalgia por las ilegalidades del pasado.
El desprecio moral por el asaltante contiene
partes de condena a su insólito descuido de la
vida humana, y de ese amateurismo que ha
transformado el crimen contra la propiedad en
una práctica amorfa y amoral. Las armas de gran
calibre, que cualquiera puede obtener, desjerar-
quizan el robo. No hacen falta destrezas dignas
de ese nombre, porque con la Colt 38, cualquie-
ra puede amenazar a cualquiera.A diferencia del
gaucho y el cuchillero de las orillas, el delin-
cuente armado pone en riesgo a los demás sin
ponerse en riesgo a sí mismo —su violencia no
tiene la virilidad del coraje—. El salto en la co-
acción que viene con el arma de fuego sinteti-
za lo peor de la sociedad moderna: su apuro por
la gratificación, su inaudita despreocupación
por las consecuencias, su desdén plebeyo por las
formas.

172
¿Dónde se alojan el pistolero y el asaltante?
Los temores, hemos visto, se insertan en mapas
informales compartidos por comunidades más
o menos extensas, que ayudan a comprender el
origen físico del peligro. Entre los veinte y los
treinta, el temor se muda, y esto produce incer-
tidumbre sobre las maneras de evitarlo. Su nue-
va morada indica un cambio —gradual, pero
ineluctable— en la manera de pensar la oposi-
ción entre zonas de seguridad y de riesgo. Po-
dríamos resumirlo así: la noción de “bajo fon-
do”, tan propia del mapa mental de la ciudad
del boom, se desdibuja y va perdiendo sentido
amenazante. Lugar de lo sombrío y lo borroso,
el bajo fondo se disuelve ante la expansión de la
luz, que va corriendo el límite entre la ciudad
inteligible y la ininteligible —entre 1910 y
1930, Buenos Aires ha pasado de seis mil a
treinta y ocho mil faroles—. Los bolsones in-
ciertos no desaparecen, pero se van espaciando
al ritmo del crecimiento de los barrios, la de-
mocratización del acceso a ese tranvía que pue-
bla las zonas más alejadas de clubes, tiendas y
sociedades de fomento, y el avance de la ilumi-

173
nación municipal. Una de las revistas especiali-
zadas en el crimen se felicita del control cre-
ciente de los representantes del Estado en el
barrio “de malevos” (se refiere a la zona de Sun-
chales, en pleno centro geográfico de la ciu-
dad), aunque no deja de lamentar la desapari-
ción de esa “fuente proficua de asuntos para sus
noticias”, de las que sólo podrá explotar el re-
cuerdo. Mientras tanto, se insinúa una nueva
frontera de la amenaza en esa difusa franja del
“Gran Buenos Aires”. Nace la asociación entre
delito y “conurbano”.
La nueva geografía del miedo es función de
la nueva movilidad del crimen, que es un sub-
producto inesperado de la “automovilización”
más general de la sociedad. Nos importa más la
movilidad de cierto tipo de crimen, pues el temor
al descontrol y las ilegalidades del suburbio bro-
ta de casos que son muy comentados, pero no
necesariamente numerosos. El gran asalto al pa-
gador de la aduana en el centro de la ciudad es
posible porque salir de esa ciudad es más fácil
que nunca. Se sale como se entró: en ese auto
que acelera el tempo del delito y que plantea una

174
organización mínima de los golpes, con dos, tres
o cuatro miembros que ejecutan la operación en
minutos, y otro que espera con el vehículo en
marcha para garantizar una salida instantánea de
la escena. Los autos, que a lo largo de los veinte
se han ido acumulando en las calles de la ciudad
más rica, son el nuevo protagonista de la histo-
ria del crimen.Antes de ser un ícono del cine de
gángsters, entonces, la imagen del Ford T negro
es ítem de los archivos policiales, que el perio-
dismo no se cansa de explotar.

Crítica, 9 de octubre de 1932

175
¿Adónde escapan tan raudamente los asal-
tantes motorizados? A ese Gran Buenos Aires
salpicado de gavillas, dice el jefe de Investiga-
ciones de la Policía de la Capital. Como la bo-
naerense no está en condiciones (o en intencio-
nes) de controlar las mil formas de la ilegalidad
en el territorio que rodea a la ciudad, los ladro-
nes motorizados pueden entrar y salir sin ser
molestados, explica. (Las tensiones entre la po-
licía capitalina y la provincial tienen mucha tra-
dición.)
La ciudad vive junto a un far west legal, cla-
ma el diario La Razón. El telón de fondo de esta
percepción es el silencioso crecimiento de los
pueblos suburbanos, a su vez fruto de la migra-
ción de las provincias hacia la zona metropoli-
tana. Para 1930, Buenos Aires supera cómoda-
mente los dos millones de habitantes, pero los
censos también dicen que el incremento más
notable ya no está en la ciudad, sino en su en-
torno.A ese “Gran Buenos Aires” están conver-
giendo migrantes que se desplazan a través de
distancias mayores que nunca —desde Tucu-
mán, Santiago del Estero, San Luis, La Pampa,

