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LA MADRIGUERA

AUTOR

JAIRO ANIBAL NIÑO

PERSONAJES:

EL SEÑOR PRESIDENTE:

ELSECRETARIO PRIVADO DEL SEÑOR PRESIDENTE:

TEATRO CIRCULAR:

Oscuro total. Una trampa parece abrirse en el piso del escenario y deja pasar a dos sombras
que surgen acezantes.

VOZ: ¿Dónde estará la luz?

VOZ: búsquela, carajo.

VOZ: no conozco el lugar.

VOZ: ¡le he dicho que la busque!

VOZ: sí, señor.

PAUSA. UNA SOMBRA SE DESPLAZA TANTEANDO EN LA OSCURIDAD. DE


PRONTO COMO SI TROPEZARA CON UN INTERRUPTOR, SE PRENDE LA LUZ
DE UN BOMBILLO. SU REFLEJO VIOLENTO HIERE LOS OJOS DE LOS
PERSONAJES. APARECE UN HOMBRE VIEJO CON UNIFORME MILITAR.
PARECE QUE SE VISTIO APRESURADAMENTE PORQUE SU GUERRERA ESTA
MAL ABOTONADA. DE PRONTO SE DESCUBRE QUE SE HA PUESTO LA
GUERRERA SOBRE LA CAMISA DEL PIJAMA. A SU LADO, COMO UNA SOMBRA
DESMIRRIADA DEL MILITAR, ESTA UN HOMBRE JOVEN QUE EXUDA UN
HALO SENIL. VISTE UN IMPECABLE VESTIDO DE LOS DENOMINADOS
“ESPINA DE PESCADO”. CON UN PAÑUELO LIMPIA SUS LENTES.

Presidente:

¿Cómo pudo pasar esto?

Secretario:

No lo sé.

Presidente:

De pronto, los sentimos como invasión de marabuntas.

Secretario:

Tiene razón. Como hormigas asesinas, inundaron los salones y corredores del palacio.

Presidente:

Mis guardias, que dormían en el suelo como perros fieles frente a la puerta de mi
dormitorio, fueron degollados. Cuando desperté por los empujones de la puerta y salte de la
cama, mis pies se hundieron en un agua viscosa y caliente. Era sangre. Por eso supe que
mis leales guardaespaldas habían sido acuchillados.

Secretario:

No sé cómo pudimos escapar.

Presidente:

Un milagro de la virgen de Chiquinquirá. Ella me ha protegido siempre. (Pausa)

Secretario:

Tuvimos suerte.
Presidente:

¿Dónde estará mi mujer?

Secretario:

Debe haber escapado por la puerta de atrás.

Presidente:

Ojala.

Secretario:

¿Aquí estaremos seguros?

Presidente:

Sí. Este es un refugio secreto que mando a construir el General José Encarnación
Almanares, cuando fue presidente. Lo descubrí por casualidad gracias a unos planos
guardados en el archivo del palacio. Esos papeles los queme. Así, a excepción de los dos,
nadie en el mundo conoce la existencia de este hueco.

Secretario:

Al General Almanares lo mataron.

Presidente: (con furia contenida)

¡Sería mejor que se callara, ave de mal agüero!

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Lo mataron por pendejo, cuando estaba visitando a su moza. Lo agarraron en la cama y lo


mataron. Lo mataron en peloto. Dios nos ampare de una mala hora parecida. ¿Se imagina el
cuadro? En peloto un hombre no puede hacer nada. Antes de que le llegue la bala, se muere
uno del bochorno.

Secretario:

Sí, señor.

Hay una pausa. El presidente se pasea por la estancia. Es una desnuda y extraña buhardilla.
En medio de ese desierto, se destaca como único elemento un baúl.

Secretario:

¿No verán la luz del cuarto? ¿No escucharan nuestras voces?

Presidente:

No. En los planos, con su propio puño y letra el General Almanares estampo: impenetrable,
invisible, inaudible. Y es verdad, yo mismo hice experimentos y pude comprobarlo. El
General sabía hacer las cosas.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Será cuestión de esperar unos minutos hasta que las tropas contraataquen y desalojen a ese
canalla. ¿Qué hora es?

Secretario: (consultando un reloj de bolsillo)

No lo sé. El reloj se ha parado.

Presidente:

Antes de una hora, la sangre de los revoltosos inundara este viejo palacio presidencial.

