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Cruzando La Calle. Pablo Sergio Arias PDF
Cruzando La Calle. Pablo Sergio Arias PDF
CALLE
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CALLE
N° 5: Cruzando la calle - Pablo Sergio Arias Barrera
Dirección Cultural
Universidad Industrial de Santander
Diseño:
Carlos Arturo Solano Pimiento
Impresión:
División de Publicaciones UIS
Impreso en Colombia
ÍNDICE
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2. 15
3. 23
4. 29
5. 37
6. 45
7. 53
8. 61
9. 67
10. 73
11. 81
12. 95
13. 103
14. 111
15. 119
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25. 201
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a Flaca tiene hambre y hace sonar los dientes
mientras gesticula con los cachetes. Viste uno
de sus elegantes trajes empolillados, luce su
característico peinado dividido en dos y recogido
atrás, y espera de pie montada en sus zapatillas rojas
de punta desgastada y poco brillo. Ni ella misma sabe
qué es lo que espera, pero si algo se puede ver en esa
ciudad, al menos en este barrio, es que todos esperan
algo, ya sea ganarse la lotería o salir de la monotonía,
esperan cualquier cosa para justificar su existencia,
para sencillamente continuar viviendo otro día en
el que probablemente se sentirán igual de vacíos y
con la misma hambre voraz que ya tiene a la Flaca
en los huesos y al borde de una locura de labial rojo
desbordado de los labios.
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esa misma hora, dos casas a la izquierda, Rosalía
termina de coser un retaso en la tela que crece
con cada nuevo pedazo de trapo añadido, y
mientras lo hace su hermana enciende otro de sus
olorosos chicotes. La mujer que compara el tamaño de
la tela de retazos con el de la ventana no se percata del
olor, puesto que está acostumbrada a su hermana y a
los apestosos tabacos que fuma, sin embargo frunce
el seño al darse cuenta de que la ventana es muy
grande, o que el trapito hecho con los únicos retazos
disponibles en la casa, es muy pequeño. Ambas son
unas ancianas arrugadas y amargadas por toda una
vida de sufrimientos, se puede decir que lo único que
tienen es aquella envejecida casita en la que viven en
compañía de sus plantas, un perro marrón y un gato
negro, también viejos.
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por ese perro marrón que parece tan viejo como ellas,
igual de inmortal. A veces los más jóvenes se percatan
de que las viejas no están solas y abandonadas en el
mundo, como pareciera, puesto que la sobrina de
Rosalía viene a visitarlas a ella y a su madre, les trae
mercado, velas, un poco de dinero para pagar los
servicios, algunos retazos y sobre todo, a la alegría
encarnada en la sonrisa del pequeño niño, cada vez
más grande y travieso, que llega a jugar con el gato
negro que presiente su llegada y desaparece, como si
fuera un mal pensamiento espantado por la inocencia
y gracia del nieto de la loca que juega con su abuela
como si se tratara de una amiguita de su edad, pero
con el cuerpo más grande. La abuela juega con el nieto,
sabe que es su nieto, y mientras lo hace le agradece
a su hija la visita con la mirada. La hija, conmovida,
observa a la madre y no se queja, no se queja de su
adolescencia pobre, de su pobreza eterna, de su olor
a chicote y sus disparatadas locuras, porque al fin de
cuentas nunca pasó hambre y siempre tuvieron una
casa, aunque llena de goteras.
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ontinuar por el mismo andén en dirección a la
izquierda, hasta llegar a la esquina y luego cruzar
la calle para seguir caminando dos casas más.
Allí, en la casa grande y rosada, vive Amparo, con sus
papás y hermanas. Ella es la menor, también la más
rebelde y la única que no ha terminado el bachillerato.
Desde que cumplió los quince años aprendió a ver la
vida de otra manera; gracias a la mala influencia de
sus amigas aprendió a ver el sexo y el alcohol como
un juego de niñas, y después de conocerlo no le quedó
tiempo para más.
