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Ojos Azules PDF
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Azul
Érase una vez una viuda con tres hijos cuyos nombres eran Negro, Marrón y Azul.
Negro, el mayor, era taciturno y agresivo. Marrón, el de en medio, era tímido y
tonto. Sin embargo, la madre prefería a Azul. Y era un asesino.
1
El color del asesinato es el azul, piensa. Azul claro, de cortina de humo azul, un
azul congelado, post mortem, como el de una bolsa para cadáveres. En muchos
sentidos es también su color, que recorre todos sus circuitos como una descarga
eléctrica, que grita asesinato azul sin parar.
Hay colores azules por todas partes. Los ve, los siente en cualquier lugar,
desde el azul de la pantalla de su ordenador hasta el de las venas de sus manos,
marcadas y retorcidas como el rastro de los gusanos de arena en la play a de
Blackpool, a la que solían ir los cuatro todos los años para su aniversario. Se
comían un helado de cucurucho, chapoteaban en el agua y trataban de atrapar
los escurridizos cangrejos bajo los montones de algas para meterlos en un cubo,
donde morían bajo el calor abrasador del día de su cumpleaños.
Tiene tan sólo cuatro años, y hay una inocencia peculiar en su forma de
llevar a cabo esos pequeños asesinatos, libres de culpa. En el acto no hay malicia
alguna, sino tan sólo una profunda curiosidad por ese bicho que intenta escapar,
moviéndose una y otra vez en el fondo del cubo de plástico azul; luego, unas
horas después, dándose por vencido, con las pinzas abiertas, vuelve hacia arriba
su vientre de vivos colores en un inútil gesto de rendición, cuando él y a hace rato
que ha perdido el interés y se está comiendo un helado de café (una elección
sofisticada para un niño tan pequeño, aunque la vainilla nunca le gustó); entonces,
cuando vuelve a fijarse en el cangrejo, al atardecer, cuando y a ha llegado el
momento de vaciar el cubo y volver a casa, se queda vagamente sorprendido al
descubrir que el bicho está muerto y se pregunta cómo es posible que en algún
momento llegara a estar vivo.
Su madre lo observa mientras está tumbado en la arena, con los ojos muy
abiertos, golpeando aquel bicho muerto con la y ema de un dedo. La may or
preocupación de su madre no es que su hijo sea un asesino, sino el hecho de que
es muy impresionable: hay muchas cosas que lo alteran y que ella no es capaz
de comprender.
—No juegues con eso —le dice—. Es asqueroso. Levántate de ahí.
—¿Por qué? —responde él.
Buena pregunta. Los bichos guardados en el interior del cubo habían estado
allí todo el día, pensó él.
—Están muertos —concluy e—. Los he recogido, y ahora están todos
muertos.
Su madre le coge en brazos. Eso es precisamente lo que se temía, alguna
clase de arrebato: lágrimas, tal vez, algo que haría mirar a las otras madres por
encima del hombro y provocaría alguna sonrisa sarcástica.
Ella lo consuela.
—No es culpa tuy a. Sólo ha sido un accidente. Tú no tienes la culpa.
Un accidente, piensa él para sus adentros. A estas alturas y a sabe que se trata
de una mentira. No ha sido un accidente; ha sido culpa suya, y el hecho de que su
madre lo niegue lo confunde incluso más que su voz chillona y la forma
vehemente en que lo sujeta entre sus brazos, manchándole la camiseta de aceite
solar. Él se aparta con brusquedad —odia los escándalos— y su madre se queda
mirándolo con expresión inquieta, preguntándose si se va a echar a llorar.
Él se pregunta si no debería hacerlo. Quizás es lo que ella espera que haga.
Sin embargo, ahora él es capaz de sentir lo ansiosa que está, hasta qué punto trata
de impedir que sufra. Y el olor de la angustia de su madre es como el del coco
del aceite solar mezclado con el sabor de una fruta tropical. De repente llega
hasta él —¡Muerto! ¡Muerto!— y entonces sí empieza a llorar.
Acto seguido, ella echa arena con el pie sobre el resto de su captura —un
caracol y un pececillo de cuerpo plano que se revuelve en el suelo, con la boquita
cerrada dramáticamente en forma de medialuna—, mientras sonríe y dice,
gritando: ¡Ya está, ya se han ido!, en un intento por convertirlo todo en un juego
mientras lo agarra con fuerza, para que ningún atisbo de culpa pueda
ensombrecer la mirada de su niño de ojos azules.
Es tan sensible, piensa ella. Tan extraordinariamente imaginativo. Sus
hermanos están hechos de otra pasta, con sus rodillas llenas de costras, su pelo
despeinado y sus peleas en la cama. Sus hermanos no necesitan su protección. Se
tienen el uno al otro y tienen amigos. Les gusta el helado de vainilla, y cuando
juegan a los vaqueros, con dos dedos levantados para simular una pistola,
siempre llevan sombreros blancos y castigan a los villanos.
Sin embargo, él siempre había sido diferente. Curioso. Impresionable. Piensas
demasiado, le dice ella a veces, con la expresión de una mujer demasiado
enamorada para reconocer cualquier defecto en el objeto de su devoción. Él es
consciente de hasta qué punto lo adora y de que quiere protegerlo de todo, de
cualquier sombra que pueda oscurecer el cielo azul de su vida, de cualquier
posible herida, incluso de las que se causa él mismo.
Porque el amor de una madre es incondicional, desinteresado y abnegado; el
amor de una madre es capaz de perdonarlo todo: las rabietas, los llantos, la
indiferencia, la ingratitud o la crueldad. El amor de una madre es un agujero
negro que engulle todas las críticas, absuelve todos los pecados y disculpa las
blasfemias, los robos y las mentiras, y transforma incluso el acto más
abominable en algo de lo que él no tiene la culpa…
¡Ya está, ya se han ido!
Incluso un asesinato.
Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: ¡Ja, ja, ja ¡Tío, estás colocado!
ClairDeLune: Esto es maravilloso, chicodeojosazules. Creo que deberías escribir
más acerca de la relación que tienes con tu madre y la forma en que ésta te
afecta. No creo que hay a nadie que nazca siendo malvado; simplemente
tomamos decisiones, eso es todo. ¡Estoy ansiosa por leer la siguiente
entrega!
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Vay a, gracias…
2
Eso fue hace dos días. Ahora y a estamos volviendo a normalidad, salvo por los
preparativos del funeral. Hemos recuperado nuestros cómodos rituales, nuestras
pequeñas rutinas cotidianas. Para mamá significa quitar el polvo a los perros de
porcelana. Para mí, por supuesto, significa Internet: mi WeJay, mis listas de
reproducción, mis asesinatos.
Internet. Una palabra interesante. Es como algo sacado de las profundidades.
Una red para algo que ha sido inhumado o algo que fuera a inhumarse; una sala
de espera para todas las cosas que preferimos mantener en secreto en nuestra
vida real. Y aun así, nos gusta mirar, ¿verdad? A través de un cristal, de forma
borrosa, vemos cómo se mueve el mundo: un mundo poblado de sombras y
reflejos, siempre a la distancia de un clic del ratón. Un hombre se suicida… en
directo, ante una cámara. Es repugnante, pero extrañamente compulsivo. Nos
preguntamos si será un fraude. Podría ser un fraude; cualquier cosa podría serlo.
Sin embargo, todo parece mucho más real cuando lo ves en la pantalla de un
ordenador. Así, incluso las cosas que vemos todos los días —puede que sobre todo
esas cosas— cobren un significado extra cuando se contemplan a través del ojo
de una cámara.
Esa chica, por ejemplo. La chica del abrigo rojo que pasa frente a mi casa
casi todos los días, con el pelo alborotado y ajena al ojo de la cámara que la
observa. Tiene sus costumbres, igual que y o. Y conoce el poder del deseo. Sabe
que el mundo no se mueve por amor, ni siquiera por dinero, sino por obsesión.
¿Obsesión? Por supuesto. Todos estamos obsesionados. Obsesionados con la
televisión, con el tamaño de nuestra polla, con el dinero, la fama y la vida
amorosa de los demás. Este mundo virtual, lejos de ser virtuoso, es un apestoso
estercolero de basura mental, un batiburrillo de ideas y cuchilladas, de
concesionarios de automóviles y venta de Viagra, de música y juegos y cotilleos
y mentiras y pequeñas tragedias personales perdidas en el tiempo, esperando que
alguien se preocupe por ellas aunque sólo sea una vez, esperando que alguien se
conecte…
Y ahí es donde entra en juego WeJay. El diario virtual, el sitio donde todo
tiene cabida. Entradas restringidas para disfrute privado, y públicas…, bueno,
para todos los demás. Con él puedo desahogarme cuando quiera y hacer
confesiones sin miedo a la censura; puedo ser y o mismo —o, para el caso,
cualquiera— en un mundo en el que nadie es lo que parece y cada miembro de
cada tribu es libre para hacer lo que más desea.
¿Tribu? Sí, aquí todo el mundo tiene su tribu, cada una de ellas con sus
divisiones y subdivisiones, con sus venas binarias y sus vasos capilares
diversificándose en una serie casi infinita de variantes mientras se distancian del
orden establecido. El rico en su castillo, el pobre en su madriguera, el pervertido
con su cámara web. Nadie se ve obligado a cazar en solitario, aunque sí lejos del
grupo del que se ha distanciado. Aquí todo el mundo tiene un hogar, un lugar
donde alguien le acogerá y en el que hay platos para todos los paladares…
La may oría de la gente opta por la elección más común. Siempre piden
vainilla. La vainilla define a los buenos chicos, igual que la Cocacola. Su
conciencia está tan blanca como sus dientes perfectos; todos son altos, están
bronceados y son presentables. Comen en McDonald’s, sacan la basura, tienen un
postgrado y nunca disparan a un hombre por la espalda.
Sin embargo, los chicos malos tienen mil sabores. Los chicos malos mienten,
engañan y aceleran los corazones… O a veces hacen que se detengan de
repente. Y ése es el motivo por el que he creado badguysrock: en principio era
una comunidad WeJay dedicada a los villanos a través de un universo de ficción,
pero ahora es un foro para que los chicos malos puedan pasarlo bien más allá de
la ética de la Policía, para presumir de sus crímenes, para jactarse de ellos, para
exhibir su maldad con orgullo.
Actualmente, la inscripción está abierta; el precio para ser admitido es un
comentario…, y a sea un relato ficticio, un ensay o o una simple chorrada. Si hay
algo que quieras confesar, éste es el sitio para hacerlo: nada de nombres ni reglas
ni colores…, salvo uno.
No, no es el negro, como podríais suponer. El negro es demasiado limitado. El
negro implica falta de profundidad. Sin embargo, el azul es creativo, es
melancolía. El azul es la música del alma. Y el azul es el color de nuestro clan,
que abarca todos los matices de la maldad, todos los sabores de los deseos impíos.
Por el momento, es un clan pequeño, con menos de doce asiduos.
En primer lugar está Capitanmataconejos: Andy Scott, de Nueva York. Su blog
es una mezcla de humor absurdo, fantasías pornográficas y violentas invectivas
—contra los negros, los maricas, los gilipollas, los gordos, los cristianos y,
últimamente, los franceses—, aunque dudo que alguna vez hay a matado una
mosca.
Luego está chrysalisbaby, alias Chry ssie Bateman, de California. Es la típica
foca; está a dieta desde los doce años, y ahora pesa más de ciento treinta kilos. Su
debilidad es enamorarse de hombres crueles. Nunca aprende. Y nunca lo hará.
Después está ClairDeLune, Clair Mitchell para los amigos. Ésta vive aquí; da
clases de autoexpresión creativa en la Universidad de Malbry (lo que explica su
tono expositivo ligeramente superior y su afición a la cháchara psicológica) y
dirige un grupo de escritores on-line, así como una página web de fans de un
actor de mediana edad —vamos a llamarle Angel Blue— con el que está
obsesionada. Angel es una elección fuera de lo normal, un actor especializado en
personajes inmorales, tipos trastornados, asesinos en serie y otros papeles de
villano. No es una estrella, aunque su rostro le resulta popular a todo el mundo.
Ella suele colgar aquí algunas fotos suy as. Curiosamente, se parece un poco a mí.
Luego está Toxic69, alias Stuart Dawson, de Leeds. Tras quedarse
minusválido a causa de un accidente de moto, se pasa su agria vida on-line,
donde nadie tiene por qué compadecerse de él. Y también está Puradominacion9,
de Fife, que vive para Warcraft y Second Life, ajeno al hecho de que su vida se
va consumiendo a toda velocidad. Además, hay unos cuantos curiosos y
visitantes esporádicos: JennyTrucos, BombaNumero29, Jesusesmicopiloto,
etcétera, que ofrecen una divertida variedad de respuestas a nuestras entradas y
van desde la admiración a la indignación, desde el aplauso al insulto.
Y finalmente, por supuesto, está Albertine. Decididamente, ella no es como
los demás; sus comentarios tienen un tono de confesión que me parece más que
prometedor; en ellos se advierte el peligro, un trasfondo sombrío, un estilo en
cierto modo más parecido al mío. Y vive aquí, en el Village, a menos de doce
calles de distancia…
¿Coincidencia?
No tanta. Por supuesto, la he estado espiando, sobre todo desde que murió mi
hermano. No con malicia, sino con curiosidad, incluso con cierta envidia. Parece
muy serena, muy tranquila, muy a salvo en el interior de su pequeño mundo,
muy ajena a lo que ocurre. Sus comentarios son tan íntimos, tan desnudos y tan
sorprendentemente ingenuos que nunca creerías que es uno de los nuestros, un
villano entre villanos. Sus dedos bailan sobre las teclas del piano como si fueran
derviches. Me acuerdo de eso, y de su voz agradable y de su nombre, que huele
a rosas.
A Rilke, el poeta, lo mató una rosa. Muy Sturm und Drang por su parte. Un
rasguño que se hizo con una espina se le infectó; un regalo venenoso que sigue
haciendo de las suy as. Personalmente, no le veo la gracia. Siento más afinidad
con la tribu de las orquídeas: son las subversivas del mundo vegetal, las que se
agarran a la vida donde pueden, sutiles e insidiosas. Las rosas son muy vulgares,
con sus pétalos rosados, su intrigante aroma, sus desagradables hojas y sus
maliciosas y diminutas espinas que se clavan en el corazón…
¡Oh, rosa, estás enferma!
¿Acaso no lo estamos todos?
4
Muchos accidentes ocurren en casa. Es algo que él sabe muy bien; se pasó gran
parte de su infancia evitando lo que, en potencia, podía causarle algún daño: el
patio de recreo, con sus rotondas y sus glorietas, y las púas de la verja; el
estanque, con su húmeda orilla, en la que un chiquillo podía resbalar fácilmente y
ser arrastrado hasta morir hacia sus oscuras profundidades; las bicicletas,
capaces de lanzarle al asfalto y hacerle magulladuras en las rodillas y las
manos…, o peor aún, acabar bajo las ruedas de un autobús y ser despellejado
como una naranja, el cuerpo troceado y esparcido por toda la calle. Los otros
niños puede que no entendieran lo especial y lo sensible que era… Niños malos
que le hacían sangrar la nariz y niñas malas capaces de romperle el corazón…
Los accidentes ocurren con mucha facilidad.
Ésa es la razón, y a estas alturas es consciente de ello, de que sepa cómo
provocar un accidente. Tal vez un accidente automovilístico, o una caída desde lo
alto de una escalera, o un simple incendio casero a causa de un cortocircuito.
Pero ¿cómo se provoca un accidente —un accidente fatal, por supuesto— si
alguien no conduce, no practica deportes de riesgo y cuy a idea sobre una noche
loca es ir a bailar con las amigas a la ciudad (ellas siempre bailan, nunca salen
sin más) y cotillear mientras se toma una copa de vino?
No es el acto en sí lo que le da miedo. Lo que le da miedo son las
consecuencias. Sabe que la Policía lo llamaría. Sabe que sería un sospechoso, por
muy accidental que fuera el hecho, y tendría que responderles, suplicar su
inocencia, convencerles de que no era culpa suy a…
Ése es el motivo por el que debe escoger su momento. No puede haber
ningún margen para el error. Sabe que un asesinato es algo muy parecido al sexo:
hay gente que sabe cómo tomarse su tiempo; disfrutar de los rituales de la
seducción, el rechazo y la reconciliación; gozar del suspense, de la emoción de la
caza. Sin embargo, la may oría sólo necesitan hacerlo, quitarse de encima las
ganas lo antes posible, distanciarse de los horrores de la intimidad; saber, por
encima de todo, que se han liberado.
Los grandes amantes saben que no se trata de eso.
Y los grandes asesinos también.
No, no es que él sea un gran asesino. Sólo es un aspirante aficionado. Sin un
modus operandi establecido, se siente como un artista desconocido que aún tiene
que encontrar su propio estilo. Ésa es una de las cosas más difíciles…, tanto para
un artista como para un asesino. El asesinato, al igual que todos los actos de
autoafirmación, exige una gran confianza en uno mismo. Y él aún se siente como
un principiante: tímido, vacilante, con dudas acerca de su talento y sin saber si
darse a conocer. Y a pesar de todo eso, es vulnerable; tiene miedo no sólo del
acto en sí mismo, sino también de la acogida que tendrá que afrontar, miedo de
esa gente que, inevitablemente, lo juzgará, lo condenará y lo malinterpretará…
Evidentemente, la odia. De lo contrario, nunca lo habría planeado; él no es un
asesino dostoy evskiano, de esos que actúan al azar y de forma irreflexiva. La
odia con una pasión que nunca ha sentido por nada, una pasión que bulle en su
interior como la sangre, que lo arrastra como una amarga ola azul…
Se pregunta cómo sería librarse de ella de una vez por todas, librarse de esa
presencia que lo envuelve. Librarse de su voz, de su cara, de sus costumbres. Sin
embargo, tiene miedo, y no tiene experiencia. Por eso lo planea todo con sumo
cuidado, eligiendo al sujeto (se niega a emplear la palabra víctima) de acuerdo
con las normas, preparándolo todo con la pulcritud y la precisión con la que suele
hacer cualquier cosa…
Un accidente. Eso es lo que fue.
Un desgraciado accidente.
Para cruzar los límites, se dice, primero hay que aprender a seguir las
normas. Para acometer un acto así uno debe entrenarse, afinar su arte con un
elemento básico, de la misma forma que un escultor trabaja con arcilla —
desechando todo lo que no sea perfecto, repitiendo el experimento hasta
conseguir el resultado deseado— antes de crear su obra maestra. Puede que sea
una ingenuidad, piensa, esperar un gran logro en su primera tentativa. Al igual
que con el sexo, la primera vez resulta a menudo torpe, poco elegante y
embarazosa. Se ha preparado para esto. Su objetivo es simplemente que no le
pillen. Tiene que ser un accidente… y su relación con el sujeto, aunque real,
debe ser lo suficientemente distante como para desafiar a quienes irán tras él.
Como veis, piensa como un asesino. En el fondo de su corazón, siente su
glamour. Nunca le haría daño a alguien que no mereciera morir. Puede que sea
malvado, pero no es injusto ni tampoco un degenerado. Él no será un asesino
vulgar, pedestre, irreflexivo, descuidado o al que consuman los remordimientos.
Mucha gente muere de forma inútil…, pero en su caso, al menos, habrá una
razón y …, sí, será una especie de acto de justicia. Un parásito menos en el
mundo, lo que hará de éste un lugar mejor.
Escribe un comentario:
chrysalisbaby: vay a, esto es impresionante.
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Esto es fascinante, chicodeojosazules. ¿Se trata de tu auténtico
diálogo interior o es el retrato de un personaje que piensas desarrollar más?
En cualquier caso, ¡me gustaría seguir ley endo!
JennyTrucos: (comentario borrado).
6
La may oría de los accidentes ocurren en casa. Supongo que así fue como
aparecí y o: uno de tres hijos, nacidos en un espacio de cinco años. Primero
Nigel, luego Brendan y después Benjamin, aunque para entonces ella dejó de
utilizar nuestros verdaderos nombres y y o siempre fui B. B.
Benjamin. Es un nombre judío. Significa Hijo de mi mano derecha. No es que
sea muy halagador, la verdad, si te paras a pensar lo que hacen los hombres con
la mano derecha. Pero claro, el hombre a quien llamábamos papá no era un
padre muy consciente de sus obligaciones. Nigel era el único que se acordaba de
él, y sólo tenía algunos recuerdos muy vagos: un vozarrón, un rostro áspero y
olor a tabaco y cerveza. O puede que la memoria hiciera lo que suele hacer a
veces: llenar los vacíos con detalles verosímiles mientras el resto da vueltas en las
tinieblas, como un ovillo de lana de oveja negra.
No es que Nigel fuera la oveja negra… Todo eso vino después. No obstante, sí
estaba destinado a vestir siempre de negro, y, con el tiempo, eso acabó
influy endo en su carácter. En aquella época, mamá trabajaba como mujer de la
limpieza: quitaba el polvo y pasaba la aspiradora en las casas de los ricos, hacía
su colada, planchaba su ropa, lavaba sus platos y fregaba sus suelos. El tiempo
que dedicaba a nuestro hogar no era un trabajo remunerado, de modo que pasó a
ser algo secundario. No es que fuera descuidada, pero para ella el tiempo era lo
más importante, y había que ahorrarlo a toda costa.
De modo que, con tres hijos con tan poca diferencia de edad y tantas coladas
que hacer todas las semanas, ideó un sistema muy ingenioso. Para asegurarse de
que todas las piezas de ropa pudieran ser identificadas, asignó un color a cada uno
de sus hijos y las compraba en la tienda de Oxfam. Así pues, Nigel llevaba ropa
negra, incluso la interior; Brendan siempre vestía de marrón, y Benjamin…
Bueno, estoy seguro de que podéis suponerlo.
Evidentemente, nunca se le pasó por la cabeza lo que podía provocar en
nosotros una decisión así. Los colores marcan diferencias; es algo que os puede
decir cualquier empleado de hospital. Ésa es la razón por la que la unidad de
oncología del hospital donde trabajo está pintada de un alegre tono rosa; las salas
de espera de un relajante color verde, el pabellón de maternidad de amarillo…
Sin embargo, mamá nunca comprendió el poder secreto de los colores. Para
ella sólo se trataba de una forma práctica de organizar la colada. Mamá nunca se
preguntó lo que podía suponer vestir del mismo color un día sí y otro también: el
aburrido color marrón, el lúgubre negro o el hermoso y deslumbrante azul de
cuento de hadas…
En aquella época, mamá era distinta. Las madres de algunos niños son dulces
y cariñosas, pero la mía era…, en fin…, otra cosa.
Gloria Beverly Green —ése era su nombre de soltera— fue la tercera de los
hijos de una empleada de una fábrica y un trabajador de la siderurgia. Mamá
pasó su infancia en Malbry, en un laberinto de casas de ladrillo adosadas
conocido como Red City. La gente tendía la ropa en la calle, había hollín por
todas partes y unos callejones adoquinados que no conducían a ningún sitio, salvo
a unas paredes llenas de pintadas en las que se alineaban los cubos de basura.
En aquellos tiempos y a tenía ambiciones y soñaba con pabellones lejanos,
play as remotas y muchachas trabajadoras a las que rescataba un millonario.
Aún hoy, mamá sigue crey endo en el amor verdadero, la lotería, los libros de
autoay uda, el poder de la palabra, los artículos de las revistas, los consultorios
sentimentales y los anuncios de televisión en los que los suelos siempre están
limpios y las mujeres siempre tienen lo que merecen…
Evidentemente, nunca fue una mujer imaginativa ni especialmente brillante
—dejó la escuela con tan sólo el título de bachillerato—, pero Gloria Green era lo
bastante resuelta como para compensar sus puntos flacos, de modo que empleó
toda su considerable fuerza de voluntad y su energía en encontrar una forma de
escapar de la mugre y estrechez de miras de Red City y alcanzar ese mundo
televisivo lleno de bebés perfumados, suelos relucientes y vestidos que podía
cambiar su vida.
Mantener la fe no fue fácil. Red City era todo cuanto conocía. Una trampa
para ratones que te atrapa pero que en raras ocasiones te deja ir. Todas sus
amigas se casaron siendo unas adolescentes, encontraron un empleo y tuvieron
hijos. Gloria se quedó con sus padres; ay udaba a su madre en casa y esperaba
tediosamente, día tras día, a un príncipe que nunca llegaba.
Y al final se dio por vencida. Chris Moxon era un amigo de su padre; tenía un
puesto de pescado frito con patatas y vivía en los límites de White City. No era
exactamente pescado fresco —era may or y más calvo de lo que ella había
imaginado—, aunque era amable y atento, y por entonces Gloria y a estaba
desesperada. Se casó con él en la iglesia de Todos los Santos, con un vestido de tul
blanco y un ramo de claveles, y durante un tiempo casi crey ó que había
conseguido escapar de la ratonera…
Sin embargo, descubrió que el olor a fritanga se pegaba a todo lo que llevaba:
sus vestidos, sus medias, incluso sus zapatos. Por muchos Marlboros que fumara,
por mucho perfume que se pusiera, ese hedor —su hedor— seguía allí,
impregnándolo todo. Se dio cuenta de que no había conseguido huir de la
ratonera, sino que simplemente se había enganchado aún más a ella.
Entonces, ese mismo año, en una fiesta de Navidad, conoció a Peter Winter.
Trabajaba en un concesionario de automóviles de la ciudad y conducía un BMW.
Para Gloria Green fue algo embriagador y tuvo su primera aventura con la
frialdad de un jugador de póquer profesional. Sin lugar a dudas, las apuestas eran
altas. El padre de Gloria se había inclinado por el mundo de Chris, pero el de
Peter Winter era prometedor: era un hombre solvente, ambicioso, tranquilo y
soltero. Él le propuso dejar White City y buscar una casa en el Village…
A Gloria le pareció bien y convirtió a Peter en su proy ecto personal. Un año
después estaba divorciada y embarazada de su primer hijo. Por supuesto, le juró
a Peter que el niño era suy o, y, en cuanto pudo, se casó con él, a pesar de las
protestas de su familia.
Esta vez no lo hizo a bombo y platillo. Gloria los había avergonzado a todos. A
la ceremonia, que se celebró un sombrío mes de noviembre en la oficina del
registro civil, no asistió nadie. Y cuando las cosas empezaron a venirse abajo —
cuando Peter empezó a beber, cuando el concesionario cerró—, los padres de
Gloria se negaron a ceder y a ver al bebé a quien ella había puesto el nombre de
su padre…
Sin embargo, Gloria se mantuvo impertérrita. Aceptó un empleo nocturno en
la ciudad, mientras por las mañanas seguía limpiando, y cuando volvió a
quedarse embarazada lo ocultó, usando una faja hasta el octavo mes, a fin de
poder seguir trabajando. Cuando nació su segundo hijo, aceptó encargos para
remendar ropa y para planchar, por lo que la casa siempre estaba llena del vapor
y el olor de coladas ajenas. El sueño de tener una casa en el Village era cada vez
más remoto, pero al menos en White City había escuelas, un parque para los
niños y ella consiguió un trabajo en la lavandería. Las cosas le iban bien a Gloria,
que contemplaba su nueva vida con optimismo.
Sin embargo, tras dos años en el paro, Peter Winter había cambiado. Aquel
hombre, en tiempos lleno de encanto, había engordado y se pasaba los días frente
a la televisión, fumando Camel y tomando cerveza. Gloria se encargaba de él,
muy a su pesar y, sin ella saberlo, para entonces volvía a estar embarazada.
Nunca conocí a mi verdadero padre. Mamá apenas hablaba de él. Según
creo, era guapo. Yo tengo sus ojos. Creo que, en secreto, ella pensaba que él
podía ser su billete para salir de White City, pero el señor Ojos Azules tenía otros
planes, y cuando mamá descubrió la verdad, su barco y a había zarpado con
destino a play as más soleadas, y la había dejado sola para capear el temporal.
Nadie sabe cómo se enteró Peter. Tal vez los viera juntos en algún sitio. Tal
vez alguien le dijo algo. Tal vez sólo lo supuso. Sin embargo, Nigel recordaba la
noche en que se fue —o al menos eso decía—, aunque en esa época sólo debía
de tener unos cinco años. Fue una noche de platos rotos y de insultos…, y luego el
sonido del motor del coche al arrancar, un portazo y el chirrido de las ruedas en
la calle…, un sonido que a mí siempre me evoca el olor de las palomitas y las
butacas de un cine. Luego, poco después, un choque, cristales rotos y el ulular de
las sirenas…
Evidentemente, Nigel nunca oy ó nada de todo eso, aunque era así como lo
contaba; ésa es la versión de la historia según mamá. Peter Winter tardó tres días
en morir y dejó a su viuda sola y embarazada. Sin embargo, Gloria Green era
una mujer fuerte. Buscó una canguro en White City y trabajó más duro, fue
muy exigente consigo misma y al final dejó de trabajar dos semanas antes de
que naciera el bebé. La gente que le daba trabajo hizo una colecta que ascendió a
un total de cuarenta y dos libras; Gloria invirtió parte de ese dinero en una
lavadora y el resto lo metió en el banco, para ahorrar. En aquella época sólo tenía
veintisiete años.
Llegados a este punto, creo que y o habría vuelto con mis padres. Gloria no
trabajaba, apenas le quedaba dinero y no tenía amigos. Su aspecto también
empezó a marchitarse, y quedaba muy poco de la Gloria Green que había
dejado Red City con grandes esperanzas. Sin embargo, arrastrarse de nuevo
hasta los pies de su familia, derrotada y con dos hijos, un bebé y sin marido era
algo impensable. De modo que se quedó en White City. Trabajaba en casa y
cuidaba de sus hijos; lavaba, planchaba, zurcía y limpiaba mientras seguía
buscando sin parar otra forma de escapar, incluso cuando y a había dejado atrás
su juventud y White City se iba cerrando en torno a ella como unas manos que
quisieran asfixiarla.
Y entonces mamá tuvo un golpe de suerte. El seguro de Peter pagó todas las
deudas. Resultó que aquel hombre valía más muerto de lo que nunca había valido
estando vivo, y al final mamá dispuso de un poco de dinero. No era todo el que le
hacía falta —nunca tenía bastante—, aunque vio un poco de luz en las tinieblas. Y
ese golpe de suerte se produjo justo cuando su tercer hijo llegó al mundo, y eso
le convirtió en su amuleto, en su boleto ganador.
En algunos lugares del mundo existe la creencia de que los ojos azules traen
mala suerte, que son una señal del diablo disfrazado. Sin embargo, tener un
talismán de ojos azules —una bola de cristal en un trozo de cuerda— es una
forma de esquivar la mala fortuna y de mandar de vuelta al mal a su lugar de
origen, de desterrar los demonios a su guarida y cambiarlos por buena suerte…
Mamá, gracias a su afición a los melodramas televisivos, creía en las
soluciones mágicas. La ficción como remedio. La víctima siempre es una chica
guapa, y las respuestas siempre están ante sus narices, aunque sólo se revelan en
la penúltima escena: por casualidad, o puede que a través de un niño que ata
todos los cabos sueltos con un lazo en una encantadora fiesta de cumpleaños.
Evidentemente, la vida es diferente. La vida no es más que un montón de
cabos sueltos. Y a veces el hilo que parecía llevar tan claramente hasta el
corazón del laberinto resulta ser tan sólo una cuerda enredada que nos conduce
hacia las tinieblas, muertos de miedo, consumidos, convencidos cada vez más de
que la realidad sigue existiendo en algún lugar, a la vuelta de la esquina, aunque
sin nosotros…
Habría sido demasiada suerte, aunque estuve muy cerca. Casi lo bastante
cerca como para tocarla antes de que me la arrebataran. No fue culpa mía,
aunque ella sigue culpándome. Y, desde entonces, he tratado de hacer todo lo que
ella espera de mí, y aun así nunca es suficiente, Gloria Green siempre quiere
más…
¿Es así como te sientes?, pregunta Clair. ¿Crees que no eres lo bastante
bueno?
Zorra. Mejor ni hablar de eso.
Que sepas que no eres la primera que lo intenta. Vosotras, las mujeres,
siempre preguntando. Pensáis que es muy fácil juzgar causa y efecto, analizar y
justificar. ¿Acaso crees que puedes meterme en una de tus cajitas y etiquetarme
como si fuera un insecto? ¿Que blandiendo unos cuantos detalles sobre mí puedes
penetrar en el fondo de mi alma?
Ahí no tienes nada que hacer, ClairDeLune. En realidad, no sabéis nada de
mí. ¿Acaso piensas que soy un novato en esto? Llevo entrando y saliendo de
grupos como el tuy o desde hace casi veinte años. De hecho, es bastante divertido:
recordar incidentes de la infancia, inventar sueños, convertir la paja en fantasía,
como en el cuento…
En ese sentido, Clair está convencida de que conoce al hombre que se
esconde detrás del avatar. Chry ssie, la foca, alias chrysalisbaby, también cree
que me comprende, cuando en realidad y o sé más acerca de ellas de lo que
llegarán a saber jamás sobre mí; sé cosas que tal vez me resulten útiles si un día
decido aprovecharlas.
Clair cree que está intentando ay udarme. Yo creo que hay algo que se niega
a reconocer. Las clases de escritura terapéutica de Clair, de hecho, no son más
que un disimulado intento de someterse a un psicoanálisis para aficionados. Y la
fascinación virtual de Clair por todo lo malo y peligroso da a entender que ella
también se siente herida. Me imagino que tal vez vivió algún abuso siendo una
niña, puede que a manos de un miembro de su familia. Su obsesión por Angel
Blue, el actor —un hombre mucho may or que ella—, sugiere que tal vez tenga
debilidad por los viejos. Por supuesto, soy capaz de compadecerla, pero eso no
resulta muy tranquilizador tratándose de alguien que da clases. Además, la
convierte en un ser muy vulnerable. Espero que no acabe mal.
En cuanto al interés que Chry ssie, la foca, siente por mí…, tiene toda la pinta
de ser algo meramente romántico. Eso supone un cambio con respecto a sus
comentarios habituales, que en general consisten en una serie de listas que
detallan las calorías que consume —Coca-Coca Light: 1,5 cal; Skinny Cow[4] : 90
cal; nachos, queso bajo en grasa: en torno a 300 cal—, completadas con
desesperantes monólogos sobre lo fea que se ve o un sinfín de fotografías de
esqueléticas y frágiles chicas góticas a las que ella se refiere como su
inspiradelgación.
A veces cuelga fotografías suy as —siempre son de su cuerpo, nunca enseña
la cara— sacadas con la cámara del teléfono móvil frente al espejo del baño, y
anima a la gente a despotricar sobre ella. Son pocos los que cumplen con su
deseo (salvo Cap, que detesta a los gordos), aunque hay algunas chicas que le
dejan mensajes de apoy o con sacarina: Cariño, vas muy bien. ¡No te desanimes!,
o bien consejos no demasiado claros sobre dietas.
Así pues, Chry ssie ha desarrollado una fe casi religiosa en las propiedades del
té verde para cambiar el metabolismo y en los alimentos sin calorías, que según
ella incluy en las zanahorias, el brócoli, los arándanos, los espárragos y muchas
otras cosas que raramente come. Su avatar es un dibujo manga de una chica
vestida de negro con alas de mariposa en los hombros, y su frase de bienvenida
—esperanzada y al mismo tiempo extremadamente triste— dice así: Un día seré
más ligera que el aire…
Bueno, tal vez llegue a serlo. La esperanza es lo último que se pierde. Sin
embargo, no todas las focas mueren siendo delgadas. Tal vez acabe como
algunas de ellas, muerta a causa de una apoplejía o de un ataque al corazón
mientras llama a Dios con un teléfono de porcelana.
Una de sus amigas virtuales, Azurechild, la ha animado a probar algo llamado
jarabe de ipecacuana. Es un purgante muy conocido, y sus posibles efectos
secundarios son fatales, aunque provoca una rápida pérdida de peso.
Evidentemente, es muy irresponsable —habría quien lo calificaría directamente
como un delito— animar a alguien con el problema de peso de Chry ssie, cuy o
corazón y a está muy debilitado, a tomar una sustancia tan peligrosa.
Aun así, es cosa suy a, ¿no? Nadie la obliga a seguir ese consejo. Nosotros no
creamos esas situaciones. Lo único que hacemos es pulsar teclas. Control. Alt.
Suprimir. Y adiós. Un error fatal. Un accidente…
Él la llama señora Azul Eléctrico. Lo suy o son los aparatos: lo último en timbres
de puerta, reproductores de CD, exprimidores, ollas exprés y microondas. Uno se
pregunta qué hace con tantos chismes; sólo en la habitación de invitados hay
nueve cajas con secadores y tenacillas para el pelo, aparatos para dar masajes
en los pies, licuadoras, mantas eléctricas, vídeos, radios para la ducha y
teléfonos, todos ellos obsoletos.
Nunca tira nada y guarda todos los aparatos por las piezas, dice, aunque ella
pertenece a esa generación de mujeres que consideran la incapacidad para la
técnica como un rasgo encantador de la fragilidad femenina y no simple pereza,
y él sabe que no tiene ni idea. Piensa que es un parásito inútil y manipulador y
cree que nadie siente suficiente pena por ella, y mucho menos su familia.
Reconoce su voz de inmediato. Él ha estado trabajando media jornada en un
taller de reparación eléctrica situado a unos tres kilómetros de donde vive. Es una
tienda antigua, que se ha quedado obsoleta; en su pequeño escaparate hay varios
aparatos de televisión hechos polvo y aspiradoras, y está lleno de polillas que han
aleteado en su interior hasta morir. Lo ha llamado al móvil —un viernes a las
cuatro de la tarde, ni más ni menos— para que eche un vistazo a su colección de
aparatos averiados.
Actualmente tiene cincuenta y cinco años, aunque puede parecer más joven
o más vieja según las necesidades. Tiene el pelo de color rubio cenizo, los ojos
verdes, unas bonitas piernas y un aire revoltoso, casi adolescente, que puede
convertirse en desdeñoso en un abrir y cerrar de ojos. Y le gusta la compañía de
hombres jóvenes y atractivos.
Un hombre joven y atractivo. Bueno, eso es lo que es él. Los vaqueros
estilizan su figura, su rostro es anguloso, lleva el pelo ligeramente largo y tiene
unos ojos de un brillante y llamativo color azul grisáceo. No es un chico de
revista, pero sí lo bastante atractivo para la señora Azul Eléctrico… y, además, a
su edad, piensa él, no puede andarse con remilgos.
Le dice enseguida que está divorciada. Le prepara una taza de té Earl Grey,
se queja de lo cara que está la vida, suspira profundamente por su soledad y por
lo poco atendida que se siente por su hijo, que trabaja en la ciudad. Al final, con
el aire de quien va a conceder un gran privilegio, le ofrece su colección de
aparatos a cambio de dinero.
Evidentemente, los chismes no sirven para nada. Se lo dice en un tono muy
delicado, y le explica que los aparatos eléctricos antiguos sólo sirven para
llevarlos al vertedero, que su colección no cumple con los actuales requisitos de
seguridad y que su jefe le mataría si le pagara más de diez libras por ellos.
—En serio, señora b. —dice—. Lo único que puedo hacer es tirarlo en lugar
de que lo haga usted. Me lo llevaré al vertedero. El Ay untamiento le cobraría por
ello, pero y o me he traído la furgoneta…
Ella se queda mirándole con expresión desconfiada.
—No, gracias.
—Sólo intentaba ay udarla —dice él.
—Bueno, en ese caso, joven —dice ella, con voz cristalina pero de tono
glacial—, podría ayudarme echándole un vistazo a la lavadora. Creo que se ha
atascado… Hace una semana que no desagua…
Él se queja,
—Me están esperando en otro sitio…
—Creo que es lo menos que puede hacer —dice ella.
Evidentemente, él accede. Ella y a sabía que lo haría. En su voz aún persiste
esa mezcla de vulnerabilidad y desdén, de indefensión y autoridad que a él le
parece irresistible…
Lo que ocurría es que se había soltado la correa de transmisión, eso era todo.
Él desatranca el tambor, sustituy e la correa, se seca las manos en los vaqueros y
ve en el reflejo del cristal de la puerta que ella le está observando.
Puede que en otros tiempos fuera una mujer atractiva. Ahora podría decirse
que se conserva bien: es una frase que su madre suele utilizar a veces y que en él
evoca imágenes de botes de productos químicos y momias egipcias. Sabe que
ella le está observando con una mirada extrañamente estudiada; puede sentir sus
ojos como si fueran sendos soldadores perforándole la zona de los riñones… Una
mirada que evalúa y que es descuidada y depredadora al mismo tiempo.
—¿No se acuerda de mí, verdad? —pregunta él, volviendo la cabeza para
sostener su mirada.
Ella le observa con expresión imperiosa.
—Mi madre solía ir a limpiar a su casa.
—¿De veras?
El tono de su voz da a entender que seguramente es incapaz de recordar a
toda la gente que ha trabajado para ella. Sin embargo, por un momento parece
acordarse de algo… Al menos, entorna los ojos y sus cejas desaparecen para
volver a emerger, pintadas de marrón, dos centímetros por encima de donde
deberían estar, arqueadas con algo parecido a la angustia.
—A veces solía llevarme con ella.
—¡Dios mío! —Ella se queda mirándole fijamente—. ¿Chicodeojosazules?
Eso le deja patidifuso, evidentemente. Ella nunca volverá a mirarle. En todo
caso, no de esa manera…, recorriendo su espalda con ojos lánguidos, calculando
la distancia que hay entre su nuca y su espina dorsal, analizando la tensa
curvatura de su culo embutido en esos vaqueros descoloridos. Ahora le ve —tiene
cuatro años y el color de su pelo aún no ha acusado el paso del tiempo—, y de
pronto el peso de los años cae sobre ella como un abrigo mojado y se siente
vieja, terriblemente vieja…
Él está sonriendo.
—Creo que esto y a está listo —dice.
—Voy a pagarte algo, por supuesto —dice ella… demasiado deprisa, para
disimular su bochorno, como si crey era que él trabaja gratis, como si fuera un
gesto que haría que él estuviera eternamente en deuda con ella.
Sin embargo, ambos saben por qué va a pagarle. La culpa…, quizás simple,
pero nunca pura, sin edad, incansable y amarga.
La vieja y pobre señora B., piensa él.
De modo que le da las gracias amablemente, acepta otra taza de ese té tibio
que huele vagamente a pescado y finalmente se va con la certeza de que seguirá
viendo de nuevo a la señora Azul Eléctrico en futuros días y semanas.
Evidentemente, todo el mundo es culpable de algo. Pero no todos merecen morir.
No obstante, a veces el karma pasa por casa para cosechar lo que había
sembrado, y en algunas ocasiones un acto divino exige el toque de la mano
humana. Y, en cualquier caso, no es culpa suy a. Ella lo vuelve a llamar una
docena de veces: para instalar un enchufe, para cambiar un fusible y las pilas de
la cámara y, más recientemente, para instalar su PC nuevo (sólo Dios sabe por
qué necesita uno, porque ella va a morir dentro de una o dos semanas), lo cual
provoca un montón de llamadas urgentes, que a su vez precipitan su actual
decisión de borrarla de la faz de la Tierra.
En realidad, no se trata de nada personal. Hay gente que simplemente
merece morir…, y a sea porque es malvada, maliciosa, culpable o, en este caso,
porque le ha llamado chicodeojosazules…
Muchos accidentes ocurren en casa. De forma tan habitual como para provocar
uno…, y aun así tiene dudas. Y no porque tenga miedo —que lo tiene, un miedo
terrible—, sino simplemente porque quiere espiar. Juega con la idea de ocultar
una cámara cerca de la escena del crimen, aunque se trata de un gesto vanidoso
que difícilmente puede permitirse y desecha el plan (no sin lamentarlo), y en
lugar de eso considera el método que debe emplear. Hay que comprenderlo: es
muy joven, y cree en la justicia poética. Le gustaría que ella muriera de una
forma en cierto modo simbólica: tal vez electrocutada, por el mal
funcionamiento de una aspiradora o de uno de los vibradores que esconde en el
armario del baño (dos de ellos de un discreto color carne y el tercero de un
púrpura inquietante), entre los frascos de crema y los de pastillas.
Por un momento se siente casi seducido por la idea. Sin embargo, sabe que
los planes muy elaborados raramente funcionan, y desestima con firmeza la
imagen de la señora Azul Eléctrico masturbándose en su tumba con la ay uda de
uno de sus aparatos, y en su siguiente visita inicia los preparativos para provocar
un vulgar pero eficaz incendio doméstico y vuelve a casa a tiempo para picar
algo frente a la televisión. Mientras tanto, en otra calle, la señora Azul Eléctrico
se está preparando para acostarse (con o sin su compañero de color púrpura) y
muere durante la noche, probablemente por inhalación de humo, piensa, aunque,
evidentemente, lo único que puede hacer es esperar…
La Policía llama al día siguiente. Él les dice que intentó ay udarla, que todos
los aparatos de la casa eran susceptibles de provocar un accidente, que ella
siempre sobrecargaba los enchufes con los electrodomésticos y que bastaba con
una pequeña subida de tensión para…
En realidad, la Policía le parece ridícula. Piensa que su culpabilidad se
despliega ante sus narices para que puedan verla, y aun así no lo hacen; sólo se
sientan en el sofá y se toman el té que les ha preparado su madre, hablando
educadamente con él, como si no quisieran molestarle, mientras ella vigila con
suspicacia, pendiente de cualquier atisbo de culpa.
—Espero que no estén insinuando que ha sido culpa suy a. Trabaja muy duro,
y es un buen chico.
Él disimula una sonrisa con la mano. Está temblando de miedo, pero las ganas
de reír se apoderan de él y tiene que fingir un ataque de pánico antes de que
alguien se dé cuenta de que aquel hombre pálido de ojos azules se está
desternillando de risa…
Más tarde es capaz de analizar ese momento. Es una sensación arrebatadora,
algo parecido a un orgasmo, a un estado de gracia. A su alrededor, los colores
brillan y se expanden, las palabras cobran nuevos y deslumbrantes sentidos, los
olores se hacen más intensos. Se estremece y solloza, y el mundo estalla y se
resquebraja como un cuadro, revelando la luz de la eternidad…
La agente de Policía (siempre hay una) le tiende un pañuelo. Él lo acepta y
se seca la cara, con expresión asustada y culpable, aunque sigue riéndose,
mientras ella, que tiene veinticuatro años y puede que se sienta incómoda con ese
uniforme, interpreta sus lágrimas como una señal de dolor y posa una mano en
su hombro, sintiéndose extrañamente maternal…
No pasa nada, hijo. No es culpa tuya.
Y ese horrible sabor en el fondo de su garganta, el sabor que asocia a su
infancia, un sabor a fruta podrida, a gasolina y a ese asqueroso chicle con aroma
de rosas, desaparece una vez más como un banco de nubes, dejando tan sólo un
cielo azul, y él piensa…
Por fin soy un asesino.
Publica un comentario:
chrysalisbaby: ¡bien, bien! chicodeojosazules es guay
Capitanmataconejos: « La señora Azul Eléctrico masturbándose en su
tumba…» Tío, pagaría por leer una escena así. ¿Qué te parece, eh?
Jesusesmicopiloto: estás enfermo. espero que lo sepas.
chicodeojosazules: Soy consciente de mi estado, gracias.
chrysalisbaby: bueno me da igual a mí me pareces increíble.
Capitanmataconejos: Sí, macho. Pasa del trol. Esos capullos no saben distinguir
un buen relato ni cuando se dan de narices con él.
Jesusesmicopiloto: estás enfermo y tendrían que procesarte.
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Si estos relatos te ofenden, entonces haz el favor de no entrar aquí
para leerlos. Gracias, chicodeojosazules, por compartir esto. Sé lo difícil que
debe de ser expresar estos pensamientos tan oscuros. ¡Bien hecho! ¡Espero
seguir ley endo esta historia mientras la desarrollas!
9
No, no me lo tomo como algo personal. No todo el mundo sabe apreciar un relato
de ficción bien escrito. En opinión de muchos, soy un enfermo y un depravado y
merezco que me encierren, que me dejen hecho papilla o que me maten.
Así pues, todo el mundo es crítico, ¿de acuerdo? Me llegan un montón de
amenazas de muerte. La may oría son diatribas del escuadrón de Dios:
Jesusesmicopiloto y sus amigos, que siempre escriben en may úsculas y usan
pocos signos de puntuación, salvo por el bosque de signos de exclamación que se
eleva por encima del texto principal como las lanzas de una tribu hostil y que me
dicen estás enfermo (sic), que ¡se acerca el día! y que y o debería ¡arder en el
infierno (!!!) con todos los maricas y los pedófilos!
Vale, gracias. Hay majaras por todas partes. Un miembro reciente, que se
hace llamar Jenny Trucos, se ha convertido en un visitante habitual que escribe
comentarios sobre mis relatos en un tono cada vez más indignado. Su estilo es
pobre, aunque lo compensa su mordacidad; no se ahorra ninguna expresión que
se refiera al abuso y promete sumirme en un mundo de dolor si alguna vez logra
ponerme las manos encima. Sin embargo, dudo que lo haga. Internet es un lugar
seguro, casi como un confesionario. Nunca publico mis datos. Además, su ira me
divierte. Todo lo que dicen me resbala.
Pero ahora en serio: me encantan las ovaciones. Incluso disfruto de los
ocasionales silbidos. Provocar una reacción mediante las palabras es, con toda
seguridad, la may or de las victorias. Ése es el objetivo de mis relatos. Incitar. Ver
qué reacciones soy capaz de despertar. Amor y odio, aprobación y desprecio,
sentencias, ira y desesperación. ¿Acaso no es todo un privilegio ser capaz de que
alguien dé un puñetazo en el aire, o se sienta un poco mal, o llore, o quiera
ejercer la violencia en mí… o en los demás? Entrar sigilosamente en la mente de
otro, conseguir que hagas lo que y o quiero que hagas…
¿Acaso no vale la pena?
En fin, la buena noticia es que —aparte del hecho de que se me ha pasado el
dolor de cabeza— ahora tengo más tiempo para mí. Una de las ventajas de
quedarse de repente sin trabajo es la cantidad de tiempo libre que eso te
proporciona. Tiempo para dedicar a mis aficiones, las que me mantienen frente
al ordenador y las que no. Tiempo, como dice mi madre, para tomarse un
descanso y oler las rosas.
¿Estoy en el paro? Sí, así es. Últimamente he tenido algunos problemas.
Evidentemente, mamá no lo sabe. En lo que a ella respecta, aún sigo trabajando
en el Hospital de Malbry ; aunque los detalles no están muy claros, son creíbles…,
al menos para mamá, que a duras penas terminó el instituto y cuy os
conocimientos médicos, por lo que parece, están sacados del Reader’s Digest y
de las series ambientadas en hospitales que suele ver por las tardes.
Además, en cierto sentido, casi es verdad. Efectivamente, trabajaba en el
hospital —trabajé allí durante casi veinte años—, aunque mamá nunca supo
realmente lo que hacía. Operaciones técnicas de diversa índole —una verdad a
medias, sí— en un lugar donde la descripción del trabajo de cada empleado
contiene siempre las palabras operador y técnico; hasta hace poco formaba parte
del equipo de técnicos en higiene que hacía dos turnos diarios y que se ocupaba
de tareas tan vitales como fregar, barrer, desinfectar, sacar los contenedores de
basura y también del mantenimiento de los servicios, las cocinas y los espacios
públicos.
En cristiano, un empleado de la limpieza.
Mi otro trabajo, más peligroso incluso que ése —una vez más, hasta hace
poco—, consistía en cuidar durante el día de un anciano que estaba en una silla de
ruedas y para el que solía cocinar y limpiar; cuando tenía un buen día, leía para
él, ponía viejos discos de vinilo ray ados, escuchaba historias que y a había oído
antes y luego me iba en busca de la chica del vistoso abrigo rojo…
Ahora tengo más tiempo y muchas menos posibilidades de que me pillen
mientras observo. Mi rutina diaria no ha cambiado. Me levanto por la mañana,
como de costumbre, me visto para ir a trabajar, cuido de mis orquídeas, dejo el
coche en el aparcamiento del hospital, cojo el portátil y el maletín y me paso el
día en varios cibercafés, poniéndome al día con mi lista de amigos o colgando
mis relatos en badguysrock, lejos de la desconfiada mirada de mi madre.