176
Corrientes, Entre Ríos, Misiones—. Los recién
llegados van alimentando un rosario de locali-
dades que es cada vez más denso y continuo. En
las sesiones del Concejo Deliberante porteño se
pide el control de ese crecimiento, pues es evi-
dentísimo que los problemas del suburbio muy
pronto serán problemas de la ciudad. Control
sanitario y planificación urbana, reclaman legis-
ladores y periodistas.También, más policía: pre-
sencia del Estado en las calles para poner límites
a esa violencia endémica, que puntea el retrato
del desorden suburbano.
Las visiones de la ilegalidad de extramuros se
nutren de un sedimento de pequeños registros
de incidentes. Avellaneda,Valentín Alsina, Mo-
rón, Lomas de Zamora,Vicente López, San Fer-
nando: esos son los nombres de la topografía que
dibuja el periodismo policial de los treinta. Me-
diante un agregado de historias de baja intensi-
dad, se va insinuando la noción de una capital
que vive en contigüidad con la violencia inter-
mitente. Allí, en ese impreciso “lugar”, están los
escondites de las bandas que entran en la ciudad
a cometer sus delitos, se asegura. En este hori-

177
zonte de legalidad difusa, se recortan focos de
ilegalidad que son más nítidos.Y ningún punto
de este Gran Buenos Aires que gana lugar en la
imaginación de los porteños concentra tantos
atributos de la ilegalidad como Avellaneda. “Al
otro lado del puente, /todo es juego y alegría, /y
aunque se mate la gente, /nada ve la policía”,
dice la canción. Juego, prostitución, tiroteos co-
tidianos, matonismo y caudillismo: el retrato de
Avellaneda como un lugar de violencia y co-
rrupción es parte del sentido común de los por-
teños que viven en los años treinta. Un retrato
estigmatizador, se quejan los medios gráficos de
esta populosa localidad: con sus agresivas notas
de denuncia, La Nación y La Prensa cubren de
oprobio a una abrumadora mayoría de habitan-
tes inocentes, trabajadores honestos y disciplina-
dos (y víctimas de esa misma violencia que tam-
bién condenan). No lo olvidemos: el tema
porteño del suburbio incomprensible y amena-
zante tiene una contrapartida: el de la gran capi-
tal como un lugar de vicio y decadencia, trampa
de tentaciones para los obreros que habitan en
sus mediaciones, pero no se identifican con ella.

178
Ninguna de estas objeciones logra revertir el
deslizamiento que, con centro en Buenos Aires,
identifica el origen del nuevo peligro delictivo
en el amplísimo suburbio. En 1932 viene la con-
firmación material: se inauguran 16 flamantes
casillas de vigilancia de la circulación entre la
ciudad y su entorno, en las intersecciones de la
avenida General Paz y las principales vías de ac-
ceso a la ciudad. En cada una hay dos vigilantes
(tres a la noche), armados con pistolas automá-
ticas y una carabina.
La concepción del límite urbano se endure-
ce y adquiere un tinte defensivo. Pero pronto es
evidente que en la era de la automovilización
nada puede garantizar la separación entre lugares
seguros e inseguros. La geografía del delito se ex-
tiende mucho más allá de la zona metropolitana,
difuminada en espacios que son tan amplios
como el territorio nacional (o más). La historia
de los golpes de las nuevas celebridades del cri-
men se distingue de las de los bandoleros tradi-
cionales precisamente por el uso vanguardista
del automóvil, que les permite pasar de lo urba-
no a lo suburbano, de lo suburbano a lo rural, y

179
cruzar jurisdicciones provinciales, una tras otra:
Buenos Aires, Santa Fe, Córdoba, La Pampa...
Veamos el caso del Pibe Cabeza (alias de Ro-
gelio Gordillo), protagonista de una saga pistole-
ril que es muy típica de su tiempo, en tipo de ob-
jetivos, utilización de tecnología y relación con
la opinión pública. En su momento más inten-
so, en 1936, la banda de Gordillo funciona en
tránsito permanente, robando autos para come-
ter asaltos con tiroteos y huidas al próximo pun-
to, vendiendo en una provincia la voiturette roba-
da en otra, y manejando un tercer vehículo para
dirigirse al golpe siguiente. El asalto de las ofici-
nas de la Compañía Nobleza de Tabacos, en ple-
no centro de Rosario, culmina con la huida en
un “magnífico auto” con chapa de la localidad
bonaerense de Moreno. Las requisas que marcan
la interminable persecución de esta banda van
confiscando una retahíla de vehículos, robados
en Buenos Aires, Ramos Mejía, y en el camino
entre James Craik y Villa María (Córdoba). En
estado de circulación permanente, también usan
camiones y hasta coches de servicios fúnebres,
aunque lo más habitual es abordar autos de al-