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s muy tarde en la noche que próximamente será
día, y dos, tal vez tres silbidos bastaron para
que Amparo despertara. Hernán se alegró como
nunca de que Amparito no se hubiera ido de parranda
como de costumbre, y ella le dijo, mientras abría la
puerta, que había tenido un mal presentimiento aquella
noche y que por eso se había quedado en casa, cuidando
al sobrino. Mira que ya salió un diente, susurró al oído
mientras lo metía en silencio a su cuarto, para que ni
sus padres ni sus hermanas se despertaran, pero fue en
ese momento en el que Amparo se dio cuenta de que
algo no estaba bien, al principio creyó que la camisa
de Hernán estaba mojada, pero al entrar al cuarto y
encender la luz se dio cuenta de que en realidad era
sangre. Escandalizada estuvo a punto de gritar de no
haber sido su boca tapada por la mano temblorosa de
Hernán que, herido, le suplicó por silencio.
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a Flaca vive en el garaje de la casa de su padre.
Por ser hija del primer matrimonio, no se la lleva
muy bien con la segunda familia de su papá,
es decir: con sus medio hermanas y medio sobrinos.
Mamá murió en otra ciudad y ella quedó al resguardo
de una tía, hermana de su madre, que la crió como
a una hija hasta que decidiera ir a buscar a su padre
con la tonta pretensión de conocerlo. El hombre la
reconoció de mal gusto mientras la esposa de turno
estallaba cual volcán al no tener idea de la segunda
familia, aunque en realidad ellos eran la segunda
familia. Desde ese momento todo anduvo mal para la
Flaca, las medio hermanas le hacían chistes y bromas
mientras el padre la mandaba al garaje, a que viviera
en esa piecita terrosa que hay en el fondo, más allá
del espacio para guardar el auto. Ella, por su parte, se
acomodó allí, con su soledad, desde muy joven, y se
acostumbró a ver pasar los años por su ventana.
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-Flaquita por Dios ¿cómo vas a decir eso? ¿No ves que
desear la muerte al prójimo es pecado y más si es la
muerte de tu propio padre? Eso es pecado mija porque
a los papás, como lo dice el mandamiento, hay que
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ernán subió al asiento trasero de la moto, el
Tuerto no le produce confianza, tal vez, como
a todos los del barrio, en realidad le produce
miedo, pero igual no hace nada manteniéndose casi
inmóvil para colaborar con el equilibrio del vehículo,
que anda por la carretera a mediana velocidad,
mientras el motor ruge y el panorama cambia, ya no se
trata de las humildes pero bien construidas casas del
barrio, se trata de edificios altos; el más bajo de diez
pisos, todos con ascensor y celador en la entrada de la
recepción que no tiene paredes sino vidrios.
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ún no ha salido el sol pero se encuentra
perfectamente despierto, con ese insomnio
viejo como su piel y sus ojos cansados de ver,
pero aferrados a ello. Está mucho más arrugado que
sus años y tiene la barba blanca, larga y espesa. Se la
rasca con una mano mientras con la otra se apoya en
el catre para poder levantarse. Aún tiene la ropa de
dormir y lo vemos caminar en dirección a la cocina
en busca de algún resto del café del día anterior.
Tomárselo caliente, casi hirviendo, suspirando
descalzo y completamente despierto. Empieza un
nuevo día, otro monótono día, siempre nuevo aunque
siempre el mismo, el mismo día escurriéndose como
agua entre los dedos, el mismo día de calor al mediodía
y frío en las noches, el día de soledad y vejez, cigarrillo
y ausencia. El silencio bailando con una canción que
suena en el radio que retumba en la pequeña casa del
viejo, una casita vieja entre dos inmensos edificios
nuevos.
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Por eso era mejor no recordar, por eso era mejor no amar,
sencillamente resultaba mas fácil sobrevivir en aquella
trinchera que es su hogar y esperar, despreocupado, la
incursión de la muerte, ya viviendo entre los muertos.
Era más fácil simplemente ser un veterano de guerra
sin haber participado en alguna contra otro país, era
más fácil sobrevivir sin a atreverse a amar por temor
a volver a perder al ser querido, lo dice por su madre,
lo dice por todos los miembros del batallón y por su
familia, que se fueron al otro mundo, y lo dejaron solo
entre los vivos.