Secretario:

El batallón de la guardia tuvo que retroceder. Vi cuando caían como moscas en la plaza.
Presidente:

¿Se le olvida que el ejército es algo más que ese batallón?

Secretario:

No, señor.

Presidente:

En último caso, sería cosa de esperar que las tropas del Coronel Sigifredo Portilla lleguen a
la capital.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente: (para sí)

¿Qué habrá pasado con los de la escuela militar?

Secretario:

Ya deberían estar aquí.

Presidente:

Ya deberían estar vomitando candela.

Secretario:

¿Y si cayeron en manos de los rebeldes?

Presidente:

Ni maricas que fueron.

Secretario:

Sí, señor.
Pausa. El presidente abre el baúl. Saca un montón de periódicos amarillentos, trajes de
mujeres, un vestido de novia, un sable y una muñeca muy grande de trapo.

Presidente:

¡Que vainas tan raras guardaba el General Almanares!

Secretario:

Bonito el sable.

Presidente:

Estos trapos deben haber pertenecido a alguna de sus guarichas.

Secretario:

¿Para qué tendría ese traje de novia?

Presidente:

¿Por qué lo pregunta?

Secretario:

El General Almanares, alma bendita, murió soltero.

Presidente:

Tenía el palacio lleno de putas.

Secretario:

El mes pasado, al tumbar una pared para ampliar el salón de baile, encontramos cinco
esqueletos de mujer.

Presidente:

¿Cinco esqueletos?

Secretario:
Parecía obra del General Almanares. Dicen que acostumbraba emparedar a sus mujeres
infieles.

Presidente: (asombrado al tocar algo dentro del baúl)

¡Alabado sea Jesucristo!

Secretario:

¿Qué pasa?

Presidente: (desenvolviendo un objeto protegido con papel de seda)

Una botella de brandy. (La observa con delectación) añejo y de buena marca, como le
gustaba al General.

Secretario:

Y como le gusta a su excelencia.

Presidente:

Mientras estemos aquí me puede decir simplemente, señor presidente.

Secretario:

Sí, señor.

El presidente bebe un gran trago. El secretario lo mira con ansiedad, como esperando que el
presidente le ofrezca.

Presidente:

A usted, no le voy a dar. Se toma dos tragos y se pone hablar pendejadas.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:
Ayúdeme a trepar a esa claraboya. (Señala una claraboya imaginaria. El secretario cruza los
dedos para ofrecer un punto de apoyo al pie del señor presidente. El peso de este es superior
a sus débiles fuerzas. Lo intentan en varias ocasiones y al final, semejan un par de payasos
representando un número de pálida comicidad)

Secretario:

No puedo, usted está muy gordo.

Presidente:

Yo no estoy gordo, carajo. Soy robusto, que es otra cosa. Lo que pasa es que usted es una
criatura raquítica.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Deje de decir a todo sí señor.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

A ver, trepe usted.

El secretario lo hace

Presidente:

¿Qué ve?

Secretario:

Nada.

Presidente:
¿Cómo que nada?

Secretario:

No alcanzo el borde. Tiene que subirme un poco más.

Presidente:

Trate de pararse sobre mis hombros.

Secretario:

No me atrevo, excelencia.

Presidente:

¡Que se pare carajo!

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

¿Ve algo?

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

¿Qué ve?

Secretario:

Una parte del patio, señor. Está lleno de rebeldes.

Presidente:

¿Cuántos son?
Secretario:

¡Muchos, señor, muchos!

Presidente:

La chusma me ha levantado la mano. Solo espero por los batallones del Coronel Sempronio
Ayala. (Comienza a caminar sin oír los gritos del secretario, quien cae al piso) este es un
crimen espantoso contra la ley y el orden. Pero ese canalla va a conocer la fuerza de mi
brazo. No tendré piedad. Los descuartizare para que sus muñones sangrientos sean una
advertencia, les sacare uno a uno el corazón para que sean devorados por los perros.
Los….. (El secretario se sigue quejando del dolor) y usted, deje de quejarse como una
marica.

Secretario:

Me duele, señor.

Presidente:

Pues, sea macho y aguante.

Secretario:

Sí, señor.

Pausa. El presidente sigue hablando y empieza a acusar levemente los efectos del licor.

Presidente:

¿Qué será de mis ministros? ¿Qué le habrá pasado al doctor Garavito?

Secretario:

Ojala hayan tenido tiempo de escapar.

