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La última comunidad indígena nómada de América está a punto de desaparecer. Los nukak makú son
víctimas de violencia y hambre, su mundo se rompe en piezas, que en esta crónica se intentan recoger.
NUMERO UNO
Tewa tiene los ojos pardos, sus iris amarillos miran a la decena
de monos lanudos grises que se apilan en el suelo de la jungla.
De entre ellos levanta el cuerpo de un macho grande, lo toma
por el brazo y dice que él y su familia se lo comerán con 'deche'
(con leche). Su boca se arquea y luego se abre mostrando sus
escasos dientes. Es una sonrisa bella, aunque despoblada.
Tewa -que fue bautizado por los colonos con el nombre de
Felipe- prepara el menú en su mente, imagina el manjar cada
vez más escaso. El hombre promedia los 40 años y es uno de
los mayores en una sociedad de jóvenes, a la que un coctel de
enfermedades, violencia y olvido, le amputó a sus ancianos.
Una sociedad que pierde la memoria. Tewa pasa saliva como
infante frente al postre.
NUMERO DOS
NUMERO TRES
Los indígenas se convirtieron en la noticia mundial. Las cámaras filmaron y retrataron a aquellas
personas desnudas y con el pelo rapado que se extasiaban con galletas y gaseosas. Antropólogos,
periodistas y funcionarios del Gobierno en peregrinaje. Todos maravillados con la gente que vivía
en la Edad de Piedra, con el último grupo nómada y genéticamente puro de América. Pero el
entusiasmo fue de corta duración y luego de la efervescencia inicial los documentales cesaron,
hubo otra noticia, el país se ocupó en el escándalo de moda y la calamidad se cernió sobre los
'fascinantes' indígenas que comenzaron a morir por decenas. En los últimos 20 años, la población
original de los nukak, que se estimaba en 1.500 personas, se redujo a 500. Buena parte de ellos
fallecieron por enfermedades tratables o prevenibles. Y esa solo sería una parte de su tragedia.
NUMERO CUATRO
Ahora Marta, que en aquellos días respondió al nombre de Jiima, asoma la cara detrás de una de
las vigas de la maloca. Luego se esconde con una risa que también oculta bajo su mano. La mujer
se quiere arreglar antes de saludar. Un coatí huesudo la sigue a su residencia de cuatro palos, siete
hamacas y techo de palma recubierto de plástico. Marta espanta al pequeño mamífero y luego pasa
el dedo por el fondo de un recipiente en el que guarda achiote, una sustancia arenosa y rojiza que
se pega a la yema de su índice y con la que configura delicadamente cinco líneas verticales en su
rostro. Sonríe con menos timidez, se siente más bella. La vanidad como idioma universal, como
esperanto de las culturas.
Una adolescente la mira. Ella también está pintada, solo que en vez de
achiote usa colorete en sus labios, también tiene algo de sombras y el pelo
largo. Si no estuviera aquí, sería casi imposible saber que se trata de una
nukak. En el exterior ella, como buena parte de
los jóvenes, parece distanciarse de sus raíces.
Ahora usan camisetas, jeans, faldas y gorras.
También se muestran muy interesados por el
dinero y cada tanto alargan la mano y piden la
cuota por dejarse tomar una foto, por una conversación, porque sí.
Fuman cigarrillos y, cuando el presupuesto les alcanza, se toman un
trago. Se mueven entre dos identidades que parecen opuestas: entre
sus tradiciones y el artificial ecosistema de los blancos. Quizás por eso, cuando le niego una
moneda y luego un cigarrillo a un chico flaco de unos 13 años, él me maldice con una retahíla
susurrada de esas palabras nukak repletas de consonantes, entre las que se cuela un madrazo en
buen español. Un insulto híbrido, que acalla uno de los pocos mayores.