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Una madre viuda. Tres hijos. Tres colores. Negro, marrón y azul.
Negro es agresivo. Marrón es tímido. Azul, el menor, es el niño de
mamá. Y además es un asesino.
B. B. tiene cuarenta y dos años, vive con su madre y trabaja como
empleado de la limpieza en un hospital. Todos sus amigos son virtuales y
su lugar de encuentro es un foro de Internet. Allí comparten una común
afición a lo siniestro y los relatos violentos que a veces parecen confundir
la ficción con la realidad. Y es que B. B. necesita contar una historia: la
suya. Un pasado de rivalidades y mentiras en el seno de una inquietante
familia.
Joanne Harris
Chico de ojos azules
Para Kevin,
que también tiene los ojos azules.
Y lo que quiero saber es
qué te parece tu muchacho de ojos azules,
Señor Muerte
E. E. CUMMINGS,
« Buffalo Bill ha muerto»
Primera parte

Azul

Érase una vez una viuda con tres hijos cuyos nombres eran Negro, Marrón y Azul.
Negro, el mayor, era taciturno y agresivo. Marrón, el de en medio, era tímido y
tonto. Sin embargo, la madre prefería a Azul. Y era un asesino.
1

Estás visitando el diario virtual de chicodeojosazules publicado en:


badguysrock@webjournal.com
Publicado el: lunes, 28 de enero, a las 02.56
Acceso: público
Estado de ánimo: nostálgico
Estoy escuchando: Captain Beefheart: « Ice Cream For Crow»

El color del asesinato es el azul, piensa. Azul claro, de cortina de humo azul, un
azul congelado, post mortem, como el de una bolsa para cadáveres. En muchos
sentidos es también su color, que recorre todos sus circuitos como una descarga
eléctrica, que grita asesinato azul sin parar.
Hay colores azules por todas partes. Los ve, los siente en cualquier lugar,
desde el azul de la pantalla de su ordenador hasta el de las venas de sus manos,
marcadas y retorcidas como el rastro de los gusanos de arena en la play a de
Blackpool, a la que solían ir los cuatro todos los años para su aniversario. Se
comían un helado de cucurucho, chapoteaban en el agua y trataban de atrapar
los escurridizos cangrejos bajo los montones de algas para meterlos en un cubo,
donde morían bajo el calor abrasador del día de su cumpleaños.
Tiene tan sólo cuatro años, y hay una inocencia peculiar en su forma de
llevar a cabo esos pequeños asesinatos, libres de culpa. En el acto no hay malicia
alguna, sino tan sólo una profunda curiosidad por ese bicho que intenta escapar,
moviéndose una y otra vez en el fondo del cubo de plástico azul; luego, unas
horas después, dándose por vencido, con las pinzas abiertas, vuelve hacia arriba
su vientre de vivos colores en un inútil gesto de rendición, cuando él y a hace rato
que ha perdido el interés y se está comiendo un helado de café (una elección
sofisticada para un niño tan pequeño, aunque la vainilla nunca le gustó); entonces,
cuando vuelve a fijarse en el cangrejo, al atardecer, cuando y a ha llegado el
momento de vaciar el cubo y volver a casa, se queda vagamente sorprendido al
descubrir que el bicho está muerto y se pregunta cómo es posible que en algún
momento llegara a estar vivo.
Su madre lo observa mientras está tumbado en la arena, con los ojos muy
abiertos, golpeando aquel bicho muerto con la y ema de un dedo. La may or
preocupación de su madre no es que su hijo sea un asesino, sino el hecho de que
es muy impresionable: hay muchas cosas que lo alteran y que ella no es capaz
de comprender.
—No juegues con eso —le dice—. Es asqueroso. Levántate de ahí.
—¿Por qué? —responde él.
Buena pregunta. Los bichos guardados en el interior del cubo habían estado
allí todo el día, pensó él.
—Están muertos —concluy e—. Los he recogido, y ahora están todos
muertos.
Su madre le coge en brazos. Eso es precisamente lo que se temía, alguna
clase de arrebato: lágrimas, tal vez, algo que haría mirar a las otras madres por
encima del hombro y provocaría alguna sonrisa sarcástica.
Ella lo consuela.
—No es culpa tuy a. Sólo ha sido un accidente. Tú no tienes la culpa.
Un accidente, piensa él para sus adentros. A estas alturas y a sabe que se trata
de una mentira. No ha sido un accidente; ha sido culpa suya, y el hecho de que su
madre lo niegue lo confunde incluso más que su voz chillona y la forma
vehemente en que lo sujeta entre sus brazos, manchándole la camiseta de aceite
solar. Él se aparta con brusquedad —odia los escándalos— y su madre se queda
mirándolo con expresión inquieta, preguntándose si se va a echar a llorar.
Él se pregunta si no debería hacerlo. Quizás es lo que ella espera que haga.
Sin embargo, ahora él es capaz de sentir lo ansiosa que está, hasta qué punto trata
de impedir que sufra. Y el olor de la angustia de su madre es como el del coco
del aceite solar mezclado con el sabor de una fruta tropical. De repente llega
hasta él —¡Muerto! ¡Muerto!— y entonces sí empieza a llorar.
Acto seguido, ella echa arena con el pie sobre el resto de su captura —un
caracol y un pececillo de cuerpo plano que se revuelve en el suelo, con la boquita
cerrada dramáticamente en forma de medialuna—, mientras sonríe y dice,
gritando: ¡Ya está, ya se han ido!, en un intento por convertirlo todo en un juego
mientras lo agarra con fuerza, para que ningún atisbo de culpa pueda
ensombrecer la mirada de su niño de ojos azules.
Es tan sensible, piensa ella. Tan extraordinariamente imaginativo. Sus
hermanos están hechos de otra pasta, con sus rodillas llenas de costras, su pelo
despeinado y sus peleas en la cama. Sus hermanos no necesitan su protección. Se
tienen el uno al otro y tienen amigos. Les gusta el helado de vainilla, y cuando
juegan a los vaqueros, con dos dedos levantados para simular una pistola,
siempre llevan sombreros blancos y castigan a los villanos.
Sin embargo, él siempre había sido diferente. Curioso. Impresionable. Piensas
demasiado, le dice ella a veces, con la expresión de una mujer demasiado
enamorada para reconocer cualquier defecto en el objeto de su devoción. Él es
consciente de hasta qué punto lo adora y de que quiere protegerlo de todo, de
cualquier sombra que pueda oscurecer el cielo azul de su vida, de cualquier
posible herida, incluso de las que se causa él mismo.
Porque el amor de una madre es incondicional, desinteresado y abnegado; el
amor de una madre es capaz de perdonarlo todo: las rabietas, los llantos, la
indiferencia, la ingratitud o la crueldad. El amor de una madre es un agujero
negro que engulle todas las críticas, absuelve todos los pecados y disculpa las
blasfemias, los robos y las mentiras, y transforma incluso el acto más
abominable en algo de lo que él no tiene la culpa…
¡Ya está, ya se han ido!
Incluso un asesinato.

Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: ¡Ja, ja, ja ¡Tío, estás colocado!
ClairDeLune: Esto es maravilloso, chicodeojosazules. Creo que deberías escribir
más acerca de la relación que tienes con tu madre y la forma en que ésta te
afecta. No creo que hay a nadie que nazca siendo malvado; simplemente
tomamos decisiones, eso es todo. ¡Estoy ansiosa por leer la siguiente
entrega!
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Vay a, gracias…
2

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Publicado el: lunes, 28 de enero, a las 17.39
Acceso: restringido
Estado de ánimo: virtuoso
Estoy escuchando: Dire Straits: « Brothers In Arms»

Mi hermano llevaba muerto menos de un minuto cuando la noticia llegó a mi


WeJay. Eso es lo que suele tardar: seis o siete segundos para grabar la escena con
la cámara del móvil, cuarenta y cinco para subir la grabación a YouTube y diez
para hacerla llegar a todos tus amigos a través de Twitter… ¡13.06, oh, Dios mío!
Acabo de ver un terrible accidente de tráfico…, y justo después la retahíla de
mensajes a mi diario virtual, los comentarios, los correos electrónicos y los ¡oh,
Dios mío!
En fin, podéis ahorraros las condolencias. Nigel y y o nos odiábamos desde el
día en que nací, y nada de lo que ha hecho —incluso pasar a mejor vida— ha
provocado cambio alguno en mis sentimientos. Sin embargo, después de todo, era
mi hermano. Creedme, tengo un poco de sensibilidad. Y, evidentemente, mamá
debe de estar destrozada, a pesar de que él no fuera su favorito. Aunque en un
momento de su vida fue madre de tres hijos, ahora sólo le queda uno. Un
servidor, chicodeojosazules, que ahora se ha quedado casi solo en este mundo…
Como de costumbre, la Policía se tomó su tiempo. Estuvieron en casa
cuarenta minutos. Mamá estaba abajo, preparando la comida: chuletas de
cordero y puré de patatas, y de postre, tarta. Durante meses apenas he probado
bocado, y de repente tenía un hambre feroz. Tal vez necesito que se muera un
hermano para que se me abra el apetito.
Desde mi habitación seguí toda la escena: el coche de la Policía, el timbre, las
voces, el grito. El ruido de algo en la entrada —el teléfono que hay encima de la
mesa, supongo— estrellándose contra la pared mientras ella se desvanecía y la
sujetaban dos agentes al tratar de agarrarse al aire con las manos extendidas. Y
luego el olor a carne quemada, probablemente las chuletas que había dejado en
la plancha cuando fue a abrir la puerta…
Ésa fue mi señal. Era el momento de desconectar, el momento de poner
música. Me pregunté si podría largarme escuchando mi iPod. Mamá está tan
acostumbrada a verme con él que puede que ni siquiera se hubiese dado cuenta.
Sin embargo, los dos agentes eran otra historia, por supuesto, y lo último que
quería en ese momento era que alguien pensara que soy un insensible…
—¡Oh, B. B.! ¡Ha ocurrido algo horrible…!
Mi madre es un poco melodramática. Con el rostro convulso y los ojos y la
boca completamente abiertos, parecía una máscara de Medusa. Me tendió los
brazos como si quisiera arrastrarme con ella, me clavó los dedos en la espalda,
sollozando junto a mi oído derecho —indefenso sin mi iPod—, y derramó las
lágrimas de su máscara azul en el cuello de mi camisa.
—Mamá, por favor.
Odio los escándalos.
La oficial de Policía (siempre hay una) tomó las riendas para consolarla. Su
compañero, un hombre may or, me miró, con la paciencia casi agotada, y dijo:
—Señor Winter, ha habido un accidente.
—¿Nigel? —dije y o.
—Me temo que sí.
Conté los segundos en mi cabeza, mientras volvía a escuchar mentalmente la
guitarra de Mark Knopfler en « Brothers In Arms» . Sabía que me estaban
estudiando, y no podía cometer ningún error. No obstante, la música facilita las
cosas, minimiza las reacciones emocionales poco apropiadas, permitiéndome
actuar, si no con entera normalidad, sí al menos como los demás esperan que lo
haga.
—No sé por qué, pero lo sabía —dije, al final—. He tenido una sensación
extraña.
El hombre asintió con la cabeza, como si supiera a qué me refería. Mamá
seguía despotricando, fuera de sí. Estás exagerando, mamá, pensé; tampoco
estaban tan unidos. Nigel era una bomba de relojería; aquello era algo que tarde
o temprano tenía que ocurrir. Además, los accidentes automovilísticos son muy
habituales hoy en día, una tragedia inevitable. Una capa de hielo, una carretera
muy concurrida: casi el crimen perfecto, podríais decir, casi bajo sospecha. Me
pregunté si debería llorar, pero decidí hacerlo todo más sencillo. De modo que
me senté, casi tambaleándome, y coloqué la cabeza entre las manos. Siempre he
sido propenso a los dolores de cabeza, sobre todo en momentos de estrés. Finge
que no es real, chicodeojosazules. Que es tan sólo una entrada en tu WeJay.
Una vez más, busqué consuelo en mi imaginaria lista de reproducción, justo
donde había entrado el batería, un sutil contrapunto al riff de la guitarra que suena
casi perezosamente, sin esfuerzo alguno. Es difícil que algo sea tan preciso, pero
Knopfler tiene unos dedos como espátulas, increíblemente largos. Casi se diría
que había nacido para tocar ese instrumento, que estaba destinado desde niño a
sujetar el mástil de una guitarra y a rasgar sus cuerdas. Si hubiese nacido con
unas manos distintas, ¿habría llegado a sostener una guitarra? ¿O lo habría
intentado a pesar de todo, consciente de que siempre sería un mediocre?
—Mi hijo, ¿iba solo en el coche?
—¿Disculpe, señora? —repuso el oficial.
—¿No iba… una chica… con él? —preguntó mamá, con el acostumbrado
desprecio que siempre se reserva para cualquier discusión sobre la novia de
Nigel.
El oficial negó con la cabeza.
—No, señora.
Mamá me clavó los dedos en el brazo.
—Mi hijo era un conductor excelente.
Bueno, eso sólo demuestra lo poco que le conoce. Nigel conducía con la
misma templanza y delicadeza con la que abordaba sus relaciones. Y y o debería
saberlo: aún tengo algunas marcas. Pero ahora que está muerto es un dechado de
virtudes. ¿Acaso es justo, después de todo lo que he hecho por ella?
—Voy a prepararte una taza de té, mamá.
Cualquier cosa con tal de salir de aquí. Me dirijo hacia la cocina, pero el
oficial se interpone en mi camino.
—Me temo que necesitaremos que nos acompañe a la comisaría, señor.
De pronto noto la boca muy seca.
—¿A la comisaría? —pregunto.
—Para las formalidades, señor.
Por un momento imagino que van a detenerme y que salgo de casa esposado.
Mamá está llorando, los vecinos conmocionados y me veo a mí mismo vestido
con un mono naranja (un color que no me sienta nada bien), encerrado en un
cuarto sin ventanas. En la ficción, me arriesgo y huy o: golpeo al oficial, le robo
el coche y estoy al otro lado de la frontera antes de que la Policía pueda hacer
circular mi descripción. En la vida real…
—¿Qué clase de formalidades?
—Necesitamos que identifique el cadáver, señor.
—Ah, y a.
—Lo siento, señor.

Mamá me obligó a hacerlo, por supuesto. Ella esperó fuera mientras y o


identificaba lo que había quedado de Nigel. Intenté planteármelo como si fuera
algo ficticio, imaginarme que estaba en el decorado de una película, pero, aun
así, me desmay é. Me llevaron a casa en una ambulancia. A pesar de todo,
mereció la pena. Que estuviera muerto, librarme de ese cabrón para siempre…
Todo esto es pura ficción, como comprenderéis. Nunca he matado a nadie.
Ya sé que te dicen escribe lo que sepas, como si alguna vez pudieras escribir lo
que sabes, como si saber fuera lo más importante, cuando lo más importante es
el deseo. No obstante, desear que mi hermano estuviera muerto no es lo mismo
que cometer un crimen. No es culpa mía si el universo sigue mi diario virtual. Y
la vida sigue —para la may oría de nosotros—, como siempre lo ha hecho, y
chicodeojosazules duerme el sueño de los justos… e incluso el de los inocentes.
3

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Publicado el: lunes, 28 de enero, a las 18.04
Acceso: restringido
Estado de ánimo: pesado
Estoy escuchando: Del Amitri: « Nothing Ever Happens»

Eso fue hace dos días. Ahora y a estamos volviendo a normalidad, salvo por los
preparativos del funeral. Hemos recuperado nuestros cómodos rituales, nuestras
pequeñas rutinas cotidianas. Para mamá significa quitar el polvo a los perros de
porcelana. Para mí, por supuesto, significa Internet: mi WeJay, mis listas de
reproducción, mis asesinatos.
Internet. Una palabra interesante. Es como algo sacado de las profundidades.
Una red para algo que ha sido inhumado o algo que fuera a inhumarse; una sala
de espera para todas las cosas que preferimos mantener en secreto en nuestra
vida real. Y aun así, nos gusta mirar, ¿verdad? A través de un cristal, de forma
borrosa, vemos cómo se mueve el mundo: un mundo poblado de sombras y
reflejos, siempre a la distancia de un clic del ratón. Un hombre se suicida… en
directo, ante una cámara. Es repugnante, pero extrañamente compulsivo. Nos
preguntamos si será un fraude. Podría ser un fraude; cualquier cosa podría serlo.
Sin embargo, todo parece mucho más real cuando lo ves en la pantalla de un
ordenador. Así, incluso las cosas que vemos todos los días —puede que sobre todo
esas cosas— cobren un significado extra cuando se contemplan a través del ojo
de una cámara.
Esa chica, por ejemplo. La chica del abrigo rojo que pasa frente a mi casa
casi todos los días, con el pelo alborotado y ajena al ojo de la cámara que la
observa. Tiene sus costumbres, igual que y o. Y conoce el poder del deseo. Sabe
que el mundo no se mueve por amor, ni siquiera por dinero, sino por obsesión.
¿Obsesión? Por supuesto. Todos estamos obsesionados. Obsesionados con la
televisión, con el tamaño de nuestra polla, con el dinero, la fama y la vida
amorosa de los demás. Este mundo virtual, lejos de ser virtuoso, es un apestoso
estercolero de basura mental, un batiburrillo de ideas y cuchilladas, de
concesionarios de automóviles y venta de Viagra, de música y juegos y cotilleos
y mentiras y pequeñas tragedias personales perdidas en el tiempo, esperando que
alguien se preocupe por ellas aunque sólo sea una vez, esperando que alguien se
conecte…
Y ahí es donde entra en juego WeJay. El diario virtual, el sitio donde todo
tiene cabida. Entradas restringidas para disfrute privado, y públicas…, bueno,
para todos los demás. Con él puedo desahogarme cuando quiera y hacer
confesiones sin miedo a la censura; puedo ser y o mismo —o, para el caso,
cualquiera— en un mundo en el que nadie es lo que parece y cada miembro de
cada tribu es libre para hacer lo que más desea.
¿Tribu? Sí, aquí todo el mundo tiene su tribu, cada una de ellas con sus
divisiones y subdivisiones, con sus venas binarias y sus vasos capilares
diversificándose en una serie casi infinita de variantes mientras se distancian del
orden establecido. El rico en su castillo, el pobre en su madriguera, el pervertido
con su cámara web. Nadie se ve obligado a cazar en solitario, aunque sí lejos del
grupo del que se ha distanciado. Aquí todo el mundo tiene un hogar, un lugar
donde alguien le acogerá y en el que hay platos para todos los paladares…
La may oría de la gente opta por la elección más común. Siempre piden
vainilla. La vainilla define a los buenos chicos, igual que la Cocacola. Su
conciencia está tan blanca como sus dientes perfectos; todos son altos, están
bronceados y son presentables. Comen en McDonald’s, sacan la basura, tienen un
postgrado y nunca disparan a un hombre por la espalda.
Sin embargo, los chicos malos tienen mil sabores. Los chicos malos mienten,
engañan y aceleran los corazones… O a veces hacen que se detengan de
repente. Y ése es el motivo por el que he creado badguysrock: en principio era
una comunidad WeJay dedicada a los villanos a través de un universo de ficción,
pero ahora es un foro para que los chicos malos puedan pasarlo bien más allá de
la ética de la Policía, para presumir de sus crímenes, para jactarse de ellos, para
exhibir su maldad con orgullo.
Actualmente, la inscripción está abierta; el precio para ser admitido es un
comentario…, y a sea un relato ficticio, un ensay o o una simple chorrada. Si hay
algo que quieras confesar, éste es el sitio para hacerlo: nada de nombres ni reglas
ni colores…, salvo uno.
No, no es el negro, como podríais suponer. El negro es demasiado limitado. El
negro implica falta de profundidad. Sin embargo, el azul es creativo, es
melancolía. El azul es la música del alma. Y el azul es el color de nuestro clan,
que abarca todos los matices de la maldad, todos los sabores de los deseos impíos.
Por el momento, es un clan pequeño, con menos de doce asiduos.
En primer lugar está Capitanmataconejos: Andy Scott, de Nueva York. Su blog
es una mezcla de humor absurdo, fantasías pornográficas y violentas invectivas
—contra los negros, los maricas, los gilipollas, los gordos, los cristianos y,
últimamente, los franceses—, aunque dudo que alguna vez hay a matado una
mosca.
Luego está chrysalisbaby, alias Chry ssie Bateman, de California. Es la típica
foca; está a dieta desde los doce años, y ahora pesa más de ciento treinta kilos. Su
debilidad es enamorarse de hombres crueles. Nunca aprende. Y nunca lo hará.
Después está ClairDeLune, Clair Mitchell para los amigos. Ésta vive aquí; da
clases de autoexpresión creativa en la Universidad de Malbry (lo que explica su
tono expositivo ligeramente superior y su afición a la cháchara psicológica) y
dirige un grupo de escritores on-line, así como una página web de fans de un
actor de mediana edad —vamos a llamarle Angel Blue— con el que está
obsesionada. Angel es una elección fuera de lo normal, un actor especializado en
personajes inmorales, tipos trastornados, asesinos en serie y otros papeles de
villano. No es una estrella, aunque su rostro le resulta popular a todo el mundo.
Ella suele colgar aquí algunas fotos suy as. Curiosamente, se parece un poco a mí.
Luego está Toxic69, alias Stuart Dawson, de Leeds. Tras quedarse
minusválido a causa de un accidente de moto, se pasa su agria vida on-line,
donde nadie tiene por qué compadecerse de él. Y también está Puradominacion9,
de Fife, que vive para Warcraft y Second Life, ajeno al hecho de que su vida se
va consumiendo a toda velocidad. Además, hay unos cuantos curiosos y
visitantes esporádicos: JennyTrucos, BombaNumero29, Jesusesmicopiloto,
etcétera, que ofrecen una divertida variedad de respuestas a nuestras entradas y
van desde la admiración a la indignación, desde el aplauso al insulto.
Y finalmente, por supuesto, está Albertine. Decididamente, ella no es como
los demás; sus comentarios tienen un tono de confesión que me parece más que
prometedor; en ellos se advierte el peligro, un trasfondo sombrío, un estilo en
cierto modo más parecido al mío. Y vive aquí, en el Village, a menos de doce
calles de distancia…
¿Coincidencia?
No tanta. Por supuesto, la he estado espiando, sobre todo desde que murió mi
hermano. No con malicia, sino con curiosidad, incluso con cierta envidia. Parece
muy serena, muy tranquila, muy a salvo en el interior de su pequeño mundo,
muy ajena a lo que ocurre. Sus comentarios son tan íntimos, tan desnudos y tan
sorprendentemente ingenuos que nunca creerías que es uno de los nuestros, un
villano entre villanos. Sus dedos bailan sobre las teclas del piano como si fueran
derviches. Me acuerdo de eso, y de su voz agradable y de su nombre, que huele
a rosas.
A Rilke, el poeta, lo mató una rosa. Muy Sturm und Drang por su parte. Un
rasguño que se hizo con una espina se le infectó; un regalo venenoso que sigue
haciendo de las suy as. Personalmente, no le veo la gracia. Siento más afinidad
con la tribu de las orquídeas: son las subversivas del mundo vegetal, las que se
agarran a la vida donde pueden, sutiles e insidiosas. Las rosas son muy vulgares,
con sus pétalos rosados, su intrigante aroma, sus desagradables hojas y sus
maliciosas y diminutas espinas que se clavan en el corazón…
¡Oh, rosa, estás enferma!
¿Acaso no lo estamos todos?
4

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Publicado el: lunes, 28 de enero, a las 23.30
Acceso: restringido
Estado de ánimo: contemplativo
Estoy escuchando: Radiohead: « Creep»

Podéis llamarme B. B. Todo el mundo lo hace. Salvo la Policía y los empleados


del banco, nadie usa mi verdadero nombre. Tengo cuarenta y dos años y mido
1,72. Tengo el pelo de color castaño claro, los ojos azules y he vivido toda mi vida
en Malbry.
Malbry … Se pronuncia Maw-bry. Incluso el nombre apesta. Soy
increíblemente sensible a las palabras, a su sonido y a su resonancia. Éste es el
motivo de que actualmente no tenga acento y hay a superado el tartamudeo de
mi niñez. En Malbry hay una tendencia generalizada a exagerar las vocales y las
glotales, a dar a cada sonido un mugriento lustre. Pueden oírse a todas horas en el
barrio: las adolescentes, con su pelo negro recogido, gritan yijaaa en un tono de
fresa sintética. Los chicos son menos elocuentes y me llaman friqui y perdedor al
pasar, con una voz quebrada que suena como un canto tirolés y retumba con
notas de cerveza y sudor de vestuario. La may oría de las veces ni siquiera los
oigo. Mi vida tiene una banda sonora permanente que me proporciona mi iPod,
en el que he metido más de veinte mil canciones y cuarenta y dos listas de
reproducción, una por cada año de mi vida y todas con un tema específico…
Friqui. Dicen eso porque creen que me hace daño. En su mundo, ser
considerado un friqui es, obviamente, el peor de los destinos. Pero para mí es
justamente lo contrario. Lo peor sería, seguramente, ser como ellos: haberme
casado demasiado joven, estar en el paro, haberme acostumbrado a beber
cerveza y a fumar cigarrillos baratos, haber tenido unos hijos condenados a ser
como ellos, porque si hay algo en lo que esta gente sí es buena, es en
reproducirse… No suelen vivir mucho, pero, ¡por Dios!, cómo se reproducen…
Y si no desear ninguna de estas cosas me ha convertido a sus ojos en un friqui…
En realidad, soy muy normal. Según me han dicho, mis ojos son lo mejor
que tengo, aunque nadie aprecia su frialdad. Por lo demás, apenas os fijaríais en
mí. Paso muy desapercibido. No soy muy dado a hablar, y cuando lo hago, es
porque es estrictamente necesario. Ésta es la forma para sobrevivir aquí:
conservar intacta mi intimidad. Porque Malbry es uno de esos lugares donde
abundan los secretos, los cotilleos y los rumores, por lo que debo tener mucho
cuidado para evitar cualquier tipo de exhibición que dé de que hablar.
De todas formas, el sitio no es tan horrible. En realidad, el casco antiguo es
bastante agradable, son sus sinuosas casas de campo de piedra de York, su iglesia
y su única calle con tiendas. Apenas suele haber ruido, salvo, quizás, los sábados
por la noche, cuando los jóvenes se apostan alrededor de la iglesia mientras sus
padres están en el pub que hay al final de la calle, y compran patatas en la tienda
de comida china para llevar y tiran los envases al suelo.
En dirección oeste está lo que mamá llama la avenida de los millonarios: está
llena de casas de piedra, protegidas de la calle por árboles; tienen chimeneas
altas, todoterrenos y puertas que funcionan por control remoto. Más allá esta St.
Oswald, el instituto, con sus muros de más de tres metros de altura y su puerta de
estilo gótico. En dirección este se encuentran las casas de piedra adosadas de Red
City, donde nació mi madre, y luego, hacia el oeste, White City, que está llena de
casas con arbustos. No es tan elegante como el Village, pero he aprendido a
evitar las zonas peligrosas. Ahí es donde está nuestra casa, al final de la
urbanización. Tiene un cuadrado plantado de césped, un parterre y un seto que
nos aísla de los vecinos. Es la casa donde nací; desde entonces, apenas ha
cambiado nada.
Gozo de algunos privilegios. Conduzco un Peugeot 307 azul, matriculado a
nombre de mi madre. Tengo un estudio con estanterías llenas de libros, un iPod,
un ordenador y una pared repleta de CD. También tengo una colección de
orquídeas; la may or parte de ellas son híbridos, aunque hay un par de exóticas
Zygopetalum cuy os nombres arrastran el perfume de las selvas tropicales de
Sudamérica, que es de donde proceden; sus colores son asombrosos: tienen unos
violentos y priápicos tonos de verde y un azul jaspeado y ácido que ninguna
paleta de colores sería capaz de imitar. En el sótano dispongo de un cuarto oscuro
donde revelo mis fotografías. No las cuelgo aquí, por supuesto, pero me gusta
pensar que tengo talento.
Los días laborales, a las cinco de la mañana, ficho en el Hospital de Malbry
—o eso hacía, hasta hace poco—, vestido con un traje y una corbata azules y
llevando un maletín. Mi madre está muy orgullosa de ello, del hecho de que su
hijo lleve un traje para ir a trabajar. Para ella, lo que hago realmente en mi
trabajo es mucho menos importante. Estoy soltero, soy heterosexual, educado y,
si esto fuera un drama televisivo de los que le gustan a ClairDeLune, mi
intachable estilo de vida y mi inmaculada reputación me convertirían
probablemente en el principal sospechoso.
En el mundo real, sin embargo, sólo los críos reparan en mí. Para ellos,
cualquier hombre que aún siga viviendo con su madre es un pedófilo o un
marica. No obstante, incluso esa suposición es más producto de la costumbre que
de una auténtica creencia. Si pensaran que soy un tipo peligroso, se comportarían
de forma muy distinta. Incluso cuando mataron a ese estudiante, un chico de St.
Oswald, muy cerca de casa, nadie me consideró ni por asomo digno de ser
investigado.
Como era de prever, sentí curiosidad. Un asesinato siempre resulta intrigante.
Además, y a estaba aprendiendo mi oficio, y sabía que podía emplear cualquier
información y cualquier pista que cay era en mis manos. Siempre he sabido
apreciar un limpio y pulcro asesinato. No hay tantos que merezcan esa
calificación. La may oría de los asesinos son previsibles y casi todos los asesinatos
son caóticos y banales. ¿No os parece un crimen en sí mismo el hecho de que el
espléndido acto de quitar una vida se hay a convertido en algo tan vulgar y tan
carente de arte?
En la ficción no existe el llamado crimen perfecto. En el cine, el malo —que
es invariablemente brillante y carismático— siempre comete algún error.
Siempre pasa por alto los detalles minuciosos. Sucumbe a la vanagloria, pierde el
valor, es víctima de alguna irónica equivocación. En las películas, por siniestro
que sea el entorno, siempre acaba imponiéndose la luz, con un final feliz para
todos aquellos que lo merecen, y un encarcelamiento, un disparo en el corazón o,
mejor aún, un dramáticamente muy eficaz —aunque estadísticamente
improbable— salto desde un edificio muy alto por parte del malo, lo cual evita
problemas al estado y exime al héroe de la culpa de tener que encargarse
personalmente del bastardo.
Bueno, da la casualidad de que sé que eso no es así, como también sé que la
may oría de los asesinos no son ni brillantes ni carismáticos, sino que a menudo
son subnormales y más bien torpes, y que las fuerzas policiales viven tan
inmersas en el papeleo que incluso los asesinos más obtusos pueden conseguir
escapar… Las puñaladas, los disparos, las peleas son una chapuza; crímenes
cuy o autor, en el caso de que hay a abandonado la escena del crimen, a menudo
está en el pub más cercano.
Llamadme romántico, si queréis, pero y o sí creo en el crimen perfecto.
Como el amor verdadero, es sólo cuestión de tiempo y paciencia, de tener fe, de
no perder la esperanza, de carpear el diem, de aprovechar el día…
Así fue como mis intereses me llevaron hasta aquí, hasta mi solitario refugio
de badguysrock. Unos intereses al principio inofensivos, aunque muy pronto
empecé a apreciar otras posibilidades. De entrada se trataba tan sólo de
curiosidad: una forma de observar a los demás sin ser visto, de explorar otros
mundos más allá del mío, ese limitado triángulo que conforman Malbry, el
Village y los páramos de Nether Edge, más allá de los cuales nunca me he
atrevido a adentrarme. Internet, con sus millones de mapas, era algo tan ajeno a
mí como Júpiter… y, aun así, un buen día, simplemente me encontré allí, casi por
casualidad, como un náufrago, observando el cambiante decorado mientras
lentamente adquiría conciencia de que aquél era el lugar al que realmente
pertenecía, que ésa sería mi gran válvula de escape de Malbry, de mi vida, de mi
madre.
Mi madre. Cómo resuena la palabra. Madre es una palabra complicada; es
densa, y con unos asociaciones tan complejas que apenas soy capaz de verlas. A
veces su color es de un azul virginal, como el de las estatuas de María; o gris,
como el de las bolas de polvo que había debajo de la cama donde solía
esconderme cuando era un niño; o verde, como el de las bay etas que hay en los
estantes del supermercado. Y huele a incertidumbre y a pérdida, y a plátanos
negros que se han convertido en papilla, y a sal, y a sangre, y a recuerdos…
Mi madre. Gloria Winter. Ella es la razón por la que sigo aquí, anclado en
Malbry todos estos años, como una planta demasiado enraizada en su maceta
como para poder desarrollarse. Me he quedado con ella. Como todo lo demás.
Aparte de los vecinos, nada ha cambiado. La casa de tres habitaciones; la
alfombra; el nauseabundo papel pintado de motivos florales; el espejo con marco
dorado de la cocina que oculta un agujero de la pared; el grabado desteñido de la
Niña china; el jarrón lacado de la repisa de la chimenea; los perros.
Esos perros. Esos espantosos perros de porcelana.
Lo que empezó siendo una costumbre acabó escapándosele totalmente de las
manos. Ahora hay perros por todas partes: spaniels, alsacianos, chihuahuas,
basset hounds, Yorkshire terriers (sus favoritos). Hay perros musicales; retratos
de perros; perros vestidos como las personas; perros con la lengua fuera que
andan de forma patosa; perros sentados y muy atentos, con la pata levantada,
esperando en silencio y con lacitos de color rosa en la cabeza.
En una ocasión, cuando era pequeño, rompí uno, y ella, aunque y o negué
haberlo hecho, me pegó con un trozo de cable eléctrico. Incluso ahora sigo
odiando esos perros. Ella lo sabe…, pero son sus pequeños, dice (con una terrible
y pueril coquetería), y, además, añade, ella nunca se queja de mi basura, la que
me mantiene ocupado en el piso de arriba.
La verdad es que no tiene ni idea de lo que hago. Tengo mi intimidad: mi
habitación, con cerradura en la puerta, en la que ella no puede entrar. Tengo el
estudio, el baño y el dormitorio, y el cuarto oscuro en el sótano. Me he construido
mi propio hogar, con mis libros, mis listas de reproducción, mis amigos virtuales,
mientras ella se pasa el tiempo en el salón, fumando, haciendo crucigramas y
viendo la televisión todo el día…
Salón. Siempre he odiado esta palabra, con todos sus falsos ecos de clase
media y su olor a cóctel de cítricos. Ahora, si cabe, odio aún más ese salón, con
sus descoloridas cortinas de cretona, sus perros de porcelana y su aroma de
desesperación. Evidentemente, no puedo abandonarla. Ella lo ha sabido desde
siempre; siempre ha sabido que su decisión de quedarse me mantiene aquí,
encadenado a ella, como un prisionero, como un esclavo. Y para ella soy un hijo
consciente de sus obligaciones. Me encargo de que su jardín esté siempre pulcro,
superviso su medicación, la llevo a sus clases de salsa (mamá conduce, pero
prefiere que la lleven). Y a veces, cuando ella no está, sueño que…
Mi madre es una mezcla peculiar de conflictos y contradicciones. Los
Marlboros han acabado con su olfato, pero siempre se pone L’Heure Bleue, de
Guerlain. Aborrece las novelas, pero le encanta leer diccionarios y
enciclopedias. Compra comida preparada en Marks & Spencer, pero la fruta y la
verdura la trae del mercado municipal… Siempre lo más barato, piezas con
golpes y pasadas, nunca nada de primera calidad.
Dos veces por semana, sin falta (incluso la semana que murió Nigel), se pone
un vestido y los zapatos de tacón y la llevo a su clase de salsa a la Universidad de
Malbry ; luego queda con sus amigas en la ciudad para tomarse una taza de té o
una botella de Sauvignon Blanc. Habla con ellas sobre mí y mi trabajo en el
hospital, donde soy indispensable (según ella) y salvo vidas todos los días. Luego,
a las ocho, voy a recogerla, aunque sólo está a cinco minutos andando de la
parada del autobús. Esos críos que vagan por la calle te clavan un cuchillo en
cuanto te ven, dice.
Puede que haga bien en ser prudente. Los miembros de nuestra familia
parecen extrañamente proclives a sufrir accidentes. Ella sabe cómo cuidar de sí
misma. Incluso ahora, a sus sesenta y nueve años, sabe cómo defenderse ante
cualquiera que la amenace. Puede que sea un poco más sutil que en la época del
cable eléctrico, pero, aun así, no es una buena idea enfrentarse a Gloria Winter.
Ésa es una lección que aprendí siendo muy niño. En eso, al menos, fui un alumno
aventajado. No tanto como Emily White, la niña ciega cuy a historia ha influido
mucho en mi vida, aunque sí fui lo bastante listo como para sobrevivir, algo que
ninguno de mis hermanos ha conseguido.
De todas formas, ¿acaso no ha terminado y a todo? Emily White hace tiempo
que está muerta; su lastimera voz fue silenciada, sus cartas fueron quemadas y
sus fotos borrosas, tomadas con flash electrónico, están arrugadas dentro de los
cajones secretos y las estanterías de la mansión. Y aun cuando no lo estuviera, la
prensa haría tiempo que se habría olvidado de ella. Hay otras cosas que
propagar, nuevos escándalos con los que obsesionarse. La desaparición de una
niña pequeña, ocurrida hace veinte años, y a no preocupa a la opinión pública. La
gente ha seguido con su vida. Se ha olvidado de ella. Y y a es hora de que y o
también lo haga.
Ése es el problema. Que nada termina. Si algo me ha enseñado mamá es que
no hay nada que termine realmente del todo. Simplemente sigue su camino,
como el hilo de un ovillo. Se enrolla una y otra y otra vez, cruzándose
eternamente, hasta que al final queda casi oculto bajo la maraña del tiempo.
Pero no basta con ocultarse. Siempre hay alguien que acabará encontrándote.
Siempre hay alguien que está al acecho. Baja la guardia, aunque sólo sea un
segundo y … ¡zas! Entonces es cuando todo te estalla en la cara.
Fijaos, si no, en la chica del abrigo rojo. La que se parece a Caperucita Roja,
con sus sonrosadas mejillas y su aire inocente. ¿Creeríais que no es lo que
parece, que bajo su inofensiva apariencia late el corazón de un depredador?
¿Acaso pensaríais, al mirarla, que podría acabar con la vida de una persona?
No, ¿verdad? Pues bien, pensad de nuevo en ello.
Sin embargo, a mí no me va a ocurrir nada. Es algo que he meditado a
conciencia. Y cuando ocurra —y sabemos que así será—, chicodeojosazules
estará en el otro extremo del mundo, sentado a la sombra en una play a,
escuchando el sonido de las olas y contemplando el vuelo de las gaviotas…
Aun así, eso es el futuro, ¿verdad? Ahora tengo otras cosas en la cabeza. Creo
que es el momento para otro relato. Me gusto más como personaje de ficción. La
voz en tercera persona aporta distancia, según Clair, y me otorga el poder para
decir lo que quiero. Además, es divertido tener un público. Incluso a un asesino le
gustan los elogios. Puede que ésa sea la razón por la que escribo estas cosas.
Evidentemente, no se trata de la necesidad de confesar nada, aunque reconozco
que me da un vuelco el corazón cada vez que alguien publica un comentario,
incluso gente como Chry ssie o Cap, que no serían capaces de reconocer a un
genio aunque lo tuvieran delante de sus narices.
A veces me siento como el rey de los gatos, encabezando un ejército de
ratones…, medio depredador, medio necesitado de esas voces que me veneran.
Todo es una cuestión de aprobación, y cuando me conecto por la mañana y veo
la lista de mensajes esperándome me siento absurdamente reconfortado…
Son perdedores, víctimas, parásitos…, y aun así no puedo dejar de
coleccionarlos, como hago con mis orquídeas, como en una ocasión coleccioné
bichos en el fondo de un cubo, en la play a. Como en una ocasión me
coleccionaron a mí.
Sí, es el momento para otro asesinato. Es el momento de colgar un
comentario público en mi WeJay para equilibrar estas reflexiones privadas. O
mejor aún, un asesino. Porque aunque y o escriba él…
Tanto vosotros como y o sabemos que se trata de mí.
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: martes, 29 de enero, a las 03.56
Acceso: público
Estado de ánimo: enfermo
Estoy escuchando: Nick Lowe: « The Beast In Me»

Muchos accidentes ocurren en casa. Es algo que él sabe muy bien; se pasó gran
parte de su infancia evitando lo que, en potencia, podía causarle algún daño: el
patio de recreo, con sus rotondas y sus glorietas, y las púas de la verja; el
estanque, con su húmeda orilla, en la que un chiquillo podía resbalar fácilmente y
ser arrastrado hasta morir hacia sus oscuras profundidades; las bicicletas,
capaces de lanzarle al asfalto y hacerle magulladuras en las rodillas y las
manos…, o peor aún, acabar bajo las ruedas de un autobús y ser despellejado
como una naranja, el cuerpo troceado y esparcido por toda la calle. Los otros
niños puede que no entendieran lo especial y lo sensible que era… Niños malos
que le hacían sangrar la nariz y niñas malas capaces de romperle el corazón…
Los accidentes ocurren con mucha facilidad.
Ésa es la razón, y a estas alturas es consciente de ello, de que sepa cómo
provocar un accidente. Tal vez un accidente automovilístico, o una caída desde lo
alto de una escalera, o un simple incendio casero a causa de un cortocircuito.
Pero ¿cómo se provoca un accidente —un accidente fatal, por supuesto— si
alguien no conduce, no practica deportes de riesgo y cuy a idea sobre una noche
loca es ir a bailar con las amigas a la ciudad (ellas siempre bailan, nunca salen
sin más) y cotillear mientras se toma una copa de vino?
No es el acto en sí lo que le da miedo. Lo que le da miedo son las
consecuencias. Sabe que la Policía lo llamaría. Sabe que sería un sospechoso, por
muy accidental que fuera el hecho, y tendría que responderles, suplicar su
inocencia, convencerles de que no era culpa suy a…
Ése es el motivo por el que debe escoger su momento. No puede haber
ningún margen para el error. Sabe que un asesinato es algo muy parecido al sexo:
hay gente que sabe cómo tomarse su tiempo; disfrutar de los rituales de la
seducción, el rechazo y la reconciliación; gozar del suspense, de la emoción de la
caza. Sin embargo, la may oría sólo necesitan hacerlo, quitarse de encima las
ganas lo antes posible, distanciarse de los horrores de la intimidad; saber, por
encima de todo, que se han liberado.
Los grandes amantes saben que no se trata de eso.
Y los grandes asesinos también.
No, no es que él sea un gran asesino. Sólo es un aspirante aficionado. Sin un
modus operandi establecido, se siente como un artista desconocido que aún tiene
que encontrar su propio estilo. Ésa es una de las cosas más difíciles…, tanto para
un artista como para un asesino. El asesinato, al igual que todos los actos de
autoafirmación, exige una gran confianza en uno mismo. Y él aún se siente como
un principiante: tímido, vacilante, con dudas acerca de su talento y sin saber si
darse a conocer. Y a pesar de todo eso, es vulnerable; tiene miedo no sólo del
acto en sí mismo, sino también de la acogida que tendrá que afrontar, miedo de
esa gente que, inevitablemente, lo juzgará, lo condenará y lo malinterpretará…
Evidentemente, la odia. De lo contrario, nunca lo habría planeado; él no es un
asesino dostoy evskiano, de esos que actúan al azar y de forma irreflexiva. La
odia con una pasión que nunca ha sentido por nada, una pasión que bulle en su
interior como la sangre, que lo arrastra como una amarga ola azul…
Se pregunta cómo sería librarse de ella de una vez por todas, librarse de esa
presencia que lo envuelve. Librarse de su voz, de su cara, de sus costumbres. Sin
embargo, tiene miedo, y no tiene experiencia. Por eso lo planea todo con sumo
cuidado, eligiendo al sujeto (se niega a emplear la palabra víctima) de acuerdo
con las normas, preparándolo todo con la pulcritud y la precisión con la que suele
hacer cualquier cosa…
Un accidente. Eso es lo que fue.
Un desgraciado accidente.
Para cruzar los límites, se dice, primero hay que aprender a seguir las
normas. Para acometer un acto así uno debe entrenarse, afinar su arte con un
elemento básico, de la misma forma que un escultor trabaja con arcilla —
desechando todo lo que no sea perfecto, repitiendo el experimento hasta
conseguir el resultado deseado— antes de crear su obra maestra. Puede que sea
una ingenuidad, piensa, esperar un gran logro en su primera tentativa. Al igual
que con el sexo, la primera vez resulta a menudo torpe, poco elegante y
embarazosa. Se ha preparado para esto. Su objetivo es simplemente que no le
pillen. Tiene que ser un accidente… y su relación con el sujeto, aunque real,
debe ser lo suficientemente distante como para desafiar a quienes irán tras él.
Como veis, piensa como un asesino. En el fondo de su corazón, siente su
glamour. Nunca le haría daño a alguien que no mereciera morir. Puede que sea
malvado, pero no es injusto ni tampoco un degenerado. Él no será un asesino
vulgar, pedestre, irreflexivo, descuidado o al que consuman los remordimientos.
Mucha gente muere de forma inútil…, pero en su caso, al menos, habrá una
razón y …, sí, será una especie de acto de justicia. Un parásito menos en el
mundo, lo que hará de éste un lugar mejor.

Un grito estridente desde la planta baja irrumpe en su fantasía. Siente un molesto


estremecimiento de culpa. Ella apenas suele entrar en su habitación. Además,
¿por qué tendría que molestarse en subir las escaleras cuando con un grito
consigue que baje él?
—¿Quién está ahí? —pregunta ella.
—Nadie, mamá.
—He oído un ruido.
—Estoy conectado.
—¿Hablando con tus amigos imaginarios?
Amigos imaginarios. Muy bueno, mamá.
Mamá. Es el sonido que emite un bebé, el sonido de la enfermedad, de estar
tumbado en la cama; un sonido débil, dócil, de indefensión, que le provoca ganas
de gritar.
—Vamos, baja. Tienes que tomarte tu bebida.
—Espera. Voy enseguida.
Asesinato. Mamá. Dos palabras parecidas[1] . Matriarcado. Matricidio.
Parásito. Parricidio, algo que se emplea para deshacerse de los parásitos. Todas
ellas palabras teñidas de sombras azuladas, como el azul de la manta con la que
ella le arropaba todas las noches cuando era pequeño y que olía a éter y a leche
caliente…
Buenas noches, que duermas bien.
Todos los niños quieren a su madre, piensa. Y su madre lo quiere mucho.
Tanto que sería capaz de tragarte, B. B. Y quizás lo hay a hecho, porque así es
como se siente, como si algo lo hubiese engullido, lenta pero implacablemente;
algo ineludible que lo ha succionado hasta el vientre de la bestia…
Golondrina[2] . Una palabra azul. Volar hacia el sur, hacia lo azul. Huele a
mar y sabe como las lágrimas, y le hace pensar de nuevo en aquel cubo y en los
desdichados bichos atrapados agonizando bajo el sol…
Ella dice que está muy orgullosa de él, de su intelecto, de su talento. ¿Sabéis
una cosa? En alemán, gift (talento) significa « veneno» . Ojo con los alemanes
con talento. Ojo con las golondrinas que vuelan hacia el sur. Hacia el sur, hacia
las islas de sus sueños: hacia las azules Azores, las Galápagos, Tahití y Hawái…
Hawái. Leeeejos[3] . El extremo situado más al sur de su mapa mental, con
fragancias de lejanas especias. No, no es que hay a estado allí, pero le gusta la
cadencia de la palabra, como de canción de cuna; suena como una risa. Arenas
blancas, palmeras y cielos azules llenos de nubes. El olor de los árboles
tropicales. Chicas guapas con pareos de colores y flores en el pelo…
—¡Eh! —lo llama ella desde abajo—. ¿Vas a bajar o no? Pensé que me
habías dicho que sí.
—Sí, y a bajo, mamá.
« Pues claro que voy a bajar. Siempre lo hago. ¿Acaso te miento alguna
vez?»
La zambullida en la desesperación, mientras baja las escaleras hasta el salón,
que huele a ambientador barato con perfume de fruta —de pomelo, tal vez, o de
mandarina— es como meterse en el vientre de algún enorme y fétido animal
moribundo: un dinosaurio o una ballena embarrancada en una play a. El olor a
cítrico sintético casi le provoca arcadas…
—Ven aquí. Te he preparado tu bebida.
Está sentada en la cocina, con los brazos cruzados sobre el pecho. Lleva los
zapatos de tacón. Por un momento se sorprende, como de costumbre, al
comprobar lo bajita que es. Siempre se la imagina más alta, pero es mucho más
pequeña que él, salvo por sus manos, que son increíblemente grandes
comparadas con el resto de su huesudo cuerpo, que parece el de un pajarito.
Tiene los nudillos deformados, no sólo por la artritis, sino por los anillos que ha ido
coleccionando a lo largo de los años: un sello, una sortija con varios diamantes,
una turmalina del color del Campari, una pieza de malaquita pulida y un zafiro
azul plano con incrustaciones de oro.
Su voz es quebradiza y a la vez increíblemente penetrante.
—Tienes un aspecto horrible, B. B. —dice—. No estarás incubando algo,
¿verdad?
Dice incubar con cierta desconfianza, como si se tratara de algo que se
hubiera provocado él mismo.
—No he dormido muy bien —responde él.
—Tienes que tomarte tu complejo vitamínico.
—Estoy perfectamente, mamá.
—Te hará bien. Vamos…, tómatelo. Ya sabes lo que ocurre cuando no lo
haces.
Y se lo toma, como hace siempre. Su sabor es como el de un cóctel podrido,
como si lo hubiesen preparado con fruta y excrementos a partes iguales. Ella le
mira con esa terrible expresión de ternura en sus ojos oscuros y le besa
dulcemente en la mejilla. El aroma de su perfume —L’Heure Bleue— lo
envuelve como una manta.
—¿Por qué no te acuestas un rato y duermes un poco hasta la noche? En el
hospital te explotan, es un crimen que hagan eso…
Ahora sí se siente enfermo de verdad, y piensa que tal vez sí decida
acostarse, meterse en la cama y quedarse tumbado con la cabeza envuelta en la
manta, porque no puede haber nada peor que esto, que esta sensación de sentirse
inundado de ternura…
—¿Lo ves? —dice ella—. Mamá sabe lo que te conviene.
Ma-ternal. Ma-dura. Ma-mut. Las palabras dan vueltas en su cabeza como si
fueran pirañas que olieran sangre. Le duele, pero sabe que más tarde aún le
dolerá más. El contorno de las cosas y a está recubierto por unos arco iris que
dentro de unos minutos empezarán a hincharse y a florecer, y en su cráneo, justo
detrás de su ojo izquierdo, aparecerá una espiga…
—¿Estás seguro de que te encuentras bien? —dice su madre—. ¿Quieres que
me quede contigo?
—No.
El dolor es horrible, piensa, pero su presencia sería mucho peor. Fuerza una
sonrisa.
—Sólo necesito dormir. Dentro de un par de horas me sentiré mejor.
Y entonces se da la vuelta y sube las escaleras, agarrándose al pasamanos. El
asqueroso sabor del complejo vitamínico se ha convertido en una repentina
oleada de dolor, y casi se cae al suelo, pero lo evita, porque sabe que si se cae,
ella irá tras él y se quedará junto a su cama durante horas o días, hasta que se le
pase ese terrible dolor de cabeza…
Se deja caer sobre la cama, que está sin hacer. No hay escapatoria, se dice.
Ése es el veredicto: culpable de todos los cargos. Ahora debe tomarse el
medicamento, como ha hecho todos los días de su vida; un medicamento para
purgar los malos pensamientos, una cura para lo que se esconde en su interior.
Buenas noches, que duermas bien.
Dulces sueños, chicodeojosazules.

Escribe un comentario:
chrysalisbaby: vay a, esto es impresionante.
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Esto es fascinante, chicodeojosazules. ¿Se trata de tu auténtico
diálogo interior o es el retrato de un personaje que piensas desarrollar más?
En cualquier caso, ¡me gustaría seguir ley endo!
JennyTrucos: (comentario borrado).
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: lunes, 29 de enero, a las 22.40
Acceso: restringido
Estado de ánimo: vitriólico
Estoy escuchando: Voltaire: « When You’re Evil»

El crimen perfecto consta de cuatro fases. Primera fase: identificación del


sujeto. Segunda fase: observación de la rutina diaria del sujeto. Tercera fase:
infiltración. Cuarta fase: acción.
De momento, no hay prisa. Ella apenas está en la segunda fase. Pasa por
delante de la casa todos los días, con el cuello de su vistoso abrigo rojo levantado
para protegerse del frío.
Evidentemente, el rojo no es su color…, aunque no espero que ella lo sepa.
No sabe cuánto me gusta espiar: captar los detalles de su ropa; la forma en que el
viento mece su pelo; sus andares tan precisos, marcando el paso con gestos casi
imperceptibles. A veces apoy a una mano en la pared, otras acaricia un seto o
levanta la cabeza al oír el barullo de los niños jugando en el patio de la escuela. El
invierno ha arrancado las hojas de los árboles, y en los días secos, su chasquido
bajo los pies aún sigue oliendo a fuegos artificiales. Sé que ella siente lo mismo;
sé cuánto le gusta pasear por el parque, con sus senderos y sus jardines vallados,
y escuchar el sonido de los árboles desnudos susurrando al viento para sí mismos.
Conozco su forma de levantar el rostro hacia el cielo, con la boca abierta para
atrapar las gotitas de lluvia. Conozco su mirada, despistada, la forma en que
tuerce la boca cuando está preocupada, la forma en que ladea la cabeza cuando
está escuchando y la forma en que su rostro se inclina al captar un olor.
Es muy sensible a los olores: se detiene un rato frente a la panadería, con los
ojos cerrados. Le gusta quedarse junto a la puerta y aspirar el aroma del pan
recién hecho. Me gustaría poder hablar con ella abiertamente, pero los espías de
mamá están por todas partes: observando, informando, escudriñando…
Uno de ellos es Eleanor Vine, que pasó por casa esta tarde. Aparentemente, lo
hizo para ver cómo se encontraba mamá, aunque en realidad fue para
interrogarme a mí, en busca de señales de dolor o de culpa tras la muerte de mi
hermano; para husmear y ver qué estaba ocurriendo en casa y reunir cualquier
información.
Todas las ciudades tienen a alguien así. El buen samaritano del lugar. El
metomentodo. Esa persona a la que todo el mundo recurre cuando necesita saber
algo. La de Malbry es Eleanor Vine: una venenosa pelotillera que actualmente
forma parte del ponzoñoso triunvirato que constituy e el séquito de mi madre.
Supongo que debería sentirme como un privilegiado. La señora Vine raramente
sale de su casa y contempla el mundo a través de los visillos; ocasionalmente se
digna a recibir visitas en su inmaculado santuario para tomar té con pastas y
cotillear. Tiene una sobrina, Terri, que asiste a mis clases de escritura terapéutica.
La señora Vine cree que Terri y y o haríamos una pareja encantadora. Y y o creo
que la señora Vine sería un cadáver encantador.
Hoy era todo dulzura.
—Pareces cansado, B. B. —dijo, dirigiéndose a mí en voz baja, como lo haría
alguien que hablara con un inválido—. Espero que te estés cuidando.
En el Village todo el mundo sabe que Eleanor Vine es una hipocondríaca que
se toma veinte pastillas al día y que se desinfecta sin necesidad alguna. Hace
veinte años, mamá solía ir a su casa a hacer la limpieza, aunque ahora la señora
Vine se reserva ese honor para ella, y a menudo se la puede ver a través de la
ventana, sacando brillo al plato de cristal tallado que hay en la mesa de la cocina,
con una mezcla de angustia y felicidad en su flaco y descolorido rostro.
En mi iPod estaba sonando una de mis actuales listas de reproducción. A
través del auricular, la voz siniestra y satírica de Voltaire exponía las diversas
virtudes del vicio mientras, como contrapunto, sonaba un melancólico violín
gitano.

Y es tan fácil cuando eres malo.


Ya ves, la vida es así.
El diablo se quita su sombrero ante mí…

—Estoy bien, señora Vine —dije.


—¿No estarás incubando algo?
Negué con la cabeza.
—Ni siquiera un resfriado.
—Porque y a sabes que el dolor provoca estas cosas —dijo ella—. El señor
Marshall cogió una neumonía cuatro semanas después de que falleciera su
esposa. Murió antes de que colocaran la lápida. El Examiner lo llamó una doble
tragedia.
Me sonreí al imaginarme languideciendo de añoranza por Nigel.
—Me han dicho que te echan de menos en clase.
Eso acabó con mi sonrisa.
—¿De veras? ¿Quién lo ha dicho?
—La gente habla —repuso Eleanor.
Apuesto a que lo hacen. Qué harpía más ponzoñosa. Me está espiando en
nombre de mamá, no me cabe la menor duda. Y ahora, gracias a Terri, es
también una espía de mi clase de escritura terapéutica, ese pequeño círculo de
parásitos y chiflados con los que comparto —con supuesta confianza— los
detalles de mi complicada vida.
—He estado ocupado —contesté.
Me dedicó una mirada de compasión.
—Lo sé —repuso—. Debe de ser duro. Y Gloria, ¿cómo está? ¿Se encuentra
bien?
Echó un vistazo al salón, atenta a cualquier señal —una mancha de polvo en
la repisa de la chimenea, una mota de pelusa en alguno de los perros de
porcelana— que le diera a entender que mamá había sufrido una crisis nerviosa.
—Oh, y a sabe que ella sabe cuidar de sí misma.
—Le he traído una tontería —dijo, antes de tenderme una bolsa de papel—.
Es un complemento vitamínico que tomo cuando estoy pachucha. —Tras
dedicarme una de sus avinagradas sonrisas, añadió—: Por tu aspecto, a ti
tampoco te vendría mal. ¿Has tenido una pelea o algo parecido?
—¿Quién? ¿Yo? —respondo, sacudiendo la cabeza.
—No. Por supuesto —dijo Eleanor.
No, por supuesto. Como si y o fuera capaz de algo así. Como si el chico de
Gloria Winter pudiera meterse en una pelea. Todo el mundo cree que me
conoce. Todo el mundo sabe. Siempre me fastidia un poco pensar que ella, al
igual que mamá, nunca creería ni un diez por ciento de lo que sería capaz de
hacer…
—Oh, Eleanor, cariño, deberías haberme avisado. —Mamá, que salió de la
cocina con un paño en una mano y un mondador de patatas en la otra—.
¿Quieres tomar un poco de té?
Eleanor negó con la cabeza.
—Sólo he venido a ver cómo estabas.
—Tirando —respondió mamá—. B. B. cuida de mí.
¡Ay ! Eso fue un golpe bajo. Sin embargo, mamá está muy orgullosa de mí.
Lentamente, empecé a notar un sabor a fruta podrida en la boca. Fruta podrida
mezclada con sal, como un cóctel con zumo y agua de mar. Desde mi iPod,
Voltaire declamaba con asesina exuberancia:

Hago todo lo que hago porque soy malo.


Y lo hago gratis…
Eleanor me miró de soslay o.
—Debe de ser un gran consuelo para ti, cariño —dijo, y luego se volvió de
nuevo hacia mí—. No entiendo cómo puedes oír una palabra con eso conectado
siempre al oído. ¿No te lo quitas nunca?
Si hubiese podido matarla en aquel momento, allí mismo, sin riesgo alguno, le
habría roto el cuello como si fuera uno de esos caramelos en forma de palo que
vendían en Blackpool, sin un ápice de culpa…, pero, como de costumbre, tuve
que sonreír de forma tan forzada que incluso sentí dolor en los empastes. Tras
quitarme uno de los auriculares del iPod, le prometí que la semana siguiente
volvería a ir a clase, donde todo el mundo me echaba de menos…
—¿A qué se refería cuando dijo lo de volver a ir a clase? ¿Has vuelto a
saltártelas?
—No, mamá. Sólo he faltado a una.
No me atreví a sostener su mirada.
—Esas clases son por tu bien. No quiero volver a oír que te las has saltado.
Evidentemente, debería haber sabido que tarde o temprano se enteraría. Con
amigas como Eleanor Vine, su red cubre todo Malbry. Además, me gustan esas
clases, porque me permiten propagar todo tipo de falsa información…
—Además, te ay udan a combatir el estrés.
Si tú supieras, mamá.
—De acuerdo, iré.
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Publicado el: lunes, 39 de enero, a la 01.44
Acceso: restringido
Estado de ánimo: creativo
Estoy escuchando: Breaking Benjamin: « Breath»

La may oría de los accidentes ocurren en casa. Supongo que así fue como
aparecí y o: uno de tres hijos, nacidos en un espacio de cinco años. Primero
Nigel, luego Brendan y después Benjamin, aunque para entonces ella dejó de
utilizar nuestros verdaderos nombres y y o siempre fui B. B.
Benjamin. Es un nombre judío. Significa Hijo de mi mano derecha. No es que
sea muy halagador, la verdad, si te paras a pensar lo que hacen los hombres con
la mano derecha. Pero claro, el hombre a quien llamábamos papá no era un
padre muy consciente de sus obligaciones. Nigel era el único que se acordaba de
él, y sólo tenía algunos recuerdos muy vagos: un vozarrón, un rostro áspero y
olor a tabaco y cerveza. O puede que la memoria hiciera lo que suele hacer a
veces: llenar los vacíos con detalles verosímiles mientras el resto da vueltas en las
tinieblas, como un ovillo de lana de oveja negra.
No es que Nigel fuera la oveja negra… Todo eso vino después. No obstante, sí
estaba destinado a vestir siempre de negro, y, con el tiempo, eso acabó
influy endo en su carácter. En aquella época, mamá trabajaba como mujer de la
limpieza: quitaba el polvo y pasaba la aspiradora en las casas de los ricos, hacía
su colada, planchaba su ropa, lavaba sus platos y fregaba sus suelos. El tiempo
que dedicaba a nuestro hogar no era un trabajo remunerado, de modo que pasó a
ser algo secundario. No es que fuera descuidada, pero para ella el tiempo era lo
más importante, y había que ahorrarlo a toda costa.
De modo que, con tres hijos con tan poca diferencia de edad y tantas coladas
que hacer todas las semanas, ideó un sistema muy ingenioso. Para asegurarse de
que todas las piezas de ropa pudieran ser identificadas, asignó un color a cada uno
de sus hijos y las compraba en la tienda de Oxfam. Así pues, Nigel llevaba ropa
negra, incluso la interior; Brendan siempre vestía de marrón, y Benjamin…
Bueno, estoy seguro de que podéis suponerlo.
Evidentemente, nunca se le pasó por la cabeza lo que podía provocar en
nosotros una decisión así. Los colores marcan diferencias; es algo que os puede
decir cualquier empleado de hospital. Ésa es la razón por la que la unidad de
oncología del hospital donde trabajo está pintada de un alegre tono rosa; las salas
de espera de un relajante color verde, el pabellón de maternidad de amarillo…
Sin embargo, mamá nunca comprendió el poder secreto de los colores. Para
ella sólo se trataba de una forma práctica de organizar la colada. Mamá nunca se
preguntó lo que podía suponer vestir del mismo color un día sí y otro también: el
aburrido color marrón, el lúgubre negro o el hermoso y deslumbrante azul de
cuento de hadas…
En aquella época, mamá era distinta. Las madres de algunos niños son dulces
y cariñosas, pero la mía era…, en fin…, otra cosa.
Gloria Beverly Green —ése era su nombre de soltera— fue la tercera de los
hijos de una empleada de una fábrica y un trabajador de la siderurgia. Mamá
pasó su infancia en Malbry, en un laberinto de casas de ladrillo adosadas
conocido como Red City. La gente tendía la ropa en la calle, había hollín por
todas partes y unos callejones adoquinados que no conducían a ningún sitio, salvo
a unas paredes llenas de pintadas en las que se alineaban los cubos de basura.
En aquellos tiempos y a tenía ambiciones y soñaba con pabellones lejanos,
play as remotas y muchachas trabajadoras a las que rescataba un millonario.
Aún hoy, mamá sigue crey endo en el amor verdadero, la lotería, los libros de
autoay uda, el poder de la palabra, los artículos de las revistas, los consultorios
sentimentales y los anuncios de televisión en los que los suelos siempre están
limpios y las mujeres siempre tienen lo que merecen…
Evidentemente, nunca fue una mujer imaginativa ni especialmente brillante
—dejó la escuela con tan sólo el título de bachillerato—, pero Gloria Green era lo
bastante resuelta como para compensar sus puntos flacos, de modo que empleó
toda su considerable fuerza de voluntad y su energía en encontrar una forma de
escapar de la mugre y estrechez de miras de Red City y alcanzar ese mundo
televisivo lleno de bebés perfumados, suelos relucientes y vestidos que podía
cambiar su vida.
Mantener la fe no fue fácil. Red City era todo cuanto conocía. Una trampa
para ratones que te atrapa pero que en raras ocasiones te deja ir. Todas sus
amigas se casaron siendo unas adolescentes, encontraron un empleo y tuvieron
hijos. Gloria se quedó con sus padres; ay udaba a su madre en casa y esperaba
tediosamente, día tras día, a un príncipe que nunca llegaba.
Y al final se dio por vencida. Chris Moxon era un amigo de su padre; tenía un
puesto de pescado frito con patatas y vivía en los límites de White City. No era
exactamente pescado fresco —era may or y más calvo de lo que ella había
imaginado—, aunque era amable y atento, y por entonces Gloria y a estaba
desesperada. Se casó con él en la iglesia de Todos los Santos, con un vestido de tul
blanco y un ramo de claveles, y durante un tiempo casi crey ó que había
conseguido escapar de la ratonera…
Sin embargo, descubrió que el olor a fritanga se pegaba a todo lo que llevaba:
sus vestidos, sus medias, incluso sus zapatos. Por muchos Marlboros que fumara,
por mucho perfume que se pusiera, ese hedor —su hedor— seguía allí,
impregnándolo todo. Se dio cuenta de que no había conseguido huir de la
ratonera, sino que simplemente se había enganchado aún más a ella.
Entonces, ese mismo año, en una fiesta de Navidad, conoció a Peter Winter.
Trabajaba en un concesionario de automóviles de la ciudad y conducía un BMW.
Para Gloria Green fue algo embriagador y tuvo su primera aventura con la
frialdad de un jugador de póquer profesional. Sin lugar a dudas, las apuestas eran
altas. El padre de Gloria se había inclinado por el mundo de Chris, pero el de
Peter Winter era prometedor: era un hombre solvente, ambicioso, tranquilo y
soltero. Él le propuso dejar White City y buscar una casa en el Village…
A Gloria le pareció bien y convirtió a Peter en su proy ecto personal. Un año
después estaba divorciada y embarazada de su primer hijo. Por supuesto, le juró
a Peter que el niño era suy o, y, en cuanto pudo, se casó con él, a pesar de las
protestas de su familia.
Esta vez no lo hizo a bombo y platillo. Gloria los había avergonzado a todos. A
la ceremonia, que se celebró un sombrío mes de noviembre en la oficina del
registro civil, no asistió nadie. Y cuando las cosas empezaron a venirse abajo —
cuando Peter empezó a beber, cuando el concesionario cerró—, los padres de
Gloria se negaron a ceder y a ver al bebé a quien ella había puesto el nombre de
su padre…
Sin embargo, Gloria se mantuvo impertérrita. Aceptó un empleo nocturno en
la ciudad, mientras por las mañanas seguía limpiando, y cuando volvió a
quedarse embarazada lo ocultó, usando una faja hasta el octavo mes, a fin de
poder seguir trabajando. Cuando nació su segundo hijo, aceptó encargos para
remendar ropa y para planchar, por lo que la casa siempre estaba llena del vapor
y el olor de coladas ajenas. El sueño de tener una casa en el Village era cada vez
más remoto, pero al menos en White City había escuelas, un parque para los
niños y ella consiguió un trabajo en la lavandería. Las cosas le iban bien a Gloria,
que contemplaba su nueva vida con optimismo.
Sin embargo, tras dos años en el paro, Peter Winter había cambiado. Aquel
hombre, en tiempos lleno de encanto, había engordado y se pasaba los días frente
a la televisión, fumando Camel y tomando cerveza. Gloria se encargaba de él,
muy a su pesar y, sin ella saberlo, para entonces volvía a estar embarazada.
Nunca conocí a mi verdadero padre. Mamá apenas hablaba de él. Según
creo, era guapo. Yo tengo sus ojos. Creo que, en secreto, ella pensaba que él
podía ser su billete para salir de White City, pero el señor Ojos Azules tenía otros
planes, y cuando mamá descubrió la verdad, su barco y a había zarpado con
destino a play as más soleadas, y la había dejado sola para capear el temporal.
Nadie sabe cómo se enteró Peter. Tal vez los viera juntos en algún sitio. Tal
vez alguien le dijo algo. Tal vez sólo lo supuso. Sin embargo, Nigel recordaba la
noche en que se fue —o al menos eso decía—, aunque en esa época sólo debía
de tener unos cinco años. Fue una noche de platos rotos y de insultos…, y luego el
sonido del motor del coche al arrancar, un portazo y el chirrido de las ruedas en
la calle…, un sonido que a mí siempre me evoca el olor de las palomitas y las
butacas de un cine. Luego, poco después, un choque, cristales rotos y el ulular de
las sirenas…
Evidentemente, Nigel nunca oy ó nada de todo eso, aunque era así como lo
contaba; ésa es la versión de la historia según mamá. Peter Winter tardó tres días
en morir y dejó a su viuda sola y embarazada. Sin embargo, Gloria Green era
una mujer fuerte. Buscó una canguro en White City y trabajó más duro, fue
muy exigente consigo misma y al final dejó de trabajar dos semanas antes de
que naciera el bebé. La gente que le daba trabajo hizo una colecta que ascendió a
un total de cuarenta y dos libras; Gloria invirtió parte de ese dinero en una
lavadora y el resto lo metió en el banco, para ahorrar. En aquella época sólo tenía
veintisiete años.
Llegados a este punto, creo que y o habría vuelto con mis padres. Gloria no
trabajaba, apenas le quedaba dinero y no tenía amigos. Su aspecto también
empezó a marchitarse, y quedaba muy poco de la Gloria Green que había
dejado Red City con grandes esperanzas. Sin embargo, arrastrarse de nuevo
hasta los pies de su familia, derrotada y con dos hijos, un bebé y sin marido era
algo impensable. De modo que se quedó en White City. Trabajaba en casa y
cuidaba de sus hijos; lavaba, planchaba, zurcía y limpiaba mientras seguía
buscando sin parar otra forma de escapar, incluso cuando y a había dejado atrás
su juventud y White City se iba cerrando en torno a ella como unas manos que
quisieran asfixiarla.
Y entonces mamá tuvo un golpe de suerte. El seguro de Peter pagó todas las
deudas. Resultó que aquel hombre valía más muerto de lo que nunca había valido
estando vivo, y al final mamá dispuso de un poco de dinero. No era todo el que le
hacía falta —nunca tenía bastante—, aunque vio un poco de luz en las tinieblas. Y
ese golpe de suerte se produjo justo cuando su tercer hijo llegó al mundo, y eso
le convirtió en su amuleto, en su boleto ganador.
En algunos lugares del mundo existe la creencia de que los ojos azules traen
mala suerte, que son una señal del diablo disfrazado. Sin embargo, tener un
talismán de ojos azules —una bola de cristal en un trozo de cuerda— es una
forma de esquivar la mala fortuna y de mandar de vuelta al mal a su lugar de
origen, de desterrar los demonios a su guarida y cambiarlos por buena suerte…
Mamá, gracias a su afición a los melodramas televisivos, creía en las
soluciones mágicas. La ficción como remedio. La víctima siempre es una chica
guapa, y las respuestas siempre están ante sus narices, aunque sólo se revelan en
la penúltima escena: por casualidad, o puede que a través de un niño que ata
todos los cabos sueltos con un lazo en una encantadora fiesta de cumpleaños.
Evidentemente, la vida es diferente. La vida no es más que un montón de
cabos sueltos. Y a veces el hilo que parecía llevar tan claramente hasta el
corazón del laberinto resulta ser tan sólo una cuerda enredada que nos conduce
hacia las tinieblas, muertos de miedo, consumidos, convencidos cada vez más de
que la realidad sigue existiendo en algún lugar, a la vuelta de la esquina, aunque
sin nosotros…
Habría sido demasiada suerte, aunque estuve muy cerca. Casi lo bastante
cerca como para tocarla antes de que me la arrebataran. No fue culpa mía,
aunque ella sigue culpándome. Y, desde entonces, he tratado de hacer todo lo que
ella espera de mí, y aun así nunca es suficiente, Gloria Green siempre quiere
más…
¿Es así como te sientes?, pregunta Clair. ¿Crees que no eres lo bastante
bueno?
Zorra. Mejor ni hablar de eso.
Que sepas que no eres la primera que lo intenta. Vosotras, las mujeres,
siempre preguntando. Pensáis que es muy fácil juzgar causa y efecto, analizar y
justificar. ¿Acaso crees que puedes meterme en una de tus cajitas y etiquetarme
como si fuera un insecto? ¿Que blandiendo unos cuantos detalles sobre mí puedes
penetrar en el fondo de mi alma?
Ahí no tienes nada que hacer, ClairDeLune. En realidad, no sabéis nada de
mí. ¿Acaso piensas que soy un novato en esto? Llevo entrando y saliendo de
grupos como el tuy o desde hace casi veinte años. De hecho, es bastante divertido:
recordar incidentes de la infancia, inventar sueños, convertir la paja en fantasía,
como en el cuento…
En ese sentido, Clair está convencida de que conoce al hombre que se
esconde detrás del avatar. Chry ssie, la foca, alias chrysalisbaby, también cree
que me comprende, cuando en realidad y o sé más acerca de ellas de lo que
llegarán a saber jamás sobre mí; sé cosas que tal vez me resulten útiles si un día
decido aprovecharlas.
Clair cree que está intentando ay udarme. Yo creo que hay algo que se niega
a reconocer. Las clases de escritura terapéutica de Clair, de hecho, no son más
que un disimulado intento de someterse a un psicoanálisis para aficionados. Y la
fascinación virtual de Clair por todo lo malo y peligroso da a entender que ella
también se siente herida. Me imagino que tal vez vivió algún abuso siendo una
niña, puede que a manos de un miembro de su familia. Su obsesión por Angel
Blue, el actor —un hombre mucho may or que ella—, sugiere que tal vez tenga
debilidad por los viejos. Por supuesto, soy capaz de compadecerla, pero eso no
resulta muy tranquilizador tratándose de alguien que da clases. Además, la
convierte en un ser muy vulnerable. Espero que no acabe mal.
En cuanto al interés que Chry ssie, la foca, siente por mí…, tiene toda la pinta
de ser algo meramente romántico. Eso supone un cambio con respecto a sus
comentarios habituales, que en general consisten en una serie de listas que
detallan las calorías que consume —Coca-Coca Light: 1,5 cal; Skinny Cow[4] : 90
cal; nachos, queso bajo en grasa: en torno a 300 cal—, completadas con
desesperantes monólogos sobre lo fea que se ve o un sinfín de fotografías de
esqueléticas y frágiles chicas góticas a las que ella se refiere como su
inspiradelgación.
A veces cuelga fotografías suy as —siempre son de su cuerpo, nunca enseña
la cara— sacadas con la cámara del teléfono móvil frente al espejo del baño, y
anima a la gente a despotricar sobre ella. Son pocos los que cumplen con su
deseo (salvo Cap, que detesta a los gordos), aunque hay algunas chicas que le
dejan mensajes de apoy o con sacarina: Cariño, vas muy bien. ¡No te desanimes!,
o bien consejos no demasiado claros sobre dietas.
Así pues, Chry ssie ha desarrollado una fe casi religiosa en las propiedades del
té verde para cambiar el metabolismo y en los alimentos sin calorías, que según
ella incluy en las zanahorias, el brócoli, los arándanos, los espárragos y muchas
otras cosas que raramente come. Su avatar es un dibujo manga de una chica
vestida de negro con alas de mariposa en los hombros, y su frase de bienvenida
—esperanzada y al mismo tiempo extremadamente triste— dice así: Un día seré
más ligera que el aire…
Bueno, tal vez llegue a serlo. La esperanza es lo último que se pierde. Sin
embargo, no todas las focas mueren siendo delgadas. Tal vez acabe como
algunas de ellas, muerta a causa de una apoplejía o de un ataque al corazón
mientras llama a Dios con un teléfono de porcelana.
Una de sus amigas virtuales, Azurechild, la ha animado a probar algo llamado
jarabe de ipecacuana. Es un purgante muy conocido, y sus posibles efectos
secundarios son fatales, aunque provoca una rápida pérdida de peso.
Evidentemente, es muy irresponsable —habría quien lo calificaría directamente
como un delito— animar a alguien con el problema de peso de Chry ssie, cuy o
corazón y a está muy debilitado, a tomar una sustancia tan peligrosa.
Aun así, es cosa suy a, ¿no? Nadie la obliga a seguir ese consejo. Nosotros no
creamos esas situaciones. Lo único que hacemos es pulsar teclas. Control. Alt.
Suprimir. Y adiós. Un error fatal. Un accidente…

Así pues… ¿Hasta qué punto creéis conocerme ahora?


Éste es el meme que Clair ha publicado esta semana, y a ella se ha sumado
Chry ssie, que siempre va detrás de mí, como un niño en un patio de recreo
atestado tratando de reunir un círculo de amigos.
Clair y Chry ssie, al igual que la may or parte del clan virtual, son adictas a los
memes: correos electrónicos encadenados cuy o objetivo es despertar el interés y
entablar conversación, a menudo en forma de cuestionario. Navegar por la Red
como un niño enloquecido corriendo por el patio —¡Escribe tres cosas acerca de
ti! ¿Qué soñaste anoche?—, pasándolo de una persona otra, propagando
información útil e inútil. Esta clase de cosas se comportan como un virus: algunos
se propagan por todo el mundo, otros se extinguen y los hay que acaban en
badguysrock, donde hablar sobre uno mismo —¡Yo, yo!— es siempre un
pasatiempo muy popular.
Cuando cuelgan algo así, suelo responder. No sólo porque me gusta el
autobombo, sino porque estas cosas me intrigan por lo que revelan —o no—
acerca del destinatario. Las preguntas —pensadas para ser contestadas de forma
muy rápida— están planteadas para crear una ilusión de intimidad, y, a veces,
responderlas correctamente exige un nivel de detalle que podría resultar un
desafío incluso para el amigo más íntimo.
Gracias a estas cosas sé que Chry ssie tiene una gata que se llama Chloë y que
le gusta llevar calcetines rosas cuando está en la cama; sé que la película favorita
de Cap es Kill Bill, aunque aborrece Kill Bill 2; que a Toxic le gustan las chicas
negras con tetas grandes, y que a ClairDeLune le encanta el jazz contemporáneo
y tiene una colección de ranas de cerámica.
Evidentemente, no tienes por qué decir la verdad. Y, aun así, mucha gente lo
hace. Los detalles son tan triviales para que mentir parezca algo innecesario… y,
a pesar de ello, de esos detalles emerge una imagen, las pequeñas cosas que
conforman una vida…
Por ejemplo: sé que la contraseña del ordenador de Clair es
aclairlegustaangel. También es su contraseña de hotmail, lo cual significa que
puedo acceder a su cuenta de correo. Es muy fácil conseguir estas cosas on-line;
y los pedacitos de información —el nombre de una mascota, la fecha de
nacimientos de los hijos, el apellido de soltera de una madre— hacen que sea
incluso mucho más fácil. Con estos datos aparentemente inocuos, tengo acceso a
cosas mucho más íntimas. Información bancaria. Tarjetas de crédito. Es como el
nitrógeno y la glicerina. Por separado son inofensivos, pero cuando los mezclas…
¡Bum!

Agregado por chrysalisbaby a badguysrock@webjournal.com


Publicado el: martes, 29 de enero, a las 12.54
Si fueras un animal ¿qué serías? Una rata.
¿Cuál es tu olor favorito? Gasolina.
¿Té o café? Café. Solo.
¿Cuál es tu sabor de helado favorito? Chocolate amargo.
¿Qué ropa llevas puesta en este momento? Una sudadera azul marino con
capucha, vaqueros y unas zapatillas Converse azules.
¿Qué te da miedo? Las alturas.
¿Qué es lo último que has comprado? Música para mi iPod.
¿Qué es lo último que has comido? Un sándwich caliente.
¿Cuál es tu sonido favorito? El de las olas del mar.
¿Tienes hermanos? No.
¿Qué ropa usas para dormir? Pijama.
¿Qué es lo que más odias? El eslogan « Porque me lo merezco» . Porque no te lo
mereces, y lo sabes…
¿Tu peor defecto? Soy taimado, manipulador y embustero.
¿Tienes alguna cicatriz o algún tatuaje? Una cicatriz en el labio superior y otra en
una ceja.
¿Algún sueño recurrente? No.
¿Dónde te gustaría estar ahora mismo? En Hawái.
Hay un incendio en tu casa. ¿Qué salvarías? Nada. Dejaría que se quemara todo.
¿Cuándo lloraste por última vez? Anoche… y no, no te diré por qué…

¿Veis como creéis conocerme?


Y si pudierais hacerlo, seguramente os formaríais un juicio a partir de cómo
me gusta el café o de si uso pijama para dormir. En realidad tomo té y duermo
desnudo. ¿Acaso ha cambiado eso la impresión que tenéis sobre mí? ¿Habría
cambiado algo si hubiese dicho que nunca lloro? ¿Que tuve una infancia horrible?
¿Que nunca he viajado a una distancia de más de ciento cincuenta kilómetros del
lugar donde nací? ¿Que me da miedo la violencia física, que tengo migrañas y
que me odio a mí mismo?
Algunas de estas cosas —o todas— puede que sean ciertas. Todas o ninguna
de ellas. Albertine conoce parte de la verdad, aunque raramente lo comenta aquí,
y su WeJay está protegido con una contraseña, de modo que nadie puede leer sus
comentarios privados…
Sin embargo, Chry ssie analizará mis respuestas detenidamente y establecerá
un perfil a partir de lo que he contestado. Es más que suficiente para intrigarla, y
además hay una pizca de vulnerabilidad que compensará la agresividad
encubierta con la que responde tan rápidamente.
Y y o doy la impresión de que soy malo…, aunque tal vez pueda redimirme
gracias al amor, ¿quién sabe? En las películas es algo que ocurre constantemente.
Y Chry ssie vive en un mundo de color de rosa en el que una chica gorda puede
que encuentre el amor junto a un asesino falto de ternura…
Evidentemente, esto no es el mundo real. Eso lo reservo para mis clases de
escritura. Sin embargo, me gusto mucho más como personaje de ficción.
Además, ¿quién es capaz de asegurar que lo que ella ve no es una parte
fragmentada de la verdad…, de la verdad que, como la cebolla, capa tras capa,
envuelve algo que te hace llorar?
Háblame de ti, dice ella.
Así es como siempre empiezan las cosas con una mujer…, con alguna chica,
suponiendo que sepa cómo extraer la veta madre de mi interior.
Veta madre. Madre. Veta. Suena como algo pesado con lo que hay a que
cargar…, un gran peso, un castigo…
Empieza contándome algo sobre tu madre, dice ella.
¿Mi madre? ¿Estás totalmente segura?
Mirad con qué rapidez muerde el anzuelo. Porque todo los niños quieren a su
madre, ¿no es así? Y todas las mujeres, secretamente, saben que la única forma
de ganarse el corazón de un hombre consiste, en primer lugar, en deshacerse de
mamá…
8

Estás visitando el diario virtual de chicodeojosazules publicado en:


badguysrock@webjournal.com
Publicado el: miércoles, 30 de enero, a las 18.20
Acceso: público
Estado de ánimo: animado
Estoy escuchando: Electric Light Orchestra: « Mr. Blue Sky »

Él la llama señora Azul Eléctrico. Lo suy o son los aparatos: lo último en timbres
de puerta, reproductores de CD, exprimidores, ollas exprés y microondas. Uno se
pregunta qué hace con tantos chismes; sólo en la habitación de invitados hay
nueve cajas con secadores y tenacillas para el pelo, aparatos para dar masajes
en los pies, licuadoras, mantas eléctricas, vídeos, radios para la ducha y
teléfonos, todos ellos obsoletos.
Nunca tira nada y guarda todos los aparatos por las piezas, dice, aunque ella
pertenece a esa generación de mujeres que consideran la incapacidad para la
técnica como un rasgo encantador de la fragilidad femenina y no simple pereza,
y él sabe que no tiene ni idea. Piensa que es un parásito inútil y manipulador y
cree que nadie siente suficiente pena por ella, y mucho menos su familia.
Reconoce su voz de inmediato. Él ha estado trabajando media jornada en un
taller de reparación eléctrica situado a unos tres kilómetros de donde vive. Es una
tienda antigua, que se ha quedado obsoleta; en su pequeño escaparate hay varios
aparatos de televisión hechos polvo y aspiradoras, y está lleno de polillas que han
aleteado en su interior hasta morir. Lo ha llamado al móvil —un viernes a las
cuatro de la tarde, ni más ni menos— para que eche un vistazo a su colección de
aparatos averiados.
Actualmente tiene cincuenta y cinco años, aunque puede parecer más joven
o más vieja según las necesidades. Tiene el pelo de color rubio cenizo, los ojos
verdes, unas bonitas piernas y un aire revoltoso, casi adolescente, que puede
convertirse en desdeñoso en un abrir y cerrar de ojos. Y le gusta la compañía de
hombres jóvenes y atractivos.
Un hombre joven y atractivo. Bueno, eso es lo que es él. Los vaqueros
estilizan su figura, su rostro es anguloso, lleva el pelo ligeramente largo y tiene
unos ojos de un brillante y llamativo color azul grisáceo. No es un chico de
revista, pero sí lo bastante atractivo para la señora Azul Eléctrico… y, además, a
su edad, piensa él, no puede andarse con remilgos.
Le dice enseguida que está divorciada. Le prepara una taza de té Earl Grey,
se queja de lo cara que está la vida, suspira profundamente por su soledad y por
lo poco atendida que se siente por su hijo, que trabaja en la ciudad. Al final, con
el aire de quien va a conceder un gran privilegio, le ofrece su colección de
aparatos a cambio de dinero.
Evidentemente, los chismes no sirven para nada. Se lo dice en un tono muy
delicado, y le explica que los aparatos eléctricos antiguos sólo sirven para
llevarlos al vertedero, que su colección no cumple con los actuales requisitos de
seguridad y que su jefe le mataría si le pagara más de diez libras por ellos.
—En serio, señora b. —dice—. Lo único que puedo hacer es tirarlo en lugar
de que lo haga usted. Me lo llevaré al vertedero. El Ay untamiento le cobraría por
ello, pero y o me he traído la furgoneta…
Ella se queda mirándole con expresión desconfiada.
—No, gracias.
—Sólo intentaba ay udarla —dice él.
—Bueno, en ese caso, joven —dice ella, con voz cristalina pero de tono
glacial—, podría ayudarme echándole un vistazo a la lavadora. Creo que se ha
atascado… Hace una semana que no desagua…
Él se queja,
—Me están esperando en otro sitio…
—Creo que es lo menos que puede hacer —dice ella.
Evidentemente, él accede. Ella y a sabía que lo haría. En su voz aún persiste
esa mezcla de vulnerabilidad y desdén, de indefensión y autoridad que a él le
parece irresistible…
Lo que ocurría es que se había soltado la correa de transmisión, eso era todo.
Él desatranca el tambor, sustituy e la correa, se seca las manos en los vaqueros y
ve en el reflejo del cristal de la puerta que ella le está observando.
Puede que en otros tiempos fuera una mujer atractiva. Ahora podría decirse
que se conserva bien: es una frase que su madre suele utilizar a veces y que en él
evoca imágenes de botes de productos químicos y momias egipcias. Sabe que
ella le está observando con una mirada extrañamente estudiada; puede sentir sus
ojos como si fueran sendos soldadores perforándole la zona de los riñones… Una
mirada que evalúa y que es descuidada y depredadora al mismo tiempo.
—¿No se acuerda de mí, verdad? —pregunta él, volviendo la cabeza para
sostener su mirada.
Ella le observa con expresión imperiosa.
—Mi madre solía ir a limpiar a su casa.
—¿De veras?
El tono de su voz da a entender que seguramente es incapaz de recordar a
toda la gente que ha trabajado para ella. Sin embargo, por un momento parece
acordarse de algo… Al menos, entorna los ojos y sus cejas desaparecen para
volver a emerger, pintadas de marrón, dos centímetros por encima de donde
deberían estar, arqueadas con algo parecido a la angustia.
—A veces solía llevarme con ella.
—¡Dios mío! —Ella se queda mirándole fijamente—. ¿Chicodeojosazules?
Eso le deja patidifuso, evidentemente. Ella nunca volverá a mirarle. En todo
caso, no de esa manera…, recorriendo su espalda con ojos lánguidos, calculando
la distancia que hay entre su nuca y su espina dorsal, analizando la tensa
curvatura de su culo embutido en esos vaqueros descoloridos. Ahora le ve —tiene
cuatro años y el color de su pelo aún no ha acusado el paso del tiempo—, y de
pronto el peso de los años cae sobre ella como un abrigo mojado y se siente
vieja, terriblemente vieja…
Él está sonriendo.
—Creo que esto y a está listo —dice.
—Voy a pagarte algo, por supuesto —dice ella… demasiado deprisa, para
disimular su bochorno, como si crey era que él trabaja gratis, como si fuera un
gesto que haría que él estuviera eternamente en deuda con ella.
Sin embargo, ambos saben por qué va a pagarle. La culpa…, quizás simple,
pero nunca pura, sin edad, incansable y amarga.
La vieja y pobre señora B., piensa él.
De modo que le da las gracias amablemente, acepta otra taza de ese té tibio
que huele vagamente a pescado y finalmente se va con la certeza de que seguirá
viendo de nuevo a la señora Azul Eléctrico en futuros días y semanas.
Evidentemente, todo el mundo es culpable de algo. Pero no todos merecen morir.
No obstante, a veces el karma pasa por casa para cosechar lo que había
sembrado, y en algunas ocasiones un acto divino exige el toque de la mano
humana. Y, en cualquier caso, no es culpa suy a. Ella lo vuelve a llamar una
docena de veces: para instalar un enchufe, para cambiar un fusible y las pilas de
la cámara y, más recientemente, para instalar su PC nuevo (sólo Dios sabe por
qué necesita uno, porque ella va a morir dentro de una o dos semanas), lo cual
provoca un montón de llamadas urgentes, que a su vez precipitan su actual
decisión de borrarla de la faz de la Tierra.
En realidad, no se trata de nada personal. Hay gente que simplemente
merece morir…, y a sea porque es malvada, maliciosa, culpable o, en este caso,
porque le ha llamado chicodeojosazules…

Muchos accidentes ocurren en casa. De forma tan habitual como para provocar
uno…, y aun así tiene dudas. Y no porque tenga miedo —que lo tiene, un miedo
terrible—, sino simplemente porque quiere espiar. Juega con la idea de ocultar
una cámara cerca de la escena del crimen, aunque se trata de un gesto vanidoso
que difícilmente puede permitirse y desecha el plan (no sin lamentarlo), y en
lugar de eso considera el método que debe emplear. Hay que comprenderlo: es
muy joven, y cree en la justicia poética. Le gustaría que ella muriera de una
forma en cierto modo simbólica: tal vez electrocutada, por el mal
funcionamiento de una aspiradora o de uno de los vibradores que esconde en el
armario del baño (dos de ellos de un discreto color carne y el tercero de un
púrpura inquietante), entre los frascos de crema y los de pastillas.
Por un momento se siente casi seducido por la idea. Sin embargo, sabe que
los planes muy elaborados raramente funcionan, y desestima con firmeza la
imagen de la señora Azul Eléctrico masturbándose en su tumba con la ay uda de
uno de sus aparatos, y en su siguiente visita inicia los preparativos para provocar
un vulgar pero eficaz incendio doméstico y vuelve a casa a tiempo para picar
algo frente a la televisión. Mientras tanto, en otra calle, la señora Azul Eléctrico
se está preparando para acostarse (con o sin su compañero de color púrpura) y
muere durante la noche, probablemente por inhalación de humo, piensa, aunque,
evidentemente, lo único que puede hacer es esperar…
La Policía llama al día siguiente. Él les dice que intentó ay udarla, que todos
los aparatos de la casa eran susceptibles de provocar un accidente, que ella
siempre sobrecargaba los enchufes con los electrodomésticos y que bastaba con
una pequeña subida de tensión para…
En realidad, la Policía le parece ridícula. Piensa que su culpabilidad se
despliega ante sus narices para que puedan verla, y aun así no lo hacen; sólo se
sientan en el sofá y se toman el té que les ha preparado su madre, hablando
educadamente con él, como si no quisieran molestarle, mientras ella vigila con
suspicacia, pendiente de cualquier atisbo de culpa.
—Espero que no estén insinuando que ha sido culpa suy a. Trabaja muy duro,
y es un buen chico.
Él disimula una sonrisa con la mano. Está temblando de miedo, pero las ganas
de reír se apoderan de él y tiene que fingir un ataque de pánico antes de que
alguien se dé cuenta de que aquel hombre pálido de ojos azules se está
desternillando de risa…
Más tarde es capaz de analizar ese momento. Es una sensación arrebatadora,
algo parecido a un orgasmo, a un estado de gracia. A su alrededor, los colores
brillan y se expanden, las palabras cobran nuevos y deslumbrantes sentidos, los
olores se hacen más intensos. Se estremece y solloza, y el mundo estalla y se
resquebraja como un cuadro, revelando la luz de la eternidad…
La agente de Policía (siempre hay una) le tiende un pañuelo. Él lo acepta y
se seca la cara, con expresión asustada y culpable, aunque sigue riéndose,
mientras ella, que tiene veinticuatro años y puede que se sienta incómoda con ese
uniforme, interpreta sus lágrimas como una señal de dolor y posa una mano en
su hombro, sintiéndose extrañamente maternal…
No pasa nada, hijo. No es culpa tuya.
Y ese horrible sabor en el fondo de su garganta, el sabor que asocia a su
infancia, un sabor a fruta podrida, a gasolina y a ese asqueroso chicle con aroma
de rosas, desaparece una vez más como un banco de nubes, dejando tan sólo un
cielo azul, y él piensa…
Por fin soy un asesino.