Presidente:

Tiempo. El tiempo debe tener sangre de camaleón, se transforma en potro volador cuando
somos felices y en babosa con culo de plomo cuando nos roe la incertidumbre.
Secretario:

Pronto cambiaran las cosas.

Presidente:

¿Cambiaran? ¿Qué es lo que quieren cambiar?

Secretario:

Me refiero a esta situación en la que estamos.

Presidente:

Siempre he permanecido en el lugar que me ha asignado la patria. (Pausa) salve a este país
de su disolución y de su ruina. Cuando mataron al General Almanares, subió al poder ese
poetastro, ese gramático tuberculoso de Eustaquio Sánchez. ¿Y qué hizo? Empezó a
coquetearle a la guacherna, a hacerle concesiones inadmisibles al populacho. ¿Y qué paso?
Los hacendados, el señor arzobispo, los militares honorables fueron a sacarme de mi casa a
la media noche llegaron casi llorando, suplicando que yo resolviera semejante problema.
¿Y que hice? Cumplir con mi deber de ciudadano y de patriota. (Pausa) Me vestí, me
despedí de mi mujer, y completamente solo llegue al palacio de los presidentes y con mis
propias manos ahorque a Eustaquio Sánchez. (pausa. Bebe) me pasearon en guando por
todo el país, como a un salvador.

Secretario:

Y lo coronaron con guirnaldas de flores.

Presidente:

Y empecé a gobernar como Dios manda. (Se escucha una exposición sorda) las tropas,
están entrando las tropas. (Corre a la trampa. Pausa)

Secretario:

No. No son las tropas. Es la lluvia.


Presidente:

Presidente:

No es la lluvia, es la tormenta. (Efecto de lluvia. Truenos)

Secretario:

Sí, señor. (Pausa)¿Podríamos jugar a las adivinanzas?

Presidente:

No sea marica, Pepe Arboleda.

Secretario:

Sí, señor. (Pausa) si pudiéramos improvisar….

Presidente:

¿Qué cosa?

Secretario:

Algo que se parezca al boliche. Sé que es su deporte favorito, y que es todo un campeón en
eso.

Presidente:

Ese soy yo.

El secretario se acerca al montón de periódicos, arma unos cucuruchos que coloca a manera
de boliches, con otros periódicos confecciona una pelota. Lanza el primer tiro y derriba
algunos cucuruchos.

Presidente:

Usted también es bueno. No es estúpido como yo creía.

Secretario:
Sí, señor.

Presidente:

Juguemos una partidita entonces.

El presidente se despoja de su guerrera. Tiene un aspecto extraño con su gorra militar y su


camisa a rayas del pijama. El secretario esta entre nervioso y entusiasmado. Juegan una
partida que es ganada por el señor presidente. Van a reanudar una segunda partida cuando
el secretario alarmado interrumpe el juego.

Secretario:

Silencio.

Presidente:

¿Qué pasa?

Secretario:

Oigo ruidos, señor. (Nervioso) si nos encuentran nos despedazan.

El presidente empuña su revólver y se acerca sigilosamente a la trampa. Coloca su oído en


la trampa. Hay una pausa larga.

Presidente:

No era nada. Imaginaciones suyas.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Domine sus nervios Pepe Arboleda.

Secretario:

Pensé oír algo señor.


Presidente:

Sé que usted es un cobarde, pero no deje que su miedo empiece a parir fantasmas.

Secretario:

Sí, señor.

El secretario empieza a caminar de un lado a otro del escenario muy nervioso.

Presidente:

Deje de estarse paseando como una gallina clueca.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Era lo único que me faltaba. Estar encerrado aquí con usted.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Pero mi mujer insistió. (Imitando a su mujer) ay, Eutimio, dale un empleo a pepito. Es el
mejor de mis sobrinos. (Pausa) el mejor. ¿Entonces cómo serán los peores?

Secretario: (con orgullo)

Usted me dio el puesto de secretario privado y he cumplido con mi deber.

Presidente: (despectivo)

Mi deber…

Secretario:
La prueba es que todos lo han abandonado y yo soy el único que está aquí con usted en esta
ratonera.

Presidente: (algo violento)

Nadie me ha abandonado.

Secretario:

Usted sabe que se ha quedado solo.

Presidente:

No es cierto. Sé que en estos momentos avanzan hacia el palacio y que retomare el poder
cuando canten los gallos.

