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Montaigne

Montaigne plantea a la ciencia como una cosa útil y grande, y dice que quienes la desprecian,
demuestran su necedad. Sin embargo, no la estima hasta el punto extremo como lo hacen algunos.

El autor cuenta que su padre mantenía su casa abierta a las gentes de saber, y entre muchos que
pasaron por su casa, Pedro Bunel, un hombre respetado de la época, le dejo un libro a su padre:
Teología natural o libro de las criaturas, de Raimundo Sabunda. El padre de Montaigne en los
últimos días de su vida le dio ese libro y él encontró hermosas las ideas del autor.

Así, se vio forzado a salvar sus ideas de dos objeciones principales que le hacen. El objetivo del
libro se propone, mediante la razón humana, establecer y demostrar todos los artículos de la religión
cristiana, contra los ateos.

La primera crítica a su obra es que: hacen mal los cristianos en querer apoyar sus creencias solo
concebibles mediante la fe y la inspiración particular de la gracia divina, en razones humanas.

Montaigne cree que los medios puramente humanos no son capaces de conocer la bondad de Dios,
solo la fe abraza con determinación y seguridad los misterios del cristianismo. Aunque, no porque
no se pueda, deja de ser una admirable empresa de poner al servicio de la fe los instrumentos
naturales y humanos que Dios les dio. No hay otra ocupación ni otro propósito más digno de un
hombre cristiano, que intentar mediante todos sus estudios y pensamientos, ampliar la verdad de sus
creencias.

Si no entra en nosotros la fe, mediante extraordinaria inspiración divina, si entra no solo por
razonamientos sino también por medios humanos, no posee ni la dignidad ni el esplendor que le son
propios a esta. Si se cree en Dios por la intercesión de la fe viva, si se cree en Dios por Él y no por
nosotros, no tendrían fuerza para sacudir y alterar nuestras creencias como el amor por la novedad o
la coacción de los príncipes. El autor dice “si ese rayo divino (la fe) nos tocara de algún modo,
manifestaríase siempre; no solo nuestras palabras, sino también nuestros actos, gozarían de su
resplandor y de su brillo.” Tal divina y celestial educación no marca a los cristianos más que de
labios para afuera. Si se comparan las costumbres cristianas con las de un pagano, los primeros
siempre estarán abajo.

Si los cristianos tuviéramos una sola gota de fe, dice Montaigne, moveríamos las montañas de su
lugar. Nuestra religión está hecha para extirpar los vicios, más los encubre, alimenta e incita.

La respuesta a la primera critica a Sabunde es la siguiente: El nudo que debería atar nuestro juicio y
nuestra voluntad, que debería estrechar nuestra alma uniéndola con la de nuestro creador, debería
ser un nudo hecho, no de la razón humana ni de las pasiones, sino de la gracia divina y sobrenatural.

Por otro lado, es imposible creer que toda esta máquina, nuestro cuerpo, no tenga alguna marca
grabada de este gran arquitecto y que no haya alguna imagen en las cosas del mundo que refleje de
algún modo al obrero que las ha construido y formado. Es culpa de nuestra imbecilidad que no
podamos descubrirlas. Él mismo nos dice que sus actos invisibles nos los manifiesta con los
visibles, solo hay que entenderlos. Este mundo es un templo santo dentro del cual está introducido
el hombre para contemplar unas estatuas, no creadas por la mano mortal, sino hechas sensibles por
el pensamiento divino: el sol, las estrellas, el agua, la tierra.
La segunda crítica: hay quien dice que sus argumentos, los de Sabunde, son débiles para demostrar
lo que quiere, proponiéndose contradecirlos fácilmente.

Montaigne dice que cada cual deforma el sentido de los escritos de otro en favor de sus propias
opiniones interiores ya prejuzgadas. Lo que el autor pretende hacer para defender a Sabunde es
destruir el orgullo y la soberbia humana, hacerle sentir la inanidad, la vanidad y la insignificancia
del hombre. Para demostrar la fragilidad de la razón, no hace falta usar ejemplos raros, y es que es
tan ciega que no existe facilidad tan clara que para ella sea lo bastante clara, lo fácil y lo difícil es
una misma cosa para ella.

Ve como algo ridículo que el hombre, una criatura miserable e insignificante, que no es dueña ni de
sí misma, se crea señora del universo del que no puede conocer ni una mínima parte, y menos aún
mandar sobre él. El hombre es la criatura más calamitosa y frágil de todas, y al mismo tiempo, la
más orgullosa.

(DESDE PAG 310) Montaigne comienza a hablar sobre el juicio de la razón y las leyes. Propone
que los pirrónicos, cuando dicen que el bien soberano es la ataraxia, la inmovilidad del juicio, se
refieren a que el movimiento de su alma que les hace escapar de los precipicios y ponerse bajo
Dios, les pone esa idea y les hace rechazar cualquier otra. Así, plantea que el escepticismo es
fideista. Rechaza los juicios de la razón y de los sentidos porque no podemos conocer nada a través
de estos dos, por lo que se apoya en la fe hacia Dios.

También comienza a hablar sobre las leyes. Dice que es verosímil que haya leyes naturales como
las hay para otras criaturas, pero nosotros las hemos perdido por culpa de la razón humana, la cual
se mete para dominar y ordenar todo, revolviendo y confundiendo la apariencia de las cosas según
su vanidad. Las cosas humanas tienen distintos aspectos y puntos de vista, esto es lo que genera la
diversidad de opiniones. No hay sentido ni aspecto derecho, amargo, dulce o curso, que no halle la
mente humana en los escritos que decide investigar. Se ha dado valor a cosas vacías, se ha
concedido brillo a escritos cargándolos con toda la materia que se ha querido.