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l único que verdaderamente se preocupa por la
situación de los habitantes de la casa esquinera
rosada, especialmente por la posición de Amparo
aún exaltada y gritando, es un joven que pasa, la mira
y suspira. Al pasar se pregunta ¿qué será lo que esta
pasando? Pero no se detiene y continúa caminado
con su uniforme de pantalón negro y camisa blanca.
El joven cursa décimo grado, es de esos muchos otros
jóvenes del barrio que aún continúan estudiando
y aún viven bajo el yugo de las reglas de sus padres.
Casi no le gusta la calle, tal vez porque no comparte
el pasatiempo de estar parado en una esquina, como
gato deambulando en la noche, o simplemente no
sale porque sus papás no lo dejan, porque en la noche
la ciudad ha de ser una selva que ni se imagina por
no conocerla, pero a la que igual le teme. De hecho,
al joven lo único que le importa de ese barrio es la
encantadora presencia de Amparo. De seguro ella
misma le contará en la tarde el motivo por el cual
estaba gritando a todo pulmón a los policías, al igual
que también le dirá, sin omitir detalle, la razón por la
cual los uniformados llegaron a la casa, pero éste no
era el momento, él tenía clases a las seis de la mañana.
Amparo lo ve pasar y sonríe sin detener su discurso de
indignada ante los abochornados policías, ya cansados
de tanto escándalo.
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l otro cuarto es la habitación de la hermana de
Rosalía, queda en el primer piso, continuando
por el pasillo y atravesando el solar en el que
viven unas plantas y un gallo amarrado de una pata,
que siempre se ve picoteando minúsculos granitos
de maíz del que trae la sobrina de Rosalía, en el
mercadito mensual de dotación. Si se continúa más
allá del pequeño patio, se pueden ver la ventana y la
puerta. Ésta última se encuentra casi en el suelo y la
loca tiene que arrastrar la tabla sobre el mismo para
abrir y cerrar la puerta, pero es mejor así, de hecho,
fue necesario tumbarla en un momento de crisis, en
que la hermana loca se encerró en su cuarto a revivir
las pasiones y sensaciones de su tormentoso pasado.
Dice Rosalía que su hermana hablaba en ese momento
como si se encontrara en el campo, con los difuntos
vivos, y la loca que no para de hablar de Pedro mientras
Rosalía sin siquiera haberlo conocido lo odia por
haberse muerto, por haber dejado a su única hermana
viuda. Rosalía no lo sabe, pero lo odia tanto, porque
también la convirtió en viuda y madre, con unos hijos
ajenos que llegó a querer como propios, y mientras la
loca da vueltas y grita por el muerto, Rosalía recuerda
al perdido vivo, que no soportó semejantes pataletas.
Luego la loca empezó a echar espuma por la boca, como
pudo observar Rosalía desde la ventana, y entonces,
toda preocupada, empezó a gritar, y salió a la calle
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ernán no pudo conciliar el sueño hasta tener la
certeza de que los policías están lejos. Cuando
el silencio reinó nuevamente sobre los gritos,
de la ya afónica Amparo, y uno a uno los motores
de los vehículos de los uniformados se encendieron
y alejaron con su sonido, pudo respirar en paz, y se
sintió tranquilo, relajado, protegido, en los brazos de
su madre, como prácticamente estaba. Tenía dolor
al costado izquierdo, la bala le había pasado muy
cerca del abdomen, pero por más que se observa no
encuentra más que una profunda pero pasajera herida.
No había sido nada, la piel ya ni sangraba, aunque en
estos momentos era cuando más le dolía, y el dolor no
era cualquier cosa. Además, la camisa de marca estaba
echada a perder por los dos orificios de entrada y salida
del proyectil, eso sin contar con el manchón de sangre
coagulada. Fue muy buena idea traerse la camisa, si la
hubieran encontrado en la habitación de Amparo se
formaría un problema y de seguro lo habrían agarrado.