Secretario:

Ojala.

Presidente:

No lo estoy obligando a permanecer a mi lado. Si quiere puede irse.

Secretario:

Ya es tarde.

Presidente:

Entonces, no quiero arrepentimientos.

Secretario:

No estoy arrepentido. Creo que este es mi lugar. (Con dignidad) soy el secretario privado
del señor presidente.

El presidente bebe. Suena un trueno. Por la claraboya se mete la cola de un relámpago.

Presidente: (acercándose a la claraboya)


Como que la tempestad también tiene ansias de tomarse el poder.

Hay una pausa larga y de vez en cuando son audibles los efectos de la borrasca. El
secretario se acerca al baúl y se sienta, recoge un pedazo de papel del que cubria la botella
de brandy, saca un peine del bolsillo, coloca el papel sobre el peine y toca una melodía. Es
una música nostálgica. El presidente lo observa.

Presidente:

No le conocía esas gracias. Lo hace muy bien.

Secretario:

Gracias, señor.

Presidente:

Tenga. Tómese un trago. (Le da la botella. El secretario bebe. El presidente le quita con
premura la botella) poquito, porque es bendito. (Pausa) toque otra melodía.

Secretario:

¿Cuál?

Presidente:

Opio y ajenjo. Esa canción de Julio Flores que tanto cantábamos en noches de pernicia y
aguardiente.

Secretario:

Con un peine es imposible tocarla.

Presidente:

Inténtelo. Con brandy a bordo todo suena bien.

El secretario empieza a tocar. Del recuerdo irrumpen los sones de las guitarras.

Presidente: (canta entre su borrachera)


Por olvidarme de ti, prenda querida,

Verde ajenjo, bebi con gran anhelo.

Y en el fondo de la copa como un cielo,

Vi el destello seductor de tu mirada.

(Se repite)

Y después en mi pipa nacarada

Opio también fume con gran anhelo.

Y en el humo que flotaba a ras del suelo

Vi tu imagen voluptuosa recostada.

(Se repite)

Y ni el opio ni el ajenjo han conseguido, que me olvide de ti, de haber creído.

Solo me queda correr al campo santo,

Para pedirle al cruel sepulturero,

Que me entierren, en una fosa,

Donde quiero,

Ver si puedo dejar de amarte tanto,

Donde quiero,

Ver si puedo dejar de amarte tanto.

El secretario aplaude con gran entusiasmo.

Presidente:

Buena esa, carajo. (Se hacen más notorios los efectos de la borrachera) aquellas noches de
pasión. Entrabamos a los pueblos a matar enemigos y a robar muchachas. Noches que olían
a peo de jazmín. (Pausa) eran épocas de machos. En mi juventud yo le pise los callos a la
manigua y a las tierras desconocidas. (Se trepa en el baúl) ascendí a lo más alto de la
cordillera de los andes, allá donde el aire tiene el filo de cuchillos de carnicero, donde se
sienten las madrugadas más frías del mundo, donde lo único que vive es el vuelo del
cóndor. (Baja del baúl) descendí hasta abismos que no terminaban nunca, entre a ríos tan
gordos como mares. Navegue sobre las aguas del misterio. (Se sienta sobre el baúl y cae
como en trance de ensoñaciones) a navegar…a navegar. (El secretario lo observa
asombrado y con miedo expectante) me metí de pronto en un rio de aguas rojas como la
sangre. (Se siente observado, al secretario) ¿Qué hace ahí parado?

Secretario:

Nada, señor.

Presidente:

Nunca se quede en la ribera, no sea pendejo.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Métase en las barcas que vamos a descubrir los ríos de la quinina de la tagua y del caucho.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Venga, y ayude a remar.

Secretario:

¿A remar?

Presidente:
Venga, tiene que remar, tiene que ganarse el pasaje.

Secretario: (de mala gana se sube al baúl y rema)

Sí, señor.

Presidente:

Eso es. Reme de manera rítmica, sostenida. Hay que conocer las mañas de las aguas. (La
acción parece un juego de un par de niños ancianos patéticos y trágicos) estamos
penetrando en un bosque eterno de maderas preciosas. (Pausa)¿No le llega el perfume?

Secretario:

¿El perfume?

Presidente:

Sí. La madera huele a perfume. A agua de olor. (El secretario sigue remando, tratando de
oler el perfume) cuidado con los indios.

