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CUÁNDO ESTÁ BIEN SER INTOLERANTE

(Mi artículo de esta semana en Velaverde)

Según los señores de la Real Academia Española, “tolerar” significa cuatro cosas: 

(1) Sufrir, llevar con paciencia. Como en “Hace veintitrés años que tolero la presencia del
fujimorismo en nuestra vida pública”. 

(2) Permitir algo que no se tiene por lícito, sin aprobarlo expresamente. Como en “Todo fujimorista
tolera el homicidio masivo de Barrios Altos”. 

(3) Resistir, soportar, especialmente un alimento o una medicina. Como en “Yo tolero la lactosa y
los analgésicos pero por mi madre que no tolero al fujimorismo”.

(4) Respetar las ideas, creencia o prácticas de los demás cuando son diferentes o contrarias a las
propias. Como en “Yo tolero que tengas ideas beligerantes pero no tolero las prácticas violentistas”.

La primera es tolerancia estoica. La segunda es tolerancia hipócrita. La tercera es tolerancia física y


la cuarta es una tolerancia recontra problemática porque envuelve muchas cosas —por ejemplo, la
disposición a escuchar discursos políticos opuestos a los míos sin reprimirlos, censurarlos o
sofocarlos por la fuerza pero también la disposición de aceptar que otros cometan actos que puedo
juzgar, íntimamente, inaceptables—. Es el tipo de tolerancia que solemos pedir y que se nos suele
pedir en la vida pública. 

Cuando un fujimorista defiende la guerra sucia, la necesidad de la violencia extralegal, el derecho


de la antigua dictadura a eliminar inocentes sólo bajo la sospecha borrosa de que podrían ser
culpables, y al escuchar nuestra respuesta nos dice que debemos aprender a tolerar sus ideas, está
exigiendo ese cuarto tipo de tolerancia, pero lo está haciendo de manera inaceptable: está
sugiriendo que la promoción de la beligerancia matonesca, el homicidio utilitario y el autoritarismo
no es sino un discurso más en nuestro laberinto de discursos políticos y que, por tanto, tiene el
mismo derecho de circulación que todos los demás. 

Entonces uno le dice, oye, disculpa, lo que tú estás afirmando es que el Estado tuvo o tiene
derecho a declararse en estado de urgencia permanente y emprender una guerra bárbara
arrasando con hombres, mujeres y niños por puro pálpito, sin ceñirse a ninguna legalidad; estás
diciendo que un presidente tiene la prerrogativa de dar un golpe de Estado contra la institución
democrática, clausurar el Congreso por capricho, arrestar en sus casas a los parlamentarios, copar
dolosamente las Fuerzas Armadas y Policiales, adueñarse del Poder Judicial, cambiar la
Constitución, decidir la conducta reproductiva de las mujeres y forzarlas a la esterilidad como parte
de una política de control poblacional, sobornar a los medios de comunicación y secuestrar a los
periodistas que informan sobre todo ello. ¿Y estás diciendo que yo debo tolerar ese discurso tuyo
como si fuera un simple programa de gobierno semejante al de cualquier partido? 

El fujimorista nos dirá que sí, que eso es lo que está pidiendo: tolerancia para sus ideas. Ok, no hay
delito ideológico, no hay crimen mental, la estupidez no es telequinesis. Debo tolerar sus ideas. El
problema es que, en política, no hay idea alguna que no pueda transformarse en hecho si quien la
defiende alcanza el poder. Una ideología aberrante es un crimen en potencia. Un grupo político que
explícitamente defiende la criminalidad de Estado como práctica normal y deseable, es una banda
criminal en los primeros escalones de su actividad delictiva. Y si ese grupo ya detentó el poder y ya
dio pruebas fehacientes de que está dispuesto a convertir su discurso en una forma de gobierno,
entonces, mayor razón para sospechar de él, para denunciarlo, para hacer notar su trasfondo
hamponesco.

El fujimorismo es la más débil de las ideologías pero implica siempre el más terrible de los futuros:
tiene un discurso público basado en una especie de sentido común autoritario que
lamentablemente comparten muchos peruanos; pero también tiene una ejecutoria que habla con
mucho más elocuencia que sus palabras. Los tres hilos mal tejidos de su discurso fueron
enhebrados en catacumbas y cuarteles clandestinos, entre torturadores, sicarios y ladrones, y
quienes tejieron ese discurso, los filósofos, los ideólogos, fueron Alberto Fujimori y Vladimiro
Montesinos, dos criminales comprobados que purgan condenas por una cantidad tal de crímenes
que enumerarlos da náuseas. Nunca hay que olvidar eso: los parlamentarios fujimoristas, los
candidatos hereditarios, sus amanuenses y sus abogados no son nada más que testaferros, sólo
están donde están para cuidarles el sitio a los mafiosos encarcelados. Su única función en nuestra
vida pública es propiciar el momento en que los capos de su camorra salgan de la cárcel para
volver a saquear el Perú y aniquilar peruanos. 

Ya es bastante tolerancia que los demás debamos sufrir su presencia en el Congreso, pagarles un
salario, darles inmunidad, invertir en su viciado bienestar, presenciar sus triquiñuelas y sus
mentiras, respirar las miasmas de su hipocresía. Ellos no son otra cosa que el sustento de los
crímenes pasados y, ojalá no, de los crímenes futuros. Eso no debemos olvidarlo nunca y no
debemos tolerarlo jamás. Tolerantes con las ideas e intolerantes con el crimen, pero intolerantes
con las ideas que conducen al crimen. Ese debe ser nuestro camino. 

La semana pasada, cuando una comisión del Congreso decidió espuriamente darle un cargo de
confianza a la fujimorista Martha Chávez, y encargarle evaluar el Informe final de la Comisión de la
Verdad —a ella, que ha pasado años avalando la amnistía de homicidas masivos y pidiendo la
liberación de otro; a ella, que ha declarado mil veces que la CVR es inaceptable y que todo su
trabajo merece el tacho de basura—, miles de peruanos protestaron. ¿Intolerancia? Sí, gracias a D-
os, intolerancia. Estuvo muy bien. Porque ése es precisamente el tipo de circunstancia en que el
discurso amenaza con convertirse en hechos y el discurso del crimen amenaza con convertirse en
crimen. Si fuéramos así de intolerantes cada vez que la democracia es colocada en manos de sus
enemigos, estaríamos mucho mejor. La democracia no puede convertirse en el caballo de Troya de
quienes quieren destruirla o pervertirla o simplemente asesinarla y sustituirla con un remedo
deforme. “Confianza en la maldad, no en el malvado”, escribió Vallejo: la maldad siempre es igual;
el malvado, en cambio, tiene muchos disfraces. Hay que quitarle siempre esos disfraces.

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