Mientras bajaba del tejado, en lo único que pensaba es
que en realidad no tenía necesidad de robar, si bien no
poseía las mejores comodidades, no le faltaba nada, y
hasta alcanzó a rezar una oración, aquel que se hacía
llamar ateo, mientras caminaba lo más rápidamente
posible para llegar a la casa.
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uando José se enteró de quién era realmente
Amparo fingió no molestarse, la escuchó
atentamente, sin interrumpir su relato,
tratando de comprenderla en la medida de lo posible
y la abrazó suspirando por un instante, mientras ella
continuaba narrando. ¿Vez que no soy un ángel? Decía,
mientras él, sujetando su mano, agregaba que nunca
se equivocaba, que ella era un ángel, un angelito en
tierra y con las alitas sucias. Luego, levantó las manos
de uñas perfectamente pintadas y les dio un beso. Ella
sonríe y continúa contando. A medida que avanza el
relato se hace cada vez más sucio, pero a pesar de ello,
él la mira tiernamente, con una ternura inexplicable,
aprieta su mano, la acaricia, no la culpa, no la cuestiona,
no pregunta nada y escucha queriendo no escuchar.
Habría preferido seguir engañado con sus ilusiones de
enamorarla y tal vez hacerla suya. Mientras escuchaba
pensaba que su vida no era nada, que no tenía nada
para contar a parte del examen de química que le iban
a hacer al otro día en la mañana, de hecho, perdió
dicho examen al no haber estudiado ni dormido,
puesto que después de despedirse de Amparo, dados
más o menos diez pasos, empezó a sentirse realmente
mal, como enfermo. No entendía qué era lo que
pasaba, pero mientras más se alejaba peor se sentía.
Eran unas náuseas, un desespero, era las imágenes de
Amparo que su mente construía según el relato, y no
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–Nop.
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–¿También lo hirieron?
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l Tuerto no podía creer que había resultado
herido, estaba tan confiado, jamás hubiera
creído que algo podría salir mal ya que desde
que planeó todo sabia que si algo grave ocurría él era
el que tenía menor probabilidad de resultar afectado.
Mientras Hernán descendió de la moto, él se dedicó a
cubrir la placa, como lo tenían convenido. Luego los
disparos, aún no sabe qué salio mal, al principio sintió
que algo lo tocó y luego osciló suspendido en la nada,
por unos instantes en los que la película de la vida, que
ofrecen los sentidos, se apagó, como quien apaga un
bombillo, y no se pude ver nada por ausencia de luz.
Fueron instantes de vacío en los que no pudo recordar
nada, en los que no sintió nada, sólo el negro de la
ausencia que parecía eterna, pero después de unos
instantes todo volvió, de repente, para recordarle
dónde y cómo se encontraba: en el suelo, sangrando y
con la moto encima. Volvió la conciencia para escuchar
otro par de disparos, los de Hernán, que casi en el suelo,
se defiende mientras el auto arranca desapareciendo
en la avenida. Luego este que se incorpora mientras el
compañero herido lo llama, por el nombre, pidiendo
ayuda. La sangre derramada, el Tuerto que no se
queja, haciendo alarde de su increíble resistencia, y
Hernán, asustado y temblando, no sabe qué hacer o
para donde ir. Entonces, como ya sabemos, el Cíclope
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emos correr a Hernán sin rumbo fijo; corre
sobre la acera, con el dorso ladeado y sangrante.
