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CRUZANDO LA

CALLE
CRUZANDO LA
CALLE

Pablo Sergio Arias Barrera

Colección Generación del Bicentenario


Bucaramanga, 2010
© Universidad Industrial de Santander



























N° 5: Cruzando la calle - Pablo Sergio Arias Barrera
Dirección Cultural
Universidad Industrial de Santander

Rector UIS: Jaime Alberto Camacho Pico


Vicerrector Académico: Álvaro Gómez Torrado
Vicerrector Administrativo: Sergio Isnardo Muñoz
Vicerrector de Investigaciones: Óscar Gualdrón
Director de Publicaciones: Óscar Roberto Gómez Molina
Dirección Cultural: Luis Álvaro Mejía Argüello

Diseño:
Carlos Arturo Solano Pimiento
Impresión:
División de Publicaciones UIS

Comité Editorial: Armando Martínez Garnica


Luis Álvaro Mejía Argüello

Primera edición: noviembre de 2010
ISBN:

Dirección Cultural UIS


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Tel. 6846730 - 6321349 Fax. 6321364
Página Web
http://cultural.uis.edu.co
Correo electrónico: divcult@uis.edu.co
Bucaramanga, Colombia

Impreso en Colombia
ÍNDICE
1 7
2. 15
3. 23
4. 29
5. 37
6. 45
7. 53
8. 61
9. 67
10. 73
11. 81
12. 95
13. 103
14. 111
15. 119
16. 127
17. 135
18. 147
19. 155
20. 161
21. 167
22. 173
23. 181
24. 191
25. 201
26........................................................................................................................................ 211
1
































 9

L
a Flaca tiene hambre y hace sonar los dientes
mientras gesticula con los cachetes. Viste uno
de sus elegantes trajes empolillados, luce su
característico peinado dividido en dos y recogido
atrás, y espera de pie montada en sus zapatillas rojas
de punta desgastada y poco brillo. Ni ella misma sabe
qué es lo que espera, pero si algo se puede ver en esa
ciudad, al menos en este barrio, es que todos esperan
algo, ya sea ganarse la lotería o salir de la monotonía,
esperan cualquier cosa para justificar su existencia,
para sencillamente continuar viviendo otro día en
el que probablemente se sentirán igual de vacíos y
con la misma hambre voraz que ya tiene a la Flaca
en los huesos y al borde de una locura de labial rojo
desbordado de los labios.

Ella espera en las noches ante el portón del garaje con


sus mejores trajes, que no son más que unos vestidos
estampados de flores multicolor, y no dice nada o habla
sola, camina en círculos, deambula de un lado a otro
ante el portón pero sin entrar, y luego voltea, observa
con ojos de hambre mal disimulada y no aguanta,
empieza a caminar ante nuestra mirada, titubeando
pero sin detenerse. Al verla en su dilema de todas las
noches uno puede concluir que el hambre puede más
que la vergüenza, pero la soledad puede más que el
hambre. Camina y habla sola, camina y friega y refriega

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los dedos congelados unos con otros. Vemos las manos


frías, blancas y delgadas que tiemblan por un hielo que
proviene de los huesos y que no se ausenta. La flaca
cruza la calle, avanza por la acera mientras sonríe con
una deformada carcajada tan falsa como su felicidad.

El timbre suena y Hernán se asoma por el mirador.


Al ver a la Flaca en la puerta no puede evitar hace un
gesto de repugnancia y se escurre sigilosamente hacia
adentro. Ella no se percató de su presencia y espera
con ganas de retroceder, pero se queda.

Hernán ingresa al cuarto de sus padres, donde arde una


veladora delante de un cuadro del sagrado corazón,
ante éste, y de rodillas, se encuentra una mujer mayor.

-Mamá, es la Flaca, está esperando en la puerta.


(Hernán no conoce y jamás conocerá su verdadero
nombre.)

La madre detiene sus rezos, se levanta y sin despegar


los ojos del suelo emprende camino en dirección a la
cocina, ya todos los de la casa han comido, lo único que
queda son sobras, tal vez la crocante raspa del arroz
en olla, o la sopa que nadie quiso comer al mediodía,
no importa, algunas veces no queda nada y la Flaca
viene, entonces la madre detiene sus rezos para fritar
un huevo y acompañarlo con algún pan.

La Flaca siempre ha vivido en el barrio, pero Hernán


la conoció aquel día que la vio entrar y sentarse al
comedor por orden de su madre, al principio creyó
































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que se trataba de una simple obra de caridad pero


desde ese momento ella comenzó a venir cada vez
con mayor frecuencia. Podría decirse que todos los
días se para a dar vueltas delante del portón del garaje
que es su hogar para debatir consigo misma si no es
mucha molestia, si no es mucha la incomodidad. Muy
seguramente muchos días se durmió sin comer, pero
le daba vergüenza, mucha vergüenza y se ríe con esa
carcajada tan falsa como su alegría al recordar aquel
día en el había tanta comida que comió y comió hasta
que su cuerpo, acostumbrado al mal comer, rechazó
todo ese alimento. Entonces la Flaca vomitó segundos
antes de llegar al inodoro. En aquel momento Hernán
se sintió extraño al contemplar el cuadro, quizá fue
asco, profundo asco de ese vómito por todas partes, en
el piso del baño, en el lavamanos, ¡por todas partes!, y
entrando en ira se encerró en su habitación a fumar.
Después de un par de bocanadas de humo la sensación
se hizo un tanto más extraña, ya no era ira lo que
sentía, ahora se sentía afortunado mientras pensaba
en la Flaca y su hambre, un hambre…

Cuando la puerta se abre los ojos y la sonrisa de la


Flaca brillan y siente ganas de abrazar al joven que
tiene enfrente. Hernán, por su parte, vuelve a aquella
desazón al no saber si sentir repulsión o lástima por
esa delgadísima mujer en su viejo vestido y de labial
rojo desbordado que colorea toda su boca más allá de
los labios. La mujer no oculta sus deseos de abrazarle
pero él se aleja al interpretar sus intenciones.

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De cualquier manera la hace seguir, no le dice Flaca


de frente, sencillamente la trata de usted y luego de
subir las escaleras se olvida de su existencia, aunque
ella esté allí, comiendo sola en el comedor. Entonces
la Flaca intenta entablar alguna conversación, charlar
con alguien, escuchar una voz diferente a la suya,
pero en ese momento ya nadie la tiene en cuenta, la
madre volvió a encerrarse a su cuarto para rezar y
Hernán continúa entretenido mirando el programa de
televisión que estaba viendo antes de ser interrumpido.

Hernán aumenta el volumen del televisor, no quiere


hablar con la Flaca, pero ella no lo entiende y sigue
buscando temas de conversación, le teme al silencio,
parece que jamás la deja dormir. Habla de la música
pasada que tanto odia Hernán, del estudio, de la novia,
habla de todo y de nada respondiéndose ella misma
al final de cuentas, prácticamente hablando sola con
alguien al frente. Pero entonces el volátil genio de
Hernán estalla y sin decir nada, pero con movimientos
bruscos, se levanta, apaga el televisor, lo desconecta
y se va a su cuarto a cambiarse de ropa sin volver a
mirarla. Entonces ella sonríe con una carcajada tan
falsa como su felicidad.

Cuando la mujer escucha a su hijo pasar al cuarto para


prepararse para salir en la noche sus lágrimas empiezan
a brotar, la vemos llorar mal iluminada con su rosario
en las manos y sus lágrimas en los ojos, como santa de
Iglesia, ya que al escuchar el portazo de Hernán al salir
sabe, (con mayor certeza que la de escuchar los doce
campanazos del reloj de péndulo suspendido en una
































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de las paredes del pasillo) que es tarde. Entonces se


limpia las lágrimas en los ojos para salir a acompañar a
la Flaca, que habla sola con los cubiertos sobre el plato
vacío, pero con el estómago lleno.

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A
esa misma hora, dos casas a la izquierda, Rosalía
termina de coser un retaso en la tela que crece
con cada nuevo pedazo de trapo añadido, y
mientras lo hace su hermana enciende otro de sus
olorosos chicotes. La mujer que compara el tamaño de
la tela de retazos con el de la ventana no se percata del
olor, puesto que está acostumbrada a su hermana y a
los apestosos tabacos que fuma, sin embargo frunce
el seño al darse cuenta de que la ventana es muy
grande, o que el trapito hecho con los únicos retazos
disponibles en la casa, es muy pequeño. Ambas son
unas ancianas arrugadas y amargadas por toda una
vida de sufrimientos, se puede decir que lo único que
tienen es aquella envejecida casita en la que viven en
compañía de sus plantas, un perro marrón y un gato
negro, también viejos.

Rosalía vende chance en la puerta de su casa todas las


tardes y parte de las noches. En general, la rutina es
la misma: se sienta frente al cajón de madera que le
sirve de mesa y espera a que llegue algún cliente que le
apueste a la lotería mientras reza alguna novena escrita
en cartillas de hojas amarillas y palabras obsoletas.

A veces canta a todo pulmón, generalmente cuando va


a misa en la iglesia del barrio, en otras oportunidades
grita como discutiendo con alguien y tal vez de allí la

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fama de loca, aunque la loca es su hermana, sí, desde


que le mataron al marido y los obligaron a dejar sus
tierras a ella y a sus dos hijos aún muy pequeños, la
mujer, ahora acompañada por su hermana Rosalía,
empezó a sufrir ataques de nervios, tal vez porque fue
la única testigo de la muerte de su esposo y los otros
veinte muchachos campesinos que masacraron esa
tarde, mientras el agua cayendo tenuemente del cielo
en el firmamento formaba el arco iris.

La han internado varias veces, la primera fue la más


alarmarte, empezó a delirar y salió corriendo por la
mitad de la calle atravesando el barrio con los ojos
llorando y sus desnudas carnes al aire. Los más viejos
del lugar, como la mamá de Hernán, aún la recuerdan
ese día en el que todos se dieron cuenta de que estaba
loca, primero porque escucharon los gritos de palabras
indescifrables, luego, porque la vieron desnuda en la
mitad de la calle, y para confirmar sus sospechas, los
que quisieron ver observaron a la ambulancia blanca
del sanatorio San Camilo, de la que se bajaron dos
fornidos hombres de uniformes blancos y cubriéndola
con una sábana blanca la subieron a la ambulancia
blanca, con la mente en blanco después de haberle
inyectado un calmante.

Los más jóvenes, como Hernán, desde que tienen


memoria recuerdan al par de viejas brujas del barrio
viviendo en su miseria olor a pobreza y chicote.
Siempre han visto a Rosalía vendiendo su lotería en
la puerta de la casa, con sus cabellos despeinados y
las canas plateadas que brillan en el aire, acompañada
































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por ese perro marrón que parece tan viejo como ellas,
igual de inmortal. A veces los más jóvenes se percatan
de que las viejas no están solas y abandonadas en el
mundo, como pareciera, puesto que la sobrina de
Rosalía viene a visitarlas a ella y a su madre, les trae
mercado, velas, un poco de dinero para pagar los
servicios, algunos retazos y sobre todo, a la alegría
encarnada en la sonrisa del pequeño niño, cada vez
más grande y travieso, que llega a jugar con el gato
negro que presiente su llegada y desaparece, como si
fuera un mal pensamiento espantado por la inocencia
y gracia del nieto de la loca que juega con su abuela
como si se tratara de una amiguita de su edad, pero
con el cuerpo más grande. La abuela juega con el nieto,
sabe que es su nieto, y mientras lo hace le agradece
a su hija la visita con la mirada. La hija, conmovida,
observa a la madre y no se queja, no se queja de su
adolescencia pobre, de su pobreza eterna, de su olor
a chicote y sus disparatadas locuras, porque al fin de
cuentas nunca pasó hambre y siempre tuvieron una
casa, aunque llena de goteras.

La abuela pregunta por Pedro y sus ojos se nublan por


un instante, ya que el hijo tiene el mismo nombre del
padre fallecido. -De Pedro no se sabe nada- responde
la hija mientras recuerda por un momento la imagen
de su hermano perdido en la capital, cuando se fue
dijo que volvería y periódicamente llamaba a su madre
y hermana, luego la hermana se casó con ese obeso
taxista y las llamadas de Pedro dejaron de repicar. No
se sabe más nada de Pedro hasta la fecha y esa es la
razón por la cual el niño que al fin encuentra al gato

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escondido bajo la cama de la abuela sabe que tiene un


tío, pero el tío del niño no sabe que tiene un sobrino.

Pedro se fue porque no soportó que su madre lo


confundiera con el padre muerto. Al principio,
cuando niño, todo era normal, pero a medida que
fue creciendo, según su madre, se parecía más y
más, y él que ni siquiera recuerda la imagen de su
progenitor, mientras la madre encuentra a su único
amor en la estampa del hijo, por no haberle quedado
de la encantadora presencia de su pareja ni siquiera
una fotografía. Rosalía no conoció al difunto y en
realidad lo odia por ser el causante de que su única
hermana se fugara de casa para vivir con un hombre,
dejándola sola. Ambas son de un pueblito metido
entre las montañas y cuando pasó lo que pasó, lo de
las muertes y la prematura viuda, no pudieron hacer
más que vender lo poco que tenía el difunto y venir a
la ciudad capital, comprar una casita en algún barrio
y ser testigos del cambio de las épocas y el tiempo, los
años y el progreso, las demoliciones, los edificios, las
casa, mientras ellas sobreviven como pueden en su
ranchito citadino lleno de pollos y ratones en medio
de la ciudad cambiante.

Los niños crecieron siendo su adolescencia la etapa


más difícil de todas, claro, su madre y su tía eran las
locas del barrio, sus ropas eran las más envejecidas
y remendadas, todo, desde la piel, pasando por el
uniforme de la escuela, hasta el cabello, les olía
al chicote de su madre, ese humo espeso de olor
































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característico a tabaco barato que desde hace años se


ha apoderado del ambiente.

La casa tiene dos habitaciones y un patio que las


divide, la de la Rosalía queda en el segundo piso, sobre
la sala y la cocina. Al atravesar el pasillo se puede subir
por unas escaleras al cuarto que tiene una pequeña
ventana que mira hacia fuera. La ventana no tiene
cortina y se ve muy pequeña para el tamaño de la pared
en frente. Si nos detenemos a observar la habitación,
podemos ver un espejo colgado y el catre atravesado en
todo el centro. En la pared de la derecha hay un afiche
con una imagen religiosa cuya veladora siempre arde
gracias a las donaciones de cera que le hace la sobrina.
En un rincón, ubicado como se pueda, hay un palo de
escoba atravesado de un lado y amarrado a una biga,
en él Rosalía cuelga sus trajes, las camándulas y demás
chucherías que suelen atesorar las ancianas, como por
ejemplo, el cofre con llave que ella guarda con recelo
debajo de la cama, siempre escondido, que deposita
los recuerdos materiales de tres amantes mudos y
secretos, que por debajo de la puerta introducían
cartas para ella cuando aún era joven. En dichas cartas
un hombre le decía que la amaba en el silencio de las
misas que sin que ella supiera compartían, uniendo
sus labios en las mismas carnes de cristo en la hostia.
Semejante escrito la indignó y hasta se puso roja de ira
al leerla, pero luego, después de recibida la epístola, no
volvió a faltar en la iglesia. Otro de aquellos amantes
sin rostro escribió alguna vez que su tono de voz le
encantaba, y desde aquel momento Rosalía canta a

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todo pulmón en la eucaristía cuando no hay grupo


musical que acompañe la ceremonia. Sin embargo, el
más atrevido de todos los que se atrevieron a escribir
la invitó a esperarlo cierta noche en la entrada de su
casa. Ella se emocionó al extremo, se puso nerviosa
y fantaseó como una loquita enamorada pensando
en el rostro de aquel que se atrevía a quererla aún sin
conocerla. Le imaginó nombre, soñó que besaba a aquel
desconocido apasionadamente, pero al llegar el día de
la cita, no pudo juntar el valor suficiente para abrir la
puerta y aunque esperó despierta en la noche, mirando
el luminoso espacio entre la puerta y el piso, nadie tocó
el timbre, y ella se quedó sola, con el vestido nuevo y
el labial en los labios, mirando como tonta la ranura
por la que jamás volvieron a llegar cartas. A la noche
siguiente Rosalía salió por primera vez con su cajoncito
y el talonario del chance, desde allí observó pasar su
juventud y a la gente con sus tristezas, incertidumbres
y añoranzas. Algunos de los transeúntes se detenían,
como aún ahora lo hacen, para probar la suerte, para
apostar al número de la placa del carro, a la fecha de
nacimiento o la dirección de la casa, siempre en espera
por salir de pobres o sencillamente, de algo nuevo.
Entre tanto Rosalía envejeció y sigue envaneciendo,
buscando en cada una de las siluetas masculinas que
pasan por el frente, a ese amante nocturno que la
esperó en la puerta que jamás se abrió.
3































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C
ontinuar por el mismo andén en dirección a la
izquierda, hasta llegar a la esquina y luego cruzar
la calle para seguir caminando dos casas más.
Allí, en la casa grande y rosada, vive Amparo, con sus
papás y hermanas. Ella es la menor, también la más
rebelde y la única que no ha terminado el bachillerato.
Desde que cumplió los quince años aprendió a ver la
vida de otra manera; gracias a la mala influencia de
sus amigas aprendió a ver el sexo y el alcohol como
un juego de niñas, y después de conocerlo no le quedó
tiempo para más.

Con su primer novio tuvo su primera vez y también


su primera decepción al darse cuenta de que no la
quería por haberlo visto compartiéndola con sus cinco
amigos, que le hicieron el amor por turnos, mientras
él esperaba, también ansioso, para poder repetir. Esa
fue la última vez que le dolió el sexo, también fue la
última vez que amó a un hombre, y se puede decir que
le cogió cierta repulsión a cualquier sustancia viscosa
que pudiera semejarse al semen, además, nunca volvió
a hacerle sexo oral a alguien. Tampoco volvió a sentir
el orgasmo, puesto que la ya mencionada jornada la
había llevado a vivir en las mismas estrellas, casi al
borde de un desmayo y volver a llegar a ese estado
representaría nuevamente... También fue la última
vez que fue al colegio, ya que no quiso regresar luego

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de que publicaran por todo el salón las fotos que


alguno de los presentes le había tomado mientras
esperaba turno. Fue ahí cuando se dio cuenta de que
había sido utilizada, y, también, de que ya no era una
niña. Pero ni eso ni el estudio ahora importaban, pues
ella y todas sus amiguitas continuaron retiñéndose los
labios de rojo para salir a la calle.

Cierta noche una amiga la invitó a una carrera ilegal.


Resultó ser un sitio súper con mucha música y trago.
Luego de que el novio de su amiga perdiera, al ganador
(que tenía plata en las manos) le dieron ganas, y las
largas piernas de Amparo se hicieron más atractivas
que de costumbre, entonces el tipo, aún con adrenalina
en la cabeza, le dijo sin titubear que si quería la llevaba
a dar una vuelta. Amparo ya no era ninguna ingenua,
ella sabia perfectamente que el hombre tenía dinero en
las manos, además de carro, y que al fin de cuentas era
sexy, por lo cual accedió a acompañarlo mientras corría
otra carrera.

Después de que volviera a ganar ya el tipo le dijo que se


lo mamara y Amparo, muy indignada, casi se baja del
auto si no es porque el hombre le mostró el dinero en
las manos.

Apenas si lo pensó cuando ya tenía las manos


inquietas del hombre que la tocaban, acosándola de
manera brusca. Entonces se dejó llevar, desnudándose
en el asiento trasero del auto, y jugando a tener sexo
sin amor. Estaban lejos, en un mirador solitario, y la
































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ciudad apenas se veía por las lucecitas encendidas allá


abajo.

Luego de que él la penetrara ella ya sabía lo que tenía


que hacer, mover la cintura, subir, bajar, la fricción,
olvidarse de él y entregarse a ella, buscando su propia
lluvia de estrellas, pero sin encontrarla porque que
justo antes de que pudiera vislumbrarla, el hombre, ya
satisfecho y tendido boca arriba en el asiento, le dio
unos billetes como pago por sus servicios.

Cuando volvió en sí se sintió muy extraña,


especialmente por el olor a sexo encerrado en al auto
que sumado al del ambientador barato del mismo
terminó por convertirse en una mezcla nauseabunda.
Mientras el tipo se ponía los pantalones sintió ganas
de vomitar. Entonces se vistió lo más rápido que
pudo y salió del carro por un instante, respiró el aire
puro, levantó la mirada al cielo y no pudo ver en él un
destello, bajó la mirada a la tierra y vio la ciudad con
sus lucecitas encendidas; entonces volvió a subir al
auto con el consuelo de ya haber tenido su lluvia de
estrellas.

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 31

E
s muy tarde en la noche que próximamente será
día, y dos, tal vez tres silbidos bastaron para
que Amparo despertara. Hernán se alegró como
nunca de que Amparito no se hubiera ido de parranda
como de costumbre, y ella le dijo, mientras abría la
puerta, que había tenido un mal presentimiento aquella
noche y que por eso se había quedado en casa, cuidando
al sobrino. Mira que ya salió un diente, susurró al oído
mientras lo metía en silencio a su cuarto, para que ni
sus padres ni sus hermanas se despertaran, pero fue en
ese momento en el que Amparo se dio cuenta de que
algo no estaba bien, al principio creyó que la camisa
de Hernán estaba mojada, pero al entrar al cuarto y
encender la luz se dio cuenta de que en realidad era
sangre. Escandalizada estuvo a punto de gritar de no
haber sido su boca tapada por la mano temblorosa de
Hernán que, herido, le suplicó por silencio.

Te voy a explicar todo, le dijo, mientras la mujer le


quitaba la camisa. Afortunadamente fue sólo un
rasguño, agregó ella, ya un tanto consolada, pero
¿cómo? ¿Qué pasó?, y sus labios fueron callados por
un dedo de Hernán que aún no se decide por dónde
empezar, si por el dilema actual o el inicial dilema que
lo tenía donde estaba.

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Resultó que al salir de casa Hernán se encontró al


Tuerto que pasaba dando una “ronda” por el barrio.
Entonces el hombre de la moto se detuvo y saludó a su
conocido con bastante familiaridad, ya antes habían
hecho algunos trabajos y si bien no eran íntimos, se
entendían cuando trabajaban juntos, tal vez porque
eran precavidos en igual cantidad o porque ya en
el barrio tenían ganado cierto respeto, y no es de
sorprenderse porque la gente que vive en el mismo
lugar llega a conocerse profundamente, como el
vecino que no duda que a la de la peluquería le gustan
los peladitos, pero bien jóvenes, como de colegio, y
de noveno, si se puede, porque son los más morbosos
pero al fin de cuentas los más tiernos, o como la vecina
a la que sólo le gusta una canción y que la pone varias
veces a todo volumen los sábados en la mañana,
mientras hace el aseo de la casa, con su pantaloneta
desteñida y las chancletas de caucho.

¡Claro que los conocen a él y al Tuerto!, aunque el


Tuerto es de los más nuevos en el barrio. Simplemente
llegó un día cualquiera, hace menos de un año, diciendo
que venía de Medellín porque lo estaban buscando los
paracos. Se nota que desde pequeño, aunque no le
gustaba la guerra, se crió entre la violencia, o no tanto
en ella como en el miedo infundido por un arma, que al
igual que la droga, lo hacen sentir superior, con poder
sobre las otras personas, o al menos eso dice.

Cuando el Tuerto llegó al barrio los pelados ya se


daban trompadas en la cancha de fútbol por ser malos
perdedores y ganadores, o simplemente por ganas de































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darse en la jeta y aprender la ciencia de los golpes a la


mala, como se aprende. La cuestión es que la llegada
del Tuerto fue como un virus porque después de cascar
a Hernán (que era el más fuerte del barrio) se creó
un respeto que colinda con el miedo, pues demostró
ser un tipo brutal al golpear sin compasión al pobre
Hernán que yacía inconsciente en el suelo, y ya con
tanto poder se dedicó a hacer de las suyas.

La cuestión fue que terminaron haciéndose amigos,


o por lo menos conocidos. Para ese entonces los
muchachos del barrio se ganaron cierta fama y ya
entre los de barrio no había enemigos, más bien todos
eran amigos y se apoyaban unos con otros en sus
problemas con los de otros barrios. No sé por qué de
un momento a otro la juventud decidió armarse, tal
vez vieron muchas películas violentas, tal vez ni ellos
mismos son violentos pero tienen algo que demostrar
a alguien, alguien que ni ellos mismos saben quién es,
pero que los motiva a no doblarse, a aguantar, a pelear
con el alma, ¡claro!

-Muchas veces vienen de otros barrios a visitar a las del


nuestro, y es necesario sacarlos porque las del barrio
son para los del barrio, y esa sí es una ley que me gusta,
¡sí señor!, y para darle bien duro a los enemigos se
necesita tener fuerza, y para tener fuerza se necesita
hacer ejercicio, y ya teniendo fama en el barrio, además
de un cuerpo escultural, no puede ser difícil levantarse
alguna niña, sin importar que sea colegial, ya que si
es mayorcita se necesita tener más plata, claro, para
sacarla a la rumba y gastarle trago. También hay que

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guardar para pagar la pieza y lo de los condones porque


nada de eso es gratis, a veces ni las niñas son gratis, y
para poder poseer todo y poseerlas, se necesita plata,
y para tener plata, cuando no se tiene trabajo ni cartón
de bachiller, porque ¿a quién le importa ser bachiller?,
no queda de otra que robar.

Es evidente que no todos los del barrio están metidos


en lo de los trabajos, muchos serán vírgenes todavía
y uno los ve pasar saliva cuando ven las minifaldas
que se ponen Amparito y sus amigas.-Si supieran que
por unos billetes o unas cuantas botellas, las largas
piernas de las que tienen enfrente fingiendo ignorarlos
se abren, muy seguramente empezarían ahorrar
honradamente, mientras nosotros –dijo el Tuerto
el día que convenció a Hernán para que trabajaran
juntos– nos las comemos.