Publica un comentario:
chrysalisbaby: ¡bien, bien! chicodeojosazules es guay
Capitanmataconejos: « La señora Azul Eléctrico masturbándose en su
tumba…» Tío, pagaría por leer una escena así. ¿Qué te parece, eh?
Jesusesmicopiloto: estás enfermo. espero que lo sepas.
chicodeojosazules: Soy consciente de mi estado, gracias.
chrysalisbaby: bueno me da igual a mí me pareces increíble.
Capitanmataconejos: Sí, macho. Pasa del trol. Esos capullos no saben distinguir
un buen relato ni cuando se dan de narices con él.
Jesusesmicopiloto: estás enfermo y tendrían que procesarte.
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Si estos relatos te ofenden, entonces haz el favor de no entrar aquí
para leerlos. Gracias, chicodeojosazules, por compartir esto. Sé lo difícil que
debe de ser expresar estos pensamientos tan oscuros. ¡Bien hecho! ¡Espero
seguir ley endo esta historia mientras la desarrollas!
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Publicado el: miércoles, 30 de enero, a las 23.25
Acceso: restringido
Estado de ánimo: impenitente
Estoy escuchando: Kansas: « Carry On Way ward Son»

No, no me lo tomo como algo personal. No todo el mundo sabe apreciar un relato
de ficción bien escrito. En opinión de muchos, soy un enfermo y un depravado y
merezco que me encierren, que me dejen hecho papilla o que me maten.
Así pues, todo el mundo es crítico, ¿de acuerdo? Me llegan un montón de
amenazas de muerte. La may oría son diatribas del escuadrón de Dios:
Jesusesmicopiloto y sus amigos, que siempre escriben en may úsculas y usan
pocos signos de puntuación, salvo por el bosque de signos de exclamación que se
eleva por encima del texto principal como las lanzas de una tribu hostil y que me
dicen estás enfermo (sic), que ¡se acerca el día! y que y o debería ¡arder en el
infierno (!!!) con todos los maricas y los pedófilos!
Vale, gracias. Hay majaras por todas partes. Un miembro reciente, que se
hace llamar Jenny Trucos, se ha convertido en un visitante habitual que escribe
comentarios sobre mis relatos en un tono cada vez más indignado. Su estilo es
pobre, aunque lo compensa su mordacidad; no se ahorra ninguna expresión que
se refiera al abuso y promete sumirme en un mundo de dolor si alguna vez logra
ponerme las manos encima. Sin embargo, dudo que lo haga. Internet es un lugar
seguro, casi como un confesionario. Nunca publico mis datos. Además, su ira me
divierte. Todo lo que dicen me resbala.
Pero ahora en serio: me encantan las ovaciones. Incluso disfruto de los
ocasionales silbidos. Provocar una reacción mediante las palabras es, con toda
seguridad, la may or de las victorias. Ése es el objetivo de mis relatos. Incitar. Ver
qué reacciones soy capaz de despertar. Amor y odio, aprobación y desprecio,
sentencias, ira y desesperación. ¿Acaso no es todo un privilegio ser capaz de que
alguien dé un puñetazo en el aire, o se sienta un poco mal, o llore, o quiera
ejercer la violencia en mí… o en los demás? Entrar sigilosamente en la mente de
otro, conseguir que hagas lo que y o quiero que hagas…
¿Acaso no vale la pena?
En fin, la buena noticia es que —aparte del hecho de que se me ha pasado el
dolor de cabeza— ahora tengo más tiempo para mí. Una de las ventajas de
quedarse de repente sin trabajo es la cantidad de tiempo libre que eso te
proporciona. Tiempo para dedicar a mis aficiones, las que me mantienen frente
al ordenador y las que no. Tiempo, como dice mi madre, para tomarse un
descanso y oler las rosas.
¿Estoy en el paro? Sí, así es. Últimamente he tenido algunos problemas.
Evidentemente, mamá no lo sabe. En lo que a ella respecta, aún sigo trabajando
en el Hospital de Malbry ; aunque los detalles no están muy claros, son creíbles…,
al menos para mamá, que a duras penas terminó el instituto y cuy os
conocimientos médicos, por lo que parece, están sacados del Reader’s Digest y
de las series ambientadas en hospitales que suele ver por las tardes.
Además, en cierto sentido, casi es verdad. Efectivamente, trabajaba en el
hospital —trabajé allí durante casi veinte años—, aunque mamá nunca supo
realmente lo que hacía. Operaciones técnicas de diversa índole —una verdad a
medias, sí— en un lugar donde la descripción del trabajo de cada empleado
contiene siempre las palabras operador y técnico; hasta hace poco formaba parte
del equipo de técnicos en higiene que hacía dos turnos diarios y que se ocupaba
de tareas tan vitales como fregar, barrer, desinfectar, sacar los contenedores de
basura y también del mantenimiento de los servicios, las cocinas y los espacios
públicos.
En cristiano, un empleado de la limpieza.
Mi otro trabajo, más peligroso incluso que ése —una vez más, hasta hace
poco—, consistía en cuidar durante el día de un anciano que estaba en una silla de
ruedas y para el que solía cocinar y limpiar; cuando tenía un buen día, leía para
él, ponía viejos discos de vinilo ray ados, escuchaba historias que y a había oído
antes y luego me iba en busca de la chica del vistoso abrigo rojo…
Ahora tengo más tiempo y muchas menos posibilidades de que me pillen
mientras observo. Mi rutina diaria no ha cambiado. Me levanto por la mañana,
como de costumbre, me visto para ir a trabajar, cuido de mis orquídeas, dejo el
coche en el aparcamiento del hospital, cojo el portátil y el maletín y me paso el
día en varios cibercafés, poniéndome al día con mi lista de amigos o colgando
mis relatos en badguysrock, lejos de la desconfiada mirada de mi madre.
Después de las cuatro suelo ir a menudo al café Pink Zebra, donde hay pocas
posibilidades de que me tropiece con mamá o sus amigas, y te dan acceso a
Internet por el precio de una taza de té.
Teniendo en cuenta mis gustos, creo que preferiría algo menos bohemio. El
Pink Zebra, con sus enormes tazones americanos, sus mesas de formica, sus
pizarras con las recomendaciones escritas con tiza y sus ruidosos clientes, resulta
demasiado informal para mí. Y su propio nombre, esa palabra, pink, tiene una
funesta acritud que me trae a la memoria mi infancia y a nuestro dentista, el
señor Pink, y su obsoleto instrumental con su empalagoso olor a gas. Pero a ella
le gusta. A la chica del abrigo rojo. Le gusta pasar desapercibida entre la clientela
del café. Evidentemente, eso es sólo una ilusión, pero una ilusión que estoy
dispuesto a concederle… de momento. Una última cortesía de la que ella no es
consciente.
Trato de encontrar una mesa libre. Pido un té Earl Grey, sin azúcar ni leche.
Es lo que bebía mi antiguo mentor, el doctor Peacock, y me he aficionado a él;
no es lo más habitual en un sitio como el Pink Zebra, donde se sirve pastel de
zanahoria orgánica y chocolate mexicano caliente y donde se refugian moteros,
góticos y gente con un montón de piercings.
Bethan, la encargada, se queda mirándome. Puede que sea por lo que he
pedido o porque llevo traje y corbata, y por lo tanto me califica como el hombre,
o puede que hoy sea tan sólo por mi cara, que muestra unos puntos de sutura en
una mejilla y sendas cicatrices en cejas y labios.
Me imagino lo que está pensando. Que y o no debería estar aquí. Piensa que
huelo a problemas, aunque no es capaz de precisar hasta qué punto. Soy limpio,
tranquilo y siempre dejo propina. Y aun así hay algo en mí que la descoloca y
que le hace pensar que éste no es mi lugar.
—Un Earl Grey, por favor…, sin leche ni limón.
—Vuelvo dentro de cinco minutos, ¿vale?
Bethan conoce a todos sus clientes. Todos los habituales tienen apodos, igual
que mis amigos virtuales: Chocolate Girl, Vegan Guy, Saxophone Man… Yo, sin
embargo, sólo soy vale. Me da la impresión de que se sentiría mejor si pudiera
clasificarme en alguna categoría —tal vez el yuppie o el tío del Earl Grey— y
saber a qué atenerse conmigo.
No obstante, a veces prefiero despistarla: aparecer ocasionalmente con unos
vaqueros, pedir un café (que odio) o, como hice un par de semanas atrás, media
docena de raciones de tarta, que me comí una tras otra mientras ella me
observaba: era evidente que se moría por decir algo, aunque no se atrevió a
hacerlo. En cualquier caso, desconfía de mí. Un hombre que se come seis
raciones de tarta es capaz de cualquier cosa.
Sin embargo, no habría que juzgar a nadie por las apariencias. La propia
Bethan no es normal, con su piercing con una esmeralda en la ceja y sus tatuajes
de estrellas en sus esqueléticos brazos. Es una muchachita que compensa su
timidez y su resentimiento siendo ligeramente agresiva con cualquiera que la
mire con recelo.
Aun así, es a través de Bethan como consigo gran parte de mi información.
En el café, ella se entera de todo. Evidentemente, apenas habla conmigo, aunque
y o escucho sus conversaciones. Con gente como y o es cauta, pero con los
clientes habituales es simpática y accesible. Gracias a Bethan puedo reunir todo
tipo de información. Por ejemplo, sé que la chica del abrigo rojo prefiere el
chocolate caliente al té, que le gusta más la tarta de melaza que el pastel de
zanahoria, que es más de los Beatles que de los Rolling y que el sábado a las
11.30 piensa asistir a un funeral en el crematorio de Malbry.
El sábado. Sí, allí estaré. Al menos podré verla fuera de este espantoso café.
Puede —sólo puede— que me ella me lo deba. La cercanía. Y acabar con esta
retahíla de mentiras.
¿Mentiras? Sí, todo el mundo miente. Miento desde que soy capaz de recordar.
Es lo único que hago bien, y creo que deberíamos sacar provecho a nuestros
talentos, ¿no? Después de todo, ¿qué es un escritor de relatos de ficción sino un
mentiroso con permiso para serlo? Por mis escritos, nadie diría que soy tan
normal como parezco. Al menos, normal por fuera; el corazón es otra cosa. Pero
¿acaso no somos todos, en el fondo, unos asesinos que expresan en código Morse
sus secretos de confesionario?
Clair piensa que debería hablar con ella.
¿Has intentado decirle cómo te sientes?, me sugería en su último correo
electrónico. Evidentemente, Clair sólo sabe lo que y o quiero que sepa: que desde
hace un tiempo indefinido estoy obsesionado con una chica con la que apenas he
cruzado una palabra. Clair se siente más identificada conmigo de lo que cree… o,
mejor dicho, con chicodeojosazules, cuy o amor platónico por una chica sin
nombre es un reflejo de su pasión no correspondida por Angel Blue.
El consejo de Cap es bastante más ordinario: Fóllatela y olvídala, me dice, en
ese tono de hastío de quien está intentando ocultar en vano su propia
inexperiencia. Cuando ya no sea una novedad, la verás como una más de esas
zorras, y podrás concentrarte en lo que es realmente importante…
Toxic está de acuerdo con él y me suplica que escriba los detalles íntimos en
mi WeJay. Cuanto más sucios, mejor, dice. Y, por cierto, ¿cuál es su talla de
sujetador?
Albertine raramente comenta el tema. Soy consciente de que lo desaprueba.
Sin embargo, chrysalisbaby escribe sobre lo que ella considera una aventura
desesperada. Incluso un hombre malvado necesita alguien a quien amar, dice, con
una torpe sinceridad. Te lo mereces, chicodeojosazules; en serio. De momento no
se ha ofrecido ella misma, pero noto el deseo en sus palabras. Insinúa que
cualquier chica sería afortunada si consiguiera que la amara alguien como y o.
Pobre Chry ssie. Sí, está gorda, pero tiene un bonito pelo y es guapa. Y y o le
he hecho creer que me gustan rellenitas.
El problema es que miento demasiado bien, y ahora quiere verme por la
cámara web. Durante las dos últimas semanas ha hablado conmigo a través del
diario virtual, mandándome mensajes personales con fotos suy as.
¿Xq no me dejas verte?
Ni hablar.
¿Xq? ¿Eres feo?
Sí. Soy horrible. Tengo la nariz rota, un ojo morado y cortes y cardenales
por todo el cuerpo. Parece que haya boxeado veinte asaltos con Mike
Tyson.
Créeme, Chryssie.
¿D verdad? ¿Qué te pasó?
Alguien la tomó conmigo.
¡Oh!!! ¿T atracaron?
Creo que podría decirse así.
¡¡¡Oh, joder! Oh, cariño, , me gustaría darte un abrazo enorme.
Gracias, Chryssie. Eres un cielo.
¿Te duele?

La buena de Chry ssie. Puedo sentir la compasión que desprende. A Chry ssie le
gusta cuidar de la gente, y a mí me gusta alimentar su fantasía. No está
exactamente enamorada de mí…, no, de momento, no. Pero no me costaría
demasiado conseguir que lo estuviera. Es un poco cruel, lo sé, pero ¿acaso no es
eso lo que hacen los chicos malos? Además, es ella quien da a entender esas
cosas; lo único que y o hago es permitírselas. Ella está a la espera de que ocurra
un accidente, y nadie podría culparme por ello.
Cariño, cuéntame qué te ocurrió, dice, y creo que hoy tal vez le siga la
corriente. Da un poquito, quédate con todo. ¿Acaso no es ése el mejor trato
posible?
De acuerdo…, cariño. Lo que tú digas. A ver qué sale de esta historia.
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: jueves, 31 de enero, a las 14.35
Acceso: público
Estado de ánimo: amoroso
Estoy escuchando: Green Day : « Letterbomb»

Chicodeojosazules enamorado. ¿Cómo? ¿Acaso no creéis que un asesino pueda


enamorarse? Él la conoce desde siempre y, sin embargo, ella ni siquiera lo ha
visto, ni una sola vez. En lo que a la mujer que ama respecta, puede que él hay a
sido invisible. Pero él sí la ve: su pelo; su boca; su pálida carita, con sus cejas
negras y rectas; su vistoso abrigo rojo en medio de la niebla de la mañana, como
si hubiera salido de un cuento de hadas.
Evidentemente, el rojo no es su color…, aunque no espera que ella lo sepa.
Ella no sabe hasta qué punto le gusta mirarla a través del teleobjetivo, captar los
detalles de su ropa, la forma en que el viento mece su pelo, sus andares tan
precisos, marcando el paso con gestos casi imperceptibles. A veces apoy a una
mano en la pared, otras acaricia un seto, volviendo la cabeza para aspirar el olor
de la panadería al pasar frente a ella.
Él no es un voyeur, piensa. Actúa para protegerse a sí mismo. Su instinto de
conservación ha alcanzado tal nivel de precisión que es capaz de sentir el peligro
en ella, el peligro que se esconde tras su dulce rostro. Puede que sea el peligro lo
que le gusta, piensa. El hecho de cruzar una línea peligrosa. El hecho de que cada
caricia robada a través del objetivo de su cámara sea potencialmente letal para
él.
O puede que tan sólo sea el hecho de que ella pertenezca a otro.
Hasta ahora nunca se ha enamorado. Es algo que le asusta un poco: la
intensidad de ese sentimiento, la forma en que su rostro penetra en sus
pensamientos, la manera en que traza su nombre con los dedos, el hecho de que
todo conspire para que no consiga quitársela de la cabeza…
Es algo que cambia su comportamiento; le hace ser contradictorio: a veces es
más razonable, aunque no siempre. Quiere hacer lo correcto, pero, si lo hace, es
que sólo piensa en sí mismo. Quiere verla, pero cuando la ve, huy e. Quiere que
esto dure para siempre, pero al mismo tiempo desea que termine.
Acerca el zoom y su rostro adquiere proporciones místicas, casi monstruosas.
Ahora sólo ve uno de sus ojos, un híbrido entre gris y dorado; mira fijamente a
través del cristal, como si fuera una orquídea en un acuario…
Sin embargo, a través de los ojos del amor, ella siempre tiene tonos azules: el
azul de un cardenal, el azul de una mariposa, del cobalto, de un zafiro, de una
montaña. Azul, el color de su alma secreta; el color de la mortalidad.
Su hermano, el que vestía de negro, habría sabido qué decir. Pero a
chicodeojosazules no le salen las palabras. No obstante, sueña que bailan juntos
bajo las estrellas, ella con un vestido de seda azul celeste, él con ropa de un color
de su elección. En esos sueños, él no necesita hablar y puede oler el perfume de
su pelo, casi puede sentir su textura…
Y entonces alguien llama con fuerza a la puerta. Chicodeojosazules se asusta,
sintiéndose culpable. Le molesta que reaccione así; está en su casa, sin hacer
daño a nadie, ¿por qué debería sentir esa punzada de culpa?
Esconde la cámara. Vuelve a sonar el golpe, perentoriamente. Alguien
parece impaciente.
—¿Quién es? —pregunta chicodeojosazules.
Al otro lado de la puerta se escucha un voz no precisamente entrañable,
aunque familiar.
—Déjame entrar.
—¿Qué quieres? —dice chicodeojosazules.
—Quiero hablar contigo, pedazo de cabrón.
Vamos a llamarlo señor Azul de Medianoche. Es bastante más corpulento que
chicodeojosazules y feroz como un perro rabioso. Hoy, su estado de ánimo es de
una violencia que chicodeojosazules no había visto jamás; está aporreando la
puerta, exigiendo que le deje entrar. En cuanto abre, irrumpe en el recibidor y,
sin previo aviso, le arrea un cabezazo a nuestro héroe.
Chicodeojosazules se estrella contra la mesa del pasillo; los objetos
decorativos y un jarrón con flores salen volando, impactando contra la pared
como si se trataran de metralla. Tropieza y se cae a los pies de la escalera, y
entonces Azul de Medianoche se echa sobre él y empieza a golpearle y a
gritarle…
—¡Mantente alejado de ella, hijo de puta!
Nuestro héroe no hace ningún intento de resistirse. Sabe que sería imposible.
En lugar de eso, simplemente se queda hecho un ovillo, como si fuera un
cangrejo ermitaño dentro de su concha, y trata de cubrirse la cara con los brazos,
llorando de miedo y de odio, mientras su enemigo sigue golpeándole una y otra
vez en las costillas, la espalda y los hombros.
—¿Lo has entendido? —pregunta Azul de Medianoche, haciendo una pausa
para recobrar el aliento.
—No estaba haciendo nada. Ni siquiera he hablado con ella…
—¡No me vengas con ésas! —exclama Azul de Medianoche—. Sé lo que
intentas hacer. ¿Qué me dices de las fotografías?
—¿Fo…, fotografías? —dice chicodeojosazules.
—No creas que vas a engañarme. —Y saca unas fotografías de uno de sus
bolsillos interiores—. Estas fotografías. Las sacaste tú y las revelaste aquí, en tu
cuarto oscuro…
—¿De dónde las has sacado? —pregunta chicodeojosazules.
Azul de Medianoche le propina un último golpe.
—No importa cómo las he conseguido. Si alguna vez vuelves a acercarte a
ella, si le hablas o le escribes… Si vuelves siquiera a mirarla… haré que te
arrepientas de haber nacido. Ésta es mi última advertencia…
—¡Por favor!
Nuestro héroe está gimoteando, con los brazos levantados para protegerse la
cara.
—Hablo en serio. Te mataré…
No si yo te mato primero, piensa chicodeojosazules, y, antes de que pueda
evitarlo, ese desagradable sabor a fruta podrida llena su garganta con toda su
intensa fetidez. Una punzada de dolor recorre su cabeza y siente como si fuera a
morir.
—Por favor…
—Será mejor que no me mientas. Será mejor que no me ocultes nada.
—No lo haré —dice, jadeando, con sangre y lágrimas en el rostro.
—Será mejor que no lo hagas —dice Azul de Medianoche.

Tumbado sobre la alfombra, aturdido, chicodeojosazules oy e un portazo. Con


mucho cuidado, abre los ojos y ve que el señor Azul de Medianoche se ha ido.
Aun así, espera hasta que escucha el coche, que se aleja por el camino de
entrada, y luego se levanta muy despacio y se mete en el baño para evaluar los
daños.
Un desastre. Un maldito desastre.
Pobre chicodeojosazules: la nariz rota, el labio partido, los ojos azules
morados y medio cerrados a causa de la hinchazón. Tiene la camisa manchada
de sangre, y aún sigue saliéndole un poco por la nariz. El dolor es horrible, pero la
vergüenza es aún peor; y lo peor de todo es que no es culpa suy a. En este caso, es
inocente.
Le parece extraño que, hasta ahora, no hubiese sido castigado por todos sus
pecados, y que en esta ocasión, cuando no ha hecho nada malo, el castigo hay a
caído sobre él.
Es el karma, piensa. Kar-mamá.
Mira su imagen en el espejo, y la observa durante un buen rato. Al mirarse se
siente muy relajado, un actor en una pequeña pantalla. Toca su reflejo y nota el
dolor de las abrasiones de su rostro. Sin embargo, se siente extrañamente lejos de
la persona reflejada en el espejo, como si se tratara de una simple
reconstrucción de una realidad incluso más distante, algo que le hubiera ocurrido
a otro hace muchos años.
Hablo en serio. Te mataré…
No si yo te mato primero, piensa.
¿Acaso sería algo tan imposible? Los demonios existen para ser vencidos.
Quizás no mediante la fuerza bruta, pero sí con inteligencia y astucia. De pronto
siente el germen de un plan que empieza a cobrar forma en un rincón de su
cabeza. Vuelve a mirar su reflejo una vez más, cuadra los hombros, se limpia la
sangre de la boca y, por fin, sonríe.
No si yo te mato primero…
¿Por qué no?
Después de todo, y a lo ha hecho antes.

Publica un comentario:
chrysalisbaby: impresionante vay a ¿eso es verdad?
chicodeojosazules: Es verdad, como todo lo que escribo…
chrysalisbaby: ay, pobre chicodeojosazules me gustaría darte un abrazo enorme
Jesusesmicopiloto: bastardo mereces morir.
Toxic69: Venga, tío. ¿Acaso no lo merecemos todos?
ClairDeLune: Esto es fantástico, chicodeojosazules. Por fin empiezas a aceptar
tu rabia. Creo que deberíamos hablar de ello con más detalle, ¿no crees?
Capitanmataconejos: ¡Joder, tío! Este relato engancha. Estoy ansioso por leer la
venganza.
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Eres muy insistente, JennyTrucos. Dime…, ¿te conozco?
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Publicado el: viernes, 1 de febrero, a la 01.37
Acceso: restringido
Estado de ánimo: melancólico
Estoy escuchando: Voltaire: « Born Bad»

Bueno, no. No fue exactamente así. Aunque por otro lado tampoco se aleja
demasiado de la verdad. La verdad, ese animal salvaje que se arrastra hacia la
luz. Sabe que si quiere nacer, algo —o alguien— debe morir.
Mi vida empezó siendo gemelo. La otra mitad —a quien, de haber
sobrevivido, mamá habría bautizado con el nombre de Malcolm— nació muerto
a la decimonovena semana.
Bueno, en cualquier caso, ésta es la versión oficial. Mamá me contó cuando
y o tenía seis años que engullí a mi hermano in utero —seguramente en algún
momento entre la duodécima y la decimotercera semana— durante alguna
pelea sobre el lebensraum. Ocurre más a menudo de lo que la gente cree. Dos
cuerpos, un alma, flotando en los fluidos de la naturaleza, luchando por el
derecho a vivir…
Ella mantuvo vivo su recuerdo con un objeto decorativo colocado sobre la
repisa de la chimenea: una estatuilla de un perro durmiendo, con sus iniciales
grabadas. En realidad, es la pieza que rompí cuando era niño, e intenté mentir al
respecto para protegerme. Y por ello fui azotado con un trozo de cable eléctrico
y me dijeron que había nacido malo —un asesino, incluso siendo tan sólo un
embrión—, y que tenía que ser bueno porque se lo debía a ambos, que debía
hacer algo con mi vida prestada…
En realidad, ella, en secreto, se sentía orgullosa de mí. El hecho de que
hubiese engullido a mi gemelo para sobrevivir le hacía pensar que y o era fuerte.
Mamá despreciaba profundamente la debilidad. Ella, que era dura como el acero
templado, no soportaba a los perdedores. La vida es lo que consigues hacer con
ella, solía decir. Si no luchas, mereces morir.
Después de eso, solía soñar a menudo que Malcolm —cuy o nombre se me
aparece teñido de enfermizos tonos de verde— había ganado la pelea y ocupaba
mi lugar. Incluso ahora sigo teniendo ese sueño: dos renacuajos hambrientos; dos
pirañas; dos corazones ensangrentados en un frasco con productos químicos,
tratando de latir como si fueran uno solo. De haber sido él quien hubiese
sobrevivido, me pregunto: ¿habría ocupado Mal mi lugar? ¿Se habría convertido
en chicodeojosazules?
¿O acaso habría tenido su propio color? ¿El verde, tal vez, para que
armonizara con su nombre? Intento imaginarme un armario con ropa de color
verde: camisas verdes, calcetines verdes, jerséis de cuello de pico verde oscuro
para ir a la escuela. Toda idéntica a la mía (salvo por el color, por supuesto), de
mi misma talla, como si hubiesen colocado un cristal ante el mundo,
coloreándolo todo de otro tono.
Los colores marcan diferencias. Incluso después de tantos años, aún sigo las
pautas de colores de mi madre. Vaqueros, sudaderas, camisetas, calcetines…,
incluso mis zapatillas de deporte tienen una estrella azul en uno de los lados. Un
jersey negro de cuello alto, un regalo de cumpleaños del año pasado, sigue sin
estrenar en el fondo de un cajón, y siempre que pienso en ponérmelo siento una
absurda punzada de culpabilidad.
Ese jersey es de Nigel, me dice una voz aguda, y aunque sé que es algo
irracional, aún soy incapaz de usar su color, ni siquiera en su funeral.
Quizás sea por eso por lo que me odiaba. Me culpaba de todo lo que salía mal.
Me culpaba de que papá se hubiera ido; me culpaba del tiempo que había pasado
en la cárcel; me culpaba de sus fracasos, de su asco de vida, y le molestaba que
mamá me prefiriera a mí. Bueno, al menos eso estaba justificado. Sin duda
alguna, ella me favorecía. O al menos, lo hacía al principio. Puede que fuera por
el gemelo muerto; por la angustia del parto; quizás a causa del señor Ojos Azules,
que era, como ella decía, el amor de su vida.
No obstante, Nigel convirtió la rivalidad fraterna en una refinada modalidad
artística. Sus hermanos vivíamos aterrorizados por sus incontrolables ataques de
furia. El que vestía de marrón fue quien se llevó la peor parte, porque era
vulnerable en muchos aspectos. Nigel lo despreciaba; lo utilizaba como si fuera
un esclavo cuando le convenía y como escudo humano frente a la ira de mamá.
El resto del tiempo era una cabeza de turco que cargaba con las culpas de todos.
Sin embargo, intimidar a Bren era demasiado fácil. Un blanco como él no
producía ninguna clase de satisfacción. Podías golpear a Bren y hacerle llorar,
pero nadie lo veía defenderse. Quizás la experiencia le había enseñado que la
mejor manera de enfrentarse a Nigel, como lo haría a la carga de un elefante,
era quedarse quieto y fingir que estaba muerto, esperando evitar la estampida.
Nunca parecía guardarle rencor a nadie, ni siquiera a Nigel cuando éste lo
atormentaba, confirmando la creencia de mamá de que Bren no era ninguna
lumbrera, y que si de los tres había alguien que conseguiría tener un final feliz,
ése sería Benjamin.
Sí, bueno, a mamá le gustaban los clichés: fantasear con la lotería, con hijos
que se casaban con princesas, con millonarios excéntricos que dejaban todas sus
riquezas a la dulce casquivana que había conquistado su corazón… Mamá creía
en el destino. Y veía todas estas cosas en blanco y negro. Y mientras que Bren se
sometía a todo sin rechistar y prefería esa segura mediocridad a la traicionera
carga del éxito, Nigel, que no era tonto, debía de sentirse dolido por haber sido
condenado desde que nació al papel del hermanastro feo y a vestir eternamente
de negro.
Así pues, Nigel estaba furioso. Furioso con mamá, furioso con Ben y furioso,
incluso, con el pobre y gordo de Bren, que intentaba por todos los medios ser
bueno y tranquilo y cada vez encontraba más consuelo en la comida, como si
engullir algo dulce le proporcionara cierta protección en un mundo demasiado
lleno de aristas.
Así pues, mientras Nigel estaba jugando fuera o montando en bicicleta por el
barrio y Bren miraba la televisión con un Wagon Wheel[5] en cada mano y un
pack de seis Pepsis al lado, Benjamin se iba a trabajar con su madre, agarrando
una bay eta con su regordeta mano y con los ojos muy abiertos mientras
contemplada la opulencia de las casas de otra gente, sus anchas escaleras y sus
relucientes pasillos, sus paredes llenas de altavoces y libros, sus frigoríficos
repletos de comida, sus pianos, sus pesadas alfombras y sus fuentes de fruta en
las mesas del comedor, tan brillantes y amplios como una pista de baile.
—Mira eso, Ben —le decía ella, señalando una fotografía de un niño o de una
niña vestidos con el uniforme de la escuela, sonriendo desdentados desde un
marco de cuero—. Dentro de unos años, tú serás así. Ése serás tú; irás a un buen
colegio y harás que me sienta orgullosa de ti…
Como otras tantas expresiones de cariño de mamá, sonaba tan inquietante
como una amenaza. Por aquel entonces tendría treinta y tantos años, y el paso
del tiempo y a la había desgastado.
O eso era lo que y o creía cuando era pequeño. Ahora, al mirar sus
fotografías, me doy cuenta de que era guapa, quizás no de un modo
convencional, aunque sí llamaba mucho la atención con su pelo negro y sus ojos
oscuros, sus labios carnosos y sus pómulos prominentes, que la hacían parecer
francesa, aunque era británica hasta la médula.
Nigel se parecía a ella, con sus ojos de color café. Yo, sin embargo, era
distinto: tenía el pelo rubio, que con el tiempo se volvió castaño; unos labios finos,
de expresión más bien desconfiada; los ojos de un curioso color azul grisáceo, tan
grandes que casi se comían mi cara…
¿Habríamos sido idénticos, Mal y y o? ¿Habría tenido mis ojos azules? ¿O
tengo y o los suy os, además de los míos, mirando siempre hacia dentro?
Las lenguas orientales, o al menos eso es lo que decía el doctor Peacock, no
distinguen entre el azul y el verde. En cambio, tienen una palabra compuesta
para referirse a ambos colores y que se traduce como el color del cielo o el color
de las hojas. Para mí tiene cierto sentido. Desde mi más tierna infancia, siempre
he pensado que el azul era básicamente el color de Ben, el marrón el color de
Brendan y el negro el color de Nigel, sin pararme nunca a pensar si el resto de la
gente percibiría las cosas de una forma distinta.
El doctor Peacock lo cambió todo. Me enseñó una nueva manera de ver las
cosas. Con sus mapas, sus grabaciones, sus libros y sus cajas de mariposas, me
enseñó a ensanchar mi mundo, a confiar en mi percepción. Siempre le estuve
agradecido por ello, incluso cuando nos defraudó. Nos defraudó a todos: a mí, a
mis hermanos, a Emily. A pesar de su bondad, al doctor Peacock le dio igual.
Cuando se hartó de nosotros, simplemente nos devolvió al lugar de donde
habíamos salido. Albertine lo entiende, a pesar de que jamás hace ninguna
referencia a esa época; en realidad, finge ser otra persona…
Aun así, puede que algunos acontecimientos recientes hay an cambiado todo
eso. Ha llegado el momento de ocuparse de Albertine. Aunque ella tal vez aún no
lo sepa, puedo leer todas sus entradas. A mí no hay restricción que se me resista;
me da igual que se trate de algo público o privado. Evidentemente, ella no está al
corriente de ello. Oculta en su capullo, no tiene ni idea de hasta qué punto la he
vigilado de cerca. Tiene un aspecto tan inocente con su abrigo rojo y su cestita…
Pero, como descubrió mi hermano Nigel, a veces los chicos malos no visten de
negro. Y, a veces, una niña perdida en medio del bosque es algo más que una
presa para el lobo feroz…
Segunda parte

Negro
1

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Publicado el: sábado, 2 de febrero, a las 20.54
Acceso: restringido
Estado de ánimo: triste

Siempre he odiado los funerales. El ruido del crematorio. La gente hablando al


mismo tiempo. El sonido de los pasos en el suelo pulido. El empalagoso perfume
de las flores. Las flores de los funerales son distintas; apenas huelen a flores: su
aroma es como el de una especie de desinfectante para la muerte, a medio
camino entre el cloro y el pino. Evidentemente, sus colores son bonitos. Sin
embargo, lo único en que soy capaz de pensar cuando el ataúd penetra
finalmente en el horno es en el ramito de perejil que te ponen en los platos de
pescado en los restaurantes: esa insípida y ligera guarnición que nadie tiene
nunca la menor intención de comerse. Es algo que sirve para que el plato tenga
buen aspecto, para distraernos del sabor de la muerte.
Hasta ahora, apenas lo echo de menos. Sé que es horrible decirlo. Además de
amantes éramos también amigos, y a pesar de todo —de su mal humor, de su
impaciencia, de su eterno nerviosismo—, cuidaba de él. Sé que lo hacía. Y aun
así no siento nada especial mientras su ataúd se desliza hacia el horno. ¿Me
convierte eso en una mala persona?
Bueno, puede que sí.
Según dicen, fue un accidente. Nigel era un pésimo conductor. Siempre
superaba el límite de velocidad; siempre perdía los estribos y no paraba de dar
golpecitos con las manos y de gesticular, como si con sus movimientos pudiese
compensar la impasible inactividad de los demás. Y luego estaba su ira
silenciosa: le ponían furioso los que tenía delante; le ponía furioso quedarse atrás;
le ponían furioso los cacharros, los jóvenes, los todoterrenos…
Da igual lo que corras, decía, golpeando el salpicadero con los dedos de esa
forma que me volvía loca. Siempre hay alguien delante de ti, algún idiota que te
da en los morros con el parachoques, como si fuera un perro cachondo
mostrándote el culo.
En fin, Nigel. Ahora ya está. Justo en la confluencia entre Mill Road y
Northgate, entre dos carriles, boca arriba, como un coche de juguete de Tonka.
Dicen que fue una placa de hielo. O un camión. Nadie lo sabe con certeza. Un
familiar identificó tu cadáver. Probablemente fuera tu madre, aunque,
evidentemente, no tengo forma de saberlo. Pero diría que así fue. Ella siempre se
sale con la suy a. Y ahora está aquí, vestida con mucha elegancia, sollozando en
brazos de su hijo —el único que le queda—, mientras y o estoy de pie, sin
lágrimas en los ojos, al final de la sala.
No quedó gran cosa del coche; y de ti tampoco. Comida para perros en una
lata. Ya ves, trato de ser cruda. Intento sentir algo más —lo que sea— que esta
espeluznante calma en lo más profundo de mi ser.
Aún sigo oy endo el mecanismo detrás de la cortina: el roce del terciopelo
barato (con láminas de amianto) mientras la función llega a su fin. No he soltado
ni una sola lágrima, ni siquiera cuando ha empezado a sonar la música.
A Nigel no le gustaba la música clásica. Siempre había sabido lo que quería
que sonara en su funeral, y han tenido que poner « Paint It Black» , de los Rolling
Stones, y « Perfect Day » , de Lou Reed, dos canciones que, aunque resultan
bastante fúnebres en este contexto, no ejercen ninguna influencia sobre mí.
Después seguí a la multitud hacia el vestíbulo, donde encontré una silla y me
senté, lejos de la cháchara de la gente. Su madre no habló conmigo. No esperaba
que lo hiciera, aunque sentí su presencia, torva como un nido de avispas. Creo
que ella me culpa de lo sucedido, aunque resulta difícil imaginar cómo podría ser
y o responsable de nada.
Sin embargo, para ella, la muerte de su hijo no es tanto algo que le causa
dolor como una oportunidad para exhibir ante la gente una profunda pena. La oí
hablando con sus amigas, en un tono de voz seco:
—No puedo creer que esté aquí —dijo—. No puedo creer que haya tenido el
valor de…
—Vamos, cariño —repuso Eleanor Vine. Reconocí su voz apagada—.
Tranquilízate; no te conviene alterarte.
Eleanor es amiga de Gloria, y antes la había tenido como empleada. Hay dos
mujeres más con ellas: una es Adèle Roberts —para quien Gloria también había
trabajado—, que solía dar clases en Sunny bank Park y de la que todo el mundo
piensa que es francesa (por el acento en su nombre), y la otra es Maureen Pike,
una mujer directa y algo agresiva que encabeza el grupo de cotillas del barrio. Su
voz se eleva por encima de todas las demás; puedo oírla reuniendo a la tropa.
—Tiene razón. Cálmate. Toma un poco más de tarta.
—Si crees que puedo comer algo…
—Entonces una taza de té. Debes cuidarte y mantener las fuerzas, cariño.
Pensé de nuevo en el ataúd y en las flores. Ahora y a deben de haberse
marchitado. Hay mucha gente que me ha dejado así. ¿Cuándo empezará a
importarme un poco?
Todo empezó hace siete días. Hace siete días, con la carta. Hasta ese momento,
nosotros —esto es, Nigel y y o— existíamos en el interior de un suave capullo de
placeres cotidianos y rutinas inofensivas, dos personas fingiendo para sí mismas
que las cosas son normales —sea lo que sea lo que eso significa— y que ninguna
de ellas sufre ningún daño irreparable.
¿Y qué hay del amor? Eso también, por supuesto. Sin embargo, el amor es, en
el mejor de los casos, un barco que pasa a lo lejos, y Nigel y y o éramos dos
náufragos que se aferraban el uno al otro en busca de calor y consuelo. Él era un
poeta airado que miraba las estrellas desde una alcantarilla. Y y o siempre fui
otra cosa.

Nací aquí, en Malbry, en las afueras de esta vulgar ciudad norteña. Aquí estoy a
salvo. Nadie repara en mí. Nadie cuestiona mi derecho a estar aquí. Ya no hay
nadie que toque el piano o que ponga los discos que dejó papá o la terrible
Sinfonía fantástica de Berlioz, que aún me persigue. Nadie habla de Emily White,
del escándalo y la tragedia. Bueno, casi nadie. Y eso fue hace tanto tiempo —en
realidad, hace más de veinte años— que si piensan en ello es simplemente por
casualidad. Una casualidad como la que me llevó a mudarme a esta casa —la
casa de Emily — o la de que, efectivamente, de todos los hombres de Malbry
tenía que ser el hijo de Gloria Winter quien se hiciera un lugar en mi corazón.
Le conocí un sábado por la noche en el Zebra, casi sin querer. Hasta ese
momento me había sentido casi feliz, y los obreros habían dejado de trabajar y a
en la casa, en la que había tenido que hacer unas reformas. Hacía tres años que
papá había muerto y y o había recuperado mi antiguo nombre. Tenía mi
ordenador y mis amigos virtuales. Fui al Zebra en busca de compañía. Si alguna
vez me sentía sola, el piano seguía estando allí, en el cuarto de atrás, desafinado
aunque desgarradoramente familiar, como el olor del tabaco de papá, que me
asaltaba al cruzar una calle, como el beso de los labios de un desconocido…
Y entonces apareció Nigel Winter. Nigel, como una fuerza de la naturaleza
que se desata y lo desbarata todo. Nigel, que iba en busca de líos pero acabó
encontrándome a mí.
En el Zebra raramente suele haber alboroto. Incluso los sábados, cuando se
dejan caer en él los moteros o los góticos que van a algún concierto a Sheffield o
Leeds, casi siempre hay un buen ambiente, y el hecho de que el local cierre
pronto significa que normalmente todo el mundo está sobrio.
Pero ese día fue una excepción. A las diez, un grupo de mujeres —habían
venido de fuera de la ciudad para celebrar una despedida de soltera— aún no se
habían terminado lo que habían pedido. Tras unas cuantas botellas de
chardonnay, la conversación había subido de tono. Yo fingí no oírlas y traté de
hacerme invisible. Sin embargo, podía sentir sus ojos fijos en mí, su morbosa
curiosidad.
—¿Tú eres ésa, verdad? —Lo preguntó una voz de mujer, en un tono algo
más fuerte de lo normal, proclamando en un susurro ebrio lo que nadie más se
atrevía a decir—. Tú eres ésa… como se llame —añadió, tendiendo una mano y
tocándome el brazo.
—Lo siento. No sé a qué te refieres.
—Eres tú, sí. Te he visto. Tienes una página en Wikipedia y todo eso.
—No deberías creer todo lo que lees en la Red. La may oría de las cosas no
son más que una sarta de mentiras.
Pero ella continuó, obstinada.
—Fui a ver esos cuadros. Recuerdo que me llevó mi madre. Incluso llegué a
tener un póster. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre francés. Había muchos
colores. Debió de ser terrible. Pobre niña. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez? ¿Doce? Te
lo digo en serio: si un hijo de puta tocara a alguno de mis hijos, lo mataría…
Siempre he sido propensa a los ataques de pánico. Me dan cuando menos me
lo espero; incluso ahora, después de todos estos años. Ése fue el primero que sufrí
en muchos meses, y me pilló totalmente desprevenida. De pronto, apenas podía
respirar; la música me asfixiaba, aunque en realidad no sonaba música alguna…
Moví el brazo para deshacerme de la mano de la mujer y empecé a
sacudirlo en el aire. Por un momento volví a ser una niña…, una niña pequeña
perdida entre unos árboles. Extendí el brazo para alcanzar la pared, pero sólo
pude tocar el aire; a mi alrededor, la gente se daba codazos y se reía. El grupo de
mujeres se disponía a marcharse. Traté de agarrarme a algo. Oí que pedían la
cuenta y que alguien preguntaba: ¿Quién ha tomado pescado? Sus carcajadas
resonaban en torno a mí.
¡Respira, cariño, respira!, pensé.
—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz de hombre.
—Lo siento. Lo que ocurre es que no me gustan las multitudes.
Él se echó a reír.
—Entonces te has equivocado de bar, cielo.
Cielo. Aquella palabra tenía fuerza.
Al principio, la gente intentó advertirme. Nigel tenía un pasado como
delincuente, decían; sin embargo, después de todo, mi propio pasado apenas
aguantaría un examen, y estar con él era tan agradable —estar, por fin, con
alguien real— que hice caso omiso de las advertencias y me lancé de cabeza.
Eres encantadora, me dijo más tarde. Encantadora…, y pareces tan
indefensa. ¡Oh, Nigel!
Aquella noche fuimos en coche hasta los páramos y me lo contó todo sobre
él, sobre el tiempo que había pasado en la cárcel y el error de juventud que le
había llevado hasta allí. Permanecimos tumbados durante horas en la hierba,
bajo el abrumador silencio de las estrellas, y él intentó hacerme comprender
todos esos puntitos de luz esparcidos por el cielo…
Allí, pensé. Ahora siento ganas de llorar. Aunque no tanto por Nigel como por
mí y por aquella noche estrellada. Incluso en el funeral de mi amante, mis ojos
no se humedecieron. Y entonces sentí una mano en mi brazo y una voz
masculina dijo:
—Disculpa, ¿estás bien?
Soy muy sensible a las voces. Todas son únicas, como si fueran un
instrumento, con su algoritmo propio. Su voz es atractiva: tranquila, precisa, con
cierto énfasis en algunas sílabas, como alguien que alguna vez hubiese
tartamudeado. No se parece en nada a la voz de Nigel, y, aun así, podría decirse
que es la de un hermano suy o.
—Estoy bien, gracias —dije.
—Bien —repitió él, pensativamente—. Una palabra útil, ¿verdad? En este
caso significa: No quiero hablar contigo. Por favor, vete y déjame en paz.
Su tono no es malicioso. Es sólo divertido, incluso puede que un poco
compasivo.
—Lo siento —dije.
—No, soy y o quien lo siente. Te pido disculpas. Odio los funerales: la
hipocresía; los tópicos; la comida que nunca comerías en otro lugar: el ritual de
los canapés de paté de pescado, las minitartas de mermelada y los rollos de
salchicha… —Tras guardar silencio, continuó—: Lo siento. Ahora estoy siendo
grosero. ¿Quieres que te traiga algo de comer?
Solté una débil carcajada.
—Haces que suene muy seductor, pero paso.
—Muy inteligente.
Puedo oír su sonrisa. Su encanto me sorprende, incluso ahora, después de
tanto tiempo, y me hace sentir un poco mareada el hecho de que en el funeral de
mi amante hay a hablado —reído— con otro hombre, un hombre al que encontré
casi atractivo…
—Debo decir que me siento aliviado —dijo—. Pensé que me culparías.
—¿Culparte del accidente de Nigel? ¿Por qué?
—Bueno, puede que por mi carta —repuso.
—¿Tu carta?
Una vez más, le oigo sonreír.
—La carta que abrió el día que murió. ¿Por qué crees que conducía de forma
tan imprudente? Yo creo que iba a verme para hacerme una de sus…
advertencias.
Me encogí de hombros.
—¿No eras tú el perspicaz? La muerte de Nigel fue un accidente…
—En lo que a nuestra familia respecta, no existen los accidentes.
Al escuchar aquello me levanté de golpe, demasiado deprisa, y la silla se
cay ó, estrellándose contra el suelo de madera.
—¿Qué demonios significa eso? —pregunté.
Habló con voz tranquila; aún sonaba ligeramente divertida.
—Digamos que tenemos el porcentaje de mala suerte que nos corresponde.
¿Qué querías? ¿Una confesión?
—Tratándose de ti no me extrañaría —dije.
—Vay a, gracias. Eso me coloca en mi sitio.
En aquel momento me sentí extrañamente mareada. Quizás fue el calor, o el
ruido, o el simple hecho de estar tan cerca de él, lo bastante como para coger su
mano.
—Tú lo odiabas. Querías verlo muerto.
Mi voz sonó lastimera, como la de un niño.
Él hizo una pausa.
—Pensaba que me conocías —contestó—. ¿Realmente me crees capaz?
Y entonces pensé que casi podía oír las primeras notas de la Sinfonía
fantástica de Berlioz, con el sonido de las flautas y la sutil caricia de las cuerdas.
Algo horrible estaba a punto de ocurrir. De pronto parecía que faltara el oxígeno
en el aire que estaba respirando. Extendí una mano para sostenerme, no alcancé
a agarrar la parte trasera de la silla y di un paso al frente. Sentía pinchazos en la
garganta y mi cabeza parecía un bombo. Alargué los brazos, pero sólo fui capaz
de tocar el aire.
—¿Te encuentras bien?
Parecía preocupado.
Intenté agarrarme de nuevo a la silla —necesitaba sentarme
desesperadamente—, pero había perdido el sentido de la orientación en aquel
lugar, que de repente parecía una caverna.
—Intenta relajarte. Siéntate. Respira.
Sentí que me rodeaba con el brazo, guiándome delicadamente hacia la silla, y
pensé una vez más en Nigel y en la voz de papá, un poco desafinada, que me
decía:
Vamos, Emily. Respira. ¡Respira!
—¿Quieres que te lleve afuera? —preguntó él.
—No, no es nada. Estoy bien. Sólo es el ruido.
—Mientras no sea algo que y o hay a dicho…
—No te hagas ilusiones.
Fingí una sonrisa que me pareció como la máscara de un dentista cubriendo
mi rostro. Tenía que salir de allí. Me solté y tiré la silla al suelo. Si pudiera
respirar un poco de aire, todo iría bien. Las voces que oigo dentro de mi cabeza
se callarían. Y esa espantosa música dejaría de sonar.
—¿Estás bien?
¡Respira, cariño, respira!
Ahora la música sube otra vez de tono, en una clave más alta que es incluso
más peligrosa y más inquietante que la baja.
Luego, a través del ruido, su voz dice:
—No olvides el abrigo, Albertine.
Y en ese momento me fui corriendo, a pesar de los obstáculos. Y,
recuperando mi voz el tiempo suficiente para gritar —¡Dejadme pasar!—, salí
huy endo una vez más, como una delincuente, entre la muchedumbre, hacia el
aire silencioso.
2

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Publicado el: sábado, 2 de febrero, a las 21.03
Acceso: restringido
Estado de ánimo: cáustico
Estoy escuchando: Voltaire: « Almost Human»

De modo que me encuentra casi atractivo. Eso me conmueve más de lo que soy
capaz de expresar con palabras. Saber que ella piensa en mí de esa manera —o
que al menos lo hizo durante un momento— hace que casi todo merezca la
pena…
Cuando Nigel vino, el día que murió, y o estaba revelando unas fotografías. Mi
iPod sonaba a todo volumen, por eso no oí que llamaban a la puerta.
—¡B. B.! —La voz de mamá era imperiosa.
Odio cuando me llama así.
—¿Qué? —Tiene un oído inquietantemente bueno—. ¿Qué estás haciendo?
Llevas horas ahí dentro.
—Estoy ordenando unos negativos.
Mamá tiene varios tipos de silencios. Ése era de desaprobación: a mamá no le
gusta lo de la fotografía, lo considera una pérdida de tiempo. Además, mi cuarto
oscuro es privado; el pestillo de la puerta la mantiene alejada de él. Dice que eso
no es sano, que ningún chico debería tener secretos con su madre.
—¿Qué pasa, mamá? —dije, al final.
Su silencio estaba empezando a pesarme; por un momento se hizo más
profundo, más meditabundo. Tenía algo en la mente; algo que no era bueno para
mí.
—¿Mamá? —dije—. ¿Sigues ahí?
—Tu hermano ha venido a verte —contestó.
Bueno, estoy seguro de que y a suponéis lo que ocurrió a continuación. Me
imagino que ella pensó que me lo merecía. Después de todo, conocía algunos de
sus secretos. Las cosas no sucedieron como en mi relato, pero debemos
permitirnos alguna licencia poética, ¿no? Nigel tenía genio, y y o nunca fui de los
que devuelven el golpe.
Supongo que habría podido mentir, como he hecho a menudo, pero creo que
y a era demasiado tarde; se había puesto en marcha algo que y a no se podía
parar. Además, mi hermano era un tipo arrogante, tan seguro de sus burdas y
violentas tácticas que nunca consideró la posibilidad de que tal vez hubiera otros
medios más sutiles, aparte de la fuerza bruta, de ganar una batalla entre él y y o.
Nigel nunca fue sutil. Quizás fuera por eso por lo que le amaba Albertine.
Después de todo, él era muy distinto de ella, un tipo franco y directo, fiel como
un perro.
¿Era eso lo que pensabas, Albertine? ¿Era así como le veías? ¿Cómo un reflejo
de la inocencia perdida? ¿Qué puedo decir? Estabas equivocada. Nigel no era
inocente. Era un asesino, igual que y o, aunque estoy seguro de que nunca te lo
dijo. Después de todo, ¿qué podría haber dicho? ¿Que a pesar de su pretendida
honestidad era tan falso como nosotros dos? ¿Que aceptó el papel que le ofreciste
y lo interpretó como un profesional?

El funeral fue increíblemente largo. Siempre suelen serlo, y cuando se


terminaron los canapés y los rollos de salchicha, aún había que pasar por el trago
de regresar a casa, sacar las fotografías, los suspiros y las lágrimas y los tópicos:
como si ella se hubiese preocupado alguna vez por él, como si mamá se hubiera
preocupado por alguien en toda su vida que no fuera Gloria Green…
Al menos fue rápido. El número uno, el gran éxito, el tópico de los tópicos,
seguido de cerca por clásicos del tipo: Al menos no sufrió y Es horrible la
velocidad a la que circulan por esa calle. Ahora, en el lugar donde mi hermano
tuvo el accidente hay un despliegue floral parecido al que tuvo la princesa
Diana…, aunque de proporciones más modestas, gracias a Dios.
Lo sé. Me sumé a la peregrinación. Mi madre, Adèle, Maureen y y o;
sinceramente tuy os en su color: mamá majestuosa, toda de negro, con un velo y
oliendo a L’Heure Bleue, por supuesto, cargada con un perro de peluche con una
corona en la boca…, un toque de color en el funeral.
No creo que pueda mirar, dice, con el rostro ladeado, recorriendo con su ojo
de águila las ofrendas que hay en el borde del camino, calculando mentalmente
el precio de un ramo de claveles, de una begonia y de un ramillete de tristes
crisantemos cogidos del jardín.
Será mejor que no sean de ella, dice, de forma bastante innecesaria.
Evidentemente, no hay nada que indique que la novia de Nigel hay a estado
jamás aquí, y mucho menos que hay a traído flores.
No obstante, mi madre no está muy convencida de ello y me manda a echar
un vistazo para que me deshaga de cualquier presente que no venga con tarjeta;
luego, deja el perro que sostiene en el borde del camino, lanzando un lastimero
suspiro.
Flanqueada por Adèle y Maureen, que la sostienen por los codos, se aleja
tambaleándose sobre unos tacones de quince centímetros que parecen lápices de
punta muy afilada y deja escapar un sonido que me hace estremecer como el de
la tiza en una pizarra.
—Al menos tienes a B. B., cariño.
Grandes éxitos, número cuatro.
—Sí. No sé qué haría sin él. —Su mirada es dura y carente de expresión. En
el centro de sus ojos hay un pequeño destello de luz. Tardo un poco en darme
cuenta que se trata de mi reflejo—. B. B. nunca me abandonaría. Él nunca me
decepcionaría.
¿Pronunció realmente esas palabras? Puede que lo hay a imaginado. Y, aun
así, eso es lo que ella lo considera: una traición. Perder a su hijo en brazos de otra
mujer y a era malo, pero perderlo en brazos de esa mujer, con todas las que
había…
Nigel debería haberlo sabido, por supuesto. Nadie puede escapar de Gloria
Green. Mi madre es como esa planta carnívora, la Nephentes distillatoria, que
atrae a sus presas con dulzura para luego sumergirlas en un ácido, cuando las
fuerzas y a las han abandonado.
Yo lo sé; he vivido con ella durante cuarenta y dos años, y la razón de que
hasta ahora no me hay a engullido es que el parásito necesita un señuelo, un cebo:
una criatura que se pose en la planta para convencer a las demás de que no hay
nada que temer…
Lo sé. No es ninguna hazaña, pero ser devorado vivo no es nada agradable. Es
el precio de ser leal a mamá, de guardar las apariencias. Además, ¿acaso no era
y o su favorito, el que fue entrenado en su vientre para ser un asesino? Y, después
de haberme librado de Mal, ¿por qué debería respetar a los otros dos?
Cuando era niño siempre pensaba que el sistema judicial era una
equivocación. Primero, un hombre comete un crimen. Luego (en el caso de que
sea detenido), se dicta una sentencia: cinco, diez, veinte años, en función del
crimen, evidentemente. Sin embargo, como muchos criminales no prevén el
coste que supone pagar esa deuda, seguramente tendría más sentido pagar el
crimen por adelantado que a plazos, y cumplir la condena antes de cometerlo,
tras lo cual, sin el proceso judicial, uno podría causar estragos cuando le viniera
en gana.
Imaginaos el tiempo y el dinero que se ahorraría en investigaciones policiales
y en interminables juicios, por no hablar de la innecesaria angustia y aflicción
del autor del delito, que nunca sabe si le detendrán o si se ha salido con la suy a.
Con este sistema creo que muchos de los crímenes más graves podrían evitarse,
y a que sólo unos pocos aceptarían pasarse toda la vida en la cárcel por un único
delito. En realidad, es muy probable que, a mitad de la sentencia, el futuro
criminal optara por salir libre, y a que sería inocente de todo delito, aunque puede
que perdiera su fianza. O tal vez para entonces hubiese ganado tiempo suficiente
para pagar por un crimen menor…, puede que una agresión con agravantes, una
violación o un robo…
¿Lo veis? Es un sistema perfecto. Es moral, barato y práctico, e incluso
ofrece la posibilidad de cambiar. Ofrece absolución. Pecado y redención, todo en
uno; karma gratis en el supermercado de Jesucristo.
Y y o y a he cumplido mi condena. Más de cuarenta años. Y ahora, con mi
puesta en libertad…
El universo me debe un asesinato.
3

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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: sábado, 2 de febrero, a las 22.03
Acceso: público
Estado de ánimo: criminal
Estoy escuchando: Peter Gabriel: « Family Snapshot»

Sus hermanos nunca lo quisieron demasiado, quizás porque era muy distinto a
ellos. Quizás estaban celosos de su don y de toda la atención que éste despertaba
por él. En cualquier caso, lo odiaban… Bueno, puede que Brendan —su hermano
vestido de marrón— no, porque era demasiado obtuso para odiar realmente a
nadie, pero desde luego Nigel, su hermano vestido de negro, sí le odiaba; el año
que nació Benjamin cambió tanto su carácter y desarrolló una personalidad tan
violenta que puede que se convirtiera en otro niño.
Asistió al nacimiento de su hermano pequeño con unos violentos arrebatos de
rabia que su madre no podía comprender ni controlar. En cuanto a Brendan —un
niño tranquilo, impasible y bondadoso por naturaleza—, lo primero que dijo al
saber que tenía un hermanito fueron: ¿Por qué, mamá? ¡Devuélvelo!
No eran unas palabras demasiado halagüeñas para Benjamin, que se vio
lanzado a este mundo cruel como si fuera un hueso que se tira a una jauría de
perros y donde sólo su madre podía defenderle y evitar que fuera devorado vivo.
Sin embargo, él era su talismán de ojos azules. Fue especial desde el día que
nació. Los otros dos iban a la escuela primaria, donde se columpiaban y se
deslizaban por el tobogán, poniendo su vida en peligro; se lastimaban en el campo
de fútbol y volvían a casa todos los días con cortes y magulladuras que su madre
nunca parecía advertir. No obstante, con Ben siempre estaba inquieta. Cuando se
hacía el menor rasguño, cuando tosía un poco, ella y a se preocupaba; el día que
volvió a casa con la nariz ensangrentada (a causa de una pelea en el cajón de
arena que se salió de madre), después de haber pasado por la enfermería, lo sacó
de la escuela y se lo llevó con ella cuando iba a limpiar.
Su madre limpiaba las casas de cuatro mujeres; ahora, en su cabeza, él las
veía todas de color azul. Vivían en el Village, y las separaba una distancia que no
llegaba a un kilómetro, en las avenidas arboladas que había entre Mill Road y el
extremo de White City.
Aparte de la señora Azul Eléctrico, que moriría repentinamente unos quince o
veinte años más tarde, también estaban la señora Azul Francés, que fumaba
Gauloises y a quien le gustaba Jacques Brel; la señora Azul Químico, que tomaba
veinte clases distintas de vitaminas y limpiaba la casa antes de que llegara su
madre (y probablemente también después de que se fuera), y, finalmente, la
señora Azul Bebé, que coleccionaba muñecas de porcelana y tenía una
buhardilla: era artista, o eso decía ella. Su marido era profesor de música en St.
Oswald, el instituto que había al final de la calle, donde su madre también hacía
la limpieza, pasaba la aspiradora por las aulas a las cuatro y media de la tarde,
todos los días lectivos, y arrastraba el viejo y enorme pulidor de suelos por lo que
parecían kilómetros de parqué.
A Benjamin no le gustaba St. Oswald. Odiaba su olor a rancio, la peste del
desinfectante y del abrillantador de suelos, el sabor de sándwich seco, de ratones
muertos, de carcoma y de tiza que se metía hasta el fondo de su garganta y que
le provocaba un catarro permanente. Al cabo de un tiempo, el mero hecho de
escuchar aquel nombre —ese sonido atragantado: Os-wald— le hacía recordar
ese olor. Desde el principio, aquel lugar le provocó pavor: le daban miedo los
profesores, con sus enormes trajes negros, y también los alumnos, con sus gorras
a ray as y sus chaquetas azules con insignias.
Sin embargo, le gustaban las mujeres para las que trabajaba su madre. Al
menos de entrada.
Es tan mono, decían. ¿Por qué no sonríe? ¿Quieres una galleta, Ben?
¿Quieres jugar?
Descubrió que le gustaba que le mimaran así. Tener cuatro años permite
ejercer un gran poder sobre las mujeres de cierta edad. Y muy pronto aprendió
a explotar ese poder: vio cómo un leve quejido podía preocuparlas de verdad y
que una sonrisa podía suponer una galleta o un regalo. Todas tenían su propia
especialidad: la señora Azul Químico le daba galletas de chocolate (aunque le
obligaba a comérselas en el fregadero); la señora Azul Eléctrico le ofrecía
rosquillas de coco; la señora Azul Francés, langues de chat. Sin embargo, su
favorita era la señora Azul Bebé, cuy o verdadero nombre era Catherine White, y
sus sándwiches de mermelada, sus galletas digestivas de chocolate, sus rosquillas
heladas y sus barquillos de color rosa, que siempre parecían estar especialmente
deliciosos, tal vez porque eran muy ligeros, como los volantes de su cama con
dosel y su colección de muñecas de porcelana, con sus pálidos y a veces
siniestros rostros mirando fijamente desde sus nidos de encaje y cretona.
Sus hermanos casi nunca los acompañaban, y las raras ocasiones en que lo
hacían, los fines de semana o durante las vacaciones, no llamaban la atención. A
los nueve años, Nigel y a era un bruto: era huraño y proclive a la violencia.
Brendan, que aún seguía siendo mono, también había gozado de algunos
privilegios, pero y a empezaba a perder su encanto infantil. Además, era un niño
patoso que siempre tiraba cosas, incluido, una vez, un reloj de sol que adornaba el
jardín de la señora White: se rompió al estrellarse contra el suelo y,
evidentemente, su madre tuvo que pagarlo. Por ello, tanto él como Nigel fueron
castigados —Bren por ser el causante del destrozo, y Nigel por no haberlo
impedido—, y después de eso ninguno de los dos volvió y Benjamin se quedó con
todo el botín.
¿Qué sacaba su madre de todas esas atenciones? Bueno, tal vez pensara que
alguien, en algún lugar, se enamoraría de ella, que en una de esas enormes casas
encontraría a un benefactor para su hijo. La madre de Ben tenían ambiciones,
unas ambiciones que ellas apenas entendía. Quizás las hubiera tenido desde
siempre o quizás nacieron durante todos esos días puliendo la plata de los demás o
mirando las fotos de sus hijos, vestidos con los trajes del día de su graduación. Él
comprendió casi desde el principio que sus visitas a esas casas iban a enseñarle
algo más que cómo limpiar el polvo de una alfombra o encerar un suelo de
madera. Su madre le dejó claro desde siempre que él era especial, que era
único, que estaba destinado a hacer cosas mucho más grandes que sus dos
hermanos.
Él nunca lo puso en duda, por supuesto. Ni ella tampoco. Sin embargo, a él las
expectativas de su madre le producían la misma sensación que tener un dogal en
torno a su cuellecito. Los tres sabían lo duro que trabajaba ella y que le dolía la
espalda de estar de pie o agachada todo el día; que a menudo tenía migrañas y
que las manos se le agrietaban y le sangraban. Desde que eran muy pequeños
iban de compras con ella, y mucho antes de que fueran a la escuela eran
capaces de sumar mentalmente la lista de la compra y comprobar el poco dinero
que quedaba para sus otros gastos…
Ella nunca lo manifestó abiertamente, pero, aun así, ellos sentían esa carga
sobre sus espaldas: la carga de las expectativas de su madre, su aterradora
certeza de que su sacrificio merecería la pena. Era el precio que tenían que
pagar y que, por mucho que nunca se expresara en voz alta, estaba implícito; una
deuda que nunca podría saldarse por completo.
Sin embargo, Ben siempre era el favorito. Todo cuanto hacía fortalecía las
esperanzas de su madre. A diferencia de Bren, era bueno practicando deportes, lo
cual le hacía ser competitivo. A diferencia de Nigel, le gustaba leer, fomentando
la creencia en su madre de que tenía talento. También sabía dibujar, y eso le
encantaba a la señora White, que no tenía expectativas y siempre había querido
tener un hijo. Por eso le mimaba y le daba golosinas; era una mujer guapa, rubia
y bohemia que le llamaba cielo, una mujer a la que le gustaba bailar y que a
veces se reía y gritaba sin motivo aparente. En secreto, los tres hermanos
deseaban que hubiera sido su madre…
La casa de la señora White era una maravilla. En el salón había un piano y,
encima de la puerta, un cristal de colores que los días soleados proy ectaba
reflejos rojos y dorados en el suelo pulido. Cuando su madre estaba trabajando,
la señora White se llevaba a Ben a su estudio, con sus lienzos amontonados y sus
rollos de papel de dibujo; le enseñaba a dibujar perros y caballos y le mostraba
las paletas y los tubos de pintura y a leer en voz alta los nombres de los colores,
como si fueran conjuros.
Viridiana. Celadón. Cromo. En ocasiones tenían nombres franceses, españoles
o italianos, y eso los hacía incluso más mágicos. Violetto. Escarlata. Pardo de
turba. Outremer.
—Éste es el lenguaje del arte, cielo —decía a veces la señora White.
Pintaba enormes lienzos con suaves tonos rosados y púrpuras siniestros, y
luego superponía fotos recortadas de revistas —la may oría cabezas de niñas—
que pegaba a la tela con barniz y adornaba con cintas de encaje.
A Benjamin no le gustaban demasiado, y aun así fue gracias a la señora
White como aprendió a distinguir los colores; a entender que su propio color tenía
un montón de matices; a diferenciar entre el azul zafiro y el ultramarino, a
apreciar sus texturas y captar sus olores.
—Éste es chocolate —decía él, señalando un tubo de pintura escarlata que
tenía unas fresas dibujadas en uno de los lados.
Escarlata, rezaba la etiqueta, y su olor era muy intenso, sobre todo si se ponía
bajo la luz del sol; sentía que la felicidad invadía su cabeza y veía motas que
resplandecían y flotaban como si fueran bolitas de chocolate alejándose por el
aire.
—¿Cómo es posible que el chocolate sea rojo?
Por aquel entonces estaba a punto de cumplir siete años, y aun así era incapaz
de explicárselo. Ella le decía que simplemente era así, de la misma forma que
Nut Brown (avellana) era una sopa de tomate, y eso le ponía nervioso, y que el
verde veronese era regaliz, y el amarillo naranja era el olor de la col hervida, que
siempre le revolvía el estómago. A veces bastaba con escuchar los nombres,
como si los sonidos tuviesen alguna clase de alquimia, provocando en las volátiles
palabras una explosión de júbilo llena de olores y colores.
Al principio él dio por sentado que todo el mundo poseía ese talento, pero
cuando se lo mencionó a sus hermanos, Nigel le pegó y le dijo que era un friqui;
Brendan, por su parte, le miró confundido y le preguntó: ¿Eres capaz de oler las
palabras, Ben? Después de eso, a menudo sonreía y arrugaba la nariz cada vez
que veía a Ben, como si él también pudiera captar las cosas de la misma forma
que su hermano, imitando lo que solía hacer, aunque sin burlarse de él. En
realidad, el pobre Brendan envidiaba a Ben; el torpe, rechoncho y asustadizo
Bren, siempre rezagado, siempre metiendo la pata.
El don de Ben carecía de sentido para su madre, aunque sí lo tenía para la
señora White, que lo sabía todo acerca del lenguaje de los colores y a la que le
gustaban las velas aromáticas —unas muy caras, francesas—, que según su
madre era como quemar dinero, aunque olían de maravilla: a violetas, a salvia, a
pachuli, a cedro y a rosas.
La señora White conocía a alguien —en realidad era un amigo de su marido
— que entendía de estas cosas, y le explicó a la madre de Ben que puede que su
hijo fuera especial, que era lo que ella había creído siempre, aunque él lo
dudaba. La señora White prometió que les pondría en contacto con ese hombre,
el doctor Peacock, que vivía en una de esas mansiones antiguas que había detrás
de los terrenos de juego de St. Oswald, en la calle a la que su madre siempre se
había referido como la avenida de los millonarios.
El doctor Peacock tenía sesenta y un años, había sido director de St. Oswald y
había publicado varios libros. A veces se le veía en el Village: un hombre con
barba, vestido con una chaqueta de tweed y sombrero, que paseaba a su perro.
Era bastante excéntrico, según dijo la señora White con una compungida sonrisa,
y gracias a algunas inteligentes inversiones tenía más dinero que sentido
común…
Evidentemente, su madre no lo dudó. Ella, que prácticamente no tenía oído,
nunca había prestado demasiada atención a la forma en que su hijo percibía los
sonidos y las palabras, lo cual, cuando fue consciente de ello, atribuy ó al hecho
de que era sensible…, su explicación para la may oría de las cosas. Sin embargo,
la idea de que tal vez tuviera un don venció rápidamente su escepticismo.
Además, ella necesitaba un benefactor, un mecenas para su chico de ojos azules,
que y a empezaba a tener problemas en la escuela y necesitaba una influencia
paternal.
El doctor Peacock —que no tenía hijos, estaba retirado y, lo más importante
de todo, era rico— debió parecerle un sueño hecho realidad. De modo que fue en
busca de su ay uda y organizó una serie de encuentros que fueron como una
especie de filtros colocados frente al objetivo de una cámara que colorearon los
siguientes treinta y tantos años con sombras cada vez más profundas.
Por supuesto, ella no podía saberlo. Bueno, ¿cómo podía saber alguno de ellos
lo que saldría de aquellos encuentros? ¿Y quién podía imaginarse que todo
acabaría así, con dos de los hijos de Gloria muertos y chicodeojosazules
indefenso y atrapado, como esos bichos de la play a que acaban, olvidados, bajo
el sol?

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Esto es muy bueno, chicodeojosazules. Me encanta tu forma de
emplear las imágenes. Veo que recurres a las anécdotas personales más de
lo que acostumbras a hacerlo. ¡Buena idea! ¡Espero seguir ley endo!
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Gracias…
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Publicado el: domingo, 3 de febrero, a las 01.15
Acceso: público
Estado de ánimo: sereno
Estoy escuchando: David Bowie: « Heroes»

Él nunca había conocido a ningún millonario. Se imaginaba que sería un hombre


con un sombrero de copa, como Lord Snooty, el personaje de cómic. O tal vez
con un monóculo y un bastón. En cambio, el doctor Peacock era más bien
descuidado, con su chaqueta de tweed y su pajarita; se quedó mirando a Ben con
sus ojos de color azul pálido desde detrás de sus gafas de montura metálica y
dijo: Ah, tú debes de ser Benjamin, con una voz parecida al tabaco y a la tarta de
café.
Su madre estaba nerviosa; iba de punta en blanco, y había obligado a Ben a
ponerse el uniforme nuevo de la escuela: pantalones azul marino, jersey azul
celeste, algo parecido a los colores de St. Oswald, aunque su escuela no tenía un
uniforme concreto y la may oría de los alumnos llevaban vaqueros. Nigel y Bren
también estaban con ellos —no los dejaba solos en casa porque no se fiaba— y
les había ordenado que se estuviesen quietos, que guardasen silencio y que no se
atrevieran a tocar nada.
Ella quería causar buena impresión. El primer año de Ben en la escuela
primaria no había sido demasiado brillante, y por entonces casi toda la gente de
White City sabía que el hijo menor de Gloria Winter había sido enviado a casa
por haberle clavado un compás en la mano a un niño que lo había llamado
marica de mierda, y que tan sólo la belicosa intervención de su madre había
impedido que lo expulsaran.
Estaba por ver si la noticia habría llegado al Village. Sin embargo, Gloria
Winter no corrió ningún riesgo, y era el Benjamin más angelical el que estaba en
las escaleras de la mansión aquel apacible día de octubre, mientras escuchaba el
sonido de la campana, que era de color rosa, blanco y plateado, y observaba la
punta de sus zapatillas mientras el doctor Peacock se acercaba a la puerta.
Evidentemente, no tenía ni la menor idea de lo que significaba la palabra
marica. Pero eso fue lo que ocurrió: hubo bastante sangre, y a pesar de que no
tuvo la culpa, el hecho de que no hubiese demostrado remordimiento alguno —en
realidad, parecía haber disfrutado con el altercado— preocupó mucho a su
profesora, una mujer a la que podríamos llamar señora Azul Católico, quien (al
parecer de una forma bastante pública) era partidaria de creencias tan divertidas
como la inocencia infantil, el sacrificio del hijo de Dios y la vigilante presencia
de los ángeles.
Lamentablemente, su nombre olía a ray os, como el incienso barato y el
estiércol, y eso distraía la atención de Ben y provocó unos cuantos incidentes,
cuy o punto culminante fue la exclusión de Ben; su madre culpó de ello a la
escuela, dijo que él no tenía la culpa de que ellos no supiesen tratar a un chico
con talento y les prometió que recibirían su justo castigo a través de la prensa
local.
El doctor Peacock era diferente. Su nombre olía a chicle, un aroma muy
apetecible para un niño; además, aquel hombre le hablaba como si fuera un
adulto, con palabras que se deslizaban por su lengua como bolas de chicle
multicolores salidas de una de esas máquinas que había en las tiendas de
golosinas.
—Ah, tú debes de ser Benjamin.
Él asintió con la cabeza. Le gustaba esa seguridad. Detrás del doctor Peacock,
más allá de una puerta que conducía desde el porche hasta el vestíbulo, había un
bulto peludo de color blanco y negro que se dirigía a toda velocidad hacia nuestro
héroe y que resultó ser un jack russell y a may or que empezó a ladrar y a
revolotear a su alrededor.
—Mi erudito colega —dijo el doctor Peacock, a modo de explicación. Luego,
dirigiéndose al perro, añadió—: Deja pasar a nuestros visitantes hasta la
biblioteca.
Acto seguido, el perro dejó de ladrar y se retiró para dejarles entrar en la
casa.
—Por favor —dijo el doctor Peacock—. Pasen; tomaremos un poco de té.
Y eso fue lo que hicieron. Early Grey sin azúcar ni leche, acompañado con
unas galletas de mantequilla que quedaron grabadas en su mente para siempre,
como la infusión de tila de Proust, un conducto para la memoria.
Lo que actualmente tenía chicodeojosazules eran recuerdos en lugar de
conciencia. Eso era lo que le había mantenido allí durante tanto tiempo,
empujando la silla de ruedas de un anciano por los caminos llenos de maleza de
la mansión; haciendo su colada; ley éndole en voz alta; preparando tostadas para
acompañar los huevos pasados por agua. Y a pesar de que la may or parte del
tiempo aquel anciano no tenía ni la menor idea de quién era, él nunca se quejó ni
le falló —ni una sola vez—, recordando esa primera taza de té Earl Grey y la
forma en que le miraba el doctor Peacock, como si él también fuera especial…
La habitación era grande y el suelo estaba cubierto por una alfombra con varios
tonos de marrón y rojo. Había un sofá; algunas sillas; estanterías con libros que
cubrían tres paredes; una enorme chimenea frente a la cual estaba el cesto para
el perro; una tetera marrón tan grande como las de Mad Hatter; galletas y
algunas cajas de cristal llenas de insectos. Sin embargo, puede que lo más curioso
de todo fueran unas alas que colgaban del techo y que los tres niños se quedaron
mirando fijamente desde el sofá donde se habían sentado, junto a su madre;
querían decir algo, pero no se atrevían a hacerlo.
—¿Qué…, qué es eso? —preguntó chicodeojosazules, indicando una de las
cajas.
—Polillas —contestó el doctor, con expresión complacida—. En muchos
aspectos son como las mariposas, aunque su diseño resulta mucho más sutil y
fascinante. Ésta, la de la cabeza peluda —añadió, señalando el cristal con un dedo
—, es la polilla halcón, la Laothoe populi. Y la que está al lado, ésta de color rojo
y marrón, es la Tyria jacobaeae, la polilla cinabrio. Y ésta tan pequeña —
prosiguió, indicando una cosa de color marrón que a chicodeojosazules le pareció
una hoja seca— es la Smerinthus ocellata, la esfinge ocelada. ¿Ves que tiene los
ojos azules?
Chicodeojosazules asintió con la cabeza, en silencio, impresionado no tan sólo
por las polillas, sino también por la tranquila autoridad con la que el doctor
Peacock pronunciaba las palabras. Luego le señaló otra caja que colgaba encima
del piano, en la que chicodeojosazules vio que había sólo una polilla, enorme, de
un color verde lima que recubría un polvoriento terciopelo.
—Y esta jovencita —dijo el doctor Peacock, en tono cariñoso— es la reina de
mi colección. La Actias luna, procedente de Norteamérica. Me la traje cuando
era una crisálida hace…, ¡uf!…, más de treinta años. Me senté en esta habitación
para contemplar su metamorfosis y filmé todo el proceso. No puedes imaginarte
lo emocionante que es ver emerger una criatura así de su capullo, ver cómo
despliega sus alas y echa a volar…
No debió de ir muy lejos, pensó chicodeojosazules. Seguro que sólo llegó hasta
el bote de cristal…
Sin embargo, decidió ser prudente y morderse la lengua. Su madre estaba
nerviosa; tenía las manos sobre su regazo y chasqueaba lo dedos, moviendo sus
anillos.
—Yo colecciono perros de porcelana —dijo—. Eso nos convierte a ambos en
coleccionistas.
El doctor Peacock sonrió.
—Qué bien. Tengo que enseñarle mi figurita de la dinastía Tang.
Chicodeojosazules sonrió para sí mismo al ver la expresión del rostro de su
madre. Él no tenía ni idea de cómo era una figurita de la dinastía Tang, pero
supuso que debía de ser algo tan distinto de la colección de perros de porcelana
de su madre como esa polilla lo era de esa criatura, parecida a una hoja seca,
que estaba hecha un ovillo sobre sus llamativos e inútiles ojos.
Su madre le dedicó una mirada de reprobación y él comprendió que tarde o
temprano tendría que pagar por haber hecho que pareciera tonta. Pero de
momento sabía que estaba a salvo, y echó un vistazo lleno de creciente
curiosidad a la casa del doctor Peacock. Aparte de todas las cajas de polillas, vio
que de las paredes colgaban algunos cuadros…, no eran pósteres, sino pinturas de
verdad. Salvo a la señora White, con sus collages de color rosa y púrpura, nunca
había conocido a nadie que tuviera cuadros de verdad.
Sus ojos se posaron en un esmerado estudio de un barco dibujado con sutiles
trazos de tinta, tras el cual se extendía una larga play a de tono muy pálido, con un
fondo de cabañas y cocoteros y montañas de forma cónica rodeadas de neblina.
Le llamó la atención, aunque no sabía por qué. Puede que fuera por el cielo, por
la tinta de color té o por la pátina del paso del tiempo que resplandecía a través
del cristal, como el brillo de una exquisita uva dorada…
El doctor Peacock lo sorprendió de nuevo mirando.
—¿Sabes dónde está eso? —preguntó.
Chicodeojosazules negó con la cabeza.
—Es Hawái.
Ha-wái.
—Quizás lo visites algún día —le dijo el doctor Peacock, sonriéndole.
Y así fue como, tan sólo con una palabra, chicodeojosazules fue
coleccionado.

Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: Tío, creo que estás perdiendo el tiempo. Sólo dos relatos en
todos estos días y todavía no has matado a nadie J
chicodeojosazules: Dame tiempo. Estoy en ello…
ClairDeLune: Muy bueno, chicodeojosazules. ¡Demuestras francamente mucha
valentía al escribir estos recuerdos tan dolorosos! ¿Lo hablamos más a fondo
en nuestra próxima sesión?
chrysalisbaby: bravo me ha encantado (abrazos)
5

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Publicado el: domingo, 3 de febrero, a las 02.05
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Estado de ánimo: poético
Estoy escuchando: The Zombies: « A Rose for Emily »

Luego se llevó a los tres niños a su rosaleda, mientras su madre se tomaba el té


en la biblioteca y el perro jugaba en el césped. Les mostró sus rosas y les ley ó
los nombres que estaban escritos en las etiquetas metálicas sujetas a los tallos.
Adelaide de Orleans. William Shakespeare. Nombres con propiedades mágicas
que despertaban su olfato y les cosquilleaban la nariz.
Al doctor Peacock le encantaban sus rosas, sobre todo las más antiguas; las
que más pétalos tenían; las de color carne, las azul grisáceas y las de color hueso,
que eran, según él, las que tenían el aroma más embriagador. En el jardín del
doctor Peacock, los tres hermanos aprendieron a distinguir una flor de seda de
una flor del Alba, una rosa de Damasco de una Gallica, y Benjamin
coleccionaba sus nombres igual que en una ocasión lo había hecho con los que
estaban inscritos en los botes de pintura, nombres que hacían que su cabeza diese
vueltas y cuy as resonancias iban más allá de los colores y los aromas: desde la
rosa de Rescht, una flor de color rojo oscuro que olía a chocolate amargo a Boule
de Neige, la Tour de Malakoff, la Belle de Crécy y la Albertine, su favorita, de un
olor almizcleño, rosa pálido, pasado de moda, como el de las muchachas con
vestidos de verano blancos que tomaban una limonada de color rosado en la
hierba que, según Ben, olían a delicias turcas…
—¿Delicias turcas? —preguntó el doctor Peacock, con un brillo de interés en
la mirada—. ¿Y ésta, la Rosa Mundi?
—Huele a pan.
—¿Y esta otra, la Cécile Brunner?
—A coches. A gasolina.
—¿En serio? —dijo el doctor Peacock, mirándole, pero no enfadado, tal y
como había esperado chicodeojosazules, sino totalmente fascinado.
De hecho, al doctor Peacock todo lo referente a Benjamin le parecía
fascinante. Resultaba que la may oría de sus libros trataban sobre algo que él
llamaba sinestesia, que sonaba como algo que le aplicaban a la gente en el
hospital, pero que en realidad era una condición neurológica, según decía él, y
que significaba que la madre de Benjamin estaba en lo cierto y que su hijo
siempre había sido especial.
Los niños no entendían nada, pero el doctor Peacock decía que era algo que
estaba relacionado con el funcionamiento de las partes sensoriales del cerebro:
allí había un cruce de cables que enviaban señales contradictorias desde esos
complejos manojos de nervios.
—¿Se refiere a algo así como un su… supersentido? —le interrumpió
chicodeojosazules, pensando vagamente en Spiderman, en Magneto e incluso en
Hannibal Lecter (como se puede ver, se alejaba del territorio seguro del espectro
para adentrarse en el de los personajes malvados).
—Exactamente —repuso el doctor Peacock—. Y cuando descubramos cómo
funciona, puede que con nuestros conocimientos podamos ay udar a la gente…,
por ejemplo, a personas que han sufrido un derrame cerebral o un traumatismo
craneal. El cerebro es una herramienta muy compleja. Y a pesar de todos los
logros de la ciencia y de la medicina moderna, aún sabemos muy poco acerca
de él: cómo almacena y accede a la información y cómo se traduce dicha
información…
El doctor Peacock les explicó que la sinestesia puede manifestarse de
múltiples maneras. Las palabras pueden tener colores; los sonidos, formas, y los
números, luz. Había gente que nacía con ella, mientras que otros la adquirían por
asociación. La may oría de los sinestetas eran visuales, aunque había otros tipos
de sinestesia que permitían traducir las palabras en gustos y olores; asimismo, los
colores podían provocar migrañas. En resumen, dijo el doctor Peacock, un
sinesteta era capaz de ver la música, saborear el sonido y captar los números
como si fueran formas o texturas. Había, incluso, una sinestesia con un efecto
espejo: gracias a una empatía extrema, el sujeto podía experimentar realmente
las sensaciones físicas de otra persona…
—¿Quiere decir que si ve a alguien a quien están golpeando y o también
podría sentir lo mismo que él?
—Es fascinante, ¿verdad?
—Pero… ¿cómo lo hacen para ver una película de gángsteres, en la que la
gente es asesinada o recibe una paliza?
—Me temo que no querrán ver eso, Benjamin. Para ellos sería un trastorno
demasiado fuerte. Todo es cuestión de sugestión, ¿sabes? Ese tipo de sinestesia
haría que la persona fuera extremadamente sensible.
—Mamá dice que y o soy sensible.
—Estoy seguro de ello, Benjamin.
Por entonces, Benjamin era cada vez más sensible, no sólo a las palabras y los
nombres, sino también a las voces, a sus tonos y sus acentos. Evidentemente,
antes y a era consciente de que la gente tenía acento. Siempre había preferido la
voz de la señora White a la de su madre, o a la de la señora Azul Católico, que
hablaba con un cáustico gangueo de Belfast que le producía picor en la nariz.
Sus hermanos hablaban como el resto de los chicos de la escuela. Se lanzaban
juramentos con palabrotas que apestaban a jaula de monos. Su madre se
esforzaba, pero sin éxito; su acento cambiaba, según la gente con la que estaba.
Con el doctor Peacock era especialmente malo: pinchaba las palabras, como si
fueran agujas en un ovillo de lana.
Chicodeojosazules era consciente de los esfuerzos que hacía para tratar de
impresionarle; estaba tan avergonzado que sentía náuseas. Él no quería sonar así,
y por eso imitaba al doctor Peacock. Le gustaba su vocabulario, la forma en que
decía: Si me hace el favor; Tenga la amabilidad de prestar atención a esto; o ¿Con
quién hablo?, cuando estaba al teléfono. El doctor Peacock sabía latín, francés,
griego, italiano, alemán e incluso japonés, y cuando hablaba en inglés hacía que
sonara como un idioma distinto, mejor, un idioma capaz de distinguir entre dos
palabras que sonaban de forma muy parecida, como si fuera un actor recitando
a Shakespeare. Le hablaba así incluso a su perro; le decía: Ten la amabilidad de
dejar de roer la alfombra, o ¿Te apetece dar un paseo por el jardín, mi erudito
colega? Lo más extraño de todo, pensaba chicodeojosazules, era que el perro
parecía responderle, lo cual le hacía preguntarse si a él también podrían
entrenarle para perder sus malas costumbres.

Desde su punto de vista, el doctor Peacock estaba tan impresionado con el talento
de Ben que prometió ocuparse personalmente de la educación del muchacho —
mientras se comportara en la escuela— y prepararlo para el examen de ingreso
de St. Oswald, a cambio de lo que él llamaba unas pruebas y a condición de que
todo lo que ocurriera durante sus sesiones pudiera incluirlo en el libro que estaba
escribiendo, la culminación de un estudio al que había dedicado toda su vida y
para el cual había entrevistado a muchos sujetos, aunque a ninguno tan joven y
prometedor como el pequeño Benjamin Winter.
Su madre estaba encantada, por supuesto. St. Oswald era la culminación de
todas sus esperanzas y de sus calladas ambiciones, de todos los sueños que
siempre había tenido. El examen de ingreso sería dentro de tres años, pero ella
hablaba como si se tratara de algo inminente; prometió ahorrar hasta el último
penique, mimó a Ben más de lo que nunca lo había hecho y le dejó muy claro
que iba a tener una oportunidad increíble, una oportunidad que le debía a ella…
Él estaba menos entusiasmado. St. Oswald seguía sin gustarle. A pesar de la
chaqueta azul marino y la corbata (que le quedarían perfectas, según su madre),
había visto y a lo suficiente como para ser consciente de que allí no encajaba: no
encajaba su cara, no encajaba su pelo, no encajaba su casa, no encajaba su
nombre…
Los chicos que iban al St. Oswald no se llamaban Ben. Los chicos que iban al
St. Oswald se llamaban Leon, Jasper, Rufus o Sebastian. Un chico del St. Oswald
podía pasar desapercibido incluso con un nombre como Orlando y conseguir que
sonara a menta. Incluso Rupert suena más o menos bien cuando se pega a una
chaqueta azul marino de St. Oswald. Sin embargo, él sabía que Ben sería un azul
equivocado que olería a la casa de su madre, a grandes cantidades de
desinfectante, a poco espacio y a demasiada comida frita, que no olería lo
suficiente a libros y sí al fuerte e inevitable hedor de sus hermanos.
No obstante, el doctor Peacock dijo que no había por qué preocuparse. Tres
años eran mucho tiempo. Mucho tiempo para que él pudiera preparar a Ben y
convertirlo en un chico de St. Oswald. Ben tenía potencial, según decía…, una
palabra roja, como una goma elástica muy tensa, lista para salir volando hacia la
cara de alguien…
Así pues, él accedió. ¿Qué otra elección le quedaba? Él era, después de todo,
la may or esperanza de su madre. Además, quería complacerlos a ambos —
sobre todo al doctor Peacock—, y si eso significaba St. Oswald, entonces estaba
dispuesto a aceptar el desafío.
Nigel iba al Sunny bank Park, el enorme instituto que había al final de White
City. Lo formaban una serie de bloques de cemento, con una alambrada de
pinchos en el tejado que le daba el aspecto de una cárcel. Olía como un zoo,
aunque a Nigel no parecía importarle. Brendan, que tenía nueve años y también
estaba condenado a ir al Sunny bank Park, no daba muestras de tener ninguna
habilidad fuera de lo normal. El doctor Peacock les había hecho pruebas a
ambos, y ninguno de ellos pareció interesarle demasiado. A Nigel lo descartó de
inmediato y a Brendan al cabo de tres o cuatro semanas porque no estaba
dispuesto a colaborar.
Nigel tenía doce años y era agresivo y temperamental. Le gustaba el rock
duro y las películas con explosiones. En el instituto, nadie se metía con él.
Brendan era su sombra, un niño blando y sin carácter que sólo conseguía
sobrevivir gracias a la protección de Nigel, como esas criaturas simbióticas que
viven entre tiburones y cocodrilos, a salvo de los depredadores gracias a que no
les sirven de nada a sus anfitriones. Mientras que Nigel era bastante inteligente
(aunque nunca se molestó en hacer nada), Bren era un completo inútil: era
negado para los deportes, en las clases no se enteraba de nada, era perezoso y le
costaba expresarse; según su madre, un perfecto candidato para la cola del paro
o, en el mejor de los casos, para trabajar en una hamburguesería…
Sin embargo, Ben estaba destinado a cosas más importantes. Cada dos
sábados, mientras Nigel y Brendan montaban en bicicleta o jugaban con sus
amigos en la calle, él iba a casa del doctor Peacock —la casa que él llamaba la
mansión— y por las mañanas se sentaba en el enorme sillón de su despacho,
tapizado en cuero de color verde botella, y leía libros de tapa dura y aprendía
geografía observando un globo terráqueo de colores que tenía los nombres
escritos en letra muy pequeña —Iroquois, Rangún, Azerbaijyán—, nombres
arcanos, obsoletos, mágicos como los cuadros de la señora White, que olían
remotamente a ginebra y a mar, a pimienta molida y a especias acres, como el
fresco sabor de una libertad que él ansiaba experimentar. Si hacía girar muy
deprisa el globo, los océanos y los continentes se perseguían a tanta velocidad que
al final todos los colores se fundían en uno solo, en un único y perfecto tono azul:
azul océano, azul celeste, azul Benjamin…
Por las tardes hacían otras cosas: miraban fotografías y escuchaban sonidos,
lo cual formaba parte de la investigación del doctor Peacock; Ben no lo entendía,
aunque se sometía obedientemente a ello.
Había libros con letras y números dispuestos según modelos que él debía
identificar y una biblioteca con grabaciones de sonidos. Había preguntas como:
¿De qué color son los miércoles? o ¿Qué número es el verde?… y formas con
intrigantes nombres inventados, pero él nunca daba respuestas erróneas, lo cual
significaba que el doctor Peacock estaba satisfecho y que su madre siempre se
sentía orgullosa de él.
A él le gustaba ir a esa casa enorme y antigua, con su biblioteca, su estudio y
su archivo de cosas olvidadas: discos; cámaras, fajos de fotografías amarillentas
de bodas, familias y niños vestidos de marinero que habían fallecido hacía
mucho tiempo, con sonrisas forzadas de mira el pajarito. Él tenía dudas con
respecto a St. Oswald, pero era agradable estudiar con el doctor Peacock, que le
llamaran Benjamin y escucharlo hablar de sus viajes, su música, sus estudios y
sus rosas.
Lo más importante era que allí era alguien. Allí era especial: un sujeto, un
caso. El doctor Peacock le escuchaba. Apuntaba sus reacciones frente a diversas
clases de estímulos y luego le preguntaba qué había sentido exactamente. A
menudo grababa sus respuestas con su pequeño dictáfono, refiriéndose a Ben
como Chico X para proteger su anonimato.
Chico x. Eso le gustaba. En cierto modo hacía que sonara importante, un
chico con poderes especiales…, con talento. En realidad, no es que fuera
particularmente talentoso. En la escuela era un alumno medio que nunca
destacaba demasiado. En cuanto a sus dones sensoriales, que era como los
llamaba el doctor Peacock —esos sonidos que se traducían en olores y colores—,
si pensaba detenidamente en ello era algo que siempre había creído que todo el
mundo experimentaba como lo hacía él, y aun cuando el doctor le aseguraba que
se trataba de una aberración, seguía pensando que él era normal y que los raros
eran los demás.

La palabra serenidad es gris [dice el doctor Peacock en su trabajo


titulado « El Chico x y la sinestesia adquirida a una edad temprana» ],
aunque sereno es azul marino, con un ligero sabor a anís. Los números no
tienen ningún color, pero los nombres de lugar y de personas a menudo
vienen muy cargados, a veces de una forma irrefrenable, a menudo con
colores y sabores. En algunos casos, hay una clara correlación entre esas
extraordinarias impresiones sensoriales y los acontecimientos que el
Chico x ha vivido, lo cual sugiere que esa clase de sinestesia puede ser
en parte el resultado de una asociación más que meramente congénita.
No obstante, aun en ese caso, se puede observar un número de
interesantes reacciones físicas ante esos estímulos, incluida la salivación
como una respuesta directa a la palabra «escarlata», que según el Chico
x huele a chocolate, así como una sensación de mareo asociada al color
rosa, que según el Chico x tiene un fuerte olor a gas.

En esos momentos le hacía sentir muy importante, como si ambos estuvieran


haciendo algo por el bien de la ciencia. Y cuando se publicara su libro, decía el
doctor, tanto él como el Chico x se harían famosos. Puede que incluso obtuvieran
un premio de investigación.
En realidad, Ben estaba tan absorto en sus clases en casa del doctor Peacock
que apenas se acordaba de las señoras cuy as casas iba a limpiar su madre y que
con tanta asiduidad le habían mimado antes. Por entonces tenía otras
preocupaciones más acuciantes, y la investigación del doctor Peacock había
ocupado el lugar de las muñecas y los cuadros.
Ése fue el motivo de que, seis meses después, cuando un día vio a la señora
White en el mercado, le sorprendió comprobar cuánto había engordado, como si,
después de su desaparición, se hubiese comido sola todas esas latas de galletas
Family Circle. ¿Qué había ocurrido?, se preguntó a sí mismo. La atractiva señora
White había echado una prominente barriga y se dirigía balanceándose hacia el
puesto de frutas y verduras, con una bobalicona sonrisa en la cara.
Su madre le contó la buena noticia: por fin, después de casi diez años de
intentarlo sin éxito, la señora White se había quedado embarazada. Por alguna
razón, su madre estaba entusiasmada, seguramente porque eso significaría más
horas de trabajo. Sin embargo, chicodeojosazules sintió cierto malestar. Pensó en
su colección de muñecas, en sus inquietantes rostros de mujer y sus pelos
alborotados, y se preguntó si se habría deshecho de ellas ahora que iba a tener un
bebé de verdad.
Pensar en ello le provocaba pesadillas: todas esas muñecas de mirada fija y
lastimera, con sus vestidos antiguos de seda y encaje, abandonadas en algún cubo
de basura, con la ropa hecha jirones, descolorida por la lluvia, y sus cabezas de
porcelana abiertas entre latas y botellas.
—¿Niño o niña? —preguntó su madre.
—Una niña. Voy a llamarla Emily.
Emily. E-mi-ly, tres sílabas, como un golpe en la puerta del destino. Un
nombre extraño y pasado de moda, comparado con esas Ky lies, Tracey s y
Jades…, unos nombres que apestaban a Impulse y a brillantina y destacaban en
colores chillones, mientras que el de ella era de un apagado y polvoriento color
rosa, como el del chicle, como el de las rosas…
Sin embargo, ¿cómo podía saber chicodeojosazules que un día ella le llevaría
hasta allí? Y ¿cómo podía haber supuesto alguien que ambos estarían tan unidos
—víctima y depredador, hermanados como una rosa creciendo a través de un
cráneo humano— sin ni siquiera saberlo?

