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Colección EDUCAR

SUSANA RODRÍGUEZ MARTÍNEZ


ANTONIO VALLE ARIAS
RAMÓN GONZÁLEZ CABANACH
JOSÉ CARLOS NÚÑEZ PÉREZ

MOTIVAR ENSEÑANDO

EDITORIAL CCS

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Este libro es, en parte, consecuencia del desarrollo
de un proyecto de investigación financiado
por la Secretaría de Estado de Investigación (Ref.: SEJ2006-01518)

Página web de EDITORIAL CCS: www.editorialccs.com

© Autores Varios
© 2010. EDITORIAL CCS, Alcalá, 166 / 28028 MADRID
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esta obra sólo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción
prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos,
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Diseño de portada: Olga R. Gambarte


Composición Digital: Safekat
ISBN (epub): 978-84-9023-871-4

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Índice

Portada
Créditos

¿Es necesario motivar enseñando?


¿Es posible motivar enseñando?

PARTE I.
LO QUE MUEVE AL ALUMNO A ESTUDIAR Y APRENDER

1. El componente de valor de la motivación


1.1. La importancia de las necesidades humanas
1.1.1. Las necesidades, ¿nacen o se hacen?
1.1.2. La deficiencia de los modelos de necesidades
1.2. La motivación del individuo
1.2.1. Las metas personales
1.2.2. Estilos motivacionales del individuo
1.3. La motivación en el aula: análisis de los perfiles motivacionales de los
estudiantes
1.3.1. Razones de dominio y razones de rendimiento
1.3.2. Motivos sociales y motivos extrínsecos

2. El componente de expectativa de la motivación


2.1. Autoestima y percepción de competencia
2.1.1. Los modelos de expectativa-valor

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2.2. Desajustes de las creencias autorreferidas

3. Emociones y afectos en el aula: sus causas y sus consecuencias


3.1. Definición y caracterización de la emoción
3.2. Los componentes de una emoción
3.2.1. Las causas de las emociones
3.2.2. Las consecuencias de las emociones
3.3. La gestión preventiva de las emociones: mecanismos de autoprotección
de la valía

PARTE II.
LO QUE SE PUEDE HACER PARA DESPERTAR
LA MOTIVACIÓN DE LOS ESTUDIANTES
MIENTRAS SE ENSEÑA

1. Principios generales para la intervención en motivación


2. Estrategias y recursos instruccionales para optimizar el componente
de valor de la motivación
2.1. Estrategias instruccionales para incrementar la motivación intrínseca en
el aula
2.2. Recursos instruccionales para incrementar el valor asignado a la tarea
2.3. Actividades instruccionales para mejorar la adecuación de las metas de
logro
3. Estrategias y recursos instruccionales para promover creencias y
expectativas positivas
3.1. La conversación instruccional dirigida a promover creencias y
expectativas positivas
4. La integración en el currículo de la gestión emocional
4.1. La interrogación metaemocional

Referencias

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¿Es necesario motivar enseñando?

En respuesta a las nuevas exigencias educativas, durante los últimos 25 años se


ha desarrollado vigorosamente la idea constructivista del aprendizaje, cuyo
argumento matriz es la autocreación del propio conocimiento en la búsqueda del
significado y la comprensión. Este esfuerzo activo de comprensión es
incuestionable porque los conocimientos sin comprensión se olvidan o se
vuelven obsoletos rápidamente y no se pueden recuperar con prontitud frente a
nuevas situaciones.
El aprendizaje es hoy más diverso y más complejo, los estudiantes tienen que
aprender muchas cosas distintas, con fines diferentes y en condiciones
cambiantes, y es necesario que sepan adoptar estrategias distintas para cada
una de ellas. Ya no llega con recordar una cantidad de hechos, conceptos,
principios... sino que es necesario aprender a utilizarlos para definir problemas,
planificar actuaciones, adaptarse a situaciones nuevas rápidamente y trabajar de
modo autónomo o cooperativamente en pequeños grupos.
El aprendizaje ha dejado de ser una actividad mecánica, un simple ejercicio
rutinario, para constituir, cada vez más en un verdadero problema ante el que
hay que tomar decisiones y elaborar estrategias de solución. De ahí que se
considere necesario que los aprendices dispongan no sólo de recursos
alternativos, sino también de la capacidad estratégica de saber cuándo y cómo
deben utilizarlos. No es casual que la necesidad de aprender a aprender y
enseñar a aprender sea otro de los rasgos que define nuestra cultura del
aprendizaje. Si los aprendices tienen que construir su propio conocimiento y
deben aprender a ser responsables del manejo y control del propio proceso de
aprender, deben aprender a aprender y el maestro debe enseñarles a aprender.
Así, nuestros currículos se han venido modificando con objeto de desarrollar
habilidades para resolver problemas, razonar críticamente, reflexionar y crear.
Hoy no se cuestiona que el docente deba ayudar a sus estudiantes a detectar y
solucionar problemas, como la perdida de concentración cuando atienden o

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toman notas en clase, las dificultades para detectar las ideas principales cuando
estudian un tema o la falta de coherencia cuando componen un escrito. Sin
embargo, este tipo de dificultades y sus estrategias para solucionarlas están tan
vinculadas al pensamiento, al razonamiento, que pueden hacernos caer en la
tentación de pensar que las dificultades a las que se enfrentan nuestros
estudiantes son básicamente de tipo cognitivo.
No obstante, incluso por delante de estas dificultades cognitivas están otras,
las motivacionales y emocionales, tales como la pérdida de interés, el
aburrimiento, el exceso de preocupación por la imagen, las creencias de falta de
capacidad, las bajas expectativas de resultado, el alto índice de ansiedad al
enfrentarse a algunas tareas, etc., que requieren también de soluciones porque,
de igual modo, interfieren con el objeto último de estudiar para aprender. De
este modo, la labor docente debe favorecer el desarrollo de habilidades de
autorregulación motivacional y emocional, que son prerrequisitos irrenunciables
para que los estudiantes puedan llegar a responder a las situaciones que implica
el estudio y el aprendizaje de una manera reflexiva y responsable.
Así que, en esta nueva agenda del aprendizaje, los estudiantes deben
aprender a reconocer y controlar su motivación, su voluntad y sus afectos y
emociones. No sólo deberán estar atentos a los aspectos más cognitivos
implicados en el estudio, léase atender, comprender, memorizar, etc., sino que
también deben aprender a tomar decisiones sobre qué hacer con sus creencias y
sus emociones mientras estudian. Posiblemente, el mayor legado de la
educación consiste en fomentar en los individuos la voluntad de aprender y de
continuar aprendiendo a medida que cambian sus circunstancias personales.
Si bien es cierto que estos problemas motivacionales no están vinculados
directamente con la codificación y el procesamiento de los contenidos de
estudio, una gestión adecuada de la propia motivación puede ayudar a crear
estados o escenarios favorables o a evitar aquellos desfavorables, haciendo más
fácil esa otra labor más cognitiva a la que habitualmente asociamos el estudio y
el aprendizaje. De este modo, aprender a gestionar bien los recursos
motivacionales ayudaría, por ejemplo, a mantener la atención mientras se lee
una información o se escucha una conferencia, a detectar de manera efectiva
las pérdidas de comprensión, a activar o priorizar los aspectos relevantes del
conocimiento previo o a reducir el ritmo de lectura en una parte del texto más
complicada o menos familiar.
Estudiar y aprender requieren conocer y llegar a utilizar bien diferentes
estrategias y técnicas destinadas tanto a la codificación, almacenamiento y
recuperación de la información como otras dirigidas a detectar y solucionar
(autorregular) los desajustes más motivacionales y emocionales para mantener
un clima afectivo positivo en las diferentes situaciones de aprendizaje y estudio.

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Llegados al convencimiento de que es preciso que el individuo aprenda a
reconocer y gestionar sus creencias, motivos y emociones; debemos dar un
paso más, ¿es posible enseñar a los estudiantes a ser «inteligentes» con su
motivación?

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¿Es posible motivar enseñando?

A pesar de que el mercado editorial se encuentra saturado de manuales más o


menos prácticos sobre cómo reconocer y conseguir empleados, trabajadores y
estudiantes motivados, se sigue compartiendo la idea de que la motivación es
más fácil de reconocer y describir que de explicar y promover. Desde los años
veinte hasta finales de los años sesenta del pasado siglo, la psicología se movió
en unos paradigmas que explicaban el fenómeno motivacional, o bien, como
algo interno e instintivo, a modo de impulsos, y/o guiado por fuerzas
inconscientes —desde una perspectiva psicoanalítica—, o bien considerando que
la conducta humana está guiada por fuerzas externas o impulsos del medio —
desde un enfoque conductista—.
A finales de los años sesenta y hasta los noventa del siglo xx se introduce con
fuerza la necesidad de observar las características de las personas, su forma de
ser, las tendencias, disposiciones y creencias que cada uno trae consigo. El
cambio más significativo en este período tiene lugar en el momento en que
desde diferentes perspectivas cognitivas, se produce un acercamiento entre el
estudio de la motivación y aspectos como las explicaciones que dan las personas
a lo que les ocurre, sus percepciones de eficacia, su sensación de control, los
pensamientos sobre las metas que uno se esfuerza en conseguir, etc. Esta es
posiblemente la característica más representativa de las teorías que tratan de
explicar actualmente la motivación: tienen en cuenta lo que piensa y cree el
individuo y, especialmente, lo que cree y piensa respecto a sí mismo en las
diferentes áreas (Weiner, 1990).
En este contexto, la motivación suele definirse como un conjunto de procesos
implicados en la activación, dirección y persistencia de la conducta. Así, el nivel
de activación, la elección entre un conjunto de posibilidades de acción, la
concentración de la atención y la perseverancia en las tareas se convertirían en
los principales indicadores motivacionales. Sin embargo, la complejidad
conceptual del término no está tanto en reconocer estos aspectos descriptivos