El Tuerto le preguntó a Hernán si tenía plata, Hernán


no tenía pero ni siquiera sabía si iba a necesitarla
ya que salió tan apresurado que ni se despidió de
su madre, ni tenía rumbo fijo. Cuando el Tuerto lo
alcanzó en la moto se dirigía a donde Amparito, pero
los planes del Tuerto eran otros, puesto que según dijo
hay un hombre de mucha plata que al final de cada mes
retira su sueldo del banco. -Nadie sabe para qué saca
tanta plata, pero según lo que me dijeron unos amigos
–aseguró el Tuerto-, todos los fines de mes recoge su
dinero del banco a altas horas de la noche.
































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- Y, ¿adivine qué día es hoy, preguntó.


-Jueves –respondió Hernán, desinteresado.
-Bien genio, pero además de ser jueves, también es fin
de mes.

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L
a Flaca vive en el garaje de la casa de su padre.
Por ser hija del primer matrimonio, no se la lleva
muy bien con la segunda familia de su papá,
es decir: con sus medio hermanas y medio sobrinos.
Mamá murió en otra ciudad y ella quedó al resguardo
de una tía, hermana de su madre, que la crió como
a una hija hasta que decidiera ir a buscar a su padre
con la tonta pretensión de conocerlo. El hombre la
reconoció de mal gusto mientras la esposa de turno
estallaba cual volcán al no tener idea de la segunda
familia, aunque en realidad ellos eran la segunda
familia. Desde ese momento todo anduvo mal para la
Flaca, las medio hermanas le hacían chistes y bromas
mientras el padre la mandaba al garaje, a que viviera
en esa piecita terrosa que hay en el fondo, más allá
del espacio para guardar el auto. Ella, por su parte, se
acomodó allí, con su soledad, desde muy joven, y se
acostumbró a ver pasar los años por su ventana.

Cuenta la mamá de Hernán que la Flaca, en sus mejores


tiempos, era una mujer hermosa, que se vestía muy
bien con sus trajes de estampados multicolor, que
hacían perfecto juego con las joyas de imitación tan
comunes para la época. La Flaca confiesa que fue su
tía la que le regaló esos bonitos trajes de flores, para
que fuera a la ciudad a reclamar lo de la herencia por la
muerte de la madre. Al llegar tenía el cabello espeso y

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con la personalidad arrolladora del seductor encanto,


además, sus collares que imitaban al oro y que brillaban
con múltiples destellos cuando la Flaca pasaba, eran
tan brillantes que la hacían relucir como flor de mayo.

Ella sonreía con naturalidad, tenía toda la vida por


delante, era joven, venía a buscar su herencia, pero todo
aquello se fue perdiendo poco apoco, ella brillaba antes,
tanto como sus joyas de imitación, porque conservaba
su dignidad, tal vez porque tenía la esperanza de recibir
la herencia de su madre para poder devolverse a donde
la tía, el único ser que la había amado, y comprarse
una casita para ella con el fin de poder vivir bien. Sin
embargo, ya después de tantos años la esperanza se
había esfumado dejándola en los huesos encorvados y
el cabello por el tiempo pisoteado ahora se parece a las
mechas de un trapero.

Por la muerte de la madre el padre no le había dado nada,


apenas si la dejaba vivir en el garaje que arrendaban a
una familia que tenía auto pero no parqueadero. Sin
embargo, a medida que pasaba el tiempo fue creciendo
la certeza de que ya no se podía ir porque después de
haber esperado lo mucho tenía que soportar lo poco,
la muerte del viejo, pues entonces ya por ley algo de
dinero le correspondería, tal vez sería dueña de algo,
aunque fuera el parqueadero, y podría venderlo para ir
a donde su tía, quién aún le manda su quincenal carta
fingiendo no olvidarla.

Hernán no se había percatado de la existencia de


la Flaca, aunque en incontables ocasiones, cuando
































 41

niño, jugaba con la cauchera a matar las palomas que


bajaban frente al portón para comer migajas de pan
o minúsculos granitos de arroz. De manera curiosa,
aunque no lo sepa, esas mismas palomas llevaron
mucho tiempo después a la Flaca a casa, ya que cierto
día no había migajas para que ella comiera y mucho
menos para los animalitos voladores que inquietos y
atrevidos entraron por la ventana hasta su cuarto para
picotearle amablemente la cabeza (como recordándole
el hambre más allá de las tripas).

Lo único que tenía ella en aquel momento, y de sobra,


era hambre; porque después de que sus hermanastras
se dieran cuenta de que parte de las sobras que le
regalaban eran compartidas con las palomitas, dejaron
de ayudarla, ya que al fin y al cabo ahora los tiempos
eran peores puesto que el viejo se encontraba enfermo
y las hermanastras, cada una con sus tres hijos y su
segundo amante, también estaban viviendo en la casa;
en esa época en la que los amantes de las hermanastras
no tenían trabajo por no buscarlo, y todo, hasta la
comida, escaseaba.

Entonces la Flaca le gritó a las aves que revoloteaban en


su cuarto dando círculos a su alrededor, que la dejarán
en paz, que se fueran a buscar comida en alguna otra
parte y que de paso avisaran que en el cuarto al rincón
del garaje, comida no había y hambre sobraba.

No se sabe si fue debido a las palomas, pero esa misma


noche la mamá de Hernán llegó al parqueadero para
tocar la reja. La Flaca pensó que era su imaginación

CRUZANDO LA CALLE






42 


























al creer escuchar su nombre, pero luego lo volvió a


escuchar, cada vez más nítido y fuerte. Entonces se
acercó al portón sin querer mirar y allí, a través de la reja,
pudo ver a la bondadosa mujer con un plato de comida
en las manos. Lloró al verla y la abrazó por un rato.

La mamá de Hernán no la veía desde hace tiempo,


le preguntó a la flaca dónde se había metido Y ella
respondió que en su cuarto, con ojos de ya haber
renunciado al mundo de afuera.

-Ni por misa la he visto ˗Agregó la piadosa mujer.

-Sí, jijiji (una carcajada tan deformada como su


felicidad) hace rato no voy, hace rato no rezo, es que a
veces me da una rabia, una soberbia, y me empieza a
doler la cabeza, y escucho voces. Y…

-Tiene que ir y pedir por sus necesidades y las del


mundo, por el Papá y la santidad de los…

-Es que me da rabia porque parece que papito Dios no


me escucha, o que tiene los oídos tapados porque no
me ayuda. Yo le pido por trabajo, un trabajo bonito,
como de secretaria, pero nada. Y le pido que el viejo
se muera y aunque a veces pareciera que me escucha
luego se mejora.

-Flaquita por Dios ¿cómo vas a decir eso? ¿No ves que
desear la muerte al prójimo es pecado y más si es la
muerte de tu propio padre? Eso es pecado mija porque
a los papás, como lo dice el mandamiento, hay que
































 43

respetarlos. Tiene que ir a confesarse y dejar de estar


pidiéndole semejantes pecados a Dios, y ojalá y no la
escuche por ser su petición la muerte de alguien.

La Flaca, que se creía abandonada, sonríe atragantada


con la comida en la boca, se tapa los labios abiertos con
una mano y después de masticar un instante y pasar
el alimento, dijo que desde hace rato no se confesaba,
hace tanto tiempo… Mientras de nuevo se atragantaba
con una cucharada de lentejas.

Por instantes pareciera que la cordura abandonara a la


Flaca, todo el que se tope con ella no podrá evitar tener
esa impresión de la locura encarnada en ella. Después
de unos instantes agrega que en el pasado no quería
que nadie se muriera, que en ese tiempo, siendo joven,
rezaba para que todo saliera bien, por la salud de la
madre y para que pudiera conseguir un buen marido,
pero a pesar de sus rezos la madre murió y ni marido
consiguió, por no encontrar pretendiente digno para
ella. Al terminar sonríe con su falsa y deformada
carcajada, pensando para sus adentros que ojalá y
algún hombre se hubiera a atrevido a llevársela lejos,
para darle verdadera felicidad.

CRUZANDO LA CALLE
6
































 47

H
ernán subió al asiento trasero de la moto, el
Tuerto no le produce confianza, tal vez, como
a todos los del barrio, en realidad le produce
miedo, pero igual no hace nada manteniéndose casi
inmóvil para colaborar con el equilibrio del vehículo,
que anda por la carretera a mediana velocidad,
mientras el motor ruge y el panorama cambia, ya no se
trata de las humildes pero bien construidas casas del
barrio, se trata de edificios altos; el más bajo de diez
pisos, todos con ascensor y celador en la entrada de la
recepción que no tiene paredes sino vidrios.

En menos de un par de estertores del motor de la moto,


el barrio y el estrato son diferentes. Pareciera otro
mundo, los colores de la calle son diferentes, la acera
con menos huecos, la mujer esbelta y bien maquillada
bajándose del auto último modelo que su feo pero
adinerado marido le compró para que se volviera a
dejar hacer el amor, toda una tentación. Y la moto
continúa avanzando al lugar únicamente conocido por
el Tuerto. Ambos motociclistas tienen casco pero son
de esos que no cubren la cara, por lo tanto se pueden
ver las gafas siempre negras del Tuerto que mientras
oculta su mirada oculta su defecto.

Continúan unas cuantas cuadras, luego se detienen por


la luz roja del semáforo y Hernán intenta preguntar

CRUZANDO LA CALLE






48 


























algo pero en ese momento vuelve a rugir el motor


y la luz cambia a verde, y por fin, luego de cruzar la
carretera, se encuentran en la avenida. Dan un par de
vueltas por todas partes, Hernán no tiene idea hacia
adonde se dirige, pero luego cae en la cuenta de que el
Tuerto esta andando en círculos, como esperando algo.
Sonríe para sus adentros al resaltar las coincidencias
puesto que él, de estar conduciendo, haría lo mismo.
Primero pasar por en frente del CAI, para ver qué están
haciendo los policías, si están patrullando, si tienen
las motos encendidas, muchos pequeños minuciosos
detalles que no se pueden pasar por alto y menos
tratándose de profesionales.

Todo normal, una vuelta, ahora mirar en qué lugar


están los celadores, continuar al observarlos a todos
metidos dentro de sus abrigados trajes y dispuestos a
pasar la noche en blanco junto a su infaltable radio de
baterías. Luego, en una esquina, el Tuerto detiene la
moto. Al fin una palabra, el Tuerto le está explicando a
Hernán qué es lo que tiene que hacer.

–¿Que yo tengo que bajarme y cruzar hasta la otra


acera? ˗Preguntó exaltado Hernán, puesto que ya no le
estaba gustando la idea.

–Sí, mientras yo lo estoy esperando con el motor


encendido. Usted sabe cómo son estas cosas, se baja, lo
asusta con esto y listo. ˗Responde el Tuerto mientras
le entrega a Hernán un revólver de metal negro con
seis tiros en el tambor.
































 49

Volvieron a subir a la moto. El frío del revólver helaba


las tripas de Hernán y al sentirlo en el estómago, por
alguna injustificada razón, se acordó de la Flaca, pero
eso fue cuestión de instantes porque luego volvió a
concentrarse en la noche, los autos, el motor de la moto
perfectamente sincronizado, la carretera, el instante,
el auto de la placa que el Tuerto conoce de memoria
detenido detrás de un carro que reposa inmóvil en
frente del semáforo por ser su color el rojo. El Tuerto
dice que mejor no podía ser, mientras se detiene al
otro lado de la autopista y le ordena a Hernán que
aproveche lo del semáforo.

No contaban con tanta suerte al toparse con el auto


detenido y el vidrio abajo. Hernán no se lo esperaba
tampoco, simplemente se bajó en el momento en
que vio la posibilidad tan clara y tan sencilla como
siempre, sólo un poco de miedo y el paciente suelta la
plata, luego correr, motarse a la moto y desaparecer
por la otra avenida, a toda velocidad, con la placa de
la moto ya tapada puesto que en el instante en que
Hernán desciende ya el Tuerto empieza a ocuparse de
eso, poniendo un trapo en la parte de atrás.

Todo iba bien, el tipo del carro ni se dio cuenta en qué


momento Hernán se había puesto al lado y saltó del
susto al percatarse de la presencia del hombre armado
que le apuntaba, pero entonces todo empezó a ponerse
de otro color al cambiar el semáforo de rojo a verde, y
ya todos los carros pasando hicieron que Hernán se

CRUZANDO LA CALLE






50 


























ocupara de otras cosas, mientras en el instante del


descuido, el hombre en el auto saca una pistola y le
dispara varias veces, casi sin mirar, antes de encender
el auto y arrancar.

Hernán también alcanzó a hacer un par de disparos,


uno a la portezuela y otro al vidrio trasero, sin
embargo el conductor escapó ileso, desapareciendo
por la carretera.

Hernán se asustó al verse sangrar pero se tranquilizó,


al igual que Amparo, al darse cuenta de que apenas
era un rasguño. Sin embargo, al tratar de retornar a la
moto se da cuenta del verdadero problema: el Tuerto
ha caído al suelo con la moto encendida y se encuentra
mal herido. Hernán corre, lo levanta, levanta la moto
y emprende carrera. Ya en ese momento todo era caos
porque el trapo de la placa se cayó con el herido y
además el tránsito vehicular se había normalizado con
el cambio de luz.

Los disparos, como cualquier explosión, retumbaron


con su eco por todas partes y mientras todos voltean
a mirar lo que ha pasado, pasa Hernán tratando de
conducir y sostener en su lugar al Cíclope, que sangra
por el tiro que recibió en el pecho, dejando un camino
similar al de las líneas blancas que se entrecortan en la
carretera. Líneas en la calzada, pero de sangre.

Hernán no sabía qué hacer, era la primera vez que las


cosas no salían como esperaba. Se encontraba herido
































 51

pero de menor gravedad que el Cíclope; por cierto, esa


fue la primera vez que Hernán le dijo Cíclope al herido
pero sonriente Tuerto que le dice:

-¡Bruto!, pues pa’l hospital, y ¡córrale que me muero!

CRUZANDO LA CALLE
7
































 55

A
ún no ha salido el sol pero se encuentra
perfectamente despierto, con ese insomnio
viejo como su piel y sus ojos cansados de ver,
pero aferrados a ello. Está mucho más arrugado que
sus años y tiene la barba blanca, larga y espesa. Se la
rasca con una mano mientras con la otra se apoya en
el catre para poder levantarse. Aún tiene la ropa de
dormir y lo vemos caminar en dirección a la cocina
en busca de algún resto del café del día anterior.
Tomárselo caliente, casi hirviendo, suspirando
descalzo y completamente despierto. Empieza un
nuevo día, otro monótono día, siempre nuevo aunque
siempre el mismo, el mismo día escurriéndose como
agua entre los dedos, el mismo día de calor al mediodía
y frío en las noches, el día de soledad y vejez, cigarrillo
y ausencia. El silencio bailando con una canción que
suena en el radio que retumba en la pequeña casa del
viejo, una casita vieja entre dos inmensos edificios
nuevos.

El anciano es pensionado del ejército, estuvo por toda


Colombia en cuarteles militares. Estuvo en el ejército
aunque no en guerra, al menos no en guerra con otro
país, porque eso de la guerra interna siempre ha sido
un problema. El viejo fue testigo de todo y de mucho
más, sabe tantas cosas sobre el gobierno que a éste
lo que más le conviene es callarlo con una miserable

CRUZANDO LA CALLE






56 


























pensión mientras espera a que muera, y el viejo, que


tiene por montones medallas, fotos y cicatrices, como
recuerdo de las luchas por su patria, no posee nada
además de esa casita, dichos trofeos, y la pensión que
lo mantiene respirando, viviendo en el ocio de ser viejo
y estar solo.

El capitán sale a la calle para permitirse respirar aire


nuevo, para helarse los huesos con el engaño de un frío
que será espantado, como la noche, por lo rayos del
sol. Sale a fumar un cigarrillo con su tinto, como lo
ha venido haciendo desde hace mucho tiempo, antes
de que se enlistara en el ejército. Ya estando afuera
se sorprende porque en el monótono panorama de
las casas en el vecindario algo nuevo ocurre, acaba
de llegar la policía a la casa rosada de la esquina. El
capitán es un viejo gruñón y amargado que no se habla
con casi nadie en el vecindario, pero no obstante sabe
quienes son los dueños de aquella casa esquinera, la
casa de los papás de Amparo que acaban de despertar
por los intensos golpes que los policías propiciaban a
la puerta para que abrieran. Frente al andén de la casa
se encuentra parqueada la moto del Tuerto, quien fue
visitado en el hospital por unos policías que fueron
notificados, como lo ordena el protocolo, al respecto
de un paciente con herida de bala.

El Tuerto se encuentra fuera de peligro, pero afronta


varios cargos legales a causa de varias denuncias que
desde hace tiempo algunas víctimas han notificado a
las autoridades. Ahora todos buscan a Hernán, quien
despierta desnudo entre las piernas de Amparo, y con
































 57

la urgente necesidad de escapar. La mujer también


despierta exaltada y se las arregla para no abrir la
puerta del cuarto hasta que Hernán desciende por la
ventana hasta el techo de más abajo. Y mientras los
policías registraban la casa, Hernán corría a la suya,
dos cuadras a la derecha.

Cuando llegó la puerta estaba entrecerrada y sin seguro,


como la mamá acostumbraba a dejarla cuando el hijo
se encontraba afuera. No fue más que ingresar y pasar
el cerrojo, para desaparecer por el pasillo, pasando la
reja, hasta la habitación y la cama, en la que Hernán se
recostó, sin poder dormir, debido a la preocupación.

El viejo fue el único en darse cuenta del fugitivo por el


techo, pero ya estaba viejo y apenas sonríe mientras
dice una grosería. ¿Cuántas veces se nos habrán
volado así?, pensó para sus adentros al ver desaparecer
al aparente fugitivo refugiándose en la casa de sus
padres.

Se escuchan los gritos de la escandalosa Amparo que


insulta a los oficiales por perturbarle el sueño ya que
al no tener pruebas que la delaten culpable, se siente
con el derecho de un inocente; alega, insulta, dice
que ella es una señorita decente, que es pisotear su
imagen el imaginársela con algún hombre en su cuarto
y mucho menos en la casa de sus padres. Los padres
defienden a la hija y no pueden dejar de sentirse un
tanto abochornados al ser el centro del espectáculo
del barrio en la mañana, es evidente que el número
de madrugadores aumenta como las horas que pasan

CRUZANDO LA CALLE






58 


























y la luz que ilumina y calienta, como todos los días,


en las mañanas. También resulta evidente que todo
el que pasa se detiene, al menos involuntariamente
(como en el caso de la mamá de Hernán) para observar
curiosos la curiosidad del día. La policía, las luces,
los radios de los policías, Amparo gritando insultos a
diestra y siniestra. La mamá de Amparo, aún con cara
de dormida y con el cabello despeinado, se encuentra
abrasada al pecho del esposo quien, como ya se dijo,
empieza a disgustarse por semejante impertinencia
legal, y mientras pide explicaciones, un oficial negro
y gordo interviene para comunicarle al dueño de casa
que la moto en frente es propiedad de un ladrón que
anoche llegó herido al hospital, dice estar buscando al
cómplice.

El oficial es bruto, gordo, fuerte y de acento basto, tan


parecido a todos los demás oficiales, que hasta el mismo
pensionado capitán, que observa el espectáculo desde
el palco de la calle en frente de su puerta, fumando
un cigarrillo y sorbiendo largos y espesos sorbos de
café casi sin azúcar, se podría identificar con él, hasta
cierto punto, en algún momento del pasado, pero con
la diferencia de que el viejo pensionado pertenecía
a las filas del ejército, y no a las de los detestables y
obesos policías. Sin embargo, el viejo no puede más
que sonreír al recordar que él también tenía dicho
acento de vozarrón marcado, al igual que ese curioso
bigote. Sonríe porque el bigote le recordó su bigote
negro y espeso debajo de la nariz y sobre los labios.
Ahora tiene barba, y no una barba como el bigote que
tenía, todo bien cortado y lleno de atenciones. Tiene
































 59

una barba cansada con pelos nevados por el tiempo y


los inviernos, tan arrugada como sus dedos y a pesar
de sus sesenta años nunca imaginó que pudiera llegar
a reconocerse tan poco. El cabello se fue cayendo, uno
a uno, como los compañeros muertos en batalla, en
esa batalla absurda de disparar a una montaña de la
que desde algún lugar se responde también con armas
de fuego. Quisiera recordar algo diferente al cuartel,
quisiera poder contar una historia graciosa de algún
acontecimiento urbano, pero al recordar, la memoria
se le nubla con esa sensación de tener untada la
muerte, tan espesa como la sangre de los heridos que
impotente tuvo que ver morir, ya que no sabía nada
de medicina y el joven médico fue de los primeros en
caer.

Por eso era mejor no recordar, por eso era mejor no amar,
sencillamente resultaba mas fácil sobrevivir en aquella
trinchera que es su hogar y esperar, despreocupado, la
incursión de la muerte, ya viviendo entre los muertos.
Era más fácil simplemente ser un veterano de guerra
sin haber participado en alguna contra otro país, era
más fácil sobrevivir sin a atreverse a amar por temor
a volver a perder al ser querido, lo dice por su madre,
lo dice por todos los miembros del batallón y por su
familia, que se fueron al otro mundo, y lo dejaron solo
entre los vivos.

Hernán no sabe que el viejo solterón de la casita


blanca fue militar, tampoco le importa. Una vez,
cuando pequeño, el viejo le pinchó el balón con una
navaja por haber golpeado con el mismo la puerta de

CRUZANDO LA CALLE






60 


























la casa blanca. Ese día hasta Hernán pudo contemplar,


con lágrimas en los ojos, al ver desaparecer su pelota,
que el viejo disfrutó profundamente el haber hundido
el filo de la navaja entre los parches blanco-negro del
balón, que se desinfló como un globo ante los ojos
de los niños del barrio, que desconsolados tienen la
certeza de que se ha acabado el juego.
8
































 63

E
l único que verdaderamente se preocupa por la
situación de los habitantes de la casa esquinera
rosada, especialmente por la posición de Amparo
aún exaltada y gritando, es un joven que pasa, la mira
y suspira. Al pasar se pregunta ¿qué será lo que esta
pasando? Pero no se detiene y continúa caminado
con su uniforme de pantalón negro y camisa blanca.
El joven cursa décimo grado, es de esos muchos otros
jóvenes del barrio que aún continúan estudiando
y aún viven bajo el yugo de las reglas de sus padres.
Casi no le gusta la calle, tal vez porque no comparte
el pasatiempo de estar parado en una esquina, como
gato deambulando en la noche, o simplemente no
sale porque sus papás no lo dejan, porque en la noche
la ciudad ha de ser una selva que ni se imagina por
no conocerla, pero a la que igual le teme. De hecho,
al joven lo único que le importa de ese barrio es la
encantadora presencia de Amparo. De seguro ella
misma le contará en la tarde el motivo por el cual
estaba gritando a todo pulmón a los policías, al igual
que también le dirá, sin omitir detalle, la razón por la
cual los uniformados llegaron a la casa, pero éste no
era el momento, él tenía clases a las seis de la mañana.
Amparo lo ve pasar y sonríe sin detener su discurso de
indignada ante los abochornados policías, ya cansados
de tanto escándalo.

CRUZANDO LA CALLE






64 


























Ella sonríe, porque aunque no lo quiera admitir, José


se ve muy bien con el uniforme: bastante provocativo.
Él no sabe nada de las fotos que publicaron por todo
el colegio aquel lunes, él llegó al año siguiente, cuando
Amparo ya no estaba estudiando y ya era lo que era.

Ambos tienen los mismos diecisiete años, como lo


pudo comprobar José el día que se conocieron. Ella
estaba con sus amigas, como de costumbre, sentada en
las bancas del parque, bajo la impresionante sombra
de un gigantesco árbol. Él pasó solo y desprevenido,
fumándose un cigarrillo, aparentando ser más grande,
y aunque todos se dieron cuenta de su farsa, al verlo
atorarse con la tercera bocanada de humo, a Amparo le
causó mucha gracia, y a pesar de las risas de sus amigas
se detuvo para conocer al joven de piel blanquísima
y ahora enterándose de que se llama José, empezó a
hablar con él. Lo sorprendente de dicha conversación
es que era tan familiar, tan amena, que cualquiera
puede decir que ambos se conocen desde toda la vida,
y no porque tengan los mismos gustos, al contrario,
más bien porque se parecen en sus diferencias.

En poco tiempo la amistad de ambos se tornó de


confidentes, puesto que un día Amparo no soportó
que José la tratara con tanto respeto, como si fuera
un ángel o algo parecido, y entonces simplemente se
dejó llevar por su relato al recordar lo que había hecho
la noche anterior. Le contó, sin tapujos, que lo había
vuelto a hacer por dinero con uno de los ganadores
de las carreras ilegales, y sonrío. Al ver que la mirada































 65

de José no se perturbaba, continúo sin omitir bajo


detalle, le dijo todo, que no lo había disfrutado aunque
en realidad el tipo la tenía grande. Le confesó todo, la
primera vez que lo hizo, y la costumbre de mirar las
lucecitas de la ciudad como su propia lluvia de estrellas.
Sin quererlo, José era sabedor de toda la historia de
Amparo, omitiendo el detalle de los seis hombres que
se la turnaron y las fotos que se publicaron de aquel
encuentro. Todo lo sabía José menos aquel primer
detalle, y él mismo se pregunta, todo el tiempo, por
qué Amparo había terminado donde estaba, aunque no
se encontraba en ninguna parte, o más bien flotando.
También se pregunta la razón por la cual Amparo le
cuenta todo, interrumpiendo su narrativa con chistes,
observaciones, apuntes y carcajadas. Puesto que
para él resulta evidente que ella no habla así ni con
sus propias amigas, aunque todas están en lo mismo.
De alguna manera, Amparo adoptó a José como su
confidente confesor, y él la comprende porque al fin
de cuentas tenía que hablar con alguien, tenía que
decirle a alguien la verdad como ella la sentía, como
esa húmeda saliva en los pezones.