Secretario: (saltando del baúl)

¿Los indios?

Presidente:

Sí, comen carne humana. ¿Usted ha comido carne humana?

Secretario:

No, señor.

Presidente:

Yo sí. Tenía que entrar en tratos con los indios. Yo les regale lentejuelas y espejitos y
trapos de colores. Ellos a cambio, me regalaron la selva, y para cerrar el trato me invitaron
a cenar. Como prueba de gran aprecio de amistad, me dieron un pedazo de carne de
cristiano. Bueno, de cristiano no. Era carne de indio.
Secretario:

¿Y usted se la comió?

Presidente:

Claro. Para sobrevivir en la selva hay que tener entrañas de tigre. Y yo tenía entrañas y
cojones de tigre. (pausa. El presidente desciende del baúl. El secretario se desplaza hacia un
rincón) la selva allí no era verde. Era amarilla. Y el cielo no era azul. Era pardo. Tenía el
color de los mosquitos. Uno no respiraba aire sino zancudos. (Bebe) aquel 3 de marzo.
(Bebe) esa playa parecía un fangal de otros mundos. Cuando salió la luna no era redonda,
era una mancha, un reguero de luz en el cielo. De repente, un ruido terrible venia del agua,
como si el rio estuviera vomitando. Y de las aguas salió chorreando agua podrida, el
demonio. (El secretario lo mira asustado) vimos dos llamas fosforescentes que se
acercaban. Eran los ojos del caimán más grande de la creación. Ese monstruo, cayó sobre el
campamento y empezó a devorarlo todo. Se comió las provisiones, los toldos, las hamacas,
casi todas las herramientas y doce hombres que habíamos reclutado como guías y
cargadores. Disparamos nuestras armas pero era como dispararle a la luna. (El presidente se
refugia detrás del baúl) en la oscuridad, mi hermano José María se escondió detrás de lo
que el creyó una gran piedra, sin darse cuenta de que era la cola de la bestia. De pronto, el
caimán se dio vuelta. Abrió su jeta… (Abre la tapa del baúl que descubre su forro rojo
como paladar de la fiera) y agarro a mi hermano. (Tranca el baúl. Solloza)

Secretario:

Una verdadera desgracia, señor presidente.

Presidente:

Usted no puede imaginarse como fue aquello. (Pausa) venga, le muestro lo que paso.
Acérquese. (El secretario se acerca con temor) métase en el baúl.

Secretario:

¿En el baúl? (se mete en el baúl)


Presidente:

Sí. (El presidente baja la tapa del baúl) el caimán agarro a mi hermano, pero había comido
tanto que no se lo pudo tragar. Quedo atascado. No lo pudimos sacar por más que
halábamos con todas nuestras fuerzas. Intentamos matar al reptil de diversas maneras, pero
todo fue inútil.

Secretario:

Una verdadera tragedia, señor.

Presidente:

No me separe ni un momento de mi hermano. Lo afeitaba, le acercaba la comida, le


espantaba los mosquitos. Hasta una tarde en que insistió en que le diéramos aguardiente.
Teníamos varias botellas, ya que de puerto manave triamos con frecuencia las provisiones
que necesitábamos. (Llora) se emborracho como nunca, y en medio de la borrachera, me
miro con ojos brillantes, me dio la mano, y me dijo: hasta luego, Eutimio, y se fue dentro
de la barriga del caimán. (bebe. El secretario no se atreve a moverse. El presidente le acerca
la botella al secretario quien bebe un trago) no se vaya a emborrachar.

Secretario:

No, señor. (Entrega la botella al presidente)

Presidente:

Por eso le digo que en esta vida hay que tener cojones de tigre.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Debe estar uno preparado para los cataclismos.

Secretario:
Sí, señor. (Pausa)

Presidente:

¿Sabe cómo murió el mejor amigo que he tenido en la vida, el gran caballero y señor don
Fernando Toledo?

Secretario:

No, señor.

Presidente:

El nunca salía de su casa. Ni a la esquina siquiera. Yo iba a visitarlo con frecuencia porque
teníamos algunos negocios en compañía. Negocios de siringa. El con su plata era cauchero,
dueño de muchos indios. Un cauchero poderoso a pesar de que no había visto un siringal en
su vida. Una mañana me mostro una mancha verde que le había salido en una mano. Era
pequeña, del tamaño de una pulga.

Secretario:

¿Él era de constitución enfermiza?