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como en delimitar y concretar precisamente ese conjunto de procesos que
logran activar, dirigir y hacer persistir una conducta. Conocer este complejo y
escurridizo conjunto de procesos que activan, dirigen y hacen persistir una
actuación es el paso necesario para responder al porqué de la conducta
motivada.
Además de resultar más agradable que a uno le guste lo que hace, los
investigadores han demostrado sin ninguna reserva que cuando los estudiantes
estudian porque disfrutan con lo que hacen, suelen alcanzar un aprendizaje más
intenso, rico y duradero y son más perseverantes, más creativos y más capaces
de afrontar nuevos retos. Por eso, aunque nuestra preocupación sea el nivel de
conocimientos de nuestros alumnos en ciencias o en inglés, debemos entender
que la mejor manera de sosegar nuestros desvelos sigue siendo precisamente
incrementar el disfrute de los estudiantes con el estudio.
Sin embargo, no podemos ser tan miopes como para deducir, a partir de esta
evidencia, que las personas únicamente se muestran dispuestas a
comprometerse cuando sienten un profundo interés por el trabajo o por la
situación. La motivación no es una idea tan simple. Confundir interés intrínseco
con motivación es una prueba de desconocimiento del tópico motivacional. El
esfuerzo y la dedicación derivan de un marco complejo de creencias, valores y
afectos que van más allá del mero disfrute o del placer intrínseco.
Todos podemos reconocer que nos ilusionamos fácilmente y le dedicamos
grandes cantidades de tiempo a las disciplinas que nos gustan realmente o al
trabajo que consideramos útil o valioso. Sin embargo, ¿no es cierto que
constantemente nos implicamos profundamente en cosas que son poco
placenteras y por las que no recibimos ni un euro?, ¿cuántas cosas hacemos a lo
largo del día porque esperamos lograr la admiración o la gratitud de nuestros
seres queridos? Es más, aun reconociendo que nos resulta más fácil implicarnos
en actividades que nos gustan, ¿cuántas veces nos hemos mostrado reticentes o
prudentes a la hora de dedicar grandes esfuerzos a algo que no nos sentíamos
capaces de alcanzar? Constantemente evitamos afrontar situaciones, que
podrían reportarnos buenos dividendos, por la ansiedad, la angustia o el dolor
que nos provocaba afrontarlas. Sin embargo, al mismo tiempo, somos capaces
de abordar con ganas proyectos que nos provocan una considerable ansiedad,
para los cuales no nos consideramos demasiado competentes, pensando, por
ejemplo, en lo importante o valioso que es llevarlos a cabo.
¿Realmente sólo dedicamos esfuerzos a las actividades que nos gustan o por
las que nos pagan? La respuesta es «no». La motivación no es un proceso
unitario, de todo o nada, de «sí» o «no»; es algo mucho más complejo, tiene un
carácter multidimensional.

Pues bien, dado que todos los días nos enfrentamos a actividades más o
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Pues bien, dado que todos los días nos enfrentamos a actividades más o
menos difíciles, útiles o valiosas, que nos hacen sentir más o menos satisfechos
y felices, sólo estaremos dispuestos a dedicarles nuestro tiempo y esfuerzo si
conseguimos obtener un balance positivo entre este conjunto de emociones y
consideraciones personales. Estar motivado requiere de un cierto equilibrio
personal entre expectativas, creencias de competencia, interés intrínseco, valor
asignado, respuestas emocionales, reacciones afectivas, etc.
A modo de síntesis, quizá todos deberíamos ser más humildes a la hora de
atribuir los fracasos de los estudiantes a su falta de motivación, porque,
¿sabemos en realidad qué le falta al alumno cuando le falta motivación? La
validez del argumento de la falta de motivación no está en consonancia con el
admirable acuerdo y difusión que ha logrado, porque, ¿no es posible que la falta
de compromiso con el estudio esté tan motivada como su anhelada antagonista?
Así que, en nuestra opinión, el docente que quiera desarrollar una enseñanza
motivadora debe recorrer un camino cuyo primer tramo va desde la posibilidad
de identificar a los estudiantes motivados hasta la explicación del
comportamiento motivado. Precisamente la primera parte de este libro pretende
ayudarnos a responder a la siguiente cuestión: ¿qué es lo que mueve al alumno
a estudiar y aprender? En la segunda parte se tratará de integrar esos principios
explicativos del comportamiento motivado en la labor educativa en el aula
respondiendo a la pregunta: ¿cómo se puede despertar la motivación de los
estudiantes mientras se enseña?
Intuitivamente, el tipo de respuestas que damos ambas cuestiones varía de
unos docentes a otros, porque las respuestas están fundamentadas en una serie
de creencias sobre cómo son y cómo se comportan las personas.
Vamos a observar algunas de estas creencias y a analizar las respuestas que,
desde una perspectiva científica, se han ido construyendo a lo largo del tiempo.
¿En qué medida está de acuerdo con la creencia A, con la creencia B o con la
creencia C que les mostramos a continuación?

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De algún modo, estar de acuerdo con la creencia A implicaría que si el
entorno social, laboral, educativo en el que nos movemos es «adecuado», las
personas estaríamos motivadas. En último término, si lo ajustásemos todo de la
mejor manera posible podríamos conseguir que cualquiera estuviese motivado
para hacer cualquier cosa.
Desde este punto de vista podemos pensar, por ejemplo, que cuando una
persona se encuentra en un dilema elige una determinada respuesta, la lleva a
cabo y acaba experimentando sus consecuencias. Si esas consecuencias se
estiman como exitosas, quedarán fijadas y el individuo estará motivado para
repetirlas, mientras que las equivocadas se abandonan. Desde esta perspectiva,
las consecuencias de lo que hacemos es lo que nos lleva a repetir o no lo que
hacemos. Las consecuencias positivas estimulan la conducta y la hacen más
probable, mientras que las negativas influyen de forma contraria, disminuyendo
su probabilidad.
Desde esta perspectiva, la motivación viene a entenderse en términos simples
como un cambio en la proporción, frecuencia, ocurrencia o en la forma de la
conducta, de la respuesta, que depende del efecto de determinados estímulos o
situaciones ambientales. Así que, la motivación del individuo vendrá
determinada por los factores ambientales que podemos entender así en
términos de recompensas o castigos. Muchas de las visiones históricas
pertenecientes a este marco conductista explican la motivación atendiendo a
fenómenos observables, sin recurrir a los pensamientos o a los sentimientos de
los individuos. Este marco de interpretación alcanzó considerable predominancia
en Estados Unidos a principios del siglo xx y mantuvo su hegemonía en la
psicología americana hasta hace poco más de 30 o 40 años.
Las personas que comparten esta opinión para explicar el comportamiento,
seguramente acabarán pensando que si alguien cobra un buen sueldo por ir a
trabajar será más probable que se levante de mejor humor y que esté más
dispuesto a dedicarle un buen número de horas al trabajo. Desde este punto de
vista, el empresario podría pensar que para mantener el rendimiento de sus
trabajadores sólo es preciso subirles el sueldo y el docente, para lograr que sus
alumnos estudien, sólo debe encontrar un buen aliciente que ofrecerles a
cambio de su dedicación.
Explicaciones como estas, si bien sirven para ciertos comportamientos y
situaciones, no nos permiten entender y explicar toda la complejidad de la
motivación humana. ¿Cómo podemos explicar la insistencia de nuestros
adolescentes en comportamientos que saben que sólo les pueden acarrear
consecuencias negativas e incluso castigos? ¿Cómo podemos explicar desde esta
perspectiva por qué no nos dedicamos a cosas que sabemos que podrían

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reportarnos grandes beneficios? Realmente, ¿sólo dedicamos esfuerzos a hacer
las cosas que nos compensan?
Si nuestra opinión sobre las personas concuerda en mayor medida con la
creencia B, posiblemente estaremos pensando que hay personas motivadas,
activas, responsables, dedicadas y otras que no lo son, así que en realidad
podemos hacer poco «desde fuera» para despertar la motivación de los otros.
Desde este punto de vista, al jefe sólo le queda localizar a esos trabajadores que
vienen «con un pan debajo del brazo» y a los maestros, tener la suerte de
encontrarse con esos escasos alumnos motivados para estudiar y aprender.
En cierto modo, estamos entendiendo que lo que activa nuestra conducta son
fuerzas internas. Desde este punto de vista, la motivación puede entenderse,
por ejemplo, a modo de impulsos, fuerzas instintivas que buscan mantener el
equilibrio interior de la persona, es decir, el estado óptimo de nuestro cuerpo y
nuestra mente. Experimentar una necesidad activaría nuestros impulsos
haciendo que nos comportásemos de un modo determinado atendiendo esa
necesidad. Cuando volvemos a encontrar el equilibrio, el impulso se reduce, la
necesidad desaparece y nuestra dedicación decrece.
Durante la primera mitad del siglo xx, el conductismo no fue la única
perspectiva influyente en el estudio de la motivación. Estas teorías del drive o
del impulso destacaban por esa misma época el papel de los factores más
íntimos, más afectivos, en la explicación de la conducta. Hay gente que tiende a
pensar que lo que nos lleva a comportarnos de este modo o de aquel otro es lo
que sentimos: si sentimos miedo estaremos motivados para comportarnos de un
modo tal que evitemos el peligro que se percibe anticipándonos a la posibilidad
del dolor. Pero, ¿cuál es el papel del sentimiento, de la emoción en nuestra
dedicación? ¿La emoción es la consecuencia de nuestra actuación o es su causa?
¿Nos comportamos como sentimos o sentimos en función de como nos
comportamos?
Podemos pensar que cuando nos enfrentamos a una situación respondemos
fisiológica y conductualmente de un modo determinado: comenzamos a sudar,
nos tiemblan las piernas, se incrementa nuestra tasa cardiaca, nos ponemos
colorados... y esto hace que nos sintamos de un modo determinado: asustados,
enfadados, enamorados... Desde la perspectiva teórica de James y Lange
(James, 1884; Lange, 1887) podríamos asumir que la emoción es un efecto, una
consecuencia de nuestra reacción o conducta y no su causa. Sin embargo,
según Mowrer, las señales asociadas al comienzo de una emoción serían la
mejor explicación de la misma, incluso mejor que la propia situación, y esta
emoción anticipada sería la que estaría detrás de la conducta dirigida a
aproximarse o evitar esa situación (Mowrer, 1960). Es posible que en realidad
tanto las reacciones internas como la emoción puedan considerarse respuestas