Después de las cuatro suelo ir a menudo al café Pink Zebra, donde hay pocas
posibilidades de que me tropiece con mamá o sus amigas, y te dan acceso a
Internet por el precio de una taza de té.
Teniendo en cuenta mis gustos, creo que preferiría algo menos bohemio. El
Pink Zebra, con sus enormes tazones americanos, sus mesas de formica, sus
pizarras con las recomendaciones escritas con tiza y sus ruidosos clientes, resulta
demasiado informal para mí. Y su propio nombre, esa palabra, pink, tiene una
funesta acritud que me trae a la memoria mi infancia y a nuestro dentista, el
señor Pink, y su obsoleto instrumental con su empalagoso olor a gas. Pero a ella
le gusta. A la chica del abrigo rojo. Le gusta pasar desapercibida entre la clientela
del café. Evidentemente, eso es sólo una ilusión, pero una ilusión que estoy
dispuesto a concederle… de momento. Una última cortesía de la que ella no es
consciente.
Trato de encontrar una mesa libre. Pido un té Earl Grey, sin azúcar ni leche.
Es lo que bebía mi antiguo mentor, el doctor Peacock, y me he aficionado a él;
no es lo más habitual en un sitio como el Pink Zebra, donde se sirve pastel de
zanahoria orgánica y chocolate mexicano caliente y donde se refugian moteros,
góticos y gente con un montón de piercings.
Bethan, la encargada, se queda mirándome. Puede que sea por lo que he
pedido o porque llevo traje y corbata, y por lo tanto me califica como el hombre,
o puede que hoy sea tan sólo por mi cara, que muestra unos puntos de sutura en
una mejilla y sendas cicatrices en cejas y labios.
Me imagino lo que está pensando. Que y o no debería estar aquí. Piensa que
huelo a problemas, aunque no es capaz de precisar hasta qué punto. Soy limpio,
tranquilo y siempre dejo propina. Y aun así hay algo en mí que la descoloca y
que le hace pensar que éste no es mi lugar.
—Un Earl Grey, por favor…, sin leche ni limón.
—Vuelvo dentro de cinco minutos, ¿vale?
Bethan conoce a todos sus clientes. Todos los habituales tienen apodos, igual
que mis amigos virtuales: Chocolate Girl, Vegan Guy, Saxophone Man… Yo, sin
embargo, sólo soy vale. Me da la impresión de que se sentiría mejor si pudiera
clasificarme en alguna categoría —tal vez el yuppie o el tío del Earl Grey— y
saber a qué atenerse conmigo.
No obstante, a veces prefiero despistarla: aparecer ocasionalmente con unos
vaqueros, pedir un café (que odio) o, como hice un par de semanas atrás, media
docena de raciones de tarta, que me comí una tras otra mientras ella me
observaba: era evidente que se moría por decir algo, aunque no se atrevió a
hacerlo. En cualquier caso, desconfía de mí. Un hombre que se come seis
raciones de tarta es capaz de cualquier cosa.
Sin embargo, no habría que juzgar a nadie por las apariencias. La propia
Bethan no es normal, con su piercing con una esmeralda en la ceja y sus tatuajes
de estrellas en sus esqueléticos brazos. Es una muchachita que compensa su
timidez y su resentimiento siendo ligeramente agresiva con cualquiera que la
mire con recelo.
Aun así, es a través de Bethan como consigo gran parte de mi información.
En el café, ella se entera de todo. Evidentemente, apenas habla conmigo, aunque
y o escucho sus conversaciones. Con gente como y o es cauta, pero con los
clientes habituales es simpática y accesible. Gracias a Bethan puedo reunir todo
tipo de información. Por ejemplo, sé que la chica del abrigo rojo prefiere el
chocolate caliente al té, que le gusta más la tarta de melaza que el pastel de
zanahoria, que es más de los Beatles que de los Rolling y que el sábado a las
11.30 piensa asistir a un funeral en el crematorio de Malbry.
El sábado. Sí, allí estaré. Al menos podré verla fuera de este espantoso café.
Puede —sólo puede— que me ella me lo deba. La cercanía. Y acabar con esta
retahíla de mentiras.
¿Mentiras? Sí, todo el mundo miente. Miento desde que soy capaz de recordar.
Es lo único que hago bien, y creo que deberíamos sacar provecho a nuestros
talentos, ¿no? Después de todo, ¿qué es un escritor de relatos de ficción sino un
mentiroso con permiso para serlo? Por mis escritos, nadie diría que soy tan
normal como parezco. Al menos, normal por fuera; el corazón es otra cosa. Pero
¿acaso no somos todos, en el fondo, unos asesinos que expresan en código Morse
sus secretos de confesionario?
Clair piensa que debería hablar con ella.
¿Has intentado decirle cómo te sientes?, me sugería en su último correo
electrónico. Evidentemente, Clair sólo sabe lo que y o quiero que sepa: que desde
hace un tiempo indefinido estoy obsesionado con una chica con la que apenas he
cruzado una palabra. Clair se siente más identificada conmigo de lo que cree… o,
mejor dicho, con chicodeojosazules, cuy o amor platónico por una chica sin
nombre es un reflejo de su pasión no correspondida por Angel Blue.
El consejo de Cap es bastante más ordinario: Fóllatela y olvídala, me dice, en
ese tono de hastío de quien está intentando ocultar en vano su propia
inexperiencia. Cuando ya no sea una novedad, la verás como una más de esas
zorras, y podrás concentrarte en lo que es realmente importante…
Toxic está de acuerdo con él y me suplica que escriba los detalles íntimos en
mi WeJay. Cuanto más sucios, mejor, dice. Y, por cierto, ¿cuál es su talla de
sujetador?
Albertine raramente comenta el tema. Soy consciente de que lo desaprueba.
Sin embargo, chrysalisbaby escribe sobre lo que ella considera una aventura
desesperada. Incluso un hombre malvado necesita alguien a quien amar, dice, con
una torpe sinceridad. Te lo mereces, chicodeojosazules; en serio. De momento no
se ha ofrecido ella misma, pero noto el deseo en sus palabras. Insinúa que
cualquier chica sería afortunada si consiguiera que la amara alguien como y o.
Pobre Chry ssie. Sí, está gorda, pero tiene un bonito pelo y es guapa. Y y o le
he hecho creer que me gustan rellenitas.
El problema es que miento demasiado bien, y ahora quiere verme por la
cámara web. Durante las dos últimas semanas ha hablado conmigo a través del
diario virtual, mandándome mensajes personales con fotos suy as.
¿Xq no me dejas verte?
Ni hablar.
¿Xq? ¿Eres feo?
Sí. Soy horrible. Tengo la nariz rota, un ojo morado y cortes y cardenales
por todo el cuerpo. Parece que haya boxeado veinte asaltos con Mike
Tyson.
Créeme, Chryssie.
¿D verdad? ¿Qué te pasó?
Alguien la tomó conmigo.
¡Oh!!! ¿T atracaron?
Creo que podría decirse así.
¡¡¡Oh, joder! Oh, cariño, , me gustaría darte un abrazo enorme.
Gracias, Chryssie. Eres un cielo.
¿Te duele?
La buena de Chry ssie. Puedo sentir la compasión que desprende. A Chry ssie le
gusta cuidar de la gente, y a mí me gusta alimentar su fantasía. No está
exactamente enamorada de mí…, no, de momento, no. Pero no me costaría
demasiado conseguir que lo estuviera. Es un poco cruel, lo sé, pero ¿acaso no es
eso lo que hacen los chicos malos? Además, es ella quien da a entender esas
cosas; lo único que y o hago es permitírselas. Ella está a la espera de que ocurra
un accidente, y nadie podría culparme por ello.
Cariño, cuéntame qué te ocurrió, dice, y creo que hoy tal vez le siga la
corriente. Da un poquito, quédate con todo. ¿Acaso no es ése el mejor trato
posible?
De acuerdo…, cariño. Lo que tú digas. A ver qué sale de esta historia.
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Publica un comentario:
chrysalisbaby: impresionante vay a ¿eso es verdad?
chicodeojosazules: Es verdad, como todo lo que escribo…
chrysalisbaby: ay, pobre chicodeojosazules me gustaría darte un abrazo enorme
Jesusesmicopiloto: bastardo mereces morir.
Toxic69: Venga, tío. ¿Acaso no lo merecemos todos?
ClairDeLune: Esto es fantástico, chicodeojosazules. Por fin empiezas a aceptar
tu rabia. Creo que deberíamos hablar de ello con más detalle, ¿no crees?
Capitanmataconejos: ¡Joder, tío! Este relato engancha. Estoy ansioso por leer la
venganza.
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Eres muy insistente, JennyTrucos. Dime…, ¿te conozco?
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Bueno, no. No fue exactamente así. Aunque por otro lado tampoco se aleja
demasiado de la verdad. La verdad, ese animal salvaje que se arrastra hacia la
luz. Sabe que si quiere nacer, algo —o alguien— debe morir.
Mi vida empezó siendo gemelo. La otra mitad —a quien, de haber
sobrevivido, mamá habría bautizado con el nombre de Malcolm— nació muerto
a la decimonovena semana.
Bueno, en cualquier caso, ésta es la versión oficial. Mamá me contó cuando
y o tenía seis años que engullí a mi hermano in utero —seguramente en algún
momento entre la duodécima y la decimotercera semana— durante alguna
pelea sobre el lebensraum. Ocurre más a menudo de lo que la gente cree. Dos
cuerpos, un alma, flotando en los fluidos de la naturaleza, luchando por el
derecho a vivir…
Ella mantuvo vivo su recuerdo con un objeto decorativo colocado sobre la
repisa de la chimenea: una estatuilla de un perro durmiendo, con sus iniciales
grabadas. En realidad, es la pieza que rompí cuando era niño, e intenté mentir al
respecto para protegerme. Y por ello fui azotado con un trozo de cable eléctrico
y me dijeron que había nacido malo —un asesino, incluso siendo tan sólo un
embrión—, y que tenía que ser bueno porque se lo debía a ambos, que debía
hacer algo con mi vida prestada…
En realidad, ella, en secreto, se sentía orgullosa de mí. El hecho de que
hubiese engullido a mi gemelo para sobrevivir le hacía pensar que y o era fuerte.
Mamá despreciaba profundamente la debilidad. Ella, que era dura como el acero
templado, no soportaba a los perdedores. La vida es lo que consigues hacer con
ella, solía decir. Si no luchas, mereces morir.
Después de eso, solía soñar a menudo que Malcolm —cuy o nombre se me
aparece teñido de enfermizos tonos de verde— había ganado la pelea y ocupaba
mi lugar. Incluso ahora sigo teniendo ese sueño: dos renacuajos hambrientos; dos
pirañas; dos corazones ensangrentados en un frasco con productos químicos,
tratando de latir como si fueran uno solo. De haber sido él quien hubiese
sobrevivido, me pregunto: ¿habría ocupado Mal mi lugar? ¿Se habría convertido
en chicodeojosazules?
¿O acaso habría tenido su propio color? ¿El verde, tal vez, para que
armonizara con su nombre? Intento imaginarme un armario con ropa de color
verde: camisas verdes, calcetines verdes, jerséis de cuello de pico verde oscuro
para ir a la escuela. Toda idéntica a la mía (salvo por el color, por supuesto), de
mi misma talla, como si hubiesen colocado un cristal ante el mundo,
coloreándolo todo de otro tono.
Los colores marcan diferencias. Incluso después de tantos años, aún sigo las
pautas de colores de mi madre. Vaqueros, sudaderas, camisetas, calcetines…,
incluso mis zapatillas de deporte tienen una estrella azul en uno de los lados. Un
jersey negro de cuello alto, un regalo de cumpleaños del año pasado, sigue sin
estrenar en el fondo de un cajón, y siempre que pienso en ponérmelo siento una
absurda punzada de culpabilidad.
Ese jersey es de Nigel, me dice una voz aguda, y aunque sé que es algo
irracional, aún soy incapaz de usar su color, ni siquiera en su funeral.
Quizás sea por eso por lo que me odiaba. Me culpaba de todo lo que salía mal.
Me culpaba de que papá se hubiera ido; me culpaba del tiempo que había pasado
en la cárcel; me culpaba de sus fracasos, de su asco de vida, y le molestaba que
mamá me prefiriera a mí. Bueno, al menos eso estaba justificado. Sin duda
alguna, ella me favorecía. O al menos, lo hacía al principio. Puede que fuera por
el gemelo muerto; por la angustia del parto; quizás a causa del señor Ojos Azules,
que era, como ella decía, el amor de su vida.
No obstante, Nigel convirtió la rivalidad fraterna en una refinada modalidad
artística. Sus hermanos vivíamos aterrorizados por sus incontrolables ataques de
furia. El que vestía de marrón fue quien se llevó la peor parte, porque era
vulnerable en muchos aspectos. Nigel lo despreciaba; lo utilizaba como si fuera
un esclavo cuando le convenía y como escudo humano frente a la ira de mamá.
El resto del tiempo era una cabeza de turco que cargaba con las culpas de todos.
Sin embargo, intimidar a Bren era demasiado fácil. Un blanco como él no
producía ninguna clase de satisfacción. Podías golpear a Bren y hacerle llorar,
pero nadie lo veía defenderse. Quizás la experiencia le había enseñado que la
mejor manera de enfrentarse a Nigel, como lo haría a la carga de un elefante,
era quedarse quieto y fingir que estaba muerto, esperando evitar la estampida.
Nunca parecía guardarle rencor a nadie, ni siquiera a Nigel cuando éste lo
atormentaba, confirmando la creencia de mamá de que Bren no era ninguna
lumbrera, y que si de los tres había alguien que conseguiría tener un final feliz,
ése sería Benjamin.
Sí, bueno, a mamá le gustaban los clichés: fantasear con la lotería, con hijos
que se casaban con princesas, con millonarios excéntricos que dejaban todas sus
riquezas a la dulce casquivana que había conquistado su corazón… Mamá creía
en el destino. Y veía todas estas cosas en blanco y negro. Y mientras que Bren se
sometía a todo sin rechistar y prefería esa segura mediocridad a la traicionera
carga del éxito, Nigel, que no era tonto, debía de sentirse dolido por haber sido
condenado desde que nació al papel del hermanastro feo y a vestir eternamente
de negro.
Así pues, Nigel estaba furioso. Furioso con mamá, furioso con Ben y furioso,
incluso, con el pobre y gordo de Bren, que intentaba por todos los medios ser
bueno y tranquilo y cada vez encontraba más consuelo en la comida, como si
engullir algo dulce le proporcionara cierta protección en un mundo demasiado
lleno de aristas.
Así pues, mientras Nigel estaba jugando fuera o montando en bicicleta por el
barrio y Bren miraba la televisión con un Wagon Wheel[5] en cada mano y un
pack de seis Pepsis al lado, Benjamin se iba a trabajar con su madre, agarrando
una bay eta con su regordeta mano y con los ojos muy abiertos mientras
contemplada la opulencia de las casas de otra gente, sus anchas escaleras y sus
relucientes pasillos, sus paredes llenas de altavoces y libros, sus frigoríficos
repletos de comida, sus pianos, sus pesadas alfombras y sus fuentes de fruta en
las mesas del comedor, tan brillantes y amplios como una pista de baile.
—Mira eso, Ben —le decía ella, señalando una fotografía de un niño o de una
niña vestidos con el uniforme de la escuela, sonriendo desdentados desde un
marco de cuero—. Dentro de unos años, tú serás así. Ése serás tú; irás a un buen
colegio y harás que me sienta orgullosa de ti…
Como otras tantas expresiones de cariño de mamá, sonaba tan inquietante
como una amenaza. Por aquel entonces tendría treinta y tantos años, y el paso
del tiempo y a la había desgastado.
O eso era lo que y o creía cuando era pequeño. Ahora, al mirar sus
fotografías, me doy cuenta de que era guapa, quizás no de un modo
convencional, aunque sí llamaba mucho la atención con su pelo negro y sus ojos
oscuros, sus labios carnosos y sus pómulos prominentes, que la hacían parecer
francesa, aunque era británica hasta la médula.
Nigel se parecía a ella, con sus ojos de color café. Yo, sin embargo, era
distinto: tenía el pelo rubio, que con el tiempo se volvió castaño; unos labios finos,
de expresión más bien desconfiada; los ojos de un curioso color azul grisáceo, tan
grandes que casi se comían mi cara…
¿Habríamos sido idénticos, Mal y y o? ¿Habría tenido mis ojos azules? ¿O
tengo y o los suy os, además de los míos, mirando siempre hacia dentro?
Las lenguas orientales, o al menos eso es lo que decía el doctor Peacock, no
distinguen entre el azul y el verde. En cambio, tienen una palabra compuesta
para referirse a ambos colores y que se traduce como el color del cielo o el color
de las hojas. Para mí tiene cierto sentido. Desde mi más tierna infancia, siempre
he pensado que el azul era básicamente el color de Ben, el marrón el color de
Brendan y el negro el color de Nigel, sin pararme nunca a pensar si el resto de la
gente percibiría las cosas de una forma distinta.
El doctor Peacock lo cambió todo. Me enseñó una nueva manera de ver las
cosas. Con sus mapas, sus grabaciones, sus libros y sus cajas de mariposas, me
enseñó a ensanchar mi mundo, a confiar en mi percepción. Siempre le estuve
agradecido por ello, incluso cuando nos defraudó. Nos defraudó a todos: a mí, a
mis hermanos, a Emily. A pesar de su bondad, al doctor Peacock le dio igual.
Cuando se hartó de nosotros, simplemente nos devolvió al lugar de donde
habíamos salido. Albertine lo entiende, a pesar de que jamás hace ninguna
referencia a esa época; en realidad, finge ser otra persona…
Aun así, puede que algunos acontecimientos recientes hay an cambiado todo
eso. Ha llegado el momento de ocuparse de Albertine. Aunque ella tal vez aún no
lo sepa, puedo leer todas sus entradas. A mí no hay restricción que se me resista;
me da igual que se trate de algo público o privado. Evidentemente, ella no está al
corriente de ello. Oculta en su capullo, no tiene ni idea de hasta qué punto la he
vigilado de cerca. Tiene un aspecto tan inocente con su abrigo rojo y su cestita…
Pero, como descubrió mi hermano Nigel, a veces los chicos malos no visten de
negro. Y, a veces, una niña perdida en medio del bosque es algo más que una
presa para el lobo feroz…
Segunda parte
Negro
1
Nací aquí, en Malbry, en las afueras de esta vulgar ciudad norteña. Aquí estoy a
salvo. Nadie repara en mí. Nadie cuestiona mi derecho a estar aquí. Ya no hay
nadie que toque el piano o que ponga los discos que dejó papá o la terrible
Sinfonía fantástica de Berlioz, que aún me persigue. Nadie habla de Emily White,
del escándalo y la tragedia. Bueno, casi nadie. Y eso fue hace tanto tiempo —en
realidad, hace más de veinte años— que si piensan en ello es simplemente por
casualidad. Una casualidad como la que me llevó a mudarme a esta casa —la
casa de Emily — o la de que, efectivamente, de todos los hombres de Malbry
tenía que ser el hijo de Gloria Winter quien se hiciera un lugar en mi corazón.
Le conocí un sábado por la noche en el Zebra, casi sin querer. Hasta ese
momento me había sentido casi feliz, y los obreros habían dejado de trabajar y a
en la casa, en la que había tenido que hacer unas reformas. Hacía tres años que
papá había muerto y y o había recuperado mi antiguo nombre. Tenía mi
ordenador y mis amigos virtuales. Fui al Zebra en busca de compañía. Si alguna
vez me sentía sola, el piano seguía estando allí, en el cuarto de atrás, desafinado
aunque desgarradoramente familiar, como el olor del tabaco de papá, que me
asaltaba al cruzar una calle, como el beso de los labios de un desconocido…
Y entonces apareció Nigel Winter. Nigel, como una fuerza de la naturaleza
que se desata y lo desbarata todo. Nigel, que iba en busca de líos pero acabó
encontrándome a mí.
En el Zebra raramente suele haber alboroto. Incluso los sábados, cuando se
dejan caer en él los moteros o los góticos que van a algún concierto a Sheffield o
Leeds, casi siempre hay un buen ambiente, y el hecho de que el local cierre
pronto significa que normalmente todo el mundo está sobrio.
Pero ese día fue una excepción. A las diez, un grupo de mujeres —habían
venido de fuera de la ciudad para celebrar una despedida de soltera— aún no se
habían terminado lo que habían pedido. Tras unas cuantas botellas de
chardonnay, la conversación había subido de tono. Yo fingí no oírlas y traté de
hacerme invisible. Sin embargo, podía sentir sus ojos fijos en mí, su morbosa
curiosidad.
—¿Tú eres ésa, verdad? —Lo preguntó una voz de mujer, en un tono algo
más fuerte de lo normal, proclamando en un susurro ebrio lo que nadie más se
atrevía a decir—. Tú eres ésa… como se llame —añadió, tendiendo una mano y
tocándome el brazo.
—Lo siento. No sé a qué te refieres.
—Eres tú, sí. Te he visto. Tienes una página en Wikipedia y todo eso.
—No deberías creer todo lo que lees en la Red. La may oría de las cosas no
son más que una sarta de mentiras.
Pero ella continuó, obstinada.
—Fui a ver esos cuadros. Recuerdo que me llevó mi madre. Incluso llegué a
tener un póster. ¿Cómo se llamaba? Era un nombre francés. Había muchos
colores. Debió de ser terrible. Pobre niña. ¿Cuántos años tenías? ¿Diez? ¿Doce? Te
lo digo en serio: si un hijo de puta tocara a alguno de mis hijos, lo mataría…
Siempre he sido propensa a los ataques de pánico. Me dan cuando menos me
lo espero; incluso ahora, después de todos estos años. Ése fue el primero que sufrí
en muchos meses, y me pilló totalmente desprevenida. De pronto, apenas podía
respirar; la música me asfixiaba, aunque en realidad no sonaba música alguna…
Moví el brazo para deshacerme de la mano de la mujer y empecé a
sacudirlo en el aire. Por un momento volví a ser una niña…, una niña pequeña
perdida entre unos árboles. Extendí el brazo para alcanzar la pared, pero sólo
pude tocar el aire; a mi alrededor, la gente se daba codazos y se reía. El grupo de
mujeres se disponía a marcharse. Traté de agarrarme a algo. Oí que pedían la
cuenta y que alguien preguntaba: ¿Quién ha tomado pescado? Sus carcajadas
resonaban en torno a mí.
¡Respira, cariño, respira!, pensé.
—¿Te encuentras bien? —preguntó una voz de hombre.
—Lo siento. Lo que ocurre es que no me gustan las multitudes.
Él se echó a reír.
—Entonces te has equivocado de bar, cielo.
Cielo. Aquella palabra tenía fuerza.
Al principio, la gente intentó advertirme. Nigel tenía un pasado como
delincuente, decían; sin embargo, después de todo, mi propio pasado apenas
aguantaría un examen, y estar con él era tan agradable —estar, por fin, con
alguien real— que hice caso omiso de las advertencias y me lancé de cabeza.
Eres encantadora, me dijo más tarde. Encantadora…, y pareces tan
indefensa. ¡Oh, Nigel!
Aquella noche fuimos en coche hasta los páramos y me lo contó todo sobre
él, sobre el tiempo que había pasado en la cárcel y el error de juventud que le
había llevado hasta allí. Permanecimos tumbados durante horas en la hierba,
bajo el abrumador silencio de las estrellas, y él intentó hacerme comprender
todos esos puntitos de luz esparcidos por el cielo…
Allí, pensé. Ahora siento ganas de llorar. Aunque no tanto por Nigel como por
mí y por aquella noche estrellada. Incluso en el funeral de mi amante, mis ojos
no se humedecieron. Y entonces sentí una mano en mi brazo y una voz
masculina dijo:
—Disculpa, ¿estás bien?
Soy muy sensible a las voces. Todas son únicas, como si fueran un
instrumento, con su algoritmo propio. Su voz es atractiva: tranquila, precisa, con
cierto énfasis en algunas sílabas, como alguien que alguna vez hubiese
tartamudeado. No se parece en nada a la voz de Nigel, y, aun así, podría decirse
que es la de un hermano suy o.
—Estoy bien, gracias —dije.
—Bien —repitió él, pensativamente—. Una palabra útil, ¿verdad? En este
caso significa: No quiero hablar contigo. Por favor, vete y déjame en paz.
Su tono no es malicioso. Es sólo divertido, incluso puede que un poco
compasivo.
—Lo siento —dije.
—No, soy y o quien lo siente. Te pido disculpas. Odio los funerales: la
hipocresía; los tópicos; la comida que nunca comerías en otro lugar: el ritual de
los canapés de paté de pescado, las minitartas de mermelada y los rollos de
salchicha… —Tras guardar silencio, continuó—: Lo siento. Ahora estoy siendo
grosero. ¿Quieres que te traiga algo de comer?
Solté una débil carcajada.
—Haces que suene muy seductor, pero paso.
—Muy inteligente.
Puedo oír su sonrisa. Su encanto me sorprende, incluso ahora, después de
tanto tiempo, y me hace sentir un poco mareada el hecho de que en el funeral de
mi amante hay a hablado —reído— con otro hombre, un hombre al que encontré
casi atractivo…
—Debo decir que me siento aliviado —dijo—. Pensé que me culparías.
—¿Culparte del accidente de Nigel? ¿Por qué?
—Bueno, puede que por mi carta —repuso.
—¿Tu carta?
Una vez más, le oigo sonreír.
—La carta que abrió el día que murió. ¿Por qué crees que conducía de forma
tan imprudente? Yo creo que iba a verme para hacerme una de sus…
advertencias.
Me encogí de hombros.
—¿No eras tú el perspicaz? La muerte de Nigel fue un accidente…
—En lo que a nuestra familia respecta, no existen los accidentes.
Al escuchar aquello me levanté de golpe, demasiado deprisa, y la silla se
cay ó, estrellándose contra el suelo de madera.
—¿Qué demonios significa eso? —pregunté.
Habló con voz tranquila; aún sonaba ligeramente divertida.
—Digamos que tenemos el porcentaje de mala suerte que nos corresponde.
¿Qué querías? ¿Una confesión?
—Tratándose de ti no me extrañaría —dije.
—Vay a, gracias. Eso me coloca en mi sitio.
En aquel momento me sentí extrañamente mareada. Quizás fue el calor, o el
ruido, o el simple hecho de estar tan cerca de él, lo bastante como para coger su
mano.
—Tú lo odiabas. Querías verlo muerto.
Mi voz sonó lastimera, como la de un niño.
Él hizo una pausa.
—Pensaba que me conocías —contestó—. ¿Realmente me crees capaz?
Y entonces pensé que casi podía oír las primeras notas de la Sinfonía
fantástica de Berlioz, con el sonido de las flautas y la sutil caricia de las cuerdas.
Algo horrible estaba a punto de ocurrir. De pronto parecía que faltara el oxígeno
en el aire que estaba respirando. Extendí una mano para sostenerme, no alcancé
a agarrar la parte trasera de la silla y di un paso al frente. Sentía pinchazos en la
garganta y mi cabeza parecía un bombo. Alargué los brazos, pero sólo fui capaz
de tocar el aire.
—¿Te encuentras bien?
Parecía preocupado.
Intenté agarrarme de nuevo a la silla —necesitaba sentarme
desesperadamente—, pero había perdido el sentido de la orientación en aquel
lugar, que de repente parecía una caverna.
—Intenta relajarte. Siéntate. Respira.
Sentí que me rodeaba con el brazo, guiándome delicadamente hacia la silla, y
pensé una vez más en Nigel y en la voz de papá, un poco desafinada, que me
decía:
Vamos, Emily. Respira. ¡Respira!
—¿Quieres que te lleve afuera? —preguntó él.
—No, no es nada. Estoy bien. Sólo es el ruido.
—Mientras no sea algo que y o hay a dicho…
—No te hagas ilusiones.
Fingí una sonrisa que me pareció como la máscara de un dentista cubriendo
mi rostro. Tenía que salir de allí. Me solté y tiré la silla al suelo. Si pudiera
respirar un poco de aire, todo iría bien. Las voces que oigo dentro de mi cabeza
se callarían. Y esa espantosa música dejaría de sonar.
—¿Estás bien?
¡Respira, cariño, respira!
Ahora la música sube otra vez de tono, en una clave más alta que es incluso
más peligrosa y más inquietante que la baja.
Luego, a través del ruido, su voz dice:
—No olvides el abrigo, Albertine.
Y en ese momento me fui corriendo, a pesar de los obstáculos. Y,
recuperando mi voz el tiempo suficiente para gritar —¡Dejadme pasar!—, salí
huy endo una vez más, como una delincuente, entre la muchedumbre, hacia el
aire silencioso.
2
De modo que me encuentra casi atractivo. Eso me conmueve más de lo que soy
capaz de expresar con palabras. Saber que ella piensa en mí de esa manera —o
que al menos lo hizo durante un momento— hace que casi todo merezca la
pena…
Cuando Nigel vino, el día que murió, y o estaba revelando unas fotografías. Mi
iPod sonaba a todo volumen, por eso no oí que llamaban a la puerta.
—¡B. B.! —La voz de mamá era imperiosa.
Odio cuando me llama así.
—¿Qué? —Tiene un oído inquietantemente bueno—. ¿Qué estás haciendo?
Llevas horas ahí dentro.
—Estoy ordenando unos negativos.
Mamá tiene varios tipos de silencios. Ése era de desaprobación: a mamá no le
gusta lo de la fotografía, lo considera una pérdida de tiempo. Además, mi cuarto
oscuro es privado; el pestillo de la puerta la mantiene alejada de él. Dice que eso
no es sano, que ningún chico debería tener secretos con su madre.
—¿Qué pasa, mamá? —dije, al final.
Su silencio estaba empezando a pesarme; por un momento se hizo más
profundo, más meditabundo. Tenía algo en la mente; algo que no era bueno para
mí.
—¿Mamá? —dije—. ¿Sigues ahí?
—Tu hermano ha venido a verte —contestó.
Bueno, estoy seguro de que y a suponéis lo que ocurrió a continuación. Me
imagino que ella pensó que me lo merecía. Después de todo, conocía algunos de
sus secretos. Las cosas no sucedieron como en mi relato, pero debemos
permitirnos alguna licencia poética, ¿no? Nigel tenía genio, y y o nunca fui de los
que devuelven el golpe.
Supongo que habría podido mentir, como he hecho a menudo, pero creo que
y a era demasiado tarde; se había puesto en marcha algo que y a no se podía
parar. Además, mi hermano era un tipo arrogante, tan seguro de sus burdas y
violentas tácticas que nunca consideró la posibilidad de que tal vez hubiera otros
medios más sutiles, aparte de la fuerza bruta, de ganar una batalla entre él y y o.
Nigel nunca fue sutil. Quizás fuera por eso por lo que le amaba Albertine.
Después de todo, él era muy distinto de ella, un tipo franco y directo, fiel como
un perro.
¿Era eso lo que pensabas, Albertine? ¿Era así como le veías? ¿Cómo un reflejo
de la inocencia perdida? ¿Qué puedo decir? Estabas equivocada. Nigel no era
inocente. Era un asesino, igual que y o, aunque estoy seguro de que nunca te lo
dijo. Después de todo, ¿qué podría haber dicho? ¿Que a pesar de su pretendida
honestidad era tan falso como nosotros dos? ¿Que aceptó el papel que le ofreciste
y lo interpretó como un profesional?
Sus hermanos nunca lo quisieron demasiado, quizás porque era muy distinto a
ellos. Quizás estaban celosos de su don y de toda la atención que éste despertaba
por él. En cualquier caso, lo odiaban… Bueno, puede que Brendan —su hermano
vestido de marrón— no, porque era demasiado obtuso para odiar realmente a
nadie, pero desde luego Nigel, su hermano vestido de negro, sí le odiaba; el año
que nació Benjamin cambió tanto su carácter y desarrolló una personalidad tan
violenta que puede que se convirtiera en otro niño.
Asistió al nacimiento de su hermano pequeño con unos violentos arrebatos de
rabia que su madre no podía comprender ni controlar. En cuanto a Brendan —un
niño tranquilo, impasible y bondadoso por naturaleza—, lo primero que dijo al
saber que tenía un hermanito fueron: ¿Por qué, mamá? ¡Devuélvelo!
No eran unas palabras demasiado halagüeñas para Benjamin, que se vio
lanzado a este mundo cruel como si fuera un hueso que se tira a una jauría de
perros y donde sólo su madre podía defenderle y evitar que fuera devorado vivo.
Sin embargo, él era su talismán de ojos azules. Fue especial desde el día que
nació. Los otros dos iban a la escuela primaria, donde se columpiaban y se
deslizaban por el tobogán, poniendo su vida en peligro; se lastimaban en el campo
de fútbol y volvían a casa todos los días con cortes y magulladuras que su madre
nunca parecía advertir. No obstante, con Ben siempre estaba inquieta. Cuando se
hacía el menor rasguño, cuando tosía un poco, ella y a se preocupaba; el día que
volvió a casa con la nariz ensangrentada (a causa de una pelea en el cajón de
arena que se salió de madre), después de haber pasado por la enfermería, lo sacó
de la escuela y se lo llevó con ella cuando iba a limpiar.
Su madre limpiaba las casas de cuatro mujeres; ahora, en su cabeza, él las
veía todas de color azul. Vivían en el Village, y las separaba una distancia que no
llegaba a un kilómetro, en las avenidas arboladas que había entre Mill Road y el
extremo de White City.
Aparte de la señora Azul Eléctrico, que moriría repentinamente unos quince o
veinte años más tarde, también estaban la señora Azul Francés, que fumaba
Gauloises y a quien le gustaba Jacques Brel; la señora Azul Químico, que tomaba
veinte clases distintas de vitaminas y limpiaba la casa antes de que llegara su
madre (y probablemente también después de que se fuera), y, finalmente, la
señora Azul Bebé, que coleccionaba muñecas de porcelana y tenía una
buhardilla: era artista, o eso decía ella. Su marido era profesor de música en St.
Oswald, el instituto que había al final de la calle, donde su madre también hacía
la limpieza, pasaba la aspiradora por las aulas a las cuatro y media de la tarde,
todos los días lectivos, y arrastraba el viejo y enorme pulidor de suelos por lo que
parecían kilómetros de parqué.
A Benjamin no le gustaba St. Oswald. Odiaba su olor a rancio, la peste del
desinfectante y del abrillantador de suelos, el sabor de sándwich seco, de ratones
muertos, de carcoma y de tiza que se metía hasta el fondo de su garganta y que
le provocaba un catarro permanente. Al cabo de un tiempo, el mero hecho de
escuchar aquel nombre —ese sonido atragantado: Os-wald— le hacía recordar
ese olor. Desde el principio, aquel lugar le provocó pavor: le daban miedo los
profesores, con sus enormes trajes negros, y también los alumnos, con sus gorras
a ray as y sus chaquetas azules con insignias.
Sin embargo, le gustaban las mujeres para las que trabajaba su madre. Al
menos de entrada.
Es tan mono, decían. ¿Por qué no sonríe? ¿Quieres una galleta, Ben?
¿Quieres jugar?
Descubrió que le gustaba que le mimaran así. Tener cuatro años permite
ejercer un gran poder sobre las mujeres de cierta edad. Y muy pronto aprendió
a explotar ese poder: vio cómo un leve quejido podía preocuparlas de verdad y
que una sonrisa podía suponer una galleta o un regalo. Todas tenían su propia
especialidad: la señora Azul Químico le daba galletas de chocolate (aunque le
obligaba a comérselas en el fregadero); la señora Azul Eléctrico le ofrecía
rosquillas de coco; la señora Azul Francés, langues de chat. Sin embargo, su
favorita era la señora Azul Bebé, cuy o verdadero nombre era Catherine White, y
sus sándwiches de mermelada, sus galletas digestivas de chocolate, sus rosquillas
heladas y sus barquillos de color rosa, que siempre parecían estar especialmente
deliciosos, tal vez porque eran muy ligeros, como los volantes de su cama con
dosel y su colección de muñecas de porcelana, con sus pálidos y a veces
siniestros rostros mirando fijamente desde sus nidos de encaje y cretona.
Sus hermanos casi nunca los acompañaban, y las raras ocasiones en que lo
hacían, los fines de semana o durante las vacaciones, no llamaban la atención. A
los nueve años, Nigel y a era un bruto: era huraño y proclive a la violencia.
Brendan, que aún seguía siendo mono, también había gozado de algunos
privilegios, pero y a empezaba a perder su encanto infantil. Además, era un niño
patoso que siempre tiraba cosas, incluido, una vez, un reloj de sol que adornaba el
jardín de la señora White: se rompió al estrellarse contra el suelo y,
evidentemente, su madre tuvo que pagarlo. Por ello, tanto él como Nigel fueron
castigados —Bren por ser el causante del destrozo, y Nigel por no haberlo
impedido—, y después de eso ninguno de los dos volvió y Benjamin se quedó con
todo el botín.
¿Qué sacaba su madre de todas esas atenciones? Bueno, tal vez pensara que
alguien, en algún lugar, se enamoraría de ella, que en una de esas enormes casas
encontraría a un benefactor para su hijo. La madre de Ben tenían ambiciones,
unas ambiciones que ellas apenas entendía. Quizás las hubiera tenido desde
siempre o quizás nacieron durante todos esos días puliendo la plata de los demás o
mirando las fotos de sus hijos, vestidos con los trajes del día de su graduación. Él
comprendió casi desde el principio que sus visitas a esas casas iban a enseñarle
algo más que cómo limpiar el polvo de una alfombra o encerar un suelo de
madera. Su madre le dejó claro desde siempre que él era especial, que era
único, que estaba destinado a hacer cosas mucho más grandes que sus dos
hermanos.
Él nunca lo puso en duda, por supuesto. Ni ella tampoco. Sin embargo, a él las
expectativas de su madre le producían la misma sensación que tener un dogal en
torno a su cuellecito. Los tres sabían lo duro que trabajaba ella y que le dolía la
espalda de estar de pie o agachada todo el día; que a menudo tenía migrañas y
que las manos se le agrietaban y le sangraban. Desde que eran muy pequeños
iban de compras con ella, y mucho antes de que fueran a la escuela eran
capaces de sumar mentalmente la lista de la compra y comprobar el poco dinero
que quedaba para sus otros gastos…
Ella nunca lo manifestó abiertamente, pero, aun así, ellos sentían esa carga
sobre sus espaldas: la carga de las expectativas de su madre, su aterradora
certeza de que su sacrificio merecería la pena. Era el precio que tenían que
pagar y que, por mucho que nunca se expresara en voz alta, estaba implícito; una
deuda que nunca podría saldarse por completo.
Sin embargo, Ben siempre era el favorito. Todo cuanto hacía fortalecía las
esperanzas de su madre. A diferencia de Bren, era bueno practicando deportes, lo
cual le hacía ser competitivo. A diferencia de Nigel, le gustaba leer, fomentando
la creencia en su madre de que tenía talento. También sabía dibujar, y eso le
encantaba a la señora White, que no tenía expectativas y siempre había querido
tener un hijo. Por eso le mimaba y le daba golosinas; era una mujer guapa, rubia
y bohemia que le llamaba cielo, una mujer a la que le gustaba bailar y que a
veces se reía y gritaba sin motivo aparente. En secreto, los tres hermanos
deseaban que hubiera sido su madre…
La casa de la señora White era una maravilla. En el salón había un piano y,
encima de la puerta, un cristal de colores que los días soleados proy ectaba
reflejos rojos y dorados en el suelo pulido. Cuando su madre estaba trabajando,
la señora White se llevaba a Ben a su estudio, con sus lienzos amontonados y sus
rollos de papel de dibujo; le enseñaba a dibujar perros y caballos y le mostraba
las paletas y los tubos de pintura y a leer en voz alta los nombres de los colores,
como si fueran conjuros.
Viridiana. Celadón. Cromo. En ocasiones tenían nombres franceses, españoles
o italianos, y eso los hacía incluso más mágicos. Violetto. Escarlata. Pardo de
turba. Outremer.
—Éste es el lenguaje del arte, cielo —decía a veces la señora White.
Pintaba enormes lienzos con suaves tonos rosados y púrpuras siniestros, y
luego superponía fotos recortadas de revistas —la may oría cabezas de niñas—
que pegaba a la tela con barniz y adornaba con cintas de encaje.
A Benjamin no le gustaban demasiado, y aun así fue gracias a la señora
White como aprendió a distinguir los colores; a entender que su propio color tenía
un montón de matices; a diferenciar entre el azul zafiro y el ultramarino, a
apreciar sus texturas y captar sus olores.
—Éste es chocolate —decía él, señalando un tubo de pintura escarlata que
tenía unas fresas dibujadas en uno de los lados.
Escarlata, rezaba la etiqueta, y su olor era muy intenso, sobre todo si se ponía
bajo la luz del sol; sentía que la felicidad invadía su cabeza y veía motas que
resplandecían y flotaban como si fueran bolitas de chocolate alejándose por el
aire.
—¿Cómo es posible que el chocolate sea rojo?
Por aquel entonces estaba a punto de cumplir siete años, y aun así era incapaz
de explicárselo. Ella le decía que simplemente era así, de la misma forma que
Nut Brown (avellana) era una sopa de tomate, y eso le ponía nervioso, y que el
verde veronese era regaliz, y el amarillo naranja era el olor de la col hervida, que
siempre le revolvía el estómago. A veces bastaba con escuchar los nombres,
como si los sonidos tuviesen alguna clase de alquimia, provocando en las volátiles
palabras una explosión de júbilo llena de olores y colores.
Al principio él dio por sentado que todo el mundo poseía ese talento, pero
cuando se lo mencionó a sus hermanos, Nigel le pegó y le dijo que era un friqui;
Brendan, por su parte, le miró confundido y le preguntó: ¿Eres capaz de oler las
palabras, Ben? Después de eso, a menudo sonreía y arrugaba la nariz cada vez
que veía a Ben, como si él también pudiera captar las cosas de la misma forma
que su hermano, imitando lo que solía hacer, aunque sin burlarse de él. En
realidad, el pobre Brendan envidiaba a Ben; el torpe, rechoncho y asustadizo
Bren, siempre rezagado, siempre metiendo la pata.
El don de Ben carecía de sentido para su madre, aunque sí lo tenía para la
señora White, que lo sabía todo acerca del lenguaje de los colores y a la que le
gustaban las velas aromáticas —unas muy caras, francesas—, que según su
madre era como quemar dinero, aunque olían de maravilla: a violetas, a salvia, a
pachuli, a cedro y a rosas.
La señora White conocía a alguien —en realidad era un amigo de su marido
— que entendía de estas cosas, y le explicó a la madre de Ben que puede que su
hijo fuera especial, que era lo que ella había creído siempre, aunque él lo
dudaba. La señora White prometió que les pondría en contacto con ese hombre,
el doctor Peacock, que vivía en una de esas mansiones antiguas que había detrás
de los terrenos de juego de St. Oswald, en la calle a la que su madre siempre se
había referido como la avenida de los millonarios.
El doctor Peacock tenía sesenta y un años, había sido director de St. Oswald y
había publicado varios libros. A veces se le veía en el Village: un hombre con
barba, vestido con una chaqueta de tweed y sombrero, que paseaba a su perro.
Era bastante excéntrico, según dijo la señora White con una compungida sonrisa,
y gracias a algunas inteligentes inversiones tenía más dinero que sentido
común…
Evidentemente, su madre no lo dudó. Ella, que prácticamente no tenía oído,
nunca había prestado demasiada atención a la forma en que su hijo percibía los
sonidos y las palabras, lo cual, cuando fue consciente de ello, atribuy ó al hecho
de que era sensible…, su explicación para la may oría de las cosas. Sin embargo,
la idea de que tal vez tuviera un don venció rápidamente su escepticismo.
Además, ella necesitaba un benefactor, un mecenas para su chico de ojos azules,
que y a empezaba a tener problemas en la escuela y necesitaba una influencia
paternal.
El doctor Peacock —que no tenía hijos, estaba retirado y, lo más importante
de todo, era rico— debió parecerle un sueño hecho realidad. De modo que fue en
busca de su ay uda y organizó una serie de encuentros que fueron como una
especie de filtros colocados frente al objetivo de una cámara que colorearon los
siguientes treinta y tantos años con sombras cada vez más profundas.
Por supuesto, ella no podía saberlo. Bueno, ¿cómo podía saber alguno de ellos
lo que saldría de aquellos encuentros? ¿Y quién podía imaginarse que todo
acabaría así, con dos de los hijos de Gloria muertos y chicodeojosazules
indefenso y atrapado, como esos bichos de la play a que acaban, olvidados, bajo
el sol?
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Esto es muy bueno, chicodeojosazules. Me encanta tu forma de
emplear las imágenes. Veo que recurres a las anécdotas personales más de
lo que acostumbras a hacerlo. ¡Buena idea! ¡Espero seguir ley endo!
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Gracias…
4
Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: Tío, creo que estás perdiendo el tiempo. Sólo dos relatos en
todos estos días y todavía no has matado a nadie J
chicodeojosazules: Dame tiempo. Estoy en ello…
ClairDeLune: Muy bueno, chicodeojosazules. ¡Demuestras francamente mucha
valentía al escribir estos recuerdos tan dolorosos! ¿Lo hablamos más a fondo
en nuestra próxima sesión?
chrysalisbaby: bravo me ha encantado (abrazos)
5
Desde su punto de vista, el doctor Peacock estaba tan impresionado con el talento
de Ben que prometió ocuparse personalmente de la educación del muchacho —
mientras se comportara en la escuela— y prepararlo para el examen de ingreso
de St. Oswald, a cambio de lo que él llamaba unas pruebas y a condición de que
todo lo que ocurriera durante sus sesiones pudiera incluirlo en el libro que estaba
escribiendo, la culminación de un estudio al que había dedicado toda su vida y
para el cual había entrevistado a muchos sujetos, aunque a ninguno tan joven y
prometedor como el pequeño Benjamin Winter.
Su madre estaba encantada, por supuesto. St. Oswald era la culminación de
todas sus esperanzas y de sus calladas ambiciones, de todos los sueños que
siempre había tenido. El examen de ingreso sería dentro de tres años, pero ella
hablaba como si se tratara de algo inminente; prometió ahorrar hasta el último
penique, mimó a Ben más de lo que nunca lo había hecho y le dejó muy claro
que iba a tener una oportunidad increíble, una oportunidad que le debía a ella…
Él estaba menos entusiasmado. St. Oswald seguía sin gustarle. A pesar de la
chaqueta azul marino y la corbata (que le quedarían perfectas, según su madre),
había visto y a lo suficiente como para ser consciente de que allí no encajaba: no
encajaba su cara, no encajaba su pelo, no encajaba su casa, no encajaba su
nombre…
Los chicos que iban al St. Oswald no se llamaban Ben. Los chicos que iban al
St. Oswald se llamaban Leon, Jasper, Rufus o Sebastian. Un chico del St. Oswald
podía pasar desapercibido incluso con un nombre como Orlando y conseguir que
sonara a menta. Incluso Rupert suena más o menos bien cuando se pega a una
chaqueta azul marino de St. Oswald. Sin embargo, él sabía que Ben sería un azul
equivocado que olería a la casa de su madre, a grandes cantidades de
desinfectante, a poco espacio y a demasiada comida frita, que no olería lo
suficiente a libros y sí al fuerte e inevitable hedor de sus hermanos.
No obstante, el doctor Peacock dijo que no había por qué preocuparse. Tres
años eran mucho tiempo. Mucho tiempo para que él pudiera preparar a Ben y
convertirlo en un chico de St. Oswald. Ben tenía potencial, según decía…, una
palabra roja, como una goma elástica muy tensa, lista para salir volando hacia la
cara de alguien…
Así pues, él accedió. ¿Qué otra elección le quedaba? Él era, después de todo,
la may or esperanza de su madre. Además, quería complacerlos a ambos —
sobre todo al doctor Peacock—, y si eso significaba St. Oswald, entonces estaba
dispuesto a aceptar el desafío.
Nigel iba al Sunny bank Park, el enorme instituto que había al final de White
City. Lo formaban una serie de bloques de cemento, con una alambrada de
pinchos en el tejado que le daba el aspecto de una cárcel. Olía como un zoo,
aunque a Nigel no parecía importarle. Brendan, que tenía nueve años y también
estaba condenado a ir al Sunny bank Park, no daba muestras de tener ninguna
habilidad fuera de lo normal. El doctor Peacock les había hecho pruebas a
ambos, y ninguno de ellos pareció interesarle demasiado. A Nigel lo descartó de
inmediato y a Brendan al cabo de tres o cuatro semanas porque no estaba
dispuesto a colaborar.
Nigel tenía doce años y era agresivo y temperamental. Le gustaba el rock
duro y las películas con explosiones. En el instituto, nadie se metía con él.
Brendan era su sombra, un niño blando y sin carácter que sólo conseguía
sobrevivir gracias a la protección de Nigel, como esas criaturas simbióticas que
viven entre tiburones y cocodrilos, a salvo de los depredadores gracias a que no
les sirven de nada a sus anfitriones. Mientras que Nigel era bastante inteligente
(aunque nunca se molestó en hacer nada), Bren era un completo inútil: era
negado para los deportes, en las clases no se enteraba de nada, era perezoso y le
costaba expresarse; según su madre, un perfecto candidato para la cola del paro
o, en el mejor de los casos, para trabajar en una hamburguesería…
Sin embargo, Ben estaba destinado a cosas más importantes. Cada dos
sábados, mientras Nigel y Brendan montaban en bicicleta o jugaban con sus
amigos en la calle, él iba a casa del doctor Peacock —la casa que él llamaba la
mansión— y por las mañanas se sentaba en el enorme sillón de su despacho,
tapizado en cuero de color verde botella, y leía libros de tapa dura y aprendía
geografía observando un globo terráqueo de colores que tenía los nombres
escritos en letra muy pequeña —Iroquois, Rangún, Azerbaijyán—, nombres
arcanos, obsoletos, mágicos como los cuadros de la señora White, que olían
remotamente a ginebra y a mar, a pimienta molida y a especias acres, como el
fresco sabor de una libertad que él ansiaba experimentar. Si hacía girar muy
deprisa el globo, los océanos y los continentes se perseguían a tanta velocidad que
al final todos los colores se fundían en uno solo, en un único y perfecto tono azul:
azul océano, azul celeste, azul Benjamin…
Por las tardes hacían otras cosas: miraban fotografías y escuchaban sonidos,
lo cual formaba parte de la investigación del doctor Peacock; Ben no lo entendía,
aunque se sometía obedientemente a ello.
Había libros con letras y números dispuestos según modelos que él debía
identificar y una biblioteca con grabaciones de sonidos. Había preguntas como:
¿De qué color son los miércoles? o ¿Qué número es el verde?… y formas con
intrigantes nombres inventados, pero él nunca daba respuestas erróneas, lo cual
significaba que el doctor Peacock estaba satisfecho y que su madre siempre se
sentía orgullosa de él.
A él le gustaba ir a esa casa enorme y antigua, con su biblioteca, su estudio y
su archivo de cosas olvidadas: discos; cámaras, fajos de fotografías amarillentas
de bodas, familias y niños vestidos de marinero que habían fallecido hacía
mucho tiempo, con sonrisas forzadas de mira el pajarito. Él tenía dudas con
respecto a St. Oswald, pero era agradable estudiar con el doctor Peacock, que le
llamaran Benjamin y escucharlo hablar de sus viajes, su música, sus estudios y
sus rosas.
Lo más importante era que allí era alguien. Allí era especial: un sujeto, un
caso. El doctor Peacock le escuchaba. Apuntaba sus reacciones frente a diversas
clases de estímulos y luego le preguntaba qué había sentido exactamente. A
menudo grababa sus respuestas con su pequeño dictáfono, refiriéndose a Ben
como Chico X para proteger su anonimato.