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me gusta el camino que está tomando esto. ¿Es parte de algo más
extenso?
chrysalisbaby: ¿va en serio eso de los colores? ¿has tenido que investigar mucho?
chicodeojosazules: No tanto como te imaginas J Me alegra que te hay a gustado,
Chry ssie!
chrysalisbaby: de nada cielo (abrazos)
JennyTrucos: (comentario borrado).
6

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Publicado el: domingo, 3 de febrero, a las 02.54
Acceso: restringido
Estado de ánimo: en blanco

Cuando murió papá lloré a mares. Las películas malas me hacen llorar. Las
canciones tristes me hacen llorar. Los perros muertos, los anuncios de la
televisión, los días lluviosos y los lunes me hacen llorar. Entonces…, ¿por qué no
he derramado ni una sola lágrima por Nigel? Sé que el Réquiem de Mozart o el
Adagio de Albinoni ay udan a llorar, pero eso no es dolor, sino exceso, ese que
tanto le gusta a Gloria Winter.
Hay gente a la que le encanta dar el espectáculo en público. El funeral de
Emily fue un buen ejemplo de ello. Había montones de flores y de ositos de
peluche; la gente lloraba abiertamente, en la calle. Lloraba la nación entera…,
pero no por una niña. Quizás lo hacía por la pérdida de la inocencia, por lo
apestoso de todo el asunto, por su propia avaricia, que al final se la había tragado
entera. El fenómeno Emily White, que a lo largo de los años había provocado
tanto alboroto, terminó con un gemido: una pequeña lápida en el cementerio de
Malbry y un vitral en la iglesia, costeado por el doctor Peacock, lo que causó la
indignación de Maureen Pike y sus amigas, a quienes les pareció inapropiado que
aquel hombre tuviera cualquier vínculo con la iglesia, con el Village y con Emily.
Ahora nadie habla de ello. La gente tiende a dejarme en paz. En Malbry soy
invisible y disfruto de mi falta de notoriedad. Gloria dice que soy sosa; la oí en
una ocasión por teléfono, cuando ella y Nigel hablaban.
No entiendo que aún estés con ella, decía. Es sosa e insignificante. Sé que debe
darte lástima, pero…
Mamá, ¡no me da lástima!
Pues claro que sí. Vaya tontería…
Mamá, una palabra más y cuelgo.
Sientes lástima por ella porque es…
Clic.
Una día la oí en el Zebra: Sabe Dios qué verá en ella. Le da pena, eso es todo.
Resulta increíble que alguien como y o pudiera atraer a un hombre por algo
más que la compasión. Porque Nigel era guapo, y y o, en cierto modo, estaba
estropeada. Tenía un pasado; era peligrosa. Nigel era un hombre sincero…, me lo
contó todo sobre él aquella noche, mientras estábamos tumbados contemplando
las estrellas. Sin embargo, algo que no me contó —fue Eleanor Vine quien lo dijo
— fue que siempre vestía de negro: un interminable desfile de vaqueros negros,
chaquetas negras, camisetas negras y botas negras. Es más fácil de lavar, dijo,
cuando al final le pregunté. Puedes mezclarlo todo.
¿Pronunciaría mi nombre al final? ¿Supo que había que culparme a mí? ¿O él
sólo vio una imagen borrosa, un viraje brusco hacia la nada? Todo empezó de un
modo inofensivo. Éramos unos críos. Éramos inocentes. Incluso él lo era, a su
manera…, chicodeojosazules, el que me persigue en sueños.
Después de todo, puede que fuera la culpa lo que ay er me provocó el ataque
de pánico. Culpa, fatiga y nervios, eso fue todo. Emily White se fue hace mucho
tiempo. Murió a los nueve años, y nadie la recuerda y a, ni papá, ni Nigel, ni
nadie.
Y y o, ¿quién soy ahora? No soy Emily White. No seré, no soy Emily White.
Y tampoco puedo volver a ser y o misma otra vez, no ahora que papá y Nigel
están muertos. Quizás tan sólo pueda ser Albertine, el nombre que me he
asignado a mí misma on-line. Albertine tiene algo de dulzura. Es dulce y más
bien nostálgico, como el nombre de la heroína de Proust. No sé muy bien por qué
lo escogí. Quizás fuera por chicodeojosazules, que sigue oculto en el fondo de
todo esto, y a quien he tratado de olvidar desde hace mucho tiempo…
No obstante, una parte de mí debe haber recordado. Alguna parte de mí debía
saber que esto ocurriría. Porque entre todas las plantas y flores de mi jardín —
alhelíes, tomillo, clavo, geranios, bálsamo de melisa y espliego— nunca he
plantado ninguna rosa.
7

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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: domingo, 3 de febrero, a las 03.06
Acceso: público
Estado de ánimo: poético
Estoy escuchando: Roberta Flack: « The First Time I Saw Your Face»

Benjamin tenía siete años cuando nació Emily White. Era una época de cambios,
de incertidumbre, de gravedad, de silenciosas premoniciones. Al principio, él no
estaba seguro de lo que significaba, pero desde aquel día en el mercado había
sido consciente de que las cosas habían empezado a cambiar gradualmente. La
gente y a no se quedaba mirándolo. Las mujeres y a no lo mimaban con
golosinas. Nadie se asombraba por lo mucho que había crecido. Parecía haber
dado un paso y haber desaparecido de la línea de visión de la gente.
Su madre, que estaba más ocupada que nunca limpiando casas y con sus
turnos en St. Oswald, normalmente solía estar demasiado cansada para hablar
con sus hijos, salvo para decirles que se lavaran los dientes y estudiaran mucho.
Las mujeres para las que trabajaba, que en otros tiempos habían sido tan atentas
con Ben, revoloteando a su alrededor como lo hacían las gallinas en torno al
único gallo del corral, parecían haber desaparecido de su vida, dejándole
vagamente con la duda de si sería por algo que hubiera hecho o preguntándose si
era una simple coincidencia que a nadie —excepto al doctor Peacock— parecía
importarle y a.
Pero al fin lo comprendió. Sólo había sido una distracción, nada más. Es
difícil hablar con la persona que limpia la parte de atrás del frigorífico, friega la
taza del váter, saca el polvo a los objetos delicados y el fin de semana se va a su
casa con un dinero en el bolsillo con el que a duras penas puede comprar un par
de esas medias tan caras. Las mujeres para las que trabajaba su madre lo sabían.
Todas leían el Guardian y hasta cierto punto creían en la igualdad; por eso puede
que se sintieran un poco incómodas por tener que contratar a una asistenta…
Aunque eso era algo que nunca reconocerían; después de todo, estaban ay udando
a esa mujer. A su modo, lo compensaban siendo atentas con su hijo, como si
estuvieran visitando una granja y soltaran ohs y ahs al ver a un corderito… que
más adelante se volverían a encontrar, perfectamente envuelto, en las estanterías
de un supermercado en forma de chuletas (orgánicas). Durante tres años había
sido un principito malcriado, mimado y adorado, y entonces…
Y entonces llegó Emily.
Suena muy inocente, ¿verdad? Un nombre muy dulce y pasado de moda,
cubierto de almendras garrapiñadas y agua de rosas. Y aun así ella fue el
principio de todo: el eje en torno al que giraron sus vidas; la veleta que se mueve,
pasando del sol a la tormenta con un solo giro de la cola del gallo. Al principio
apenas fue un rumor, aunque ese rumor creció y ganó en intensidad hasta que al
final se convirtió en una fuerza devastadora que aplastó a todo el mundo con el
fenómeno Emily White.
Su madre les contó que él se echó a llorar cuando se enteró. Que lo sintió
mucho por el pobre bebé y también por la señora White, que había deseado un
hijo más que nada en el mundo y que ahora que por fin había visto cumplido su
deseo, había sido víctima de una depresión postparto y se negaba a salir de su
casa, a amamantar a su bebé e incluso a limpiarlo, y todo porque era ciego…
Aun así, eran cosas de su madre, que exageró la sensibilidad de Benjamin,
porque él nunca derramó ni una sola lágrima. Brendan sí lloraba, porque ése era
su estilo. Sin embargo, a Ben ni siquiera le afectó; sólo sentía cierta curiosidad y
se preguntaba qué haría la señora White. Había oído decir a su madre y a sus
amigas que a veces las madres hacían daño a sus bebés cuando sufrían una
depresión postparto. Se preguntaba si el bebé estaría a salvo, si los Servicios
Sociales se lo llevarían y, en el caso de que lo hicieran, si la señora White querría
recuperarlo…
Aunque no necesitaba a la señora White, había cambiado mucho desde
aquella época. Su cabello rubio se había oscurecido y ahora era castaño, y su
rostro infantil se había hecho anguloso. Incluso entonces era consciente de que
había perdido el encanto de otros tiempos; estaba resentido con toda la gente que
no había sido capaz de advertirle que lo que a los cuatro años se daba por sentado
le sería cruelmente arrebatado a los siete. Le habían dicho muy a menudo que
era adorable, que era bueno… y ahora ahí estaba, abandonado, igual que esas
muñecas que ella había tirado cuando su muñeca viviente había entrado en
escena…
Sus hermanos no demostraron demasiada compasión por su repentina pérdida
de encanto. Era evidente que Nigel se alegraba mucho de ello y Bren se
mostraba tan impasible como de costumbre Puede que al principio ni siquiera se
hubiese dado cuenta; estaba demasiado ocupado siguiendo a Nigel e imitándole
servilmente. Ni siquiera comprendió que no era una cuestión de llamar la
atención, la de mamá o la de cualquiera. Las circunstancias que rodearon el
nacimiento de Emily le habían enseñado que no hay nadie irremplazable, que
incluso alguien como Ben Winter podía ser despojado inesperadamente de su
encanto. Ahora, sólo sus peculiaridades sensoriales le distinguían del resto del
clan… e incluso eso iba a cambiar.
Cuando por fin pudieron verla, Emily y a tenía nueve meses. Era un
esponjoso pimpollo de color rosa que su madre sostenía firmemente entre sus
brazos. Estaban los tres en el mercado, ay udando a su madre con la compra. El
primero en verlas fue chicodeojosazules: la señora White llevaba un abrigo largo
de color púrpura —violetto, su color favorito— que supuestamente debía darle un
aire bohemio, aunque en realidad la hacía parecer excesivamente pálida, y se
había puesto un perfume de pachuli que le provocó escozor en los ojos y
neutralizó el olor a fruta.
Vio que la acompañaba otra mujer que tendría la edad de su madre. Llevaba
unos vaqueros lavados a la piedra y un chaleco; su pelo era largo y reseco, muy
claro, y lucía varias pulseras de plata en los brazos. La señora White extendió el
brazo para coger unas fresas y entonces, al ver a Benjamin, lanzó un gritito de
sorpresa.
—¡Cariño, cómo has crecido! —exclamó—. ¿De verdad ha pasado tanto
tiempo? —Y, volviéndose hacia la mujer que estaba a su lado, añadió—:
Feather [6] , éste es Benjamin. Y ésta es su madre, Gloria.
No hizo ninguna referencia a Nigel ni a Brendan, aunque eso era previsible.
—Tiene un be…, bebé… —dijo chicodeojosazules.
—Sí. Se llama Emily.
—E-mi-ly —repitió él—. ¿Pu…, puedo cogerla? Tendré cuidado.
Feather le dedicó una tímida sonrisa a la señora White.
—No, un bebé no es un juguete. Y tú no querrás hacerle daño a Emily …
¿Querría?, se preguntó chicodeojosazules. Él no parecía estar tan seguro
como ella. Además, ¿para qué servía un bebé? No sabía andar ni hablar; todo
cuanto hacía era comer, dormir o llorar. Incluso un gato era capaz de hacer más
cosas. No entendía por qué un bebé era algo tan importante. Seguro que él lo era
más.
Algo le escoció de nuevo los ojos y decidió que sería culpa del pachuli.
Arrancó una hoja de col y la estrujó con la mano sin que nadie le viera.
—Emily es… un bebé especial.
Sonaba como una disculpa.
—El doctor dice que yo soy especial —repuso Ben. Sonrió al ver la expresión
de sorpresa de Feather—. Está escribiendo un libro sobre mí. Dice que soy
extraordinario.
El vocabulario de Ben había mejorado mucho gracias a las clases del doctor
Peacock y pronunció la palabra con intención.
—¿Un libro? —preguntó Feather.
—Sí, para su investigación.
Al oír eso, las dos mujeres parecieron sorprenderse y se dieron la vuelta para
observar a Benjamin de una forma no exactamente halagadora. Él se contuvo y
le pareció que finalmente había conseguido atraer su atención. Ahora, la señora
White sí le miraba fijamente, aunque con una expresión pensativa y desconfiada
que hizo sentir incómodo a chicodeojosazules.
—Entonces…, ¿los ha estado… ay udando? —preguntó ella.
Su madre parecía cortada.
—Un poco —contestó.
—¿Ay udando económicamente?
—Forma parte de su investigación —repuso su madre.
Chicodeojosazules habría dicho que su madre se ofendió ante la sugerencia de
que necesitaban ay uda. Eso sonaba a caridad, y no era el caso. Él empezó a
contarle a la señora White que eran ellos quienes estaban ay udando al doctor y
no al revés. Sin embargo, su madre le fulminó con la mirada y él pudo ver por su
expresión que no debería haber hablado cuando no le preguntaban. Ella posó una
mano sobre su hombro y se lo apretó. Tenía mucha fuerza en las manos. Él hizo
un gesto de dolor.
—Estamos muy orgullosos de Ben —dijo—. El doctor dice que tiene un don.
Un don. Un don, pensó chicodeojosazules. Una palabra verde y en cierto
modo siniestra, como la radioactividad. Un dooon… Gifft, en inglés. Parecía el
sonido que hace una serpiente cuando clava sus colmillos en la piel. Gift, como
una granada cuidadosamente envuelta, lista para explotar en la cara…
Y entonces notó como una bofetada: el dolor de cabeza y el hedor de la fruta,
que parecía envolverlo todo. De repente se sintió mareado, tanto que incluso su
madre se dio cuenta y le apretó el hombro con menos fuerza.
—¿Y ahora qué te pasa?
—No…, no me encuentro muy bien.
Ella le dedicó una mirada de advertencia.
—Ni se te ocurra —le dijo ella entre dientes—. O te aseguro que te daré
motivos para gritar.
Chicodeojosazules apretó los puños y trató de pensar en el cielo azul; en
Feather metida en una bolsa de cadáveres, descuartizada; en Emily tumbada en
su cuna, con el rostro azulado, mientras la señora White aullaba de pena…
El dolor de cabeza remitió un poco. Bien. Y el apestoso olor también.
Entonces pensó en sus hermanos y en su madre muerta, en el depósito de
cadáveres; el dolor se alejó como un caballo salvaje, y su visión se agrietó,
llenándose de un montón de arco iris…
Su madre le dedicó una mirada de recelo. Chicodeojosazules intentó apoy arse
en un puesto del mercado y su mano se agarró a una caja. En ella había una
pirámide de manzanas verdes, listas para provocar una avalancha.
—Si se cae algo al suelo —dijo su madre—, te juró que te obligaré a
comértelo.
Chicodeojosazules retiró la mano, como si la caja estuviera en llamas. Sabía
que aquello era culpa suy a; era culpa suy a por haberse tragado a su gemelo; era
culpa suy a por desear que su madre estuviera muerta. Había nacido malo, malo
hasta la médula, y aquellas náuseas eran su castigo.
Pensó que saldría impune. La pirámide tembló, pero no se cay ó. Entonces,
una manzana —aún es capaz de verla, con su pequeña etiqueta azul pegada en
uno de los lados— golpeó la que estaba junto a ella. Toda la parte delantera del
puesto de frutas pareció tambalearse: las manzanas, los melocotones, las
naranjas rebotaron y luego rodaron hasta el suelo por el mostrador de césped
artificial.
Ella esperó hasta que hubo recogido la última pieza de fruta. Algunas estaban
prácticamente intactas, pero otras habían sido pisoteadas. Su madre se las pagó al
frutero tras insistir de forma casi suplicante. Luego, aquella noche, ella se colocó
delante de él con una bolsa de plástico chorreando jugo en una mano y el trozo
de cable eléctrico en la otra y le obligó a comerse todas las piezas de fruta, piel y
corazón incluidos. Sus hermanos lo observaron todo desde el pasamanos de la
escaleras, y ni siquiera se rieron mientras su hermano sollozaba y reprimía las
arcadas. Desde aquel día, piensa chicodeojosazules, nada ha cambiado
demasiado. Y el complejo vitamínico siempre le devuelve ese recuerdo, y él
hace un esfuerzo por evitar las arcadas; sin embargo, su madre nunca se da
cuenta de ello. Su madre piensa que es delicado. Su madre sabe que él nunca le
haría nada a nadie…

Escribe un comentario:
chrysalisbaby: cariño, esto me provoca ganas de llorar
Capitanmataconejos: Pasa de las lágrimas, tío, ¿dónde está la sangre?
Toxic69: Estoy de acuerdo. Extiende esas bolsas de cadáveres… y, por cierto, tío,
¿qué ha sido de la escena de acción en el dormitorio?
ClairDeLune: ¡Bravo, chicodeojosazules! Me encanta la forma en que
relacionas las distintas historias. Sin querer meterme donde no me llaman,
me gustaría saber qué partes de estos relatos son autobiográficas y cuáles
son meramente ficticias. La narración en tercera persona les otorga una
distancia muy intrigante. ¿Qué te parece si un día lo comentamos en el
grupo?
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: lunes, 4 de febrero, a las 19.15
Acceso: público
Estado de ánimo: meditabundo
Estoy escuchando: Neil Young: « After The Gold Rush»

Después de la señora Azul Eléctrico, le parece mucho más fácil. La inocencia,


como la virginidad, es algo que sólo puede perderse una vez, y su desaparición no
le deja ninguna sensación de pérdida, sino que tan sólo se queda levemente
maravillado de que, después de todo, se tratara de algo tan nimio. Algo nimio
pero potente; algo que ahora llena de colores todos los aspectos de su vida, como
un grano de cian puro en un vaso de agua que convierte el líquido en el azul más
profundo…
Ahora ve a toda la gente de color azul, a todo sujeto potencial, y a sean
objetivos o blancos. Un blanco. Un blanco negro. Una etiqueta[7] . Es muy
sensible a las palabras, a su sonido, a su color, a su musicalidad, a sus formas en
una página.
Blanco es una palabra azul; como mercado; como asesinato. La prefiere a
víctima, con su pálido color cáscara de huevo, o incluso a presa, con sus
nauseabundas reminiscencias de púrpura eclesiástico[8] y su leve hedor a
incienso. Ahora ve a toda la gente de color azul, esa gente que va a morir, y a
pesar de su impaciencia por repetir el acto, se da un tiempo para que remita el
impulso, para que los colores abandonen nuevamente el mundo, para que el nudo
de odio que siente permanentemente bajo el plexo solar le apriete hasta que
llegue a un punto en que deba actuar, en que deba hacer algo, o muera…
Sin embargo, hay cosas por las que merece la pena esperar, y él lo sabe. Y
eso es algo por lo que y a lleva mucho tiempo esperando. Desde aquella escenita
en el mercado ha transcurrido y a más de una década; nadie se acuerda de la
señora White, ni de su amiga, la que tenía un nombre estúpido.
Vamos a llamarla la señoraAzulVaqueros Lavados a la Piedra. Le gusta
fumarse algún porro. Al menos solía hacerlo cuando era joven, cuando pesaba
poco más de cuarenta kilos y nunca usaba sujetador. Ahora, cumplidos y a los
cincuenta, controla su peso, y la hierba le abre el apetito.
Así pues, en lugar de fumar va al gimnasio todos los días y a clases de tai chi
y salsa dos veces por semana. Aún sigue crey endo en el amor libre, aunque hoy
en día piensa que incluso eso es excesivo. Ella, que en tiempos fue una feminista
radical, ve a todos los hombres como agresores y se considera una mujer libre
de convencionalismos. Conduce un 2cv amarillo, le gustan las pulseras
artesanales y los vaqueros bien confeccionados. Para vacaciones, hace viajes
muy caros a Tailandia. Se describe a sí misma como espiritual, les echa las
cartas del Tarot a sus amigas cuando celebran alguna fiesta y tiene unas piernas
que podrían pasar por las de una chica de treinta años, aunque no pueda decirse
lo mismo de su cara.
Su actual pareja tiene veintinueve años…, casi la misma edad que
chicodeojosazules. Es una rubia andrógina que lleva el pelo recogido y que
aparca la moto al lado de la iglesia, lo bastante lejos de su casa para evitar que
los vecinos murmuren, lo cual hace pensar a nuestro héroe que la señora
Vaqueros Lavados a la Piedra no es un espíritu tan libre como ella pretende.
En fin, las cosas han cambiado desde los años sesenta. Conoce el valor de las
relaciones sociales, y prescindir de la feroz competitividad de la vida moderna no
le parece una idea tan seductora ahora que su pasión por las sandalias y los
pantalones acampanados ha dado paso a las acciones y los valores…
A ver, no es que él crea que ése sea un motivo por el que merezca morir. Eso
sería irracional. Sin embargo…, ¿la echaría de menos el mundo?, se pregunta.
¿Le importaría realmente a alguien si muriera?
La verdad es que a nadie le importa. Son pocas las muertes que nos afectan.
Salvo por las pérdidas de nuestro círculo íntimo, la may oría de nosotros no
sentimos más que indiferencia cuando muere un extraño. Los adolescentes que
acaban muertos por culpa de las drogas, los jubilados que se mueren de frío en su
casa, las víctimas del hambre, de la guerra o de las enfermedades… Muchos de
nosotros fingimos que esas muertes nos importan, porque los demás esperan que
nos importen, aunque en secreto nos decimos a qué tanto alboroto. Hay algunos
casos que nos afectan más: la muerte de un niño fotogénico, la de algún famoso,
pero la verdad es que a la may oría de nosotros es más probable que nos afecte
más la muerte de un perro o la del personaje de un culebrón que la de nuestros
amigos o vecinos.
Eso es lo que piensa nuestro héroe mientras sigue el 2cv amarillo por la
ciudad, manteniéndose a una distancia prudencial. Esta noche conduce una
furgoneta blanca, un vehículo comercial que le ha robado a las seis y cuarto a un
fontanero que lo había dejado aparcado en el patio delantero de su casa. Su
propietario pasará la noche fuera, y no lo echará en falta hasta la mañana,
cuando y a será demasiado tarde. Para entonces, la furgoneta y a habrá sido pasto
de las llamas, y nadie relacionará a chicodeojosazules con el grave incidente de
esa noche, en la que una mujer se dirigía en coche a su clase de salsa.
El incidente… Le gusta esa palabra, su olor a limón, su color tan tentador. No
se trata de un accidente, sino de algo incidental, de una diversión derivada del
hecho más relevante. Ni siquiera puede calificarlo de un atropello con fuga,
porque no hay nadie que se dé a la fuga.
De hecho, la señora Vaqueros Lavados a la Piedra le ve llegar y escucha el
sonido de las revoluciones del motor. Sin embargo, ella le ignora. Cierra el 2cv,
que ha estacionado al otro lado de la calle, y se dirige hacia el paso de peatones
sin mirar ni a la derecha ni a la izquierda, sus talones repiqueteando en el asfalto,
con el dobladillo de la falda lo bastante corto para exhibir esas piernas más que
apetecibles.
La señora Vaqueros Lavados a la Piedra encaja con la imagen expresada en
el eslogan de una conocida línea de cosméticos y productos para el pelo, un
eslogan que él siempre ha detestado profundamente y que, en su opinión, resume
en cuatro palabras toda la arrogancia de esos parásitos del género femenino bien
educados, con sus cabellos teñidos, sus uñas bien arregladas y su desprecio total
por el resto de la humanidad, por el joven vestido de azul que conduce una
furgoneta, para nada un jinete pálido, pero ¿acaso pensó ella que la Muerte la
reclamaría en persona sólo porque se lo merece?
Tiene que detenerse, se dice ella mientras cruza la calle delante de él. Tiene
que detenerse ante el semáforo en rojo. Tiene que detenerse en el cruce. Tiene
que detenerse porque se trata de mí, y soy demasiado importante para
ignorarme…
El impacto es may or de lo que él esperaba y ella sale despedida hacia la
acera. Tiene que subirse al bordillo para pasar por encima de ella, y para
entonces el motor y a se está quejando ruidosamente, la suspensión se resiente, el
tubo de escape se arrastra por el suelo, el radiador echa humo…
Por suerte, el coche no es mío, piensa él. Se da un poco más de tiempo para
pasar de nuevo por encima de algo que ahora se parece más a una bolsa de la
lavandería que a algo que en alguna ocasión bailó salsa, y luego se aleja a buena
velocidad, porque sólo un perdedor se quedaría a mirar. Y él sabe, como lo
demuestran miles de películas, que la arrogancia y la vanidad son a menudo la
perdición de los villanos. Por eso emprende su modesta huida mientras empiezan
a aparecer los boquiabiertos curiosos: antílopes ante el abrevadero, contemplando
cómo huy e el depredador…
Volver a la escena del crimen es un lujo que él no se puede permitir. Sin
embargo, desde lo alto del aparcamiento de varias plantas, armado con la
cámara y el teleobjetivo, puede contemplar las consecuencias del incidente: el
coche de la Policía, la ambulancia, la pequeña aglomeración de gente… Y luego
la marcha del vehículo de urgencias, a una velocidad excesivamente lenta… Él
sabe que necesitan un médico para que declare a la víctima fallecida en el lugar
de los hechos, aunque hay casos, como éste, en el que se da por válido el
veredicto de alguien que no sea un experto.

Oficialmente, la señora Vaqueros Lavados a la Piedra ingresó muerta.


Sin embargo, chicodeojosazules sabe que, en realidad, había expirado unos
quince minutos antes. También sabe que su boca se torció como la de uno de esos
peces planos y que la Policía echó arena sobre las manchas, a fin de que por la
mañana no hubiera ninguna prueba de que ella había estado allí, salvo por un
ramo de flores pegado con cinta adhesiva a una señal de tráfico…
Muy adecuado, piensa él. Muy empalagoso y muy tópico. Actualmente, la
basura depositada en la autopista puede considerarse como una muestra de dolor.
Cuando murió la princesa de Gales, unos meses antes de este incidente, en las
calles había montañas de ofrendas pegadas a las farolas, apoy adas junto a las
paredes para que echaran raíces; había flores en todas las fases de putrefacción,
abono envuelto en papel de celofán. En todas las esquinas había montones de
flores, de papel arrugado, de ositos de peluche, de tarjetas de pésame, de notas y
de envoltorios de plástico, y bajo el ardiente sol de finales de verano todo olía
como si fuera el vertedero municipal…
¿Y por qué? ¿Qué significaba esa mujer para ellos? Un rostro en las revistas,
un papel de figurante en un culebrón, un parásito en busca de atención, ¿una
mujer que, en un mundo de friquis, podía considerarse más o menos normal?
¿Se merecía realmente todo eso? ¿Esa avalancha de dolor y desesperación?
En cualquier caso, los floristas hicieron su agosto: el precio de las rosas se puso
por las nubes. Y más tarde, esa misma semana, en el pub, cuando
chicodeojosazules se atrevió a insinuar que tal vez era algo innecesario, un cliente
y su horrenda mujer le echaron al callejón, donde le ley eron muy seriamente la
cartilla —no le dieron exactamente una paliza, aunque estuvieron cerca de
hacerlo porque sí hubo bofetadas y empujones—, y le dijeron que allí no era
bienvenido y le mandaron a la mierda…
Y en ese momento, el cliente —¿podemos llamarle Azul Diésel?—, un padre
de familia y un respetado miembro de la comunidad, veinte años may or que
chicodeojosazules y unos cincuenta kilos más pesado que él, levantó uno de sus
fieles puños y le golpeó en plena boca; su horrenda mujer, que apestaba a tabaco
y a desodorante barato, se echó a reír cuando chicodeojosazules empezó a
escupir sangre, y dijo: Ella vale más muerta de lo que tú valdrás en toda tu vida…

Seis meses después, la furgoneta de Azul Diésel fue grabada por una cámara de
seguridad cuando se daba a la fuga tras haber atropellado a una mujer de
mediana edad que cruzaba la calle mientras se dirigía hacia su coche. En la
furgoneta, que después apareció carbonizada, aún hay restos de pelo y fibra, y
aunque Azul Diésel sigue insistiendo en que él no es el responsable de ello, que la
noche anterior le robaron la furgoneta, no consigue convencer al juez, sobre todo
con sus antecedentes de ebriedad y violencia. El caso llega al juzgado de lo
penal, donde, después de un juicio que dura cuatro días, Azul Diésel es absuelto,
básicamente por falta de pruebas. La grabación de la cámara no es concluy ente
a la hora de confirmar la identidad del conductor de la furgoneta…, una silueta
vestida con una sudadera con capucha y una gorra de béisbol, cuy a envergadura
puede ser debida a un abrigo de una talla muy grande y cuy o rostro nunca
resulta visible.
Sin embargo, ser absuelto en un juicio no es moco de pavo: aparecen pintadas
en su casa, se oy en murmuraciones hostiles en el pub, se publican cartas en la
prensa local… Todo da a entender que Azul Diésel salió impune por un
tecnicismo. Y cuando, unas semanas después, su casa es pasto de las llamas (con
él y su mujer dentro), nadie lo lamenta especialmente.
Veredicto: muerte accidental, posiblemente causada por un cigarrillo.
A chicodeojosazules no le sorprende. Siempre había sabido que ese tipo era un
fumador empedernido.

Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: Estás como una puta cabra, tío. ¡Me encanta!
chrysalisbaby: bien, bien, bien, por chicodeojosazules
ClairDeLune: Muy interesante. Puedo sentir tu desconfianza con respecto a la
autoridad. Me encantaría conocer la historia que hay detrás de esta historia.
¿Se basa también en hechos reales? ¡Ya sabes que me gustaría leer más!
JennyTrucos: (comentario borrado).
9

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Publicado el: lunes, 4 de febrero, a las 21.06
Acceso: público
Estado de ánimo: irritable
Estoy escuchando: Poison: « Every Rose Has Its Thorn»

El nacimiento de la pequeña Emily White provocó un cambio en la madre de


chicodeojosazules. Ella siempre había tenido un carácter irascible, pero a finales
de verano parecía estar permanentemente al borde de una especie de arrebato
de violencia. La causa, en parte, se debía al estrés económico: criar a tres hijos
era caro, y, por una desgraciada coincidencia, en el Village parecía que cada vez
había menos gente que necesitara una asistenta. La señora Azul Francés había
pasado a formar parte de sus antiguas patronas, y la señora Azul Químico, que
afirmaba ser pobre, había reducido sus horas a dos por semana. Puede que ahora
que Ben había vuelto a la escuela, todo el mundo se sintiera menos inclinado a la
caridad y no ofrecía trabajo a una familia sin padre. O puede que simplemente
les bastara con escuchar las historias sobre lo talentoso y especial que era Ben.
Y entonces, justo antes de Navidad, se cruzaron con la señora Azul Eléctrico
en Tandy, en el mercado, aunque ella, a pesar de que su madre le habló, fingió no
haberlos visto.
Tal vez a la señora Azul Eléctrico no le gustaba que la vieran tan cerca del
mercado, donde siempre había gente dando voces, hojas de col tiradas por el
suelo, y donde todo estaba siempre cubierto de grasa y la gente te llamaba
cariño. Quizás todo fuera demasiado vulgar para ella. Quizás se avergonzaba de
conocer a su madre, con su abrigo raído, su pelo peinado hacia atrás, sus tres
desaliñados hijos, sus bolsas llenas con la compra que tenía que cargar en el
autobús hasta su casa y sus manos llenas del polvo de las casas de los demás.
—Buenos días —dijo su madre, y la señora Azul Eléctrico se quedó
mirándola fijamente, con una expresión de extrañeza, como las de las muñecas
de la señora White, medio sorprendida y medio sin vida, con los labios fruncidos,
las cejas arqueadas y su abrigo largo de color blanco con cuello de pieles que le
daba el aspecto de la Reina de las Nieves, aunque no hubiera nieve por ninguna
parte.
Al principio parecía como si no la hubiese oído. Ben le dedicó la sonrisa con
la que en otros tiempos conseguía sus regalos. La señora Azul Eléctrico no se la
devolvió, sino que se dio la vuelta y fingió estar mirando unas prendas que
estaban colgadas en un puesto cercano, aunque incluso chicodeojosazules se dio
cuenta de que aquélla no era la clase de ropa que vestía: blusas holgadas, muy
baratas, y zapatos brillantes. Se preguntó si debería llamarla…
Sin embargo, su madre se sonrojó y dijo: Vamos, y le arrastró, agarrándole
del brazo. Él intentó explicarse, pero fue entonces cuando Nigel le dio un golpe,
justo encima del codo, donde más duele; escondió la cara en la manga y su
madre le dio un manotazo en la cabeza a Nigel. Vio alejarse a la señora Azul
Eléctrico hacia las tiendas, donde un hombre —un hombre muy joven— vestido
con una chaqueta azul marino y unos vaqueros la esperaba impaciente; puede
que lo hubiera besado, pensó, de no haber sido por la presencia de la mujer de la
limpieza y sus tres hijos, uno de los cuales seguía observándola con aquella
mirada de reproche, como si supiese algo que no debería saber. Eso la impulsó a
andar más deprisa, repiqueteando en el suelo con sus tacones de aguja, un sonido
que huele a cigarrillos, a hojas de col y a ese perfume barato que se vende a
precios de saldo.
Entonces, una semana después, despidió a su madre —haciendo que sonara
como un gesto generoso, asegurándole que había esperado demasiado tiempo—,
lo cual la dejó sólo con dos casas que limpiar y un par de turnos semanales en St.
Oswald: con ese dinero apenas se podía pagar el alquiler, por no hablar de
alimentar a tres hijos.
Así pues, su madre aceptó otro trabajo en un puesto del mercado; llegaba a su
casa muerta de frío y exhausta, aunque cargada con un bolsa de plástico llena de
fruta medio podrida y otras cosas que no se podían vender, que utilizaba para
preparar diversos guisos a lo largo de toda la semana o, lo que era aún peor: los
metía en la licuadora para preparar lo que ella llamaba el complejo vitamínico,
que podía incluir ingredientes tan dispares como col, manzana, remolacha,
zanahoria, tomate y apio, aunque a chicodeojosazules siempre le sabía a barro
triturado con un sabor dulzón a podrido. Si hubiese sido un bote de pintura podría
haber sido etiquetado como castaño, aunque la mierda siempre huele a mierda, y
aquella bebida siempre le recordaba el mercado, por lo que con el tiempo incluso
esa palabra le provocaba arcadas —mer-ca-do—, con sus chirriantes sílabas,
como un motor que no quiere arrancar, y todo se debía a que aquel día, en el
mercado, habían visto a la señora Azul Eléctrico con su extravagante pareja.
Ésa fue la razón de que, cuando volvieron a verla, seis semanas después, por
la calle, notara aquel asqueroso sabor en su boca, un dolor agudo que le
perforaba las sienes, y de que, a su alrededor, un montón de objetos empezaran a
adquirir las formas de un prisma y un bisel…
—¡Hola, Gloria! —dijo la señora Azul Eléctrico, con esos modales suy os tan
característicos, dulces pero a la vez ponzoñosos—. Me alegro de verte. Tienes
muy buen aspecto. ¿Qué tal le va a Ben en la escuela?
Su madre le dedicó una severa mirada.
—¡Oh, le va muy bien! Su tutor dice que tiene un don…
En Malbry todo el mundo sabía que el hijo de la señora Azul Eléctrico no
tenía ningún don, que había intentado ingresar en St. Oswald, pero no lo había
conseguido, y que luego fracasó también cuando quiso entrar en Oxford, a pesar
de haber tenido un profesor particular. Decían que ella había sufrido una enorme
decepción, porque la señora Azul Eléctrico tenía grandes esperanzas.
—¿En serio? —dijo la señora Azul Eléctrico.
Sus palabras sonaron como una nueva y glacial marca de dentífrico.
—Sí. Mi hijo tiene un tutor. Se está preparando para St. Oswald.
Chicodeojosazules disimuló una mueca con la mano, aunque no antes de que
su madre se diera cuenta de ello.
—Va a conseguir una beca.
Aquello era distorsionar ligeramente la verdad. La oferta el doctor Peacock
para instruir a Ben era el pago por contribuir a su investigación. La capacidad del
muchacho, de momento, sólo era hipotética.
Aun así, la señora Azul Eléctrico estaba impresionada, lo cual era
probablemente lo que pretendía su madre.
Sin embargo, Ben estaba intentando no marearse mientras las náuseas se
apoderaban de él, inundándolo con aquel olor a mercado, con ese fangoso hedor
a complejo vitamínico, a tomates hechos papilla, a manzanas partidas (La parte
marrón es la más dulce, decía ella), a plátanos negros y a hojas de col. No era tan
sólo el recuerdo o el ruido de sus tacones en el suelo de adoquines, o incluso su
voz, con sus altisonantes sílabas…
No es culpa mía, se dijo. Yo no soy malo. No, no lo soy.
Sin embargo, eso no detuvo el apestoso olor, ni los colores, ni el dolor de
cabeza, sino que no hizo más que empeorarlo todo, como cuando ves algo muerto
en la carrera y, después de pasar de largo, desearías haberlo visto mejor…
El color del asesinato es el azul, pensó, y aquella enfermiza sensación de
pánico remitió… un poco. Se imaginó a la señora Azul Eléctrico muerta, tendida
en un bloque de mármol del depósito de cadáveres, con una etiqueta en el pie,
como un regalo de Navidad identificado con un nombre. Y cada vez que pensaba
en ello, el hediondo olor remitía, el dolor de cabeza se convertía en un leve latido
y los colores que le rodeaban brillaban ligeramente y se fundían en un azul: azul
oxígeno, azul de mechero de gas, azul de cuadro de mandos, azul autopsia…
Trató de sonreír. Se sentía bien. El olor a fruta podrida había desaparecido,
aunque volvió a intervalos regulares durante toda la infancia de
chicodeojosazules, igual que lo que su madre le dijo aquel día a la señora Azul
Eléctrico…
Benjamin es un buen chico.
Estamos muy orgullosos de Benjamin.
Sin embargo, siempre tenía esa misma y enfermiza certeza de que no era un
buen chico, de que estaba contaminado hasta la última célula… y, lo que era aún
peor: eso le gustaba…
Y aun entonces debía saber que…
Que un día la mataría.

Escribe un comentario:
ClairDeLune: ¡Excelente, chicodeojosazules!
chrysalisbaby: bien, bien, bien por chicodeojosazules
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
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Publicado el: lunes, 4 de febrero, a las 21.43
Acceso: público
Estado de ánimo: iluso
Estoy escuchando: Murray Head: « So Strong»

Aquel año, las cosas fueron de mal en peor. Su madre se volvió tacaña, el dinero
no alcanzaba y nadie, ni siquiera Benjamin, parecía capaz de complacerla. Ya no
trabajaba para la señora White, y si alguna vez iba al puesto del mercado en el
que estaba, se aseguraba de que fuera otro quien la atendiera y fingía no verla.
Luego empezaron a circular rumores. Chicodeojosazules nunca supo con
certeza lo que se decía exactamente, pero era consciente de los cuchicheos y de
los repentinos silencios que se hacían cuando se acercaba la señora White y de la
forma en que le miraban los vecinos cuando estaba en el mercado. Pensó que tal
vez tuviera algo que ver con Feather Dunne, una cotilla metomentodo que se
había mudado en primavera al Village. Había trabado amistad con la señora
White y a menudo le echaba una mano con Emily, aunque para
chicodeojosazules seguía siendo un misterio por qué trataba a su madre con
desdén. Sin embargo, fuera lo que fuera, el veneno se extendió, y de repente todo
el mundo parecía murmurar.
Chicodeojosazules se preguntaba si debería hablar con la señora White y
preguntarle qué había ocurrido. De todas las mujeres para las que había
trabajado, su madre era la que más le gustaba, y ella siempre había sido
simpática con él. Probablemente, si la abordaba, cambiaría de opinión con
respecto al despido de su madre y volverían a ser amigas…
Un día regresó temprano de la escuela y vio el coche de la señora White
aparcado frente a su casa. De pronto, se sintió muy aliviado. Volvían a hablarse,
pensó. Fuera cual fuera el motivo de la discusión que habían tenido, todo había
terminado.
Sin embargo, cuando miró a través de la ventana vio que no era ella sino el
señor White quien estaba de pie junto al aparador de las piezas de porcelana.
Chicodeojosazules apenas se había relacionado con el señor White.
Evidentemente, lo había visto en el Village y en St. Oswald, que era donde
trabajaba, pero nunca allí, en su casa, y jamás sin su esposa, por supuesto…
Debía de haber venido directamente de St. Oswald. Llevaba un abrigo largo y
sostenía un maletín. Era un hombre de constitución y estatura medias; en su pelo,
negro, se veían y a algunas canas; tenía unas manos pequeñas y muy cuidadas y
unos ojos azules ocultos tras unas gafas de montura metálica. Era un hombre
afable, tímido, de voz suave, que nunca quería ser el centro de atención. Sin
embargo, en ese momento, el señor White parecía diferente. Chicodeojosazules
lo notó. El hecho de vivir con su madre le había otorgado una sensibilidad
especial ante cualquier señal de ira o tensión. Y el señor White estaba enfadado;
chicodeojosazules lo vio por su postura, tensa, inmóvil, controlada.
Chicodeojosazules se acercó un poco más a la ventana, asegurándose de
quedar oculto por el seto de alheña. A través de un hueco entre las hojas pudo ver
a su madre, su silueta ligeramente a un lado, de pie junto al señor White. Llevaba
los zapatos de tacón de aguja…, los que siempre la hacían parecer más alta. Aun
así, su cabeza sólo llegaba a la altura del hombro del señor White. Levantó sus
ojos hacia los de él, y por un momento se quedaron de pie, sin moverse: su
madre sonreía, y el señor White sostenía su mirada.
Acto seguido, el señor White rebuscó en su abrigo y sacó algo que, de
entrada, chicodeojosazules crey ó que era un libro. Su madre lo cogió, lo abrió, y
entonces chicodeojosazules se dio cuenta de que era un fajo de billetes, nuevos,
inmaculados…
Pero ¿por qué le pagaba el señor White a su madre? ¿Y por qué eso lo había
enfadado?
Fue entonces cuando a chicodeojosazules le vino un pensamiento a la mente;
un pensamiento de una curiosa y adulta claridad. ¿Y si ese padre al que nunca
había conocido —el señor Ojos Azules— era el señor White? ¿Y si la señora
White lo hubiese descubierto? Eso explicaría su hostilidad y los rumores que
corrían por el Village. Eso explicaría muchas cosas… El trabajo de su madre en
St. Oswald, donde él daba clases; el resentimiento que sentía ella hacia su esposa,
y ahora ese dinero…
Oculto tras el seto de alheña, chicodeojosazules estiró el cuello para poder ver
mejor, para detectar en los rasgos de aquel hombre la mínima expresión de sí
mismo…
El movimiento debió de alertarle. Por un momento, sus miradas coincidieron.
De pronto, el señor White abrió unos ojos como platos, y chicodeojosazules vio
que se estremecía… Y fue entonces cuando nuestro héroe se dio la vuelta y salió
corriendo. La cuestión de si el señor White era su padre o no se convirtió en algo
secundario frente al hecho de que su madre, sin duda alguna, le despellejaría
vivo si le pillaba espiándola.
De todas formas, por lo que pudo deducir, el señor White no le comentó nada
a su madre de que había visto a un niño junto a la ventana. De hecho, su madre
parecía estar muy animada y dejó de quejarse por el dinero. Y, a medida que
fueron pasando las semanas y los meses sin que se produjera ningún trastorno,
las sospechas de chicodeojosazules fueron en aumento hasta convertirse en una
evidencia…
Patrick White era su padre.

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me gusta la forma en que mezclas en tus historias los hechos
« reales» con la ficción. Tal vez te apetecería volver al grupo para comentar
el proceso de escritura. Estoy segura de que a los demás les gustaría conocer
tu viaje emocional.
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Nos conocemos, Jenny ?
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: En serio, ¿nos conocemos?
11

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Publicado el: lunes, 4 de febrero, a las 22.35
Acceso: restringido
Estado de ánimo: divertido
Estoy escuchando: Black Sabbatah « Paranoid»

Bueno, si no me contestas, me limitaré a borrar tus comentarios. Ahora estás en


mi terreno, JennyTrucos, y aquí se aplican mis reglas. Sin embargo, tengo la
sensación de que te conozco. ¿Es posible que y a nos conozcamos? ¿Acaso me
estás acechando?
Acechar. Una palabra siniestra. Como una parte de una planta, un tallo
amargo de color verde que un buen día florece y se convierte en algo
nauseabundo[9] . Sin embargo, en la Red las cosas son distintas. A veces, en la
Red, como personajes ficticios, podemos permitirnos el lujo de comportarnos de
forma antisocial. Estoy harto de oír que fulano y mengano se sintieron totalmente
ultrajados por tal o cual comentario, o que zutano se sintió sexualmente agredido
por una inofensiva insinuación. ¡Ah, la gente y su sensibilidad! Lo siento, pero
escribir un comentario en may úsculas no es lo mismo que gritar. O sea, que
despotrica cuanto quieras, JennyTrucos, porque nada de lo que digas puede
afectarme. Aunque debo admitir que siento curiosidad. Dime, ¿nos conocemos?
El resto de mi público virtual demuestra un satisfactorio nivel de
comprensión, en especial ClairDeLune, que me manda una crítica (así las llama)
de cada relato que escribo, con comentarios sobre el estilo y las imágenes. Mi
última tentativa, me dice, es psicológicamente intuitiva y al mismo tiempo un
primer paso hacia un estilo nuevo y más maduro.
Cap, menos sutil, como de costumbre, quiere más drama, más angustia, más
sangre. Toxic, que no piensa más que en el sexo, me insta a que sea más
explícito. O, como dice él: A ti todo te la pone dura, tío. Piensa en mí de vez en
cuando…
En cuanto a Chry ssie, ella sólo me manda su amor…, amor adorador, exento
de críticas, servil…, con un mensaje que dice: ¡Eres increíble!, en un banner
lleno de corazoncitos rosas…
Albertine no escribe comentarios. No suele opinar sobre mis historias, quizás
porque le incomodan. Eso espero. ¿Por qué iba a colgarlas, si no?
Esta tarde la he vuelto a ver. Con su abrigo rojo, la cesta colgada de su brazo,
bajando de la colina en dirección a Malbry. Esta vez llevaba la cámara, la que
tiene teleobjetivo, y he podido sacar unas cuantas fotos nítidas desde el pequeño
descampado que hay en lo alto de Mill Road antes de que un hombre que estaba
paseando a su perro me obligara a abortar mi investigación.
Me dirigió una mirada de recelo. Era bajito, patizambo y musculoso; ese tipo
de hombre que siempre parece odiarme y desconfiar de mí en cuanto me ve. Y
su perro era igual que él: paticorto, de color hueso, dientes enormes y sin ojos. Al
verme, gruñó. Yo di un paso atrás.
—Pájaros —dije, a modo de explicación—. Me gusta venir aquí y
fotografiarlos.
El hombre me miró con franco desprecio.
—Ya, seguro que sí.
Me observó mientras me alejaba, sin decir nada más, aunque pude sentir sus
ojos en mi nuca. Tendré que ser más prudente, pensé. La gente y a piensa que
soy un bicho raro, y lo último que deseo es que alguien recuerde haber visto al
hijo de Gloria Winter merodeando por Mill Road con una cámara…
Y, aun así, no puedo dejar de observarla. Es algo casi compulsivo. Sabe Dios
qué haría mamá si se enterara. Sin embargo, ella tiene otras cosas de las que
ocuparse (¡ja!) con motivo del funeral de Nigel, aunque la tarea de vaciar su
apartamento ha recaído en un servidor.
Lo cierto es que no había gran cosa: su telescopio, algo de ropa, su ordenador
y unos cuantos libros viejos que ocupaban media estantería. Bajo la cama, dentro
de una caja de zapatos, había papeles del hospital. Yo esperaba algo más —un
diario, al menos—, pero puede que la experiencia lo hubiese vuelto más
prudente. En el caso de que Nigel escribiera un diario, seguramente lo haría en
casa de Emily, que era donde pasaba la may or parte del tiempo. Allí podía estar
casi seguro de que no caería en manos de ningún entrometido.
No hay rastro de la novia de Nigel por ninguna parte. Ni un indicio, ni un pelo,
ni una fotografía. La estrecha cama está sin hacer; el edredón está hecho una
bola sobre las sospechosas sábanas, aunque ella nunca ha dormido aquí. No huele
a su perfume; en el baño no está su cepillo de dientes y tampoco hay ninguna
taza en el fregadero con la huella de sus labios. El apartamento huele a cama sin
ventilar, a agua estancada, a humedad. Me llevó menos de medio día cargar todo
lo que había en el maletero de una furgoneta y llevarlo a una planta de residuos,
donde cualquier cosa de valor sería recuperada y reciclada, mientras que el resto
sería enviado al vertedero para desgracia de futuras generaciones.
Es curioso lo poco que ocupa toda una vida, ¿verdad? Algo de ropa vieja, una
caja llena de papeles, unos cuantos platos sucios en el fregadero… Un paquete de
cigarrillos medio vacío, olvidado en un cajón de la mesilla de noche… Ella no
fuma, de modo que fue él quien los dejó allí, para esas noches en las que, incapaz
de conciliar el sueño, miraba por el telescopio a través del tragaluz, tratando de
ver, entre la contaminación lumínica, la cristalina maraña de las estrellas.
Sí, a mi hermano le gustaban las estrellas. Eso era más o menos lo que le
gustaba. Ciertamente, yo nunca le gusté. Bueno, no les gusté a ninguno de ellos,
evidentemente, pero era Nigel quien me daba miedo; Nigel, que era quien más
había sufrido las expectativas de mamá…
¡Ah, las expectativas…! Me pregunto qué hizo Nigel con ellas. Mirar desde la
barrera, muy pálido, con sus camisas negras y sus huesudos puños siempre
apretados, de modo que cuando abría las manos veías las pequeñas marcas rojas
en forma de medialuna que las uñas habían dejado en la palma, unas marcas que
dejaba en mi piel cuando nos quedábamos solos…
El apartamento de Nigel es monocromático: sábanas grises bajo un edredón
blanco y negro y un vestuario de tonos negro y carbón. Con el tiempo pensé que
a estas alturas y a no sería así, pero el tiempo no cambió en absoluto el esquema
de colores de mi hermano. Calcetines, chaquetas, jerséis, vaqueros… Ni siquiera
una camisa o una camiseta, ni siquiera un par de calzoncillos que no fueran del
color oficial, gris o negro…
Nigel tenía cinco años cuando papá se fue de casa. A menudo me he
preguntado si se acordaba de haber llevado ropa de colores cuando era tan sólo
un niño. ¿Iría a la play a y jugaría en la arena salada y amarilla? ¿Se tumbaría de
noche junto a papá, señalando las constelaciones? ¿Qué era lo que realmente
andaba buscando cuando contemplaba el cielo con su pequeño telescopio (que
pagó con el dinero que ganaba repartiendo periódicos)? ¿De dónde provenía su
rabia? Y, sobre todo, ¿por qué se decretó que él debía ir negro y Ben de azul? Y,
en el caso de que se hubieran invertido los papeles, ¿habrían sido distintas las
cosas?
Me imagino que ahora y a nunca lo sabré. Quizás debería habérselo
preguntado a él. Sin embargo, Nigel y y o nunca hablábamos, ni siquiera cuando
éramos niños. Coexistíamos el uno junto al otro, protagonizando una especie de
guerra de guerrillas, desafiando la desaprobación de mamá, tratando de infligir el
may or daño posible al odiado enemigo.
Mi hermano nunca me conoció, salvo como blanco de su ira. Y la única
ocasión en que descubrí algo íntimo sobre él, me lo guardé para mí por miedo a
las posibles consecuencias. Sin embargo, si todos los hombres matan aquello que
aman, ¿no debería ser también cierto lo contrario? ¿Aman todos los hombres
aquello que matan? ¿Es el amor el ingrediente que me falta?
Encendí su ordenador. Eché un rápido vistazo a sus favoritos. El resultado fue
el que y a sospechaba: páginas sobre el telescopio Hubbe, de imágenes de
galaxias, de cámaras webs en el polo Norte y de chats en los que un grupo de
fotógrafos comentaba el último eclipse solar. Algo de porno, todo muy
convencional, y música, toda descargada legalmente. Me metí en su correo
electrónico —no tenía contraseña—, pero no encontré nada interesante. Ni una
sola palabra de Albertine: ni un mensaje, ni una foto, ni un indicio de que alguna
vez hubiera llegado a conocerla.
Y tampoco había indicios de ninguna otra persona: nada de correo oficial,
salvo un par de mensajes al mes de su terapeuta; ninguna prueba de alguna
relación clandestina; ni siquiera una breve nota de un amigo. Mi hermano tenía
menos amigos que y o, y esa idea me resulta conmovedora de un modo extraño.
Pero ahora no es momento para la compasión. Mi hermano conocía los riesgos
desde el comienzo. Él no debería haberlo impedido, eso es todo. No es culpa mía
si lo hizo.
Cogí la taza menos sucia que encontré y me preparé un té. No era Earl Grey,
pero daba igual. Luego entré en badsguyrock.
Albertine no estaba conectada. Sin embargo, Chry ssie, como de costumbre,
me estaba esperando: su avatar parpadeaba, compungido. Debajo de él había un
emoticono junto al que se leía un lastimero mensaje: chrysalisbaby tiene ganas
de vomitar.
Bueno, la verdad es que no me extrañó demasiado. El jarabe de ipecacuana
puede ocasionar efectos secundarios bastante desagradables. De todas formas, no
es culpa mía, y hoy tengo preocupaciones más acuciantes.
Revisé a toda prisa mi bandeja de entrada. Capitanmataconejos está bien.
BombaNumero29 se aburre. Un meme de Clair titulado: Haz este test, por
curiosidad. ¿Qué clase de psicópata eres?
Mmm. Muy mono. Y muy típico de Clair, cuy os conocimientos sobre la
psicología humana —como en este caso— provienen may ormente de series
policíacas, series con títulos como Asesinato azul, en las que hay criminólogas
que persiguen a sociópatas que mojan la cama por las noches a base de
manuales sobre la mente criminal…
¿Que qué clase de psicópata soy, Clair? Echemos un vistazo a los resultados.

¡Enhorabuena! Eres un narcisista malvado. Tienes mucha labia; eres


encantador, manipulador y tienes poca o ninguna consideración por los
demás. Te gusta la notoriedad, y estás dispuesto a cometer actos violentos
para satisfacer tus ansias de placer inmediato, aunque puede que
albergues secretamente un sentimiento de insuficiencia. Puede que
también sufras de paranoia y tengas tendencia a vivir en un mundo de
ensueño en el que eres el permanente centro de atención. Necesitas
buscar ayuda profesional, ya que eres un peligro potencial para ti mismo
y para los demás.
La buena de Clair. Siento mucho cariño por ella. Resulta muy conmovedor que
piense que puede analizarme. Sin embargo, en el mejor de los casos tiene una
mentalidad de asistente social, por toda su cháchara psicológica y, además,
tampoco es una persona demasiado estable, como y a descubriremos a su debido
tiempo.
Como veis, incluso Clair se arriesga on-line. Mientras hace el que pasa por ser
su verdadero trabajo —elogiar a los faltos de talento y proporcionar un vulgar
consuelo a los existencialmente deficientes—, dedica horas en secreto en Internet
a poner al día su sitio para fans de Angel Blue, elaborando banners, navegando
por la Red buscando fotos, comentarios, entrevistas, cotilleos, apariciones como
estrella invitada o cualquier tipo de información referente a su actual paradero.
También suele escribirle regularmente, y ha colgado en su propia página una
pequeña colección de las respuestas escritas a mano que él le ha mandado: son
cartas educadas pero impersonales que sólo alguien realmente obsesionado
tomaría como alentadoras…
Sin embargo, Claire sí está realmente obsesionada. Gracias a mi vínculo con
su WeJay, sé que escribe relatos de ficción sobre los personajes del actor… y a
veces sobre él mismo… Son relatos eróticos que, a lo largo de los meses, se han
hecho cada vez más atrevidos. También pinta retratos de su amado y hace
cojines en los que imprime su cara. En su dormitorio hay montones de esos
cojines: la may oría son rosas —su color favorito— y en algunos también
aparece su rostro junto al del actor, enmarcados por un corazón.
También sigue la carrera de su esposa —una actriz con la que lleva
felizmente casado seis años—, aunque últimamente parece que Clair ha
empezado a permitirse alguna esperanzada especulación. Una amiga virtual —
que se conecta con el nombre de chicazafiro— la ha informado de una relación
entre la esposa de Angel y un compañero durante el rodaje de su última película.
Esto ha conducido a una serie de ataques contra la señora Angel en las
últimas entradas del diario de Clair. El más reciente deja perfectamente claro lo
que piensa. No quiere que Angel sufra ningún daño, y la tiene ligeramente
desconcertada que un hombre tan inteligente no hay a aceptado aún el hecho de
que su mujer no es…, en fin, digna de él.
El hecho de que tal relación no exista no es culpa de chicazafiro… Este tipo de
rumores se propagan con facilidad y, además, ¿cómo podía ella imaginar que
Clair reaccionaría de una forma tan irreflexiva? Será interesante ver la reacción
de Clair si —cuando— los abogados de Angel se ponen en contacto con ella.
Os preguntaréis cómo puedo estar tan seguro de ello. Bueno, el correo de
Internet puede ignorarse, pero una carta enviada a la dirección de la señora
Angel, acompañada de una caja de bombones (que en el presente caso contienen
una inesperada sorpresa), cuy o rastro conduce directamente a ClairDeLune y
que se ha mandado a tres kilómetros de su casa…, es algo bastante más siniestro.
Evidentemente, ella lo negará todo, pero ¿la creerá Angel Blue? Además,
Clair es una fan muy entregada: viaja a América para ver a su ídolo en el teatro
y asiste a todas las convenciones donde puede verlo. ¿Qué hará ante…, digamos,
una orden judicial o una reprimenda de su hombre? Tengo la sospecha de que es
imprevisible… y puede que incluso esté un poco trastornada. ¿Qué le hace falta
para perder el control? ¿No sería divertido descubrirlo?
Sin embargo, ahora tengo otras cosas en la cabeza. Un hombre siempre
debería limpiar lo que ensucia, y Nigel, después de todo, es mi suciedad…, mi
suciedad, por no decir mi asesinato.
¿El asesinato es algo que forma parte de una familia? Casi estoy por pensar
que sí. Me pregunto quién será el siguiente. Puede que tal vez y o, muerto a causa
de una sobredosis o de una paliza en una callejón. O quizás de un accidente de
tráfico, atropellado por alguien que se ha dado a la fuga. O tal vez parecerá un
suicidio: un frasco de píldoras junto al baño o una navaja manchada de sangre en
el suelo.
Podría ser cualquier cosa, evidentemente. El asesino podría ser cualquiera.
Por eso hay que apostar sobre seguro y no correr ningún riesgo. Recuerda lo que
les ha ocurrido a los otros dos…
Ándate con cuidado, chicodeojoazules.
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Publicado el: martes, 5 de febrero, a las 01.22
Acceso: público
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Estoy escuchando: Altered Images: « Happy Birthday »

Siempre ha sido muy bueno andándose con cuidado. A lo largo de los años ha
tenido que aprender. Los accidentes ocurren muy fácilmente, y los hombres de
su familia siempre fueron especialmente proclives a ellos. Resulta que incluso su
padre, de quien chicodeojoazules siempre había pensado que simplemente salió a
comprar tabaco y nunca se molestó en volver, había tenido un accidente mortal:
en su caso, un accidente automovilístico del que nadie tuvo la culpa… Lo que los
compañeros del hospital de Malbry llaman un especial sábado noche. Demasiado
alcohol, demasiada poca paciencia, quizás una crisis cony ugal y …
… ¡zas!
Así pues, no debería ser ninguna sorpresa que chicodeojoazules hubiese salido
así. Careció de la guía de una influencia paterna y tenía una madre ambiciosa y
controladora y un hermano may or que tenía tendencia a resolver todos los
problemas a puñetazos. No es precisamente ingeniería aeronáutica, ¿verdad?
Además, él está más que familiarizado con los rudimentos del psicoanálisis.

¡Enhorabuena! Tienes complejo de Edipo. La relación extremadamente


estrecha que mantienes con tu madre ha reprimido tu capacidad para
convertirte en un ser humano emocionalmente equilibrado. Tu
ambivalencia con respecto a ella se manifiesta en fantasías violentas, a
menudo de carácter sexual.

Bueno…, está claro, como diría Cap.


Puede que Nigel perdiera a su padre, pero aquel hombre no significaba nada
para chicodeojoazules. Ni siquiera era su verdadero padre… Desde luego, por las
fotografías se da cuenta de que no se parece en nada a él. Tal vez a Nigel sí: las
manos, grandes y cuadradas; el pelo negro cay endo sobre su cara; la boca,
excesivamente bonita, con su oculta amenaza de violencia. Su madre suele dar a
entender de vez en cuando que Peter Winter tenía una vena violenta; si alguno de
ellos se portaba mal, ella, blandiendo aquel trozo de cable eléctrico en la mano,
decía: Tenéis suerte de que vuestro padre no esté aquí. Él ya os habría puesto en
vuestro sitio.
Así pues, la palabra padre acabó teniendo —digamos— connotaciones
negativas. Un sonido indiscreto, verdoso, nauseabundo, como el agua turbia del
muelle de Blackpool, adonde solían ir por su cumpleaños. A chicodeojoazules
siempre le gustó la play a, pero el muelle le daba miedo; tenía el aspecto del fósil
de un animal —de un dinosaurio, quizás—, y, aunque era sólo huesos, seguía
siendo peligroso, con sus pies embarrados y sus dientes rotos.
Muelle. Peter. Pierre, en francés[10] . No ofende quien quiere sino quien
puede…
Después de haber visto al señor White con su madre, la curiosidad de nuestro
héroe con respecto a Patrick White fue en aumento. Empezó a espiarlo siempre
que le veía en el Village… De camino hacia St. Oswald, con su maletín en una
mano y un montón de libros de ejercicios en la otra; los domingos, en el parque,
con la señora White y Emily —que y a tenía dos años y estaba aprendiendo a
andar—, mientras jugaba con ella y la hacía reír…
Se le ocurrió que si el señor White era su padre, entonces Emily debía de ser
su hermana. Se imaginó teniendo una hermana pequeña: ay udando a su madre a
cuidar de ella y ley éndole cuentos antes de acostarse. Empezó a seguirlos; se
sentaba en el parque, en el sitio adonde solían ir, fingiendo leer un libro mientras
los observaba…
No se atrevió a preguntarle la verdad a su madre. Además, no necesitaba
hacerlo. Estaba convencido de ello: Patrick White era su padre. En algunas
ocasiones, a nuestro héroe le gustaba soñar que algún día él volvería y se lo
llevaría a un lugar lejano…
Lo habría compartido, se dice. Lo habría compartido con Emily. Sin
embargo, el señor White se alejó de él hasta el punto de que incluso evitaba
mirarlo. Un hombre que, hasta entonces, siempre lo saludaba con cariño por la
calle, que siempre lo llamaba jovencito y le preguntaba qué tal le iba en la
escuela.
No se debía al hecho de que Emily fuera mucho más atractiva. Siempre que
nuestro héroe se acercaba a él, había algo extraño en la cara y la voz del señor
White: una expresión de cautela, casi de miedo…
Sin embargo, ¿qué tenía que temer el señor White de un niño de tan sólo
nueve años? Nuestro héroe no alcanzaba a entenderlo. ¿Tenía miedo de que
chicodeojoazules quisiera hacerle daño a Emily ? ¿O acaso temía que un día la
señora White descubriera su secreto?
Empezó a hacer novillos en la escuela para ir a St. Oswald. Se escondía detrás
de la caseta donde guardaban las herramientas y espiaba el patio durante el
recreo: un desfile de chicos vestidos con uniformes azules y de profesores con
trajes negros. Los martes era el señor White quien se ocupaba de vigilar el patio,
y chicodeojoazules lo observaba con avidez desde su escondite mientras recorría
el asfalto, deteniéndose de vez en cuando para hablar con algún alumno…
—Esta noche hay ensayo del cuarteto de cuerda, Jones. No olvide las
partituras.
—No, señor. Gracias, señor.
—Por favor, Hudson, métase la camisa dentro del pantalón. No estamos en la
playa de Brighton.
Chicodeojoazules recuerda un martes, que resultó ser el día de su décimo
aniversario. No esperaba que hubiera ninguna gran celebración. Aquel año había
sido especialmente nefasto, salvo por las veces que iba a la mansión. Tenían poco
dinero, mamá estaba estresada y una escapada a Blackpool era implanteable…
Había demasiadas cosas que hacer. Pensó que no podía esperar ni siquiera una
tarta de cumpleaños. Aun así, aquella mañana parecía que en el aire flotara algo
especial. Tenía diez años. Un número redondo. Su vida tenía dos cifras. Tal vez
había llegado el momento, se dijo, mientras se dirigía hacia St. Oswald, de
descubrir la verdad acerca de Patrick White…
Entró en el patio un par de minutos antes de que terminara la asamblea
general. El señor White estaba de pie junto a la entrada del edificio de enseñanza
media; su descolorida chaqueta colgaba de su brazo, y en la mano sostenía una
taza de café. Al cabo de un minuto, el patio se llenaría de chicos; sin embargo,
ahora estaba desierto, salvo, evidentemente, por la presencia de
chicodeojoazules, que no tardaría en llamar la atención porque no iba de
uniforme. Estaba bajo la puerta de entrada, con el lema de la escuela escrito en
latín —Audere, agere, auferre—, que, gracias al doctor Peacock, y a sabía que
significaba atreverse, esforzarse, conquistar.
De repente, nuestro chicodeojoazules no se sintió demasiado intrépido. Estaba
totalmente seguro de que tartamudearía, de que las palabras que quería decir se
harían pedazos en sus labios. Y, aun a pesar de que no llevaba su chaqueta negra,
el señor White parecía amenazador: más alto y con aspecto más severo que de
costumbre, observando el decidido avance de nuestro héroe, escuchando el ruido
de sus zapatos en el patio adoquinado…
—¿Qué estás haciendo aquí, muchacho? —preguntó, y su voz, aunque suave,
sonó glacial—. ¿Por qué me has estado siguiendo?
Chicodeojoazules se quedó mirándolo. Los ojos azules del señor White
parecían una pendiente muy larga.
—Se…, señor White… —empezó—. Yo… Yo…
El tartamudeo empieza en su cabeza. Es la maldición de las expectativas. Ésa
era la razón de que fuera capaz de hablar de forma perfecta normal en algunas
ocasiones, mientras que en otras las palabras se convertían en un galimatías que
le acababa enredándole irremisiblemente en una telaraña que él mismo había
tejido.
—Yo… Yo…
Nuestro héroe se dio cuenta de que se estaba ruborizando.
El señor White se quedó mirándole fijamente.
—Mira, no tengo tiempo para esto. La campana sonará en cualquier
momento…
Chicodeojoazules hizo un último esfuerzo. Tenía que saber la verdad, pensó.
Después de todo, era su cumpleaños. Trató de imaginarse vestido de azul: el azul
de St. Oswald, o azul mariposa. Vio las palabras saliendo de su boca como si
fueran mariposas. Y, sin apenas tartamudear, dijo:
—Señor White, ¿es usted mi padre?
Durante un momento, el silencio los envolvió. Y entonces, justo cuando la
campana de St. Oswald empezó a sonar, chicodeojoazules vio que el señor White
cambiaba la expresión de su rostro, pasando del shock a la estupefacción, y
finalmente a una aturdida compasión.
—¿Eso es lo que crees? —dijo, finalmente.
Chicodeojoazules lo miró. A su alrededor, el patio se llenó de chaquetas azules
de St. Oswald. Las voces piaban por todas partes, como una bandada de pájaros
revoloteando. Algunos chicos se quedaron mirándolo boquiabiertos: un gorrión
solitario entre un montón de periquitos.
Al cabo de un momento, el señor White pareció recuperarse de su estupor.
—Escucha —dijo, con voz firme—. No sé de dónde has sacado esa idea, pero
no es verdad. No lo es, en serio. Y si me entero de que difundes ese rumor…
—¿No… no es usted mi pa…, padre? —preguntó chicodeojoazules, con voz
temblorosa.
—No —respondió el señor White—. No lo soy.
Por un momento, las palabras parecían carecer de sentido. Chicodeojoazules
estaba muy seguro de ello, pero el señor White decía la verdad: pudo verlo en sus
ojos azules. Pero, entonces…, ¿por qué le había dado dinero a su madre? ¿Y por
qué lo había hecho a escondidas?
Y entonces todo encajó en su cabeza, como las partes de ese juego que era
una trampa para ratones. Era obvio. Su madre estaba chantajeando al señor
White… Chantaje, una palabra siniestra. El señor White había hecho algo malo y,
de alguna manera, su madre lo había descubierto. Eso explicaría las
murmuraciones, la forma en que la señora White miraba a su madre, el enfado
del señor White y ahora su desprecio. Aquel hombre no era su padre, pensó.
Aquel hombre nunca se había preocupado por él.
Entonces, chicodeojoazules sintió que las lágrimas empezaban a asomar a sus
ojos. Unas terribles e indefensas lágrimas infantiles de decepción y vergüenza.
Por favor, delante del señor White no, le suplicó al Todopoderoso, pero Dios, al
igual que su madre, era implacable. Al igual que su madre, a veces nuestro Señor
necesita ese acto de contrición.
—¿Estás bien? —preguntó el señor White, posando una mano en su brazo a
regañadientes.
—Estoy bien, gracias —repuso chicodeojoazules, secándose la nariz con el
dorso de la mano.
—No sé de dónde has sacado la idea de que…
—Olvídelo. Estoy bien, en serio —dijo, y, con mucha calma, se alejó,
caminando tan erguido como pudo, aunque por dentro estaba deshecho y tenía la
sensación de que iba a morir.
Hoy es mi cumpleaños, se dijo. Hoy merezco sentirme especial. Cueste lo que
cueste, da igual el castigo que decidan infligirme Dios o mamá…
Quince minutos después estaba no de vuelta en la escuela, sino en la avenida
de los millonarios, frente a la mansión.

Era la primera vez que chicodeojoazules acudía allí solo. Sus visitas, acompañado
por sus hermanos y su madre, siempre eran estrictamente supervisadas. Sabía
que si su madre se enteraba de lo que había hecho, haría que se arrepintiera de
haber nacido. Sin embargo, hoy no le tenía miedo. Hoy, una oleada de rebeldía
parecía haberse apoderado de él. Hoy, por una vez, chicodeojoazules tenía el
ánimo para cruzar el límite.
El jardín estaba protegido de la calle por una reja de hierro fundido. En un
extremo había un muro de piedra, y un seto de endrino rodeaba todo el recinto.
En conjunto, no parecía nada prometedor. Sin embargo, chicodeojoazules estaba
decidido. Encontró un hueco por el que colarse, consciente de que las ramas y las
espinas se le enganchaban en el pelo y le rasgaban la camiseta, y apareció al
otro lado del seto, en los jardines de la mansión.
Su madre siempre los llamaba los jardines, mientras que el doctor Peacock
decía simplemente el jardín, aunque tenía más de cuatro acres, un huerto y
césped, además de la rosaleda vallada de la que tan orgulloso estaba el doctor, el
estanque y el antiguo invernadero, donde ahora se guardaban las macetas y las
herramientas. La may or parte del terreno estaba plantado de árboles, que le
venían muy bien a chicodeojoazules. Había caminos con rododendros que
florecían brevemente en primavera y que a finales de verano se quedaban
esqueléticos; invadían el camino, lo cual lo convertía en un lugar perfecto para
quien quisiera merodear por el jardín sin ser visto…
Chicodeojoazules no se planteó el impulso que le había llevado hasta la
mansión. No podía volver a St. Oswald, y menos ahora, con lo que había
ocurrido. Evidentemente, tampoco se atrevió a volver a casa, y en la escuela lo
castigarían por llegar tarde. Sin embargo, la mansión era un sitio tranquilo,
secreto y seguro. Le bastaba con estar allí, avanzar entre la maleza, escuchar el
zumbido de las abejas en las hojas de los árboles y sentir que los latidos de su
corazón recuperaban su ritmo normal. Seguía tan sumido en sus agitados
pensamientos, avanzando por los caminos arbolados, que casi se dio de bruces
contra el doctor Peacock: estaba de pie en la entrada de la rosaleda, con las
tijeras de podar en la mano y las mangas de la camisa a la altura del codo.
—¿Qué te ha traído hasta aquí esta mañana?
Por un momento, chicodeojoazules casi no pudo contestar. Luego se acercó al
doctor Peacock y lo vio: la fosa recién excavada, el montículo de tierra, el
cuadrado de césped extendido en el suelo…
El doctor Peacock le sonrió. Era una sonrisa más bien compleja: triste y
cómplice.
—Me temo que me has pillado con las manos en la masa —dijo, señalando la
fosa recién excavada—. Sé que tal vez esto te parezca raro, pero a medida que
nos vamos haciendo may ores somos capaces de sentir hasta alcanzar un nivel
exponencial. Aunque a ti tal vez te parezca algo senil…
Chicodeojoazules se quedó mirándole fijamente con una genuina falta de
comprensión.
—Lo que quiero decir —añadió el doctor Peacock— es que estaba dándole el
último adiós a un viejo y fiel amigo.
Por un momento, chicodeojoazules no estuvo muy seguro de a qué se refería,
aunque luego se acordó del jack russell del doctor Peacock, sobre el que el
anciano siempre armaba tanto alboroto. A chicodeojoazules no le gustaban los
perros: le parecían demasiado ansiosos e imprevisibles.
Se estremeció; se sentía un poco mareado. Trató de recordar el nombre del
perro, pero sólo le venía a la mente Malcolm, el nombre de su gemelo, y, sin
razón alguna, sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a dolerle la cabeza…
El doctor Peacock posó una mano en su hombro.
—No estés triste, hijo. Tuvo una buena vida. ¿Te encuentras bien? Estás
temblando.
—No me siento de…, demasiado bien —repuso chicodeojoazules.
—¿De verdad? Bueno, entonces será mejor que entres en casa. Te prepararé
algo de beber. Tal vez debería avisar a tu madre…
—¡No, por favor! —exclamó chicodeojoazules.
El doctor Peacock lo miró.
—De acuerdo —dijo—. Lo entiendo. No quieres que se preocupe. En general
es una buena mujer, aunque algo sobreprotectora. Y, además… —Entornó los
ojos, con una pícara sonrisa—. ¿Me equivoco al suponer que esta bonita mañana
de primavera las delicias de la escuela no te acababan de llenar por dentro
cuando el programa de ciencias naturales exigía toda tu atención?
Chicodeojoazules interpretó aquello como que era evidente que había hecho
novillos.
—Por favor, señor, no se lo diga a mamá.
El doctor Peacock asintió con la cabeza.
—No veo ningún motivo para hacerlo —respondió—. Yo también fui niño y
hacía travesuras. A veces iba a pescar al río. ¿Te gusta pescar, jovencito?
Chicodeojoazules asintió con la cabeza, aunque nunca lo había probado; y
nunca lo haría.
—Es un pasatiempo excelente. Estás al aire libre. Evidentemente, y o tengo
mi jardín… —Por encima del hombro, echó un vistazo al montículo de tierra y a
la fosa—. Dame un momento, ¿de acuerdo? —dijo—. Luego prepararé algo de
beber.
Chicodeojoazules observó en silencio al doctor Peacock mientras tapaba la
fosa. En realidad, no quería mirar, pero se dio cuenta de que no podía desviar los
ojos. Sentía una opresión en el pecho, los labios entumecidos y la cabeza le daba
vueltas. Se preguntó si estaría realmente enfermo o si se trataba sólo del ruido
que hacía el doctor al cavar, el leve sonido de la pala, el agrio olor de las plantas
o el ruido sordo de cada palada de tierra al caer en la fosa.
Al final, el doctor Peacock soltó la pala, aunque no se dio la vuelta de
inmediato, sino que se quedó de pie junto a la tumba, con las manos en los
bolsillos y la cabeza gacha. Estuvo así durante tanto tiempo que chicodeojoazules
se preguntó si no se habría olvidado de él.
—¿Se encuentra bien, señor? —dijo, finalmente.
Al escuchar su voz, el doctor Peacock se dio la vuelta. Se había quitado el
sombrero que llevaba cuando estaba trabajando en el jardín y, sin él, la luz del sol
le obligó a entrecerrar los ojos.
—Debes pensar que soy un sentimental —dijo—. Todo esto por un perro…
¿Has tenido perro alguna vez?
Chicodeojoazules negó con la cabeza.
—Lástima. Todos los niños deberían tener uno. Pero tienes a tus hermanos —
añadió—. Apuesto a que os lo pasáis en grande.
Por un momento, chicodeojoazules intentó imaginarse el mundo tal y como el
doctor Peacock lo veía: un mundo donde se lo pasaba en grande con sus
hermanos, donde los niños iban de pesca y jugaban al críquet…
—Hoy es mi cumpleaños —dijo.
—¿Hoy ? ¿En serio?
—Sí, señor.
El doctor Peacock sonrió.
—Ah, recuerdo los míos: gelatina, helado y tarta de cumpleaños, aunque
ahora no suelo celebrarlos… Veinticuatro de agosto, ¿verdad? El mío es el
veintitrés. Lo había olvidado hasta que hiciste que me acordara —dijo, y se
quedó mirándole pensativamente—. Creo que el tuy o sí deberíamos celebrarlo.
No tengo refrescos en casa, aunque sí un poco de té, algún pastelito helado, pero
bueno… —Entonces sonrió y le miró con expresión pícara, como un muchacho
que luciera una barba postiza y un convincente traje de anciano—. Los Virgo
deberíamos permanecer unidos.
¿No parece gran cosa, verdad? Una taza de Earl Grey y lo que quedaba de
una vela en un pastelito helado. Sin embargo, chicodeojoazules conserva ese día
en su memoria como si fuera un dorado minarete alzándose en un inhóspito
paisaje. Recuerda cada detalle con una perfecta e intensa precisión: los pequeños
pétalos de rosa azules en la taza; el sonido de la cuchara en la porcelana; el color
ámbar y el aroma del té; la inclinación del sol… Pequeñas cosas, aunque su
intensidad es un recuerdo de la inocencia. Aunque él nunca fue inocente, aquel
día estuvo muy cerca de serlo y, volviendo la vista atrás, se da cuenta de que ése
fue el último día de su infancia, que se escapaba entre sus dedos como la arena…

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me alegra ver que sigues explorando ese tema en profundidad,
chicodeojosazules. A menudo, tu protagonista da la impresión de ser alguien
frío y carente de emociones, y me gusta la forma en que insinúas su secreta
vulnerabilidad. Te mando una lista de libros que tal vez te sean útiles. Pueda
que te apetezca tomar algunas notas antes de nuestra próxima reunión.
¡Espero verte de nuevo muy pronto!
chrysalisbaby: ojalá y o también pudiera estar allí (lágrimas)
13

Estás visitando el diario virtual de chicodeojosazules publicado en:


badguysrock@webjournal.com
Publicado el: martes, 5 de febrero, a las 01.45
Acceso: público
Estado de ánimo: depredador
Estoy escuchando: Nirvana: « Smeels Like Teen Spirit»

Después de aquello, el doctor Peacock se convirtió en una especie de héroe para


chicodeojoazules. Lo sorprendente habría sido que no hubiera sido de este modo:
el doctor Peacock era todo lo que él admiraba. Deslumbrado por su personalidad,
ávido por conseguir su aprobación, vivía para esos breves intervalos de tiempo,
para sus visitas a la mansión, y se agarraba a cada una de las palabras que el
doctor le dirigía…
Ahora, todo cuanto chicodeojoazules es capaz de recordar son retazos de
benevolencia. Un paseo por la rosaleda; una taza de té Earl Grey ; una breve
conversación… Su necesidad aún no se había convertido en codicia, ni su afecto
en celos. Y el doctor Peacock tenía el don de hacer que todos ellos se sintieran
especiales…, no tan sólo Ben, sino también su hermanos. Incluso su madre, que
era dura como una piedra, no podía escapar al influjo de su encanto.
Finalmente llegó el momento del examen de ingreso. Benjamin tenía diez
años y habían pasado tres y medio desde que había visitado la mansión por
primera vez. Durante todo ese tiempo habían cambiado muchas cosas. En la
escuela y a no se metían con él (desde el incidente del compás, los demás habían
aprendido a dejarle en paz), pero, a pesar de todo, se sentía desgraciado. Se había
ganado fama de altivo —algo que en Malbry era pecado mortal—, lo cual,
sumado a su condición de friqui y marica, equivalía a un suicidio social.
Tampoco ay udaba el hecho de que, gracias a su madre, se hubiera difundido
lo de su don. Por consiguiente, incluso los profesores habían acabado por verle
como un chico diferente… y algunos de ellos lo hacían con resentimiento. Un
niño diferente es un niño problemático, o eso era lo que creían los profesores de
Abbey Road, y, en vez de sentir curiosidad, muchos desconfiaban de él y algunos
se mostraban abiertamente sarcásticos, como si las expectativas de su madre y
su propia incapacidad para ajustarse a la mediocridad de la escuela fuera, en
cierto modo, una forma de atacarlos.
Su madre y sus expectativas. Evidentemente, eran más grandes que nunca
ahora que el don era algo oficial y que tenía un nombre…, un nombre oficial, un
síndrome que olía a enfermedad y a santidad, con su sibilante sonido gris oscuro
y su afrutado matiz católico.
Sin embargo, él se dijo que le daba igual. Un año más y sería libre. Libre
para ir a St. Oswald, que su madre le había pintado con unos colores tan
atractivos para él que casi se los había creído; un lugar del que el doctor Peacock
hablaba con tanto entusiasmo que había dejado de lado sus miedos y se había
concentrado en convertirse en lo que el doctor esperaba de él: el hijo que nunca
había tenido, una astilla que había saltado del viejo edificio, decía…
A veces, Benjamin se preguntaba qué pasaría si suspendía el examen de
ingreso. Sin embargo, teniendo en cuenta que su madre pensaba desde hacía
mucho tiempo que el examen era una mera formalidad, unos cuantos
documentos que había que firmar antes de que él cruzara aquellas sagradas
puertas, sabía que era mejor no verbalizar sus preocupaciones.
Sus dos hermanos iban a Sunny bank Park. Sunnybanker, que rima con
wanker[11] , como solía decirles. Aquello hacía reír a Brendan, pero ponía furioso
a Nigel, quien, si conseguía atraparlo, le sujetaba entre sus rodillas y lo golpeaba
hasta que se echaba a llorar mientras le gritaba: ¡Jódete, friqui! No paraba hasta
que se quedaba exhausto o su madre los oía y acudía corriendo…
Nigel tenía quince años y lo odiaba. Lo había odiado desde el primer día,
aunque para entonces su odio había alcanzado su plenitud. Quizás estuviera celoso
de la atención que recibía su hermano o quizás era sólo una cuestión de
testosterona. En cualquier caso, a medida que se iba haciendo may or, dedicaba
un empeño cada vez may or a hacer sufrir a su hermano, sin importarle las
consecuencias.
Ben era flaco y bajito. En cambio, Nigel era muy alto para su edad, había
desarrollado unos músculos adolescentes y conocía muchas formas casi
indetectables de infligir dolor —pellizcos, mordiscos, discretas patadas por debajo
de la mesa—, aunque cuando se enfadaba de verdad se olvidaba de la discreción
y, sin pensar en el posible castigo, la emprendía a puñetazos y puntapiés con su
hermano…
Contar lo que ocurría no hacía sino empeorar las cosas. A Nigel parecían
darle igual los castigos: no hacían más que alimentar su resentimiento. Y las
palizas lo ponían aún más furioso. Si lo mandaban a la cama sin cenar, obligaba a
sus hermanos a comer dentífrico, polvo o las arañas que había almacenado con
mucha previsión en la buhardilla con vistas a esa eventualidad.
Brendan, que siempre era muy prudente, aceptaba el orden natural de las
cosas. Puede que fuera más inteligente de lo que pensaban. Puede que temiera
los castigos. Era miedoso hasta resultar ridículo, y si Nigel o Ben recibían una
paliza de su madre, lloraba tanto como ellos…, pero al menos no suponía ninguna
amenaza, y en ocasiones incluso compartía sus golosinas con Ben cuando Nigel
no estaba.
Brendan comía golosinas a montones, y y a empezaba a notársele. Un blando
michelín de grasa sobresalía por la cintura de sus pantalones de pana marrones, y
su pecho, parecido al de una chica, quedaba oculto debajo de su jersey. Y
aunque él y Ben habrían tenido alguna posibilidad si hubieran unido sus fuerzas
frente a Nigel, a Brendan le faltaba valor. Así pues, Ben aprendió a cuidar de sí
mismo y a salir corriendo cuando estaba por allí su hermano, el que vestía de
negro.
Había otras cosas que también habían cambiado. Chicodeojoazules estaba
creciendo. Él, que siempre había sido propenso a los dolores de cabeza, empezó a
tener migrañas, que empezaban en forma de luces estroboscópicas proy ectadas
en chillones colores. Acto seguido aparecían los sabores y los olores, más fuertes
que los que jamás hubiese experimentado: a huevos podridos, creosota, el
apestoso hedor del complejo vitamínico, y luego, finalmente, el mareo, el dolor,
que le aplastaba como una roca, enterrándolo vivo.
No podía dormir, no podía pensar, y en la escuela apenas era capaz de
concentrarse. Como si eso no fuera suficiente, su habla, que siempre había sido
titubeante, se había convertido en un tartamudeo. Chicodeojoazules sabía por qué.
Su don —su sensibilidad— se había transformado en un veneno para él. Un
veneno que inundaba lentamente su cuerpo, haciendo que pasara de ser una
persona sana, de carne y hueso, a algo que ni siquiera su madre era capaz de
comprender.
Ella avisó al médico, que, evidentemente, dijo que las migrañas las producía
el crecimiento, y luego, cuando persistieron, las atribuy ó al estrés.
—¿Estrés? ¿Y qué es lo que tiene para estar estresado? —gritó ella,
exasperada.
Su silencio no hizo sino aumentar la irritación de su madre, hasta conducirla a
un sinfín de incómodas preguntas, que no consiguieron sino hacerle sentir peor.
Muy pronto aprendió a no quejarse y a fingir que no le ocurría nada malo,
incluso cuando sentía un dolor horrible y estaba a punto de sufrir un colapso.
Sin embargo, ideó su propio sistema para combatir los dolores y descubrió el
medicamento que debía robar del armario. Aprendió a enfrentarse a las
alucinaciones con palabras mágicas e imágenes. Las elegía mirando en los
mapas del doctor Peacock, en los libros, en los rincones más oscuros de su
corazón…
Y, sobre todo, soñaba en azul. El azul, el color del control. Siempre lo había
relacionado con el poder, un poder parecido a la electricidad. Había aprendido a
verse a sí mismo en un caparazón de azul ardiente, intocable, invencible. Allí
dentro estaba a salvo de todo. Allí podía reponerse. El azul era seguro. El azul era
sereno. El azul, el color del asesinato. Escribía sus sueños en la misma libreta azul
en la que escribía sus historias.
No obstante, hay otras maneras de combatir el estrés adolescente además de
con la ficción. Lo único que se necesita es una víctima apropiada,
preferiblemente una que no pueda defenderse: un chivo expiatorio que cargue
con la culpa de todo lo que has sufrido.
Las primeras víctimas de Benjamin fueron las avispas: las odiaba desde que,
en una ocasión, un verano, una le había picado en la boca mientras bebía de una
lata de Coca-cola medio vacía que alguien había dejado olvidada. A partir de
aquel día, todas las avispas eran culpables. Su venganza consistía en cazarlas con
trampas hechas con tarros medio llenos de agua y azúcar; luego las empalaba
con una aguja y las contemplaba mientras forcejeaban hasta morir. Bombeaban
aquel blancuzco cóctel y retorcían horriblemente su cuerpo, como si fueran las
strippers más pequeñas del mundo.
Se las mostraba a Brendan y lo miraba mientras su hermano también se
retorcía, incómodo.
—Bah, no hagas eso, es asqueroso… —decía Bren, con el rostro crispado.
—¿Por qué, Bren? Sólo es una avispa.
Su hermano se encogía de hombros.
—Lo sé, pero no lo hagas…
Entonces, Ben le arrancaba la aguja al insecto, que estaba casi muerto y
empezaba a dar volteretas, totalmente pringado. Bren se estremecía.
—¿Contento?
—Aún se mu-mueve —decía Brendan, con una expresión de miedo y asco.
Ben vaciaba el contenido del tarro en la mesa, delante de Brendan.
—Pues mátala —le decía.
—Por favor, Ben…
—Adelante. Mátala. Acaba con su sufrimiento, gordo de mierda.
Brendan estaba a punto de echarse a llorar.
—No pu…, puedo —decía—. Yo…
—¡Hazlo! —exclamaba Ben, apretándole el brazo—. Hazlo. Mátala…
¡Mátala ya!
Hay personas que nacen para matar, pero Brendan no era una de ellas. Y
Benjamin se deleitaba profundamente en la estúpida impotencia de Brendan y
sus sollozos mientras él seguía pinchándole, hasta que se refugiaba en un rincón,
donde ocultaba la cabeza entre las manos. Brendan nunca se defendía. Ben era
tres años menor que él y pesaba quince kilos menos, y aun así le podía dar
fácilmente una paliza. No es que le odiara, pero su debilidad resultaba
exasperante, y a Ben le daban ganas de seguir atormentándole, de verle
retorcerse como una avispa dentro de un tarro…
Puede que fuera un poco cruel. Brendan no hacía nada malo, pero a Ben le
proporcionaba esa sensación de controlar las cosas que le faltaba y le ay udaba a
enfrentarse a su estrés, que iba en aumento. Era como si atormentando a su
hermano él pudiera sofocar su propio sufrimiento, como si pudiera deshacerse de
lo que le encerraba en aquella caja de olores y colores.
No pensaba demasiado en ello. Sus actos eran puramente instintivos, una
forma de defenderse del mundo. Más adelante, chicodeojoazules descubriría que
ese proceso se llamaba transferencia. Una palabra interesante, de un turbio color
azul verdoso que le recuerda a las calcomanías que sus hermanos solían lucir en
sus brazos: uno tatuajes falsos, burdos y baratos, que manchaban las mangas de
las camisas que llevaban para ir a la escuela y les ocasionaban problemas en
clase. Sin embargo, al final, de alguna manera, aprendió a arreglárselas. Primero
con las trampas para avispas, luego con los ratones, y finalmente con sus
hermanos.
Y mira ahora a tu chicodeojosazules, mamá. Ha superado todas las
expectativas. Se pone un traje para ir a trabajar… o, al menos, para fingir que lo
hace. Lleva un maletín de cuero. La palabra técnico figura en el nombre de su
empleo, al igual que operador, y si nadie sabe muy bien lo que hace sólo se debe
a que la may oría de la gente corriente no tiene ni idea de lo complicadas que
pueden ser las operaciones.
Hoy en día, los médicos dependen de los aparatos, les dice Gloria a Adèle y a
Maureen cuando queda con ellas los viernes por la noche. En ese hospital han
invertido millones de libras en escáneres y máquinas para hacer resonancias
magnéticas, y alguien debe ocuparse de que funcionen…
Da igual que lo más cerca que estuvo nunca de alguna de esas máquinas
fuera para quitar el polvo que había debajo de ellas. Como ves, mamá, las
palabras tienen poder. Poder para camuflar la verdad, para teñirla con los colores
de un pavo real[12] .
Ah, si lo supiera, se lo haría pagar. Pero no lo descubrirá. Él es demasiado
cuidadoso como para que tal cosa ocurra. Evidentemente, es posible que ella
sospeche algo…, pero él piensa que puede salir impune. Es sólo una cuestión de
valor; eso es todo. De valor, de tiempo y de autocontrol. Eso es, al fin y al cabo,
todo cuanto necesita un asesino.
Además, como sabéis, y a lo he hecho antes.

Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Jenny, ¿no te cansas nunca de entrar aquí para criticar? Esto es
muy interesante, chicodeojosazules. ¿Has echado un vistazo a la lista de
libros que te mandé? Me encantaría saber qué opinión te merece…
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Publicado el: martes, 5 de febrero, a las 01.55
Acceso: restringido
Estado de ánimo: despierto

Esta noche no hay ningún mensaje en la bandeja de entrada. Tan sólo un meme
de chicodeojosazules, en el que me tienta para que aparezca y juegue. Estoy casi
segura de que está esperándome; a menudo se conecta a esta hora y está on-line
hasta altas horas de la madrugada. Me pregunto qué es lo que quiere de mí.
¿Amor? ¿Odio? ¿Confesiones? ¿Mentiras? ¿O tal vez lo único que desea es
contactar, saber que sigo prestándole atención? Durante la noche, cuando Dios no
parece más que una broma del destino y se diría que nadie está escuchando,
¿acaso no necesitamos todos a alguien a quien acariciar? Incluso tú,
chicodeojosazules. Tú me vigilas y y o te vigilo a través de un cristal oscuro,
escribiendo mis cartas a los muertos en este teclado de güija.
¿Será ésta la razón por la que escribe esas historias acerca de él, colgándolas
aquí para que y o las lea? ¿Serán una invitación al juego? ¿Acaso espera que le
conteste con otra confesión sobre mí?

Agregado por chicodeojosazules en badguysrock@webjournal.com


Publicado el: martes, 5 de febrero, a las 01.05
Si fueras un animal ¿qué serías? Un águila sobrevolando una montaña.
¿Cuál es tu olor favorito? El del café Pink Zebra, el miércoles a la hora de la
comida.
¿Té o café? ¿Por qué quedarse con uno de los dos cuando puedes tomarte un
chocolate caliente con nata?
¿Cuál es tu sabor de helado favorito? Manzana verde.
¿Qué ropa llevas puesta en este momento? Unos vaqueros, unas zapatillas de
deporte y un viejo jersey de cachemira, mi favorito.
¿Qué te da miedo? Los fantasmas.
¿Qué es lo último que has comprado? Mimosas, mis flores favoritas.
¿Qué es lo último que has comido? Una tostada.
¿Cuál es tu sonido favorito? El y o-y o de mi madre cuando interpreta a
SaintSaëns.
¿Qué ropa usas para dormir? Una vieja camiseta de mi hermano.
¿Qué es lo que más odias? Que me traten con condescendencia.
¿Tu peor defecto? Soy evasivo.
¿Tienes alguna cicatriz o algún tatuaje? Más de los que quisiera recordar.
¿Algún sueño recurrente? No.
Hay un incendio en tu casa. ¿Qué salvarías? Mi ordenador.
¿Cuándo lloraste por última vez?