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frente a los estímulos o las situaciones y también ambos factores explicativos de
la motivación y de la conducta (Cannon, 1927).
De algún modo podríamos suponer que esta forma de entender la motivación
responde a creencias del tipo: todos venimos al mundo y vamos a actuar de
cierto modo desde el principio, similares a la creencia B que presentábamos
antes. Sin embargo, este tipo de explicaciones podían servir para explicar
conductas sencillas o básicas de los animales y los humanos, pero tienen
dificultades para explicar comportamientos complejos. Parece difícil seguir
entendiendo la emoción al margen del pensamiento. Si no recuperamos ninguna
información, ¿por qué ante la visión de una serpiente o de un examen
reaccionamos fisiológicamente de un modo peculiar?; ¿por qué sentimos miedo
o ansiedad?; ¿por qué huimos de una serpiente o por qué nos quedamos en
blanco en un examen?... Schachter (1964) propone que la emoción implica tanto
una activación fisiológica determinada como una etiqueta cognitiva, una
atribución causal, algún pensamiento. En último término, nuestras creencias y
nuestros pensamientos determinan las emociones que experimentamos.
En la segunda mitad del siglo xx se rompe definitivamente con las teorías
conductuales al rescatar el papel de las cogniciones, los pensamientos del
individuo y de cómo éstos afectan al comportamiento. Precisamente, las teorías
de la consistencia cognitiva defienden que la motivación resulta de las relaciones
entre los pensamientos y las conductas. Esas relaciones pueden ser
consonantes, si lo que creemos y lo que hacemos encajan, o disonantes, cuando
lo que pensamos y lo que hacemos no van en la misma dirección. La disonancia
es la que nos lleva a la acción, una acción con una dinámica homepstática:
cuando hay tensión se trabaja para que pensamientos y conductas sean
consistentes con objeto de recuperar el equilibrio anterior.
La teoría del equilibrio de Heider y la teoría de la disonancia cognitiva de
Festinger son dos de las más representativas en este ámbito. Concretamente, la
de Festinger defiende que las personas dedicamos importantes esfuerzos a
mantener relaciones estables y consistentes entre nuestras creencias, actitudes,
opiniones, emociones y conductas. La disonancia será mayor cuanto más grande
sea el grado de discrepancia entre cogniciones y, en función, de la importancia
que le damos a las mismas. De hecho, en ocasiones hay grandes discrepancias
entre nuestros pensamientos y nuestras acciones, pero al atribuirles un valor
trivial no nos causan distorsión, mientras que, en otros casos, inconsistencias
pequeñas entre creencias relevantes, pueden causarnos una gran disonancia.
Este tipo de teorías de la disonancia nos sirven para explicar y establecer las
estrategias de solución de nuestros conflictos cognitivos. Así, por ejemplo, un
modo de reducir la discrepancia consiste en trabajar y tratar de cambiar el
pensamiento discrepante; otra, en rebajar la importancia que se le está dando a

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esos pensamientos; o bien, en optar por alterar el comportamiento para evitar la
discrepancia.
Una creencia C nos llevaría a pensar como en la creencia A, esto es, que el
contexto en el que se mueve el individuo tiene mucho que decir. Sin embargo,
desde este punto de vista no podemos obviar que el individuo también juega un
papel. Así, si queremos motivar a alguien deberíamos tratar de entender tanto lo
que piensa, lo que quiere y lo que siente como cuál es la mejor propuesta, el
mejor proyecto y el mejor entorno, para él. Desde esta perspectiva, la
motivación depende bidireccionalmente tanto del individuo como de su entorno
y el trabajo de un motivador debe atender simultáneamente lo mismo a los
pensamientos, las razones, las creencias o las emociones que se manifiestan,
que a otras variables laborales, sociales, instruccionales, interpersonales, etc.,
que afectan a lo que las personas hacen y a lo que piensan. Es probable que si
nos identificamos con esta opinión hayamos pensado que todo depende de que
te guste lo que haces y que la clave para despertar la motivación de un
individuo está en encontrar el trabajo que le llene.
En este punto, la psicología humanista destaca el papel de la capacidad y
potencialidades de la persona, subrayando la idea del individuo con opciones de
elegir y controlar su propia vida. La psicología humanista no recurre a explicar la
conducta en términos de inconsciente, de fuerzas internas, ni tampoco en el
desarrollo de los estímulos y las respuestas como determinantes de la conducta.
De acuerdo con Rogers (1951), la vida representa un proceso continuo de
crecimiento personal y de consecución de logros completos. Esta tendencia a la
actualización es el constructo motivacional fundamental de la teoría de Rogers y
su conceptualización se sitúa en la base del trabajo actual en torno a la
motivación intrínseca y a la autoderminación. Desde esta perspectiva, la
capacidad humana de elegir, crear y autoactualizarse son áreas de estudio
importantes que nos exigen atender al individuo como un todo, alcanzar una
comprensión consistente de comportamientos, pensamientos y sentimientos, y
tomar en consideración la conciencia subjetiva.
Tal y como se habrá podido deducir, las creencias que sostenemos sobre las
personas tienen importantes implicaciones en el modo de responder a qué es lo
que mueve al alumno a estudiar y aprender y la tendrá también a la hora de
responder a cómo se puede despertar la motivación de los estudiantes mientras
se enseña, cuestiones estas a las que trataremos de dar respuesta a
continuación.

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Parte I

LO QUE MUEVE
AL ALUMNO
A ESTUDIAR Y APRENDER

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Cuando nos preguntamos por qué dedicamos tiempo y esfuerzo a aquello que
dedicamos tiempo y esfuerzo nos adentramos en uno de los procesos mentales
más apasionantes y, a la vez, más enigmáticos del ser humano. En realidad nos
estamos haciendo la pregunta que nos va a permitir explicar la motivación. De
todas formas, quizá esté pensando que esta pregunta no es tan complicada
(«dedico esfuerzo a ciertas actividades porque me gustan» o «me esfuerzo
porque me pagan bien»). Lo cierto es que este tipo de respuestas simples no
son ciertas.
Cada uno de nuestros estudiantes valora las tareas de estudio y aprendizaje
que les planteamos de un modo peculiar y cuanto más positiva sea la valoración
de estas situaciones y tareas, más fácil será que el estudiante opte por dedicar
tiempo, esfuerzo y recursos a la actividad y mayores las posibilidades de buscar
soluciones y alternativas para hacer frente a las dificultades y los problemas que
acarree la tarea (Carver y Scheier, 2000). Sin embargo, cuanto más negativo
sea el signo de la valoración motivacional que realiza el estudiante, mayores
serán las posibilidades de evitar una implicación profunda en la tarea (véase
Figura 1).

Cuando nuestros estudiantes se enfrentan a las tareas de estudio que les


planteamos y, especialmente, cuando esas tareas tienen para ellos cierta
dificultad o son novedosas, de una forma más o menos deliberada, valoran
motivacionalmente la misma. Esta valoración que el estudiante realiza de la
actividad antes de implicarse o no en ella se lleva a cabo teniendo en cuenta
unas consideraciones similares a las que se presentan en la Figura 2.

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No cabe duda de que el conocimiento preciso de uno mismo es lo que permite
ir respondiendo razonablemente a cada una de estas consideraciones,
reconociendo, en cada momento, nuestras posibilidades y limitaciones. Una
ponderación razonable de los pros y los contras es lo que llevará al estudiante a
evitar, por ejemplo, esas tareas que, en un momento determinado, superan sus
habilidades y, al tiempo, sacar el máximo provecho de las oportunidades que se
hallan a su alcance.
Así, llegar a mesurar la propia actuación requiere, por ejemplo, de un análisis
de la información relativa a las propias experiencias pasadas —recuerdos de esa
materia o de ese profesor, resultados previos en situaciones similares o
calificaciones que suelen obtenerse en esa materia—; información autorreferida
obtenida por comparación social —cómo es de bueno uno haciendo eso—; y a
partir de las explicaciones atribucionales de actuaciones anteriores —a qué se
debieron los resultados anteriores en ese tipo tareas—.
En el intento de resumir el sinfín de aspectos que uno tomará en
consideración a la hora de valorar su implicación o evitación de una actividad se

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han definido, a modo de soportes, tres componentes básicos de la motivación:
el componente de valor, las creencias y las emociones (véase Figura 3).

Los motivos, propósitos y razones para implicarse en algo se englobarían


dentro del primer componente: el componente motivacional de valor, y puede
resumirse teniendo en cuenta que la mayor o menor importancia y relevancia
que una persona le asigna a una actividad es un factor que puede determinar,
en cada caso, que la lleve a cabo o no.
Un segundo soporte de la motivación académica tendría que ver con las
percepciones sobre uno mismo y las creencias individuales sobre la capacidad
para desarrollar algo. Las creencias sobre uno mismo, tanto las más generales
como aquellas más específicas que tienen que ver con esa labor en concreto, a
modo, por ejemplo, de juicios sobre nuestra propia capacidad y competencia, se
convierten en pilares explicativos de la motivación. De hecho, motivos y razones
de peso pueden no ser suficientes para movilizar una conducta si uno no confía
en sí mismo o no está convencido de que tiene la capacidad necesaria para
llevar a cabo adecuadamente una determinada labor.
Finalmente, podemos referirnos a la dimensión más afectiva y emocional. Los
sentimientos, emociones y, en general, las reacciones afectivas que produce el
afrontamiento de una actividad vienen a constituir otro de los pilares que
explicarían la motivación. La afectividad da sentido y significado a nuestras
acciones y moviliza nuestra conducta hacia la consecución de metas
emocionalmente deseables y adaptativas.