Ella sabe que él nunca dirá nada, también sabe que


la ama profundamente y adivina que llora mientras
se masturba por desearla pero no tenerla. Un día,
mientras hablaban de intimidades, él le confesó que
era virgen y ella estalló en una combustible carcajada.
Ella no lo puede creer, tal vez le ayude con eso algún
día, quién sabe, o mejor le diga a alguna de sus amigas
que le haga el favor, y continúa riendo. Él ríe también
esperanzado en tener unos instantes de su gracia.

CRUZANDO LA CALLE






66 


























Sabe cuál es la tarifa de ella, sabe que si se lo pidiera


no se negaría, que simplemente dejaría caer sus
ropas al suelo y se dedicaría a enseñarle el arte de las
caricias bajas y placenteras. Pero también sabe que eso
cambiaría las cosas, convirtiéndolo en un cliente, sabe
que ella ya no podría mirarlo a los ojos, y también, que
sus amenas conversaciones no se repetirían. De igual
manera sabe que Amparo terminaría por repudiarlo y
que el sólo verlo le invadiría las entrañas de profundo
asco, un asco inmenso, y no soportaría su presencia,
alejándose para siempre, cosa que él no podría
soportar, ya que simplemente no puede imaginársela
lejos.
9
































 69

E
l otro cuarto es la habitación de la hermana de
Rosalía, queda en el primer piso, continuando
por el pasillo y atravesando el solar en el que
viven unas plantas y un gallo amarrado de una pata,
que siempre se ve picoteando minúsculos granitos
de maíz del que trae la sobrina de Rosalía, en el
mercadito mensual de dotación. Si se continúa más
allá del pequeño patio, se pueden ver la ventana y la
puerta. Ésta última se encuentra casi en el suelo y la
loca tiene que arrastrar la tabla sobre el mismo para
abrir y cerrar la puerta, pero es mejor así, de hecho,
fue necesario tumbarla en un momento de crisis, en
que la hermana loca se encerró en su cuarto a revivir
las pasiones y sensaciones de su tormentoso pasado.
Dice Rosalía que su hermana hablaba en ese momento
como si se encontrara en el campo, con los difuntos
vivos, y la loca que no para de hablar de Pedro mientras
Rosalía sin siquiera haberlo conocido lo odia por
haberse muerto, por haber dejado a su única hermana
viuda. Rosalía no lo sabe, pero lo odia tanto, porque
también la convirtió en viuda y madre, con unos hijos
ajenos que llegó a querer como propios, y mientras la
loca da vueltas y grita por el muerto, Rosalía recuerda
al perdido vivo, que no soportó semejantes pataletas.
Luego la loca empezó a echar espuma por la boca, como
pudo observar Rosalía desde la ventana, y entonces,
toda preocupada, empezó a gritar, y salió a la calle

CRUZANDO LA CALLE






70 


























gritando, que la ayudaran, que necesitaba ayuda.


Todo el que la veía en la calle, corriendo y gritando
mientras aleteaba con las manos al aire, pensaba
que estaba loca, de hecho, muchos le dijeron así: l-o-
c-a, sin compasión y a quemarropa. Dichos términos
enfurecen a Rosalía pero no tiene tiempo de discutir y
frunciendo el seño se retira ahora agregando insultos
a sus gritos que piden ayuda. Por fin uno de los vecinos
estuvo dispuesto a ayudarla. El hombre forcejeó con la
puerta, le dio golpes tratando de derribarla pero sin
éxito, entonces el tipo salió a la calle y ya tratándose
de él pidiendo ayuda muchos se ofrecieron a colaborar.
De esa manera, en menos de un parpadear, la puerta
estaba en el suelo, y para sorpresa de todos, cuando
entraron a la habitación, vieron a la hermana de
Rosalía sonriente, ya tranquila y recuperada de su
ataque. Entonces todas las personas que se habían
reunido para el rescate, se devolvieron creyendo que
en definitiva Rosalía era la loca.

-Eso de que le digan loca a una todo el tiempo de una


u otra manera repercute en lo que es uno, o al menos
aparece la duda ¿será que estoy loca? ¿Será que soy la
única que percibe las cosas de esta manera? ¿Será que
la enfermedad de mi hermana es contagiosa? ¿Será que
ella se curó al trasmitirme su enfermedad de locura y
tristeza eterna? –Rosalía pensaba todas esas cosas con
su lenguaje antiguo y montuno, mientras continuaba
añadiendo pedazos de tela al trapo que algún día será
cortina. Su hermana se encuentra durmiendo aún, ella
sí puede dormir. Es temprano, no mucho, aún falta
media hora para la misa.
































 71

Rosalía no fuma, pero en ese momento deseó un


cigarrillo con el oscuro y caliente café, que bebe en
las pausas de las costuras. Para este retazo tuvo que
romper un viejo vestido que ya no se podía poner, le
dio pesar al hacerlo, realmente se llenó de profunda
tristeza al dañarlo; recordó cuando compró la tela y
cuando lo mandó a hacer con la modista. Pero después
de unos instantes sonrió al descoser las costuras que
ella misma tuvo que hacerle para ajustar el traje a sus
gustos, y es que al fin de cuentas nada sale como uno
quiere, menos los vestidos encargados a la modista.

Un sorbo de café, -¿será que estoy loca? ¿Será normal


pensar en tantas cosas al tiempo? ¿Será malo recordar,
imaginar, desear y odiar, entre puntada y puntada?-
Otro sorbo de café. Con la tela del vestido el proyecto
de cortina puede continuar, Rosalía corta un circulito
del mismo tamaño según una plantilla de cartón
corrugado, luego pasa el hilo con la aguja por todo el
borde del círculo y posteriormente aprieta el hilo hasta
que los extremos de la circunferencia se encuentran,
entonces ya teniendo la burbujita de tela, la puede
añadir por los extremos a las muchas otras que ya
están unidas. No creo que esté loca, aún recuerda el
pasado como pasado y nunca ha echado espuma por
la boca. De hecho, al voltear a ver el reloj de pared, al
darse cuenta de que era tarde, se levantó apresurada
para arreglarse la ropa y echarse agua en la cara, acto
seguido, salió casi al trote.

Cuando pasaba en frente de la casa esquinera rosada,


Rosalía pudo ver a unos cuantos policías, que ya

CRUZANDO LA CALLE






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cansados de pedir disculpas, se iban a seguir buscando


al cómplice del dueño de la moto. Le pareció extraño
ver tantos uniformados juntos en el barrio, pero no le
prestó atención y continuó su camino a la iglesia.
10
































 75

H
ernán no pudo conciliar el sueño hasta tener la
certeza de que los policías están lejos. Cuando
el silencio reinó nuevamente sobre los gritos,
de la ya afónica Amparo, y uno a uno los motores
de los vehículos de los uniformados se encendieron
y alejaron con su sonido, pudo respirar en paz, y se
sintió tranquilo, relajado, protegido, en los brazos de
su madre, como prácticamente estaba. Tenía dolor
al costado izquierdo, la bala le había pasado muy
cerca del abdomen, pero por más que se observa no
encuentra más que una profunda pero pasajera herida.
No había sido nada, la piel ya ni sangraba, aunque en
estos momentos era cuando más le dolía, y el dolor no
era cualquier cosa. Además, la camisa de marca estaba
echada a perder por los dos orificios de entrada y salida
del proyectil, eso sin contar con el manchón de sangre
coagulada. Fue muy buena idea traerse la camisa, si la
hubieran encontrado en la habitación de Amparo se
formaría un problema y de seguro lo habrían agarrado.
Mientras bajaba del tejado, en lo único que pensaba es
que en realidad no tenía necesidad de robar, si bien no
poseía las mejores comodidades, no le faltaba nada, y
hasta alcanzó a rezar una oración, aquel que se hacía
llamar ateo, mientras caminaba lo más rápidamente
posible para llegar a la casa.

CRUZANDO LA CALLE






76 


























Las caricias nocturnas de Amparo habían sido muy


alentadoras, pero ahora que la tenía lejos, el dolor se
incrementaba de manera insoportable y al tratar de
dormir, tenía que acostarse de lado y con la precaución
de no voltearse, con el fin de no lastimarse la herida.
Siente calor, tal vez sea fiebre, le gustaría que su
madre le hiciera curación y tal vez una comida especial
tipo enfermito, pero no puede decir nada porque de
comentárselo le rompería el corazón.

La mamá de Hernán no sabía en que tipo de “trabajos”


andaba metido su hijo, hasta que el obeso vecino,
el de la casa de en frente, le dijo que lo había visto
robando herramienta en la zona industrial, donde
trabaja el gordo y calvo mecánico, que se encuentra
verdaderamente fastidiado por la actitud de Hernán.
La madre rompió en llantos reclamándole al hijo.

-¿Por qué mijo? –le reclamaba la anciana, hecha


lágrimas, mientras lo zarandeaba del cabello.
-¿por qué si a usted no le falta nada?, todo lo que pide
lo tiene, y lo que no le doy es porque no se lo merece-
seguía reclamando la vieja, con el corazón inundado
de tristeza y desconsuelo.

El hijo, finalmente, al ver llorar a la madre, se conmovió,


y juró falsamente, para darle tranquilidad a la vieja,
que no volvería a robar.

Desde ese momento Hernán aprendió a tomar sus


precauciones, dejó robar en el barrio, procuraba que
nadie conocido lo viera cuando estaba atracando, pero
































 77

no obstante, todos los vecinos mayores lo siguieron


mirando con un tanto de desconfianza, otro tanto de
temor, y mucho de odio. Es posible que detesten tener
que temer de alguien hasta en el barrio, tal vez porque
ven en ese joven una mala influencia para sus hijos, o
simplemente porque, de una u otra manera, aprecian
tanto a la muy amable señora mamá de Hernán, que
no toleran lo que hace su hijo, y entonces le vienen con
quejas y chismes de todo tipo, fingiendo querer ayudar
pero con la firme certeza de desgarrarle el corazón,
como diciéndole: -mira, podrás ser santa, mucho más
santa que nosotros, pero tu hijo es un demonio-, y lo
dicen alentados por sus propios demonios internos,
llenos de envidia, y también de admiración, por la
trabajadora mujer que sufre peor que si hubiera
recibido una bofetada, porque al fin de cuentas dicha
bofetada fue propiciada, indirectamente, por su hijo.

Hernán pensó detenidamente en cómo se había


convertido en lo que era, mientras esperaba a que los
uniformados se fueran. Pensó también en Amparo, y
se sintió terriblemente mal por haberla compartido
con sus cinco amigos en aquel pasado. Él sabe que no
volvió a ser la misma, además, que le gusta la vida fina,
de la misma manera que no ignora en qué trabaja y
finge no molestarse, al tratarla como a una amiga con
derechos sexuales, aunque en el fondo hierve de celos
por cada cliente de ella que tiene la posibilidad de…
realmente la quiere, pero nunca se lo ha dicho, ella
lo ama y aunque se lo dijo una vez, lamenta haberlo
hecho.

CRUZANDO LA CALLE






78 


























A Hernán le duele el costado izquierdo y mientras


piensa, se arrepiente de mucho de lo que ha hecho.
Tiene miedo, tiembla, casi no se mueve y no ha
dejado descubierto un solo milímetro de su cuerpo
bajo las cobijas. Luego, el sonido de los motores y
la tranquilidad de la ausencia del peligro. También
escuchó a su mamá preparando el desayuno y saliendo
para la misa. Empieza otro nuevo día, estaba vivo,
libre, adolorido, cansado y, finalmente, dormido.

No es que no hubiera dormido donde Amparo y con


Amparo, simplemente, tal vez a causa de la fiebre, se
sintió un tanto somnoliento durante toda la mañana.
Luego se levantó a desayunar fingiendo encontrarse
bien, y aunque su madre lo ve un tanto pálido no
dice nada mientras le calienta los huevos fritos. Él se
mantiene erguido, guardando el dolor para sí, mientras
vemos aparecer en el comedor a la mujer, que viene
con la comida y le entrega el plato, casi sin levantar
la mirada para cruzarla con la de su hijo. Él recibe el
alimento y clava la mirada en otra parte, comiendo sin
hambre, por la necesidad de hacerlo. Se sentía débil
desde que se encontró con Amparo y aún así tenía que
parecer fuerte y mantenerse derecho para no manchar
la camisa con la sangre de la herida, porque entonces
su madre se enteraría de que se encuentra herido y la
bofetada para ella sería propiciada directamente, ya
sin intermediarios, puesto que sufriría injustamente,
una vez más, a causa de su hijo.

Afortunadamente la mujer no se detiene, continúa


su camino, siempre ocupada en sus oficios: cuidar
































 79

la casa, regar las plantas y preparar el almuerzo. Al


terminar de comer Hernán vuelve al cuarto para seguir
durmiendo, no quiere hacer nada, se siente mal, teme
asomarse por la ventana puesto que siempre existe la
posibilidad de que alguien lo vea y lo reconozca como el
acompañante del Tuerto. Hablando del Tuerto, ¿cómo
estará?, ¿Estará vivo?, ¿Será que lo cogieron?, ¿será que
lo delató al verse sin salida y simplemente perdido?,
¿habrá sobrevivido? Mejor no salir, mejor esperar
que pase el tiempo, ya luego, muy seguramente en la
noche, podrá ir a donde Amparo y preguntarle qué fue
lo que pasó realmente. Imagina que la moto ha sido
inmovilizada, ¡qué falta de precaución, dejar la moto
en toda la calle!, pero estaba cansado, quería un besito
tierno de esos que Amparo sólo le da a él, para sentirse
un poco aliviado, y justamente se besaron cuando ella
le dijo en el pasillo, que se había quedado cuidando al
sobrino, interrumpiendo el beso para agregar:

–Mira que ya le salió un diente.

CRUZANDO LA CALLE
11
































 83

C
uando José se enteró de quién era realmente
Amparo fingió no molestarse, la escuchó
atentamente, sin interrumpir su relato,
tratando de comprenderla en la medida de lo posible
y la abrazó suspirando por un instante, mientras ella
continuaba narrando. ¿Vez que no soy un ángel? Decía,
mientras él, sujetando su mano, agregaba que nunca
se equivocaba, que ella era un ángel, un angelito en
tierra y con las alitas sucias. Luego, levantó las manos
de uñas perfectamente pintadas y les dio un beso. Ella
sonríe y continúa contando. A medida que avanza el
relato se hace cada vez más sucio, pero a pesar de ello,
él la mira tiernamente, con una ternura inexplicable,
aprieta su mano, la acaricia, no la culpa, no la cuestiona,
no pregunta nada y escucha queriendo no escuchar.
Habría preferido seguir engañado con sus ilusiones de
enamorarla y tal vez hacerla suya. Mientras escuchaba
pensaba que su vida no era nada, que no tenía nada
para contar a parte del examen de química que le iban
a hacer al otro día en la mañana, de hecho, perdió
dicho examen al no haber estudiado ni dormido,
puesto que después de despedirse de Amparo, dados
más o menos diez pasos, empezó a sentirse realmente
mal, como enfermo. No entendía qué era lo que
pasaba, pero mientras más se alejaba peor se sentía.
Eran unas náuseas, un desespero, era las imágenes de
Amparo que su mente construía según el relato, y no

CRUZANDO LA CALLE






84 


























podía imaginar cómo esa mujer tan hermosa podía


estar haciendo eso que ella misma había dicho que
hacía, no era la primera vez aseguraba ella, y de nuevo
la náusea, el fastidio, empezó a odiarla mientras
continuaba caminando y la desazón era tal que tuvo
que detenerse en la tienda de la señora Carmen para
comprar un cigarrillo. La señora se sorprendió por la
petición del joven, pero fingió normalidad mientras se
lo daba y lo encendía. José tosió la primera bocanada
de humo antes de pagar la moneda correspondiente
al valor del tabaco. A la señora Carmen no le importó,
apenas recibió la moneda la agregó a otras tantas
que tenía en la caja registradora y continuó viendo la
novela en el televisor colgado por una base metálica a
la pared. José continuó su camino aunque en realidad
no tenía rumbo fijo, no quería llegar a la casa, menos
con el cigarrillo encendido, tampoco quería estudiar,
simplemente quería devolverse a la casa rosada, tocar
la puerta, preguntar por Amparo, esperar a que saliera
y gritarle en toda la cara: ¡p-u-t-a!

Pero no lo hizo, se limitó a seguir caminado, caminar


en círculos por el barrio, fumando y recordando
recuerdos imaginarios y sucios de la mujer amada
haciéndolo por dinero con otro. Amparo era especial
para él, primero, porque era la primera y única amiga
que tenía, segundo, porque la amaba, o al menos
eso pensaba. La quería con sus gesticos y sonrisitas
perfectamente fingidos pero seductores, como los
perfumes con feromonas, tan comunes por estos
tiempos, perfumes con olores a provocativas y dulces































 85

frutas en esas al fin de cuentas humanas carnes. La


quería y odiaba mientras fumaba y caminaba sin saber
qué hacer o para dónde ir.

Esa tarde no fue diferente, estuvo en la mañana en


clase de cuerpo presente, pero su mente estaba en
otro lado, estaba con Amparo que dormía hasta casi
las doce del medio día. Al salir del colegio llegó a la
casa, comió sin ganas el almuerzo que su madre le
había preparado, trató de dormir la siesta y luego, a
eso de las tres de la tarde, cuando el ansia y el calor se
tornaron insoportables, se duchó pensando en ella, se
vistió pensando en ella, y salió a buscarla. Cuando llego
aún se encontraba en pijama, en esa pijama minúscula
de color rosado que apenas cubre las nalgas. Pareciera
que lo estuviera esperando, sonrió con esa sonrisa tan
suya cuando lo vio llegar, le dio un beso en la mejilla
asegurándose de juntar todo, toditico su cuerpo al
de José que no pudo evitar temblar al verla con esa
pijamita rosada con la que se la imaginó mientras se
duchaba, se acercó para que él pudiera oler su cuello
y en él encontrara el olor al sudor de mujer divina y
complacida, luego volvió a sonreír.

-Te ves muy lindo con el uniforme, bien peinadito y


todo.

–Gracias –respondió él sin encontrar más que decir, le


habría dicho que si quería se devolvía para su casa y se
ponía el uniforme, pero ya era tarde, ella hablaba de
otra cosa, de la camisa que vio en una vitrina y que le
gustaría comprarse.

CRUZANDO LA CALLE






86 


























-Si tuviera dinero te la compraría –aseguró él.

-Yo se que así sería, tú tan lindo, como siempre


–respondió ella mientras le despeinaba el cabello en
una juguetona caricia.

-De hecho, si la quieres yo te la compro, tendría que


pedirle dinero a mis padres o tal ves ahorrar pero…

-No te preocupes, prácticamente ya tengo la plata, tal


vez mañana vaya y la compre, afortunadamente la
aparté porque si no fijo y alguna otra la compra, y es
que es tan linda, imagínatela, es toda descotada, llega
hasta aquí (mostrando con el índice todo el centro de
su pecho) es de amarrar atrás, de color blanco y con
pepitas.

-Ha, veo. Con pepitas, ¿de qué color?

-Las pepitas son negras, la tela es nueva, nunca antes


había visto una así, cuando la compre te la muestro.

-Claro, me la muestras, tienes que mostrármela.

Luego un silencio largo en el que se miran, ella con ojos


inquietos, él con ojos que dicen te amo, pero con labios
que no se atreven a pronunciar palabra.

-¿Y el sobrino?- Preguntó José como para espantar el


silencio.
































 87

-Se lo llevó mi hermana para que lo conociera el papá-.


Respondió ella, que se acomoda en el sofá subiendo las
piernas a un lado y reclinado su dorso al otro. Luego
otro silencio mucho más largo que el anterior. Ella lo
mira como diciendo: -pregunta de una buena vez-. Y
él responde con una mirada que dice algo así como: -si
sabes qué es lo que voy a preguntar mejor responde-.
Ella no aguanta, por esta ocasión es ella la que cede,
empieza por decir algo así como que en la mañana
vinieron unos policías.

-Sí, claro, los policías, los vi mientras pasaba para el


colegio, estabas toda exaltada gritando muchas cosas,
entre ellas groserías, nunca antes había escuchado ese
tipo de palabras en tu boca.

-Es que estaba de tan mal genio… si vieras, llegaron


como a las seis de la mañana a tocar durísimo a la
puerta, y luego jodieron y jodieron hasta despertarme,
que les abriera, que con quién estaba, que saliera
porque tenían que preguntarme algo. Y yo salí, claro,
luego de que registraran todo les pregunte que qué era
la joda, que yo era una muchacha decente, que vivía en
una casa decente, que ¿qué falta de respeto esa esta?,
que ¿qué era lo que estaban pensando? Si vieras la cara
que ponían, y me interrumpían para decir perdone
señorita pero es que…, y yo nada, siga con la cantaleta,
porque en realidad estaba molesta, mi mamá toda
preocupada, pensando en qué carajos andaba metida,
y yo defendiéndome, claro, que respeta…

CRUZANDO LA CALLE






88 


























–Pero, ¿por qué llegaron aquí a tu casa? ¿Qué era lo


que buscaban?, perdóname pero es que no entiendo ni
una sola palabra-. Interrumpió él, que ya sabía todo lo
anterior, o a lo menos, se lo imaginaba.

–Mírame a los ojos y responde: ¿estabas realmente


sola en el cuarto?

La mujer lo mira y sonríe no sin antes titubear, se acerca


a su oído y responde con su tonito de niña buena:

–Nop.

–¿Con quién estabas entonces?

–Con Hernán-. Respondió la mujer casi sin interés y


mirando para otro lado.

–Ha claro, ya me explico lo de los policías en tu


puerta.

–Imagínate que lo hirieron anoche en el costado


izquierdo.

–¡Me alegra! –agregó José, un tanto molesto por no


poder evitar imaginarse a Amparo durmiendo con
Hernán. Ya le había contado que a veces viene a tocar la
puerta con cara de “perrito” como dice ella, y también
que lo deja entrar en silencio, a su casa, por el pasillo,
hasta su cuarto y finalmente entre las piernas.
































 89

–Bobo, ¿cómo vas a decir eso? Pobrecito, estaba


sangrando y temblando como un perrito, con las
manos frías y todo asustado.

–No entiendo por qué te preocupas, si bien sabes


que eso se lo estaba buscando desde hace rato, ¡que
agradezca que no lo mataron!

–Hay no, pero si vas a seguir diciendo esas babosadas


mejor no te sigo contando y cambiamos de tema-.
Sentenció Amparo, fingiéndose molesta por las odiosas
intervenciones de José.

–Es que es verdad.

-Bueno, como te venía diciendo, la camisa de pepitas


negras es muy bonita, no vayas a imaginar que tiene
bolitas de verdad, lo que pasa es que la tela blanca
tiene estampados circulitos negros lo más de…

–Amparo, porfa, continúa contándome.

–¡Pero si no me dejas! –agregó ella, haciendo un gesto


con el hombro, mostrando la provocadora clavícula
que sostiene el hilito rosado del top que apenas cubre
los voluptuosos volcanes de sus pechos.

–Esta bien, perdóname es sólo que…

–Los policías vinieron porque en frente estaba


parqueada la moto de Tuerto.

CRUZANDO LA CALLE






90 


























–Ha, estaba con el Tuerto. No me vayas a decir que


también dejaste que el Tuerto…

–¿Cómo se te ocurre?, ¡estas insoportable!, mejor no


sigamos hablando-. Ella se pone de pie aún con el ceño
fruncido y emprende camino hacia la cocina, José la
persigue disculpándose, pidiéndole perdón casi de
rodillas. Para cuando llegan a la cocina y se sirven un
baso de agua el mal genio de Amparo se ha esfumado.

–Mira, la moto del Tuerto estaba enfrente de la casa


porque Hernán venía en ella. Los policías llegaron,
porque estaban buscando la moto y al cómplice del
Tuerto.

–De manera que por fin agarraron al Tuerto.

–No tengo idea, lo único que sé es que está herido.

–¿También lo hirieron?

–Sí, y parece que fue grave porque Hernán tuvo que


llevarlo al hospital.

–¿Se habrá muerto?

–Ojala y no, ¡que vaina tú deseándole la muerte a


todos! Fijo y cuando no estoy también deseas que me
muera.

–Perdóname pero es que sería lo mejor.


































 91

–¿Qué?, ¿Que yo me muriera? Gracias por lo que me


toca.

–No, Amparito, ¿Cómo vas a decir eso? Yo no hablaba


de ti, estaba hablando del Tuerto, y tú sabes que sería
lo mejor porque desde que ese tipo llegó al barrio…

–De cualquier manera no es suficiente motivo como


para desear que alguien se muera-. Interrumpió ella.

–Hay Amparito, es que tienes un corazón tan grande


que alcanza para todos –agregó José que tras sujetarle
la mano le estampó un beso.

Estando en esas Amparo levantó la mirada hasta


cruzarla con el viejo y gigantesco reloj de péndulo
colgado en la sala, el tiempo se ha pasado volando,
como la conversación y la tarde, que ya se convierte
en noche. José se encuentra de lo más entretenido
hablando de lo gigantesco del corazón de Amparo,
cuando es interrumpido por ella que dice:

–José, que rico hablar contigo pero yo creo que mejor


te vas.