Chico x. Eso le gustaba. En cierto modo hacía que sonara importante, un
chico con poderes especiales…, con talento. En realidad, no es que fuera
particularmente talentoso. En la escuela era un alumno medio que nunca
destacaba demasiado. En cuanto a sus dones sensoriales, que era como los
llamaba el doctor Peacock —esos sonidos que se traducían en olores y colores—,
si pensaba detenidamente en ello era algo que siempre había creído que todo el
mundo experimentaba como lo hacía él, y aun cuando el doctor le aseguraba que
se trataba de una aberración, seguía pensando que él era normal y que los raros
eran los demás.
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me gusta el camino que está tomando esto. ¿Es parte de algo más
extenso?
chrysalisbaby: ¿va en serio eso de los colores? ¿has tenido que investigar mucho?
chicodeojosazules: No tanto como te imaginas J Me alegra que te hay a gustado,
Chry ssie!
chrysalisbaby: de nada cielo (abrazos)
JennyTrucos: (comentario borrado).
6
Cuando murió papá lloré a mares. Las películas malas me hacen llorar. Las
canciones tristes me hacen llorar. Los perros muertos, los anuncios de la
televisión, los días lluviosos y los lunes me hacen llorar. Entonces…, ¿por qué no
he derramado ni una sola lágrima por Nigel? Sé que el Réquiem de Mozart o el
Adagio de Albinoni ay udan a llorar, pero eso no es dolor, sino exceso, ese que
tanto le gusta a Gloria Winter.
Hay gente a la que le encanta dar el espectáculo en público. El funeral de
Emily fue un buen ejemplo de ello. Había montones de flores y de ositos de
peluche; la gente lloraba abiertamente, en la calle. Lloraba la nación entera…,
pero no por una niña. Quizás lo hacía por la pérdida de la inocencia, por lo
apestoso de todo el asunto, por su propia avaricia, que al final se la había tragado
entera. El fenómeno Emily White, que a lo largo de los años había provocado
tanto alboroto, terminó con un gemido: una pequeña lápida en el cementerio de
Malbry y un vitral en la iglesia, costeado por el doctor Peacock, lo que causó la
indignación de Maureen Pike y sus amigas, a quienes les pareció inapropiado que
aquel hombre tuviera cualquier vínculo con la iglesia, con el Village y con Emily.
Ahora nadie habla de ello. La gente tiende a dejarme en paz. En Malbry soy
invisible y disfruto de mi falta de notoriedad. Gloria dice que soy sosa; la oí en
una ocasión por teléfono, cuando ella y Nigel hablaban.
No entiendo que aún estés con ella, decía. Es sosa e insignificante. Sé que debe
darte lástima, pero…
Mamá, ¡no me da lástima!
Pues claro que sí. Vaya tontería…
Mamá, una palabra más y cuelgo.
Sientes lástima por ella porque es…
Clic.
Una día la oí en el Zebra: Sabe Dios qué verá en ella. Le da pena, eso es todo.
Resulta increíble que alguien como y o pudiera atraer a un hombre por algo
más que la compasión. Porque Nigel era guapo, y y o, en cierto modo, estaba
estropeada. Tenía un pasado; era peligrosa. Nigel era un hombre sincero…, me lo
contó todo sobre él aquella noche, mientras estábamos tumbados contemplando
las estrellas. Sin embargo, algo que no me contó —fue Eleanor Vine quien lo dijo
— fue que siempre vestía de negro: un interminable desfile de vaqueros negros,
chaquetas negras, camisetas negras y botas negras. Es más fácil de lavar, dijo,
cuando al final le pregunté. Puedes mezclarlo todo.
¿Pronunciaría mi nombre al final? ¿Supo que había que culparme a mí? ¿O él
sólo vio una imagen borrosa, un viraje brusco hacia la nada? Todo empezó de un
modo inofensivo. Éramos unos críos. Éramos inocentes. Incluso él lo era, a su
manera…, chicodeojosazules, el que me persigue en sueños.
Después de todo, puede que fuera la culpa lo que ay er me provocó el ataque
de pánico. Culpa, fatiga y nervios, eso fue todo. Emily White se fue hace mucho
tiempo. Murió a los nueve años, y nadie la recuerda y a, ni papá, ni Nigel, ni
nadie.
Y y o, ¿quién soy ahora? No soy Emily White. No seré, no soy Emily White.
Y tampoco puedo volver a ser y o misma otra vez, no ahora que papá y Nigel
están muertos. Quizás tan sólo pueda ser Albertine, el nombre que me he
asignado a mí misma on-line. Albertine tiene algo de dulzura. Es dulce y más
bien nostálgico, como el nombre de la heroína de Proust. No sé muy bien por qué
lo escogí. Quizás fuera por chicodeojosazules, que sigue oculto en el fondo de
todo esto, y a quien he tratado de olvidar desde hace mucho tiempo…
No obstante, una parte de mí debe haber recordado. Alguna parte de mí debía
saber que esto ocurriría. Porque entre todas las plantas y flores de mi jardín —
alhelíes, tomillo, clavo, geranios, bálsamo de melisa y espliego— nunca he
plantado ninguna rosa.
7
Benjamin tenía siete años cuando nació Emily White. Era una época de cambios,
de incertidumbre, de gravedad, de silenciosas premoniciones. Al principio, él no
estaba seguro de lo que significaba, pero desde aquel día en el mercado había
sido consciente de que las cosas habían empezado a cambiar gradualmente. La
gente y a no se quedaba mirándolo. Las mujeres y a no lo mimaban con
golosinas. Nadie se asombraba por lo mucho que había crecido. Parecía haber
dado un paso y haber desaparecido de la línea de visión de la gente.
Su madre, que estaba más ocupada que nunca limpiando casas y con sus
turnos en St. Oswald, normalmente solía estar demasiado cansada para hablar
con sus hijos, salvo para decirles que se lavaran los dientes y estudiaran mucho.
Las mujeres para las que trabajaba, que en otros tiempos habían sido tan atentas
con Ben, revoloteando a su alrededor como lo hacían las gallinas en torno al
único gallo del corral, parecían haber desaparecido de su vida, dejándole
vagamente con la duda de si sería por algo que hubiera hecho o preguntándose si
era una simple coincidencia que a nadie —excepto al doctor Peacock— parecía
importarle y a.
Pero al fin lo comprendió. Sólo había sido una distracción, nada más. Es
difícil hablar con la persona que limpia la parte de atrás del frigorífico, friega la
taza del váter, saca el polvo a los objetos delicados y el fin de semana se va a su
casa con un dinero en el bolsillo con el que a duras penas puede comprar un par
de esas medias tan caras. Las mujeres para las que trabajaba su madre lo sabían.
Todas leían el Guardian y hasta cierto punto creían en la igualdad; por eso puede
que se sintieran un poco incómodas por tener que contratar a una asistenta…
Aunque eso era algo que nunca reconocerían; después de todo, estaban ay udando
a esa mujer. A su modo, lo compensaban siendo atentas con su hijo, como si
estuvieran visitando una granja y soltaran ohs y ahs al ver a un corderito… que
más adelante se volverían a encontrar, perfectamente envuelto, en las estanterías
de un supermercado en forma de chuletas (orgánicas). Durante tres años había
sido un principito malcriado, mimado y adorado, y entonces…
Y entonces llegó Emily.
Suena muy inocente, ¿verdad? Un nombre muy dulce y pasado de moda,
cubierto de almendras garrapiñadas y agua de rosas. Y aun así ella fue el
principio de todo: el eje en torno al que giraron sus vidas; la veleta que se mueve,
pasando del sol a la tormenta con un solo giro de la cola del gallo. Al principio
apenas fue un rumor, aunque ese rumor creció y ganó en intensidad hasta que al
final se convirtió en una fuerza devastadora que aplastó a todo el mundo con el
fenómeno Emily White.
Su madre les contó que él se echó a llorar cuando se enteró. Que lo sintió
mucho por el pobre bebé y también por la señora White, que había deseado un
hijo más que nada en el mundo y que ahora que por fin había visto cumplido su
deseo, había sido víctima de una depresión postparto y se negaba a salir de su
casa, a amamantar a su bebé e incluso a limpiarlo, y todo porque era ciego…
Aun así, eran cosas de su madre, que exageró la sensibilidad de Benjamin,
porque él nunca derramó ni una sola lágrima. Brendan sí lloraba, porque ése era
su estilo. Sin embargo, a Ben ni siquiera le afectó; sólo sentía cierta curiosidad y
se preguntaba qué haría la señora White. Había oído decir a su madre y a sus
amigas que a veces las madres hacían daño a sus bebés cuando sufrían una
depresión postparto. Se preguntaba si el bebé estaría a salvo, si los Servicios
Sociales se lo llevarían y, en el caso de que lo hicieran, si la señora White querría
recuperarlo…
Aunque no necesitaba a la señora White, había cambiado mucho desde
aquella época. Su cabello rubio se había oscurecido y ahora era castaño, y su
rostro infantil se había hecho anguloso. Incluso entonces era consciente de que
había perdido el encanto de otros tiempos; estaba resentido con toda la gente que
no había sido capaz de advertirle que lo que a los cuatro años se daba por sentado
le sería cruelmente arrebatado a los siete. Le habían dicho muy a menudo que
era adorable, que era bueno… y ahora ahí estaba, abandonado, igual que esas
muñecas que ella había tirado cuando su muñeca viviente había entrado en
escena…
Sus hermanos no demostraron demasiada compasión por su repentina pérdida
de encanto. Era evidente que Nigel se alegraba mucho de ello y Bren se
mostraba tan impasible como de costumbre Puede que al principio ni siquiera se
hubiese dado cuenta; estaba demasiado ocupado siguiendo a Nigel e imitándole
servilmente. Ni siquiera comprendió que no era una cuestión de llamar la
atención, la de mamá o la de cualquiera. Las circunstancias que rodearon el
nacimiento de Emily le habían enseñado que no hay nadie irremplazable, que
incluso alguien como Ben Winter podía ser despojado inesperadamente de su
encanto. Ahora, sólo sus peculiaridades sensoriales le distinguían del resto del
clan… e incluso eso iba a cambiar.
Cuando por fin pudieron verla, Emily y a tenía nueve meses. Era un
esponjoso pimpollo de color rosa que su madre sostenía firmemente entre sus
brazos. Estaban los tres en el mercado, ay udando a su madre con la compra. El
primero en verlas fue chicodeojosazules: la señora White llevaba un abrigo largo
de color púrpura —violetto, su color favorito— que supuestamente debía darle un
aire bohemio, aunque en realidad la hacía parecer excesivamente pálida, y se
había puesto un perfume de pachuli que le provocó escozor en los ojos y
neutralizó el olor a fruta.
Vio que la acompañaba otra mujer que tendría la edad de su madre. Llevaba
unos vaqueros lavados a la piedra y un chaleco; su pelo era largo y reseco, muy
claro, y lucía varias pulseras de plata en los brazos. La señora White extendió el
brazo para coger unas fresas y entonces, al ver a Benjamin, lanzó un gritito de
sorpresa.
—¡Cariño, cómo has crecido! —exclamó—. ¿De verdad ha pasado tanto
tiempo? —Y, volviéndose hacia la mujer que estaba a su lado, añadió—:
Feather [6] , éste es Benjamin. Y ésta es su madre, Gloria.
No hizo ninguna referencia a Nigel ni a Brendan, aunque eso era previsible.
—Tiene un be…, bebé… —dijo chicodeojosazules.
—Sí. Se llama Emily.
—E-mi-ly —repitió él—. ¿Pu…, puedo cogerla? Tendré cuidado.
Feather le dedicó una tímida sonrisa a la señora White.
—No, un bebé no es un juguete. Y tú no querrás hacerle daño a Emily …
¿Querría?, se preguntó chicodeojosazules. Él no parecía estar tan seguro
como ella. Además, ¿para qué servía un bebé? No sabía andar ni hablar; todo
cuanto hacía era comer, dormir o llorar. Incluso un gato era capaz de hacer más
cosas. No entendía por qué un bebé era algo tan importante. Seguro que él lo era
más.
Algo le escoció de nuevo los ojos y decidió que sería culpa del pachuli.
Arrancó una hoja de col y la estrujó con la mano sin que nadie le viera.
—Emily es… un bebé especial.
Sonaba como una disculpa.
—El doctor dice que yo soy especial —repuso Ben. Sonrió al ver la expresión
de sorpresa de Feather—. Está escribiendo un libro sobre mí. Dice que soy
extraordinario.
El vocabulario de Ben había mejorado mucho gracias a las clases del doctor
Peacock y pronunció la palabra con intención.
—¿Un libro? —preguntó Feather.
—Sí, para su investigación.
Al oír eso, las dos mujeres parecieron sorprenderse y se dieron la vuelta para
observar a Benjamin de una forma no exactamente halagadora. Él se contuvo y
le pareció que finalmente había conseguido atraer su atención. Ahora, la señora
White sí le miraba fijamente, aunque con una expresión pensativa y desconfiada
que hizo sentir incómodo a chicodeojosazules.
—Entonces…, ¿los ha estado… ay udando? —preguntó ella.
Su madre parecía cortada.
—Un poco —contestó.
—¿Ay udando económicamente?
—Forma parte de su investigación —repuso su madre.
Chicodeojosazules habría dicho que su madre se ofendió ante la sugerencia de
que necesitaban ay uda. Eso sonaba a caridad, y no era el caso. Él empezó a
contarle a la señora White que eran ellos quienes estaban ay udando al doctor y
no al revés. Sin embargo, su madre le fulminó con la mirada y él pudo ver por su
expresión que no debería haber hablado cuando no le preguntaban. Ella posó una
mano sobre su hombro y se lo apretó. Tenía mucha fuerza en las manos. Él hizo
un gesto de dolor.
—Estamos muy orgullosos de Ben —dijo—. El doctor dice que tiene un don.
Un don. Un don, pensó chicodeojosazules. Una palabra verde y en cierto
modo siniestra, como la radioactividad. Un dooon… Gifft, en inglés. Parecía el
sonido que hace una serpiente cuando clava sus colmillos en la piel. Gift, como
una granada cuidadosamente envuelta, lista para explotar en la cara…
Y entonces notó como una bofetada: el dolor de cabeza y el hedor de la fruta,
que parecía envolverlo todo. De repente se sintió mareado, tanto que incluso su
madre se dio cuenta y le apretó el hombro con menos fuerza.
—¿Y ahora qué te pasa?
—No…, no me encuentro muy bien.
Ella le dedicó una mirada de advertencia.
—Ni se te ocurra —le dijo ella entre dientes—. O te aseguro que te daré
motivos para gritar.
Chicodeojosazules apretó los puños y trató de pensar en el cielo azul; en
Feather metida en una bolsa de cadáveres, descuartizada; en Emily tumbada en
su cuna, con el rostro azulado, mientras la señora White aullaba de pena…
El dolor de cabeza remitió un poco. Bien. Y el apestoso olor también.
Entonces pensó en sus hermanos y en su madre muerta, en el depósito de
cadáveres; el dolor se alejó como un caballo salvaje, y su visión se agrietó,
llenándose de un montón de arco iris…
Su madre le dedicó una mirada de recelo. Chicodeojosazules intentó apoy arse
en un puesto del mercado y su mano se agarró a una caja. En ella había una
pirámide de manzanas verdes, listas para provocar una avalancha.
—Si se cae algo al suelo —dijo su madre—, te juró que te obligaré a
comértelo.
Chicodeojosazules retiró la mano, como si la caja estuviera en llamas. Sabía
que aquello era culpa suy a; era culpa suy a por haberse tragado a su gemelo; era
culpa suy a por desear que su madre estuviera muerta. Había nacido malo, malo
hasta la médula, y aquellas náuseas eran su castigo.
Pensó que saldría impune. La pirámide tembló, pero no se cay ó. Entonces,
una manzana —aún es capaz de verla, con su pequeña etiqueta azul pegada en
uno de los lados— golpeó la que estaba junto a ella. Toda la parte delantera del
puesto de frutas pareció tambalearse: las manzanas, los melocotones, las
naranjas rebotaron y luego rodaron hasta el suelo por el mostrador de césped
artificial.
Ella esperó hasta que hubo recogido la última pieza de fruta. Algunas estaban
prácticamente intactas, pero otras habían sido pisoteadas. Su madre se las pagó al
frutero tras insistir de forma casi suplicante. Luego, aquella noche, ella se colocó
delante de él con una bolsa de plástico chorreando jugo en una mano y el trozo
de cable eléctrico en la otra y le obligó a comerse todas las piezas de fruta, piel y
corazón incluidos. Sus hermanos lo observaron todo desde el pasamanos de la
escaleras, y ni siquiera se rieron mientras su hermano sollozaba y reprimía las
arcadas. Desde aquel día, piensa chicodeojosazules, nada ha cambiado
demasiado. Y el complejo vitamínico siempre le devuelve ese recuerdo, y él
hace un esfuerzo por evitar las arcadas; sin embargo, su madre nunca se da
cuenta de ello. Su madre piensa que es delicado. Su madre sabe que él nunca le
haría nada a nadie…
Escribe un comentario:
chrysalisbaby: cariño, esto me provoca ganas de llorar
Capitanmataconejos: Pasa de las lágrimas, tío, ¿dónde está la sangre?
Toxic69: Estoy de acuerdo. Extiende esas bolsas de cadáveres… y, por cierto, tío,
¿qué ha sido de la escena de acción en el dormitorio?
ClairDeLune: ¡Bravo, chicodeojosazules! Me encanta la forma en que
relacionas las distintas historias. Sin querer meterme donde no me llaman,
me gustaría saber qué partes de estos relatos son autobiográficas y cuáles
son meramente ficticias. La narración en tercera persona les otorga una
distancia muy intrigante. ¿Qué te parece si un día lo comentamos en el
grupo?
8
Seis meses después, la furgoneta de Azul Diésel fue grabada por una cámara de
seguridad cuando se daba a la fuga tras haber atropellado a una mujer de
mediana edad que cruzaba la calle mientras se dirigía hacia su coche. En la
furgoneta, que después apareció carbonizada, aún hay restos de pelo y fibra, y
aunque Azul Diésel sigue insistiendo en que él no es el responsable de ello, que la
noche anterior le robaron la furgoneta, no consigue convencer al juez, sobre todo
con sus antecedentes de ebriedad y violencia. El caso llega al juzgado de lo
penal, donde, después de un juicio que dura cuatro días, Azul Diésel es absuelto,
básicamente por falta de pruebas. La grabación de la cámara no es concluy ente
a la hora de confirmar la identidad del conductor de la furgoneta…, una silueta
vestida con una sudadera con capucha y una gorra de béisbol, cuy a envergadura
puede ser debida a un abrigo de una talla muy grande y cuy o rostro nunca
resulta visible.
Sin embargo, ser absuelto en un juicio no es moco de pavo: aparecen pintadas
en su casa, se oy en murmuraciones hostiles en el pub, se publican cartas en la
prensa local… Todo da a entender que Azul Diésel salió impune por un
tecnicismo. Y cuando, unas semanas después, su casa es pasto de las llamas (con
él y su mujer dentro), nadie lo lamenta especialmente.
Veredicto: muerte accidental, posiblemente causada por un cigarrillo.
A chicodeojosazules no le sorprende. Siempre había sabido que ese tipo era un
fumador empedernido.
Escribe un comentario:
Capitanmataconejos: Estás como una puta cabra, tío. ¡Me encanta!
chrysalisbaby: bien, bien, bien, por chicodeojosazules
ClairDeLune: Muy interesante. Puedo sentir tu desconfianza con respecto a la
autoridad. Me encantaría conocer la historia que hay detrás de esta historia.
¿Se basa también en hechos reales? ¡Ya sabes que me gustaría leer más!
JennyTrucos: (comentario borrado).
9
Escribe un comentario:
ClairDeLune: ¡Excelente, chicodeojosazules!
chrysalisbaby: bien, bien, bien por chicodeojosazules
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
10
Aquel año, las cosas fueron de mal en peor. Su madre se volvió tacaña, el dinero
no alcanzaba y nadie, ni siquiera Benjamin, parecía capaz de complacerla. Ya no
trabajaba para la señora White, y si alguna vez iba al puesto del mercado en el
que estaba, se aseguraba de que fuera otro quien la atendiera y fingía no verla.
Luego empezaron a circular rumores. Chicodeojosazules nunca supo con
certeza lo que se decía exactamente, pero era consciente de los cuchicheos y de
los repentinos silencios que se hacían cuando se acercaba la señora White y de la
forma en que le miraban los vecinos cuando estaba en el mercado. Pensó que tal
vez tuviera algo que ver con Feather Dunne, una cotilla metomentodo que se
había mudado en primavera al Village. Había trabado amistad con la señora
White y a menudo le echaba una mano con Emily, aunque para
chicodeojosazules seguía siendo un misterio por qué trataba a su madre con
desdén. Sin embargo, fuera lo que fuera, el veneno se extendió, y de repente todo
el mundo parecía murmurar.
Chicodeojosazules se preguntaba si debería hablar con la señora White y
preguntarle qué había ocurrido. De todas las mujeres para las que había
trabajado, su madre era la que más le gustaba, y ella siempre había sido
simpática con él. Probablemente, si la abordaba, cambiaría de opinión con
respecto al despido de su madre y volverían a ser amigas…
Un día regresó temprano de la escuela y vio el coche de la señora White
aparcado frente a su casa. De pronto, se sintió muy aliviado. Volvían a hablarse,
pensó. Fuera cual fuera el motivo de la discusión que habían tenido, todo había
terminado.
Sin embargo, cuando miró a través de la ventana vio que no era ella sino el
señor White quien estaba de pie junto al aparador de las piezas de porcelana.
Chicodeojosazules apenas se había relacionado con el señor White.
Evidentemente, lo había visto en el Village y en St. Oswald, que era donde
trabajaba, pero nunca allí, en su casa, y jamás sin su esposa, por supuesto…
Debía de haber venido directamente de St. Oswald. Llevaba un abrigo largo y
sostenía un maletín. Era un hombre de constitución y estatura medias; en su pelo,
negro, se veían y a algunas canas; tenía unas manos pequeñas y muy cuidadas y
unos ojos azules ocultos tras unas gafas de montura metálica. Era un hombre
afable, tímido, de voz suave, que nunca quería ser el centro de atención. Sin
embargo, en ese momento, el señor White parecía diferente. Chicodeojosazules
lo notó. El hecho de vivir con su madre le había otorgado una sensibilidad
especial ante cualquier señal de ira o tensión. Y el señor White estaba enfadado;
chicodeojosazules lo vio por su postura, tensa, inmóvil, controlada.
Chicodeojosazules se acercó un poco más a la ventana, asegurándose de
quedar oculto por el seto de alheña. A través de un hueco entre las hojas pudo ver
a su madre, su silueta ligeramente a un lado, de pie junto al señor White. Llevaba
los zapatos de tacón de aguja…, los que siempre la hacían parecer más alta. Aun
así, su cabeza sólo llegaba a la altura del hombro del señor White. Levantó sus
ojos hacia los de él, y por un momento se quedaron de pie, sin moverse: su
madre sonreía, y el señor White sostenía su mirada.
Acto seguido, el señor White rebuscó en su abrigo y sacó algo que, de
entrada, chicodeojosazules crey ó que era un libro. Su madre lo cogió, lo abrió, y
entonces chicodeojosazules se dio cuenta de que era un fajo de billetes, nuevos,
inmaculados…
Pero ¿por qué le pagaba el señor White a su madre? ¿Y por qué eso lo había
enfadado?
Fue entonces cuando a chicodeojosazules le vino un pensamiento a la mente;
un pensamiento de una curiosa y adulta claridad. ¿Y si ese padre al que nunca
había conocido —el señor Ojos Azules— era el señor White? ¿Y si la señora
White lo hubiese descubierto? Eso explicaría su hostilidad y los rumores que
corrían por el Village. Eso explicaría muchas cosas… El trabajo de su madre en
St. Oswald, donde él daba clases; el resentimiento que sentía ella hacia su esposa,
y ahora ese dinero…
Oculto tras el seto de alheña, chicodeojosazules estiró el cuello para poder ver
mejor, para detectar en los rasgos de aquel hombre la mínima expresión de sí
mismo…
El movimiento debió de alertarle. Por un momento, sus miradas coincidieron.
De pronto, el señor White abrió unos ojos como platos, y chicodeojosazules vio
que se estremecía… Y fue entonces cuando nuestro héroe se dio la vuelta y salió
corriendo. La cuestión de si el señor White era su padre o no se convirtió en algo
secundario frente al hecho de que su madre, sin duda alguna, le despellejaría
vivo si le pillaba espiándola.
De todas formas, por lo que pudo deducir, el señor White no le comentó nada
a su madre de que había visto a un niño junto a la ventana. De hecho, su madre
parecía estar muy animada y dejó de quejarse por el dinero. Y, a medida que
fueron pasando las semanas y los meses sin que se produjera ningún trastorno,
las sospechas de chicodeojosazules fueron en aumento hasta convertirse en una
evidencia…
Patrick White era su padre.
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me gusta la forma en que mezclas en tus historias los hechos
« reales» con la ficción. Tal vez te apetecería volver al grupo para comentar
el proceso de escritura. Estoy segura de que a los demás les gustaría conocer
tu viaje emocional.
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Nos conocemos, Jenny ?
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: En serio, ¿nos conocemos?
11
Siempre ha sido muy bueno andándose con cuidado. A lo largo de los años ha
tenido que aprender. Los accidentes ocurren muy fácilmente, y los hombres de
su familia siempre fueron especialmente proclives a ellos. Resulta que incluso su
padre, de quien chicodeojoazules siempre había pensado que simplemente salió a
comprar tabaco y nunca se molestó en volver, había tenido un accidente mortal:
en su caso, un accidente automovilístico del que nadie tuvo la culpa… Lo que los
compañeros del hospital de Malbry llaman un especial sábado noche. Demasiado
alcohol, demasiada poca paciencia, quizás una crisis cony ugal y …
… ¡zas!
Así pues, no debería ser ninguna sorpresa que chicodeojoazules hubiese salido
así. Careció de la guía de una influencia paterna y tenía una madre ambiciosa y
controladora y un hermano may or que tenía tendencia a resolver todos los
problemas a puñetazos. No es precisamente ingeniería aeronáutica, ¿verdad?
Además, él está más que familiarizado con los rudimentos del psicoanálisis.
Era la primera vez que chicodeojoazules acudía allí solo. Sus visitas, acompañado
por sus hermanos y su madre, siempre eran estrictamente supervisadas. Sabía
que si su madre se enteraba de lo que había hecho, haría que se arrepintiera de
haber nacido. Sin embargo, hoy no le tenía miedo. Hoy, una oleada de rebeldía
parecía haberse apoderado de él. Hoy, por una vez, chicodeojoazules tenía el
ánimo para cruzar el límite.
El jardín estaba protegido de la calle por una reja de hierro fundido. En un
extremo había un muro de piedra, y un seto de endrino rodeaba todo el recinto.
En conjunto, no parecía nada prometedor. Sin embargo, chicodeojoazules estaba
decidido. Encontró un hueco por el que colarse, consciente de que las ramas y las
espinas se le enganchaban en el pelo y le rasgaban la camiseta, y apareció al
otro lado del seto, en los jardines de la mansión.
Su madre siempre los llamaba los jardines, mientras que el doctor Peacock
decía simplemente el jardín, aunque tenía más de cuatro acres, un huerto y
césped, además de la rosaleda vallada de la que tan orgulloso estaba el doctor, el
estanque y el antiguo invernadero, donde ahora se guardaban las macetas y las
herramientas. La may or parte del terreno estaba plantado de árboles, que le
venían muy bien a chicodeojoazules. Había caminos con rododendros que
florecían brevemente en primavera y que a finales de verano se quedaban
esqueléticos; invadían el camino, lo cual lo convertía en un lugar perfecto para
quien quisiera merodear por el jardín sin ser visto…
Chicodeojoazules no se planteó el impulso que le había llevado hasta la
mansión. No podía volver a St. Oswald, y menos ahora, con lo que había
ocurrido. Evidentemente, tampoco se atrevió a volver a casa, y en la escuela lo
castigarían por llegar tarde. Sin embargo, la mansión era un sitio tranquilo,
secreto y seguro. Le bastaba con estar allí, avanzar entre la maleza, escuchar el
zumbido de las abejas en las hojas de los árboles y sentir que los latidos de su
corazón recuperaban su ritmo normal. Seguía tan sumido en sus agitados
pensamientos, avanzando por los caminos arbolados, que casi se dio de bruces
contra el doctor Peacock: estaba de pie en la entrada de la rosaleda, con las
tijeras de podar en la mano y las mangas de la camisa a la altura del codo.
—¿Qué te ha traído hasta aquí esta mañana?
Por un momento, chicodeojoazules casi no pudo contestar. Luego se acercó al
doctor Peacock y lo vio: la fosa recién excavada, el montículo de tierra, el
cuadrado de césped extendido en el suelo…
El doctor Peacock le sonrió. Era una sonrisa más bien compleja: triste y
cómplice.
—Me temo que me has pillado con las manos en la masa —dijo, señalando la
fosa recién excavada—. Sé que tal vez esto te parezca raro, pero a medida que
nos vamos haciendo may ores somos capaces de sentir hasta alcanzar un nivel
exponencial. Aunque a ti tal vez te parezca algo senil…
Chicodeojoazules se quedó mirándole fijamente con una genuina falta de
comprensión.
—Lo que quiero decir —añadió el doctor Peacock— es que estaba dándole el
último adiós a un viejo y fiel amigo.
Por un momento, chicodeojoazules no estuvo muy seguro de a qué se refería,
aunque luego se acordó del jack russell del doctor Peacock, sobre el que el
anciano siempre armaba tanto alboroto. A chicodeojoazules no le gustaban los
perros: le parecían demasiado ansiosos e imprevisibles.
Se estremeció; se sentía un poco mareado. Trató de recordar el nombre del
perro, pero sólo le venía a la mente Malcolm, el nombre de su gemelo, y, sin
razón alguna, sus ojos se llenaron de lágrimas y empezó a dolerle la cabeza…
El doctor Peacock posó una mano en su hombro.
—No estés triste, hijo. Tuvo una buena vida. ¿Te encuentras bien? Estás
temblando.
—No me siento de…, demasiado bien —repuso chicodeojoazules.
—¿De verdad? Bueno, entonces será mejor que entres en casa. Te prepararé
algo de beber. Tal vez debería avisar a tu madre…
—¡No, por favor! —exclamó chicodeojoazules.
El doctor Peacock lo miró.
—De acuerdo —dijo—. Lo entiendo. No quieres que se preocupe. En general
es una buena mujer, aunque algo sobreprotectora. Y, además… —Entornó los
ojos, con una pícara sonrisa—. ¿Me equivoco al suponer que esta bonita mañana
de primavera las delicias de la escuela no te acababan de llenar por dentro
cuando el programa de ciencias naturales exigía toda tu atención?
Chicodeojoazules interpretó aquello como que era evidente que había hecho
novillos.
—Por favor, señor, no se lo diga a mamá.
El doctor Peacock asintió con la cabeza.
—No veo ningún motivo para hacerlo —respondió—. Yo también fui niño y
hacía travesuras. A veces iba a pescar al río. ¿Te gusta pescar, jovencito?
Chicodeojoazules asintió con la cabeza, aunque nunca lo había probado; y
nunca lo haría.
—Es un pasatiempo excelente. Estás al aire libre. Evidentemente, y o tengo
mi jardín… —Por encima del hombro, echó un vistazo al montículo de tierra y a
la fosa—. Dame un momento, ¿de acuerdo? —dijo—. Luego prepararé algo de
beber.
Chicodeojoazules observó en silencio al doctor Peacock mientras tapaba la
fosa. En realidad, no quería mirar, pero se dio cuenta de que no podía desviar los
ojos. Sentía una opresión en el pecho, los labios entumecidos y la cabeza le daba
vueltas. Se preguntó si estaría realmente enfermo o si se trataba sólo del ruido
que hacía el doctor al cavar, el leve sonido de la pala, el agrio olor de las plantas
o el ruido sordo de cada palada de tierra al caer en la fosa.
Al final, el doctor Peacock soltó la pala, aunque no se dio la vuelta de
inmediato, sino que se quedó de pie junto a la tumba, con las manos en los
bolsillos y la cabeza gacha. Estuvo así durante tanto tiempo que chicodeojoazules
se preguntó si no se habría olvidado de él.
—¿Se encuentra bien, señor? —dijo, finalmente.
Al escuchar su voz, el doctor Peacock se dio la vuelta. Se había quitado el
sombrero que llevaba cuando estaba trabajando en el jardín y, sin él, la luz del sol
le obligó a entrecerrar los ojos.
—Debes pensar que soy un sentimental —dijo—. Todo esto por un perro…
¿Has tenido perro alguna vez?
Chicodeojoazules negó con la cabeza.
—Lástima. Todos los niños deberían tener uno. Pero tienes a tus hermanos —
añadió—. Apuesto a que os lo pasáis en grande.
Por un momento, chicodeojoazules intentó imaginarse el mundo tal y como el
doctor Peacock lo veía: un mundo donde se lo pasaba en grande con sus
hermanos, donde los niños iban de pesca y jugaban al críquet…
—Hoy es mi cumpleaños —dijo.
—¿Hoy ? ¿En serio?
—Sí, señor.
El doctor Peacock sonrió.
—Ah, recuerdo los míos: gelatina, helado y tarta de cumpleaños, aunque
ahora no suelo celebrarlos… Veinticuatro de agosto, ¿verdad? El mío es el
veintitrés. Lo había olvidado hasta que hiciste que me acordara —dijo, y se
quedó mirándole pensativamente—. Creo que el tuy o sí deberíamos celebrarlo.
No tengo refrescos en casa, aunque sí un poco de té, algún pastelito helado, pero
bueno… —Entonces sonrió y le miró con expresión pícara, como un muchacho
que luciera una barba postiza y un convincente traje de anciano—. Los Virgo
deberíamos permanecer unidos.
¿No parece gran cosa, verdad? Una taza de Earl Grey y lo que quedaba de
una vela en un pastelito helado. Sin embargo, chicodeojoazules conserva ese día
en su memoria como si fuera un dorado minarete alzándose en un inhóspito
paisaje. Recuerda cada detalle con una perfecta e intensa precisión: los pequeños
pétalos de rosa azules en la taza; el sonido de la cuchara en la porcelana; el color
ámbar y el aroma del té; la inclinación del sol… Pequeñas cosas, aunque su
intensidad es un recuerdo de la inocencia. Aunque él nunca fue inocente, aquel
día estuvo muy cerca de serlo y, volviendo la vista atrás, se da cuenta de que ése
fue el último día de su infancia, que se escapaba entre sus dedos como la arena…
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Me alegra ver que sigues explorando ese tema en profundidad,
chicodeojosazules. A menudo, tu protagonista da la impresión de ser alguien
frío y carente de emociones, y me gusta la forma en que insinúas su secreta
vulnerabilidad. Te mando una lista de libros que tal vez te sean útiles. Pueda
que te apetezca tomar algunas notas antes de nuestra próxima reunión.
¡Espero verte de nuevo muy pronto!
chrysalisbaby: ojalá y o también pudiera estar allí (lágrimas)
13
Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
ClairDeLune: Jenny, ¿no te cansas nunca de entrar aquí para criticar? Esto es
muy interesante, chicodeojosazules. ¿Has echado un vistazo a la lista de
libros que te mandé? Me encantaría saber qué opinión te merece…
14
Esta noche no hay ningún mensaje en la bandeja de entrada. Tan sólo un meme
de chicodeojosazules, en el que me tienta para que aparezca y juegue. Estoy casi
segura de que está esperándome; a menudo se conecta a esta hora y está on-line
hasta altas horas de la madrugada. Me pregunto qué es lo que quiere de mí.
¿Amor? ¿Odio? ¿Confesiones? ¿Mentiras? ¿O tal vez lo único que desea es
contactar, saber que sigo prestándole atención? Durante la noche, cuando Dios no
parece más que una broma del destino y se diría que nadie está escuchando,
¿acaso no necesitamos todos a alguien a quien acariciar? Incluso tú,
chicodeojosazules. Tú me vigilas y y o te vigilo a través de un cristal oscuro,
escribiendo mis cartas a los muertos en este teclado de güija.
¿Será ésta la razón por la que escribe esas historias acerca de él, colgándolas
aquí para que y o las lea? ¿Serán una invitación al juego? ¿Acaso espera que le
conteste con otra confesión sobre mí?
Bueno…, me gustaría poder contestar que fue cuando murió Nigel, pero ambos
sabemos que eso no es verdad. ¿Cómo podría explicarle esa irracional y
maliciosa oleada de felicidad que eclipsa todo mi dolor, esa certeza de que me he
librado de algo, esa sensación que no tiene nada que ver con mis ojos?
Ya ves, soy una mala persona. No sé cómo enfrentarme a una pérdida. La
muerte es un cóctel embriagador que lleva una parte de pena y tres de alivio…
Eso fue lo que sentí con papá, con mamá, con Nigel…, incluso con el pobre
doctor Peacock…
Chicodeojosazules sabía —ambos lo sabíamos— que sólo me estaba
engañando a mí misma. Nigel nunca tuvo una oportunidad. Incluso nuestro amor
fue una mentira desde el principio; echó unos brotes parecidos a los que echa un
tallo cortado dentro de un jarrón: unos brotes que no suponían una recuperación,
sino desesperación.
Sí, era una egoísta. Y sí, estaba equivocada. Incluso desde el principio sabía
que Nigel pertenecía a otra persona, a alguien que nunca ha existido. Sin
embargo, después de muchos años de huir, una parte de mí quería ser esa chica;
quería hundirme en ella igual que un niño en un almohadón de plumas; olvidarme
de mí misma —y de todo— entre los brazos de Nigel. Ya no me bastaba con los
amigos virtuales. De pronto quería más. Quería ser normal: relacionarme con el
mundo, pero no a través de un cristal, sino con mis labios y mis manos. Quería
algo más que un mundo virtual, algo más que un nombre en mis dedos. Quería
que me comprendieran, pero no alguien que estuviera lejos, delante de un
teclado, sino alguien a quien pudiera acariciar…
No obstante, a veces una caricia puede ser mortal. Yo y a debería saberlo; es
algo que y a me había ocurrido antes. Hacía menos de un año que Nigel estaba
muerto, envenenado por la proximidad. Su chica había resultado ser tan tóxica
como Emily White: enviaba muerte con una sola palabra.
O, en este caso, con una carta.
15
La carta llegó un sábado, mientras estábamos desay unando. Por entonces, Nigel
vivía más o menos aquí, aunque aún conservaba su apartamento en Malbry.
Habíamos establecido una especie de rutina que casi encajaba con ambos. Tanto
él como y o éramos animales nocturnos; de noche nos sentíamos mejor. Nigel
llegó a las diez. Tomamos algo, hablamos, hicimos el amor, nos acostamos y él
se fue por la mañana, a las nueve. Los fines de semana solía quedarse más, a
veces hasta las diez o las once; ésa fue la razón de que estuviera aquí y de que la
carta llegara a sus manos. Entre semana no la habría abierto; y o me habría
ocupado de ello. Supongo que eso también formaba parte del plan. Sin embargo,
en aquel momento no tenía ni idea de que aquella carta bomba iba a explotarnos
en la cara…
Aquella mañana me estaba comiendo unos cereales, que estallaron y se
hincharon cuando vertí la leche por encima. Nigel no tomó nada y apenas habló.
Casi nunca solía desay unar, y sus silencios no presagiaban nada bueno, sobre
todo por las mañanas. Los ruidos orbitaban en torno a un pesado silencio, como si
fueran satélites girando alrededor de un torvo planeta: el crujido de la puerta de
la despensa, el sonido de la cuchara contra la cafetera, el tintineo de una taza…
Al cabo de un segundo se abrió la puerta del frigorífico y volvió a cerrarse de
golpe. La tetera empezó a hervir y acto seguido se escuchó una breve erupción
seguida de un clic de aire militar. Luego, el clac del buzón y el impasible ruido
del poste.
La may or parte del correo que recibo es propaganda, y raras veces me llega
nada. Los recibos están domiciliados en el banco. ¿Cartas? ¿Para qué? ¿Tarjetas
postales? ¡Ni hablar!
—¿Algo interesante? —pregunté.
Durante un momento, Nigel no dijo nada. Oí el ruido de un sobre al abrirse.
Una sola hoja, que se desplegó con un sonido seco, parecido al de un cuchillo
afilado al ser desenfundado.
—¿Nigel?
—¿Qué?
Cuando estaba enfadado, sacudía los pies; pude oír cómo lo hacía contra las
patas de la mesa. Y además había algo en su voz, algo plano y duro, como una
especie de barrera. Rompió el sobre por la mitad y luego manoseó la hoja con
los dedos. La recorrió con el pulgar, como si fuera el filo de un cuchillo…
—¿No son malas noticias, verdad?
No dije lo que más me temía, aunque podía sentir cómo planeaba sobre mí.
—¡Déjame leer, coño! —exclamó.
Ahora la barrera estaba al alcance de mi mano, como un afilado tablero de
juego colocado en un sitio inesperado. Esas puntas afiladas siempre están ahí;
tienen una gravedad propia, y me atraen irremisiblemente hacia su órbita. Y
Nigel tenía muchas puntas afiladas, muchas zonas de acceso restringido.
No era culpa suy a, me dije; de lo contrario, él no hubiera estado conmigo.
Los dos nos complementábamos de una manera muy extraña: él era un hombre
sombrío, y a mí me faltaba carácter. Acostrumbrava decir que y o era como un
libro abierto, que no tenía rincones ocultos ni secretos desagradables. Mejor así,
porque el engaño, ese rasgo básicamente femenino, es lo que más podía
aborrecer Nigel. El engaño y la mentira, algo que a él le resultaba muy ajeno…
y también a mí, según él.
—Tengo que salir; estaré fuera alrededor de una hora. —Su voz sonó
extrañamente a la defensiva—. ¿Estarás bien? Tengo que ir a casa de mi madre.
Gloria Winter, de soltera Gloria Green, sesenta y nueve años y empeñada en
seguir agarrándose a lo que queda de su familia con la tenacidad de una rémora
hambrienta. Para mí sólo era una voz que había escuchado por teléfono: un
marcado acento del norte, un impaciente tamborileo en el auricular, una forma
imperiosa de cortarte, como un jardinero podando rosas.
Nunca fuimos presentadas, al menos oficialmente. No obstante, la conozco a
través de Nigel: su forma de actuar, su voz al teléfono y sus siniestros silencios.
Hay más cosas que él nunca me contó, pero que y o conozco muy bien: los celos,
el rencor, la rabia, la mezcla de odio e impotencia…
Él no solía hablar de ella conmigo. Raramente la mencionaba. Viviendo con
Nigel comprendí enseguida que era mejor no sacar determinados temas, entre
ellos su infancia, su padre, sus hermanos, su pasado y, sobre todo, Gloria, que
compartía con su otro hermano un talento especial para sacar a flote lo peor de
Nigel.
—¿No puede ocuparse tu hermano?
Le oí detenerse mientras se dirigía hacia la puerta. Me pregunté si se daría la
vuelta y se quedaría mirándome con sus ojos oscuros. Nigel apenas solía
mencionar a su hermano, y cuando lo hacía era para mal. Ese retorcido hijo de
puta era lo mejor que le había oído decir acerca de él… Nigel nunca era
demasiado objetivo con respecto a su familia.
—¿Mi hermano? ¿Por qué? ¿Te ha dicho algo?
—Por supuesto que no. ¿Por qué iba a hacerlo?
Una nueva pausa. Sentí sus ojos fijos en mi frente.
—Graham Peacock ha muerto —dijo. Su tono de voz era extrañamente
monótono—. Al parecer, ha sido un accidente. Se cay ó de la silla de ruedas
durante la noche. Le encontraron muerto por la mañana.
No levanté la mirada. No me atreví a hacerlo. De repente, todo pareció
cobrar más intensidad: el sabor del café en mi boca, el canto de los pájaros, los
latidos de mi corazón, la mesa bajo mis dedos, con todas sus grietas y arañazos.
—¿La carta la ha mandado tu hermano? —dije.
Nigel ignoró mi pregunta.
—Dice que el patrimonio de Peacock está valorado en unos tres millones de
libras…
Otro silencio.
—¿Qué? —pregunté.
Su voz, carente de inflexión, parecía más alarmada que enfadada.
—Te lo ha dejado todo a ti —dijo—. La casa, las obras de arte, sus
colecciones…
—¿A mí? Pero si ni siquiera lo conozco… —repuse.
—Ese retorcido hijo de puta…
No me hizo falta preguntarle a quién se refería: aquella frase la reservaba
para su hermano. En muchos aspectos se parecía a él, y, aun así, siempre que su
nombre salía a colación y o casi acababa pensando que Nigel era capaz de matar
a alguien, que era capaz de darle puñetazos y patadas hasta causarle la muerte…
—Debe tratarse de un error —dije—. Yo no conocía al doctor Peacock. Ni
siquiera sé qué aspecto tiene. ¿Por qué iba a dejarme todo ese dinero a mí?
—Bueno…, tal vez por Emily White.
La voz de Nigel sonó apagada.
Entonces el café me supo a polvo, los pájaros dejaron de cantar y mi corazón
se volvió de piedra. Aquel nombre lo había silenciado todo…, salvo un zumbido
que empezó en la punta de mi espina dorsal, borrando los últimos veinte años con
una oleada que me inmovilizó…
Sé que debería habérselo contado entonces. Sin embargo, había ocultado la
verdad durante mucho tiempo, crey endo que Nigel siempre estaría ahí,
esperando el momento oportuno, sin saber que aquel momento era todo cuanto
teníamos…
—Emily White —dijo Nigel.
—Nunca había oído ese nombre.
16
Blanco
1
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: No sé qué decir, Albertine. No sabes lo mucho que esto
significa para mí. ¿Seguirás escribiendo? ¡Por favor!
Albertine: Tal vez. Si tanto lo deseas…
2
Su madre era artista. Los colores eran toda su vida. Emily White aprendió a
gatear en el suelo del taller de su madre; antes de aprender a hablar y a conocía
el olor de las acuarelas y la tiza, el aroma metálico de la pintura acrílica y el
hedor ahumado de los óleos. Su madre olía a trementina. La primera palabra que
pronunció de pequeña fue papel, y sus primeros juguetes fueron los rollos de
pergamino que había debajo de la mesa: se acordaba de sus fascinantes arrugas
y de su olor a polvo.
Mientras su madre trabajaba, Emily aprendía a distinguir los sonidos de sus
progresos: el ruido plano de las pinceladas de los fondos, los arañazos de la
pluma, el suave trazo de los pasteles y las esponjas, el corte de las tijeras y el
roce de los pinceles en la tela.
Ésos eran los ritmos de su madre, acompañados a veces de pequeños sonidos
de irritación o satisfacción, otras de pasos, y, lo que era más habitual, de algún
comentario sobre colores y sombras. Cuando tenía un año, Emily aún no había
aprendido a andar, pero era capaz de nombrar todos los colores de la caja de
pintura de su madre. Aquellos nombres eran como campanadas sonando dentro
de su cabeza: damasco, pardo, ocre, amarillo, carmesí, violeta, rosa.
El violeta era su favorito; el tubo estaba tan apretado que casi se había
quedado vacío; luego se enrollaba para apurar el resto. El tubo del blanco estaba
lleno, pero sólo porque era nuevo; el del negro estaba seco y apenas se usaba y
estaba en el fondo de la caja, entre los trapos y los pinceles sin cerdas.
—La niña progresa muy lentamente, Pat. A Einstein le ocurría lo mismo.
Eso debía de ser un falso recuerdo, piensa, como tantos otros de aquella
época: la voz de su madre y la de su padre, tratando de responderle.
—Pero cariño, el médico…
—¡Maldito sea el médico! La niña es capaz de nombrar todos los colores de
la caja.
—Sólo repite lo que tú le dices.
—¡No es verdad!
Una nota alta, muy familiar, tiembla en la voz de su madre; es una nota
avinagrada que trata de agarrarse a sus fosas nasales y le humedece los ojos. No
sabe cómo se llama —todavía no, aunque más adelante aprenderá que se trata de
un fa agudo—, aunque sí puede distinguirla en el piano de su padre. Sin embargo,
eso es un secreto incluso para su madre: las horas que pasan juntos ante el viejo
Bechstein, mientras su padre sostiene su pipa entre los labios. Emily se sienta en
su regazo, rozando el teclado con sus manitas mientras él toca Claro de luna o
Para Elisa, aunque su madre cree que y a está en la cama.
—¡Catherine, por favor!
—¡Ve perfectamente!
El olor a trementina se hace más intenso. Es el olor de su madre cuando está
angustiada y de su terrible decepción. Coge a la niña entre sus brazos —el rostro
de Emily contra la parte superior de su peto— y, mientras se da la vuelta, sus pies
se arrastran por el banco de madera, tirando los tubos, los botes y los pinceles, ra-
ta-ta-ta-tá, por el suelo de parqué.
—Escucha, Catherine…
La voz de su padre, como de costumbre, tiene un tono humilde, casi de
disculpa. Como siempre, huele ligeramente a tabaco de la marca Clan, aunque
oficialmente nunca fuma en casa.
—Catherine, por favor…
Sin embargo, ella no le está escuchando, sino que simplemente sujeta a la
niña entre sus brazos y, lanzando un gemido, dice:
—¿Tú puedes ver, verdad, Emily, mi amor? ¿Verdad que sí?
Debe de ser un falso recuerdo. Emily apenas tenía un año; seguramente sería
incapaz de haber comprendido o recordado eso. Y, aun así, parece acordarse
claramente: sus lágrimas de desconcierto, los sollozos de su madre y su padre
mascullando. El olor del estudio, la pintura del peto de su madre pegándosele a la
punta de los dedos y ese constante temblor en fa agudo en la voz de su madre, la
nota de sus expectativas frustradas, como una incesante armonía en una cuerda
demasiado tensada.
Su padre lo supo casi desde el principio. Sin embargo, era un hombre sumiso
y reflexivo, un objeto a merced de los arrebatos de su madre. Incluso siendo
muy niña, Emily y a se dio cuenta de que ella le consideraba inferior y pensaba
que la había decepcionado. Quizás fuera por su falta de ambición o porque había
tardado diez años en darle el bebé que ella tanto deseaba. Él era profesor de
música en el St. Oswald; aunque tocaba varios instrumentos, el piano era el único
que su madre permitió en casa; los demás fueron vendidos, uno tras otro, para
pagar sus tratamientos y terapias.
Su padre decía que en realidad no supuso ningún sacrificio. Después de todo,
él tenía acceso a todos los recursos de su departamento. Era justo: la madre de
Emily padecía jaquecas y la niña era muy nerviosa; se despertaba con el menor
ruido. Así pues, su padre cedió todos sus discos al instituto; podía escucharlos
siempre a la hora de comer o durante el recreo, y, además, allí era donde pasaba
más tiempo.
Tienes que entender lo que suponía eso para ella.
Así hablaba su padre, siempre excusándola, siempre dispuesto a salir en su
defensa, como un caballero viejo y cansado al servicio de una reina loca que ha
perdido su imperio. Emily tardó mucho tiempo en comprender el servilismo de
su padre. Había sido infiel a su madre una vez, con una mujer que no significaba
nada para él, pero con la que tuvo un hijo. Y ahora tenía una deuda con Catherine
—una deuda que nunca podría liquidar—, lo cual quería decir que durante el
resto de su vida siempre aceptaría figurar en segundo lugar y nunca se quejaría,
ni protestaría ni fingiría esperar nada salvo servirla a ella, darle lo que quisiera,
redimirla de lo irredimible.
Tienes que entenderlo, cariño.
Se las arreglaban con lo que ganaba él. Ella consideró como un derecho
natural dedicarse a sus ambiciones artísticas mientras su padre trabajaba para
mantenerlos a ambos. De vez en cuando, alguna pequeña galería vendía uno de
los collages de su madre. Poco a poco, esas ambiciones cambiaron. Decía que se
había anticipado a su tiempo y que las futuras generaciones la valorarían. Fuera
lo que fuera lo que hizo que se encerrara en sí misma, la convirtió en una mujer
extremadamente resuelta y puso todo su empeño en tener un bebé, mucho
después de que su padre dejara de lado sus humildes expectativas.