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Asumiendo esta división, podemos acordar que difícilmente los estudiantes se
mostrarán motivados con los trabajos o tareas escolares cuando se consideran
completamente incapaces de hacerlo medianamente bien o cuando perciben que
hacerlo bien o mal no depende de su trabajo, si esa actividad no resulta en
absoluto interesante y si, además, enfrentarse a ella les provoca ansiedad o
aburrimiento. En el aula, donde unas tareas de estudio son más difíciles y otras
más fáciles, unas son más fácilmente percibidas como útiles y valiosas y otras
consideradas más tediosas e inservibles, nuestros estudiantes sólo estarán
dispuestos a dedicarles su tiempo y su esfuerzo si consiguen obtener un balance
positivo entre las emociones que les suscita la materia, las creencias sobre sus
posibilidades y sus estimaciones sobre en qué medida el compromiso con la
tarea contribuye a sus propios objetivos o proyectos personales (véase Figura
3).
En cualquier caso, si pretendemos que nuestros estudiantes estudien para
aprender, debemos ayudarles a gestionar efectivamente estos componentes de
su motivación. Alcanzar el control de la propia motivación empieza por ser
conscientes de los propios motivos, creencias, sentimientos y emociones para,
seguidamente, llegar a enfrentarse de manera constructiva a las inseguridades,
los miedos o la ansiedad que pueden surgir e interferir en el desarrollo de la
actividad de estudio. En último término, en este libro se ofrece al docente un
conjunto de técnicas y estrategias que puede implementar en el aula con objeto
de facilitar esta autoconciencia y ese autocontrol motivacional entre sus
estudiantes (PARTE II: LO QUE SE PUEDE HACER PARA DESPERTAR LA MOTIVACIÓN DE LOS
ESTUDIANTES MIENTRAS SE ENSEÑA).

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EL COMPONENTE
DE VALOR DE LA MOTIVACIÓN

En la teoría de Lewin (1935), la valencia se refería al valor que una persona


daba a un objeto de su entorno. Un objeto adquiere valencia si satisface una
necesidad de la persona dentro de un conjunto de objetos presentes en el
ambiente. Además, los objetos resultan más atractivos conforme la necesidad
queda satisfecha. Esto es, la cantidad de valencia que se le asigna a un objeto
estará en función de la intensidad de la necesidad.
Durante mucho tiempo se ha asumido que eran las necesidades, operando
según el clásico principio homeostático, la que conduciría el comportamiento de
aproximación/evitación. Así, las necesidades no satisfechas generarían algún
tipo de tensión —situación insatisfactoria— que el comportamiento podría liberar
al satisfacer la necesidad. Tal y como puede observarse en la Figura 4, cuando
sentimos una necesidad, nuestro equilibrio interior se rompe y entramos en un
estado de tensión, insatisfacción, incomodidad, desequilibrio... que nos lleva a
poner en marcha el comportamiento que nos ayude a descargar esa tensión y
liberarnos de esa incomodidad. Satisfechas nuestras necesidades, retornará
nuestro equilibrio.

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Murray (1938) es uno de los autores pioneros en el desarrollo de las teorías
motivacionales basadas en el estudio de las necesidades de los seres humanos.
Según este autor, «una necesidad es un constructo mental que representa una
fuerza… que organiza la percepción... y la acción de manera que la situación
insatisfactoria existente sea modificada según una determinada dirección» (pp.
123-124). Entendidas de este modo, las necesidades proporcionarían la fuerza
de todo comportamiento, incluyendo la percepción, el pensamiento, la
regulación, la voluntad y la acción.
Murray establecía que las necesidades constan de dos aspectos
fundamentales: un aspecto direccional o cualitativo, que especifica los objetos
que satisfarán la necesidad, y un aspecto energético o cuantitativo, que incide
en la frecuencia, intensidad y duración del comportamiento. De este modo, el
constructo de necesidad representaba las mismas funciones energizantes y
directivas en las primeras teorías de la motivación que tienen las metas en los
modelos cognitivos actuales.

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1.1. LA IMPORTANCIA DE LAS NECESIDADES
HUMANAS
Se han elaborado listas relativamente amplias de necesidades que impulsan la
conducta humana y dirigen el comportamiento a lo largo de toda la vida. De
hecho, en las primeras teorías motivacionales, los esfuerzos de los
investigadores se dedicaron fundamentalmente al desarrollo de taxonomías de
las necesidades (Murray, 1938). Esta estrategia taxonómica pretendía
determinar la naturaleza de las relaciones entre los elementos básicos objeto de
estudio, seguidos por la investigación de las relaciones entre ellos.
De este modo, nos encontramos listas de necesidades tan diversas como la
necesidad de protección y orden o de dominación, de evitación del daño o de
vergüenza, la necesidad de autonomía, afiliación... Tratando de explicar tanto la
frecuencia, la intensidad o la duración de los comportamientos —aspecto
energético— como los objetos, sujetos y situaciones capaces de satisfacer
nuestras necesidades —aspecto direccional—, algunas de estas necesidades han
sido investigadas con mayor detenimiento que otras.
Concretamente, Murray (1938) partía de la existencia de un número
relativamente amplio de necesidades específicas que impulsaban la conducta
humana y elabora una lista de 20 necesidades que supone dirigen el
comportamiento a lo largo y ancho de la vida. Entre ellas señalaba las
siguientes: necesidad de degradación, de logro, afiliación, agresión, autonomía,
contracción, defensa, diferencia, dominación, exhibición, evitación del daño,
evitación de la vergüenza, protección, orden, juego, rechazo, sexo, consolación
y comprensión.
De todas las necesidades propuestas por Murray, tres han sido investigadas
con mayor detenimiento: la necesidad de logro, la necesidad de dominancia —
reformulada posteriormente como necesidad de poder— y la necesidad de
afiliación. De hecho, se ha llegado a afirmar que estos tres motivos —logro,
afiliación y poder— «pueden considerarse como las dimensiones fundamentales
subyacentes en la lista de Murray» (Winter, John, Stewart, Klohnen y Duncan,
1998, p. 232). Las necesidades de logro «impulsarían» a los sujetos a superar
las normas y estándares establecidos al realizar sus actividades y a mejorar,
constantemente, sus propias realizaciones. La necesidad de poder, la describe
McClelland (1961) como la necesidad de tener influencia sobre los otros y la
posibilidad de ejercer control sobre ellos. Los individuos con elevada necesidad
de poder prefieren situaciones competitivas y orientadas hacia el estatus y

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suelen estar más preocupados por ganar prestigio e influencia que por una
realización efectiva. Frente a éstos, los individuos con fuerte necesidad de
afiliación tienden a agradar y a buscar la aceptación de los otros y prefieren las
situaciones cooperativas a las competitivas.
En un intento de simplificar y organizar las taxonomías de las necesidades
humanas, Maslow (1943) desarrolló una lista de necesidades en cinco grupos
generales organizadas jerárquicamente de acuerdo con su importancia para el
desarrollo humano. El autor diferenció entre necesidades inferiores y
necesidades superiores. Entre las primeras se situarían las necesidades
fisiológicas, tanto aquellas referidas al hambre, sed, sexo, etc., como las
necesidades homeostáticas y organísmicas, y las necesidades de seguridad, de
protección frente al dolor, el miedo, la ansiedad y/o la desorganización; las
necesidad de refugio, dependencia, orden, legitimidad y reglas de
comportamiento. También se consideraron necesidades básicas la de
pertenencia y afecto y la necesidad de ser estimado: la necesidad de amor,
afecto, seguridad, aceptación social, identidad y la necesidad de logro, de
aprobación y de reconocimiento. Las necesidades superiores se refieren
básicamente a la necesidad de autorrealización, necesidad de crecimiento a
través del desarrollo de las potencialidades y capacidades del individuo, la
necesidad de comprender.
Estas necesidades superiores no podrían llegar a satisfacerse si no lo están las
necesidades inferiores, las fisiológicas y las de seguridad, de ahí que estas
últimas se refieran en ocasiones como necesidades carenciales. Desde esta
perspectiva, la necesidad de seguridad y protección se convierte en una
necesidad previa y necesaria para que en el individuo surja la necesidad de
aprobación o de desarrollo y mejora de sus propios potenciales. De hecho, la
importancia relativa de las propias necesidades evolucionaría, en condiciones
normales, paralelamente a lo largo del desarrollo humano. Los bebés y los niños
pequeños parecen limitar sus necesidades a las fisiológicas y a las necesidades
de seguridad, mientras que las necesidades de pertenencia al grupo y de ser
estimado surgirían más adelante en el desarrollo de los niños. A partir de la
adolescencia, los individuos de las sociedades occidentales que tengan cubiertas
necesidades más básicas desarrollarían las necesidades superiores de
autorrealización.
En muchos sentidos, la jerarquía de Maslow podría sustentar un amplio rango
de reformas en el ámbito de los servicios sociales, sanitarios, educativos y de la
salud de las sociedades evolucionadas; se atiende a las necesidades fisiológicas
y de seguridad antes de que pueda responderse progresivamente a necesidades
de rango superior.