Se escuchan sus pasos que se persiguen
mutuamente en ese eco vacío del barrio en la tarde que
apenas se convierte en noche y al pasar en frente de la
casa blanca del capitán no se detiene aunque el viejo
se encuentra en la mitad de dicha acera, sentado en la
mecedora que saca en las tardes y desde la cual observa
el pasar de los autos y el acontecer de la vida en la
cuadra. Todas las tardes el viejo saca su mecedora vieja
para mecerse con el aire nuevo y joven que transita,
con el tránsito, por la carretera. Es muy común verlo
allí, sentado, escuchando alguna mal sintonizada
emisora en el radio, siendo testigo de todo, como la
pelea acabada de acontecer, que lo emocionó tanto
como a un niño al recibir la impresión de ver un globo
lleno de helio por primera vez y flotando, suspendido
en el aire. El viejo también había apostado a Hernán
y se sorprendió al ver que el debilucho joven que vive
unas cuantas cuadras más arriba terminó siendo el
vencedor, entonces ríe sin tapujos y con tono burlón
justo cuando Hernán pasa por el frente, lo ve con la
camisa llena de sangre y con ese dolor que se sale del
costado y que brota por los ojos, no materializado en
forma de lágrima, como era de esperarse, sino más bien
por ese gesto triste y firme que ni siquiera le permite al
herido voltear a ver al sonriente anciano que continúa
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ernán quiere estar solo, lo desea
profundamente, pero por más que lo intenta
siempre hay alguien en la calle como testigo
de su desgracia. Le duele la lastimada herida pero
más el orgullo en toda la extensión de la palabra. El
pateado orgullo de su hombría y de su amor que, según
pensaba, descansaba en los brazos del vencedor. Sentía
odio, pero lejos de pensar en venganza, simplemente
deseaba estar solo, sin lograrlo pues todos los que
le veían se detenían por un instante a ver la camisa
sangrada (otra costosa prenda echada a perder). No
quería ver a nadie y entre más fuerte era su deseo,
más gente se encontraba, siendo todo en esa noche
inversamente proporcional a sus intenciones. Estaba
en la calle y conocía el peligro que esto representaba,
puesto que muy seguramente aún lo andan buscando
los oficiales, y tal vez, debido a dicha angustia
contrastada con el dolor y el pisoteado orgullo, por
instantes sentía deseos de detenerse y empezar a cavar
una cueva para alojarse en ella, para renunciar a la luz,
para estar tranquilo. Luego sonríe al sentirse como un
avestruz haciendo un hueco para la cabeza, como para
no ver nada, como para sentirse seguro y protegido
del depredador que lo asecha y que sin importar sus
esfuerzos ya lo tiene detectado.
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–¡Ladrón!
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staba Hernán sentado en el segundo escalón
de una escalera, a la entrada de un edificio,
llorando con la cabeza en las manos, culpándose
su vida siempre torcida, como las vueltas de un perro
que intenta morderse la cola. Se culpaba por cada una
de las lágrimas de su madre y lloraba dos por cada
una de ellas, o al menos eso pensaba, cuando, de un
momento a otro, se sintió observado, y un extraño
presentimiento se apoderó de su corazón mientras
en su mente se confirmó la imagen de dos policías en
moto que acaban de descender del vehículo. Hernán
no vio más que a los oficiales que lo miran como
reconociéndolo y que de una emprenden carrera a su
encuentro. Él, instintivamente, como búfalo que ve
venir las gigantescas fauces del cocodrilo escondido
en las tinieblas de las tranquilas aguas, emprende la
huída. Tal vez la razón de su éxito fue correr, pero
para arriba, subiendo las escaleras y alejándose lo
más posible de los policías que se acercaban desde
la derecha, subiendo, también al trote. Pero Hernán
subió por la izquierda, para que en el momento en que
los oficiales se encontrasen en la mitad del recorrido él
pudiera darse a la fuga, descendiendo esas empinadas
escaleras como cabra del Tibet, o como dice la gente:
como alma que lleva el diablo.
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mparo esa noche se encontraba verdaderamente
triste, después de lo de la pelea entre Hernán
y José se puso histérica y terminó encerrada y
llorando en su cuarto que, cosa rara, se encontraba en
perfecto silencio aumentando el sonido y el impacto
del llanto por el eco. Esto es muy raro porque hacía
mucho tiempo no lloraba, y cuando lo hacía la mayor
de las veces o era fingido, o era por rabia, puesto que
nunca antes se había sentido tan triste o mejor, nunca
antes lo había expresado abiertamente. Triste, esa era
la palabra, una tristeza que le destrozaba las entrañas
con el filo de un cuchillo, una tristeza que no entendía
de lo mismo grande, una tristeza por todo, por los
hombres y su manía de siempre verla como un objeto,
por sus amigas, igual de putas, igual de engañadas.