Él la mira sin fingir no entender, pero antes de que


diga algo Amparo vuelve a decir:

–Es que de pronto viene Hernán y a él no le gusta que


hable contigo. De pronto se arma un problema.

CRUZANDO LA CALLE






92 


























–¿No te has puesto a pensar que a mi tampoco me gusta


que él venga aquí, cuando quiere y como quiere?

Pero Amparo ya no estaba escuchando, se encuentra


de pie y le recibe el vaso de agua con un tanto de prisa,
luego lo toma de la mano y se dirigen juntos, sin decir
palabra, hasta llegar a la puerta. Cuando la abren se
llevan una gigantesca sorpresa al toparse con Hernán,
que ya tenía una mano levantada y muy cerca del
timbre.

Ambos hombres se miran con ojos de fieras, Hernán


observa las manos de ambos juntas y no lo soporta,
sin siquiera voltear a mirar a Amparo le pregunta a
José con tono desafiante:

–¿Usted qué hace aquí?

–Él no hacía nada, y ya se va-. Respondió Amparo


preocupada.

–Le pregunté a él-. Agregó Hernán molesto e indicando


a José.

–¿Qué le importa?- Respondió el otro, con un tanto de


volátil valor y mucho de ira.

Sin decir más el colérico Hernán se abalanza sobre


José tomándolo de la camisa y sacándolo de un tirón
de la casa.
































 93

–Ahora veraz mariquita, para que aprendas a no


echarle los perros a mi mujer.

Amparo que grita y Hernán que golpea con un puño


sin piedad y con rabia, el rostro de José, que empieza a
sangrar inmediatamente por la nariz.

–¡No peleen, por favor, no pelen!- Gritó Amparo, pero


ya ninguno de los hombres la escuchaba, ahora Hernán
sonríe mientras ve levantarse del suelo a José. En este
momento ambos hombres empiezan a mirarse con los
puños levantados. Hernán sabe, al igual que Amparo,
que será una pelea fácil, ganada antes de empezarla,
eso hasta lo conoce José, que, sin importarle, continúa
recibiendo golpes sin atinar a dar alguno, pero justo
antes de recibir otro, en la ya hinchada cara, recuerda
algo de lo que hablo con Amparo en la tarde:

–Imagínate que lo hirieron anoche en el costado


izquierdo.

En ese preciso momento estiró el brazo con el puño


cerrado acertando en el punto débil del aparentemente
invencible Hernán, que chilla mientras sangra y recibe
otro golpe, con toda la fuerza, justo en el mismo lugar,
luego una patada y la pelea esta terminada. Hernán
apenas levanta la mirada para cruzarla con la de
Amparo, que llora impotente, por no poderlos detener,
y antes de irse, cojeando y sangrando, le gritó:

–¡Puta de mierda!, le contaste lo de mi herida. ˗Y


desapareció.

CRUZANDO LA CALLE
12































 97

E
l Tuerto no podía creer que había resultado
herido, estaba tan confiado, jamás hubiera
creído que algo podría salir mal ya que desde
que planeó todo sabia que si algo grave ocurría él era
el que tenía menor probabilidad de resultar afectado.
Mientras Hernán descendió de la moto, él se dedicó a
cubrir la placa, como lo tenían convenido. Luego los
disparos, aún no sabe qué salio mal, al principio sintió
que algo lo tocó y luego osciló suspendido en la nada,
por unos instantes en los que la película de la vida, que
ofrecen los sentidos, se apagó, como quien apaga un
bombillo, y no se pude ver nada por ausencia de luz.
Fueron instantes de vacío en los que no pudo recordar
nada, en los que no sintió nada, sólo el negro de la
ausencia que parecía eterna, pero después de unos
instantes todo volvió, de repente, para recordarle
dónde y cómo se encontraba: en el suelo, sangrando y
con la moto encima. Volvió la conciencia para escuchar
otro par de disparos, los de Hernán, que casi en el suelo,
se defiende mientras el auto arranca desapareciendo
en la avenida. Luego este que se incorpora mientras el
compañero herido lo llama, por el nombre, pidiendo
ayuda. La sangre derramada, el Tuerto que no se
queja, haciendo alarde de su increíble resistencia, y
Hernán, asustado y temblando, no sabe qué hacer o
para donde ir. Entonces, como ya sabemos, el Cíclope

CRUZANDO LA CALLE






98 


























atinó a dar sus últimas instrucciones antes de perder


la conciencia:

–¡Bruto, pues pa’l hospital, y córrale que me muero!

Nada recuerda del infernal viaje en la moto, no tiene


idea de cómo se las arregló Hernán para llevarlo, sin
dejarlo caer mientras huían de todo aquel que los
estaba observando, sólo recuerda el momento en
que volvió a despertar, justo en el instante en que lo
subían a una camilla. Buscó en todas partes a Hernán
pero no lo encontró. Le preguntó a una enfermera
por su compañero y ésta le dijo que de él no sabía
nada, que simplemente lo había traído un hombre
dejándolo sentado en una de las sillas de espera, y que
había gritado de prisa, mientras salía en carrera, que
ayudaran a su amigo, que estaba herido.

Lo único que recuerda el cíclope son los ojos de la


enfermera que, al verlo y contestar sus preguntas, se
dedicó a acariciarlo, mientras eficientemente lo llevaba
al quirófano. Fueron aproximadamente veinte minutos
en los que la amable mujer lo estrechó entre sus brazos
hablándole con el fin de que no perdiera la conciencia.
Él le preguntó ¿cómo estoy?, ¿voy a sobrevivir? Y ella
respondió que estaba bien, que la entrada del proyectil
había sido limpia, que la hemorragia ya prácticamente
se había detenido. El cíclope intenta mirarse la herida
y la enfermera no se lo permite, –que no se mueva, así,
quédese quietito, va quedar bien, la cicatriz casi no se
le va a notar y mejor, le va a quedar como una herida de
guerra-. Él, que lo único que podía ver eran los ojos de































 99

ella que lo veían, respondía con ironía, como diciendo


-es mentira-, pero inevitablemente vio en sus ojos que
lo que decía era cierto, que estaba hablando enserio y
de nuevo lo abrazó con el fin de que no recline la cabeza.
Aparentemente hay problemas si ello ocurre, tal vez se
complican las cosas, tal vez la sangre vuelve a entrar a
los pulmones, pero eso no lo sabe el Tuerto, él apenas
la mira y suspira recibiendo las caricias que le peinan
el pelo, que lo tratan con familiaridad, no culpándolo
o recriminándolo por violento o por ladrón, sino más
bien con ojos comprensivos y caricias en la cara, de esas
que hace mucho tiempo no recibía, caricias como las
que le hacía su madre, caricias desinteresadas, caricias
gratis, ojos hermosos que lo miran y le dicen: -vas a
estar bien-, mientras le inyectan la anestesia, mientras
los brazos nuevamente lo aprietan y la cabeza descansa
sobre los pechos de la mujer joven que lo observa,
mientras limpia con una gasa la raspadura en la frente,
producto de la caída del cíclope al recibir el disparo.

En realidad lo hizo sentir querido, como si le importara


realmente a alguien en el mundo, ya no por temor o
por conveniencia, simplemente por afecto o tal vez por
lástima. Él la observaba con ganas de decirle que tenía
unos ojos muy lindos, pero al intentar decir palabra
le dolía de manera increíble el adormecido abdomen,
entonces contenía sus intenciones limitándose a
sonreír y contemplarle, mientras siente la delgada,
delicada y suave mano de la mujer vestida de blanco
que lo tiene abrasado al pecho, mientras desocupan el
quirófano, mientras aún le quede conciencia y vida al
paciente.

CRUZANDO LA CALLE






100 


























Cuando ya todo estaba preparado para la intervención


quirúrgica los párpados del adormecido Tuerto se
cierran víctimas de la gravedad. Luego, el bisturí que
corta agrandado la herida, la mano que busca dentro
del cuerpo a la bala perdida, mientras, con el fino tacto
de quién conoce su profesión, se verifica que todos los
órganos internos se encuentran en buen estado. Por fin
localizan el proyectil, succionan la sangre derramada,
limpian y siguen limpiando con gasas y torunda, luego
un poco de agua estéril, posteriormente volver a unir
órgano por órgano, el músculo, la grasa, la piel, dejando
todo en su lugar y con la menor alteración posible.

El Tuerto no lo sabe, pero mientras sueña pensando en


su enfermera de ojos angelicales, es ella misma la que
llama a la jefatura de policía para notificar la presencia
de un paciente por herida de bala. Los oficiales toman
nota de las indicaciones, de tal manera que cuando
el cíclope despierta, son ellos los primero en darle
los buenos días. El evidente rostro de decepción del
Tuerto fue contrastado por la sonrisa de los policías
que ya lo tienen esposado a la cama. Éstos no tienen
una denuncia al respecto del incidente que tiene al
atrapado herido, sin embargo, en la jefatura existen
muchas denuncias por atraco que lo describen como
principal sospechoso, claro, por su característico ojo
izquierdo color celeste, su peinado y la forma de hablar.
De cualquier manera, sin siquiera haber despertado
del todo de la anestesia, se ve obligado a responder
preguntas como:
































 101

–¿Quién era su acompañante?


–¿Cómo, dónde y por qué lo hirieron?
–¿Qué estaba haciendo el día tal, a la hora tal, en el
momento tal?
–La moto registrada como de su pertenencia fue
encontrada abandonada al frente de una casa de
familia. ¿Sabe si su cómplice tiene nexos con dicha
casa?

El Cíclope casi no entiende las preguntas, no alcanza


a procesar las respuesta, y ya de nuevo esta recibiendo
otro interrogante. Lo único que quisiera es ver a la
enfermera que lo atendió en la noche, aquella joven
enfermera de pechos abultados y bonitos ojos, pero
por más que mira de un lado a otro, no la encuentra.
Los del hospital se fingen desinteresados al respecto
de lo que le acontece, aunque en realidad todos están
mirando con un ojo lo que le esta pasando al Tuerto
ladrón, que llegó herido, traído por un amigo que
desapareció.

Una vieja arrugada y montada sobre una camilla,


conectada a máquinas que respiran por ella, no se ha
perdido un segundo del espectáculo. –Ladrón– dice
con voz ronca entre intentos por toser y respirar al
mismo tiempo.

–Ladrón –repite la abuela, mientras la policía vuelve


a formular las preguntas en espera de que el cíclope
responda, y aunque el Tuerto no sabe qué responder,
tiene la certeza de que todo lo que diga podrá y será
usado en su contra. Por eso no dice nada, asegura

CRUZANDO LA CALLE






102 


























que vino sólo, por una pelea en la calle. Los oficiales,


coléricos, le gritan que no mienta, que tienen fuentes
confiables que dicen que fue traído por alguien, un
hombre joven aseguran. En ese instante el recuerdo de
la enfermera regresa a la mente del confundido Cíclope,
en realidad fue ella la que les comentó a los oficiales
que el herido había sido traído por un supuesto amigo,
que lo abandonó aún inconsciente en la sala de espera.
Pero él no lo sabe, piensa que cualquiera pudo revelar
dicho detalle, en realidad la recuerda porque vuelve a
cruzar la mirada con sus ojos, esos ojos inolvidables de
luz vendita, que lo miran con un tanto de curiosidad
y que ahora continúan su camino en dirección a la
camilla de la anciana que de nuevo, y como puede,
grita entre sus muelas postizas: - ¡ladrón!
13































 105

V
emos correr a Hernán sin rumbo fijo; corre
sobre la acera, con el dorso ladeado y sangrante.
Se escuchan sus pasos que se persiguen
mutuamente en ese eco vacío del barrio en la tarde que
apenas se convierte en noche y al pasar en frente de la
casa blanca del capitán no se detiene aunque el viejo
se encuentra en la mitad de dicha acera, sentado en la
mecedora que saca en las tardes y desde la cual observa
el pasar de los autos y el acontecer de la vida en la
cuadra. Todas las tardes el viejo saca su mecedora vieja
para mecerse con el aire nuevo y joven que transita,
con el tránsito, por la carretera. Es muy común verlo
allí, sentado, escuchando alguna mal sintonizada
emisora en el radio, siendo testigo de todo, como la
pelea acabada de acontecer, que lo emocionó tanto
como a un niño al recibir la impresión de ver un globo
lleno de helio por primera vez y flotando, suspendido
en el aire. El viejo también había apostado a Hernán
y se sorprendió al ver que el debilucho joven que vive
unas cuantas cuadras más arriba terminó siendo el
vencedor, entonces ríe sin tapujos y con tono burlón
justo cuando Hernán pasa por el frente, lo ve con la
camisa llena de sangre y con ese dolor que se sale del
costado y que brota por los ojos, no materializado en
forma de lágrima, como era de esperarse, sino más bien
por ese gesto triste y firme que ni siquiera le permite al
herido voltear a ver al sonriente anciano que continúa

CRUZANDO LA CALLE






106 


























riéndose, asegurándose de que lo escuchen, pero este


no hace ni dice nada, continúa corriendo con su mirada
adolorida, triste y perdida.

La Flaca se encontraba frente al portó del parqueadero


que es su hogar, debatiéndose en un monodiálogo al
respecto de si no es mucha la molestia o incomodidad,
la de ir de nuevo y mendi… cuando escuchó los gritos
de Amparo, que les suplicaba a ambos hombres jóvenes
que no se pelearan, que por favor se detuvieran.
Dichos alaridos interrumpieron su pensamiento, y
entonces, como intentando distraer la mente, tan
contagiada de hambre como el estómago, caminó
en línea recta hasta llegar a la esquina con el fin de
poder contemplar al hijo de la bienhechora mujer que
le regala comida, peleando con otro joven, mientras la
muchacha escondida tras la puerta de su casa continúa
gritando, ya con lágrimas en los ojos. El Capitán y la
Flaca cruzaron sus miradas sonrientes, cada uno a un
lado de la calle, mientras el debilucho joven de más
arriba recibía su paliza, pero dicho joven reaccionó
y golpeó al otro en el costado de manera tan fuerte
que le provocó sangrado. En cuanto la Flaca vio la
sangre se espantó como si hubiera visto a un muerto y
salió corriendo despavorida a casa de su bienhechora
con el pretexto de informar la mala nueva del hijo
peleando y sangrando, mientras de paso se llenaba las
tripas. En la mitad del trayecto ya el espanto se había
esfumado, dejando paso a la falsa y característica risa
de la Flaca que, de manera oportuna, logra contenerse
para luego timbrar y aletear las manos en fingido
gesto preocupado, con la intención de comunicar, por
































 107

jalones, como si estuviera escupiendo la información,


con su temblorosa voz y las manos que no paraban
de moverse de un lado a otro. Dice que era el hijo, -su
hijo mi buena señora-, mientras sonríe cambiando el
gesto preocupado por uno desinteresado, pero apenas
durante segundos, porque posteriormente agrega
que estaba peleando en la esquina, -con un, un, un,
muchacho, otro muchacho-, asegura, y luego tose sin
interrumpir el aleteo de las manos que se mueven
nerviosas, -en, en, en la esquina mi buena señora,
venga y le muestro-.

Cuando la mamá de Hernán terminó de decodificar la


información que le traía la delgada mujer que tenía en
frente, de sus ojos empezaron a brotar lágrimas y salió
corriendo con su ropa de entre casa, como estaba, con
sus pantuflitas blancas y el saquito rojo de rotito en la
espalda. No le importó, emprendió carrera sin saber a
dónde ir, pero escoltada por la Flaca que la guiaba. En
instantes llegaron a la esquina pero en aquel momento
ya todo había acabado. No había nadie en la calle a
parte del anciano en su mecedora, que continuaba
riendo. Ni Amparo estaba afuera.

Justo cuando Hernán emprendió carrera, José, con


la cara hinchada y un ojo morado, voltea su mirada
triunfante para cruzarla con la de Amparo que se ha
llevado las manos a la cara; es evidente que la verdad
duele, quema como una brasa encendida, es lógico
que la verdad asusta por lo cortante de las palabras,
por lo frío y seco de las mismas, y más, cuando es
pronunciada por el único ser que uno ha querido
en la vida. Ella se encontraba destrozada, como un
CRUZANDO LA CALLE






108 


























cristal roto en miles de pedazos, y José se dio cuenta


de ello al verla con las manos en la cara, llorando las
amargas lágrimas de la verdad que aún retumba como
un avasallador eco que lo inunda todo. Entonces José
tuvo ganas de seguir golpeándolo, ya no por orgullo,
sino por el dolor de ella, y cuando por fin el motivo de
la lucha se hacía justo, ya Hernán había desaparecido,
dejando paso al llanto mudo de Amparo manos en
la cara que, contrastado con la seca y fría sonrisa del
viejo que se escucha allá en la otra cuadra, deja todo
impregnado de una sensación extraña que ahora se
apodera del ambiente, tal vez porque los rayos del sol
desaparecieron, tal vez por la inmóvil Amparo que
pareciera desnuda manos en la cara lagrimas en los
ojos. Él intenta decir algo, acercársele y abrazarla, pero
justo antes de siquiera dar un paso, cuando ella abre
los ojos y lo ve sonriendo con su ojo morado, le mira
fijamente y tras mover su cabeza de un lado a otro, en
signo de negación, da media vuelta, dejándolo con lo
frío de su espalda, y tras dar un paso, cierra la puerta.

José no sabe qué hacer, su alegría por resultar


victorioso ya no existe, se siente igual de derrotado
que Amparo, igual de derrotado que Hernán, mientras
se continúan escuchando las secas carcajadas del viejo
que con lo poco que ha visto lo sabe todo. El barrio
entero escuchó la sentencia de Hernán al llamar puta
a Amparo aunque para la fortuna de ella sus padres
no estaban en casa y, por lo tanto, todo el barrio
vio confirmadas sus sospechas, aunque nadie dice
nada ya que todos fingen no haber escuchado. De
igual manera muchos se asomaron a la ventana tras
escuchar los gritos de la pelea, pero al darse cuenta de































 109

que se trataba de Hernán se tranquilizaron, volviendo


a la monotonía de su telenovela. Muy pocos saben
que él fue el vencido en la lucha y si se los dijeran, no
lo creerían, puesto que son testigos de las horas que
éste pasa montado en el gimnasio callejero del barrio,
también saben que la única pelea que él ha perdido fue
con el Tuerto, y por eso no se preocuparon, no dijeron
nada, simplemente continuaron con sus vidas, aunque
temieron por la suerte de aquel desconocido que tuvo
el valor de enfrentársele, pero la historia de David y
Goliat se había impuesto como la noche al día, como
el silencio al bullicio, pues después de todo nada más
había.

Entonces José se sintió vacío, creyó que estaba


peleando por Amparo pero justo ahora, con la puerta
cerrada y ella adentro, se daba cuenta de que estaba
peleando por él mismo, por su orgullo, por el odio
motivado por la envidia que había acumulado contra
Hernán y, que finalmente, también había perdido.

Cuando la mamá de Hernán y la chismosa Flaca


regresaban, se toparon con Rosalía que salía como
de costumbre con su cajoncito, las gafas puestas y
el talonario del chance en la mano. Las tres mujeres
se saludan con evidente familiaridad y hasta con un
tanto de afecto. Rosalía les ofreció un billete de lotería
y mientras la mamá de Hernán se excusa por no tener
dinero, la Flaca puede observar por el rabillo del ojo que
el viejo capitán ingresa a su casa blanca, casi corriendo
con la mecedora a cuestas, como si le temiera a algo,
como si lo correteara algo.

CRUZANDO LA CALLE
14
































 113

H
ernán quiere estar solo, lo desea
profundamente, pero por más que lo intenta
siempre hay alguien en la calle como testigo
de su desgracia. Le duele la lastimada herida pero
más el orgullo en toda la extensión de la palabra. El
pateado orgullo de su hombría y de su amor que, según
pensaba, descansaba en los brazos del vencedor. Sentía
odio, pero lejos de pensar en venganza, simplemente
deseaba estar solo, sin lograrlo pues todos los que
le veían se detenían por un instante a ver la camisa
sangrada (otra costosa prenda echada a perder). No
quería ver a nadie y entre más fuerte era su deseo,
más gente se encontraba, siendo todo en esa noche
inversamente proporcional a sus intenciones. Estaba
en la calle y conocía el peligro que esto representaba,
puesto que muy seguramente aún lo andan buscando
los oficiales, y tal vez, debido a dicha angustia
contrastada con el dolor y el pisoteado orgullo, por
instantes sentía deseos de detenerse y empezar a cavar
una cueva para alojarse en ella, para renunciar a la luz,
para estar tranquilo. Luego sonríe al sentirse como un
avestruz haciendo un hueco para la cabeza, como para
no ver nada, como para sentirse seguro y protegido
del depredador que lo asecha y que sin importar sus
esfuerzos ya lo tiene detectado.

CRUZANDO LA CALLE






114 


























El Tuerto habría querido hacer lo mismo mientras


ignoraba las insistentes preguntas de los oficiales,
entretenido en la contemplación de la enfermera, su
enfermera. Ahora que se sentía mejor quería decirle
cuan lindos eran sus ojos y lo mucho que agradecía su
presencia aquella noche, en la que creyó morir. La veía
tan hermosa, con su único ojo, que por este alcanzó
a brotar una salada gota de lágrima, pero luego la
visión fue interrumpida por un uniformado, que ya
con el ceño fruncido por detectarse ignorado, se ha
atravesado entre el cíclope y ella, haciendo perfecto
eclipse.

–Tiene que responder, más le vale que lo haga. En su


situación no le conviene el silencio-, agregó el molesto
oficial.

El tuerto escucha con el ojo triste, mira para un lado,


mira para el otro, no ve más que uniformados en
sus trajes verdes, no siente más que el metal de las
esposas que lo encadenan a las barandas de la camilla,
demasiado apretadas para su gusto. En esos siguientes
instantes de silencio se podía escuchar el goteo del
suero que desciende, el sonido del aire acondicionado
y el zumbido de los fluorescentes en el techo, hasta
que por fin alguien dice algo, se trata de la anciana,
que la enfermera acompaña, interrumpiendo todo
para agregar:

–¡Ladrón!
































 115

Esa palabra vuelve a punzar al Tuerto como con un


acero al rojo vivo sobre la piel, y más al saber que
su enfermera la ha escuchado. No lo sabe, apenas lo
advierte, pero la quiere con sus caricias en el rostro y
con sus pechos como almohada.

–Mire, tenemos muchas denuncias que lo inculpan de


atraco a mano armada, tiene que responder a nuestras
preguntas.

–¿Quién era su acompañante?

–¿Cómo, dónde y por qué lo hirieron?

–¿Qué estaba haciendo el día tal, a la hora tal, en el


momento tal?

–La moto registrada como de su pertenencia fue


encontrada abandonada al frente de una casa de
familia. ¿Sabe si su cómplice tiene nexos con dicha
casa?

Al terminar de escucharse la voz del oficial se puede


ver a la enfermera que camina despreocupada
continuando su trabajo, el Cíclope la observa con su
único ojo y al verla alejarse le grita:

–¡Enfermera! Venga, por favor, se lo suplico. Quisiera


tenerla cerca, yo no soy un ladrón, sólo un miserable
desafortunado. Intentaron robarme anoche, no se lo
permití a mis asaltantes y por ello me hirieron. No se
vaya. No soy un ladrón, sólo soy un tuerto…

CRUZANDO LA CALLE






116 


























Y lloraba sinceramente, no por que creyera sus


mentirosas palabras, sino más bien porque la
bondadosa mujer de la noche anterior, que lo
acompañó con cariño y todo el tiempo necesario antes
de la operación, ahora ni se inmutaba por sus súplicas,
caminaba como si nada, cual carcelera, alejándose por
el pasillo, dejándolo solo en la oscuridad de la celda.

En la noche la situación de Hernán no era diferente,


se sentía solo navegando en el mar de gente que
transitaba la calle, los autos, las mujeres esbeltas que
caminan agarradas de la mano por sus parejas. Todo
el mundo junto o hablando con alguien, mientras él
se encuentra adoloridamente solo. Eso era lo que
quería cuando emprendió la carrera, después de haber
perdido la pelea, y si bien no era el único ser en la calle
que transitaba por aquel momento, llegó a sentirse
tan desamparado lejos de Amparo, que terminó
llorando con la cabeza entre las manos, al igual que
el joven Tuerto que tras haber acabado de cumplir sus
dieciocho años, sabía que le esperaba largo tiempo en
la cárcel. Ya una vez había estado en la correccional
para menores, fue una experiencia traumática para
su vida, pero la cárcel de adultos es otra cosa, es una
pesadilla hecha realidad. Los oficiales, mucho mayores
que él, observan la manera en la que uno de ellos se
acerca, tomándolo de la muñeca y apretando aún más
las metálicas esposas que le cortan la circulación.
Luego gira, lentamente, hasta llegar al otro lado de la
camilla, y repite la operación de apretar hasta cortar
































 117

la circulación de sangre a la mano, que como era de


esperarse, empezaba a hincharse para cambiar su color
de piel a rojo y posteriormente a morado. Al finalizar
dicha operación se acerca al herido detenido y le grita
en la cara con su apestoso aliento a ajo:

–¡Hable culicagado hijueputa!

CRUZANDO LA CALLE
15
































 121

E
staba Hernán sentado en el segundo escalón
de una escalera, a la entrada de un edificio,
llorando con la cabeza en las manos, culpándose
su vida siempre torcida, como las vueltas de un perro
que intenta morderse la cola. Se culpaba por cada una
de las lágrimas de su madre y lloraba dos por cada
una de ellas, o al menos eso pensaba, cuando, de un
momento a otro, se sintió observado, y un extraño
presentimiento se apoderó de su corazón mientras
en su mente se confirmó la imagen de dos policías en
moto que acaban de descender del vehículo. Hernán
no vio más que a los oficiales que lo miran como
reconociéndolo y que de una emprenden carrera a su
encuentro. Él, instintivamente, como búfalo que ve
venir las gigantescas fauces del cocodrilo escondido
en las tinieblas de las tranquilas aguas, emprende la
huída. Tal vez la razón de su éxito fue correr, pero
para arriba, subiendo las escaleras y alejándose lo
más posible de los policías que se acercaban desde
la derecha, subiendo, también al trote. Pero Hernán
subió por la izquierda, para que en el momento en que
los oficiales se encontrasen en la mitad del recorrido él
pudiera darse a la fuga, descendiendo esas empinadas
escaleras como cabra del Tibet, o como dice la gente:
como alma que lleva el diablo.