Tal y como indicábamos antes (véase Figura 4), una necesidad insatisfecha
26
Tal y como indicábamos antes (véase Figura 4), una necesidad insatisfecha
generará un comportamiento que satisfaga esa necesidad y en caso de conflicto
entre dos necesidades, prevalecerá la decisión de cubrir las inferiores, antes de
que niveles más altos, como la necesidad de autoestima o la autorrealización,
puedan ser satisfechas. Las necesidades funcionarían siguiendo un modelo
general de liberación de tensión,una necesidad crea un comportamiento que
conduce a satisfacerla y una vez satisfecha, se logra la homeostasis, el equilibrio
y, por tanto, no se necesita más el comportamiento.
Pero, ¿es siempre posible satisfacer nuestras necesidades? ¿Qué ocurre
cuando por algún motivo no podemos atender nuestras necesidades? En estos
casos es posible que la tensión provocada por la necesidad busque mecanismos
indirectos de salida que se traduzcan en nuestro desasosiego y descontento, en
apatía e indiferencia e, incluso, en desajustes fisiológicos o agresividad. Cuando
la tensión no se descarga y permanece en el individuo provocando síntomas
psicológicos, fisiológicos o sociales, sabemos que se está produciendo
frustración, hay una necesidad que no se está atendiendo. En ocasiones, la
tensión provocada por las necesidades no cubiertas se transfiere o se compensa
dedicando un esfuerzo extra a atender otra necesidad. En cualquier caso, si por
algún motivo no es posible la satisfacción de las necesidades, el desarrollo y el
crecimiento del individuo se verá afectado.

1.1.1. Las necesidades, ¿nacen o se hacen?

Si entendemos las necesidades más que como meros impulsos, además de


estudiar los procesos internos y físicos del individuo, debemos prestar atención a
ciertas formas de ser, ciertas características y, también, a las situaciones
particulares en las que viven esas personas y a las presiones de los entornos en
los que se desarrollan. En este sentido, se ha propuesto que para entender
completamente cómo las necesidades explican el comportamiento humano es
preciso destacar el concepto de presión ambiental (Murray, 1938) y la idea de
que estas características del contexto —presiones— pueden suscitar y dar forma
a las necesidades que uno percibe como propias. Este interés en la interacción
entre la persona y la situación supera los presupuestos de muchas teorías y
corrientes psicológicas que se centraron o bien en el individuo, como fue el caso
de las teorías psicodinámicas, o bien en el ambiente, como sucede en los
modelos conductistas.
Cuando analizamos cómo el ambiente «presiona» al individuo, cabe distinguir,
como precisamente hizo Murray, entre dos tipos de presiones del ambiente: una
presión objetiva —la presión alfa— y la presión percibida por el individuo —la
presión beta—. Una cosa es la presión representada por la realidad objetiva, la

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realidad «objetivable», que todos parecemos compartir en un situación concreta
—presión alfa—, y la presión que cada uno de nosotros percibe y construye
idiosincrásicamente de esa misma situación —presiones beta—. Esta
diferenciación nos permite entender por qué individuos con problemas
objetivamente similares se sienten estimulados a esforzarse y buscar soluciones
mientras que otros procuran evitarlos o escapar de ellos. Parece claro que la
interpretación que cada individuo desarrolla de la realidad a la que se enfrenta
hace que en unos casos se activen, por ejemplo, necesidades de logro, de
cambiar las cosas y lograr resultados, mientras que en otros casos acaban
activándose necesidades de autonomía o de evitación.
De cualquier modo, para entender el comportamiento de un individuo
concreto debemos observar tanto las necesidades que ese individuo sostiene
como las presiones ambientales que pueden estar desencadenando esas
necesidades. De este modo, manteniendo la tradición organísmica de centrarse
en el individuo, pero siendo a la vez sensible a la importancia de insertar al
individuo en la situación, Murray (1938) propuso que las necesidades
individuales y las presiones ambientales interactúan siempre y que es necesario
una unidad de análisis más amplia que establezca vínculos entre las necesidades
y las presiones del ambiente, para lograr una visión menos fragmentaria del
comportamiento.

1.1.2. La deficiencia de los modelos de necesidades

El constructo de necesidades, tal y como se desarrolló en estos modelos,


presenta una serie de problemas conceptuales. El primero es la imposibilidad de
desarrollar una lista manejable que tenga poder predictivo y cumpla el principio
de parsimonia. O nos vamos a una lista amplia y compleja como la de Murray o
a listas como las de McClelland y Maslow, que parecen muy reducidas para
explicar la complejidad del comportamiento humano. En realidad este es el
mismo problema que se encontró con el estudio de los instintos en cuanto a
deseos no aprendidos o impulsos que todo el mundo tiene. Las taxonomías de
instintos fueron descartadas cuando llegaron a elaborarse listas de hasta 2.500
instintos, lo cual llevó a que el constructo dejara de tener utilidad científica.
De todas formas, el mayor de los problemas de este planteamiento es el
hecho de que tanto la lógica de las necesidades como la de los instintos a la
hora de explicar el comportamiento son tautológicas. El uso más frecuente del
constructo, como mecanismo explicativo, es observar una determinada conducta
e inferir entonces que la persona debe tener la necesidad que le lleva a ese
comportamiento. Esta es una lógica circular y no proporciona una explicación
real del comportamiento. Así, si bien las teorías sociocognitivas han retomado la

28
idea de las necesidades como metas —lo que representa un avance en los
modelos tradicionales de necesidades—, a la vista de estos serios problemas, el
constructo de necesidad como tal no se utiliza en la investigación actual.

29
1.2. LA MOTIVACIÓN DEL INDIVIDUO
Imagine que es un chico que tiene grandes habilidades para jugar al baloncesto,
¿cree que llegará a ser profesional del baloncesto? Depende, ¿de qué? En primer
lugar, depende de su biología y del contexto en el que se mueva. Si mide 1,60,
la naturaleza no juega a su favor y sus probabilidades de llegar a ser profesional
del baloncesto se verán mermadas. Si tiene la suerte de medir dos metros pero
aún no ha visto una canasta, un campo, ni un entrenador de baloncesto, su
entorno no es sensible, no le está proporcionando ninguna oportunidad, no está
jugando a su favor, así que sus probabilidades de llegar a ser profesional
tampoco parecen muy altas. ¿Y si dispone de francas habilidades para el
baloncesto, mide dos metros, en su barrio hay unas buenas instalaciones
municipales y el equipo de baloncesto de su ciudad levanta pasiones? Sin duda
sus posibilidades de llegar a ser profesional del baloncesto se verán
incrementadas.
Para conseguir algo, usted necesita disponer de una serie de habilidades y
estar motivado para trabajar en ese algo. Pero además es preciso que la
naturaleza, su biología, le haya dotado de ciertas capacidades y que el entorno
en el que se mueve esté a su favor, sea sensible a sus potenciales. Este
planteamiento es el que se resume en la teoría de los sistemas motivacionales
(MST) de Ford (1992) como un modelo general de motivación del
comportamiento, que metafóricamente puede expresarse con una sencilla
fórmula matemática.

Desde este planteamiento podemos entender con claridad la relevancia de la


motivación en el logro de los individuos. Aunque usted, un chico con francas
habilidades para el baloncesto, mida 2 metros y disponga en su barrio de unas
buenas instalaciones municipales, tampoco llegará a ser profesional del
baloncesto si no está motivado para ello.
¿Y qué tiene que tener para estar motivado?: intención de ser profesional del
baloncesto, creer que puede lograrlo y sentirse emocionalmente activado para
jugar al baloncesto. Si no quiere jugar al baloncesto, siente que no será capaz
de alcanzar la liga profesional o si la competición y el juego no le proporcionan
ningún placer, no llegará a ser profesional. Esta es la idea que se recoge tras el
modelo triárquico multiplicativo con el que Ford trata de explicar la motivación:

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Motivación = Metas x emociones x creencias de agencialidad (o autoeficacia)

Utilizando este planteamiento, la motivación se entiende como un fenómeno


fundamentalmente psicológico, dependiente del individuo, orientado al futuro
porque de algún modo es la meta la que dirige la actuación, y evaluador, dado
que depende de la estimación de las propias posibilidades. En la formulación del
autor entran en juego además de estas metas directoras de la conducta, las
creencias que el autor denomina de agencialidad y que nos remiten al
constructo de creencias de autoeficacia, que abordaremos más adelante, y a las
emociones. A las emociones y afectos, que se generan por la interacción con el
contexto, les asigna Ford un importante papel energizador, una función
relevante como fuente de información a la hora de evaluar los resultados y los
procesos, y, con ello, autorregular el propio comportamiento.
Este modelo triárquico multiplicativo implica que si falta alguno de los
componentes, si alguno es cero, el individuo no estará motivado. Esto es, si no
han activado una meta, tienen un afecto inhibitorio negativo o creen que no son
capaces de realizar la tarea en cuestión, su motivación será baja y no ejecutarán
la tarea.