180
quiler y deshacerse del chofer.Todo esto impli-
ca un conocimiento de los caminos de salida de
las ciudades y el estudio previo de las vías prin-
cipales y secundarias del tendido vial. Y saber
aprovechar las ventajas de la pavimentación de
las rutas nacionales, que tanto se extiende en los
treinta, haciendo posible una aceleración de las
fugas que lleva la escala geográfica de las opera-
ciones a niveles nunca vistos. Perseguir a los de-
lincuente ya no es lo que era, se quejan en la je-
fatura de policía, y de ese problema nace uno de
los argumentos fundamentales para la transfor-
mación de la Policía de la Capital en la Policía
Federal, con jurisdicción en todo el país. Ocu-
rrirá en 1943.
Mientras tanto, estos episodios dan mucho
que hacer al periodismo, cuya tarea se ha volca-
do a la descripción del modus operandi del robo
organizado y a la carrera por las pistas que los fu-
gados van dejando a su paso. De este modo, el re-
trato periodístico del “nuevo delincuente” de
entreguerras se deshace de los términos patoló-
gicos prodigados sobre sus antepasados en la nota
roja: no hay nada en él de la debilidad del cuer-

181
po o la decadencia mental del homicida del no-
vecientos.Veloz, mucho más violento, el trans-
gresor del que se habla y al que se teme es, por
sobre todo, “audaz”. No importa el pasado bio-
lógico del Pibe Cabeza: las medidas de su cráneo
son irrelevantes, como lo es la búsqueda de ante-
cedentes de alcoholismo de su padre o la histe-
ria de su madre. Lo que interesa es la subyugan-
te capacidad de performance en el espacio público,
el manejo de aparatos, la rapidez. En otras pala-
bras: la espectacular morfología del crimen mis-
mo, que confirma que detrás del golpe hay un
cálculo de costos y beneficios. El pistolero es un
delincuente eminentemente racional, responsa-
ble de sus actos. Por eso, puede ser castigado sin
atenuantes. Concluimos examinando otra mani-
festación del gran crimen de los treinta. Estadís-
ticamente insignificante, el secuestro es visible de
maneras diferentes.A su paso, enciende el mayor
reclamo punitivo hasta entonces conocido en la
sociedad argentina.
Abel Ayerza es hijo de una tradicional familia
católica de Buenos Aires. Estudia medicina y par-
ticipa de la Legión Cívica, el grupo paramilitar de

182
ultraderecha que defiende la causa del general
Uriburu. En octubre de 1932 tiene 24 años. De-
cide pasar unos días de descanso en el campo fami-
liar,El Calchaquí,junto a su amigos Santiago Hue-
yo (hijo del ministro de Hacienda del presidente
Justo) y Alberto Malaver. En eso están cuando una
noche, de vuelta de la función de cine en el pue-
blo más cercano, los intercepta otro auto. Hueyo y
Ayerza son raptados.El primero es rápidamente li-
berado, pero su anfitrión se esfuma durante cuatro
meses. Finalmente, después de infinitos vaivenes
de pesquisa y muchas guerras de hipótesis, es en-
contrado muerto y enterrado en la localidad de
Corral de Bustos, en Córdoba. Los responsables
son miembros de una antigua mafia étnica, sicilia-
nos establecidos en Rosario.Practican el rapto ex-
torsivo desde mucho antes,pero se han mantenido
en un radio local o regional.Los diarios han habla-
do del problema de las mafias, sí, pero no como
una amenaza de gran escala. El secuestro de un
hijo de la elite porteña cambia por completo esta
percepción: en el lapso transcurrido entre su de-
saparición y el hallazgo de sus restos, el caso Ayer-
za se ha convertido en cuestión nacional.El descu-