CRUZANDO LA CALLE






122 


























Él recordó el comentario que le hizo el Tuerto una


vez que se encontraron haciendo ejercicio en las
mismas escaleras. La cuestión es que corrió como
nunca mientras las bajaba, sin prestar cuidado a la
advertencia de que si se bajan escaleras a mucha
velocidad pueden salirse las rodillas. Pero ahora
eso no importaba, sólo estaba esperando el temible
rugido de un arma que inundara todo de pánico con
su eco. Tal vez por eso la posibilidad de quedarse sin
rodillas le parecía la más viable, simplemente corrió,
dejándose caer y moviendo tan rápido los pies que, de
una u otra manera, tal vez gracias a la veladora que
su madre siempre mantiene encendida en casa, pudo
escapar. Al llegar a la carretera tuvo la fortuna de
que no habían autos, y la cruzó, pero ahora, cuando
los oficiales se encontraban dispuestos a atravesarla,
se reanudó el tráfico con la fila interminable de autos
que, cual peligroso escudo, detuvo la persecución.

Los policías, derrotados por una maniobra que puede


parecer tonta, pero que no pudieron ni prever ni
contener, puesto que tal vez también ellos habían
escuchado la advertencia por parte de algún conocido,
de que si se bajan las escalera a mucha velocidad
se les sale la rótula; no atinaron a hacer más que
volverse a montar en su moto, y continuar según las
normas del tránsito, no porque no pudieran saltarlas
cuando les diese la gana, sino porque simplemente
de intentar hacerlo podría producirse un accidente,
con el tránsito no se sabe y menos en estos tiempos
de calles que se quedan angostas para la ciudad, como































 123

si las venas del cuerpo no crecieran con el mismo


cuerpo, y de cualquier manera no importaba, apenas
se limitaron a andar rodeando las cuadras cercanas,
buscando aparentemente a Hernán quién desde haber
emprendido la huída no se ha detenido. Él se encuentra
mucho más lejos de lo que los policías están buscando,
tal vez ellos mismos lo saben, pero de cualquier
manera era mejor cuidase y recogiendo un periódico
del día anterior tirado en el suelo lo cargó bajo el brazo
después de doblarlo, entre el brazo y el costado, como
cubriendo la evidente mancha de sangre en la camisa.
Así continuó caminando en dirección a casa, fingiendo
que nada pasa.

La preocupación de la mamá de Hernán no era poca,


con las noticias llevadas a sus oídos por medio de la
Flaca ya no podía quedarse tranquila mientras fingía
normalidad en sus bondadosos actos de compartir con
el necesitado, en este caso, con la hambrienta eterna.
Quien, por su parte, apenas deja de atragantarse la
boca para asegurar que fue cierto, que era el muchacho
hijo de la buena señora y que estaba sangrando. Por
acá decía la Flaca indicándose el costado, todo esto
sangrado, y mostraba un círculo que ella misma se
pintaba en la piel, contando todo como visto en una
película, como si esa mancha en la camisa no fuera
realmente de sangre, como si no le doliera el costado
a Hernán que cada tanto se detiene a descansar
porque le duelen mucho las costillas, a lo mejor y el
proyectil le quebró alguna, o tal vez, si no lo hizo el
proyectil pudieron ser los fuertes golpes recibidos en

CRUZANDO LA CALLE






124 


























el sangrante costado, de cualquier manera continua


caminando con el periódico justo a la altura de la
mancha en la camisa.

Habiéndose despedido la Flaca la mamá de Hernán


quedó hecha toda un electrizado nervio, tenia miedo,
rezaba, lloraba, había encendido otra veladora que
iluminase el cuadro del sagrado corazón que le dejó
la suegra antes de morir, y ya no soportando más,
completamente torturada por el pasar del tiempo que
a pesar de su lentitud pasaba haciendo cada vez más
profunda la noche, entró al cuarto de su hijo, cosa que
nunca antes había hecho, y entre el desorden y el olor
a cigarrillo pudo encontrar, casi sin estar buscando,
la arrinconada camisa ensangrentada de la noche
anterior, la que afortunadamente no había dejado en
la casa de Amparo puesto que de haberla encontrado
los policías… pero la había encontrado su madre.
Pobre mujer de corazón hecho trizas, lágrimas en los
ojos y súplica en el altar, pobre mujer de cabello cano
y nobles pretensiones, aunque sean las más altas; su
santidad y la de toda su familia que por cierto no era
más que el hijo que había visto crecer y convertirse
en lo que era, sin explicación alguna o tal vez por
exceso de amor. Seguramente Hernán siempre supo
que le sobraba cariño, por eso nunca se preocupó
en buscarlo o ganarlo, siempre, desde pequeño, fue
un personaje solitario, caprichoso y malgeniado, de
impecable carácter y consecuencia, defendía lo que
creía, era inteligente, tenía una buena cabeza, pero…
ella misma, su madre, no sabía lo que había pasado, tal
vez los malos amigos, las malas mujeres, no se sabe.
































 125

Para su madre había sido siempre el mismo niño que


bañaba y cambiaba las mañanas soleadas del sábado,
en las que luego de bañado, cambiado y perfumado
lo mandaba a sentarse al sol mientras sentadito en
la entrada de la puerta veía pasar los carros. ¿Cómo
podría explicarse ella misma que el adorable y tierno
niño que amamantó entre sus brazos y que creció bajo
sus cuidados, bajo sus narices, se había convertido en
lo que era?, y es que al el encontrar la ensangrentada
camisa con dos orificios de bala no podía ser más
evidente la certeza de tener un hijo ladrón, lo que
menos quisiera puesto que sin importar que se
hubiera atrevido a no creerlo y a confiar en la promesa
de cambiar de su hijo, ahora lo veía perdido, lo sentía
ajeno, llegó a sentir miedo en sus temblorosas manos
untadas también del coágulo que es más bien un
pegote de sangre casi completamente seca en la tela
de la camisa que ella misma le había regalado a su hijo
para el cumpleaños. La rabia se apoderó de la tristeza,
la angustia del miedo, y se plantó casi sin pensar, con
la camisa en las manos, a esperarlo desde el mirador
de la casa. Esperó un rato y al sentir el frío de la oscura
noche se entró para buscar algún abrigo, luego salió
nuevamente a continuar con la espera en el mirador
de la casa, mientras veía la nada de la calle vacía, y
escuchaba el ruido de la ciudad en silencio.

Para cuando llegó su hijo lo desconocía del todo, olía


a cigarrillo, estaba sangrando, tambaleándose de un
lado a otro, el joven se descubre delatado a contemplar
la figura cansada de la madre esperando. Ella en el
fondo se alegra de verlo regresa y al igual que Amparo

CRUZANDO LA CALLE






126 


























se tranquiliza al darse cuenta de que en realidad


apenas había sido un rasguño. Para cuando vio llegar
a su hijo, afortunadamente aún por sus propios
medios, olvidó todo el discurso que le tenía preparado
mientras limpiaba con yodo la sangre y el pedazo de
carne expuesto. Ahora Hernán tenía fiebre, ardía de
su propio calor interno, todo somnoliento y cansado
sometido a la gravedad cual títere a la merced de la
noche que ya es día.
16
































 129

A
mparo esa noche se encontraba verdaderamente
triste, después de lo de la pelea entre Hernán
y José se puso histérica y terminó encerrada y
llorando en su cuarto que, cosa rara, se encontraba en
perfecto silencio aumentando el sonido y el impacto
del llanto por el eco. Esto es muy raro porque hacía
mucho tiempo no lloraba, y cuando lo hacía la mayor
de las veces o era fingido, o era por rabia, puesto que
nunca antes se había sentido tan triste o mejor, nunca
antes lo había expresado abiertamente. Triste, esa era
la palabra, una tristeza que le destrozaba las entrañas
con el filo de un cuchillo, una tristeza que no entendía
de lo mismo grande, una tristeza por todo, por los
hombres y su manía de siempre verla como un objeto,
por sus amigas, igual de putas, igual de engañadas.
Recuerda que cuando niña la llamaban estrellita y
según le dijo un vecinito que se cambió de barrio hace
mucho tiempo, tenía luz propia. ¿Dónde estaba esa luz
en aquel cuarto de bombillo no encendido? Nada se
veía, nada se oía aparte de sus lamentos mudos como
gemidos contenidos.

Siempre fue agradable y al ser alta toda la vida llamó


la atención su belleza, era de alegre sonrisa, tenía
una personalidad encantadora que perfectamente se
acomodaba a las circunstancias y los acompañantes;
podía pasar de ser la niña de los ojos de papá para

CRUZANDO LA CALLE






130 


























convertirse en una completa profesional en cuestión


de un cerrar las puertas.

Era carismática, bondadosa, siempre tenía la mejor


de las sonrisas para quién quisiera recibirlas, algunas
veces por interés, otras por conveniencia y muy
pocas sinceras o por lástima, pero todas sus caricias
y jugarretas resultaban encantadoras, a lo menos para
los hombres ya que entre sus congéneres el efecto
era el contrario siendo sus amigas las únicas capaces
de soportarlo, y es que seguramente ellas la envidia
por ser tan acertada siempre, por llevarse siempre
los mejores clientes, la odian mientras le aprenden
sus encantadoras artes de seducción perfecta cuerpo
esbelto encantadora sonrisa. La odian por no tener
ese brillo especial de ella que la convierte en estrella
y no obstante ahora en el cuarto oscuro no se ve
brillo alguno, ni se escucha nada, ahora ya ni llora ni
retumban las carcajadas del viejo capitán que ha de
estar calentando nuevamente el cuncho del tinto para
acabarlo.

En cuanto al capitán, esta no es una noche ordinaria


y eso lo podemos deducir por la ropa que tiene puesta
mientras calienta el recalentado café cargado y sin
azúcar. Silva despreocupada o temerosamente entre
sus dientes una canción alegre de las que se escuchaban
en su tiempo, silva mientras se compone la camisa de
corbatín que desde la jubilación no se había puesto.
Intentó abotonarse el cuello pero le había crecido tanto
la papada que le era imposible lograr tal pretensión
y tras comprenderlo arrojó el nudo del corbatín al































 131

cesto de la basura ubicado a un lado del inodoro. Se


encontraba frente al espejo del baño y se contemplaba
el reflejo del rostro ya sin barba, nuevamente con el
bigote, un bigote blanco sobre los labios y bajo la nariz.
Olía a colonia y se había puesto los zapatos de charol
después de pasar animosamente más de 15 minutos
intentando lustrarlos para aumentar el brillo. Huele a
café en toda la casa y el capitán se desprende del reflejo
del espejo y de sus años corriendo como chico a apagar
la estufa. Al llegar fatigado a la cocina sonríe y tras
apagar el fogón enciende otro cigarrillo.

En una noche ordinaria ya tendría puesta su ropa


de dormir, seguramente se encontraría ojeando el
periódico con sus gruesos lentes de cristal, o tal vez
estaría preparando algún insípido caldo de papa; nada
comparable con la culinaria de su difunta madre; y
estaría renegando de cualquier cosa seguramente
mientras con una mano se rascaba la larga barba
que hacía meses no se cortaba. Pero esta noche,
repito, era especial. Se encontraba todo rociado de
perfume y con el bigote recién arreglado, vistiendo las
mejores prendas que en algún momento pudo vestir,
caminando ansioso de un lado a otro comportándose
de una manera que no podemos comprender puesto
que sus intenciones por el momento son un misterio.

Amparo estaba cansada de todo, de la menstruación,


de ser mujer, de la vida, de la noche, de las fiestas, las
carreras ilegales, sus falsas amigas, los falsos amores,
los deseos y la saliva en los pezones. Estaba cansada de
todo, exhausta y a rebosar de recuerdos, de imágenes

CRUZANDO LA CALLE






132 


























grotescas de escenas que ahora no creía posible que


se hubieran hecho con su cuerpo, sentía náuseas y
como que se atragantaba en eructos, creía ahogarse
y le faltaba el aire hasta el punto en el que sus ojos
lloraban inevitablemente y sin poderlos contener.
No sabe qué tiene, ni se lo imagina, se siente sucia,
sucia, sucia, le arde la piel, le queman las entrañas,
esta triste, quisiera estallar, liberar tanto pensamiento
oculto y loco, quisiera morir en ese instante, ya nada
le importa, se sentía vacía, con un vació extraño que a
nadie le importaba porque nadie le importaba, acababa
de dejar de preocuparse por los demás, por Hernán,
por el Tuerto, por José y por sus amigas, acababa
de escuchar su voz interna y aunque no la entendía
se sentía triste. Nada quería saber de la humanidad
que tanto defendió siempre teniendo las palabras
oportunas y apropiadas para los tristes desconsolados;
hasta le punto que en ocasiones les invitaba a comer
banano(la fruta de la felicidad) para que se les pasara
la tristeza; se dio cuenta de que nunca había sido feliz,
nuevamente se sentía utilizada y vacía, tenía ganas
de gritar y para no encerrar el grito abrió la ventana
por la cual vio pasar al anciano capitán vestido con
sus mejores fachas, y entonces ya no pudo escupir
el grito, se lo tragó nuevamente a pesar de tener el
agridulce sabor a bilis de verdad revelada en la boca,
y no dijo nada, se quedó callada viendo pasar al viejo
cascarrabias ahora sonriente que le observa observarlo
pero con cara de no haberla visto, el capitán continua,
sube hasta la esquina y se pierde por el otro lado de
la cuadra. Tras el desaparecer del viejo Amparo se
encuentra medianamente recuperada de los nervios,
































 133

se sigue sintiendo sucia y tras coger su toalla blanca


camina en dirección a la ducha para lavarse tantos
malos recuerdos.

CRUZANDO LA CALLE
17
































 137

R
osalía y su peculiar aspecto siempre sentada
frente a su acabada casa, con arrugas en la
fachada, con el perro marrón siempre tirado
sobre el costal que tiene como cama. Ella con los lentes
puestos toda despeinada, cual bruja de cuento, cual
madrina desalmada; algunos de los niños en el barrio
tendrán pesadillas con ella, tal vez porque siempre los
regaña cuando se ponen a jugar pelota y casi le pegan,
o casi le tumban el cajoncito de madera que tiene como
escritorio. De cualquier manera, para un destacado
observador que se detenga con ojo de águila y lupa
para escudriñar entre el despeinado cabello cano, los
lentes gruesos, los trajes viejos, su olor a anciana y a
los tabacos de su hermana, resultaría atractiva con esa
belleza amarga como el sabor de la uva pasa, y puesto
que para una uva pasa solitaria lo mejor que le puede
pasar es encontrarse a otra igual, la belleza trascendía
las barreras, de lo físico y acabado, ya prácticamente
en ruinas, para evidenciar que se trataba de la niña
inocente y aún virgen campesina en una ciudad
creciente a cargo de su hermana ahora loca y con
la responsabilidad de ayudar a criar los pobrecitos
inocentes de sus sobrinos que no recuerdan siquiera
la imagen del padre.

Desde hace un buen tiempo para acá, desde que casi


la totalidad del barrio la consideró loca, las ventas

CRUZANDO LA CALLE






138 


























de la lotería no alcanzaban y ella necesitaba valerse


de otros ingresos para hacer funcionar la casa,
afortunadamente la droga de su hermana se las daba
el seguro y la sobrina, ya grande, ayudaba en lo que
podía alegrando los ratos con lo grato de su presencia
y la del nieto de la loca que juega con su abuela como
si se tratase de una compañerita de su edad pero con
el cuerpo más grande. A veces la abuela detiene los
juegos para quedarse mirando la parad o la nada con
ojos de sorpresa, luego grita con voz entrecortada:
¡Pedro!, y sonríe sola como queriéndolo solo para ella.
Entonces el niño le parece tan ajeno como el gallo en el
patio amarrado siempre de una pata y se pone a hablar
sola, a veces se sienta en la acera de la calle a mirar
pasar a la gente que le regala monedas y que siempre
la saluda en espera de esa acogedora sonrisa suya tan
amena como las palabras de Amparo siempre con su
consuelo, con la tranquilidad para el alma y la paz
para el cuerpo. No es que Amparo fuera consejera pero
siempre acertaba cuando daba un consejo, siempre
ayudaba cuando le pedían ayuda, se robaba los
perfumados jabones de su madre para regalárselos a
algún mendigo para que se diera su baño de la semana,
y así, daba muestras de extrema gentileza con la gente
que era de su agrado, y para la loca todos eran de su
agrado cuando se le aparecía su Pedro y se quedaba
observándolo, y le sonríe a la nada mientras balbucea
palabras que solo Pedro puede entender, ella lo sabe y
por ello se encuentra tranquila, confiada, enciende su
chicote, fuma el tabaco, sonríe para sí misma y saluda
a quién la quiera saludar fingiendo recordar o mejor
dicho, no haber olvidado.































 139

En contraste son cada vez menos los que saludan a


Rosalía, cada vez son menos los que le compran su
lotería. Alguna vez Hernán iba pasando y conmovido
se detuvo a apostarle a la suerte, afortunadamente
tenía monedas porque en el momento de llegar Rosalía
se encontraba en plena disputa puesto que había
vendido un billete de lotería pero no tenía vueltos
para descambiar el dinero, por lo cual el malhumorado
cliente desea que le deshagan su apuesta, que destruyan
el billete, el tipo se encuentra indispuesto y aún más
Rosalía quién alega que no es culpa de ella que no tenga
sencillo si es que ¡nadie le compra y no tiene monedas!
Hernán llegó en el momento en que ella pronunciaba
estas últimas palabras, por eso apostó y descambió el
billete, pero al salir, al despedirse con la sonrisa de la
satisfacción del bien del día, tropieza con las cajas de
rubor “cara de ángel”, por lo cual la encolerizada Rosalía
lo insultó por su torpeza. Naturalmente a Hernán
no le gustó ese detalle, si bien había sido torpeza
suya el no haberse dado cuenta de la presencia de las
dos filas de cajas de rubor apiladas al lado del cajón,
en el suelo, no había tenido la intención de hacerlo,
simplemente fue eso, un tropiezo, y como a Hernán no
le gustó el reclamo se regresó para borrar con los pies
lo que había hecho con las manos al también exigir la
devolución del dinero y más con ánimo de incomodar
al tener la certeza de la ausencia del mismo por parte
de Rosalía que ahora si se pone colérica. Antes de que
la anciana mujer se levante ya Hernán se había ido, eso
si no recogió las cajas, pero se fue sin más problemas
a su casa donde al preguntar a su madre se sorprende

CRUZANDO LA CALLE






140 


























porque ella utiliza los dichosos rubores “cara de ángel”


que le vende Rosalía a ella y a muchas otras señoras.

Este día era norma, esperaba sentada a que pasara


la gente, veía a las personas, todas conocidas pero
ninguna le dirige la palabra. Se pregunta si está loca
pero no hace caso y se entretiene leyendo algún pasaje
en la Biblia, cada que ve pasar a un cliente de los viejos
le pregunta si quiere apostar a su suerte, le recomienda
el número que en determinada revista astral
corresponde a la fecha de nacimiento de cada cual, les
ofrece y cuando logra convencerlos se disgusta al darse
cuenta de que le comprar más por colaborar que por
verdaderamente estar interesados en lo interesante del
producto. Muchas veces, cuando ella empieza a hacer
mención a su dichosa revista de la suerte, la gente le
dice: no mira, no tengo plata, o en raras oraciones: no
creo en eso, mejor a tal número, el número de mi casa,
el de la placa de auto, o uno que vi muchas veces en
el día. Estos últimos son los verdaderos apostadores
a la suerte al no considerarla como tal sino más bien
como una revelación en la lectura del día, lectura que
hacen los ojos y que intensifica los oídos, lecturas del
mundo, impresiones, códigos que se repiten dentro
del programa como un mensaje divino que más que
regalar o decir algo recuerda que ahí arriba, tan arriba
que esta absolutamente lejos de nosotros, hay alguien
que nunca nos ha olvidado. Con estos personajes es
verdaderamente gentil Rosalía; el hombre que le creyó
lo de la crisis de la hermana enferma y encerrada en su
cuarto es uno de los pocos que sabe que no esta loca,
































 141

y la visita contados instantes algunas noches para


saludarla y preguntarle cómo anda.

El capitán sonríe aún más desde el momento de voltear


la cuadra puesto que desde la esquina se puede ver a
Rosalía y esta finge no advertirlo aunque desde hace
días lo esperaba. Ella ya ha visto las elegantes prendas
del capitán que la extrañan y sorprenden mientras
como un cerillo encendido que se acerca a la leña se
enciende la curiosidad flameante que quema, y ella
ya no soporta simplemente observarlo con la mirada
periférica, tiene que voltearse, verlo caminar con su
bigote blanco recién cortado, con sus ojos cansados y
el humo de los cigarrillos que siempre lo acompañan.
Él la saluda aún desde muy lejos y después de hacerlo
lamentó precipitarse. Ella finge no haberlo escuchado
y baja la mirada para enterrarla entre algún pasaje de
la Biblia que repite en voz alta para cuando llega el
capitán. Después de repetir de un solo golpe el párrafo
que estaba leyendo le dice al perfumado militar que
se ha detenido en frente del cajoncito de madera,
mirándolo fijamente, como analizando sus fachas y
sin saludar:

–¿Va a apostar?

–De hecho si, hoy vengo decididamente dispuesto a


ganar. ˗Respondió hábilmente el capitán.

–¿Qué número? ˗Le preguntó Rosalía mientras


empezaba a llenar el talonario con el día y la fecha
correspondiente al sorteo de aquella noche.

CRUZANDO LA CALLE






142 


























–5783. Respondió el capitán después de varios


minutos de no atinar cual decir.

–Ese número me parece familiar. ˗Afirmó la mujer con


gestó de no tener duda.

Luego agregó en muestra de poseer aún atinada la


cordura:

–Lo veo muy indeciso como para venir seguro de


ganar. Digo, no se sabe ni el número.

El capitán sonríe al sentirse delatado por tan


inesperado detalle, en realidad todo lo había pensado
aquella noche menos el número al que supuestamente
debía apostar, y acongojado, como por decir algo
aunque después de dicho lo lamentara:

–vine decididamente a ganar, pero no propiamente la


lotería.

Un destello proveniente del recuerdo se apodera de


Rosalía en aquel momento y mientras sonríe dice
levantando la mirada que ese es el número de su casa.
Efectivamente así lo comprueba al voltear a mirar
el número 57-83 pintado con pintura negra sobre la
puerta de hierro color gris. El capitán sonríe delatado,
le tiemblan las manos y la voz, siente miedo por lo
cual se desconoce, ella lo sabe, igual de nerviosa se
encuentra así que titubeante le observa el rostro que
empieza a sonrojarse inexplicablemente.
































 143

–Mire Rosalía, es que yo venía para pedirle un favor.

–¿Qué podría usted necesitar de mí, mi capitán? ˗En


efecto, Rosalía conoce el rango de con quién habla,
aquel que no obstante lo tratara de ocultar, se sonroja
a un más recibiendo estas palabras como halago.

–Su compañía. ˗Dijo como respuesta ya un tanto


iracundo al sentir que la situación se había salido
de control. Quería que todo acabase rápido, quería
quitarse la apretada camisa y volver a encerrarse
en su casa, tal vez tenía miedo de que rechazase su
invitación, pero ya había esperado mucho, ya eran
muchos los años que la había observado desde lejos,
hoy era el día especial en que se había atrevido por fin
a…

–¿Cómo?

–Sí, que me gustaría que me acompañe.

–¿A dónde?, ¿a qué?

–a una comida.

-¿A una comida? ˗Rosalía sigue sin entender, todo es


muy inesperado para ella, o tal vez lo había esperado
tanto cuando joven que ya ni se imaginaba que esto
pudiera ser posible; la gentileza por parte de alguien
la sorprendió en cantidades. En efecto, fue el Capitán
aquel que creyó en Rosalía cuando la crisis de la
hermana loca, y fue él mismo quién al no ser capaz

CRUZANDO LA CALLE






144 


























de derribar la puerta salió corriendo a llamar a otros


hombres quienes ya tratándose de las palabras del
militar retirado acudieron como si se tratase de
órdenes. Ya sabemos el desafortunado desenlace
de aquel instante en el que después de derribar la
puerta todos contemplaron a la hermana de Rosalía,
sonriente, como siempre, correcta, muy bien sentada
en su habitación, y se fueron muy a pesar del capitán
pensando que quien en realidad estaba loca era Rosalía.

-¿Yo? ˗La anciana mujer duda. No tiene con quién


dejar encargado el cajoncito de la lotería, apenas y
ha salido de su casa en las últimos 20 años de su vida
para bajar al mercado y para acudir a la misa. Tal vez
por eso mismo la propuesta del capitán no deja de
parecerle atractiva acelerándole el corazón como a
una jovenzuela aún sin entender qué es lo que siente,
pero contenta porque fue una sensación similar a la de
encontrar aquellas mañanas, bajo la puerta, las cartas
que alguna vez llegaron.

–Sí, usted, quisiera que me acompañara hoy a un


restaurante.

–¿Yo? Aún sin entender.