1.2.1. Las metas personales

Cuando nos planteamos qué quiero, qué intento conseguir o por qué hago esto,
nos preguntamos por nuestras metas personales. Las respuestas que cada uno
de nosotros da a estas preguntas son diversas e idiosincrásicas pero en un
intento de síntesis, las metas ideográficas de los individuos pueden resumirse en
24 categorías (véase Ford, 1992). Lo que tratamos de conseguir en una
actividad o situación concreta puede tener que ver con nosotros mismos, con
nuestras necesidades propias, necesidades a nivel afectivo: experimentar placer
o alegría y evitar sentimientos de debilidad, aburrimiento o dolor; o necesidades
más mentales o cognitivas: satisfacer la curiosidad y ganar conocimiento y evitar
estar desinformado o evitar sentirse fracasado o culpable y mantener el orgullo
y la valía personal. Del mismo modo, muchas de las razones que tenemos para
implicarnos en las actividades tienen que ver con conceptos más abstractos,
tales como el deseo de experimentar un sentido profundo o espiritual de
conexión y armonía y evitar sensaciones de estar atrapado en los confines de la
vida cotidiana, etc.
Las metas afectivas se refieren a los sentimientos y emociones que las
personas desean sentir o evitar, por ejemplo, las metas de entretenimiento, que
reflejarían el deseo de sentirnos activados y estimulados para evitar actividades

31
repetitivas y aburridas, y las metas de tranquilidad, que muestran nuestra
necesidad de evitar situaciones demasiado estresantes. El equilibrio entre estas
dos metas sería similar a la noción de arousal óptimo de Berliner. Otras metas
afectivas tienen que ver con las sensaciones relacionadas con estados físicos
transitorios o específicos —darse una ducha— y con metas físicas a más largo
plazo como tener buena salud.
En muchas otras situaciones, nuestras metas y propósitos tienen que ver con
lo que esperamos de los demás, de nuestro entorno. Así, muchas de las cosas
que hacemos las hacemos bien para sentirnos diferentes, libres en la toma de
decisiones y victoriosos, o bien para obtener la aprobación y el apoyo de los que
nos rodean. Nuestras conductas reflejan en ocasiones nuestro deseo de evitar
ser como otros, evitar sentirnos dominados, presionados o limitados o evitar que
los demás nos desaprueben o nos rechacen. Entre lo que esperamos de los que
nos rodean se sitúan razones que tienen que ver con la creación de amistades y
relaciones íntimas, con el cumplimiento de obligaciones o reglas sociales y
morales y razones de justicia y equidad. Muchos de nuestros compromisos con
tareas, trabajos y actividades tienen como objeto evitar el aislamiento social, la
transgresión social, la falta de ética, la injusticia, etc. Del mismo modo, muchas
de nuestras acciones responden al deseo de dar apoyo y consejo a otros y evitar
comportamientos egoístas.
Un buen número de compromisos personales se realizan en aras del dominio,
del logro de desafíos y de la mejora evitando la mediocridad o la pérdida de
competencia. En esta línea encontramos razones relativas al orden, a la
organización y la productividad en las tareas de la vida cotidiana, el incremento
de los bienes materiales y pecuniarios y el mantenimiento del bienestar físico y
la seguridad. Evitar el descuido y la desorganización cotidiana, las pérdidas
materiales y las situaciones amenazantes o no ventajosas se convierten en
objetivos de muchos de nuestros comportamientos. Finalmente, todos nosotros
nos implicamos de algún modo en actividades que conllevan alguna forma de
expresión artística o creativa.
Este intento analítico no obvia que el comportamiento está habitualmente
guiado por más de una de estas razones, de modo que la activación de una
meta no impide la activación de otra/s. De hecho, los 24 tipos de respuestas a
las cuestiones que planteamos pueden combinarse en unidades mayores o
temas que representarían las mezclas preferentes y más frecuentes de varias
categorías de metas. Así, por ejemplo, las metas de amistad pueden reflejar
tanto un motivo de pertenencia como de adquisición de recursos y la búsqueda
de logro podría vincularse tanto a metas de superioridad como de dominio.
Aunque en muchos sentidos podemos observar una similitud entre esta
taxonomía de metas y la taxonomía de las necesidades de Murray, lo cierto es

32
que Ford trata de diferenciar con claridad entre las metas que se adoptan y los
patrones de comportamiento que pueden ser generados por las mismas,
evitando la tautología de las taxonomías de necesidades, y frente al
planteamiento psicodinámico de las teorías de las necesidades e instintos,
adopta un enfoque más sociocognitivo. Finalmente, la propuesta de Ford
presenta unas metas más específicas y menos globales que las necesidades
propuestas por Murray y más completa que la propuesta de cinco necesidades
de Maslow o las tres de McClelland, al tiempo que considera que la importancia
relativa de las metas dependerá de diferentes variables e individuos.
En este modelo se intenta proporcionar una teoría general de la motivación
entendida como fenómeno psicológico orientado al futuro —anticipador— y
evaluador más que instrumental. Es decir, desde esta perspectiva, la motivación
proporcionaría la energía y la dirección del comportamiento así como una
evaluación de la que deriva la decisión de continuar, persistir o abandonar un
compromiso. Frente a esta función evaluadora, otros componentes cognitivos y
comportamentales proporcionarían los medios para que se produzca la acción,
en un papel más instrumental, que representan las habilidades en la formulación
teórica del autor.

1.2.2. Estilos motivacionales del individuo

Las preferencias en la orientación a metas y sus combinaciones podrían


permitirnos diferenciar unas orientaciones a metas más generales a modo de
estilos motivacionales característicos de distintas situaciones y episodios de
comportamiento. En este sentido, Ford y Nicholls (1992) establecieron tres
dimensiones generales sobre las que los individuos podrían moverse en cuanto a
su orientación a metas.
Así, podríamos situar al individuo en un espacio activo-reactivo (véase Figura
5), donde la orientación activa se refiere a aquellos que se implican más en la
iniciación, dirección y planificación del comportamiento, en contraposición con el
estilo más reactivo en el que el comportamiento estaría en mayor medida en
función de las características del contexto.
Un estilo más activo podría, de este modo, asociarse con un mayor significado
y coherencia porque sería el individuo quien dirigiría su comportamiento
mientras que un estilo más pasivo podría referirse a sujetos más sometidos a las
restricciones e influencias de la situación. En el aula, los estudiantes más activos
mostrarán más autoiniciativa y un mayor aprendizaje y comportamiento
autodirigido, mientras que los que tienen un estilo reactivo serán más pasivos y
esperarán a que el profesor les diga qué es lo que tienen que hacer.

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La dimensión aproximación-evitación nos permitiría describir un continuum
que va desde los individuos que tienden a conceptualizar el contenido de las
metas aproximándose a las consecuencias deseadas, por ejemplo, para las
metas de dominio, buscar y enfrentar nuevos retos, hasta aquellos que se
dirigen a evitar las consecuencias no deseadas —evitación de la incompetencia
—.

Las personas con un estilo de aproximación buscarán tareas nuevas, asumirán


más riesgos y no tendrán miedo al fracaso, a diferencia de los que tienen un
estilo de evitación que se sentirán más ansiosos al enfrentarse a tareas nuevas y
tenderán a evitar el fracaso.
La última de las dimensiones que definiría los estilos motivacionales sería la
de mantenimiento-cambio que se refiere a la gente que busca activamente
mantener sus metas y su comportamiento frente a aquellos que buscan
continuamente cambiar y mejorar los niveles de sus metas y cambiar ellos
mismos. Las personas con un estilo de mantenimiento se autosatisfarían con su
nivel de ejecución, mientras que los orientados al cambio estarían más
interesados en probar cosas nuevas y aumentar sus niveles de logro.
De un modo genérico, la combinación de estas tres dimensiones podría
resumirse en una orientación de afrontamiento característica de los individuos
reactivos, evitadores y centrados en el mantenimiento y una orientación de
crecimiento propia de quienes se muestran activos, fijan metas de aproximación

34
y buscan cambios positivos. El estudio de estos perfiles nos permitirá
diferenciar, por ejemplo, entre una orientación general de estado representada
por un modo de pensar sobre los propósitos o las metas que interfiere con la
acción frente a una orientación a la acción que caracterizaría a quienes trabajan
de una manera directiva, activa y autorregulada hacia sus metas. La orientación
de estado se refiere a aquellos individuos que no dejan de «rumiar» las
posibilidades negativas, que buscan excusas para no implicarse en la actividad,
que evidencian un estilo pasivo y reactivo y que muestran dificultades para
concentrarse en la tarea (Kuhl, 1985, 1992). Es posible que, de algún modo, el
tipo de meta que uno adopte preferentemente acabe teniendo consecuencias
sobre el comportamiento, el resultado y el bienestar de ese individuo. De este
modo, trabajar para aprender, dominar un campo, ser mejor, podría asociarse
en mayor medida a una orientación a la acción que trabajar para dar una buena
imagen o, peor aún, para no dar una imagen mala (Ford, 1992).

35
1.3. LA MOTIVACIÓN EN EL AULA: ANÁLISIS DE
LOS PERFILES MOTIVACIONALES DE LOS
ESTUDIANTES
A diferencia del enfoque del contenido de la meta que se interesa por el
comportamiento humano en general, la mayoría de las teorías de orientación a
meta se elaboraron específicamente para explicar el comportamiento de logro,
es decir, la conducta de los individuos en contextos donde es posible lograr o
perder algo. El enfoque del contenido de la meta al que nos referíamos en el
epígrafe anterior se centra en las diferentes metas que pueden guiar el
comportamiento; sin embargo, la orientación a metas de logro lo hace en las
metas y los propósitos que guían la actuación específicamente en contextos
como el laboral o el académico.
En los años 60, Atkinson (1958) interpretaba estos motivos de logro a modo
de disposiciones diferenciales e individualmente aprendidas, pero estables y
perdurables, y sugería dos motivos de logro básicos: la búsqueda del éxito —
motivo de éxito— y el miedo al fracaso —motivo de evitación del fracaso—. El
motivo de éxito representaría el optimismo o la anticipación del éxito y refleja la
capacidad de experimentar orgullo ante lo realizado. Si el motivo de éxito es
alto, las personas elegirán y se implicarán en tareas de logro. El motivo de
evitación del fracaso representa la capacidad para experimentar vergüenza y
humillación ante el fracaso. Cuando este motivo es alto, las personas
probablemente evitarán implicarse en tareas de logro (véase la figura siguiente).

Desde esta perspectiva, el individuo orientado al éxito puede implicarse en las


actividades de logro y no estar ansioso y preocupado por su ejecución, mientras
que los evitadores del fracaso podrían mostrarse más ansiosos en contextos de
logro, desarrollando estrategias y mecanismos como la demora, el retraso u

36
otras estrategias autolimitantes y se mostrará reticente a implicarse en el
trabajo, en el estudio o en cualquier otra actividad de logro, con objeto de evitar
o evidenciar el fracaso.
La consideración ortogonal que sugiere Atkinson nos permitirá diferenciar
también entre individuos sobreesforzados, que buscan el éxito pero que tienen
miedo al fracaso, e individuos resignados al fracaso, a quienes éste no les
preocupa, pero que tampoco buscan éxito (véase la figura de abajo). Los
individuos sobreesforzados probablemente dedican altos niveles de esfuerzo a
las tareas de logro, pero serán al mismo tiempo individuos fuertemente ansiosos
y estresados debido a su miedo al fracaso. En términos sociocognitivos
estaríamos ante personas con un perfil pesimista defensivo, individuos con un
buen rendimiento, pero muy preocupados por los resultados y con una fuerte
ansiedad por hacerlo todo bien. Mientras, los individuos resignados al fracaso
serán básicamente indiferentes al logro debido tanto a la falta de preocupación
como al rechazo activo y, la resistencia a los valores del logro.