Presidente:

No, no era muy acuerpado, pero era muy sano. Era como de su estatura.

Secretario:

¿Cómo de mi estatura?

Presidente:

Si, más o menos. (Pausa) bueno, la cosa fue que esa mancha empezó a crecer.

Secretario:

¿Una enfermedad de la piel?

Presidente:
No. Era una planta.

Secretario:

¿Una qué?

Presidente:

Una planta, un vegetal. Como la hiedra, solo que de hojas más pequeñas. Aquella parasita
lo fue cubriendo poco a poco. De nada valieron los remedios que se le hicieron. Hasta
bisturí le metieron y nada. La planta parasita lo cubrió por completo.

Secretario:

¿Y lo mato?

Presidente:

Es lo más seguro. Nunca encontramos el cuerpo. El que nunca había salido de su casa, se
escapó al monte. Unos caucheros del amazonas me contaron que una noche habían visto a
un árbol cubierto por una planta parasita, correr en una noche de luna llena. Me contaron
llenos de terror que aquel árbol no solo se movía, sino que daba unos alaridos de espanto.
(Un estruendo como el de un cañonazo, saca al señor presidente de sus reminiscencias. Los
personajes anhelantes, escuchan con atención, solo es perceptible un pesado silencio) me
parece estar oyendo el ruido de los carros de combate.

Secretario:

Es muy difícil oír algo desde aquí, señor. Casi no llegan los sonidos.

Presidente:

Deben ser los carros de guerra de la escuela militar.

Secretario:

Yo no oigo nada.
El presidente avanza hasta la trampa. La levanta con lentitud y como si sus sentidos
momentáneamente alertas se fueran por el negro túnel. El secretario mira también por la
boca del túnel)

Presidente: (deja caer la pesada trampa)

¿Qué diablos estará pasando afuera?

Secretario:

Es difícil saberlo.

Presidente:

Toda una vida en el poder. Toda una vida gobernando, y de pronto uno deja de saber lo que
está pasando.

Secretario:

Así es la vida.

Presidente:

¿Qué habrá sido de mi mujer? (pausa) ayer no me importaba un comino. La veía como un
mueble. Un mueble que había engordado y se había puesto viejo. Pero ahora la recuerdo
con los calores del enamoramiento. (Bebe)

Secretario:

Mi tía es una gran persona.

Presidente: (como si no lo hubiera oído, se acerca a los objetos desparramados en el piso,


toma la muñeca y le dice)

Me case enamorado. La primera vez en su vida que se enamoraba el General Eutimio


Marroquín. (Pausa) la primera y la última. (Se escucha una música. El presidente se
incorpora con la muñeca y baila con ella. La imagen es entre real y entre número de circo.
Al concluir el baile se sienta con la muñeca en el baúl.) No te preocupes. Sé que un hijo nos
haría muy felices, pero el General Eutimio Marroquín, como muchos de los grandes
hombres de la historia: es estéril. (Hay una pausa. El presidente al sentirse observado
reacciona como si hubiera sido sorprendido en lo más sensible de su pudor) ¿y usted que
mira?

Secretario:

Nada, señor.

Presidente:

Trate de no meter su hocico donde no le importa. Que sus ojos de lechuza no vean lo que
no les conviene.

Secretario:

Sí, señor.

El secretario con cierto aire de congoja, inicia un corto recorrido por el escenario. El
presidente lo observa.

Presidente:

Le voy a enseñar un jueguito, Pepe Arboleda.

Secretario:

Sí, señor:

Presidente:

Es un juego de hombres.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Se llama la gallina ciega.


Secretario:

Lo conozco, señor.

Presidente:

Usted conoce la gallina ciega marica. Yo conozco la gallina ciega de machos. (Pausa) le va
a gustar. A veces cuando se juega bien, hay muertos.

Secretario:

No comprendo señor.

Presidente:

Es muy sencillo, ya vera. Se juega en un recinto cerrado. Se le pone una venda en los ojos a
uno de los jugadores y se le coloca un arma blanca en las manos, y a una señal el jugador
ciego comienza a repartir puñaladas. Si al cabo de un tiempo, no le ha cortado la cabeza a
nadie, toma su lugar el otro jugador.

Secretario:

Yo soy muy malo para esos jugos, señor.

Presidente:

No se subestime, Pepe Arboleda.

Secretario:

No, señor.