Bueno…, me gustaría poder contestar que fue cuando murió Nigel, pero ambos
sabemos que eso no es verdad. ¿Cómo podría explicarle esa irracional y
maliciosa oleada de felicidad que eclipsa todo mi dolor, esa certeza de que me he
librado de algo, esa sensación que no tiene nada que ver con mis ojos?
Ya ves, soy una mala persona. No sé cómo enfrentarme a una pérdida. La
muerte es un cóctel embriagador que lleva una parte de pena y tres de alivio…
Eso fue lo que sentí con papá, con mamá, con Nigel…, incluso con el pobre
doctor Peacock…
Chicodeojosazules sabía —ambos lo sabíamos— que sólo me estaba
engañando a mí misma. Nigel nunca tuvo una oportunidad. Incluso nuestro amor
fue una mentira desde el principio; echó unos brotes parecidos a los que echa un
tallo cortado dentro de un jarrón: unos brotes que no suponían una recuperación,
sino desesperación.
Sí, era una egoísta. Y sí, estaba equivocada. Incluso desde el principio sabía
que Nigel pertenecía a otra persona, a alguien que nunca ha existido. Sin
embargo, después de muchos años de huir, una parte de mí quería ser esa chica;
quería hundirme en ella igual que un niño en un almohadón de plumas; olvidarme
de mí misma —y de todo— entre los brazos de Nigel. Ya no me bastaba con los
amigos virtuales. De pronto quería más. Quería ser normal: relacionarme con el
mundo, pero no a través de un cristal, sino con mis labios y mis manos. Quería
algo más que un mundo virtual, algo más que un nombre en mis dedos. Quería
que me comprendieran, pero no alguien que estuviera lejos, delante de un
teclado, sino alguien a quien pudiera acariciar…
No obstante, a veces una caricia puede ser mortal. Yo y a debería saberlo; es
algo que y a me había ocurrido antes. Hacía menos de un año que Nigel estaba
muerto, envenenado por la proximidad. Su chica había resultado ser tan tóxica
como Emily White: enviaba muerte con una sola palabra.
O, en este caso, con una carta.
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Publicado el: martes, 5 de febrero, a las 15.44
Acceso: restringido
Estado de ánimo: aprensivo

La carta llegó un sábado, mientras estábamos desay unando. Por entonces, Nigel
vivía más o menos aquí, aunque aún conservaba su apartamento en Malbry.
Habíamos establecido una especie de rutina que casi encajaba con ambos. Tanto
él como y o éramos animales nocturnos; de noche nos sentíamos mejor. Nigel
llegó a las diez. Tomamos algo, hablamos, hicimos el amor, nos acostamos y él
se fue por la mañana, a las nueve. Los fines de semana solía quedarse más, a
veces hasta las diez o las once; ésa fue la razón de que estuviera aquí y de que la
carta llegara a sus manos. Entre semana no la habría abierto; y o me habría
ocupado de ello. Supongo que eso también formaba parte del plan. Sin embargo,
en aquel momento no tenía ni idea de que aquella carta bomba iba a explotarnos
en la cara…
Aquella mañana me estaba comiendo unos cereales, que estallaron y se
hincharon cuando vertí la leche por encima. Nigel no tomó nada y apenas habló.
Casi nunca solía desay unar, y sus silencios no presagiaban nada bueno, sobre
todo por las mañanas. Los ruidos orbitaban en torno a un pesado silencio, como si
fueran satélites girando alrededor de un torvo planeta: el crujido de la puerta de
la despensa, el sonido de la cuchara contra la cafetera, el tintineo de una taza…
Al cabo de un segundo se abrió la puerta del frigorífico y volvió a cerrarse de
golpe. La tetera empezó a hervir y acto seguido se escuchó una breve erupción
seguida de un clic de aire militar. Luego, el clac del buzón y el impasible ruido
del poste.
La may or parte del correo que recibo es propaganda, y raras veces me llega
nada. Los recibos están domiciliados en el banco. ¿Cartas? ¿Para qué? ¿Tarjetas
postales? ¡Ni hablar!
—¿Algo interesante? —pregunté.
Durante un momento, Nigel no dijo nada. Oí el ruido de un sobre al abrirse.
Una sola hoja, que se desplegó con un sonido seco, parecido al de un cuchillo
afilado al ser desenfundado.
—¿Nigel?
—¿Qué?
Cuando estaba enfadado, sacudía los pies; pude oír cómo lo hacía contra las
patas de la mesa. Y además había algo en su voz, algo plano y duro, como una
especie de barrera. Rompió el sobre por la mitad y luego manoseó la hoja con
los dedos. La recorrió con el pulgar, como si fuera el filo de un cuchillo…
—¿No son malas noticias, verdad?
No dije lo que más me temía, aunque podía sentir cómo planeaba sobre mí.
—¡Déjame leer, coño! —exclamó.
Ahora la barrera estaba al alcance de mi mano, como un afilado tablero de
juego colocado en un sitio inesperado. Esas puntas afiladas siempre están ahí;
tienen una gravedad propia, y me atraen irremisiblemente hacia su órbita. Y
Nigel tenía muchas puntas afiladas, muchas zonas de acceso restringido.
No era culpa suy a, me dije; de lo contrario, él no hubiera estado conmigo.
Los dos nos complementábamos de una manera muy extraña: él era un hombre
sombrío, y a mí me faltaba carácter. Acostrumbrava decir que y o era como un
libro abierto, que no tenía rincones ocultos ni secretos desagradables. Mejor así,
porque el engaño, ese rasgo básicamente femenino, es lo que más podía
aborrecer Nigel. El engaño y la mentira, algo que a él le resultaba muy ajeno…
y también a mí, según él.
—Tengo que salir; estaré fuera alrededor de una hora. —Su voz sonó
extrañamente a la defensiva—. ¿Estarás bien? Tengo que ir a casa de mi madre.
Gloria Winter, de soltera Gloria Green, sesenta y nueve años y empeñada en
seguir agarrándose a lo que queda de su familia con la tenacidad de una rémora
hambrienta. Para mí sólo era una voz que había escuchado por teléfono: un
marcado acento del norte, un impaciente tamborileo en el auricular, una forma
imperiosa de cortarte, como un jardinero podando rosas.
Nunca fuimos presentadas, al menos oficialmente. No obstante, la conozco a
través de Nigel: su forma de actuar, su voz al teléfono y sus siniestros silencios.
Hay más cosas que él nunca me contó, pero que y o conozco muy bien: los celos,
el rencor, la rabia, la mezcla de odio e impotencia…
Él no solía hablar de ella conmigo. Raramente la mencionaba. Viviendo con
Nigel comprendí enseguida que era mejor no sacar determinados temas, entre
ellos su infancia, su padre, sus hermanos, su pasado y, sobre todo, Gloria, que
compartía con su otro hermano un talento especial para sacar a flote lo peor de
Nigel.
—¿No puede ocuparse tu hermano?
Le oí detenerse mientras se dirigía hacia la puerta. Me pregunté si se daría la
vuelta y se quedaría mirándome con sus ojos oscuros. Nigel apenas solía
mencionar a su hermano, y cuando lo hacía era para mal. Ese retorcido hijo de
puta era lo mejor que le había oído decir acerca de él… Nigel nunca era
demasiado objetivo con respecto a su familia.
—¿Mi hermano? ¿Por qué? ¿Te ha dicho algo?
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacerlo?
Una nueva pausa. Sentí sus ojos fijos en mi frente.
—Graham Peacock ha muerto —dijo. Su tono de voz era extrañamente
monótono—. Al parecer, ha sido un accidente. Se cay ó de la silla de ruedas
durante la noche. Le encontraron muerto por la mañana.
No levanté la mirada. No me atreví a hacerlo. De repente, todo pareció
cobrar más intensidad: el sabor del café en mi boca, el canto de los pájaros, los
latidos de mi corazón, la mesa bajo mis dedos, con todas sus grietas y arañazos.
—¿La carta la ha mandado tu hermano? —dije.
Nigel ignoró mi pregunta.
—Dice que el patrimonio de Peacock está valorado en unos tres millones de
libras…
Otro silencio.
—¿Qué? —pregunté.
Su voz, carente de inflexión, parecía más alarmada que enfadada.
—Te lo ha dejado todo a ti —dijo—. La casa, las obras de arte, sus
colecciones…
—¿A mí? Pero si ni siquiera lo conozco… —repuse.
—Ese retorcido hijo de puta…
No me hizo falta preguntarle a quién se refería: aquella frase la reservaba
para su hermano. En muchos aspectos se parecía a él, y, aun así, siempre que su
nombre salía a colación y o casi acababa pensando que Nigel era capaz de matar
a alguien, que era capaz de darle puñetazos y patadas hasta causarle la muerte…
—Debe tratarse de un error —dije—. Yo no conocía al doctor Peacock. Ni
siquiera sé qué aspecto tiene. ¿Por qué iba a dejarme todo ese dinero a mí?
—Bueno…, tal vez por Emily White.
La voz de Nigel sonó apagada.
Entonces el café me supo a polvo, los pájaros dejaron de cantar y mi corazón
se volvió de piedra. Aquel nombre lo había silenciado todo…, salvo un zumbido
que empezó en la punta de mi espina dorsal, borrando los últimos veinte años con
una oleada que me inmovilizó…
Sé que debería habérselo contado entonces. Sin embargo, había ocultado la
verdad durante mucho tiempo, crey endo que Nigel siempre estaría ahí,
esperando el momento oportuno, sin saber que aquel momento era todo cuanto
teníamos…
—Emily White —dijo Nigel.
—Nunca había oído ese nombre.
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Publicado el: miércoles, 6 de febrero, a las 03.15
Acceso: restringido
Estado de ánimo: desvelado

Cuando llega el momento de enfrentarse a un duro golpe de la vida —la muerte


de un familiar, el fin de una relación, el resultado positivo de un análisis clínico,
un veredicto de culpabilidad, el último paso que se da para saltar desde un
edificio muy alto—, sobreviene un momento de exaltación, casi de euforia,
mientras la cuerda que nos mantiene atados a nuestras esperanzas se corta y
partimos hacia otra dirección, cuando somos propulsados brevemente por ese
momento liberador.
El penúltimo movimiento de la Sinfonía fantástica —« La marcha del
cadalso» — contiene un momento similar, cuando el condenado ve la horca: el
tono menor pasa a un tono may or, triunfante, como si viera un rostro amigo. Es
algo que conozco muy bien: es el tambaleo de la liberación, la sensación de que
y a ha pasado lo peor y de que lo único que queda es tan sólo gravedad.
No, lo peor aún no había pasado…, aún no. Sin embargo, empezaban a
formarse nubarrones. Cuando llegó la carta, a Nigel le quedaba menos de una
hora de vida, y lo último que me dijo fueron las cinco sílabas de su nombre:
Emily White, como si fueran un acorde interpretado por el fantasma de
Beethoven…
Finalmente, el doctor Peacock había muerto. El antiguo profesor de St.
Oswald, excéntrico, genial, charlatán, soñador, coleccionista, santo, bufón.
Implacable, tanto en vida como y a muerto; en cierto modo no me sorprendió
comprobar que, una vez más, con los mejores propósitos, había destrozado mi
vida.
No, no es que pudiera hacerme daño. Al menos, no de forma intencionada.
Emily siempre quiso a aquel hombre corpulento, con su delicada barba y sus
ademanes extrañamente infantiles, que le leía Alicia en el país de las maravillas y
ponía viejos discos ray ados en un viejo gramófono mientras ella se sentaba en el
columpio de Fireplace House y hablaban de música, de pintura, de poesía y de
sonidos. Y ahora el anciano estaba muerto y no había manera de escapar de él o
de lo que había contribuido a poner en marcha.
No sé a ciencia cierta cómo era Emily cuando fue por primera vez a
Fireplace House. Sólo sé que debió de ser poco después del concierto de Navidad,
porque es en ese momento cuando mi memoria se desvanece para siempre; hay
un momento en que estoy ahí, rodeada por la música como un maravilloso
terciopelo, y al siguiente…
Reacción y ruido blanco. Luego, una larga ráfaga de interferencias,
interrumpida ocasionalmente por una repentina explosión de sonidos perfectos:
una frase, un acorde, una nota. Trato de entenderlo, pero no lo consigo; gran
parte de ello ha quedado oculto. Evidentemente, había testigos; a partir de ellos
podría, si quisiera, reconstruir las variaciones, o la fuga entera. Pero confío en
ellos incluso menos que en mí… y, además, me he esforzado mucho por olvidar
todo aquello. ¿Por qué debería tratar de recordarlo ahora?
Cuando era niña y ocurría algo malo —cuando se rompía un juguete, se me
negaba el cariño o las pequeñas pero dolorosas penas de la infancia se dejaban
oír entre la neblina del dolor adulto— siempre me refugiaba en el jardín. Había
un árbol en el que me gustaba sentarme; recuerdo su textura, su rugosa corteza,
su olor a savia, a hojas muertas y a musgo. Ahora, cuando me siento perdida y
confusa, voy al Pink Zebra. Es el lugar más seguro que hay en mi mundo: un sitio
en el que puedo huir de mí misma, un santuario. Allí todo parece expresamente
diseñado para satisfacer mis necesidades.
Para empezar, es un local cómodo, con todas las mesas contra la pared, y en
su carta está todo lo que me gusta. Y lo mejor de todo: a diferencia del
distinguido Village, no hay afiliaciones ni es un lugar pretencioso. Allí no soy
invisible, y aunque eso pueda suponer un peligro, es agradable entrar y
encontrarte con gente que hable contigo y no sobre ti. Allí, incluso las voces son
distintas: no son agudas, como la de Maureen Pike, o pesadas y agrias, como la
de Eleanor Vine, ni afectadas, como la de Adèle Roberts; son voces cálidas,
como la de un clarinete, un sitar o un tambor metálico, con encantadoras
cadencias y ritmos de calipso, por lo que el mero hecho de sentarse allí resulta
tan agradable como escuchar música.
Fui el sábado, después de la muerte de Nigel. Escuchar aquel nombre de sus
labios me había inquietado, y necesitaba estar en un sitio donde pudiera pensar.
Un sitio ruidoso. Un sitio seguro. Para mí, el Zebra siempre era un refugio, un
lugar que siempre estaba lleno. Aquel día había más gente que de costumbre;
todos estaban esperando fuera, frente a la puerta del café. Sus voces se alzaban a
mi alrededor como animales a la hora de comer. El acento jamaicano de
Saxophone Man; la Chica Gorda, con su tono pesado… Y, dirigiendo la orquesta,
Bethan, con su alegre deje irlandés, hablando con todo el mundo para calmarlos:
—Eh, ¿qué pasa? Llegas tarde. Deberías haber llegado hace diez minutos.
—¡Hola, cariño! ¿Qué te pongo?
—Espera, enseguida estoy contigo.
Gracias a Dios que está Bethan, pienso. Bethan, mi uniforme de camuflaje.
No creo que Nigel llegara a entenderlo. No le gustaba que pasara tanto tiempo en
el Pink Zebra; se preguntaba cómo era posible que prefiriera estar con
desconocidos y no con él. Sin embargo, para comprender a Bethan hay que ser
capaz de penetrar en los muchos disfraces con los que se rodea: las voces, las
bromas, los alias, el jovial cinismo irlandés que esconde algo más profundo.
Bajo todo eso hay algo más, algo dañado y vulnerable. Alguien que trata
desesperadamente de que algo triste y absurdo cobre sentido…
—Aquí tienes, cariño: chocolate caliente con crema de cardamomo.
El chocolate es una de las cosas que más me gusta: con leche, en un vaso
largo, con coco y malvavisco, o solo, con una pizca de chile.
—Escucha esto: el Tío Siniestro vino el otro día y se sentó justo donde estás tú
ahora. Pidió el pastel de merengue con limón. Yo me quedé mirándole cómo se
lo comía desde allí; luego se acercó a la barra y me pidió otro. Vi como se lo
comía y luego, cuando terminó, me llamó y me pidió más pastel. Juro por Dios
que tu hombre se comió seis raciones de pastel en menos de media hora. La
Chica Gorda estaba sentada delante de él y creo que los ojos estaban a punto de
salírsele de las órbitas, igual que a mí.
Sorbí un poco de chocolate. Estaba soso, aunque su calor era reconfortante.
Seguía la conversación, aunque sin prestarle atención, entre un murmullo de
voces tan carente de sentido como el ruido de las olas en la play a.
—¡Hola, cielo! Te veo bien…
—Dos expresos, Bethan, por favor.
—Seis raciones de pastel. ¿Te lo imaginas? Se me ocurrió que tal vez esté
huy endo, que le ha pegado un tiro a su amante y tiene intención de lanzarse
desde lo alto de un acantilado antes de que le pille la Policía, porque seis raciones
de pastel… ¡Por Dios!
—Enseguida estoy contigo, cielo.
En un lugar ruidoso, a veces se puede distinguir el sonido de una voz —a
veces incluso una palabra concreta— que rebota contra esa pared de ruidos
como un violín desafinado en medio de una orquesta.
—Un Earl Grey, por favor. Sin leche ni limón.
Su voz es inconfundible. Suave y ligeramente nasal, con un énfasis muy
peculiar cuando aspira, como un actor de teatro, o tal vez como alguien que en
algún momento fue tartamudo. Ahora vuelvo a escuchar nuevamente la música,
los primeros acordes de Berlioz, que nunca se alejan mucho de mis
pensamientos. No sé por qué tiene que ser esa pieza, pero es el sonido de mis
miedos más profundos, y para mí suena como el fin del mundo.
Hablo en voz baja pero firme. No hay ninguna necesidad de molestar a los
clientes.
—Esta vez sí lo has hecho —dije.
—No sé de qué me estás hablando.
—Estoy hablando de tu carta.
—¿Qué carta?
—No me vengas con gilipolleces. Hoy, Nigel recibió una carta, y por el
humor que tenía cuando se fue y teniendo en cuenta que sólo conozco a una
persona capaz de ponerle en ese estado…
—Me alegra de que pienses eso.
Escuché su sonrisa.
—¿Qué le has dicho?
—No mucho —repuso él—. Pero y a conoces a mi hermano: es muy
impulsivo. Siempre malinterpreta las cosas. —Hizo una pausa, y una vez más
pude escuchar su sonrisa—. Puede que se alterara al enterarse de lo de la
herencia del doctor Peacock o quizás sólo quería que mamá se asegurara de que
él no sabía nada de ello… —Tras sorber un poco de Earl Grey, añadió—: ¿Sabes?
Pensé que te alegrarías. Sigue siendo un magnífico patrimonio, aunque la casa
está un poco caída. En cualquier caso, nada que no pueda arreglarse, ¿verdad? Y
luego están las obras de arte. Y las colecciones. Tres millones de libras me
parece un cálculo muy a la baja. Yo diría que deben de ser casi cuatro…
—Me da igual —le dije, entre dientes—. Que se lo den a otro.
—No hay ningún otro —repuso él.
¡Oh, por supuesto que lo hay! Está Nigel. Nigel, que confió en mí…
¡Qué frágiles son las cosas que construimos! ¡Qué trágicamente efímeras! En
cambio, una casa es sólida como una roca; como las baldosas, las vigas y la
argamasa. ¿Cómo podemos competir con una roca? ¿Cómo puede sobrevivir
nuestra pequeña alianza?
—Debo admitirlo —dijo él, con voz suave—. Pensé que tal vez te mostrarías
agradecida. Después de todo, el patrimonio del doctor Peacock te proporcionará
una importante suma de dinero…, más que suficiente para irte de aquí y
comprarte algo en un lugar decente.
—Me gusta mi vida tal como es —contesté.
—¿De verdad? Yo mataría por poder salir de aquí.
Cogí la taza de chocolate, que estaba vacía, y empecé a darle vueltas con las
manos.
—¿Cómo murió el doctor Peacock? ¿Y cuánto te ha dejado a ti?
Hizo una pausa.
—Eso ha sido un golpe bajo.
Bajé la voz hasta que se convirtió en un susurro.
—Me da igual. Se acabó. Todos han muerto…
—Todos no.
No, pensé. Bueno…, tal vez no.
—O sea, que te acuerdas.
Escuché su sonrisa.
—No mucho. Ya sabes qué edad tenía.
La edad suficiente para recordar, a eso se refiere él. Piensa que debería
recordar más cosas; pero ahora, para mí, todos esos recuerdos sólo existen como
retazos de Emily, en el mejor de los casos contradictorios. Sin embargo, sí sé qué
recuerdan los demás: que era famosa y única. Hubo profesores universitarios
que escribieron tesis sobre lo que dieron en llamar El fenómeno Emily White.

La memoria [afirma el doctor Peacock en su tesis « El hombre


iluminado» ] es, en el mejor de los casos, un proceso imperfecto y
extremadamente idiosincrásico. Tendemos a considerar la mente como
una máquina de recordar que funciona a pleno rendimiento, con
gigaby tes de información —auditiva, visual y táctil— de fácil acceso.
Nada más lejos de la realidad. Aunque, al menos en teoría, eso sea cierto.
Si quiero recordar lo que comí a la hora de desayunar determinado día
de mi vida o un soneto de Shakespeare que tuve que estudiar cuando era
un niño, es muy probable que sin recurrir a las drogas o a la hipnosis —
dos métodos muy cuestionables, dado el nivel de sugestión del sujeto—,
no pueda acceder a esos recuerdos y acaben estropeándose, como un
aparato eléctrico abandonado en un lugar húmedo, provocando
cortocircuitos hasta que el sistema no sea capaz de recurrir a la memoria
alternativa o de emergencia, que se completa con las impresiones de los
sentidos y la lógica interna, la cual puede, de hecho, recurrir a una serie
de experiencias y estímulos completamente distintos, aunque proporciona
al cerebro un muro de contención compensatorio contra cualquier
discontinuidad o disfunción.

El bueno del doctor Peacock… Siempre le costaba mucho llegar a una


conclusión. Si me esfuerzo mucho, aún soy capaz de oír su voz, que era
agradable y melosa aunque un poco cómica, como el fagot de Pedro y el lobo.
Tenía una casa cerca del centro de la ciudad; una de esas enormes casas
antiguas, de techos muy altos y suelos de madera muy gastados, ventanas con
salientes, aspidistras con pinchos, y ese distinguido olor a cuero viejo y a cigarros
puros. En el salón había una chimenea enorme, con una repisa con relieves y un
reloj que siempre hacía tictac. Por las noches, echaba troncos de pino al fuego y
contaba historias a todo aquel que se dejaba caer por su casa.
En Fireplace House siempre había mucho trasiego: estudiantes
(evidentemente), colegas, admiradores, vagabundos en busca de algo que
llevarse a la boca o de una taza de té. Mientras se comportaran, todo el mundo
era bien recibido, y, por lo que y o sabía, nadie había abusado nunca de la bondad
del doctor Peacock ni le había puesto en una situación embarazosa.
Era una de esas casas donde siempre había algo para todo el mundo. Siempre
había una botella de vino a mano o una tetera calentándose en el fuego. Y
también había comida; normalmente, pan y algo de sopa, tartas de fruta con
ciruelas y coñac y una enorme caja de galletas. Había algunos gatos, un perro
llamado Patch[13] y un conejo que dormía en un cesto, debajo de la ventana del
salón.
En Fireplace House, el tiempo se había detenido. No había televisión, radio,
periódicos ni revistas. En todas las habitaciones había gramófonos que parecían
lirios enormes con lenguas de metal. Había estanterías y armarios repletos de
discos, algunos pequeños y otros tan grandes como una bandeja. Estaban ray ados
y contenían voces antiguas y cuerdas profundas, rasposas, avinagradas. Había
estatuas de mármol y bronce en mesas tambaleantes, abalorios, libros de páginas
amarillentas, globos terráqueos, colecciones de cajas de rapé, miniaturas, tazas y
platos, juguetes de cuerda… Para Emily White, aquella casa era un hogar, y
pensar que ahora puedo reunirme allí con ella, una niña eterna en una casa de
objetos olvidados, libre de hacer lo que me apetezca…
Salvo, evidentemente, irme.
Pensé que había conseguido huir, empezar una nueva vida con Nigel. Sin
embargo, ahora sé que eso era tan sólo una ilusión, un espejismo. Emily White
nunca se fue. Y Benjamin Winter tampoco. ¿Cómo puedo pretender ser alguien
distinto? Y ¿acaso sé de qué estoy tratando de escapar?
¿Emily White?
Nunca he oído ese nombre.
Pobre Nigel. Pobre Ben. Y eso duele, ¿no es así, chicodeojosazules? Ser
eclipsado por una estrella más brillante, ignorado y abandonado en la oscuridad,
sin ni siquiera un nombre propio. Bueno, ahora y a sabes cómo me sentía. Cómo
me he sentido siempre. Cómo me siento aún…
—Todo eso pertenece al pasado —dije—. Apenas soy capaz de recordarlo.
Él se llenó de nuevo la taza con Earl Grey.
—Pero puede volver.
—¿Y si no quiero que vuelva?
—No creo que tengas elección.
Quizás tuviera razón en eso. Nada desaparece por completo. Incluso después
de todos estos años, Emily sigue proy ectando su sombra sobre mí. Eso es una
confesión, chicodeojosazules. Estoy seguro de que eres capaz de captar la ironía.
Sin embargo, el curso que sigue nuestra relación es, en cierto sentido, algo más
que una amistad. Tal vez por la pantalla que nos separa, como la de un
confesionario.
Quizás fuera eso lo que me llevó a badsguyrock. Supongo que es un sitio para
gente como y o; un sitio para confesarse, si se siente la necesidad de hacerlo; un
sitio para contar esas historias que deberían ser ciertas, aunque en realidad no lo
sean. En cuanto a chicodeojosazules…, bueno, tendré que admitir que también
me atrae. Él y y o encajamos muy bien; juntos, como el papel de seda de un
viejo álbum de fotos, tan unidos que casi podríamos ser amantes. Y los relatos
que escribe son más reales que la ficción sobre la que he edificado mi vida.
Oí un pitido procedente de su móvil. Retrospectivamente, supongo que sería el
primero de esos sms de pésame, los mensajes de su WeJay anunciándole que su
hermano había muerto.
—Lo siento. Tengo que irme —dijo—. Mamá y a debe tener la comida lista.
Intenta pensar en lo que te he dicho. No puedes dejar atrás el pasado, y lo sabes.
Cuando se fue, pensé en lo que me había dicho. Después de todo, puede que
tuviera razón. Tal vez incluso Nigel lo entendería. Tras muchos años viendo el
mundo a través de un cristal oscuro, tal vez hubiera llegado el momento de
enfrentarme a mí misma, de recuperar mi pasado y recordar…
Sin embargo, lo único de lo que por ahora puedo estar segura es de ese
inminente ruido en el aire y del primer movimiento de Berlioz, los « Ensueños y
pasiones» , agrupándose como si fueran nubes.
Tercera parte

Blanco
1

Estás visitando el diario virtual de Albertine, publicado en:


badguysrock@webjournal.com
Publicado el: jueves, 7 de febrero, a las 21.39
Acceso: público
Estado de ánimo: tenso

Para ella, el primer recuerdo guardado en su memoria es el de un pedazo de


arcilla. Suave como la mantequilla, se va secando poco a poco en sus brazos y
sus codos; huele al arroy o que discurre por detrás de su casa, a la lluvia en el
asfalto, al sótano al que nunca jamás debe bajar, donde su madre, en cajas muy
pequeñas, guarda las patatas que sacan sus ojos largos y ciegos en busca de la
luz.
Arcilla azul, dice su madre. La estruja entre sus dedos de estrella de mar. Haz
algo, Emily. Dale forma.
La arcilla es blanda; entre sus manos, parece una piel resbaladiza. Se la lleva
a la boca; sabe como la repisa de la bañera cuando la lame con la lengua: es
cálida, jabonosa y un poco ácida. Dale forma, dice su madre, y las manitas de la
pequeña empiezan a examinar la escurridiza arcilla azul, a estrujarla como si
fuera un cachorrito mojado, a acariciarla y a buscar la forma en su interior.
Sin embargo, eso es una tontería, evidentemente. No se acuerda del pedazo
de arcilla. En realidad, no tiene ningún recuerdo del que pueda fiarse del todo. Ha
aprendido por imitación; es capaz de repetir cualquier palabra. Y sabe que había
un trozo de arcilla; ha estado durante años en el estudio, dura y densa como una
cabeza fosilizada.
Más adelante fue vendida a una galería, moldeada en bronce. Puede que se
pagara una cantidad excesiva por ella, pero siempre hay mercado para esa clase
de cosas. Objetos relacionados con un asesinato, la soga de un ahorcado, trozos
de hueso: símbolos de la notoriedad, vendidos a coleccionistas de todas partes.
Ella habría querido algo mejor. Pero con esto, piensa, bastará. A falta de un
recuerdo mejor, se quedará con la cabeza de bronce y las letras grabadas en la
placa casi treinta años atrás.
Primeras impresiones, reza la inscripción.
Emily White, 3 años.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: No sé qué decir, Albertine. No sabes lo mucho que esto
significa para mí. ¿Seguirás escribiendo? ¡Por favor!
Albertine: Tal vez. Si tanto lo deseas…
2

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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: jueves, 7 de febrero, a las 22.45
Acceso: público
Estado de ánimo: resuelto

Su madre era artista. Los colores eran toda su vida. Emily White aprendió a
gatear en el suelo del taller de su madre; antes de aprender a hablar y a conocía
el olor de las acuarelas y la tiza, el aroma metálico de la pintura acrílica y el
hedor ahumado de los óleos. Su madre olía a trementina. La primera palabra que
pronunció de pequeña fue papel, y sus primeros juguetes fueron los rollos de
pergamino que había debajo de la mesa: se acordaba de sus fascinantes arrugas
y de su olor a polvo.
Mientras su madre trabajaba, Emily aprendía a distinguir los sonidos de sus
progresos: el ruido plano de las pinceladas de los fondos, los arañazos de la
pluma, el suave trazo de los pasteles y las esponjas, el corte de las tijeras y el
roce de los pinceles en la tela.
Ésos eran los ritmos de su madre, acompañados a veces de pequeños sonidos
de irritación o satisfacción, otras de pasos, y, lo que era más habitual, de algún
comentario sobre colores y sombras. Cuando tenía un año, Emily aún no había
aprendido a andar, pero era capaz de nombrar todos los colores de la caja de
pintura de su madre. Aquellos nombres eran como campanadas sonando dentro
de su cabeza: damasco, pardo, ocre, amarillo, carmesí, violeta, rosa.
El violeta era su favorito; el tubo estaba tan apretado que casi se había
quedado vacío; luego se enrollaba para apurar el resto. El tubo del blanco estaba
lleno, pero sólo porque era nuevo; el del negro estaba seco y apenas se usaba y
estaba en el fondo de la caja, entre los trapos y los pinceles sin cerdas.
—La niña progresa muy lentamente, Pat. A Einstein le ocurría lo mismo.
Eso debía de ser un falso recuerdo, piensa, como tantos otros de aquella
época: la voz de su madre y la de su padre, tratando de responderle.
—Pero cariño, el médico…
—¡Maldito sea el médico! La niña es capaz de nombrar todos los colores de
la caja.
—Sólo repite lo que tú le dices.
—¡No es verdad!
Una nota alta, muy familiar, tiembla en la voz de su madre; es una nota
avinagrada que trata de agarrarse a sus fosas nasales y le humedece los ojos. No
sabe cómo se llama —todavía no, aunque más adelante aprenderá que se trata de
un fa agudo—, aunque sí puede distinguirla en el piano de su padre. Sin embargo,
eso es un secreto incluso para su madre: las horas que pasan juntos ante el viejo
Bechstein, mientras su padre sostiene su pipa entre los labios. Emily se sienta en
su regazo, rozando el teclado con sus manitas mientras él toca Claro de luna o
Para Elisa, aunque su madre cree que y a está en la cama.
—¡Catherine, por favor!
—¡Ve perfectamente!
El olor a trementina se hace más intenso. Es el olor de su madre cuando está
angustiada y de su terrible decepción. Coge a la niña entre sus brazos —el rostro
de Emily contra la parte superior de su peto— y, mientras se da la vuelta, sus pies
se arrastran por el banco de madera, tirando los tubos, los botes y los pinceles, ra-
ta-ta-ta-tá, por el suelo de parqué.
—Escucha, Catherine…
La voz de su padre, como de costumbre, tiene un tono humilde, casi de
disculpa. Como siempre, huele ligeramente a tabaco de la marca Clan, aunque
oficialmente nunca fuma en casa.
—Catherine, por favor…
Sin embargo, ella no le está escuchando, sino que simplemente sujeta a la
niña entre sus brazos y, lanzando un gemido, dice:
—¿Tú puedes ver, verdad, Emily, mi amor? ¿Verdad que sí?
Debe de ser un falso recuerdo. Emily apenas tenía un año; seguramente sería
incapaz de haber comprendido o recordado eso. Y, aun así, parece acordarse
claramente: sus lágrimas de desconcierto, los sollozos de su madre y su padre
mascullando. El olor del estudio, la pintura del peto de su madre pegándosele a la
punta de los dedos y ese constante temblor en fa agudo en la voz de su madre, la
nota de sus expectativas frustradas, como una incesante armonía en una cuerda
demasiado tensada.
Su padre lo supo casi desde el principio. Sin embargo, era un hombre sumiso
y reflexivo, un objeto a merced de los arrebatos de su madre. Incluso siendo
muy niña, Emily y a se dio cuenta de que ella le consideraba inferior y pensaba
que la había decepcionado. Quizás fuera por su falta de ambición o porque había
tardado diez años en darle el bebé que ella tanto deseaba. Él era profesor de
música en el St. Oswald; aunque tocaba varios instrumentos, el piano era el único
que su madre permitió en casa; los demás fueron vendidos, uno tras otro, para
pagar sus tratamientos y terapias.
Su padre decía que en realidad no supuso ningún sacrificio. Después de todo,
él tenía acceso a todos los recursos de su departamento. Era justo: la madre de
Emily padecía jaquecas y la niña era muy nerviosa; se despertaba con el menor
ruido. Así pues, su padre cedió todos sus discos al instituto; podía escucharlos
siempre a la hora de comer o durante el recreo, y, además, allí era donde pasaba
más tiempo.
Tienes que entender lo que suponía eso para ella.
Así hablaba su padre, siempre excusándola, siempre dispuesto a salir en su
defensa, como un caballero viejo y cansado al servicio de una reina loca que ha
perdido su imperio. Emily tardó mucho tiempo en comprender el servilismo de
su padre. Había sido infiel a su madre una vez, con una mujer que no significaba
nada para él, pero con la que tuvo un hijo. Y ahora tenía una deuda con Catherine
—una deuda que nunca podría liquidar—, lo cual quería decir que durante el
resto de su vida siempre aceptaría figurar en segundo lugar y nunca se quejaría,
ni protestaría ni fingiría esperar nada salvo servirla a ella, darle lo que quisiera,
redimirla de lo irredimible.
Tienes que entenderlo, cariño.
Se las arreglaban con lo que ganaba él. Ella consideró como un derecho
natural dedicarse a sus ambiciones artísticas mientras su padre trabajaba para
mantenerlos a ambos. De vez en cuando, alguna pequeña galería vendía uno de
los collages de su madre. Poco a poco, esas ambiciones cambiaron. Decía que se
había anticipado a su tiempo y que las futuras generaciones la valorarían. Fuera
lo que fuera lo que hizo que se encerrara en sí misma, la convirtió en una mujer
extremadamente resuelta y puso todo su empeño en tener un bebé, mucho
después de que su padre dejara de lado sus humildes expectativas.
Y finalmente llegó Emily. Oh, hicimos un montón de planes… Eso era lo que
decía su padre, aunque dudo que participara en los planes para la infancia de
Emily … Soñamos grandes cosas para ti, Emily. Durante siete meses y medio, la
madre de Emily casi se calmó: tejía patucos en tonos pastel, escuchaba los
sonidos de las ballenas para superar el estrés y quería tener un parto natural,
aunque en el último momento tuvieron que anestesiarla. Así pues, fue su padre
quien contó los dedos de las manos y los pies de Emily, conteniendo el aliento al
experimentar el tacto en la punta de sus dedos y mirando aquel monito pelado,
con los ojos cerrados y sus diminutos puños apretados.
Cariño, es perfecta.
¡Oh, Dios mío!
Sin embargo, nació casi dos meses antes de lo previsto. Le tuvieron que
administrar mucho oxígeno, y el proceso le produjo un desprendimiento de las
retinas. De entrada, nadie se dio cuenta de ello; en aquellos tiempos, bastaba con
saber que Emily tenía todos sus miembros. Más adelante, cuando su ceguera fue
más evidente, Catherine la negó.
Emily era una niña especial, decía, y su don tardaría un tiempo en
desarrollarse. Una amiga de su madre, Feather Dunne, una astróloga aficionada,
y a le había pronosticado un brillante porvenir: una confluencia mística de Saturno
y la Luna confirmaba que era una niña excepcional. Cuando el médico de Emily
empezó a ponerse nervioso, su madre se cambió a un terapeuta alternativo que
recomendó eufrasia, masajes y una terapia del color. Durante tres meses,
Catherine vivió en una bruma de incienso y velas, perdió el interés por su pintura
y ni siquiera se peinó.
Su padre pensaba que se trataba de una depresión postparto. Catherine lo
negaba, pero pasaba periódicamente de un extremo a otro: un día se mostraba
protectora y no dejaba que él se acercara al bebé, y al siguiente simplemente se
sentaba, indiferente, ajena al bulto que tenía a su lado y que no paraba de
berrear.
A veces era incluso peor, y su padre tenía que pedir ay uda a los vecinos.
Catherine decía que tenía que tratarse de un error, que el hospital debía de haber
confundido los bebés y que le habían cambiado el suy o, que era perfecto, por
ése.
Míralo, Patrick, decía. Ni siquiera parece un bebé. Es horrible. ¡Horrible!
Ella le contó eso a Emily cuando tenía cinco años. Le dijo que entre ambas
no podía haber secretos; eran parte de un mismo ser. Además, el amor es una
especie de locura, ¿no es así, cariño? El amor es una especie de posesión.
Sí, ésa era su voz; ésa era Catherine White. Siente las cosas con más
intensidad que el resto de nosotros, solía decir el padre de Emily, como si tratara
de disculparse por sentir aparentemente con mucha menos intensidad. Y aun así
era su padre quien se ocupaba de todo, durante y después de sus crisis. Era su
padre quien pagaba las facturas, quien cocinaba y limpiaba, quien la cambiaba y
le daba de comer. Era él quien todos los días acompañaba a Catherine hasta su
estudio abandonado y le mostraba los pinceles y las pinturas, mientras el bebé
gateaba entre los rollos de papel y las crujientes virutas de madera.
Un día cogió un pincel, lo examinó durante un momento y luego volvió a
dejarlo en su sitio; sin embargo, aquél fue el primer interés que había demostrado
tener en muchos meses, y su padre lo interpretó como una señal de mejoría. Y lo
era: cuando Emily cumplió dos años, su madre había recuperado la pasión
creativa, y a pesar de que ahora la canalizaba casi exclusivamente a través de la
niña, seguía siendo tan ferviente como antes.
Empezó con esa cabeza de arcilla azul. Sin embargo, la arcilla, aunque
resultaba bastante atractiva, no atrajo su atención durante demasiado tiempo.
Emily quería experimentar cosas nuevas: quería tocar, oler, sentir. El estudio se
le había quedado pequeño; aprendió a llegar a las otras habitaciones siguiendo las
paredes y encontró un buen sitio debajo de la ventana, donde daba el sol;
aprendió a utilizar el magnetófono para escuchar cuentos y a abrir el piano y a
tocar las teclas con un dedo. Le encantaba jugar con la caja de botones de su
madre: metía las manos hasta el fondo, los colocaba en el suelo y los ordenaba
según su tamaño, forma y textura.
Como podéis ver, Emily era, en todos los sentidos salvo en uno, una niña
normal. Le gustaban los cuentos, que su padre grababa para ella; le gustaba
pasear por el parque; quería a sus padres y adoraba sus muñecas. Como todos los
niños, de vez en cuanto tenía alguna pequeña rabieta, aunque no eran muy
frecuentes; le encantaba visitar la granja de Pog Hill y soñaba con tener un
perrito.
Cuando Emily aprendió a andar, su madre casi había llegado a aceptar su
ceguera. Los especialistas eran caros, y sus conclusiones solían ser inevitables
variaciones sobre el mismo tema. Su condición era irreversible; respondía
únicamente al resplandor de las luces directas, y sólo en un grado mínimo. No
podía distinguir las formas; apenas era capaz de reconocer el movimiento y no
era consciente de los colores.
No obstante, Catherine White no iba a darse por vencida. Se volcó en la
educación de Emily con toda la energía que en otros tiempos había dedicado a su
trabajo. Empezó con la arcilla, para que desarrollara el sentido del espacio y
para alentar su creatividad. Luego siguió con los números, con un enorme ábaco
de madera con cuentas que hacían clic y clac. Y después llegaron las letras, con
una pizarra de braille y un lápiz para grabar en relieve. Finalmente, siguiendo el
consejo de Feather, se dedicó a la terapia del color, diseñada, según decía ella,
para estimular las partes visuales del córtex a través de la asociación de
imágenes.
—Si con el chico de Gloria funciona, ¿por qué no iba a funcionar también con
Emily ?
Ésa era la frase que empleaba siempre que su padre intentaba protestar. Daba
igual que el caso del chico de Gloria fuera completamente distinto; lo único que
le importaba a Catherine White era que Ben —o el Chico x, como le llamaba el
doctor Peacock con su acostumbrada pretenciosidad— había adquirido, de alguna
manera, un sentido extra, y si el hijo de una mujer de la limpieza era capaz de
hacerlo, ¿por qué no iba a conseguirlo también la pequeña Emily ?
Evidentemente, la pequeña Emily no tenía ni la menor idea de lo que estaban
hablando. Sin embargo, ella quería complacer a su madre, estaba ansiosa por
aprender, y el resto vino solo.
Hasta cierto punto, la terapia del color funcionó. Aunque, por sí mismas, las
palabras no tenían más sentido para Emily que los nombres de los colores de la
caja de pinturas, el verde conlleva el recuerdo de los pastos en primavera y de la
hierba recién cortada, el rojo es el olor de la noche de San Juan y el sonido del
crepitar de la leña, y el azul es el agua, el silencio, la frescura.
—Tu nombre también es un color, Emily —dijo Feather, que tenía un pelo
largo que olía a pachuli y a humo de tabaco—. Emily White.
White. Blanco. Nieve blanca, tan fría que casi quema entre los dedos, helada
y ardiente.
—Emily. ¿No te gusta la nieve? ¡Es preciosa!
No, no me gusta, piensa Emily. Las pieles son preciosas. La seda es preciosa.
Los botones de la caja son preciosos, o el arroz, o las lentejas, frrrrpp, entre los
dedos. La nieve no tiene nada de preciosa; lastima las manos y hace que resbalen
las escaleras. En cualquier caso, el blanco no es ningún color. El blanco es ese
desagradable brrrrr que se escucha entre dos emisoras de radio, cuando el sonido
se quiebra y no se oy e más que ruido. Ruido blanco. Nieve blanca. Blancanieves,
medio muerta, medio dormida bajo el hielo.
Cuando Emily tenía cuatro años, su padre sugirió que la niña podría ir a la
escuela. Tal vez a Kirby Edge, propuso, que tenía unas instalaciones habilitadas
para ciegos. Evidentemente, Catherine se negó a hablarlo. Con la ay uda de
Feather, dijo, sus enseñanzas habían obrado casi un milagro. Ella siempre había
sabido que Emily era una niña excepcional y no iba a desperdiciar su talento en
una escuela para niños ciegos donde le enseñarían a tejer alfombras y a
compadecerse de sí misma, ni tampoco en una escuela normal, donde siempre
sería una segundona. No, Emily seguiría recibiendo instrucción en casa; así,
cuando recuperara la vista —y Catherine no tenía ninguna duda de que eso
acabaría ocurriendo algún día—, estaría preparada para enfrentarse a cualquier
cosa que el mundo estuviera dispuesto a ofrecerle.
Su padre protestó con todas sus energías. Pero no fue suficiente: Feather y
Catherine apenas pudieron oírle. Feather creía en vidas anteriores y estaba
convencida de que si se estimulaban adecuadamente las partes correctas del
cerebro de Emily, la niña recuperaría su memoria visual. Y Catherine pensaba
que…
Bueno, y a sabéis lo que pensaba Catherine. Habría sido capaz de vivir con
una niña fea e incluso deforme. Pero ¿con una niña ciega? ¿Una niña incapaz de
comprender los colores?
Colores, colores, colores, Verde, rosa, dorado, naranja, púrpura, escarlata,
azul. Sólo el azul tenía un montón de variantes: cerúleo, zafiro, cobalto, azur; del
azul del cielo al de la medianoche más oscura, pasando por el índigo y el azul
marino, el azul pálido, el eléctrico, el del nomeolvides, el turquesa, el azul del
agua, el azul pálido. Como veis, Emily era capaz de comprender la anotación de
los colores. Conocía sus términos y sus cadencias; aprendió a repetir las notas y
los arpegios de su escala de siete tonos. Y aun así, la naturaleza de los colores
seguía escapándosele. Era como alguien sin oído musical que hubiera aprendido
a tocar el piano, consciente de que lo que escucha no se parece en nada a la
música. Sin embargo, ella sabía interpretar; sí, por supuesto que sabía.
—Mira los narcisos, Emily.
—Los narcisos son preciosos. Amarillos, dorados como el sol.
En realidad, eran desagradables al tacto, fríos y en cierto modo carnosos,
como lonchas de jamón. Emily prefería las hojas gruesas y sedosas de las orejas
de cordero o el espliego, con sus delicadas corolas y su soñoliento olor.
—Pintamos los narcisos, ¿cariño? ¿Quieres que Cathy te ay ude?
Colocaron el caballete en el estudio. A la izquierda había una enorme caja de
pinturas, con etiquetas escritas en braille para cada color. A la derecha, tres botes
con agua y unos cuantos pinceles. A Emily le gustaban más los de piel de marta;
eran de mejor calidad y más suaves, como la punta de la cola de un gato. Le
gustaba deslizarlos justo por debajo de su labio superior, una zona de tal
sensibilidad que podía sentir cada uno de los pelos del pincel y donde también
experimentaba el exquisito tacto de un trozo de cinta de terciopelo. El papel —
grueso y lustroso, olía a ropa de cama limpia— se ajustaba al caballete con unos
clips y luego se dividía en cuadrados, como un tablero de ajedrez, con unos
cables tensados. De ese modo, Emily se aseguraba de no salirse del papel o de no
confundir el cielo con los árboles.
—Ahora los árboles, Emily. Bien, eso está muy bien.
Los árboles son altos, piensa Emily. Más altos que mi padre. Catherine deja
que los toque; coloca su cara contra su rugosa superficie, y es como abrazar a un
hombre barbudo. Le llega un olor y un amago de movimiento, lejano pero aun
así perceptible.
—Hay viento —insinúa Emily, esforzándose—. Los árboles se mueven
cuando sopla.
Y ahora el blanco; el papel incoloro es verde. Lo sabe porque su madre la
abraza. Emily nota que está temblando. También hay una nota en su voz —esta
vez no es un fa agudo, sino algo menos emotivo y triste—, y Emily se siente
henchida de orgullo y felicidad, porque quiere a su madre; le gusta el olor a
trementina porque es el olor de su madre; le gustan las clases de pintura porque
hacen que su madre se sienta orgullosa, aunque luego, más tarde, cuando han
terminado y ella se arrastra de nuevo hasta el estudio y trata en vano de
comprender por qué eso la hace feliz, Emily sólo oy e el ruido que hace el papel
al arrugarse, como cuando alguien se acaba de lavar las manos. Eso es todo
cuanto puede sentir, incluso con su labio superior. Trata de no sentirse demasiado
decepcionada. Debe de haber algo ahí, piensa. Eso dice su madre.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Eso ha sido muy hermoso, Albertine.
Albertine: Me alegro de que te hay a gustado, chicodeojosazules…
3

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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: viernes, 8 de febrero, a las 04.16
Acceso: público
Estado de ánimo: creativo
Estoy escuchando: Moody Blues: « The Story In Your Ey es»

Pobre Emily. Y pobre señora White. Tan unidas y al mismo tiempo tan distantes.
Lo que empezó con el señor White y la frustrada búsqueda de su padre por parte
de nuestro héroe se ha ampliado hasta convertirse en una especie de obsesión con
toda esa casa: con la señora White, con su esposo y sobre todo con Emily, la
hermana pequeña que habría podido tener si las cosas se hubieran desarrollado
de otra manera.
Así pues, durante todo aquel verano, el verano que cumplió once años,
chicodeojosazules los siguió a escondidas, apuntando, como si se tratara de un
ritual, sus idas y venidas, la ropa que llevaban, las cosas que les gustaba hacer y
sus lugares favoritos. Lo anotaba en la libreta azul que utilizaba como diario.
Los seguía hasta el parque de esculturas donde a Emily le gustaba jugar;
hasta la granja que podía visitarse, con sus cochinillos y sus corderos; hasta el
café que era también un taller de cerámica y donde por el precio de una taza de
té podías comprar y moldear un pedazo de arcilla, que se cocía el mismo día en
el horno y luego podía pintarse para llevártelo a casa y colocarlo orgullosamente
encima de alguna repisa o en un aparador.
El sábado de la arcilla azul, Emily tenía cuatro años. Chicodeojosazules la vio
acompañada de la señora White, caminando lentamente colina abajo hasta
Malbry. Emily iba vestida con el abrigo rojo que le daba el aspecto de un
estrafalario adorno navideño, con su cabecita balanceándose hacia arriba y hacia
abajo; la señora White llevaba un vestido azul y botas, su largo pelo rubio
cay éndole por la espalda. Las siguió hasta la ciudad, pegado a los setos que
bordeaban el camino. La señora White no le vio en ningún momento, ni siquiera
cuando se atrevió a acercarse un poco más, siguiéndola de cerca con la
perseverancia de un joven espía.
Chicodeojosazules, un joven espía. Le gustaba el sonido furtivo de aquella
frase, sibilante y lustroso, y su secreto olor a humo de pistola. Las siguió hasta el
centro de Malbry y el taller de cerámica, donde las estaba esperando Feather
sentada a una mesa para cuatro frente a una taza de té y un cigarrillo a medio
fumar entre sus elegantes dedos.
A Chicodeojosazules le habría gustado unirse a ellas, pero la presencia de
Feather lo intimidó. Desde el día que coincidieron por primera vez en el mercado
tenía la sensación de que él, por alguna razón, no le caía bien, que ella pensaba
que no era lo bastante bueno para la señora White o para Emily. Así pues, se
sentó en una mesa que había justo detrás de la suy a, tratando de parecer
despreocupado, como si tuviera dinero suficiente para poder gastar allí y supiera
lo que se hacía.
Feather lo miró con recelo. Llevaba un vestido con un estampado artesano y
un montón de pulseras confeccionadas con conchas que repiqueteaban cuando
movía la mano con la que sostenía el cigarrillo.
Chicodeojosazules evitó sus ojos y fingió estar mirando a través de la ventana.
Cuando se atrevió a volver a mirar, Feather estaba hablando en voz alta con la
señora White, con los codos apoy ados en la mesa y echando de vez en cuando la
ceniza del cigarrillo en la taza de té vacía.
La camarera, una chica muy guapa, se acercó a él.
—¿Estáis juntos? —preguntó.
Chicodeojosazules se dio cuenta de que supuso que había entrado con la
señora White, y antes de que pudiera evitarlo le dijo que sí. Contra el sonido de la
voz de Feather, su mentirijilla pasó desapercibida, y al cabo de un momento la
camarera y a le había traído una Pepsi y un trozo de arcilla, y luego le dijo, muy
amablemente, que la llamara si necesitaba cualquier cosa.
No estaba seguro de lo que iba a moldear. Un perro para la colección de su
madre, tal vez; algo para colocar en la repisa de la chimenea. Algo —lo que
fuera— que la alejara, aunque sólo fuese un instante, de la mansión, del trabajo
del doctor Peacock y de la sinestesia.
Las observó a través de la Pepsi, mirando con desconfianza a Emily, que
tenía las manitas abiertas en torno a su trozo de arcilla azul. Feather la animaba
diciéndole: Haz algo, cariño. Dale forma. La señora White se inclinó hacia
delante, tensa, esperanzada y expectante, con su largo cabello colgando tan cerca
de la arcilla que parecía que estuviera pegado a ella.
—¿Qué estás haciendo? ¿Una cara?
Emily emitió un sonido que podía interpretarse como de aquiescencia.
—Eso son los ojos, y ahí está la nariz… —dijo Feather, y su voz sonó
extasiada, aunque chicodeojosazules no pudo ver nada que fuera capaz de
provocar tan embelesada emoción.
Las manos de Emily se movían sobre la arcilla, abriendo agujeros aquí y
allá, explorándola con la punta de los dedos, clavando las uñas en la parte de atrás
para darle la apariencia de pelo. Entonces se dio cuenta de que era una cabeza,
aunque muy primitiva y deforme, con unas orejas de murciélago y una ridícula
frente que empequeñecía los otros rasgos. Los ojos eran sendas marcas del dedo
pulgar, muy superficiales, apenas visibles.
Sin embargo, Feather y la señora White cacareaban de deleite.
Chicodeojosazules se acercó a ellas, tratando de descubrir qué tenía aquello que
parecía ser tan especial a sus ojos.
Feather le dirigió una severa mirada. Él se alejó de la mesa de inmediato. No
obstante, la señora White lo vio, y en lugar de mostrarse contenta, él notó una
expresión de alarma en sus ojos, como si pensara que podía hacerle daño a
Emily, como si fuera un peligro…
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Na…, nada.
—¿Dónde están tus hermanos? ¿Y tu madre?
Él se encogió nuevamente de hombros. Enfrentado por fin a la presa que
había perseguido durante tanto tiempo, se dio cuenta de que se había quedado sin
habla y de que sólo era capaz de pronunciar sílabas sueltas en un tartamudeo que
le dejaba completamente indefenso.
—Me has estado siguiendo —dijo la señora White—. ¿Qué es lo que quieres?
Una vez más, volvió a encogerse de hombros. No habría sido capaz de
explicárselo aunque hubieran estado a solas, y la presencia de Feather lo hacía
aún más difícil. Se movió en su silla, sintiéndose atrapado y ridículo; notó el sabor
del complejo vitamínico en la garganta; tenía la sensación de que su cabeza era
un balón estrujado…
Feather le miró, con los ojos entrecerrados.
—Esto puede considerarse acoso —dijo—. Catherine podría llamar a la
Policía.
—Es tan sólo un niño —repuso la señora White.
—Pero los niños crecen —dijo Feather, en un siniestro tono de voz.
—Yo…, y o sólo que…, quería ver a Emily —dijo chicodeojosazules,
empezando a sentir náuseas.
Se quedó mirando su trozo de arcilla, intacto, y la Pepsi a medio beber que
estaba junto a él. No había pensado pedirlos, porque no tenía dinero para
pagarlos. Y ahora la amiga de la señora White hablaba de llamar a la Policía…
Quería contarle la verdad, pero ahora apenas si sabía cuál era. Había pensado
que cuando hablara con ella sabría qué era lo que quería decir, pero ahora,
mientras el olor a verduras se iba haciendo cada vez más fuerte y el dolor de
cabeza más intenso, supo que lo que quería de ella era algo más íntimo y
personal, una palabra que estaba envuelta en sombras azules…
Más tarde, esa misma noche, solo en su habitación, sacó su libreta azul de
debajo de la cama y, en vez de su diario, empezó a escribir un relato.

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Es interesante la forma en que este relato aborda la evolución del
proceso creativo. Si no te importa, me gustaría pasárselo a algunos de mis
alumnos… ¿O lo comentamos aquí?
4

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Publicado el: viernes, 8 de febrero, a las 22.40
Acceso: restringido
Estado de ánimo: siniestro
Estoy escuchando: Jarvis Cocker: « I Will Kill Again»

Eleanor Vine pasó por casa esta noche, mientras mamá se estaba preparando
para salir, y aprovechó la oportunidad para meterse con un servidor. Al parecer,
mi continuada ausencia en el grupo de escritura terapéutica no ha pasado
desapercibida y ha suscitado comentarios. Evidentemente, ella no asiste a las
clases —demasiada gente, demasiada mugre—, pero supongo que Terri debe de
haber dicho algo.
La gente suele hablar con Eleanor. De alguna forma, parece invitar a hacer
confidencias. Soy perfectamente consciente de que debe matarla el hecho de
que me conoce desde siempre y aun así no sabe nada nuevo sobre mí desde que
tenía cuatro años…
—Deberías volver —dice—. Tienes que salir más, hacer nuevas amistades.
Además, se lo debes a tu madre…
¿Que se lo debo a mi madre? No me hagas reír.
Me ajusté el auricular del iPod. Es la única forma de enfrentarme a ella. La
voz áspera de Jarvis Cocker me confió que, si tuviera la oportunidad, mataría a
alguien como Eleanor…
Ella me dirigió una mirada de desconfiado reproche.
—Me han dicho que hay alguien que te echa de menos.
—¿En serio? —dije, fingiendo inocencia.
—Venga, no seas tímido. A ella le gustas —dijo, propinándome un codazo—.
Podría ser peor.
—Sí, gracias, señora Vine.
¡Estúpida metomentodo! Como si una colección de cretinos y perdedores
fuera capaz de decir algo interesante. Sé a quién se refiere, y no me interesa. A
través del auricular, la voz de Cocker cambia de registro y se eleva
lastimeramente una octava:
No me creas si afirmo ser tu amigo,
porque si tengo la oportunidad, sé que volveré a matar…

Sin embargo, Eleanor es insistente como una gota malay a.


—Cuando hay an desaparecido todas esas magulladuras podrías ser un chico
muy atractivo. No te subestimes. Te he visto rondando a esa chica, y sabes tan
bien como y o que si tu madre lo supiera, tendrías problemas.
Al oír eso me estremecí.
—No sé a qué se refiere.
—Esa chica del Pink Zebra, la de los tatuajes.
—¿Quién? ¿Bethan? —contesté—. Esa chica me odia.
Eleanor arqueó una ceja que era más piel que otra cosa.
—¿De modo que os tuteáis? —dijo ella.
—Apenas hablo con ella, salvo para pedirle un Earl Grey.
—No es eso lo que me han contado —repuso Eleanor.
Pensé que debió de ser Terri. A veces va al Zebra. De hecho, creo que me
sigue. Es difícil evitarla.
—Bethan no es mi tipo —dije.
Después de oír eso, Eleanor pareció tranquilizarse, y los rasgos agudos y
ávidos de su rostro recuperaron su pícara expresión.
—Entonces…, ¿pensarás en lo que te he dicho? Nuestra Terri no esperará
eternamente. Tendrás que hacer algo y a…
Lancé un suspiro.
—De acuerdo —dije.
Ella me dedicó una mirada de aprobación.
—Sabía que entrarías en razón. Ahora tengo que irme. Sé que tu madre tiene
clase de salsa. Me mantendrás al corriente, ¿verdad? Y recuerda lo que dicen…
Me pregunté a qué tópico recurriría esta vez: ¿Un corazón pusilánime nunca
se gana una bella dama o Hay que coger la oportunidad al vuelo?
No obstante, no tuvo ocasión de hablar, porque mamá apareció justo en ese
momento, vestida completamente de negro, con lentejuelas. Los tacones de sus
zapatos de baile medían quince centímetros. No sentí ninguna envidia de su
pareja.
—¡Eleanor! ¡Qué sorpresa!
—Estaba charlando con B. B. —explicó.
—Esto está bien.
Me pareció que mamá entornaba ligeramente los ojos.
—Me extraña que no tenga novia —dijo Eleanor, mirándome de reojo—. Si
tuviera veinte años menos —continuó, dirigiéndose ahora a mi madre—, te juro
que me casaría con él.
Me imaginé a la señora Vine vestida de azul. Le sentaba bien.
—¿Ah, sí? —dijo mamá.
Supongo que sus intenciones son buenas, pensé, aunque no tiene ni idea de a
qué se está enfrentando. Sólo trata de hacer lo mejor, igual que mamá siempre
intenta hacer lo que considera mejor para mí. Sin embargo, nuestra Terri, como
ella la llama, apenas si es una fantasía. Y, además, no tengo tiempo para
romances. Tengo otras cosas de las que ocuparme.
La señora Vine me dedicó lo que supuso que quería ser una sonrisa.
—¿Puedes llevarme a casa? Iría andando, pero como sé que vas a
acompañar a tu madre y y o…
—Sí —dije—. Tiene que irse.
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Publicado el: sábado, 9 de febrero, a las 23.49
Acceso: público
Estado de ánimo: inocente
Estoy escuchando: Genesis: « One For The Vine»

Él la llama señora Azul Químico. La higiene y la pulcritud son sus máximas


preocupaciones; es algo que, en quince años, ha ido más allá de lo razonable…
hasta rozar la obsesión. Las galletas se comen en el fregadero; los cristales de las
ventanas se limpian todos los días; el polvo se quita diez o quince veces al día; los
adornos de la repisa de la chimenea se recolocan cada cuarto de hora. Siempre
ha tenido la casa impecable… Qué palabra más extraña, piensa, recordando lo
que conoce de esa casa y la forma en que solía mirar a su madre mientras
trabajaba: apretaba las finas manos con angustia y tenía el rostro rígido por la
ansiedad al pensar que un paño de cocina podía quedar torcido después de
colgarlo, que una alfombra podía estar ligeramente separada de una puerta o
tener una mota de polvo o que algo podía no estar en su sitio.
El señor Azul Químico se fue hace tiempo, llevándose a su hijo adolescente
con él. Puede que ella, en alguna ocasión, lo lamente un poco, aunque piensa que
los niños son muy desordenados, y nunca consiguió que él comprendiera que
contratar a una mujer de la limpieza no hacía sino complicar las cosas y que al
final le suponía no menos, sino, por el contrario, más trabajo; significaba algo
más que había que supervisar, y a pesar de saber que nadie tenía la culpa, su
presencia le resultaba insoportable —sí, incluso la de ese pequeño—, hasta que al
final tuvieron que dejar de ir…
Evidentemente, desde entonces, las cosas han ido de mal en peor. Sin nadie
que la controlara, la obsesión se había apoderado de su vida. Insatisfecha desde
hacía mucho tiempo con su inmaculada casa, ha ido desarrollando una
compulsiva afición a lavar a mano y a tomar unas dosis de Listerine que rozan la
intoxicación. Teniendo en cuenta que siempre fue ligeramente neurótica, quince
años de alcohol y antidepresivos han hecho mella en su personalidad hasta el
punto de que, ahora, a sus cincuenta y nueve años, no es más que un amasijo de
tics; su sistema nervioso está descontrolado y su piel es de un tono ligeramente
macilento.
Nadie la echaría de menos, piensa él. En realidad, probablemente sería un
alivio. Un regalo anónimo para su familia: para su hijo, que la visita dos veces al
año y que apenas es capaz de verla en ese estado; para su marido, que se mudó y
cuy o sentimiento de culpa ha crecido como un tumor, y para su sobrina,
desesperada por sus constantes interferencias y sus bienintencionados aunque
desastrosos intentos por emparejarla con algún joven agradable.
Además, ella también merece morir, aunque sólo sea por el tiempo que ha
perdido, por los días soleados que ha pasado encerrada en casa, por las palabras
que no ha dicho, por las sonrisas que no ha sido capaz de ver, por todas las cosas
que podría haber hecho si hubiese sido capaz de conformarse con menos…
Lo único que la mantiene ahora son los cotilleos. Los cotilleos, los rumores y
las especulaciones, transmitidos por teléfono a todo el barrio a través de radio
macuto. Tras sus cortinas de encaje, ella lo ve todo. No se le escapa nada, ni una
sola mota de polvo humano. Ningún crimen, ningún secreto, ninguna aberración,
por insignificante que sea, deja de ser diseminada. Nada escapa a su control.
Nadie puede eludir sus juicios. ¿Habrá pensado en alguna ocasión en la
posibilidad de dejar todo eso de lado, abrir la puerta y respirar un poco? ¿Se
habrá preguntado alguna vez si su obsesión por la limpieza no esconderá otra
clase de suciedad?
Puede que lo hiciera hace mucho tiempo, pero ahora lo único que puede
hacer es espiar. Como un cangrejo en su concha o como un percebe, protegidos
contra el mundo. ¿Qué hace encerrada durante todo el día? Nadie puede entrar
en su casa a menos que deje los zapatos fuera. Las tazas de té se desinfectan
antes y después de ser usadas. La compra la dejan en el porche. Incluso el
cartero debe dejar el correo en un buzón metálico que hay junto a la entrada en
vez de hacerlo a través de la puerta; la señora Azul Químico lo recoge a
hurtadillas y a toda prisa, las manos enfundadas en unos guantes, con sus pálidos
ojos abiertos como platos al verse obligada a enfrentarse a la rutinaria angustia
de tener que pisar dos metros de espacio insalubre…
Es un desafío al que él es incapaz de resistirse. Borrarla como si fuera una
mancha rebelde; deshacerse de ella como si se tratara de un parásito; obligarla a
salir de su concha para salir nuevamente al exterior.
Sin embargo, al final, es fácil. Sólo requiere un subterfugio y un pequeño
gasto. Una furgoneta pequeña blanca alquilada, con el logotipo de una empresa
inventada; una gorra de béisbol y un mono azul marino con el mismo logotipo
bordado en el bolsillo superior; algunos artículos comprados por Internet, pagados
con una tarjeta de crédito prestada y entregados en un apartado de correos de la
ciudad. Y también un sujetapapeles que le otorgue un poco de autoridad y un
lustroso folleto ilustrado (diseñado con su ordenador de mesa) que ensalce las
virtudes de un producto de limpieza industrial de tal eficacia que al final le ha sido
concedida una licencia para su uso doméstico (estrictamente limitado).
Él le explica todo esto a través de una rendija de la puerta, desde donde la
señora Azul Químico lo mira con una expresión vidriosa. Por un momento, el
miedo se impone a su deseo, aunque al final, como él y a sabía, acaba por ceder,
invitando a pasar a aquel joven tan agradable.
Esta vez, él sí quiere mirar, y por eso, para la parte crucial, se ha hecho con
una máscara que ha adquirido en una tienda de excedentes del Ejército. El gas,
comprado en una página web de Estados Unidos que afirma que puede combatir
contra parásitos no deseados, no ha sido probado oficialmente con humanos…
todavía, aunque un perro del barrio ha colaborado en su investigación con
resultados francamente prometedores. La señora Azul Químico debería resistir
más tiempo, piensa él; sin embargo, dada su escasa inmunidad y el nervioso
ritmo de su respiración, está bastante seguro de los resultados.
Aun así, él espera sentir algo más. Culpa, tal vez; incluso compasión. Sin
embargo, sólo siente curiosidad científica mezclada con esa infantil sensación de
fascinación ante lo insignificante de todo el asunto. La muerte no es gran cosa,
piensa. La diferencia entre la vida y la muerte puede ser tan pequeña como un
coágulo de sangre, tan nimia como una burbuja. El cuerpo humano, después de
todo, no es más que una máquina, y él entiende un poco de máquinas. Cuanto
may or es el número de mecanismos, may or es la posibilidad de que algo salga
mal. Y el cuerpo humano tiene demasiados mecanismos que se mueven…
No por mucho tiempo, se dice.
La fase agónica (ésa es la expresión que emplean los médicos para describir
la parte visible del intento de la vida por despegarse del protoplasma encargado
de mantenerla) dura algo menos de dos minutos, según su reloj Seiko. Trata de
observarlo todo desapasionadamente, evitando mirar cómo la mujer moribunda,
tirada en el suelo, retuerce las manos y los pies, y trata de adivinar lo que se
esconde detrás de esos ojos vidriosos y de los últimos jadeos…
Por un momento, el sonido casi lo marea, como si por un breve instante
(¿acaso podía ser de otra manera?) lo acompañara un sabor ilusorio —un sabor a
fruta podrida y a col descompuesta—, pero se obliga a ignorarlo concentrándose
en la señora Azul Químico, cuy a fase agónica está llegando a su fin: sus ojos
empiezan a congelarse y sus labios son una sombra entre cian y malva.
Al final, sus limitados conocimientos de anatomía no le permiten saber con
certeza cuál ha sido la verdadera causa de la muerte. Pero, como decía
Hipócrates: El hombre es un organismo obligado a respirar, lo cual debe
significar, seguramente, concluy ó más tarde, que la señora Azul Químico murió
porque a sus a células, obligadas a respirar, no llegó oxígeno suficiente, lo cual
derivó en un shock mortal.
Por lo tanto, y dicho de otro modo: No es culpa mía.
Sus guantes de látex no han dejado huellas en las superficies perfectamente
pulidas. Sus botas son nuevas, recién sacadas de su caja, y no dejan rastros de
barro. Dejando una ventana abierta se dispersará el olor de la lata, que tirará en
un contenedor del vertedero municipal antes de devolver la furgoneta —sin el
logo— a la agencia donde la ha alquilado. La muerte parecerá un accidente —un
ataque, un derrame cerebral, un paro cardíaco—, y aun cuando sospechen que
se trata de un crimen, no hay nada que le convierta en sospechoso.
Quema el mono y la gorra en una hoguera de hojas que enciende en su patio
trasero, y el olor de ese fuego —como el de la noche de San Juan— le recuerda
a los caramelos de café, al algodón de azúcar y a la noria girando en la
oscuridad, cosas que su madre siempre le negó, aunque sus hermanos sí iban a la
feria y volvían a casa con los dedos pringosos y oliendo a tabaco, mareados
después de haber montado en las atracciones, mientras él se quedaba a salvo,
encerrado en casa, donde nada malo podía ocurrirle.
Sin embargo, hoy es libre. Mueve la hoguera y siente su calor en la cara y
una repentina liberación…
Sabe que volverá a hacerlo. Siempre sabe quién va a ser el siguiente. Aspira
el olor del humo de la hoguera y piensa en su cara, sonriendo para sí mismo…
A su alrededor, los colores explotan como si fueran fuegos de artificio
iluminando el cielo.

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Tenemos que hablar sobre esto, chicodeojosazules. Creo que la
forma en que desarrollas la ficción incluy e apuntes muy interesantes acerca
de tus relaciones familiares. ¿Por qué no me mandas un mensaje hoy a
última hora? Me gustaría mucho hablar de esto contigo.
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Hola de nuevo. ¿Nos conocemos?
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Por favor, Jenny, dime si nos conocemos.
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Publicado el: domingo, 10 de febrero, a las 14.38
Acceso: restringido
Estado de ánimo: desvelado
Estoy escuchando: Van Morrison: « Wild Night»

Hoy han llegado muchas muestras de apoy o a mi diario. La may oría en


respuesta a mi relato, que según Clair representa un gran paso adelante en mi
estilo. Por su parte, Toxic me manda una patada en el culo. Cap lo resume
diciendo que es increíblemente brillante, tío, y Chry ssie, que sigue estando
enferma, cree que es impresionante (¡y muy guay!).
Vale, puede que Chry ssie esté enferma, pero es feliz. Esta semana ha perdido
tres kilos —lo que significa, según su calculadora de calorías on-line, que, si sigue
su ritmo actual, conseguirá el peso que desea el próximo mes de agosto y no en
julio del año que viene— y manda su cariño y abrazos virtuales a su amiga
azurechild, que siempre la ha apoy ado.
Evidentemente, Clair está preocupada. Ha recibido un correo electrónico de
Angel Blue o, mejor dicho, de su representante; en él le dice que deje de escribir
a Angel inmediatamente y la amenaza con emprender acciones legales.
La pobre Clair está dolida e indignada. Nunca ha mandado ninguna carta
ofensiva ni ningún paquete sospechoso, ni a Angel ni a su esposa. ¿Por qué iba a
hacerlo? Ella adora a Angel y respeta su intimidad. Está convencida de que es su
esposa quien está detrás de todo esto. Dice que Angel es un tipo demasiado
amable para hacerle esto a alguien que, después de muchos meses, se ha
convertido en una amiga.
Los celos de la esposa de Angel son una prueba de lo que ella sospecha desde
hace tiempo: el matrimonio de Angel está atravesando una crisis o puede que
hay a sido una farsa desde el principio. Sus súplicas virtuales a Angel Blue han
empezado a tener su público. Algunos le dicen que se meta en sus asuntos, otros
la animan a alcanzar su sueño y los hay que cuentan sus propias experiencias
sobre la decepción, el amor y la venganza. Un seguidor, hawaianoazul, la exhorta
para que persista y consiga que su hombre le haga caso a la fuerza, que le
demuestre su amor de una forma que no confunda a nadie…
Por su parte, Albertine ha colgado un relato. Lo interpreto como una buena
señal; ahora que en cierto modo y a se ha recuperado del shock que supuso la
muerte de mi hermano, se conecta todos los días.
Evidentemente, mientras estaban juntos lo hacía de forma más esporádica. A
veces transcurrían varias semanas sin que entrara. Como webmaster, puedo
rastrear sus movimientos: cuántas veces visita el sitio, qué es lo que cuelga en él
y qué lee.
Sé que sigue todo cuanto escribo, incluso los comentarios. También lee las
entradas de Clair y las de Chry ssie (sé que está preocupada por su régimen). No
habla demasiado con Cap —tengo la sensación de que la hace sentirse incómoda
—, aunque Toxic69 es un interlocutor habitual, tal vez debido a su minusvalía.
Para algunos, estas amistades virtuales pueden adquirir una importancia
desproporcionada, sobre todo para aquellos de nosotros que creemos que el
mundo que hay en la pantalla es más real, más tangible que lo que hay en la
calle.
Hoy quería hablar conmigo, quizás a raíz del funeral de Nigel o por mi último
relato. Puede que le hay a parecido inquietante. En realidad, y o esperaba que así
fuera. En cualquier caso, me contactó a través de nuestro servicio de mensajes
privados. Me pareció que estaba insegura, inquieta y ligeramente indignada,
como un niño necesitado de consuelo.
¿De dónde sacas esas historias que escribes? ¿Por qué tienes que colgarlas
aquí?
¡Ah, la eterna pregunta! ¿De dónde salen esas historias? ¿Son como los
sueños, a los que da forma nuestro subconsciente? ¿Las traen los duendes por la
noche? ¿O son simplemente manifestaciones de la verdad, una versión reflejada
de lo que habría podido ser, retorcidas y trenzadas como figuras de paja para que
jueguen los niños?
Puede que no tenga elección, tecleo. Es más cierto de lo que ella cree.
Una pausa. Estoy acostumbrado a los silencios. Éste es demasiado largo, y sé
que, en cierto modo, ella está afligida.
No te gustó mi último relato.
No es una pregunta. El silencio se hace más denso. Albertine es el único
miembro de mi tribu virtual que no tiene icono. En el lugar donde todos los demás
colocan una imagen —Clair la foto de Angel Blue, Chry ssie un niño con alas, Cap
un dibujo de un conejo—, ella mantiene lo que aparece por defecto: una silueta
en un cuadrado azul.
El resultado es extrañamente desconcertante. Los iconos y los avatares son
parte de nuestra forma de relacionarnos. Como el dibujo de un escudo de la Edad
Media, son tanto un arma defensiva como la imagen que nosotros mostramos al
mundo, un escudo de pacotilla para aquellos de nosotros que no tenemos honor,
rey ni patria.
¿Cómo se verá Albertine a sí misma?
El tiempo avanza lentamente, marcando los segundos, como una impaciente
maestra de escuela. Por un momento estoy convencido de que se ha ido.
Luego, al final, contesta. Tu historia me inquietó un poco, dice. La mujer me
recuerda a alguien que conozco. De hecho, a una amiga de tu madre.
Es divertido cómo se entrecruzan la realidad y la ficción. Se lo digo a
Albertine.
Eleanor Vine está en el hospital. Se la llevaron anoche. He oído decir que tiene
algo en los pulmones…
¿En serio? ¡Vay a coincidencia!
Si no te conociera, dice, estaría por creer que tienes algo que ver en ello.
¿De verdad? No puedo sino sonreír.
A mí me suena a sarcasmo, pero al no poder ver la expresión de su rostro, no
hay forma de estar seguro de ello. Si se hubiese tratado de Clair o Chry ssie,
habrían añadido a su comentario algún símbolo —una sonrisa, un parpadeo, un
cara llorosa— para eliminar la ambigüedad. Sin embargo, Albertine no utiliza
emoticonos. Su ausencia hace que las conversaciones con ella resulten
curiosamente inexpresivas, y nunca estoy del todo seguro de si la he entendido
bien.
¿Te sientes culpable, chicodeojosazules?
Una pausa larga.
¿Verdad o desafío?
Chicodeojosazules duda, sopesando el disfrute de confiar en ella frente al
peligro que supone hablar más de la cuenta. La ficción es una amiga peligrosa,
una cortina de humo que puede disiparse y desaparecer sin previo aviso,
dejándole completamente desnudo.
Finalmente teclea: Sí.
Quizás sea por eso por lo que escribes esas cosas. Quizás estás asumiendo la
culpa de algo de lo que en realidad no eres culpable.
Hum… Una idea muy interesante. ¿No crees que sea culpable de algo?
Todo el mundo es culpable de algo, dice. Sin embargo, a veces es más fácil
confesar algo que no hemos hecho que afrontar la verdad.
Ahora está tratando de confeccionar mi retrato. Ya os dije que era lista.
Entonces…, ¿por qué entras aquí, Albertine? ¿De qué crees que eres
culpable?
Un silencio, tan largo que casi creo que se ha interrumpido la conexión. El
cursor parpadea implacablemente. El buzón de entrada suelta un bip. Una vez.
Dos.
Me pregunto qué haría ahora si ella simplemente dijera la verdad. Sin
embargo, las cosas nunca son tan sencillas. ¿Acaso sabe siquiera lo que ha hecho?
¿Sabe que todo empezó entonces, en el concierto de la capilla del St. Oswald, una
palabra que a mí me hace pensar en los colores de la Navidad de los cristales
manchados, en el olor a pino y a incienso?
¿Quién eres tú realmente, Albertine? ¿Eres una buena chica o eres mala?
¿Una asesina, una cobarde, una impostora, una ladrona? Cuando llegue al fondo
de tu ser, ¿sabré si hay alguien en casa?
Luego ella contesta, y se desconecta rápidamente, antes de que y o pueda
comentar o seguir preguntando. A falta de iconos o avatares, no puedo estar
seguro de sus motivos, pero tengo la sensación de que está huy endo, de que
finalmente, de alguna manera, he conseguido meter el dedo en la llaga…
¿Verdad o desafío, Albertine? ¿Qué has venido a confesar aquí?
Su mensaje sólo tiene cuatro palabras. Dice simplemente así:
He contado una mentira.
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Publicado el: lunes, 11 de febrero, a las 04.38
Acceso: público
Estado de ánimo: confiado
Estoy escuchando: Hazel O’Connor: « Big Brother»

Todo el mundo lo hace. Todo el mundo miente. Todo el mundo adorna la verdad
para encajar: desde el pescador que exagera el tamaño de la carpa que se le
escapó hasta la memoria del político se transforma el metal de la experiencia
para convertirlo en el oro de la historia. Incluso en el diario de chicodeojosazules
(escondido en su casa, debajo del colchón) había más deseos incumplidos que
hechos reales, y en él se detallaba con patética esperanza la vida de un niño que
él nunca podría ser —un niño con padre y madre, un niño que tenía amigos, un
niño que hacía cosas normales, que iba a la play a el día de su cumpleaños, un
niño que quería a su madre—, consciente de que la verdad, que era mucho más
cruda, se escondía bajo la superficie, esperando pacientemente a quedar al
descubierto a raíz de un cambio inesperado.

Ben suspendió el examen de ingreso en el St. Oswald. Tendría que haberlo visto
venir, por supuesto, pero le habían dicho tantas veces que lo aprobaría que todo el
mundo lo dio por sentado, como si se tratara de superar una frontera amiga,
como si no se tratara más que de un pequeño trámite para asegurar su entrada en
el St. Oswald y, por consiguiente, su éxito…
No es que el examen fuera muy difícil. De hecho, a él le pareció bastante
fácil… o eso habría pensado, en el caso de que lo hubiese terminado. No
obstante, aquel lugar, con sus olores, pudo con él, y también aquella cavernosa
sala llena de uniformes, y las listas de nombres en la pared, y los rostros cursis y
hostiles del resto de los alumnos.
El médico dijo que fue un ataque de pánico. Una reacción física ante el
estrés. Empezó con un dolor de cabeza que, a mitad del primer examen, fue a
más y se convirtió en un torbellino de olores y colores que lo empaparon como si
se tratara de una lluvia tropical y que empezó a golpearlo hasta dejarlo
inconsciente en el suelo de madera del St. Oswald.
Se lo llevaron al hospital de Malbry, donde él suplicó que lo internaran. Sabía
que su beca se había esfumado, que su madre se pondría hecha una furia y que
la única manera de evitar los problemas era consiguiendo que los médicos
estuvieran de su parte.
Sin embargo, una vez más, la suerte le fue esquiva. La enfermera llamó a su
madre inmediatamente, y el profesor que le había acompañado —un tal doctor
Devine, un hombre flaco cuy o nombre era de un color verde oscuro turbio— le
contó lo que le había ocurrido.
—¿Dejarán que vuelva a hacer el examen, verdad?
La tan deseada beca fue lo primero en lo que pensó su madre. Luego, para
empeorar las cosas, Ben se puso mejor, y apenas quedaban rastros de su dolor de
cabeza. Su madre le miró brevemente con sus ojos negros, aunque lo suficiente
como para darle a entender que se iba a enterar.
—Me temo que no —repuso el doctor Devine—. Ésa no es la política del St.
Oswald. De todas formas, si Benjamin quiere hacer el examen oficial…
—¿Quiere decir que no podrá conseguir la beca?
Su madre entornó los ojos hasta que se convirtieron en dos rendijas.
El doctor Devine se encogió ligeramente de hombros.
—Me temo que la decisión no depende de mí. Tal vez podría intentarlo el año
que viene…
Su madre dio un paso al frente.
—Usted no lo entiende…
Sin embargo, el doctor Devine y a había tenido bastante.
—Lo lamento, señora Winter —dijo, dirigiéndose hacia la puerta del hospital
—. No podemos hacer excepciones con nadie.
Su madre mantuvo la calma hasta que llegaron a casa. Y entonces se desató
su ira. Primero con el trozo de cable eléctrico y luego con las manos y los pies,
mientras Nigel y Brendan lo contemplaban todo como dos monos enjaulados
desde el rellano superior de la escalera, los rostros apretados contra las barras de
madera.
No era la primera vez que le pegaba. En alguna que otra ocasión les había
pegado a los tres, sobre todo a Nigel, aunque también a Benjamin e incluso al
estúpido de Brendan, a quien le daba miedo todo como para meter la pata… Ésa
era la forma en que su madre los tenía bajo control.
Sin embargo, esta vez no era como las demás. Ella siempre había pensado
que Ben era excepcional. Y, al parecer, ahora no era más que un niño. Para ella,
aquella certeza fue como un shock, una terrible decepción. Bueno, eso es lo que
cree ahora chicodeojosazules. De hecho, incluso entonces debió ser consciente de
que su madre se estaba volviendo loca.
—¡Mientes! ¡Tú no estás enfermo, desgraciado!
—¡No, mamá! ¡Por favor! —gimoteó Ben, tratando de protegerse la cara
con las manos.
—¡Has desaprovechado ese examen a propósito, Ben! ¡Me has defraudado a
propósito!
Le agarró por el pelo con una mano y le obligó a apartar la mano del rostro
para golpearle de nuevo.
Él cerró los ojos y buscó las palabras, las palabras mágicas para apaciguar a
la bestia. Y entonces tuvo una inspiración…
—¡Por favor, mamá! No es culpa mía. ¡Por favor, mamá! Te quiero…
Entonces ella se detuvo, el puño en alto, como un guante de gemas, y un ojo
levantado, con expresión maligna.
—¿Qué has dicho?
—Te quiero, mamá
Entonces, cuando Ben hubo ganado un poco de terreno, tuvo que consolidar su
posición. Estaba temblando, y se había echado a llorar. No le costó demasiado
conseguir su objetivo. Mientras se pegaba a ella, lloriqueando, y sus hermanos
seguían mirando desde lo alto de las escaleras, se dio cuenta de que era muy
bueno en eso, que si jugaba bien sus cartas, sobreviviría. Todo el mundo tenía su
talón de Aquiles. Y Ben acababa de encontrar el de su madre.
Luego vio que Brendan abría unos ojos como platos detrás de las barras de la
escalera. Por un momento, su hermano le sostuvo la mirada, y de repente se
convenció de que Bren, que nunca leía, había leído su mente con la misma
facilidad con la que él era capaz de leer un libro de Lady bird.
Su hermano apartó los ojos de inmediato, pero no antes de que Ben hubiera
visto esa mirada; una mirada que expresaba que lo había entendido todo. ¿Era
realmente tan evidente, o es que tal vez se había equivocado con respecto a Bren?
Durante años le había considerado simplemente como un gordo inútil que sólo
ocupaba espacio, pero ¿hasta qué punto conocía Benjamin al retrasado de su
hermano? ¿Cuántas cosas había dado por sentadas? Ahora se preguntaba si no se
habría equivocado, si Bren no sería más listo de lo que él imaginaba. Lo bastante
listo como para haber comprendido su comportamiento. Lo bastante listo como
para que representara una amenaza…
Se liberó del abrazo de su madre. Bren seguía en las escaleras, asustado y de
nuevo con su habitual expresión estúpida. Sin embargo, Ben sabía que estaba
fingiendo. Tras ese disfraz insulso, su hermano, el que vestía de marrón, estaba
interpretando un papel de más calado. No sabía de qué se trataba…, aún no. Sin
embargo, a partir de aquel momento, Benjamin supo que algún día tendría que
enfrentarse a Bren…

Escribe un comentario:
Albertine: ¿Estás seguro de saber adónde quieres ir a parar con esto?
chicodeojosazules: Sí, bastante seguro. ¿Y tú?
Albertine: Yo te sigo. Siempre lo he hecho,
chicodeojosazules: Ah, las nieves de antaño…
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: lunes, 11 de febrero, a las 20.14
Acceso: público
Estado de ánimo: mentiroso

Sí, así fue como empezó todo. Con una mentirijilla inocente, blanca como la
nieve. Blancanieves, como en el cuento… ¿Quién iba a pensar que la nieve podía
ser peligrosa, que esos besitos húmedos caídos del cielo podían convertirse en
algo mortal?
Se trata del momento, de cómo esa pequeña e irreflexiva mentira creó su
propio momento. Una piedra puede provocar una avalancha. A veces, una
palabra puede provocar lo mismo. Y una mentira puede convertirse en la
avalancha, arrollándolo todo a su paso, aplastando, sepultando y dando una nueva
forma al mundo, reescribiendo el rumbo de nuestras vidas.

Emily tenía cinco años y medio cuando su padre la llevó a la escuela donde
impartía clases. Hasta entonces había sido un lugar misterioso —remoto y
seductor, como todos los lugares míticos— sobre el que a veces discutían sus
padres cuando estaban sentados a la mesa. Sin embargo, no era algo que
ocurriera muy a menudo: Catherine detestaba lo que ella llamaba la cháchara de
Patrick y normalmente solía llevar la conversación hacia otros temas cuando
más interesante se ponía. Emily pensaba que una escuela era un sitio al que iban
los niños para aprender, o eso era lo que decía su padre, aunque Catherine
parecía no estar de acuerdo con él.
—¿Cuántos niños?
Botones en una caja, judías en un bote.
—Cientos.
—¿Niños como y o?
—No, Emily, como tú no. St. Oswald es una escuela solamente para chicos.
Por aquel entonces, Emily era una lectora voraz. Los libro infantiles en braille
eran difíciles de encontrar, pero su madre había creado libros táctiles con fieltro
y bordados, y su padre se pasaba varias horas al día transcribiendo cuentos
minuciosamente, todos ellos escritos al revés con la vieja máquina de estampar.
Emily también sabía sumar, restar, multiplicar y dividir. Había aprendido las
vidas de los grandes artistas, había estudiado mapas del mundo en relieve y el
sistema solar. Conocía la casa por dentro y por fuera. Tenía nociones sobre
plantas y animales gracias a las frecuentes visitas a la granja infantil. Sabía jugar
al ajedrez y también tocaba el piano, una pasión que compartía con su padre, y
los mejores ratos los pasaba con él, aprendiendo escalas y acordes y estirando
sus manitas en un vano intento por tocar una octava.
Sin embargo, apenas sabía nada sobre los otros niños. Oía sus voces cuando
jugaba en el parque. En una ocasión acarició a un bebé cuy o olor era
ligeramente agrio y cuy o tacto le recordó a un gato dormido. La vecina de al
lado era la señora Brannigan, y por algún motivo era de una clase inferior…,
quizás porque era católica o porque su casa era de alquiler, mientras que la suy a
era de propiedad. La señora Brannigan tenía una hija un poco may or que Emily
con la que a ella le habría gustado jugar, pero su acento era tan marcado que la
primera y única vez que hablaron, Emily no había entendido ni una sola palabra.
No obstante, el padre de Emily trabajaba en un sitio donde había centenares
de niños que aprendían matemáticas, geografía, francés, latín, arte, historia,
música y ciencias y que se peleaban en el patio, gritaban, hablaban, hacían
amigos, se perseguían, comían en un inmenso comedor y jugaban al críquet y al
tenis en la hierba.
—Me gustaría ir a la escuela —dijo Emily.
—No te gustaría. —Fue Catherine quien respondió, con esa nota de
advertencia en su voz—. Basta de cháchara, Patrick. Sabes que eso la pone
nerviosa.
—No me pone nerviosa. Me gustaría ir.
—Quizás podría llevármela conmigo algún día. Sólo para que vea…
—¡Patrick!
—Lo siento. Sólo…, bueno, y a sabes. El mes que viene se celebra el
concierto de Navidad, cariño. En la capilla de la escuela. Yo soy el director, y a
la niña le gusta…
—¡No oigo nada de lo que estás diciendo, Patrick!
—A la niña le gusta la música, Catherine. Deja que me la lleve conmigo. Sólo
esta vez.
Así pues, sólo por una vez, Emily fue a la escuela. Puede que fuera gracias a
su padre, aunque sobre todo fue porque Feather apoy ó el plan. Feather creía
fervientemente en el poder curativo de la música; además, hacía poco que había
leído La sinfonía pastoral, de Gide, y pensaba que un concierto podría estimular la
cada vez menos efectiva terapia del color de Emily.
Sin embargo, la idea no convencía a Catherine. Ahora creo que en parte se
trataba de un sentimiento de culpa, la misma culpa que la había conducido a
hacer desaparecer de la casa cualquier prueba de la pasión de Patrick por la
música. El piano era la excepción; aun así, había sido relegado al cuarto de los
trastos, entre cajas llenas de papeles y ropa vieja, donde se suponía que Emily no
debía entrar. Sin embargo, el entusiasmo de Feather inclinó la balanza y la noche
del concierto se dirigieron todos a St. Oswald. Catherine olía a trementina y a
rosas (un olor rosa, le dice ella a Emily, unas rosas muy bonitas), Feather hablaba
en voz alta y muy deprisa, y el padre de Emily la acompañaba delicadamente
con una mano posada en su hombro, tratando de evitar que resbalara en la
húmeda nieve de diciembre.
—¿Estás bien? —susurró él cuando se estaban aproximando a su destino.
—Mmmm.
Se había sentido decepcionada al enterarse de que el concierto no se
celebraba en la escuela propiamente dicha. Le habría gustado ver el lugar donde
trabajaba su padre; entrar en las aulas, con sus pupitres, aspirar el olor a tiza y a
cera y escuchar el eco de sus pasos en el suelo de madera. Más adelante pudo
disfrutar de todas esas cosas, pero el evento iba a celebrarse en la capilla, con el
coro de St. Oswald y su padre como director, que entendió que significaba algo
así como guiar, mostrarles el camino a los cantantes.
Era una noche fría y húmeda que olía a humo. Desde la calle llegaba el ruido
de los coches, de los timbres de las bicicletas y las voces de la gente,
amortiguadas por el aire cubierto de niebla. A pesar de que llevaba el abrigo de
invierno, Emily tenía frío; sus zapatos, de suelas muy finas, chapoteaban sobre el
camino de grava, y unas húmedas gotas cubrían sus cabellos. En cierto modo, la
niebla hace que los espacios abiertos parezcan más pequeños, de la misma forma
que el viento ensancha el mundo, haciendo que los árboles crujan y se eleven.
Aquella noche, Emily se sentía muy pequeña, aplastada por el aire inmóvil. De
vez en cuando, alguien pasaba junto a ella —notaba el roce de los abrigos de las
mujeres, o puede que fuera el traje de algún hombre— y oía parte de una
conversación antes de que se alejaran.
—¿No habrá demasiada gente, Patrick? A Emily no le gustan las multitudes.
De nuevo, fue Catherine quien dijo eso, con la voz tensa, como el canesú del
mejor vestido de domingo de Emily, que era muy bonito (y de color rosa) y
había sido rescatado del armario para una última ocasión antes de que le quedara
pequeño.
—No pasa nada. Tenéis asientos en primera fila.
En realidad, a Emily le daban igual las multitudes. Lo que no le gustaba era el
barullo: esas voces monótonas y distantes que lo confundían y lo estropeaban
todo. Se cogió con fuerza de la mano de su padre y se la estrujó. Un apretón
significaba Te quiero; dos, Yo también te quiero. Aquél era otro de sus pequeños
secretos, como el hecho de que ella era capaz de tocar una octava si levantaba la
mano sobre las teclas y que podía interpretar la melodía principal de Para Elisa
mientras su padre tocaba los acordes.
En el interior de la capilla hacía frío. Los padres de Emily no iban a la iglesia
—aunque su vecina, la señora Brannigan, sí lo hacía— y sólo había entrado en St.
Mary en una ocasión, para escuchar el eco. La capilla de St. Oswald sonaba
igual; sus pasos rebotaban en el suelo liso y duro, y todos los ruidos de aquel lugar
parecían elevarse, como cuando la gente sube una escalera y habla mientras lo
hace.
Más tarde, su padre le explicó que eso se debía a que el techo era muy alto,
aunque ella se imaginaba que el coro estaría sentado por encima de ella, como
los ángeles. También notó un olor, parecido al pachuli de Feather, aunque más
intenso y ahumado.
—Eso es el incienso —le dijo su padre—. Lo queman en los santuarios.
Santuarios. Su padre le había explicado el significado de esa palabra. Era un
lugar donde puedes sentirte a salvo. Incienso, tabaco Clan y voces de ángeles.
Santuarios.
Ahora, a su alrededor había movimiento. La gente hablaba, aunque lo hacía
en voz más baja de lo habitual, como si les diera miedo el eco. Cuando su padre
se fue para reunirse con los miembros del coro y Catherine le describía el
órgano, la capilla y las ventanas, Emily escuchó varios cuchicheos en todo el
recinto, luego el ruido de la gente sentándose y finalmente un chis cuando el coro
empezó a cantar.
Fue como si algo se hubiera roto y hubiera brotado en su interior. Ése, y no el
trozo de arcilla, es el primer recuerdo de Emily : sentada en la capilla de St.
Oswald, con lágrimas rodando por sus mejillas hasta su boca, sonriente, y la
música, la maravillosa música elevándose a en torno a ella.
Oh, no, no era la primera vez que escuchaba música, aunque el familiar
repiqueteo de su viejo piano o los diminutos transistores de la radio de la cocina
no eran capaces de transmitir más que una pequeña parte de aquello. No tenía
palabras para definir lo que estaba escuchando ni expresión alguna para describir
aquella nueva experiencia. Era, simple y llanamente, un nuevo despertar.
Después, su madre trató de embellecer la historia, como si eso le hiciera
falta. A ella nunca le había gustado la música religiosa, y mucho menos los
villancicos, con aquellas melodías tan simples y sus empalagosas letras. Algo de
Mozart habría sido mucho más apropiado, aunque la ley enda tiene una docena de
variaciones —desde Mozart a Mahler, pasando por el inevitable Berlioz—, como
si la complejidad de la música tuviese alguna relación con los sonidos en sí
mismos o las sensaciones que éstos evocaban.
En realidad, la pieza no era más que una versión a cappella de un viejo
villancico.
En medio del crudo invierno,
el viento hizo gemir las heladas.
La Tierra era dura como el hierro,
y el agua como una piedra.

Sin embargo, hay algo único en las voces de esos chicos; una cualidad trémula,
no del todo relajada, como si estuvieran a punto de perder el tono
permanentemente. Es un sonido que combina una dulzura de tono casi
sobrehumano con una aspereza que resulta casi dolorosa.
Ella escuchó en silencio los primeros compases, sin estar muy seguro de qué
era lo que estaba oy endo. Luego las voces se elevaron de nuevo:

La nieve había caído, nieve sobre nieve,


nieve sobre nieve…

En la segunda nieve, las voces rozaron esa nota, ese fa agudo que siempre había
ejercido en ella un punto de misteriosa presión, y Emily empezó a llorar. No de
pena, ni siquiera de emoción: fue simplemente un reflejo, como ese cosquilleo
en las papilas gustativas después de haber comido algo agrio, o el picor que
produce el chile en la garganta.
Nieve sobre nieve, nieve sobre nieve, cantaban, y todo su cuerpo
reaccionaba: se estremecía, sonreía, levantaba su rostro hacia el techo invisible y
abría la boca como un pajarito, esperando sentir los sonidos como si fueran copos
de nieve cay endo sobre su lengua. Durante casi un minuto, Emily permaneció
sentada en el borde de su asiento, temblando; en ocasiones, las voces de los
chicos se elevaban hasta alcanzar ese extraño fa agudo, esa mágica nota que era
como un helado y un dolor de cabeza, y las lágrimas seguían fluy endo de sus
ojos. Sintió un hormigueo en el labio superior; sus dedos estaban entumecidos.
Tenía la sensación de que estaba tocando a Dios…
—¿Qué te ocurre, Emily ?
Era incapaz de contestar. Lo único que importaba eran los sonidos.
—¡Emily !
Cada nota parecía partir su cuerpo de una forma deliciosa; cada acorde era
un milagro de forma y textura. Las lágrimas seguían rodando por sus mejillas.
—Algo le pasa. —La voz de Catherine le llegó desde la lejanía—. Me la llevo
a casa, Feather. —Emily se dio cuenta de que su madre empezaba a moverse y
tiraba de su abrigo, que había usado como cojín—. Levántate, cariño; no
deberíamos haber venido.
¿Era regocijo lo que había en su voz? Notó la mano en su frente, húmeda y
febril.
—¡Está ardiendo! Échame una mano, Feather…
—¡No! —exclamó Emily, en un susurro.
—Emily, cariño, estás muy nerviosa.
—Por favor…
Sin embargo, su madre y a la estaba levantando. Catherine la había rodeado
con los brazos. Tras su caro perfume, notó un fugaz olor a trementina. Buscó
desesperadamente algo, algún hechizo que pudiera detener a su madre: algo
capaz de expresar la imperiosa necesidad de quedarse, de escuchar…
—Por favor, la música…
A tu madre no le gusta demasiado la música. La voz de su padre, remota pero
clara.
Pero ¿qué era lo que le gustaba a Catherine? ¿Por qué siempre que hablaba
era para dar órdenes?
Se habían levantado de sus asientos. Emily intentó defenderse y se rompió
una costura de la manga de su vestido, que le quedaba demasiado ajustado. Su
abrigo, con el cuello de piel, la asfixiaba. Le llegó nuevamente el olor a
trementina, el olor de la fiebre de su madre, de su locura.
Y, de pronto, Emily comprendió, con una madurez impropia de su edad, que
nunca conocería la escuela de su padre, que nunca asistiría a otro concierto, que
nunca jugaría con otros niños para evitar que le hicieran daño o la empujaran, y
que nunca correría por el parque para impedir que sufriera una caída.
Si ahora se iban, pensó Emily, entonces su madre siempre se saldría con la
suy a, y la ceguera, que a ella nunca la había preocupado de verdad, acabaría
pesándole como una piedra atada al rabo de un perro y acabaría cay endo.
Debe de haber alguna palabra, se dijo; alguna palabra mágica que obligara a
su madre a quedarse. Sin embargo, Emily sólo tenía cinco años y no conocía
ninguna palabra mágica, y ahora caminaba por el pasillo flanqueada por su
madre y Feather, mientras las voces fluían a su alrededor como un río.

En medio del crudo invierno,


hace muuucho tiempo…

Y entonces dio con ello. Fue tan sencillo que se asombró ante su propia audacia.
Se dio cuenta de que sí conocía las palabras mágicas. Conocía docenas de ellas;
las había aprendido casi desde la cuna, aunque hasta entonces no les había
encontrado ninguna utilidad. Conocía su tremenda energía. Emily abrió la boca,
aquejada por una repentina y demoníaca inspiración.
—Los colores —susurró.
Catherine White se paró en seco.
—¿Qué has dicho?
—Los colores. Quiero quedarme. Por favor… —Emily respiró
profundamente—. Quiero escuchar los colores.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Has sido muy valiente colgando esto, Albertine. Sabes muy
bien que voy a corresponderte…
9

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Publicado el: lunes, 11 de febrero, a las 23.03
Acceso: público
Estado de ánimo: desdeñoso
Estoy escuchando: Pink Floy d: « Any Colour You Like»

Escuchar los colores. ¡Por favor! No me digáis que era inocente; no me digáis
que, incluso entonces, no sabía exactamente lo que estaba haciendo. La señora
White lo sabía todo acerca de Chico X y su sinestesia. Sabía que el doctor
Peacock estaría ahí. Era muy fácil soltarle un rollo, y más fácil aún tragárselo
después de que Emily reaccionara empezando a oír los colores.
Ben iba a la escuela y estaba en primero. Imagináoslo en aquella época: un
chico del coro, limpio y con el uniforme azul de St. Oswald bajo la recargada
sotana. Sé lo que estáis pensando. Suspendió el examen. Pero eso sólo afectaba a
la beca. Con el dinero que había ahorrado y con la ay uda del doctor Peacock, su
madre, finalmente, se las había arreglado para mandarle a St. Oswald, no como
becario, sino como un alumno de pago, y ahí estaba él, en la primera fila del
coro de la escuela, harto de todo. Y, por si aún no le habían demostrado
suficientemente todo su desprecio, los otros chicos nunca le dejarían en paz, por
no hablar de Nigel, que había sido obligado a ir al concierto a rastras y después le
daría su merecido con pullas, patadas y puñetazos.

En medio del crudo invierno,


el viento hizo gemir las heladas…

Había rezado en vano para que la pubertad arruinara su voz y le liberara de todo
aquello. Sin embargo, mientras sus compañeros de clase se desarrollaban y
empezaban a apestar a macho, Ben seguía siendo flaco, femenino y pálido, con
una espeluznante y desafinada voz de tiple.
La Tierra era dura como el hierro,
y el agua como una piedra…

Podía ver a su madre en la tercera fila, escuchando el sonido de su voz, y al


doctor Peacock detrás de ella; y a Nigel, que estaba a punto de cumplir diecisiete
años, repanchingado en el banco y con el ceño fruncido, y al sudoroso y
hediondo Bren, que parecía terriblemente incómodo con su pelo lacio y su rostro
arrugado, como si fuera el bebé más grande del mundo.
Chicodeojosazules intentaba no mirar y concentrarse en la música, pero
entonces vio a la señora White en un asiento que estaba a un tiro de piedra, con
Emily a su lado… Emily, con su abriguito rojo y su vestido rosa, con su pelo
ondulado y su rostro iluminado en una expresión a caballo de la angustia y la
felicidad…
Por un instante pensó que sus ojos se fijaban en los suy os, aunque los ojos de
una persona ciega son así, ¿no? Emily no podía verle. Hiciera lo que hiciera,
Emily nunca lo vería. Y, aun así, esos ojos le atraían, moviéndose de un lado a
otro como dos bolitas en la cabeza de una muñeca, como un par de abalorios
azules, reflejando la mala suerte de quien la estaba mirando.
La cabeza de chicodeojosazules empezó a dar vueltas, latiendo al compás de
la música. Iba a darle un dolor de cabeza, uno muy malo. Buscó la forma de
protegerse, pensando en una cápsula azul, dura como el hierro, fría como una
piedra, azul como un bloque de hielo del Ártico. Sin embargo, el dolor era
inevitable. Aquel dolor de cabeza iría a más hasta acabar retorciéndole como si
fuera un trapo…
En el coro hacía calor. Los coristas, con el rostro colorado y sus sotanas
blancas, cantaban como los ángeles. St. Oswald se toma muy en serio su coro: los
chicos tienen que obedecer a pies juntillas. Igual que los soldados, son entrenados
para permanecer quietos durante horas y horas. Nadie se queja. Nadie se atreve
a hacerlo. ¡Cantad con toda el alma, chicos, y sonreíd!, ordena el director del
coro durante los ensay os. ¡Esto está dedicado a Dios y a St. Oswald! No quiero
ver a ninguno de vosotros defraudando al equipo.
No obstante, Ben Winter estaba muy pálido. Puede que fuera el calor, el
incienso o la tensión por tratar de mantener su sonrisa. Recordad que era un chico
delicado, su madre siempre lo decía. Mucho más sensible que sus dos hermanos,
más propenso a ponerse enfermo y a sufrir accidentes…
Las voces de los ángeles se elevaron de nuevo, dispuestas a alcanzar el
crescendo.
La nieve había caído, nieve sobre nieve…
Y entonces fue cuando ocurrió. Casi a cámara lenta. Fue un ruido sordo, un
movimiento en la primera fila: un chico de rostro muy pálido desplomándose sin
ser visto en el suelo de la capilla y golpeándose la cabeza contra la punta de un
banco, un golpe que requirió cuatro puntos, una medialuna en la frente.
¿Por qué no lo vio nadie? ¿Por qué fue eclipsado hasta ese punto? No lo vio
nadie —ni siquiera su madre—, porque cuando se desplomó, una niña ciega
sufrió una especie de ataque de pánico y todos los ojos se volvieron hacia Emily
White. Emily, con su vestido rosa, moviendo los brazos mientras gritaba: ¡Por
favor, quiero quedarme! Quiero…
Escuchar los colores.