183
brimiento de sus restos desencadena una reacción
social inusitada.Al paso del tren que lleva el cajón
de Córdoba a Buenos Aires, se convoca en las es-
taciones una muchedumbre que expresa simpatía
y repudio. Una multitud lo espera a su arribo a
Retiro. Lentamente, lo acompañan hacia el ce-
menterio de la Recoleta.A su paso se arrojan flo-
res y se jura venganza, se llora y se insulta. Hay cri-
sis de nervios y desvanecimientos. En el funeral se
clama por el castigo a los culpables y la restaura-
ción de la pena de muerte. “Abel Ayerza, ¡serás
vengado!”, grita uno de los oradores.
El secuestro de Ayerza es un caso que hace
época. A un nivel muy elemental, porque su
marca quedará en la memoria de todos los con-
temporáneos —es uno de esos recuerdos que de-
vienen referente de pertenencia generacional—.
También porque es un crimen cuya historia ad-
mite clarísimas lecturas ideológicas, muy propias
del momento. Dice el comunicado de la Legión
de Mayo (23 de febrero de 1933), convocando a
un mitin en la Plaza de Mayo para reclamar el
endurecimiento de la represión del delito:

184
La muerte de Abel Ayerza en manos de una
asociación tenebrosa formada en su mayor par-
te por extrangeros (sic) expulsados de sus pa-
trias y llegados a nuestro generoso suelo al am-
paro de leyes que acuerdan una libertad mal
entendida, merece del pueblo argentino el re-
pudio más absoluto. (...) Nuestras leyes pena-
les actuales, fruto de un liberalismo perturba-
dor del orden social, carente de las sanciones
eficaces para la prevención y represión del de-
lito en todas sus manifestaciones, permitirán la
repetición de estos salvajes atentados que lle-
nan de dolor a la sociedad argentina.

Este insólito ataque, cometido contra un


miembro de las clases más tradicionales, sintetiza
los peligros de la “mala inmigración”, y se inscri-
be de este modo en la gran vía de los argumentos
de la reacción antiliberal, que ha ido ganando
centralidad e influencia. El secuestro permite una
escenificación (real o imaginaria) del padecimien-
to más privado: a diferencia de otras historias del
crimen, cuyos protagonistas centrales son los pe-
ritos y pesquisantes, es un drama de familiares, so-

185
bre todo, de una madre católica que espera noti-
cias de su hijo inexplicablemente sustraido del
seno del hogar. Al relatar una violencia contra lo
más respetable de esa institución erigida en bas-
tión de la esencia nacional, la historia del secues-
tro activa el tema de la herida a la familia argenti-
na, y el fantasma de la “descomposición social”.
Otra vez, entonces, el crimen funcionando como
condensador de críticas más generales al proyec-
to modernizador.Y en esta ocasión, la historia del
destino de Ayerza se despliega en un contexto que
amplifica su resonancia, provoca reacciones aira-
das,genera presión sobre los poderes públicos para
“hacer algo”: ordenar la ineficiente y corrupta
policía, echar a los malos inmigrantes, endurecer
el Código Penal...
Tras la agitación hay otra novedad, que radica
en la relación entre la morfología de este “nuevo”
crimen y su narración periodística, en la sincronía
entre el hecho y su noticia.A diferencia del homi-
cidio, que transcurre una vez cerrado el momento
más amenazante y emotivo de la transgresión, la
crónica del secuestro se despliega mientras la vio-
lencia está siendo cometida, y su desenlace es in-

186
cierto. La conexión emocional es con los protago-
nistas de esa saga,que son sus víctimas sufrientes (la
angustiada familia, más que el sujeto raptado), no
sus racionales pesquisantes.He aquí,por fin,un cri-
men que puede ser relatado en presente real, una
crónica que se centra en el padecimiento que pro-
duce la violentación, que se encuadra menos en el
registro racional de lo detectivesco que en la ple-
nitud emocional de lo melodramático. La espera
de la familia de Ayerza es la de muchos miles, que
la acompañan en las conversaciones de cada día so-
bre pistas e hipótesis. El gran secuestro (el de Ayer-
za, y el de otros, que lo sucedieron en esos años
treinta) inaugura una historia de gran potencia
emotiva.Mucho más,sin duda,que la que despier-
ta un homicidio, cuyo relato abre cuando la vio-
lencia está en el pasado —por más que la víctima
de esa violencia sea un rey italiano—.
Los responsables directos e indirectos del se-
cuestro de Ayerza fueron capturados. El líder de
la banda, Juan Galiffi (“Chicho Grande”, capo de
las mafias sicilianas establecidas en Rosario), ex-
pulsado del país. El fantasma de Abel Ayerza so-
brevoló el debate sobre el proyecto de reforma del