Recuerda que cuando niña la llamaban estrellita y
según le dijo un vecinito que se cambió de barrio hace
mucho tiempo, tenía luz propia. ¿Dónde estaba esa luz
en aquel cuarto de bombillo no encendido? Nada se
veía, nada se oía aparte de sus lamentos mudos como
gemidos contenidos.
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osalía y su peculiar aspecto siempre sentada
frente a su acabada casa, con arrugas en la
fachada, con el perro marrón siempre tirado
sobre el costal que tiene como cama. Ella con los lentes
puestos toda despeinada, cual bruja de cuento, cual
madrina desalmada; algunos de los niños en el barrio
tendrán pesadillas con ella, tal vez porque siempre los
regaña cuando se ponen a jugar pelota y casi le pegan,
o casi le tumban el cajoncito de madera que tiene como
escritorio. De cualquier manera, para un destacado
observador que se detenga con ojo de águila y lupa
para escudriñar entre el despeinado cabello cano, los
lentes gruesos, los trajes viejos, su olor a anciana y a
los tabacos de su hermana, resultaría atractiva con esa
belleza amarga como el sabor de la uva pasa, y puesto
que para una uva pasa solitaria lo mejor que le puede
pasar es encontrarse a otra igual, la belleza trascendía
las barreras, de lo físico y acabado, ya prácticamente
en ruinas, para evidenciar que se trataba de la niña
inocente y aún virgen campesina en una ciudad
creciente a cargo de su hermana ahora loca y con
la responsabilidad de ayudar a criar los pobrecitos
inocentes de sus sobrinos que no recuerdan siquiera
la imagen del padre.
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–¿Va a apostar?
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–a una comida.
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ernán despertó en su casa cerca del mediodía.
Todo le daba vueltas y al despegar su rostro de la
sábana se dio cuenta de que la había vomitado,
no debió comprar aquel trago en el camino de regreso
a casa pero en lugar de devolverse al hogar, como se
lo había propuesto, se encontró más adelante con un
amigo y de alguna manera se entretuvo hablando de
cosas olvidando sus dolores y penas, fanfarroneando,
fumando cigarro como si los pulmones fueran eternos,
bebiendo sorbos amargos de barato ron y moviéndose
por varios lugares de la ciudad en un desespero por
hacer algo, por vivir la vida y la libertad, como si
fueran lo último. Poco se preocupó del incidente con
los policías, pudo haber sido cualquier cosa, desde
el intento de una requisa hasta que simplemente
los oficiales se dirigieran al edificio frente al que se
encontraba. De cualquier manera era mejor estar
precavido aunque irónicamente lo que menos hizo esa
noche fue tomar precauciones. Cuando se encontró
con el Punky decidió olvidar todo, decidió entregarse
a la vida, dejando que la vida lo viviera, que el instante
lo consumiera. Cuando se encontró a su amigo del
colegio sonrió fraternalmente y luego de que se
saludaran chocando los puños de la mano derecha le
preguntó:
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–¿Y eso?
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l ponerse de pie y salir al baño no había notado
nada extraño, todo andaba normal en ese
momento, luego de que se cepillara los dientes
saboreando con la mente motivada por el deseo
el delicioso desayuno que le debe tener preparado
su madre, abrió la puerta y al hacerlo se llevó una
sorpresa al encontrarse con su madre esperándolo y
mirándolo a los ojos, con esa firmeza en la mirada que
esconde siempre, con esos ojos que ya no fingen no
ver, con esos labios que tiemblan ahora de ira por ver
en lo que se había convertido su hijo, para ella alguien
muy malo, no podía haber cosa peor que eso, era un
borracho como el padre desaparecido, era un ladrón,
estaba herido. La fiebre le bajó cerca de las dos de la
mañana y ya parando de delirar pudo dormir un poco,
ahora se encontraba sobrio pero aún no entiende a su
madre que lo mira reclamándole y cuando se detiene a
observar que tiene una correa en la mano se revienta
de carcajadas frente a ella. Ella estalla en ira, sabe lo
ridículo de su actitud al tratar de golpearlo con una
correa como si fuera un niño y sin pensarlo lo hecha
fuera de su casa y de su vida en un arrebato más de ira
que de cualquier cosa.