Así, dice que en los sentidos reside la mayor prueba y el mayor fundamento de nuestra ignorancia.
Todo aquello que se conoce, se conoce por la facultad del conocedor. Todo conocimiento llega
hasta nosotros por medio de los sentidos: son nuestros amos. La ciencia empieza en ellos y termina
en ellos.

La primera consideración que hace Montaigne sobre los sentidos es que duda de que nosotros los
tengamos todos. Dice que muchos animales tienen una vida plena y a algunos les falta la vista, otros
el oído. Si carecemos de alguno de los sentidos no puede nuestra razón descubrir su falta, ya que es
privilegio de nuestros sentidos el ser el límite último de nuestra percepción. Los ciegos de
nacimiento que desean ver, no lo desean por entender aquello que piden; saben por nosotros que
carecen de algo, que les falta algo deseable que nosotros tenemos. ¿Quién sabe si el género humano
no es tan necio por faltarle algún sentido y por ese defecto ocultársele la casi totalidad del aspecto
de las cosas?

La ciencia humana, no puede sostenerse más que por la razón irracional: aun así, vale más que el
hombre, para darse importancia, se sirva de cualquier otro recurso por fantástico que sea antes que
reconocer su evidente necedad. No puede negar que los sentidos son los dueños de su conocimiento,
inseguros y falseadores en toda circunstancia.
Montaigne toma a los epicúreos, los cuales afirman que no tenemos conocimiento si lo que nos
muestran los sentidos es falso; y lo que dicen los estoicos, lo que nos muestran los sentidos es tan
falso que no puede proporcionarnos ciencia alguna. Por lo que concluye que no existe
conocimiento. Además de esto, nuestros sentidos se ven embrutecidos por las pasiones del alma.
Parece que el alma los atraiga hacia dentro entreteniéndolos, los poderes de los sentidos. Así, el
interior y el exterior del hombre están llenos de debilidad y mentira. Los que compararon nuestra
vida con un sueño quizás tenían más razón de la que creían. Cuando soñamos. Nuestra alma vive,
actúa, ejerce todas sus facultades, ni más ni menos que cuando vela.

Sin embargo, los sentidos están en unos más oscuros y sombríos, en otros más abiertos y agudos.
Percibimos las cosas distintas según somos y según nos parece. Al ser nuestro parecer tan incierto,
no nos sorprende si nos dicen que podemos reconocer que la nieve se nos aparece blanca, más que
sabríamos responder que sea así en esencia y verdaderamente. Por lo que una vez bajado este
principio, toda la ciencia del mundo cae.

El autor se hace diversas preguntas, entre las cuales están ¿son nuestros sentidos los que dotan de
distintas cualidades a los objetos o las tienen ellos así? ¿Qué podemos resolver acerca de su
verdadera esencia? Además, cuando estamos enfermos, cuando soñamos y cuando dormimos nos
parecen las cosas distintas que a los sanos, a los juiciosos y a los que velan, ¿no es posible que
nuestro estado normal doten a las cosas de un ser a su medida?

Si nuestro estado adapta las cosas a sí mismo y las transforma según él, entonces no sabemos cómo
son las cosas de verdad, ya que todo llega a nosotros falsificado y alterado por nuestros sentidos.

Para juzgar de las apariencias de los objetos que recibimos, necesitamos de un instrumento atinado,
para comprobar ese instrumento necesitamos demostración, para comprender la demostración, de
un instrumento: estamos en un círculo vicioso. Puesto que los sentidos no pueden cortar nuestra
disputa por ser ellos inseguros, es necesario que lo haga la razón. Sin embargo, ninguna razón se
establecerá sin otra razón, y se vuelve al infinito. Nuestro pensamiento no se aplaca a las cosas
objetivas sino que surge mediante la intervención de los sentidos, y los sentidos no comprenden el
objeto tal como es, sino solo sus propias sensaciones, por lo que la idea y apariencia no es del
objeto sino solo de la sensación padecida por el sentido, y sensación y objeto son cosas distintas.

El autor concluye que no hay ninguna existencia constante; ni de nuestro ser, ni del de los objetos.
Nosotros y nuestro juicio y todas las cosas mortales van fluyendo y rondando sin cesar. Así, nada
puede establecerse seguro ni del uno ni del otro.

No tenemos comunicación alguna con el ser, porque toda naturaleza humana está siempre en medio
entre el nacer y el morir sin dar de sí más que una sombra. Así, estando las cosas sujetas a sufrir un
cambio tras otro, la razón al buscar en ellas una subsistencia real, queda decepcionada por no poder
aprehender nada que subsista y permanezca, porque todo, o bien va hacia el ser y aun no es algo del
todo, o bien comienza a morir antes de haber nacido. De manera que lo que empieza a nacer jamás
llega a la perfección del ser, pues este nacer no termina jamás, sino que desde la semilla va siempre
cambiando y transformándose de uno en otro.

Lo único que verdaderamente es, es lo eterno, lo que jamás tuvo nacimiento, ni tendrá jamás
muerte, aquello en lo que el tiempo jamás provoca cambio alguno. Pues el tiempo es cosa móvil, y
que aparece como en sombre, con la materia siempre fluyendo y corriendo, sin jamás quedarse
estable y permanente. Por lo que sería un pecado decir que Dios es el único que es, que fue o que
será. Pues estos términos son cambios de lo que no puede durar, ni conservar el ser. Así, se
concluye que solo Dios es, no según una medida del tiempo, sino según una eternidad inmutable e
inmóvil, no medida por el tiempo ni sujeta a cambio alguno.

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