Escribe un comentario:
Albertine: Bonita respuesta, chicodeojosazules.
chicodeojosazules: Me alegra que te hay a gustado, Albertine.
Albertine: Bueno, puede que gustar no sea la palabra exacta…
chicodeojosazules: Bonita respuesta, Albertine.
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Publicado el: lunes, 11 de febrero, a las 23.49
Acceso: público
Estado de ánimo: áspero

Escuchar los colores. Tal vez recuerdes la frase. Esa cháchara, propia de un
adulto, debió de sonar increíblemente conmovedora en la boca de una niña ciega
de cinco años. Sea como fuere, resolvió el problema. Escuchar los colores. Sin
saberlo, Emily acababa de abrir la caja de las palabras mágicas, y se sentía
ebria con el poder que tenían y con el suy o propio, dando órdenes como si fuera
un pequeño general, unas órdenes que Catherine y Feather —y más adelante, por
supuesto, también el doctor Peacock— obedecieron con incondicional regocijo.
—¿Qué ves?
Un acorde disminuido en fa menor. Las palabras mágicas se desplegaban
como el papel para envolver regalos, una tras otra.
—Rosa, azul, verde, violeta. Es precioso.
Su madre aplaude, encantada.
—Sigue, Emily. Cuéntame más.
Un acorde en fa may or.
—Rojo, naranja, ma-gen-ta, negro.
Era como un despertar. El poder infernal que acababa de descubrir en su
interior había florecido de una forma asombrosa, y, de pronto, la música entró a
formar parte de su plan de estudios. Sacaron el piano del cuarto de los trastos y lo
volvieron a afinar; las clases secretas de su padre se convirtieron en algo oficial,
y a Emily se le permitió practicar siempre que le apeteciera, incluso mientras
Catherine estaba trabajando. Luego se presentó la prensa local y empezaron a
llegar montones de cartas y obsequios.
La historia tenía mucho potencial. De hecho, tenía todos los ingredientes
necesarios: un milagro en Navidad; una niña ciega muy fotogénica; música; arte;
la ciencia de un hombre de la calle, cortesía del doctor Peacock, y una gran
polémica en el mundo artístico que provocó toda clase de preguntas en los
periódicos durante casi tres años y dio lugar a toda clase de especulaciones. Al
final, tal y como había hecho la prensa, la televisión también se interesó por el
caso. También salió un single —que figuró entre las diez canciones de más éxito
— de un grupo cuy o nombre no recuerdo. Más adelante, la canción sonó en una
película de Holly wood —una adaptación del libro— en la que Robert Redford
interpretó al doctor Peacock y una jovencísima Natalie Portman a la niña ciega
que podía ver la música.
Al principio, Emily lo llevó bien. Después de todo, era muy pequeña, y no
tenía ninguna base para poder establecer comparaciones. Además, era muy
feliz: escuchaba música todo el día, estudiaba lo que más le gustaba y todo el
mundo estaba encantado con ella.
Durante aproximadamente los siguientes doce meses, Emily asistió a muchos
conciertos y a varias funciones de La flauta mágica, el Mesías y El lago de los
cisnes y visitó en varias ocasiones la escuela de su padre para poder
familiarizarse con los instrumentos a través del tacto.
Las flautas, con su cuerpo estilizado y sus complicadas claves; los abombados
chelos y los dobles bajos; las trompas y las tubas, como las jarras de una cantina
llenas de sonidos; los violines, anchos por abajo y estrechos por arriba; las
campanas; los tambores, grandes y pequeños; los címbalos y los platillos, y los
triángulos, las trompetas y las panderetas.
A veces, su padre tocaba para ella. En ausencia de Catherine, era otro:
contaba chistes, era exuberante, hacía bailar a Emily al son de la música,
mareándola hasta que se echaba a reír. A él le hubiera gustado ser músico
profesional, pero había pocas oportunidades para un intérprete de clarinete
clásico a quien le apasionaba Acker Bilk, y sus pequeñas ambiciones pasaron
totalmente desapercibidas.
Sin embargo, el cambio que se operó en Catherine tenía otro lado. A Emily le
llevó varios meses descubrirlo, y mucho más tiempo comprenderlo. En ese punto
es donde mis recuerdos pierden toda su cohesión; la realidad se funde con la
ley enda, de modo que no puedo confiar en mí misma a la hora de ser precisa o
fiel a la verdad. Sólo los hechos hablan por sí mismos, y aun ellos entran en
conflicto, se cuestionan, se malinterpretan, hasta el punto de que sólo quedan
restos de lo que podría mostrarme cómo fueron realmente las cosas.
Los hechos. Ya debes conocer la historia. Esa noche, entre el público, sentado
en la tercera fila, había un hombre llamado Graham Peacock. Tenía sesenta y
siete años y era una personalidad local muy popular, un célebre gourmet, un
excéntrico muy agradable y un generoso mecenas artístico. Esa noche de
diciembre, durante el concierto de villancicos en la capilla de St. Oswald, el
doctor Peacock se vio metido en un incidente que iba a cambiar su vida.
Una niña pequeña —la hija de un amigo suy o— sufrió una especie de ataque
de pánico. Su madre intentó sacarla de allí, y durante la refriega —la niña peleó
vehemente para poder quedarse, mientras su madre intentaba arrastrarla con
idéntica energía—, el doctor oy ó pronunciar una frase a la niña que le golpeó
como si se tratara de una revelación.
Escuchar los colores.
En aquel momento, Emily apenas entendió la importancia de lo que acababa
de decir. Sin embargo, el interés del doctor Peacock dejó a su madre en un estado
que lindaba con la euforia; en casa, Feather descorchó una botella de champán, e
incluso su padre parecía contento, aunque puede que eso sólo se debiera al
cambio que había experimentado Catherine. No obstante, no aprobaba todo
aquello; más adelante, cuando empezó todo, la suy a fue la única voz discrepante.
Huelga decir que nadie le hizo caso. Al día siguiente, la pequeña Emily fue
convocada en Fireplace House, donde se llevaron a cabo todas las pruebas
habidas y por haber para confirmar su talento especial.

La sinestesia [escribe el doctor Peacock en su artículo « Aspectos de la


modularidad» ] es una extraña condición en la que, aparentemente, dos
—y a veces más— de los cinco sentidos «normales» se fusionan. Esto
parece estar relacionado con el concepto de modularidad. Cada uno de
los sistemas sensoriales tiene su correspondiente área o módulo en el
cerebro. Aunque las interacciones entre los módulos son normales (como
cuando se emplea la visión para detectar el movimiento), la actual
interpretación sobre la percepción humana no es capaz de explicar la
estimulación de un módulo que provoca actividad cerebral en otro
módulo diferente. Sin embargo, ése es precisamente el caso en un
individuo sinestético.
En resumen, un individuo sinestético es capaz de experimentar
cualquiera de las siguientes sensaciones: la forma como gusto, el tacto
como olor, y el sonido o el gusto como color.

Todo esto era nuevo para Emily, por no hablar de Feather y Catherine. Sin
embargo, entendió la idea —evidentemente, todos habían oído hablar del Chico x
—, y, por lo que había oído acerca de su talento especial, no se alejaba en exceso
de las asociaciones de palabras, las clases de arte y las terapias de color que
había aprendido con su madre. En ese momento tenía cinco años y medio y
muchas ganas de complacer a todos y más aún de estudiar.
El acuerdo fue muy simple. Por las mañanas, Emily iría a la casa del doctor
Peacock para sus clases de música y otras materias, y por las tardes tocaría el
piano, escucharía discos y pintaría. Ésas eran sus únicas obligaciones, y como le
permitían escuchar música mientras estudiaba, no le supuso ninguna carga. A
veces, el doctor Peacock le hacía algunas preguntas y grababa sus respuestas.
Dime, Emily, ¿qué ves?
Una nota suelta elegida al azar en el viejo piano de Fireplace House. Sol es de
color añil, casi negro. Una simple tríada lleva la cosa un poco más lejos; luego un
acorde —sol menor, con una séptima disminuida en el bajo— se resuelve con
una aterciopelada caricia violeta.
Él anota el resultado en su libreta.
¡Excelente, Emily! Ésa es mi chica.
Luego, una serie de acordes bajos: un re menor agudo, un re disminuido, un
mi bemol en séptima. Ella señala los colores, marcados en braille en la caja de
pinturas.
Emily tiene casi la sensación de estar tocando un instrumento, con las manos
apoy adas en las pequeñas teclas de colores, y el doctor Peacock lo apunta todo
en su rústico bloc. Luego toman un té junto a la chimenea: en donde Patch II, el
Jack Russell del doctor está resoplando ante las galletas y haciéndole cosquillas a
Emily en las manos hasta que ella se echa a reír. El doctor Peacock habla con su
perro como si él también fuera un viejo alumno, y eso no hace sino provocar
más risas en Emily ; en cuestión de poco tiempo, eso entra a formar parte de sus
clases.
—A Patch II le gustaría saber —dice el doctor, con su voz de fagotsi a la
señorita White le apetecería echar un vistazo a mi colección de discos…
Emily deja escapar una risita tonta.
—¿Se refiere a si quiero escucharlos?
—A mi peludo colega le encantaría.
En el momento justo, Patch II lanza un ladrido.
Emily se echa a reír.
—De acuerdo —dice.

Durante los treinta meses siguientes, el doctor Peacock se fue convirtiendo


paulatinamente en una parte muy importante de sus vidas. Catherine se sentía
feliz hasta el delirio. Emily era una alumna muy competente; se pasaba tres o
cuatro horas al día al piano, y de repente sus vidas exigían una gran
concentración. Dudo que, aunque se lo hubiese propuesto, Patrick White hubiera
podido parar todo aquello; después de todo, él también formaba parte de todo el
asunto. Y también quería creer.
Emily nunca se preguntó por qué el doctor Peacock era tan generoso. Ella le
consideraba tan sólo un hombre amable y divertido que hablaba despacio y con
frases muy largas y que nunca iba a visitarlos sin obsequiarlos con un ramo de
flores, una botella de vino o unos libros. Cuando Emily cumplió seis años, le
regaló un piano nuevo para sustituir la antigualla con la que había aprendido a
tocar; durante todo el año, les dio entradas para conciertos, pinturas, lienzos,
caballetes, telas, dulces y juguetes.
Y, por supuesto, música. Siempre música. Aun ahora, eso es lo que más
duele: pensar en la época en la que Emily podía tocar cada día todo cuanto le
apeteciera, cuando cada día era una fanfarria, y Mozart, Mahler, Chopin e
incluso Berlioz hacían cola cual pretendientes que aspiraran a sus favores y
esperaran ser elegidos o descartados según su capricho…
—Y ahora, Emily, escucha la música. Dime lo que oy es.
Era el Lieder ohne Worte, Opus 19, número 2 en la menor de Mendelssohn.
La parte que hay que tocar con la mano izquierda es muy difícil, con sus bloques
de semicorcheas, pero Emily ha estado ensay ando y ahora su interpretación es
casi perfecta. El doctor Peacock está encantado. Y su madre también.
—Azul, bastante oscuro.
—Muéstramelo.
Emily tenía una caja de pinturas nueva, con sesenta y cuatro colores
dispuestos como si se tratara de un tablero de ajedrez, casi de la misma anchura
que el escritorio. Aunque no puede verlos, se los sabe de memoria; están
ordenados según su brillo y tono. El fa es violeta; el sol es añil; el la es azul; el si es
amarillo; el re es naranja, y el mi, rojo. Los sostenidos son pálidos, mientras que
los bemoles son más oscuros. Los instrumentos también tienen sus propios colores
dentro de la paleta orquestal: normalmente, la sección de viento de madera suele
ser verde o azul; la de cuerda, marrón y naranja, y la de metal, roja o amarilla.
Emily coge su pincel y embadurna una papel. Hoy trabaja con acuarelas, y
su olor es calcáreo y anticuado, como las violetas de Parma. El doctor Peacock
está de pie a su lado, con Patch II enroscado a sus pies, Catherine y Feather están
al otro lado, listas para tenderle a Emily lo que necesite: una esponja, un pincel o
un sobrecito de purpurina.
El Andante es un abstracto relajado, como un día a orillas del mar. Extiende la
pintura por la suave superficie del papel, que se ondula ligeramente, como la
arena mecida por el agua; la pintura se funde y se desliza en los surcos que han
dejado sus dedos. El doctor Peacock está satisfecho; ella escucha su sonrisa en su
voz de fagot, aunque gran parte de lo que dice le resulta incomprensible,
sofocado por la maravillosa música.
A veces vienen otros niños. Emily recuerda a un muchacho tímido, bastante
may or que ella, que tartamudea y no habla demasiado y se sienta a leer en el
sofá. En el salón hay sillas y butacas, un asiento junto a una ventana —su favorito
— y un columpio que cuelga del techo, sujeto por dos gruesas cuerdas. La
estancia es tan grande que Emily puede columpiarse a mucha altura sin tropezar
con nada; además, todo el mundo sabe que no debe cruzarse en su camino, de
modo que nunca se produce ningún choque.
Algunos días, Emily no pinta, sino que se sienta en el columpio de Fireplace
House y se dedica a escuchar. El doctor Peacock lo llama el juego de asociación
de sonidos, y si Emily se emplea a fondo, dice, al final conseguirá un regalo.
Todo cuanto debe hacer es sentarse en el columpio, escuchar los discos y decirle
cuáles son los colores que ve. Algunos son fáciles —ella los clasifica
mentalmente, como los botones de la caja—, aunque no todos. Sin embargo, le
gustan los gramófonos del doctor Peacock y sus discos, sobre todo los antiguos,
con sus voces de antaño y su sonido crepitante.
A veces no escucha música, sino simplemente algunos efectos de sonido, y
ésos son los más difíciles de todos. Sin embargo, Emily sigue esforzándose por
complacer al doctor Peacock, que anota todo lo que dice en unas libretas con tapa
de tela; a veces escribe con tanta fuerza que el lápiz acaba agujereando el papel.
—Escucha, Emily, ¿qué ves?
El sonido de centenares de westerns: disparos, una bala rebotando contra una
pared, el humo de una pistola, la noche de San Juan y patatas carbonizadas.
—Rojo.
—¿Eso es todo?
—Rojo turco, con un toque de carmesí.
—Bien, Emily, muy bien.
En realidad, es muy fácil: lo único que debe hacer es dejar que fluy a su
mente. Un penique que cae al suelo, un hombre que desafina al silbar, un tordo
solitario, una aldaba, el sonido de un aplauso… Cuando vuelve a casa, tiene los
bolsillos llenos de golosinas. Todas las noches, el doctor Peacock transcribe sus
descubrimientos con la máquina de escribir con una voz parecida a la del pato
Donald. Sus artículos se titulan « Sinestesia inducida» , « El complejo del color»
y « Lo que no ven los ojos tampoco lo ve la mente» . Sus palabras son como el
gas que le aplica el dentista: se desliza bajo su fría caricia, y ni siquiera todos los
perfumes de Oriente son capaces de salvarla.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¡Oh, sí!
Albertine: ¿Significa eso que quieres más?
chicodeojosazules: Si tú puedes soportarlo, entonces y o también…
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Evidentemente, casi todo esto son especulaciones. Estos recuerdos no son míos;
pertenecen a Emily White. Como si Emily fuera un testigo fiable… Y aun así, su
voz —su lastimero agudo— me llama a través del tiempo. ¡Ayúdame, por favor!
¡Sigo viva! ¡Todos vosotros me enterrasteis viva!
—Rojo. Rojo oscuro. Granate veteado de púrpura.
El Nocturno número 2 en mi bemol mayor de Chopin. Tiene buen oído para la
música, y a los seis años y a es capaz de distinguir la may oría de los acordes,
aunque la inquietante doble hilera cromática aún escapa a la destreza de sus
gordos dedos. Eso no preocupa al doctor Peacock; él está mucho más interesado
en las habilidades pictóricas de Emily que en su talento musical.
Según Catherine, y a ha enmarcado y colgado en las paredes de Fireplace
House media docena de lienzos de Emily, incluidos su Toreador, sus Variaciones
Goldberg y (el favorito de su madre) su Nocturno en ocre violeta.
—Están llenos de fuerza —dice Catherine, con voz temblorosa—. Llenos de
experiencia. Son casi místicos. La forma en que extraes los colores de la música
y los plasmas en el lienzo… ¿Sabes una cosa, Emily ? Me das envidia. Ojalá y o
pudiera ver lo que tú ves ahora.
Ningún niño sería capaz de no rendirse ante tales alabanzas. Sus cuadros
hacen felices a la gente; son elogiados por el doctor Peacock y reciben la
aprobación de sus numerosos amigos. Ella piensa que él está pensando en escribir
otro libro, basado may ormente en sus recientes descubrimientos.
Emily sabe que no es la única persona que cuenta con su apoy o en su
búsqueda de sinestetas. En su libro Más allá de los sentidos, explica el doctor, y a
ha escrito extensamente sobre el caso de un adolescente, al que se refiere
simplemente como Chico x, quien al parecer presentaba síntomas de sinestesia
olfativo-gustativa adquirida.
—¿Qué significa eso? —pregunta Emily.
—Él experimentaba sensaciones de una forma especial. O al menos
afirmaba ser capaz de hacerlo. Y ahora concéntrate en las notas, por favor…
—¿Qué clase de cosas veía? —insiste ella.
—No creo que viera nada.
Hasta que Emily apareció en escena, Chico X había sido el proy ecto favorito
del doctor Peacock. Sin embargo, entre una niña prodigio capaz de escuchar los
colores (y pintarlos) y un adolescente sensible a los olores, no había competición
posible. Además, el muchacho era un farsante, según afirmaba Catherine: se
inventaba toda clase de síntomas para llamar la atención. Y su madre era mucho
peor, decía; incluso un tonto hubiera sido capaz de ver que aquella mujer le había
obligado a hacerlo con la esperanza de sacarle dinero al doctor Peacock.
—Eres demasiado confiado, Gray —dijo ella—. Cualquiera los habría calado
a la legua. Te vieron venir, querido. Te han estado tomando el pelo.
—Pero mis pruebas demuestran claramente que el muchacho reacciona…
—El muchacho reacciona ante el dinero, Gray, igual que su madre. Una libra
por aquí, un billete de diez por allá. Todo cuenta, y antes de que tú te des cuenta…
—Mira, Cathy … Ella trabaja en el mercado, por el amor de Dios… Tiene
tres hijos, y el padre desapareció. Ella necesita alguien que…
—¿Y qué? Eso es lo que hacen la mitad de las madres de ese barrio. ¿Piensas
subvencionar a ese niño el resto de tu vida?
Bajo presión, el doctor Peacock admitió que y a había contribuido a pagar la
escuela del niño, además de ingresar varios cientos de libras en fideicomiso…
Para la universidad, Cathy; el chico es bastante brillante…
Catherine White estaba furiosa. No se trataba de su dinero, pero era como si
se lo hubieran robado de su bolsillo. Además, añadió que le parecía casi una
crueldad que ese chico se hubiese creado tantas expectativas. Seguramente
habría sido también muy feliz sin nadie que le hubiese metido ciertas ideas en la
cabeza. Sin embargo, el doctor Peacock lo había alentado y él lo había
defraudado.
—Eso es lo que has conseguido tratando de ejercer de pigmalión, Gray —
dijo ella—. No esperes gratitud por parte de ese chico… En realidad, le estás
haciendo un flaco favor al permitirle creer que puede vivir a tu costa en vez de
buscar un buen trabajo. Incluso podría acabar siendo un peligro. ¿Qué es lo que
consigues dando dinero a esa gente? Pues que compren drogas y alcohol. Las
cosas se salen de madre. No sería la primera vez que una ingenua alma caritativa
ha sido asesinada en su cama por la misma gente a la que trataba de ay udar…
Etcétera. Al final, después de las acaloradas discusiones entre el doctor
Peacock y Catherine, Chico X dejó de visitar Fireplace House y no volvió a la
casa nunca más.
Catherine fue magnánima con su victoria. Chico X había sido un error, dijo.
Al ser tan generosamente recompensado por su colaboración en los
experimentos del doctor Peacock, era normal que una persona así tratara de
aprovecharse de la situación. No obstante, ahora sí había algo real, el más
extraño de los fenómenos: un sinesteta, ciego desde su nacimiento, que había
recuperado la visión a través de la música. Era una historia fascinante, y merecía
toda la atención. Nadie iba a boicotear el carácter único del fenómeno Emily
White.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¡Oh, sí!
Albertine: ¿Significa eso que quieres más?
chicodeojosazules: Si tú puedes soportarlo, entonces y o también…
12

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Publicado el: martes, 12 de febrero, a la 01.56
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Estado de ánimo: triste
Estoy escuchando: Mark Knopfler: « The Last Laugh»

Eso supuso el fin para Benjamin. Lo percibió casi de inmediato, ese sutil cambio
en el énfasis, y aunque le llevó un rato morir, como una flor en un jarrón, supo
que aquella noche, en la capilla de St. Oswald, algo había terminado para él. La
sombra de la pequeña Emily White le había eclipsado casi desde el principio:
desde su historia, que era sensacional, hasta el innegable eco mediático que había
conseguido aquella niña ciega, cuy os supersentidos iban a convertirla en una
estrella en todo el país.
Ahora, las largas jornadas de Ben en la mansión se habían reducido a una
sesión diaria de una hora; compartía ese rato con Emily, sentado en silencio en el
sofá, mientras el doctor Peacock la exhibía ante él como si se tratara de una pieza
de sus colecciones —una mariposa o una figurita—, a la espera de que Ben la
admirara y compartiera su entusiasmo por ella. Lo que era aún peor era que
Brendan estaba de nuevo allí (para no perderle de vista, decía su madre, mientras
ella se iba a trabajar al mercado); su estúpido y sonriente hermano, el que vestía
de marrón, con su pelo grasiento y su aspecto abochornado, el que en raras
ocasiones hablaba, aunque se sentaba y observaba, llenando hasta tal punto a Ben
de odio y vergüenza que a veces su único deseo era salir corriendo de allí y dejar
solo a Bren —torpe, incómodo, fuera de lugar— en aquella casa que estaba
repleta de objetos delicados.
Catherine White puso fin a todo eso. No estaba bien que aquellos dos chicos
estuvieran allí, al menos sin supervisión. En aquella casa había demasiados
objetos de valor y demasiadas tentaciones. Las visitas de Benjamin fueron
reducidas nuevamente, por lo que ahora sólo acudía a la casa una vez al mes y
esperaba con Bren en las escaleras principales hasta que la señora White estaba a
punto de irse; escuchaba la música del piano, que llegaba a través del césped,
cargada de olor a pintura, por lo que cada vez que chicodeojosazules escucha ese
sonido —y a sea un preludio de Rachmaninoff o el arranque de « Hey Jude» — le
trae el recuerdo de esa época y el triste latido de su corazón cuando miraba a
través de la ventana del salón y veía a Emily sentada en el columpio,
moviéndose hacia delante y hacia atrás como un pajarito feliz…
Al principio, lo único que hacía era mirarla. Como el resto de la gente, ella lo
deslumbraba y se contentaba simplemente con admirar su ascensión, igual que el
doctor Peacock debía de haber contemplado la polilla Luna mientras luchaba por
salir de la crisálida, sobrecogido y admirado, ruborizado y puede que con cierto
pesar. Emily era muy hermosa, incluso en aquel entonces. Resultaba
sencillamente adorable. Había algo en la seguridad con la que le agarraba la
mano a su padre, con el rostro vuelto hacia él como una flor que mira al sol, o la
forma, con movimientos parecidos a los de un mono, en que se sentaba en el
taburete que había frente al piano, con una pierna doblada y un calcetín medio
caído: era inquietante y al mismo tiempo encantador. Parecía una muñeca de
porcelana y marfil que hubiese cobrado vida; de ese modo, la señora White, a
quien siempre le habían gustado las muñecas, podría vestir a su hija todo el año
con vestidos de colores brillantes y zapatos a juego salidos de un libro de cuentos.
En cuanto a nuestro héroe, chicodeojosazules…
La pubertad se había ensañado con él: le habían salido granos en la cara y en
la espalda y tenía una voz medio quebrada, que incluso ahora conserva un tono
ligeramente irregular. El tartamudeo de su niñez había ido a más. Más adelante lo
perdió, pero aquel año había empeorado tanto que algunos días apenas podía
hablar. Los olores y los colores se hicieron más intensos, y venían cargados de
migrañas que el médico le prometió que desaparecerían con el tiempo. Sin
embargo, nunca lo hicieron. Aún sigue padeciéndolas, aunque sus estrategias
para combatirlas son ahora un poco más sofisticadas.
Después del concierto de Navidad, Emily parecía pasar la may or parte de su
tiempo en la mansión. No obstante, con tanta gente presente, chicodeojosazules
raramente hablaba con ella: además, su tartamudeo le había convertido en un
muchacho tímido, y prefería mantenerse en un segundo plano, evitando que
alguien lo viera y oy era. A veces se sentaba fuera, en el porche, a leer un cómic
o una novela del oeste, feliz por estar cerca de ella, en silencio, sin armar ningún
alboroto. Además, leer era un placer del que apenas podía disfrutar en su casa,
donde su madre siempre necesitaba alguien que la ay udara y sus hermanos no lo
dejaban en paz. Decían que la lectura era cosa de maricas; daba igual lo que
escogiera: y a fuera Superman, El juez Dredd o Beano, su hermano, el que vestía
de negro, siempre se mofaba de él y le daba la lata sin cesar —¡Qué dibujos más
bonitos! ¡Oh! Dime, ¿cuál es tu superpoder?—, hasta que chicodeojosazules
acababa avergonzándose y se veía coaccionado a hacer otra cosa.
A veces, a mediados de semana, entre las visitas a la mansión, pasaba frente
a la casa de Emily con la esperanza de verla jugar en el jardín. De vez en
cuando la veía en la ciudad, aunque siempre acompañada de su madre: estaba en
guardia, como un soldadito, en algunas ocasiones flanqueada por el doctor
Peacock, que se había convertido en su protector, su mentor, su segundo padre.
¡Como si necesitara otro! ¡Como si y a no lo tuviera todo!
Tal vez parezca que tuviera envidia de Emily. Sin embargo, eso no es del todo
cierto. Lo que ocurría es que no podía dejar de pensar en ella, de estudiarla, de
espiarla. Su interés iba en aumento. Robó una cámara en una tienda de artículos
de segunda mano y aprendió a sacar fotografías. En esa misma tienda robó
también un teleobjetivo; esa vez casi lo pillaron, pero se las arregló para salir con
su trofeo antes de que el hombre que estaba detrás del mostrador —
sorprendentemente rápido teniendo en cuenta su corpulencia— pudiera darle
alcance.
Cuando su madre le dijo que y a no era bien recibido en la mansión, él no le
crey ó. Se había acostumbrado tanto a esa rutina —a sentarse en silencio en el
sofá, ley endo, bebiendo té Earl Grey y escuchando la música que interpretaba
Emily — que ser rechazado después de tanto tiempo le pareció un injusto castigo.
No era culpa suy a…, él no había hecho nada malo. Seguramente debía tratarse
de un malentendido. El doctor Peacock siempre había sido muy amable. ¿Por
qué iba a volverse en su contra?
Más adelante, chicodeojosazules lo comprendió. El doctor Peacock, a pesar
de su amabilidad, sólo había sido una nueva versión de las mujeres para las que
había trabajado su madre: fueron muy simpáticas cuando tenía cuatro años,
aunque muy pronto perdieron el interés por él. El no tener amigos y el pasar
hambre y no encontrar cariño en casa le había llevado acostumbrarse demasiado
a aquel entorno afable: los paseos por la rosaleda, las tazas de té, la simpatía… En
pocas palabras: había caído en la trampa de tomar por bondad lo que era tan sólo
compasión.
Una noche se pasó por la casa con la esperanza de descubrir la verdad. Sin
embargo, no le recibió el doctor Peacock, sino la señora White, con un vestido de
satén negro y un collar de perlas colgado de su esbelto cuello. Le dijo que no
debería estar allí, que tenía que irse y no volver nunca más; que era un chico
problemático y que ella conocía a los de su clase…
—¿Es eso lo que dice el doctor Peacock?
Bueno, eso era lo que quería decir. Sin embargo, ese día, su tartamudeo
estaba peor que nunca; tenía la boca cerrada, como si llevara unos toscos puntos,
y se dio cuenta de que apenas era capaz de pronunciar una palabra.
—Pe…, pero ¿por qué? —le preguntó él.
—No intentes fingir. No pienses que te vas a salir con la tuy a.
Por un momento se sintió invadido por la vergüenza. No sabía qué era lo que
había hecho, aunque la señora White parecía estar muy convencida de su
culpabilidad. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, y el hedor del complejo
vitamínico de su madre en la garganta estuvo casi a punto de provocarle
arcadas…
No te eches a llorar, por favor, se dijo a sí mismo. No delante de la señora
White.
Ella le miró con desprecio.
—No creas que me vas a engatusar. Deberías sentirte avergonzado.
Chicodeojosazules se sentía avergonzado. Avergonzado y, de repente,
enfadado; si hubiese podido matarla en aquel momento, lo habría hecho sin
dudarlo ni un instante y sin sentir remordimiento alguno. Sin embargo, era tan
sólo un colegial, y ella pertenecía a otra esfera, a una clase distinta a la que había
que obedecer sin rechistar —su madre había educado bien a sus hijos—, y el
sonido de sus palabras era como el de una púa que se le clavara en la sien…
—Por favor —dijo él, sin tartamudear.
—Vete —repuso la señora White.
—Por favor, señora White. ¿No…, no podemos ser amigos?
Ella arqueó una ceja.
—¿Amigos? No sé de qué estás hablando. Tu madre fue mi asistenta, eso es
todo. Y ni siquiera era buena. Si crees que eso te da derecho a acosarme a mí y a
mi hija, te recomiendo que te lo pienses dos veces.
—Yo no estaba a… a… co… —empezó él.
—¿Y cómo llamas tú a esas fotografías? —preguntó ella, mirándole
directamente a los ojos.
La conmoción que sintió le secó las lágrimas de golpe.
—¿Fo…, fotografías? —contestó él, muy nervioso.
Resulta que Feather tenía un amigo que trabajaba en la tienda de fotografía.
Ese amigo se lo había contado a Feather, quien a su vez se lo contó a la señora
White, que exigió ver esas fotos y las llevó inmediatamente a la mansión, donde
las utilizó para demostrar su teoría de que entablar amistad con los White había
sido un error al que el doctor Peacock debía poner remedio sin dilación…
—No pienses que no te he visto arrastrándote detrás de Emily —dijo ella—.
Sacándonos fotos…
Eso no era verdad. A ella nunca le había sacado una foto. Sólo las había
tomado de Emily. Sin embargo, no podía decírselo a la señora White ni suplicarle
que no se le contara a su madre…
Así pues, se fue, con los ojos secos y llenos de rabia y la lengua pegada a su
boca. Cuando echó un último vistazo a la mansión por encima de su hombro, vio
algo que se movía en las ventanas del piso superior. Aunque se alejó de
inmediato, chicodeojosazules tuvo tiempo de ver al doctor Peacock observándole
y protegiéndose de él con una avergonzada sonrisa…
Fue en aquel momento cuando empezó realmente todo. Ahí fue donde nació
chicodeojosazules. Más tarde, aquella misma noche, volvió a escondidas a la
casa, provisto de un bote de pintura azul y, casi paralizado por el miedo y la
culpa, garabateó su rabia en la puerta principal, la puerta que le habían cerrado
cruelmente ante las narices; luego, cuando estuvo de nuevo solo en su habitación,
sacó su maltrecha libreta azul para planear otro asesinato.

Escribe un comentario:
Albertine: ¡Oh, por favor, otro asesinato no! Llegué a pensar que íbamos a
alguna parte…
chicodeojosazules: De acuerdo, pero… me debes una…
13

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Estado de ánimo: indignado
Estoy escuchando: Don Henley : « The Boy s of Summer»

Empezó siendo tan sólo eso: un diario de su vida ficticia. En las primeras
anotaciones hay una especie de inocencia, oculta entre las líneas de una letra
apretada y obsesiva. A veces recuerda la verdad: las decepciones cotidianas, la
rabia, el dolor, la crueldad… El resto del tiempo casi es capaz de creer que era
realmente chicodeojosazules…, que lo que contenía la libreta azul era real, y
Benjamin Winter y Emily White eran tan sólo el fruto de la imaginación de otra
persona. La libreta azul le ay udaba a mantener la cordura; en ella escribía sus
fantasías, sus venganzas secretas contra todos aquellos que le hacían daño y lo
humillaban.
En cuanto a la pequeña Emily …
Ahora la observaba más que nunca. A escondidas, con envidia, con nostalgia,
con amor. Durante los meses posteriores a su expulsión de la casa del doctor
Peacock siguió la carrera de Emily, su vida. Sacó cientos de fotografías.
Coleccionaba los recortes de prensa que hablaban de ella. Incluso trabó amistad
con la niña que vivía en la casa que estaba junto a la de la señora White; le
regalaba golosinas y la visitaba con la esperanza de ver fugazmente a Emily.
Durante algún tiempo, el doctor Peacock se esforzó por mantener en secreto
la identidad de Emily. En sus artículos, ella era simplemente la Niña y —una
digna sustituta de Chico x—, hasta que él y sus padres decidieron darla a conocer
al mundo. Sin embargo, chicodeojosazules sabía la verdad. Chicodeojosazules
sabía quién era. Una polilla en un bote de cristal a la espera de salir volando de su
crisálida para ir a parar directamente a una urna mortal…
Siguió sacando fotos, aunque aprendió a hacerlo con más sigilo. Consiguió dos
trabajos, que desempeñaba después de ir a la escuela —como repartidor de
periódicos y un par de noches como lavaplatos en un café—, y con su sueldo se
compró una ampliadora de segunda mano, papel fotográfico, varias bandejas y
productos químicos. Con la ay uda de algunos libros de la biblioteca aprendió el
proceso de revelado y acabó convirtiendo el sótano, que su madre no usaba para
nada, en un pequeño cuarto oscuro.
Se sentía como si le hubiera faltado un solo número para ganar la lotería… y
no le ay udaba en absoluto que su madre consiguiera hacerle sentir a todas horas
que de alguna manera había sido por su culpa, que si hubiera sido un poco más
listo y más rápido, habría podido llamar la atención y conseguir las alabanzas de
la gente.
Aquel año, su madre les dejó muy claro a sus tres hijos que la habían
defraudado. Nigel, por no conseguir mantener a ray a a sus dos hermanos; Bren,
por su estulticia; pero sobre todo Benjamin, en quien había depositado tantas
esperanzas, pero que le había fallado en todos los sentidos: en la mansión, en
casa, pero especialmente en St. Oswald. La educación de Ben en esa institución
tan exclusiva se había revelado como el may or fracaso de todos, y había
frustrado las expectativas de su madre de que su hijo estaba destinado a grandes
cosas. De hecho, él había odiado esa escuela desde el principio, y sólo su relación
con el doctor Peacock había evitado que lo verbalizara.
Sin embargo, ahora todo lo referente a la escuela le parecía hostil: desde los
chicos, que, igual que los del barrio, le llamaban friqui, perdedor y marica
(aunque con un acento mucho más refinado), hasta los pretenciosos nombres de
los edificios —como rotonda o porte-cochère—, unos nombres que sabían a fruta
podrida y olían a autocomplacencia y santidad.
Al igual que el complejo vitamínico, se suponía que St. Oswald era bueno
para su salud y le ay udaría a desarrollar su potencial. No obstante, después de los
tres deprimentes años que pasó allí, durante los cuales, hasta cierto punto, se
había esforzado por encajar, aún añoraba la casa del doctor Peacock, con su
chimenea y su olor a libros viejos. Echaba de menos los globos terráqueos, con
sus mágicos nombres, y, sobre todo, la forma en que el doctor Peacock solía
hablarle, como si realmente le importara…
En St. Oswald no había nadie a quien le importara. Aunque era cierto que
nadie se metía con él —bueno, al menos no de la forma en que lo hacía su
hermano—, siempre sentía que le despreciaban en silencio. Incluso los
profesores, aunque unos eran mejores que otros a la hora de disimularlo.
Le llamaban por su apellido: Winter, como si fuera un cadete del ejército. Le
machacaban con tablas y verbos irregulares. Suspiraban ruidosamente ante sus
muestras de ignorancia y le castigaban mandándole copiar frases.
Mantendré mis libros en perfectas condiciones (Nigel siempre encontraba las
copias, por mucho que él las escondiera). Mi uniforme representa a la escuela; lo
llevaré siempre con orgullo (eso fue cuando Nigel le cortó la corbata, dejándole
sólo la punta). Trataré de fingir que presto atención cuando un profesor entre en la
clase (ésa se la mandó el siempre sarcástico doctor Devine, que entró en el aula
y le encontró durmiendo sobre su pupitre).
Lo peor de todo era que realmente se esforzaba. Se esforzó por lucirse con los
trabajos escolares. Quería que sus profesores estuvieran orgullosos de él.
Mientras que algunos chicos fracasaban por ser unos holgazanes, él estaba muy
pendiente del odiado privilegio de estudiar en el St. Oswald y se esforzó mucho
por merecerlo. Sin embargo, el doctor Peacock, con su sutil desprecio por el plan
de estudios, sólo le había instruido en los temas que él consideraba importantes —
arte, historia, música, literatura inglesa—, dejando de lado las matemáticas y las
ciencias. Lo que consiguió fue que Ben se retrasara desde el primer trimestre y
que, a pesar de poner todo su empeño, nunca se pusiera al día.
Cuando el doctor los apartó de su vida, Benjamin esperó que su madre le
sacara de la escuela. De hecho, rezó con fervor para que así fuera, aunque la
única ocasión en que se atrevió a mencionárselo, ella lo golpeó con el cable
eléctrico.
—Ya he invertido demasiado en ti —le dijo, mientras volvía a enrollar el
cable—. Demasiado para permitir que ahora lo dejes.
Después de eso, sabía que era mejor no quejarse. Notó que las cosas volvían
a cambiar mientras la adolescencia hacía mella en él. Sus hermanos crecían
muy deprisa, y su madre, igual que un avispa que en octubre siente la llegada del
invierno, se volvió despiadada de la noche a la mañana, convirtiendo a sus hijos
en el blanco de todas sus frustraciones. De repente, estaban los tres bajo el fuego,
y a fuera por su forma de hablar o por el largo de su pelo, y chicodeojosazules se
dio cuenta con gran consternación de que la devoción que su madre sentía por sus
hijos había sido parte de una inversión a largo plazo que esperaba que ahora diera
sus frutos.
Nigel había dejado el instituto unos tres meses atrás, y la necesidad de
maltratar a Ben había pasado a un segundo plano frente al objetivo de encontrar
un apartamento, una novia, un trabajo y una forma de huir… de su madre, de sus
hermanos, de Malbry.
De pronto parecía mucho may or, más distante, más proclive al malhumor y
a los silencios. Siempre había sido taciturno y retraído, pero ahora parecía casi un
ermitaño. Se compró un telescopio y en las noches serenas se iba a los páramos
y volvía a casa de madrugada, lo cual no era malo en lo que se refería a Ben,
aunque irritara y angustiara a su madre.
Si Nigel encontró su válvula de escape en las estrellas, Brendan buscó otro
camino. A los dieciséis años y a pesaba veinticinco kilos más que Ben y, lejos de
intentar perder peso, complementaba sus glotones hábitos con alarmantes
cantidades de comida basura. También tenía un trabajo a tiempo parcial, en un
puesto de pollo frito en el centro de Malbry, donde, si lo deseaba, podía comer sin
parar durante todo el día y de donde volvía por las noches, entre semana, con un
paquete de comida que, si no se había quedado con hambre, engullía fría a la
mañana siguiente para desay unar, acompañado con un litro de Pepsi, antes de
salir para Sunny bank Park, donde estudiaba el último curso. Su madre esperaba
que siguiera allí hasta el curso de orientación universitaria, aunque nada de lo que
ella pudiera decir ejercía efecto alguno en el voraz hermano de Ben, que parecía
haber convertido el hecho de comer a sus espaldas en su misión en este mundo.
Ben pensaba que era tan sólo cuestión de tiempo que Brendan suspendiera los
exámenes, abandonara los estudios y se marchara de casa.
Ben sentía cierto alivio al pensar en eso. Desde que había hecho el examen de
ingreso del St. Oswald, tenía la cada vez más firme sospecha de que Bren lo
vigilaba. No era por nada que Ben hubiera dicho, sino sólo por la forma en que su
hermano lo miraba. A veces sospechaba que Bren lo seguía cuando salía; otras,
cuando entraba en su habitación, estaba convencido de que habían registrado sus
cosas: algunos libros que había dejado debajo de su cama estaban en su sitio o
desaparecían durante un par de días, para reaparecer más tarde en cualquier
lugar. No tenía ningún sentido, evidentemente, porque, ¿para qué querría Bren
esos libros? Y aun así, le inquietaba pensar que alguien tocaba sus cosas.
Sin embargo, en aquel momento, Bren era la menor de sus preocupaciones.
Habían invertido mucho en él; un montón de dinero y un montón de esperanzas.
Y ahora que iban a cobrarse los beneficios, la retirada era implanteable. Su
madre no se sometería a la humillación de escuchar a los vecinos diciendo que el
chico de Gloria Winter había dejado los estudios…
—Harás lo que y o te diga y sin protestar —dijo ella—, o te juro que te lo haré
pagar muy caro.
Te lo haré pagar muy caro era el estribillo que su madre repitió durante todo
aquel año. Y, por esa razón, durante todo ese año, sus hijos tuvieron miedo de
Gloria.
Al menos, chicodeojosazules sabía que se lo merecía; chicodeojosazules sabía
que era malo. Nadie sabía hasta qué punto. Sin embargo, su madre le dejó muy
claro que no había vuelta atrás, que defraudarla a aquellas alturas supondría el
peor de los castigos.
—Me lo debes —dijo su madre, mirando el perro de porcelana verde—. Es
más, se lo debes a él. Se lo debes a tu hermano.
¿Habría triunfado Malcom, en el caso de que hubiese sobrevivido?
Chicodeojosazules se lo preguntaba a menudo. Se ponía nervioso al pensar en
ello. Era como si estuviera viviendo dos vidas al mismo tiempo. La suy a y la de
Mal, que nunca tendría las oportunidades que él sí había tenido. El miedo le roía
como una rata en una jaula. ¿Y si le fallaba a su madre? ¿Qué haría ella?
Su válvula de escape era escribir. Guardaba su libreta azul en el cuarto
oscuro, donde ni su madre ni sus hermanos pudieran encontrarla, y todas las
noches, cuando las cosas se ponían feas, se enfrentaba al miedo escribiendo
historias. Siempre desde el punto de vista del malo, del villano, de un asesino…
Sus víctimas eran muy diversas, y sus métodos muy variados. No era un
simple disparo de chicodeojosazules. Puede que su estilo fuera cuestionable, pero
su imaginación no tenía límites. Sus víctimas morían de formas muy vistosas:
atadas en complejos aparatos de tortura, enterradas hasta el cuello en arenas
movedizas, atrapadas en diabólicas trampas mortales…
Utilizaba la libreta azul como un archivo de sus asesinatos de ficción y de
algunos experimentos reales: desde hacía poco, Ben había pasado de las avispas a
las polillas, y luego a los ratones, que eran muy fáciles de conseguir usando una
simple botella como trampa: los acelerados latidos de su corazón —amplificados
por la resonante botella— seguían el frenético ritmo de los suy os.
La trampa fue fabricada con una botella de leche, en la que Ben había
colocado un cebo. Era su forma de seleccionar a las víctimas, de separar a los
culpables de los inocentes. El ratón se sube a la botella y se come el cebo, pero
no es capaz de volver a escalar la pared. Muere con bastante rapidez —del
cansancio y de un shock—, con sus patitas rosas pedaleando contra el cristal,
como si fuera una rueda invisible.
Lo cierto es, sin embargo, que son ellos los que eligen morir. Son ellos los que
eligen meterse en la trampa con el cebo. De modo que su muerte no es culpa
suya…
No obstante, todo eso iba a cambiar.

Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Jenny ? No sabes cuánto te he echado de menos…
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Publicado el: martes, 12 de febrero, a las 03.12
Acceso: público
Estado de ánimo: inquieto

Una mentira tiene su ritmo interno. La de Emily empezó con una obertura
enardecedora, que luego remitió, dando paso a un solemne andante; estaba
elaborada a partir de diversos temas y variaciones, y emergió por fin en un
triunfal scherzo, a la espera de que la gente, puesta en pie, la ovacionara y le
dedicara un largo aplauso.
Fue su debut, su presentación oficial ante los medios de comunicación. La
Niña Y había cumplido con sus objetivos y ahora estaba preparada para saltar a la
palestra. Faltaban tres semanas para su octavo cumpleaños; era lista y elocuente.
Su trabajo era perfecto y estaba listo para ser sometido a examen. La prensa
había sido informada: iba a celebrarse una subasta de sus cuadros en una
pequeña galería de Kingsgate, en Malbry. El nuevo libro del doctor Peacock
estaba a punto de publicarse y, de repente, o eso parecía, todo el mundo hablaba
de Emily White.

Su pequeña figura [dijo The Guardian], con su cabello corto de color


castaño y su melancólico rostro, evoca a duras penas la de la típica niña
prodigio. [¿Por qué?, se preguntarán. ¿Qué era lo que esperaba la
gente?]. En realidad, a simple vista se parece mucho a cualquier otra
niña de ocho años, si no fuera por el rápido movimiento de sus ojos, que a
mí me provocaron la incómoda sensación de que era capaz de llegar
hasta el fondo de mi alma.

El autor del artículo era un periodista entrado en años llamado Jeffrey Stuarts; en
el caso de que tuviera alma, ella ni siquiera fue capaz de olisquearla. Hablaba
siempre en un tono de voz alto, como una violenta percusión parecida a la que
producen los guisantes secos contra un bol. Olía a loción para después del
afeitado Old Spice, con la que trataba en vano de disimular el olor a sudor y a
ambiciones frustradas. Aquel día era todo amabilidad.

Resulta casi inconcebible [sigue diciendo] que estos lienzos que cuelgan
de las paredes de esta galería de Malbry sean el trabajo, realizado sin
ayuda de nadie, de esta niña tan tímida. Y aun así, hay algo inquietante en
Emily White: sus pálidas manitas, que no paran de agitarse, como una
polilla, y su cabeza, ligeramente ladeada, como si estuviera escuchando
algo que el resto de nosotros no podemos oír.

A decir verdad, Emily sólo estaba aburrida.


—¿Es verdad —preguntó el periodista— que puedes ver la música?
Ella asintió obedientemente con la cabeza; detrás de él pudo oír la afelpada
risa del doctor Peacock elevándose entre la cháchara de la gente. Se preguntó
dónde estaría su padre; escuchó su voz y pudo oírla durante un segundo,
mezclada entre toda la cacofonía.
—Y todos estos cuadros…, ¿representan lo que ves?
Emily asintió de nuevo.
—Dime, Emily, ¿qué se siente?

Puede que esté exagerando un poco, pero creo que esta niña tiene algo
de un lienzo en blanco, una cualidad de otro mundo que cautiva y repele
al mismo tiempo. Y sus cuadros reflejan eso, como si, de alguna manera,
esta joven artista hubiera sido capaz de penetrar en otro plano de la
percepción.

¡Oh, por favor…! Sin embargo, el hombre estaba muy contento con su
aliteración. Y se dijeron muchas cosas parecidas: inevitablemente, se mencionó
a Rimbaud. La obra de Emily fue comparada con la de Münch y Van Gogh, y
llegó incluso a sugerirse que había experimentado lo que a Feather le gustaba
llamar canalización, que quería decir que, de alguna manera, había sintonizado
con alguna frecuencia de talento abierta (vinculada posiblemente a aristas
fallecidos hacía mucho tiempo) para llevar a cabo esos deslumbrantes cuadros.

A primera vista [escribe el señor Stuarts], todos sus lienzos parecen


abstractos. Son unos enormes y llamativos bloques de color, algunos de
una textura tan gruesa que casi parecen esculturas. Sin embargo, en ellos
hay otras influencias que difícilmente pueden ser casuales. El cuadro de
Emily White titulado Eroica recuerda al Guernica de Picasso; El
cumpleaños de Bach es tan complicado como un cuadro de Jackson
Pollock, Sonata de luz de luna estrellada tiene un parecido más que
pasajero con Van Gogh. ¿Es posible, como sugiere Graham Peacock, que
toda esta obra artística tenga su punto de referencia en el inconsciente
colectivo? ¿O acaso esta niña es un camino hacia algo que está más allá
de la sensibilidad del común de los mortales?

Se escribieron más cosas —muchas más— de este estilo. Una versión resumida
fue publicada en el Daily Mirror con este titular: los supersentidos de una niña
ciega. The Sun también se apuntó con algo muy parecido, en un artículo que
apareció junto a una foto de Sissy Spacek en la película Carrie. Poco después
salió un artículo más amplio en una revista llamada Aquarius Moon, junto a una
entrevista con Feather Dunne. Por entonces, la ley enda y a había nacido, y
aunque ese día en concreto aún no había ni rastro de los cuchillos que muy pronto
aparecerían en respuesta, creo que la atención la hizo sentirse incómoda. Emily
odiaba las multitudes, odiaba el ruido, y toda la gente que iba y venía, y sus voces
picoteándola como pollos hambrientos.
Ahora, el señor Stuarts estaba hablando con Feather; Emily podía oír su voz
gutural impregnada de pachuli diciendo algo acerca de hasta qué punto los niños
con capacidades diferentes solían ser a menudo anfitriones ideales para los
espíritus benévolos. A su izquierda se encontraba su madre, que, según pudo oír,
parecía estar un poco ebria: sus carcajadas, entre el humo y el ruido, eran
demasiado sonoras.
—Siempre supe que era una niña excepcional —oy ó decir Emily por encima
del parloteo—. ¿Quién sabe? Quizás sea el siguiente eslabón en la cadena
evolutiva. Uno de los niños del mañana.
Los niños del mañana. ¡Oh, esa expresión! Feather la utilizó en su entrevista de
Aquarius Moon (que y o sepa, puede que fuera ella misma quien la acuñara), y
por sí sola generó una docena de teorías que, afortunadamente, Emily
desconocía…, al menos hasta el colapso final.
Ahora sólo estaba nerviosa; se levantó de su silla y empezó a caminar hacia
la puerta abierta, guiándose con la fina pared mientras notaba el aire contra su
rostro, vuelto hacia abajo. Fuera hacía calor; podía sentir el sol del atardecer
contra los párpados y el perfume de las magnolias que le llegaba desde el parque
que había al otro lado de la calle.
Un olor blanco, decía la voz de su madre dentro de su cabeza. Una magnolia
blanca. A Emily le sonaba delicada y achocolatada, como un nocturno de
Chopin, como Cenicienta, un perfume mágico. El calor del interior de la galería,
en comparación, era opresivo; las voces de toda aquella gente —invitados,
académicos, periodistas, todos hablando a la vez y en voz muy alta—, acosándola
como un viento abrasador. Hasta entonces nunca había hecho una exposición. Se
sentó en las escaleras de la galería; había una reja de hierro y apoy ó su ardiente
mejilla contra su rugosa superficie y levantó el rostro hacia aquel olor blanco.
—Hola, Emily —dijo alguien.
Se volvió hacia el sonido de aquella voz masculina. Él estaba de pie, a unos
cuantos metros de distancia. Era un chico…, may or que ella, pensó; quizás
tuviera unos dieciséis años. Su voz sonaba extrañamente monótona y tensa, como
un instrumento tocado en un registro equivocado. En aquella voz, Emily percibió
prudencia mezclada con interés, y algo cercano a la hostilidad.
—¿Cómo te llamas?
—B. B. —repuso él.
—Ése no es un nombre —dijo Emily.
El encogimiento de hombros estaba implícito en su tono.
—Así es como me llaman en casa —contestó él.
Hubo una pausa bastante larga. Emily notó que él tenía ganas de hablar y se
dio cuenta de que la estaba mirando. Pensó que era mejor que preguntara lo que
fuera o que se marchara y la dejara en paz. El chico no hizo ni una cosa ni la
otra, sino que simplemente se quedó allí; abrió la boca y luego volvió a cerrarla
enseguida, como la puerta de una tienda en un día muy ajetreado.
—Ten cuidado —dijo ella.
Emily le oy ó apretar los dientes.
—Creía que eras ci…, ciega.
—Lo soy, pero te oigo perfectamente. Cuando abres la boca haces ruido; tu
respiración cambia…
Emily se apartó; de pronto, estaba impaciente. ¿Por qué se molestaba en dar
explicaciones? Aquel chico no era más que otro turista que estaba allí para ver al
fenómeno. Dentro de nada se armaría de valor y le preguntaría por los colores.
Cuando lo hizo, Emily tardó un momento en comprender lo que decía. El
tartamudeo que y a había percibido en su voz se había hecho más evidente; se dio
cuenta de que no era por los nervios, sino por algún conflicto que enmarañaba sus
palabras en un nudo que ni siquiera él era capaz de deshacer.
—¿Es verdad que puedes o…, o…, oír lo…, los co…, co…? —Emily podía
captar la frustración en su voz mientras se peleaba con las palabras—. ¿Es verdad
que puedes oír los co…, colores? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Entonces dime de qué color soy y o.
Emily sacudió la cabeza.
—No puedo explicarlo. Es una especie de sentido extra.
El muchacho se echó a reír. No era un sonido alegre.
—Malbry huele a mierda —dijo, muy deprisa y en un tono de voz plano—.
El doctor Peacock huele a chicle y el señor Pink al gas que usan los dentistas.
Emily se dio cuenta de que no había tartamudeado una vez había empezado
hablar; era la frase más larga que le había oído pronunciar hasta el momento.
—No lo entiendo —repuso ella, desconcertada.
—¿No sabes quién soy, verdad? —dijo él, con un deje de amargura—.
Siempre te observaba mientras jugabas o te sentabas en el co…, columpio del
salón…
Entonces cay ó en la cuenta.
—¿Eres tú? ¿Eres el Chico X?
Él guardó silencio un buen rato. Tal vez asintiera con la cabeza —la gente
olvida— y luego dijo:
—Sí, soy y o.
—Recuerdo haber oído hablar de ti —respondió ella. No quería que él supiera
que su madre pensaba que era un farsante—. ¿Adónde fuiste? Después de que el
doctor Peacock…
—No fui a ninguna parte. Vivimos en White City, en los límites de la ciudad.
Mi madre trabaja en el mer…, mercado, vendiendo fruta.
Se hizo un largo silencio. Esta vez no pudo oírle mientras se esforzaba por
hablar, aunque sí notó sus ojos posados en ella. Era incómodo; se sentía indignada
y, al mismo tiempo, un poco culpable.
—Odio la fruta —dijo él.
Hubo otro largo silencio, durante el cual ella cerró los ojos y deseó que aquel
chico se fuera. Su madre tenía razón, se dijo. Él no era como ella. Ni siquiera era
simpático. Y aun así…
—¿Y qué tal es eso?
Tenía que preguntarlo
—¿Qué? ¿Vender fruta?
—Eso… que haces. Lo de poder oler y saborear las palabras. No sé cómo se
llama.
Una vez más, hubo un largo silencio mientras él se esforzaba por explicarse.
—Yo no ha…, hago nada —contestó él, finalmente—. Es…, es algo que está
ahí, sin más. Igual que te ocurre a ti, supongo. Veo algo, oigo algo, y entonces
tengo una sensación. No me preguntes por qué. Es una cosa rara, y duele…
Otra pausa. En el interior de la galería, el vocerío había menguado; Emily
pensó que alguien estaría a punto de hablar.
—Tienes suerte —dijo B. B.—. Lo tuy o es un don que te hace ser especial.
De lo mío podría prescindir en cualquier momento. Duele; me dan jaquecas
aquí…
Le colocó una mano en la sien y la otra en la nuca. Entonces, ella notó que él
temblaba, como si realmente le doliera.
—Además, todo el mundo piensa que estás lo…, loco, o algo peor; piensan
que estás fingiendo para llamar la atención. Dime, ¿tú crees que soy un farsante?
Durante un segundo, ella titubeó.
—No lo sé…
Otra vez esa risa.
—Bueno, ahí lo tienes. —De pronto, la rabia contenida que Emily había
captado en su voz se llenó de un tremendo desánimo—. Al final, incluso yo pensé
que era un farsante. Y al doctor Peacock… no lo culpo. A ver, dicen que es un
don, pero ¿para qué sirve? El tuy o puedo entenderlo: eres ciega y ves los colores;
pintas la música. Es como un pu…, puñetero milagro. Pero ¿y el mío? Imagínate
lo que supone para mí, todos los dí…, días… —Ahora volvía a tartamudear—.
Algunos dí…, días me duele tanto que apenas puedo pensar, y ¿para qué? ¿De
qué sirve?
Él se calló, y Emily pudo oírle respirar entrecortadamente.
—Pensaba que tenía cura —dijo, al final—. Pensaba que si hacía las pruebas,
entonces el doctor Peacock encontraría una cura. Pero no hay nada que hacer.
Me ocurre en cualquier parte, con cualquier cosa: viendo la televisión, en el
cine… No hay escapatoria, no puedes huir de ello… De ellos…
—¿Te refieres a los olores?
Él hizo una pausa.
—Sí, de los olores.
—¿Y qué me dices de mí? —dijo Emily —. ¿Tengo algún olor?
—Claro que sí, Emily —repuso, y ahora ella captó el ligero atisbo de una
sonrisa en su voz—. Emily White huele a rosas. A esa rosa que crece en la pared
que hay en un extremo del jardín del doctor. Albertine, ése es su nombre. Así es
como huele tu nombre para mí.

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chicodeojosazules: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
Albertine: ¡Vay a, gracias…!
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Publicado el: martes, 12 de febrero, a las 04.29
Acceso: restringido
Estado de ánimo: bueno
Estoy escuchando: Genesis: « The Lady Lies»

Desde aquel momento, supe que ella era una farsante. A pesar de que aún no
había cumplido ocho años, y a era mucho más lista que el resto de la gente: los
responsables de su promoción en los medios de comunicación y los que pensaban
que la habían creado.
¿Y qué tal es eso? Eso… que haces.
Era muy hermosa, incluso en aquella época. Esa piel, como un helado de
vainilla; ese pelo tan suave y esos ojos de sibila. Una buena alimentación
conlleva una buena piel. Y su alimentación le caló hasta los huesos: la frente, las
mejillas, las muñecas y el cuello, una clavícula adorable… Sin embargo…
¿Y qué tal es eso? Eso… que haces.
Nunca me habría preguntado eso; no lo habría hecho de haber dicho la
verdad. Esas cosas que sentimos —las cosas que percibimos— están incrustadas
en nuestro interior, como una cuchilla que se clava en una pastilla de jabón: un
filo agudo e inexplicable, penetrante y a la vez hermoso.
Esa mentira que contó lo confirmaba; sin embargo, sabía que ella me
pertenecía. Éramos dos almas gemelas engañadas; ambos éramos malos para
siempre, malos de corazón. No tenía sentido preguntarle cuándo —o si— podría
volver a verla. Con una niña normal y a habría sido muy complicado concertar la
clase de encuentro clandestino que y o tenía en la mente, pero con esa niña ciega
que ahora era una celebridad no tenía ninguna posibilidad.
Fue entonces cuando empezaron los sueños. Nadie me había hablado nunca
de las hormonas, ni de lo que suponía crecer ni del sexo. Para ser una mujer con
tres hijos adolescentes, mi madre se había comportado con bastante mojigatería
con respecto al asunto, y cuando llegó el momento, aprendí la may oría de las
cosas a través de mis hermanos, una educación forjada en la calle que no me
preparó del todo para la magnitud de la experiencia.
Tardé en desarrollarme, pero aquella primavera me puse al día con una
venganza. Había crecido ocho centímetros, mi piel era más clara, y de pronto fui
consciente de mi cuerpo de una forma incómoda, de lo intenso de todas las
sensaciones —que parecían incluso más fuertes que hasta entonces—, hasta el
punto de que todas las mañanas me despertaba con una erección que en algunas
ocasiones tardaba horas en bajar.
Mis emociones se movían entre la may or de las desdichas y la euforia más
absurda; todos mis sentidos se agudizaban. Deseaba desesperadamente estar
enamorado, acariciar, besar, sentir, conocer…
Y por encima de todo estaban esos sueños. Eran sueños vívidos, explosivos y
apasionados que escribía en mi libreta azul, unos sueños que me llenaban de
vergüenza, de desesperación y de una terrible e inquietante sensación de
felicidad.
Unos meses atrás, Nigel me había dicho que pronto tendría que ocuparme de
hacer mi propia colada. Ahora entendía a qué se refería y seguí su consejo,
ventilando mi habitación y lavando mis sábanas tres veces por semana con la
esperanza de que se dispersara el olor a chivo. Mi madre nunca me dijo nada,
pero y o me daba cuenta de que su desaprobación iba a más, como si fuera culpa
mía el hecho de dejar atrás mi niñez.
Pensé que parecía una vieja, dura y agria como una manzana verde; tenía un
aire de desesperación cuando estábamos sentados a la mesa y me miraba,
diciéndome que me sentara y comiera bien, que no me encorvara, ¡por el amor
de Dios…!
Ante su insistencia, no abandoné la escuela y conseguí ocultar que me estaba
rezagando. Sin embargo, cuando se aproximaban los exámenes de Semana
Santa, iba mal en todas las asignaturas. Mi ortografía era horrible, las
matemáticas me daban dolor de cabeza, y cuanto más me esforzaba por
concentrarme, más jaquecas tenía, hasta el punto de que el hecho de ver el
uniforme colgado en la silla bastaba para provocármelas: tortura por asociación
de ideas.
No había nadie a quien pudiera pedir ay uda. Mis profesores —incluso los que
mostraban más buena disposición— se inclinaban a pensar que y o no estaba
hecho para estudiar. Apenas era capaz de explicarles la verdadera razón de mi
ansiedad; apenas era capaz de admitir ante ellos que temía la decepción de mi
madre.
Así pues, oculté lo que era evidente. Imité la firma de mi madre en unos
cuantos justificantes de ausencia. Oculté los boletines de calificaciones, mentí y
falsifiqué las notas finales. Sin embargo, ella debió sospechar algo, porque
empezó a investigar —debió de imaginarse que y o mentiría—, primero llamando
a la escuela para averiguar qué era lo que y o había dicho y luego concertando
una entrevista con mi tutora y con el jefe de estudios, mediante la cual se enteró
de que desde las Navidades y o apenas había asistido a clase debido a una larga
gripe que me había hecho perder los exámenes…
Recuerdo la noche de esa entrevista. Mi madre me había preparado mi plato
favorito —pollo frito con chile y una mazorca de maíz—, lo cual supongo que
debería de haberme alertado de que algo grave estaba por ocurrir. También
debería haberme dado cuenta de la ropa que llevaba —su vestido azul marino y
los zapatos de tacón de aguja—, pero supongo que y o me había vuelto
displicente. Nunca sospeché que estaba demasiado confiado y no advertí las
represalias que estaban a punto de caer sobre mí.
Quizás no presté la debida atención. Quizás había subestimado a mi madre. O
quizás alguien me había visto en el pueblo con mi cámara robada…
En cualquier caso, mi madre lo sabía. Lo sabía, me vigiló y se tomó su
tiempo; luego, después de haber hablado con el jefe de estudios y con mi tutora,
la señora Platt, volvió a casa vestida con la ropa que se había puesto para ir a la
entrevista, me preparó mi plato favorito, apagó la televisión, se metió en la
cocina (y o pensé que para lavar los platos) y entonces volvió sin hacer ruido, y lo
primero que me llegó fue el aroma de L’Heure Bleue y su voz junto a mi oído,
hablándome entre dientes…
—¡Tú, pequeño cabrón!
Al oírla, me volví bruscamente, y entonces fue cuando me golpeó. Me golpeó
con el plato de la cena, en toda la cara, y durante un segundo me quedé
paralizado por el impacto contra la ceja y el pómulo y la consternación del caos:
la grasa del pollo y los granos de maíz por todo el rostro y el pelo; me sentí más
consternado por eso que por el dolor o la sangre que rodaba por mis ojos,
tiñéndolo todo de un tono escarlata…
Aunque estaba medio aturdido, traté de apartarme; choqué contra el sofá con
la parte inferior de la espalda y sentí un dolor vidrioso que recorrió toda mi
espina dorsal. Volvió a golpearme, esta vez en la boca, y entonces se colocó
encima de mí y la emprendió a puñetazos y a bofetadas mientras me gritaba…
—¡Pequeño cabrón embustero! ¡Me has engañado, mal nacido!
Sé lo que estáis pensando, que podría haberme defendido. Con palabras, o con
los puños y los pies. Sin embargo, y o no contaba con ninguna palabra mágica. No
había ninguna falsa declaración de amor capaz de aplacar la furia de mi madre,
ni ninguna declaración de inocencia que pudiera detener aquella ola de violenta
ira.
Era aquella ira lo que me daba miedo —aquella cólera demente y balística
—, que era mucho peor que los puñetazos y las bofetadas, que el apestoso hedor
del complejo vitamínico que de algún modo era una parte horrible de todo
aquello, y que la forma en que me gritaba todas esas cosas al oído. Al final me
eché a llorar —¡Mamá! ¡Por favor, mamá!—, acurrucado en un rincón junto al
sofá, cubriéndome la cabeza con las manos y con sangre en los ojos, en la boca,
y con esa débil y temerosa palabra, como el indefenso llanto de un recién
nacido, interrumpiendo cada golpe, hasta que todo cambió de un color rojo
sangre a un azul oscuro y el arrebato llegó a su fin.
Luego, ella me dejó muy claro hasta qué punto la había defraudado. Sentado
en el sofá, apretándome la herida de la boca con un trapo y la de la ceja con
otro, escuché mi larga lista de crímenes, sollozando mientras se dictaba
sentencia.
—No voy a quitarte el ojo de encima, B. B.
Yo, espía. El ojo de mi madre, como el ojo de Dios. Lo sentía como un tatuaje
recién hecho, como un rasguño en la piel. A veces lo veo en mi imaginación:
tiene el color azul de un cardenal, de un hospital, de una vieja prisión. Me marca
de forma ineludible…, es la marca de mi madre, la marca de Caín, una marca
que nunca podrá ser borrada.
Sí, la había defraudado. En primer lugar, me dijo, con mis mentiras…, como
si diciendo la verdad me hubiera podido ahorrar todo aquello. Y luego con mis
numerosos fracasos: mi fracaso en destacar en la escuela, en ser un buen hijo, en
estar a la altura de lo que ella siempre había esperado de mí.
—¡Por favor, mamá!
Me dolían las costillas; poco después descubrí que tenía dos rotas. Mi nariz
también estaba rota: como podéis ver, no es totalmente recta, y si observáis
detenidamente mis labios, aún podréis ver las cicatrices, unas diminutas
cicatrices plateadas, como unos puntos de sutura.
—La culpa es sólo tuy a —me dijo, como si sólo me hubiera dado una simple
bofetada, un toque de atención—. ¿Y qué me dices de esa niña, eh?
La mentira salió de forma automática.
—¿Qué niña?
—No te hagas el tonto… —Me dedicó una avinagrada sonrisa, con los labios
apretados, y posó un dedo helado en mi espalda—. Sé lo que has estado haciendo.
Has estado siguiendo a esa niña.
¿Acaso la señora White había hablado con ella? ¿Habría registrado mi
habitación? ¿O es que alguna de sus amigas le habría dicho que me había visto
con una cámara?
Sea como fuere, lo sabía. Ella siempre lo descubre todo. Las fotografías de
Emily, la pintada en la puerta de la casa del doctor Peacock, las semanas que
llevaba haciendo novillos… Y la libreta azul, pensé de pronto, alarmado… ¿Es
posible que también la hubiese encontrado?
Me temblaban las manos.
—Bueno, ¿qué tienes que decir a todo eso?
No había forma de explicárselo.
—¡Por favor, ma…, mamá! Lo…, lo siento.
—¿Qué hay entre esa niña ciega y tú? ¿Qué es lo que habéis estado haciendo?
—Nada. Nada; de verdad, mamá. ¡Ni siquiera he ha…, hablado con ella!
Me dedicó una de sus gélidas sonrisas.
—Así que…, ¿nunca has hablado con ella? ¿Nunca? ¿Ni siquiera una vez… en
todo este tiempo?
—Sólo una vez. Una vez, delante de la galería de arte…
Mi madre entrecerró bruscamente los ojos; vi que levantaba la mano y supe
que iba a pegarme otra vez. Me resultaba insoportable pensar nuevamente en
esas violentas manos cerca de mi boca, por lo que me escabullí y dije lo primero
que me vino a la cabeza:
—Emily es un fra…, fraude. No oy e los colores; ni siquiera sabe qué son. Se
lo ha inventado todo… Eso fue lo que me dijo… y todo el mundo se a…,
aprovecha de ello…
A veces basta con una idea nueva para detener una fuerza devastadora. Mi
madre se quedó mirándome con los ojos entornados, como si tratara de ver a
través de las mentiras. Entonces, muy despacio, bajó la mano.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Que se lo inventa todo. Le dice a la gente lo que quiere oír, y la señora
White la incita a hacerlo…
El silencio la rodeó durante un momento. Me di cuenta de que la idea iba
calando en ella, ahuy entando su decepción y su ira.
—¿Fue ella quien te dijo eso? —preguntó, finalmente—. ¿Te dijo que se lo
inventaba todo?
Asentí con la cabeza, más seguro de mí mismo. Aunque seguían doliéndome
la boca y las costillas, noté, tras mi dolor, el sabor de la victoria. A pesar de lo que
creían mis hermanos, la improvisación siempre había sido uno de mis talentos, y
ahora lo empleaba para liberarme del terrible examen de mi madre.
Se lo conté todo. Le solté un rollo. Todo lo que se había publicado sobre el
caso Emily White: todos los rumores, todas las pullas, todas las invectivas. Todo
aquello empezó conmigo…, y, al igual que el puntito que hay en el interior de una
ostra y que se endurece hasta transformarse en una perla, creció, dio sus frutos y
fue cosechado.
Ya sabíais que y o era malo. Lo que aún no sabéis es hasta qué punto: hasta
qué punto diseñé la ruta hacia este último y fatal acto, hasta qué punto la pequeña
Emily White y y o nos convertimos en compañeros de viaje en este camino…
Este tortuoso camino hacia el asesinato.
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: miércoles, 13 de febrero, a las 08.37
Acceso: público
Estado de ánimo: abatido

El declive se inició justo en ese momento, la noche de aquella primera


exposición. Tardé algún tiempo en darme cuenta de ello, pero fue entonces
cuando el fenómeno Emily White empezó a dar un inquietante giro. Al principio
pareció tan sólo un murmullo, pero, sobre todo después del libro del doctor
Peacock, había cada vez más gente dispuesta a fijarse, a creer lo peor, a mostrar
su desprecio, a tener envidia o a burlarse.
En Francia, un país orgulloso de sus niños prodigio, L’Affaire Emily atrajo más
atención de lo normal. Uno de los primeros mecenas de Emily —un viejo amigo
que el doctor Peacock tenía en París— vendió algunos de sus cuadros en su
galería. Paris-Match se hizo eco de la historia, al igual que la revista alemana Bild
y todos los tabloides de Inglaterra…, por no mencionar la entrevista de Feather
en Aquarius Moon.
Sin embargo, entonces estalló el escándalo. El rápido declive. La publicidad
en la prensa. Menos de seis meses después de su flamante botadura, la carrera de
Emily y a se estaba y endo a pique.
Evidentemente, nunca lo vi venir. ¿Cómo podría haberlo sabido? No leía los
periódicos ni las revistas, y los rumores y chismorreos pasaban de largo. En el
caso de que algo flotara en el aire, y o estaba demasiado abstraída como para
darme cuenta de ello; estaba tan metida en mi mascarada que apenas era
consciente de lo que estaba ocurriendo. Papá sí lo sabía —lo había sabido desde
el principio—, pero no fue capaz de detener la avalancha. Se hicieron
acusaciones. Se iniciaron investigaciones. La prensa estaba llena de noticias
contradictorias, iba a publicarse un libro e incluso pensaban rodar una película…,
aunque había algo que sí estaba claro para todo el mundo. La burbuja había
explotado y el milagro se había desvanecido. El fenómeno Emily White había
llegado a su fin. Así pues, sin nada que perder, al igual que el niño del cuento que
se extravía en medio de la nieve, papá y y o nos esfumamos sin dejar rastro.
Al principio fue igual que unas vacaciones. Sólo hasta que nos hayamos
recuperado. Hubo un sinfín de bed & breakfasts. Panceta para desay unar, el
canto de los pájaros al amanecer y sábanas limpias en camas extrañas y
estrechas. Papá me dijo que eran unas vacaciones lejos de Malbry, y durante las
primeras semanas le creí, siguiéndole como una dócil oveja, hasta que al final
acabamos en un pueblo pequeño y remoto de la frontera escocesa, donde nadie,
me dijo él, nos reconocería.
Sé que debe sonar terrible, pero eché de menos a mi madre. Sin embargo,
tener a mi padre sólo para mí era un placer tan poco habitual que tenía la
sensación de que Malbry y mi antigua vida eran algo que le había ocurrido hacía
mucho tiempo a otra persona, a una niña muy distinta de mí. Y cuando por fin
comprendí que algo iba mal, que papá estaba perdiendo poco a poco la cordura,
que nunca se recuperaría, lo protegí lo mejor que pude, hasta que finalmente
vinieron a por nosotros.
Él siempre había sido un hombre tranquilo, pero ahora era víctima de una
depresión. Al principio pensé que era por la soledad y me esforcé por
compensarlo. No obstante, a medida que iba pasando el tiempo, él se volvió más
reservado y más excéntrico; estaba tan pendiente de su música que se olvidaba
de comer y de dormir, contaba siempre las mismas historias, tocaba las mismas
piezas en el piano del salón o las escuchaba en el viejo tocadiscos: Para Elisa,
Claro de luna y, por supuesto, la Sinfonía fantástica de Berlioz y sobre todo « La
marcha del cadalso» . Mientras él se sumía en el silencio, y o hacía todo lo posible
por cuidar de él.
Dieciocho meses después, tuvo su primer ataque de apoplejía. Dijeron que
fue una suerte que y o estuviera allí, que lo encontrara cuando lo hice. El médico
dijo que fue leve, porque sólo le afectó al habla y a la mano izquierda. La gente
parecía no comprender lo importante que eran las manos para papá…, que me
hablaba con ellas cuando no era capaz de expresarse con palabras.
Sin embargo, así fue como acabó nuestra huida. Finalmente, el mundo nos
había descubierto. Nos llevaron a distintos lugares: a papá, a un centro médico
cerca de Malbry, y a mí a otro centro, donde aguanté durante los seis años
siguientes sin ser consciente en ningún momento de que alguien estaba pagando
las facturas, de que alguien estaba cuidando de nosotros y de que el doctor
Peacock nos había localizado.
Más adelante supe que habían mantenido correspondencia: el doctor Peacock
hizo repetidos intentos por establecer contacto con papá, pero él se negó a
responderle. ¿Por qué se preocupaba el doctor Peacock? Quizás fuera porque se
sentía culpable, por lealtad hacia un viejo amigo o por compasión hacia una niña
que había sufrido una tragedia.
En cualquier caso, era él quien pagaba las facturas y nos vigilaba de lejos
mientras nuestra casa seguía estando vacía, abandonada y descuidada, envuelta
como un regalo no deseado, llena de recuerdos hasta el techo.
Cumplí dieciocho años y encontré mi lugar. Aquí, en el centro de Malbry : un
diminuto cubículo en un cuarto piso, con un salón-dormitorio, una cocina
americana y un baño con baldosas hasta media altura que olía a humedad. Iba a
visitar al doctor Peacock todas las semanas…, aunque a veces ni siquiera sabía
quién era. Y aunque durante un tiempo pensé que me reconocerían, por fin lo
comprendí. A nadie le importaba Emily White. La gente ni siquiera la recordaba.
No obstante, nada se va para siempre. Nada acaba realmente del todo. A
pesar de toda la seguridad y amor que Nigel me dio, ahora me doy cuenta —un
poco tarde— de que lo único que conseguí al seguirle fue sustituir una jaula
dorada por unos cuantos de barrotes.
Pero ahora, finalmente, me he librado de todos ellos: de mis padres, del
doctor, de Nigel. Así pues, ¿quién soy ahora? ¿Adónde voy ? ¿Cuántos más deben
morir antes de poder librarme de Emily ?

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Muy conmovedor, Albertine. A veces me hago la misma
pregunta…
Cuarta parte

Humo
1

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Publicado el: miércoles, 13 de febrero, a las 15.06
Acceso: restringido
Estado de ánimo: tranquilo
Estoy escuchando: Voltaire: « Blue-ey ed Matador»

Hoy dormí hasta bien entrado el mediodía. Le dije a mamá que me había
tomado un día libre en el trabajo. No suelo dormir demasiado, pero últimamente
la media es de sólo dos o tres horas por noche, y el último quid pro quo con
Albertine debe de haberme agotado más de lo que y o creía. Aun así, mereció la
pena, ¿no os parece? Después de veinte años de silencio, de repente quiere hablar.
En realidad, no puedo decir que la culpo. En general, resucitar a los muertos
siempre ha tenido serias consecuencias. En su caso, inevitablemente, los
periódicos acudirán en manadas. El dinero, el asesinato y la locura siempre
comportan grandes reportajes. ¿Será capaz de sobrevivir a ello o seguirá
escondiéndose aquí, aceptando tácita y furtivamente un pasado que nunca
ocurrió?
Después de ducharme y vestirme, me dirigí al encuentro de Albertine. En el
café Pink Zebra, en Mill Road: ahí es adonde va cuando siente la necesidad de ser
otra persona. Eran las seis. Estaba sentada en la barra, sola, tomando una taza de
chocolate caliente y un bollo de canela. Vi que debajo del abrigo rojo llevaba
puesto un vestido azul celeste.
Albertine de azul, pensé. Puede que hoy sea mi día de suerte.
—¿Puedo sentarme contigo?
Se llevó un susto al escuchar mi voz.
—Si prefieres no hablar, te prometo que no diré ni una palabra, pero este
chocolate caliente tiene muy buena pinta y …
—No, por favor. Me gustaría que te quedaras…
El dolor siempre imprime en su rostro una especie de desnudez emocional.
Me tendió la mano y se la cogí. Sentí un escalofrío, un temblor que recorrió todo
mi cuerpo, desde la planta de los pies hasta la raíz de mis cabellos.
Me pregunto si ella sintió lo mismo. Tenía las y emas de los dedos ligeramente
frías; noté que su mano, muy pequeña, no estaba firme cuando tocó la mía.
Tiene algo de infantil, una especie de pasiva aceptación que Nigel debió
interpretar como vulnerabilidad. Por supuesto, y o sé que no es eso; sin embargo,
como ella y a debe saber, soy un caso especial.
—Gracias.
Me senté a su lado y pedí un Earl Grey y el pastel con más calorías que
tenían. No había comido nada desde hacía veinticuatro horas y de repente estaba
muy hambriento.
—¿Pastel de merengue con limón? —preguntó, sonriendo—. Al parecer, es tu
favorito.
Me comí el pastel y ella se tomó su chocolate caliente, aunque no probó el
bollo de canela. El acto de comer hace que un hombre parezca extrañamente
inofensivo; depone todas sus armas con un único propósito.
—¿Qué tal lo llevas? —dije, después de terminarme el pastel.
—No quiero hablar de eso —repuso ella.
Al menos no fingió que no sabía a qué me refería. Unos pocos días más y y a
no tendrá elección. Lo único que hacía falta es que llegara una palabra a la
prensa y la historia saldría a la luz, le gustara o no.
—Lo siento, Albertine —contesté.
—Todo ha terminado, B. B. Lo he dejado atrás.
Bueno, eso era mentira. Nadie deja nada atrás: la rueda sigue girando, eso es
todo, y crea la sensación de velocidad. Por dentro, somos unos canallas que
avanzan desesperadamente hacia un horizonte pintado de azul que siempre queda
lejos.
—Pues qué suerte la tuy a por haberlo dejado atrás. Al menos, estar muerto
permite seguir adelante.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó ella.
—Bueno, evidentemente, todo el mundo está de parte de la víctima. Lo
merezca o no, todos lloran en cuanto está muerta y enterrada. Pero ¿qué hay del
resto de nosotros, de los que tenemos nuestros propios problemas? Estar muerto
es muy sencillo; incluso mis hermanos lo consiguieron. Sin embargo, vivir con
sentimiento de culpa es muy distinto. No es fácil ser el malo…
—¿Es eso lo que eres? —dijo, en un tono de voz muy suave.
—Creo que ambos lo hemos comprobado.
La sombra de una sonrisa cruzó su rostro, como una nube pasajera en un día
de verano.
—¿Qué ocurrió entre Nigel y tú? —preguntó—. Él no solía hablar mucho de
ti.
¿En serio? Bien.
—¿Acaso importa eso ahora?
—Sólo quiero entenderlo. ¿Qué pasaba entre vosotros dos?
Me encogí de hombros.
—Teníamos problemas.
—¿Acaso no los tenemos todos?
Al escuchar eso me eché a reír.
—Nuestros problemas eran diferentes. Toda nuestra familia era diferente.
Durante un momento, sus ojos se movieron. Tenía unos ojos muy hermosos,
azules como en un cuento de hadas, con motas doradas. En comparación, los
míos parecen grises; fríos, según dicen, y cambiantes.
—Nigel no me contó demasiadas cosas sobre los miembros de su familia —
dijo ella, cogiendo la taza de chocolate y llevándosela a los labios.
—Como dije, no estábamos muy unidos.
—No era eso. Sé cómo son las familias. De alguna forma, él no podía
alejarse de la suy a. Como si hubiera algo que le retuviese aquí…
—Sería mamá —le dije.
—Pero Nigel odiaba a su madre… —Hizo una pausa—. Disculpa. Sé que
sientes devoción por ella.
—¿Eso fue lo que te dijo?
Mi voz sonó seca.
—Sólo di por sentado que… En fin…, convives con ella.
—Hay gente que convive con el cáncer —repuse.
Albertine apenas suele sonreír. Creo que le cuesta entender esos ligeros
cambios faciales, la diferencia entre una sonrisa y un ceño fruncido o una mueca
de dolor. Y no es que su cara sea inexpresiva, pero las convenciones sociales no
están hechas para ella y no expresa lo que no siente.
—Entonces, ¿por qué sigues con ella? —dijo, finalmente—. ¿Por qué no te
vas, como hizo Nigel?
—¿Irse? —Solté una carcajada—. Nigel no se fue. Acabó a medio kilómetro
de casa. Y con la vecina, ni más ni menos. ¿Crees que a eso se le puede llamar
irse? Pero claro, tú no eres ninguna experta. Ambos acabasteis en la misma
alcantarilla, pero al menos Nigel contemplaba las estrellas.
Guardó silencio durante tanto tiempo que me pregunté si no habría ido
demasiado lejos. Sin embargo, es más fuerte de lo que aparenta.
—Lo siento —dije—. ¿He sido demasiado directo?
—Creo que preferiría que te fueras.
Dejó la taza de chocolate sobre la barra. Capté la tensión de su voz; aunque
aún la controlaba, estaba a punto de ir a más.
Me quedé donde estaba.
—Lo siento —dije—, pero Nigel no era ningún inocente. Estaba jugando
contigo. Él sabía quién eras, quién habías sido. Y sabía que cuando el doctor
Peacock muriera conseguiría un billete para largarse de aquí.
—¡Estás mintiendo!
—No, esta vez no —dije.
—Nigel odiaba a los mentirosos —dijo—. Ésa era la razón de que te odiara.
¡Ay! Eso ha sido muy cruel, Albertine.
—No, él me odiaba porque y o era el favorito de mamá. Siempre tuvo celos
de mí. Si y o quería una cosa, él también tenía que tenerla. Quizás fuera por eso
por lo que te quiso a ti. Y también el dinero del doctor Peacock, por supuesto. —
Me quedé mirando el bollo de canela que aún no había probado—. ¿No piensas
comerte eso?
Ella me ignoró.
—No te creo. Nigel nunca me habría mentido. Era la persona más franca que
he conocido jamás. Por eso lo quería.
—¿Que lo querías? Tú nunca lo quisiste. Lo que querías era ser otra persona.
—Pegué un mordisco al bollo de canela—. En cuanto a Nigel…, quién sabe…
Puede que quisiera contarte la verdad. Tal vez pensaba que necesitabas tiempo o
disfrutaba de la sensación de poder que eso le daba sobre ti…
—¿Cómo?
—¡Oh, por favor! No seas hipócrita. Hay hombres que disfrutan ejerciendo
el control. Mi hermano era un obseso del control… y tenía genio, por supuesto.
Un genio incontrolable. Estoy seguro de que tú lo debes saber.
—Nigel era un buen hombre —dijo, en voz baja.
—Qué va.
—¡Sí! ¡Era bueno!
Ahora, su voz llenaba el aire de irregulares siluetas verdes y grises. Sabía que
muy pronto desprenderían aquel olor, pero dejé que el silencio siguiera su curso.
—Siéntate. Sólo un momento —dije, guiando sus manos hasta mi cara.
Por un momento se resistió. Tal vez era un gesto demasiado íntimo. Sin
embargo, debió cambiar de opinión, porque entonces cerró los ojos y posó las
manos sobre mi rostro; lo examinó con las y emas de los dedos, desde la frente
hasta la barbilla, deteniéndose en los puntos que hay bajo el ojo izquierdo, la
cicatriz de la mejilla, el corte del labio, la nariz rota…
—¿Fue Nigel quien te hizo todo esto? —preguntó, con un hilo de voz.
—¿A ti qué te parece?
Entonces volvió a abrir los ojos. ¡Dios, qué hermosos eran! En ellos y a no
había dolor, ni rabia, ni amor. Sólo belleza, pura e inocente.
—Nigel era inestable; siempre lo fue —dije—. Supongo que te lo contaría.
¿Te contó que era propenso a los arrebatos de violencia? ¿Que mató a su
hermano, ni más ni menos?
Ella se estremeció.
—Por supuesto que me lo contó. Me dijo que fue un accidente.
—Pero te lo contaría todo, ¿no?
—Tuvo una pelea hace más de veinte años, pero eso no le convierte en un
asesino.
—¡Oh, por favor! —la interrumpí—. ¿Qué importa cuándo ocurriera? La
gente no cambia; eso es una ley enda. No hay ningún camino a Damasco ni
redención posible. Ni siquiera el amor de una mujer buena, en el caso de que tal
cosa exista, es capaz de limpiar la sangre de las manos de un asesino.
—¡Basta y a! —Le temblaban las manos—. ¿No podemos dejar eso? ¿No
podemos olvidarnos por una vez del pasado?
¿El pasado? No me vengas con ésas, Albertine. Tú y todo el mundo debería
entender que el pasado nunca se olvida. Lo arrastramos con nosotros a todas
partes, como una lata atada al rabo de un perro. Querer dejarlo atrás sólo
provoca más problemas hasta que uno se vuelve loco.
—Nunca te lo contó, ¿verdad? ¿Nunca te contó lo que ocurrió aquel día?
—No, por favor. Déjame en paz.
Por su tono de voz diría que ese día y a me había dado todo lo que era capaz
de darme. De hecho, fue mucho mejor de lo que y o esperaba, y, además, la
parte esencial de un juego consiste siempre en saber cuándo hay que dejarlo.
Pagué la cuenta con un billete de veinte libras, que dejé debajo del plato. Ella no
me dijo nada, ni siquiera levantó los ojos cuando me despedí y me fui. Cuando
abrí la puerta para salir, la última imagen que vi de ella fue una fugaz nota de
color cuando cogió el abrigo rojo que colgaba de la barra y la medialuna de su
perfil, eclipsado detrás de la pantalla de sus manos abiertas…
La verdad duele, ¿no es así, Albertine? Las mentiras son mucho más seguras.
Sin embargo, los asesinos forman parte de nuestra familia, y Nigel no era
ninguna excepción. Además, ¿quién habría pensado que ese joven tan agradable
pudiera haber hecho algo tan terrible? ¿Y quién habría pensado que una pequeña
mentira podría desembocar en un asesinato?
2

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Publicado el: miércoles, 13 de febrero, a las 23.25
Acceso: restringido
Estado de ánimo: compungido
Estoy escuchando: Freddie Mercury : « The Great Pretender»

Dijeron que fue un accidente. Una rotura de cráneo, como consecuencia de una
caída por las escaleras. Ni siquiera fue desde las escaleras principales, sino desde
los seis peldaños de piedra que hay frente a la entrada. Se cay ó de la rampa que
y o había construido, o tal vez fuera porque trató de ponerse en pie, como hacía
algunas veces; ponerse milagrosamente en pie y caminar por el césped envuelto
en la niebla, como Jesús sobre las aguas.
Eso fue hace unas tres semanas. Desde entonces han pasado muchas cosas: la
muerte de mi hermano, la pérdida de mi empleo, mi conversación con Albertine.
Pero no creáis que lo he olvidado. Yo siempre pensaba en el doctor Peacock. Era
lo bastante viejo como para que le hubieran olvidado todos aquellos a quienes
conoció; lo bastante viejo como para haber sobrevivido a su fama, incluso a su
notoriedad. Un viejo patético, medio ciego y confuso, que contaba las mismas
historias una y otra vez y que apenas reconocía mi cara…
Me mencionó en su testamento, ¿sabéis? Irónico, ¿no? Figuro al final de la
lista, en otros. Supongo que un hombre capaz de dejar treinta mil libras al refugio
de animales que cuidaba de sus perros bien puede permitirse un par de miles
para el tipo que limpiaba su casa, preparaba sus papillas de viejo y le paseaba
por el jardín en su silla de ruedas.
Un par de miles de libras. Un poco menos, después de impuestos. No es lo
bastante como para considerarlo un móvil. Sin embargo, es agradable ser, si no
exactamente reconocido, sí al menos gratificado por todo lo que hice por él, por
mi incansable buena disposición, por mi honestidad…
¿Se acordaría de mi décimo cumpleaños? ¿De la vela en el pastelito helado?
Supongo que no…, ¿por qué iba a importarle? Yo no era nadie; no significaba
nada para él. Si ese día había conseguido sobrevivir en su dañada memoria, lo
habría hecho como el día que enterró al pobre y viejo Rover, o Bowser, o Jock, o
cualquiera que fuera el nombre de ese perro. Engañarme a mí mismo, pensar
que y o le importaba, que le importaba chicodeojosazules, es ridículo. Para él, y o
era tan sólo un proy ecto, no era ni siquiera el número estrella del espectáculo. Y
aun así, no puedo dejar de preguntarme si…
¿Conocía a su asesino? ¿Intentó pedir ay uda? ¿O fue todo demasiado confuso
para él, un montón de imágenes fragmentadas? Personalmente, me gusta creer
que, al final, lo comprendió. Que mientras se moría, recuperó la conciencia el
tiempo suficiente para saber cómo se estaba muriendo y por qué. No todo el
mundo consigue entenderlo ni goza de ese privilegio. Sin embargo, quiero pensar
que él sí lo tuvo, y que lo último que vio, la imagen que le siguió hasta la
eternidad, era un rostro familiar, un par de ojos más que conocidos…
Evidentemente, la Policía se presentó en casa. Fue Eleanor Vine quien los
llevó hasta aquí, aunque no tengo ni idea de cómo descubrió que y o trabajaba en
la mansión. Para ser una mujer que se pasa la may or parte del tiempo encerrada
en su casa, fregando los suelos, parecía tener un extraño don para revelar los más
embarazosos secretos. En este caso, sin embargo, me di cuenta, bastante aliviado,
de que sólo conocía parte de la verdad: estaba al corriente de que y o trabajaba
para el doctor Peacock, pero no de mi trabajo en el hospital, aunque puede que
por entonces y a sospechara algo y sólo habría sido cuestión de tiempo que lo
descubriera.
¿Acaso pensaba que y o estaba implicado en el asunto? En el caso de que así
fuera, se quedaría muy decepcionada. No sacaron las esposas, no hubo ningún
interrogatorio ni ningún desplazamiento hasta la comisaría de Policía. Incluso las
preguntas que me hicieron fueron cansinas. Después de todo, no había ninguna
señal de violencia. La víctima sólo había sufrido una caída. La muerte —la
muerte accidental— de un anciano (aunque alguna vez hubiera sido famoso)
apenas levantaba sospechas.
Mi madre se lo tomó muy mal. No porque pensara que y o hubiese podido
matar al doctor Peacock, sino por el hecho de que hubiera estado en su casa, que
hubiera estado trabajando en esa casa durante dieciocho meses sin que ella ni
siquiera lo sospechara… Y, lo que era aún peor, que Eleanor se hubiese
enterado…
—¿Cómo has podido? —me preguntó, cuando se hubo ido la Policía—. ¿Cómo
pudiste pisar de nuevo esa casa después de todo lo ocurrido?
No tenía sentido negarlo. Sin embargo, como sabe muy bien cualquier
embustero experimentado, una verdad a medias puede ocultar un montón de
mentiras. De modo que lo admití. No tenía otra elección. Tenía que aceptar otro
trabajo; formaba parte del plan de pacientes externos del hospital. El hecho de
que me hubiera tocado ese caso en particular era mera coincidencia.
—Podrías haber tratado de evitarlo.
—No es tan fácil, mamá…
Y entonces me pegó, justo en la boca. Uno de sus anillos me hizo un corte en
el labio. Probablemente la turmalina. Sabía a Campari con soda con un toque de
sangre y aluminio.
Turmalina. Torre. Maligna. Suena como un lugar de encarcelamiento, una
torre maldita de un cuento de Perrault, y su olor es el mismo que el de St.
Oswald: un hedor a desinfectante, a polvo, a cera, a col, a tiza y a chicos.
—No te atrevas a ser condescendiente conmigo. No creas que no sé lo que
estás tramando.
Mi madre tiene un sexto sentido. Siempre sabe cuándo he hecho algo malo y
cuándo estoy pensando hacerlo.
—Querías verlo, ¿no es así? ¡Después de todo lo que nos hizo! Querías su
maldita aprobación.
Su pie, calzado con un zapato de tacón, empezó a golpear la pata del sofá con
un ritmo rápido e irregular. El sonido me secó la garganta, y su hedor vegetal
bastó para provocarme una arcada.
—Por favor, mamá.
—¿No es así?
—Por favor, mamá, no es culpa mía…
Es increíblemente rápida con las manos. Estaba esperando un segundo golpe,
y aun así me pilló por sorpresa y me lanzó contra la pared. El aparador de los
perros de porcelana se movió, pero no cay ó nada.
—Entonces, dime, ¿de quién es la culpa, pedazo de cabrón?
Me llevé una mano al corte del labio. Sabía que ni siquiera había empezado;
su rostro era casi inexpresivo, pero su voz estaba tan cargada como una batería.
Di un paso en dirección al aparador; imaginé que no se arriesgaría a hacer nada
estando tan cerca de sus perros de porcelana.
Cuando esté muerta, pensé, voy a sacar estos malditos perros al patio de atrás
y voy a machacarlos con mis botas de cuero.
Se dio cuenta de que los estaba mirando.
—¡Ven aquí, B. B.!
Lo que me imaginaba, me dije. Me quería lejos del aparador. Vi que había
comprado una figurita nueva, un espécimen oriental. Extendí la mano y la apoy é
delicadamente contra el cristal.
—¡No hagas eso! —exclamó—. Vas a dejar tus huellas ahí.
Sabía que quería volver a pegarme, pero no lo hizo —no en aquel momento—
por los perros. De todas formas, no podía quedarme allí todo el día. Me volví
hacia la puerta del salón, esperando poder subir las escaleras hasta mi habitación,
pero ella agarró el pomo y, apoy ando una mano en mi espalda, me estampó la
puerta contra la cara…
Después de eso, todo fue muy fácil. Una vez en el suelo, sus pies hicieron el
resto, esos pies con sus malditos zapatos de tacón. Cuando hubo acabado, y o
estaba sollozando y tenía el rostro cubierto de cortes y rasguños.
—¡Mírate! —dijo mi madre, una vez concluido el violento arrebato, aunque
aún con un atisbo de impaciencia, como si todo aquello fuera algo que me
hubiera hecho y o mismo, como si hubiese sido un accidente—. Estás hecho un
desastre. ¿A qué estabas jugando?
Era consciente de que no tenía sentido tratar de explicárselo. La experiencia
me ha enseñado que cuando mi madre se pone así, es mejor quedarse callado y
esperar lo mejor. Luego, ella llena esos vacíos con alguna historia más o menos
plausible: una caída por las escaleras, un accidente… O puede que esta vez lo que
ocurrió fue que me atracaron o me golpearon al volver del trabajo. Debería
saberlo; y a había ocurrido antes. Esas pequeñas lagunas en su memoria son cada
vez más frecuentes, sobre todo desde la muerte de mi hermano.
Me examiné las costillas; no parecía que tuviera ninguna rota. Sin embargo,
me dolía la espalda en la zona donde me había pateado, y tenía un corte muy
profundo en la ceja, allí donde me había golpeado la puerta. La parte delantera
de mi camisa estaba manchada de sangre y noté que estaba a punto de sufrir uno
de mis dolores de cabeza cuando unos arpegios de una luz coloreada empezaron
a enturbiar mi visión.
—Supongo que necesitarás que te den unos puntos —dijo mi madre—. Como
si hoy y a no hubiese tenido bastante. En fin. —Dejó escapar un suspiro—. Los
chicos son así, siempre se meten en líos. Has tenido suerte de que estuviera aquí,
¿eh? Te acompañaré al hospital.