Y finalmente llegó Emily. Oh, hicimos un montón de planes… Eso era lo que
decía su padre, aunque dudo que participara en los planes para la infancia de
Emily … Soñamos grandes cosas para ti, Emily. Durante siete meses y medio, la
madre de Emily casi se calmó: tejía patucos en tonos pastel, escuchaba los
sonidos de las ballenas para superar el estrés y quería tener un parto natural,
aunque en el último momento tuvieron que anestesiarla. Así pues, fue su padre
quien contó los dedos de las manos y los pies de Emily, conteniendo el aliento al
experimentar el tacto en la punta de sus dedos y mirando aquel monito pelado,
con los ojos cerrados y sus diminutos puños apretados.
Cariño, es perfecta.
¡Oh, Dios mío!
Sin embargo, nació casi dos meses antes de lo previsto. Le tuvieron que
administrar mucho oxígeno, y el proceso le produjo un desprendimiento de las
retinas. De entrada, nadie se dio cuenta de ello; en aquellos tiempos, bastaba con
saber que Emily tenía todos sus miembros. Más adelante, cuando su ceguera fue
más evidente, Catherine la negó.
Emily era una niña especial, decía, y su don tardaría un tiempo en
desarrollarse. Una amiga de su madre, Feather Dunne, una astróloga aficionada,
y a le había pronosticado un brillante porvenir: una confluencia mística de Saturno
y la Luna confirmaba que era una niña excepcional. Cuando el médico de Emily
empezó a ponerse nervioso, su madre se cambió a un terapeuta alternativo que
recomendó eufrasia, masajes y una terapia del color. Durante tres meses,
Catherine vivió en una bruma de incienso y velas, perdió el interés por su pintura
y ni siquiera se peinó.
Su padre pensaba que se trataba de una depresión postparto. Catherine lo
negaba, pero pasaba periódicamente de un extremo a otro: un día se mostraba
protectora y no dejaba que él se acercara al bebé, y al siguiente simplemente se
sentaba, indiferente, ajena al bulto que tenía a su lado y que no paraba de
berrear.
A veces era incluso peor, y su padre tenía que pedir ay uda a los vecinos.
Catherine decía que tenía que tratarse de un error, que el hospital debía de haber
confundido los bebés y que le habían cambiado el suy o, que era perfecto, por
ése.
Míralo, Patrick, decía. Ni siquiera parece un bebé. Es horrible. ¡Horrible!
Ella le contó eso a Emily cuando tenía cinco años. Le dijo que entre ambas
no podía haber secretos; eran parte de un mismo ser. Además, el amor es una
especie de locura, ¿no es así, cariño? El amor es una especie de posesión.
Sí, ésa era su voz; ésa era Catherine White. Siente las cosas con más
intensidad que el resto de nosotros, solía decir el padre de Emily, como si tratara
de disculparse por sentir aparentemente con mucha menos intensidad. Y aun así
era su padre quien se ocupaba de todo, durante y después de sus crisis. Era su
padre quien pagaba las facturas, quien cocinaba y limpiaba, quien la cambiaba y
le daba de comer. Era él quien todos los días acompañaba a Catherine hasta su
estudio abandonado y le mostraba los pinceles y las pinturas, mientras el bebé
gateaba entre los rollos de papel y las crujientes virutas de madera.
Un día cogió un pincel, lo examinó durante un momento y luego volvió a
dejarlo en su sitio; sin embargo, aquél fue el primer interés que había demostrado
tener en muchos meses, y su padre lo interpretó como una señal de mejoría. Y lo
era: cuando Emily cumplió dos años, su madre había recuperado la pasión
creativa, y a pesar de que ahora la canalizaba casi exclusivamente a través de la
niña, seguía siendo tan ferviente como antes.
Empezó con esa cabeza de arcilla azul. Sin embargo, la arcilla, aunque
resultaba bastante atractiva, no atrajo su atención durante demasiado tiempo.
Emily quería experimentar cosas nuevas: quería tocar, oler, sentir. El estudio se
le había quedado pequeño; aprendió a llegar a las otras habitaciones siguiendo las
paredes y encontró un buen sitio debajo de la ventana, donde daba el sol;
aprendió a utilizar el magnetófono para escuchar cuentos y a abrir el piano y a
tocar las teclas con un dedo. Le encantaba jugar con la caja de botones de su
madre: metía las manos hasta el fondo, los colocaba en el suelo y los ordenaba
según su tamaño, forma y textura.
Como podéis ver, Emily era, en todos los sentidos salvo en uno, una niña
normal. Le gustaban los cuentos, que su padre grababa para ella; le gustaba
pasear por el parque; quería a sus padres y adoraba sus muñecas. Como todos los
niños, de vez en cuanto tenía alguna pequeña rabieta, aunque no eran muy
frecuentes; le encantaba visitar la granja de Pog Hill y soñaba con tener un
perrito.
Cuando Emily aprendió a andar, su madre casi había llegado a aceptar su
ceguera. Los especialistas eran caros, y sus conclusiones solían ser inevitables
variaciones sobre el mismo tema. Su condición era irreversible; respondía
únicamente al resplandor de las luces directas, y sólo en un grado mínimo. No
podía distinguir las formas; apenas era capaz de reconocer el movimiento y no
era consciente de los colores.
No obstante, Catherine White no iba a darse por vencida. Se volcó en la
educación de Emily con toda la energía que en otros tiempos había dedicado a su
trabajo. Empezó con la arcilla, para que desarrollara el sentido del espacio y
para alentar su creatividad. Luego siguió con los números, con un enorme ábaco
de madera con cuentas que hacían clic y clac. Y después llegaron las letras, con
una pizarra de braille y un lápiz para grabar en relieve. Finalmente, siguiendo el
consejo de Feather, se dedicó a la terapia del color, diseñada, según decía ella,
para estimular las partes visuales del córtex a través de la asociación de
imágenes.
—Si con el chico de Gloria funciona, ¿por qué no iba a funcionar también con
Emily ?
Ésa era la frase que empleaba siempre que su padre intentaba protestar. Daba
igual que el caso del chico de Gloria fuera completamente distinto; lo único que
le importaba a Catherine White era que Ben —o el Chico x, como le llamaba el
doctor Peacock con su acostumbrada pretenciosidad— había adquirido, de alguna
manera, un sentido extra, y si el hijo de una mujer de la limpieza era capaz de
hacerlo, ¿por qué no iba a conseguirlo también la pequeña Emily ?
Evidentemente, la pequeña Emily no tenía ni la menor idea de lo que estaban
hablando. Sin embargo, ella quería complacer a su madre, estaba ansiosa por
aprender, y el resto vino solo.
Hasta cierto punto, la terapia del color funcionó. Aunque, por sí mismas, las
palabras no tenían más sentido para Emily que los nombres de los colores de la
caja de pinturas, el verde conlleva el recuerdo de los pastos en primavera y de la
hierba recién cortada, el rojo es el olor de la noche de San Juan y el sonido del
crepitar de la leña, y el azul es el agua, el silencio, la frescura.
—Tu nombre también es un color, Emily —dijo Feather, que tenía un pelo
largo que olía a pachuli y a humo de tabaco—. Emily White.
White. Blanco. Nieve blanca, tan fría que casi quema entre los dedos, helada
y ardiente.
—Emily. ¿No te gusta la nieve? ¡Es preciosa!
No, no me gusta, piensa Emily. Las pieles son preciosas. La seda es preciosa.
Los botones de la caja son preciosos, o el arroz, o las lentejas, frrrrpp, entre los
dedos. La nieve no tiene nada de preciosa; lastima las manos y hace que resbalen
las escaleras. En cualquier caso, el blanco no es ningún color. El blanco es ese
desagradable brrrrr que se escucha entre dos emisoras de radio, cuando el sonido
se quiebra y no se oy e más que ruido. Ruido blanco. Nieve blanca. Blancanieves,
medio muerta, medio dormida bajo el hielo.
Cuando Emily tenía cuatro años, su padre sugirió que la niña podría ir a la
escuela. Tal vez a Kirby Edge, propuso, que tenía unas instalaciones habilitadas
para ciegos. Evidentemente, Catherine se negó a hablarlo. Con la ay uda de
Feather, dijo, sus enseñanzas habían obrado casi un milagro. Ella siempre había
sabido que Emily era una niña excepcional y no iba a desperdiciar su talento en
una escuela para niños ciegos donde le enseñarían a tejer alfombras y a
compadecerse de sí misma, ni tampoco en una escuela normal, donde siempre
sería una segundona. No, Emily seguiría recibiendo instrucción en casa; así,
cuando recuperara la vista —y Catherine no tenía ninguna duda de que eso
acabaría ocurriendo algún día—, estaría preparada para enfrentarse a cualquier
cosa que el mundo estuviera dispuesto a ofrecerle.
Su padre protestó con todas sus energías. Pero no fue suficiente: Feather y
Catherine apenas pudieron oírle. Feather creía en vidas anteriores y estaba
convencida de que si se estimulaban adecuadamente las partes correctas del
cerebro de Emily, la niña recuperaría su memoria visual. Y Catherine pensaba
que…
Bueno, y a sabéis lo que pensaba Catherine. Habría sido capaz de vivir con
una niña fea e incluso deforme. Pero ¿con una niña ciega? ¿Una niña incapaz de
comprender los colores?
Colores, colores, colores, Verde, rosa, dorado, naranja, púrpura, escarlata,
azul. Sólo el azul tenía un montón de variantes: cerúleo, zafiro, cobalto, azur; del
azul del cielo al de la medianoche más oscura, pasando por el índigo y el azul
marino, el azul pálido, el eléctrico, el del nomeolvides, el turquesa, el azul del
agua, el azul pálido. Como veis, Emily era capaz de comprender la anotación de
los colores. Conocía sus términos y sus cadencias; aprendió a repetir las notas y
los arpegios de su escala de siete tonos. Y aun así, la naturaleza de los colores
seguía escapándosele. Era como alguien sin oído musical que hubiera aprendido
a tocar el piano, consciente de que lo que escucha no se parece en nada a la
música. Sin embargo, ella sabía interpretar; sí, por supuesto que sabía.
—Mira los narcisos, Emily.
—Los narcisos son preciosos. Amarillos, dorados como el sol.
En realidad, eran desagradables al tacto, fríos y en cierto modo carnosos,
como lonchas de jamón. Emily prefería las hojas gruesas y sedosas de las orejas
de cordero o el espliego, con sus delicadas corolas y su soñoliento olor.
—Pintamos los narcisos, ¿cariño? ¿Quieres que Cathy te ay ude?
Colocaron el caballete en el estudio. A la izquierda había una enorme caja de
pinturas, con etiquetas escritas en braille para cada color. A la derecha, tres botes
con agua y unos cuantos pinceles. A Emily le gustaban más los de piel de marta;
eran de mejor calidad y más suaves, como la punta de la cola de un gato. Le
gustaba deslizarlos justo por debajo de su labio superior, una zona de tal
sensibilidad que podía sentir cada uno de los pelos del pincel y donde también
experimentaba el exquisito tacto de un trozo de cinta de terciopelo. El papel —
grueso y lustroso, olía a ropa de cama limpia— se ajustaba al caballete con unos
clips y luego se dividía en cuadrados, como un tablero de ajedrez, con unos
cables tensados. De ese modo, Emily se aseguraba de no salirse del papel o de no
confundir el cielo con los árboles.
—Ahora los árboles, Emily. Bien, eso está muy bien.
Los árboles son altos, piensa Emily. Más altos que mi padre. Catherine deja
que los toque; coloca su cara contra su rugosa superficie, y es como abrazar a un
hombre barbudo. Le llega un olor y un amago de movimiento, lejano pero aun
así perceptible.
—Hay viento —insinúa Emily, esforzándose—. Los árboles se mueven
cuando sopla.
Y ahora el blanco; el papel incoloro es verde. Lo sabe porque su madre la
abraza. Emily nota que está temblando. También hay una nota en su voz —esta
vez no es un fa agudo, sino algo menos emotivo y triste—, y Emily se siente
henchida de orgullo y felicidad, porque quiere a su madre; le gusta el olor a
trementina porque es el olor de su madre; le gustan las clases de pintura porque
hacen que su madre se sienta orgullosa, aunque luego, más tarde, cuando han
terminado y ella se arrastra de nuevo hasta el estudio y trata en vano de
comprender por qué eso la hace feliz, Emily sólo oy e el ruido que hace el papel
al arrugarse, como cuando alguien se acaba de lavar las manos. Eso es todo
cuanto puede sentir, incluso con su labio superior. Trata de no sentirse demasiado
decepcionada. Debe de haber algo ahí, piensa. Eso dice su madre.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Eso ha sido muy hermoso, Albertine.
Albertine: Me alegro de que te hay a gustado, chicodeojosazules…
3
Pobre Emily. Y pobre señora White. Tan unidas y al mismo tiempo tan distantes.
Lo que empezó con el señor White y la frustrada búsqueda de su padre por parte
de nuestro héroe se ha ampliado hasta convertirse en una especie de obsesión con
toda esa casa: con la señora White, con su esposo y sobre todo con Emily, la
hermana pequeña que habría podido tener si las cosas se hubieran desarrollado
de otra manera.
Así pues, durante todo aquel verano, el verano que cumplió once años,
chicodeojosazules los siguió a escondidas, apuntando, como si se tratara de un
ritual, sus idas y venidas, la ropa que llevaban, las cosas que les gustaba hacer y
sus lugares favoritos. Lo anotaba en la libreta azul que utilizaba como diario.
Los seguía hasta el parque de esculturas donde a Emily le gustaba jugar;
hasta la granja que podía visitarse, con sus cochinillos y sus corderos; hasta el
café que era también un taller de cerámica y donde por el precio de una taza de
té podías comprar y moldear un pedazo de arcilla, que se cocía el mismo día en
el horno y luego podía pintarse para llevártelo a casa y colocarlo orgullosamente
encima de alguna repisa o en un aparador.
El sábado de la arcilla azul, Emily tenía cuatro años. Chicodeojosazules la vio
acompañada de la señora White, caminando lentamente colina abajo hasta
Malbry. Emily iba vestida con el abrigo rojo que le daba el aspecto de un
estrafalario adorno navideño, con su cabecita balanceándose hacia arriba y hacia
abajo; la señora White llevaba un vestido azul y botas, su largo pelo rubio
cay éndole por la espalda. Las siguió hasta la ciudad, pegado a los setos que
bordeaban el camino. La señora White no le vio en ningún momento, ni siquiera
cuando se atrevió a acercarse un poco más, siguiéndola de cerca con la
perseverancia de un joven espía.
Chicodeojosazules, un joven espía. Le gustaba el sonido furtivo de aquella
frase, sibilante y lustroso, y su secreto olor a humo de pistola. Las siguió hasta el
centro de Malbry y el taller de cerámica, donde las estaba esperando Feather
sentada a una mesa para cuatro frente a una taza de té y un cigarrillo a medio
fumar entre sus elegantes dedos.
A Chicodeojosazules le habría gustado unirse a ellas, pero la presencia de
Feather lo intimidó. Desde el día que coincidieron por primera vez en el mercado
tenía la sensación de que él, por alguna razón, no le caía bien, que ella pensaba
que no era lo bastante bueno para la señora White o para Emily. Así pues, se
sentó en una mesa que había justo detrás de la suy a, tratando de parecer
despreocupado, como si tuviera dinero suficiente para poder gastar allí y supiera
lo que se hacía.
Feather lo miró con recelo. Llevaba un vestido con un estampado artesano y
un montón de pulseras confeccionadas con conchas que repiqueteaban cuando
movía la mano con la que sostenía el cigarrillo.
Chicodeojosazules evitó sus ojos y fingió estar mirando a través de la ventana.
Cuando se atrevió a volver a mirar, Feather estaba hablando en voz alta con la
señora White, con los codos apoy ados en la mesa y echando de vez en cuando la
ceniza del cigarrillo en la taza de té vacía.
La camarera, una chica muy guapa, se acercó a él.
—¿Estáis juntos? —preguntó.
Chicodeojosazules se dio cuenta de que supuso que había entrado con la
señora White, y antes de que pudiera evitarlo le dijo que sí. Contra el sonido de la
voz de Feather, su mentirijilla pasó desapercibida, y al cabo de un momento la
camarera y a le había traído una Pepsi y un trozo de arcilla, y luego le dijo, muy
amablemente, que la llamara si necesitaba cualquier cosa.
No estaba seguro de lo que iba a moldear. Un perro para la colección de su
madre, tal vez; algo para colocar en la repisa de la chimenea. Algo —lo que
fuera— que la alejara, aunque sólo fuese un instante, de la mansión, del trabajo
del doctor Peacock y de la sinestesia.
Las observó a través de la Pepsi, mirando con desconfianza a Emily, que
tenía las manitas abiertas en torno a su trozo de arcilla azul. Feather la animaba
diciéndole: Haz algo, cariño. Dale forma. La señora White se inclinó hacia
delante, tensa, esperanzada y expectante, con su largo cabello colgando tan cerca
de la arcilla que parecía que estuviera pegado a ella.
—¿Qué estás haciendo? ¿Una cara?
Emily emitió un sonido que podía interpretarse como de aquiescencia.
—Eso son los ojos, y ahí está la nariz… —dijo Feather, y su voz sonó
extasiada, aunque chicodeojosazules no pudo ver nada que fuera capaz de
provocar tan embelesada emoción.
Las manos de Emily se movían sobre la arcilla, abriendo agujeros aquí y
allá, explorándola con la punta de los dedos, clavando las uñas en la parte de atrás
para darle la apariencia de pelo. Entonces se dio cuenta de que era una cabeza,
aunque muy primitiva y deforme, con unas orejas de murciélago y una ridícula
frente que empequeñecía los otros rasgos. Los ojos eran sendas marcas del dedo
pulgar, muy superficiales, apenas visibles.
Sin embargo, Feather y la señora White cacareaban de deleite.
Chicodeojosazules se acercó a ellas, tratando de descubrir qué tenía aquello que
parecía ser tan especial a sus ojos.
Feather le dirigió una severa mirada. Él se alejó de la mesa de inmediato. No
obstante, la señora White lo vio, y en lugar de mostrarse contenta, él notó una
expresión de alarma en sus ojos, como si pensara que podía hacerle daño a
Emily, como si fuera un peligro…
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó.
Él se encogió de hombros.
—Na…, nada.
—¿Dónde están tus hermanos? ¿Y tu madre?
Él se encogió nuevamente de hombros. Enfrentado por fin a la presa que
había perseguido durante tanto tiempo, se dio cuenta de que se había quedado sin
habla y de que sólo era capaz de pronunciar sílabas sueltas en un tartamudeo que
le dejaba completamente indefenso.
—Me has estado siguiendo —dijo la señora White—. ¿Qué es lo que quieres?
Una vez más, volvió a encogerse de hombros. No habría sido capaz de
explicárselo aunque hubieran estado a solas, y la presencia de Feather lo hacía
aún más difícil. Se movió en su silla, sintiéndose atrapado y ridículo; notó el sabor
del complejo vitamínico en la garganta; tenía la sensación de que su cabeza era
un balón estrujado…
Feather le miró, con los ojos entrecerrados.
—Esto puede considerarse acoso —dijo—. Catherine podría llamar a la
Policía.
—Es tan sólo un niño —repuso la señora White.
—Pero los niños crecen —dijo Feather, en un siniestro tono de voz.
—Yo…, y o sólo que…, quería ver a Emily —dijo chicodeojosazules,
empezando a sentir náuseas.
Se quedó mirando su trozo de arcilla, intacto, y la Pepsi a medio beber que
estaba junto a él. No había pensado pedirlos, porque no tenía dinero para
pagarlos. Y ahora la amiga de la señora White hablaba de llamar a la Policía…
Quería contarle la verdad, pero ahora apenas si sabía cuál era. Había pensado
que cuando hablara con ella sabría qué era lo que quería decir, pero ahora,
mientras el olor a verduras se iba haciendo cada vez más fuerte y el dolor de
cabeza más intenso, supo que lo que quería de ella era algo más íntimo y
personal, una palabra que estaba envuelta en sombras azules…
Más tarde, esa misma noche, solo en su habitación, sacó su libreta azul de
debajo de la cama y, en vez de su diario, empezó a escribir un relato.
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Es interesante la forma en que este relato aborda la evolución del
proceso creativo. Si no te importa, me gustaría pasárselo a algunos de mis
alumnos… ¿O lo comentamos aquí?
4
Eleanor Vine pasó por casa esta noche, mientras mamá se estaba preparando
para salir, y aprovechó la oportunidad para meterse con un servidor. Al parecer,
mi continuada ausencia en el grupo de escritura terapéutica no ha pasado
desapercibida y ha suscitado comentarios. Evidentemente, ella no asiste a las
clases —demasiada gente, demasiada mugre—, pero supongo que Terri debe de
haber dicho algo.
La gente suele hablar con Eleanor. De alguna forma, parece invitar a hacer
confidencias. Soy perfectamente consciente de que debe matarla el hecho de
que me conoce desde siempre y aun así no sabe nada nuevo sobre mí desde que
tenía cuatro años…
—Deberías volver —dice—. Tienes que salir más, hacer nuevas amistades.
Además, se lo debes a tu madre…
¿Que se lo debo a mi madre? No me hagas reír.
Me ajusté el auricular del iPod. Es la única forma de enfrentarme a ella. La
voz áspera de Jarvis Cocker me confió que, si tuviera la oportunidad, mataría a
alguien como Eleanor…
Ella me dirigió una mirada de desconfiado reproche.
—Me han dicho que hay alguien que te echa de menos.
—¿En serio? —dije, fingiendo inocencia.
—Venga, no seas tímido. A ella le gustas —dijo, propinándome un codazo—.
Podría ser peor.
—Sí, gracias, señora Vine.
¡Estúpida metomentodo! Como si una colección de cretinos y perdedores
fuera capaz de decir algo interesante. Sé a quién se refiere, y no me interesa. A
través del auricular, la voz de Cocker cambia de registro y se eleva
lastimeramente una octava:
No me creas si afirmo ser tu amigo,
porque si tengo la oportunidad, sé que volveré a matar…
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Tenemos que hablar sobre esto, chicodeojosazules. Creo que la
forma en que desarrollas la ficción incluy e apuntes muy interesantes acerca
de tus relaciones familiares. ¿Por qué no me mandas un mensaje hoy a
última hora? Me gustaría mucho hablar de esto contigo.
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Hola de nuevo. ¿Nos conocemos?
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: Por favor, Jenny, dime si nos conocemos.
6
Todo el mundo lo hace. Todo el mundo miente. Todo el mundo adorna la verdad
para encajar: desde el pescador que exagera el tamaño de la carpa que se le
escapó hasta la memoria del político se transforma el metal de la experiencia
para convertirlo en el oro de la historia. Incluso en el diario de chicodeojosazules
(escondido en su casa, debajo del colchón) había más deseos incumplidos que
hechos reales, y en él se detallaba con patética esperanza la vida de un niño que
él nunca podría ser —un niño con padre y madre, un niño que tenía amigos, un
niño que hacía cosas normales, que iba a la play a el día de su cumpleaños, un
niño que quería a su madre—, consciente de que la verdad, que era mucho más
cruda, se escondía bajo la superficie, esperando pacientemente a quedar al
descubierto a raíz de un cambio inesperado.
Ben suspendió el examen de ingreso en el St. Oswald. Tendría que haberlo visto
venir, por supuesto, pero le habían dicho tantas veces que lo aprobaría que todo el
mundo lo dio por sentado, como si se tratara de superar una frontera amiga,
como si no se tratara más que de un pequeño trámite para asegurar su entrada en
el St. Oswald y, por consiguiente, su éxito…
No es que el examen fuera muy difícil. De hecho, a él le pareció bastante
fácil… o eso habría pensado, en el caso de que lo hubiese terminado. No
obstante, aquel lugar, con sus olores, pudo con él, y también aquella cavernosa
sala llena de uniformes, y las listas de nombres en la pared, y los rostros cursis y
hostiles del resto de los alumnos.
El médico dijo que fue un ataque de pánico. Una reacción física ante el
estrés. Empezó con un dolor de cabeza que, a mitad del primer examen, fue a
más y se convirtió en un torbellino de olores y colores que lo empaparon como si
se tratara de una lluvia tropical y que empezó a golpearlo hasta dejarlo
inconsciente en el suelo de madera del St. Oswald.
Se lo llevaron al hospital de Malbry, donde él suplicó que lo internaran. Sabía
que su beca se había esfumado, que su madre se pondría hecha una furia y que
la única manera de evitar los problemas era consiguiendo que los médicos
estuvieran de su parte.
Sin embargo, una vez más, la suerte le fue esquiva. La enfermera llamó a su
madre inmediatamente, y el profesor que le había acompañado —un tal doctor
Devine, un hombre flaco cuy o nombre era de un color verde oscuro turbio— le
contó lo que le había ocurrido.
—¿Dejarán que vuelva a hacer el examen, verdad?
La tan deseada beca fue lo primero en lo que pensó su madre. Luego, para
empeorar las cosas, Ben se puso mejor, y apenas quedaban rastros de su dolor de
cabeza. Su madre le miró brevemente con sus ojos negros, aunque lo suficiente
como para darle a entender que se iba a enterar.
—Me temo que no —repuso el doctor Devine—. Ésa no es la política del St.
Oswald. De todas formas, si Benjamin quiere hacer el examen oficial…
—¿Quiere decir que no podrá conseguir la beca?
Su madre entornó los ojos hasta que se convirtieron en dos rendijas.
El doctor Devine se encogió ligeramente de hombros.
—Me temo que la decisión no depende de mí. Tal vez podría intentarlo el año
que viene…
Su madre dio un paso al frente.
—Usted no lo entiende…
Sin embargo, el doctor Devine y a había tenido bastante.
—Lo lamento, señora Winter —dijo, dirigiéndose hacia la puerta del hospital
—. No podemos hacer excepciones con nadie.
Su madre mantuvo la calma hasta que llegaron a casa. Y entonces se desató
su ira. Primero con el trozo de cable eléctrico y luego con las manos y los pies,
mientras Nigel y Brendan lo contemplaban todo como dos monos enjaulados
desde el rellano superior de la escalera, los rostros apretados contra las barras de
madera.
No era la primera vez que le pegaba. En alguna que otra ocasión les había
pegado a los tres, sobre todo a Nigel, aunque también a Benjamin e incluso al
estúpido de Brendan, a quien le daba miedo todo como para meter la pata… Ésa
era la forma en que su madre los tenía bajo control.
Sin embargo, esta vez no era como las demás. Ella siempre había pensado
que Ben era excepcional. Y, al parecer, ahora no era más que un niño. Para ella,
aquella certeza fue como un shock, una terrible decepción. Bueno, eso es lo que
cree ahora chicodeojosazules. De hecho, incluso entonces debió ser consciente de
que su madre se estaba volviendo loca.
—¡Mientes! ¡Tú no estás enfermo, desgraciado!
—¡No, mamá! ¡Por favor! —gimoteó Ben, tratando de protegerse la cara
con las manos.
—¡Has desaprovechado ese examen a propósito, Ben! ¡Me has defraudado a
propósito!
Le agarró por el pelo con una mano y le obligó a apartar la mano del rostro
para golpearle de nuevo.
Él cerró los ojos y buscó las palabras, las palabras mágicas para apaciguar a
la bestia. Y entonces tuvo una inspiración…
—¡Por favor, mamá! No es culpa mía. ¡Por favor, mamá! Te quiero…
Entonces ella se detuvo, el puño en alto, como un guante de gemas, y un ojo
levantado, con expresión maligna.
—¿Qué has dicho?
—Te quiero, mamá
Entonces, cuando Ben hubo ganado un poco de terreno, tuvo que consolidar su
posición. Estaba temblando, y se había echado a llorar. No le costó demasiado
conseguir su objetivo. Mientras se pegaba a ella, lloriqueando, y sus hermanos
seguían mirando desde lo alto de las escaleras, se dio cuenta de que era muy
bueno en eso, que si jugaba bien sus cartas, sobreviviría. Todo el mundo tenía su
talón de Aquiles. Y Ben acababa de encontrar el de su madre.
Luego vio que Brendan abría unos ojos como platos detrás de las barras de la
escalera. Por un momento, su hermano le sostuvo la mirada, y de repente se
convenció de que Bren, que nunca leía, había leído su mente con la misma
facilidad con la que él era capaz de leer un libro de Lady bird.
Su hermano apartó los ojos de inmediato, pero no antes de que Ben hubiera
visto esa mirada; una mirada que expresaba que lo había entendido todo. ¿Era
realmente tan evidente, o es que tal vez se había equivocado con respecto a Bren?
Durante años le había considerado simplemente como un gordo inútil que sólo
ocupaba espacio, pero ¿hasta qué punto conocía Benjamin al retrasado de su
hermano? ¿Cuántas cosas había dado por sentadas? Ahora se preguntaba si no se
habría equivocado, si Bren no sería más listo de lo que él imaginaba. Lo bastante
listo como para haber comprendido su comportamiento. Lo bastante listo como
para que representara una amenaza…
Se liberó del abrazo de su madre. Bren seguía en las escaleras, asustado y de
nuevo con su habitual expresión estúpida. Sin embargo, Ben sabía que estaba
fingiendo. Tras ese disfraz insulso, su hermano, el que vestía de marrón, estaba
interpretando un papel de más calado. No sabía de qué se trataba…, aún no. Sin
embargo, a partir de aquel momento, Benjamin supo que algún día tendría que
enfrentarse a Bren…
Escribe un comentario:
Albertine: ¿Estás seguro de saber adónde quieres ir a parar con esto?
chicodeojosazules: Sí, bastante seguro. ¿Y tú?
Albertine: Yo te sigo. Siempre lo he hecho,
chicodeojosazules: Ah, las nieves de antaño…
8
Sí, así fue como empezó todo. Con una mentirijilla inocente, blanca como la
nieve. Blancanieves, como en el cuento… ¿Quién iba a pensar que la nieve podía
ser peligrosa, que esos besitos húmedos caídos del cielo podían convertirse en
algo mortal?
Se trata del momento, de cómo esa pequeña e irreflexiva mentira creó su
propio momento. Una piedra puede provocar una avalancha. A veces, una
palabra puede provocar lo mismo. Y una mentira puede convertirse en la
avalancha, arrollándolo todo a su paso, aplastando, sepultando y dando una nueva
forma al mundo, reescribiendo el rumbo de nuestras vidas.
Emily tenía cinco años y medio cuando su padre la llevó a la escuela donde
impartía clases. Hasta entonces había sido un lugar misterioso —remoto y
seductor, como todos los lugares míticos— sobre el que a veces discutían sus
padres cuando estaban sentados a la mesa. Sin embargo, no era algo que
ocurriera muy a menudo: Catherine detestaba lo que ella llamaba la cháchara de
Patrick y normalmente solía llevar la conversación hacia otros temas cuando
más interesante se ponía. Emily pensaba que una escuela era un sitio al que iban
los niños para aprender, o eso era lo que decía su padre, aunque Catherine
parecía no estar de acuerdo con él.
—¿Cuántos niños?
Botones en una caja, judías en un bote.
—Cientos.
—¿Niños como y o?
—No, Emily, como tú no. St. Oswald es una escuela solamente para chicos.
Por aquel entonces, Emily era una lectora voraz. Los libro infantiles en braille
eran difíciles de encontrar, pero su madre había creado libros táctiles con fieltro
y bordados, y su padre se pasaba varias horas al día transcribiendo cuentos
minuciosamente, todos ellos escritos al revés con la vieja máquina de estampar.
Emily también sabía sumar, restar, multiplicar y dividir. Había aprendido las
vidas de los grandes artistas, había estudiado mapas del mundo en relieve y el
sistema solar. Conocía la casa por dentro y por fuera. Tenía nociones sobre
plantas y animales gracias a las frecuentes visitas a la granja infantil. Sabía jugar
al ajedrez y también tocaba el piano, una pasión que compartía con su padre, y
los mejores ratos los pasaba con él, aprendiendo escalas y acordes y estirando
sus manitas en un vano intento por tocar una octava.
Sin embargo, apenas sabía nada sobre los otros niños. Oía sus voces cuando
jugaba en el parque. En una ocasión acarició a un bebé cuy o olor era
ligeramente agrio y cuy o tacto le recordó a un gato dormido. La vecina de al
lado era la señora Brannigan, y por algún motivo era de una clase inferior…,
quizás porque era católica o porque su casa era de alquiler, mientras que la suy a
era de propiedad. La señora Brannigan tenía una hija un poco may or que Emily
con la que a ella le habría gustado jugar, pero su acento era tan marcado que la
primera y única vez que hablaron, Emily no había entendido ni una sola palabra.
No obstante, el padre de Emily trabajaba en un sitio donde había centenares
de niños que aprendían matemáticas, geografía, francés, latín, arte, historia,
música y ciencias y que se peleaban en el patio, gritaban, hablaban, hacían
amigos, se perseguían, comían en un inmenso comedor y jugaban al críquet y al
tenis en la hierba.
—Me gustaría ir a la escuela —dijo Emily.
—No te gustaría. —Fue Catherine quien respondió, con esa nota de
advertencia en su voz—. Basta de cháchara, Patrick. Sabes que eso la pone
nerviosa.
—No me pone nerviosa. Me gustaría ir.
—Quizás podría llevármela conmigo algún día. Sólo para que vea…
—¡Patrick!
—Lo siento. Sólo…, bueno, y a sabes. El mes que viene se celebra el
concierto de Navidad, cariño. En la capilla de la escuela. Yo soy el director, y a
la niña le gusta…
—¡No oigo nada de lo que estás diciendo, Patrick!
—A la niña le gusta la música, Catherine. Deja que me la lleve conmigo. Sólo
esta vez.
Así pues, sólo por una vez, Emily fue a la escuela. Puede que fuera gracias a
su padre, aunque sobre todo fue porque Feather apoy ó el plan. Feather creía
fervientemente en el poder curativo de la música; además, hacía poco que había
leído La sinfonía pastoral, de Gide, y pensaba que un concierto podría estimular la
cada vez menos efectiva terapia del color de Emily.
Sin embargo, la idea no convencía a Catherine. Ahora creo que en parte se
trataba de un sentimiento de culpa, la misma culpa que la había conducido a
hacer desaparecer de la casa cualquier prueba de la pasión de Patrick por la
música. El piano era la excepción; aun así, había sido relegado al cuarto de los
trastos, entre cajas llenas de papeles y ropa vieja, donde se suponía que Emily no
debía entrar. Sin embargo, el entusiasmo de Feather inclinó la balanza y la noche
del concierto se dirigieron todos a St. Oswald. Catherine olía a trementina y a
rosas (un olor rosa, le dice ella a Emily, unas rosas muy bonitas), Feather hablaba
en voz alta y muy deprisa, y el padre de Emily la acompañaba delicadamente
con una mano posada en su hombro, tratando de evitar que resbalara en la
húmeda nieve de diciembre.
—¿Estás bien? —susurró él cuando se estaban aproximando a su destino.
—Mmmm.
Se había sentido decepcionada al enterarse de que el concierto no se
celebraba en la escuela propiamente dicha. Le habría gustado ver el lugar donde
trabajaba su padre; entrar en las aulas, con sus pupitres, aspirar el olor a tiza y a
cera y escuchar el eco de sus pasos en el suelo de madera. Más adelante pudo
disfrutar de todas esas cosas, pero el evento iba a celebrarse en la capilla, con el
coro de St. Oswald y su padre como director, que entendió que significaba algo
así como guiar, mostrarles el camino a los cantantes.
Era una noche fría y húmeda que olía a humo. Desde la calle llegaba el ruido
de los coches, de los timbres de las bicicletas y las voces de la gente,
amortiguadas por el aire cubierto de niebla. A pesar de que llevaba el abrigo de
invierno, Emily tenía frío; sus zapatos, de suelas muy finas, chapoteaban sobre el
camino de grava, y unas húmedas gotas cubrían sus cabellos. En cierto modo, la
niebla hace que los espacios abiertos parezcan más pequeños, de la misma forma
que el viento ensancha el mundo, haciendo que los árboles crujan y se eleven.
Aquella noche, Emily se sentía muy pequeña, aplastada por el aire inmóvil. De
vez en cuando, alguien pasaba junto a ella —notaba el roce de los abrigos de las
mujeres, o puede que fuera el traje de algún hombre— y oía parte de una
conversación antes de que se alejaran.
—¿No habrá demasiada gente, Patrick? A Emily no le gustan las multitudes.
De nuevo, fue Catherine quien dijo eso, con la voz tensa, como el canesú del
mejor vestido de domingo de Emily, que era muy bonito (y de color rosa) y
había sido rescatado del armario para una última ocasión antes de que le quedara
pequeño.
—No pasa nada. Tenéis asientos en primera fila.
En realidad, a Emily le daban igual las multitudes. Lo que no le gustaba era el
barullo: esas voces monótonas y distantes que lo confundían y lo estropeaban
todo. Se cogió con fuerza de la mano de su padre y se la estrujó. Un apretón
significaba Te quiero; dos, Yo también te quiero. Aquél era otro de sus pequeños
secretos, como el hecho de que ella era capaz de tocar una octava si levantaba la
mano sobre las teclas y que podía interpretar la melodía principal de Para Elisa
mientras su padre tocaba los acordes.
En el interior de la capilla hacía frío. Los padres de Emily no iban a la iglesia
—aunque su vecina, la señora Brannigan, sí lo hacía— y sólo había entrado en St.
Mary en una ocasión, para escuchar el eco. La capilla de St. Oswald sonaba
igual; sus pasos rebotaban en el suelo liso y duro, y todos los ruidos de aquel lugar
parecían elevarse, como cuando la gente sube una escalera y habla mientras lo
hace.
Más tarde, su padre le explicó que eso se debía a que el techo era muy alto,
aunque ella se imaginaba que el coro estaría sentado por encima de ella, como
los ángeles. También notó un olor, parecido al pachuli de Feather, aunque más
intenso y ahumado.
—Eso es el incienso —le dijo su padre—. Lo queman en los santuarios.
Santuarios. Su padre le había explicado el significado de esa palabra. Era un
lugar donde puedes sentirte a salvo. Incienso, tabaco Clan y voces de ángeles.
Santuarios.
Ahora, a su alrededor había movimiento. La gente hablaba, aunque lo hacía
en voz más baja de lo habitual, como si les diera miedo el eco. Cuando su padre
se fue para reunirse con los miembros del coro y Catherine le describía el
órgano, la capilla y las ventanas, Emily escuchó varios cuchicheos en todo el
recinto, luego el ruido de la gente sentándose y finalmente un chis cuando el coro
empezó a cantar.
Fue como si algo se hubiera roto y hubiera brotado en su interior. Ése, y no el
trozo de arcilla, es el primer recuerdo de Emily : sentada en la capilla de St.
Oswald, con lágrimas rodando por sus mejillas hasta su boca, sonriente, y la
música, la maravillosa música elevándose a en torno a ella.
Oh, no, no era la primera vez que escuchaba música, aunque el familiar
repiqueteo de su viejo piano o los diminutos transistores de la radio de la cocina
no eran capaces de transmitir más que una pequeña parte de aquello. No tenía
palabras para definir lo que estaba escuchando ni expresión alguna para describir
aquella nueva experiencia. Era, simple y llanamente, un nuevo despertar.
Después, su madre trató de embellecer la historia, como si eso le hiciera
falta. A ella nunca le había gustado la música religiosa, y mucho menos los
villancicos, con aquellas melodías tan simples y sus empalagosas letras. Algo de
Mozart habría sido mucho más apropiado, aunque la ley enda tiene una docena de
variaciones —desde Mozart a Mahler, pasando por el inevitable Berlioz—, como
si la complejidad de la música tuviese alguna relación con los sonidos en sí
mismos o las sensaciones que éstos evocaban.
En realidad, la pieza no era más que una versión a cappella de un viejo
villancico.
En medio del crudo invierno,
el viento hizo gemir las heladas.
La Tierra era dura como el hierro,
y el agua como una piedra.
Sin embargo, hay algo único en las voces de esos chicos; una cualidad trémula,
no del todo relajada, como si estuvieran a punto de perder el tono
permanentemente. Es un sonido que combina una dulzura de tono casi
sobrehumano con una aspereza que resulta casi dolorosa.
Ella escuchó en silencio los primeros compases, sin estar muy seguro de qué
era lo que estaba oy endo. Luego las voces se elevaron de nuevo:
En la segunda nieve, las voces rozaron esa nota, ese fa agudo que siempre había
ejercido en ella un punto de misteriosa presión, y Emily empezó a llorar. No de
pena, ni siquiera de emoción: fue simplemente un reflejo, como ese cosquilleo
en las papilas gustativas después de haber comido algo agrio, o el picor que
produce el chile en la garganta.
Nieve sobre nieve, nieve sobre nieve, cantaban, y todo su cuerpo
reaccionaba: se estremecía, sonreía, levantaba su rostro hacia el techo invisible y
abría la boca como un pajarito, esperando sentir los sonidos como si fueran copos
de nieve cay endo sobre su lengua. Durante casi un minuto, Emily permaneció
sentada en el borde de su asiento, temblando; en ocasiones, las voces de los
chicos se elevaban hasta alcanzar ese extraño fa agudo, esa mágica nota que era
como un helado y un dolor de cabeza, y las lágrimas seguían fluy endo de sus
ojos. Sintió un hormigueo en el labio superior; sus dedos estaban entumecidos.
Tenía la sensación de que estaba tocando a Dios…
—¿Qué te ocurre, Emily ?
Era incapaz de contestar. Lo único que importaba eran los sonidos.
—¡Emily !
Cada nota parecía partir su cuerpo de una forma deliciosa; cada acorde era
un milagro de forma y textura. Las lágrimas seguían rodando por sus mejillas.
—Algo le pasa. —La voz de Catherine le llegó desde la lejanía—. Me la llevo
a casa, Feather. —Emily se dio cuenta de que su madre empezaba a moverse y
tiraba de su abrigo, que había usado como cojín—. Levántate, cariño; no
deberíamos haber venido.
¿Era regocijo lo que había en su voz? Notó la mano en su frente, húmeda y
febril.
—¡Está ardiendo! Échame una mano, Feather…
—¡No! —exclamó Emily, en un susurro.
—Emily, cariño, estás muy nerviosa.
—Por favor…
Sin embargo, su madre y a la estaba levantando. Catherine la había rodeado
con los brazos. Tras su caro perfume, notó un fugaz olor a trementina. Buscó
desesperadamente algo, algún hechizo que pudiera detener a su madre: algo
capaz de expresar la imperiosa necesidad de quedarse, de escuchar…
—Por favor, la música…
A tu madre no le gusta demasiado la música. La voz de su padre, remota pero
clara.
Pero ¿qué era lo que le gustaba a Catherine? ¿Por qué siempre que hablaba
era para dar órdenes?
Se habían levantado de sus asientos. Emily intentó defenderse y se rompió
una costura de la manga de su vestido, que le quedaba demasiado ajustado. Su
abrigo, con el cuello de piel, la asfixiaba. Le llegó nuevamente el olor a
trementina, el olor de la fiebre de su madre, de su locura.
Y, de pronto, Emily comprendió, con una madurez impropia de su edad, que
nunca conocería la escuela de su padre, que nunca asistiría a otro concierto, que
nunca jugaría con otros niños para evitar que le hicieran daño o la empujaran, y
que nunca correría por el parque para impedir que sufriera una caída.
Si ahora se iban, pensó Emily, entonces su madre siempre se saldría con la
suy a, y la ceguera, que a ella nunca la había preocupado de verdad, acabaría
pesándole como una piedra atada al rabo de un perro y acabaría cay endo.
Debe de haber alguna palabra, se dijo; alguna palabra mágica que obligara a
su madre a quedarse. Sin embargo, Emily sólo tenía cinco años y no conocía
ninguna palabra mágica, y ahora caminaba por el pasillo flanqueada por su
madre y Feather, mientras las voces fluían a su alrededor como un río.
Y entonces dio con ello. Fue tan sencillo que se asombró ante su propia audacia.
Se dio cuenta de que sí conocía las palabras mágicas. Conocía docenas de ellas;
las había aprendido casi desde la cuna, aunque hasta entonces no les había
encontrado ninguna utilidad. Conocía su tremenda energía. Emily abrió la boca,
aquejada por una repentina y demoníaca inspiración.
—Los colores —susurró.
Catherine White se paró en seco.
—¿Qué has dicho?
—Los colores. Quiero quedarme. Por favor… —Emily respiró
profundamente—. Quiero escuchar los colores.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Has sido muy valiente colgando esto, Albertine. Sabes muy
bien que voy a corresponderte…
9
Escuchar los colores. ¡Por favor! No me digáis que era inocente; no me digáis
que, incluso entonces, no sabía exactamente lo que estaba haciendo. La señora
White lo sabía todo acerca de Chico X y su sinestesia. Sabía que el doctor
Peacock estaría ahí. Era muy fácil soltarle un rollo, y más fácil aún tragárselo
después de que Emily reaccionara empezando a oír los colores.
Ben iba a la escuela y estaba en primero. Imagináoslo en aquella época: un
chico del coro, limpio y con el uniforme azul de St. Oswald bajo la recargada
sotana. Sé lo que estáis pensando. Suspendió el examen. Pero eso sólo afectaba a
la beca. Con el dinero que había ahorrado y con la ay uda del doctor Peacock, su
madre, finalmente, se las había arreglado para mandarle a St. Oswald, no como
becario, sino como un alumno de pago, y ahí estaba él, en la primera fila del
coro de la escuela, harto de todo. Y, por si aún no le habían demostrado
suficientemente todo su desprecio, los otros chicos nunca le dejarían en paz, por
no hablar de Nigel, que había sido obligado a ir al concierto a rastras y después le
daría su merecido con pullas, patadas y puñetazos.
Había rezado en vano para que la pubertad arruinara su voz y le liberara de todo
aquello. Sin embargo, mientras sus compañeros de clase se desarrollaban y
empezaban a apestar a macho, Ben seguía siendo flaco, femenino y pálido, con
una espeluznante y desafinada voz de tiple.
La Tierra era dura como el hierro,
y el agua como una piedra…
Escribe un comentario:
Albertine: Bonita respuesta, chicodeojosazules.
chicodeojosazules: Me alegra que te hay a gustado, Albertine.
Albertine: Bueno, puede que gustar no sea la palabra exacta…
chicodeojosazules: Bonita respuesta, Albertine.
10
Escuchar los colores. Tal vez recuerdes la frase. Esa cháchara, propia de un
adulto, debió de sonar increíblemente conmovedora en la boca de una niña ciega
de cinco años. Sea como fuere, resolvió el problema. Escuchar los colores. Sin
saberlo, Emily acababa de abrir la caja de las palabras mágicas, y se sentía
ebria con el poder que tenían y con el suy o propio, dando órdenes como si fuera
un pequeño general, unas órdenes que Catherine y Feather —y más adelante, por
supuesto, también el doctor Peacock— obedecieron con incondicional regocijo.
—¿Qué ves?
Un acorde disminuido en fa menor. Las palabras mágicas se desplegaban
como el papel para envolver regalos, una tras otra.
—Rosa, azul, verde, violeta. Es precioso.
Su madre aplaude, encantada.
—Sigue, Emily. Cuéntame más.
Un acorde en fa may or.
—Rojo, naranja, ma-gen-ta, negro.
Era como un despertar. El poder infernal que acababa de descubrir en su
interior había florecido de una forma asombrosa, y, de pronto, la música entró a
formar parte de su plan de estudios. Sacaron el piano del cuarto de los trastos y lo
volvieron a afinar; las clases secretas de su padre se convirtieron en algo oficial,
y a Emily se le permitió practicar siempre que le apeteciera, incluso mientras
Catherine estaba trabajando. Luego se presentó la prensa local y empezaron a
llegar montones de cartas y obsequios.
La historia tenía mucho potencial. De hecho, tenía todos los ingredientes
necesarios: un milagro en Navidad; una niña ciega muy fotogénica; música; arte;
la ciencia de un hombre de la calle, cortesía del doctor Peacock, y una gran
polémica en el mundo artístico que provocó toda clase de preguntas en los
periódicos durante casi tres años y dio lugar a toda clase de especulaciones. Al
final, tal y como había hecho la prensa, la televisión también se interesó por el
caso. También salió un single —que figuró entre las diez canciones de más éxito
— de un grupo cuy o nombre no recuerdo. Más adelante, la canción sonó en una
película de Holly wood —una adaptación del libro— en la que Robert Redford
interpretó al doctor Peacock y una jovencísima Natalie Portman a la niña ciega
que podía ver la música.
Al principio, Emily lo llevó bien. Después de todo, era muy pequeña, y no
tenía ninguna base para poder establecer comparaciones. Además, era muy
feliz: escuchaba música todo el día, estudiaba lo que más le gustaba y todo el
mundo estaba encantado con ella.
Durante aproximadamente los siguientes doce meses, Emily asistió a muchos
conciertos y a varias funciones de La flauta mágica, el Mesías y El lago de los
cisnes y visitó en varias ocasiones la escuela de su padre para poder
familiarizarse con los instrumentos a través del tacto.
Las flautas, con su cuerpo estilizado y sus complicadas claves; los abombados
chelos y los dobles bajos; las trompas y las tubas, como las jarras de una cantina
llenas de sonidos; los violines, anchos por abajo y estrechos por arriba; las
campanas; los tambores, grandes y pequeños; los címbalos y los platillos, y los
triángulos, las trompetas y las panderetas.
A veces, su padre tocaba para ella. En ausencia de Catherine, era otro:
contaba chistes, era exuberante, hacía bailar a Emily al son de la música,
mareándola hasta que se echaba a reír. A él le hubiera gustado ser músico
profesional, pero había pocas oportunidades para un intérprete de clarinete
clásico a quien le apasionaba Acker Bilk, y sus pequeñas ambiciones pasaron
totalmente desapercibidas.
Sin embargo, el cambio que se operó en Catherine tenía otro lado. A Emily le
llevó varios meses descubrirlo, y mucho más tiempo comprenderlo. En ese punto
es donde mis recuerdos pierden toda su cohesión; la realidad se funde con la
ley enda, de modo que no puedo confiar en mí misma a la hora de ser precisa o
fiel a la verdad. Sólo los hechos hablan por sí mismos, y aun ellos entran en
conflicto, se cuestionan, se malinterpretan, hasta el punto de que sólo quedan
restos de lo que podría mostrarme cómo fueron realmente las cosas.
Los hechos. Ya debes conocer la historia. Esa noche, entre el público, sentado
en la tercera fila, había un hombre llamado Graham Peacock. Tenía sesenta y
siete años y era una personalidad local muy popular, un célebre gourmet, un
excéntrico muy agradable y un generoso mecenas artístico. Esa noche de
diciembre, durante el concierto de villancicos en la capilla de St. Oswald, el
doctor Peacock se vio metido en un incidente que iba a cambiar su vida.
Una niña pequeña —la hija de un amigo suy o— sufrió una especie de ataque
de pánico. Su madre intentó sacarla de allí, y durante la refriega —la niña peleó
vehemente para poder quedarse, mientras su madre intentaba arrastrarla con
idéntica energía—, el doctor oy ó pronunciar una frase a la niña que le golpeó
como si se tratara de una revelación.
Escuchar los colores.
En aquel momento, Emily apenas entendió la importancia de lo que acababa
de decir. Sin embargo, el interés del doctor Peacock dejó a su madre en un estado
que lindaba con la euforia; en casa, Feather descorchó una botella de champán, e
incluso su padre parecía contento, aunque puede que eso sólo se debiera al
cambio que había experimentado Catherine. No obstante, no aprobaba todo
aquello; más adelante, cuando empezó todo, la suy a fue la única voz discrepante.
Huelga decir que nadie le hizo caso. Al día siguiente, la pequeña Emily fue
convocada en Fireplace House, donde se llevaron a cabo todas las pruebas
habidas y por haber para confirmar su talento especial.