187
Código Penal más severo de nuestra historia, que
incluía la restauración de la pena de muerte. Su
discusión estuvo acompañada de una intensa pre-
sión de la prensa. Finalmente, el proyecto fue
aprobado en el Senado, pero rechazado en Dipu-
tados. El caso se cerró, pero no sin dejar tras sí una
potente estela de emoción punitiva.
Punto de inflexión en la historia de la rela-
ción de nuestra sociedad con el crimen, el gran
secuestro extorsivo de los treinta marca un mo-
mento decisivo de la imaginación del miedo,
tanto por lo que agrega al repertorio de la ame-
naza pensable, como por lo que ofrece como
punto de condensación de un clamor más gene-
ral por el endurecimiento de la represión del de-
lincuente. En torno del secuestro cristaliza una
multitud de temores y ansiedades que han ido
escalando durante una década. Basta de penas
dulcificadas, dicen diarios y revistas. Hay que
abandonar las sutilezas científicas y las blanduras
del liberalismo penal.Volver a las viejas nociones
de responsabilidad. Regenerar a la Argentina
castigando más, y dudando menos.

188
5. La ciudad y el miedo

E ste libro nace en una sociedad sumida en


una nueva ola de miedo al crimen. En los últi-
mos años, hemos aprendido mucho sobre la po-
tencia de esa emoción colectiva cuyo pasado ex-
ploramos aquí: su poder para despertar las
demandas más clamorosas con relación a los de-
beres punitivos del Estado, las mil formas (mate-
riales, comportamentales) de su capacidad para
inhibir lazos, bloquear impulsos solidarios y pro-
yectar su sombra letal sobre las interacciones más
banales. Ponerlas en perspectiva histórica no es

189
trivializarlas: el miedo al delito de hoy es parte
del horizonte de sentido de una sociedad frac-
turada como nunca antes.
¿Cómo se escribirá la historia de la ola de
pánico que retornó a Buenos Aires en la vuel-
ta del siglo XXI? Se dirá que algunos tópicos
de larga data se reactivaron para describir a los
“nuevos delincuentes”. Que la intensidad de
los sobresaltos del arma de fuego se potenció
con la irrupción en escena de un nuevo actor,
llamado paco. Que algunas figuras del reperto-
rio del año 2000, como los “pibes chorros”, es-
trecharon más que nunca la ecuación entre in-
seguridad y exclusión social. Que el gran
secuestro extorsivo volvió a mostrar su capaci-
dad para aglutinar multitudes y articular de-
mandas punitivas. Que el mapa del temor in-
corporó más rincones del Gran Buenos Aires,
que los porteños llamaban “conurbano”. Que
la televisión reveló un poder inaudito para pro-
ducir y controlar las imágenes del miedo. Oja-
lá que esa historia sea solamente la de otra ola
de temor, cuyo relato se abra y se cierre en na-
rraciones de corto plazo. Ojalá haya algo en

190
ella que pueda ser recordado con humor y li-
viandad, como algunos de los episodios que
evoca este libro. Ojalá que esa historia no sea la
de una sociedad que, parapetada tras las rejas y
murallas de su tiempo, renunció para siempre a
los rasgos inclusivos que alguna vez la habían
distinguido.

191
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202
Índice

1. Delito y nostalgia........................................... 9

2. El delincuente en la multitud ....................... 21

3.“¡Extra, extra!” Delito para multitudes .......... 95

4. Disparos y clamores.................................... 145

5. La ciudad y el miedo.................................. 189

Fuentes.......................................................... 193

Bibliografía .................................................... 197


Otros títulos de la colección

MARIANO BEN PLOTKIN


El día que se inventó el peronismo.
La construcción del 17 de Octubre

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Indios y cristianos. Entre la guerra y la paz en las fronteras

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¡Mueran los salvajes unitarios! La Mazorca
y la política en tiempos de Rosas

ALEJANDRO CATTARUZZA
Los usos del pasado. La historia y la política
argentinas en discusión

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Gringos en las pampas. Inmigrantes y colonos en el campo argentino

JULIÁN BARSKY Y OSVALDO BARSKY


La Buenos Aires de Gardel

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La Argentina fascista. Los orígenes ideológicos de la dictadura

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Los gauchos de Güemes.
Guerras de Independencia y conflicto social

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¡Fusilaron a Dorrego! O cómo un alzamiento rural
cambió el rumbo de la historia

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El Tata Dios. Milenarismo y xenofobia en las pampas
Otros títulos de la colección

DORA BARRANCOS
Mujeres, entre la casa y la plaza

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¿Revolución en los claustros? La Reforma Universitaria de 1918

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¡El pueblo quiere saber de qué se trata!
Historia oculta de la Revolución de Mayo

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Los franco-argentinos ante la Primera Guerra Mundial

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Malvinas. Una guerra argentina

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