Presidente:

Colóqueme la venda. (El secretario busca un trapo en el baúl y le venda los ojos) alcánceme
el sable. (El secretario coloca el sable en las manos del señor presidente) ahora deme
vueltas como a un carrusel. (El secretario lo toma por los hombros y hace que gire) ya
empiezo. (El secretario asustado retrocede en puntas de pie evitando ser localizado por el
ruido. El presidente comienza a tirar tajos vigorosos y lanzando puñaladas por toda la
escena. El secretario asustado decide meterse en el baúl. Al cabo de un rato el presidente se
detiene fatigado. Se quita la venda. Busca al secretario y no lo encuentra) Pepe Arboleda.
(El secretario levanta lentamente la tapa del baúl y asoma la cabeza) lo suponía. Usted tiene
sangre de sabandija. Cobarde

Secretario:

Ahora me toca a mí.

Presidente:

No juego más.

Secretario:

Pero…

Presidente:

He dicho que no juego más.

Secretario:

Sí, señor.

(pausa. El presidente se pone la guerrera. La abotona con parsimonia. Se alisa el cabello. Se


coloca la cachucha y se queda inmóvil.)

Presidente:

¿Por qué demoran el ataque? (pausa) los rebeldes están perdidos. A última hora podemos
pedirle ayuda al embajador Cooper.

Secretario:

El hará todo lo que este en sus manos para auxiliarlo.

Presidente:
Eso es cierto. Siempre me ha demostrado un gran aprecio. Me ha condecorado media
docena de veces y casi me nombra ciudadano honorario de los Estados Unidos.

Secretario:

Solo es cosa de esperar.

Presidente:

¿Esperar?

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

A lo mejor tenía razón mi hermano José María, quien siempre decía: el que espera
desespera y esperando se queda.

Secretario: (casi en susurro)

Tío…

Presidente:

¿Tío? Yo no soy su tío. Soy el señor presidente.

Secretario:

Señor presidente.

Presidente:

Qué.

Secretario:

¿Me da un trago?

Presidente: (mirando la botella)


No, ya se está acabando. (El secretario asume una actitud entre apesadumbrada y furiosa)
no me haga mala cara, no sea guebon.

Secretario:

Yo no le estoy haciendo mala cara a nadie.

Presidente:

El que me ha irrespetado siempre le ha ido mal. Nunca me ha temblado la mano para


castigar los desafueros contra mi persona y contra la patria.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Desde las cosas aparentemente pequeñas, hasta las más grandes. He mandado al patíbulo al
que ha hecho un chiste de mal gusto contra el gobierno. Como aquel que apunto su revolver
contra mi pecho.

Secretario:

Sí, señor.

Presidente:

Es la única forma de gobernar. Mano de hierro en guante de acero. Lo demás son


pendejadas.

Secretario:

Yo solo le pedí un trago.

Presidente:

No le voy a dar.

Secretario:
Está bien, no discutamos por eso.

Presidente:

Se han atrevido a levantarme la mano, a empollar una revolución. ¿Vio la chusma que
invadió el palacio? Un montón de gente pata en el suelo con rifles en la mano. Jamás pensé
que pudiera vivir para ver esto.

Secretario:

El mundo está el revés, señor.

Presidente:

Yo el vencedor en mil batallas. (Agarra el sable) todavía recuerdo el combate de palo


verde, cuando con mi batallón de macheteros derrote a los enemigos del orden, de la
religión y de la patria. (Arremete contra los cucuruchos de papel que habían servido para su
juego de bolos. Contra la muñeca y todo lo que en el escenario esta. Saca su revólver y le
dispara a la muñeca. Bebe el último trago. Observa el tambor de su revolver) solo me queda
un tiro en el revólver. (Poco a poco por la claraboya penetra una nítida franja de luz. Es la
luz del amanecer. Cantan los gallos.)

Secretario: (bostezando)

Ha amanecido, señor. (Señalando la claraboya)

Presidente:

Y en esta ratonera, al sol no le vemos la cara sino el culo. (El secretario se acerca al baúl,
agarra un vestido, se acuesta en el suelo y se cubre con él. Se queda dormido por el
cansancio)

Presidente: (llamando al secretario)

Pepe Arboleda.

El secretario refunfuña y sigue durmiendo. El presidente se acerca y le da una patada. El


secretario se levanta de un salto sin soltar el vestido, cubriendo su cuerpo.)
Secretario:

¿Por qué me pega?