Todo esto era nuevo para Emily, por no hablar de Feather y Catherine. Sin
embargo, entendió la idea —evidentemente, todos habían oído hablar del Chico x
—, y, por lo que había oído acerca de su talento especial, no se alejaba en exceso
de las asociaciones de palabras, las clases de arte y las terapias de color que
había aprendido con su madre. En ese momento tenía cinco años y medio y
muchas ganas de complacer a todos y más aún de estudiar.
El acuerdo fue muy simple. Por las mañanas, Emily iría a la casa del doctor
Peacock para sus clases de música y otras materias, y por las tardes tocaría el
piano, escucharía discos y pintaría. Ésas eran sus únicas obligaciones, y como le
permitían escuchar música mientras estudiaba, no le supuso ninguna carga. A
veces, el doctor Peacock le hacía algunas preguntas y grababa sus respuestas.
Dime, Emily, ¿qué ves?
Una nota suelta elegida al azar en el viejo piano de Fireplace House. Sol es de
color añil, casi negro. Una simple tríada lleva la cosa un poco más lejos; luego un
acorde —sol menor, con una séptima disminuida en el bajo— se resuelve con
una aterciopelada caricia violeta.
Él anota el resultado en su libreta.
¡Excelente, Emily! Ésa es mi chica.
Luego, una serie de acordes bajos: un re menor agudo, un re disminuido, un
mi bemol en séptima. Ella señala los colores, marcados en braille en la caja de
pinturas.
Emily tiene casi la sensación de estar tocando un instrumento, con las manos
apoy adas en las pequeñas teclas de colores, y el doctor Peacock lo apunta todo
en su rústico bloc. Luego toman un té junto a la chimenea: en donde Patch II, el
Jack Russell del doctor está resoplando ante las galletas y haciéndole cosquillas a
Emily en las manos hasta que ella se echa a reír. El doctor Peacock habla con su
perro como si él también fuera un viejo alumno, y eso no hace sino provocar
más risas en Emily ; en cuestión de poco tiempo, eso entra a formar parte de sus
clases.
—A Patch II le gustaría saber —dice el doctor, con su voz de fagotsi a la
señorita White le apetecería echar un vistazo a mi colección de discos…
Emily deja escapar una risita tonta.
—¿Se refiere a si quiero escucharlos?
—A mi peludo colega le encantaría.
En el momento justo, Patch II lanza un ladrido.
Emily se echa a reír.
—De acuerdo —dice.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¡Oh, sí!
Albertine: ¿Significa eso que quieres más?
chicodeojosazules: Si tú puedes soportarlo, entonces y o también…
11
Evidentemente, casi todo esto son especulaciones. Estos recuerdos no son míos;
pertenecen a Emily White. Como si Emily fuera un testigo fiable… Y aun así, su
voz —su lastimero agudo— me llama a través del tiempo. ¡Ayúdame, por favor!
¡Sigo viva! ¡Todos vosotros me enterrasteis viva!
—Rojo. Rojo oscuro. Granate veteado de púrpura.
El Nocturno número 2 en mi bemol mayor de Chopin. Tiene buen oído para la
música, y a los seis años y a es capaz de distinguir la may oría de los acordes,
aunque la inquietante doble hilera cromática aún escapa a la destreza de sus
gordos dedos. Eso no preocupa al doctor Peacock; él está mucho más interesado
en las habilidades pictóricas de Emily que en su talento musical.
Según Catherine, y a ha enmarcado y colgado en las paredes de Fireplace
House media docena de lienzos de Emily, incluidos su Toreador, sus Variaciones
Goldberg y (el favorito de su madre) su Nocturno en ocre violeta.
—Están llenos de fuerza —dice Catherine, con voz temblorosa—. Llenos de
experiencia. Son casi místicos. La forma en que extraes los colores de la música
y los plasmas en el lienzo… ¿Sabes una cosa, Emily ? Me das envidia. Ojalá y o
pudiera ver lo que tú ves ahora.
Ningún niño sería capaz de no rendirse ante tales alabanzas. Sus cuadros
hacen felices a la gente; son elogiados por el doctor Peacock y reciben la
aprobación de sus numerosos amigos. Ella piensa que él está pensando en escribir
otro libro, basado may ormente en sus recientes descubrimientos.
Emily sabe que no es la única persona que cuenta con su apoy o en su
búsqueda de sinestetas. En su libro Más allá de los sentidos, explica el doctor, y a
ha escrito extensamente sobre el caso de un adolescente, al que se refiere
simplemente como Chico x, quien al parecer presentaba síntomas de sinestesia
olfativo-gustativa adquirida.
—¿Qué significa eso? —pregunta Emily.
—Él experimentaba sensaciones de una forma especial. O al menos
afirmaba ser capaz de hacerlo. Y ahora concéntrate en las notas, por favor…
—¿Qué clase de cosas veía? —insiste ella.
—No creo que viera nada.
Hasta que Emily apareció en escena, Chico X había sido el proy ecto favorito
del doctor Peacock. Sin embargo, entre una niña prodigio capaz de escuchar los
colores (y pintarlos) y un adolescente sensible a los olores, no había competición
posible. Además, el muchacho era un farsante, según afirmaba Catherine: se
inventaba toda clase de síntomas para llamar la atención. Y su madre era mucho
peor, decía; incluso un tonto hubiera sido capaz de ver que aquella mujer le había
obligado a hacerlo con la esperanza de sacarle dinero al doctor Peacock.
—Eres demasiado confiado, Gray —dijo ella—. Cualquiera los habría calado
a la legua. Te vieron venir, querido. Te han estado tomando el pelo.
—Pero mis pruebas demuestran claramente que el muchacho reacciona…
—El muchacho reacciona ante el dinero, Gray, igual que su madre. Una libra
por aquí, un billete de diez por allá. Todo cuenta, y antes de que tú te des cuenta…
—Mira, Cathy … Ella trabaja en el mercado, por el amor de Dios… Tiene
tres hijos, y el padre desapareció. Ella necesita alguien que…
—¿Y qué? Eso es lo que hacen la mitad de las madres de ese barrio. ¿Piensas
subvencionar a ese niño el resto de tu vida?
Bajo presión, el doctor Peacock admitió que y a había contribuido a pagar la
escuela del niño, además de ingresar varios cientos de libras en fideicomiso…
Para la universidad, Cathy; el chico es bastante brillante…
Catherine White estaba furiosa. No se trataba de su dinero, pero era como si
se lo hubieran robado de su bolsillo. Además, añadió que le parecía casi una
crueldad que ese chico se hubiese creado tantas expectativas. Seguramente
habría sido también muy feliz sin nadie que le hubiese metido ciertas ideas en la
cabeza. Sin embargo, el doctor Peacock lo había alentado y él lo había
defraudado.
—Eso es lo que has conseguido tratando de ejercer de pigmalión, Gray —
dijo ella—. No esperes gratitud por parte de ese chico… En realidad, le estás
haciendo un flaco favor al permitirle creer que puede vivir a tu costa en vez de
buscar un buen trabajo. Incluso podría acabar siendo un peligro. ¿Qué es lo que
consigues dando dinero a esa gente? Pues que compren drogas y alcohol. Las
cosas se salen de madre. No sería la primera vez que una ingenua alma caritativa
ha sido asesinada en su cama por la misma gente a la que trataba de ay udar…
Etcétera. Al final, después de las acaloradas discusiones entre el doctor
Peacock y Catherine, Chico X dejó de visitar Fireplace House y no volvió a la
casa nunca más.
Catherine fue magnánima con su victoria. Chico X había sido un error, dijo.
Al ser tan generosamente recompensado por su colaboración en los
experimentos del doctor Peacock, era normal que una persona así tratara de
aprovecharse de la situación. No obstante, ahora sí había algo real, el más
extraño de los fenómenos: un sinesteta, ciego desde su nacimiento, que había
recuperado la visión a través de la música. Era una historia fascinante, y merecía
toda la atención. Nadie iba a boicotear el carácter único del fenómeno Emily
White.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¡Oh, sí!
Albertine: ¿Significa eso que quieres más?
chicodeojosazules: Si tú puedes soportarlo, entonces y o también…
12
Eso supuso el fin para Benjamin. Lo percibió casi de inmediato, ese sutil cambio
en el énfasis, y aunque le llevó un rato morir, como una flor en un jarrón, supo
que aquella noche, en la capilla de St. Oswald, algo había terminado para él. La
sombra de la pequeña Emily White le había eclipsado casi desde el principio:
desde su historia, que era sensacional, hasta el innegable eco mediático que había
conseguido aquella niña ciega, cuy os supersentidos iban a convertirla en una
estrella en todo el país.
Ahora, las largas jornadas de Ben en la mansión se habían reducido a una
sesión diaria de una hora; compartía ese rato con Emily, sentado en silencio en el
sofá, mientras el doctor Peacock la exhibía ante él como si se tratara de una pieza
de sus colecciones —una mariposa o una figurita—, a la espera de que Ben la
admirara y compartiera su entusiasmo por ella. Lo que era aún peor era que
Brendan estaba de nuevo allí (para no perderle de vista, decía su madre, mientras
ella se iba a trabajar al mercado); su estúpido y sonriente hermano, el que vestía
de marrón, con su pelo grasiento y su aspecto abochornado, el que en raras
ocasiones hablaba, aunque se sentaba y observaba, llenando hasta tal punto a Ben
de odio y vergüenza que a veces su único deseo era salir corriendo de allí y dejar
solo a Bren —torpe, incómodo, fuera de lugar— en aquella casa que estaba
repleta de objetos delicados.
Catherine White puso fin a todo eso. No estaba bien que aquellos dos chicos
estuvieran allí, al menos sin supervisión. En aquella casa había demasiados
objetos de valor y demasiadas tentaciones. Las visitas de Benjamin fueron
reducidas nuevamente, por lo que ahora sólo acudía a la casa una vez al mes y
esperaba con Bren en las escaleras principales hasta que la señora White estaba a
punto de irse; escuchaba la música del piano, que llegaba a través del césped,
cargada de olor a pintura, por lo que cada vez que chicodeojosazules escucha ese
sonido —y a sea un preludio de Rachmaninoff o el arranque de « Hey Jude» — le
trae el recuerdo de esa época y el triste latido de su corazón cuando miraba a
través de la ventana del salón y veía a Emily sentada en el columpio,
moviéndose hacia delante y hacia atrás como un pajarito feliz…
Al principio, lo único que hacía era mirarla. Como el resto de la gente, ella lo
deslumbraba y se contentaba simplemente con admirar su ascensión, igual que el
doctor Peacock debía de haber contemplado la polilla Luna mientras luchaba por
salir de la crisálida, sobrecogido y admirado, ruborizado y puede que con cierto
pesar. Emily era muy hermosa, incluso en aquel entonces. Resultaba
sencillamente adorable. Había algo en la seguridad con la que le agarraba la
mano a su padre, con el rostro vuelto hacia él como una flor que mira al sol, o la
forma, con movimientos parecidos a los de un mono, en que se sentaba en el
taburete que había frente al piano, con una pierna doblada y un calcetín medio
caído: era inquietante y al mismo tiempo encantador. Parecía una muñeca de
porcelana y marfil que hubiese cobrado vida; de ese modo, la señora White, a
quien siempre le habían gustado las muñecas, podría vestir a su hija todo el año
con vestidos de colores brillantes y zapatos a juego salidos de un libro de cuentos.
En cuanto a nuestro héroe, chicodeojosazules…
La pubertad se había ensañado con él: le habían salido granos en la cara y en
la espalda y tenía una voz medio quebrada, que incluso ahora conserva un tono
ligeramente irregular. El tartamudeo de su niñez había ido a más. Más adelante lo
perdió, pero aquel año había empeorado tanto que algunos días apenas podía
hablar. Los olores y los colores se hicieron más intensos, y venían cargados de
migrañas que el médico le prometió que desaparecerían con el tiempo. Sin
embargo, nunca lo hicieron. Aún sigue padeciéndolas, aunque sus estrategias
para combatirlas son ahora un poco más sofisticadas.
Después del concierto de Navidad, Emily parecía pasar la may or parte de su
tiempo en la mansión. No obstante, con tanta gente presente, chicodeojosazules
raramente hablaba con ella: además, su tartamudeo le había convertido en un
muchacho tímido, y prefería mantenerse en un segundo plano, evitando que
alguien lo viera y oy era. A veces se sentaba fuera, en el porche, a leer un cómic
o una novela del oeste, feliz por estar cerca de ella, en silencio, sin armar ningún
alboroto. Además, leer era un placer del que apenas podía disfrutar en su casa,
donde su madre siempre necesitaba alguien que la ay udara y sus hermanos no lo
dejaban en paz. Decían que la lectura era cosa de maricas; daba igual lo que
escogiera: y a fuera Superman, El juez Dredd o Beano, su hermano, el que vestía
de negro, siempre se mofaba de él y le daba la lata sin cesar —¡Qué dibujos más
bonitos! ¡Oh! Dime, ¿cuál es tu superpoder?—, hasta que chicodeojosazules
acababa avergonzándose y se veía coaccionado a hacer otra cosa.
A veces, a mediados de semana, entre las visitas a la mansión, pasaba frente
a la casa de Emily con la esperanza de verla jugar en el jardín. De vez en
cuando la veía en la ciudad, aunque siempre acompañada de su madre: estaba en
guardia, como un soldadito, en algunas ocasiones flanqueada por el doctor
Peacock, que se había convertido en su protector, su mentor, su segundo padre.
¡Como si necesitara otro! ¡Como si y a no lo tuviera todo!
Tal vez parezca que tuviera envidia de Emily. Sin embargo, eso no es del todo
cierto. Lo que ocurría es que no podía dejar de pensar en ella, de estudiarla, de
espiarla. Su interés iba en aumento. Robó una cámara en una tienda de artículos
de segunda mano y aprendió a sacar fotografías. En esa misma tienda robó
también un teleobjetivo; esa vez casi lo pillaron, pero se las arregló para salir con
su trofeo antes de que el hombre que estaba detrás del mostrador —
sorprendentemente rápido teniendo en cuenta su corpulencia— pudiera darle
alcance.
Cuando su madre le dijo que y a no era bien recibido en la mansión, él no le
crey ó. Se había acostumbrado tanto a esa rutina —a sentarse en silencio en el
sofá, ley endo, bebiendo té Earl Grey y escuchando la música que interpretaba
Emily — que ser rechazado después de tanto tiempo le pareció un injusto castigo.
No era culpa suy a…, él no había hecho nada malo. Seguramente debía tratarse
de un malentendido. El doctor Peacock siempre había sido muy amable. ¿Por
qué iba a volverse en su contra?
Más adelante, chicodeojosazules lo comprendió. El doctor Peacock, a pesar
de su amabilidad, sólo había sido una nueva versión de las mujeres para las que
había trabajado su madre: fueron muy simpáticas cuando tenía cuatro años,
aunque muy pronto perdieron el interés por él. El no tener amigos y el pasar
hambre y no encontrar cariño en casa le había llevado acostumbrarse demasiado
a aquel entorno afable: los paseos por la rosaleda, las tazas de té, la simpatía… En
pocas palabras: había caído en la trampa de tomar por bondad lo que era tan sólo
compasión.
Una noche se pasó por la casa con la esperanza de descubrir la verdad. Sin
embargo, no le recibió el doctor Peacock, sino la señora White, con un vestido de
satén negro y un collar de perlas colgado de su esbelto cuello. Le dijo que no
debería estar allí, que tenía que irse y no volver nunca más; que era un chico
problemático y que ella conocía a los de su clase…
—¿Es eso lo que dice el doctor Peacock?
Bueno, eso era lo que quería decir. Sin embargo, ese día, su tartamudeo
estaba peor que nunca; tenía la boca cerrada, como si llevara unos toscos puntos,
y se dio cuenta de que apenas era capaz de pronunciar una palabra.
—Pe…, pero ¿por qué? —le preguntó él.
—No intentes fingir. No pienses que te vas a salir con la tuy a.
Por un momento se sintió invadido por la vergüenza. No sabía qué era lo que
había hecho, aunque la señora White parecía estar muy convencida de su
culpabilidad. Sus ojos empezaron a llenarse de lágrimas, y el hedor del complejo
vitamínico de su madre en la garganta estuvo casi a punto de provocarle
arcadas…
No te eches a llorar, por favor, se dijo a sí mismo. No delante de la señora
White.
Ella le miró con desprecio.
—No creas que me vas a engatusar. Deberías sentirte avergonzado.
Chicodeojosazules se sentía avergonzado. Avergonzado y, de repente,
enfadado; si hubiese podido matarla en aquel momento, lo habría hecho sin
dudarlo ni un instante y sin sentir remordimiento alguno. Sin embargo, era tan
sólo un colegial, y ella pertenecía a otra esfera, a una clase distinta a la que había
que obedecer sin rechistar —su madre había educado bien a sus hijos—, y el
sonido de sus palabras era como el de una púa que se le clavara en la sien…
—Por favor —dijo él, sin tartamudear.
—Vete —repuso la señora White.
—Por favor, señora White. ¿No…, no podemos ser amigos?
Ella arqueó una ceja.
—¿Amigos? No sé de qué estás hablando. Tu madre fue mi asistenta, eso es
todo. Y ni siquiera era buena. Si crees que eso te da derecho a acosarme a mí y a
mi hija, te recomiendo que te lo pienses dos veces.
—Yo no estaba a… a… co… —empezó él.
—¿Y cómo llamas tú a esas fotografías? —preguntó ella, mirándole
directamente a los ojos.
La conmoción que sintió le secó las lágrimas de golpe.
—¿Fo…, fotografías? —contestó él, muy nervioso.
Resulta que Feather tenía un amigo que trabajaba en la tienda de fotografía.
Ese amigo se lo había contado a Feather, quien a su vez se lo contó a la señora
White, que exigió ver esas fotos y las llevó inmediatamente a la mansión, donde
las utilizó para demostrar su teoría de que entablar amistad con los White había
sido un error al que el doctor Peacock debía poner remedio sin dilación…
—No pienses que no te he visto arrastrándote detrás de Emily —dijo ella—.
Sacándonos fotos…
Eso no era verdad. A ella nunca le había sacado una foto. Sólo las había
tomado de Emily. Sin embargo, no podía decírselo a la señora White ni suplicarle
que no se le contara a su madre…
Así pues, se fue, con los ojos secos y llenos de rabia y la lengua pegada a su
boca. Cuando echó un último vistazo a la mansión por encima de su hombro, vio
algo que se movía en las ventanas del piso superior. Aunque se alejó de
inmediato, chicodeojosazules tuvo tiempo de ver al doctor Peacock observándole
y protegiéndose de él con una avergonzada sonrisa…
Fue en aquel momento cuando empezó realmente todo. Ahí fue donde nació
chicodeojosazules. Más tarde, aquella misma noche, volvió a escondidas a la
casa, provisto de un bote de pintura azul y, casi paralizado por el miedo y la
culpa, garabateó su rabia en la puerta principal, la puerta que le habían cerrado
cruelmente ante las narices; luego, cuando estuvo de nuevo solo en su habitación,
sacó su maltrecha libreta azul para planear otro asesinato.
Escribe un comentario:
Albertine: ¡Oh, por favor, otro asesinato no! Llegué a pensar que íbamos a
alguna parte…
chicodeojosazules: De acuerdo, pero… me debes una…
13
Empezó siendo tan sólo eso: un diario de su vida ficticia. En las primeras
anotaciones hay una especie de inocencia, oculta entre las líneas de una letra
apretada y obsesiva. A veces recuerda la verdad: las decepciones cotidianas, la
rabia, el dolor, la crueldad… El resto del tiempo casi es capaz de creer que era
realmente chicodeojosazules…, que lo que contenía la libreta azul era real, y
Benjamin Winter y Emily White eran tan sólo el fruto de la imaginación de otra
persona. La libreta azul le ay udaba a mantener la cordura; en ella escribía sus
fantasías, sus venganzas secretas contra todos aquellos que le hacían daño y lo
humillaban.
En cuanto a la pequeña Emily …
Ahora la observaba más que nunca. A escondidas, con envidia, con nostalgia,
con amor. Durante los meses posteriores a su expulsión de la casa del doctor
Peacock siguió la carrera de Emily, su vida. Sacó cientos de fotografías.
Coleccionaba los recortes de prensa que hablaban de ella. Incluso trabó amistad
con la niña que vivía en la casa que estaba junto a la de la señora White; le
regalaba golosinas y la visitaba con la esperanza de ver fugazmente a Emily.
Durante algún tiempo, el doctor Peacock se esforzó por mantener en secreto
la identidad de Emily. En sus artículos, ella era simplemente la Niña y —una
digna sustituta de Chico x—, hasta que él y sus padres decidieron darla a conocer
al mundo. Sin embargo, chicodeojosazules sabía la verdad. Chicodeojosazules
sabía quién era. Una polilla en un bote de cristal a la espera de salir volando de su
crisálida para ir a parar directamente a una urna mortal…
Siguió sacando fotos, aunque aprendió a hacerlo con más sigilo. Consiguió dos
trabajos, que desempeñaba después de ir a la escuela —como repartidor de
periódicos y un par de noches como lavaplatos en un café—, y con su sueldo se
compró una ampliadora de segunda mano, papel fotográfico, varias bandejas y
productos químicos. Con la ay uda de algunos libros de la biblioteca aprendió el
proceso de revelado y acabó convirtiendo el sótano, que su madre no usaba para
nada, en un pequeño cuarto oscuro.
Se sentía como si le hubiera faltado un solo número para ganar la lotería… y
no le ay udaba en absoluto que su madre consiguiera hacerle sentir a todas horas
que de alguna manera había sido por su culpa, que si hubiera sido un poco más
listo y más rápido, habría podido llamar la atención y conseguir las alabanzas de
la gente.
Aquel año, su madre les dejó muy claro a sus tres hijos que la habían
defraudado. Nigel, por no conseguir mantener a ray a a sus dos hermanos; Bren,
por su estulticia; pero sobre todo Benjamin, en quien había depositado tantas
esperanzas, pero que le había fallado en todos los sentidos: en la mansión, en
casa, pero especialmente en St. Oswald. La educación de Ben en esa institución
tan exclusiva se había revelado como el may or fracaso de todos, y había
frustrado las expectativas de su madre de que su hijo estaba destinado a grandes
cosas. De hecho, él había odiado esa escuela desde el principio, y sólo su relación
con el doctor Peacock había evitado que lo verbalizara.
Sin embargo, ahora todo lo referente a la escuela le parecía hostil: desde los
chicos, que, igual que los del barrio, le llamaban friqui, perdedor y marica
(aunque con un acento mucho más refinado), hasta los pretenciosos nombres de
los edificios —como rotonda o porte-cochère—, unos nombres que sabían a fruta
podrida y olían a autocomplacencia y santidad.
Al igual que el complejo vitamínico, se suponía que St. Oswald era bueno
para su salud y le ay udaría a desarrollar su potencial. No obstante, después de los
tres deprimentes años que pasó allí, durante los cuales, hasta cierto punto, se
había esforzado por encajar, aún añoraba la casa del doctor Peacock, con su
chimenea y su olor a libros viejos. Echaba de menos los globos terráqueos, con
sus mágicos nombres, y, sobre todo, la forma en que el doctor Peacock solía
hablarle, como si realmente le importara…
En St. Oswald no había nadie a quien le importara. Aunque era cierto que
nadie se metía con él —bueno, al menos no de la forma en que lo hacía su
hermano—, siempre sentía que le despreciaban en silencio. Incluso los
profesores, aunque unos eran mejores que otros a la hora de disimularlo.
Le llamaban por su apellido: Winter, como si fuera un cadete del ejército. Le
machacaban con tablas y verbos irregulares. Suspiraban ruidosamente ante sus
muestras de ignorancia y le castigaban mandándole copiar frases.
Mantendré mis libros en perfectas condiciones (Nigel siempre encontraba las
copias, por mucho que él las escondiera). Mi uniforme representa a la escuela; lo
llevaré siempre con orgullo (eso fue cuando Nigel le cortó la corbata, dejándole
sólo la punta). Trataré de fingir que presto atención cuando un profesor entre en la
clase (ésa se la mandó el siempre sarcástico doctor Devine, que entró en el aula
y le encontró durmiendo sobre su pupitre).
Lo peor de todo era que realmente se esforzaba. Se esforzó por lucirse con los
trabajos escolares. Quería que sus profesores estuvieran orgullosos de él.
Mientras que algunos chicos fracasaban por ser unos holgazanes, él estaba muy
pendiente del odiado privilegio de estudiar en el St. Oswald y se esforzó mucho
por merecerlo. Sin embargo, el doctor Peacock, con su sutil desprecio por el plan
de estudios, sólo le había instruido en los temas que él consideraba importantes —
arte, historia, música, literatura inglesa—, dejando de lado las matemáticas y las
ciencias. Lo que consiguió fue que Ben se retrasara desde el primer trimestre y
que, a pesar de poner todo su empeño, nunca se pusiera al día.
Cuando el doctor los apartó de su vida, Benjamin esperó que su madre le
sacara de la escuela. De hecho, rezó con fervor para que así fuera, aunque la
única ocasión en que se atrevió a mencionárselo, ella lo golpeó con el cable
eléctrico.
—Ya he invertido demasiado en ti —le dijo, mientras volvía a enrollar el
cable—. Demasiado para permitir que ahora lo dejes.
Después de eso, sabía que era mejor no quejarse. Notó que las cosas volvían
a cambiar mientras la adolescencia hacía mella en él. Sus hermanos crecían
muy deprisa, y su madre, igual que un avispa que en octubre siente la llegada del
invierno, se volvió despiadada de la noche a la mañana, convirtiendo a sus hijos
en el blanco de todas sus frustraciones. De repente, estaban los tres bajo el fuego,
y a fuera por su forma de hablar o por el largo de su pelo, y chicodeojosazules se
dio cuenta con gran consternación de que la devoción que su madre sentía por sus
hijos había sido parte de una inversión a largo plazo que esperaba que ahora diera
sus frutos.
Nigel había dejado el instituto unos tres meses atrás, y la necesidad de
maltratar a Ben había pasado a un segundo plano frente al objetivo de encontrar
un apartamento, una novia, un trabajo y una forma de huir… de su madre, de sus
hermanos, de Malbry.
De pronto parecía mucho may or, más distante, más proclive al malhumor y
a los silencios. Siempre había sido taciturno y retraído, pero ahora parecía casi un
ermitaño. Se compró un telescopio y en las noches serenas se iba a los páramos
y volvía a casa de madrugada, lo cual no era malo en lo que se refería a Ben,
aunque irritara y angustiara a su madre.
Si Nigel encontró su válvula de escape en las estrellas, Brendan buscó otro
camino. A los dieciséis años y a pesaba veinticinco kilos más que Ben y, lejos de
intentar perder peso, complementaba sus glotones hábitos con alarmantes
cantidades de comida basura. También tenía un trabajo a tiempo parcial, en un
puesto de pollo frito en el centro de Malbry, donde, si lo deseaba, podía comer sin
parar durante todo el día y de donde volvía por las noches, entre semana, con un
paquete de comida que, si no se había quedado con hambre, engullía fría a la
mañana siguiente para desay unar, acompañado con un litro de Pepsi, antes de
salir para Sunny bank Park, donde estudiaba el último curso. Su madre esperaba
que siguiera allí hasta el curso de orientación universitaria, aunque nada de lo que
ella pudiera decir ejercía efecto alguno en el voraz hermano de Ben, que parecía
haber convertido el hecho de comer a sus espaldas en su misión en este mundo.
Ben pensaba que era tan sólo cuestión de tiempo que Brendan suspendiera los
exámenes, abandonara los estudios y se marchara de casa.
Ben sentía cierto alivio al pensar en eso. Desde que había hecho el examen de
ingreso del St. Oswald, tenía la cada vez más firme sospecha de que Bren lo
vigilaba. No era por nada que Ben hubiera dicho, sino sólo por la forma en que su
hermano lo miraba. A veces sospechaba que Bren lo seguía cuando salía; otras,
cuando entraba en su habitación, estaba convencido de que habían registrado sus
cosas: algunos libros que había dejado debajo de su cama estaban en su sitio o
desaparecían durante un par de días, para reaparecer más tarde en cualquier
lugar. No tenía ningún sentido, evidentemente, porque, ¿para qué querría Bren
esos libros? Y aun así, le inquietaba pensar que alguien tocaba sus cosas.
Sin embargo, en aquel momento, Bren era la menor de sus preocupaciones.
Habían invertido mucho en él; un montón de dinero y un montón de esperanzas.
Y ahora que iban a cobrarse los beneficios, la retirada era implanteable. Su
madre no se sometería a la humillación de escuchar a los vecinos diciendo que el
chico de Gloria Winter había dejado los estudios…
—Harás lo que y o te diga y sin protestar —dijo ella—, o te juro que te lo haré
pagar muy caro.
Te lo haré pagar muy caro era el estribillo que su madre repitió durante todo
aquel año. Y, por esa razón, durante todo ese año, sus hijos tuvieron miedo de
Gloria.
Al menos, chicodeojosazules sabía que se lo merecía; chicodeojosazules sabía
que era malo. Nadie sabía hasta qué punto. Sin embargo, su madre le dejó muy
claro que no había vuelta atrás, que defraudarla a aquellas alturas supondría el
peor de los castigos.
—Me lo debes —dijo su madre, mirando el perro de porcelana verde—. Es
más, se lo debes a él. Se lo debes a tu hermano.
¿Habría triunfado Malcom, en el caso de que hubiese sobrevivido?
Chicodeojosazules se lo preguntaba a menudo. Se ponía nervioso al pensar en
ello. Era como si estuviera viviendo dos vidas al mismo tiempo. La suy a y la de
Mal, que nunca tendría las oportunidades que él sí había tenido. El miedo le roía
como una rata en una jaula. ¿Y si le fallaba a su madre? ¿Qué haría ella?
Su válvula de escape era escribir. Guardaba su libreta azul en el cuarto
oscuro, donde ni su madre ni sus hermanos pudieran encontrarla, y todas las
noches, cuando las cosas se ponían feas, se enfrentaba al miedo escribiendo
historias. Siempre desde el punto de vista del malo, del villano, de un asesino…
Sus víctimas eran muy diversas, y sus métodos muy variados. No era un
simple disparo de chicodeojosazules. Puede que su estilo fuera cuestionable, pero
su imaginación no tenía límites. Sus víctimas morían de formas muy vistosas:
atadas en complejos aparatos de tortura, enterradas hasta el cuello en arenas
movedizas, atrapadas en diabólicas trampas mortales…
Utilizaba la libreta azul como un archivo de sus asesinatos de ficción y de
algunos experimentos reales: desde hacía poco, Ben había pasado de las avispas a
las polillas, y luego a los ratones, que eran muy fáciles de conseguir usando una
simple botella como trampa: los acelerados latidos de su corazón —amplificados
por la resonante botella— seguían el frenético ritmo de los suy os.
La trampa fue fabricada con una botella de leche, en la que Ben había
colocado un cebo. Era su forma de seleccionar a las víctimas, de separar a los
culpables de los inocentes. El ratón se sube a la botella y se come el cebo, pero
no es capaz de volver a escalar la pared. Muere con bastante rapidez —del
cansancio y de un shock—, con sus patitas rosas pedaleando contra el cristal,
como si fuera una rueda invisible.
Lo cierto es, sin embargo, que son ellos los que eligen morir. Son ellos los que
eligen meterse en la trampa con el cebo. De modo que su muerte no es culpa
suya…
No obstante, todo eso iba a cambiar.
Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Jenny ? No sabes cuánto te he echado de menos…
14
Una mentira tiene su ritmo interno. La de Emily empezó con una obertura
enardecedora, que luego remitió, dando paso a un solemne andante; estaba
elaborada a partir de diversos temas y variaciones, y emergió por fin en un
triunfal scherzo, a la espera de que la gente, puesta en pie, la ovacionara y le
dedicara un largo aplauso.
Fue su debut, su presentación oficial ante los medios de comunicación. La
Niña Y había cumplido con sus objetivos y ahora estaba preparada para saltar a la
palestra. Faltaban tres semanas para su octavo cumpleaños; era lista y elocuente.
Su trabajo era perfecto y estaba listo para ser sometido a examen. La prensa
había sido informada: iba a celebrarse una subasta de sus cuadros en una
pequeña galería de Kingsgate, en Malbry. El nuevo libro del doctor Peacock
estaba a punto de publicarse y, de repente, o eso parecía, todo el mundo hablaba
de Emily White.
El autor del artículo era un periodista entrado en años llamado Jeffrey Stuarts; en
el caso de que tuviera alma, ella ni siquiera fue capaz de olisquearla. Hablaba
siempre en un tono de voz alto, como una violenta percusión parecida a la que
producen los guisantes secos contra un bol. Olía a loción para después del
afeitado Old Spice, con la que trataba en vano de disimular el olor a sudor y a
ambiciones frustradas. Aquel día era todo amabilidad.
Resulta casi inconcebible [sigue diciendo] que estos lienzos que cuelgan
de las paredes de esta galería de Malbry sean el trabajo, realizado sin
ayuda de nadie, de esta niña tan tímida. Y aun así, hay algo inquietante en
Emily White: sus pálidas manitas, que no paran de agitarse, como una
polilla, y su cabeza, ligeramente ladeada, como si estuviera escuchando
algo que el resto de nosotros no podemos oír.
Puede que esté exagerando un poco, pero creo que esta niña tiene algo
de un lienzo en blanco, una cualidad de otro mundo que cautiva y repele
al mismo tiempo. Y sus cuadros reflejan eso, como si, de alguna manera,
esta joven artista hubiera sido capaz de penetrar en otro plano de la
percepción.
¡Oh, por favor…! Sin embargo, el hombre estaba muy contento con su
aliteración. Y se dijeron muchas cosas parecidas: inevitablemente, se mencionó
a Rimbaud. La obra de Emily fue comparada con la de Münch y Van Gogh, y
llegó incluso a sugerirse que había experimentado lo que a Feather le gustaba
llamar canalización, que quería decir que, de alguna manera, había sintonizado
con alguna frecuencia de talento abierta (vinculada posiblemente a aristas
fallecidos hacía mucho tiempo) para llevar a cabo esos deslumbrantes cuadros.
Se escribieron más cosas —muchas más— de este estilo. Una versión resumida
fue publicada en el Daily Mirror con este titular: los supersentidos de una niña
ciega. The Sun también se apuntó con algo muy parecido, en un artículo que
apareció junto a una foto de Sissy Spacek en la película Carrie. Poco después
salió un artículo más amplio en una revista llamada Aquarius Moon, junto a una
entrevista con Feather Dunne. Por entonces, la ley enda y a había nacido, y
aunque ese día en concreto aún no había ni rastro de los cuchillos que muy pronto
aparecerían en respuesta, creo que la atención la hizo sentirse incómoda. Emily
odiaba las multitudes, odiaba el ruido, y toda la gente que iba y venía, y sus voces
picoteándola como pollos hambrientos.
Ahora, el señor Stuarts estaba hablando con Feather; Emily podía oír su voz
gutural impregnada de pachuli diciendo algo acerca de hasta qué punto los niños
con capacidades diferentes solían ser a menudo anfitriones ideales para los
espíritus benévolos. A su izquierda se encontraba su madre, que, según pudo oír,
parecía estar un poco ebria: sus carcajadas, entre el humo y el ruido, eran
demasiado sonoras.
—Siempre supe que era una niña excepcional —oy ó decir Emily por encima
del parloteo—. ¿Quién sabe? Quizás sea el siguiente eslabón en la cadena
evolutiva. Uno de los niños del mañana.
Los niños del mañana. ¡Oh, esa expresión! Feather la utilizó en su entrevista de
Aquarius Moon (que y o sepa, puede que fuera ella misma quien la acuñara), y
por sí sola generó una docena de teorías que, afortunadamente, Emily
desconocía…, al menos hasta el colapso final.
Ahora sólo estaba nerviosa; se levantó de su silla y empezó a caminar hacia
la puerta abierta, guiándose con la fina pared mientras notaba el aire contra su
rostro, vuelto hacia abajo. Fuera hacía calor; podía sentir el sol del atardecer
contra los párpados y el perfume de las magnolias que le llegaba desde el parque
que había al otro lado de la calle.
Un olor blanco, decía la voz de su madre dentro de su cabeza. Una magnolia
blanca. A Emily le sonaba delicada y achocolatada, como un nocturno de
Chopin, como Cenicienta, un perfume mágico. El calor del interior de la galería,
en comparación, era opresivo; las voces de toda aquella gente —invitados,
académicos, periodistas, todos hablando a la vez y en voz muy alta—, acosándola
como un viento abrasador. Hasta entonces nunca había hecho una exposición. Se
sentó en las escaleras de la galería; había una reja de hierro y apoy ó su ardiente
mejilla contra su rugosa superficie y levantó el rostro hacia aquel olor blanco.
—Hola, Emily —dijo alguien.
Se volvió hacia el sonido de aquella voz masculina. Él estaba de pie, a unos
cuantos metros de distancia. Era un chico…, may or que ella, pensó; quizás
tuviera unos dieciséis años. Su voz sonaba extrañamente monótona y tensa, como
un instrumento tocado en un registro equivocado. En aquella voz, Emily percibió
prudencia mezclada con interés, y algo cercano a la hostilidad.
—¿Cómo te llamas?
—B. B. —repuso él.
—Ése no es un nombre —dijo Emily.
El encogimiento de hombros estaba implícito en su tono.
—Así es como me llaman en casa —contestó él.
Hubo una pausa bastante larga. Emily notó que él tenía ganas de hablar y se
dio cuenta de que la estaba mirando. Pensó que era mejor que preguntara lo que
fuera o que se marchara y la dejara en paz. El chico no hizo ni una cosa ni la
otra, sino que simplemente se quedó allí; abrió la boca y luego volvió a cerrarla
enseguida, como la puerta de una tienda en un día muy ajetreado.
—Ten cuidado —dijo ella.
Emily le oy ó apretar los dientes.
—Creía que eras ci…, ciega.
—Lo soy, pero te oigo perfectamente. Cuando abres la boca haces ruido; tu
respiración cambia…
Emily se apartó; de pronto, estaba impaciente. ¿Por qué se molestaba en dar
explicaciones? Aquel chico no era más que otro turista que estaba allí para ver al
fenómeno. Dentro de nada se armaría de valor y le preguntaría por los colores.
Cuando lo hizo, Emily tardó un momento en comprender lo que decía. El
tartamudeo que y a había percibido en su voz se había hecho más evidente; se dio
cuenta de que no era por los nervios, sino por algún conflicto que enmarañaba sus
palabras en un nudo que ni siquiera él era capaz de deshacer.
—¿Es verdad que puedes o…, o…, oír lo…, los co…, co…? —Emily podía
captar la frustración en su voz mientras se peleaba con las palabras—. ¿Es verdad
que puedes oír los co…, colores? —preguntó.
Ella asintió con la cabeza.
—Entonces dime de qué color soy y o.
Emily sacudió la cabeza.
—No puedo explicarlo. Es una especie de sentido extra.
El muchacho se echó a reír. No era un sonido alegre.
—Malbry huele a mierda —dijo, muy deprisa y en un tono de voz plano—.
El doctor Peacock huele a chicle y el señor Pink al gas que usan los dentistas.
Emily se dio cuenta de que no había tartamudeado una vez había empezado
hablar; era la frase más larga que le había oído pronunciar hasta el momento.
—No lo entiendo —repuso ella, desconcertada.
—¿No sabes quién soy, verdad? —dijo él, con un deje de amargura—.
Siempre te observaba mientras jugabas o te sentabas en el co…, columpio del
salón…
Entonces cay ó en la cuenta.
—¿Eres tú? ¿Eres el Chico X?
Él guardó silencio un buen rato. Tal vez asintiera con la cabeza —la gente
olvida— y luego dijo:
—Sí, soy y o.
—Recuerdo haber oído hablar de ti —respondió ella. No quería que él supiera
que su madre pensaba que era un farsante—. ¿Adónde fuiste? Después de que el
doctor Peacock…
—No fui a ninguna parte. Vivimos en White City, en los límites de la ciudad.
Mi madre trabaja en el mer…, mercado, vendiendo fruta.
Se hizo un largo silencio. Esta vez no pudo oírle mientras se esforzaba por
hablar, aunque sí notó sus ojos posados en ella. Era incómodo; se sentía indignada
y, al mismo tiempo, un poco culpable.
—Odio la fruta —dijo él.
Hubo otro largo silencio, durante el cual ella cerró los ojos y deseó que aquel
chico se fuera. Su madre tenía razón, se dijo. Él no era como ella. Ni siquiera era
simpático. Y aun así…
—¿Y qué tal es eso?
Tenía que preguntarlo
—¿Qué? ¿Vender fruta?
—Eso… que haces. Lo de poder oler y saborear las palabras. No sé cómo se
llama.
Una vez más, hubo un largo silencio mientras él se esforzaba por explicarse.
—Yo no ha…, hago nada —contestó él, finalmente—. Es…, es algo que está
ahí, sin más. Igual que te ocurre a ti, supongo. Veo algo, oigo algo, y entonces
tengo una sensación. No me preguntes por qué. Es una cosa rara, y duele…
Otra pausa. En el interior de la galería, el vocerío había menguado; Emily
pensó que alguien estaría a punto de hablar.
—Tienes suerte —dijo B. B.—. Lo tuy o es un don que te hace ser especial.
De lo mío podría prescindir en cualquier momento. Duele; me dan jaquecas
aquí…
Le colocó una mano en la sien y la otra en la nuca. Entonces, ella notó que él
temblaba, como si realmente le doliera.
—Además, todo el mundo piensa que estás lo…, loco, o algo peor; piensan
que estás fingiendo para llamar la atención. Dime, ¿tú crees que soy un farsante?
Durante un segundo, ella titubeó.
—No lo sé…
Otra vez esa risa.
—Bueno, ahí lo tienes. —De pronto, la rabia contenida que Emily había
captado en su voz se llenó de un tremendo desánimo—. Al final, incluso yo pensé
que era un farsante. Y al doctor Peacock… no lo culpo. A ver, dicen que es un
don, pero ¿para qué sirve? El tuy o puedo entenderlo: eres ciega y ves los colores;
pintas la música. Es como un pu…, puñetero milagro. Pero ¿y el mío? Imagínate
lo que supone para mí, todos los dí…, días… —Ahora volvía a tartamudear—.
Algunos dí…, días me duele tanto que apenas puedo pensar, y ¿para qué? ¿De
qué sirve?
Él se calló, y Emily pudo oírle respirar entrecortadamente.
—Pensaba que tenía cura —dijo, al final—. Pensaba que si hacía las pruebas,
entonces el doctor Peacock encontraría una cura. Pero no hay nada que hacer.
Me ocurre en cualquier parte, con cualquier cosa: viendo la televisión, en el
cine… No hay escapatoria, no puedes huir de ello… De ellos…
—¿Te refieres a los olores?
Él hizo una pausa.
—Sí, de los olores.
—¿Y qué me dices de mí? —dijo Emily —. ¿Tengo algún olor?
—Claro que sí, Emily —repuso, y ahora ella captó el ligero atisbo de una
sonrisa en su voz—. Emily White huele a rosas. A esa rosa que crece en la pared
que hay en un extremo del jardín del doctor. Albertine, ése es su nombre. Así es
como huele tu nombre para mí.
Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
Albertine: ¡Vay a, gracias…!
15
Desde aquel momento, supe que ella era una farsante. A pesar de que aún no
había cumplido ocho años, y a era mucho más lista que el resto de la gente: los
responsables de su promoción en los medios de comunicación y los que pensaban
que la habían creado.
¿Y qué tal es eso? Eso… que haces.
Era muy hermosa, incluso en aquella época. Esa piel, como un helado de
vainilla; ese pelo tan suave y esos ojos de sibila. Una buena alimentación
conlleva una buena piel. Y su alimentación le caló hasta los huesos: la frente, las
mejillas, las muñecas y el cuello, una clavícula adorable… Sin embargo…
¿Y qué tal es eso? Eso… que haces.
Nunca me habría preguntado eso; no lo habría hecho de haber dicho la
verdad. Esas cosas que sentimos —las cosas que percibimos— están incrustadas
en nuestro interior, como una cuchilla que se clava en una pastilla de jabón: un
filo agudo e inexplicable, penetrante y a la vez hermoso.
Esa mentira que contó lo confirmaba; sin embargo, sabía que ella me
pertenecía. Éramos dos almas gemelas engañadas; ambos éramos malos para
siempre, malos de corazón. No tenía sentido preguntarle cuándo —o si— podría
volver a verla. Con una niña normal y a habría sido muy complicado concertar la
clase de encuentro clandestino que y o tenía en la mente, pero con esa niña ciega
que ahora era una celebridad no tenía ninguna posibilidad.
Fue entonces cuando empezaron los sueños. Nadie me había hablado nunca
de las hormonas, ni de lo que suponía crecer ni del sexo. Para ser una mujer con
tres hijos adolescentes, mi madre se había comportado con bastante mojigatería
con respecto al asunto, y cuando llegó el momento, aprendí la may oría de las
cosas a través de mis hermanos, una educación forjada en la calle que no me
preparó del todo para la magnitud de la experiencia.
Tardé en desarrollarme, pero aquella primavera me puse al día con una
venganza. Había crecido ocho centímetros, mi piel era más clara, y de pronto fui
consciente de mi cuerpo de una forma incómoda, de lo intenso de todas las
sensaciones —que parecían incluso más fuertes que hasta entonces—, hasta el
punto de que todas las mañanas me despertaba con una erección que en algunas
ocasiones tardaba horas en bajar.
Mis emociones se movían entre la may or de las desdichas y la euforia más
absurda; todos mis sentidos se agudizaban. Deseaba desesperadamente estar
enamorado, acariciar, besar, sentir, conocer…
Y por encima de todo estaban esos sueños. Eran sueños vívidos, explosivos y
apasionados que escribía en mi libreta azul, unos sueños que me llenaban de
vergüenza, de desesperación y de una terrible e inquietante sensación de
felicidad.
Unos meses atrás, Nigel me había dicho que pronto tendría que ocuparme de
hacer mi propia colada. Ahora entendía a qué se refería y seguí su consejo,
ventilando mi habitación y lavando mis sábanas tres veces por semana con la
esperanza de que se dispersara el olor a chivo. Mi madre nunca me dijo nada,
pero y o me daba cuenta de que su desaprobación iba a más, como si fuera culpa
mía el hecho de dejar atrás mi niñez.
Pensé que parecía una vieja, dura y agria como una manzana verde; tenía un
aire de desesperación cuando estábamos sentados a la mesa y me miraba,
diciéndome que me sentara y comiera bien, que no me encorvara, ¡por el amor
de Dios…!
Ante su insistencia, no abandoné la escuela y conseguí ocultar que me estaba
rezagando. Sin embargo, cuando se aproximaban los exámenes de Semana
Santa, iba mal en todas las asignaturas. Mi ortografía era horrible, las
matemáticas me daban dolor de cabeza, y cuanto más me esforzaba por
concentrarme, más jaquecas tenía, hasta el punto de que el hecho de ver el
uniforme colgado en la silla bastaba para provocármelas: tortura por asociación
de ideas.
No había nadie a quien pudiera pedir ay uda. Mis profesores —incluso los que
mostraban más buena disposición— se inclinaban a pensar que y o no estaba
hecho para estudiar. Apenas era capaz de explicarles la verdadera razón de mi
ansiedad; apenas era capaz de admitir ante ellos que temía la decepción de mi
madre.
Así pues, oculté lo que era evidente. Imité la firma de mi madre en unos
cuantos justificantes de ausencia. Oculté los boletines de calificaciones, mentí y
falsifiqué las notas finales. Sin embargo, ella debió sospechar algo, porque
empezó a investigar —debió de imaginarse que y o mentiría—, primero llamando
a la escuela para averiguar qué era lo que y o había dicho y luego concertando
una entrevista con mi tutora y con el jefe de estudios, mediante la cual se enteró
de que desde las Navidades y o apenas había asistido a clase debido a una larga
gripe que me había hecho perder los exámenes…
Recuerdo la noche de esa entrevista. Mi madre me había preparado mi plato
favorito —pollo frito con chile y una mazorca de maíz—, lo cual supongo que
debería de haberme alertado de que algo grave estaba por ocurrir. También
debería haberme dado cuenta de la ropa que llevaba —su vestido azul marino y
los zapatos de tacón de aguja—, pero supongo que y o me había vuelto
displicente. Nunca sospeché que estaba demasiado confiado y no advertí las
represalias que estaban a punto de caer sobre mí.
Quizás no presté la debida atención. Quizás había subestimado a mi madre. O
quizás alguien me había visto en el pueblo con mi cámara robada…
En cualquier caso, mi madre lo sabía. Lo sabía, me vigiló y se tomó su
tiempo; luego, después de haber hablado con el jefe de estudios y con mi tutora,
la señora Platt, volvió a casa vestida con la ropa que se había puesto para ir a la
entrevista, me preparó mi plato favorito, apagó la televisión, se metió en la
cocina (y o pensé que para lavar los platos) y entonces volvió sin hacer ruido, y lo
primero que me llegó fue el aroma de L’Heure Bleue y su voz junto a mi oído,
hablándome entre dientes…
—¡Tú, pequeño cabrón!
Al oírla, me volví bruscamente, y entonces fue cuando me golpeó. Me golpeó
con el plato de la cena, en toda la cara, y durante un segundo me quedé
paralizado por el impacto contra la ceja y el pómulo y la consternación del caos:
la grasa del pollo y los granos de maíz por todo el rostro y el pelo; me sentí más
consternado por eso que por el dolor o la sangre que rodaba por mis ojos,
tiñéndolo todo de un tono escarlata…
Aunque estaba medio aturdido, traté de apartarme; choqué contra el sofá con
la parte inferior de la espalda y sentí un dolor vidrioso que recorrió toda mi
espina dorsal. Volvió a golpearme, esta vez en la boca, y entonces se colocó
encima de mí y la emprendió a puñetazos y a bofetadas mientras me gritaba…
—¡Pequeño cabrón embustero! ¡Me has engañado, mal nacido!
Sé lo que estáis pensando, que podría haberme defendido. Con palabras, o con
los puños y los pies. Sin embargo, y o no contaba con ninguna palabra mágica. No
había ninguna falsa declaración de amor capaz de aplacar la furia de mi madre,
ni ninguna declaración de inocencia que pudiera detener aquella ola de violenta
ira.
Era aquella ira lo que me daba miedo —aquella cólera demente y balística
—, que era mucho peor que los puñetazos y las bofetadas, que el apestoso hedor
del complejo vitamínico que de algún modo era una parte horrible de todo
aquello, y que la forma en que me gritaba todas esas cosas al oído. Al final me
eché a llorar —¡Mamá! ¡Por favor, mamá!—, acurrucado en un rincón junto al
sofá, cubriéndome la cabeza con las manos y con sangre en los ojos, en la boca,
y con esa débil y temerosa palabra, como el indefenso llanto de un recién
nacido, interrumpiendo cada golpe, hasta que todo cambió de un color rojo
sangre a un azul oscuro y el arrebato llegó a su fin.
Luego, ella me dejó muy claro hasta qué punto la había defraudado. Sentado
en el sofá, apretándome la herida de la boca con un trapo y la de la ceja con
otro, escuché mi larga lista de crímenes, sollozando mientras se dictaba
sentencia.
—No voy a quitarte el ojo de encima, B. B.
Yo, espía. El ojo de mi madre, como el ojo de Dios. Lo sentía como un tatuaje
recién hecho, como un rasguño en la piel. A veces lo veo en mi imaginación:
tiene el color azul de un cardenal, de un hospital, de una vieja prisión. Me marca
de forma ineludible…, es la marca de mi madre, la marca de Caín, una marca
que nunca podrá ser borrada.
Sí, la había defraudado. En primer lugar, me dijo, con mis mentiras…, como
si diciendo la verdad me hubiera podido ahorrar todo aquello. Y luego con mis
numerosos fracasos: mi fracaso en destacar en la escuela, en ser un buen hijo, en
estar a la altura de lo que ella siempre había esperado de mí.
—¡Por favor, mamá!
Me dolían las costillas; poco después descubrí que tenía dos rotas. Mi nariz
también estaba rota: como podéis ver, no es totalmente recta, y si observáis
detenidamente mis labios, aún podréis ver las cicatrices, unas diminutas
cicatrices plateadas, como unos puntos de sutura.