Estos motivos constituirían la contribución individual e interna del individuo a


la motivación dentro del modelo de Atkinson. Sin embargo, este autor considera,
como veremos más adelante, también los constructos de expectativa y de valor
dentro de su modelo, que podrían entenderse como la parte de la ecuación más
dependiente del ambiente o la actividad.
Aunque las propuestas originales de Atkinson, tal y como hemos observado,
sugerían dos motivos ortogonales entre sí, la mayoría de la investigación
subsiguiente operaba con el motivo de éxito como si fuera un único continuo,
delimitado por un alto nivel de motivo de éxito en un extremo y un alto nivel de
motivo de evitar el fracaso en el otro (véase la figura siguiente).

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Recientemente se ha retomado la sugerencia del modelo original; basada en
la independencia de ambos motivos, se considera la existencia de cuatro tipos
de motivos en situaciones de logro. En la literatura contemporánea actual sobre
motivación de logro, el enfoque de las metas planteado por Dweck (1986),
Nicholls (1984) y otros autores (Ames, 1992) se ha convertido en una de las
principales líneas de investigación en el campo de la motivación, poniendo de
manifiesto su relevancia sobre la cognición, el comportamiento y el afecto. El
principal constructo implicado en la teoría de orientación a meta se refiere a los
propósitos de los individuos al iniciar y desarrollar conductas dirigidas al logro.
La teoría de la orientación a meta se interesa por explicar por qué los individuos
quieren conseguir entender una materia y cómo la abordan y realizan.
Concibiendo la motivación en términos de metas o incentivos que atraen a los
individuos hacia la acción (Heyman y Dweck, 1992), saber por qué el alumno
elige un trabajo u otro, se implica más o menos en algo, persevera ante una
dificultad o la abandona al primer escollo... exige reconocer el perfil de metas
académicas que sostiene ese alumno, porque la valoración motivacional de las
tareas de estudio depende de un modo relevante de los motivos o metas que los
alumnos establezcan de cara al futuro (véase Figura 6).

38
1.3.1. Razones de dominio y razones de rendimiento

Dentro de la tradición de las metas de logro, éstas se conceptualizan como el


propósito o el núcleo dinámico cognitivo del compromiso con la tarea; y el tipo
de meta adoptado establece el marco general mediante el que los individuos
interpretan y experimentan los contextos de logro.
La mayoría de las investigaciones sobre las metas se han centrado en dos
tipos de metas: metas egocentradas o de rendimiento —también denominadas
metas de ejecución o metas de capacidad—, que se focalizan en la demostración
de la competencia respecto a otros, y las metas de dominio —también etique-
tadas como metas centradas en la tarea o de aprendizaje—, que se centran en
el desarrollo de la competencia y el dominio de las actividades y las tareas
(véase la figura que aparece a continuación). De una manera un tanto
simplificada, los individuos desarrollan metas de dominio para incrementar su
capacidad y metas de rendimiento para demostrarla (Elliot, 1999).

39
La distinción entre metas egocentradas o de rendimiento y metas de dominio
es, en parte, paralela a la diferenciación entre motivación intrínseca y
extrínseca. Las metas de dominio comparten parte de las características de la
motivación intrínseca y las de rendimiento son, en parte, similares en ciertos
aspectos a la motivación extrínseca. Sin embargo, no debemos perder de vista
que las teorías de orientación a meta se centran en una meta cognitiva más
específica, más dependiente de la situación y del contexto que los constructos
de motivación intrínseca y extrínseca, que son más globales, más generales,
similares a rasgos y que proceden de una perspectiva de estudio más
organísmica y menos contextual.
Tomando en consideración esta dicotomía, podemos asumir que el individuo
que en contextos de logro se plantea mejorar sus competencias y dominar las
tareas, puede sentirse más capaz de hacer las cosas, tender a atribuir sus
fracasos más a la falta de esfuerzo —atribución controlable— que a la mala
suerte, mostrarse más atento a la actividad, evidenciar un mayor nivel de
profundización en su trabajo, ser más persistente frente a las dificultades y
rendir de un modo adecuado (véase Figura 7). Mientras, el individuo que afronta
las tareas de logro como un medio para demostrar su competencia podría dudar
en mayor medida de su eficacia y atribuir sus fracasos a factores como la mala
suerte —que le permite no responsabilizarse de los mismos— más que al
esfuerzo, mostrarse menos atento y persistente, abordar las tareas de un modo
más superficial y estar más preocupado por la evaluación que los individuos con
una orientación al dominio (véase Figura 7).

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Hace unos años, revisando esta dicotomía rendimiento-aprendizaje, Elliot y
sus colaboradores (Elliot, 1999; Elliot y Harackiewicz, 1996) propusieron un
marco tridimensional para las metas de logro. En este marco, el constructo meta
de rendimiento se diferencia en dos formas de regulación: una de aproximación
y otra de evitación, delimitándose, por tanto, tres metas académicas
independientes: una meta de aproximación al rendimiento (performance-
approach o de autorrealce del ego), focalizada en el logro de competencia con
relación a otros; una meta de evitación del rendimiento (performance-avoidance
o autoderrota del ego), centrada en la evitación de incompetencia respecto a
otros; y una meta de dominio, centrada en el desarrollo de la competencia y el
dominio de la tarea (véase la siguiente figura)

41
La orientación a meta representa un patrón integrado de creencias que
conduce a «diferentes modos de aproximarse, implicarse y responder a las
situaciones en las que queremos lograr algo». Nos referimos, por tanto, a las
razones por las que realizamos tareas de logro y no sólo a los objetivos de la
actuación. La orientación a meta no incluye sólo los propósitos o razones para el
logro, sino que refleja también los criterios mediante los cuales las personas
juzgan su actuación en una tarea y el éxito o fracaso respecto a la consecuencia
de su meta: la manera en la que los individuos se definen y evalúan teniendo en
cuenta algunos criterios de excelencia. Desde esta perspectiva, se ha constatado
que la orientación al dominio, preocupada por saber y aprender, observa las
actividades que se le plantean como retos más que como amenazas, los
problemas se interpretan como oportunidades de aprender y los errores, como
algo natural, parte de ese proceso vital de aprendizaje (véanse cuadros a
continuación). Así que, probablemente, los individuos con una orientación
prioritaria hacia el dominio acabarán dedicando grandes esfuerzos a las
actividades y persistiendo frente a las dificultades y estimarán el éxito en
función de su propio progreso, más que en función del rendimiento de otros.
Así, frente a los individuos con una orientación al dominio, los sujetos con una
orientación al rendimiento en su vertiente de aproximación estarán
fundamentalmente preocupados por destacar y ser, o al menos parecer, mejor
que otros. Mientras la vertiente de evitación de las metas de rendimiento tendría

42
una especial preocupación por evitar mostrar una imagen negativa. Este
propósito de no parecer el peor puede llevar al individuo a interpretar las
actividades, y especialmente aquellas tareas nuevas o complejas, más que como
retos como amenazas que evitar (véase cuadro en página siguiente).
En muchos sentidos, el perfil de aproximación al rendimiento comparte
similitudes con una orientación de dominio, ya que presentaría también un
fuerte compromiso con la tarea, interpretaría la actividad de logro como un reto
y los problemas o las dificultades como oportunidades, en este caso, para
demostrar esa superioridad y destacar respecto a otros. Por otra parte, este
perfil de aproximación al rendimiento difiere del perfil de dominio,
fundamentalmente, en la interpretación del fracaso o el error y en los criterios
de evaluación. Mientras que los individuos preocupados por aprender y dominar
los contenidos entenderán los fracasos como oportunidades para seguir
aprendiendo y utilizarán como criterio para su evaluación el propio progreso, la
aproximación al rendimiento tenderá a interpretar los fracasos como evidencias
de incompetencia y a autoevaluarse comparándose con los demás.

43
A pesar de que en muchos sentidos estas dos aproximaciones evidencian un
patrón más similar de resultados que el obtenido para las dos regulaciones de
las metas de rendimiento, las metas de aproximación al rendimiento y las metas
de dominio sugieren comportamientos divergentes. De hecho, a diferencia de un
perfil de dominio, en situaciones de alta competitividad donde la percepción de
valía esté en juego, el perfil de aproximación al rendimiento puede acabar
utilizando el esfuerzo de un modo defensivo. Así, es posible que en situaciones
aversivas la aproximación al rendimiento aboque bien a una baja dedicación de
esfuerzo o a la dedicación de un sobreesfuerzo inespecífico que proteja la
percepción de capacidad o bien promueva el desarrollo de mecanismos de
autoprotección más elaborados a modo de excusas, autolimitación o