Vale, mentí, y no me siento orgulloso de ello. No fue Nigel sino mi madre quien
me dejó la cara como un mapa. Gloria Green: un metro y medio de altura, con
zapatos, sesenta y nueve años y con la constitución de un pájaro…
Estarás bien enseguida, cariño, dijo la enfermera con el pelo teñido de rosa
mientras me curaba. ¡Zorra estúpida! Como si le importara. Para ella y o era tan
sólo un paciente. Paciente. Penitente. Dos palabras que huelen a cítrico verde y
pinchan como un montón de agujas. Y he sido tan paciente, mamá, tan paciente
durante tanto tiempo…
Después de eso tuve que dejar mi trabajo. Demasiadas preguntas,
demasiadas mentiras, demasiadas trampas en las que caer. Después de haber
descubierto un subterfugio, mi madre podría haberme investigado fácilmente y
haber sacado a la luz la farsa de los últimos veinte años…
De todas formas, es una solución a corto plazo. Mis planes a largo plazo
siguen siendo los mismos. Disfruta de tus perros de porcelana, mamá. Disfruta de
ellos mientras puedas…
Supongo que debería estar satisfecho conmigo mismo. Me salgo con la mía
con el asesinato. Una sonrisa, un beso y … ¡Epa! ¡Todos desaparecen!, como si se
tratara de un hechizo maligno. ¿No me creéis? Investigad, examinadme desde
todos los ángulos. Buscad espejos ocultos, compartimentos secretos, ases bajo la
manga. Os prometo que estoy totalmente limpio. Y, aun así, va a ocurrir, mamá.
Ya verás como te estalla en la cara.
Eso era lo que pensaba mientras estaba echado en la camilla del hospital;
pensaba en todos esos perros de porcelana y en cómo iba a convertirlos en polvo
un minuto —un segundo— después de que mamá estuviera muerta. En cuanto
dejé que esa idea tomara forma fuera del reconfortante refugio de la ficción, fue
casi como si una bomba atómica hubiera estallado dentro de mi cabeza,
estrujándome y retorciéndome como un trapo húmedo y agarrotándome la
mandíbula en un silencioso grito…
—Lo siento, cariño. ¿Te ha dolido?
La enfermera de pelo rosa cruzó brevemente mi conciencia, como un banco
de peces tropicales.
—Tiene unos horribles dolores de cabeza —dijo mi madre—. No te
preocupes. Sólo es estrés.
—Puedo decirle al médico que le recete algo…
—No, no te molestes. Ya se le pasará.

Eso fue hace alrededor de tres semanas. Olvidados, y casi perdonados, los puntos
se cay eron y ahora las magulladuras están cambiando de color: del púrpura y el
azul han pasado a una paleta de óleos amarillos y verdes. El dolor de cabeza
tardó tres días en desaparecer, durante los cuales mamá me preparó sopa y me
estuvo vigilando junto a mi cama mientras y o temblaba y gemía. Creo que no
dije nada en voz alta. Incluso mientras deliraba, creo que fui lo bastante listo
como para no hacerlo. En cualquier caso, a finales de semana, las cosas
volvieron de nuevo a la normalidad, y chicodeojosazules estaba, aunque no
totalmente recuperado, sí de vuelta en la red para realizar otro hechizo.
Mientras tanto, en el otro lado…
Eleanor Vine está enferma. Está ingresada en el hospital desde el sábado
pasado y lleva una máscara de oxígeno. Un shock tóxico, según Terri, o puede
que algún tipo de alergia. No puedo decir que me sorprenda mucho, con todas las
pastillas que se toma Eleanor, al parecer sin orden ni concierto; algún día tenía
que ocurrirle algo. Aun así, es una extraña coincidencia que un relato de ficción
colgado en mi Wejay se hay a convertido en realidad hasta ese punto. De todas
formas, no es la primera vez que pasa; es casi como si, gracias a alguna clase de
vudú, hubiese adquirido la capacidad para borrar del mapa a toda la gente que
me lastima o me amenaza. Una vuelta de tuerca y … ¡zas! ¡Borrados!
Si fuera así de sencillo… Si sólo fuera cuestión de formular un deseo,
entonces todos mis problemas se habrían solucionado hace más de veinte años.
Todo empezó con la libreta azul —ese catálogo con mis sueños y esperanzas— y
luego continuó en el ciberespacio, con mi WeJay y badsguyrock. Pero,
evidentemente, es mera ficción. Y a pesar de que en mi relato de ficción hubiera
podido tratarse de Catherine White —o Eleanor Vine o Graham Peacock, o
cualquiera de esos parásitos—, en mi cabeza está tan sólo un rostro: un rostro
maltrecho y ensangrentado, golpeado hasta la muerte, estrangulado con la
cuerda de un piano, electrocutado en la bañera, envenenado, ahogado,
decapitado, muerto de mil formas distintas.
Un rostro. Un nombre.
Es imperdonable, lo sé. Desear la muerte de mi madre así…, con ansias, de
la misma manera que puede apetecer un refresco muy frío en un día muy
caluroso, esperando con el corazón desbocado el ruido de la llave en la puerta,
con la esperanza de que hoy sea ese día…
Los accidentes ocurren con mucha facilidad. Una fuga después de un
atropello, una caída por las escaleras, un aleatorio acto de violencia… Y luego
están las enfermedades. A los sesenta y nueve años, ella y a es vieja. Tiene las
manos agarrotadas por la artritis y la tensión muy alta. En la familia ha habido
casos de cáncer: su propia madre murió a los cincuenta y cinco. Y la casa está
llena de virtuales peligros: enchufes eléctricos sobrecargados, alfombras que
patinan, macetas que se sostienen en precario equilibrio en la repisa de la ventana
de su dormitorio… Los accidentes ocurren a todas horas, aunque no, al parecer,
en el caso de Gloria Green. Eso basta para que uno se desespere.
Y aun así, no pierdo la esperanza. La esperanza, el más malicioso de todos los
demonios que hay en la pequeña caja de Pandora, llena de trampas…
3

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Publicado el: jueves, 14 de febrero, a las 09.55
Acceso: restringido
Estado de ánimo: romántico
Estoy escuchando: Boomtown Rats: « I Never Loved Eva Braun»

Hoy es 14 de febrero, día de San Valentín, y el amor, el amor verdadero, flota en


el aire. Ése es el motivo por el que he dejado un paquete al lado del aparador de
los perros de porcelana, junto a las chocolatinas y las flores. No, no son rosas,
gracias a Dios, ni siquiera orquídeas, sino un bonito ramo, lo bastante vistoso para
ser caro, aunque no tanto como para que resulte vulgar.
La tarjeta también la he elegido cuidadosamente: nada de chistes, ni de
insinuaciones sexuales ni de promesas de amor eterno. Mamá me conoce muy
bien. Lo que importa es el gesto, la sensación de triunfo que experimentará en su
próxima salida con —por ejemplo— Maureen, Eleanor o Adèle, cuy o hijo vive
en Londres y raramente la llama por teléfono.
Mi madre y y o no nos engañamos. Sin embargo, el juego continúa. Lo
venimos jugando desde hace muchísimo tiempo; es un juego que requiere sigilo
y estrategia. Tanto ella como y o hemos ganado y perdido. No obstante, ahora se
ha presentado la oportunidad de adueñarse del terreno de juego…, y ésa es la
razón de que en estos momentos no pueda permitirme el lujo de correr riesgos
innecesarios. Ella y a sospecha demasiado de mí. Además, es muy inestable,
cada vez más. Ya lo pasé bastante mal cuando estaban mis hermanos, pero ahora
sólo quedo y o, el último, y ella me tiene como si fuera uno de sus perros de
porcelana, exhibiéndome desde todos los ángulos…
Se muestra sorprendida por los regalos y la tarjeta. Eso también forma parte
del juego. Si no hubiera sido San Valentín, ella no hubiera hecho ningún
comentario, pero al cabo de unos días habría habido consecuencias. Así pues,
hay que respetar las convenciones, seguir la corriente y acordarse de las
apuestas. Ésa es la razón por la que he hecho esto desde siempre, evidentemente,
y le he dado al diablo lo que se le debe.
Mis amigos virtuales también se han acordado de mí. Hay seis tarjetas
virtuales de San Valentín, muchas fotos y banners, incluido uno de Clair
esperando verme pronto, dice, y deseándome que este año encuentre el amor…
Vay a, muy tierno de tu parte, ClairDeLune. Yo también lo espero. Sin
embargo, hoy tienes otras preocupaciones, entre ellas el correo electrónico que
mandaste a Angel Blue desde tu cuenta de hotmail con un mensaje de amor
eterno, así como la pequeña sorpresa que le fue entregada en su domicilio de
Nueva York.
Sabía que esa contraseña me sería útil. La he cambiado: antes era
clairquiereaangel y ahora clairodiaaangie (Angie es la mujer de Angel Blue). Es
cruel, lo sé. Puede causar dolor. Sin embargo, a medida que nos adentramos
juntos en esta nueva etapa, me siento cada vez más impaciente por el tiempo que
he pasado lejos de mi principal objetivo. Ya no necesito mi ejército de ratones.
Sus chirridos se han vuelto tediosos, aunque en su momento fuera divertido. Los
necesitaba para sostener este sitio, para llenar mi trampa virtual, para alimentar
mi planta carnívora.
No obstante, ahora que Albertine y y o estamos accediendo a la fase final del
juego, lo último que quiero es que ella pierda el tiempo. El tiempo debe ser para
concentrarse en lo que realmente importa, para llegar a un tête-à-tête…
Por eso, desde hoy, badguysrock se ha convertido en nuestro campo de
batalla privado. Sitio en construcción, dice, lo cual debe mantener alejados a la
may oría de nuestros visitantes mientras envío mis personales deseos para San
Valentín a los más insistentes.
El de Clair y a sabéis cuál es. El de Chry ssie es distinto: es un reto dietético —
¡Pierde 5 kilos en tan sólo 3 días!—, una gota en el océano para ella, por
supuesto, aunque debería mantenerla lejos de mí por un tiempo.
En cuanto a Cap, un insulto a su nombre en el foro, seguido de un correo
electrónico invitándole a encontrarse con un amigo en un determinado lugar, a
una hora concreta, en uno de los distritos menos recomendables de Manhattan…
Y, mientras tanto, ¿qué hay de Albertine? Espero no haberla disgustado
demasiado. Es muy sensible, por supuesto; lo ocurrido recientemente debe de
haberla conmocionado. No contesta al teléfono, lo cual significa que está
filtrando las llamadas. Y puede que justamente hoy le falte energía, porque es un
día en que todo el país celebra una fiesta que, aunque sea a través del más
enfermizo montaje comercial, pretende honrar el amor verdadero…
Sin embargo, no me imagino a Nigel como uno de ésos. Es difícil imaginarse
a un torturador infantil como la clase de persona que compraría un ramo de rosas
rojas, o que prepararía una lista de canciones de amor o que le mandaría a una
chica una tarjeta de San Valentín.
Aun así, tal vez lo fuera. ¿Quién sabe? Puede que lo ocultara. Sin duda alguna,
de pequeño era bastante taciturno… Se pasaba horas solo en su habitación,
estudiando sus mapas celestes, escribiendo poesía y escuchando música rock.
Nigel Winter, el poeta. En fin… A simple vista, nadie lo hubiera dicho. Sin
embargo, encontré algunos de sus poemas en el fondo de un cajón de su armario,
entre un montón de ropa negra. Era un cuaderno Moleskine, ligeramente raído,
del color de mi hermano.
Robé el cuaderno, no pude evitarlo. Abandoné la escena del crimen para
estudiarlo tranquilamente. De entrada, Nigel no se dio cuenta, y luego, cuando
vio que no estaba, debió de pensar que había un montón de sitios donde podía
haber dejado su pequeño y discreto cuaderno negro: debajo del colchón, de la
cama o del pliegue de una alfombra. Yo me hice el inocente mientras le veía
recorriendo sigilosamente toda la casa, pero y o había puesto a buen recaudo el
cuaderno dentro de una caja, en el garaje. Nigel nunca nos dijo lo que estaba
buscando, aunque la sombra de la sospecha cruzó su cara cuando nos preguntó,
indirectamente y con extraña circunspección.
—¿Has estado tocando mis cosas? —dijo.
—¿Por qué? ¿Has perdido algo?
Nigel me miró fijamente.
—¿Y bien?
Dudó un momento.
—No.
Yo me encogí de hombros, aunque me reía por dentro. Fuera lo que fuera lo
que contenía ese cuaderno, pensé, debe de ser muy importante. Sin embargo, en
vez de atraer la atención hacia algo que era evidente que quería ocultar, mi
hermano fingió indiferencia, con la esperanza de que su cuaderno se hubiera
perdido para siempre en algún lugar donde nadie lo encontrara…
Ya. En cuanto pude, lo saqué de su escondite. A simple vista, parecía un
cuaderno de astronomía, pero entre los dibujos, las listas de planetas observados,
estrellas fugaces y eclipses de luna, encontré algo más: un diario como el mío,
pero en verso…

En la delicada curva de tu espalda


y tu cuello… mis dedos trazan
una peligrosa línea.

¿Poesía? ¿Nigel? Seguí ley endo con avidez. Nigel, el poeta. Parecía un chiste. Sin
embargo, mi hermano estaba lleno de contradicciones y era casi tan prudente
como y o; descubrí que detrás de su apariencia hosca se escondían algunas
sorpresas.
La primera de ellas fue que le gustaban los haikus, esos pequeños poemas sin
rima aparentemente sencillos de tan sólo diecisiete sílabas. Como mucho habría
esperado que Nigel escribiera versos sensibleros y altisonantes, sonetos de
espantoso ritmo, horribles poemas de versos libres…
La segunda sorpresa fue enterarme de que estaba enamorado…, desesperada
y apasionadamente enamorado. Era algo que duraba desde hacía meses…, en
realidad, desde que se había comprado el telescopio, un pasatiempo que le
proporcionaba la excusa perfecta para entrar y salir de casa cuando le viniera en
gana.
Eso, por sí solo, y a resultaba bastante divertido. Nunca hubiera pensado que
Nigel fuera un romántico. Sin embargo, la tercera sorpresa fue la may or de
todas… Acabó de un plumazo con mi regocijo y consiguió que mi corazón
empezara a latir muy deprisa, presa del miedo.
Volví a repasar de nuevo el cuaderno, con los dedos repentinamente fríos y
entumecidos; noté un sabor químico y a algodón en la boca. Evidentemente,
siempre había sabido que el hecho de ser descubierto en posesión del cuaderno
de Nigel podía tener serias consecuencias. Sin embargo, mientras seguía ley endo
comprendí el enorme riesgo que corría. Porque aquellas páginas eran mucho
más comprometedoras que una simple recopilación de poemas y garabatos. Y si
Nigel sospechaba que era y o quien se lo había robado, recibiría algo más que una
paliza. Si alguien se enteraba alguna vez de lo que y o había descubierto…
Mi hermano me mataría.
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Publicado el: jueves, 14 de febrero, a las 21.30
Acceso: restringido
Estado de ánimo: desilusionado
Estoy escuchando: Blondie: « Picture This»

De momento no ha llegado ningún mensaje de San Valentín de parte de


Albertine. Me pregunto si él la quería. ¿Se acostarían uno junto al otro en la
cama? ¿Rodearía él despreocupadamente sus hombros con el brazo, mientras ella
apretaba su rostro contra la curva de su cuello? ¿Se despertaría con ella a su lado
y se daría cuenta de la suerte que tenía? ¿Se olvidaría él a veces de quién era y
pensaría que con el amor que sentía por ella podría llegar a ser otro algún día?
Sin embargo, el amor es un animal traicionero, un ilusionista por naturaleza
capaz de hacer que un pobre hombre se sienta rey por un día, de transformar lo
más volátil en un dechado de estabilidad, de conseguir un apoy o para el débil, un
escudo para el desprotegido… hasta que todo se desvanece.
Al final cay ó. Sabía que lo haría. Mi antiguo torturador, el que solía obligarme
a comer arañas, había sido finalmente, fatalmente, víctima del amor. Y lo había
sido con la candidata menos pensada, en uno de esos azarosos encuentros que ni
siquiera y o habría sido capaz de prever.

En la delicada curva de tu espalda


y tu cuello…

Supongo que se habría podido decir que era atractiva. No era mi tipo en absoluto,
por supuesto, pero Nigel siempre había sido retorcido, y el chico que había
pasado toda su infancia tratando de escapar de una mujer may or cay ó de cuatro
patas en las garras de otra. Se llamaba Tricia Goldblum y mamá había trabajado
para ella. Era una mujer elegante de cincuenta y pocos años, una rubia glacial
que tenía un aire de indefensión que la hacía irresistible. Como suele decirse,
sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad? Además, supongo que se sentiría
halagada. La señora Azul Eléctrico se había divorciado de su marido y estaba
libre para satisfacer su inclinación por los chicos jóvenes y guapos.
¿Os suena? Siempre recomiendan que escribas sobre lo que conoces, y la
ficción es una torre de cristal construida a partir de un millón de pequeñas
verdades, de granos de arena cristalizados para forjar una única y
resplandeciente mentira…
Nunca llegó a conocerla cuando mamá trabajaba para ella, aunque tal vez
coincidiera con ella en una o dos ocasiones en un café o en alguna tienda de la
ciudad. Sin embargo, nunca tuvo ningún motivo para hablar con ella o para
comprenderla como y o lo hice. Y en cuanto a ese día en el mercado, ese día que
y o recordaba tan bien…
Por lo que y o sé, Nigel no se acordaba de nada. Puede que ésa fuera la razón
de que la eligiera… La señora Robinson de Malbry, cuy a furtiva colección de
hombres jóvenes empaña su reputación, tiñéndola no de azul sino de escarlata a
los ojos de gente como Catherine White, Eleanor Vine y la más sentenciosa de
todas esas mujeres, Gloria Green.
Por aquel entonces, a Nigel eso le daba igual. Nigel se había enamorado. No
obstante, la señora Goldblum valoraba la discreción. Al principio, mantuvieron en
secreto su relación, y era ella quien imponía las reglas. De todas formas, el diario
de Nigel bastaba para que y o me enterara de todo: lo ingeniosa que había sido
ella para atraparle; incluso su afición a los juguetes sexuales estaba allí, entre
haikus y mapas celestes.
Evidentemente, mi primer impulso fue el de contárselo a mi madre, que
odiaba a la señora Goldblum desde que nos había dejado tirados. Sin embargo,
entonces me convencí de que Nigel me mataría. Conocía su temperamento y
supuse que, si estaba enamorado, Nigel, igual que en una guerra, sería capaz de
cualquier cosa.
Así pues, decidí mantener oculto mi descubrimiento hasta que me fuera útil.
Nunca se lo conté a mi madre y nunca lo mencioné a nadie, ni siquiera
indirectamente. Guardé el secreto para mí, como si fuera un fajo de billetes
robados que nunca podría gastar sin incriminarme.
Pero de momento vamos a dejar ese asunto; y a nos ocuparemos de ello en su
momento. Basta con decir que, a medida que fue pasando el tiempo, el cuaderno
Moleskine dejó clara su utilidad. Y entonces me di cuenta de lo fácil que sería,
con la ay uda de los accesorios adecuados, tender una trampa que, esperaba, me
hiciera libre…
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Publicado el: jueves, 14 de febrero, a las 22.15
Acceso: restringido
Estado de ánimo: malévolo
Estoy escuchando: Pulp: « I Spy »

Cuando Nigel salió de la cárcel esperé que, ahora que volvía a estar libre, lo
intentara de nuevo, que rehiciera su vida para poder hacer todas esas cosas que
siempre había planeado, que aprovechara la oportunidad que se le había
presentado y se fuera. Sin embargo, Nigel era imprevisible; era más retorcido de
lo normal y buscaba exactamente lo contrario de lo que uno esperaba. Algo
había cambiado en mi hermano. No se trataba de algo que pudiera cuantificarse,
pero y o era capaz de verlo. Igual que un barco en el mar de los Sargazos, estaba
encallado, enredado consigo mismo, consumido por esa planta carnívora que era
Malbry y por mamá.
¡Oh, por supuesto! Mamá. A pesar de todo, volvió…, no a casa, aunque sí a
Malbry. Al lado de mamá. La verdad es que no tenía nada. Sus amigos se habían
ido y todo cuanto le quedaba era su familia.
Por aquel entonces, mi hermano tenía veinticinco años. No tenía dinero, ni
planes ni trabajo. Estaba medicándose para recuperar la estabilidad, aunque mi
hermano no era precisamente estable. Además, me culpaba de lo que le había
ocurrido —me culpaba injusta pero obstinadamente—, a pesar de que incluso un
loco como Nigel debería haber sido capaz de ver que no era culpa mía que
hubiese cometido un asesinato…
Evidentemente, todo esto no ocurrió de golpe. Sin embargo, y o jamás le
había caído bien a Nigel, y ahora menos que nunca. Supongo que tendría una
buena razón. A sus ojos, debía de parecerle un triunfador. En aquella época y o
estaba estudiando —o eso era lo que él creía— en la Escuela Politécnica de
Malbry, aunque un año antes la habían ascendido a la categoría de universidad,
para satisfacción de mi madre. Aún seguía teniendo dinero gracias a mi trabajo a
tiempo parcial en la tienda de material eléctrico, porque mientras estudiaba,
mamá dejaba que me quedara con todo el sueldo. El caso Emily White había
llegado a su fin, y mamá y y o seguimos con nuestras vidas.
A simple vista, Nigel no había cambiado demasiado. Llevaba el pelo más
largo y a veces parecía grasiento. Se había hecho un tatuaje nuevo en el brazo:
un carácter chino, el símbolo del valor, en negro. Estaba más delgado y parecía
más bajo, como si una parte de su cuerpo se hubiera gastado, como la punta de
una goma de borrar. Sin embargo, seguía vistiendo siempre de negro y le seguían
gustando las mujeres, como siempre, aunque, por lo que sé, nunca salía con la
misma más de dos semanas, como si quisiera controlarse, como si en cierto
modo le diera miedo que la rabia que le había llevado a matar a un hombre
pudiera volver a cebarse algún día en otra persona.
Al principio no tenía ningún contacto con mamá. No era de sorprender,
teniendo en cuenta lo que había hecho. Se instaló en un apartamento de la ciudad,
encontró un trabajo y durante los años siguientes vivió solo… Seguramente no
era feliz, aunque sí era libre.
Y entonces, no sé cómo, ella volvió a pescarle. Esa libertad había sido tan sólo
una ilusión. Un día llegué a casa y le encontré allí, sentado en el salón, con
mamá; parecía un muerto, y eso, junto con esa ligera schadenfreude, me hizo
sentir invadido por una sensación de fatalidad.
Nadie puede escapar a la planta carnívora. Ni Nigel, ni y o ni nadie.
En realidad, no fue un verdadero acercamiento, pero durante los siguientes
dieciocho años, más o menos, vimos a Nigel tres o cuatro veces al año: por
Navidad, por el aniversario de mamá, por Semana Santa y por mi cumpleaños…
Cuando venía, se sentaba en el salón, siempre en el mismo sitio, y se quedaba
mirando fijamente los perros de porcelana… Evidentemente, ella había hecho
arreglar la figurita de Mal y ahora había otra muy parecida, un cachorro
durmiendo.
Cada vez que Nigel venía a vernos se quedaba mirando fijamente esos
malditos perros de porcelana y se tomaba un té en las tazas que mamá sacaba
para las visitas, mientras ella le contaba lo mucho que había recaudado la iglesia
ese año y que había que podar el seto. El domingo por la noche, cada dos
semanas, llamaba a las ocho y media en punto (la hora en que terminaban los
culebrones que veía mamá) y hablaba con ella; el resto del tiempo, trataba de
dar sentido a lo que quedaba de su vida con terapias y Prozac, trabajando durante
el día y pasando las noches en su apartamento, contemplando las estrellas, que
cada vez parecían más remotas, o bien recorriendo las calles en su Toy ota negro,
esperando encontrar a alguien, esperando algo…
Y entonces apareció Albertine. Ella nunca debería haber estado allí,
evidentemente. Ella no tenía nada que ver con ese nuevo café de extraño
nombre, el Pink Zebra, con su olor gaseoso y soporífero y sus colores de escuela
primaria. Y, evidentemente, tampoco tenía nada que ver con Nigel, que por
entonces y a no debería haber estado allí, aunque ella impidió su huida.
Tal vez debí pararlo todo en aquel momento. Yo sabía que ella era peligrosa.
Sin embargo, Nigel y a se la había llevado a su casa, como quien rescata del frío
a un gato callejero. Nigel dijo que estaba enamorado. Huelga decir que tuvo que
desaparecer…
A pesar de que parecía un accidente, todos sabemos que no lo fue. Yo lo
engullí, del mismo modo que había engullido a Mal y a todos mis hermanos. Los
engullí como si fueran el complejo vitamínico… Uno, dos, tres, ¡y ya no estaban!
Puede que el sabor sea amargo, pero la victoria es más dulce que una rosa de
verano…
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: jueves, 14 de febrero, a las 23.25
Acceso: público
Estado de ánimo: barroco
Estoy escuchando: The Rolling Stones: « Paint It Black»

Vamos a llamarlo señor Azul de Medianoche. Es un hombre con genio y con


secretos. Ella cree que es un poeta y un amante, un hombre tierno con la cabeza
llena de estrellas. Sin embargo, la verdad es que ella está viviendo una fantasía.
Una fantasía en la que dos almas perdidas pueden encontrarse por casualidad y
salvarse mutuamente a través del amor verdadero…
¡Qué gracia! ¡Pobre muchacha! En realidad, su hombre es un loco con las
manos manchadas de sangre, un cobarde, un matón arrogante. Y lo que es más:
aunque ella piensa que él la ha elegido, lo cierto es que ella ha sido elegida para
él.
¿No creéis que tal cosa sea posible? Las personas son tan sólo cartas, como y a
sabéis. Escoge una carta; cualquiera. El truco consiste en hacerle creer al
interesado que la carta que ha elegido era la que quería elegir, su particular reina
de picas…
Él conduce un Toy ota negro. Lo utiliza para recorrer las calles, como solía
hacer en el pasado. Sigue crey endo en ello, igual que antes y después…, como si
un cataclismo fuera capaz de cambiar la órbita de la vida de un hombre, como
dos planetas que, tras colisionar, siguen dos tray ectoria distintas.
Evidentemente, eso no posible. No hay forma de engañar al destino. Su
crimen se ha convertido en una parte de él, como la forma de su cara y la
cicatriz de la mano que recorre la línea del corazón, la única marca que hay en
su cuerpo de ese espantoso momento. Un corte superficial que se curó enseguida,
y no como su víctima, un pobre desgraciado que murió la noche siguiente a
causa de una fractura craneal.
Sin embargo, evidentemente, el señor Azul de Medianoche no se considera un
asesino. Él dice que fue un accidente, un altercado que se le fue de las manos.
Dice que él nunca quiso hacerlo, como si eso pudiera resucitar a los muertos,
como si hubiera alguna diferencia en el hecho de que actuó impulsivamente, de
que cometió un error, de que sólo tenía veintiún años…
Su abogado le crey ó. Citó su estado mental, inestable; dijo que el hecho se
produjo en circunstancias especiales y finalmente intentó conseguir un veredicto
por muerte accidental. Una palabra moteada, mitad roja y mitad negra, que en
mi opinión huele claramente a pescado y suena casi como un hombre: Miss
Adventure [14] , como el Chico x, como un cómic de aventuras…
¿Puede una sentencia compensar la pérdida de una vida humana? Lo siento;
no quería hacerlo. Eso sólo son excusas pronunciadas entre sollozos. Cinco años
de condena —la may or parte de ellos cumplidos entre las confortables paredes
acolchadas del pabellón de un centro psiquiátrico— liberaron al señor Azul de
Medianoche de su deuda con la sociedad, aunque eso no significa que se curara o
que no mereciera morir…
Por eso lo maté, amigo lector. No tenía otra elección. Ese Toy ota negro era
demasiado seductor. Y en esa ocasión me apetecía algo poético, algo que sellara
la muerte de la víctima con una última y triunfal fanfarria.
Debajo del salpicadero hay un reproductor de CD; le gusta escuchar música
mientras conduce. Al señor Azul de Medianoche le van los grupos ruidosos, la
música rock. Le gusta escuchar a un volumen muy alto las letras y el rasgueo de
las guitarras; le gusta que el sonido del bajo le perfore los tímpanos y que
retumbe en su bajo vientre, como si allí hubiera algo que aún siguiera con vida.
Algunos dirían que, a su edad, y a debería haber bajado el volumen; sin
embargo, el señor Azul de Medianoche sabe que la rebeldía es algo que nace de
la experiencia, una lección que se aprende a fuerza de escarmentar, algo propio
de adolescentes. El señor Azul de Medianoche siempre ha sido un existencialista
obsesionado con la mortalidad, descargando en el resto de la humanidad el hecho
de que iba a morir.
La aportación de chicodeojosazules es un pequeño bote de cristal colocado
debajo del asiento. Todo lo demás es cosa del señor Azul de Medianoche, porque
es él quien sube el volumen, enciende la calefacción y conduce hacia casa,
como de costumbre, siguiendo la ruta habitual, a la velocidad de siempre. Dentro
del bote de cristal, abierto, una avispa, perezosamente, emprende su camino
hacia la libertad.
¿Una avispa?, me diréis. ¿En esa época del año? Sí, es posible encontrarlas. A
menudo, bajo el tejado hay algunos nidos que han quedado del verano y donde
los insectos se quedan aletargados, esperando a que suba la temperatura para
salir volando. No es muy difícil llegar hasta allí, sacar a una de su celda, meterla
en un bote de cristal y esperar…
El interior del coche empieza calentarse. Muy despacio, el insecto vuelve a la
vida entre un estruendo de sintetizadores y guitarras. Se arrastra hacia la fuente
de calor; su aguijón empieza a reaccionar, siguiendo el ritmo del bajo y la
batería. El señor Azul de Medianoche no la oy e ni ve cómo asciende por la parte
trasera del asiento hasta la ventana, donde despliega lentamente sus alas y
empieza a zumbar contra el cristal…
Dos minutos después, la avispa está al acecho. Finalmente, la combinación de
música, calor y luz la ha despertado del todo. Emprende el vuelo durante un
momento, choca contra el cristal, rebota y, tenaz, lo intenta de nuevo. Luego se
dirige hacia el parabrisas, justo en el momento en que el señor Azul de
Medianoche llega al cruce, conduciendo con su impaciencia habitual,
maldiciendo a los demás conductores y la calle mientras golpea el salpicadero
para aplacar su frustración…
Entonces ve la avispa y, de forma instintiva, levanta una mano ante su cara.
El insecto, captando el movimiento, se acerca un poco más. El señor Azul de
Medianoche la espanta, manteniendo una mano en el volante. Sin embargo, la
avispa no tiene adónde ir. Vuela de nuevo en dirección al parabrisas y zumba;
está enfadada. El señor Azul de Medianoche, presa del pánico, forcejea
torpemente con los mandos de la ventana. No los encuentra, se equivoca, sube el
volumen y …
¡Zas! El volumen pasa de estar simplemente alto a convertirse en un
estruendoso zumbido de decibelios, en un repentino cataclismo sonoro que le
arranca el volante de las manos y lo hace girar espásticamente, y mientras el
señor Azul de Medianoche trata de recuperar el control, frena entre las dos calles
y los neumáticos chillan silenciosamente al chocar contra el arcén y contra un
muro de guitarras…
Me gusta creer que pensó en mí. Justo en aquel momento, cuando su cabeza
se estrelló contra el parabrisas; me gusta pensar que vio algo más que las estrellas
que aparecen en la viñeta de un cómic o la sombra de la Parca. Me gustaría
creer que vio una cara familiar, que en el fugaz momento de su muerte supo
quién le había matado y por qué.
No obstante, puede que no lo hiciera. Esas cosas son muy efímeras. Además,
el señor Azul de Medianoche murió en el acto, o como mucho unos segundos
después del impacto, porque el coche se incendió, y todo lo que había en su
interior se quemó.
Bueno…, puede que la avispa saliera con vida.
Ni siquiera llegó a picarle.

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Capitanmataconejos: ¡¡¡Ha vuelto!!!
Toxic69: ¡Estás fatal!
chrysalisbaby: bien, bien.
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine? ¿Eres tú?
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine?
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Publicado el: viernes, 15 de febrero, a las 22.46
Acceso: restringido
Estado de ánimo: despierto

Él afirma que es tan sólo un relato de ficción, que nunca ha matado a nadie. Y,
aun así, ahí están… sus confesiones ficticias. Demasiado íntimas para ser falsas y
demasiado horribles para ser reales; la otra cara del día de San Valentín, tarjetas
de muerte.
Sólo es un relato de ficción, ¿verdad? ¿Cómo podría ser otra cosa? Esta vida
virtual es muy segura, está a salvo de la realidad. Todos esos amigos virtuales
también están a salvo, protegidos detrás de su pantalla y la alfombrilla del ratón.
Nadie espera encontrar la verdad en esos mundos que nos construimos. Nadie
espera sentir nada a través de un cristal.
Sin embargo, chicodeojosazules consigue dar forma a la verdad para servir a
sus intenciones. Y con la gente hace lo mismo: les da cuerda como si fueran un
juguete para que se estrellen contra…
¿Una pared? ¿Camiones articulados en una calle con mucho tráfico?
Por eso lo maté, amigo lector. ¡Qué palabras más peligrosas! ¿Qué se supone
que debo hacer con ellas? ¿De verdad cree lo que me dice o sólo está tratando de
volverme loca? Nigel tenía un Toy ota negro. Y sé cómo conducía y que les tenía
miedo a las avispas; sabía cuáles eran sus canciones favoritas y que tenía un
reproductor de CD debajo del salpicadero. Sin embargo, lo que más recuerdo es
lo preocupado que le dejó esa carta y que salió corriendo para ir a casa de su
madre para hablar con su hermano y …
Chicodeojosazules había estado intentando localizarme durante todo el día. En
mi bandeja de entrada tengo cinco correos electrónicos suy os sin abrir. Me
pregunto qué quiere de mí. ¿Una confesión? ¿Una mentira? ¿Una declaración de
amor?
Bueno, pues esta vez no voy a reaccionar, porque eso es lo que él quiere. Una
conversación. Ya ha jugado a este juego en muchas ocasiones. Él reconoce que
es un manipulador. He visto lo que ha hecho con Chry ssie y con Claire. Le gusta
torturarlas psicológicamente, obligarlas a hablar. Aun así, Chry ssie está
enamorada de él, Claire piensa que puede curarle, Cap quiere ser él, y en cuanto
a mí…
¿Qué quieres de mí, chicodeojosazules? ¿Qué clase de reacción esperas?
¿Enfado? ¿Desdén? ¿Confusión? ¿Angustia? ¿O puede que sea algo más que eso,
una especie de declaración por tu parte? ¿Podría ser que, después de contemplar
el mundo a través de una pantalla desde hace tanto tiempo, deseas
desesperadamente que por fin te vean?

El Zebra cierra a las diez. Siempre soy la última en salir. Lo he encontrado fuera,
esperándome, bajo los árboles.
—¿Te acompaño hasta tu casa? —preguntó chicodeojosazules.
Yo lo ignoré, pero él me siguió. Podía oír sus pasos detrás de mí, igual que en
otras tantas ocasiones.
—Lo siento, Albertine —dijo—. Está claro que no debería de haber colgado
ese relato. Pero como no contestabas a mis correos electrónicos…
—Me da igual lo que escribas —repuse.
—Ésa es la idea, Albertine.
Caminamos en silencio durante un rato.
—¿Te he contado alguna vez que colecciono orquídeas?
—No.
—Algún día me gustaría enseñártelas. La Zygopetalum tiene una fragancia
muy especial; su olor puede impregnar toda una habitación. Tal vez podría
regalarte una, a modo de disculpa…
Me encogí de hombros.
—Las plantas que tengo en casa nunca sobreviven.
—Y tus amigos tampoco —respondió él.
—La muerte de Nigel fue un accidente.
—Por supuesto que fue un accidente. Igual que la muerte del doctor Peacock
y la de Eleanor Vine…
Noté que mi corazón daba un enfermizo vuelco.
—¿No lo sabías? —Él parecía sorprendido—. Eleanor falleció la otra noche.
Falleció. ¡Qué palabra más rara! Ahora y a es un fiambre. La pobre Terri debe
de estar destrozada.
Seguimos caminando en silencio y cruzamos el semáforo de Mill Road,
escuchando a los árboles mientras cobraban vida gracias al viento. Este año no ha
nevado; en realidad, el clima es extrañamente templado y el aire es pesado,
como si se aproximara una tormenta. Pasamos junto al jardín de infancia, que
estaba en silencio, y luego frente a la panadería, cerrada, y el puesto de comidas,
con su olor a ajo frito, ñame y chile.
Al final nos detuvimos ante a la puerta del jardín. Fue un momento casi
amistoso: víctima y depredador frente a frente, lo bastante cerca el uno del otro
para poder tocarse.
—¿Aún puedes hacerlo? —dije, finalmente—. Ya sabes… eso…, eso que
haces.
Él soltó una breve y aguda carcajada.
—No se trata de una facultad que acabes perdiendo —contestó—. En
realidad, cada vez me resulta más fácil.
—Como el asesinato —dije.
Él volvió a reírse.
Busqué el pestillo de la puerta. A mi alrededor, el aire, pesado, olía a tierra
mojada y a hojas podridas. Me esforcé para mantener la calma, pero sentí que
me escabullía, convirtiéndome en otra persona, como hago siempre que él me
mira.
—¿No piensas invitarme a entrar? Muy prudente. La gente podría murmurar.
—Tal vez en otra ocasión —dije.
—Cuando quieras, Albertine.
Mientras nos dirigíamos hacia la entrada de la casa noté que me estaba
observando; sentí sus ojos fijos en la nuca cuando estaba buscando las llaves.
Cuando me observan, siempre lo percibo. La gente se delata. Estaba demasiado
callado, demasiado quieto para estar haciendo algo más que mirar fijamente.
—Sé que estás ahí —dije, sin darme la vuelta.
Chicodeojosazules no dijo nada.
Estuve tentada de invitarle a entrar, aunque sólo fuera para comprobar su
reacción. Él piensa que le tengo miedo, aunque, en realidad, es él quien me teme
a mí. Es como un chiquillo jugando con una avispa atrapada en un bote: está
fascinando, aunque tiene mucho miedo de que en un momento dado el insecto se
escape y decida vengarse. Cuesta creer que algo tan pequeño provoque tanta
angustia, ¿no? Y, aun así, a Nigel también le daban miedo las avispas. Pensaréis
que es extraño que algo tan diminuto pueda causarle pánico a un hombre: un
bicho peludo, un zumbido de alas armado tan sólo con un aguijón que provoca un
poco de escozor.
Tú crees que no veo cómo estás jugando conmigo. Bueno, pues puede que sí
lo vea, y más de lo que crees. Veo el odio que te tienes a ti mismo y tu miedo. Y,
sobre todo, veo lo que deseas en lo más secreto y profundo de tu corazón. Sin
embargo, lo que deseas y lo que necesitas no son necesariamente lo mismo. El
deseo y la compulsión son dos cosas muy distintas.
Sé que sigues ahí fuera, observándome. Casi puedo oír tu corazón: sé que
ahora mismo late muy deprisa, como el de un animal que ha caído en una
trampa. En fin, sé lo que es eso. Tener que fingir que soy otra persona, vivir a
todas horas sintiendo miedo al pasado. He vivido así durante más de veinte años,
deseando que me dejaran en paz…
No obstante, ahora estoy lista para asomarme al mundo. Algo está a punto de
surgir por fin de esta crisálida disecada… De modo que, si eres tan culpable
como dices ser, será mejor que salgas huy endo mientras aún estés a tiempo.
Huy e como la rata indefensa que eres. Huy e tan deprisa y tan lejos como
puedas…
Huy e para salvar tu vida, chicodeojosazules.
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Estás visitando el diario virtual de chicodeojosazules.


Publicado el: sábado, 16 de febrero, a las 23.18
Acceso: restringido
Estado de ánimo: cínico
Estoy escuchando: Wheatus: « Teenage Dirtbag»

Ya os lo dije. Nada termina del todo. Y tampoco hay nada que empiece de
verdad, salvo en esos cuentos que comienzan diciendo « Érase una vez, hace
mucho, mucho, mucho tiempo» , y en los que, en flagrante lucha con la
condición humana, sus protagonistas viven felices para siempre. Mis gustos son
bastante más discretos. Yo me conformo con sobrevivir a mi madre. Ah, y con la
posibilidad de hacer añicos todos esos perros. Eso es lo que siempre he querido.
Los demás —mis hermanos, los White, incluso el doctor Peacock— no son más
que la guinda del pastel, un pastel cuy a fecha de caducidad ha expirado hace
tiempo y cuy o sabor es amargo bajo su capa de azúcar glaseado.
Sin embargo, antes de esperar que me sea concedido el perdón, debo
confesar. Después de todo, puede que ése sea el motivo de que esté aquí. Esta
pantalla, igual que la de un confesionario, sirve para un doble propósito. Y sí, soy
consciente de que el error fatal de la may oría de nuestros malos de ficción es ese
deseo generalizado de confesar, de pavonearse, de revelar al héroe su plan
magistral sólo para que éste resulte finalmente frustrado…
Ésa es la razón de que en este caso el acceso no sea público. Al menos por
ahora. Todos estos textos restringidos sólo son accesibles mediante una
contraseña. Aunque puede que más adelante, cuando todo hay a terminado y y o
esté sentado en alguna play a remota, bebiendo un mai tai y mirando chicas
guapas, te envíe esa contraseña. Te revelaré la verdad. Tal vez te lo deba,
Albertine. Y puede que algún día me perdones todo lo que te he hecho. Lo más
probable es que no lo hagas, pero no pasa nada. He vivido con el sentimiento de
culpa durante mucho tiempo. Un poco más no me matará.
Todo empezó a venirse realmente abajo el verano que siguió a la muerte de
mi hermano. Fue un verano largo y tempestuoso, lleno de libélulas y con muchas
tormentas eléctricas. Yo tenía sólo diecisiete años; me faltaba un mes para
cumplir los dieciocho, y el peso que suponía la atención de mi madre era como
una permanente nube de tormenta sobre mi vida. Siempre había sido muy
exigente, pero ahora que mis hermanos no estaban, era crítica hasta la
extenuación con todo cuanto y o hacía. Soñaba con escaparme, como había
hecho papá…
Mamá estaba atravesando una mala racha. El asunto de Nigel la había
afectado. A simple vista era imperceptible, pero y o vivía con ella y sabía que
Gloria Green no estaba bien. Al principio fue como un letargo. Se quedaba
mirando al vacío durante horas y horas, mientras se comía un paquete de galletas
entero; hablaba con gente que no estaba allí o dormía durante tardes enteras antes
de acostarse sobre las ocho o las nueve…
Maureen Pike me dijo que, en algunas ocasiones, el dolor provoca ese estado.
Evidentemente, Maureen estaba en su elemento. Iba a vernos todos los días, y
venía cargada de tartas caseras y consejos. Eleonor también ofreció su apoy o y
recomendó hierba de San Juan y un grupo de terapia. Adèle contaba chismorreos
y recurría a los tópicos: El tiempo lo cura todo; la vida continúa.
Eso díselo a los pacientes del pabellón de oncología…
Entonces, a medida que el verano iba languideciendo, mamá entró en otra
fase. El letargo dio lugar a una actividad casi frenética. Maureen tenía una
explicación para el fenómeno: dijo que se llamaba desplazamiento, y lo
consideró un paso necesario en el proceso de recuperación. En aquella época, la
hija de Maureen estaba estudiando Psicología, y ella se consagraba al mundo del
psicoanálisis con la misma presunción con la que se dedicaba a las celebraciones
de la parroquia, a las fiestas infantiles, a las colectas para los ancianos, a su club
de lectura, a su trabajo en el café y a ahuy entar a los pedófilos de Malbry.
En cualquier caso, ese mes mamá estaba ocupada: trabajaba cinco días en el
puesto del mercado, cocinaba, limpiaba, hacía planes, contaba el tiempo con la
impaciencia de una maestra de escuela y, por supuesto, me controlaba a mí.
Hasta ese momento había disfrutado de la tranquilidad. Durante casi un mes,
anulada por el dolor, mamá apenas se había fijado en mí. Sin embargo, ahora lo
estaba compensando con creces: cuestionaba cada uno de mis movimientos, me
preparaba el complejo vitamínico dos veces al día y se preocupaba por todo. Si
y o tenía tos, pensaba que estaba a las puertas de la muerte. Si llegaba tarde, era
porque me habían asesinado o atracado. Y cuando no se angustiaba por todo lo
que podría haberme sucedido, era muy estricta con respecto a lo que y o podía
hacer… Pensaba que me había metido en líos y que me perdería por culpa del
alcohol, las drogas o una chica…
Sin embargo, chicodeojosazules no tenía escapatoria. Habían transcurrido tres
meses desde que mi madre me había golpeado con el plato de comida, y después
de que Nigel le había fallado, su obsesión por el éxito había alcanzado unas
proporciones monstruosas. Evidentemente, y o no me había presentado a los
exámenes, pero una súplica de mamá (esgrimiendo la compasión como motivo)
había conseguido una revisión de mi caso. Ella creía que debía de continuar mis
estudios en la Universidad de Malbry. Lo había planificado todo por mí: un año
para volver a presentarme a los exámenes y después podría empezar de cero,
me dijo. Siempre había soñado que uno de sus hijos se dedicara a la medicina.
Yo era su única esperanza, decía, y con un olímpico desprecio por lo que y o
quería —por mis capacidades—, empezó a perfilar mi futura carrera.
Al principio traté de discutir con ella. No sacaba buenas notas y, además, no
estaba hecho para la medicina. Mamá se entristeció, pero se lo tomó bien… o eso
es lo que mi inocencia me hizo creer. Yo esperaba como mínimo que le diera un
arrebato, uno de sus ataques violentos, pero, en cambio, lo que recibí fue una
semana de redoblado cariño y de abundantes comidas caseras —siempre mis
platos favoritos—, que ella dejaba en la mesa con el virtuoso aire de un sufrido
ángel de la guarda.
Poco después me puse muy enfermo: tenía unos retortijones insoportables y
la fiebre me dejó postrado. Incluso el mero hecho de sentarme en la cama me
provocaba un dolor muy agudo y vómitos, y ponerme en pie —y y a no
hablemos de andar— me resultaba totalmente imposible. Mamá me cuidó con
una ternura que me habría parecido sospechosa si no me hubiese encontrado tan
mal. Luego, después de casi una semana, de repente, volvió a ser la de siempre.
Yo me encontraba un poco mejor. Había perdido varios kilos; estaba débil,
pero por fin se había ido el dolor y podía comer algo en pequeñas cantidades: un
bol de sopa de fideos, un poco de pan, una cucharada de arroz, una tostada con
y ema de huevo…
Supongo que mamá debía de estar preocupada; ella no era médica, no tenía
ni idea de las dosis y mi violenta reacción tuvo que alarmarla. Unas noches antes
me había despertado de repente, casi delirando, y la oí hablando sola, discutiendo
airadamente con alguien que no estaba allí:
Se lo merece. Tiene que aprender.
Lo está pasando muy mal; está enfermo.
Sobrevivirá. Además, debería haberme hecho caso…
¿Qué había puesto en aquellas deliciosas comidas? ¿Cristales? ¿Matarratas?
Fuera lo que fuese, el efecto había sido muy rápido. El día que pude sentarme en
la cama e incluso levantarme, mamá entró en mi habitación, pero no con una
bandeja, sino con una solicitud…, una solicitud de la Universidad de Malbry que
y a había rellenado por mí.
—Espero que hay as tenido tiempo para reflexionar —dijo, con una voz
sospechosamente alegre— mientras has estado en la cama todo el día, mientras
que dejabas que cuidara de ti. Espero que hay as tenido tiempo para pensar en
todo lo que he hecho por ti, en todo lo que me debes…
—Ahora no, por favor. Me duele la barriga…
—No, no es verdad —dijo ella—. Dentro de un par de días estarás como
nuevo y arrasarás con toda la comida que tengo en casa como lo que eres, un
bastardo desagradecido. Y ahora echa un vistazo a estos formularios. —Su
expresión, que había empezado a ensombrecerse, adquirió de nuevo una
implacable jovialidad—. He estado viendo esos cursos otra vez, y creo que tú
deberías hacer lo mismo.
Me quedé mirándola. Me sonreía. Sentí una punzada de culpabilidad en mi
estómago por dejar que la idea cruzara por mi mente…
—¿Qué me ha pasado? —pregunté.
Pensé que parpadearía.
—¿A qué te refieres?
—¿Crees que fue algo que comí? —proseguí—. Tú no has estado enferma,
¿verdad, mamá?
—No puedo permitirme el lujo de caer enferma —repuso—. He tenido que
cuidar de ti, ¿no? —Entonces se acercó y me miró fijamente con sus ojos de
color café—. Creo que deberías levantarte —dijo, entregándome los papeles—.
Tienes mucho que hacer.
Esta vez fui más listo y no protesté. Sin decir ni una palabra, me matriculé en
tres asignaturas sobre las que no tenía ni idea, pues sabía que más adelante podría
cambiarlas por otras. Para entonces y a era un mentiroso consumado: en vez de
estudiar en esas asignaturas y arriesgarme a que mi madre me descubriera
cuando las suspendiera, esperé hasta que empezó el trimestre y cambié las
materias sin que ella lo supiera por otras más adecuadas para mis aptitudes, y
luego encontré un trabajo a tiempo parcial en una tienda de material eléctrico a
unos cuantos kilómetros de casa, dejando que mi madre crey era que estaba
estudiando.
Después de eso, sólo tenía que falsificar los certificados —algo muy fácil con
un ordenador— y luego introducirme en los archivos del Examiner de Malbry y
añadir un nombre —el mío— a la lista que iba a publicarse.

Desde entonces procuré cocinar mi comida, aunque quedaba el complejo


vitamínico, evidentemente, y es mamá quien lo prepara para mantenerme en
forma…, o eso es lo que ella dice, con cierta maliciosa intención. Cada dieciocho
meses, más o menos, soy víctima de una repentina y violenta enfermedad que se
caracteriza por unos terribles retortijones; mi madre me cuida con mucho cariño,
y si esos ataques parecen coincidir siempre con momentos de tensión entre mi
madre y y o es sólo porque soy muy sensible, y esas cosas afectan a mi salud.
Evidentemente, nunca me fui. Hay cosas de las que no se puede escapar.
Incluso Londres está demasiado lejos… y Hawái es un sueño imposible.
Bueno, puede que no sea del todo imposible. Esa vieja lámpara azul aún sigue
encendida, y aunque ha pasado más tiempo del que y o me habría imaginado,
empiezo a sentir que, por fin, mi paciencia está a punto de ser recompensada.
La paciencia también es un juego, por supuesto; un juego de habilidad y
resistencia. Solitaire, así es como lo llaman los norteamericanos, una palabra
mucho menos optimista, teñida con el color verdegris de la melancolía. Bueno,
tal vez se trate de un juego solitario, pero en mi caso eso seguramente es una
bendición. Además, en un juego en el que uno juega solo, ¿acaso se puede
perder?
9

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Publicado el: sábado, 16 de febrero, a las 23.49
Acceso: restringido
Estado de ánimo: atrapado
Estoy escuchando: Boomtown Rats: « Rat Trap»

Tienes mucho que hacer.


De entrada di por sentado que se refería a la escuela. En realidad, la escuela
sólo era una parte de ello. Los planes de mi madre iban más allá. Todo empezó
después de mi enfermedad y la suy a, a finales de septiembre; recuerdo esos días
en tonos grises y azules, con una luz de tormenta que me dañaba los ojos y un
calor que me aplastaba la cabeza y me obligaba a encorvarme como un
penitente, una costumbre que nunca he perdido del todo.
Cuando la Policía se presentó en casa por primera vez, pensé que era por algo
que y o había hecho. Tal vez fuera por la cámara que había robado, por la pintada
en la puerta del doctor Peacock o porque alguien había deducido finalmente
cómo me había deshecho de mi hermano.
Sin embargo, no me detuvieron, aunque sudé la gota gorda mientras mamá se
ocupaba de ellos en el salón, sirviéndoles galletas y té en las tazas para las visitas
que solía exhibir en el aparador, debajo de los perros de porcelana. Entonces,
después de lo que me pareció una espera interminable, los dos agentes —un
hombre y una mujer— se levantaron con expresión muy grave y la mujer dijo:
Tenemos que hablar. Yo podría haberme desmay ado de miedo y por el
sentimiento de culpa, pero mamá me observaba con esa mirada orgullosa y
expectante, y entonces supe que no se trataba de algo que y o hubiera hecho, sino
de algo que ella esperaba de mí…
Evidentemente, y a sabéis de qué se trataba. A mamá nunca se le escapa
nada, y lo que y o le había contado el día que me golpeó con el plato se había
enconado, había dado frutos en su cabeza y ahora, por fin, podía serle útil.
Se quedó mirándome fijamente con sus ojos negros como una bay a.
—Ya sé que no quieres que se lo cuente —dijo, con una voz parecida a la del
filo de una navaja clavado en una manzana recubierta de caramelo—, pero te he
educado en el respeto a la ley, y todo el mundo sabe que no es culpa tuy a…
Por un momento no entendí lo que decía. Debí de parecer asustado, porque la
agente de Policía me rodeó con el brazo y me susurró algo al oído: Tranquilo,
hijo. No es culpa tuya… Y entonces recordé lo que había escrito esa noche en la
puerta del doctor Peacock y todo empezó a encajar, como las piezas del juego de
la trampa para ratones, y entonces comprendí a qué se refería mi madre…
Tienes mucho que hacer.
—¡Oh, por favor! —murmuré—. ¡No, por favor!
—Sé que tienes miedo —dijo mi madre, con esa voz que sonaba dulce
aunque no lo era—. Pero piensa que todo el mundo está de tu parte. Nadie va a
echarte la culpa. —Mientras hablaba, sus ojos parecían agujas de acero. Tenía
una mano en mi brazo, y parecía un gesto tierno, pero al día siguiente lo tendría
lleno de moratones—. Lo único que queremos es la verdad, B. B. Sólo la verdad.
¿Acaso es tan difícil?
¿Qué podía hacer? Estaba solo. Solo con mamá, atrapado y asustado. Yo sabía
que si decía que ella era un bluf, si la desacreditaba públicamente, encontraría la
manera de hacérmelo pagar. Así pues, decidí seguir el juego, diciéndome que
era tan sólo una mentira piadosa, que sus mentiras habían sido mucho peores que
la mía, que, en cualquier caso, no tenía otra elección…
La agente de Policía dijo que se llamaba Lucy. Supuse que era muy joven,
que tal vez estaba recién salida de la academia y todavía tenía ideales y estaba
convencida de que los adolescentes no tenían ningún motivo para mentir. El
hombre era may or que ella y más prudente, menos propenso a la compasión,
pero aun así era bastante amable y dejó que fuera su compañera quien me
interrogara mientras él tomaba notas en su cuaderno.
—Tu madre nos ha dicho que has estado enfermo —dijo la agente.
Asentí con la cabeza porque no me atrevía a hablar en voz alta. Mi madre
estaba junto a mí, como un muro de granito, rodeándome los hombros con un
brazo.
—Nos ha dicho que estuviste delirando y que hablabas y gritabas en sueños.
—Eso creo —dije—, aunque tampoco fue tan grave.
Sentí que mi madre me apretaba el antebrazo con sus huesudos dedos.
—Dice que ahora se encuentra mejor —repuso mi madre—, aunque él no
sabe de la misa la mitad. Hasta que no tienes hijos no te imaginas lo que se siente
—prosiguió, sin soltarme el brazo— al ver a tu chico así de mal, llorando como
un bebé. —Me dedicó una breve e inquietante sonrisa—. Yo perdí a un hijo,
¿sabe? —dijo, mirando a Lucy —. Si le ocurriera algo a B. B., creo que me
volvería loca.
Vi que los dos agentes intercambiaban sendas miradas.
—Sí, señora Winter, lo sé. Debió de ser algo terrible.
Mamá frunció el ceño.
—¿Cómo puede usted saberlo? No parece mucho may or que mi hijo. ¿Usted
tiene niños?
Lucy negó con la cabeza.
—Entonces no finja que lo entiende.
—Lo siento, señora Winter.
Por un momento, mamá permaneció en silencio, mirando distraídamente al
vacío. Parecía una máquina tragaperras desenchufada; durante un segundo me
pregunté si no habría sufrido una apoplejía, pero luego siguió hablando con voz
normal…, o al menos normal tratándose de ella.
—Una madre sabe esas cosas —continuó—. Una madre lo capta todo. Y y o
sabía que él no se encontraba bien. Hablaba y gritaba en sueños, y fue entonces
cuando empecé a sospechar que algo extraño iba a ocurrir.
¡Qué lista era! Le soltó todo el rollo. Se lo soltó como si fuera un cebo
envenenado, observándome mientras y o no paraba de moverme y me moría de
vergüenza. Los hechos eran indiscutibles. Entre los siete y los trece años,
Benjamin, su hijo menor, había mantenido una relación muy especial con el
doctor Peacock. Como pago por la contribución a sus investigaciones, el doctor
les había ofrecido su amistad, había costeado sus estudios e incluso había
ay udado económicamente a su madre, que estaba sola…
Sin embargo, un día, de repente, sin previo aviso, Ben dejó de colaborar. Se
había vuelto introvertido y reservado, empezó a retrasarse en la escuela y a
portarse mal, pero, por encima de todo, se negó a volver a la mansión y no dio
ninguna explicación a su comportamiento, de modo que el doctor Peacock
decidió no ay udarlos más, dejando que su madre se las arreglara sola.
Ella debió de haber sospechado en ese mismo instante que algo había salido
mal, pero la rabia la cegó y no le dejó ver las necesidades de su hijo; entonces,
cuando poco después apareció la pintada en la entrada de la mansión, lo
consideró simplemente como otra muestra de su mala conducta. Ben dijo que no
había sido él, pero su madre no le crey ó. Sin embargo, ahora se daba cuenta de
que lo que significaba aquel gesto: un grito de socorro, un aviso…
—¿Qué fue lo que escribiste en la puerta, B. B.?
En su voz se mezclaba el amor y la amenaza.
Yo aparté la mirada.
—Por favor, ma…, mamá. Eso fue hace mucho tiempo. En serio, no creo
que eso…
—B. B.
Sólo y o pude captar el cambio en su voz: ese tono avinagrado que sabía a
verdura amarga y que me devolvía el hedor del complejo vitamínico. Empecé a
sentir un dolor punzante en la cabeza y busqué la palabra capaz de ahuy entarlo.
Una palabra que parece vagamente francesa y que me hace pensar en un pasto
verde en verano y en el perfume de la hierba recién cortada…
—Pervertido —susurré.
—¿Qué? —preguntó mi madre.
Lo repetí y ella me sonrió.
—¿Por qué escribiste eso, B. B.? —dijo ella.
—Porque eso es lo que es.
Me sentía atrapado, pero más allá del miedo y de la culpa había algo casi
placentero: una peligrosa sensación de propiedad.
Pensé en la señora White y en la forma en que me miró aquel día en la
escalinata de la mansión. Pensé en la expresión compasiva que tenía el rostro del
señor White aquel día, en el patio de St. Oswald. Pensé en la cara del doctor
Peacock mientras miraba a través de las cortinas y en su avergonzada sonrisa
mientras y o me alejaba. Pensé en todas las mujeres que me habían mimado y
acariciado cuando era un niño para luego despreciarme cuando crecí. Pensé en
mis profesores y en mis hermanos, que me trataban con tanto desdén. Y
finalmente pensé en Emily …
Me di cuenta de lo fácil que resultaría vengarme de toda aquella gente, que
me prestaran atención, que sufrieran tanto como y o había sufrido. Por primera
vez desde mi más tierna infancia, experimenté una tonificante sensación, una
sensación de poder, de energía; una fuerza, una corriente, una oleada, una carga
por todo mi cuerpo.
Carga. Una palabra ambivalente, con sus implicaciones de poder y culpa,
ataque y arresto, pago y coste. Huele a cable chamuscado y a soldadura, y su
color es como el de un cielo de verano, tormentoso y lleno de luz.
No penséis que pretendía absolverme a mí mismo. Ya os dije que era malo.
Nadie me obligó a hacer lo que hice. Aquel día tomé conscientemente una
decisión. Podría haber hecho lo correcto. Podría haberlo dejado allí y decir la
verdad. Confesar mi mentira. Tuve la oportunidad de hacerlo. Podría haberme
ido de casa. Podría haber huido de la planta carnívora.
Sin embargo, mamá me estaba observando y y o sabía que nunca podría
hacer todas esas cosas. No fue porque tuviera miedo de ella…, que lo tenía, y
mucho. Fue simplemente por lo estimulante que resultaba estar al mando, ser
aquel hacia quien todo el mundo volvía los ojos…
Lo sé, no penséis que estoy orgulloso de ello. No se trata exactamente de mi
gran momento. La may oría de los crímenes resultan de lo más insignificante, y
me temo que el mío no fue ninguna excepción. Sin embargo, era joven,
demasiado, en cualquier caso, para ver lo lista que había sido ella al
manipularme, guiándome a través de una serie de aros hacia una recompensa
que acabaría revelándose como el peor de los castigos.
Y entonces, ella sonrió… Era una sonrisa franca que irradiaba aprobación. Y
en aquel momento lo deseé, deseé oírle decir: Bien hecho, a pesar de que la
odiaba…
—Cuéntaselo, B. B. —dijo, pinchándome con aquella radiante sonrisa—.
Cuéntales lo que te hizo él.
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Publicado el: domingo, 17 de febrero, a las 03.58
Acceso: restringido
Estado de ánimo: perverso
Estoy escuchando: 10cc: « I’m Not In Love»

Lo primero que ocurrió después de eso fue que Emily fue puesta bajo vigilancia.
Dijeron que era sólo como precaución, para garantizar su seguridad. Su
renuencia a incriminar al doctor Peacock se consideró como una prueba de
abusos prolongados más que simple inocencia, y la rabia y el desconcierto de
Catherine al enfrentarse a las acusaciones se interpretó como otra prueba más de
una suerte de conspiración. Estaba claro que algo había pasado. En el mejor de
los casos, un fraude de lo más cínico, y en el peor, un complot a gran escala.
Y entonces vino el testimonio de un servidor. Dije que todo había empezado
de un modo inofensivo. El doctor Peacock había sido muy amable: clases
particulares, dinero en metálico de vez en cuando…, así fue como nos enganchó.
Y así fue como estableció contacto con Catherine White, una mujer con un
historial depresivo, ambiciosa y a la que era fácil halagar, ansiosa por creer que
su hija era especial hasta el punto de no ser capaz de ver la verdad.
Evidentemente, los libros de la biblioteca del doctor Peacock ay udaron
mucho a respaldar mi declaración: biografías de los más famosos sinestetas de la
literatura, Nabokov, Rimbaud, Baudelaire, De Quincey …, drogadictos confesos,
homosexuales, pedófilos…, hombres cuy a búsqueda de lo sublime estuvo por
encima de la mezquina moral de su época. Aunque las pruebas no eran
directamente incriminatorias, la Policía no es experta en el mundo de las artes, y
el material recopilado por el doctor Peacock bastó para convencerlos de que era
su hombre: fotografías de los alumnos de St. Oswald tomadas mientras él era el
director del centro; volúmenes de historia del arte griego y romano; grabados de
estatuas de jóvenes desnudos; una primera edición de El libro amarillo, de
Beardsley ; una colección de lolitas de Ovenden; un dibujo a lápiz de un joven
desnudo (atribuido a Caravaggio); una edición lujosamente ilustrada de El jardín
perfumado, y libros de poesía erótica de Verlaine, Swinburne, Rimbaud y el
marqués de Sade…
—¿Usted enseñaba todo ese material a un niño de siete años?
El doctor Peacock trató de explicarlo. Aquello formaba parte de la educación
del muchacho, dijo, y a Benjamin le interesaba; quería saber quién era él…
—¿Y quién era, según usted?
Una vez más, el doctor Peacock se esforzó para que su público lo
comprendiera. No obstante, mientras el Chico x estaba fascinado por el estudio
de los sinestetas, la música y las migrañas y los orgasmos que se manifestaban
en estelas de colores, la Policía parecía estar mucho más interesada en averiguar
de qué hablaban él y el doctor durante esas clases particulares. Querían saber si,
en alguna ocasión, el doctor había intentado tocar a Benjamin, si le había
suministrado drogas y si había pasado ratos a solas con él… o con sus hermanos.
Y cuando por fin el doctor Peacock se vino abajo y dio rienda suelta a su
rabia y su frustración, los agentes de Policía intercambiaron sendas miradas y
dijeron: Tiene usted muy mal genio. ¿Pegó al chico alguna vez? ¿Le dio una
bofetada o le riñó?
Medio aturdido, el doctor negó con la cabeza.
—¿Y qué me dice de esa chiquilla? Debió de resultarle frustrante trabajar con
una niña tan pequeña, sobre todo porque estaba acostumbrado a dar clases a
chicos. ¿Se mostró poco dispuesta a colaborar en alguna ocasión?
—No, nunca —repuso el doctor Peacock—. Emily es una niña muy dulce.
—¿Ávida por complacer?
Él asintió con la cabeza.
—¿Lo bastante ávida como para fingir un resultado?
El doctor lo negó con vehemencia. Sin embargo, el mal y a estaba hecho. Yo
había pintado un cuadro más que plausible, y si Emily no pudo confirmar mi
historia fue simplemente porque era muy pequeña, estaba confusa y se negaba a
admitir que la habían utilizado…
Intentaron que no llegara a oídos de la prensa y también trataron de capear el
temporal. La oleada de rumores empezó cuando se estrenó la película. A finales
de año, Emily White era una noticia de interés nacional, y luego, de repente,
acabó siendo tristemente célebre.
Los titulares de los periódicos arremetieron con fuerza. El Mail: un insultante
caso extrasensorial. El Sun: ¡miren cómo juega emily ! Y, el mejor de todos, en
el Mirror: emily …, ¿un fraude?
Cuando Jeffrey Stuarts, el periodista que había seguido de cerca el caso de
Emily —viviendo con la familia, asistiendo a las clases en la mansión,
contestando a los escépticos con el entusiasmo de un fanático— vio lo que se
avecinaba, cambió de rumbo y reescribió apresuradamente su libro, que iba a
titularse El experimento Emily, para incluir en él no sólo los rumores sobre la
moral que imperaba en la mansión, sino insinuaciones mucho más fuertes sobre
la oscura verdad que se escondía detrás del fenómeno Emily.
Una madre dura y ambiciosa; un padre débil y sin carácter; una influy ente
amiga aficionada a la New Age; la niña, una víctima entrenada para interpretar
un papel; un anciano depredador, consumido por sus obsesiones… Y, por
supuesto, el Chico x, redimido por todo lo que había tenido que soportar y que
estaba metido en todo hasta el cuello. Una víctima ingenua. Un inocente. Una vez
más, el chico de los ojos azules.
Evidentemente, el caso nunca llegó a los tribunales. Ni siquiera a un juzgado
de primera instancia. Mientras aún le estaban investigando, el doctor Peacock
sufrió un ataque al corazón que le obligó a ingresar en la Unidad de Cuidados
Intensivos. El caso quedó aplazado indefinidamente.
Sin embargo, bastó con un leve olor a humo para convencer a la gente. Los
juicios de la prensa son rápidos y seguros. Al cabo de tres meses, todo había
llegado a su fin. El experimento Emily se colocó en primer lugar en la lista de los
libros más vendidos. Patrick y Catherine White decidieron separarse durante un
tiempo. Los inversores retiraron su dinero y las galerías dejaron de exhibir la
obra de Emily. Feather se mudó a casa de Catherine y Patrick se instaló en un
motel de las afueras de Malbry.
Él dijo que no se trataba de algo definitivo, que sólo necesitaban un poco de
espacio. En la puerta de la mansión se montó guardia las veinticuatro horas del
día, por si había actos de vandalismo. La prensa acosó a Catherine. Un montón de
fotógrafos rodeó la casa, tomando instantáneas de todo aquel que cruzaba la
entrada.
En la puerta principal aparecieron algunas pintadas y llegaron un montón de
cartas envenenadas. El periódico Noticias del Mundo publicó una foto de
Catherine en la que lloraba, junto a un artículo (confirmado por Feather, a quien
pagaron quinientas libras) según el cual había sufrido un colapso nervioso.
Por Navidad, las cosas no habían mejorado demasiado, aunque dejaron que
Emily pasara el día en casa. La niña había pasado a disposición de los Servicios
Sociales; al no detectar ninguna señal de abusos, la interrogaron delicada pero
implacablemente hasta que, finalmente, ella misma empezó a preguntarse si no
estaría también perdiendo la razón.
Intenta recordar, Emily.
Conozco esa técnica. La conozco muy bien. El arma también es la
amabilidad, uno de esos palos acolchados que aparecen en los dibujos animados
y que aporrean la memoria, y lo convierten todo en algodón de azúcar.
No pasa nada; no es culpa tuya.
Tú sólo cuéntanos la verdad, Emily.
Imaginaos lo que debió de ser para ella. Todo iba mal. El doctor Peacock
estaba siendo investigado; sus padres se habían separado de un día para otro; la
gente seguía haciendo preguntas, y, a pesar de que decían que no era culpa suy a,
ella no podía dejar de pensar que, en cierto modo, sí lo era. Aquella pequeña
mentirijilla se había convertido en una avalancha…
Escucha los colores.
Ella quería decirles que todo había sido un error, pero, evidentemente, y a era
demasiado tarde para eso. Ellos querían una demostración: un ejemplo de su don,
lejos de la influencia del doctor Peacock o de su madre, una manifestación que
confirmara o refutara de una vez por todas la afirmación de que era un fraude,
un títere en su juego de engaño y codicia.
Y entonces, en enero, por la mañana, un día que había nevado en
Mánchester, Emily fue encerrada con sus pinceles y un caballete en un estudio
de grabación, rodeada de cámaras, bajo unos focos muy potentes y con la
Sinfonía fantástica sonando a través de los altavoces. Y justo en ese momento se
produce el milagro y Emily escucha los colores…
Es, con diferencia, su cuadro más famoso: Sinfonía fantástica en veinticuatro
colores contradictorios recuerda a la obra de Jackson Pollock y un poco a
Mondrian, con esa enorme sombra gris en un extremo que busca la luz de la tela,
como la mano de la Muerte en un campo de flores…
Al menos eso es lo que dice Jeffrey Stuarts en la continuación de su
superventas, El enigma Emily. Ese libro también alcanzó el número uno de los
más vendidos, aunque era tan sólo una repetición del precedente, con un epílogo
que incluía lo ocurrido tras su publicación. Después de eso, evidentemente, los
expertos siguieron la historia; los profesionales de todos los sectores implicados,
desde el arte hasta la psicología infantil, se peleaban por demostrar sus
contradictorias teorías.
Cada sector tenía sus partidarios, y a fueran cínicos o defensores. Los
psicólogos infantiles consideraban la obra de Emily como una expresión
simbólica de sus miedos; los que creían en los fenómenos paranormales opinaban
que era un heraldo de la muerte; los expertos en arte interpretaban los cambios
de estilo como una confirmación de lo que muchos y a habían sospechado en
secreto: que la sinestesia de Emily había sido un fraude desde un principio y que
Catherine White, y no Emily, era la influencia creativa que se escondía detrás de
obras como Nocturno en ocre violeta y Sonata de luz de luna estrellada.
Sin embargo, Sinfonía fantástica es algo totalmente distinto. Pintada frente a
un público en un lienzo de un metro cuadrado, desbordaba energía, hasta el punto
de que incluso un zoquete como Jeffrey Stuarts fue capaz de captar su siniestra
presencia. En el caso de que el miedo tenga un color, sin duda es éste: unas
amenazadoras ristras de rojo, marrón y negro, revestidas de ocasionales y
violentas manchas de luz, y ese cuadrado azul grisáceo que parece la trampilla
de una mazmorra…
En mi opinión, huele como el muelle de Blackpool, como mi madre y como
el complejo vitamínico. Según Emily, debió de suponer el primer paso a través
de un espejo hacia un mundo en el que todo era demencial y no había y a
ninguna certeza…
Intentaron que Emily no supiera la verdad. Según los expertos, lo hicieron por
compasión. Contarle la verdad siendo tan pequeña, sobre todo en esas
circunstancias, podría haber sido muy traumático. Sin embargo, nosotros nos
enteramos de ella a través de radio macuto antes de que fuera del dominio
público: Catherine White estaba ingresada en el hospital después de un frustrado
intento de suicidio. De repente, parecía que todos los periodistas del mundo se
hubieran presentado en Malbry, una aburrida ciudad del norte donde daba la
impresión de que ocurría todo y donde las nubes seguían agrupándose a la espera
de otra tormenta cósmica…
11

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Publicado el: lunes, 18 de febrero, a las 20.55
Acceso: restringido
Estado de ánimo: agotado
Estoy escuchando: Johnny Nash: « I Can See Clearly Now»

Hoy he recibido otro correo electrónico de Clair. Al parecer, me echa de menos,


y el relato que colgué el día de San Valentín la dejó más preocupada de lo
habitual. Me insta a volver al redil, a comentar mi sentimiento de alienación y a
enfrentarme a mis responsabilidades. El tono de su mensaje es bastante neutro,
aunque he captado su desaprobación. Puede que esté muy sensible o tal vez
deduzca que mi relato pueda provocar reacciones inadecuadas en sujetos como
Toxic y Cap, cuy a propensión a la violencia no necesita ningún tipo de estímulo.

Tienes que volver al grupo [dice]. Hablar on-line no es lo mismo.


Preferiría verte en persona. Además, no estoy segura de que esas
historias que escribes sean realmente una ayuda. Tienes que hacer frente
a tu tendencia al exhibicionismo y asumir la realidad…

¡Bip! Mensaje borrado.


Ahora y a no está.
Eso es lo bueno del correo electrónico, Clair. Ésa es la razón por la que
prefiero quedar contigo on-line y no en tu pequeña aula, con sus bonitas y
tranquilizadoras paredes de colores y su olor a esencia barata. En el grupo de
escritura tú eres la que manda, mientras que badguysrock es mi dominio. Aquí
soy y o quien hago las preguntas y quien lo controla todo.
No, creo que prefiero quedarme aquí y conseguir mis objetivos en el cómodo
retiro de mi habitación. Me gusto más on-line; puedo expresar muchas más
cosas. Es aquí, y no en esa horrible escuela, donde he recibido una educación
clásica. Y desde aquí puedo penetrar en tu mente, olfatear tus pequeños secretos,
descubrir tus mezquinas debilidades, de la misma forma que tú tratas de
averiguar las mías.
Dime…, ¿cómo está Angel Blue? Estoy seguro de que debes haber recibido
noticias suy as. ¿Y Chry ssie? ¿Sigue enferma? Vay a, pues qué mal. Oy e, Clair,
¿no deberías estar hablando con ella en lugar de conmigo?
Suena el aviso del correo electrónico. Es un nuevo mensaje de Clair.

Creo que deberíamos hablar cuanto antes. Sé que nuestras


conversaciones te incomodan, pero estoy muy preocupada por ti.
Mándame un mensaje para confirmármelo, ¡por favor!

¡Bip! Mensaje borrado


¡Bien! Ya no queda nadie.
Si borrar a Clair fuera así de fácil…
De todas formas, ahora mismo tengo otras preocupaciones, entre ellas qué
debo hacer con Albertine. No es que espere que me perdone; ambos hemos
llegado demasiado lejos para eso. Sin embargo, su silencio resulta inquietante y
hago todos los esfuerzos posibles por evitar presentarme hoy en su casa sin previo
aviso. De todas formas, no creo que eso sea sensato. Hay demasiados testigos
potenciales. Tengo la sospecha de que nos vigilan. Si llegara a oídos de mamá, el
castillo de naipes se vendría abajo.
Así pues, media hora antes de que cierre, estoy en el Zebra. Mi lado
masoquista me conduce a menudo hasta ese lugar, ese pequeño cosmos seguro al
que, decididamente, servidor no pertenece. Para mi fastidio, veo que Terri está
sentada junto a la puerta. Al entrar, me ha mirado esperanzada, pero y o he
fingido no verla. Básicamente por discreción. Al igual que su tía, es una ávida
observadora; una cotilla, a pesar de su inseguridad; es de esa clase de personas
que se detienen en el lugar donde ha habido un accidente de tráfico, aunque no
para ay udar, sino para participar de la desgracia colectiva.
Saxophone Man, con sus rastas, estaba sentado cerca de mí con una taza de
café junto a su codo; me dedicó una mirada para expresar su desprecio por lo
que soy. Tal vez Bethan le hay a hablado de mí. Es algo que hace de vez en
cuando, en un vano intento por demostrar lo mucho que me detesta. Me llama el
tipo siniestro. La verdad es que esperaba algo más original.
Me senté en mi sitio habitual y pedí un Earl Grey sin leche ni limón. Me lo
sirvió en una bandeja decorada con flores. Se quedó lo bastante como para que
y o sospechara que estaba tramando algo y luego tomó una decisión: se sentó a
mi lado, me miró fijamente a los ojos y dijo:
—¿Qué coño quieres de mí?
Me serví el té. Olía muy bien. Luego dije:
—No tengo ni la menor idea de lo que me estás hablando.
—Te dejas caer por aquí a todas horas. Cuelgas esos relatos. Remueves el
pasado…
Tuve que echarme a reír.
—¿Yo? ¿Remover el pasado? Lo siento, pero cuando se sepa lo del doctor
Peacock, vas a ser noticia. Y eso no es culpa mía, Albertine.
—Me gustaría que no me llamaras así.
—Fuiste tú quien lo eligió —dije.
Ella se encogió de hombros.
—No lo entiendes.
Ahí es donde te equivocas, Albertine. Lo entiendo todo perfectamente. Tu
profundo deseo de ser otra persona, de adoptar una nueva identidad. En cierto
modo es lo que he hecho yo…
—No quiero su dinero —contestó—. Sólo quiero que me dejen en paz.
Sonreí.
—Espero que lo consigas.
—Tú lo convenciste, ¿verdad? —Ahora tenía una mirada sombría, llena de
rabia—. Al trabajar allí, tuviste la ocasión de hacerlo. Era viejo e influenciable.
Podríais habérselo contado todo.
—Créeme, Bethan: de haberlo hecho, ¿no crees que lo hubiera hecho por mí?
—Esperé un momento para que la idea cobrara forma en su cabeza—. El viejo y
querido doctor Peacock. Después de todos estos años, aún seguía intentando
enmendar las cosas, convencido de que podía resucitar a los muertos. Tras la
muerte de Patrick, sólo quedabas tú. Nigel debía de estar loco de contento…
Ella me miró.
—Otra vez con ésas no. Te aseguro que a Nigel le daba igual.
—¡Oh, por favor! —dije—. Puede que el amor sea ciego, pero tendrías que
ser muy estúpida para creer que a alguien como Nigel no le importaba que su
novia estuviera a punto de heredar una fortuna…
—¿Le hablaste del testamento del doctor Peacock?
—¡Quién sabe! Puede que dejara caer algo…
—¿Cuándo?
Su voz se quebró.
—Hace un año y medio, tal vez más.
Silencio. Y luego:
—¡Eres un mal nacido! —exclamó, entre dientes—. ¿Acaso quieres hacerme
creer que fue un montaje desde el principio?
—Me da igual lo que creas —repuse—. Sin embargo, supongo que te
protegía. No le gustaba que vivieras sola. No había hablado aún de matrimonio,
pero, en el caso de que lo hubiera hecho, tú habrías aceptado. —Hice una pausa
—. ¿Qué tal lo estoy haciendo hasta ahora?
Me miró fijamente con unos ojos que tenían el color del asesinato.
—¿Sabes una cosa? Esto no tiene ningún sentido —dijo—. Nunca me
convencerás. A Nigel no le importaba el dinero.
—¿En serio? ¡Qué romántico! Porque, según los extractos de la tarjeta de
crédito que encontré al vaciar su apartamento, cuando Nigel murió se había
endeudado hasta el cuello, por la friolera de casi diez mil libras… No le debía
resultar fácil llegar a fin de mes. El doctor Peacock era viejo y estaba mal,
aunque su enfermedad no era precisamente terminal. Podría haber vivido diez
años más…
Se había puesto pálida.
—Nigel no mató al doctor Peacock —dijo—, y tú tampoco lo hiciste. Él no
habría hecho algo así.
Le temblaba la voz. Me dolía causarle tanta angustia, pero tenía que saber la
verdad. Tenía que entenderlo.
—¿Por qué no, Bethan? Ya lo había hecho antes.
Ella negó con la cabeza.
—Eso fue muy distinto.
—¿Era eso lo que te decía él?
—¡Por supuesto que sí!
Sonreí.
Ella se levantó bruscamente, arrastrando la silla.
—¿Y qué diablos importa eso? —exclamó—. Todo aquello ocurrió hace
mucho tiempo. ¿Por qué lo sacas siempre a relucir? Nigel está muerto; ahora
todo ha terminado. ¿Por qué no me dejas en paz?
Pensé que su angustia resultaba extrañamente conmovedora. Su rostro tenía
una expresión sombría, pero era hermoso. El piercing con una esmeralda que
tenía en la ceja me hizo un guiño, como si fuera un ojo. De repente, lo único que
quería era que ella me abrazara, que me consolara, que me dijera esas mentiras
que todo el mundo desea oír.
Sin embargo, y o debía continuar. Se lo debía.
—Eso nunca termina, Bethan —dije—. No hay vuelta atrás con el asesinato.
Sobre todo cuando se trata de un familiar…, y Benjamin tenía sólo dieciséis
años…
Ella me miró con odio, y ahora, por primera vez, casi la creí capaz del acto
que y a se había llevado para siempre a dos de los hijos de Gloria Winter.
—Nigel estaba en lo cierto —dijo ella finalmente—. Eres un bastardo
retorcido.
—Eso hiere mis sentimientos, Albertine.
—No te hagas el inocente, Brendan.
Me encogí de hombros.
—Eso es muy injusto —dije—. Fue Nigel quien mató a Benjamin. Y y o tuve
la suerte de no estar allí. Si las cosas hubieran ido de otra manera, podría haber
sido y o.
Quinta parte

Espejos
1

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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 23.40
Acceso: restringido
Estado de ánimo: cansado
Estoy escuchando: Cy ndi Lauper: « True Colors»

Vale, podéis llamarme Brendan. ¿Estáis contentos ahora? Decidme, ¿creéis ahora
que me conocéis? Somos nosotros quien elegimos nuestro nombre y nuestra
identidad, de la misma manera que elegimos la vida que llevamos. Debo creer
eso, Albertine, porque la alternativa —que esas cosas están escritas cuando
nacemos, o incluso antes, in utero— resulta demasiado atroz como para
contemplarla.
En una ocasión, alguien me dijo que el setenta por ciento de los elogios
recibidos a lo largo de toda una vida llegan antes de los cinco años. A los cinco
años de edad, casi todo —engullir un bocado de comida, vestirse, dibujar algo—
puede ser objeto de los más generosos halagos. Evidentemente, llega un
momento en que eso se acaba. En mi caso fue cuando nació mi hermano
Benjamin, el que iba de azul.
Clair, tan aficionada a la cháchara psicológica, se refiere a veces a lo que ella
llama el efecto del halo invertido, esa tendencia que todos tenemos a asignar los
colores de la maldad en función de un único error, como, por ejemplo, haber
engullido a un hermano o llenar un cubo con criaturas marinas y dejarlas morir
bajo un sol abrasador. Cuando nació Ben, mi halo se invirtió, y a partir de ahí
chicodeojosazules fue despojado de todos sus antiguos privilegios.
Yo lo vi venir. A los tres años y a sabía que aquel bulto azul que mamá había
traído a casa no me causaría más que desgracias. Lo primero fue su decisión de
asignar colores a sus tres hijos. Me doy cuenta de que fue ahí donde empezó
todo, aunque puede que entonces ella no se diera cuenta. Sin embargo, así fue
como me convertí en Brendan Marrón —el invisible, el que no era ni carne ni
pescado—, eclipsado, por un lado, por Nigel Negro, y por el otro por Benjamin
Azul. A partir de ese momento, nadie reparaba en mí, a menos, claro está, que
hiciera algo malo, en cuy o caso no tardaba en aparecer el trozo de cable
eléctrico. Nadie creía que fuera lo bastante especial como para merecer su
atención.
Aun así, me las arreglé para cambiar todo eso. Reclamé mi halo…, al menos
a los ojos de mamá. Y en cuanto a ti, Albertine…, ¿o ahora debo llamarte
Bethan?, siempre viste más que el resto de la gente. Tú siempre me comprendiste
y nunca tuviste ni la más mínima duda de que y o también era excepcional, que
debajo de mi sensibilidad latía el corazón de un futuro asesino. Y aun así…
Todo el mundo sabe que no fue culpa mía. Yo nunca le puse una mano
encima. En realidad, ni siquiera estaba allí. Estaba espiando a Emily. En todas
esas ocasiones en que la espiaba y la seguía cuando entraba y salía de la
mansión, sentía el abrazo de bienvenida del doctor Peacock, volaba con ella en su
pequeño columpio, sentía la mano de su madre en la mía y la oía decir: Muy
bien, cariño…
Mi hermano nunca hizo ninguna de esas cosas. Puede que nunca tuviera la
necesidad de hacerlas. Ben estaba demasiado ocupado lamentando su suerte
como para interesarse por Emily. Era y o quien se preocupaba por ella, le sacaba
fotos desde el seto y compartía las sobras de su pequeña y extraña vida.
Quizás fuera la razón por la que la amaba en aquella época: porque le había
arrebatado la vida a Benjamin, de la misma forma que él me había arrebatado la
mía. El amor de mi madre, mi don, mi suerte: todo pasó a manos de Benjamin,
como si y o sólo lo hubiera tenido en fideicomiso hasta que llegara alguien mejor.
Ben, el chico de los ojos azules. El ladrón. ¿Y qué hizo con la gran suerte que
tenía? Pues la echó a perder, resentido porque apareció alguien mejor dotado que
él. Todo: su inteligencia, su plaza en el St. Oswald, su oportunidad de triunfar,
incluso el tiempo que pasó en la mansión, todo tirado por la borda porque
Benjamin no se conformó solamente con una ración del pastel, sino que quería la
pastelería entera. Bueno, eso es lo que le parecía a Brendan Marrón, a quien
únicamente le quedaban las migajas que podía robar del plato de su hermano…
Ahora, sin embargo, el pastel es para mí. El pastel y la pastelería. Como diría
Cap: Tú mandas, tío…
El asesinato que cometí quedó impune.
2

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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 23.47
Acceso: público
Estado de ánimo: vulnerable
Estoy escuchando: Johnny Cash: « Hurt»

La gente lo llama señor Brendan Marrón. Demasiado torpe para tener talento;
demasiado torpe para llamar la atención; demasiado torpe, incluso, para el
asesinato. Mierda marrón; asno marrón; plasta, gilipollas, bastardo marrón. Toda
su vida ha intentado estar ciego, ser un espectador que no toma partido,
observando a través de los dedos enlazados mientras la acción se desarrolla sin su
presencia, estremeciéndose ante el más leve golpe y la menor señal de violencia.
Sí, Brendan Marrón es sensible. Las películas de acción la asustan. No ve
documentales sobre animales salvajes, ni tampoco películas de terror, westerns o
escenas de peleas, y tampoco le gustan los videojuegos. Incluso siente compasión
por el malo. Los deportes también la incomodan, porque pueden producirse
choques y heridas. Sí ve, en cambio, programas de cocina, de jardinería y de
viajes, y porno; sueña con lugares lejanos y siente el calor del sol en su rostro…
Es muy sensible, dice su madre. Sus sentimientos son mucho más fuertes que
los del resto de la gente.
Puede que sí, piensa Brendan Marrón. Puede que sienta de otra forma.
Porque, por ejemplo, si ve a alguien que sufre, se siente tan incómodo que a
veces siente dolor físico y llora, asustado y confundido, por las cosas que las
imágenes le hacen sentir…
Su hermano, el que viste de azul, es consciente de todo eso, y le obliga a
presenciar sus experimentos con moscas, avispas y ratones, y le enseña fotos que
le hagan estremecerse. El doctor Peacock lo llama la sinestesia del espejo, y se
manifiesta, al menos en su caso, como una especie de sensibilidad patológica en
la que, de algún modo, la parte óptica del cerebro refleja la física, por lo que es
capaz de experimentar lo que sienten los demás…, y a sea un roce, un sabor o un
golpe…, como si fuera él mismo quien lo recibiera.
Su hermano, el que viste de negro, lo desprecia y se burla de él por ser tan
débil. Ahora lo ignora incluso su madre: es el hermano del medio, el callado,
atrapado entre Nigel, la oveja negra, y Benjamin, el chico de los ojos azules…
Brendan odia a sus hermanos. Los odia por cómo le hacen sentir. Uno está
enfadado a todas horas, y el otro es engreído y vil. Brendan siente —demasiado
— lo mismo que ellos, le apetezca o no. Si algo les pica, él se rasca. Si sangran,
Brendan, obedientemente, sangra con ellos. A decir verdad, no es empatía, sino
tan sólo una respuesta mecánica a una serie de estímulos visuales. No le
importaría si ambos murieran…, siempre y cuando lo hicieran muy lejos, donde
él no pudiera verlos.
A veces, cuando está solo, lee. Despacio y en la intimidad; libros de viajes y
fotografía; poesía y obras de teatro, relatos breves, novelas y diccionarios. El
mundo impreso en los libros es distinto del que ve a su alrededor. En su cabeza, la
acción se despliega sin que su cuerpo se vea implicado en ella. Lee en el sótano,
entrada y a la noche, a la luz de una bombilla desnuda; el sótano que, a falta de
una habitación, ha convertido a escondidas en un cuarto oscuro. Allí lee libros que
sus profesores no creerían que fuera capaz de entender; libros que si sus
compañeros de clase supieran que lee, le convertirían en el blanco de todos los
chistes y burlas.
Sin embargo, aquí, en su cuarto oscuro, se siente a salvo; no hay nadie que se
ría de él cuando señala las palabras con el dedo. No hay nadie que le llame
retrasado cuando lee las palabras en voz alta. No, éste es el refugio de Brendan.
Aquí puede hacer lo que le apetezca. Y a veces, cuando está solo, sueña. Sueña
que se viste con otro color aparte del marrón, que hay gente que se fija en él, que
muestra sus auténticos colores.
Sin embargo, ése es el problema, ¿no? Toda su vida ha sido Brendan Marrón,
condenado a ser torpe y estúpido. De hecho, nunca ha sido estúpido, aunque lo ha
sabido disimular muy bien. En la escuela, seguía la ley del mínimo esfuerzo para
evitar el ridículo. Y en casa siempre fingió ser impasible y poco imaginativo.
Sabe que así está a salvo, ahora que Ben ha ocupado su lugar, que le ha robado el
cariño de su madre, que le ha engullido, igual que él engulló a Mal en un
desesperado esfuerzo por ejercer el dominio…
Brendan Marrón piensa que no es justo. Él también tiene los ojos azules y
también posee talentos especiales. Su timidez y su tartamudeo hacen que todo el
mundo dé por sentado que tiene problemas para expresarse. Sin embargo, él sabe
que las palabras tienen un gran poder y quiere aprender a manejarlas. Además,
es muy bueno con los ordenadores. Sabe cómo procesar la información. Trata de
superar su dislexia con un programa especial. Con la excusa de su trabajo a
tiempo parcial en el puesto de comida rápida, asiste a clases de escritura
creativa. Al principio no se le daba muy bien, pero trabaja duro y quiere
aprender. Le fascinan las palabras y su significado. Quiere aprender más sobre
ellas. Quiere desmontar el lenguaje hasta llegar a la placa base.
Y, lo más importante de todo: es discreto. Discreto y muy paciente. Mostrar
sus auténticos colores supondría declarar sus intenciones, y Brendan Marrón es
más listo que eso. Brendan conoce el valor del camuflaje; por eso ha conseguido
sobrevivir hasta ahora: pasando desapercibido en el patio de la escuela, dejando
que sean otros los que destaquen, quedándose detrás de la barrera mientras
contemplaba cómo el enemigo se destruía a sí mismo…
En El arte de la guerra, Sun Szu afirma lo siguiente: Toda guerra se basa en el
engaño. Bueno, si hay algo que a nuestro chico se le da bien, es eso de engañar y
confundir.

Por lo tanto, cuando podamos atacar, debemos aparentar incapacidad;


cuando empleemos nuestras fuerzas, deben parecer inactivas; cuando
estemos cerca del enemigo, debemos hacerle creer que estamos lejos, y
cuando estemos lejos, debemos hacerle creer que estamos cerca.

Escoge el momento con sumo cuidado. Nunca ha sido impulsivo. No se parece


en nada a Nigel, que siempre actuaba primero y pensaba después (en el caso de
que pensara), respondiendo a provocaciones tan evidentes que incluso un niño
podría tomarle el pelo…
Si tu enemigo tiene un carácter colérico, trata de irritarle.
En el caso de Nigel, resultó muy fácil. Una palabra en el momento justo fue
capaz de conseguirlo. En este caso, eso conduce a la violencia, a una reacción en
cadena que nadie puede detener y que acaba con la muerte de su hermano, el
que viste de azul, y la detención de su otro hermano, el que viste de negro,
mientras el avispado Brendan se libra de ambos y sale indemne…
Ítem número uno: un cuaderno Moleskine negro.
Ítem número dos: algunas fotografías de su hermano, el que viste de negro,
retozando con Tricia Goldblum, alias señora Azul Eléctrico…, algunas de ellas
muy íntimas, tomadas con un teleobjetivo desde el jardín trasero de la casa de la
dama y reveladas a escondidas en el cuarto oscuro, sin que nadie, ni siquiera su
madre, estuviera al tanto de ello…
Mézclense ambos objetos, como el nitrógeno y la glicerina, y …
¡Bum!
De hecho, resultó casi demasiado fácil. La gente es muy previsible. Y Nigel
lo era especialmente, con su malhumor y su carácter violento. Gracias al efecto
del halo invertido (Nigel siempre odió a Ben), lo único que tuvo que hacer nuestro
héroe fue provocarlo, colocarlo en el sitio adecuado y el resto fue coser y cantar.
Un comentario susurrado al oído de Nigel, dando a entender que Ben le estaba
espiando; una referencia a un alijo secreto y luego una prueba que Nigel
encontraría escondida debajo del colchón de su hermano; después de eso, lo
único que nuestro chico tuvo que hacer fue desentenderse de todo mientras se
desplegaba el sórdido plan del asesinato.
Evidentemente, Ben lo negó todo. Ése fue su gran error. Brendan sabía por
experiencia que la única manera de no salir mal parado es confesar el crimen de
inmediato, aun cuando uno sea inocente. Era una lección que había aprendido
muy pronto; de ese modo, se ganó la fama de embustero y cargó con las culpas
de un montón de cosas que no había hecho. En cualquier caso, Ben no tuvo
tiempo para explicarse. El primer golpe de Nigel le abrió la cabeza. Y luego…,
bueno, basta con decir que Benjamin no tuvo ninguna posibilidad.
Nuestro héroe, por supuesto, no estaba allí. Al igual que Macavity, el gato
misterioso, dominaba el difícil arte de evitar los malos tragos. Fue la madre de
Brendan quien encontró a su hijo, llamó a la Policía y a la ambulancia y luego se
quedó de guardia en el hospital; nunca se echó a llorar, ni una sola vez, ni siquiera
cuando le dijeron que los daños eran irreversibles y que Benjamin nunca
recuperaría la conciencia…
Dijeron que fue homicidio sin premeditación.
Una palabra interesante —la risa de un hombre [15] —, teñida de sombras de
un azul luminoso y cuy o aroma es el de la salvia y la violeta. Sí, ahora ve los
colores de Ben. Después de todo, él ocupó su lugar. Ahora todo pertenece a
Brendan: su don, su futuro, sus colores…
Tardó un tiempo en acostumbrarse. Al principio, nuestro héroe estuvo
enfermo varios días. Su estómago parecía un pozo sin fondo y le dolía tanto la
cabeza que pensó que iba a morir. En cierto modo, piensa que se lo merecía.
Pero, por dentro, otra parte de él se sonríe. Es como un diabólico truco de magia:
es inocente, pero aun así, en secreto, se siente culpable de asesinato.
Sin embargo, le falta algo. Sigue estando más allá de la violencia, lo cual
resulta un tanto desafortunado, dado el alcance de su rabia. Sin ese venenoso don,
piensa, nada sería posible. Sus ideas son claras y objetivas. Carece de una
conciencia que le angustie. Las cosas más terribles están en su mente; basta un
pestañeo para llevarlas a cabo. No obstante, su cuerpo rechaza la posibilidad. Sólo
es capaz de actuar impunemente en la ficción. Sólo entonces se siente realmente
libre. En la vida real siempre se acaba pagando un precio por la victoria; se paga
con la enfermedad y el sufrimiento, de la misma forma que hay que pagar por
todos los malos pensamientos…
Ella aún conserva el trozo de cable eléctrico, aunque, por supuesto, y a no lo
usa. Ahora utiliza los pies y los puños; sabe que él nunca se defenderá. Sin
embargo, él sueña con ese trozo de cable eléctrico y con los perros de porcelana,
que le miran impasibles y boquiabiertos desde el aparador. El cable podría
enrollarse perfectamente seis o siete veces en torno a su cuello, y, después, el
aparador y los perros de porcelana no tendrían ni una maldita posibilidad…
La idea lo pone nuevamente en tensión y le provoca un sabor en la garganta.
Es una sabor que a estas alturas y a debería conocer: un sabor salobre que le
produce arcadas; su boca se vuelve pastosa; tiene miedo y su corazón se
retuerce, como un pez en la arena de la play a.
Desde abajo le llega una voz.
—¿Quién anda ahí? —grita ella.
Él lanza un suspiro.
—Soy y o, mamá.
—¿Qué estás haciendo? Tienes que tomarte tu bebida.
Apaga el ordenador y coge los auriculares. Le gusta escuchar música; da un
contexto diferente a las cosas. Siempre lleva encima su iPod y hace mucho
tiempo que ha perfeccionado el arte de fingir que escucha lo que ella dice,
mientras en su cabeza suena otra cosa, la banda sonora secreta de su vida.
Baja las escaleras.
—¿Qué pasa, mamá?
La mira mientras mueve la boca, aunque no oy e lo que dice. En su cabeza, el
hombre de negro canta con una voz tan vieja y cansada que se diría que y a está
muerto. Brendan se siente muy vacío por dentro, consumido por tanta vacuidad,
por unas ansias que nada puede satisfacer —ni la comida, ni el amor ni el
asesinato—, como una serpiente que se dispone a engullir al mundo y acaba
engulléndose a sí misma.
En lo más profundo de su ser, él sabe que ha llegado su momento. El
momento de tomarse su medicina. El momento de hacer lo que tanto ha deseado
desde hace cuarenta años…, prácticamente toda su vida. El momento de mostrar
sus auténticos colores, de darse la vuelta y enfrentarse a su enemigo. Después de
todo, ¿qué podría perder? ¿Su complejo vitamínico? ¿Su imperio de mugre?