—La culpa es sólo tuy a —me dijo, como si sólo me hubiera dado una simple
bofetada, un toque de atención—. ¿Y qué me dices de esa niña, eh?
La mentira salió de forma automática.
—¿Qué niña?
—No te hagas el tonto… —Me dedicó una avinagrada sonrisa, con los labios
apretados, y posó un dedo helado en mi espalda—. Sé lo que has estado haciendo.
Has estado siguiendo a esa niña.
¿Acaso la señora White había hablado con ella? ¿Habría registrado mi
habitación? ¿O es que alguna de sus amigas le habría dicho que me había visto
con una cámara?
Sea como fuere, lo sabía. Ella siempre lo descubre todo. Las fotografías de
Emily, la pintada en la puerta de la casa del doctor Peacock, las semanas que
llevaba haciendo novillos… Y la libreta azul, pensé de pronto, alarmado… ¿Es
posible que también la hubiese encontrado?
Me temblaban las manos.
—Bueno, ¿qué tienes que decir a todo eso?
No había forma de explicárselo.
—¡Por favor, ma…, mamá! Lo…, lo siento.
—¿Qué hay entre esa niña ciega y tú? ¿Qué es lo que habéis estado haciendo?
—Nada. Nada; de verdad, mamá. ¡Ni siquiera he ha…, hablado con ella!
Me dedicó una de sus gélidas sonrisas.
—Así que…, ¿nunca has hablado con ella? ¿Nunca? ¿Ni siquiera una vez… en
todo este tiempo?
—Sólo una vez. Una vez, delante de la galería de arte…
Mi madre entrecerró bruscamente los ojos; vi que levantaba la mano y supe
que iba a pegarme otra vez. Me resultaba insoportable pensar nuevamente en
esas violentas manos cerca de mi boca, por lo que me escabullí y dije lo primero
que me vino a la cabeza:
—Emily es un fra…, fraude. No oy e los colores; ni siquiera sabe qué son. Se
lo ha inventado todo… Eso fue lo que me dijo… y todo el mundo se a…,
aprovecha de ello…
A veces basta con una idea nueva para detener una fuerza devastadora. Mi
madre se quedó mirándome con los ojos entornados, como si tratara de ver a
través de las mentiras. Entonces, muy despacio, bajó la mano.
—¿Qué es lo que has dicho?
—Que se lo inventa todo. Le dice a la gente lo que quiere oír, y la señora
White la incita a hacerlo…
El silencio la rodeó durante un momento. Me di cuenta de que la idea iba
calando en ella, ahuy entando su decepción y su ira.
—¿Fue ella quien te dijo eso? —preguntó, finalmente—. ¿Te dijo que se lo
inventaba todo?
Asentí con la cabeza, más seguro de mí mismo. Aunque seguían doliéndome
la boca y las costillas, noté, tras mi dolor, el sabor de la victoria. A pesar de lo que
creían mis hermanos, la improvisación siempre había sido uno de mis talentos, y
ahora lo empleaba para liberarme del terrible examen de mi madre.
Se lo conté todo. Le solté un rollo. Todo lo que se había publicado sobre el
caso Emily White: todos los rumores, todas las pullas, todas las invectivas. Todo
aquello empezó conmigo…, y, al igual que el puntito que hay en el interior de una
ostra y que se endurece hasta transformarse en una perla, creció, dio sus frutos y
fue cosechado.
Ya sabíais que y o era malo. Lo que aún no sabéis es hasta qué punto: hasta
qué punto diseñé la ruta hacia este último y fatal acto, hasta qué punto la pequeña
Emily White y y o nos convertimos en compañeros de viaje en este camino…
Este tortuoso camino hacia el asesinato.
16
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chicodeojosazules: Muy conmovedor, Albertine. A veces me hago la misma
pregunta…
Cuarta parte
Humo
1
Hoy dormí hasta bien entrado el mediodía. Le dije a mamá que me había
tomado un día libre en el trabajo. No suelo dormir demasiado, pero últimamente
la media es de sólo dos o tres horas por noche, y el último quid pro quo con
Albertine debe de haberme agotado más de lo que y o creía. Aun así, mereció la
pena, ¿no os parece? Después de veinte años de silencio, de repente quiere hablar.
En realidad, no puedo decir que la culpo. En general, resucitar a los muertos
siempre ha tenido serias consecuencias. En su caso, inevitablemente, los
periódicos acudirán en manadas. El dinero, el asesinato y la locura siempre
comportan grandes reportajes. ¿Será capaz de sobrevivir a ello o seguirá
escondiéndose aquí, aceptando tácita y furtivamente un pasado que nunca
ocurrió?
Después de ducharme y vestirme, me dirigí al encuentro de Albertine. En el
café Pink Zebra, en Mill Road: ahí es adonde va cuando siente la necesidad de ser
otra persona. Eran las seis. Estaba sentada en la barra, sola, tomando una taza de
chocolate caliente y un bollo de canela. Vi que debajo del abrigo rojo llevaba
puesto un vestido azul celeste.
Albertine de azul, pensé. Puede que hoy sea mi día de suerte.
—¿Puedo sentarme contigo?
Se llevó un susto al escuchar mi voz.
—Si prefieres no hablar, te prometo que no diré ni una palabra, pero este
chocolate caliente tiene muy buena pinta y …
—No, por favor. Me gustaría que te quedaras…
El dolor siempre imprime en su rostro una especie de desnudez emocional.
Me tendió la mano y se la cogí. Sentí un escalofrío, un temblor que recorrió todo
mi cuerpo, desde la planta de los pies hasta la raíz de mis cabellos.
Me pregunto si ella sintió lo mismo. Tenía las y emas de los dedos ligeramente
frías; noté que su mano, muy pequeña, no estaba firme cuando tocó la mía.
Tiene algo de infantil, una especie de pasiva aceptación que Nigel debió
interpretar como vulnerabilidad. Por supuesto, y o sé que no es eso; sin embargo,
como ella y a debe saber, soy un caso especial.
—Gracias.
Me senté a su lado y pedí un Earl Grey y el pastel con más calorías que
tenían. No había comido nada desde hacía veinticuatro horas y de repente estaba
muy hambriento.
—¿Pastel de merengue con limón? —preguntó, sonriendo—. Al parecer, es tu
favorito.
Me comí el pastel y ella se tomó su chocolate caliente, aunque no probó el
bollo de canela. El acto de comer hace que un hombre parezca extrañamente
inofensivo; depone todas sus armas con un único propósito.
—¿Qué tal lo llevas? —dije, después de terminarme el pastel.
—No quiero hablar de eso —repuso ella.
Al menos no fingió que no sabía a qué me refería. Unos pocos días más y y a
no tendrá elección. Lo único que hacía falta es que llegara una palabra a la
prensa y la historia saldría a la luz, le gustara o no.
—Lo siento, Albertine —contesté.
—Todo ha terminado, B. B. Lo he dejado atrás.
Bueno, eso era mentira. Nadie deja nada atrás: la rueda sigue girando, eso es
todo, y crea la sensación de velocidad. Por dentro, somos unos canallas que
avanzan desesperadamente hacia un horizonte pintado de azul que siempre queda
lejos.
—Pues qué suerte la tuy a por haberlo dejado atrás. Al menos, estar muerto
permite seguir adelante.
—¿Qué se supone que significa eso? —preguntó ella.
—Bueno, evidentemente, todo el mundo está de parte de la víctima. Lo
merezca o no, todos lloran en cuanto está muerta y enterrada. Pero ¿qué hay del
resto de nosotros, de los que tenemos nuestros propios problemas? Estar muerto
es muy sencillo; incluso mis hermanos lo consiguieron. Sin embargo, vivir con
sentimiento de culpa es muy distinto. No es fácil ser el malo…
—¿Es eso lo que eres? —dijo, en un tono de voz muy suave.
—Creo que ambos lo hemos comprobado.
La sombra de una sonrisa cruzó su rostro, como una nube pasajera en un día
de verano.
—¿Qué ocurrió entre Nigel y tú? —preguntó—. Él no solía hablar mucho de
ti.
¿En serio? Bien.
—¿Acaso importa eso ahora?
—Sólo quiero entenderlo. ¿Qué pasaba entre vosotros dos?
Me encogí de hombros.
—Teníamos problemas.
—¿Acaso no los tenemos todos?
Al escuchar eso me eché a reír.
—Nuestros problemas eran diferentes. Toda nuestra familia era diferente.
Durante un momento, sus ojos se movieron. Tenía unos ojos muy hermosos,
azules como en un cuento de hadas, con motas doradas. En comparación, los
míos parecen grises; fríos, según dicen, y cambiantes.
—Nigel no me contó demasiadas cosas sobre los miembros de su familia —
dijo ella, cogiendo la taza de chocolate y llevándosela a los labios.
—Como dije, no estábamos muy unidos.
—No era eso. Sé cómo son las familias. De alguna forma, él no podía
alejarse de la suy a. Como si hubiera algo que le retuviese aquí…
—Sería mamá —le dije.
—Pero Nigel odiaba a su madre… —Hizo una pausa—. Disculpa. Sé que
sientes devoción por ella.
—¿Eso fue lo que te dijo?
Mi voz sonó seca.
—Sólo di por sentado que… En fin…, convives con ella.
—Hay gente que convive con el cáncer —repuse.
Albertine apenas suele sonreír. Creo que le cuesta entender esos ligeros
cambios faciales, la diferencia entre una sonrisa y un ceño fruncido o una mueca
de dolor. Y no es que su cara sea inexpresiva, pero las convenciones sociales no
están hechas para ella y no expresa lo que no siente.
—Entonces, ¿por qué sigues con ella? —dijo, finalmente—. ¿Por qué no te
vas, como hizo Nigel?
—¿Irse? —Solté una carcajada—. Nigel no se fue. Acabó a medio kilómetro
de casa. Y con la vecina, ni más ni menos. ¿Crees que a eso se le puede llamar
irse? Pero claro, tú no eres ninguna experta. Ambos acabasteis en la misma
alcantarilla, pero al menos Nigel contemplaba las estrellas.
Guardó silencio durante tanto tiempo que me pregunté si no habría ido
demasiado lejos. Sin embargo, es más fuerte de lo que aparenta.
—Lo siento —dije—. ¿He sido demasiado directo?
—Creo que preferiría que te fueras.
Dejó la taza de chocolate sobre la barra. Capté la tensión de su voz; aunque
aún la controlaba, estaba a punto de ir a más.
Me quedé donde estaba.
—Lo siento —dije—, pero Nigel no era ningún inocente. Estaba jugando
contigo. Él sabía quién eras, quién habías sido. Y sabía que cuando el doctor
Peacock muriera conseguiría un billete para largarse de aquí.
—¡Estás mintiendo!
—No, esta vez no —dije.
—Nigel odiaba a los mentirosos —dijo—. Ésa era la razón de que te odiara.
¡Ay! Eso ha sido muy cruel, Albertine.
—No, él me odiaba porque y o era el favorito de mamá. Siempre tuvo celos
de mí. Si y o quería una cosa, él también tenía que tenerla. Quizás fuera por eso
por lo que te quiso a ti. Y también el dinero del doctor Peacock, por supuesto. —
Me quedé mirando el bollo de canela que aún no había probado—. ¿No piensas
comerte eso?
Ella me ignoró.
—No te creo. Nigel nunca me habría mentido. Era la persona más franca que
he conocido jamás. Por eso lo quería.
—¿Que lo querías? Tú nunca lo quisiste. Lo que querías era ser otra persona.
—Pegué un mordisco al bollo de canela—. En cuanto a Nigel…, quién sabe…
Puede que quisiera contarte la verdad. Tal vez pensaba que necesitabas tiempo o
disfrutaba de la sensación de poder que eso le daba sobre ti…
—¿Cómo?
—¡Oh, por favor! No seas hipócrita. Hay hombres que disfrutan ejerciendo
el control. Mi hermano era un obseso del control… y tenía genio, por supuesto.
Un genio incontrolable. Estoy seguro de que tú lo debes saber.
—Nigel era un buen hombre —dijo, en voz baja.
—Qué va.
—¡Sí! ¡Era bueno!
Ahora, su voz llenaba el aire de irregulares siluetas verdes y grises. Sabía que
muy pronto desprenderían aquel olor, pero dejé que el silencio siguiera su curso.
—Siéntate. Sólo un momento —dije, guiando sus manos hasta mi cara.
Por un momento se resistió. Tal vez era un gesto demasiado íntimo. Sin
embargo, debió cambiar de opinión, porque entonces cerró los ojos y posó las
manos sobre mi rostro; lo examinó con las y emas de los dedos, desde la frente
hasta la barbilla, deteniéndose en los puntos que hay bajo el ojo izquierdo, la
cicatriz de la mejilla, el corte del labio, la nariz rota…
—¿Fue Nigel quien te hizo todo esto? —preguntó, con un hilo de voz.
—¿A ti qué te parece?
Entonces volvió a abrir los ojos. ¡Dios, qué hermosos eran! En ellos y a no
había dolor, ni rabia, ni amor. Sólo belleza, pura e inocente.
—Nigel era inestable; siempre lo fue —dije—. Supongo que te lo contaría.
¿Te contó que era propenso a los arrebatos de violencia? ¿Que mató a su
hermano, ni más ni menos?
Ella se estremeció.
—Por supuesto que me lo contó. Me dijo que fue un accidente.
—Pero te lo contaría todo, ¿no?
—Tuvo una pelea hace más de veinte años, pero eso no le convierte en un
asesino.
—¡Oh, por favor! —la interrumpí—. ¿Qué importa cuándo ocurriera? La
gente no cambia; eso es una ley enda. No hay ningún camino a Damasco ni
redención posible. Ni siquiera el amor de una mujer buena, en el caso de que tal
cosa exista, es capaz de limpiar la sangre de las manos de un asesino.
—¡Basta y a! —Le temblaban las manos—. ¿No podemos dejar eso? ¿No
podemos olvidarnos por una vez del pasado?
¿El pasado? No me vengas con ésas, Albertine. Tú y todo el mundo debería
entender que el pasado nunca se olvida. Lo arrastramos con nosotros a todas
partes, como una lata atada al rabo de un perro. Querer dejarlo atrás sólo
provoca más problemas hasta que uno se vuelve loco.
—Nunca te lo contó, ¿verdad? ¿Nunca te contó lo que ocurrió aquel día?
—No, por favor. Déjame en paz.
Por su tono de voz diría que ese día y a me había dado todo lo que era capaz
de darme. De hecho, fue mucho mejor de lo que y o esperaba, y, además, la
parte esencial de un juego consiste siempre en saber cuándo hay que dejarlo.
Pagué la cuenta con un billete de veinte libras, que dejé debajo del plato. Ella no
me dijo nada, ni siquiera levantó los ojos cuando me despedí y me fui. Cuando
abrí la puerta para salir, la última imagen que vi de ella fue una fugaz nota de
color cuando cogió el abrigo rojo que colgaba de la barra y la medialuna de su
perfil, eclipsado detrás de la pantalla de sus manos abiertas…
La verdad duele, ¿no es así, Albertine? Las mentiras son mucho más seguras.
Sin embargo, los asesinos forman parte de nuestra familia, y Nigel no era
ninguna excepción. Además, ¿quién habría pensado que ese joven tan agradable
pudiera haber hecho algo tan terrible? ¿Y quién habría pensado que una pequeña
mentira podría desembocar en un asesinato?
2
Dijeron que fue un accidente. Una rotura de cráneo, como consecuencia de una
caída por las escaleras. Ni siquiera fue desde las escaleras principales, sino desde
los seis peldaños de piedra que hay frente a la entrada. Se cay ó de la rampa que
y o había construido, o tal vez fuera porque trató de ponerse en pie, como hacía
algunas veces; ponerse milagrosamente en pie y caminar por el césped envuelto
en la niebla, como Jesús sobre las aguas.
Eso fue hace unas tres semanas. Desde entonces han pasado muchas cosas: la
muerte de mi hermano, la pérdida de mi empleo, mi conversación con Albertine.
Pero no creáis que lo he olvidado. Yo siempre pensaba en el doctor Peacock. Era
lo bastante viejo como para que le hubieran olvidado todos aquellos a quienes
conoció; lo bastante viejo como para haber sobrevivido a su fama, incluso a su
notoriedad. Un viejo patético, medio ciego y confuso, que contaba las mismas
historias una y otra vez y que apenas reconocía mi cara…
Me mencionó en su testamento, ¿sabéis? Irónico, ¿no? Figuro al final de la
lista, en otros. Supongo que un hombre capaz de dejar treinta mil libras al refugio
de animales que cuidaba de sus perros bien puede permitirse un par de miles
para el tipo que limpiaba su casa, preparaba sus papillas de viejo y le paseaba
por el jardín en su silla de ruedas.
Un par de miles de libras. Un poco menos, después de impuestos. No es lo
bastante como para considerarlo un móvil. Sin embargo, es agradable ser, si no
exactamente reconocido, sí al menos gratificado por todo lo que hice por él, por
mi incansable buena disposición, por mi honestidad…
¿Se acordaría de mi décimo cumpleaños? ¿De la vela en el pastelito helado?
Supongo que no…, ¿por qué iba a importarle? Yo no era nadie; no significaba
nada para él. Si ese día había conseguido sobrevivir en su dañada memoria, lo
habría hecho como el día que enterró al pobre y viejo Rover, o Bowser, o Jock, o
cualquiera que fuera el nombre de ese perro. Engañarme a mí mismo, pensar
que y o le importaba, que le importaba chicodeojosazules, es ridículo. Para él, y o
era tan sólo un proy ecto, no era ni siquiera el número estrella del espectáculo. Y
aun así, no puedo dejar de preguntarme si…
¿Conocía a su asesino? ¿Intentó pedir ay uda? ¿O fue todo demasiado confuso
para él, un montón de imágenes fragmentadas? Personalmente, me gusta creer
que, al final, lo comprendió. Que mientras se moría, recuperó la conciencia el
tiempo suficiente para saber cómo se estaba muriendo y por qué. No todo el
mundo consigue entenderlo ni goza de ese privilegio. Sin embargo, quiero pensar
que él sí lo tuvo, y que lo último que vio, la imagen que le siguió hasta la
eternidad, era un rostro familiar, un par de ojos más que conocidos…
Evidentemente, la Policía se presentó en casa. Fue Eleanor Vine quien los
llevó hasta aquí, aunque no tengo ni idea de cómo descubrió que y o trabajaba en
la mansión. Para ser una mujer que se pasa la may or parte del tiempo encerrada
en su casa, fregando los suelos, parecía tener un extraño don para revelar los más
embarazosos secretos. En este caso, sin embargo, me di cuenta, bastante aliviado,
de que sólo conocía parte de la verdad: estaba al corriente de que y o trabajaba
para el doctor Peacock, pero no de mi trabajo en el hospital, aunque puede que
por entonces y a sospechara algo y sólo habría sido cuestión de tiempo que lo
descubriera.
¿Acaso pensaba que y o estaba implicado en el asunto? En el caso de que así
fuera, se quedaría muy decepcionada. No sacaron las esposas, no hubo ningún
interrogatorio ni ningún desplazamiento hasta la comisaría de Policía. Incluso las
preguntas que me hicieron fueron cansinas. Después de todo, no había ninguna
señal de violencia. La víctima sólo había sufrido una caída. La muerte —la
muerte accidental— de un anciano (aunque alguna vez hubiera sido famoso)
apenas levantaba sospechas.
Mi madre se lo tomó muy mal. No porque pensara que y o hubiese podido
matar al doctor Peacock, sino por el hecho de que hubiera estado en su casa, que
hubiera estado trabajando en esa casa durante dieciocho meses sin que ella ni
siquiera lo sospechara… Y, lo que era aún peor, que Eleanor se hubiese
enterado…
—¿Cómo has podido? —me preguntó, cuando se hubo ido la Policía—. ¿Cómo
pudiste pisar de nuevo esa casa después de todo lo ocurrido?
No tenía sentido negarlo. Sin embargo, como sabe muy bien cualquier
embustero experimentado, una verdad a medias puede ocultar un montón de
mentiras. De modo que lo admití. No tenía otra elección. Tenía que aceptar otro
trabajo; formaba parte del plan de pacientes externos del hospital. El hecho de
que me hubiera tocado ese caso en particular era mera coincidencia.
—Podrías haber tratado de evitarlo.
—No es tan fácil, mamá…
Y entonces me pegó, justo en la boca. Uno de sus anillos me hizo un corte en
el labio. Probablemente la turmalina. Sabía a Campari con soda con un toque de
sangre y aluminio.
Turmalina. Torre. Maligna. Suena como un lugar de encarcelamiento, una
torre maldita de un cuento de Perrault, y su olor es el mismo que el de St.
Oswald: un hedor a desinfectante, a polvo, a cera, a col, a tiza y a chicos.
—No te atrevas a ser condescendiente conmigo. No creas que no sé lo que
estás tramando.
Mi madre tiene un sexto sentido. Siempre sabe cuándo he hecho algo malo y
cuándo estoy pensando hacerlo.
—Querías verlo, ¿no es así? ¡Después de todo lo que nos hizo! Querías su
maldita aprobación.
Su pie, calzado con un zapato de tacón, empezó a golpear la pata del sofá con
un ritmo rápido e irregular. El sonido me secó la garganta, y su hedor vegetal
bastó para provocarme una arcada.
—Por favor, mamá.
—¿No es así?
—Por favor, mamá, no es culpa mía…
Es increíblemente rápida con las manos. Estaba esperando un segundo golpe,
y aun así me pilló por sorpresa y me lanzó contra la pared. El aparador de los
perros de porcelana se movió, pero no cay ó nada.
—Entonces, dime, ¿de quién es la culpa, pedazo de cabrón?
Me llevé una mano al corte del labio. Sabía que ni siquiera había empezado;
su rostro era casi inexpresivo, pero su voz estaba tan cargada como una batería.
Di un paso en dirección al aparador; imaginé que no se arriesgaría a hacer nada
estando tan cerca de sus perros de porcelana.
Cuando esté muerta, pensé, voy a sacar estos malditos perros al patio de atrás
y voy a machacarlos con mis botas de cuero.
Se dio cuenta de que los estaba mirando.
—¡Ven aquí, B. B.!
Lo que me imaginaba, me dije. Me quería lejos del aparador. Vi que había
comprado una figurita nueva, un espécimen oriental. Extendí la mano y la apoy é
delicadamente contra el cristal.
—¡No hagas eso! —exclamó—. Vas a dejar tus huellas ahí.
Sabía que quería volver a pegarme, pero no lo hizo —no en aquel momento—
por los perros. De todas formas, no podía quedarme allí todo el día. Me volví
hacia la puerta del salón, esperando poder subir las escaleras hasta mi habitación,
pero ella agarró el pomo y, apoy ando una mano en mi espalda, me estampó la
puerta contra la cara…
Después de eso, todo fue muy fácil. Una vez en el suelo, sus pies hicieron el
resto, esos pies con sus malditos zapatos de tacón. Cuando hubo acabado, y o
estaba sollozando y tenía el rostro cubierto de cortes y rasguños.
—¡Mírate! —dijo mi madre, una vez concluido el violento arrebato, aunque
aún con un atisbo de impaciencia, como si todo aquello fuera algo que me
hubiera hecho y o mismo, como si hubiese sido un accidente—. Estás hecho un
desastre. ¿A qué estabas jugando?
Era consciente de que no tenía sentido tratar de explicárselo. La experiencia
me ha enseñado que cuando mi madre se pone así, es mejor quedarse callado y
esperar lo mejor. Luego, ella llena esos vacíos con alguna historia más o menos
plausible: una caída por las escaleras, un accidente… O puede que esta vez lo que
ocurrió fue que me atracaron o me golpearon al volver del trabajo. Debería
saberlo; y a había ocurrido antes. Esas pequeñas lagunas en su memoria son cada
vez más frecuentes, sobre todo desde la muerte de mi hermano.
Me examiné las costillas; no parecía que tuviera ninguna rota. Sin embargo,
me dolía la espalda en la zona donde me había pateado, y tenía un corte muy
profundo en la ceja, allí donde me había golpeado la puerta. La parte delantera
de mi camisa estaba manchada de sangre y noté que estaba a punto de sufrir uno
de mis dolores de cabeza cuando unos arpegios de una luz coloreada empezaron
a enturbiar mi visión.
—Supongo que necesitarás que te den unos puntos —dijo mi madre—. Como
si hoy y a no hubiese tenido bastante. En fin. —Dejó escapar un suspiro—. Los
chicos son así, siempre se meten en líos. Has tenido suerte de que estuviera aquí,
¿eh? Te acompañaré al hospital.
Vale, mentí, y no me siento orgulloso de ello. No fue Nigel sino mi madre quien
me dejó la cara como un mapa. Gloria Green: un metro y medio de altura, con
zapatos, sesenta y nueve años y con la constitución de un pájaro…
Estarás bien enseguida, cariño, dijo la enfermera con el pelo teñido de rosa
mientras me curaba. ¡Zorra estúpida! Como si le importara. Para ella y o era tan
sólo un paciente. Paciente. Penitente. Dos palabras que huelen a cítrico verde y
pinchan como un montón de agujas. Y he sido tan paciente, mamá, tan paciente
durante tanto tiempo…
Después de eso tuve que dejar mi trabajo. Demasiadas preguntas,
demasiadas mentiras, demasiadas trampas en las que caer. Después de haber
descubierto un subterfugio, mi madre podría haberme investigado fácilmente y
haber sacado a la luz la farsa de los últimos veinte años…
De todas formas, es una solución a corto plazo. Mis planes a largo plazo
siguen siendo los mismos. Disfruta de tus perros de porcelana, mamá. Disfruta de
ellos mientras puedas…
Supongo que debería estar satisfecho conmigo mismo. Me salgo con la mía
con el asesinato. Una sonrisa, un beso y … ¡Epa! ¡Todos desaparecen!, como si se
tratara de un hechizo maligno. ¿No me creéis? Investigad, examinadme desde
todos los ángulos. Buscad espejos ocultos, compartimentos secretos, ases bajo la
manga. Os prometo que estoy totalmente limpio. Y, aun así, va a ocurrir, mamá.
Ya verás como te estalla en la cara.
Eso era lo que pensaba mientras estaba echado en la camilla del hospital;
pensaba en todos esos perros de porcelana y en cómo iba a convertirlos en polvo
un minuto —un segundo— después de que mamá estuviera muerta. En cuanto
dejé que esa idea tomara forma fuera del reconfortante refugio de la ficción, fue
casi como si una bomba atómica hubiera estallado dentro de mi cabeza,
estrujándome y retorciéndome como un trapo húmedo y agarrotándome la
mandíbula en un silencioso grito…
—Lo siento, cariño. ¿Te ha dolido?
La enfermera de pelo rosa cruzó brevemente mi conciencia, como un banco
de peces tropicales.
—Tiene unos horribles dolores de cabeza —dijo mi madre—. No te
preocupes. Sólo es estrés.
—Puedo decirle al médico que le recete algo…
—No, no te molestes. Ya se le pasará.
Eso fue hace alrededor de tres semanas. Olvidados, y casi perdonados, los puntos
se cay eron y ahora las magulladuras están cambiando de color: del púrpura y el
azul han pasado a una paleta de óleos amarillos y verdes. El dolor de cabeza
tardó tres días en desaparecer, durante los cuales mamá me preparó sopa y me
estuvo vigilando junto a mi cama mientras y o temblaba y gemía. Creo que no
dije nada en voz alta. Incluso mientras deliraba, creo que fui lo bastante listo
como para no hacerlo. En cualquier caso, a finales de semana, las cosas
volvieron de nuevo a la normalidad, y chicodeojosazules estaba, aunque no
totalmente recuperado, sí de vuelta en la red para realizar otro hechizo.
Mientras tanto, en el otro lado…
Eleanor Vine está enferma. Está ingresada en el hospital desde el sábado
pasado y lleva una máscara de oxígeno. Un shock tóxico, según Terri, o puede
que algún tipo de alergia. No puedo decir que me sorprenda mucho, con todas las
pastillas que se toma Eleanor, al parecer sin orden ni concierto; algún día tenía
que ocurrirle algo. Aun así, es una extraña coincidencia que un relato de ficción
colgado en mi Wejay se hay a convertido en realidad hasta ese punto. De todas
formas, no es la primera vez que pasa; es casi como si, gracias a alguna clase de
vudú, hubiese adquirido la capacidad para borrar del mapa a toda la gente que
me lastima o me amenaza. Una vuelta de tuerca y … ¡zas! ¡Borrados!
Si fuera así de sencillo… Si sólo fuera cuestión de formular un deseo,
entonces todos mis problemas se habrían solucionado hace más de veinte años.
Todo empezó con la libreta azul —ese catálogo con mis sueños y esperanzas— y
luego continuó en el ciberespacio, con mi WeJay y badsguyrock. Pero,
evidentemente, es mera ficción. Y a pesar de que en mi relato de ficción hubiera
podido tratarse de Catherine White —o Eleanor Vine o Graham Peacock, o
cualquiera de esos parásitos—, en mi cabeza está tan sólo un rostro: un rostro
maltrecho y ensangrentado, golpeado hasta la muerte, estrangulado con la
cuerda de un piano, electrocutado en la bañera, envenenado, ahogado,
decapitado, muerto de mil formas distintas.
Un rostro. Un nombre.
Es imperdonable, lo sé. Desear la muerte de mi madre así…, con ansias, de
la misma manera que puede apetecer un refresco muy frío en un día muy
caluroso, esperando con el corazón desbocado el ruido de la llave en la puerta,
con la esperanza de que hoy sea ese día…
Los accidentes ocurren con mucha facilidad. Una fuga después de un
atropello, una caída por las escaleras, un aleatorio acto de violencia… Y luego
están las enfermedades. A los sesenta y nueve años, ella y a es vieja. Tiene las
manos agarrotadas por la artritis y la tensión muy alta. En la familia ha habido
casos de cáncer: su propia madre murió a los cincuenta y cinco. Y la casa está
llena de virtuales peligros: enchufes eléctricos sobrecargados, alfombras que
patinan, macetas que se sostienen en precario equilibrio en la repisa de la ventana
de su dormitorio… Los accidentes ocurren a todas horas, aunque no, al parecer,
en el caso de Gloria Green. Eso basta para que uno se desespere.
Y aun así, no pierdo la esperanza. La esperanza, el más malicioso de todos los
demonios que hay en la pequeña caja de Pandora, llena de trampas…
3
¿Poesía? ¿Nigel? Seguí ley endo con avidez. Nigel, el poeta. Parecía un chiste. Sin
embargo, mi hermano estaba lleno de contradicciones y era casi tan prudente
como y o; descubrí que detrás de su apariencia hosca se escondían algunas
sorpresas.
La primera de ellas fue que le gustaban los haikus, esos pequeños poemas sin
rima aparentemente sencillos de tan sólo diecisiete sílabas. Como mucho habría
esperado que Nigel escribiera versos sensibleros y altisonantes, sonetos de
espantoso ritmo, horribles poemas de versos libres…
La segunda sorpresa fue enterarme de que estaba enamorado…, desesperada
y apasionadamente enamorado. Era algo que duraba desde hacía meses…, en
realidad, desde que se había comprado el telescopio, un pasatiempo que le
proporcionaba la excusa perfecta para entrar y salir de casa cuando le viniera en
gana.
Eso, por sí solo, y a resultaba bastante divertido. Nunca hubiera pensado que
Nigel fuera un romántico. Sin embargo, la tercera sorpresa fue la may or de
todas… Acabó de un plumazo con mi regocijo y consiguió que mi corazón
empezara a latir muy deprisa, presa del miedo.
Volví a repasar de nuevo el cuaderno, con los dedos repentinamente fríos y
entumecidos; noté un sabor químico y a algodón en la boca. Evidentemente,
siempre había sabido que el hecho de ser descubierto en posesión del cuaderno
de Nigel podía tener serias consecuencias. Sin embargo, mientras seguía ley endo
comprendí el enorme riesgo que corría. Porque aquellas páginas eran mucho
más comprometedoras que una simple recopilación de poemas y garabatos. Y si
Nigel sospechaba que era y o quien se lo había robado, recibiría algo más que una
paliza. Si alguien se enteraba alguna vez de lo que y o había descubierto…
Mi hermano me mataría.
4
Supongo que se habría podido decir que era atractiva. No era mi tipo en absoluto,
por supuesto, pero Nigel siempre había sido retorcido, y el chico que había
pasado toda su infancia tratando de escapar de una mujer may or cay ó de cuatro
patas en las garras de otra. Se llamaba Tricia Goldblum y mamá había trabajado
para ella. Era una mujer elegante de cincuenta y pocos años, una rubia glacial
que tenía un aire de indefensión que la hacía irresistible. Como suele decirse,
sobre gustos no hay nada escrito, ¿verdad? Además, supongo que se sentiría
halagada. La señora Azul Eléctrico se había divorciado de su marido y estaba
libre para satisfacer su inclinación por los chicos jóvenes y guapos.
¿Os suena? Siempre recomiendan que escribas sobre lo que conoces, y la
ficción es una torre de cristal construida a partir de un millón de pequeñas
verdades, de granos de arena cristalizados para forjar una única y
resplandeciente mentira…
Nunca llegó a conocerla cuando mamá trabajaba para ella, aunque tal vez
coincidiera con ella en una o dos ocasiones en un café o en alguna tienda de la
ciudad. Sin embargo, nunca tuvo ningún motivo para hablar con ella o para
comprenderla como y o lo hice. Y en cuanto a ese día en el mercado, ese día que
y o recordaba tan bien…
Por lo que y o sé, Nigel no se acordaba de nada. Puede que ésa fuera la razón
de que la eligiera… La señora Robinson de Malbry, cuy a furtiva colección de
hombres jóvenes empaña su reputación, tiñéndola no de azul sino de escarlata a
los ojos de gente como Catherine White, Eleanor Vine y la más sentenciosa de
todas esas mujeres, Gloria Green.
Por aquel entonces, a Nigel eso le daba igual. Nigel se había enamorado. No
obstante, la señora Goldblum valoraba la discreción. Al principio, mantuvieron en
secreto su relación, y era ella quien imponía las reglas. De todas formas, el diario
de Nigel bastaba para que y o me enterara de todo: lo ingeniosa que había sido
ella para atraparle; incluso su afición a los juguetes sexuales estaba allí, entre
haikus y mapas celestes.
Evidentemente, mi primer impulso fue el de contárselo a mi madre, que
odiaba a la señora Goldblum desde que nos había dejado tirados. Sin embargo,
entonces me convencí de que Nigel me mataría. Conocía su temperamento y
supuse que, si estaba enamorado, Nigel, igual que en una guerra, sería capaz de
cualquier cosa.
Así pues, decidí mantener oculto mi descubrimiento hasta que me fuera útil.
Nunca se lo conté a mi madre y nunca lo mencioné a nadie, ni siquiera
indirectamente. Guardé el secreto para mí, como si fuera un fajo de billetes
robados que nunca podría gastar sin incriminarme.
Pero de momento vamos a dejar ese asunto; y a nos ocuparemos de ello en su
momento. Basta con decir que, a medida que fue pasando el tiempo, el cuaderno
Moleskine dejó clara su utilidad. Y entonces me di cuenta de lo fácil que sería,
con la ay uda de los accesorios adecuados, tender una trampa que, esperaba, me
hiciera libre…
5
Cuando Nigel salió de la cárcel esperé que, ahora que volvía a estar libre, lo
intentara de nuevo, que rehiciera su vida para poder hacer todas esas cosas que
siempre había planeado, que aprovechara la oportunidad que se le había
presentado y se fuera. Sin embargo, Nigel era imprevisible; era más retorcido de
lo normal y buscaba exactamente lo contrario de lo que uno esperaba. Algo
había cambiado en mi hermano. No se trataba de algo que pudiera cuantificarse,
pero y o era capaz de verlo. Igual que un barco en el mar de los Sargazos, estaba
encallado, enredado consigo mismo, consumido por esa planta carnívora que era
Malbry y por mamá.
¡Oh, por supuesto! Mamá. A pesar de todo, volvió…, no a casa, aunque sí a
Malbry. Al lado de mamá. La verdad es que no tenía nada. Sus amigos se habían
ido y todo cuanto le quedaba era su familia.
Por aquel entonces, mi hermano tenía veinticinco años. No tenía dinero, ni
planes ni trabajo. Estaba medicándose para recuperar la estabilidad, aunque mi
hermano no era precisamente estable. Además, me culpaba de lo que le había
ocurrido —me culpaba injusta pero obstinadamente—, a pesar de que incluso un
loco como Nigel debería haber sido capaz de ver que no era culpa mía que
hubiese cometido un asesinato…
Evidentemente, todo esto no ocurrió de golpe. Sin embargo, y o jamás le
había caído bien a Nigel, y ahora menos que nunca. Supongo que tendría una
buena razón. A sus ojos, debía de parecerle un triunfador. En aquella época y o
estaba estudiando —o eso era lo que él creía— en la Escuela Politécnica de
Malbry, aunque un año antes la habían ascendido a la categoría de universidad,
para satisfacción de mi madre. Aún seguía teniendo dinero gracias a mi trabajo a
tiempo parcial en la tienda de material eléctrico, porque mientras estudiaba,
mamá dejaba que me quedara con todo el sueldo. El caso Emily White había
llegado a su fin, y mamá y y o seguimos con nuestras vidas.
A simple vista, Nigel no había cambiado demasiado. Llevaba el pelo más
largo y a veces parecía grasiento. Se había hecho un tatuaje nuevo en el brazo:
un carácter chino, el símbolo del valor, en negro. Estaba más delgado y parecía
más bajo, como si una parte de su cuerpo se hubiera gastado, como la punta de
una goma de borrar. Sin embargo, seguía vistiendo siempre de negro y le seguían
gustando las mujeres, como siempre, aunque, por lo que sé, nunca salía con la
misma más de dos semanas, como si quisiera controlarse, como si en cierto
modo le diera miedo que la rabia que le había llevado a matar a un hombre
pudiera volver a cebarse algún día en otra persona.
Al principio no tenía ningún contacto con mamá. No era de sorprender,
teniendo en cuenta lo que había hecho. Se instaló en un apartamento de la ciudad,
encontró un trabajo y durante los años siguientes vivió solo… Seguramente no
era feliz, aunque sí era libre.
Y entonces, no sé cómo, ella volvió a pescarle. Esa libertad había sido tan sólo
una ilusión. Un día llegué a casa y le encontré allí, sentado en el salón, con
mamá; parecía un muerto, y eso, junto con esa ligera schadenfreude, me hizo
sentir invadido por una sensación de fatalidad.
Nadie puede escapar a la planta carnívora. Ni Nigel, ni y o ni nadie.
En realidad, no fue un verdadero acercamiento, pero durante los siguientes
dieciocho años, más o menos, vimos a Nigel tres o cuatro veces al año: por
Navidad, por el aniversario de mamá, por Semana Santa y por mi cumpleaños…
Cuando venía, se sentaba en el salón, siempre en el mismo sitio, y se quedaba
mirando fijamente los perros de porcelana… Evidentemente, ella había hecho
arreglar la figurita de Mal y ahora había otra muy parecida, un cachorro
durmiendo.
Cada vez que Nigel venía a vernos se quedaba mirando fijamente esos
malditos perros de porcelana y se tomaba un té en las tazas que mamá sacaba
para las visitas, mientras ella le contaba lo mucho que había recaudado la iglesia
ese año y que había que podar el seto. El domingo por la noche, cada dos
semanas, llamaba a las ocho y media en punto (la hora en que terminaban los
culebrones que veía mamá) y hablaba con ella; el resto del tiempo, trataba de
dar sentido a lo que quedaba de su vida con terapias y Prozac, trabajando durante
el día y pasando las noches en su apartamento, contemplando las estrellas, que
cada vez parecían más remotas, o bien recorriendo las calles en su Toy ota negro,
esperando encontrar a alguien, esperando algo…
Y entonces apareció Albertine. Ella nunca debería haber estado allí,
evidentemente. Ella no tenía nada que ver con ese nuevo café de extraño
nombre, el Pink Zebra, con su olor gaseoso y soporífero y sus colores de escuela
primaria. Y, evidentemente, tampoco tenía nada que ver con Nigel, que por
entonces y a no debería haber estado allí, aunque ella impidió su huida.
Tal vez debí pararlo todo en aquel momento. Yo sabía que ella era peligrosa.
Sin embargo, Nigel y a se la había llevado a su casa, como quien rescata del frío
a un gato callejero. Nigel dijo que estaba enamorado. Huelga decir que tuvo que
desaparecer…
A pesar de que parecía un accidente, todos sabemos que no lo fue. Yo lo
engullí, del mismo modo que había engullido a Mal y a todos mis hermanos. Los
engullí como si fueran el complejo vitamínico… Uno, dos, tres, ¡y ya no estaban!
Puede que el sabor sea amargo, pero la victoria es más dulce que una rosa de
verano…
6
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Capitanmataconejos: ¡¡¡Ha vuelto!!!
Toxic69: ¡Estás fatal!
chrysalisbaby: bien, bien.
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine? ¿Eres tú?
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine?
7
Él afirma que es tan sólo un relato de ficción, que nunca ha matado a nadie. Y,
aun así, ahí están… sus confesiones ficticias. Demasiado íntimas para ser falsas y
demasiado horribles para ser reales; la otra cara del día de San Valentín, tarjetas
de muerte.
Sólo es un relato de ficción, ¿verdad? ¿Cómo podría ser otra cosa? Esta vida
virtual es muy segura, está a salvo de la realidad. Todos esos amigos virtuales
también están a salvo, protegidos detrás de su pantalla y la alfombrilla del ratón.
Nadie espera encontrar la verdad en esos mundos que nos construimos. Nadie
espera sentir nada a través de un cristal.
Sin embargo, chicodeojosazules consigue dar forma a la verdad para servir a
sus intenciones. Y con la gente hace lo mismo: les da cuerda como si fueran un
juguete para que se estrellen contra…
¿Una pared? ¿Camiones articulados en una calle con mucho tráfico?
Por eso lo maté, amigo lector. ¡Qué palabras más peligrosas! ¿Qué se supone
que debo hacer con ellas? ¿De verdad cree lo que me dice o sólo está tratando de
volverme loca? Nigel tenía un Toy ota negro. Y sé cómo conducía y que les tenía
miedo a las avispas; sabía cuáles eran sus canciones favoritas y que tenía un
reproductor de CD debajo del salpicadero. Sin embargo, lo que más recuerdo es
lo preocupado que le dejó esa carta y que salió corriendo para ir a casa de su
madre para hablar con su hermano y …
Chicodeojosazules había estado intentando localizarme durante todo el día. En
mi bandeja de entrada tengo cinco correos electrónicos suy os sin abrir. Me
pregunto qué quiere de mí. ¿Una confesión? ¿Una mentira? ¿Una declaración de
amor?
Bueno, pues esta vez no voy a reaccionar, porque eso es lo que él quiere. Una
conversación. Ya ha jugado a este juego en muchas ocasiones. Él reconoce que
es un manipulador. He visto lo que ha hecho con Chry ssie y con Claire. Le gusta
torturarlas psicológicamente, obligarlas a hablar. Aun así, Chry ssie está
enamorada de él, Claire piensa que puede curarle, Cap quiere ser él, y en cuanto
a mí…
¿Qué quieres de mí, chicodeojosazules? ¿Qué clase de reacción esperas?
¿Enfado? ¿Desdén? ¿Confusión? ¿Angustia? ¿O puede que sea algo más que eso,
una especie de declaración por tu parte? ¿Podría ser que, después de contemplar
el mundo a través de una pantalla desde hace tanto tiempo, deseas
desesperadamente que por fin te vean?
El Zebra cierra a las diez. Siempre soy la última en salir. Lo he encontrado fuera,
esperándome, bajo los árboles.
—¿Te acompaño hasta tu casa? —preguntó chicodeojosazules.
Yo lo ignoré, pero él me siguió. Podía oír sus pasos detrás de mí, igual que en
otras tantas ocasiones.
—Lo siento, Albertine —dijo—. Está claro que no debería de haber colgado
ese relato. Pero como no contestabas a mis correos electrónicos…
—Me da igual lo que escribas —repuse.
—Ésa es la idea, Albertine.
Caminamos en silencio durante un rato.
—¿Te he contado alguna vez que colecciono orquídeas?
—No.
—Algún día me gustaría enseñártelas. La Zygopetalum tiene una fragancia
muy especial; su olor puede impregnar toda una habitación. Tal vez podría
regalarte una, a modo de disculpa…
Me encogí de hombros.
—Las plantas que tengo en casa nunca sobreviven.
—Y tus amigos tampoco —respondió él.
—La muerte de Nigel fue un accidente.
—Por supuesto que fue un accidente. Igual que la muerte del doctor Peacock
y la de Eleanor Vine…
Noté que mi corazón daba un enfermizo vuelco.
—¿No lo sabías? —Él parecía sorprendido—. Eleanor falleció la otra noche.
Falleció. ¡Qué palabra más rara! Ahora y a es un fiambre. La pobre Terri debe
de estar destrozada.
Seguimos caminando en silencio y cruzamos el semáforo de Mill Road,
escuchando a los árboles mientras cobraban vida gracias al viento. Este año no ha
nevado; en realidad, el clima es extrañamente templado y el aire es pesado,
como si se aproximara una tormenta. Pasamos junto al jardín de infancia, que
estaba en silencio, y luego frente a la panadería, cerrada, y el puesto de comidas,
con su olor a ajo frito, ñame y chile.
Al final nos detuvimos ante a la puerta del jardín. Fue un momento casi
amistoso: víctima y depredador frente a frente, lo bastante cerca el uno del otro
para poder tocarse.
—¿Aún puedes hacerlo? —dije, finalmente—. Ya sabes… eso…, eso que
haces.
Él soltó una breve y aguda carcajada.
—No se trata de una facultad que acabes perdiendo —contestó—. En
realidad, cada vez me resulta más fácil.
—Como el asesinato —dije.
Él volvió a reírse.
Busqué el pestillo de la puerta. A mi alrededor, el aire, pesado, olía a tierra
mojada y a hojas podridas. Me esforcé para mantener la calma, pero sentí que
me escabullía, convirtiéndome en otra persona, como hago siempre que él me
mira.
—¿No piensas invitarme a entrar? Muy prudente. La gente podría murmurar.
—Tal vez en otra ocasión —dije.
—Cuando quieras, Albertine.
Mientras nos dirigíamos hacia la entrada de la casa noté que me estaba
observando; sentí sus ojos fijos en la nuca cuando estaba buscando las llaves.
Cuando me observan, siempre lo percibo. La gente se delata. Estaba demasiado
callado, demasiado quieto para estar haciendo algo más que mirar fijamente.
—Sé que estás ahí —dije, sin darme la vuelta.
Chicodeojosazules no dijo nada.
Estuve tentada de invitarle a entrar, aunque sólo fuera para comprobar su
reacción. Él piensa que le tengo miedo, aunque, en realidad, es él quien me teme
a mí. Es como un chiquillo jugando con una avispa atrapada en un bote: está
fascinando, aunque tiene mucho miedo de que en un momento dado el insecto se
escape y decida vengarse. Cuesta creer que algo tan pequeño provoque tanta
angustia, ¿no? Y, aun así, a Nigel también le daban miedo las avispas. Pensaréis
que es extraño que algo tan diminuto pueda causarle pánico a un hombre: un
bicho peludo, un zumbido de alas armado tan sólo con un aguijón que provoca un
poco de escozor.
Tú crees que no veo cómo estás jugando conmigo. Bueno, pues puede que sí
lo vea, y más de lo que crees. Veo el odio que te tienes a ti mismo y tu miedo. Y,
sobre todo, veo lo que deseas en lo más secreto y profundo de tu corazón. Sin
embargo, lo que deseas y lo que necesitas no son necesariamente lo mismo. El
deseo y la compulsión son dos cosas muy distintas.
Sé que sigues ahí fuera, observándome. Casi puedo oír tu corazón: sé que
ahora mismo late muy deprisa, como el de un animal que ha caído en una
trampa. En fin, sé lo que es eso. Tener que fingir que soy otra persona, vivir a
todas horas sintiendo miedo al pasado. He vivido así durante más de veinte años,
deseando que me dejaran en paz…
No obstante, ahora estoy lista para asomarme al mundo. Algo está a punto de
surgir por fin de esta crisálida disecada… De modo que, si eres tan culpable
como dices ser, será mejor que salgas huy endo mientras aún estés a tiempo.
Huy e como la rata indefensa que eres. Huy e tan deprisa y tan lejos como
puedas…
Huy e para salvar tu vida, chicodeojosazules.
8
Ya os lo dije. Nada termina del todo. Y tampoco hay nada que empiece de
verdad, salvo en esos cuentos que comienzan diciendo « Érase una vez, hace
mucho, mucho, mucho tiempo» , y en los que, en flagrante lucha con la
condición humana, sus protagonistas viven felices para siempre. Mis gustos son
bastante más discretos. Yo me conformo con sobrevivir a mi madre. Ah, y con la
posibilidad de hacer añicos todos esos perros. Eso es lo que siempre he querido.
Los demás —mis hermanos, los White, incluso el doctor Peacock— no son más
que la guinda del pastel, un pastel cuy a fecha de caducidad ha expirado hace
tiempo y cuy o sabor es amargo bajo su capa de azúcar glaseado.
Sin embargo, antes de esperar que me sea concedido el perdón, debo
confesar. Después de todo, puede que ése sea el motivo de que esté aquí. Esta
pantalla, igual que la de un confesionario, sirve para un doble propósito. Y sí, soy
consciente de que el error fatal de la may oría de nuestros malos de ficción es ese
deseo generalizado de confesar, de pavonearse, de revelar al héroe su plan
magistral sólo para que éste resulte finalmente frustrado…
Ésa es la razón de que en este caso el acceso no sea público. Al menos por
ahora. Todos estos textos restringidos sólo son accesibles mediante una
contraseña. Aunque puede que más adelante, cuando todo hay a terminado y y o
esté sentado en alguna play a remota, bebiendo un mai tai y mirando chicas
guapas, te envíe esa contraseña. Te revelaré la verdad. Tal vez te lo deba,
Albertine. Y puede que algún día me perdones todo lo que te he hecho. Lo más
probable es que no lo hagas, pero no pasa nada. He vivido con el sentimiento de
culpa durante mucho tiempo. Un poco más no me matará.
Todo empezó a venirse realmente abajo el verano que siguió a la muerte de
mi hermano. Fue un verano largo y tempestuoso, lleno de libélulas y con muchas
tormentas eléctricas. Yo tenía sólo diecisiete años; me faltaba un mes para
cumplir los dieciocho, y el peso que suponía la atención de mi madre era como
una permanente nube de tormenta sobre mi vida. Siempre había sido muy
exigente, pero ahora que mis hermanos no estaban, era crítica hasta la
extenuación con todo cuanto y o hacía. Soñaba con escaparme, como había
hecho papá…
Mamá estaba atravesando una mala racha. El asunto de Nigel la había
afectado. A simple vista era imperceptible, pero y o vivía con ella y sabía que
Gloria Green no estaba bien. Al principio fue como un letargo. Se quedaba
mirando al vacío durante horas y horas, mientras se comía un paquete de galletas
entero; hablaba con gente que no estaba allí o dormía durante tardes enteras antes
de acostarse sobre las ocho o las nueve…
Maureen Pike me dijo que, en algunas ocasiones, el dolor provoca ese estado.
Evidentemente, Maureen estaba en su elemento. Iba a vernos todos los días, y
venía cargada de tartas caseras y consejos. Eleonor también ofreció su apoy o y
recomendó hierba de San Juan y un grupo de terapia. Adèle contaba chismorreos
y recurría a los tópicos: El tiempo lo cura todo; la vida continúa.
Eso díselo a los pacientes del pabellón de oncología…
Entonces, a medida que el verano iba languideciendo, mamá entró en otra
fase. El letargo dio lugar a una actividad casi frenética. Maureen tenía una
explicación para el fenómeno: dijo que se llamaba desplazamiento, y lo
consideró un paso necesario en el proceso de recuperación. En aquella época, la
hija de Maureen estaba estudiando Psicología, y ella se consagraba al mundo del
psicoanálisis con la misma presunción con la que se dedicaba a las celebraciones
de la parroquia, a las fiestas infantiles, a las colectas para los ancianos, a su club
de lectura, a su trabajo en el café y a ahuy entar a los pedófilos de Malbry.