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mparo se quedó en pijama toda la mañana, no
se sentía mal, como se había dicho la sensación
era un extraño vacío, una ausencia como si se
le hubiera acabado el brillo cual bombillo fundido.
Nadie notó el cambio, ni su padre, ni su madre, que
por su parte se encuentran muy contentos porque
la niña no ha salido de casa, pero ella ya no es la
misma, definitivamente ya no es la misma, sus figuras
femeninas continúan igual, nada físico a parte de
la expresión de los ojos ha cambiado, pero he ahí el
problema. Sus ojos ya no sonrientes, eran ojos oscuros
de mirada calculadora, completamente desconfiada
que mira y escudriña como sabiéndolo todo del mundo
y del miedo. Luego de ducharse y después de pasar
un buen rato meditando frente al espejo se cortó el
cabello con unos cuantos navajazos, como matándose
a sí misma, cerrando el frasco que contenía el perfume
con la intención de que lo poco que quede se conserve,
como la última miseria del tesoro que se hubiera
poseído en momento alguno.
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ernán estaba en la calle como alma que se
ha llevado el diablo, como cuerpo sin alma
por haberla perdido. Camina pensando,
meditando en su vida, en Amparo, en su mamá, en
todas las muchas cosas que tenía, en la tranquilidad
de su existencia sin preocupaciones, con la certeza
de llegar a casa y encontrar la comida servida, ahora
tenía hambre y recordaba a la Flaca ya no con fastidio
sino como a una igual lamentando el nunca haberle
preguntado el nombre. La comprendía porque ahora
sentía los mismos deseos de tocar a la puerta de
alguna familia de desconocidos para que le regalase un
poquito de comida así sean las sobras de la sopa que
nadie quiso comer a mediodía o la crocante raspa del
arroz, pero le daba vergüenza ir a pedir, por lo cual
comprendía aún más a la casi loca Flaca. Sentía deseos
de hablar con alguien y aunque la calle siempre ha
estado y estará llena de gente, nadie se detenía siquiera
a saludarlo con una sonrisa, ahora que era de noche
toda la gente caminaba precavida y cuando sentían a
Hernán que caminaba muy cerca de ellos empezaban
a caminar más rápido, disimulando el miedo con
tembloroso valor para huir. Quería hablar con alguien
pero nadie lo escuchaba, quería decir algo aunque no
sabía exactamente qué, se sentía culpable de todas y
cada una de sus penas, no había detenido su caminar
en todo el día, estaba exhausto y cada que intentaba
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- Déme un pan.
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l Tuerto se sentía perdido ahora con su enfermera
lejos, las manos le dolían y empezaba a sentir un
extraño hormiguear en la punta de los dedos,
los oficiales con sus uniformes y bigotes esperan la
respuesta a sus tan insistentes preguntas. No sabe qué
hacer, se siente perdido, no tiene a dónde ir, desearía
estar en la calle en su madriguera de ratas, pero ahora
se sentía como un pequeño roedor de laboratorio en
el que experimentaban lo médicos y la ley. Estaba
indefenso con las manos atadas a la cama, lejos de su
enfermera, lejos de sus compinches, lejos del manto
de la calle en la noche que todo lo deja al anonimato.
No podía hacer más, los exasperados oficiales lo miran
peor cada que pasa un segundo de silencio, todos con
ojos que lo hacen sentir pequeño, vulnerable, y para
agrandar sus impresiones el Cíclope esta seguro de
que si no se encontrase en el hospital ya lo habrían
golpeado hasta cansarse y por turnos.
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as noches del viernes para el Punky son largas,
demasiado largas puesto que se extienden hasta
más allá de los rayos del sol del otro día. Como
sabemos, la jornada empezó cuando se encontró con
Hernán, el viejo compañero del colegio, compraron
aquel ron barato que tanto los embriagó mientras lo
bebían renegando de todo y por nada pateando piedras
en la calzada. Luego Hernán se despidió sin mayor
preámbulo que un hasta luego desapareciendo por la
carretera en dirección a la casa. El Punky continuó
su camino, sabe dónde puede encontrar a algunos de
sus supuestos amigos, así que camina en dirección al
parque para ver qué hay de nuevo.