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Albertine: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine?
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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 00.15
Acceso: restringido
Estado de ánimo: insatisfecho
Estoy escuchando: Cher: « Just Like Jesse James»

Así es como un sinesteta del espejo sale impune de un asesinato. Tenéis que
reconocer que el truco es fantástico y que lo ejecuté con mi talento habitual. Los
espejos son muy versátiles. Puedes levitar, hacer desaparecer objetos y
atravesar con espadas a una mujer desnuda. Sí, a veces tengo dolores de cabeza,
pero chicodeojosazules me ha echado una mano con ellos. ¿No os dije que y o me
gustaba más cuando escribía siendo otra persona? Chicodeojosazules no tiene
empatía. Raramente siente lástima por alguien. Su fría y desapasionada forma de
ver el mundo es un muro de contención para mi ternura.
¿Ternura?, me preguntaréis. Bueno, sí: soy muy sensible. Un sinesteta del
espejo siente todo lo que ve. Cuando era niño, tardé un tiempo en darme cuenta
de que los demás no funcionaban así. Hasta que apareció en escena el doctor
Peacock, di por sentado que y o era totalmente normal. Pensaba que sería cosa de
familia, aunque incluso en el caso de los gemelos idénticos, la forma en que se
manifiesta una condición suele ser a menudo completamente distinta.
De todas formas, mi hermano Ben no tenía ninguna intención de compartir el
protagonismo. La primera vez que fuimos a la mansión me advirtió que si me
atrevía siquiera a insinuarle al doctor Peacock que no era un chico normal,
tendría que atenerme a las desagradables consecuencias. Al principio no hice
caso de la advertencia, aunque sólo fuera por ese grabado en sepia, por la foto de
Hawái y por la forma en que me hablaba el doctor Peacock y la idea de que tal
vez fuera especial…
Me mantuve firme en mi decisión durante dos semanas. Nigel se mostraba
abiertamente desdeñoso —como si Brendan Marrón fuera capaz de hacer algo—
y Benjamin me miraba resentido, esperando la ocasión para derrotarme. Incluso
entonces y a era muy astuto: un comentario a mamá, una insinuación de que y o
estaba celoso de él, más insinuaciones de que y o fingía mi don y que sólo estaba
imitándole a él…
Debo admitirlo: nunca tuve ninguna posibilidad. Estaba gordo y era
desgarbado, disléxico, tartamudo y un desastre en la escuela. Incluso mis ojos
eran de un azul grisáceo frío, mientras que los de Ben eran luminosos y hacían
que la gente se encariñara con él. Evidentemente, le creían. ¿Por qué no iban a
hacerlo?
Con la ay uda del trozo de cable eléctrico, mamá me sacó una confesión
completa. En cierto modo, creo que ambos nos sentimos aliviados. Yo sabía que
no podía competir con Ben. Y, en cuanto a mamá…, ella lo sabía desde el
principio, sabía que y o no podría ser especial. ¿Cómo me atrevía a desacreditar a
Ben? ¿Cómo me atrevía a contarle todas esas mentiras? Pedí perdón entre gritos
y sollozos mientras mi hermano me miraba con una sonrisa en la cara, y,
después de eso, bastó con que me amenazara con quejarse a mamá para
convertirme en su obediente esclavo.
Ésa fue la última ocasión en que intenté hablarle a alguien de mi don. Una vez
más, Ben me había eclipsado. Intenté volver a ser Brendan Marrón, aunque
estaba menos a salvo que antes. Sin embargo, algo había cambiado en mamá. Tal
vez se tratara del efecto del halo invertido. O puede que fuera por el asunto de
Emily White. En cualquier caso, a partir de aquel momento me convertí en la
cabeza de turco, en el blanco de sus frustraciones. Cuando el doctor Peacock dejó
de trabajar con Ben, descubrí que, por alguna razón, me echaba la culpa a mí. El
año que Ben suspendió en St. Oswald, fue a mí a quien castigaron…, y sí, había
planeado abandonar la escuela, aunque ambos sabíamos que si Ben hubiera
aprobado, nadie se habría acordado de mí.
La comida se convirtió en mi válvula de escape… La comida y, más
adelante, Emily. Comía, aunque no por hambre o gula, sino para protegerme de
un mundo lleno de peligros, un mundo donde cada palabra era un falso amigo,
donde incluso ver la televisión era arriesgado y cada escena un borde afilado
contra el que podía acabar golpeándome.
Sin embargo, he aprendido a sobrellevarlo. La música me ay uda un poco, y
la ficción también; y ahora, gracias a Internet, he encontrado la forma de
disfrutar de mi don. El mundo virtual es un medio para toda clase de porno. Y,
evidentemente, para un sinesteta del espejo, eso es tan bueno como la realidad.
Un roce, un beso, y a veces casi me olvido de que soy y o quien está delante de
una pantalla, que soy tan sólo un observador, un espía, y que lo real ocurre en
otra parte.
Medio. Una palabra interesante. Describe al mismo tiempo lo que y o era —el
hermano de en medio, un tío normal y corriente— y lo que soy ahora, alguien
que tiene el don del lenguaje, un portavoz de los muertos.
Dicen que sólo hay una vida. Echad un vistazo a la Red y veréis que eso no es
cierto. Probad un día a escribir vuestro nombre en Google y veréis cuantos más
lo comparten. Toda esa gente podría haber sido tú: un desgraciado, un deportista,
un actor casi famoso, el que está en el corredor de la muerte, un chef célebre, el
que cumple años el mismo día que tú…, todos ellos son sombras de lo que habría
podido ser si las cosas hubiesen sido algo distintas.
Bueno, y o tuve la oportunidad de ser distinto, de abandonar mi vida y
adentrarme en una de mis sombras. ¿Acaso no harían todos lo mismo? ¿Acaso no
lo harías tú si tuvieras la oportunidad?
4

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Publicado el: martes, 19 de febrero, a la 01.04
Acceso: restringido
Estado de ánimo: reflexivo
Estoy escuchando: Sally Olfield: « Mirrors»

Evidentemente, mamá lloró por Benjamin. Al principio lo hizo en silencio…, con


una siniestra calma que y o interpreté como resignación. Luego aparecieron los
otros síntomas: la rabia y las incursiones en la demencia. La oía en plena noche,
quitando el polvo a los perros de porcelana en el salón o simplemente vagando
por la casa.
A veces sollozaba: No fue culpa tuya. A veces me confundía con mi hermano
o despotricaba sobre mis fracasos. A veces gritaba: ¡Tendrías que haber sido tú! A
veces me despertaba en plena noche, sollozando: ¡Oh, B. B., he soñado que te
morías!; tardé un tiempo en comprender que éramos intercambiables, y que a
veces, para mamá, Benjamin Azul y chicodeojosazules eran el mismo…
Luego, inevitablemente, llegó la caída. Después del shock vino el contragolpe,
y de repente me convertí, una vez más, en el blanco de todas las expectativas.
Después de que mis hermanos desaparecieran de escena, mi papel cambió
drásticamente. Ahora, yo era el chico de los ojos azules de mamá. Ahora era su
única esperanza. Ella pensaba que le debía un nuevo intento, que debía volver a la
escuela; quizás para estudiar Medicina…, para hacer todas las cosas que él
debería haber hecho y que ahora sólo y o podía llevar a cabo.
Al principio intenté defenderme. Yo no estaba hecho para la medicina. En
Sunny bank Park había suspendido todas las asignaturas de ciencias y sólo había
estudiado las matemáticas de primaria. Sin embargo, mamá no atendía a
razones. Yo tenía una responsabilidad. Llevaba demasiado tiempo haciendo el
vago, y había llegado el momento de cambiar…
Bueno, y a sabéis lo que ocurrió después. Me puse misteriosamente enfermo.
Mi estómago parecía estar lleno de serpientes que se retorcían y escupían su
veneno en mis entrañas. Cuando me recuperé, había perdido tanto peso que,
cuando me puse mi ropa, parecía un pay aso. Me estremecía al oír un ruido muy
fuerte y me encogía ante una luz muy brillante. A veces apenas recordaba
aquello tan horrible y maravilloso que había hecho o dónde terminaba Ben y
empezaba Brendan…
Bueno, es normal, ¿no? Mis recuerdos son muy nebulosos; sustituy en a
escondidas al fumador pasivo por este juego de espejos. Tenía fiebre y me dolía
todo; no sé qué le dije. No recuerdo nada —mentiras, confesiones, promesas—,
pero cuando estuve recuperado del todo y me levanté de la cama, sabía que algo
había cambiado en mí. Ya no era Brendan Marrón, sino algo totalmente distinto.
Y, a decir verdad, y a no sabía con certeza si había engullido a Ben o era él quien
me había engullido a mí…
Evidentemente, no creo en los fantasmas. En realidad, apenas creo en los
vivos. Y, aun así, me convertí en eso, en una sombra de mi hermano. Cuando
estalló el escándalo Emily, reinventé la historia de Ben. Yo y a poseía su don, por
supuesto, gracias a mi propia condición, lo cual hizo que resultara muy fácil
hacerles creer que estaba diciendo la verdad.
Empecé a vestirme con el color de Ben, a ponerme su ropa. Al principio fue
por una cuestión práctica, porque mi ropa me quedaba grande. No vestía siempre
de azul; a veces me ponía una sudadera, otras una camiseta. Mamá parecía no
darse cuenta de ello. El escándalo Emily White me convirtió en un héroe; la
gente me invitaba a copas en los pubs y, de repente, las chicas me encontraban
atractivo. Aquel trimestre me matriculé en la Universidad de Malbry. Dejé que
mamá pensara que estaba estudiando Medicina. Mi piel se había vuelto más clara
y había dejado de tartamudear. Y, lo mejor de todo, seguía perdiendo peso. En
ausencia de mis hermanos, parecía no tener y a la necesidad de comer, de
comprar y de engullir todo lo que veía. Lo que había empezado con Mal había
acabado con Ben. Por fin, mis ansias habían sido satisfechas.
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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 21.56
Acceso: restringido
Estado de ánimo: nostálgico
Estoy escuchando: Judy Garland: « Somewhere Over The Rainbow»

Al final lo has conseguido, Clair. Hoy, por fin, he vuelto al grupo. Puesto que todo
está saliendo según lo previsto, creo que puedo permitirme alguna distracción
inofensiva. Además, puede que ésta sea la última vez…
El aula es una habitación minúscula pintada de beis con una planta —una
cinta— en una estantería que hay junto a la puerta y una fotografía de Angel
Blue en la pared. Las sillas son de color naranja y han sido dispuestas en círculo a
fin de que nadie se sienta inferior. En el centro del círculo hay una mesita con
una bandeja con una tetera, tazas, un plato de galletas (Bourbon creams, que
odio, dicho sea de paso), un montón de folios, un bote con bolígrafos y la
indispensable caja de pañuelos de papel.
Bueno, es mejor que no esperen que derrame ninguna lágrima.
Chicodeojosazules nunca llora.
—¡Hola! Me alegro mucho de verte —dijo Clair (siempre se lo dice a todo el
mundo)—. ¿Cómo estás?
—Supongo que bien.
En la vida real hablo bastante menos que cuando estoy conectado. Ésa es una
de las muchas razones por las que sigo prefiriendo quedarme en casa.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó Clair.
Ya había olvidado mi relato de ficción, evidentemente…, o decidió que todo
estaba sólo en mi cabeza.
Me encogí de hombros.
—Tuve un accidente.
Me dedicó una mirada de falsa compasión. Se parece a su madre, Maureen
Pike; sobre todo ahora que está llegando a esa edad. Cuarenta y uno, cuarenta y
dos… y, de pronto, todo empieza a moverse hacia el sur… No, no hacia Hawái,
sino hacia un territorio más inhóspito, un lugar de barrancos resecos, rocas caídas
y agreste vegetación. Un grito lejano de ClairDeLune, que cuelga relatos eróticos
de ficción en mi sitio y que afirma tener tan sólo treinta y cinco años. Aun así,
como habréis podido suponer, lo que somos en badsguyrock puede diferir
muchísimo de lo que somos en la vida real. Mientras sólo sea una fantasía, ¿a
quién le importa realmente el rol que asumimos? Indio o vaquero, con sombrero
blanco o negro, nadie emite juicio alguno.
De todas formas, estos juegos a los que nos gusta jugar están vinculados a una
capa suby acente de realidad…, a un estrato de deseo sin explotar. Somos aquello
que soñamos. Sabemos lo que queremos. Sabemos que nos lo merecemos…
¿Y qué pasa si lo que queremos es el mal? ¿Si lo que deseamos es la
injusticia?
Bueno, puede que también nos merezcamos eso. Y el precio del pecado es…
—¿Té?
Claire me señaló la bandeja decorada con flores.
Té. El Prozac de los pobres.
—No, gracias.
Terri, que toma el té solo y nunca come galletas —aunque se tomará un bote
entero de helado de chocolate en cuanto llegue a casa—, golpeó la silla que tenía
al lado.
—Hola, Bren —dijo, con una sonrisa bobalicona.
—Lárgate —le contesté.
Observé al resto del grupo. Sí, estaban todos. Media docena de majaras de
diversa índole, más algunos aspirantes a escritor, charlatanes, poetas frustrados
(¿acaso hay otros?), todos ellos desesperados por tener una oportunidad de ser
escuchados. Sin embargo, a mí sólo me importa uno de ellos: Bethan, con sus
ojos irlandeses, mirándome con avidez…
Hoy llevaba un top gris sin mangas que dejaba al descubierto las estrellas
tatuadas en sus brazos. La irlandesa de Nigel, así es como la llama mamá,
negándose a pronunciar su nombre. La que tiene esos horribles tatuajes.
Horrible es la palabra que emplea mi madre para referirse a todas las cosas
que no controla: mis fotografías, mis orquídeas, mis relatos de ficción… De
hecho, a mí me gustan los tatuajes de Bethan, porque sirven para ocultar las
cicatrices plateadas que tiene desde que era una adolescente y que le cruzan los
brazos como si fueran una telaraña. ¿Fue eso lo que Nigel vio en ella? ¿Esa pasión
por las estrellas que le recordó a la que él también sentía? ¿Esa furtiva y eterna
sensación de angustia?
A pesar de su llamativo aspecto, Bethan odia que la miren. Puede que ésa sea
la razón de que se esconda tras tantas capas de engaño. Tatuajes, piercings,
identidades… De pequeña, era tímida y dócil, casi invisible. Bueno, eso debe de
ser el catolicismo para ella, supongo, una guerra perpetua entre la represión y el
exceso. No me extraña que Nigel se enamorara de ella. Era alguien muy raro,
alguien a quien habían hecho más daño que a él.
—Deja de mirarme, Brendan —dijo.
Ojalá no me llamara así. Brendan tiene un olor agrio, como algo húmedo que
se guarda en el sótano. Me seca la boca, y su color es…, bueno, y a sabéis cuál
es. No es que Bethan sea mucho mejor, con su desagradable olor a incienso. Me
gustaba más como Albertine: inmaculada, incolora…
Entonces intervino Clair.
—Venga, Bethan, por favor. Recuerde lo que hablamos. Estoy segura de que
Bren no quería mirar. —Me dirigió una de sus empalagosas miradas—. Y, y a que
estás aquí, Bren, ¿por qué no empiezas tú? Me han dicho que has salido. Eso está
bien.
Me encogí de hombros.
—¿Dónde has estado, Bren?
—Por ahí, y a sabes. En la ciudad.
Clair me dedicó una amplia sonrisa de aprobación.
—Eso es estupendo —dijo—. Me alegro mucho de que hay as vuelto a
escribir. ¿Hay algo que te gustaría leernos?
Volví a encogerme de hombros.
—Venga, no seas tímido. Ya sabes que estamos aquí para ay udarte —dijo,
volviéndose hacia el resto del grupo—. Por favor, ¿os importaría demostrarle a
Bren lo especial que es para todos nosotros y lo mucho que queremos ay udarle?
¡Oh, no! ¡El maldito abrazo colectivo no! Cualquier cosa menos eso, por favor.
—Tengo alguna cosilla… —dije, más para desviar su atención que porque
tuviera necesidad de confesar algo.
Ahora los ojos de Clair estaban fijos en mí, ávidos y expectantes. Es la
expresión que aparece en su cara cuando nos habla de Angel Blue. Y y o me
parezco bastante a él; eso, por lo menos, no es ninguna mentira, lo cual significa,
gracias al efecto halo, que Clair tiene debilidad por mí y una tendencia a creer lo
que digo.
—¿En serio? ¿Podemos oírlo? —preguntó.
Miré una vez más a Bethan. Solía pensar que me odiaba y, aun así, puede que
sea la única que comprenda de verdad lo que supone vivir a todas horas con los
muertos, hablar con ellos, dormir con ellos…
—Nos encantaría oírlo, Bren —dijo Clair.
—¿Estás segura de que es eso lo que quieres? —repuse, sin dejar de mirar a
Bethan.
Ella me miraba fijamente, con sus ojos azules entornados, como dos llamas
de gas.
—Por supuesto —dijo Clair—. ¿Verdad, chicos?
Todo el círculo asintió con la cabeza. Me percaté de que Bethan estaba
totalmente quieta.
—Puede que sea un poco… inquietante —contesté—. Me temo que se trata
de otro asesinato. —Sonreí ante la expresión de Clair y la forma en que los
demás se inclinaron hacia delante, como perros falderos a la hora de comer—.
Lo siento, chicos —añadí—. Pensaréis que es lo único que hago.
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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 22.31
Acceso: público
Estado de ánimo: inocente
Estoy escuchando: The Four Seasons: « By e By e Baby »

Él la llama señora Azul Bebé. Ella cree que es una artista. Sin duda alguna, por su
aspecto lo parece: lleva el pelo, rubio, artísticamente alborotado; viste monos
salpicados de pintura, luce collares de abalorios y le gusta encender velas
aromáticas, que la ay udan en su proceso creativo, según dice (además, sirven
para disimular el olor a pintura).
No ha hecho grandes cosas. No, ha dedicado toda su pasión creativa a educar
a su hija. Un hijo es como una obra de arte, y ésta, según ella, es perfecta;
perfecta, buena y con talento…
La ha estado vigilando a distancia. Él piensa que es muy hermosa, con su
pulcra melena, su piel blanca como una almendra y su abriguito rojo con su
capucha. No se parece en nada a su madre; es una niña independiente. Incluso su
nombre es bonito. Un nombre que huele a rosas.
En cambio, su madre es todo lo que él detesta: es inconstante, pretenciosa, un
parásito que se alimenta de su hija, que vive a través de ella, que le roba la vida
con sus expectativas…
Chicodeojosazules la desprecia. Piensa en todo el daño que ha hecho —a él, a
los dos— y se pregunta: ¿Acaso le importa a alguien?
Pensándolo bien, cree que tal vez no. Sin ella, el mundo estaría más limpio.
Más limpio. Una expresión maravillosa. Planea en azul lo que hace, lo que es
y lo que hará. Más limpio.
El crimen perfecto consta de cuatro fases. La primera fase es evidente. La
segunda lleva un tiempo. La tercera es un poco más complicada, pero ahora y a
se ha acostumbrado. Cinco asesinatos, contando el de Azul Diésel; se pregunta si
y a puede considerarse un asesino en serie o si primero tiene que perfeccionar su
estilo.
Para chicodeojosazules, el estilo es importante. Quiere sentir que hay poesía,
que hay algo más grande en lo que hace. Le gustaría llevar a cabo algo
complicado: una disección, una decapitación, algo dramático, excéntrico y
extraño. Algo que le diera escalofríos, algo que le diferenciara del resto. Y, lo que
es más importante, le gustaría mirar, ver la expresión en sus ojos, que ella
supiera finalmente quién es él…
Él sabe, porque la ha observado, que, cuando se queda sola en casa le gusta
tomar largos baños. Se queda en la bañera durante al menos una hora, ley endo
revistas… Ha visto marcas de agua en los montones de revistas que deja para
reciclar. Ha visto el parpadeo de las velas tras el cristal empañado de la ventana
y ha podido oler el aroma de su aceite de baño mientras el agua corre por el
desagüe. La hora del baño de Azul Bebé es sagrada. Nunca contesta el teléfono y
ni siquiera abre la puerta. Él lo sabe porque lo ha comprobado. Ni siquiera se
encierra en el cuarto de baño…
Él aguarda en el jardín, vigilando la casa. Espera a ver el resplandor de las
velas y a oír el sonido del agua en las cañerías. Espera a que la señora Azul Bebé
se meta en la bañera y luego, sin hacer el menor ruido, entra.
La casa ha sido redecorada. En las paredes cuelgan cuadros nuevos —la
may oría abstractos— y en el salón hay una alfombra Axminster de color
marrón y escarlata.
Axminster. Hacha. Catedral[16] . Una palabra roja. ¿Qué significa? Hacha-
asesino. Hacha. Catedral. Asesinato en la catedral. La idea le distrae durante un
momento, le hace sentirse mareado y distante, y provoca una vez más ese sabor
en su boca, ese sabor empalagoso a fruta podrida que anuncia el peor de los
dolores de cabeza. Se concentra en el color azul, su remanso de paz y
tranquilidad. El azul es ese cobijo que busca siempre que se siente solo o
asustado; cierra los ojos, aprieta los puños y se dice a sí mismo…
No es culpa mía.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el sabor y el dolor de cabeza se han ido. Echa
un vistazo a la casa. La distribución es tal y como la recuerda. Le llega el mismo
y acechante olor a trementina y aún están ahí las muñecas de porcelana; no las
ha tirado, siguen ahí, en el salón, con sus ojos fijos y siniestros, sus tirabuzones y
sus encajes.
Las baldosas del baño son de color aguamarina y blanco. La señora B está
tumbada en la bañera, con los ojos cerrados. Su rostro es de un llamativo color
turquesa… Él supone que lleva una máscara de belleza. En el suelo hay un
ejemplar de la revista Vogue. Hay algo que huele a fresa. La señora B usa unas
sales de baño que dejan un residuo de polvo que brilla en su piel.
Stellatio: acto de transferir involuntariamente el brillo de las sales de baño a
alguien sin su aprobación o consentimiento.
Stellata: dícese de los pequeños fragmentos de polvo brillante que se pegan a
su pelo y a su piel; tres meses después, él aún los encuentra por la casa,
señalando su culpabilidad en código morse.
La observa en silencio. Podría hacerlo ahora, piensa; sin embargo, a veces el
impulso de ser visto es demasiado fuerte, y él quiere ver la expresión de su
mirada. Aguarda un momento y, entonces, algo la advierte de su presencia.
Entoces abre los ojos —durante un instante no hay shock alguno en ellos, sino tan
sólo un asombro vacío, como el de las muñecas del salón— y luego se sienta y el
agua cae sobre ella, haciéndola lenta y pesada; de pronto, el olor a fresas lo
invade todo y el agua, resplandeciente, salpica su rostro. Él se inclina sobre la
bañera y ella le golpea indefensa con los puños; la agarra por el pelo, empapado
en jabón, y la empuja, sumergiéndola en el agua.
Resulta increíblemente sencillo, pero, aun así, la confusión le molesta. El
polvo brillante que recubre el cuerpo de la mujer se pega a su piel, y el sintético
olor a fresas se hace más penetrante. Ella tira y empuja bajo su cuerpo, pero la
gravedad juega en su contra, y el peso del agua la mantiene sumergida.
Él espera unos minutos, mientras piensa en esas latas de barquillos rosados de
la marca Family Circle, y entonces emerge otro aroma de la cadena de
palabras: Barquillo[17] . Comunión. Espíritu Santo. Él se permite el lujo de
relajarse; aguarda a que su respiración se normalice y, en ese momento, con
mucho cuidado, metódicamente, se dispone a limpiar.
En la escena del crimen no encontrarán ninguna huella: lleva unos guantes de
látex y se ha quitado los zapatos en la entrada, como un chico educado que está
de visita. Echa un vistazo al cadáver. Tiene buen aspecto. Con la fregona, seca el
agua de la bañera que ha salpicado el suelo, y deja las velas encendidas.
Se quita la camiseta y los vaqueros, que están húmedos, los mete en una bolsa
de deporte y se pone la ropa limpia que se ha traído. Deja la casa tal y como la
encontró, se lleva la ropa mojada a casa y la mete en la lavadora.
Ya está, piensa. Ni rastro.

Espera a que lo descubran… No viene nadie. Una vez más, lo ha logrado. Esta
vez, sin embargo, no se siente eufórico. En realidad, tiene una sensación de
pérdida, y ese fuerte y cobrizo olor a fruta podrida, parecido al del complejo
vitamínico, le sube por la garganta hasta llenarle la boca, provocándole arcadas.
¿Por qué éste es diferente?, se pregunta. ¿Por qué siente su ausencia ahora,
cuando todo está a punto de terminar? ¿Por qué siente que se ha deshecho —para
usar una frase habitual de su madre— del bebé con el agua de la bañera?

Escribe un comentario:
ClairDeLune: Gracias por esto, chicodeojosazules. Fue maravilloso que lo
ley eras ante el grupo. Espero que no vuelvas a ausentarte durante tanto
tiempo. ¡Recuerda que estamos ahí para lo que necesites!
chrysalisbaby: me gustaría haberte escuchado leerlo J
Capitanmataconejos: Cojonudo… ¡Ja, ja, ja!
Toxic69: Esto es mejor que el sexo, tío. De todas formas, a ver si algún día eres
capaz de escribir algo que contenga ambas cosas…
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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 23.59
Acceso: restringido
Estado de ánimo: solitario
Estoy escuchando: Motorhead: « The Ace of Spades»

Bueno, evidentemente, uno debe permitirse ciertas licencias poéticas. No


obstante, a veces la ficción es mejor que la realidad. Puede que así es como
debería haber sido. Un asesinato es un asesinato, y a sea mediante un veneno, por
poderes, por ahogamiento o por las heridas provocadas por la prensa. Un
asesinato es un asesinato, la culpa es la culpa, y en la ficción late una verdad
reveladora tan roja y sangrienta como un corazón. Porque el asesinato cambia a
todo el mundo —a la víctima, al culpable, al testigo, al sospechoso— de muchas e
inesperadas formas. Es un troy ano que infecta el alma; permanece inactivo
durante meses o años, robando secretos, clasificando enlaces, corrompiendo
memorias y cosas mucho peores, hasta emerger finalmente como un orgiástico
y aplastante sistema de destrucción.
No, no siento remordimiento alguno. Al menos, no por la muerte de
Catherine. Fue el instinto lo que me llevó a actuar como lo hice; el instinto de una
cría de pájaro luchando por sobrevivir. Las reacciones de mamá también eran
instintivas. Después de todo, y o era su único hijo. Tenía que triunfar y ser el
mejor; la discreción había dejado de ser una opción. Había aceptado el legado de
Ben. Leía sus libros. Me ponía su ropa. Y cuando estalló el escándalo del doctor
Peacock, conté la historia de mi hermano…, pero no como había ocurrido, por
supuesto, sino tal y como mamá se la había imaginado, mostrando de una vez por
todas a mi hermano como un santo, como una víctima, como la estrella del
espectáculo…
Sí, eso sí lo lamento. El doctor Peacock había sido amable conmigo. Sin
embargo, no tenía elección. ¿Lo entendéis, verdad? Negarme a ello habría sido
impensable; y o y a estaba atrapado en la trampa de la botella, una trampa que y o
mismo había fabricado, y por entonces estaba luchando por mi vida, la vida que
le había arrebatado a Benjamin.
Tú sí lo entiendes, Albertine. Tú le robaste la vida a Emily. No, no es que te lo
eche en cara. En realidad, es todo lo contrario. Una persona que sabe cómo
arrebatar una vida siempre es capaz de adueñarse de otra. Y como creo que y a
he dicho anteriormente, lo que de veras importa —en el asesinato y en todos los
temas del corazón— no es tanto el conocimiento como el deseo.
Bueno…, ¿puedo seguir llamándote Albertine? Bethan nunca te ha pegado. Sin
embargo, las rosas que crecían junto al muro de tu jardín —las Albertine, de
nostálgico aroma— eran de la misma variedad que las que florecían en la
mansión. Supongo que y a te lo debo haber dicho. Tú siempre prestabas atención.
La pequeña Bethan Brannigan, con su pelo castaño por encima de los hombros y
esos ojos de color azul pizarra. Vivías en la casa que había junto a la de Emily, y
hasta cierto punto podrías haber sido su hermana. Incluso podrías haber sido su
amiga, una niña de su misma edad con la que jugar.
Sin embargo, la señora White era muy esnob. Despreciaba a la señora
Brannigan, con su casa alquilada, su acento irlandés y su marido,
sospechosamente ausente. Trabajaba en la escuela primaria; de hecho, llegó a
dar clases a mi hermano, que la apodaba la señora Azul Católico, y predicaba sus
creencias. Y a pesar de que Patrick White era más tolerante que Benjamin o
mamá, Catherine mantenía alejada a Emily de aquella niña irlandesa y su
familia.
Sin embargo, te gustaba observarla, ¿verdad? Te gustaba observar a aquella
niña ciega de la casa de al lado que tocaba tan bien el piano, que tenía todo lo que
tú no tenías, que tenía tutores y recibía regalos y visitas y que nunca había ido a
la escuela. Cuanto te hablé por primera vez, te mostraste tímida; un poco
desconfiada, al menos al principio, aunque luego te sentiste halagada por mi
atención. De entrada, aceptaste mis regalos con perplejidad, aunque al final lo
hacías con agradecimiento.
Lo mejor de todo es que nunca me juzgaste. No te importó que estuviera
gordo o que tartamudeara, ni pensaste que fuera tonto. Jamás me preguntaste
nada sobre mí ni esperaste que fuera otra persona. Yo era el hermano que nunca
tuviste, y tú, mi hermana pequeña. Y nunca se te ocurrió pensar que tan sólo eras
una excusa, un títere, que la estrella de la función era otra…
Bueno, ahora y a sabes cómo me siento. No siempre conseguimos lo que
deseamos en la vida. Yo tenía a Ben, y tú a Emily ; ambos estábamos detrás de la
barrera, éramos sólo extras, unos sustitutos de lo auténtico. Aun así, llegué a
tenerte mucho cariño. Oh, no en la misma forma en que quería a Emily, la
hermana pequeña que debería haber tenido, aunque tu inocente devoción era
algo que nunca había disfrutado antes. Es cierto que casi te doblaba la edad,
aunque tenías algo. Eras agradable, obediente e inusualmente brillante. Y, por
supuesto, deseabas desesperadamente ser aquello —fuera lo que fuera— que y o
buscaba en ti…
¡Oh, por favor! No seas mala. ¿Por qué clase de pervertido me tomas? Me
gustaba estar contigo, eso era todo, igual que me gustaba estar con Emily. Tu
madre nunca se fijó en mí, y la señora White, que sabía quién era, nunca trató de
intervenir. Entre semana me dejaba caer después de la escuela, antes de que tu
madre llegara de trabajar, y los fines de semana quedábamos en cualquier sitio,
en el patio de juegos de Abbey Road o al final de tu jardín, donde no era
probable que nos vieran, y comentábamos lo que habíamos hecho durante el día.
Yo te daba golosinas y chocolate, y te contaba historias sobre mi madre, sobre
mis hermanos, sobre mí y sobre Emily.
Tú sabías escuchar muy bien. De hecho, a veces olvidaba la edad que tenías
y te hablaba como a un igual. Te hablaba de mi condición…, de mi don. Te
enseñaba mis cortes y mis cardenales. Te hablaba del doctor Peacock y de todas
las pruebas que me hizo antes de elegir a mi hermano. Te mostraba algunas de
mis fotografías y te confesaba —algo que nunca podría haber hecho con mamá
— que lo que más deseaba en la vida era irme muy lejos y volar a Hawái.
¡Pobre niña, qué sola estabas! ¿A quién tenías, salvo a mí? ¿Quién más
formaba parte de tu vida? Una madre que trabajaba, un padre ausente; no tenías
abuelos, ni vecinos ni amigos. Excepto a un servidor, ¿a quién tenías? ¿Y qué no
habrías hecho por mí?
No dejes que nadie diga nunca que una niña de ocho años no puede sentirse
así. Esos años de la pubertad están llenos de angustia y rebeldía. Los adultos
tratan de olvidarlo; se engañan pensando que los niños son menos fuertes que
ellos, que el amor llega más adelante, con la pubertad, una especie de
compensación por la pérdida de un estado de gracia…
¿El amor? Bueno, sí. Hay muchas clases de amor. Está el eros: el más simple
y pasajero de todos. Está la philia: la amistad, la lealtad. Está el storge: el cariño
que un niño da a sus padres. Está el thelema: el deseo de actuar. Y está el agape:
el amor platónico, por un amigo, por el mundo, por un extraño al que nunca
vamos a conocer, el amor a todo la humanidad.
Sin embargo, ni siquiera los griegos lo sabían todo. El amor es como la nieve:
hay muchas palabras, todas ellas únicas e intraducibles. ¿Existe una palabra para
definir el amor que sientes por alguien a quien has odiado toda tu vida? ¿O para el
amor que se siente por algo que te pone enfermo? ¿O para esa dulce y afligida
ternura por alguien a quien vas a matar?
Por favor, Albertine, créeme. Lamento todo lo que te ha pasado. Nunca quise
que sufrieras ningún daño. Sin embargo, la locura es contagiosa, ¿no? Al igual que
el amor, cree en lo imposible. Mueve montañas, negocia con la eternidad, y a
veces incluso resucita a los muertos.
Me preguntaste qué quería de ti, por qué no te dejaba en paz. Pues bien,
Albertine, aquí lo tienes. Vas a hacer por mí lo que nunca he sido capaz de hacer
por mí mismo. El único acto que puede liberarme. El acto que he estado
planeando durante más de veinte años. Un acto que y o nunca podría cometer,
pero que tú podrás llevar a cabo fácilmente…
Escoge una carta; cualquiera.
El truco consiste en hacerle creer al interesado que la carta que ha elegido
era la que quería elegir y no la que ha sido elegida para él. Cualquier carta. Mi
carta. Que da la casualidad de que es…
¿Lo has adivinado?
Entonces, escoge una carta, Albertine.
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Publicado el: martes, 19 de febrero, a las 23.32
Acceso: restringido
Estado de ánimo: tenso

Evidentemente, está jugando conmigo. Eso es lo que mejor se le da a


chicodeojosazules. Hemos jugado y a a tantos juegos que la frontera entre la
realidad y la ficción está permanentemente desdibujada. Debería odiarle, y aun
así sé que sea lo que sea él y haga lo que haga, soy en parte responsable de ello.
¿Por qué me está haciendo esto? ¿Qué espera que haga esta vez? En esta
historia, absolutamente todos están muertos: Catherine, papá, el doctor Peacock,
Ben, Nigel y, la más importante de todos, Emily. Y, sin embargo, a pesar de ello,
mientras lee el relato en voz alta, noto que se me cierra la garganta, que se me
crispan los nervios, que mi cabeza empieza a girar y que los acordes de Berlioz
empiezan a estrujar mi mente…
—¿Bethan? ¿Te encuentras bien? —preguntó él.
Capté esa sonrisita en su voz.
—Lo siento. —Me levanté—. Tengo que irme.
Bajo su comprensiva apariencia, Clair parecía un poco impaciente. Había
interrumpido la narración y, evidentemente, todos estaban fascinados.
—No tienes buen aspecto —dijo Bren—. Espero que no sea por algo que y o
hay a dicho…
—¡Que te jodan! —le respondí, y me dirigí hacia la salida.
Al pasar a su lado, me dedicó un compungido encogimiento de hombros. Era
extraño que, después de todo lo que él había hecho, y o sintiera ese breve vuelco
en el corazón cada vez que me miraba. Está loco, es falso y merece morir, y aun
así dentro de mí sigue habiendo algo que me empuja a creer y que trata de
disculparle. Todo eso fue hace mucho tiempo. Por aquel entonces, éramos otros
y ambos sabemos que hemos pagado un precio y que hemos dejado atrás una
parte de nosotros, por lo que ninguno de los dos puede ser alguien completo o huir
del fantasma de Emily.
Durante un tiempo pensé que y o había huido, y puede que lo hubiese logrado
si él no hubiera estado ahí para recordármelo. Todos los días, de todas las formas
posibles, provocándome con su presencia hasta que todo aflora y la caja de los
sueños se rompe y todos los demonios son finalmente liberados, azotando el aire
con sus recuerdos.
Es curioso que esas cosas puedan dominarnos. Si Emily estuviera viva,
¿seríamos amigas? ¿Llevaría ese abrigo rojo? ¿Viviría en mi casa? ¿Se habría
enamorado de ella Nigel aquella noche en el Zebra y no de mí? En ocasiones
siento que estoy en el país de los espejos, viviendo una vida que no es la mía, una
vida de segunda mano en la que nunca logro encajar.
La vida de Emily. La silla de Emily. La cama de Emily. La casa de Emily.
Sin embargo, me gusta estar allí; en cierto modo, me siento bien. No es como
en la casa que tenía hace tiempo, en la que ahora viven los Jacadee y que vibra
con la algarabía de sus alegres vidas y el olor a especias de su cocina. Por alguna
razón, no podría haberme quedado allí. No; la casa de Emily era mi lugar, y
apenas he dejado que cambiara, como si algún día ella pudiera regresar y
reclamar lo que por derecho le pertenecía.
Puede que ése sea el motivo por el que Nigel nunca quiso instalarse aquí y
decidió conservar su apartamento de la ciudad. Él no la recordaba —olvidó por
completo ese asunto—, pero supongo que Gloria no lo aprobaba, como no
aprobaba nada que tuviera que ver conmigo: mi pelo, mi acento, mis piercings y
mis tatuajes, pero, sobre todo, mi proximidad con respecto a todo lo que le
ocurrió a Emily White, un misterio sólo resuelto a medias en el que su hijo
también estuvo involucrado.
No creo en fantasmas, evidentemente. No soy yo la que está loca. No
obstante, la he visto durante toda mi vida: andando por Malbry, paseando por el
parque, frente a la iglesia, muy vívida con su abrigo rojo. La he visto; he sido ella
en mi imaginación. ¿Cómo podía ser de otro modo? He vivido la vida de Emily
durante más tiempo que la mía. He escuchado su música, he plantado sus flores
favoritas, he visitado a su padre todos los domingos por la tarde, y casi hasta el
final, siempre me llamó Emily.
De todas formas, hace mucho que pasó el tiempo de ser nostálgica. Ahora,
mi diario cumple un nuevo objetivo. Dicen que las confesiones son buenas para
el alma y, con el paso del tiempo, he adquirido la costumbre de confesarme. Así
es mucho más fácil, por supuesto: no hay curas ni penitencia, sino tan sólo la
pantalla del ordenador y la absolución de la tecla borrar. El dedo escribe, y, una
vez lo ha hecho, puede borrarse lo escrito con un solo movimiento de la mano;
borrar el pasado, eliminar la culpa, limpiar lo que se ha mancillado…
Chicodeojosazules lo entendería. Chicodeojosazules y sus juegos virtuales.
¿Por qué lo hace? Porque puede hacerlo. Y, al mismo tiempo, porque no puede.
Y también, evidentemente, porque Chry ssie cree en aquello de felices para
siempre, porque Clair compra galletas de la marca Bourbon en vez de Family
Circle, y porque Cap es un cabrón retrasado que no se enteraría de nada aunque
saltaran sobre él y le sacaran las entrañas…
Lo sé. Estoy empezando a parecerme a él. Supongo que son gajes del oficio.
Además, siempre he sido muy buena imitando a los demás. Pensaréis que es el
único talento que tengo, lo único que sé hacer. Pero ahora no es el momento para
la autocomplacencia. Ahora es el momento para estar muy alerta. Incluso
cuando es muy vulnerable, chicodeojosazules es peligroso. No es ningún estúpido,
y sabe cómo devolver el golpe. Nigel —¡pobre Nigel!— es un buen ejemplo de
ello: borrado con la misma eficacia con la que chicodeojosazules hace girar una
llave.
Así es como lo hace. Así es como se las arregla. En su relato ha contado
muchas cosas. Así es como un sinesteta del espejo orquestó la muerte de su
hermano, utilizando a otro como arma. Y así fue como se las ingenió para matar
a Nigel, con la ay uda de un insecto en un tarro. Y, si ahora tengo que creer lo que
dice, así fue como provocó todas esas otras muertes, protegiéndose de las
consecuencias, contemplándolo todo al revés a través de sus relatos de ficción,
igual que Perseo dando muerte a la Gorgona.
He pensado en acudir a la Policía, pero suena muy absurdo, ¿verdad? Me
imagino sus caras, sus expresiones de compasivo regocijo. Podría enseñarles sus
confesiones virtuales —en el caso de que sean confesiones—, pero sería y o quien
parecería estar loca, perdida en un mundo de fantasía. Como un mago cuando
está preparando para partir por la mitad a la chica con una sierra,
chicodeojosazules nos invita a comprobar escrupulosamente que no hay trampa
ni cartón.
Mirad, no hay truco. No hay ninguna trampilla secreta. No esconde nada
debajo de la manga. Sus crímenes son públicos, para que todo el mundo pueda
verlos. Lo único que conseguiría hablando ahora sería centrar la atención en mí,
añadir otro escándalo más a una historia llena de mentiras. Me los imagino
examinando mi vida con Nigel; veo a la prensa saliendo de sus agujeros como
ratas hambrientas, arrasándolo todo, haciéndome pedazos, mordisqueando hasta
la última migaja de mi vida para llenar sus mugrientos nidos.
Pasé por Fireplace House de camino a casa. Conocía muy bien ese sitio
gracias a sus historias. De hecho, sólo lo vi en una ocasión, a escondidas, cuando
tenía diez años. Me acuerdo del jardín, de las rosas y del césped, de un color
verde muy brillante, de la enorme puerta de entrada y del estanque, con su
surtidor. Evidentemente, nunca entré, aunque papá me lo contó todo. Más de
veinte años después, regresé, con una espeluznante y asombrosa tranquilidad. La
clase terminó a las ocho; el atardecer era sombrío y olía a humo y a tierra
fermentada, y llegaba a envolver las casas y los coches con un halo de luz
anaranjada.
Como me imaginé, la casa estaba cerrada, pero la verja delantera se abrió
fácilmente; la maleza del camino había sido despejada hacía poco. Será cosa de
Bren, me dije. Siempre había odiado el desorden.
A medida que avanzaba, vi que había unas luces de seguridad: unos focos que
apuntaban al césped. Vi mi sombra, gigantesca, proy ectada contra el muro de la
rosaleda, señalando el camino y el césped como un dedo.
Pensé que la casa era mía. Esa casa tan lujosa, esos jardines… Si Emily
estuviera viva, pensé, ahora sería suy a. Sin embargo, no lo estaba, y la fortuna
había ido a parar a manos de su familia, o a lo que quedaba de ella —a su padre,
Patrick White—, y luego, finalmente, de papá había pasado a mí. Ojalá pudiera
desprenderme del don, pero y a es demasiado tarde: allá donde vay a, Emily
White irá tras de mí. Emily White y su circo de los horrores: los que hablan, los
que odian, los que acosan, la prensa…
Las ventanas del piso superior estaban selladas. En la vieja puerta de entrada
alguien, hacía muy poco, había escrito: ¡púdrete en el infierno, pervertido!
¿Nigel? No, seguro que no. No creo que Nigel le hiciera ningún daño al
anciano, por mucho que le provocara. Y en cuanto a la otra insinuación de
Bren…, que Nigel nunca me había querido, que todo había sido por el dinero…
No. Eso no es más que otro juego de chicodeojosazules intentando
envenenarlo todo. Si Nigel me hubiese mentido, y o lo habría sabido. Y, aun así,
no puedo evitar preguntarme qué decía esa carta que recibió, esa carta que le
hizo montar en cólera. ¿Es posible que Brendan le estuviera chantajeando? ¿Le
amenazó con revelar sus planes? ¿Es posible que Nigel estuviera metido en algo
que condujera a cometer un asesinato?
Clic.
Un ruido casi inaudible, pero muy familiar. Durante un momento me quedé
quieta, escuchando; oí el fluir de la sangre en mi oído, como si fuera una ola, y
sentí los nervios a flor de piel. ¿Es posible que ya me hayan localizado?, pensé.
¿Había llegado y a el momento de esa exposición pública que tanto temía?
—¿Hay alguien ahí?
No hubo respuesta alguna. El viento silbaba y susurraba entre los árboles.
—¿Brendan? —grité—. ¿Bren? ¿Eres tú?
No hubo movimiento alguno, sólo silencio. Y, aun así, pude sentir que me
espiaba, de la misma forma que tantas veces sentí que lo hacía; se me erizaron
los pelos de la nuca y de repente noté la boca seca.
Entonces volví a oírlo. Clic.
El clic de una cámara, un sonido terriblemente inocuo, lleno de amenazas y
recuerdos. Y, acto seguido, el ruido furtivo de su huida, casi imperceptible, entre
los arbustos. Él es muy silencioso, por supuesto, pero siempre puedo oírle.
Di un paso hacia el lugar de donde procedía el ruido y separé los arbustos con
las manos.
—¿Por qué me estás siguiendo? —dije—. ¿Qué es lo que quieres, Bren?
Me pareció oírlo detrás de mí, y entonces escuché un sonido furtivo entre la
maleza. Le di un tono seductor a mi voz, que sonó suave y aterciopelada como la
pata de un gato cuando quiere atrapar a una rata desprevenida.
—¿Brendan? Por favor, tenemos que hablar.
A mis pies, al final del bordillo, había una piedra. La cogí. Su tacto era
agradable. Me imaginé golpeándolo con ella en la cabeza, mientras se ocultaba
entre los arbustos.
Me quedé allí de pie, con la piedra en la mano, tratando de verlo.
—¿Brendan? ¿Estás ahí? —dije—. Vamos, sal. Quiero hablar contigo…
Volví a oír un crujido, y esta vez reaccioné. Di un paso, me volví, y entonces,
con todas mis fuerzas, lancé la piedra hacia el lugar donde había escuchado el
crujido. Se oy ó un ruido sordo y un grito apagado… Luego, silencio sepulcral.
Ya está. Lo has hecho, me dije.
No parecía ser real; tenía las manos entumecidas. Mis oídos se llenaron de
aquel ruido. ¿Eso era todo lo que tenía que hacer? ¿Es así de fácil matar a un
hombre?
Y entonces fue cuando me golpeó: el horror, la verdad. Me di cuenta de que
cometer un asesinato era muy fácil. Tan fácil como dar un puñetazo al azar,
como levantar una piedra. Me sentí vacía, y me asombró mi propio vacío. ¿Era
posible que fuera así de fácil?
Luego vinieron los acordes del dolor, una oleada de amor y náuseas. Oí un
espantoso grito de dolor; por un momento pensé que se trataba de su voz, pero
luego comprendí que se trataba de la mía. Di un paso hacia el lugar donde le
había arrojado la piedra a Brendan. Le llamé, pero no obtuve ninguna respuesta.
Podía estar herido, me dije. Podía estar vivo, aunque inconsciente. Podía estar
fingiendo, tumbado, a la espera. Me daba igual; tenía que saber. Allí, detrás de las
rosas…, las zarzas desgarraron mis manos, llenándolas de sangre.
Y entonces noté un movimiento detrás de mí. El debió de ser muy sigiloso.
Seguramente se arrastró por el suelo, de rodillas, entre la maleza. Cuando me
volví, pude ver brevemente su cara, su expresión de dolor e incredulidad.
—¿Bren? —grité—. Yo no quería…
Y entonces empezó a alejarse entre los árboles; vi su abrigo azul contra el
fondo verde del césped. Le oí deslizarse entre las hojas secas y correr por el
camino de grava; saltó el muro del jardín y se fue por el callejón. Mi corazón
latía a toda velocidad. La adrenalina hacía temblar mi cuerpo. El alivio y la
amargura libraban una batalla. Después de todo, no había cruzado el límite. No
era una asesina. ¿O acaso el límite no era el acto en sí sino el intento?
Evidentemente, ahora eso es pura teoría. Había revelado mi propósito. El
juego había empezado. Le guste o no, si se le presenta la ocasión, intentará
matarme.
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: miércoles, 20 de febrero, a las 00.07
Acceso: público
Estado de ánimo: dolido
Estoy escuchando: Pink Floy d: « Run Like Hell»

¡Zorra! Me has dado. En la muñeca… Tengo suerte de que no esté rota. Si me


hubieses acertado en la cabeza —que sin duda alguna era lo que pretendías—,
habría sido dulces sueños, mi príncipe, o si lo prefieres puedes recurrir a
cualquier otro tópico.
Debo decir que estoy un poco sorprendido. Como y a sabes, y o no quería
causarte ningún daño. Sólo estaba sacando unas fotos. Lo cierto es que no
esperaba que reaccionaras de una forma tan agresiva. Afortunadamente,
conozco ese jardín como la palma de mi mano; sé cómo moverme y dónde
esconderme. Sabía cómo podía huir. Salté el muro hasta la calle, presionando mi
dolorida muñeca contra el estómago y con lágrimas de dolor en los ojos, por lo
que todo parecía cubierto por un montón de arcoíris de un turbio color naranja.
Fui corriendo hasta casa, tratando de decirme a mí mismo que no corría en
busca de mamá, y llegué cuando ella estaba acabando de limpiar la cocina.
—¿Cómo fue la clase? —gritó, a través de la puerta.
—Muy bien, mamá —contesté, esperando poder subir las escaleras antes de
que me viera.
Tenía barro en las zapatillas y en los vaqueros; la muñeca había empezado a
hincharse —por eso sigo escribiendo con una sola mano— y tenía la cara como
un mapa por haber estado en sitios contra los que mamá siempre me había
prevenido…
—¿Has hablado con Terri? —me preguntó—. Estoy segura de que está muy
angustiada por lo de Eleanor.
Sorprendentemente, mamá lo había encajado bien, mucho mejor de lo que
y o esperaba. Hoy se pasó casi todo el día examinando sombreros y escogiendo
música para el funeral. Mamá disfruta con los funerales. Le gusta el drama: una
mano temblorosa, una sonrisa llorosa, un pañuelo apretado contra los labios
pintados…, tambaleándose junto a Adèle y Maureen, que la sostienen por los
codos:
Gloria es una superviviente.
Me detuvo a mitad de las escaleras. Me volví y vi su cabeza, la línea que
dividía su pelo negro, que con el tiempo dejó de ser un estrecho camino hasta
convertirse en una autopista de cuatro carriles. Mamá se tiñe el pelo, por
supuesto: es una de esas cosas que se supone que y o ignoro, como las compresas
Tena que hay en el baño y lo que le ocurrió a mi padre. Sin embargo, y o no
puedo tener secretos para ella; me examinó detenidamente al ver mi sospechoso
aspecto, como una presa esperando recibir el golpe de gracia.
De todas formas, cuando habló me pareció que su voz sonaba extrañamente
alegre.
—¿Por qué no te das un buen baño? —dijo—. Tienes la cena en el horno.
Queda un poco de pollo con chile y tarta de limón.
Ni una palabra sobre el barro que había en las escaleras ni sobre el hecho de
que había llegado media hora tarde.
A veces ésa es la peor parte. Soy capaz de vivir con ella cuando es mala; sin
embargo, cuando es normal me duele, porque entonces aparece la culpa,
arrastrándose, y con ella el dolor de cabeza y las náuseas. Cuando es normal
percibo la artritis en sus manos y que le duele la espalda cuando se pone en pie, y
entonces me acuerdo de los viejos tiempos, antes de que naciera mi hermano, de
los días en que y o era su chicodeojosazules…
—Ahora mismo no tengo mucho apetito, mamá.
Esperé su reacción, pero sólo sonrió y dijo:
—Muy bien, B. B.; descansa un poco.
Luego regresó a la cocina. Me quedé sorprendido (y me sentí extrañamente
agitado) cuando me vi liberado con tanta facilidad; pero, aun así, me sentí bien al
estar de nuevo en mi habitación, con una copa de vino, un sándwich y una bolsa
de hielo sobre mi dolorida mano.
Lo primero que hice fue conectarme. Badguysrock estaba desierto, aunque
en mi bandeja de entrada había un montón de mensajes, la may oría de Clair y
Chry ssie. Pero ni rastro de Albertine. Bueno, puede que esté conmocionada. No
es fácil enfrentarse al hecho de que eres capaz de cometer un asesinato. Sin
embargo, ella siempre ha sido muy dada a creer en verdades absolutas. En
realidad, el límite entre el bien y el mal es tan difuso que llega a ser casi
imperceptible, y sólo mucho después de haberlo cruzado eres consciente de que
ni siquiera existía.
Albertine. ¡Oh, Albertine! Hoy me siento muy cerca de ti. A través de las
palpitaciones de mi muñeca puedo sentir los latidos de tu corazón. Te deseo lo
mejor, y a lo sabes. Espero que encuentres lo que andas buscando. Y cuando todo
hay a terminado, deseo que dejes un rinconcito en tu corazón para mí, para
chicodeojosazules, que te comprende mucho más de lo que tú te imaginas…
10

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Publicado el: miércoles, 20 de febrero, a las 23.32
Acceso: restringido
Estado de ánimo: tenso

Ni una palabra de chicodeojosazules. No es que esperara saber algo de él…, al


menos no enseguida. Supongo que durante un tiempo no asomará la cabeza,
como un animal acorralado. Le doy tres días para que lo haga: el primero, para
examinar el terreno; el segundo, para trazar un plan, y el tercero, para mover
ficha. Por eso es por lo que y o he movido mi ficha hoy y he vaciado mi cuenta
bancaria, he puesto las cosas en orden y he empaquetado mis pertenencias a la
espera de lo inevitable.
No creáis que esto me va a resultar fácil. Estas cosas nunca son sencillas. Y
mucho menos para él, por supuesto. Sin embargo, sus métodos son elegidos para
engañar a su enrevesada mente y convencerse de que lo que hace no es culpa
suy a, mientras las víctimas se dirigen sin titubear hacia la trampa que ha sido
tendida ex profeso para ellas.
Me pregunto cómo será. Después de haber dejado tan claras mis intenciones,
no puedo esperar que en mi caso vay a a hacer una excepción. Intentará
matarme. No tiene otra elección. Y lo que siente por mí está basado en la culpa y
en la nostalgia. Siempre he sabido lo que y o era para él: una sombra, un
fantasma, un reflejo. Una sustituta de Emily. Lo sabía, y me daba igual; hasta tal
punto me importaba.
No obstante, la gente es como filas de dominó: cuando una cae, la siguen
todas las demás. Emily y Catherine, papá, el doctor Peacock y y o. Nigel, Bren y
Benjamin. El lugar donde algo empieza raras veces queda claro, porque sólo
somos dueños de una parte de nuestra historia.
No parece justo, ¿verdad? Todos nos imaginamos nuestra vida como una
historia en la que estamos en el centro del escenario. Pero ¿qué hay de los
figurantes? ¿Y los suplentes? Por cada papel protagonista hay un montón de gente
prescindible que se mueve entre bastidores, gente que nunca está bajo la luz de
los focos, que nunca tiene ni una sola línea de diálogo y que muchas veces ni
siquiera aparece en la versión final y que acaba su vida siendo un fotograma
olvidado en el suelo de la sala de montaje. ¿A quién le importa que un figurante
muerda el polvo? ¿Quién es el dueño de la historia de su vida?
Para mí, todo empieza en St. Oswald. Apenas debía de tener siete años, pero
recuerdo todo lo ocurrido con increíble detalle. Todos los años, mi madre y y o
asistíamos al concierto de Navidad en la capilla de St. Oswald que se celebraba al
final del largo trimestre de invierno. Me gustaba la música, los villancicos, los
himnos y el órgano, que, con sus relucientes lenguas metálicas, parecía una
hidra. A ella le gustaba la solemnidad de los profesores con sus trajes negros y la
inocencia de los chicos del coro, con sus angelicales blusones y sus velas.
Por entonces veía las cosas con mucha claridad. Las lagunas en la memoria
vinieron después. De pronto estaba bajo la luz del sol, y un momento después
entre tinieblas, con tan sólo algún leve resplandor que parecía decirme que los
recuerdos siempre habían estado allí. Sin embargo, ese día todo estaba muy
claro. Lo recuerdo todo perfectamente.
Todo empieza con una niña que se pone a gritar, justo en la fila que hay
delante de mí. Era Emily, por supuesto. Tenía dos años menos que y o, pero y a
quería estar en primer plano. El doctor Peacock también estaba allí…, un hombre
alto, apuesto y con barba, con una agradable voz parecida al sonido de una
trompa. Sin embargo, en ese mismo instante tenía lugar otro drama, aunque no
todo el mundo fue consciente de él.
En realidad, no era un drama de verdad, sino tan sólo un muchacho de ojos
azules que se precipitó hacia delante. Sin embargo, se produjo una pequeña
conmoción; hubo un titubeo en la música, aunque no paró, y una mujer —la
madre del chico, supuse— salió corriendo hacia los asientos del coro, con el
rostro consternado y sus tacones de aguja resbalando por el suelo pulido.
Mi madre lo observó todo con desaprobación. Ella no habría salido corriendo.
Nunca habría provocado tanto alboroto, sobre todo allí, en una capilla, donde todo
el mundo estaba tan dispuesto a juzgar y a propagar esos horribles rumores.
—Gloria Winter. Debería haberlo imaginado…
Era un nombre que y a había oído antes. Ella me había hablado del chico que
había causado problemas en la escuela. De hecho, toda la familia era una
mancha negra: eran ateos, malvados y vulgares.
Incorregibles, había dicho. Aquélla era la palabra que mi madre reservaba
para los delincuentes de la peor ralea: violadores, blasfemos y matricidas.
Gloria sostenía a su hijo. El chico se había hecho un corte en la cabeza con la
arista del banco. La sangre —mucha sangre— había manchado su blusón. Detrás
de su madre había dos muchachos, uno vestido de negro y otro de marrón, como
los suplentes de un juego. El que iba de negro tenía una expresión huraña; parecía
incluso aburrido. Y el que iba de marrón —un chico de aspecto torpe, con un pelo
largo y lacio que le tapaba los ojos y una sudadera demasiado grande que, más
que disimular, realzaba su tripa— parecía angustiado, casi aturdido.
Se llevó una mano a la cabeza. Me pregunté si también iba a desmay arse.
—¿A qué crees que estás jugando? ¿No ves que necesito ay uda? —La voz de
Gloria Winter era muy aguda—. Ve a buscar una toalla o lo que sea, B. B. Nigel,
llama a una ambulancia.
Nigel a los dieciséis años; era un inocente. Ojalá pudiera decir que me
acordaba de él, pero, a decir verdad, ni siquiera le vi; toda mi atención se centró
en Bren. Tal vez fue por la expresión de sus ojos, esa expresión indefensa, de
alguien que está atrapado. Puede que notara, incluso entonces, que entre los dos
había una especie de vínculo. Las primeras impresiones son muy importantes;
nos condicionan para lo que está por llegar.
Se llevó nuevamente la mano a la cabeza. Vi la expresión de su cara, un rictus
de dolor, como si le hubiera golpeado algo caído del cielo; entonces tropezó con
un escalón y se cay ó al suelo de rodillas, casi a mis pies.
Mi madre y a se había movido para ay udar, guiando a Gloria entre la
multitud.
Bajé los ojos hacia aquel chico vestido de marrón.
—¿Estás bien?
Se quedó mirándome, muy sorprendido. A decir verdad, y o también estaba
sorprendida. Era mucho may or que y o. Raramente hablo con desconocidos, pero
él tenía algo que, de alguna manera, me conmovía: algo casi infantil.
—¿Estás bien? —repetí.
No le dio tiempo a contestarme. Gloria se volvió, impaciente, mientras con un
brazo seguía agarrando a Benjamin. Me llamó mucho la atención lo pequeñita
que era: la falda de tubo le marcaba una cintura de avispa y sus tacones de aguja
apenas rozaban el suelo. Mi madre detestaba los tacones de aguja —ella los
llamaba tacones de puta— y decía que eran los responsable de varias dolencias,
desde el dolor de espalda crónico hasta el dedo en martillo, pasando por la artritis.
Sin embargo, Gloria se movía como una bailarina, y su voz sonó tan aguda como
sus tacones de quince centímetros cuando le soltó a su desgarbado hijo:
—Brendan, ven aquí ahora mismo o te juro por Dios que te retuerzo el jodido
pescuezo…
Me di cuenta de que mi madre se estremeció al oír eso. En casa, esa palabra
que empezaba por « j» estaba prohibida. Sin embargo, al salir de la boca de la
madre del chico no pude sino sentir compasión. Él se levantó con torpeza; tenía la
cara roja como un tomate. Me di cuenta de lo agitado que estaba; parecía muy
asustado, avergonzado y lleno de odio.
Le gustaría que estuviera muerta, pensé, con repentina y preclara certeza.
Era una idea muy fuerte y peligrosa que iluminó mi mente como un faro.
Que aquel chico deseara que su madre estuviera muerta era algo casi
inimaginable. Seguro que aquello era un pecado mortal. Significaba que aquel
chico ardería en el Infierno, que estaba maldito para toda la eternidad. Y, a pesar
de eso, por alguna razón, me sentía atraída por él. Parecía tan perdido y
desdichado… Quizás pudiera salvarle, pensé. Quizás fuera redimible…
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Publicado el: jueves, 21 de febrero, a las 02.04
Acceso: restringido
Estado de ánimo: preocupado

Dejadme que os lo explique. De niña, y o era muy tímida. En la escuela se


metían conmigo. No tenía amigos. Mi madre era muy religiosa, y su
desaprobación pesaba sobre todos los aspectos de mi vida. Me demostraba muy
poco cariño, y me dejó claro desde buen principio que sólo Jesús merecía su
amor. Era la ofrenda que ella le hacía, otra alma más para su colección. Y
aunque y o estoy muy lejos de ser perfecta, decía, con su gracia y mis esfuerzos
puede que algún día sea lo bastante buena como para cumplir con las exigencias
del Salvador.
No recuerdo en absoluto a mi padre. Mi madre nunca hablaba de él, aunque
llevaba el anillo de boda; y o tenía la vaga sensación de que él la había
decepcionado y de que ella le había echado, igual que me echaría a mí si no era
lo bastante buena.
En fin, y o lo intenté. Rezaba mis oraciones y hacía los deberes. Iba a
confesarme. Nunca hablaba con desconocidos; no levantaba la voz, ni leía
cómics ni cogía un segundo trozo de tarta si mi madre invitaba a una amiga a
tomar el té. Sin embargo, aun así, nunca era suficiente. Por alguna razón, nunca
alcanzaba la perfección. Siempre había algún pero. A veces era mi falta de
atención: una mancha en el dobladillo de la falda de mi uniforme o un poco de
barro en mis calcetines blancos. A veces eran los malos pensamientos. A veces,
una canción que sonaba en la radio —mi madre odiaba la música rock, a la que
llamaba flatulencia de Satán— o un pasaje de un libro que estaba ley endo. Mamá
decía que había muchos peligros, muchas trampas en el camino hacia el
Infierno. Sin embargo, ella lo intentaba; a su manera, siempre lo intentaba. No
fue culpa suy a que y o me volviera así.
En mi habitación no había juguetes ni muñecas, tan sólo un Cristo de ojos
azules clavado en la cruz y un ángel de y eso (ligeramente resquebrajado) que
supuestamente tenía que alejar los malos pensamientos y mantenerme a salvo
por la noche.
En realidad, lo que hacía era ponerme nerviosa. Su rostro, que no era ni de
hombre ni de mujer, parecía el de un niño muerto. Y en cuanto al Cristo de ojos
azules, con su cabeza ladeada y la sangre manando de sus costillas, no parecía ni
amable ni compasivo, sino enfadado, torturado y asustado… ¿Y por qué no?, me
decía y o. Si Jesús había muerto para salvarnos a todos, ¿cómo no iba a estar
enfadado? ¿Por qué no iba a estar furioso por todo lo que había tenido que
soportar por nosotros? ¿Acaso no desearía algún tipo de venganza por esos clavos,
esa lanza y esa corona de espinas?
Si muero antes de que despierte, os ruego, Señor, que acojáis mi alma…
Así pues, por la noche me quedaba despierta durante horas; me daba miedo
cerrar los ojos y que los ángeles se quedaran con mi alma o, aún peor, que Jesús
en persona resucitara de entre los muertos y viniera a por mí, helado y oliendo a
tumba, y me susurrara al oído:
Tendrías que haber sido tú.
Bren se burlaba de mis miedos y le indignaba que mi madre los fomentara.
—Pensé que mi madre era mala, pero la tuy a es una jodida psicópata.
Cuando decía eso me daba la risa. Una vez más, la palabra que empezaba por
« j» . Nunca me atrevía a usarla. Sin embargo, Bren era mucho may or que y o y
mucho más atrevido. Esas historias que me contaba sobre él —historias sobre
astutas y secretas venganzas— no me horrorizaban, sino que más bien me
provocaban admiración. Mi madre creía en la humildad y Bren en el ajuste de
cuentas. Aquel concepto era totalmente nuevo para mí; acostumbrada como
estaba a ciertas creencias, me sentía fascinada y al mismo tiempo horrorizada al
escuchar el Evangelio según Brendan.
El Evangelio según Brendan era muy sencillo: devolver el golpe con todas tus
fuerzas. Nada de poner la otra mejilla; había que pegar primero y salir
corriendo. En caso de duda, se le echaba la culpa a otro. Y nunca había que
confesar nada.
Evidentemente, y o lo admiraba. ¿Cómo podía no hacerlo? Sus palabras tenían
mucho sentido para mí. Yo estaba un poco preocupada por su alma, pero en
secreto creía que si nuestro Salvador hubiese adoptado alguna de las actitudes de
Brendan en vez de haber sido tan sumiso, habría sido mejor para todos. Brendan
Winter devolvía los golpes. Bren nunca permitía que se metieran con él o le
intimidaran. Bren nunca se quedaba en la cama tumbado estando despierto,
paralizado por el miedo. Bren se enfrentaba a sus enemigos con la fuerza de los
ángeles.
Bueno, nada de esto era exactamente cierto. Me di cuenta de ello enseguida.
Bren me decía las cosas tal y como deberían de haber sido y no precisamente
como eran. De todas formas, me gustaba más que fuera así. Le hacía… si no
inocente, sí al menos redimible. Y eso es lo que y o quería… o al menos lo
pensaba. Salvarlo. Arreglar aquello que tenía roto en su interior. Moldearlo como
si fuera un trozo de arcilla y convertirlo en el rostro de la inocencia.
Me gustaba escucharle. Me gustaba su voz. Cuando me leía sus relatos, casi
nunca tartamudeaba. Incluso su tono de voz era distinto… Era tranquilo y
cínicamente gracioso, como un corno inglés de madera. La violencia nunca me
inquietaba; además, eran historias de ficción. ¿Qué daño podían causar? Los
hermanos Grimm habían escrito cosas mucho peores: niños devorados por ogros
y por lobos, madres que abandonaban a sus hijos, hijos desterrados o asesinados
o malditos por malvadas brujas.
En cuanto vi a Bren, supe que tenía problemas con su madre. Había visto a
Gloria en el Village, aunque no teníamos mucho en común con ella. Sin embargo,
la conocí a través de Bren y la odié…, pero no por mí, sino por él.
Poco a poco fui sabiendo más cosas sobre ella: el complejo vitamínico, los
perros de porcelana y el trozo de cable eléctrico. A veces Bren me enseñaba las
marcas que le había hecho: los rasguños, las ronchas y los cardenales. Él era
mucho may or que y o y, aun así, a veces me sentía como si la adulta fuera y o.
Le consolaba, le escuchaba, le daba mi amor incondicional, le ofrecía mi
compasión y mi admiración. Y nunca se me pasó por la cabeza que, mientras y o
creía que lo estaba moldeando, en realidad era él quien me estaba moldeando a
mí…
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Publicado el: jueves, 21 de febrero, a las 13.57
Acceso: restringido
Estado de ánimo: melancólico

Brendan Winter y y o nos hicimos amigos cinco meses después del concierto. Yo
estaba atravesando un mal momento. Mi madre siempre estaba trabajando, y en
la escuela no paraban de meterse conmigo. No entendía por qué lo hacían. En
Malbry había otros niños que no tenían padre. ¿En qué me diferenciaba y o de
ellos? Pensé que tal vez mi padre se había ido por culpa mía. Quizás nunca me
había querido. Quizás ninguno de los dos había querido que naciera.
Y entonces fue cuando Brendan volvió a aparecer. Le reconocí de inmediato.
Mi madre estaba ocupada, como de costumbre. Yo estaba sola en el jardín.
Emily estaba en su casa, tocando el piano… Era una pieza de Rachmaninov, algo
dulce y melancólico. La oía a través de la ventana abierta, donde florecían las
rosas. A mí me parecía una ventana de cuento de hadas en la que podía aparecer
una princesa: la Bella Durmiente, Blancanieves, o tal vez la dama de Shalott.
Brendan no era Lancelot. Iba vestido con unos pantalones marrones y una
chaqueta beis que le daba el aspecto de un paquete envuelto. Llevaba una
cartera. Tenía el pelo más largo; casi le tapaba la cara. Pasó por delante de la
casa y, al escuchar la música, se detuvo a muy poca distancia de la puerta del
jardín. No me había visto; y o estaba sentada en mi columpio, bajo el sauce
llorón. Sin embargo, y o sí le vi la cara mientras escuchaba tocar a Emily, y
también pude ver la tímida sonrisa que asomó a sus labios. En ese momento sacó
una cámara de la cartera; era una cámara con teleobjetivo. Y con una destreza
que me pareció fuera de lugar, hizo una docena de fotos de la casa —clic, clic,
clic, clic, como una hilera de piezas de dominó cay éndose— y luego volvió a
guardar la cámara en la cartera, mientras seguía andando.
Yo me bajé del columpio.
—¡Eh!
Él se dio la vuelta, sorprendido, y luego, al ver quién era, pareció relajarse.
—Hola, soy Bethan —dije.
—Bre…, Brendan.
Apoy é los codos en la verja.
—Brendan, ¿por qué has sacado fotos de la casa de los White?
Al oír lo que decía, pareció alarmarse.
—Por favor… Si se lo cuentas a alguien, voy a meterme en un lío. Yo… Me
gusta sacar fotos, eso es todo.
—Sácame una a mí —dije, enseñándole los dientes como el gato de Cheshire.
Bren miró a su alrededor y luego sonrió.
—Vale. Siempre que me prometas lo que te he pedido, Be…, Bethan. Ni una
palabra a nadie.
—¿Ni siquiera a mi madre?
—Sobre todo a tu madre.
—De acuerdo. Lo prometo —le dije—. Pero ¿por qué te gusta tanto sacar
fotos?
Me miró fijamente y sonrió. Tras aquella tosca cortina de pelo se ocultaban
unos ojos muy bonitos, con unas pestañas tan largas y gruesas como las de una
chica.
—Ésta no es una cámara normal —dijo él. Esta vez me di cuenta de que
habló sin tartamudear—. A través de ella puedo ver el fondo de tu corazón. Puedo
ver lo que me escondes. Puedo decirte si eres buena o mala, si has rezado tus
oraciones, si quieres a tu madre…
Al oír aquello, abrí unos ojos como platos.
—¿De verdad puedes ver todo eso?
—Por supuesto que sí.
Y, al decir eso, me dedicó una enorme sonrisa.
Y así fue como me cazaron.

Evidentemente, y o no lo veía de esa forma. No lo vi hasta mucho más tarde.


Pero fue entonces cuando decidí que Brendan Winter sería mi amigo: Bren, a
quien nadie quería; Bren, que me había pedido que mintiera para evitar meterse
en un lío.
Así fue como empezó todo; con una mentirijilla. Después vino la curiosidad
por alguien que era muy distinto a mí. Luego apareció el cariño que un niño
puede sentir por un perro peligroso. Y luego una sensación de afinidad, a pesar de
nuestras muchas diferencias, y por último, un sentimiento que fue floreciendo
hasta convertirse en algo parecido al encaprichamiento.
Nunca pensé que y o le importara demasiado. Supe desde el principio qué era
lo que le interesaba. Sin embargo, la señora White era muy protectora. Emily
nunca se quedaba sola y no la dejaban hablar con desconocidos. Un breve vistazo
por encima del muro del jardín, una fotografía, un roce involuntario: eso era todo
cuanto Bren podía esperar. En lo que a él se refería, Emily podía estar
perfectamente en Marte.
El resto del tiempo, Bren era mío, y con eso me bastaba. A él, ella ni siquiera
le caía bien, pensaba y o. De hecho, creía que la odiaba. Yo era una ingenua, era
una niña. Y creía en él…, en su don. No era capaz de satisfacer las exigencias de
mi madre, pero puede que sí consiguiera satisfacer las de Bren. Él me decía que
y o era su ángel de la guarda. Decía que le vigilaba y le protegía. Y así, a través
del espejo, entré en el país de chicodeojosazules, donde todo existe al revés,
donde todos los sentidos están torcidos y donde realmente nada empieza nunca ni
nada llega jamás a su fin…

Me faltaban tres meses para cumplir doce años el verano que murió el hermano
de Brendan. Nadie me contó qué había ocurrido, aunque los rumores, algunos
más salvajes que otros, llevaban semanas circulando por Malbry. Sin embargo,
siempre se había dicho que el Village estaba por encima de lo que pasaba en
White City. Brendan estaba enfermo, y al principio pensé que Ben había muerto
a causa de su misma enfermedad. Después de todo, el caso de Emily acaparaba
casi toda la atención. El escándalo, su caída…, todo eso mantuvo ocupada a la
prensa durante mucho tiempo como para que la noticia fuera eclipsada por un
lamentable suceso.
Mientras tanto, Fireplace House se convirtió en el centro de todas las miradas.
El breve momento de gloria de Emily White habría caído y a en el olvido de no
haber sido por el tanque de oxígeno que aquel otoño le proporcionó Brendan
Winter. Las acusaciones de fraude y abuso hicieron más por centrar la atención
en Emily de lo que Catherine White consiguió jamás. No es que a Catherine le
importara mucho en aquel momento, cuando su familia se estaba desmoronando.
Llevaba semanas sin ver a su hija, desde que los Servicios Sociales habían
decidido que la niña corría peligro. Emily estaba viviendo con el señor White, en
un bed & breakfast del Village; dos veces por semana iba a verla una asistente
social, hasta que se diera por zanjado el asunto. Sola en su casa, Catherine se
automedicaba con una mezcla de alcohol y antidepresivos que Feather —que
nunca fue una influencia demasiado estabilizadora— completaba con una
variedad de hierbas, algunas legales y otras no.
Alguien debería haber captado las señales. Pero, sorprendentemente, nadie lo
hizo. Y cuando por fin explotó la bomba, todos acabamos con restos de metralla.
Aunque éramos vecinos, no sabía demasiadas cosas acerca del señor White.
Sabía que era un hombre tranquilo que sólo tocaba el piano cuando la señora
White no estaba en casa; que a veces fumaba en pipa (de nuevo, sólo si su mujer
no estaba en casa) y que llevaba unas gafas muy pequeñas de montura metálica
y un abrigo que le daban el aspecto de un espía. Le escuchaba cuando tocaba el
órgano en la capilla y dirigía el coro en St. Oswald. A menudo le observaba por
encima del muro, cuando se sentaba en el jardín con Emily. A ella le gustaba que
le ley era en voz alta y, como sabía que a mí me gustaba escuchar, el señor White
proy ectaba la voz para que y o también pudiera oír la historia…, aunque por
alguna razón la señora White no lo aprobaba y siempre solía llamarlos para que
entraran en casa si se daba cuenta de que y o estaba escuchando, por lo que
nunca tuve la oportunidad de llegar a conocerlos.
Después de que él se mudara le vi en una ocasión, durante el otoño que siguió
a la muerte de Benjamin. Aunque no hubo niebla, fue una estación con mucho
viento; arrancaba las hojas de los árboles y llenaba las calles de tierra. Yo volvía
a casa de la escuela paseando por el parque que separa Malbry del Village; hacía
muchísimo frío, tanto que parecía a punto de nevar, y aunque llevaba el abrigo
más grueso que tenía, estaba temblando.
Oí decir que el señor White había dejado su empleo para dedicarse por
completo a cuidar de Emily. Fue una decisión que provocó reacciones
encontradas: algunos alabaron su devoción, mientras que otros (por ejemplo,
Eleanor Vine) encontraban inapropiado que un hombre viviera solo con una niña
de la edad de Emily.
—Tendrá que bañarla y todo eso —decía, en un evidente tono de
desaprobación—. ¡Sólo de pensarlo…! No me extraña que hay a habladurías.
Bueno, si las hubo, podéis apostar que, de algún modo, era la señora Vine
quien estaba detrás de ellas. Por aquel entonces y a era una víbora que lanzaba
veneno allí donde iba. Mi madre siempre la había culpado de propagar rumores
sobre mi padre; cuando en una o dos ocasiones hice novillos, fue Eleanor Vine
quien informó de ello a la escuela en vez de contárselo a mi madre.
Quizás fuera por eso por lo que y o sentía que había un vínculo entre el señor
White y y o. Cuando le veía en el parque, con su abrigo de espía ruso, empujando
a Emily en el columpio, me paraba un momento a observarlos: parecían muy
felices, como si no hubiera nadie más en el mundo.
Eso es lo que más recuerdo: ellos dos, con aspecto de ser muy felices.
Me detenía en el camino durante uno o dos minutos. Emily llevaba su abrigo
rojo, mitones y un gorro de lana. Las hojas secas crujían bajo sus pies cada vez
que el columpio descendía. El señor White se reía; se echaba ligeramente a un
lado, y y o podía verle, podía ver su desánimo.
Pensé que era viejo, bastante más que Catherine, con su pelo largo y suelto y
sus juveniles ademanes. Sin embargo, me di cuenta de que me equivocaba. En
realidad, nunca le había oído reírse. Su risa sonaba joven y veraniega, y la voz de
Emily era como una gaviota sobrevolando un cielo sin nubes. Me di cuenta de
que el escándalo no sólo no los separó, sino que, por el contrario, había
estrechado sus lazos, solos contra el mundo y felices por estar juntos.
Fuera está nevando. Unos violentos copos, de color gris amarillento, caen sobre la
farola de la esquina. Más tarde, si la nieve cuaja, puede que reine la calma en
Malbry ; todos los pecados, pasados y presentes, serán perdonados durante un día,
bajo esa misericordiosa capa blanca.
La noche que Emily murió estaba nevando. Quizás si no hubiese nevado,
Emily no habría muerto, quién sabe… Nada termina del todo. La historia de cada
uno de nosotros empieza en medio de la historia de otro, de hilos narrativos que
esperan ser desenredados. Y esta historia, ¿de quién es? ¿Es la mía o la de Emily ?
13

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Publicado el: jueves, 21 de febrero, a las 23.14
Acceso: restringido
Estado de ánimo: desvelado
Estoy escuchando: Phil Collins: « In The Air Tonight»

Deberían haberlo visto venir. Catherine White era una mujer inestable, dispuesta
a arremeter contra su dolor…, un poco como y o, si lo pensáis bien. Y cuando
Patrick White se llevó a Emily a casa después de su actuación…
Bueno, hubo una discusión.
Supongo que deberían haberlo esperado. A lo largo de los meses, la tensión
había ido en aumento, y en casa, las emociones estaban a flor de piel. En
ausencia del marido de la señora White, Feather se había ido a vivir con ella. Con
sus terapias alternativas, sus teorías de la conspiración, sus fantasmas y sus niños
del mañana, empujó a Catherine desde su volátil estado a la neurosis.
Eso es algo que entonces, evidentemente, y o no sabía. Fue a finales de
septiembre cuando Emily abandonó la casa y y o estoy hablando de mediados de
enero, cuando las campanillas de invierno empezaban a asomar la cabeza entre
las capas de hielo. Durante todos esos meses observando la casa, apenas vi a la
señora White. Quizás la viera en una o dos ocasiones, a través de la ventana…,
una ventana en la que aún se veían las luces de Navidad, aunque la Noche de
Rey es y a había quedado atrás y el árbol, decorado con cintas brillantes, se estaba
volviendo de color marrón… La había visto de pie, mirando hacia fuera, con un
tembloroso cigarrillo en los labios, sin nada que ver salvo la nieve y un cielo
donde no se oía ni el vuelo de una mosca.
A Feather, en cambio, la veía casi todos los días: traía la compra y el correo y
se enfrentaba a los periodistas que aún se dejaban caer por allí de vez en cuando,
esperando conseguir una entrevista, una declaración, una foto de Emily …
En realidad, casi nadie había visto a Emily. Cuando estalló el asunto del doctor
Peacock, los Servicios Sociales la entregaron a su padre y se fue a vivir con él;
cada dos fines de semana, él la llevaba a visitar a su madre en presencia de una
asistente social que tomaba notas y redactaba un informe, cuy a conclusión era
siempre que la señora White, de momento, no estaba capacitada para quedarse
sola con Emily.
Esa noche, sin embargo, fue distinta. El señor White no pensaba con claridad.
No era la primera vez que Catherine había amenazado con suicidarse, aunque
ésa fue la primera vez que lo intentó en serio. Lo impidió la intervención de
Feather y la rápida atención de los médicos de Urgencias, que la sacaron de la
bañera y le curaron los cortes que tenía en las muñecas.
Dijeron que podía haber sido peor. Hacen falta muchas píldoras para matar a
alguien en el acto, y los cortes de las muñecas, aunque bastante profundos, no
habían tocado la arteria. De todas formas, fue un intento en serio, lo
suficientemente grave como para preocuparse. A la mañana siguiente, que fue el
día de la última aparición de Emily, la historia había alcanzado tales proporciones
que fue imposible ocultarla.
¡Qué frágil es la estructura de nuestro destino! ¡Qué intrincada es la
disposición de sus elementos! Mueve uno de ellos y todo el aparato deja de
funcionar. Si Catherine no hubiese elegido ese día en concreto para su intento de
suicidio —quién sabe cuál fue la secuencia de acontecimientos que la llevó a
tomar esa decisión—, llevando a los cuerpos a, b y c a una conjunción fatal; si
aquel día la actuación no hubiese sido tan convincente; si Patrick White hubiese
sido más fuerte y no hubiese cedido ante las súplicas de su hija; si no hubiese
desafiado el fallo judicial y no hubiese llevado a Emily a ver a su madre sin la
presencia de la asistente social; si la señora White hubiese estado más animada; si
Feather no los hubiese dejado a solas; si y o no hubiese llevado un abrigo más
grueso; si Bethan no hubiera salido de casa para ver cómo empezaba a nevar…
Si, si, si… Una palabra dulcemente engañosa, tan ligera como un copo de
nieve en la lengua. Una palabra que parece demasiado pequeña para contener un
universo con tantas lamentaciones. En francés, esa palabra significa tejo, el árbol
que simboliza el duelo y la sepultura. Si un tejo cae en el bosque…
Supongo que el señor White tenía buenas intenciones. Seguía amando a
Catherine, y a veis. Y sabía lo que ella significaba para Emily. Y a pesar de que
vivían separados, mantenía la esperanza de volver, que la influencia de Feather
se esfumara y que Emily, una vez que el escándalo hubiese caído en el olvido,
pudiera volver a ser una niña normal y no un fenómeno.
Estuve vigilando la casa a partir de la hora de comer, desde el café que había
al otro lado de la calle. Lo capté todo con mi cámara. El café cerró a las cinco en
punto y y o me escondí en el jardín, detrás de un seto de cipreses que crecía junto
a la ventana del salón. Los arbustos tenían un olor agrio y vegetal; las ramas me
arañaban la piel, y las rozaduras me picaban como si hubiese tocado una ortiga.
Sin embargo, era un buen escondite: a un lado estaban los arbustos, y las cortinas
de la ventana estaban corridas, aunque dejaban un pequeño hueco que me
permitía ver qué ocurría en el interior de la casa.
Así fue como ocurrió. Lo juro. Nunca quise causar ningún daño a nadie. Sin
embargo, desde fuera, lo oí todo: las recriminaciones, el intento del señor White
por calmar a su esposa, las exclamaciones de Feather, el llanto histérico de la
señora White y las vacilantes protestas de Emily. O puede que sólo crea que lo oí
todo… Después de tanto tiempo, la voz de la señora White que resuena en mi
memoria se parece mucho a la de mamá, y las otras voces suenan como algo
que se escucha desde el interior de un tanque de agua, con un eco que retumba
en sílabas sin sentido que se estrellan contra las paredes de cristal.
Clic, clic, clic. La cámara. El teleobjetivo apoy ado en el alféizar de la
ventana, mientras disparaba a toda velocidad. Sabía que las fotos saldrían
borrosas, poco definidas, con los colores envolviendo la escena como la
fosforescencia que rodea un banco de peces tropicales.
Clic, clic, clic.
—¡Quiero que vuelva! No puedes mantenerla alejada de mí… ¡Ahora no!
Lo dijo la señora White, moviéndose de un lado a otro del salón, con un
cigarrillo en la mano y el pelo echado hacia atrás, como una bandera sucia. Las
vendas de las muñecas eran de un blanco fantasmagórico, antinatural.
Clic, clic, clic. El sonido sabe a Navidad, con el jugoso aroma azul del ciprés
y el frío de la nieve que caía. El tiempo de la Reina de las Nieves, pensé, y me
acordé de la señora Azul Eléctrico y del hedor a col de aquel día en el mercado,
y del ruido de sus tacones…, clic, clic, clic, como los de mi madre.
—Por favor, Cathy —dijo el señor White—. Debo pensar en Emily. Esto no
es bueno para ella. Además, tú tienes que descansar y …
—¡No te atrevas a ser condescendiente conmigo! —Su voz iba subiendo de
tono—. Sé lo que intentas hacer; quieres alejarte de mí. Quieres montar un
escándalo, y cuando me hay as echado la culpa de todo, vas a sacar partido,
como todos los demás…
—Nadie intenta culparte.
Él quiso tocarla, pero ella se estremeció. Bajo la ventana, y o también me
estremecí. Emily, con la mano en la boca, se quedó a un lado, impotente; su
angustia ondeaba como una bandera roja que sólo y o podía ver.
Clic, clic, clic. Noté el roce en mi boca. Podía sentir sus dedos. Tenían el tacto
de una mariposa muy pequeña. La intimidad de aquel gesto me hizo estremecer
de ternura.
Emily. E-mi-ly. Olía a rosas por todas partes. A través de las cortinas se
colaban ray os de luz que sembraban la nieve de estrellas.
E-mi-ly. Un millón de flores.
Clic, clic, clic… Casi podía sentir cómo mi alma abandonaba mi cuerpo. Un
millón de puntitos de luz corriendo hacia el olvido…
Entonces intervino Feather; su estridente voz me llegó a través del cristal. No
sé por qué, pero me recuerda a mamá, y ese olor que siempre la acompaña: el
humo de cigarrillo, el penetrante perfume de L’Heure Bleue y el complejo
vitamínico.
Clic, clic, clic. Feather estaba en el carrete.
Me la imaginé atrapada allí, ahogándose.
—Nadie te ha pedido que vinieras —dijo—. ¿No crees que y a has ido
demasiado lejos?
Por un momento pensé que estaba hablando conmigo. Tú, pequeño cabrón,
esperaba que me dijera. ¿Acaso no sabes que todo es culpa tuya? Puede que
aquella vez sí lo fuera, pensé. Puede que esta vez ella también lo sepa.
—¿No crees que y a has humillado bastante a Cathy, con tu hija bastarda
viviendo en la casa de al lado?
Hubo una pausa, tan fría como la nieve cay endo sobre la nieve.
—¿Qué? —dijo finalmente el señor White.
—Sí, así es —dijo Feather, con voz triunfante—. Ella lo sabe… Lo sabemos…
todo. ¿Acaso creías que ibas a salirte con la tuy a?
—Yo no lo oculté —le dijo el señor White a Catherine—. Te lo conté todo. Te
lo conté de inmediato; fue un error por el que estoy pagando desde hace doce
años…
—¡Me dijiste que había terminado! —gritó ella—. Me dijiste que era una
mujer que trabajaba en la escuela, una profesora suplente que se había
trasladado…
Durante un momento me quedé mirándola, y me asombró su aire de
tranquilidad.
—Sí, eso era mentira —repuso él—. Pero lo demás era verdad.
Me eché hacia atrás. Me dio un vuelco el corazón. Mi respiración era
monstruosamente pesada. Sabía que no debía estar allí, que a esas alturas mamá
y a se estaría preguntando dónde andaba. Sin embargo, la escena era demasiado
fuerte para un servidor. Tu hija bastarda. ¡Qué tonto había sido!
—¿Quién más lo sabe? —De nuevo, fue la señora White quien habló—.
¿Cuánta gente se ha estado riendo de mí mientras esa puta irlandesa y esa
maldita mocosa…?
Me acerqué de nuevo al cristal de la ventana; sentía la mano de Emily en mi
mejilla. Hacía frío, pero oía latir su corazón como un pez en la arena.
¡Por favor, mamá! ¡Por favor, papá!
Nadie la oía, salvo y o. Sólo y o podía saber cómo se sentía. Extendí la mano,
como una estrella de mar, y la apreté contra el cristal.
—¿Quién te lo contó, Cathy ? —preguntó el señor White.
Catherine lanzó una bocanada de humo.
—¿De verdad quieres saberlo, Pat? —Sus manos se agitaban como un pájaro
—. ¿Quieres saber quién te delató?
Negué con la cabeza. Yo y a sabía quién se lo había contado. Lo supe el día
que vi al señor White dándole ese dinero a mamá y comprendí su compasión
cuando le pregunté si era mi padre…
—Eres un hipócrita —le dijo ella, entre dientes—. Has fingido que te
preocupas por Emily, cuando en realidad nunca la quisiste. Nunca llegaste a
comprender realmente lo especial que era, el don que tenía…
—Por supuesto que sí —contestó el señor White. Su voz sonó más tranquila
que nunca—. Sin embargo, por culpa de lo que ocurrió hace doce años, permití
que controlaras demasiado las cosas. Has convertido a nuestra hija en un
monstruo. Y después de la actuación de hoy, voy a acabar con esto de una vez
por todas. Basta de entrevistas y de televisión. Ha llegado el momento de que
lleve una vida normal y de que tú aprendas a enfrentarte a los hechos. Ella sólo
es una niña ciega que quiere complacer a su madre…
—¡Ella no es normal! —exclamó la señora White. Su voz empezó a temblar
—. ¡Es especial! ¡Tiene un don! ¡Lo sé! Preferiría verla muerta antes de que sea
otra niña con una minusvalía física…
Al oír eso, la protagonista de la conversación se levantó y se echó a llorar. El
suy o era un llanto desesperado y penetrante que se convirtió en un brillante y
afilado sonido, un láser que atravesó la realidad con un sabor a cobre y a fruta
podrida…
Dejé caer la cámara.
¡Maaaaaamááááááááá!
Por un momento fuimos sólo uno. Dos gemelos, dos corazones latiendo al
mismo tiempo, una sola oscilación. Y entonces, de repente, se hizo el silencio.
Baja el volumen. De repente soy consciente del frío que hace; llevaba allí una
hora, puede que más. Tenía los pies entumecidos y las manos resecas. Las
lágrimas resbalan por mi rostro, aunque apenas puedo sentirlas.
Tengo problemas para respirar. Trato de moverme, pero y a es demasiado
tarde. Mi cuerpo se ha transformado en cemento. La enfermedad que padecí tras
la muerte de Ben me dejó muy débil y vulnerable. He perdido mucho peso en
muy poco tiempo; he agotado las fuerzas.
Me invade una oleada de terror. Podría morir aquí, pienso. Nadie sabe dónde
estoy. Trato de gritar, pero no consigo emitir ningún sonido; mi boca está
paralizada por el miedo. Apenas puedo respirar; mi visión es borrosa…
Deberías haber hecho caso a mamá, Bren. Mamá siempre sabe cuándo estás
tramando algo. Mamá sabe que mereces morir…
¡Por favor, mamá!, susurro entre dientes, los labios petrificados por el frío.

La nieve había caído, nieve sobre nieve…


Nieve sobre nieve…
El silencio me envolvía. La nieve lo amortigua todo: los sonidos, la luz, las
sensaciones…
De acuerdo, dejadme morir. Dejadme morir aquí, junto a su puerta. Al menos
seré libre. Me libraré de ella…
La idea resulta extrañamente tonificante. Librarse de mamá —librarse de
todo— parece la culminación de todos mis deseos. Olvidémonos de Hawái; todo
cuanto necesito es pasar un rato más bajo la nieve. Sólo un rato, y luego, a
dormir. Dormir, sin esperanzas, sin recuerdos…
Y entonces oigo una voz detrás de mí.
—¿Brendan?
Abro los ojos y vuelvo la cabeza. Es la pequeña Bethan Brannigan, con su
abrigo rojo y su gorro con borlas. Me mira por encima del muro; parece salida
de un cuento de hadas. La pequeña Brendan, conocida también como la mocosa
de Patrick que vive en la casa de al lado, cuy o origen —mantenido en secreto
durante años— mamá debió amenazar con revelar…
Tras escalar el muro del jardín, dice:
—Bren, ¡tienes un aspecto horrible!
La nieve me ha robado la voz. Intentó moverme de nuevo, pero mis pies
están pegados al suelo helado.
—Espera aquí. Todo irá bien.
Bethan, a pesar de que tiene sólo doce años, sabe cómo enfrentarse a una
crisis. La oigo correr hacia la puerta de la casa. Pulsa el timbre y alguien abre.
La nieve se desprende del porche y cae sobre un escalón con un golpe seco.
La voz del señor White rasga la noche.
—¿Qué ocurre, Bethan? ¿Va todo bien?
—Es mi amigo. Necesita ay uda.
La voz de la señora White suena muy aguda, histérica.
—¡Patrick! ¡No te atrevas a dejarla entrar!
—Cathy. Alguien necesita ay uda…
—¡Te lo advierto, Patrick!
—Por favor, Cathy …
Y ahora, por fin, mis piernas responden. Me apoy o en el suelo con las manos
y las rodillas. Levanto la cabeza y veo a Emily junto a la puerta. Una luz, espesa
como un jarabe, se extiende lánguidamente sobre la blanca e inmaculada nieve.
Lleva un vestido azul, azul celeste, azul virginal, y en ese momento la quiero tanto
que sería feliz si fuera y o quien muriera en su lugar…
—Emily —consigo decir.
Y entonces el mundo se encoge hasta convertirse en un punto; el frío empieza
a envolverme, oigo unos pasos que se acercan a mí y …
Nada.
Nada en absoluto.
14

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 00.23
Acceso: restringido
Estado de ánimo: agotado

La prensa tiene un vocabulario muy pobre. Funciona según determinadas reglas.