En cualquier caso, ese mes mamá estaba ocupada: trabajaba cinco días en el
puesto del mercado, cocinaba, limpiaba, hacía planes, contaba el tiempo con la
impaciencia de una maestra de escuela y, por supuesto, me controlaba a mí.
Hasta ese momento había disfrutado de la tranquilidad. Durante casi un mes,
anulada por el dolor, mamá apenas se había fijado en mí. Sin embargo, ahora lo
estaba compensando con creces: cuestionaba cada uno de mis movimientos, me
preparaba el complejo vitamínico dos veces al día y se preocupaba por todo. Si
y o tenía tos, pensaba que estaba a las puertas de la muerte. Si llegaba tarde, era
porque me habían asesinado o atracado. Y cuando no se angustiaba por todo lo
que podría haberme sucedido, era muy estricta con respecto a lo que y o podía
hacer… Pensaba que me había metido en líos y que me perdería por culpa del
alcohol, las drogas o una chica…
Sin embargo, chicodeojosazules no tenía escapatoria. Habían transcurrido tres
meses desde que mi madre me había golpeado con el plato de comida, y después
de que Nigel le había fallado, su obsesión por el éxito había alcanzado unas
proporciones monstruosas. Evidentemente, y o no me había presentado a los
exámenes, pero una súplica de mamá (esgrimiendo la compasión como motivo)
había conseguido una revisión de mi caso. Ella creía que debía de continuar mis
estudios en la Universidad de Malbry. Lo había planificado todo por mí: un año
para volver a presentarme a los exámenes y después podría empezar de cero,
me dijo. Siempre había soñado que uno de sus hijos se dedicara a la medicina.
Yo era su única esperanza, decía, y con un olímpico desprecio por lo que y o
quería —por mis capacidades—, empezó a perfilar mi futura carrera.
Al principio traté de discutir con ella. No sacaba buenas notas y, además, no
estaba hecho para la medicina. Mamá se entristeció, pero se lo tomó bien… o eso
es lo que mi inocencia me hizo creer. Yo esperaba como mínimo que le diera un
arrebato, uno de sus ataques violentos, pero, en cambio, lo que recibí fue una
semana de redoblado cariño y de abundantes comidas caseras —siempre mis
platos favoritos—, que ella dejaba en la mesa con el virtuoso aire de un sufrido
ángel de la guarda.
Poco después me puse muy enfermo: tenía unos retortijones insoportables y
la fiebre me dejó postrado. Incluso el mero hecho de sentarme en la cama me
provocaba un dolor muy agudo y vómitos, y ponerme en pie —y y a no
hablemos de andar— me resultaba totalmente imposible. Mamá me cuidó con
una ternura que me habría parecido sospechosa si no me hubiese encontrado tan
mal. Luego, después de casi una semana, de repente, volvió a ser la de siempre.
Yo me encontraba un poco mejor. Había perdido varios kilos; estaba débil,
pero por fin se había ido el dolor y podía comer algo en pequeñas cantidades: un
bol de sopa de fideos, un poco de pan, una cucharada de arroz, una tostada con
y ema de huevo…
Supongo que mamá debía de estar preocupada; ella no era médica, no tenía
ni idea de las dosis y mi violenta reacción tuvo que alarmarla. Unas noches antes
me había despertado de repente, casi delirando, y la oí hablando sola, discutiendo
airadamente con alguien que no estaba allí:
Se lo merece. Tiene que aprender.
Lo está pasando muy mal; está enfermo.
Sobrevivirá. Además, debería haberme hecho caso…
¿Qué había puesto en aquellas deliciosas comidas? ¿Cristales? ¿Matarratas?
Fuera lo que fuese, el efecto había sido muy rápido. El día que pude sentarme en
la cama e incluso levantarme, mamá entró en mi habitación, pero no con una
bandeja, sino con una solicitud…, una solicitud de la Universidad de Malbry que
y a había rellenado por mí.
—Espero que hay as tenido tiempo para reflexionar —dijo, con una voz
sospechosamente alegre— mientras has estado en la cama todo el día, mientras
que dejabas que cuidara de ti. Espero que hay as tenido tiempo para pensar en
todo lo que he hecho por ti, en todo lo que me debes…
—Ahora no, por favor. Me duele la barriga…
—No, no es verdad —dijo ella—. Dentro de un par de días estarás como
nuevo y arrasarás con toda la comida que tengo en casa como lo que eres, un
bastardo desagradecido. Y ahora echa un vistazo a estos formularios. —Su
expresión, que había empezado a ensombrecerse, adquirió de nuevo una
implacable jovialidad—. He estado viendo esos cursos otra vez, y creo que tú
deberías hacer lo mismo.
Me quedé mirándola. Me sonreía. Sentí una punzada de culpabilidad en mi
estómago por dejar que la idea cruzara por mi mente…
—¿Qué me ha pasado? —pregunté.
Pensé que parpadearía.
—¿A qué te refieres?
—¿Crees que fue algo que comí? —proseguí—. Tú no has estado enferma,
¿verdad, mamá?
—No puedo permitirme el lujo de caer enferma —repuso—. He tenido que
cuidar de ti, ¿no? —Entonces se acercó y me miró fijamente con sus ojos de
color café—. Creo que deberías levantarte —dijo, entregándome los papeles—.
Tienes mucho que hacer.
Esta vez fui más listo y no protesté. Sin decir ni una palabra, me matriculé en
tres asignaturas sobre las que no tenía ni idea, pues sabía que más adelante podría
cambiarlas por otras. Para entonces y a era un mentiroso consumado: en vez de
estudiar en esas asignaturas y arriesgarme a que mi madre me descubriera
cuando las suspendiera, esperé hasta que empezó el trimestre y cambié las
materias sin que ella lo supiera por otras más adecuadas para mis aptitudes, y
luego encontré un trabajo a tiempo parcial en una tienda de material eléctrico a
unos cuantos kilómetros de casa, dejando que mi madre crey era que estaba
estudiando.
Después de eso, sólo tenía que falsificar los certificados —algo muy fácil con
un ordenador— y luego introducirme en los archivos del Examiner de Malbry y
añadir un nombre —el mío— a la lista que iba a publicarse.
Lo primero que ocurrió después de eso fue que Emily fue puesta bajo vigilancia.
Dijeron que era sólo como precaución, para garantizar su seguridad. Su
renuencia a incriminar al doctor Peacock se consideró como una prueba de
abusos prolongados más que simple inocencia, y la rabia y el desconcierto de
Catherine al enfrentarse a las acusaciones se interpretó como otra prueba más de
una suerte de conspiración. Estaba claro que algo había pasado. En el mejor de
los casos, un fraude de lo más cínico, y en el peor, un complot a gran escala.
Y entonces vino el testimonio de un servidor. Dije que todo había empezado
de un modo inofensivo. El doctor Peacock había sido muy amable: clases
particulares, dinero en metálico de vez en cuando…, así fue como nos enganchó.
Y así fue como estableció contacto con Catherine White, una mujer con un
historial depresivo, ambiciosa y a la que era fácil halagar, ansiosa por creer que
su hija era especial hasta el punto de no ser capaz de ver la verdad.
Evidentemente, los libros de la biblioteca del doctor Peacock ay udaron
mucho a respaldar mi declaración: biografías de los más famosos sinestetas de la
literatura, Nabokov, Rimbaud, Baudelaire, De Quincey …, drogadictos confesos,
homosexuales, pedófilos…, hombres cuy a búsqueda de lo sublime estuvo por
encima de la mezquina moral de su época. Aunque las pruebas no eran
directamente incriminatorias, la Policía no es experta en el mundo de las artes, y
el material recopilado por el doctor Peacock bastó para convencerlos de que era
su hombre: fotografías de los alumnos de St. Oswald tomadas mientras él era el
director del centro; volúmenes de historia del arte griego y romano; grabados de
estatuas de jóvenes desnudos; una primera edición de El libro amarillo, de
Beardsley ; una colección de lolitas de Ovenden; un dibujo a lápiz de un joven
desnudo (atribuido a Caravaggio); una edición lujosamente ilustrada de El jardín
perfumado, y libros de poesía erótica de Verlaine, Swinburne, Rimbaud y el
marqués de Sade…
—¿Usted enseñaba todo ese material a un niño de siete años?
El doctor Peacock trató de explicarlo. Aquello formaba parte de la educación
del muchacho, dijo, y a Benjamin le interesaba; quería saber quién era él…
—¿Y quién era, según usted?
Una vez más, el doctor Peacock se esforzó para que su público lo
comprendiera. No obstante, mientras el Chico x estaba fascinado por el estudio
de los sinestetas, la música y las migrañas y los orgasmos que se manifestaban
en estelas de colores, la Policía parecía estar mucho más interesada en averiguar
de qué hablaban él y el doctor durante esas clases particulares. Querían saber si,
en alguna ocasión, el doctor había intentado tocar a Benjamin, si le había
suministrado drogas y si había pasado ratos a solas con él… o con sus hermanos.
Y cuando por fin el doctor Peacock se vino abajo y dio rienda suelta a su
rabia y su frustración, los agentes de Policía intercambiaron sendas miradas y
dijeron: Tiene usted muy mal genio. ¿Pegó al chico alguna vez? ¿Le dio una
bofetada o le riñó?
Medio aturdido, el doctor negó con la cabeza.
—¿Y qué me dice de esa chiquilla? Debió de resultarle frustrante trabajar con
una niña tan pequeña, sobre todo porque estaba acostumbrado a dar clases a
chicos. ¿Se mostró poco dispuesta a colaborar en alguna ocasión?
—No, nunca —repuso el doctor Peacock—. Emily es una niña muy dulce.
—¿Ávida por complacer?
Él asintió con la cabeza.
—¿Lo bastante ávida como para fingir un resultado?
El doctor lo negó con vehemencia. Sin embargo, el mal y a estaba hecho. Yo
había pintado un cuadro más que plausible, y si Emily no pudo confirmar mi
historia fue simplemente porque era muy pequeña, estaba confusa y se negaba a
admitir que la habían utilizado…
Intentaron que no llegara a oídos de la prensa y también trataron de capear el
temporal. La oleada de rumores empezó cuando se estrenó la película. A finales
de año, Emily White era una noticia de interés nacional, y luego, de repente,
acabó siendo tristemente célebre.
Los titulares de los periódicos arremetieron con fuerza. El Mail: un insultante
caso extrasensorial. El Sun: ¡miren cómo juega emily ! Y, el mejor de todos, en
el Mirror: emily …, ¿un fraude?
Cuando Jeffrey Stuarts, el periodista que había seguido de cerca el caso de
Emily —viviendo con la familia, asistiendo a las clases en la mansión,
contestando a los escépticos con el entusiasmo de un fanático— vio lo que se
avecinaba, cambió de rumbo y reescribió apresuradamente su libro, que iba a
titularse El experimento Emily, para incluir en él no sólo los rumores sobre la
moral que imperaba en la mansión, sino insinuaciones mucho más fuertes sobre
la oscura verdad que se escondía detrás del fenómeno Emily.
Una madre dura y ambiciosa; un padre débil y sin carácter; una influy ente
amiga aficionada a la New Age; la niña, una víctima entrenada para interpretar
un papel; un anciano depredador, consumido por sus obsesiones… Y, por
supuesto, el Chico x, redimido por todo lo que había tenido que soportar y que
estaba metido en todo hasta el cuello. Una víctima ingenua. Un inocente. Una vez
más, el chico de los ojos azules.
Evidentemente, el caso nunca llegó a los tribunales. Ni siquiera a un juzgado
de primera instancia. Mientras aún le estaban investigando, el doctor Peacock
sufrió un ataque al corazón que le obligó a ingresar en la Unidad de Cuidados
Intensivos. El caso quedó aplazado indefinidamente.
Sin embargo, bastó con un leve olor a humo para convencer a la gente. Los
juicios de la prensa son rápidos y seguros. Al cabo de tres meses, todo había
llegado a su fin. El experimento Emily se colocó en primer lugar en la lista de los
libros más vendidos. Patrick y Catherine White decidieron separarse durante un
tiempo. Los inversores retiraron su dinero y las galerías dejaron de exhibir la
obra de Emily. Feather se mudó a casa de Catherine y Patrick se instaló en un
motel de las afueras de Malbry.
Él dijo que no se trataba de algo definitivo, que sólo necesitaban un poco de
espacio. En la puerta de la mansión se montó guardia las veinticuatro horas del
día, por si había actos de vandalismo. La prensa acosó a Catherine. Un montón de
fotógrafos rodeó la casa, tomando instantáneas de todo aquel que cruzaba la
entrada.
En la puerta principal aparecieron algunas pintadas y llegaron un montón de
cartas envenenadas. El periódico Noticias del Mundo publicó una foto de
Catherine en la que lloraba, junto a un artículo (confirmado por Feather, a quien
pagaron quinientas libras) según el cual había sufrido un colapso nervioso.
Por Navidad, las cosas no habían mejorado demasiado, aunque dejaron que
Emily pasara el día en casa. La niña había pasado a disposición de los Servicios
Sociales; al no detectar ninguna señal de abusos, la interrogaron delicada pero
implacablemente hasta que, finalmente, ella misma empezó a preguntarse si no
estaría también perdiendo la razón.
Intenta recordar, Emily.
Conozco esa técnica. La conozco muy bien. El arma también es la
amabilidad, uno de esos palos acolchados que aparecen en los dibujos animados
y que aporrean la memoria, y lo convierten todo en algodón de azúcar.
No pasa nada; no es culpa tuya.
Tú sólo cuéntanos la verdad, Emily.
Imaginaos lo que debió de ser para ella. Todo iba mal. El doctor Peacock
estaba siendo investigado; sus padres se habían separado de un día para otro; la
gente seguía haciendo preguntas, y, a pesar de que decían que no era culpa suy a,
ella no podía dejar de pensar que, en cierto modo, sí lo era. Aquella pequeña
mentirijilla se había convertido en una avalancha…
Escucha los colores.
Ella quería decirles que todo había sido un error, pero, evidentemente, y a era
demasiado tarde para eso. Ellos querían una demostración: un ejemplo de su don,
lejos de la influencia del doctor Peacock o de su madre, una manifestación que
confirmara o refutara de una vez por todas la afirmación de que era un fraude,
un títere en su juego de engaño y codicia.
Y entonces, en enero, por la mañana, un día que había nevado en
Mánchester, Emily fue encerrada con sus pinceles y un caballete en un estudio
de grabación, rodeada de cámaras, bajo unos focos muy potentes y con la
Sinfonía fantástica sonando a través de los altavoces. Y justo en ese momento se
produce el milagro y Emily escucha los colores…
Es, con diferencia, su cuadro más famoso: Sinfonía fantástica en veinticuatro
colores contradictorios recuerda a la obra de Jackson Pollock y un poco a
Mondrian, con esa enorme sombra gris en un extremo que busca la luz de la tela,
como la mano de la Muerte en un campo de flores…
Al menos eso es lo que dice Jeffrey Stuarts en la continuación de su
superventas, El enigma Emily. Ese libro también alcanzó el número uno de los
más vendidos, aunque era tan sólo una repetición del precedente, con un epílogo
que incluía lo ocurrido tras su publicación. Después de eso, evidentemente, los
expertos siguieron la historia; los profesionales de todos los sectores implicados,
desde el arte hasta la psicología infantil, se peleaban por demostrar sus
contradictorias teorías.
Cada sector tenía sus partidarios, y a fueran cínicos o defensores. Los
psicólogos infantiles consideraban la obra de Emily como una expresión
simbólica de sus miedos; los que creían en los fenómenos paranormales opinaban
que era un heraldo de la muerte; los expertos en arte interpretaban los cambios
de estilo como una confirmación de lo que muchos y a habían sospechado en
secreto: que la sinestesia de Emily había sido un fraude desde un principio y que
Catherine White, y no Emily, era la influencia creativa que se escondía detrás de
obras como Nocturno en ocre violeta y Sonata de luz de luna estrellada.
Sin embargo, Sinfonía fantástica es algo totalmente distinto. Pintada frente a
un público en un lienzo de un metro cuadrado, desbordaba energía, hasta el punto
de que incluso un zoquete como Jeffrey Stuarts fue capaz de captar su siniestra
presencia. En el caso de que el miedo tenga un color, sin duda es éste: unas
amenazadoras ristras de rojo, marrón y negro, revestidas de ocasionales y
violentas manchas de luz, y ese cuadrado azul grisáceo que parece la trampilla
de una mazmorra…
En mi opinión, huele como el muelle de Blackpool, como mi madre y como
el complejo vitamínico. Según Emily, debió de suponer el primer paso a través
de un espejo hacia un mundo en el que todo era demencial y no había y a
ninguna certeza…
Intentaron que Emily no supiera la verdad. Según los expertos, lo hicieron por
compasión. Contarle la verdad siendo tan pequeña, sobre todo en esas
circunstancias, podría haber sido muy traumático. Sin embargo, nosotros nos
enteramos de ella a través de radio macuto antes de que fuera del dominio
público: Catherine White estaba ingresada en el hospital después de un frustrado
intento de suicidio. De repente, parecía que todos los periodistas del mundo se
hubieran presentado en Malbry, una aburrida ciudad del norte donde daba la
impresión de que ocurría todo y donde las nubes seguían agrupándose a la espera
de otra tormenta cósmica…
11
Espejos
1
Vale, podéis llamarme Brendan. ¿Estáis contentos ahora? Decidme, ¿creéis ahora
que me conocéis? Somos nosotros quien elegimos nuestro nombre y nuestra
identidad, de la misma manera que elegimos la vida que llevamos. Debo creer
eso, Albertine, porque la alternativa —que esas cosas están escritas cuando
nacemos, o incluso antes, in utero— resulta demasiado atroz como para
contemplarla.
En una ocasión, alguien me dijo que el setenta por ciento de los elogios
recibidos a lo largo de toda una vida llegan antes de los cinco años. A los cinco
años de edad, casi todo —engullir un bocado de comida, vestirse, dibujar algo—
puede ser objeto de los más generosos halagos. Evidentemente, llega un
momento en que eso se acaba. En mi caso fue cuando nació mi hermano
Benjamin, el que iba de azul.
Clair, tan aficionada a la cháchara psicológica, se refiere a veces a lo que ella
llama el efecto del halo invertido, esa tendencia que todos tenemos a asignar los
colores de la maldad en función de un único error, como, por ejemplo, haber
engullido a un hermano o llenar un cubo con criaturas marinas y dejarlas morir
bajo un sol abrasador. Cuando nació Ben, mi halo se invirtió, y a partir de ahí
chicodeojosazules fue despojado de todos sus antiguos privilegios.
Yo lo vi venir. A los tres años y a sabía que aquel bulto azul que mamá había
traído a casa no me causaría más que desgracias. Lo primero fue su decisión de
asignar colores a sus tres hijos. Me doy cuenta de que fue ahí donde empezó
todo, aunque puede que entonces ella no se diera cuenta. Sin embargo, así fue
como me convertí en Brendan Marrón —el invisible, el que no era ni carne ni
pescado—, eclipsado, por un lado, por Nigel Negro, y por el otro por Benjamin
Azul. A partir de ese momento, nadie reparaba en mí, a menos, claro está, que
hiciera algo malo, en cuy o caso no tardaba en aparecer el trozo de cable
eléctrico. Nadie creía que fuera lo bastante especial como para merecer su
atención.
Aun así, me las arreglé para cambiar todo eso. Reclamé mi halo…, al menos
a los ojos de mamá. Y en cuanto a ti, Albertine…, ¿o ahora debo llamarte
Bethan?, siempre viste más que el resto de la gente. Tú siempre me comprendiste
y nunca tuviste ni la más mínima duda de que y o también era excepcional, que
debajo de mi sensibilidad latía el corazón de un futuro asesino. Y aun así…
Todo el mundo sabe que no fue culpa mía. Yo nunca le puse una mano
encima. En realidad, ni siquiera estaba allí. Estaba espiando a Emily. En todas
esas ocasiones en que la espiaba y la seguía cuando entraba y salía de la
mansión, sentía el abrazo de bienvenida del doctor Peacock, volaba con ella en su
pequeño columpio, sentía la mano de su madre en la mía y la oía decir: Muy
bien, cariño…
Mi hermano nunca hizo ninguna de esas cosas. Puede que nunca tuviera la
necesidad de hacerlas. Ben estaba demasiado ocupado lamentando su suerte
como para interesarse por Emily. Era y o quien se preocupaba por ella, le sacaba
fotos desde el seto y compartía las sobras de su pequeña y extraña vida.
Quizás fuera la razón por la que la amaba en aquella época: porque le había
arrebatado la vida a Benjamin, de la misma forma que él me había arrebatado la
mía. El amor de mi madre, mi don, mi suerte: todo pasó a manos de Benjamin,
como si y o sólo lo hubiera tenido en fideicomiso hasta que llegara alguien mejor.
Ben, el chico de los ojos azules. El ladrón. ¿Y qué hizo con la gran suerte que
tenía? Pues la echó a perder, resentido porque apareció alguien mejor dotado que
él. Todo: su inteligencia, su plaza en el St. Oswald, su oportunidad de triunfar,
incluso el tiempo que pasó en la mansión, todo tirado por la borda porque
Benjamin no se conformó solamente con una ración del pastel, sino que quería la
pastelería entera. Bueno, eso es lo que le parecía a Brendan Marrón, a quien
únicamente le quedaban las migajas que podía robar del plato de su hermano…
Ahora, sin embargo, el pastel es para mí. El pastel y la pastelería. Como diría
Cap: Tú mandas, tío…
El asesinato que cometí quedó impune.
2
La gente lo llama señor Brendan Marrón. Demasiado torpe para tener talento;
demasiado torpe para llamar la atención; demasiado torpe, incluso, para el
asesinato. Mierda marrón; asno marrón; plasta, gilipollas, bastardo marrón. Toda
su vida ha intentado estar ciego, ser un espectador que no toma partido,
observando a través de los dedos enlazados mientras la acción se desarrolla sin su
presencia, estremeciéndose ante el más leve golpe y la menor señal de violencia.
Sí, Brendan Marrón es sensible. Las películas de acción la asustan. No ve
documentales sobre animales salvajes, ni tampoco películas de terror, westerns o
escenas de peleas, y tampoco le gustan los videojuegos. Incluso siente compasión
por el malo. Los deportes también la incomodan, porque pueden producirse
choques y heridas. Sí ve, en cambio, programas de cocina, de jardinería y de
viajes, y porno; sueña con lugares lejanos y siente el calor del sol en su rostro…
Es muy sensible, dice su madre. Sus sentimientos son mucho más fuertes que
los del resto de la gente.
Puede que sí, piensa Brendan Marrón. Puede que sienta de otra forma.
Porque, por ejemplo, si ve a alguien que sufre, se siente tan incómodo que a
veces siente dolor físico y llora, asustado y confundido, por las cosas que las
imágenes le hacen sentir…
Su hermano, el que viste de azul, es consciente de todo eso, y le obliga a
presenciar sus experimentos con moscas, avispas y ratones, y le enseña fotos que
le hagan estremecerse. El doctor Peacock lo llama la sinestesia del espejo, y se
manifiesta, al menos en su caso, como una especie de sensibilidad patológica en
la que, de algún modo, la parte óptica del cerebro refleja la física, por lo que es
capaz de experimentar lo que sienten los demás…, y a sea un roce, un sabor o un
golpe…, como si fuera él mismo quien lo recibiera.
Su hermano, el que viste de negro, lo desprecia y se burla de él por ser tan
débil. Ahora lo ignora incluso su madre: es el hermano del medio, el callado,
atrapado entre Nigel, la oveja negra, y Benjamin, el chico de los ojos azules…
Brendan odia a sus hermanos. Los odia por cómo le hacen sentir. Uno está
enfadado a todas horas, y el otro es engreído y vil. Brendan siente —demasiado
— lo mismo que ellos, le apetezca o no. Si algo les pica, él se rasca. Si sangran,
Brendan, obedientemente, sangra con ellos. A decir verdad, no es empatía, sino
tan sólo una respuesta mecánica a una serie de estímulos visuales. No le
importaría si ambos murieran…, siempre y cuando lo hicieran muy lejos, donde
él no pudiera verlos.
A veces, cuando está solo, lee. Despacio y en la intimidad; libros de viajes y
fotografía; poesía y obras de teatro, relatos breves, novelas y diccionarios. El
mundo impreso en los libros es distinto del que ve a su alrededor. En su cabeza, la
acción se despliega sin que su cuerpo se vea implicado en ella. Lee en el sótano,
entrada y a la noche, a la luz de una bombilla desnuda; el sótano que, a falta de
una habitación, ha convertido a escondidas en un cuarto oscuro. Allí lee libros que
sus profesores no creerían que fuera capaz de entender; libros que si sus
compañeros de clase supieran que lee, le convertirían en el blanco de todos los
chistes y burlas.
Sin embargo, aquí, en su cuarto oscuro, se siente a salvo; no hay nadie que se
ría de él cuando señala las palabras con el dedo. No hay nadie que le llame
retrasado cuando lee las palabras en voz alta. No, éste es el refugio de Brendan.
Aquí puede hacer lo que le apetezca. Y a veces, cuando está solo, sueña. Sueña
que se viste con otro color aparte del marrón, que hay gente que se fija en él, que
muestra sus auténticos colores.
Sin embargo, ése es el problema, ¿no? Toda su vida ha sido Brendan Marrón,
condenado a ser torpe y estúpido. De hecho, nunca ha sido estúpido, aunque lo ha
sabido disimular muy bien. En la escuela, seguía la ley del mínimo esfuerzo para
evitar el ridículo. Y en casa siempre fingió ser impasible y poco imaginativo.
Sabe que así está a salvo, ahora que Ben ha ocupado su lugar, que le ha robado el
cariño de su madre, que le ha engullido, igual que él engulló a Mal en un
desesperado esfuerzo por ejercer el dominio…
Brendan Marrón piensa que no es justo. Él también tiene los ojos azules y
también posee talentos especiales. Su timidez y su tartamudeo hacen que todo el
mundo dé por sentado que tiene problemas para expresarse. Sin embargo, él sabe
que las palabras tienen un gran poder y quiere aprender a manejarlas. Además,
es muy bueno con los ordenadores. Sabe cómo procesar la información. Trata de
superar su dislexia con un programa especial. Con la excusa de su trabajo a
tiempo parcial en el puesto de comida rápida, asiste a clases de escritura
creativa. Al principio no se le daba muy bien, pero trabaja duro y quiere
aprender. Le fascinan las palabras y su significado. Quiere aprender más sobre
ellas. Quiere desmontar el lenguaje hasta llegar a la placa base.
Y, lo más importante de todo: es discreto. Discreto y muy paciente. Mostrar
sus auténticos colores supondría declarar sus intenciones, y Brendan Marrón es
más listo que eso. Brendan conoce el valor del camuflaje; por eso ha conseguido
sobrevivir hasta ahora: pasando desapercibido en el patio de la escuela, dejando
que sean otros los que destaquen, quedándose detrás de la barrera mientras
contemplaba cómo el enemigo se destruía a sí mismo…
En El arte de la guerra, Sun Szu afirma lo siguiente: Toda guerra se basa en el
engaño. Bueno, si hay algo que a nuestro chico se le da bien, es eso de engañar y
confundir.
Escribe un comentario:
JennyTrucos: (comentario borrado).
Albertine: (comentario borrado).
JennyTrucos: (comentario borrado).
chicodeojosazules: ¿Albertine?
3
Así es como un sinesteta del espejo sale impune de un asesinato. Tenéis que
reconocer que el truco es fantástico y que lo ejecuté con mi talento habitual. Los
espejos son muy versátiles. Puedes levitar, hacer desaparecer objetos y
atravesar con espadas a una mujer desnuda. Sí, a veces tengo dolores de cabeza,
pero chicodeojosazules me ha echado una mano con ellos. ¿No os dije que y o me
gustaba más cuando escribía siendo otra persona? Chicodeojosazules no tiene
empatía. Raramente siente lástima por alguien. Su fría y desapasionada forma de
ver el mundo es un muro de contención para mi ternura.
¿Ternura?, me preguntaréis. Bueno, sí: soy muy sensible. Un sinesteta del
espejo siente todo lo que ve. Cuando era niño, tardé un tiempo en darme cuenta
de que los demás no funcionaban así. Hasta que apareció en escena el doctor
Peacock, di por sentado que y o era totalmente normal. Pensaba que sería cosa de
familia, aunque incluso en el caso de los gemelos idénticos, la forma en que se
manifiesta una condición suele ser a menudo completamente distinta.
De todas formas, mi hermano Ben no tenía ninguna intención de compartir el
protagonismo. La primera vez que fuimos a la mansión me advirtió que si me
atrevía siquiera a insinuarle al doctor Peacock que no era un chico normal,
tendría que atenerme a las desagradables consecuencias. Al principio no hice
caso de la advertencia, aunque sólo fuera por ese grabado en sepia, por la foto de
Hawái y por la forma en que me hablaba el doctor Peacock y la idea de que tal
vez fuera especial…
Me mantuve firme en mi decisión durante dos semanas. Nigel se mostraba
abiertamente desdeñoso —como si Brendan Marrón fuera capaz de hacer algo—
y Benjamin me miraba resentido, esperando la ocasión para derrotarme. Incluso
entonces y a era muy astuto: un comentario a mamá, una insinuación de que y o
estaba celoso de él, más insinuaciones de que y o fingía mi don y que sólo estaba
imitándole a él…
Debo admitirlo: nunca tuve ninguna posibilidad. Estaba gordo y era
desgarbado, disléxico, tartamudo y un desastre en la escuela. Incluso mis ojos
eran de un azul grisáceo frío, mientras que los de Ben eran luminosos y hacían
que la gente se encariñara con él. Evidentemente, le creían. ¿Por qué no iban a
hacerlo?
Con la ay uda del trozo de cable eléctrico, mamá me sacó una confesión
completa. En cierto modo, creo que ambos nos sentimos aliviados. Yo sabía que
no podía competir con Ben. Y, en cuanto a mamá…, ella lo sabía desde el
principio, sabía que y o no podría ser especial. ¿Cómo me atrevía a desacreditar a
Ben? ¿Cómo me atrevía a contarle todas esas mentiras? Pedí perdón entre gritos
y sollozos mientras mi hermano me miraba con una sonrisa en la cara, y,
después de eso, bastó con que me amenazara con quejarse a mamá para
convertirme en su obediente esclavo.
Ésa fue la última ocasión en que intenté hablarle a alguien de mi don. Una vez
más, Ben me había eclipsado. Intenté volver a ser Brendan Marrón, aunque
estaba menos a salvo que antes. Sin embargo, algo había cambiado en mamá. Tal
vez se tratara del efecto del halo invertido. O puede que fuera por el asunto de
Emily White. En cualquier caso, a partir de aquel momento me convertí en la
cabeza de turco, en el blanco de sus frustraciones. Cuando el doctor Peacock dejó
de trabajar con Ben, descubrí que, por alguna razón, me echaba la culpa a mí. El
año que Ben suspendió en St. Oswald, fue a mí a quien castigaron…, y sí, había
planeado abandonar la escuela, aunque ambos sabíamos que si Ben hubiera
aprobado, nadie se habría acordado de mí.
La comida se convirtió en mi válvula de escape… La comida y, más
adelante, Emily. Comía, aunque no por hambre o gula, sino para protegerme de
un mundo lleno de peligros, un mundo donde cada palabra era un falso amigo,
donde incluso ver la televisión era arriesgado y cada escena un borde afilado
contra el que podía acabar golpeándome.
Sin embargo, he aprendido a sobrellevarlo. La música me ay uda un poco, y
la ficción también; y ahora, gracias a Internet, he encontrado la forma de
disfrutar de mi don. El mundo virtual es un medio para toda clase de porno. Y,
evidentemente, para un sinesteta del espejo, eso es tan bueno como la realidad.
Un roce, un beso, y a veces casi me olvido de que soy y o quien está delante de
una pantalla, que soy tan sólo un observador, un espía, y que lo real ocurre en
otra parte.
Medio. Una palabra interesante. Describe al mismo tiempo lo que y o era —el
hermano de en medio, un tío normal y corriente— y lo que soy ahora, alguien
que tiene el don del lenguaje, un portavoz de los muertos.
Dicen que sólo hay una vida. Echad un vistazo a la Red y veréis que eso no es
cierto. Probad un día a escribir vuestro nombre en Google y veréis cuantos más
lo comparten. Toda esa gente podría haber sido tú: un desgraciado, un deportista,
un actor casi famoso, el que está en el corredor de la muerte, un chef célebre, el
que cumple años el mismo día que tú…, todos ellos son sombras de lo que habría
podido ser si las cosas hubiesen sido algo distintas.
Bueno, y o tuve la oportunidad de ser distinto, de abandonar mi vida y
adentrarme en una de mis sombras. ¿Acaso no harían todos lo mismo? ¿Acaso no
lo harías tú si tuvieras la oportunidad?
4
Al final lo has conseguido, Clair. Hoy, por fin, he vuelto al grupo. Puesto que todo
está saliendo según lo previsto, creo que puedo permitirme alguna distracción
inofensiva. Además, puede que ésta sea la última vez…
El aula es una habitación minúscula pintada de beis con una planta —una
cinta— en una estantería que hay junto a la puerta y una fotografía de Angel
Blue en la pared. Las sillas son de color naranja y han sido dispuestas en círculo a
fin de que nadie se sienta inferior. En el centro del círculo hay una mesita con
una bandeja con una tetera, tazas, un plato de galletas (Bourbon creams, que
odio, dicho sea de paso), un montón de folios, un bote con bolígrafos y la
indispensable caja de pañuelos de papel.
Bueno, es mejor que no esperen que derrame ninguna lágrima.
Chicodeojosazules nunca llora.
—¡Hola! Me alegro mucho de verte —dijo Clair (siempre se lo dice a todo el
mundo)—. ¿Cómo estás?
—Supongo que bien.
En la vida real hablo bastante menos que cuando estoy conectado. Ésa es una
de las muchas razones por las que sigo prefiriendo quedarme en casa.
—¿Qué te ha pasado en la cara? —preguntó Clair.
Ya había olvidado mi relato de ficción, evidentemente…, o decidió que todo
estaba sólo en mi cabeza.
Me encogí de hombros.
—Tuve un accidente.
Me dedicó una mirada de falsa compasión. Se parece a su madre, Maureen
Pike; sobre todo ahora que está llegando a esa edad. Cuarenta y uno, cuarenta y
dos… y, de pronto, todo empieza a moverse hacia el sur… No, no hacia Hawái,
sino hacia un territorio más inhóspito, un lugar de barrancos resecos, rocas caídas
y agreste vegetación. Un grito lejano de ClairDeLune, que cuelga relatos eróticos
de ficción en mi sitio y que afirma tener tan sólo treinta y cinco años. Aun así,
como habréis podido suponer, lo que somos en badsguyrock puede diferir
muchísimo de lo que somos en la vida real. Mientras sólo sea una fantasía, ¿a
quién le importa realmente el rol que asumimos? Indio o vaquero, con sombrero
blanco o negro, nadie emite juicio alguno.
De todas formas, estos juegos a los que nos gusta jugar están vinculados a una
capa suby acente de realidad…, a un estrato de deseo sin explotar. Somos aquello
que soñamos. Sabemos lo que queremos. Sabemos que nos lo merecemos…
¿Y qué pasa si lo que queremos es el mal? ¿Si lo que deseamos es la
injusticia?
Bueno, puede que también nos merezcamos eso. Y el precio del pecado es…
—¿Té?
Claire me señaló la bandeja decorada con flores.
Té. El Prozac de los pobres.
—No, gracias.
Terri, que toma el té solo y nunca come galletas —aunque se tomará un bote
entero de helado de chocolate en cuanto llegue a casa—, golpeó la silla que tenía
al lado.
—Hola, Bren —dijo, con una sonrisa bobalicona.
—Lárgate —le contesté.
Observé al resto del grupo. Sí, estaban todos. Media docena de majaras de
diversa índole, más algunos aspirantes a escritor, charlatanes, poetas frustrados
(¿acaso hay otros?), todos ellos desesperados por tener una oportunidad de ser
escuchados. Sin embargo, a mí sólo me importa uno de ellos: Bethan, con sus
ojos irlandeses, mirándome con avidez…
Hoy llevaba un top gris sin mangas que dejaba al descubierto las estrellas
tatuadas en sus brazos. La irlandesa de Nigel, así es como la llama mamá,
negándose a pronunciar su nombre. La que tiene esos horribles tatuajes.
Horrible es la palabra que emplea mi madre para referirse a todas las cosas
que no controla: mis fotografías, mis orquídeas, mis relatos de ficción… De
hecho, a mí me gustan los tatuajes de Bethan, porque sirven para ocultar las
cicatrices plateadas que tiene desde que era una adolescente y que le cruzan los
brazos como si fueran una telaraña. ¿Fue eso lo que Nigel vio en ella? ¿Esa pasión
por las estrellas que le recordó a la que él también sentía? ¿Esa furtiva y eterna
sensación de angustia?
A pesar de su llamativo aspecto, Bethan odia que la miren. Puede que ésa sea
la razón de que se esconda tras tantas capas de engaño. Tatuajes, piercings,
identidades… De pequeña, era tímida y dócil, casi invisible. Bueno, eso debe de
ser el catolicismo para ella, supongo, una guerra perpetua entre la represión y el
exceso. No me extraña que Nigel se enamorara de ella. Era alguien muy raro,
alguien a quien habían hecho más daño que a él.
—Deja de mirarme, Brendan —dijo.
Ojalá no me llamara así. Brendan tiene un olor agrio, como algo húmedo que
se guarda en el sótano. Me seca la boca, y su color es…, bueno, y a sabéis cuál
es. No es que Bethan sea mucho mejor, con su desagradable olor a incienso. Me
gustaba más como Albertine: inmaculada, incolora…
Entonces intervino Clair.
—Venga, Bethan, por favor. Recuerde lo que hablamos. Estoy segura de que
Bren no quería mirar. —Me dirigió una de sus empalagosas miradas—. Y, y a que
estás aquí, Bren, ¿por qué no empiezas tú? Me han dicho que has salido. Eso está
bien.
Me encogí de hombros.
—¿Dónde has estado, Bren?
—Por ahí, y a sabes. En la ciudad.
Clair me dedicó una amplia sonrisa de aprobación.
—Eso es estupendo —dijo—. Me alegro mucho de que hay as vuelto a
escribir. ¿Hay algo que te gustaría leernos?
Volví a encogerme de hombros.
—Venga, no seas tímido. Ya sabes que estamos aquí para ay udarte —dijo,
volviéndose hacia el resto del grupo—. Por favor, ¿os importaría demostrarle a
Bren lo especial que es para todos nosotros y lo mucho que queremos ay udarle?
¡Oh, no! ¡El maldito abrazo colectivo no! Cualquier cosa menos eso, por favor.
—Tengo alguna cosilla… —dije, más para desviar su atención que porque
tuviera necesidad de confesar algo.
Ahora los ojos de Clair estaban fijos en mí, ávidos y expectantes. Es la
expresión que aparece en su cara cuando nos habla de Angel Blue. Y y o me
parezco bastante a él; eso, por lo menos, no es ninguna mentira, lo cual significa,
gracias al efecto halo, que Clair tiene debilidad por mí y una tendencia a creer lo
que digo.
—¿En serio? ¿Podemos oírlo? —preguntó.
Miré una vez más a Bethan. Solía pensar que me odiaba y, aun así, puede que
sea la única que comprenda de verdad lo que supone vivir a todas horas con los
muertos, hablar con ellos, dormir con ellos…
—Nos encantaría oírlo, Bren —dijo Clair.
—¿Estás segura de que es eso lo que quieres? —repuse, sin dejar de mirar a
Bethan.
Ella me miraba fijamente, con sus ojos azules entornados, como dos llamas
de gas.
—Por supuesto —dijo Clair—. ¿Verdad, chicos?
Todo el círculo asintió con la cabeza. Me percaté de que Bethan estaba
totalmente quieta.
—Puede que sea un poco… inquietante —contesté—. Me temo que se trata
de otro asesinato. —Sonreí ante la expresión de Clair y la forma en que los
demás se inclinaron hacia delante, como perros falderos a la hora de comer—.
Lo siento, chicos —añadí—. Pensaréis que es lo único que hago.
6
Él la llama señora Azul Bebé. Ella cree que es una artista. Sin duda alguna, por su
aspecto lo parece: lleva el pelo, rubio, artísticamente alborotado; viste monos
salpicados de pintura, luce collares de abalorios y le gusta encender velas
aromáticas, que la ay udan en su proceso creativo, según dice (además, sirven
para disimular el olor a pintura).
No ha hecho grandes cosas. No, ha dedicado toda su pasión creativa a educar
a su hija. Un hijo es como una obra de arte, y ésta, según ella, es perfecta;
perfecta, buena y con talento…
La ha estado vigilando a distancia. Él piensa que es muy hermosa, con su
pulcra melena, su piel blanca como una almendra y su abriguito rojo con su
capucha. No se parece en nada a su madre; es una niña independiente. Incluso su
nombre es bonito. Un nombre que huele a rosas.
En cambio, su madre es todo lo que él detesta: es inconstante, pretenciosa, un
parásito que se alimenta de su hija, que vive a través de ella, que le roba la vida
con sus expectativas…
Chicodeojosazules la desprecia. Piensa en todo el daño que ha hecho —a él, a
los dos— y se pregunta: ¿Acaso le importa a alguien?
Pensándolo bien, cree que tal vez no. Sin ella, el mundo estaría más limpio.
Más limpio. Una expresión maravillosa. Planea en azul lo que hace, lo que es
y lo que hará. Más limpio.
El crimen perfecto consta de cuatro fases. La primera fase es evidente. La
segunda lleva un tiempo. La tercera es un poco más complicada, pero ahora y a
se ha acostumbrado. Cinco asesinatos, contando el de Azul Diésel; se pregunta si
y a puede considerarse un asesino en serie o si primero tiene que perfeccionar su
estilo.
Para chicodeojosazules, el estilo es importante. Quiere sentir que hay poesía,
que hay algo más grande en lo que hace. Le gustaría llevar a cabo algo
complicado: una disección, una decapitación, algo dramático, excéntrico y
extraño. Algo que le diera escalofríos, algo que le diferenciara del resto. Y, lo que
es más importante, le gustaría mirar, ver la expresión en sus ojos, que ella
supiera finalmente quién es él…
Él sabe, porque la ha observado, que, cuando se queda sola en casa le gusta
tomar largos baños. Se queda en la bañera durante al menos una hora, ley endo
revistas… Ha visto marcas de agua en los montones de revistas que deja para
reciclar. Ha visto el parpadeo de las velas tras el cristal empañado de la ventana
y ha podido oler el aroma de su aceite de baño mientras el agua corre por el
desagüe. La hora del baño de Azul Bebé es sagrada. Nunca contesta el teléfono y
ni siquiera abre la puerta. Él lo sabe porque lo ha comprobado. Ni siquiera se
encierra en el cuarto de baño…
Él aguarda en el jardín, vigilando la casa. Espera a ver el resplandor de las
velas y a oír el sonido del agua en las cañerías. Espera a que la señora Azul Bebé
se meta en la bañera y luego, sin hacer el menor ruido, entra.
La casa ha sido redecorada. En las paredes cuelgan cuadros nuevos —la
may oría abstractos— y en el salón hay una alfombra Axminster de color
marrón y escarlata.
Axminster. Hacha. Catedral[16] . Una palabra roja. ¿Qué significa? Hacha-
asesino. Hacha. Catedral. Asesinato en la catedral. La idea le distrae durante un
momento, le hace sentirse mareado y distante, y provoca una vez más ese sabor
en su boca, ese sabor empalagoso a fruta podrida que anuncia el peor de los
dolores de cabeza. Se concentra en el color azul, su remanso de paz y
tranquilidad. El azul es ese cobijo que busca siempre que se siente solo o
asustado; cierra los ojos, aprieta los puños y se dice a sí mismo…
No es culpa mía.
Cuando vuelve a abrir los ojos, el sabor y el dolor de cabeza se han ido. Echa
un vistazo a la casa. La distribución es tal y como la recuerda. Le llega el mismo
y acechante olor a trementina y aún están ahí las muñecas de porcelana; no las
ha tirado, siguen ahí, en el salón, con sus ojos fijos y siniestros, sus tirabuzones y
sus encajes.
Las baldosas del baño son de color aguamarina y blanco. La señora B está
tumbada en la bañera, con los ojos cerrados. Su rostro es de un llamativo color
turquesa… Él supone que lleva una máscara de belleza. En el suelo hay un
ejemplar de la revista Vogue. Hay algo que huele a fresa. La señora B usa unas
sales de baño que dejan un residuo de polvo que brilla en su piel.
Stellatio: acto de transferir involuntariamente el brillo de las sales de baño a
alguien sin su aprobación o consentimiento.
Stellata: dícese de los pequeños fragmentos de polvo brillante que se pegan a
su pelo y a su piel; tres meses después, él aún los encuentra por la casa,
señalando su culpabilidad en código morse.
La observa en silencio. Podría hacerlo ahora, piensa; sin embargo, a veces el
impulso de ser visto es demasiado fuerte, y él quiere ver la expresión de su
mirada. Aguarda un momento y, entonces, algo la advierte de su presencia.
Entoces abre los ojos —durante un instante no hay shock alguno en ellos, sino tan
sólo un asombro vacío, como el de las muñecas del salón— y luego se sienta y el
agua cae sobre ella, haciéndola lenta y pesada; de pronto, el olor a fresas lo
invade todo y el agua, resplandeciente, salpica su rostro. Él se inclina sobre la
bañera y ella le golpea indefensa con los puños; la agarra por el pelo, empapado
en jabón, y la empuja, sumergiéndola en el agua.
Resulta increíblemente sencillo, pero, aun así, la confusión le molesta. El
polvo brillante que recubre el cuerpo de la mujer se pega a su piel, y el sintético
olor a fresas se hace más penetrante. Ella tira y empuja bajo su cuerpo, pero la
gravedad juega en su contra, y el peso del agua la mantiene sumergida.
Él espera unos minutos, mientras piensa en esas latas de barquillos rosados de
la marca Family Circle, y entonces emerge otro aroma de la cadena de
palabras: Barquillo[17] . Comunión. Espíritu Santo. Él se permite el lujo de
relajarse; aguarda a que su respiración se normalice y, en ese momento, con
mucho cuidado, metódicamente, se dispone a limpiar.
En la escena del crimen no encontrarán ninguna huella: lleva unos guantes de
látex y se ha quitado los zapatos en la entrada, como un chico educado que está
de visita. Echa un vistazo al cadáver. Tiene buen aspecto. Con la fregona, seca el
agua de la bañera que ha salpicado el suelo, y deja las velas encendidas.
Se quita la camiseta y los vaqueros, que están húmedos, los mete en una bolsa
de deporte y se pone la ropa limpia que se ha traído. Deja la casa tal y como la
encontró, se lleva la ropa mojada a casa y la mete en la lavadora.
Ya está, piensa. Ni rastro.
Espera a que lo descubran… No viene nadie. Una vez más, lo ha logrado. Esta
vez, sin embargo, no se siente eufórico. En realidad, tiene una sensación de
pérdida, y ese fuerte y cobrizo olor a fruta podrida, parecido al del complejo
vitamínico, le sube por la garganta hasta llenarle la boca, provocándole arcadas.
¿Por qué éste es diferente?, se pregunta. ¿Por qué siente su ausencia ahora,
cuando todo está a punto de terminar? ¿Por qué siente que se ha deshecho —para
usar una frase habitual de su madre— del bebé con el agua de la bañera?
Escribe un comentario:
ClairDeLune: Gracias por esto, chicodeojosazules. Fue maravilloso que lo
ley eras ante el grupo. Espero que no vuelvas a ausentarte durante tanto
tiempo. ¡Recuerda que estamos ahí para lo que necesites!
chrysalisbaby: me gustaría haberte escuchado leerlo J
Capitanmataconejos: Cojonudo… ¡Ja, ja, ja!
Toxic69: Esto es mejor que el sexo, tío. De todas formas, a ver si algún día eres
capaz de escribir algo que contenga ambas cosas…
7
Brendan Winter y y o nos hicimos amigos cinco meses después del concierto. Yo
estaba atravesando un mal momento. Mi madre siempre estaba trabajando, y en
la escuela no paraban de meterse conmigo. No entendía por qué lo hacían. En
Malbry había otros niños que no tenían padre. ¿En qué me diferenciaba y o de
ellos? Pensé que tal vez mi padre se había ido por culpa mía. Quizás nunca me
había querido. Quizás ninguno de los dos había querido que naciera.
Y entonces fue cuando Brendan volvió a aparecer. Le reconocí de inmediato.
Mi madre estaba ocupada, como de costumbre. Yo estaba sola en el jardín.
Emily estaba en su casa, tocando el piano… Era una pieza de Rachmaninov, algo
dulce y melancólico. La oía a través de la ventana abierta, donde florecían las
rosas. A mí me parecía una ventana de cuento de hadas en la que podía aparecer
una princesa: la Bella Durmiente, Blancanieves, o tal vez la dama de Shalott.
Brendan no era Lancelot. Iba vestido con unos pantalones marrones y una
chaqueta beis que le daba el aspecto de un paquete envuelto. Llevaba una
cartera. Tenía el pelo más largo; casi le tapaba la cara. Pasó por delante de la
casa y, al escuchar la música, se detuvo a muy poca distancia de la puerta del
jardín. No me había visto; y o estaba sentada en mi columpio, bajo el sauce
llorón. Sin embargo, y o sí le vi la cara mientras escuchaba tocar a Emily, y
también pude ver la tímida sonrisa que asomó a sus labios. En ese momento sacó
una cámara de la cartera; era una cámara con teleobjetivo. Y con una destreza
que me pareció fuera de lugar, hizo una docena de fotos de la casa —clic, clic,
clic, clic, como una hilera de piezas de dominó cay éndose— y luego volvió a
guardar la cámara en la cartera, mientras seguía andando.
Yo me bajé del columpio.
—¡Eh!
Él se dio la vuelta, sorprendido, y luego, al ver quién era, pareció relajarse.
—Hola, soy Bethan —dije.
—Bre…, Brendan.
Apoy é los codos en la verja.
—Brendan, ¿por qué has sacado fotos de la casa de los White?
Al oír lo que decía, pareció alarmarse.
—Por favor… Si se lo cuentas a alguien, voy a meterme en un lío. Yo… Me
gusta sacar fotos, eso es todo.
—Sácame una a mí —dije, enseñándole los dientes como el gato de Cheshire.
Bren miró a su alrededor y luego sonrió.
—Vale. Siempre que me prometas lo que te he pedido, Be…, Bethan. Ni una
palabra a nadie.
—¿Ni siquiera a mi madre?
—Sobre todo a tu madre.
—De acuerdo. Lo prometo —le dije—. Pero ¿por qué te gusta tanto sacar
fotos?
Me miró fijamente y sonrió. Tras aquella tosca cortina de pelo se ocultaban
unos ojos muy bonitos, con unas pestañas tan largas y gruesas como las de una
chica.
—Ésta no es una cámara normal —dijo él. Esta vez me di cuenta de que
habló sin tartamudear—. A través de ella puedo ver el fondo de tu corazón. Puedo
ver lo que me escondes. Puedo decirte si eres buena o mala, si has rezado tus
oraciones, si quieres a tu madre…
Al oír aquello, abrí unos ojos como platos.
—¿De verdad puedes ver todo eso?
—Por supuesto que sí.
Y, al decir eso, me dedicó una enorme sonrisa.
Y así fue como me cazaron.