–Sí, hoy estoy cumpliendo años y quisiera comer algo


con sabor diferente a la sazón militar. Vera, me gusta
mucho la pasta en un restaurante que conozco, no sé si
aún este funcionando, lo que no quisiera es ir a comer
solo. Usted sabe lo que dicen: el que come solo… ˗y ríe
































 145

con una carcajada medianamente contenida y falsa.


Evidentemente, desde hacía un par de cumpleaños el
capitán empezó a preocuparse por el temor ineludible
a morir solo.

–Perdóneme mi capitán pero no tengo con quien dejar


el Chance, igual yo no tengo ropas finas y eso ¿qué voy
a hacer yo por allá?

–¡Pues acompañarme! Y eso es mucho. Además, si es


por el puesto, cierre temprano, si usted quiere ahora
mismo le apuesto a el número de todas las casas de
esta cuadra y si quiere a la del siguiente o las de todo el
barrio, si es necesario. Ya le dije Rosalía que hoy venía
resuelto a no perder.

–Pero con mi compañía poco gana. Además, ya le dije


mi capitán que yo no tengo ropas elegantes aunque
eso sí, el vestido de los velorios es el más fino.

–Ah, pues perfecto, se pone el vestido de los entierros


y listo, recuerde que lo más importante de esta noche
es no comer solo, porque usted ya sabe lo que dicen: el
que come solo…

No alcanzó a terminar cuando Rosalía le interrumpe


para agregar:

–Yo creo que lo más importante, mi capitán, es su


cumpleaños.

CRUZANDO LA CALLE






146 

























18
































 149

H
ernán despertó en su casa cerca del mediodía.
Todo le daba vueltas y al despegar su rostro de la
sábana se dio cuenta de que la había vomitado,
no debió comprar aquel trago en el camino de regreso
a casa pero en lugar de devolverse al hogar, como se
lo había propuesto, se encontró más adelante con un
amigo y de alguna manera se entretuvo hablando de
cosas olvidando sus dolores y penas, fanfarroneando,
fumando cigarro como si los pulmones fueran eternos,
bebiendo sorbos amargos de barato ron y moviéndose
por varios lugares de la ciudad en un desespero por
hacer algo, por vivir la vida y la libertad, como si
fueran lo último. Poco se preocupó del incidente con
los policías, pudo haber sido cualquier cosa, desde
el intento de una requisa hasta que simplemente
los oficiales se dirigieran al edificio frente al que se
encontraba. De cualquier manera era mejor estar
precavido aunque irónicamente lo que menos hizo esa
noche fue tomar precauciones. Cuando se encontró
con el Punky decidió olvidar todo, decidió entregarse
a la vida, dejando que la vida lo viviera, que el instante
lo consumiera. Cuando se encontró a su amigo del
colegio sonrió fraternalmente y luego de que se
saludaran chocando los puños de la mano derecha le
preguntó:

–¿Qué se dice, qué se hace?

CRUZANDO LA CALLE






150 


























–Todo bien, desparchado, reunamos lucas y vamos a


comprar un chorro.

Evidentemente, lo que necesitaban en ese momento


de noche en la calle ambos hombre jóvenes era
licor, ambos sentía la necesidad apremiante por
embriagarse, primero porque era lo que siempre
hacían desde hace como un año hasta la fecha, cuando
el Rebelde dejó de ser el Rebelde para convertirse en
el Punky completando una etapa más en su evolución,
ahora metiendo drogas más fuertes como el pegante
y el bazuco, ahora sí siendo un Púnk de verdad, ahora
sí existiendo en su existencialismo autodestructivo,
¿qué más se le hace si la vida mata y no hay nada más
peligroso que morir, si mientras se este vivo se puede
morir, y morir, no nos engañemos, es dejar de existir?
¿Qué podemos hacer si nos gusta la vida y no queremos
morir, o morimos para vivir? ¿Qué más hacer si esto
es lo único que es sensato, beber, beber, disfrutar
de las carnes femeninas y de sus blanduras, de sus
gemidos fingidos excitantes, de sus sensaciones, de las
sensaciones? pudiendo vivir tranquilos en el borde del
embrutecimiento, dónde hasta la luz es un misterio,
donde no falta nada, donde no hay nada, dónde no
queda sino el palpitar del corazón acelerado a un ritmo
de miedo y persecución mezclada con una muy intensa
sensación placentera, de esas que producen dolor
pero que encantan con mayor enamoramiento que el
producido por el canto de unas sirenas.

Antes de que el Rebelde fuera el Punky era Luis. Sí,


Luis Carlos, uno de los mejores estudiantes en el liceo































 151

de los curas en el que estudió Hernán. Como se sabe,


Hernán aún no ha terminado el bachillerato y no
tiene ganas de hacerlo, tal vez nunca lo haga, pero en
cambio, cuando Hernán perdió el año después del cual
jamás se volvió a matricular (tal vez por eso siempre
sonríe cada que lo mira) Luís Carlos era el mejor de
la clase y hasta del colegio puesto que se atrevía a
contradecir con argumentos válidos a los docentes, y
no como muchos supuestos buenos estudiantes que
mucho estudian y poco entienden, o que ni estudian ni
entienden pero tienen una habilidad para ser serviles
al docente que de alguna manera los termina pasando.
De cualquier manera el caso de Luís era distinto, se
dice que hasta logró entrar a estudiar en la universidad
más importante del departamento, creo que todo iba
bien hasta el momento que decidió estudiar filosofía,
y no es que sea culpa de la materia pero haber tomado
esa decisión privó al mundo del mejor médico, quizá el
mejor ingeniero, y en lugar de eso, la sociedad abortó
un filósofo sabio, tan sabio como el de la calle, y eso es
mucho. Tan sabio que había optado por desertar de la
carrera y dedicarse a vivir, disfrutando cada pequeño
instante de noche y de cielo, tan sabio que había optado
por olvidarlo todo, por embrutecerse, por aprender de
la vida, que enseña a olvidar.

Hernán ha sido testigo de la metamorfosis del ahora


Punky y de igual manera Luís también es testigo de
la transformación del niño tierno y consentido de
Hernán que se había convertido en ladrón. Por eso
siempre que se encuentran se saludan con el puño
cerrado y sonriendo mientras el uno pregunta al otro

CRUZANDO LA CALLE






152 


























¿qué hay para hacer? Y el otro responde que nada, o


mejor dicho, que lo miso, y sacando del bolsillo de su
chaqueta brinda los últimos sorbos de una pequeña
botella de aguardiente.

Luego reunieron el dinero y caminaron renegando de


todo y de nada hasta llegar a la licorera, compraron
el ron más barato porque fue lo único para lo que
alcanzó y se pusieron a beber en la banca de un parque
hablando de todo menos de los viejos tiempos, el
Punky, siempre tan coherente en sus palabras a veces
interrumpidas por los modismos de la calle que se
pegan en el habla como un chicle en el zapato, pero
siempre con esa visión existencialista que lo tenía
donde estaba, suspendido en el segundo de un suspiro
que dura instantes pero que se quiere hacer eterno.
Hernán le hizo a su amigo todo el relato, lo de los tiros
y el Tuerto Herido, a lo que el Punky agrega ahora
interrumpiendo:

–Me alegra. Y no por usted que al fin de cuentas no le


pasó nada, sino por el Tuerto, ojalá hubieran matado a
ese hp, y si no yo mismo lo mato a ese hp traicionero.

–¿Y eso?

–Es que el desgraciado ese me puntió un pulmón con


una lata. ˗Agregó el Punky subiéndose la camisa para
mostrar la cicatriz en la espalda y entre las costillas.
Indica más abajo para señalar la cicatriz de un punto
en el que estuvo el drenaje de la sangre que se le había
ido para los pulmones.
































 153

Cuando el Punky terminó su relato Hernán espantado


y ebrio lo mira con ojos que no esconden afecto y le
dice algo así como ¿qué anda haciendo?, ¿por que ha
llegado tan bajo?, y el Punky, sin decir nada le indica a
su amigo el cristal de un banco que pareciera un espejo
que los refleja como lo que son: Hernán, bien vestido,
bien peinado, pero con la camisa llena de sangre, y el
Punky, con su ropa negra, con su chaqueta llena de
nodrizas, agujas y cualquier lata luminosa que desee
colocarle, de baja estatura y la cresta en alto como
un pollo violento preparado para la pelea. Con la
imagen de ambos que en ese instante les parecía no
reconocerse se termina la discusión, luego el licor se
acaba y Hernán se despide del Punky, para quién la
noche apenas empieza.

CRUZANDO LA CALLE
19
































 157

A
l ponerse de pie y salir al baño no había notado
nada extraño, todo andaba normal en ese
momento, luego de que se cepillara los dientes
saboreando con la mente motivada por el deseo
el delicioso desayuno que le debe tener preparado
su madre, abrió la puerta y al hacerlo se llevó una
sorpresa al encontrarse con su madre esperándolo y
mirándolo a los ojos, con esa firmeza en la mirada que
esconde siempre, con esos ojos que ya no fingen no
ver, con esos labios que tiemblan ahora de ira por ver
en lo que se había convertido su hijo, para ella alguien
muy malo, no podía haber cosa peor que eso, era un
borracho como el padre desaparecido, era un ladrón,
estaba herido. La fiebre le bajó cerca de las dos de la
mañana y ya parando de delirar pudo dormir un poco,
ahora se encontraba sobrio pero aún no entiende a su
madre que lo mira reclamándole y cuando se detiene a
observar que tiene una correa en la mano se revienta
de carcajadas frente a ella. Ella estalla en ira, sabe lo
ridículo de su actitud al tratar de golpearlo con una
correa como si fuera un niño y sin pensarlo lo hecha
fuera de su casa y de su vida en un arrebato más de ira
que de cualquier cosa.

Hernán no la entendió al principio. Rió porque le


pareció curioso ver que su madre intentaría golpearlo
dándole nalgadas, pero luego comprendió que era en

CRUZANDO LA CALLE






158 


























serio cuando fue al comedor y no encontró servido en


él, como era costumbre, su desayuno.

Amparo despertó sintiéndose vacía. El sexo por dinero


le había hecho perder el interés en la materia, aunque
de vez en cuando aparecía alguien que la juntaba a
toda su piel y que no la soltaba, que la sometía, que la
penetraba, que le hacía el amor de miles de maneras,
que casi la subía hasta las estrellas, pero ya no era la
misma sensación de sentir un cuerpo junto al otro, ya
no se erizaba la piel de las nalgas cuando una caricia
bajaba para palparlas, ya no tenía nada, así se sentía.
Vacía como un frasco vacío. Derramada como un
costoso perfume despilfarrado hasta el extremo en el
que no queda una pizca del aroma. Y los perfumes se
acaban cual luz que ilumina, y las estrellas estallan al
consumirse a sí mismas. Hasta ahora cae en la cuenta
de lo que estaba sucediendo, se estaba acabando a
ella misma al repartirse entre tantos, era verdad lo
que decía José cuando hablaba de que el corazón de
Amparo alcanzaba para todos, tal vez se preocupaba
por todos para no mirarse a sí misma, para no abordarse
a sí misma como el frasco vacío dentro del que se
encontraba. Había dado de beber a todos pero ahora
tenía sed y no le había quedado agua, era pobre como
quién comparte su tesoro. Para cuando llegó Hernán
fingiendo que no había pasado nada y con la noticia
de que su mamá lo había echado, no sintió nada, no
se le movió el piso como cuando era una niña, lo trató
tan distante desde la mirada que ni le habló al cerrar la
puerta en su cara.
































 159

Desde aquél momento Hernán se consideró perdido,


solo y sin Amparo. Solo y desterrado en la inmensidad
de la calle. Solo y ahora sí sin dinero, solo y con la
maleta en los hombros, solo y con el sol a cuesta. Solo,
solamente. Hernán pensante, vacilante, deja que un
impulso de su ser estalle, rebelando también la tristeza
que se ha regado como un mal para la juventud del
barrio puesto que tanto Hernán como Amparo están
tristes, los dos mejores representantes de la cuadra
andan ahora solos, escuchando el martillar de pasos
como sus conciencias escondidas y temblorosas en una
de las habitaciones del olvido. De esas habitaciones
empolilladas y sucias que se hacen sensibles y táctiles
en los momentos extremos en los que no se esta ni
triste ni contento, solo se esta sonriendo, mirando
pasar la vida como en la ventanilla de un auto, siempre
al otro lado, observando en silencio. Un sonido, tal
vez dos, muchos otros de pasos que andan sin rumbo
fijo y que llevan a Hernán a un futuro incierto lleno
de vacíos como el de su estómago, luego recordó a la
Flaca y tal vez revivió las mismas ganas de vomitar
de ella cuando había comido de manera insatisfecha.
Igual de vomitado se sentía, pero aún con un poco más
de culpa.

Lejos del amparo de Amparo, lejos de las faldas de su


madre, libre como un conejito huérfano y asustando
perdido en la mitad de la ciudad con miles de fieras
de calle que lo acechan desde esos miles de callejones
oscuros y desconocidos que a medida que se acrecienta
la noche se hacen más y cada vez más peligrosos, y sin

CRUZANDO LA CALLE






160 


























saber a dónde ir, o dónde estar, sin saber si caminar o


detenerse.

Luego de hacer la parada emprende nuevamente


camino, no sabe a dónde, camina pensando, de un lado
a otro. Se detiene, observa, escucha, no hay nadie, se
pasa a la mitad de la carretera, pasa un auto de cuando
en vez y no puede negar el haber tenido la tentación
fatal de botarse a alguno. Si la ciudad hubiere tenido
tren Hernán habría emprendido camino sobre los rieles
con la pretensión que llegar a alguna parte, aunque bien
sabemos que sus intenciones más bien eran encontrar
una locomotora que se lo llevase por delante a un viaje
que tiene como destino el otro mundo en un asiento no
pago. Pero no pudo. Se detuvo a meditarlo y la muerte,
la muerte observándole en espera de la toma de alguna
decisión, le heló los huesos como un hambre eterna.
La muerte que le observa como verdugo en espera de
tomar una decisión, implacable como una mujer ya
desnuda que asume su rol, su animalidad que la lleva
por delante hacia los caminos del placer y la estupidez
de un buen sexo que se contagia entre la saliva de los
besos, o del amor que brota en determinadas partes.
En efecto, Hernán toma la decisión de dar media
vuelta y caminar sobre sus pasos. No hay más camino
por recorrer que la monótona calle, ahora sin ningún
conocido, ahora sin conocer a nadie y sin rumbo fijo.
20
































 163

A
mparo se quedó en pijama toda la mañana, no
se sentía mal, como se había dicho la sensación
era un extraño vacío, una ausencia como si se
le hubiera acabado el brillo cual bombillo fundido.
Nadie notó el cambio, ni su padre, ni su madre, que
por su parte se encuentran muy contentos porque
la niña no ha salido de casa, pero ella ya no es la
misma, definitivamente ya no es la misma, sus figuras
femeninas continúan igual, nada físico a parte de
la expresión de los ojos ha cambiado, pero he ahí el
problema. Sus ojos ya no sonrientes, eran ojos oscuros
de mirada calculadora, completamente desconfiada
que mira y escudriña como sabiéndolo todo del mundo
y del miedo. Luego de ducharse y después de pasar
un buen rato meditando frente al espejo se cortó el
cabello con unos cuantos navajazos, como matándose
a sí misma, cerrando el frasco que contenía el perfume
con la intención de que lo poco que quede se conserve,
como la última miseria del tesoro que se hubiera
poseído en momento alguno.

José timbra y vuelve a timbrar esperando en la puerta.


La hinchazón del rostro se ha desvanecido un poco
gracias a la mascarilla de hielo que durante toda
la noche se colocó sobre el ojo, tiene el cabello bien
peinado, huele a colonia, sus ropas brillan de lo nuevas
casi con igual intensidad al brillo de su sonrisa y tiene

CRUZANDO LA CALLE






164 


























sobre los hombros la maleta de los libros y cuadernos


que utiliza en el colegio. Cuando llegó a la casa después
de la pelea sus padres lo reprendieron por semejantes
comportamientos tan impropios en él, pero no hizo
caso, apenas aparecieron en el firmamento los primeros
rayos del sol se puso de pie para arreglarse y aunque
trató de dejar pasar el tiempo no pudo evitar llegar a
la casa de Amparo en la mañana. Es ella quién le abre
la puerta y al verlo inesperadamente sonríe, tal vez lo
estaba esperando aunque ni ella misma lo supiera. Lo
invitó a seguir con un tanto de familiaridad, ambos
estaban sonrientes, ella le acaricia muy a su manera el
ojo morado mientras se burla del aspecto desfigurado
del rostro aún simpático a pesar de lo hinchado.

Hablan como los buenos amigos que son, se hacen


chistes, se encuentran solos en la casa y disfrutan de
la sensación de intimidad que la soledad produce. A
medida que se pasa el tiempo los labios de Amparo
lo provocan más y más, él no sabe como decírselo
mientras la escucha hablar de una anécdota pasada,
quisiera ganar terreno, acercarse, y ya estando cerca dar
un ágil salto para robarle un beso, pero duda, no sabe
cómo puede reaccionar Amparo puesto que aunque
la conoce no la entiende, no sabe lo que pasa por su
cabeza la mayoría de las veces, conoce sus gustos pero
no sus pensamientos, la adivina toda, la desea toda,
la ama toda, pero nunca se lo ha dicho con palabras
textuales que pongan en claro sus intenciones, hasta
el momento ha optado por decirle que la quiere con
esos brazos que siempre están dispuestos a abrazarla
para cuando se sienta triste, con esa boca que casi no
































 165

habla porque lo único que quisiera pronunciar es un


poema, aunque no sea boca de poeta, aunque la única
poesía sea ella. La escucha sin entender, la entiende sin
escuchar, la toma de la mano y se la acaricia mientras
acerca los labios a sus dedos, tantas otras veces besados
en el pasado. No sabe qué hacer, no atina qué decir,
ella terminó su relato hace ya unos minutos y no se
escucha más que el silencio en la casa mientras los ojos
se miran y ella le dice sonriendo: ¿qué más?

–Quisiera robarte un beso, ˗respondió José con voz


tímida.

Amparo ríe sin disimulo al escuchar esas palabras, se


encuentra lo suficientemente cerca de José como para
juntar los labios y materializar el beso, pero en lugar
de hacerlo sonríe en confianza y apenas contiene su
risa para agregar.

–Eres el único ladrón que avisa a su víctima que la va a


robar antes de hacerlo. ˗Y continúa sonriendo.

José se siente ridículo y no puede evitar sonrojarse


mientras piensa que todas sus esperanzas se han
venido abajo, aunque al menos tiene la certeza de que
sus deseos no la incomodaron, pero antes de decir otra
cosa ya Amparo había roto la barrera de la distancia
para juntar sus dulces y húmedos labios a los de él, que
la siente y queda paralizado por la sorpresa, aunque
la parálisis duró poco, tal vez por la larga extensión
del beso. Entonces José pudo sentir la piel de Amparo
más allá de su mano, sentir su cintura, su espalda,

CRUZANDO LA CALLE






166 


























pudo sentir las manos de ella que lo sentían, que lo


palpaban, que lo descubrían mientras las manos se
escurrían bajo la camisa para encontrarse con los
pectorales.

Fue un beso como ningún otro, intenso pero tierno,


un beso húmedo que invitó al baile a las lenguas que se
sentían mutuamente con sus puntitos saboreadores en
la punta. Fue un beso con sabor a ella, con el olor de su
respiración, con el filo de sus dientes, con la fragancia
de su cabello suelto y por todas partes.
21
































 169

H
ernán estaba en la calle como alma que se
ha llevado el diablo, como cuerpo sin alma
por haberla perdido. Camina pensando,
meditando en su vida, en Amparo, en su mamá, en
todas las muchas cosas que tenía, en la tranquilidad
de su existencia sin preocupaciones, con la certeza
de llegar a casa y encontrar la comida servida, ahora
tenía hambre y recordaba a la Flaca ya no con fastidio
sino como a una igual lamentando el nunca haberle
preguntado el nombre. La comprendía porque ahora
sentía los mismos deseos de tocar a la puerta de
alguna familia de desconocidos para que le regalase un
poquito de comida así sean las sobras de la sopa que
nadie quiso comer a mediodía o la crocante raspa del
arroz, pero le daba vergüenza ir a pedir, por lo cual
comprendía aún más a la casi loca Flaca. Sentía deseos
de hablar con alguien y aunque la calle siempre ha
estado y estará llena de gente, nadie se detenía siquiera
a saludarlo con una sonrisa, ahora que era de noche
toda la gente caminaba precavida y cuando sentían a
Hernán que caminaba muy cerca de ellos empezaban
a caminar más rápido, disimulando el miedo con
tembloroso valor para huir. Quería hablar con alguien
pero nadie lo escuchaba, quería decir algo aunque no
sabía exactamente qué, se sentía culpable de todas y
cada una de sus penas, no había detenido su caminar
en todo el día, estaba exhausto y cada que intentaba

CRUZANDO LA CALLE






170 


























descansar la desesperación al sentirse inmóvil era tal


que tenía que volver a ponerse de pie para continuar
“haciendo algo”, ahora entendía las vueltas de la Flaca
frente al portón como un perro tratando de morderse
la cola.

No tenía ganas de robar, ahora que en realidad lo


necesitaba sentía miedo. Tal vez antes lo hacía como
buscando una aventura, como toreando la implacable
cuernamenta del peligro, pero ahora, sin los incentivos
del Tuerto, sin nadie que lo acompañe, sentía miedo
hasta de arrancar una flor en determinado jardín. Lo
atemorizaba la pequeña cuidad que ahora sentía como
ajena, no puede creer lo ingenuo que fue al considerarla
como suya, como de su propiedad. Se sentía nada en
comparación a los milenarios edificios aún erguidos en
el centro, sabe que él se irá, que se le acabará el tiempo,
y que aunque el edificio no es eterno se mantendrá allí,
en el mismo lugar, estable, con muchas otras personas
que como el viento vienen y se van, que nada dejan,
todo se llevan, y se van.

En la calle de enfrente hay una panadería, aún se


encuentra abierta pero muy seguramente están por
cerrar. Hernán tiene hambre, mucha hambre y sin
vacilar ingresa como quién quiere comprar algo, la
vendedora apenas se sorprende por el tamaño de la
maleta que el aparente cliente lleva sobre los hombros,
la mujer que ha trabajado cuatro años de su vida en
aquella misma panadería nada sospechaba de la
fechoría que Hernán estaba a punto de cometer, ni
Hernán mismo lo sabe, solo entró porque no pudo































 171

más del hambre, y ya estando adentro, sin un peso en


el bolsillo y con el olor del pan en la punta de la nariz,
no le quedó otra que aplicar las conocidísima artes
del Tuerto al escuchar sus palabras evocadas por la
memoria: ˗“Usted sabe como son estas cosas, la asusta
con esto y listo.”

Hernán no estaba armado, nada quería saber de


robos hasta este momento, no sabía qué decir pero
tenia que demostrar que era él el que tenía el control
de la situación, así que como respuesta al amistoso y
sonriente saludo de la vendedora Hernán respondió
tomándola de la mano bruscamente y tras mirarla con
ojos de fiera fijamente por un instante agrega:

- Déme un pan.

No se le ocurrió decir más, robaba por hambre


solamente, quería un pan de esos, de los más grandes
y le indica a la mujer con el dedo a tras del mostrador.
Ella tiembla al sentir la fuerte mano del hombre joven
que tiene al frente, tiembla demasiado como al ver
confirmada la realización de su peor temor desde que
decidió abrir la panadería, así que sin chistar, casi sin
parpadear, estira la mano, toma el pan y pregunta con
voz temblorosa:

- ¿se lo envuelvo en una bolsa?

Hernán accede, la bolsa le facilitará llevarse la única


comida del día y tal vez guardar las sobras para mañana,
así que suelta el brazo de la mujer aún sujetándola con

CRUZANDO LA CALLE






172 


























la mirada y la ve caminar hasta una de las vitrinas


en cuya parte superior cuelgan las bolsas plásticas
enrolladas, ella escoge una del tamaño apropiado,
mete el pan y antes de que empiece a caminar en
dirección a su asaltante para entregarle lo que sería su
botín, éste, percatándose de que efectivamente poseía
el control, decidió aumentar su asalto diciéndole a la
mujer enfrente que tome otras bolsas de allí arriba y
que en ellas meta toda la plata de la caja registradora.

La sumisa mujer hace todo lo que el asaltante le pide,


coloca los billetes en la bolsa grande y todas las monedas
en una más pequeña, luego ella misma las cierra
con un nudo y mientras Hernán sale, sin despedirse
y con la certeza de que aquel robo fue más fácil que
arrancar una flor del parque, emprende la huida. Para
no levantar sospechas salió caminando, como si nada,
pero es en ese momento cuando se manifiesta su
desgracia al ver pasar unos policías en moto justo en
frente de la calle de la panadería. Entonces la dueña
del local no contiene sus intentos para gritar:

-¡Ayuda!, ¡un ladrón!, ¡un ladrón, policía!


22
































 175

E
l Tuerto se sentía perdido ahora con su enfermera
lejos, las manos le dolían y empezaba a sentir un
extraño hormiguear en la punta de los dedos,
los oficiales con sus uniformes y bigotes esperan la
respuesta a sus tan insistentes preguntas. No sabe qué
hacer, se siente perdido, no tiene a dónde ir, desearía
estar en la calle en su madriguera de ratas, pero ahora
se sentía como un pequeño roedor de laboratorio en
el que experimentaban lo médicos y la ley. Estaba
indefenso con las manos atadas a la cama, lejos de su
enfermera, lejos de sus compinches, lejos del manto
de la calle en la noche que todo lo deja al anonimato.
No podía hacer más, los exasperados oficiales lo miran
peor cada que pasa un segundo de silencio, todos con
ojos que lo hacen sentir pequeño, vulnerable, y para
agrandar sus impresiones el Cíclope esta seguro de
que si no se encontrase en el hospital ya lo habrían
golpeado hasta cansarse y por turnos.