Un incendio en una casa siempre se describe como un fuego, y una rubia
siempre es platino. Los asesinatos siempre son brutales, como si quisieran
distinguirlos de otros, más compasivos. Y la muerte de un niño (sobre todo si es
un chiquillo) es invariablemente una tragedia.
En esta ocasión casi era verdad: el amor de una madre puesto a prueba más
allá de su resistencia; amigos que no captaron los síntomas; un marido demasiado
dispuesto a ay udar y una desgraciada combinación de circunstancias.
Evidentemente, culparon a los medios de comunicación, como harían con la
muerte de Diana. El honor de ser conocido tan sólo por el nombre de pila está
reservado a Jesús, a la realeza, a las estrellas del rock, a las supermodelos y a
niñas que han sido secuestradas o asesinadas. A los titulares les encanta incluir
estos nombres descuartizados —Hay ley s, Maddies y Jessicas—, que dan por
sentado una especie de intimidad compartida, invitando al dolor colectivo a toda
una nación. Coronas, ángeles, ositos de peluche, ramos de flores amontonados en
las calles… Obviamente, la ley enda de Emily revivió después de esa horrible
tragedia.
¿Tragedia? Bueno, puede que lo fuera. Tenía muchas cosas por las que vivir:
su talento, su belleza, su dinero, su fama… Se han creado muchas ley endas en
torno a ella. Con el tiempo, esas ley endas acaban convirtiéndose en algo muy
parecido al culto. Las muestras de dolor que rodearon su muerte eran como una
muchedumbre gritando: ¿Por qué Emily? ¿Por qué no cualquier otra niña?
Bueno, y o, por lo pronto, nunca lloré por ella. Como diría chicodeojosazules,
son cosas que pasan. Y ella no era nada especial, como y a sabéis; nada fuera de
lo normal. Fue él quien me dijo que era un fraude —un rumor que quedó
sepultado con ella bajo esa lápida blanca—, aunque la muerte la convirtió en
intocable. Nadie duda de un ángel. El estatus de Emily estaba garantizado.
Todo el mundo conoce la historia oficial. Sin embargo, necesitaba un poco de
brillo. Aquella noche, después de su aparición en televisión, Emily volvió a casa
con su padre. Él y su madre, que se habían separado, tuvieron una pelea cuy a
causa sigue sin saberse. Y luego sucedió algo que nadie podía haber previsto. Un
joven —un chico, vecino suy o— perdió el conocimiento frente a la casa de los
White. Había sido una noche muy fría y el suelo estaba cubierto de nieve. El
muchacho —que podría haber muerto, según se dijo, si una amiga suy a no
hubiera ido en busca de ay uda— sufría hipotermia. Patrick White los hizo entrar
a ambos y les preparó una taza de té muy caliente, y mientras Feather trataba de
averiguar por qué estaban en el jardín, Catherine White, por primera vez en
muchos meses, se quedó a solas con Emily.
A partir de ese momento, la noción del tiempo resulta confusa. La secuencia
de acontecimientos acaecidos aquella noche nunca quedó clara. Feather Dunne
afirmó siempre que fue a las seis cuando vio por última vez a Emily, aunque,
según las pruebas forenses, la niña seguía con vida una hora más tarde. En cuanto
a Brendan Winter, que lo presenció todo, afirma no recordar nada…
En cualquier caso, éstos son los hechos: a las seis, o puede que a las seis y
media, mientras los demás se ocupaban de Brendan, Catherine White llenó una
bañera con agua, en la que ahogó a Emily antes de meterse también en ella y
tomarse un frasco de somníferos. Más tarde, cuando Patrick fue en su busca, las
encontró a ambas acurrucadas en la bañera…
Oh, sí, y o estaba allí. Me negué a dejar solo a Brendan. Y cuando
encontraron a Emily, espiamos a través de la puerta del baño, haciéndonos tan
invisibles como sólo un niño puede hacerse en unas circunstancias tan
traumáticas como ésas…
Tardé un tiempo en comprenderlo. Primero, que Emily estaba muerta, y
luego, que su muerte no había sido un accidente. Recuerdo lo ocurrido a través de
una serie de imágenes reconstruidas a posteriori: un olor a sales de baño de fresa;
fragmentos de cuerpos desnudos entrevistos en el espejo del baño; los inútiles
gritos de pavo de Feather y a Patrick repitiendo: ¡Respira, pequeña, respira!
Y a Brendan, observando en silencio, captándolo todo con sus ojos…
En el baño, Patrick White intentaba reanimar a su hija. ¡Respira, maldita sea!
¡Respira, pequeña! Enfatizaba cada palabra presionando el corazón de la niña,
como si con la fuerza de su deseo pudiera volverlo a poner en marcha. Los
empujones, cada vez más desesperados, degeneraron en una serie de golpes
hasta que Patrick White perdió el control y empezó a sacudir el cadáver de la
niña, golpeándola como si fuera una almohada.
Brendan se apretó el pecho con las manos.
—¡Respira, pequeña! ¡Respira!
—¡Patrick! —exclamó Feather—. ¡Déjalo y a! ¡Está muerta!
—¡No! ¡Puedo conseguirlo! ¡Emily ! ¡Respira!
Brendan se inclinó contra la puerta. Estaba pálido y tenía el rostro empapado
en sudor; su respiración era rápida y entrecortada. Yo estaba al tanto de su
condición, por supuesto, de ese efecto espejo que le hacía estremecerse cuando
veía un rasguño en mi rodilla y que tanto le había hecho sufrir cuando su
hermano se desmay ó en la capilla de St. Oswald… Sin embargo, hasta entonces
nunca le había visto así. Pensé que era como si le estuvieran haciendo vudú;
como si, aunque estuviera muerta, Emily le estuviera matando…
Entonces supe lo que debía hacer. Era como en ese cuento infantil, pensé,
cuando el protagonista contempla el espejo de hielo y lo ve todo torcido y
deformado. La Reina de las Nieves, así se titulaba. Y la niña tenía que salvarlo…
—Bren, no ha sido culpa tuy a —dije.
Él extendió una mano para protegerme. Parecía estar a punto de
desmay arse.
—Brendan, mírame.
Él cerró los ojos.
—¡Te he dicho que me mires!
Lo agarré por los hombros y lo abracé con todas mis fuerzas. Podía oírlo
mientras hacía esfuerzos por respirar…
—¡Por favor! ¡Tú sólo mírame y respira!
Por un momento pensé que le había perdido. Sus párpados se movieron, sus
piernas se quedaron sin fuerzas y ambos caímos al suelo. Y entonces volvió a
abrir los ojos y Emily los abandonó. En ellos sólo estaba mi cara, reflejada en
miniatura. Mi cara y sus ojos. El abismo de sus ojos.
Lo sostuve entre mis brazos y respiró, sólo respiró, regularmente, cogiendo y
expulsando el aire. Poco a poco, su respiración se hizo más lenta y siguió el
mismo ritmo que la mía. El rostro fue recuperando su color y las lágrimas
empezaron a saltar de mis ojos —y de los suy os—, y entonces volví a
acordarme del cuento en el que las lágrimas de la niña funden el fragmento de
espejo y liberan al muchacho de la maldición de la Reina de las Nieves… Me
sentí invadida por una enorme alegría.
Le había salvado la vida a Brendan. Le había salvado la vida.
Yo estaba allí, en sus ojos.
Por un momento, me vi en ellos, como una mota dentro de una lágrima.
Luego me empujó y dijo:
—Emily está muerta. Tendrías que haber sido tú.
15

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 00.40
Acceso: restringido
Estado de ánimo: ardiente

No recuerdo mucho más de lo ocurrido el resto de aquella noche. Recuerdo


haber salido corriendo bajo la nieve, haber caído de rodillas en el camino y
haber visto el ángel de nieve que había dejado Brendan frente a la puerta. Me
metí en mi habitación y me tumbé en la cama, bajo el Cristo de ojos azules. No
sé cuánto tiempo estuve allí. Estaba muerta; era un bulto sin voz. Mi mente no
paraba de recordar el hecho de que Bren la había escogido a ella y no a mí, de
que a pesar de todo lo que y o había hecho, Emily me había vencido.
Y entonces oí la música…
Puede que ése sea el motivo de que ahora la evite. La música me trae
demasiados recuerdos. Algunos son míos, otros suy os, y los hay que nos
pertenecen a ambas. El primer movimiento de la Sinfonía fantástica me llegaba a
tanto volumen desde el interior del coche —un Toy ota azul oscuro de cuatro
puertas aparcado frente a la casa de los White— que los cristales de la ventana
temblaban, como un corazón a punto de estallar.
A esas horas, la ambulancia y a se había ido. Feather debió de haberse
marchado con ella. Esa noche, mi madre trabajó hasta tarde…, creo que por
algo relacionado con la iglesia. Bren había desaparecido, y en casa de Emily, las
luces estaban apagadas. Y entonces me llegó aquella ráfaga de música, como un
viento negro dispuesto a abrir de par en par todas las ventanas del mundo, Me
levanté, me puse el abrigo, salí a la calle y me dirigí hasta el lugar donde estaba
aparcado el coche. El motor estaba en marcha; un manguito de goma, conectado
al tubo de escape, entraba por la ventana. Y allí estaba el padre de Emily, sentado
en el asiento del conductor; no estaba llorando ni gritando, sólo estaba allí sentado,
escuchando aquella música y contemplando la noche.
A través de la ventana, parecía un fantasma. Igual que y o, inclinada sobre el
cristal, donde se reflejaba mi pálido rostro. A su alrededor, la música sonaba
cada vez más fuerte. De eso me acuerdo muy bien: de esa pieza de Berlioz que
aún me persigue y de la nieve cubriéndolo todo.
Me di cuenta de que él también se culpaba a sí mismo; pensaba que si las
cosas hubieran sido distintas, tal vez hubiera podido salvar a Emily. Pensaba que
si no me hubiese dejado entrar, que si hubiera dejado a Brendan tirado en la
nieve, que si alguien hubiera muerto en su lugar…
Emily está muerta. Tendrías que haber sido tú.
Y entonces creí comprenderlo. Entonces vi que podría habernos salvado a
ambas. Quizás habría podido convertir esta historia en mi historia y no en la de
Emily. La historia de una niña que murió y que, de alguna forma, había vuelto de
entre los muertos. No tenía deseos de venganza…, no en aquel momento. No
quería quedarme con su vida. Todo cuanto quería era empezar de nuevo, estar
ante una página en blanco y no volver a pensar jamás en esa niña, esa niña que
había visto y oído tantas cosas.
Patrick White se quedó mirándome. Se había quitado las gafas y, sin ellas,
pensé que parecía perdido y confuso. Sin sus lentes, sus ojos eran de un brillante
—y extrañamente familiar— color azul. Hasta ay er había sido el padre de
alguien…, un hombre que leía cuentos, que jugaba y que daba un beso a la hora
de acostarse; un hombre a quien alguien necesitaba y quería… Pero, ahora,
¿quién era? Nadie; nada. Un marginado, un figurante…, como y o. Alguien
rechazado mientras la historia sigue su curso en otra parte, sin nosotros.
Abrí la puerta del conductor. En el interior del coche, el aire estaba muy
caliente. Olía a carretera y a autopista. El manguito de goma, conectado al tubo
de escape, cay ó al suelo cuando abrí la puerta.
La música se detuvo. El motor se paró. Patrick no dejaba de mirarme.
Parecía incapaz de hablar, pero sus ojos me dijeron todo cuando necesitaba
saber.
—Vamos, papá —dije.
Y nos alejamos en silencio.
16

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a la 01.09
Acceso: restringido
Estado de ánimo: contrito
Estoy escuchando: Pink Floy d: « The Final Cut»

No, no estaba en mi mejor momento. No creáis que estoy orgulloso de lo que


dije. Sin embargo, dejadme que alegue en mi defensa que aquel día había
sufrido mucho, y que el sufrimiento es como esas ondas expansivas que provoca
una piedra al entrar en contacto con la superficie del agua…
Tendrías que haber sido tú. Sí, eso fue lo que dije. Y en aquel momento
incluso lo pensaba. Porque, a ver, ¿quién habría echado de menos a Bethan
Brannigan? ¿Qué significaba ella para la gente? Emily era única, tenía talento;
Bethan no era nadie, no tenía nada. Y ésa es la razón por la que, cuando Bethan
desapareció, a la mañana siguiente fue eclipsada por Emily.
En primera página, los titulares rezaban: ¡Emily aparece ahogada! Misteriosa
muerte de la niña prodigio.
Ante una noticia tan impactante, todo lo demás pasa a un segundo plano. La
desaparición de una niña apenas merece aparecer en la página seis. Incluso la
propia madre de Bethan esperó hasta la mañana siguiente para denunciar la
desaparición de su hija…
Recuerdo muy mal lo que ocurrió después. Volví a casa, eso sí lo recuerdo.
Mamá se dio cuenta de que tenía fiebre. Me dijo que me metiera en la cama, y
allí me quedé. Tenía dolor de cabeza y retortijones. La Policía se presentó en
casa, pero, en aquellas circunstancias, y o no pude contarles mucho. En cuanto al
señor White, tardaron veinticuatro horas en darse cuenta de que también se había
esfumado…
Para entonces, los fugitivos y a se habían ido hacía tiempo. El rastro se había
perdido. Además, ¿por qué Patrick White había secuestrado a una niña a la que
casi no conocía? Feather reveló el motivo, que fue confirmado por la señora
Brannigan. La noticia de que Bethan era hija de Patrick reavivó la historia y, una
vez más, empezó la búsqueda de la niña desaparecida y de su padre.
Encontraron el coche de Patrick en la carretera, a setenta y cinco kilómetros
al norte de Hull. Unas muestras de pelo castaño halladas en el asiento de atrás
confirmaron que Bethan había estado en el coche, aunque, evidentemente, no
había manera de saber cuánto tiempo hacía de eso. Mientras tanto, los
movimientos bancarios demostraron que Patrick White estaba sacando los
ahorros de su cuenta. Entonces, después de haber hecho tres reintegros de diez
mil libras, el rastro de la cuenta bancaria se perdió bruscamente. Ahora, Patrick
se movía con dinero en metálico, y el dinero en metálico es imposible de
rastrear. La Policía de Bath fue informada de que habían visto a un hombre
acompañado de una niña. Tras dos semanas de buscar por toda la ciudad, se
desestimaron esas informaciones. Más adelante se dijo que fueron vistos en
Londres, aunque la información también se consideró poco fiable. La señora
Brannigan hizo un llamamiento, aunque con idénticos resultados.
Alrededor de tres meses después, sin ninguna prueba sólida que demostrara lo
contrario, la gente empezó a preguntarse si Patrick, trastornado a causa de la
tragedia, no habría cometido un asesinato y luego se habría suicidado. Se
dragaron lagos y se rastrearon montañas. En la prensa, Bethan adquirió la
notoriedad que a veces precede a un truculento descubrimiento. En la iglesia de
Malbry se encendieron velas. Para Beth, Dios te ama. La señora Brannigan lideró
una serie de súplicas y Maureen Pike organizó una feria benéfica. Aun así, el
Todopoderoso continuaba guardando silencio. La historia seguía viva sólo a partir
de meras especulaciones gracias a la prensa, una maquinaria que puede seguir
funcionando indefinidamente (como en el caso de Diana: han pasado doce años
desde su muerte y aún sigue apareciendo en los titulares) o dejar de hacerlo a
capricho del público.
En el caso de Bethan, el declive fue rápido. Cuando se corta, una rosa pierde
enseguida su fragancia. Beth sigue desaparecida no era ninguna historia. Pasaron
los meses. Pasó un año. Una vela encendida en la iglesia de Malbry recordó el
hecho. A la señora Brannigan le diagnosticaron un linfoma de Hodgkin, como si
su Dios y a no la hubiese torturado bastante. Eso estuvo en la prensa durante un
tiempo —la madre de beth, enferma de cáncer—, pero todo el mundo sabía que
aquella historia estaba muerta, cubierta de costras, y sólo cabía esperar que
apareciera alguien con el valor suficiente para desconectar definitivamente la
máquina…
Y entonces los encontraron. Por casualidad, donde Cristo perdió el gorro. Un
hombre había sido ingresado en el hospital después de sufrir repentinamente una
apoplejía. Aunque se negó a dar su nombre, la niña que le acompañaba dijo que
se llamaba Patrick White y que ella era su hija Emily.
¡Un golpe de suerte!, dijo la prensa, que nunca desperdiciaba ningún tópico.
Sin embargo, la historia no era tan sencilla. Habían transcurrido dieciocho meses
desde la desaparición de Bethan Brannigan. Durante la may or parte de ese
tiempo, Patrick y ella habían vivido en un remoto pueblo escocés, donde él había
educado a la niña en casa y donde nadie había sospechado jamás que aquella
rata de biblioteca y su hija podían ser alguien distinto de quien parecían ser.
Y aquella muchacha —aquella muchacha tímida y reticente de catorce años
que insistía en llamarse Emily — era tan distinta de Bethan Brannigan que incluso
su madre —que ahora estaba postrada en la cama, en la fase terminal de su
enfermedad— dudó a la hora de identificarla.
Sí, había algún parecido. Sin embargo, tocaba muy bien el piano, mientras
que en casa nunca lo había hecho; llamaba papá a Patrick y aseguraba no
recordar nada en absoluto de la vida que llevaba dieciocho meses atrás…
La prensa hizo su agosto. Lo más extendido eran los rumores sobre abusos
sexuales, evidentemente, aunque no había nada que llevara a hacer tal
suposición. Lo siguiente fueron las teorías de la conspiración, que aparecieron en
versión resumida en los periódicos más populares. Después de eso, el diluvio:
desde demenciales diagnósticos de posesión hasta transferencia psíquica, desde la
esquizofrenia al síndrome de Estocolmo.
La cultura periodística es dada a las soluciones simples. Le gustan los casos
claros. Y aquel caso era poco convincente; era turbio e insondable. Tras seis
semanas de investigación, Bethan aún no había aclarado nada. Y Patrick White
estaba en el hospital y no podía —o no quería— hablar.
Mientras tanto, la señora Brannigan —a quien en los periódicos seguían
llamando la madre de Bethan— expiró y proporcionó a la prensa una nueva
excusa para apropiarse indebidamente de la palabra tragedia: Bethan se quedaba
sola en el mundo, salvo por el hombre al que ella llamaba papá…
Debió de suponer un shock enterarse de que Patrick era realmente su padre.
Sin duda alguna, lo llevaron mal, y luego, el doctor Peacock agravó la situación
cuando cambió el testamento a favor de Bethan, como si eso pudiera borrar el
pasado y ahuy entar el fantasma de Emily …
Pobre, no debió de ser fácil para ella. Le llevó años recuperar una mínima
apariencia de normalidad. Tras someterse a tratamiento, estuvo en una hogar de
acogida y tuvo que aprender a fingir lo que no sentía. Sus padres adoptivos, Jeff y
Tracey Jones, vivían en White City y siempre habían querido tener una hija. Sin
embargo, el buen carácter de Jeff se volvía amargo cuando tomaba unas copas
de más, y Tracey, que había soñado con tener una niña para poder vestirla igual
que ella, no veía nada de sí misma en aquella silenciosa y huraña adolescente.
Tras suprimir y ocultar todas sus emociones, Bethan aprendió a capear la
situación. Aún se le notan las cicatrices que esos años dejaron en sus brazos, bajo
la tinta y las filigranas de sus tatuajes.
Cuando hablas con ella, cuando la miras, siempre tienes la sensación de que
está interpretando un personaje; de que Bethan, al igual que Albertine, es tan sólo
una de sus encarnaciones, un escudo para protegerse de un mundo en el que nada
puede darse nunca por cierto.
Jamás contó nada. Dieron por sentado que tenía un bloqueo de memoria. Yo
sé que no es así, por supuesto; sus últimas entradas lo confirman. Sin embargo, su
silencio garantizaba la libertad del señor White; los cargos contra él fueron
retirados. Y, a pesar de que los mentideros de Malbry nunca dejaron de creer lo
peor, permitieron que padre e hija siguieran adelante con sus vidas.
Eso fue unos años antes de que volviera a verla. Por entonces, al igual que y o,
ella era otra persona. Volvimos a encontrarnos casi como si fuéramos dos
desconocidos y no hablamos en absoluto del pasado; hablábamos todas las
semanas en el grupo de escritura creativa y ella se ganó mi confianza hasta que
encontró la manera de asestarme el golpe…
¿Pensabais que era ella la que corría peligro conmigo? No, me temo que es
justo lo contrario. Ya os dije que soy incapaz de tocarle un pelo. En la ficción,
puedo hacer lo que me plazca, pero en la vida real estoy condenado a postrarme
ante la gente que más odio y desprecio.
Aunque no por mucho más tiempo. Mi lista mortal es más corta con cada día
que pasa: Tricia Goldblum, Eleanor Vine, Graham Peacock, Feather Dunne.
Rivales, enemigos, parásitos…, todos abatidos por la cordial mano del destino.
Bueno, el destino, la suerte o como queráis llamarlo. Lo importante es que nunca
es culpa mía. Lo único que hago es escribirlo.
El dedo escribe, y una vez que lo ha hecho…
De todas formas, eso no es estrictamente cierto, ¿no? Desear la muerte de un
enemigo, por muy bien elaborada que esté la fantasía, no es lo mismo que quitar
una vida. Quizás ése sea mi auténtico don y no la sinestesia, que tantas desgracias
me ha causado; quizás sea el poder de provocar el infortunio en aquellos que me
han ofendido…
¿Has adivinado y a lo que quiero de ti, Albertine? En realidad es muy sencillo.
Como te dije, es algo que y a has hecho. La línea que separa el dicho del hecho es
tan sólo la ejecución.
Ejecutar. Una palabra interesante, con sus sílabas puntiagudas como el té de
Canadá. Sin embargo, cutar, que suena como cortar, la hace extrañamente
atractiva: es una sentencia que debe ser cumplida, aunque no por un hombre
encapuchado, sino por un ejército de cachorros…
¿De verdad no te imaginas lo que quiero que hagas por mí? ¡Oh, Albertine!
¿Tengo que decírtelo y o? Después de todo lo que has hecho hasta ahora, después
de todo lo que hemos pasado juntos… Escoge una carta; cualquiera.
Vas a matar a mi madre.
Sexta parte

Verde
1

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a la 1.39
Acceso: público
Estado de ánimo: desagradable
Estoy escuchando: Gloria Gay nor: « I Will Survive»

Ha cambiado de nombre en varias ocasiones, pero la gente la sigue llamando


Gloria Green. Ella piensa que los nombres son como las etiquetas en una maleta
o los mapas que sirven para que la gente sepa dónde has estado y adónde crees
que vas. Ella nunca ha estado en ninguna parte. Sólo ha dado vueltas y más
vueltas por este barrio, como un perro que se muerde la cola, siempre
regresando a ciegas a sí misma, dispuesta a empezar de nuevo toda la farsa.
Sin embargo, los nombres son algo portentoso. Las palabras tienen mucho
poder. Su forma de deslizarse por la boca, como una golosina; los significados que
ocultan todas ellas. Ella siempre ha sido muy buena con los crucigramas, los
acrónimos y los juegos de palabras. Es un talento que transmitió a sus hijos,
aunque sólo uno de ellos lo sabe. Además, siente un gran respeto por los libros.
Sin embargo, nunca lee obras de ficción; prefiere dejar eso para su hijo, el de en
medio, quien, a pesar de su tartamudeo, es más brillante de lo que ella será
jamás…, puede que incluso demasiado, para su propio bien.
El nombre de su hijo, en anglosajón, significa el que está en llamas…, y
aunque está terriblemente orgullosa de él, también sabe que es peligroso. En su
interior hay algo que no funciona, que se niega a ver el mundo tal como es. El
señor Brannigan, un profesor de Abbey Road, dice que se le pasará con el
tiempo, dando a entender tácitamente que si Gloria fuera a la iglesia los
domingos, entonces puede que su hijo fuera menos conflictivo. No obstante, en lo
que respecta al chicodeojosazules de mamá, la señora Brannigan no dice más
que sandeces. Lo último que le hace falta a chicodeojosazules, piensa ella, es otra
ración de fantasía.
De pronto, ella se pregunta cómo habrían sido las cosas si Peter Winter no
hubiera muerto. ¿Habría sido todo distinto para chicodeojosazules y sus hermanos
si hubieran tenido la influencia de un padre en sus indisciplinadas vidas? ¿Habrían
cambiado algo todos esos partidos de fútbol que se perdieron, el críquet en el
parque, el aeromodelismo, los trenes eléctricos y los desay unos por la mañana?
De todas formas, piensa que lo hecho, hecho está. Peter era un parásito, un
aprovechado gordo y perezoso que sólo servía para gastarse el dinero de Gloria.
Lo mejor que hizo por ella fue morirse, e incluso entonces, ella necesitó ay uda.
Sin embargo, nadie deja tirada a Gloria Green, y, sorprendentemente, el seguro
pagó. Después de todo, fue muy fácil: bastó con apretar un tubo con el índice y el
pulgar mientras Peter estaba tumbado en la cama del hospital…
Ahora se pregunta si aquello fue un error. Chicodeojosazules necesitaba un
padre, alguien que le guiara, que le enseñara lo que es la disciplina. Sin embargo,
Peter no habría podido con tres chicos, y uno de ellos, además, con un don. Su
sucesor, el señor Ojos Azules, nunca fue ni siquiera una opción. Y Patrick White
—quien, en todos los aspectos salvo en uno habría sido el padre perfecto—,
lamentablemente, y a estaba pillado; era un alma noble y artística cuy o delito fue
un desliz.
La culpa hizo vulnerable a Patrick. Y el chantaje le hizo generoso. Mediante
una acertada combinación de ambas cosas, se reveló como una buena fuente de
ingresos durante muchos años. Le encontró un trabajo a mamá, los ay udó, y
Gloria nunca lo culpó cuando, al final, la abandonó. No, ella le echó la culpa de
eso a su mujer, con sus velas y sus muñecas de porcelana, y cuando por fin se le
presentó la ocasión de devolverle el golpe, le contó el secreto que había guardado
durante tanto tiempo, lo que desencadenó una serie de acontecimientos que
acabaron con un asesinato y un suicidio.
Sin embargo, a pesar de su origen, chicodeojosazules es diferente. Quizás
porque siente más las cosas. Quizás ésa sea la razón por la que siempre sueña
despierto. Sabe Dios que ella ha intentado protegerle, convencer al mundo de que
es demasiado torpe para hacer ningún daño. Sin embargo, chicodeojosazules
busca la forma de sufrir como si fuera un cerdo en busca de trufas, y todo cuanto
ella puede hacer para estar a su altura es corregir sus errores y poner orden en su
caos.
Se acuerda de un día en la play a, cuando todos sus hijos eran muy pequeños.
Nigel está por ahí, a su aire. Benjamin tiene cuatro años y chicodeojosazules está
a punto de cumplir siete. Los dos se están comiendo un helado, y
chicodeojosazules dice que el suy o no sabe bien, como si el hecho de ver a su
hermano comiéndose otro bastara para que tenga menos sabor.
Chicodeojosazules es muy sensible. A estas alturas, ella lo sabe muy bien. Un
golpe en la muñeca de otro chico le hace estremecer; un cangrejo en un cubo le
hace llorar. Es como si le hicieran vudú, y eso hace que ella saque al mismo
tiempo su lado más cruel y el más compasivo. ¿Cómo se las va arreglar si no es
capaz de enfrentarse a la realidad?, piensa.
Debes recordar que sólo es fingido, le suelta, con más dureza de la que
pretende. Él se queda mirándola fijamente con sus ojos azules mientras ella coge
en brazos a su hermano. A sus pies, el cubo azul empieza a apestar.
—No juegues con eso —le dice—. Es asqueroso.
Sin embargo, chicodeojosazules sólo se queda mirándola, lamiendo el helado
que le ha quedado en los labios. Ya sabe que los bichos muertos son asquerosos,
pero no puede apartar la mirada. Ella está irritada. Fue él quien recogió esas
cosas. ¿Qué quiere que haga con ellas?
—No deberías haber cogido esos bichos si no querías que murieran. Ahora tú
hermano se siente mal.
De hecho, el pequeño Ben sólo está pendiente de terminarse el helado, lo cual
aún la irrita más (aunque ella sabe que es algo irracional), porque él debería ser
el más sensible…, después de todo, es el pequeño. Piensa que tendría que ser
chicodeojosazules quien debería estar pendiente de él en vez de montar un
alboroto.
Sin embargo, chicodeojosazules es un caso especial; es patológicamente
sensible, y a pesar de los esfuerzos que ella hace para que sea más duro, para
enseñarle a cuidar de sí mismo, nunca parecen funcionar y siempre es ella quien
debe cuidar de él.
Maureen piensa que le está tomando el pelo. Es el típico hermano del medio,
dice, en su habitual tono desdeñoso. Es celoso, huraño y quiere llamar la atención.
Eleanor piensa lo mismo; no obstante, Catherine White cree que hay algo más y
le gusta alentarlo; ésa es la razón por la que Gloria ha dejado de llevarse a
chicodeojosazules al trabajo y lo ha sustituido por Ben, que juega tranquilamente
y nunca estorba…
—No fue culpa mía —dice chicodeojosazules—. No sabía que se morirían.
—Todo se muere —le espera Gloria.
Ahora, los ojos de chicodeojosazules se han hinchado y están llenos de
lágrimas; parece mareado.
En su fuero interno, ella quiere consolarlo, aunque sabe que eso es peligroso.
A estas alturas, prestarle atención es estimular su flaqueza. Sus hijos deben ser
fuertes, piensa. Si no, ¿quién va a cuidar de ella?
—Y ahora, deshazte de todo eso —le dice, señalando el cubo azul con un
gesto de la cabeza—. Lánzalo al mar o lo que sea.
Él sacude la cabeza.
—No…, no quiero. Huele mal.
—Será mejor que lo hagas o te juro por Dios que lo pagarás caro.
Chicodeojosazules se queda mirando el cubo. Tras cinco horas bajo el sol, lo
que contiene ha fermentado. El olor marino y a agua salada se ha convertido en
un hedor sofocante que le provoca arcadas. Empieza a gimotear, indefenso.
—Por favor, mamá…
—¡No me hagas esto!
Al final, su hermano se ha echado a llorar. Su llanto es agudo, glacial,
estremecedor. Gloria se vuelve hacia su hijo.
—Mira lo que has conseguido —dice—. Como si no tuviera y a bastante que
hacer.
Extiende una mano para darle una bofetada. Lleva unas sandalias con suela
de corcho. Mientras se mueve para abofetearle por segunda vez, da una patada al
cubo, con lo que esparce su contenido a sus pies.
Para Gloria, es la gota que colma el vaso. Lanza a Benjamin al suelo y
agarra fuertemente a chicodeojosazules con las dos manos. Él intenta escapar,
pero su madre es muy fuerte; su madre es todo fibra. Le clava los dedos en el
pelo y lo obliga a bajar hasta el suelo, presionando su cabeza contra la arena y
contra esa horrible mezcla de peces muertos y falso olor a coco. El helado se
funde en su muñeca y se derrama sobre la arena; sin embargo, no se atreve a
soltarlo, porque, si lo hace, está seguro de que ella lo matará, de la misma forma
que él ha matado a esos bichos: los cangrejos, la quisquilla, el caracol y el
pececito plano, con su boca torcida en forma de medialuna. Con todas sus
fuerzas, trata de no respirar, pero se le ha metido arena en la boca y en los ojos;
está llorando y vomitando mientras su madre grita:
—¡Engúllelo, desgraciado! ¡Engúllelo igual que engulliste a tu hermano!
Entonces, de pronto, todo llega a su fin. Ella para y se pregunta qué le ha
ocurrido. Ella sabe que los críos pueden volverte loco, pero ¿en qué diablos estaba
pensando?
—Levántate —le dice a chicodeojosazules.
Él obedece, sin dejar de sostener el helado. Tiene la cara embadurnada de
arena y mugre y le sangra un poco la nariz. Se la limpia con la mano que tiene
libre, levanta los ojos hacia su madre y se queda mirándola.
—No seas niño. No se ha muerto nadie. Y ahora termínate el maldito helado.

Escribe un comentario:
Albertine: (comentario borrado)
chicodeojosazules: Lo entiendo. La may oría de las veces también me quedo sin
palabras…
2

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 01.45
Acceso: restringido
Estado de ánimo: vacilante

Por fin una versión de la verdad. ¿Por qué se molesta, a estas alturas del juego?
Tendría que saber que y a es demasiado tarde para echarse atrás. Ambos hemos
dejado claras nuestras intenciones. ¿Está intentando provocarme de nuevo? ¿O se
trata de una súplica en busca de compasión?
Durante los dos últimos días, ambos nos hemos quedado en casa, por culpa de
la misma epidemia de gripe. Clair me ha mandado un correo electrónico en el
que me dice que Brendan no ha ido a trabajar. El Zebra también ha cerrado
durante dos días. Yo no quería que viniera aquí. No antes de que estuviera
preparada.
Esta noche volví por última vez. En mi cama era incapaz de dormir. Mi casa
es demasiado peligrosa. Allí es muy fácil provocar un incendio, un escape de gas
o un accidente. Él ni siquiera tendría que vigilar. En el Zebra es más complicado,
porque está en la calle principal y tiene cámaras de seguridad en el techo. Pero
eso y a no importa. Mi coche está cargado y todas mis pertenencias embaladas.
Podría irme ahora mismo.
¿Creíais que me quedaría y que me enfrentaría a él? Me temo que no soy una
luchadora. Me he pasado toda mi vida huy endo, y ahora y a es demasiado tarde
para cambiar. Sin embargo, me resulta extraño dejar el Zebra. Raro y triste,
después de todo este tiempo. Lo echaré de menos. O más que eso: echaré de
menos quién era cuando trabajaba allí. Incluso Nigel sólo entendió a medias el
propósito de ser esa persona; él pensaba que la auténtica Bethan era otra.
¿La auténtica Bethan? No me hagáis reír. Dentro del nido de las muñecas
rusas no había más que rostros pintados. Aun así, era un buen sitio. Fue un lugar
seguro mientras duró. Aparco el coche junto a la iglesia y camino por la calle
desierta. A esta hora, la may oría de las casas están a oscuras; son como las flores
que se cierran durante la noche. Sin embargo, el neón del Zebra está encendido,
proy ectando sus pétalos de luz sobre la nieve. Sienta bien volver a casa, aunque
sólo sea por un rato…
Había un regalo esperándome: una orquídea en una maceta, con una tarjeta
que decía: Para Albertine. Las cultiva él mismo; eso fue lo que me dijo. De algún
modo, me parece muy propio de él.
Entro en el café y me conecto de inmediato. Estoy segura de que él aún sigue
on-line.
Espero que te haya gustado la orquídea, escribe.
No pensaba contestarle. Me prometí que no lo haría. Pero, después de todo,
¿qué mal podría hacerme?
Es preciosa, tecleo. Es verdad. La flor es de color verde y púrpura, como una
especie de pájaro tóxico. Y su olor es parecido al del jacinto, aunque más dulce.
Evidentemente, ahora sabe que estoy aquí. Espero que ésa sea la razón por la
que ha mandado la orquídea. Sin embargo, no puede irse antes de las cinco
menos cuarto sin llamar la atención de su madre. Si saliera ahora, ella lo
interrogaría, y chicodeojosazules haría cualquier cosa para evitar levantar las
sospechas de su madre. Eso me mantiene a salvo hasta las cuatro y media, como
mínimo. Puedo permitirme un rato.
Es una Zy gopetalum «Azul Brillante», de una variedad muy fragante. Intenta
no matarla, ¿de acuerdo? Ah, por cierto, ¿qué te pareció mi relato?
Creo que eres muy retorcido, respondí.
Me contesta con un emoticono, una sonriente carita amarilla.
¿Por qué cuentas esas historias?, pregunto.
Porque quiero que me comprendas. Oigo su voz en mi cabeza con toda
claridad, con tanta claridad como si estuviera aquí. Con el asesinato no hay vuelta
atrás, Beth.
Tú ya deberías saberlo, replico.
Otra vez el mismo emoticono. Supongo que debería sentirme halagado, dice.
Sin embargo, sabes que es tan sólo ficción. Nunca podría haber hecho todas esas
cosas, como tampoco podría haber lanzado aquella piedra… La muñeca aún me
duele, por cierto. Supongo que tuve suerte de que no me diera en la cabeza…
¿Por qué está tratando de hacerme creer que no ha ocurrido, que todo es una
coincidencia? Eleanor, el doctor Peacock, Nigel… ¿Todos sus enemigos borrados
del mapa por pura coincidencia?
Bueno, no, no tanto, responde. Alguien ha estado trabajando en mi nombre.
¿Quién?
Tarda en contestar. No aparece nada salvo el cuadradito del cursor,
parpadeando pacientemente en la casilla de mensajes. Me pregunto si le falla la
conexión. Me pregunto si debería volver a conectarme. Entonces, cuando me
dispongo a volver a entrar, me llega un mensaje.
¿De verdad no sabes a quién me refiero?
No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Otro silencio de ésos. Y entonces me llega un mensaje automático del
servidor: ¡Alguien ha colgado algo en badsguyrock! y una nota que sólo dice:
Lee esto.
3

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a la 01.53
Acceso: público
Estado de ánimo: hambriento
Estoy escuchando: The Zombies: « She’s Not There»

Él la llama señorita Azul Camaleón, pero vosotros podéis llamarla Albertine. O


Bethan. O incluso Emily. Sea cual sea el nombre que escojáis, ella no tiene un
color propio. Igual que el camaleón, se adapta para encajar en cada situación. Y
quiere serlo todo para todos los hombres: la salvadora, la amante, el justo
castigo… Ella les da lo que cree que quieren; les da lo que cree que les hace falta.
Le gusta cocinar, y es así como satisface su necesidad de alimentar. Es capaz de
adivinar todos sus gustos: sabe cuándo añadir la crema y conoce cuáles son sus
antojos antes, incluso, de que ellos sean conscientes de tenerlos.
Por supuesto, ésta es la razón por la que chicodeojosazules la evita.
Chicodeojosazules estaba gordo, y aunque eso fue hace veinte años, sabe lo fácil
que le resultaría volver a ser aquel muchacho. Camaleón lo conoce muy bien.
Conoce sus miedos, sus sueños, sus apetitos. Y él sabe que determinados antojos
nunca van a ser satisfechos. Enfrentarse a ellos significaría exponerse a las más
terribles consecuencias. Así pues, suele emplear espejos, como Perseo con la
Gorgona. Y detrás del cristal oscuro, a salvo, vigila y espera hasta que llegue el
momento oportuno.
Hay personas que nacen para vigilar, y él lo sabe.
Hay personas que son espejos nacidos para reflejar.
Hay personas que son armas entrenadas para matar.
¿Acaso escoge un espejo lo que refleja? Y un arma, ¿elige a su víctima?
Camaleón no lo sabe. Ella nunca ha tenido ideas propias, ni siquiera cuando era
una niña. Seamos realistas: ella apenas tiene recuerdos. No tiene ni idea de quién
es, y cambia todos los días de personaje. No obstante, él sabe que trata de causar
una impresión; quiere dejar su huella en él.
Impresionar. Impresión. Impresionista. Unas palabras muy interesantes.
Provocar admiración; prestar declaración; hacer una hendidura. Alguien que
finge ser otro. Alguien que pinta usando sólo pequeñas manchas de luz. Alguien
que crea una ilusión… con humo y espejos, con augurios y sueños.
Sí, sueños. Ahí es donde empieza todo. En los sueños, en la ficción, en la
fantasía. Y la fantasía es lo que le va a chicodeojosazules; es su territorio, el
ciberespacio. Un lugar para cualquier momento y cualquier aderezo; un lugar
para todos los sabores del deseo. El deseo crea su propio universo, o, al menos,
eso hace en badguysrock. El nombre es inequívoco: una isla en la que son
abandonados los arrepentidos, ¿o acaso es un refugio para los villanos de todo el
mundo donde podemos satisfacer nuestras perversiones?
Aquí, todos tienen algo que ocultar. Puede que para uno sea un sitio donde
poder ocultar su impotencia, su cobardía, su miedo al mundo. Puede que otra,
una ciudadana honrada con un trabajo de responsabilidad, una bonita casa y un
marido tan soso como una comida baja en calorías, esconda su apetito por la
carne roja: por lo difícil, lo vil, lo peligroso. Para una tercera, cuy o deseo es estar
delgada, es el hecho de que su peso es tan sólo una excusa, una pesada manta
extendida ante un mundo que sabe que de otra forma la devoraría. Para un
cuarto es la niña que mató el día que se estrelló con la moto: tenía ocho años, iba
camino de la escuela y cruzó la calle en una curva sin visibilidad. Y ahí va él, a
ochenta kilómetros por hora, sin haberse quitado aún de encima la borrachera de
la noche anterior. Cuando patina y choca contra la pared, piensa: Ya está, tío; el
juego ha terminado. Sólo que el juego continúa, y justo en el momento en que
nota su espina dorsal torciéndose como un trozo de cuerda, ve un zapato tirado en
la calle y se pregunta quién demonios dejaría un zapato en perfecto estado en la
cuneta. Entonces es cuando ve los restos de la niña. Y veinte años después eso es
lo único que ve. Los sueños siguen ahí con toda claridad, y él se odia a sí mismo,
y al mundo, pero, sobre todo, lo que más odia es la terrible y maldita compasión
de la gente…
¿Y qué hay de chicodeojosazules? Bueno, evidentemente, igual que el resto de
la tribu, no es exactamente lo que parece. Él se lo cuenta todo, pero, cuanto más
lo hace, más dispuestos están ellos a creer en la mentira.
Yo nunca he matado a nadie. Por supuesto, él nunca admitiría la verdad. Ésa
es la razón por la que alardea on-line, jactándose de sus instintos básicos como un
pavo ejerciendo el ritual del cortejo. Los demás admiran su pureza y le quieren
por su sinceridad. Chicodeojosazules verbaliza lo que los demás apenas se atreven
a soñar. Es una encarnación, un icono para una tribu perdida a la que incluso Dios
ha dado la espalda…
¿Y qué hay de Camaleón?, me preguntaréis. No figura entre los amigos
íntimos de chicodeojosazules, pero él la ve, aunque sea de forma esporádica.
Tienen una especie de historia, aunque no hay nada que a él lo conmueva
demasiado, nada que mantenga su atención. Y, aun así, a medida que va
tratándola de nuevo, la encuentra cada vez más interesante. Él solía pensar que
no tenía color. De hecho, ella simplemente se amolda. Durante toda su vida ha
sido una adepta que ha coleccionado ideologías, aunque hasta ahora nunca ha
tenido ni una sola idea propia. Sin embargo, dale una causa, una bandera, y ella
te dedicará toda su devoción.
Al principio era seguidora de Jesús y rezaba para morir antes de despertarse.
Después de eso, se hizo seguidora de un muchacho que le enseñó otro evangelio.
Y entonces, a los doce años, se hizo seguidora de un loco que encontró bajo la
nieve sólo porque tenía los ojos azules. Y ahora sigue a chicodeojosazules, como
el resto de su ejército de ratones, y sólo desea bailar al son que él le toca hasta
alcanzar el olvido.
Se reencuentran de nuevo en su clase de escritura, cuando ella tiene quince
años. No es una clase de índole terapéutica como la que le recomendó su asesor
para mejorar su expresión. Chicodeojosazules asiste a ella básicamente para
mejorar su estilo, del que siempre se ha sentido avergonzado, pero también
porque ha aprendido a sacar partido a los asesinatos de ficción.
Hay una mujer en el Village a la que él conoce y a la que llama señora Azul
Eléctrico. Es lo bastante may or como para ser su madre, lo cual es bastante
vergonzoso. No, él no sabe lo que ella piensa, pero la señora Azul Eléctrico es
conocida por su afición a los hombres jóvenes y atractivos, y chicodeojosazules
es un ingenuo…, al menos en asuntos amorosos. Un hombre joven y atractivo de
alrededor de veinte años que trabaja en un taller de reparación eléctrica para
costearse la universidad. Los vaqueros estilizan su figura y, aunque no es un chico
de calendario, no es en absoluto el muchacho gordo que era hace tan sólo un par
de años.
Nuestra heroína, a pesar de su juventud, es mucho más experta. Después de
todo, ha tenido que enfrentarse a muchas cosas a lo largo de los años: la muerte
de su madre, la apoplejía que sufrió su padre, toda esa horrible historia publicada
en la prensa… Ha estado bajo tratamiento, y ahora vive con un matrimonio en
White City. Él es fontanero; su esposa, una mujer muy fea, ha intentado
repetidamente quedarse embarazada, aunque sin éxito. Ambos son fans de la
realeza: su casa está llena de imágenes de la princesa de Gales; algunas de ellas
son fotos texturizadas y otras cuadros de los que se pintan siguiendo una
secuencia numérica. Camaleón los detesta, pero no lo dice, como de costumbre.
Ha descubierto que es mejor permanecer en silencio y dejar que sean los demás
quienes hablen. Y eso encaja bien en esa familia. Nuestra heroína es una buena
chica. Evidentemente, a estas alturas, la pareja y a debería saber que son las
buenas chicas las que deben ser vigiladas.
Al hombre, a quien vamos a llamar Azul Diésel y que moriría junto a su
esposa a causa de un incendio en su casa cinco o seis años después, le gusta que
le consideren un padre de familia. A Camaleón la llama princesa, y los fines de
semana se la lleva con él al trabajo. Ella carga con su pesada caja de
herramientas y lo espera mientras él charla con hastiadas amas de casa y sus
ligeramente agresivos maridos, que creen que todos los fontaneros son unos
ladrones y que, si se lo propusieran, ellos mismos podrían reparar fácilmente una
junta o una llave o instalar un radiador.
No lo hacen por cuestiones de salud y seguridad, y por eso están tan
amargados y resentidos, mientras sus mujeres preparan un té, sirven galletas y
hablan con aquella niña silenciosa, que raramente responde o sonríe, y se sienta,
vestida con una sudadera de una talla demasiado grande que oculta la may or
parte de su cuerpo y que la obliga a sacar las manos por las mangas, como
capullos de rosa, con un rostro tan blanco como los de esas muñecas de
porcelana, ocultas bajo una cortina de pelo negro.
Es en una de estas visitas —a una casa del Village— cuando nuestra heroína
experimenta por primera vez el furtivo placer del homicidio. Evidentemente, no
fue idea suya; se la plagió a chicodeojosazules en la clase de escritura creativa.
Camaleón no tiene un estilo propio. Su creatividad se basa en la imitación. Ella
sólo asiste a las clases porque él también lo hace, con la esperanza de que un día
él la vea de nuevo, que sus ojos busquen los suy os y se queden ahí, paralizados,
sin que en ellos se refleje nada más que desvíe su atención.
Él la llama señora Azul Eléctrico…
Buen movimiento, chicodeojosazules. Todos los nombres e identidades han
sido cambiados con la intención de proteger a los inocentes. Sin embargo,
Camaleón la reconoce; conoce la casa porque la ha visitado en varias ocasiones.
Y también conoce su reputación, su predilección por los hombres jóvenes y su
antigua y repugnante relación con el hermano may or de nuestro hombre. Ella la
encuentra patética, le da asco. Por eso, cuando unos días después la señora Azul
Eléctrico es hallada muerta en su casa, no siente ninguna pena, ni siquiera le
importa.
Hay gente a la que le gusta jugar con fuego. Y hay otra que merece morir.
Pero ¿cómo podría tener algo que ver un trágico accidente con esa niña tan
buena que se sienta y se queda quieta y espera pacientemente junto a la
chimenea mientras su padre arregla una tubería?

Al principio, ni siquiera chicodeojosazules es capaz de suponer cómo. Al principio


piensa que es el karma. Sin embargo, con el tiempo, a medida que sus enemigos
van cay endo con cada tecla que pulsa, empieza a vislumbrar el patrón, tan claro
como el papel pintado con flores del salón de su madre.
Azul Eléctrico. Azul Diésel. Incluso la pobre señora Azul Químico, que puso
el sello a su propio deceso al querer que todo estuviera limpio como los chorros
del oro, empezando por ese chico tan aseado y agradable que asistía a la terapia
de grupo de su gorda sobrina.
Y el doctor Peacock, cuy o único crimen fue dejar que nuestro héroe cuidara
de él; que había perdido a medias la cordura y cuy a silla era muy fácil de
empujar desde esa rampa casera, de modo que a la mañana siguiente lo
encontraron allí, con los ojos abiertos y la boca torcida. Y si hay algo que
chicodeojosazules siente, es una renovada esperanza…
Quizás sea mi ángel de la guarda, piensa. ¿O puede que sólo sea una
coincidencia?
¿Por qué lo hace?, se pregunta. ¿Para salvaguardar su inocencia? ¿Para
librarle de la culpa y cargar con ella? ¿O lo hace tan sólo para llamar su
atención? ¿Lo hace porque se ve a sí misma como una ejecutora frente al
mundo? ¿Porque ser otra es su único modo de existir? ¿O lo hace porque, al igual
que chicodeojosazules, no le queda otra elección, salvo la de reflejar a la gente
que le rodea?
Sea como fuere, al final, no es culpa suy a. Él le da lo que ella quiere, eso es
todo. Y si lo que quiere es culpa, ¿qué? ¿Qué pasa si lo que quiere es maldad?
Lo que está claro es que él no es el responsable. Él nunca le dijo qué debía
hacer. Y, aun así, él tiene la sensación de que ella quiere algo más. Puede captar
su impaciencia. Siempre igual: ¡mujeres!, piensa. Las mujeres y sus
expectativas. Él sabe que todo acabará con lágrimas, como siempre ha
ocurrido…
Sin embargo, chicodeojosazules no puede culparla por lo que ahora está
considerando. Fue él quien la creó, quien la modeló con esa arcilla asesina.
Durante años, ella ha sido su gólem, y ahora, el esclavo sólo quiere ser libre.
¿Cómo lo hará?, se pregunta. Los accidentes ocurren con mucha facilidad.
¿Un veneno en su bebida? ¿Un tópico escape de gas? ¿Un accidente de tráfico?
¿Un incendio? ¿O será algo más esotérico? ¿Una aguja con la punta envenenada
con una exótica variedad de orquídea de Sudamérica? ¿Un escorpión escondido
en un cesto de fruta? Sea lo que sea, chicodeojosazules espera que sea algo
especial.
Se pregunta si lo verá venir. ¿Le dará tiempo de ver sus ojos? Y, mientras ella
mira fijamente el abismo, ¿qué verá?

Escribe un comentario:
JennyTrucos: ¿te crees muy listo, verdad?
chicodeojosazules: ¿No te ha gustado mi relato? ¿Por qué no me sorprende?
JennyTrucos: quien juega con fuego acaba quemándose.
chicodeojosazules: Gracias, Jenny. Lo tendré presente…
4

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 02.37
Acceso: restringido
Estado de ánimo: enfadado

Dice que soy un golem. Resulta odiosamente acertado. El golem, según la


ley enda, es una criatura hecha con palabras y arcilla, un esclavo mudo sin
ningún objetivo salvo el de cumplir la voluntad de su dueño. Sin embargo, en uno
de los relatos el esclavo se rebela… ¿Sabías eso, chicodeojosazules? Se vuelve
contra su creador. Y entonces ¿qué? No lo recuerdo, pero sé que la historia
acababa mal.
¿Es eso lo que piensa realmente de mí? Él siempre fue engreído. Incluso
cuando era un niño, despreciaba a casi todo el mundo, siempre mostraba su
arrogancia, la firme creencia de que él era único y de que algún día llegaría a
ser alguien. Quizás fuera obra de su madre. Gloria Green y sus colores. No, no lo
estoy defendiendo. Sin embargo, hay algo muy retorcido en la idea de que los
hijos pueden dividirse como las prendas de una colada, que un color puede
hacerte bueno o malo y que todos los crímenes pueden lavarse como si fueran
una mancha y tenderlos para que se sequen.
Es irónico, ¿verdad? Él la odia, y aun así es incapaz de irse sin más. En vez de
eso, él tiene sus propias formas de escapar. Ha estado viviendo durante años
dentro de su cabeza y tiene un gólem, moldeado según sus especificaciones, para
que le haga el trabajo.
Evidentemente, está mintiendo. Es tan sólo ficción. Está tratando de abrir una
brecha en mis defensas. Sabe que mi renuente memoria es como un proy ector
roto, incapaz de proy ectar más de una imagen a la vez. La forma en que
chicodeojosazules relata los hechos siempre es mucho mejor que la mía: él lo
hace en alta resolución, mientras que y o sólo soy capaz de hacerlo en un
granulado blanco y negro. Sí, estaba muy confusa y llena de odio, pero no soy
una asesina.
Por supuesto, él lo sabe. Ésta es su forma de provocarme. Sin embargo,
puede resultar muy convincente. Ya ha mentido antes a la Policía, incriminando
a otros para ocultar su culpa. Me pregunto si ahora me acusará a mí. ¿Habrá
encontrado algo en el apartamento de Nigel o en Fireplace House que pueda
presentar como prueba? ¿Está intentando ganar tiempo mientras habla conmigo?
¿O hace lo que el picador, provocándome para que mueva ficha?
Quien juega con fuego acaba quemándose.
Yo no lo habría expresado mejor. Si lo que pretende es desorientarme,
entonces está pisando un terreno muy resbaladizo. Sé que debería ignorarlo,
meterme en el coche e irme, pero me consume la indignación. He jugado a sus
juegos psicológicos durante demasiado tiempo. Todos lo hemos hecho; hemos
satisfecho sus necesidades. Él no soporta la visión del dolor físico, pero se crece
con el sufrimiento mental. ¿Por qué se lo permitimos? ¿Por qué nadie se ha
rebelado hasta ahora?
Hace un momento recibí un correo electrónico. Lo abrí en mi móvil.

Asunto: Cuidado de las orquídeas,


En mi ausencia, te quedaría muy agradecido si cuidaras de mi
colección de orquídeas. La mayoría de ellas crecen mejor en un
ambiente cálido y húmedo, lejos de la luz directa del sol. Hay que
regarlas con moderación.
No dejes que se mojen las raíces.
Gracias. Aloha.
chicodeojosazules

No sé que pretende con esto. ¿Acaso espera que salga corriendo? En principio, no
lo creo. Lo más probable es que esté jugando conmigo, tratando de que baje la
guardia. Su orquídea está en el asiento trasero del coche, entre dos cajas. Por
alguna razón, no quiero dejarla aquí. Su aspecto, con su mata de florecillas, es
muy inofensivo.
Y entonces me viene una idea a la cabeza. La provoca la fragancia de la
orquídea. Y me parece tan clara y tan hermosa como un faro envuelto en la
niebla.
Esto tiene que terminar en alguna parte, ¿no lo veis? Lo he seguido por este
camino durante demasiado tiempo, como el niño tullido que va tras el flautista de
Hamelín. Él me hizo como soy. He bailado al son de su música. Mi piel es un
mapa cubierto con las cicatrices y las marcas de lo que me ha hecho. Sin
embargo, ahora puedo verle tal como es, el muchacho que pronunció tantas
veces la palabra asesinato que, al final, alguien le crey ó…

Conozco su rutina tan bien como la mía. Saldrá de casa a las cinco menos cuarto,
fingiendo, como siempre, que se va a trabajar. Estoy segura de que será entonces
cuando moverá ficha. No será capaz de resistirse a la seducción del Pink Zebra,
con su luz cálida y acogedora, ni a la mía, sola y vulnerable, como una polilla
atrapada en una linterna…
Cogerá su coche, un Peugeot azul. Bajará por Mill Road y aparcará en la
esquina de la iglesia de Todos los Santos, donde han quitado la nieve. Echará un
vistazo a la calle —que en estos momentos está desierta— y se dirigirá hacia el
Zebra, protegido por la sombra de los edificios. En el interior del café, el
volumen de la radio está lo bastante fuerte como para atenuar el ruido que hace
al entrar. Hoy no suena la emisora de música clásica, aunque la música no me da
miedo. Ese miedo lo tenía Emily. Ni siquiera la Sinfonía fantástica es capaz de
ejercer ninguna influencia sobre mí.
La puerta de la cocina tendrá el pestillo echado. Es muy fácil abrirla…
Mirará el rótulo de neón, tal y como suele hacer, dos palabras en luz
estroboscópica: pink zebra, con su fantasmagórico olor a gas.
¿Lo veis? Conozco sus debilidades. Ahora estoy usando su don en su contra,
ese don que heredó de su hermano, y cuando el verdadero olor lo asedie,
simplemente no hará caso de la ilusión, tal y como ha hecho en tantas otras
ocasiones…, al menos hasta que entre y deje que la puerta se cierre detrás de él.
He hecho un arreglo en la puerta. El pomo y a no puede girarse desde dentro,
y el gas llevará horas encendido. A las cinco, cualquier chispa será capaz de
encenderlo: la llama de un mechero, un teléfono móvil…
Evidentemente, y o no estaré allí para verlo, porque me habré ido mucho
antes. Sin embargo, a través de mi móvil puedo acceder a Internet, y tengo su
número. Por supuesto, es él quien debe decidir entrar; la víctima escoge su propio
destino. Nadie la obliga a entrar; nadie es responsable de ello.
Puede que, cuando hay a muerto, vuelva a ser libre. Libre de esos deseos
suy os que reflejan los míos. ¿Adónde va un reflejo cuando se rompe un espejo?
¿Qué ocurre con un relámpago cuando ha cesado la tormenta? La vida real tiene
muy poco sentido; sólo la ficción lo tiene. Y y o he sido ficción durante mucho
tiempo, un personaje de una de sus historias. Me pregunto si los personajes de
ficción pueden rebelarse y volverse contra sus creadores.
Sólo espero que no acabe demasiado pronto. Espero que tenga tiempo para
comprenderlo. Mientras camina a ciegas hacia la trampa, espero que tenga un
momento para gritar, para luchar, para tratar de escapar, para golpear la puerta
con los puños, y por fin piense en mí, el golem que se rebeló contra su dueño…
5

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 04.16
Acceso: restringido
Estado de ánimo: optimista
Estoy escuchando: Supertramp: « Breakfast In America»

Esta noche no he dormido. Demasiados sueños. Hay gente que sueña en


tecnicolor y otra que sólo lo hace en blanco y negro. Sin embargo, y o sueño en
inmersión total: sonidos, olores, sensaciones… Algunas noches me despierto
empapado en sudor; otras, no consigo dormir. Entonces también encuentro
consuelo en la Red; allí siempre hay alguien que está despierto: chats, páginas de
fans, porno… Pero esta noche estoy solo, no hay nadie en mi chirriante coro de
ratones. Lo que esta noche necesito es oír a alguien que me diga: ¡Eres el mejor,
chicodeojosazules!
Y aquí estoy, de vuelta en badsguyrock, vigilando a la pérfida Albertine. Ha
ido muy lejos —estoy orgulloso de ella—, y a pesar de todo, aún tiene la
necesidad de confesar, como la niña católica que fue en el pasado. Sé cuál es su
contraseña desde hace tiempo. Descubrir una contraseña es bastante fácil. Basta
con un descuido: una cuenta abierta en un ordenador mientras alguien sirve una
taza de té, y de repente todos sus comentarios privados están a la vista para que
cualquiera pueda leerlos…
¿Estás consultando tu correo, Albertine? Hay un montón de mensajes en mi
bandeja de entrada: lastimeros gimoteos de Cap, tímidos ruiditos de Chry ssie.
Toxic me ha mandado algo de porno, copiado de un sitio llamado Tetonas.com.
Clair me envía uno de sus memes, además de un aburrido y absurdo comentario
sobre Angel Blue y la zorra de su mujer, sobre la salud mental de mi madre y
sobre el increíble progreso que ella cree que hice en mi última confesión pública.
Luego está el habitual correo basura, los spams: cartas desde Nigeria muy
mal escritas en las que me promete que me mandarán millones de libras a
cambio de mis datos bancarios; ofertas de Viagra, de sexo y de vídeos privados
de adolescentes famosas. En resumen: todos los desechos que ofrece la Red, y
esta vez incluso me alegra recibir el spam, porque ésta es mi tabla de salvación,
mi mundo, y desconectar es dejar que muera ahogado, como un pez fuera del
agua.
A las cuatro en punto oigo levantarse a mamá. Últimamente, ella tampoco
duerme demasiado bien. A veces se sienta en el salón a ver la televisión por
satélite y otras limpia la casa o va a dar una vuelta a la manzana. Le gusta estar
levantada cuando me voy a trabajar. Quiere prepararme el desay uno.
Cojo una camisa limpia del armario —la de hoy es blanca, con una ray a azul
— y me visto con cierto esmero. Cuido mi aspecto. Me digo que así es más
seguro, sobre todo cuando mi madre me vigila. Evidentemente, no tengo por qué
ponerme una camisa —el uniforme del hospital consta de un mugriento mono de
color azul marino, botas con punteras metálicas y un par de guantes de limpieza
—, pero mi madre no tiene por qué saberlo. Mi madre se siente muy orgullosa de
su chicodeojosazules. Y si alguna vez descubriera la verdad…
—¡B. B.! ¿Eres tú? —dice.
¿Quién más podría ser, mamá?
—¡Date prisa! ¡Te he preparado el desay uno!
Hoy debe de estar de buenas: panceta, huevos, tostadas con canela. No tengo
demasiado apetito, pero esta vez necesito complacerla, porque mañana
desay unaré en América.
Me observa mientras engullo.
—Éste es mi chico. Tienes que estar fuerte.
Esta mañana su humor tiene algo de inquietante. Para empezar, se ha vestido
del todo: no lleva la bata de siempre, sino un traje de chaqueta de tweed y los
zapatos de piel de cocodrilo. Y se ha puesto su perfume favorito, L’Heure Bleue,
con un aroma a flor de naranja y a clavo que lo impregna todo. Y, lo más curioso
de todo, se le ve…, ¿cómo podría decirlo? No puedo decir feliz. En el caso de mi
madre, se podrían contar esos efímeros momentos con los dedos de una mano.
Pero hoy parece alegre; desde la muerte de Ben, nunca la había visto así. Resulta
bastante irónico, la verdad. Sin embargo, pronto acabará todo.
—No te olvides de tu bebida —dice.
Esta vez resulta casi un placer. Hoy, el sabor es un poco mejor, quizás porque
la fruta es fresca y lleva un ingrediente distinto —puede que arándano o grosella
negra— que le da un toque tánico.
—He cambiado la receta —dice.
—Mmmm. Muy bueno.
—¿Te sientes mejor esta mañana?
—Estoy bien, mamá.
Mejor que bien. Ni siquiera tengo dolor de cabeza.
—Está bien que te hay an dado un descanso.
—Bueno, mamá, es un hospital. No estaría bien llevar gérmenes al trabajo.
Mamá me dio la razón. Había tenido la gripe. Bueno, ésa es la versión oficial.
En realidad, había estado ocupado con otras cosas, como supongo que y a sabréis.
—¿Seguro que te encuentras bien? Estás un poco pálido.
—En invierno todo el mundo está pálido, mamá.
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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 04.33
Acceso: restringido
Estado de ánimo: entusiasmado
Estoy escuchando: The Beatles: « Here Comes The Sun»

Compré los billetes por Internet. Si compras on-line tienes un descuento. Puedes
elegir tu asiento, encargar la comida e incluso imprimir la tarjeta de embarque.
Escogí un asiento de ventanilla, desde donde podré ver cómo despegamos del
suelo. Nunca he viajado en avión; ni siquiera en tren. Los billetes son muy caros,
pero la tarjeta de crédito de Albertine puede permitírselo. Apunté sus datos hace
un año, cuando compró unos libros en Amazon. Evidentemente, en aquella época
tenía poco dinero, pero ahora, con la herencia del doctor Peacock, debería andar
bien al menos durante unos meses. Cuando lo descubra —si es que lo hace— y a
estaré ilocalizable.
No me llevo demasiado equipaje; sólo una bolsa con la documentación, algo
de dinero, mi iPod, una muda y una camisa. No, esta vez no es azul, mamá. Es
rosa y naranja, con palmeras. No es de camuflaje, pero espera a que esté allí:
seré uno más.
Me conecto por última vez antes de irme. Únicamente para leer los
mensajes, para ver quién no durmió anoche, para comprobar si hay alguna
sorpresa y saber quién me aprecia y quién quiere verme muerto.
Ninguna sorpresa.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —me grita.
—Espera, mamá; bajo dentro de un segundo.
Es el momento de enviar un último correo electrónico —a
albertine@yahoo.com— antes de irme definitivamente; hoy al mediodía estaré
en ese avión, viendo la televisión y tomando champán…
Champán. Dolor fingido[18] . Como si una sensación pudiera no ser real.
Siento un hormigueo en el estómago y casi me duele al respirar. Me tomo un
momento para relajarme y concentrarme en el color azul. El azul de la luna, de
un lago, del océano, de una isla. Azul Hawáiano. Azul, el color de la inocencia;
azul, el color de mis sueños…
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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 04.45
Acceso: público
Estado de ánimo: preocupado
Estoy escuchando: Queen: « Don’t Stop Me Now»

Debió de quitarse los zapatos, porque ni siquiera la oy ó. Lo único que oy ó fue el


ruido de la puerta al cerrarse y el sonido de la llave al girar.
Clic.
—¿Mamá?
Al no recibir respuesta alguna, se dirige hacia la puerta. Las llaves estaban en
el bolsillo de su abrigo. Debe de haberlas cogido ella, piensa chicodeojosazules,
cuando él volvió arriba. La puerta es de madera de pino, y la cerradura es una
Yale. Él siempre ha valorado mucho su intimidad.
¿Se lo habrá imaginado?
Sólo hay un silencio muy pesado, como algo enterrado bajo la nieve. Y
entonces el ruido de sus pasos sobre la alfombra de la escalera.
—¡Por favor, mamá!
En la ficción, nuestro héroe echaría la puerta abajo y, en el caso de que no lo
consiguiera, saltaría por la ventana y saldría ileso. En la vida real, sin embargo, la
puerta es irrompible…, aunque, por desgracia, chicodeojosazules no lo es, como
a buen seguro se encargaría de confirmar un salto desde la ventana y, después, su
agónico aterrizaje en el duro suelo de cemento.
No, está atrapado. Ahora es consciente de ello. Sea lo que sea lo que está
tramando su madre, no puede impedirlo, piensa. La oy e en la planta baja,
moviéndose por el salón, arrastrando los zapatos por el suelo de madera pulido. Y
luego las llaves. Ha salido.
—¡Mamá! —Su voz tiene un deje desesperado—. ¡Mamá! ¡No cojas el
coche! ¡Por favor!
Ella apenas suele coger el coche. Aun así, él sabe que hoy lo hará. El café
está a sólo unas pocas calles de distancia, en la esquina de Mill Road con la iglesia
de Todos los Santos. Sin embargo, a veces puede ser muy impaciente…, y sabe
que esa chica le está esperando, esa chica irlandesa con todos esos tatuajes, la
que le rompió el corazón a su pequeño…
¿Cómo descubrió lo que estaba tramando? Quizás a través del móvil, que se
dejó en la mesilla del salón. Qué tonto había sido al dejarlo allí, invitándola a
abrir fácilmente la bandeja de entrada, a descubrir su reciente diálogo entre su
hijo y Albertine.
Albertine, piensa, con una sonrisa sarcástica. Una rosa que podría tener otro
nombre. Y ella sabe que es esa chica irlandesa, culpable y a de la muerte de uno
de sus hijos, la que ahora se atreve a amenazar a otro. Puede que a Nigel le
matara una avispa en un bote, pero Gloria sabe que él nunca habría muerto de no
ser por Albertine. El estúpido y celoso de Nigel, que se enamoró de esa chica
irlandesa y que luego, cuando se enteró de que su hermano había estado
siguiéndola y sacándole fotografías, había amenazado y luego golpeado al pobre
e indefenso chicodeojosazules. Al final, su madre tuvo que intervenir, derribando
a Nigel como a un perro rabioso, no fuera que se repitiera otra vez la misma
historia…

Querida Bethan (si me lo permites):


Supongo que a estas alturas ya te habrás enterado de la noticia. El
doctor Peacock murió la otra noche en la mansión; se cayó por las
escaleras con la silla de ruedas, y te ha dejado todas sus posesiones —
valoradas en unos tres millones de libras— a ti. ¡Enhorabuena! Supongo
que el anciano se sentía en deuda contigo por el asunto de Emily White.
Debo decir que me ha sorprendido. Brendan nunca me dijo nada;
todo ese tiempo trabajando para el doctor Peacock y nunca se le ocurrió
contármelo. Sin embargo, puede que a ti sí te comentara algo. Después
de todo, sois muy buenos amigos.
Sé que nuestras respectivas familias han tenido sus diferencias a lo
largo de los años, pero ahora que te estás viendo con mis dos hijos, puede
que podamos enterrar el hacha de guerra. Este asunto ha sido un shock
para todos nosotros, sobre todo si lo que oído decir es cierto: que
consideran que esa muerte es sospechosa.
Aun así, este asunto no va a quitarme el sueño. Como ya sabes, estas
cosas se olvidan con el tiempo.
Atentamente,
Gloria

Sí, evidentemente, fue su madre quien escribió la carta. A ella nunca le da miedo
cumplir con su deber. Sabía que sería Nigel quien la abriría y que mordería el
anzuelo. Y aquel día, cuando Nigel se presentó en casa diciendo que quería
hablar con chicodeojosazules, fue ella quien le despistó, quien consiguió que se
marchara con la mosca detrás de la oreja… o al menos con una avispa en un
bote…
No obstante, ahora, el único hijo que le queda tiene una deuda con ella que no
puede ser cancelada. Ahora nunca podrá abandonarla; nunca podrá pertenecer a
nadie más. Y si algún día se atreve a escapar…

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Algún comentario? ¿Hay alguien ahí?
8

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 04.47
Acceso: público
Estado de ánimo: taimado
Estoy escuchando: My Chemical Romance: « Mama»

Debería haberlo visto venir. Debería haber sabido que acabaría así. Sin embargo,
Gloria no es ninguna experta en desarrollo infantil. Para ella, revelar[19] es lo
que él hace en el cuarto oscuro, a solas. No le gusta pensar demasiado en ello. Es
como ese viejo y repugnante cuaderno azul, piensa, o como esos juegos a los que
tanto le gusta jugar on-line con sus amigos invisibles. Ella ha echado un vistazo en
un par de ocasiones, con la misma desmay ada y diligente aversión con la que
solía lavar sus sábanas, aunque sólo para protegerlo; porque la gente no
comprende que chicodeojosazules es sensible, que es simplemente incapaz de
cuidar de sí mismo…
Esa idea hace que se le empañen ligeramente los ojos. A pesar de su tozuda
rigidez, a veces Gloria puede ser extrañamente sentimental, e incluso cuando está
enfadada, la idea de su indefensión la conmueve. Siempre es en esos momentos,
se dice, cuando más lo quiere: cuando está enfermo, llora o le duele algo; cuando
todos están contra él; cuando nadie lo quiere, salvo ella; cuando todo el mundo
cree que es culpable.
Evidentemente, ella sabe que es inocente. Bueno, inocente de asesinato, en
cualquier caso. Las otras cosas de las que podría ser culpable —los crímenes
imaginarios— quedan entre chicodeojosazules y su madre, que se ha pasado toda
su vida protegiéndolo, muy a su pesar. Pero piensa que al fin y al cabo se trata de
su hijo: vive en el nido que ella ha construido, como un cuco que no sabe volar y
con el pico siempre abierto.
No, él no era su favorito, pero siempre fue el más afortunado de sus tres
desdichados hijos: un superviviente nato, a pesar de su don. De tal palo, tal astilla,
piensa.
Una madre debe proteger a su hijo a toda costa. Ella sabe que a veces
merece ser castigado, pero eso es algo entre chicodeojosazules y su madre.
Ningún desconocido le levanta la mano. Nadie —la escuela o la ley — tiene
derecho a interferir. ¿Acaso no lo ha defendido siempre de burlas, matones y
depredadores?
Tricia Goldblum, por ejemplo, la zorra que sedujo a su hijo may or… y que
provocó la muerte del más pequeño. Fue un placer encargarse de ella. Y muy
fácil: los incendios provocados por un cortocircuito son muy fiables.
Y luego esa amiga hippie de los White, que creía que era mejor que ellos. Y
la propia Catherine White, por supuesto, una mujer a la que resultaba muy
sencillo desestabilizar. Y Jeff Jones, un vecino del barrio, el hombre que adoptó a
esa muchacha irlandesa y que unos años después, en el pub, se atrevió a
levantarle la mano a su hijo. Y luego estaba Eleanor Vine, la víbora, que espiaba
a Bren en la mansión; y Graham Peacock, que le engañó y por quien el chico
sentía algo…
Él fue el más gratificante de todos. Volcado en su silla de ruedas y
abandonado para que muriera solo en el camino, como una tortuga a medio salir
de su caparazón. Luego, ella entró en la casa, cogió la figurita de la dinastía Tang,
aquella con la que él tanto se había burlado de ella en el pasado, y la colocó en el
aparador, junto a sus perros de porcelana. Eso no es robar, se dice. Después de
todo, el anciano le debía algo por todo el daño que le había causado a su hijo.
Sin embargo, a pesar de todo lo que ha hecho por él, ¿qué gratitud ha
demostrado chicodeojosazules? En vez de apoy ar a su madre, se ha atrevido a
ofrecer su cariño a esa chica irlandesa del Village, y, lo que es aún peor, ha
intentado hacerle creer que ella podría haber sido su defensora…
Ella le hará pagar por eso, se dice. Pero antes debe ocuparse de un asunto.
Ahora, desde arriba, oy e su voz, acompañada de unos golpes contra la puerta
de su habitación.
—¡Mamá, por favor! ¡Abre la puerta!
—No seas niño —dice ella—. Ya hablaremos cuando vuelva.
—¡Mamá, por favor!
—No me obligues a subir…
El ruido procedente de la habitación cesa de golpe.
—Eso está mejor —dice Gloria—. Tenemos mucho de que hablar. Por
ejemplo, de tu trabajo en el hospital, de la forma en que me has estado mintiendo
y de tus encuentros con esa chica, la irlandesa de los tatuajes.
Él se queda inmóvil, detrás de la puerta. Tiene los pelos de punta. Sabe lo que
está en juego, y tiene miedo. Por supuesto que tiene miedo. ¿Quién no lo tendría?
Ha quedado atrapado en la trampa de la botella, y lo peor de todo es que necesita
quedar atrapado, necesita sentirse impotente. Sin embargo, ella está allí, al otro
lado de la puerta, como una araña dispuesta a picarle, y si parte del plan sale
mal, si no ha sabido calcular bien el tiempo, entonces…
Si, si…
Un sonido siniestro, teñido con el aroma verde grisáceo de los árboles y el
polvo que se acumula debajo de su cama. Debajo de la cama está a salvo,
piensa; allí está seguro, porque está oscuro y no huele a nada. La oy e mientras se
pone las botas y forcejea con las llaves; luego cierra la puerta detrás de ella.
Después, el ruido de sus pasos en la nieve y el sonido de la puerta del coche al
abrirse.
Ha decidido coger el coche, como él y a sabía que haría. El hecho de haberle
suplicado que no lo hiciera ha servido para que lo haga. Pone el motor en
marcha. Piensa que sería muy irónico que tuviera un accidente. Si así fuera, no
sería culpa suy a. Y entonces, por fin, él sería libre…

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Hay alguien ahí? De acuerdo, entonces supongo que eso me
deja solo ante la cuarta fase…
9

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badguysrock@webjournal.com
Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 05.46
Acceso: público
Estado de ánimo: cauto
Estoy escuchando: The Rubettes: « Sugar Baby Love»

Me imagino que a estas alturas y a os habréis imaginado que este relato no es


como los demás. Los otros eran la narración de hechos que habían ocurrido…,
aunque es cosa vuestra decidir si sucedieron tal y como y o los describí. Sin
embargo, esta historia es algo en la que aún estoy trabajando. Un proy ecto que
aún se está desarrollando, si lo preferís. Un gran avance conceptual, como diría
Clair. Y, como toda obra conceptual, no está del todo carente de riesgos. En
realidad, estoy bastante convencido de que todo acabará mal.
Cinco minutos en coche hasta el Zebra. Cinco minutos para echar un vistazo.
Y, después —¡Ay! ¡Todo ha terminado!—, el estallido final.
Espero que alguien cuide de mis orquídeas. Es lo único de esta casa que
echaré de menos. Por mí, el resto de las cosas pueden pudrirse, salvo los perros
de porcelana, por supuesto, para los que tengo mis propios planes.
No obstante, lo primero que tengo que hacer es salir de esta habitación. La
puerta es de madera maciza de pino. Puede que en una película pudiera echarla
abajo, pero en la vida real hay que ser más razonable: un destornillador o una
navaja de filo corto me servirían para aflojar las bisagras y así podría salir.
Echo un último vistazo a mis orquídeas. Veo que la Phalaenopsis —conocida
también como orquídea polilla— debería ser trasplantada. Sé exactamente cómo
se siente, porque y o he vivido siempre en este mismo reducido espacio, tóxico y
sin ventilar. Pienso que ha llegado la hora de explorar nuevos mundos, el
momento de abandonar el capullo y volar…
Mientras me ocupo de la puerta, pienso que debería sentirme mejor de lo que
me siento. Noto el estómago lleno de mariposas. Incluso estoy algo mareado. Mi
iPod está dentro de la bolsa, y decido poner la radio. Desde los pequeños
auriculares me llega el empalagoso sonido de The Rubettes cantando « Sugar
Baby Love» .
Cuando era pequeño, y creía que baby significaba B. B., siempre daba por
sentado que canciones como ésa se habían escrito para mí; que, de algún modo,
incluso la gente que trabajaba en la radio sabía que y o era especial. Hoy en día,
esa canción suena siniestra, como un molesto falsetto extendiéndose por una capa
de acordes descendentes hasta llegar a ese místico acompañamiento de doop-
showaddies y bopshowaddies. Su sabor es agridulce, como el de esos caramelos
ácidos que, de niño, te llevabas a un lado de la boca para estimular las papilas
gustativas; si no te andabas con cuidado, la punta de la lengua se deslizaba hacia
el centro, lleno de burbujas, y la boca se te llenaba de sangre y azúcar, y ése era
el sabor de mi infancia…
La-haaaaaaaaaaa-ooooooooooooooooh
Hoy, estas vocales aladas y sostenidas tienen algo de siniestro, algo que me
rasga por dentro, como la gravilla en un bolso de seda. La palabra azúcar y a no
es dulce: tiene un olor rosado y gaseoso, como la anestesia del dentista,
vertiginosa y molesta, algo pesado que se va abriendo paso en mi cabeza. Casi
soy capaz de verla allí —justo en este momento, allí y ahora—; los Rubettes
cantan a un volumen ensordecedor, capaz de provocar una jaqueca, en la
diminuta cocina del Zebra, y me llega el olor, empalagoso, gaseoso, que corta el
aroma del café recién hecho, aunque mamá no lo nota, porque cincuenta años
fumando Marlboro han dado al traste con su capacidad olfativa, y solamente
huele el perfume de L’Heure Bleue, y por eso abre la puerta de la cocina.
Por supuesto, no puedo estar totalmente seguro de ello. Podría equivocarme
con la emisora de radio, con el tiempo —puede que aún esté en el aparcamiento,
o tal vez en este momento todo hay a terminado y a—, y aun así tengo la
sensación de que todo va bien.

Sugar baby love.


Sugar baby love.
Yo no quería entristecerte…

Después de todo, puede que hubiera algo de cierto en las historias de fantasmas y
espíritus y proy ecciones astrales de Feather, porque así es como me siento ahora
mismo, más ligero que el aire, contemplando la escena desde el techo, mientras
suenan los Rubettes…, doopshowaddies, bop-showaddies. Puedo ver la cabeza de
mamá, la ray a en su escaso cabello, el paquete de Marlboro en la mano, el
encendedor junto a la punta del cigarrillo… Y puedo ver el aire,
extremadamente caliente, ondeando e hinchándose como un balón demasiado
inflado, mientras ella grita: ¿Hola? ¿Hay alguien?, y enciende su último pitillo…
No le da tiempo a comprenderlo, aunque en realidad nunca pretendí que lo
hiciera. Gloria Green no es una avispa en un bote a la que se puede cazar y
utilizar cuando convenga. Y tampoco es un cangrejo de mar al que se deja morir
bajo el sol. Su muerte es instantánea; el aire caliente la arrastra como si fuera
una polilla —¡Zas!— hacia el olvido, y no queda nada, ni un dedo que
chicodeojosazules pueda identificar, ni siquiera una mota de polvo lo bastante
grande para manchar un perro de porcelana.
Desde mi habitación casi puedo oír el ruido de la explosión; es como el
crujido de un palo al romperse contra una roca de Blackpool, y aunque no puedo
saberlo con seguridad, de repente estoy convencido de ello y siento, mientras me
invade una oleada de regocijo y de indescriptible alivio, que por fin lo he hecho.
Me he librado de ella. Por fin me he deshecho de mi madre…
No me digas que te sorprende, Albertine. ¿Acaso no te dije que sabía esperar?
¿Creías, después de todo esto tiempo, que esto podía ser un accidente? ¿Y de
verdad creíste, mamá, que no sabía que me estabas vigilando, que no supe desde
el primer momento que habías entrado en badsguyrock?
Apareció en escena hace unos meses, para responder a uno de mis
comentarios. Mamá no es precisamente un genio informático, pero accedía a
Internet a través de su teléfono móvil. De ahí a que alguien la guiara finalmente
hasta badsguyrock sólo había un paso. Yo creo que fue Maureen, a través de
Clair; o puede que Eleanor. En cualquier caso, lo esperaba; como esperaba que
pagaría por ello, aunque sabía que ella nunca haría ninguna referencia directa a
mis actividades virtuales. A veces mamá puede ser extrañamente mojigata, y
hay cosas que nunca comenta. Esas guarradas tuyas fue lo más que hablamos
sobre el porno, las fotografías o los relatos que colgaba en mi sitio web.
Debo reconocer que disfruté con ello: jugar con fuego, correr riesgos,
provocarla para que se delatara. En algunas ocasiones me pasé de la ray a; los
dedos me quemaban, pero tenía que saber cuáles eran los límites, comprobar
hasta dónde podía llegar, calcular la presión que podía ejercer antes de que todo
empezara a venirse abajo. Un artista necesita comprender el medio en el que se
mueve. Después de todo, no era muy difícil.
No te sientas culpable, Albertine. No tenías modo de saberlo. Además, al final
habría ido tras de ti, igual que hizo con los demás. Llámalo defensa propia, si
quieres. O un acto de redención. De todas formas, ahora todo ha terminado. Eres
libre. Adiós y gracias. Si alguna vez vas a Hawái, llámame. Y, por favor, cuida
de mis orquídeas.

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10

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 05.17
Acceso: restringido
Estado de ánimo: enfermo
Estoy escuchando: Voltaire: « Snakes»

Por fin he conseguido soltar la puerta de las bisagras. Puedo salir. Cojo la bolsa,
pero el dolor ha ido a más: es como si una zarza arañara las paredes de mi
estómago. Voy al cuarto de baño, me lavo la cara y bebo un vaso de agua.
¡Dios, cómo me duele! ¿Qué me ocurre? Estoy sudando; tengo un aspecto
horrible. Me miro en el espejo: parezco un cadáver. Tengo ojeras y la boca
torcida por las náuseas. ¿Qué coño me está pasando? A la hora del desay uno me
encontraba bien.
El desayuno. Debería de habérmelo imaginado. Demasiado tarde: ahora
recuerdo la expresión de su cara, esa expresión casi de felicidad. Hoy quiso
prepararme el desay uno y cocinó todo lo que me gusta. Se quedó de pie junto a
mí, mientras me lo tomaba. El complejo vitamínico tenía un sabor diferente… y
dijo que había cambiado la receta.
¡Por el amor de Dios! ¡Era tan evidente! ¿Cómo pude no darme cuenta de lo
que sucedía? Mamá de vuelta con sus viejos trucos… ¿Cómo pude haber sido tan
descuidado?
Es como si me estuvieran rasgando las entrañas con trozos de cristal. Trato de
ponerme en pie, pero el dolor es tan insoportable que me obliga a doblarme.
Tiene que haber alguien despierto a estas horas. Alguien que pueda ay udarme.
Podría mandar un mensaje a través de mi diario virtual para pedir ay uda.
Mamá se ha llevado mi teléfono móvil. Escribo el mensaje de socorro. ¿Hay
alguien conectado?
Capitanmataconejos está de puta madre.
Vale, muy bien. ¡Maldito cabrón retrasado! Demasiado cobarde para salir de
casa, no sea que se tropiece con los chicos del barrio. De pasada, veo que
chicocobalto y a no está en la lista de favoritos de Cap. Qué sorpresa.
ClairDeLune se siente rechazada. Sí, seguramente sea verdad. Al final, Angel
se ha hartado y le ha escrito en persona. Su tono, sereno y profesional, deja a
Clair sin ilusión alguna. El rechazo duele a cualquier edad, aunque para Clair, la
humillación es más que un golpe. Por su parte, chicazafiro ha desaparecido de su
lista da favoritos. Y, según veo, chicodeojosazules también.
¿Y Chry ssie? Una vez más, está mal. Casi siento compasión por ella. Esta
mañana, cuando he echado un vistazo a su lista de favoritos, he comprobado, no
muy sorprendido, que azurechild había sido borrada. Yo tampoco figuro en ella.
¿Tres mazazos? ¡Qué coincidencia! Repaso rápidamente el resto de mi lista
de favoritos, comprobando cuentas y avatares. BombaNumero29. Purepwnage9.
Toxic 69. Todos mis amigos. Como si, de sopetón, hubiesen decidido dejarme
abandonado en badsguyrock…
Evidentemente, no hay nada de Albertine. Su cuenta de correo aparece como
inactiva y su diario virtual como borrado. Aún puedo consultar sus últimas
entradas… Lo que se ha colgado on-line nunca se pierde; hasta la última palabra
queda oculta en cachés y archivos encriptados, los fantasmas del ordenador. Sin
embargo, ahora Albertine se ha ido. Por primera vez en veinte años —puede que
por primera vez en su vida—, chicodeojosazules está completamente solo.
Solo. Una palabra amarga y marrón, como las hojas secas atrapadas en una
trampa tendida por el viento. Sabe a poso de café y a polvo y huele como la
ceniza de un cigarrillo. De pronto, estoy asustado. No tanto por el hecho de estar
solo como por la ausencia de todas esas vocecitas, las que me dicen que soy real,
las que aseguran que me ven…
¿Entendisteis que todo era ficción, verdad? ¿Sabéis que nunca he matado a
nadie, no? De acuerdo, puede que algunos de mis relatos fueran de mal gusto,
incluso puede que un poco enfermizos, pero no creeríais que era capaz de
cometer todos esos actos, ¿verdad?
¿Verdad, Chry ssie?
¿Verdad, Clair?
No era la realidad, en serio, tan sólo una licencia poética. Y en el que caso de
que pareciera real, si estabais casi convencidos de que lo era…, en fin,
evidentemente es un cumplido, una prueba de que chicodeojosazules es bueno…
¿De acuerdo, chicos? ¿Toxic? ¿Cap?
Hago un nuevo intento de bajar las escaleras. Debo llamar a un taxi. Tengo
que salir. Tengo que escapar. A mediodía debo estar a bordo de ese avión. Sin
embargo, tengo la sensación de que me hubieran partido en dos; las piernas
apenas me sostienen. Vuelvo otra vez al baño, donde vomito hasta la primera
papilla.
No obstante, sé por experiencia que eso no me ay udará en nada. Sea lo que
sea lo que ella me dio, sigue ahí dentro, corriendo por mis venas, paralizando todo
mi cuerpo. A veces dura días; otras, semanas: depende de la dosis. ¿Qué me
habrá dado? No lo sé. Debo llamar a ese taxi. Si me arrastro, podré llegar hasta el
teléfono. Está en el salón, con los perros. Sin embargo, la idea de estar allí
tumbado, impotente, con todos esos perros de porcelana observándome, es más
de lo que mis destrozados nervios son capaces de resistir. Un montón de
serpientes se mueven por mi estómago, y nada puede pararlas…
¡Maldita sea! Me siento enfermo; estoy mareado. La habitación da vueltas sin
cesar. Noto unas flores negras que se abren detrás de mis ojos. Si me quedo
tendido aquí, en silencio, puede que todo vay a bien. Puede que recupere las
fuerzas suficientes para llegar al aeropuerto…
¡Bip! Es el pitido de la bandeja de entrada. Un agridulce sonido electrónico.
Uno de mis amigos acaba de mandarme un mensaje. Sabía que no me dejarían
aquí tirado. Sabía que acabarían apareciendo.
Me arrastro hasta el teclado y aprieto la tecla mensaje.
¡Alguien ha comentado tu entrada!
Busco mi entrada más reciente. Sólo han escrito una línea. Ningún avatar,
sólo la imagen que aparece por defecto, una silueta azul dentro de un cuadrado.

Escribe un comentario:
JennyTrucos: no ha estado mal para ser un aficionado. aunque poco realista.

Al final ha puesto un emoticono: se trata de una cara sonriente que guiña el ojo.
Ni hablar. ¡Ni hablar! Noto cómo el sudor recorre mi espina dorsal. Siento el
estómago lleno de cristales rotos. Tiene que ser una broma, ¿vale? Sólo una
broma. Desde la primera vez que se conectó se crey ó muy lista.
¡Oh, por favor! Como si no lo hubiese adivinado, con ese ridículo nick…
JennyTrucos.
Genitora.
Y siempre usa el color azul virginal, y a veces el verde, como en el mercado,
y huele a L’Heure Bleue y a Marlboro, a hojas de col y a agua de mar…

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Mamá?

No. No, por supuesto que no. He oído la explosión, por el amor de Dios. Mamá no
va a volver; hoy no, ni nunca. Y si de algún modo ha conseguido escapar,
entonces, ¿por qué elegiría este medio en vez de regresar a casa y enfrentarse a
mí cara a cara?
No, alguien está intentando volverme loco. Yo creo que se trata de Albertine.
Buen intento, Albertine, pero he jugado a este juego durante mucho tiempo como
para que me la dé una aficionada.
¡Bip! ¡Alguien ha comentado tu entrada!
Me planteo la posibilidad de borrar el mensaje sin leerlo, pero…

Escribe un comentario:
JennyTrucos: dime, ¿cómo te sientes, chicodeojosazules?
chicodeojosazules: Nunca me he sentido mejor, Jenny, gracias.
JennyTrucos: nunca mentirías para salvar la vida.

Bueno, eso es discutible, JennyTrucos. De hecho, he sobrevivido durante todo este


tiempo haciendo justamente eso. Al igual que la princesa Scherezade, he mentido
constantemente para salvar mi vida durante bastante más que mil y una noches.
Así que, Jenny, seas quien seas…

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Dime, ¿te conozco?
JennyTrucos: no tan bien como y o a ti.

Lo dudo; en serio. Sin embargo, empiezo a estar intrigado, a pesar del dolor que
va y viene como las olas bajo el muelle de Blackpool. Dolor. ¡Qué palabra!
Como un ratón dentro de una botella. En cualquier caso, estoy atrapado, y más
que pensar en mis circunstancias —que, seamos francos, no son muy halagüeñas
—, es más fácil quedarse aquí, agarrarse al cabo que me han echado y seguir
hablando, lo cual es mejor que permanecer en silencio.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Así pues, ¿crees que me conoces?
JennyTrucos: ¡oh, sí! te conozco.
chicodeojosazules: ¿Eres tú, Albertine?

Me contesta con otra sonrisa. La carita amarilla, pixelada, parece un duende


sonriente. Me duele al teclear, pero el silencio es peor.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Albertine? ¿Eres tú?
JennyTrucos: no, esa zorra se ha ido para siempre.

Ahora estoy convencido de que se trata de Bethan. ¿Cómo ha conseguido la


contraseña de mamá? ¿Desde dónde se ha conectado? Es bueno que no sepa que
me encuentro mal. Puede que ni siquiera sepa que estoy aquí. Por lo que a ella
respecta, estoy en el aeropuerto, conectado desde la sala vip.

Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Bueno, ha sido divertido, pero tengo que irme.
JennyTrucos: tú no vas a ir a ninguna parte.
chicodeojosazules: Oh, por supuesto que sí. Me voy al sur.
JennyTrucos: no en esta vida, pequeño cabrón. tenemos cosas de las que hablar.

¡Zorra! No me das miedo. De hecho, me siento mejor. Dentro de un minuto voy


a levantarme, cogeré la bolsa, llamaré a un taxi y me iré al aeropuerto. ¡Quién
sabe! Puede que antes de irme aún tenga tiempo de ocuparme de esos perros. De
todas formas, creo que de momento me quedaré aquí, acurrucado como un
contorsionista, manteniendo a ray a el dolor con palabras mientras trata de
engullirme…

Escribe un comentario:
JennyTrucos: tú espérame ahí. voy para casa. voy a cuidar de ti.

Está claro que se está tirando un farol. No tiene ni idea. Sin embargo, si no la
conociera como la conozco, puede que estuviera un poco asustado. Imita tan bien
a mamá que casi siento erizarse los pelos de la nuca y noto la parte de atrás de la
camisa empapada en sudor. Sin embargo, es un farol basado en lo que ella sabe
de mí. Sabe que es mi punto débil, eso es todo. Está disparando a ciegas. Me he
salido con la mía, y no hay nada que ella pueda hacer al respecto…

Escribe un comentario:
JennyTrucos: te crees muy listo, ¿verdad? no deberías haber intentado
engañarme. y si descubro que les has puesto un dedo encima a uno solo de
mis perros, te romperé el cuello, ¿entendido?

Vale, el juego ha terminado, JennyTrucos. Creo que y a se ha agotado mi


paciencia. Hay muchos lugares adónde ir, gente a la que conocer, crímenes que
cometer y un montón de cosas más. Hay muchas oportunidades en Hawái para
un hombre con mis habilidades. Muchos sitios que explorar. Puede que te envíe
un mensaje desde allí. Hasta nunca, Jenny, seas quien seas…
11

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Publicado el: viernes, 22 de febrero, a las 05.32
Acceso: restringido
Estado de ánimo: asustado
Estoy escuchando: Abba: « The Winner Takes It All»

Vale. Se acabó la broma, se dice chicodeojosazules. Esto y a no tiene gracia. Ella


sabe demasiado sobre él, evidentemente; casi ha conseguido inquietarle. Se
levanta, aunque le duele mucho. La habitación vuelve a girar. Se apoy a en el
ordenador para mantenerse en pie.
¡Bip! La bandeja de entrada vuelve a sonar, pero esta vez la ignora. Se cuelga
la bolsa del hombro, sin dejar de apoy arse en el ordenador.
¡Bip! Otro mensaje. ¡Alguien ha escrito un comentario en badguysrock!
Sin embargo, está casi a medio camino del rellano, apoy ado en el
pasamanos. De repente, badguysrock es una isla de la que quiere escapar
desesperadamente. Cada peldaño que baja le supone un gran esfuerzo, pero lo
conseguirá aunque muera en el intento. Chicodeojosazules no piensa humillarse.
Va a coger ese maldito avión…
Está tan concentrado que apenas oy e ruido del coche, y cuando éste se
detiene en el camino tarda unos segundos en reaccionar.
¿Ya está aquí la Policía?, se pregunta chicodeojosazules.
La puerta del coche se cierra de golpe. Oy e el ruido de los pasos sobre la
nieve; se acercan. Una llave gira en la cerradura y la puerta principal se abre
silenciosamente. Oy e el sonido de las botas en el felpudo. Luego, dos ruidos
sordos y unos pies desnudos sobre el suelo de madera de la entrada.
Han encontrado las llaves. Eso es todo, piensa. Han entrado. Son dos agentes.
Puede verlos en su imaginación: un hombre y una mujer (siempre hay una). Él
irá directo al grano, mientras que ella será más amable y sensible. Sin
embargo…, ¿por qué se han quitado las botas?, se pregunta. ¿Y por qué no han
pulsado el timbre?
—¡Eh! —Tiene la voz ronca—. ¡Aquí! ¡Arriba!
No contesta nadie, pero el aroma del humo de un cigarrillo le llega a través
de las escaleras. Luego oy e un ruido leve y resbaladizo…, como una serpiente o
un trozo de cable eléctrico deslizándose por el suelo pulido.
Se siente presa del pánico y se derrumba sobre el pasamanos. Intenta
enderezarse, pero le flaquean las piernas. Suelta una maldición y vuelve a su
habitación, aunque ahora poco le va a proteger: la puerta está fuera de sus
bisagras. No obstante, le queda el ordenador: su refugio, su isla, su santuario.
Vuelve a entrar en badguysrock. Tiene dos mensajes.
Los lee mientras la habitación da vueltas a su alrededor. Sus ojos no paran de
moverse; le duele la cabeza y tiene el estómago lleno de hojas de afeitar.
Por las escaleras se acercan unos pasos, implacablemente.
—¿Quién anda ahí? —Tiene la voz áspera—. ¡Mamá, por favor! ¿Eres tú?
No obtiene ninguna respuesta, salvo esos pasos en las escaleras, que se
acercan con decisión. Con manos temblorosas, empieza a escribir. Los pasos
alcanzan el rellano. Oy e un ruido resbaladizo en la alfombra. Chicodeojosazules
teclea muy deprisa, no puede dejar de hacerlo, no se atreve a dejar de hacerlo,
porque si para, tendrá que darse la vuelta, y entonces tendrá que mirarla…
Sin embargo, esto es sólo un relato de ficción. Chicodeojosazules no cree en
fantasmas. Incluso mientras escribe, sabe que se trata de Albertine. Después de
todo, ella no podía abandonarle; se detuvo para leer el correo y se dio la vuelta,
porque sabía que él necesitaba ay uda. Y el fantasmal olor a Marlboro está tan
sólo en su imaginación, se dice, y el perfume de L’Heure Bleue es tan intenso que
es imposible que sea real. No, sólo es Albertine, que ha venido a salvarle…
—Sabía que no me dejarías, Beth.
Su voz suena débil pero agradecida.
Albertine no contesta.
—Me has dado un susto de muerte. Pensé que eras mi madre.
Trata de reírse, aunque su risa suena más como un grito. Ese sonido que se
desliza se acerca cada vez más.
—Supongo que esto deja el juego en un empate. Incluso estoy dispuesto a
admitir que me lo merecía.
Albertine sigue sin contestar. A sus espaldas, los pasos se detienen. Ahora
puede olerla: una rosa en el humo.
—Te he traído tu medicina —dice ella.
—¿Mamá? —susurra él—. ¿Mamá? ¿Mamá?
Agradecimientos

Algunos libros son fáciles de escribir. Algunos son algo más difíciles. Y algunos
libros son como el cubo de Rubik, que no tienen solución evidente a la vista. Este
cubo de Rubik en particular nunca hubiera sido resuelto sin la ay uda de mi
editora, Marianne Velmans, y mi agente, Peter Robinson, que me dieron ánimos
para perseverar. Gracias también, a Anne Riley ; a la publicista Louise Page-
Lund; al Sr. Fry por el préstamo de Patch; a la copy -editora Lucy Pinney ; a
Claire Ward y Jeff Cottenden por el arte de la portada; a Francesca Liversidge;
Manpreet Grewal; Sam Copeland; Kate Tolley ; Jane Villiers; Michael Carlisle;
Mark Richards; Voltaire; Jennifer y Penny Luithlen. Gracias también a los héroes
anónimos: a los correctores de pruebas; a los ejecutivos de ventas; a los
representantes del libro y los libreros que tan a menudo se olvidan en el momento
de repartir los laureles. Gracias a mis amigos del mundo de los aficionados de la
ficción, especialmente a: gl-12; ashlibrooke; spicedogs; mr_henry _gale; marzella;
jade_melody ; henry _holland; divka; benobsessed. Y, por supuesto, al hombre del
apartamento 7, cuy a voz estuvo en mi mente desde el principio.
Notas
[1] En inglés, « murder» (asesinato) y « mother» (madre) suenan de forma
parecida. (N. del T.) <<
[2] En inglés, la palabra « swallow» significa tanto « tragar» como
« golondrina» . (N. del T.) <<
[3] En inglés, la palabra « away» (lejos) suena de forma muy parecida a Hawái.
(N. del T.) <<
[4] Marca británica de helados bajos en calorías. (N. del T.) <<
[5] Galleta de chocolate muy popular en Australia, Canadá y Gran Bretaña. (N.
del T.) <<
[6] En inglés, « pluma» . (N. del T.) <<
[7] En inglés, « blanco» es « mark» , que a su vez también significa « etiqueta» .
(N. del T.) <<
[8] En inglés, « presa» es « prey» , que suena de forma muy parecida a « pray»
(rezar). (N. del T.) <<
[9] En inglés, « stalk» significa tanto « tallo» como « acechar» . (N. del T.) <<
[10] En inglés, muelle es « pier» . (N. del T.) <<
[11] En inglés, « gilipollas» . (N. del T.) <<
[12] En inglés, pavo real es « peacock» . (N. del T.) <<
[13] Mancha. (N. del T.) <<
[14] En inglés, « death by misadventure» significa « muerte accidental» . (N. del
T.) <<
[15] En inglés, « homicidio» es « manslaughter» ; sin embargo, escrito por
separado, « man’s laughter» , significa « la risa de un hombre» . <<
[16] En inglés, « ax» significa « hacha» y « minster» , « catedral» . (N. del T.) <<
[17] « Wafer» , en inglés, significa indistintamente « barquillo» y « hostia» . (N.
del T.) <<
[18] La autora juega con la similitud fonética en inglés entre « champange» y
« sham pain» (dolor fingido). (N. del T.) <<
[19] En inglés, « develop» significa tanto « desarrollar» como « revelar» . (N.
del T.) <<
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