Me faltaban tres meses para cumplir doce años el verano que murió el hermano
de Brendan. Nadie me contó qué había ocurrido, aunque los rumores, algunos
más salvajes que otros, llevaban semanas circulando por Malbry. Sin embargo,
siempre se había dicho que el Village estaba por encima de lo que pasaba en
White City. Brendan estaba enfermo, y al principio pensé que Ben había muerto
a causa de su misma enfermedad. Después de todo, el caso de Emily acaparaba
casi toda la atención. El escándalo, su caída…, todo eso mantuvo ocupada a la
prensa durante mucho tiempo como para que la noticia fuera eclipsada por un
lamentable suceso.
Mientras tanto, Fireplace House se convirtió en el centro de todas las miradas.
El breve momento de gloria de Emily White habría caído y a en el olvido de no
haber sido por el tanque de oxígeno que aquel otoño le proporcionó Brendan
Winter. Las acusaciones de fraude y abuso hicieron más por centrar la atención
en Emily de lo que Catherine White consiguió jamás. No es que a Catherine le
importara mucho en aquel momento, cuando su familia se estaba desmoronando.
Llevaba semanas sin ver a su hija, desde que los Servicios Sociales habían
decidido que la niña corría peligro. Emily estaba viviendo con el señor White, en
un bed & breakfast del Village; dos veces por semana iba a verla una asistente
social, hasta que se diera por zanjado el asunto. Sola en su casa, Catherine se
automedicaba con una mezcla de alcohol y antidepresivos que Feather —que
nunca fue una influencia demasiado estabilizadora— completaba con una
variedad de hierbas, algunas legales y otras no.
Alguien debería haber captado las señales. Pero, sorprendentemente, nadie lo
hizo. Y cuando por fin explotó la bomba, todos acabamos con restos de metralla.
Aunque éramos vecinos, no sabía demasiadas cosas acerca del señor White.
Sabía que era un hombre tranquilo que sólo tocaba el piano cuando la señora
White no estaba en casa; que a veces fumaba en pipa (de nuevo, sólo si su mujer
no estaba en casa) y que llevaba unas gafas muy pequeñas de montura metálica
y un abrigo que le daban el aspecto de un espía. Le escuchaba cuando tocaba el
órgano en la capilla y dirigía el coro en St. Oswald. A menudo le observaba por
encima del muro, cuando se sentaba en el jardín con Emily. A ella le gustaba que
le ley era en voz alta y, como sabía que a mí me gustaba escuchar, el señor White
proy ectaba la voz para que y o también pudiera oír la historia…, aunque por
alguna razón la señora White no lo aprobaba y siempre solía llamarlos para que
entraran en casa si se daba cuenta de que y o estaba escuchando, por lo que
nunca tuve la oportunidad de llegar a conocerlos.
Después de que él se mudara le vi en una ocasión, durante el otoño que siguió
a la muerte de Benjamin. Aunque no hubo niebla, fue una estación con mucho
viento; arrancaba las hojas de los árboles y llenaba las calles de tierra. Yo volvía
a casa de la escuela paseando por el parque que separa Malbry del Village; hacía
muchísimo frío, tanto que parecía a punto de nevar, y aunque llevaba el abrigo
más grueso que tenía, estaba temblando.
Oí decir que el señor White había dejado su empleo para dedicarse por
completo a cuidar de Emily. Fue una decisión que provocó reacciones
encontradas: algunos alabaron su devoción, mientras que otros (por ejemplo,
Eleanor Vine) encontraban inapropiado que un hombre viviera solo con una niña
de la edad de Emily.
—Tendrá que bañarla y todo eso —decía, en un evidente tono de
desaprobación—. ¡Sólo de pensarlo…! No me extraña que hay a habladurías.
Bueno, si las hubo, podéis apostar que, de algún modo, era la señora Vine
quien estaba detrás de ellas. Por aquel entonces y a era una víbora que lanzaba
veneno allí donde iba. Mi madre siempre la había culpado de propagar rumores
sobre mi padre; cuando en una o dos ocasiones hice novillos, fue Eleanor Vine
quien informó de ello a la escuela en vez de contárselo a mi madre.
Quizás fuera por eso por lo que y o sentía que había un vínculo entre el señor
White y y o. Cuando le veía en el parque, con su abrigo de espía ruso, empujando
a Emily en el columpio, me paraba un momento a observarlos: parecían muy
felices, como si no hubiera nadie más en el mundo.
Eso es lo que más recuerdo: ellos dos, con aspecto de ser muy felices.
Me detenía en el camino durante uno o dos minutos. Emily llevaba su abrigo
rojo, mitones y un gorro de lana. Las hojas secas crujían bajo sus pies cada vez
que el columpio descendía. El señor White se reía; se echaba ligeramente a un
lado, y y o podía verle, podía ver su desánimo.
Pensé que era viejo, bastante más que Catherine, con su pelo largo y suelto y
sus juveniles ademanes. Sin embargo, me di cuenta de que me equivocaba. En
realidad, nunca le había oído reírse. Su risa sonaba joven y veraniega, y la voz de
Emily era como una gaviota sobrevolando un cielo sin nubes. Me di cuenta de
que el escándalo no sólo no los separó, sino que, por el contrario, había
estrechado sus lazos, solos contra el mundo y felices por estar juntos.
Fuera está nevando. Unos violentos copos, de color gris amarillento, caen sobre la
farola de la esquina. Más tarde, si la nieve cuaja, puede que reine la calma en
Malbry ; todos los pecados, pasados y presentes, serán perdonados durante un día,
bajo esa misericordiosa capa blanca.
La noche que Emily murió estaba nevando. Quizás si no hubiese nevado,
Emily no habría muerto, quién sabe… Nada termina del todo. La historia de cada
uno de nosotros empieza en medio de la historia de otro, de hilos narrativos que
esperan ser desenredados. Y esta historia, ¿de quién es? ¿Es la mía o la de Emily ?
13
Deberían haberlo visto venir. Catherine White era una mujer inestable, dispuesta
a arremeter contra su dolor…, un poco como y o, si lo pensáis bien. Y cuando
Patrick White se llevó a Emily a casa después de su actuación…
Bueno, hubo una discusión.
Supongo que deberían haberlo esperado. A lo largo de los meses, la tensión
había ido en aumento, y en casa, las emociones estaban a flor de piel. En
ausencia del marido de la señora White, Feather se había ido a vivir con ella. Con
sus terapias alternativas, sus teorías de la conspiración, sus fantasmas y sus niños
del mañana, empujó a Catherine desde su volátil estado a la neurosis.
Eso es algo que entonces, evidentemente, y o no sabía. Fue a finales de
septiembre cuando Emily abandonó la casa y y o estoy hablando de mediados de
enero, cuando las campanillas de invierno empezaban a asomar la cabeza entre
las capas de hielo. Durante todos esos meses observando la casa, apenas vi a la
señora White. Quizás la viera en una o dos ocasiones, a través de la ventana…,
una ventana en la que aún se veían las luces de Navidad, aunque la Noche de
Rey es y a había quedado atrás y el árbol, decorado con cintas brillantes, se estaba
volviendo de color marrón… La había visto de pie, mirando hacia fuera, con un
tembloroso cigarrillo en los labios, sin nada que ver salvo la nieve y un cielo
donde no se oía ni el vuelo de una mosca.
A Feather, en cambio, la veía casi todos los días: traía la compra y el correo y
se enfrentaba a los periodistas que aún se dejaban caer por allí de vez en cuando,
esperando conseguir una entrevista, una declaración, una foto de Emily …
En realidad, casi nadie había visto a Emily. Cuando estalló el asunto del doctor
Peacock, los Servicios Sociales la entregaron a su padre y se fue a vivir con él;
cada dos fines de semana, él la llevaba a visitar a su madre en presencia de una
asistente social que tomaba notas y redactaba un informe, cuy a conclusión era
siempre que la señora White, de momento, no estaba capacitada para quedarse
sola con Emily.
Esa noche, sin embargo, fue distinta. El señor White no pensaba con claridad.
No era la primera vez que Catherine había amenazado con suicidarse, aunque
ésa fue la primera vez que lo intentó en serio. Lo impidió la intervención de
Feather y la rápida atención de los médicos de Urgencias, que la sacaron de la
bañera y le curaron los cortes que tenía en las muñecas.
Dijeron que podía haber sido peor. Hacen falta muchas píldoras para matar a
alguien en el acto, y los cortes de las muñecas, aunque bastante profundos, no
habían tocado la arteria. De todas formas, fue un intento en serio, lo
suficientemente grave como para preocuparse. A la mañana siguiente, que fue el
día de la última aparición de Emily, la historia había alcanzado tales proporciones
que fue imposible ocultarla.
¡Qué frágil es la estructura de nuestro destino! ¡Qué intrincada es la
disposición de sus elementos! Mueve uno de ellos y todo el aparato deja de
funcionar. Si Catherine no hubiese elegido ese día en concreto para su intento de
suicidio —quién sabe cuál fue la secuencia de acontecimientos que la llevó a
tomar esa decisión—, llevando a los cuerpos a, b y c a una conjunción fatal; si
aquel día la actuación no hubiese sido tan convincente; si Patrick White hubiese
sido más fuerte y no hubiese cedido ante las súplicas de su hija; si no hubiese
desafiado el fallo judicial y no hubiese llevado a Emily a ver a su madre sin la
presencia de la asistente social; si la señora White hubiese estado más animada; si
Feather no los hubiese dejado a solas; si y o no hubiese llevado un abrigo más
grueso; si Bethan no hubiera salido de casa para ver cómo empezaba a nevar…
Si, si, si… Una palabra dulcemente engañosa, tan ligera como un copo de
nieve en la lengua. Una palabra que parece demasiado pequeña para contener un
universo con tantas lamentaciones. En francés, esa palabra significa tejo, el árbol
que simboliza el duelo y la sepultura. Si un tejo cae en el bosque…
Supongo que el señor White tenía buenas intenciones. Seguía amando a
Catherine, y a veis. Y sabía lo que ella significaba para Emily. Y a pesar de que
vivían separados, mantenía la esperanza de volver, que la influencia de Feather
se esfumara y que Emily, una vez que el escándalo hubiese caído en el olvido,
pudiera volver a ser una niña normal y no un fenómeno.
Estuve vigilando la casa a partir de la hora de comer, desde el café que había
al otro lado de la calle. Lo capté todo con mi cámara. El café cerró a las cinco en
punto y y o me escondí en el jardín, detrás de un seto de cipreses que crecía junto
a la ventana del salón. Los arbustos tenían un olor agrio y vegetal; las ramas me
arañaban la piel, y las rozaduras me picaban como si hubiese tocado una ortiga.
Sin embargo, era un buen escondite: a un lado estaban los arbustos, y las cortinas
de la ventana estaban corridas, aunque dejaban un pequeño hueco que me
permitía ver qué ocurría en el interior de la casa.
Así fue como ocurrió. Lo juro. Nunca quise causar ningún daño a nadie. Sin
embargo, desde fuera, lo oí todo: las recriminaciones, el intento del señor White
por calmar a su esposa, las exclamaciones de Feather, el llanto histérico de la
señora White y las vacilantes protestas de Emily. O puede que sólo crea que lo oí
todo… Después de tanto tiempo, la voz de la señora White que resuena en mi
memoria se parece mucho a la de mamá, y las otras voces suenan como algo
que se escucha desde el interior de un tanque de agua, con un eco que retumba
en sílabas sin sentido que se estrellan contra las paredes de cristal.
Clic, clic, clic. La cámara. El teleobjetivo apoy ado en el alféizar de la
ventana, mientras disparaba a toda velocidad. Sabía que las fotos saldrían
borrosas, poco definidas, con los colores envolviendo la escena como la
fosforescencia que rodea un banco de peces tropicales.
Clic, clic, clic.
—¡Quiero que vuelva! No puedes mantenerla alejada de mí… ¡Ahora no!
Lo dijo la señora White, moviéndose de un lado a otro del salón, con un
cigarrillo en la mano y el pelo echado hacia atrás, como una bandera sucia. Las
vendas de las muñecas eran de un blanco fantasmagórico, antinatural.
Clic, clic, clic. El sonido sabe a Navidad, con el jugoso aroma azul del ciprés
y el frío de la nieve que caía. El tiempo de la Reina de las Nieves, pensé, y me
acordé de la señora Azul Eléctrico y del hedor a col de aquel día en el mercado,
y del ruido de sus tacones…, clic, clic, clic, como los de mi madre.
—Por favor, Cathy —dijo el señor White—. Debo pensar en Emily. Esto no
es bueno para ella. Además, tú tienes que descansar y …
—¡No te atrevas a ser condescendiente conmigo! —Su voz iba subiendo de
tono—. Sé lo que intentas hacer; quieres alejarte de mí. Quieres montar un
escándalo, y cuando me hay as echado la culpa de todo, vas a sacar partido,
como todos los demás…
—Nadie intenta culparte.
Él quiso tocarla, pero ella se estremeció. Bajo la ventana, y o también me
estremecí. Emily, con la mano en la boca, se quedó a un lado, impotente; su
angustia ondeaba como una bandera roja que sólo y o podía ver.
Clic, clic, clic. Noté el roce en mi boca. Podía sentir sus dedos. Tenían el tacto
de una mariposa muy pequeña. La intimidad de aquel gesto me hizo estremecer
de ternura.
Emily. E-mi-ly. Olía a rosas por todas partes. A través de las cortinas se
colaban ray os de luz que sembraban la nieve de estrellas.
E-mi-ly. Un millón de flores.
Clic, clic, clic… Casi podía sentir cómo mi alma abandonaba mi cuerpo. Un
millón de puntitos de luz corriendo hacia el olvido…
Entonces intervino Feather; su estridente voz me llegó a través del cristal. No
sé por qué, pero me recuerda a mamá, y ese olor que siempre la acompaña: el
humo de cigarrillo, el penetrante perfume de L’Heure Bleue y el complejo
vitamínico.
Clic, clic, clic. Feather estaba en el carrete.
Me la imaginé atrapada allí, ahogándose.
—Nadie te ha pedido que vinieras —dijo—. ¿No crees que y a has ido
demasiado lejos?
Por un momento pensé que estaba hablando conmigo. Tú, pequeño cabrón,
esperaba que me dijera. ¿Acaso no sabes que todo es culpa tuya? Puede que
aquella vez sí lo fuera, pensé. Puede que esta vez ella también lo sepa.
—¿No crees que y a has humillado bastante a Cathy, con tu hija bastarda
viviendo en la casa de al lado?
Hubo una pausa, tan fría como la nieve cay endo sobre la nieve.
—¿Qué? —dijo finalmente el señor White.
—Sí, así es —dijo Feather, con voz triunfante—. Ella lo sabe… Lo sabemos…
todo. ¿Acaso creías que ibas a salirte con la tuy a?
—Yo no lo oculté —le dijo el señor White a Catherine—. Te lo conté todo. Te
lo conté de inmediato; fue un error por el que estoy pagando desde hace doce
años…
—¡Me dijiste que había terminado! —gritó ella—. Me dijiste que era una
mujer que trabajaba en la escuela, una profesora suplente que se había
trasladado…
Durante un momento me quedé mirándola, y me asombró su aire de
tranquilidad.
—Sí, eso era mentira —repuso él—. Pero lo demás era verdad.
Me eché hacia atrás. Me dio un vuelco el corazón. Mi respiración era
monstruosamente pesada. Sabía que no debía estar allí, que a esas alturas mamá
y a se estaría preguntando dónde andaba. Sin embargo, la escena era demasiado
fuerte para un servidor. Tu hija bastarda. ¡Qué tonto había sido!
—¿Quién más lo sabe? —De nuevo, fue la señora White quien habló—.
¿Cuánta gente se ha estado riendo de mí mientras esa puta irlandesa y esa
maldita mocosa…?
Me acerqué de nuevo al cristal de la ventana; sentía la mano de Emily en mi
mejilla. Hacía frío, pero oía latir su corazón como un pez en la arena.
¡Por favor, mamá! ¡Por favor, papá!
Nadie la oía, salvo y o. Sólo y o podía saber cómo se sentía. Extendí la mano,
como una estrella de mar, y la apreté contra el cristal.
—¿Quién te lo contó, Cathy ? —preguntó el señor White.
Catherine lanzó una bocanada de humo.
—¿De verdad quieres saberlo, Pat? —Sus manos se agitaban como un pájaro
—. ¿Quieres saber quién te delató?
Negué con la cabeza. Yo y a sabía quién se lo había contado. Lo supe el día
que vi al señor White dándole ese dinero a mamá y comprendí su compasión
cuando le pregunté si era mi padre…
—Eres un hipócrita —le dijo ella, entre dientes—. Has fingido que te
preocupas por Emily, cuando en realidad nunca la quisiste. Nunca llegaste a
comprender realmente lo especial que era, el don que tenía…
—Por supuesto que sí —contestó el señor White. Su voz sonó más tranquila
que nunca—. Sin embargo, por culpa de lo que ocurrió hace doce años, permití
que controlaras demasiado las cosas. Has convertido a nuestra hija en un
monstruo. Y después de la actuación de hoy, voy a acabar con esto de una vez
por todas. Basta de entrevistas y de televisión. Ha llegado el momento de que
lleve una vida normal y de que tú aprendas a enfrentarte a los hechos. Ella sólo
es una niña ciega que quiere complacer a su madre…
—¡Ella no es normal! —exclamó la señora White. Su voz empezó a temblar
—. ¡Es especial! ¡Tiene un don! ¡Lo sé! Preferiría verla muerta antes de que sea
otra niña con una minusvalía física…
Al oír eso, la protagonista de la conversación se levantó y se echó a llorar. El
suy o era un llanto desesperado y penetrante que se convirtió en un brillante y
afilado sonido, un láser que atravesó la realidad con un sabor a cobre y a fruta
podrida…
Dejé caer la cámara.
¡Maaaaaamááááááááá!
Por un momento fuimos sólo uno. Dos gemelos, dos corazones latiendo al
mismo tiempo, una sola oscilación. Y entonces, de repente, se hizo el silencio.
Baja el volumen. De repente soy consciente del frío que hace; llevaba allí una
hora, puede que más. Tenía los pies entumecidos y las manos resecas. Las
lágrimas resbalan por mi rostro, aunque apenas puedo sentirlas.
Tengo problemas para respirar. Trato de moverme, pero y a es demasiado
tarde. Mi cuerpo se ha transformado en cemento. La enfermedad que padecí tras
la muerte de Ben me dejó muy débil y vulnerable. He perdido mucho peso en
muy poco tiempo; he agotado las fuerzas.
Me invade una oleada de terror. Podría morir aquí, pienso. Nadie sabe dónde
estoy. Trato de gritar, pero no consigo emitir ningún sonido; mi boca está
paralizada por el miedo. Apenas puedo respirar; mi visión es borrosa…
Deberías haber hecho caso a mamá, Bren. Mamá siempre sabe cuándo estás
tramando algo. Mamá sabe que mereces morir…
¡Por favor, mamá!, susurro entre dientes, los labios petrificados por el frío.
Verde
1
Escribe un comentario:
Albertine: (comentario borrado)
chicodeojosazules: Lo entiendo. La may oría de las veces también me quedo sin
palabras…
2
Por fin una versión de la verdad. ¿Por qué se molesta, a estas alturas del juego?
Tendría que saber que y a es demasiado tarde para echarse atrás. Ambos hemos
dejado claras nuestras intenciones. ¿Está intentando provocarme de nuevo? ¿O se
trata de una súplica en busca de compasión?
Durante los dos últimos días, ambos nos hemos quedado en casa, por culpa de
la misma epidemia de gripe. Clair me ha mandado un correo electrónico en el
que me dice que Brendan no ha ido a trabajar. El Zebra también ha cerrado
durante dos días. Yo no quería que viniera aquí. No antes de que estuviera
preparada.
Esta noche volví por última vez. En mi cama era incapaz de dormir. Mi casa
es demasiado peligrosa. Allí es muy fácil provocar un incendio, un escape de gas
o un accidente. Él ni siquiera tendría que vigilar. En el Zebra es más complicado,
porque está en la calle principal y tiene cámaras de seguridad en el techo. Pero
eso y a no importa. Mi coche está cargado y todas mis pertenencias embaladas.
Podría irme ahora mismo.
¿Creíais que me quedaría y que me enfrentaría a él? Me temo que no soy una
luchadora. Me he pasado toda mi vida huy endo, y ahora y a es demasiado tarde
para cambiar. Sin embargo, me resulta extraño dejar el Zebra. Raro y triste,
después de todo este tiempo. Lo echaré de menos. O más que eso: echaré de
menos quién era cuando trabajaba allí. Incluso Nigel sólo entendió a medias el
propósito de ser esa persona; él pensaba que la auténtica Bethan era otra.
¿La auténtica Bethan? No me hagáis reír. Dentro del nido de las muñecas
rusas no había más que rostros pintados. Aun así, era un buen sitio. Fue un lugar
seguro mientras duró. Aparco el coche junto a la iglesia y camino por la calle
desierta. A esta hora, la may oría de las casas están a oscuras; son como las flores
que se cierran durante la noche. Sin embargo, el neón del Zebra está encendido,
proy ectando sus pétalos de luz sobre la nieve. Sienta bien volver a casa, aunque
sólo sea por un rato…
Había un regalo esperándome: una orquídea en una maceta, con una tarjeta
que decía: Para Albertine. Las cultiva él mismo; eso fue lo que me dijo. De algún
modo, me parece muy propio de él.
Entro en el café y me conecto de inmediato. Estoy segura de que él aún sigue
on-line.
Espero que te haya gustado la orquídea, escribe.
No pensaba contestarle. Me prometí que no lo haría. Pero, después de todo,
¿qué mal podría hacerme?
Es preciosa, tecleo. Es verdad. La flor es de color verde y púrpura, como una
especie de pájaro tóxico. Y su olor es parecido al del jacinto, aunque más dulce.
Evidentemente, ahora sabe que estoy aquí. Espero que ésa sea la razón por la
que ha mandado la orquídea. Sin embargo, no puede irse antes de las cinco
menos cuarto sin llamar la atención de su madre. Si saliera ahora, ella lo
interrogaría, y chicodeojosazules haría cualquier cosa para evitar levantar las
sospechas de su madre. Eso me mantiene a salvo hasta las cuatro y media, como
mínimo. Puedo permitirme un rato.
Es una Zy gopetalum «Azul Brillante», de una variedad muy fragante. Intenta
no matarla, ¿de acuerdo? Ah, por cierto, ¿qué te pareció mi relato?
Creo que eres muy retorcido, respondí.
Me contesta con un emoticono, una sonriente carita amarilla.
¿Por qué cuentas esas historias?, pregunto.
Porque quiero que me comprendas. Oigo su voz en mi cabeza con toda
claridad, con tanta claridad como si estuviera aquí. Con el asesinato no hay vuelta
atrás, Beth.
Tú ya deberías saberlo, replico.
Otra vez el mismo emoticono. Supongo que debería sentirme halagado, dice.
Sin embargo, sabes que es tan sólo ficción. Nunca podría haber hecho todas esas
cosas, como tampoco podría haber lanzado aquella piedra… La muñeca aún me
duele, por cierto. Supongo que tuve suerte de que no me diera en la cabeza…
¿Por qué está tratando de hacerme creer que no ha ocurrido, que todo es una
coincidencia? Eleanor, el doctor Peacock, Nigel… ¿Todos sus enemigos borrados
del mapa por pura coincidencia?
Bueno, no, no tanto, responde. Alguien ha estado trabajando en mi nombre.
¿Quién?
Tarda en contestar. No aparece nada salvo el cuadradito del cursor,
parpadeando pacientemente en la casilla de mensajes. Me pregunto si le falla la
conexión. Me pregunto si debería volver a conectarme. Entonces, cuando me
dispongo a volver a entrar, me llega un mensaje.
¿De verdad no sabes a quién me refiero?
No tengo ni idea de lo que estás hablando.
Otro silencio de ésos. Y entonces me llega un mensaje automático del
servidor: ¡Alguien ha colgado algo en badsguyrock! y una nota que sólo dice:
Lee esto.
3
Escribe un comentario:
JennyTrucos: ¿te crees muy listo, verdad?
chicodeojosazules: ¿No te ha gustado mi relato? ¿Por qué no me sorprende?
JennyTrucos: quien juega con fuego acaba quemándose.
chicodeojosazules: Gracias, Jenny. Lo tendré presente…
4
No sé que pretende con esto. ¿Acaso espera que salga corriendo? En principio, no
lo creo. Lo más probable es que esté jugando conmigo, tratando de que baje la
guardia. Su orquídea está en el asiento trasero del coche, entre dos cajas. Por
alguna razón, no quiero dejarla aquí. Su aspecto, con su mata de florecillas, es
muy inofensivo.
Y entonces me viene una idea a la cabeza. La provoca la fragancia de la
orquídea. Y me parece tan clara y tan hermosa como un faro envuelto en la
niebla.
Esto tiene que terminar en alguna parte, ¿no lo veis? Lo he seguido por este
camino durante demasiado tiempo, como el niño tullido que va tras el flautista de
Hamelín. Él me hizo como soy. He bailado al son de su música. Mi piel es un
mapa cubierto con las cicatrices y las marcas de lo que me ha hecho. Sin
embargo, ahora puedo verle tal como es, el muchacho que pronunció tantas
veces la palabra asesinato que, al final, alguien le crey ó…
Conozco su rutina tan bien como la mía. Saldrá de casa a las cinco menos cuarto,
fingiendo, como siempre, que se va a trabajar. Estoy segura de que será entonces
cuando moverá ficha. No será capaz de resistirse a la seducción del Pink Zebra,
con su luz cálida y acogedora, ni a la mía, sola y vulnerable, como una polilla
atrapada en una linterna…
Cogerá su coche, un Peugeot azul. Bajará por Mill Road y aparcará en la
esquina de la iglesia de Todos los Santos, donde han quitado la nieve. Echará un
vistazo a la calle —que en estos momentos está desierta— y se dirigirá hacia el
Zebra, protegido por la sombra de los edificios. En el interior del café, el
volumen de la radio está lo bastante fuerte como para atenuar el ruido que hace
al entrar. Hoy no suena la emisora de música clásica, aunque la música no me da
miedo. Ese miedo lo tenía Emily. Ni siquiera la Sinfonía fantástica es capaz de
ejercer ninguna influencia sobre mí.
La puerta de la cocina tendrá el pestillo echado. Es muy fácil abrirla…
Mirará el rótulo de neón, tal y como suele hacer, dos palabras en luz
estroboscópica: pink zebra, con su fantasmagórico olor a gas.
¿Lo veis? Conozco sus debilidades. Ahora estoy usando su don en su contra,
ese don que heredó de su hermano, y cuando el verdadero olor lo asedie,
simplemente no hará caso de la ilusión, tal y como ha hecho en tantas otras
ocasiones…, al menos hasta que entre y deje que la puerta se cierre detrás de él.
He hecho un arreglo en la puerta. El pomo y a no puede girarse desde dentro,
y el gas llevará horas encendido. A las cinco, cualquier chispa será capaz de
encenderlo: la llama de un mechero, un teléfono móvil…
Evidentemente, y o no estaré allí para verlo, porque me habré ido mucho
antes. Sin embargo, a través de mi móvil puedo acceder a Internet, y tengo su
número. Por supuesto, es él quien debe decidir entrar; la víctima escoge su propio
destino. Nadie la obliga a entrar; nadie es responsable de ello.
Puede que, cuando hay a muerto, vuelva a ser libre. Libre de esos deseos
suy os que reflejan los míos. ¿Adónde va un reflejo cuando se rompe un espejo?
¿Qué ocurre con un relámpago cuando ha cesado la tormenta? La vida real tiene
muy poco sentido; sólo la ficción lo tiene. Y y o he sido ficción durante mucho
tiempo, un personaje de una de sus historias. Me pregunto si los personajes de
ficción pueden rebelarse y volverse contra sus creadores.
Sólo espero que no acabe demasiado pronto. Espero que tenga tiempo para
comprenderlo. Mientras camina a ciegas hacia la trampa, espero que tenga un
momento para gritar, para luchar, para tratar de escapar, para golpear la puerta
con los puños, y por fin piense en mí, el golem que se rebeló contra su dueño…
5
Compré los billetes por Internet. Si compras on-line tienes un descuento. Puedes
elegir tu asiento, encargar la comida e incluso imprimir la tarjeta de embarque.
Escogí un asiento de ventanilla, desde donde podré ver cómo despegamos del
suelo. Nunca he viajado en avión; ni siquiera en tren. Los billetes son muy caros,
pero la tarjeta de crédito de Albertine puede permitírselo. Apunté sus datos hace
un año, cuando compró unos libros en Amazon. Evidentemente, en aquella época
tenía poco dinero, pero ahora, con la herencia del doctor Peacock, debería andar
bien al menos durante unos meses. Cuando lo descubra —si es que lo hace— y a
estaré ilocalizable.
No me llevo demasiado equipaje; sólo una bolsa con la documentación, algo
de dinero, mi iPod, una muda y una camisa. No, esta vez no es azul, mamá. Es
rosa y naranja, con palmeras. No es de camuflaje, pero espera a que esté allí:
seré uno más.
Me conecto por última vez antes de irme. Únicamente para leer los
mensajes, para ver quién no durmió anoche, para comprobar si hay alguna
sorpresa y saber quién me aprecia y quién quiere verme muerto.
Ninguna sorpresa.
—¿Qué estás haciendo ahí arriba? —me grita.
—Espera, mamá; bajo dentro de un segundo.
Es el momento de enviar un último correo electrónico —a
albertine@yahoo.com— antes de irme definitivamente; hoy al mediodía estaré
en ese avión, viendo la televisión y tomando champán…
Champán. Dolor fingido[18] . Como si una sensación pudiera no ser real.
Siento un hormigueo en el estómago y casi me duele al respirar. Me tomo un
momento para relajarme y concentrarme en el color azul. El azul de la luna, de
un lago, del océano, de una isla. Azul Hawáiano. Azul, el color de la inocencia;
azul, el color de mis sueños…
7
Sí, evidentemente, fue su madre quien escribió la carta. A ella nunca le da miedo
cumplir con su deber. Sabía que sería Nigel quien la abriría y que mordería el
anzuelo. Y aquel día, cuando Nigel se presentó en casa diciendo que quería
hablar con chicodeojosazules, fue ella quien le despistó, quien consiguió que se
marchara con la mosca detrás de la oreja… o al menos con una avispa en un
bote…
No obstante, ahora, el único hijo que le queda tiene una deuda con ella que no
puede ser cancelada. Ahora nunca podrá abandonarla; nunca podrá pertenecer a
nadie más. Y si algún día se atreve a escapar…
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Algún comentario? ¿Hay alguien ahí?
8
Debería haberlo visto venir. Debería haber sabido que acabaría así. Sin embargo,
Gloria no es ninguna experta en desarrollo infantil. Para ella, revelar[19] es lo
que él hace en el cuarto oscuro, a solas. No le gusta pensar demasiado en ello. Es
como ese viejo y repugnante cuaderno azul, piensa, o como esos juegos a los que
tanto le gusta jugar on-line con sus amigos invisibles. Ella ha echado un vistazo en
un par de ocasiones, con la misma desmay ada y diligente aversión con la que
solía lavar sus sábanas, aunque sólo para protegerlo; porque la gente no
comprende que chicodeojosazules es sensible, que es simplemente incapaz de
cuidar de sí mismo…
Esa idea hace que se le empañen ligeramente los ojos. A pesar de su tozuda
rigidez, a veces Gloria puede ser extrañamente sentimental, e incluso cuando está
enfadada, la idea de su indefensión la conmueve. Siempre es en esos momentos,
se dice, cuando más lo quiere: cuando está enfermo, llora o le duele algo; cuando
todos están contra él; cuando nadie lo quiere, salvo ella; cuando todo el mundo
cree que es culpable.
Evidentemente, ella sabe que es inocente. Bueno, inocente de asesinato, en
cualquier caso. Las otras cosas de las que podría ser culpable —los crímenes
imaginarios— quedan entre chicodeojosazules y su madre, que se ha pasado toda
su vida protegiéndolo, muy a su pesar. Pero piensa que al fin y al cabo se trata de
su hijo: vive en el nido que ella ha construido, como un cuco que no sabe volar y
con el pico siempre abierto.
No, él no era su favorito, pero siempre fue el más afortunado de sus tres
desdichados hijos: un superviviente nato, a pesar de su don. De tal palo, tal astilla,
piensa.
Una madre debe proteger a su hijo a toda costa. Ella sabe que a veces
merece ser castigado, pero eso es algo entre chicodeojosazules y su madre.
Ningún desconocido le levanta la mano. Nadie —la escuela o la ley — tiene
derecho a interferir. ¿Acaso no lo ha defendido siempre de burlas, matones y
depredadores?
Tricia Goldblum, por ejemplo, la zorra que sedujo a su hijo may or… y que
provocó la muerte del más pequeño. Fue un placer encargarse de ella. Y muy
fácil: los incendios provocados por un cortocircuito son muy fiables.
Y luego esa amiga hippie de los White, que creía que era mejor que ellos. Y
la propia Catherine White, por supuesto, una mujer a la que resultaba muy
sencillo desestabilizar. Y Jeff Jones, un vecino del barrio, el hombre que adoptó a
esa muchacha irlandesa y que unos años después, en el pub, se atrevió a
levantarle la mano a su hijo. Y luego estaba Eleanor Vine, la víbora, que espiaba
a Bren en la mansión; y Graham Peacock, que le engañó y por quien el chico
sentía algo…
Él fue el más gratificante de todos. Volcado en su silla de ruedas y
abandonado para que muriera solo en el camino, como una tortuga a medio salir
de su caparazón. Luego, ella entró en la casa, cogió la figurita de la dinastía Tang,
aquella con la que él tanto se había burlado de ella en el pasado, y la colocó en el
aparador, junto a sus perros de porcelana. Eso no es robar, se dice. Después de
todo, el anciano le debía algo por todo el daño que le había causado a su hijo.
Sin embargo, a pesar de todo lo que ha hecho por él, ¿qué gratitud ha
demostrado chicodeojosazules? En vez de apoy ar a su madre, se ha atrevido a
ofrecer su cariño a esa chica irlandesa del Village, y, lo que es aún peor, ha
intentado hacerle creer que ella podría haber sido su defensora…
Ella le hará pagar por eso, se dice. Pero antes debe ocuparse de un asunto.
Ahora, desde arriba, oy e su voz, acompañada de unos golpes contra la puerta
de su habitación.
—¡Mamá, por favor! ¡Abre la puerta!
—No seas niño —dice ella—. Ya hablaremos cuando vuelva.
—¡Mamá, por favor!
—No me obligues a subir…
El ruido procedente de la habitación cesa de golpe.
—Eso está mejor —dice Gloria—. Tenemos mucho de que hablar. Por
ejemplo, de tu trabajo en el hospital, de la forma en que me has estado mintiendo
y de tus encuentros con esa chica, la irlandesa de los tatuajes.
Él se queda inmóvil, detrás de la puerta. Tiene los pelos de punta. Sabe lo que
está en juego, y tiene miedo. Por supuesto que tiene miedo. ¿Quién no lo tendría?
Ha quedado atrapado en la trampa de la botella, y lo peor de todo es que necesita
quedar atrapado, necesita sentirse impotente. Sin embargo, ella está allí, al otro
lado de la puerta, como una araña dispuesta a picarle, y si parte del plan sale
mal, si no ha sabido calcular bien el tiempo, entonces…
Si, si…
Un sonido siniestro, teñido con el aroma verde grisáceo de los árboles y el
polvo que se acumula debajo de su cama. Debajo de la cama está a salvo,
piensa; allí está seguro, porque está oscuro y no huele a nada. La oy e mientras se
pone las botas y forcejea con las llaves; luego cierra la puerta detrás de ella.
Después, el ruido de sus pasos en la nieve y el sonido de la puerta del coche al
abrirse.
Ha decidido coger el coche, como él y a sabía que haría. El hecho de haberle
suplicado que no lo hiciera ha servido para que lo haga. Pone el motor en
marcha. Piensa que sería muy irónico que tuviera un accidente. Si así fuera, no
sería culpa suy a. Y entonces, por fin, él sería libre…
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Hay alguien ahí? De acuerdo, entonces supongo que eso me
deja solo ante la cuarta fase…
9
Después de todo, puede que hubiera algo de cierto en las historias de fantasmas y
espíritus y proy ecciones astrales de Feather, porque así es como me siento ahora
mismo, más ligero que el aire, contemplando la escena desde el techo, mientras
suenan los Rubettes…, doopshowaddies, bop-showaddies. Puedo ver la cabeza de
mamá, la ray a en su escaso cabello, el paquete de Marlboro en la mano, el
encendedor junto a la punta del cigarrillo… Y puedo ver el aire,
extremadamente caliente, ondeando e hinchándose como un balón demasiado
inflado, mientras ella grita: ¿Hola? ¿Hay alguien?, y enciende su último pitillo…
No le da tiempo a comprenderlo, aunque en realidad nunca pretendí que lo
hiciera. Gloria Green no es una avispa en un bote a la que se puede cazar y
utilizar cuando convenga. Y tampoco es un cangrejo de mar al que se deja morir
bajo el sol. Su muerte es instantánea; el aire caliente la arrastra como si fuera
una polilla —¡Zas!— hacia el olvido, y no queda nada, ni un dedo que
chicodeojosazules pueda identificar, ni siquiera una mota de polvo lo bastante
grande para manchar un perro de porcelana.
Desde mi habitación casi puedo oír el ruido de la explosión; es como el
crujido de un palo al romperse contra una roca de Blackpool, y aunque no puedo
saberlo con seguridad, de repente estoy convencido de ello y siento, mientras me
invade una oleada de regocijo y de indescriptible alivio, que por fin lo he hecho.
Me he librado de ella. Por fin me he deshecho de mi madre…
No me digas que te sorprende, Albertine. ¿Acaso no te dije que sabía esperar?
¿Creías, después de todo esto tiempo, que esto podía ser un accidente? ¿Y de
verdad creíste, mamá, que no sabía que me estabas vigilando, que no supe desde
el primer momento que habías entrado en badsguyrock?
Apareció en escena hace unos meses, para responder a uno de mis
comentarios. Mamá no es precisamente un genio informático, pero accedía a
Internet a través de su teléfono móvil. De ahí a que alguien la guiara finalmente
hasta badsguyrock sólo había un paso. Yo creo que fue Maureen, a través de
Clair; o puede que Eleanor. En cualquier caso, lo esperaba; como esperaba que
pagaría por ello, aunque sabía que ella nunca haría ninguna referencia directa a
mis actividades virtuales. A veces mamá puede ser extrañamente mojigata, y
hay cosas que nunca comenta. Esas guarradas tuyas fue lo más que hablamos
sobre el porno, las fotografías o los relatos que colgaba en mi sitio web.
Debo reconocer que disfruté con ello: jugar con fuego, correr riesgos,
provocarla para que se delatara. En algunas ocasiones me pasé de la ray a; los
dedos me quemaban, pero tenía que saber cuáles eran los límites, comprobar
hasta dónde podía llegar, calcular la presión que podía ejercer antes de que todo
empezara a venirse abajo. Un artista necesita comprender el medio en el que se
mueve. Después de todo, no era muy difícil.
No te sientas culpable, Albertine. No tenías modo de saberlo. Además, al final
habría ido tras de ti, igual que hizo con los demás. Llámalo defensa propia, si
quieres. O un acto de redención. De todas formas, ahora todo ha terminado. Eres
libre. Adiós y gracias. Si alguna vez vas a Hawái, llámame. Y, por favor, cuida
de mis orquídeas.
Escribe un comentario:
10
Por fin he conseguido soltar la puerta de las bisagras. Puedo salir. Cojo la bolsa,
pero el dolor ha ido a más: es como si una zarza arañara las paredes de mi
estómago. Voy al cuarto de baño, me lavo la cara y bebo un vaso de agua.
¡Dios, cómo me duele! ¿Qué me ocurre? Estoy sudando; tengo un aspecto
horrible. Me miro en el espejo: parezco un cadáver. Tengo ojeras y la boca
torcida por las náuseas. ¿Qué coño me está pasando? A la hora del desay uno me
encontraba bien.
El desayuno. Debería de habérmelo imaginado. Demasiado tarde: ahora
recuerdo la expresión de su cara, esa expresión casi de felicidad. Hoy quiso
prepararme el desay uno y cocinó todo lo que me gusta. Se quedó de pie junto a
mí, mientras me lo tomaba. El complejo vitamínico tenía un sabor diferente… y
dijo que había cambiado la receta.
¡Por el amor de Dios! ¡Era tan evidente! ¿Cómo pude no darme cuenta de lo
que sucedía? Mamá de vuelta con sus viejos trucos… ¿Cómo pude haber sido tan
descuidado?
Es como si me estuvieran rasgando las entrañas con trozos de cristal. Trato de
ponerme en pie, pero el dolor es tan insoportable que me obliga a doblarme.
Tiene que haber alguien despierto a estas horas. Alguien que pueda ay udarme.
Podría mandar un mensaje a través de mi diario virtual para pedir ay uda.
Mamá se ha llevado mi teléfono móvil. Escribo el mensaje de socorro. ¿Hay
alguien conectado?
Capitanmataconejos está de puta madre.
Vale, muy bien. ¡Maldito cabrón retrasado! Demasiado cobarde para salir de
casa, no sea que se tropiece con los chicos del barrio. De pasada, veo que
chicocobalto y a no está en la lista de favoritos de Cap. Qué sorpresa.
ClairDeLune se siente rechazada. Sí, seguramente sea verdad. Al final, Angel
se ha hartado y le ha escrito en persona. Su tono, sereno y profesional, deja a
Clair sin ilusión alguna. El rechazo duele a cualquier edad, aunque para Clair, la
humillación es más que un golpe. Por su parte, chicazafiro ha desaparecido de su
lista da favoritos. Y, según veo, chicodeojosazules también.
¿Y Chry ssie? Una vez más, está mal. Casi siento compasión por ella. Esta
mañana, cuando he echado un vistazo a su lista de favoritos, he comprobado, no
muy sorprendido, que azurechild había sido borrada. Yo tampoco figuro en ella.
¿Tres mazazos? ¡Qué coincidencia! Repaso rápidamente el resto de mi lista
de favoritos, comprobando cuentas y avatares. BombaNumero29. Purepwnage9.
Toxic 69. Todos mis amigos. Como si, de sopetón, hubiesen decidido dejarme
abandonado en badsguyrock…
Evidentemente, no hay nada de Albertine. Su cuenta de correo aparece como
inactiva y su diario virtual como borrado. Aún puedo consultar sus últimas
entradas… Lo que se ha colgado on-line nunca se pierde; hasta la última palabra
queda oculta en cachés y archivos encriptados, los fantasmas del ordenador. Sin
embargo, ahora Albertine se ha ido. Por primera vez en veinte años —puede que
por primera vez en su vida—, chicodeojosazules está completamente solo.
Solo. Una palabra amarga y marrón, como las hojas secas atrapadas en una
trampa tendida por el viento. Sabe a poso de café y a polvo y huele como la
ceniza de un cigarrillo. De pronto, estoy asustado. No tanto por el hecho de estar
solo como por la ausencia de todas esas vocecitas, las que me dicen que soy real,
las que aseguran que me ven…
¿Entendisteis que todo era ficción, verdad? ¿Sabéis que nunca he matado a
nadie, no? De acuerdo, puede que algunos de mis relatos fueran de mal gusto,
incluso puede que un poco enfermizos, pero no creeríais que era capaz de
cometer todos esos actos, ¿verdad?
¿Verdad, Chry ssie?
¿Verdad, Clair?
No era la realidad, en serio, tan sólo una licencia poética. Y en el que caso de
que pareciera real, si estabais casi convencidos de que lo era…, en fin,
evidentemente es un cumplido, una prueba de que chicodeojosazules es bueno…
¿De acuerdo, chicos? ¿Toxic? ¿Cap?
Hago un nuevo intento de bajar las escaleras. Debo llamar a un taxi. Tengo
que salir. Tengo que escapar. A mediodía debo estar a bordo de ese avión. Sin
embargo, tengo la sensación de que me hubieran partido en dos; las piernas
apenas me sostienen. Vuelvo otra vez al baño, donde vomito hasta la primera
papilla.
No obstante, sé por experiencia que eso no me ay udará en nada. Sea lo que
sea lo que ella me dio, sigue ahí dentro, corriendo por mis venas, paralizando todo
mi cuerpo. A veces dura días; otras, semanas: depende de la dosis. ¿Qué me
habrá dado? No lo sé. Debo llamar a ese taxi. Si me arrastro, podré llegar hasta el
teléfono. Está en el salón, con los perros. Sin embargo, la idea de estar allí
tumbado, impotente, con todos esos perros de porcelana observándome, es más
de lo que mis destrozados nervios son capaces de resistir. Un montón de
serpientes se mueven por mi estómago, y nada puede pararlas…
¡Maldita sea! Me siento enfermo; estoy mareado. La habitación da vueltas sin
cesar. Noto unas flores negras que se abren detrás de mis ojos. Si me quedo
tendido aquí, en silencio, puede que todo vay a bien. Puede que recupere las
fuerzas suficientes para llegar al aeropuerto…
¡Bip! Es el pitido de la bandeja de entrada. Un agridulce sonido electrónico.
Uno de mis amigos acaba de mandarme un mensaje. Sabía que no me dejarían
aquí tirado. Sabía que acabarían apareciendo.
Me arrastro hasta el teclado y aprieto la tecla mensaje.
¡Alguien ha comentado tu entrada!
Busco mi entrada más reciente. Sólo han escrito una línea. Ningún avatar,
sólo la imagen que aparece por defecto, una silueta azul dentro de un cuadrado.
Escribe un comentario:
JennyTrucos: no ha estado mal para ser un aficionado. aunque poco realista.
Al final ha puesto un emoticono: se trata de una cara sonriente que guiña el ojo.
Ni hablar. ¡Ni hablar! Noto cómo el sudor recorre mi espina dorsal. Siento el
estómago lleno de cristales rotos. Tiene que ser una broma, ¿vale? Sólo una
broma. Desde la primera vez que se conectó se crey ó muy lista.
¡Oh, por favor! Como si no lo hubiese adivinado, con ese ridículo nick…
JennyTrucos.
Genitora.
Y siempre usa el color azul virginal, y a veces el verde, como en el mercado,
y huele a L’Heure Bleue y a Marlboro, a hojas de col y a agua de mar…
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Mamá?
No. No, por supuesto que no. He oído la explosión, por el amor de Dios. Mamá no
va a volver; hoy no, ni nunca. Y si de algún modo ha conseguido escapar,
entonces, ¿por qué elegiría este medio en vez de regresar a casa y enfrentarse a
mí cara a cara?
No, alguien está intentando volverme loco. Yo creo que se trata de Albertine.
Buen intento, Albertine, pero he jugado a este juego durante mucho tiempo como
para que me la dé una aficionada.
¡Bip! ¡Alguien ha comentado tu entrada!
Me planteo la posibilidad de borrar el mensaje sin leerlo, pero…
Escribe un comentario:
JennyTrucos: dime, ¿cómo te sientes, chicodeojosazules?
chicodeojosazules: Nunca me he sentido mejor, Jenny, gracias.
JennyTrucos: nunca mentirías para salvar la vida.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Dime, ¿te conozco?
JennyTrucos: no tan bien como y o a ti.
Lo dudo; en serio. Sin embargo, empiezo a estar intrigado, a pesar del dolor que
va y viene como las olas bajo el muelle de Blackpool. Dolor. ¡Qué palabra!
Como un ratón dentro de una botella. En cualquier caso, estoy atrapado, y más
que pensar en mis circunstancias —que, seamos francos, no son muy halagüeñas
—, es más fácil quedarse aquí, agarrarse al cabo que me han echado y seguir
hablando, lo cual es mejor que permanecer en silencio.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Así pues, ¿crees que me conoces?
JennyTrucos: ¡oh, sí! te conozco.
chicodeojosazules: ¿Eres tú, Albertine?
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: ¿Albertine? ¿Eres tú?
JennyTrucos: no, esa zorra se ha ido para siempre.
Escribe un comentario:
chicodeojosazules: Bueno, ha sido divertido, pero tengo que irme.
JennyTrucos: tú no vas a ir a ninguna parte.
chicodeojosazules: Oh, por supuesto que sí. Me voy al sur.
JennyTrucos: no en esta vida, pequeño cabrón. tenemos cosas de las que hablar.
Escribe un comentario:
JennyTrucos: tú espérame ahí. voy para casa. voy a cuidar de ti.
Está claro que se está tirando un farol. No tiene ni idea. Sin embargo, si no la
conociera como la conozco, puede que estuviera un poco asustado. Imita tan bien
a mamá que casi siento erizarse los pelos de la nuca y noto la parte de atrás de la
camisa empapada en sudor. Sin embargo, es un farol basado en lo que ella sabe
de mí. Sabe que es mi punto débil, eso es todo. Está disparando a ciegas. Me he
salido con la mía, y no hay nada que ella pueda hacer al respecto…
Escribe un comentario:
JennyTrucos: te crees muy listo, ¿verdad? no deberías haber intentado
engañarme. y si descubro que les has puesto un dedo encima a uno solo de
mis perros, te romperé el cuello, ¿entendido?
Algunos libros son fáciles de escribir. Algunos son algo más difíciles. Y algunos
libros son como el cubo de Rubik, que no tienen solución evidente a la vista. Este
cubo de Rubik en particular nunca hubiera sido resuelto sin la ay uda de mi
editora, Marianne Velmans, y mi agente, Peter Robinson, que me dieron ánimos
para perseverar. Gracias también, a Anne Riley ; a la publicista Louise Page-
Lund; al Sr. Fry por el préstamo de Patch; a la copy -editora Lucy Pinney ; a
Claire Ward y Jeff Cottenden por el arte de la portada; a Francesca Liversidge;
Manpreet Grewal; Sam Copeland; Kate Tolley ; Jane Villiers; Michael Carlisle;
Mark Richards; Voltaire; Jennifer y Penny Luithlen. Gracias también a los héroes
anónimos: a los correctores de pruebas; a los ejecutivos de ventas; a los
representantes del libro y los libreros que tan a menudo se olvidan en el momento
de repartir los laureles. Gracias a mis amigos del mundo de los aficionados de la
ficción, especialmente a: gl-12; ashlibrooke; spicedogs; mr_henry _gale; marzella;
jade_melody ; henry _holland; divka; benobsessed. Y, por supuesto, al hombre del
apartamento 7, cuy a voz estuvo en mi mente desde el principio.
Notas
[1] En inglés, « murder» (asesinato) y « mother» (madre) suenan de forma
parecida. (N. del T.) <<
[2] En inglés, la palabra « swallow» significa tanto « tragar» como
« golondrina» . (N. del T.) <<
[3] En inglés, la palabra « away» (lejos) suena de forma muy parecida a Hawái.
(N. del T.) <<
[4] Marca británica de helados bajos en calorías. (N. del T.) <<
[5] Galleta de chocolate muy popular en Australia, Canadá y Gran Bretaña. (N.
del T.) <<
[6] En inglés, « pluma» . (N. del T.) <<
[7] En inglés, « blanco» es « mark» , que a su vez también significa « etiqueta» .
(N. del T.) <<
[8] En inglés, « presa» es « prey» , que suena de forma muy parecida a « pray»
(rezar). (N. del T.) <<
[9] En inglés, « stalk» significa tanto « tallo» como « acechar» . (N. del T.) <<
[10] En inglés, muelle es « pier» . (N. del T.) <<
[11] En inglés, « gilipollas» . (N. del T.) <<
[12] En inglés, pavo real es « peacock» . (N. del T.) <<
[13] Mancha. (N. del T.) <<
[14] En inglés, « death by misadventure» significa « muerte accidental» . (N. del
T.) <<
[15] En inglés, « homicidio» es « manslaughter» ; sin embargo, escrito por
separado, « man’s laughter» , significa « la risa de un hombre» . <<
[16] En inglés, « ax» significa « hacha» y « minster» , « catedral» . (N. del T.) <<
[17] « Wafer» , en inglés, significa indistintamente « barquillo» y « hostia» . (N.
del T.) <<
[18] La autora juega con la similitud fonética en inglés entre « champange» y
« sham pain» (dolor fingido). (N. del T.) <<
[19] En inglés, « develop» significa tanto « desarrollar» como « revelar» . (N.
del T.) <<
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