–Me hirieron en un atraco, ˗dijo por fin el derrotado


Tuerto.

Al escuchar esas palabras los oficiales cambiaron sus


gestos por uno de sorpresa, se sienten satisfechos y
victoriosos, quieren seguir escuchando y por eso no
dicen nada, sin embargo, el Cíclope nuevamente ha

CRUZANDO LA CALLE






176 


























enmudecido sus labios mirando ahora en dirección a


la ventana.

–Y ¿qué más? ˗preguntó el oficial de apestoso aliento


a ajo mientras encendía la grabadora para registrar el
testimonio.

–Me duelen las manos, mejor dicho, ya no me duelen


porque no las siento.

Esto último fue pronunciado por el Tuerto ya sin


contener su varonil llanto, lloraba como un hombre
con lágrimas incontenibles pero sin lamentos,
naturalmente la voz se le hacía temblorosa, algunas
palabras se le entrecortaban, pero no obstante, a
pesar de lo débil y solo que se encontraba, permanecía
erguido, como aceptando su destino.

En un compasivo acto el policía más delgado de todos


los presentes se acercó al detenido con las llaves de los
metales que lo tenían prisionero aliviando un poco la
presión que estos ejercían sobre las muñecas.

– Ahora sí hable. Concluyó el oficial después de


terminada la operación que nuevamente permite el
flujo de sangre por las venas.

-Fue anoche, por la autopista. Íbamos a robar a un tipo


con plata y el muy desgraciado nos disparó.

–¿Con quién andaba?


































 177

–Con un amigo del barrio.

–¿Cómo se llama su “amigo”?

El Cíclope sin pronunciar palabra.

- ¿Se da cuenta de la cantidad de problemas que tiene


encima y además de que estos pueden empeorar
agrandados por su silencio?

El Tuerto sin pronunciar palabra.

- ¿Vale la pena sacrificarse por ese supuesto “amigo


del barrio” que según nos dijo la enfermera que estaba
cambiándole el suero a la abuela senil de al lado,
lo dejó tirado, en una de las sillas de espera y aún
inconsciente?

Esa última pregunta tuvo un efecto definitivo en el


Cíclope, su enfermera, su amada enfermera, el único
motivo que tenía para vivir en aquel momento, fue
la delatora de su condición ante los oficiales. La de
bendita luz en la mirada y nariz un tanto respingada
lo había delatado mientras estaba inconsciente en el
cuarto de cirugía. Ella, la que muy en el fondo y aunque
no lo sepa ama, había sido la verdugo, la carcelera, la
delatora. Entonces las lágrimas se acrecentaron y todo
el Tuerto se desboronó como oxidado por la sal del
llanto, y empezó a emitir lamentos tristes como los
aullidos de los perros a la luna apenas intercalados por
insultos como dirigidos a la luna misma, insultos y
lamentos que terminaron por asustar a la senil anciana

CRUZANDO LA CALLE






178 


























sorprendentemente callada hasta entonces y también


ella empieza a gritar a todo pulmón sus incoherencias
de vieja niña, ambos unidos en un lamento triste como
desde lo profundo de la oscuridad de una celda.

De dichos lamentos apenas un eco llegó a los oídos de


la ocupada enfermera de vestido blanco que continúa
cumpliendo su misión varios pisos más abajo. Para
callar al Cíclope fue necesaria una cachetada propiciada
por la gruesa mano del oficial con aliento a ajo. Luego
de que el Tuerto se silenciara la solidaria anciana
también enmudeció.

–Mi cómplice, como ustedes dicen, se llama Hernán


Plata, ˗agregó ya repuesto el Cíclope.

Ahora nada le importaba, se sentía muerto, quería


morir, quería desaparecer para siempre, quería
desconectarse, como su ojo invidente, de esta realidad
desoladora y triste de pabellón en el hospital blanco
y silencio en los pasillos, así que continuando agregó:

–Él fue el que se bajó a robar, yo estaba en la moto,


esperándolo, luego no sé qué salio mal, se escucharon
disparos y después de un instante me percaté de que
estaba herido. Hernán fue el que me levantó del suelo y
me trajo acá en la moto, aunque estaba completamente
inconsciente estoy absolutamente seguro de que fue él
el que me trajo, no tengo idea de cómo se las arregló
para hacerlo, pero lo hizo.































 179

El ojo del Tuerto mira hacia arriba, al cielorraso y


el fluorescente siempre encendido, pronunció sus
anteriores palabras una tras otra sin titubear o
detenerse, como si las hubiere pensado desde hace
tiempo, luego continuó:

–Hernán muy seguramente me trajo en la moto así


que él debió quedarse con ella, me imagino que al ver
que todo había salido mal no hizo más que traerme
para acá y volarse para el barrio a casa de una de sus
amiguitas putas. Si mal no recuerdo la dirección que
me dijeron es la casa de ella, él debió ir allá a contarle
todo a su mu...

No alcanzó a terminar la oración cuando fue


interrumpido por el hasta ahora silencioso policía
moreno de bigote que agrega:

˗ Pero en la casa no estaba, nosotros llegamos bien


temprano en la mañana y no encontramos nada aparte
de la moto en frente de la casa.

-(El Tuerto ríe despreocupado) ¿Está seguro? ˗Y


continúa riendo.

˗ ¡Claro! ˗responde perdiendo la calma el moreno


oficial obeso de bigote y agrega:

- ¿Acaso me vio la cara de pendejo?

Afortunadamente el Cíclope supo contener su risa


y lo logró gracias a que de manera muy oportuna se

CRUZANDO LA CALLE






180 


























mordió dolorosamente la punta de la lengua, luego de


ello un silencio que pareció eterno. Todos los oficiales
lo miran con ojos que dicen: ¿y qué más? Pero el Tuerto
no tiene más nada para decir, o tal vez sí:

- Ah, y no tengo la menor idea de qué era lo que estaba


haciendo el día tal a la hora tal, no lo recuerdo, eso
pasó hace mucho tiempo.
23
































 183

L
as noches del viernes para el Punky son largas,
demasiado largas puesto que se extienden hasta
más allá de los rayos del sol del otro día. Como
sabemos, la jornada empezó cuando se encontró con
Hernán, el viejo compañero del colegio, compraron
aquel ron barato que tanto los embriagó mientras lo
bebían renegando de todo y por nada pateando piedras
en la calzada. Luego Hernán se despidió sin mayor
preámbulo que un hasta luego desapareciendo por la
carretera en dirección a la casa. El Punky continuó
su camino, sabe dónde puede encontrar a algunos de
sus supuestos amigos, así que camina en dirección al
parque para ver qué hay de nuevo.

Estando en el parque recordó con odio cómo el Tuerto


lo hirió con aquella navaja en aquel mismo lugar en
una noche de viernes y descontrol como esta, hizo
una mueca con el rostro y continuó caminando hasta
un grupo de gente reunida en lo oscuro de unos
matorrales. Él los conoce a todos y todos lo conocen
así que se saludan chocando los puños de la mano
derecha en señal de “buena energía” y se sienta en el
pasto completando el círculo en el que se encuentran
todos compartiendo el vicio.

El Tuerto lo hirió en una riña insignificante una noche


en la que el alcohol era mucho y tal vez por lo mismo

CRUZANDO LA CALLE






184 


























casi nadie recuerda lo que pasó. Tal vez el Punky sin


querer o queriendo le regó la ceniza en la que se estaban
fumando el bazuco, tal vez pudo evitar lo de la cortada
que le penetró un pulmón si hubiera salido corriendo
pero seguramente para no regar la ceniza que se
estaba fumando se quedó inmóvil. Es muy posible que
el Tuerto, completamente “trabado” intentara robarle
la muy poco valiosa chaqueta de nodrizas y alfileres,
cosa que el Punky no permitió y por lo cual resultó
herido. La cuestión es que después del accidente que lo
internó en el hospital por más de una semana el Punky
se estuvo rehabilitando en la casa bajo los cuidados y
reproches de su trabajadora madre que no entiende qué
fue exactamente lo que le pasó a su hijo si era un joven
ejemplar de inteligencia sin igual y mucho talento. En
esos meses de recuperación el Punky aumentó de peso
puesto que se encontraba casi esquelético al momento
del accidente, de igual manera la relación con su madre
había mejorado mientras a sí mismo se había jurado
no volver a caer en el vicio, pero eso ya no importaba,
luego de sentirse completamente recuperado salió a la
calle a beber algún alcohol y nuevamente se encontró
con sus supuestos amigos que lo invitaron al parque a
fumarse unas “vichas”, demasiada tentación para un
corazón tan noble y adicto que terminó nuevamente
acelerándose al ritmo del palpitar de un roedor, de tal
manera que en cuestión de una semana todo lo que
se había logrado en el tiempo de recuperación había
quedado desecho como el corazón de su madre que no
sabe qué hacer con su hijo pero no obstante no lo aleja
de casa por miedo a que se pierda completamente en la
tiniebla del parque en el que todos sentados en círculo
































 185

comparten el vicio de muerte y miedo que produce


placer.

Todo iba normal como todos los viernes de alcohol y


vicio hasta que una de las mujeres que estaba en el
círculo se empezó a sentir mal. Primero vomitó sin
que nadie se alarmara puesto que por el calibre de las
drogas era lo más normal, pero luego todo empeoró
cuando empezó a ponerse morada debido a los ahogos
que le producían sus mismos vómitos. La temperatura
le bajó hasta que sus dedos parecían cubitos de hielo
y sólo el Punky se percató de lo realmente mal que se
encontraba aquella joven que era su pareja cuando se
acercó para sujetarle la mano y como pudo le avisó al
resto que casi no entendían por estar tan idos en la
droga que ella estaba mal, muy mal.

Le dieron agua y peor se puso, la hicieron levantarse


aunque entre los brazos se les escurría, la pusieron
boca a bajo y ninguna mejoría se veía, entonces el
Punky al igual que todos los presentes en el parque
supieron que era grave, que lo que se necesitaba y de
manera urgente era un hospital.

- ¡Un hospital!, ¡llevémosla a un hospital! ˗Gritó el


Punky ya al borde del desespero.

No es que la quisiera propiamente porque el Punky


no quiere a nadie, sólo no quería verla morir, quería
ayudarla mientras intentaba calentarle las manos con
el tenue calor las suyas. Nadie entendía sus gritos, o
tal vez sí lo hacían pero nadie quería ir a un hospital y

CRUZANDO LA CALLE






186 


























menos en estas condiciones. Todos estaban locos, muy


locos.

Entonces el Punky se dio cuenta de que estaba solo y


como pudo se las arregló para emprender el viaje en
dirección a un hospital y a pesar de su corta estatura
salió del parque con ella en hombros no sin antes
pronunciar los más bajos y sucios insultos a todos los
del círculo que alcanzan a molestarse pero que no le
hacen nada porque en realidad no quieren ocuparse de
dos muertos, así que el Punky se alejó sin mas ni más
con la mujer a cuestas.

Ningún taxista quería hacerles la parada, de hecho, el


Punky no contaba con un peso en el bolsillo y mientras
gritaba que lo ayudaran, cruzando la calle, parecía que
en la ciudad no hubiera nadie. En efecto ya era muy
tarde, todo estaba cerrado, no tenía dinero, no quedaba
más que caminar y seguir caminando en espera de
algo nuevo que les salvara la vida. Más adelante se
encuentran con otro taxista de esos que tienen el turno
de noche y el hombre al verlos acelera espantando
temiendo que se tratase de un atraco; muchos casos se
han visto de parejas que fingen necesitar ayuda y que
cuando la obtienen resulta que todo era un engaño y
después de encañonado el conductor podrían hacer lo
que quisieran, desde quitarle los pocos pesos que había
ganado hasta despojarlo del auto y de sus propias
prendas; tal vez por eso nadie se detuvo aquella
noche, tal vez por eso el Punky tuvo que caminar todo
el recorrido en dirección al hospital con su mujer a
cuestas. Cuando llegó gritó por ayuda para ella, que
































 187

la ayudaran y ya estando en el centro médico todos


se prestaron a colaborarle, mientras lo llevaban a él
a una sala de espera lejos de todos los medicamentos
e inyecciones como una precaución extra para los
desconfiados del hospital que le preguntan al Punky:

-¿Qué era lo que estaba haciendo exactamente?

-¿Qué tipo de drogas estaban utilizando?

-¿Hace cuanto tiempo empezó a darle la crisis?

El Punky responde como puede siempre con la verdad,


dice que se demoró mucho en llegar porque nadie en
esta puta ciudad se había detenido a ayudarle, luego lo
dejan solo en la sala de espera y esperando.

En una de las paredes del cuarto blanco lleno de sillas


hay un reloj que dice entre el implacable movimiento
del segundero que son las cuatro y cuatro de la
madrugada y el Punky, aún “loco” sonríe ante tan
espléndida similitud en los números, siempre, desde
pequeño, ha creído que los números le quieren decir
algo como un mensaje oculto y cifrado que no es capaz
de comprender pero que si entendiera… Nada queda
por hacer más que esperar a que vuelvan los médicos,
tal vez alguna enfermera, con la buena nueva del
estado de su pareja. Si se mantiene lo suficientemente
inmóvil y callado puede escuchar el movimiento del
segundero siempre desangrando el tiempo. El Punky
entra en desespero, quisiera hacer algo pero no puede,
no tiene ni vicio ni la música estruendosa que tanto le

CRUZANDO LA CALLE






188 


























gusta escuchar, por tanto se pone de pie con las manos


imparables por temblores involuntarios llenos de
ansiedad, se acerca al reloj y cuenta segundo a segundo
el aparentemente lento andar del maldito segundero
hasta completar un minuto, entonces intenta observar
el movimiento del minutero que pareciera estático,
siente ganas de destrozar el reloj de un puño o tal vez
tirarlo al suelo pero detiene sus intentos al recordar
que no tiene dinero y que allá, en la sala de urgencias,
los del hospital están tratando de ayudar a su pareja.

A las cinco de la mañana, cuando ya se podían ver los


primeros rayos del sol, el desesperado Punky, que no
había podido dormir en lo absoluto, salió de la sala
de espera. No recuerda exactamente por dónde entró
y después de cruzar un par de puertas se encontró
completamente perdido en un pasillo y luego otro. Los
adormilados enfermeros nada dicen ante su presencia
y lo dejan andar por donde quiera, explorando,
buscando la salida o el departamento de urgencias
para preguntar por su novia pero no atina y continúa
buscando entretenido por los pasillos que parecieran
interminables, luego se encuentra de frente con el
ascensor y por un arrebato más de curiosidad que de
cualquier otra cosa se sube en él espichando un piso al
azar. Al abrirse la puerta se encontró en un pabellón
de enfermos completamente dormidos o sedados y
después de descender continúo caminando buscando
entre los rostros de los cuerpos en las camillas al de
su mujer, acaba de recordar que la estaba buscando
































 189

y se pone a caminar mientras escucha el martillar de


los tacones de sus botas punta de acero con el suelo,
camina y sigue caminando sin esperanza, con ganas
de bajar nuevamente al primer piso para preguntar
por ella, la que ya ahora un poco más cuerdo recuerda
con afecto, tal vez sea verdad, tal vez si la quiere, tal
vez por eso no la dejó morir tirada en el parque, no
sabría decirlo, simplemente la recuerda con un poco
de afecto y quisiera estar junto a ella cuando justo
en frente, en una de las camillas del rincón al final
del pasillo, se encuentra con la silueta del Tuerto que
duerme plácidamente aún esposado a las barandas de
la camilla.

Al principio creyó haberse confundido y para salir de


dudas se tomó el atrevimiento de abrirle el párpado
izquierdo encontrando el infalible azul celeste de un
ojo inservible. Entonces sin pensarlo pero motivado
por el odio y la venganza, tomó uno de los bisturís que
estaban sobre una bandeja olvidada por descuido en la
mesita de noche y se lo clavó con la precisión y firmeza
de un cirujano atravesándole todo el cuello y sin darle
tiempo de chistar al sedado Cíclope que tras no poder
dormir en la noche fue tranquilizado con un calmante.

Todo había acontecido tan rápida y silenciosamente


que el Punky jamás había imaginado trabajo tan
perfecto, pero al dar media vuelta, ya nuevamente en
dirección al ascensor, se encontró con los ojos abiertos
de la abuela senil que lo había observado todo. El

CRUZANDO LA CALLE






190 


























Punky no pude ocultarse nervioso y tras hacerle un


gesto de silencio con el índice alcanzó a dar uno, tal
vez dos pasos, antes de que la abuela interrumpa el
silencio para gritar a viva voz:

-¡Ladrón!
24
































 193

J
osé no lo puede creer, poder sentir a Amparo
entre sus brazos es la materialización de todos
sus sueños, de todos sus deseos y expectativas.
Él sabe que la quiere desde el primer momento que la
vio sentada en el parque bajo la impresionante sombra
de aquel gigantesco y viejo árbol, ahí, tan hermosa
y radiante como siempre, chupando entre tímida
y sensualmente una paleta. Nunca creyó posible
el tenerla tan cerca, el saborearla como en aquel
momento lo estaba haciendo, el beso se extendía entre
muchos otros besos interrumpidos por una sonrisa
o una palabra que ella le susurra al oído pero que él
no entiende por lo cual le pregunta qué es lo que está
diciendo, pero al repetirlo ya no tiene gracia el apunte
y nuevamente Amparo se silencia juntando los labios
para sentir los de su amigo el angelito que la besaba
como temblando; tal vez estaba muy emocionado
al tenerla entre los brazos o simplemente, como se
lo había confesado hace mucho tiempo, porque no
sabía besar. De cualquier manera no importaba, ella
lo entiende, lo abraza, lo mira con ojos que no fingen
el aprecio y que lo hacen sentir querido, luego se aleja
un poco para componerse el cabello con un sujetador
para el mismo.

José aún no sabe si fue cierto, la tuvo en sus brazos,


sí, la acaricio toda, respiró su aliento, sabía a fresas

CRUZANDO LA CALLE






194 


























como tanto lo había imaginado y ahora ella lo miraba


fijamente desde el otro extremo del sofá en la sala para
luego de un instante preguntar:

-¿Quieres agua?

El hombre responde afirmativamente mientras de sus


labios se escapa una inevitable sonrisa. Nada podría
salir mejor, él la sacaría de su vida, la ayudaría a
recuperar su dignidad, él se la llevaría lejos de cualquier
cliente, de cualquier mal recuerdo, él la adoraría, la
perdonaría, la entendería, le consolaría sus tristezas,
le enjugaría el llanto entre su pecho o con un pañuelo.
Se encuentra feliz y sonríe como tonto redescubriendo
con la mirada la sala de la casa de los suegros, ella
debe quererlo, no le cabe la menor duda, esos besos
eran auténticos, esas palabras indescifrables eran
la verdad de sus pensamientos. Muy seguramente
ella descubrió en la noche que lo quería, sí, tal vez
fue eso. No lo sabe, nunca lo sabrá, si bien ese beso
era lo que más deseaba siempre que estaba cerca de
ella no entiende el porqué de la materialización del
mismo, lo quería, seguramente había descubierto que
en realidad lo quería. Tenía ganas de preguntárselo
pero no encontraba la manera de hacerlo mientras los
segundos se hacen interminables y nada que aparece
ella con el vaso de agua desde la cocina, entonces él
se pone de pie con gesto triunfante y camina con la
confianza de un amante amigo hasta la cocina, se
encuentran justo en la puerta de la misma, ella lleva
el vaso de agua en las manos y lo mira con un tanto de
sorpresa pero sin alarmarse antes de decir:
































 195

- Yo te dejé en la sala.

- Si, pero me aburrí de hablar con el péndulo del reloj y


vine a ver por qué demorabas.

Al terminar estas palabras José se acerca lo suficiente


como para alcanzar a bajar del cielo otro beso, luego
del cual ambos sonríen puesto que acaban de hacer
un reguero de agua por el suelo, entonces tienen que
volver a entrar en la cocina para buscar un trapero y
limpiar el desorden. José no se aleja ni por un instante,
siempre la mira como queriendo guardarla toda en
la memoria, como si fuera la última vez que pudiera
hacerlo, entonces nuevamente caminan en dirección a
la sala, hablan con mucha mayor confianza que antes
y se besan en el intermedio de las palabras, él no creyó
posible que las cosas pudieran ponerse mejor pero así
fue cuando ella le dijo que podía hacer lo que quisiera.
Al principio no entendió y continuó besándola en la
boca y por el cuello pero entonces ella volvió a repetir
su afirmación:

- Puedes hacer lo que quieras.

Él sonríe diciendo que esa es una afirmación muy


amplia, que su imaginación vuela, que…

Pero ella nuevamente lo besa juntando todo,


absolutamente todo su cuerpo al de él que no puede
evitar excitarse y sonrojarse por dicha excitación,
pero eso ya no importa porque tembloroso empieza a

CRUZANDO LA CALLE






196 


























descender por el cuello de ella tras haber comprendido


el mensaje, luego se deshizo de una de las tiritas que
tiene sobre los hombros la pijama bajándola levemente
hasta descubrir el pezón con el que se entretuvo la
lengua juguetona mientras las respiraciones se hacían
más profundas y los cuerpos cada vez estaban más
juntos. Ella le toma de la mano y poniéndose de pie lo
conduce a su cuarto.

Tras atravesar la puerta e ingresar a la habitación


los besos vuelven a recuperar su intensidad anterior
convirtiendo las exhalaciones en bufidos, ambos se
dejan caer sobre la cama aún con la ropa puesta y sin
despegar los labios de bocas con lenguas ansiosas que
entran, salen, saborean y huyen de los dientes que
muerden levemente el borde de otros labios igual de
humedecidos por la saliva que ahora es compartida.

Todo el cuerpo de él tiembla por la vergüenza, el


miedo y el deseo, ella lo siente temblar y se comporta
aún más tierna procurando olvidar todo lo que sabe,
dejando que las cosas fluyan y motivándolo para que
no detenga la mano titubearte que empezó a descender
por entre el hilo dental y la piel blanda y abultada de
la nalga. Ella se descubre al ayudarle a deshacerse del
tormentoso e incomodísimo sostén, luego tienen que
separarse aunque no quisieran para que se deshaga
de la camisa del pijama liberando a la gravedad sus
deliciosos senos que parecieran sonreír en el aire.
En ese momento las manos de Amparo empezaron
a liberar uno a uno los botones de la camisa de José
que se entretiene ayudándole. Luego él quiere quitarle
































 197

el minúsculo pantaloncito que tiene puesto y ella lo


detiene como sonriendo para agregar:

- Primero tú.

Entonces José se sonroja aún más ante la implacable


necesidad de quedar desnudo, trata de evitar el
quitarse la ropa y vuelve a besarla por todas partes,
por la boca, el oído, el cuello, la finísima clavícula, los
pezones y el ombligo. Ella lo detiene agregando que le
produce cosquillas eso último del ombligo pero él sube
nuevamente para agregar:

- Si te da risa, ríe.

Pero antes de cualquier otra cosa los labios ya se habían


vuelto a unir, juntando ambas pieles que se sienten
mutuamente y sin interrupciones como blandas y
calientes caricias que sienten que son acariciadas,
entonces se vuelven a desprender los cuerpos sin
querer hacerlo, él se toma su tiempo para desatar uno
a uno los cordones de los zapatos mientras ella le mira
expectante, luego afloja la correa, suelta el botón,
baja el cierre y después de quedar en ropa interior
se ocupa de que vuele por los aires de la habitación
el pantaloncito que ella tiene, no quedando más que
cubra su desnudez que el minúsculo triangulito de
tela en el entrepierna, entonces se vuelven a besar, se
abraza, se sienten cerca, la fricción entre los cuerpos
y los miembros, su respirar, el exhalar, el olor de su
piel, el de su pelo, el de los pechos, el sabor divino
que brota de los pezones en punta completamente

CRUZANDO LA CALLE






198 


























humedecidos por la saliva. Entonces él dice entre


jadeos mientras una de las manos de ella le acaricia
las nalgas, que no tiene cómo protegerla puesto que
aunque es su primera vez sabe la importancia de los
preservativos. Al escuchar esto ella le besa por unos
cuantos largos minutos en los que la fricción se hace
más intensa y luego de un rato interviene para agregar
que ella tampoco pero que si no le hace el amor en ese
preciso momento se va a volver loca.

Entonces ya nada importa, simplemente se dejan


llevar, él se quita sus pantaloncillos y casi al mismo
tiempo se deshace del hilo dental de Amparo que
ahora lo mira con las piernas abiertas como esperando
qué va a hacer. Él no sabe, titubea, ha visto muchas
películas, ha leído revistas, pero nada recuerda, ahora
y desnudo tiembla mientras la observa con las piernas
abiertas observarlo. Ninguno de los dos hace nada, se
encuentran inmóviles por instantes que parecieran
eternos, luego él se acerca y la besa, la besa en los
labios dejando caer su cuerpo sobre el de ella pero
sin reposar todo su peso, entonces giran mientras se
acarician y la penetra.