Presidente:

No va a dormir por ahora, Pepe Arboleda.

Secretario:

¿Por qué? Estoy rendido.

Presidente: (tomándolo en otro sentido)

Aquí nadie se rinde.

Secretario:

Quiero decir, que estoy muy cansado, señor.

Presidente:

No me importa.

Secretario:

No puedo más.

Presidente:

Si se duerme es una manera de desertar. No me puede dejar solo en este hueco, no se lo


permitiré. Soy el presidente de la Republica. Y nadie, absolutamente nadie me va a dejar
aquí solo. (el presidente empuja al secretario. Este reacciona y se enfrentan) se esta jugando
la vida Pepe Arboleda.

Secretario:

No me amenace.

Presidente:
Lo voy a mandar a fusilar.

Secretario:

Se acabó. No me voy a dejar joder más. Asesino inmundo. Verdugo de cuarta categoría.

Presidente:

Cállese la boca.

Secretario:

Hace 40 años, usted era el jala bolas del General Almanares. (Los dos personajes se
enfrentan. El secretario golpea al presidente en la boca)

Presidente:

¡Hijo de puta!

Secretario:

Hijo de puta es usted.

Presidente:

A doña Anunciación Eslava de Marroquín, ni la nombre.

Secretario:

Era una vulgar soldadera que se vendía por un trago de aguardiente.

Presidente:

Era una gran dama.

Secretario:

Aquí en este palacio muchos vieron a esa anciana arrastrarse por los corredores en medio
de la borrachera y la locura.

Presidente:
Miente.

Secretario:

Es cierto. O también va a decir que es mentira que ella se escapó y se puso a recorrer los
caminos que los ejércitos hicieron en la guerra, pidiendo alcohol y ofreciendo a cambio sus
podridas y arrugadas carnes.

Presidente:

Cada una de sus palabras se las voy a cobrar con sangre.

Secretario:

Muy macho conmigo, pero siempre ha estado lamiéndole el culo al embajador Cooper.

Presidente:

Lo voy a matar a correazos. (Se enfrentan, llevando la peor parte el secretario)

Secretario:

Va a pagar todas las humillaciones que me ha hecho padecer.

Presidente:

Va a ser un espectáculo su ajusticiamiento Pepe Arboleda. En la plaza mayor. Colgado


como mueren los traidores. Asistirá todo el mundo. Hasta los niños de las escuelas quien
llevara flores en señal de alegría y tocara la orquesta sinfónica nacional. Tocará algo
movido que se pueda bailar.

Secretario:

Cuando usted salga de aquí, lo van a estar esperando los rebeldes y ellos le van a pedir
cuentas.

Presidente:

Yo no le rindo cuentas a nadie, sino a Dios sacramentado.


Secretario:

Ellos le van a cobrar todos los pata en el suelo que usted ha asesinado.

Presidente:

No me haga reír.

Secretario:

Y sus negocios con el embajador Cooper van a salir a la luz.

Presidente:

¿Mis negocios?

Secretario:

Casi le vende a los gringos hasta el escudo nacional.

Presidente:

Usted no es mi fiscal.

Secretario:

Los de afuera se lo harán pagar… ladrón.

Presidente:

¿Cómo ha dicho? Repítalo si se atreve.

Secretario:

Ladrón. (Se enfrentan. Ruedan por el piso. El secretario agarra el sable hiriendo al
presidente. Este saca saca su revólver y le dispara al secretario y cae en el baúl. Se escucha
sonido de terremoto. Se prende y se apaga la luz varias veces. El presidente trata de abrir la
trampa del piso pero descubre que está atascada.) Está perdido, señor presidente. Este no
era un refugio. Era una de las tumbas que había preparado para sus putas el General
Almanares. Usted está emparedado y tendrá una larga agonía. Morirá completamente
solo…

Presidente:

Cállese, cállese. (La luz se apaga y prende varias veces)

Secretario:

No, no morirá solo, le hará compañía mi cadáver. Se morirá con la podrida compañía de un
muerto. Será terrible su fin señor presidente. (La luz parpadea)

Presidente:

No. No me quiten la luz. No me quiten la luz…

Secretario:

A su revolver no le queda un tiro más y… (Muere. Se apaga la luz completamente)

Presidente:

No me quiten la luz. No me quiten la luz. No me quiten la luz. (Efecto de cosas que se


derrumban)

FIN

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