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-¡Ladrón!
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osé no lo puede creer, poder sentir a Amparo
entre sus brazos es la materialización de todos
sus sueños, de todos sus deseos y expectativas.
Él sabe que la quiere desde el primer momento que la
vio sentada en el parque bajo la impresionante sombra
de aquel gigantesco y viejo árbol, ahí, tan hermosa
y radiante como siempre, chupando entre tímida
y sensualmente una paleta. Nunca creyó posible
el tenerla tan cerca, el saborearla como en aquel
momento lo estaba haciendo, el beso se extendía entre
muchos otros besos interrumpidos por una sonrisa
o una palabra que ella le susurra al oído pero que él
no entiende por lo cual le pregunta qué es lo que está
diciendo, pero al repetirlo ya no tiene gracia el apunte
y nuevamente Amparo se silencia juntando los labios
para sentir los de su amigo el angelito que la besaba
como temblando; tal vez estaba muy emocionado
al tenerla entre los brazos o simplemente, como se
lo había confesado hace mucho tiempo, porque no
sabía besar. De cualquier manera no importaba, ella
lo entiende, lo abraza, lo mira con ojos que no fingen
el aprecio y que lo hacen sentir querido, luego se aleja
un poco para componerse el cabello con un sujetador
para el mismo.
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-¿Quieres agua?
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- Yo te dejé en la sala.
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- Primero tú.
- Si te da risa, ríe.
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osalía mandó a seguir al perfumado capitán a la
sala de su casa después de recoger el cajoncito
del chance; no sabe exactamente porqué aceptó
su invitación pero ya no podía echarse para atrás y
teniendo en cuenta que no había cenado aquella noche
creyó que era su derecho el permitirse salir a tomar un
nuevo aire en la calle. Tampoco recuerda cuando fue
la última vez que la invitaron a cenar, tal vez nunca
antes la habían invitado y con mayor razón no podía
darse el lujo de desaprovechar dicha invitación así
que subió a su cuarto y después de sacar las pepas de
naftalina cuidadosamente ubicadas en los bolsillos
del vestido fúnebre, bajó casi corriendo y acalorada a
lavarse la cara con potados de agua cual baño de gato.
Entre tanto el capitán espera con rostro sonriente
mientras llega a la conclusión de que en definitiva es lo
menos que ha esperado a que se componga una mujer,
pero estando sumergido en sus meditaciones no se
dio cuenta de los ojos que desde más atrás del patio
lo estaban observando, era la loca atrincherada en el
patio que sumergida en la noche y la espesura de las
plantas parecía invisible, ella lo miraba como perdida
y temblorosa con rostro de haberlo reconocido o como
si le recordara algo, pero aún con la duda producto del
olvido que la mantenía atónita en la contemplación
del cuadro, mientras observaba a su hermana con el
mejor de los trajes y al contemporáneo capitán que
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–Fuiste tú.
–No, tú.
–Yo no, fuiste tú, tú me dijiste.
–¿Pero quién lo hizo?
–¡Tú!
–¡No!, yo no. ¡Fuiste tú! ˗E indica con violencia el reflejo
en el espejo mientras sola sonríe con una carcajada tan
deformada como su felicidad
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o dejaron hacer una llamada, sin dudarlo marcó
el teléfono de la casa; la mujer al otro lado de
la bocina se alegra al escuchar la voz de su hijo
y antes de que él diga algo ella le comenta que han
venido varias veces unos policías a buscarlo, le suplica
que vuelva a la casa y le cuente lo que está pasando,
que ella lo ayuda, que conoce un abogado que…
–¿Y eso usted por qué roba mijo si usted sabe que no
tiene necesidad, que yo mal que bien le doy todo lo que
necesita, eso si no podrá tener muchos lujos pero ni la
comidita ni la ropita le ha faltado?
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