Se descubrieron el uno al otro palmo a palmo


haciéndose el amor en aquel cuarto y mientras ella
descansa sobre él con el cuerpo desnudo y la sonrisa en
los labios, su piel que la siente sentirlo le confirma que
aunque no está durmiendo se encuentra en un sueño.
Ambos, felices, complacidos, con la extraña certeza de
haber subido hasta las estrellas, sin decir nada ahora
hablan con la sonrisa pura y voluntaria que se escapa































 199

mientras descansan. Ella quiere escuchar un poema


y él que no encuentra la manera de explicarle que
no existe verso comparado al sabor de sus labios que
saben a ella, quisiera decirle algo tierno comparable
a su belleza de mujer hermosa chupando dedo en su
pecho y sonriendo, pero no encuentra mejores palabras
que una caricia que nace en el oído, desciende por el
cuello y la espalda, bajando firme y delicadamente,
tallando su piel en un vano intento por aprender de
memoria sus curvas, mientras la mano desciende y
acaricia fertilizándolo todo al erizar la piel. Ella se
abre como el botón de una rosa, igual de esplendorosa,
le abraza, se abrazan, quisieran estar así el resto de sus
vidas, por fin completos, por fin tranquilos. Él toma la
mano de ella y la lleva a su pecho, quiere enseñarle su
corazón, quiere entregárselo, si pudiera sacarlo como
el mejor de los regalos lo haría puesto todo lo daría por
su diosa divina, y le da un beso en la frente mientras
improvisa lo mejor que puede al decir muchas palabras
que no recuerdo pero que resumidas le dicen que la
quiere con ese tono tierno que sólo puede articular la
voz melodiosa de la verdad, mientras ella levanta la
mirada con sus ojitos como abejorros buscando flor
para posarse.

Luego de pasar un buen rato abrazados y satisfechos


deciden ponerse de pie, quisieran darse una ducha
pero el tiempo ahora es poco ya que muy prontamente
volverán los padres de Amparo así que buscan en el
suelo las prendas abandonadas, él encuentra los
pantaloncillos y ella busca entre los cajones un tanga
limpia para ponerse. Luego de colocarse el sostén

CRUZANDO LA CALLE






200 


























y antes de que se pusiera la camisa que ya tenía


seleccionada, José, que ya tiene puesto el pantalón,
la detiene para entregarle un regalo cuidadosamente
envuelto en papel celofán color naranja que llevaba en
la maleta de los útiles escolares, y tras abrirlo Amparo
encuentra mal doblada la camisa blanca de pepas
negras que tanto había dicho que quería, aún con las
marquillas y con el inconfundible olor a nuevo.

Al ver la prenda la mujer rompe en un estruendoso


llanto absolutamente incontenible y abrumador, sus
gestos cambiaron inesperadamente y de su ternura
en la cama quedó nada al empezar a golpear con
femeninos puños el descubierto pecho de José que no
tiene idea de lo qué esta pasando y que tratando de
calmarla con palabras como: mi amor, mi vida, ¿qué
pasa?, ¿qué tienes?, fue despachado de la casa sin
siquiera tener la oportunidad de ponerse los zapatos
que Amparo le tiró por una de las ventanas después de
cerrada la puerta.
25
































 203

R
osalía mandó a seguir al perfumado capitán a la
sala de su casa después de recoger el cajoncito
del chance; no sabe exactamente porqué aceptó
su invitación pero ya no podía echarse para atrás y
teniendo en cuenta que no había cenado aquella noche
creyó que era su derecho el permitirse salir a tomar un
nuevo aire en la calle. Tampoco recuerda cuando fue
la última vez que la invitaron a cenar, tal vez nunca
antes la habían invitado y con mayor razón no podía
darse el lujo de desaprovechar dicha invitación así
que subió a su cuarto y después de sacar las pepas de
naftalina cuidadosamente ubicadas en los bolsillos
del vestido fúnebre, bajó casi corriendo y acalorada a
lavarse la cara con potados de agua cual baño de gato.
Entre tanto el capitán espera con rostro sonriente
mientras llega a la conclusión de que en definitiva es lo
menos que ha esperado a que se componga una mujer,
pero estando sumergido en sus meditaciones no se
dio cuenta de los ojos que desde más atrás del patio
lo estaban observando, era la loca atrincherada en el
patio que sumergida en la noche y la espesura de las
plantas parecía invisible, ella lo miraba como perdida
y temblorosa con rostro de haberlo reconocido o como
si le recordara algo, pero aún con la duda producto del
olvido que la mantenía atónita en la contemplación
del cuadro, mientras observaba a su hermana con el
mejor de los trajes y al contemporáneo capitán que

CRUZANDO LA CALLE






204 


























se compone el bigote mientras espera que Rosalía


termine con su baño de gato.

El perro marrón no ha parado de ladrar desde el


momento que vio ingresar al anciano capitán, pero
no obstante el gato negro lo recibe con un tanto de
confianzuda familiaridad pues se conocen desde hace
tiempo ya que el negro animal que deambula por la
noche saltando de tejado en tejado muchas veces ha
llegado a casa del capitán que al reconocerlo como
mascota de Rosalía lo acaricia y alimenta. Por tanto
vemos al retirado militar entretenido consintiendo al
gato, apaciguando al perro y observando a Rosalía que
se maquilla los pómulos con uno de los rubores que
vende. Luego de unos contados minutos Rosalía se
encuentra resplandeciente en la medida de lo posible,
aún se le puede ver un poco de mugre en el cuello pero
el capitán sonríe sin importarle dicho detalle para
agregar que quedó esplendorosa, halago por el cual
Rosalía sonríe como una colegiala disculpándose por
la demora, luego la mujer grita con su quebrantada voz
que va a salir y que llega en la noche. Ambos viejos
se van en dirección al restaurante después de haber
cerrado la puerta pero eso sí no antes de extremar las
precauciones con la loca a la que le recuerdan que el
agua de panela está en la cocina con gritos a los que no
responde, pero eso no importa, ahora ambos caminan
apenas mirándose el uno al otro hasta alcanzar un taxi
que el capitán detiene con un estruendoso silbido.

La Flaca salía de la casa de la mamá de Hernán justo


































 205

cuando Rosalía y el capitán se subían al vehículo, así


que no despegó sus por naturaleza curiosos ojos del
espectáculo, saboreándolo lo más que pudo en aquel
instante que duró la caminata de ambos viejos uno
muy junto del otro y luego el abordar el taxi para
desaparecer rumbo a un misterioso lugar que aumenta
en gran proporción la intriga. Luego continuó
caminando haciendo un gesto con los hombros
y sonriendo con una carcajada tan falsa como su
felicidad. No puede quejarse, después de contarle lo de
la pelea de su hijo en la calle a la bondadosa señora,
ella había sido mucho más generosa que de costumbre
permitiéndole repetir y hasta fritándole un delicioso
pedacito de carne que le recordó a la Flaca que también
era carnívora mientras se quitaba los hilitos de los
tendones que se le habían metido entre los dientes.
Estaba satisfecha por el momento su hambre eterna y
llegó a la conclusión mientras caminaba en dirección a
su casa que nada más podría pedir ¿o tal vez sí?

Rosalía jamás en su vida había contemplado tanta


elegancia y finura, por momentos se sentía como una
princesa ascendiendo por esas escaleras en espiral
todas anchas y con el pasamanos adornado de brillante
bronce finamente acabado con la figura del rostro de
un león mostrando los dientes. Ella se percata de que
todos los observan a ambos como si fueran el centro
de atención pero con miradas que no le gustan a pesar
de que no las entienda, pero ni ella ni el capitán hacen
caso al exigir la mesa cuidadosamente reservada con
anterioridad y que tenía una bonita vista sobre la

CRUZANDO LA CALLE






206 


























carretera desde el segundo piso. Ya estando sentado


ambos empiezan a hablar de sus monótonas vidas,
el capitán le pregunta por el número ganador de la
lotería del día anterior y ella responde la cifra de un
tirón haciendo alarde de su buena memoria, luego
sonríen y el capitán pide champaña al joven mesero
que les trae la carta.

Cierta idea siniestra se ha apoderado de la mente de


la flaca en ese caminar de regreso, cierto deseo bajo y
mundano se había apoderado de ella con voz propia;
aún no lo entiende pero continúa caminando ahora con
el seño fruncido y torciendo y retorciendo las manos
de dedos largos y blancos que empiezan a temblar con
una ansiedad injustificable.

El capitán tiene deseos de bailar y así se lo manifiesta


a su acompañante quién por su parte, ya desinhibida
por una buena cantidad de copas de champaña, accede
encantada aunque antes de ello advierte que en realidad
nunca aprendió a bailar. Eso no le importa al capitán
que no puede creer ya estando en la pista de baile que
persona alguna pudiera ser tan amotriz y Rosalía ríe
tranquila e inocentemente mientras nuevamente
intenta coger el ritmo apretado del capitán que baila
como cualquier bailarín de las películas mientras
también sonríe al renunciar al baile y entregarse más
bien a dar pequeños saltos que armoniza con el sonido
de la música, mientras todos los presentes de aquel
lujosísimo restaurante empiezan a sentirse indignados
por semejante burla a los principios y la clase.
































 207

La Flaca ahora sí parece una muerta en vida inmersa


en un espeso trance casi nauseabundo, quiere que
algo en algún momento le salga perfecto, como ella
lo desee, tal vez llegó a dicha decisión al ver a los dos
viejos del bario andando como colegiales deseándose
pero sin atreverse a manifestarlo, tal vez siempre había
deseado lo mismo pero era tan cobarde que nunca se
había atrevido a hacerlo o simplemente escuchó con
mayor atención que la debida a una voz de las que
últimamente le hablan y le dicen lo que tiene que hacer
y lo que debe decir, de cualquier manera ingresó a la
casa de su padre sin que nadie la notara no haciendo
ruido con la llave al abrir la cerradura.

De repente los músicos cambian la tonada instrumental


por la ejecución de un popular bolero que Rosalía
conoce de memoria y la mujer se encuentra tan feliz
en aquel momento, escuchando una de sus canciones
favoritas, con una amena compañía y un tanto ebria
por las numerosas copas de champaña, que empieza
a cantar a todo pulmón la estrofa que ejecuta aquella
cantante mexicana con toda el alma coincidiendo en
algunos tonos y desatinando en casi todos los demás
hasta el punto que antes de que terminase la canción el
capitán y Rosalía fueron sacados casi a patadas, entre
carcajadas por parte de ambos e insultos provenientes
de algunos de los meseros que, exasperados por las
insistentes quejas de los demás clientes de la alta
sociedad del restaurante y a pesar de echarlos como
perros, les exigen que paguen hasta la propina de
dichos meseros que los acompañaron hasta la puerta
tomándolos del brazo.

CRUZANDO LA CALLE






208 


























Nada les importaba a esa pareja de jóvenes ancianos


que reían mientras coinciden en que aquella noche
ha sido la más interesante y entretenida de todas en
su vida, el capitán olvidó por un momento el rostro
de sus soldados muertos mientras ayudaba a Rosalía
a cruzar la calle, ahora sin rumbo fijo, pero con una
inquebrantable sonrisa en los labios. Más adelante los
alcanza un taxi al cual suben sin mayor precaución,
ahora el motor suena mientras el auto avanza y los
pasajeros se miran por el reflejo de los cristales de
la ventana sin articular palabra pero dichosos por
tan desastrosamente encantadora velada. Es bien
entrada la noche y la única que se percata de la llegada
de los dos jóvenes ancianos fue la mamá de Hernán
que como se sabe estaba esperando a su hijo con un
chal cubriéndole la cabeza y sobre los hombros para
protegerse del frío.

Entre tanto la Flaca había entrado a la casa, como


se había dicho, de puntitas y delicadamente, sin
que ninguna de las hermanastras se despertara,
caminando, subiendo las escaleras hasta la habitación
principal en donde dormía su decrépito progenitor
que aún se resiste a morir, pero ya el macabro rostro
de la Flaca está dispuesto a otra cosa cuando toma la
almohada como lo vio hacer en la película que estaba
mirando ayer Hernán antes de su llegada, y sin más ni
más, sin meditarlo ni planearlo, la Flaca se lanza sobre
su ancianísimo padre tapándole la respiración con la
almohada. El decrépito viejo, enfermo y sin fuerza,
apenas intentó moverse de un lado a otro aleteando
con sus inútiles manos antes de caer muerto.
































 209

Cuando Rosalía abrió la puerta de su casa se llevó


una gigantesca sorpresa al toparse con los desvelados
ojos de la hermana loca que la mira y lo mira de pies
a cabeza empezando a hablar disparates mientras lo
indica indudablemente. Tal vez a causa de los gritos
de ambas mujeres; que pelean justo en el momento
en que Hernán pasa completamente ebrio frente a la
acera para llegar a casa dónde su madre; el asesinato
del padre de la Flaca a manos de su propia hija quedó
sumergido en el más profundo de los misterios hasta
el otro día en la mañana, cuando las hermanastras
despiertan y se dan cuenta de que el viejo por fin está
muerto y tras bajar al garaje para contarle a la delgada
mujer lo del funesto acontecimiento, la encuentran
hablando sola frente al espejo en un monodiálogo de
culpa del que sólo se entiende:

–Fuiste tú.
–No, tú.
–Yo no, fuiste tú, tú me dijiste.
–¿Pero quién lo hizo?
–¡Tú!
–¡No!, yo no. ¡Fuiste tú! ˗E indica con violencia el reflejo
en el espejo mientras sola sonríe con una carcajada tan
deformada como su felicidad

De cualquier manera en la noche la acalorada discusión


tomó otros rumbos al atinar a decir la abuela loca que
fue él, que él estaba, y ni el capitán ni Rosalía entienden
mientras la loca continua indicando, escupiendo y
maldiciendo al capitán que se sonroja mientras Rosalía
levanta su voz y hasta su puño para defenderlo, luego

CRUZANDO LA CALLE






210 


























de unos minutos de intensa discusión muchos de los


vecinos que no se sorprendían por la gritería de las
locas las insultaron mandándolas a dormir, por lo
cual entraron a la casa para continuar conversando
mientras la loca da vueltas y manotea indicando al cielo
por la presencia del demonio en su casa, y así le dice:
D-e-m-o-n-i-o, justo antes de recibir una cachetada
propinada por Rosalía muy a pesar de todo, puesto
que es la primera vez que levanta la mano para pegarle
a su hermana mayor, quién rompe en sollozos como
una niña acurrucándose para decir entre lamentos:
ya me acuerdo, fue él, él era uno de los soldados que
dispararon aquella tarde a Pedro y a los otros veinte
muchachos campesinos por no haber dicho dónde se
escondía la guerrilla, aquella tarde en la que el agua
cayendo tenuemente del cielo formaba el arco iris.

Al escuchar esas palabras el capitán recuerda la pesadilla


reincidente que no le permite dormir mientras se lleva
el puño al pecho golpeando insistentemente motivado
por el sentimiento de culpa, era cierto, aquella mujer
que él mismo había dejado escapar al desobedecer las
ordenes de un superior que le asignó matarla por ser la
único testigo de la masacre, era la misma anciana que
arrugada como él tenía vivo el pasado, ese pasado de
bigote negro y espeso sobre los labios y bajo la nariz.
Antes de que el hombre empiece a llorar ya Rosalía que
acaba de comprender todo lo ha echado afuera.
26
































 213

L
o dejaron hacer una llamada, sin dudarlo marcó
el teléfono de la casa; la mujer al otro lado de
la bocina se alegra al escuchar la voz de su hijo
y antes de que él diga algo ella le comenta que han
venido varias veces unos policías a buscarlo, le suplica
que vuelva a la casa y le cuente lo que está pasando,
que ella lo ayuda, que conoce un abogado que…

–Mamá, la estoy llamando desde la cárcel.

La pobre mujer no supo dónde se quedó, su voz se


quebró y después de un instante agregó:

–¿Qué estaba haciendo mijo?, ¿en qué cosas anda?

–Me cogieron robando.

–¿Y eso usted por qué roba mijo si usted sabe que no
tiene necesidad, que yo mal que bien le doy todo lo que
necesita, eso si no podrá tener muchos lujos pero ni la
comidita ni la ropita le ha faltado?

–Tenía hambre mamá, me estaba robando un pan.


–Dijo con el tono propio de un niño regañado.

Cuando la anciana y bondadosa mujer escucha las


palabras de su hijo el sentimiento de culpa se hizo tan

CRUZANDO LA CALLE






214 


























pesado que creyó desmayarse, ella lo había echado de su


casa, lo había tirado a la calle a que aguantara hambre
y frío, ella lo había dejado solo y si bien nada de lo que
estaba pasando era su culpa se sentía completamente
responsable, –mijo no se preocupe y no llore (siendo
ella la única que se encuentra llorando), yo conozco un
abogado que era amigo de su papá y voy a llamarlo,
verá que él nos ayu…

No alcanzó a terminar de hablar la mamá de Hernán


cuando uno de los guardias le cuelga la llamada
diciendo:

–Se le acabó el tiempo –mientras lo conduce casi a


golpes hasta el fondo del pasillo.

Cuando Hernán estaba entrando al calabozo se topó


con la Flaca en camisa de fuerza que se encontraba
desde las horas de la mañana detenida y sedada,
sin importar los sedantes lo reconoció por lo cual lo
saluda con un piropo bajo mientras le lanza un beso a
través de la distancia con una espesura tal que Hernán
pudo sentir lo húmedo en la saliva del mismo. Luego
ingresa a su celda provisional mientras se adelanta lo
del juicio. Ya estando adentro de la habitación azul
con graffitis en las paredes de dos metros por dos
metros el abatido Hernán se recuesta en un catre que
la misma tiene en todo el centro. Estaba muy cansado
después de tanto caminar, aún con el estómago vacío
por ni siquiera haberse podido comer el pan por el que
lo atraparon y escucha por boca de un guardia que
tienen grabada la acusación del Tuerto que lo delata
































 215

como uno de sus cómplices, mientras se entera de la


muerte del mismo a manos de un desconocido del cual
se cree era un sicario encargado de procurarle silencio,
pero no le sorprende eso tanto como el enterarse que
ese mismo sicario, alias el “Punky”, había sido dado de
baja en el mismo hospital por uno de los guardias que
se encontraban de turno, quién actuó de inmediato
disparando al ser alertado por una paciente que ahora
no puede dormir por haber presenciado el sangriento
espectáculo. Agrega que tras haberse comprobado la
cercanía entre el Punky y él, la teoría de que el asesino
actuaba bajo sus órdenes queda ante los jueces como
la más aceptada hasta que se demuestre lo contrario.
Al escuchar esas palabras Hernán responde exaltado
y a manera de gritos, al saber que no tiene pruebas,
que la muerte del Tuerto no tiene nada que ver con él.
Aunque admite lamentar mucho más el haber perdido
al Punky.

El oficial desaparece y después de un par de horas


regresa con la madre del acusado y un abogado. La
mamá de Hernán no puede ocultar su tristeza mientras
abraza al hijo atrás del los barrotes, luego escucha
atenta la lectura del reporte que el abogado lee en voz
alta después de haberlo conseguido con alguno de
sus contactos, en aquel momento la mamá se entera
que lo del robo del pan es tan insignificante que ni
aparece en el reporte; hasta la misma afectada dijo en
su declaración que si hubiera sido solamente el pan
se lo habría regalado; y no obstante la lista de delitos
se extiende a medida que la lectura avanza, que porte
ilegal de armas, que homicidio premeditado, etc.

CRUZANDO LA CALLE






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Otra de las cosas para resaltar de la conversación con


el abogado es que le dijo, hablándole desde afuera de
los barrotes, que según todos los antecedentes que
se tenían, las pruebas y el testimonio, lo mejor que
podía hacer era declararse culpable para acogerse a la
rebaja de pena que la confesión amerita. Hernán llora
al abogado alegando que la muerte del Tuerto a manos
del Punky no es su culpa, agrega que seguramente el
Punky lo mató en un ajuste de cuentas por una herida
anterior que le había propiciado el Tuerto. El abogado
no fingió al exaltarse, dichas palabras podían salvar la
libertad de su defendido, pero la emoción no le duró
mucho al escuchar por la misma boca de Hernán que
no posee testigo alguno, primero, por que no supo
quién estuvo aquella noche de violencia y sangre,
segundo, porque aunque los conociera sabe que con
los del círculo no se puede contar y menos con cosas
que impliquen acusaciones legales. De esta manera
y mirándolo desde donde se le mire, Hernán estaba
perdido.

Igual de perdida estaba la Flaca a la cual ya no le importa


nada, la crisis de delirio se intensificó haciéndose por
el momento constante y pareciera que no entiende lo
que le dicen, pareciera que estuviera en otro mundo, se
ha escondido en ella misma cavando una caverna con
sus tenazas, en la cual se escondió a morir encerrada
y bajo tierra, renunciando al mundo de afuera al verse
privada de su libertad y atormentada por la pesadilla
de la materialización de un deseo malo, muy malo,
como la sangre que no deja de correr.
































 217

El juicio de Hernán no duró mucho, después de llorar


toda la noche solo en su fría celda salió un tanto
repuesto pero con rostro de fatiga confesándolo
todo de la manera más cruel posible. Sabía que ya
nada importaba, que de cualquier manera los delitos
iban a ser los mismos así que se extendió hablando
de la vida desperdiciada y el desperdicio que era la
vida, habló sin tapujos como desahogando todo ese
sinsentido desenfrenado que lo había lleva a robar y
en fin, a dónde se encontraba. Dicho discurso le valió
a Hernán varias comillas en las que el escritor de la
crónica en el diario colocó largos párrafos textuales de
impecable composición sintáctica articulados por el
descorazonado corazón de Hernán que al terminar sus
palabras que lo acusan culpable se da cuenta de que la
única que lo ha escuchado es su madre.

Cuando se estaban llevando al nuevo reo él pudo


observar entre los asistentes a Amparo con uno de sus
mejores trajes, se veía hermosa, él no tuvo tiempo de
despedirse, sólo se fue mirándola fijamente hasta que
lo sacaron dos fornidos guardias en un auto blindado,
especialmente acondicionado, y en dirección a la cárcel
para mayores.

En cuanto al capitán, la tristeza se apoderó de él y se


puede decir que hasta la fachada de su casita blanca
tiene arrugado el tejado. La tristeza se escucha desde
la calle con las canciones de boleros melancólicos
y desalmados, mientras los vecinos que pasan y
escuchan se percatan de la ausencia del capitán con su
mecedora en la calle. Ya no habla con nadie y aunque

CRUZANDO LA CALLE






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jamás lo dijo todo el mundo sabía que estaba triste.


A veces, cuando la tranquilidad se apodera del barrio
a las altas horas de la noche, en las que la ciudad
pareciera un angelito recién nacido y dormido, se
pueden escuchar las canciones del viejo que sin poder
dormir fuma su cigarrillo mientras recalienta el café de
la mañana, mientras espera a la muerte que pareciera
lo hubiere olvidado. Ojala él pudiera olvidar también
sus recuerdos, pero lo atormentan vivamente, ante
todo porque el círculo de su pasado se había cerrado
uniendo la fatal injusticia que cometió aquel día
obedeciendo ordenes, con su único amor, la única
mujer que había querido casi sin conocer más que su
nombre, aquella a quién tres cartas escribió antes de
volverse a ir a buscar la muerte retornando a la guerra
por la tristeza que provocó aquella puerta que jamás se
abrió. Ahora no hace más que escuchar melancólicos
boleros, primero porque sus letras son de desamores
y segundo, porque eran las letras que escuchaba él en
los antiguos tiempos, mientras en las tabernas de los
pueblos intentaba borrarse vanamente con alcohol y
mujeres los recuerdos.

Después de unos meses el embarazo de Amparo se hizo


evidente. Hernán no tiene mejor dicha que la de verla
cada domingo cuando va a visitarlo y desde que supo
que próximamente será padre la saluda con un beso
en el vientre mientras la abraza y le agradece por no
haberlo olvidado mientras le confiesa por primera vez
desde que se conocen, que la ama. Ella cambió de vida
como se lo propuso a sí misma guardándose como su
































 219

propio tesoro las pocas gotas del perfume de su esencia,


ahora trabaja en una ferretería como encargada de la
caja registradora. Trabaja con entusiasmo pero sin
gusto puesto que la única ilusión de la semana es que
llegue el domingo para ir a visitar a Hernán, y lo hace
no porque lo ame sino más bien porque le tiene lástima
a la única persona que ha querido, tal vez por lástima
lo sigue queriendo y también por lástima va a verlo.

Por su parte, Rosalía sigue vendiendo chance, con


su cajoncito y el perro marrón que últimamente ha
empezado a toser sangre, todos saben que va a morir
y tal vez por ello la sobrina ya se encargó de buscar un
cachorrito juguetón como reemplazo. Ella piensa en el
capitán a lo menos por un instante en el día ya que
por un par de horas se sintió querida, es una sensación
extraña, casi le parece pecaminosa, pero la guarda
en su pecho como el más valioso tesoro escondido,
ya no en un cofre bajo la cama, sino en el corazón.
Naturalmente el rencor puede más, naturalmente el
orgullo puede más, naturalmente es mejor no cambiar
y dejar las cosas como están. Ella quiere a su hermana
loca, la entiende, en todos estos años su dolor se volvió
compartido, las penas se hicieron propias y el pasado
cobró vida ya que el presente estaba congelado como
su ranchito citadino en esa ciudad cambiante. Ya no
pelean las hermanas con sus anteriormente comunes
alaridos y gritos, ahora se entienden compartiendo la
locura de sus Pedros vivos puesto que cada una tiene el
suyo, para la abuela, su amante, su único amor, y para
Rosalía el sobrino, el desaparecido, el hijo.

CRUZANDO LA CALLE






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El barrio volvió a ser un lugar tranquilo por un


tiempo después de la muerte del Tuerto y el encierro
de Hernán; tal vez los demás tuvieron miedo y se
escondieron, tal vez simplemente crecieron o están
trabajando; pero después de tres o cuatro meses de
tranquilidad volvieron los problemas, la inseguridad
y el miedo reinante que le entrega el poder al que
tiene el arma, ese miedo que vuelve a ser el mismo
pero ya no perpetrado por las mismas manos, ahora
son otros jóvenes también con ganas de problemas
comandados por José, que aún continúa sin entender
qué salió mal con Amparo, mientras se guarda para sí
la atormentadora verdad de que el niño que ella espera
es de él.

23/08/2007

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