44
autoafirmación, propios de la egodefensa. Lo cierto es que el perfil de
aproximación al rendimiento comparte con el de evitación del rendimiento tanto
los criterios de evaluación del éxito como la interpretación del fracaso (véase el
cuadro de la página anterior).
Tal y como puede observarse, cuando empleamos el término meta en el
contexto de la teoría de la orientación a meta no nos referimos únicamente a la
meta, sino a la naturaleza de las razones y propósitos para desarrollar una
actividad junto con los criterios para evaluar la actuación, destacando de este
modo el carácter integrado de las creencias y los patrones que generan, un
concepto diferente al utilizado en las teorías sobre el establecimiento y el
contenido de las metas. Concretamente, se ha hipotetizado que cada una de
estas metas lleva a un patrón predictivo exclusivo y relativamente diferenciado
de procesos de logro y resultados, de tal modo que, por ejemplo, algunos de los
estudios sugieren que las metas de dominio están relacionadas positivamente
con el interés, y predicen positivamente también la persistencia, el esfuerzo y la
comprensión profunda. Mientras, las metas de aproximación al rendimiento
podrían contribuir a la percepción de eficacia, la dedicación de esfuerzo, la
persistencia y el rendimiento en pruebas y retos, pero predecirían también el
desarrollo de un trabajo más superficial. Del mismo modo, la vertiente de
evitación de las metas de rendimiento se relacionaría negativamente con el
interés, la eficacia, el rendimiento y la comprensión, y explicaría la adopción de
métodos de estudio simples y superficiales (Elliot, McGregor y Gable, 1999).
Mientras se abordaba la dicotomía de las metas de rendimiento, la
investigación en torno a las metas de logro demostraba empíricamente que los
individuos optan por más de una meta en situaciones escolares concretas
(Bouffard, Boisvert, Vezeau y Larouche, 1995; Pintrich, 2000a, 2000b;
Rodríguez, Cabanach, Piñeiro, Valle, Núñez y González-Pienda, 2001; Seifert,
1995; Valle, Cabanach, Cuevas y Núñez, 1997; Wentzel, 1999, 2002). Tal como
reconoce Dweck (2001, p. 219), «casi todas las situaciones escolares presentan
la oportunidad para perseguir diferentes metas de manera simultánea y muchas
situaciones podrán incluso requerir que los estudiantes persigan varias metas al
mismo tiempo». Por tanto, al considerar esta diversidad de metas, siendo
muchas de ellas importantes para los estudiantes, no es factible sostener que
ellos puedan perseguirlas una por una de forma aislada.
Así, la investigación realizada desde esta perspectiva se ha centrado en el
análisis de la combinación de las diferentes metas académicas y sus efectos
sobre el aprendizaje y el rendimiento escolar. En este sentido, Barron y
Harackiewicz (2001) han sugerido cuatro modos a través de los cuales las metas
de aprendizaje y las metas de aproximación al rendimiento podrían combinarse.
Una primera vía sería aquella en la que ambos tipos de metas se combinan,
pero cada una tiene efectos beneficiosos para determinados resultados, esto es,

45
sus efectos son aditivos. Una segunda explicación posible es que se den efectos
interactivos entre ambos tipos de metas de modo que adoptar ambos tipos de
metas al mismo tiempo resulta más adaptativo para un cierto resultado que
adoptando un único tipo. La tercera posibilidad es que se den efectos
especializados, esto es, que se den unos efectos únicos para ambos tipos de
metas a lo largo de múltiples resultados, por ejemplo, que las metas de dominio
sean beneficiosas en términos de interés o bienestar emocional, mientras que
las metas de aproximación al rendimiento sean adaptativas para resultados tales
como el logro. Y, por último, estos autores sugieren la posibilidad de que se den
efectos selectivos de manera que las consecuencias o efectos de las metas
dependan de si coinciden o no con las metas del contexto.
La investigación desarrollada en nuestro país por Valle, Núñez, Rodríguez,
Cabanach, Gónzalez-Pienda y Rosario (en prensa) corrobora efectivamente esta
idea de la orientación a múltiples metas. Los resultados del análisis de
conglomerados desarrollado por estos autores permitieron diferenciar seis
grupos caracterizados por distintas combinaciones de metas que darían lugar a
otros tantos patrones motivacionales (véase Figura 8).

46
Sobre un total de 1.924 estudiantes universitarios, 305 (15,9% de los
participantes) podrían caracterizarse por unas bajas puntuaciones en metas de
dominio y también en metas de aproximación y evitación del rendimiento. Este
grupo se ha definido por un perfil con Baja Motivación generalizada (Grupo BM).
El segundo grupo, formado por 192 estudiantes —10% de los participantes—, se
caracterizaría por un predominio de metas de evitación del rendimiento. Dicho
grupo se ha definido por un perfil motivacional orientado a Evitar dar una Mala
Imagen ante los demás(Grupo EMI). El tercer grupo, integrado por 457
estudiantes —23,8% de los participantes—, se caracteriza por un predominio de
metas de aprendizaje y se define en base a un perfil orientado al Aprendizaje
(Grupo A). El cuarto grupo, formado por 302 estudiantes —15,7% de los
participantes—, está caracterizado por un predominio de metas de aprendizaje y
de metas de evitación del rendimiento concretándose en un perfil motivacional
orientado al Aprendizaje y a Evitar dar una Mala Imagen ante los demás(Grupo
A/EMI).

47
El quinto grupo, integrado por 444 estudiantes —23,1% de los participantes
—, se caracterizaría por un predominio de metas de aprendizaje y de metas de
aproximación al rendimiento. Este grupo vendría definido por un perfil
motivacional orientado al Aprendizaje y a conseguir mejor Rendimiento
académico que los demás(Grupo A/R). Finalmente, el sexto grupo, formado por
224 estudiantes —11,6% de los participantes—, estaría caracterizado por
puntuaciones altas en todas las metas evaluadas definiendo un perfil con Alta
Motivación generalizada (Grupo AM).
Los resultados indican que los estudiantes con un perfil motivacional orientado
al aprendizaje (Grupo A) son los que hacen una valoración más alta de las
tareas, los que perciben un mayor grado de control sobre su proceso de
aprendizaje y figuran entre los grupos que sostienen unas creencias de
autoeficacia más elevadas (véase Figura 9). Por su parte, tanto el grupo con
baja motivación generalizada (Grupo BM) como el grupo con un perfil orientado
a evitar dar una mala imagen (Grupo EMI) son los que obtienen las
puntuaciones más bajas en estas variables. Estos resultados coinciden con
varios trabajos en los que las metas de aprendizaje se asociaron con creencias
más altas sobre el valor de la tarea (por ejemplo, Ames, 1992; Harackiewicz,
Barron y Elliot, 1998; Wolters, Yu y Pintrich, 1998) y también con mayores
niveles de autoeficacia (por ejemplo, Middleton y Midgley, 1997; Skaalvik, 1997;
Bandalos, Finney y Geske, 2003).

48
Por otra parte, el perfil motivacional orientado al aprendizaje (Grupo A) es el
que presenta los niveles más bajos de ansiedad ante los exámenes, mientras
que todos aquellos grupos en los que hay una dominancia —individual o
combinada con otras metas— de metas de evitación del rendimiento, muestran
tasas de ansiedad elevadas. También aquí los resultados coinciden, en general,
con las aportaciones de otros estudios en los que se encontró una relación
positiva entre metas de evitación del rendimiento y ansiedad (por ejemplo,
Middleton y Midgley, 1997) y en la que los estudiantes con metas de aprendizaje
eran los que experimentaban un menor nivel de ansiedad ante los exámenes
(por ejemplo, Pintrich, 2000b).
Los resultados referidos al rendimiento académico percibido, tanto el
rendimiento actual como el esperado, y al nivel de conocimientos indican que el
grupo con un perfil motivacional orientado a evitar dar una mala imagen ante
los demás (Grupo EMI) es el que presenta unas puntuaciones más bajas, si bien
es verdad que éstas son similares a las encontradas para el perfil de baja
motivación (Grupo BM) (véase Figura 10). Por otro lado, las puntuaciones más
altas en rendimiento académico y nivel de conocimientos son las del grupo con
un perfil de alta motivación generalizada (Grupo AM), aunque también en este
caso, algunas de esas puntuaciones más altas son compartidas con otros grupos

49
(véase Figura 10). De hecho, los estudiantes más optimistas respecto a su
rendimiento futuro serían aquellos caracterizados por una alta motivación
generalizada (Grupo AM) o por el predominio de metas de aprendizaje y de
aproximación al rendimiento (Grupo A/R).

Por el contrario, el perfil motivacional centrado en evitar dar una mala imagen
ante los demás (Grupo EMI) es el que obtiene las puntuaciones más bajas en
esta variable (véase Figura 10). El temor al fracaso, que caracteriza a los
estudiantes con este perfil motivacional, los lleva a una constante preocupación
por evitar parecer incompetentes ante los demás y esto, si bien es posible que
tenga sus beneficios para la propia imagen, puede acarrear consecuencias
negativas para la implicación y el compromiso del estudiante a nivel académico.
De hecho, muchas de las conductas en las que se implican estos estudiantes son
antagónicas con un aprendizaje exitoso (Gabriele, 2007).
De los resultados obtenidos en este trabajo podemos concluir que aquellos
estudiantes motivados para aprender, pero también para conseguir mejores
resultados que los demás y para evitar dar una mala imagen, son los que
informan de un mejor rendimiento académico y los que creen también tener un
nivel más alto de conocimientos en las materias académicas que están

50
cursando; lo cual sugiere que, efectivamente, adoptar múltiples metas
simultáneamente es una de las claves para el aprendizaje exitoso en el ámbito
universitario (Barron y Harackiewicz, 2000, 2001).
En cuanto al grado de satisfacción que tienen los estudiantes con sus
profesores, los resultados indican que el grupo con un perfil motivacional
orientado al aprendizaje (Grupo A) es el que presenta las puntuaciones más
altas al tiempo que el grupo con baja motivación (Grupo BM) es el que
manifiesta los niveles más bajos (véase Figura 10).
En síntesis, los datos aportados por esta investigación muestran, en primer
lugar, que los perfiles más desadaptativos son los que muestran un nivel bajo en
metas de aprendizaje (BM y EMI), mientras que aquellos grupos con un nivel
aceptable o alto de metas de aprendizaje sugieren un patrón más adaptativo a
nivel cognitivo-motivacional, afectivo y de logro (A, A/EMI, A/R y AM). En este
sentido, se podría asumir que la presencia en el perfil motivacional de un
componente de metas de aprendizaje supondría un factor de protección en la
medida que lleva al estudiante a valorar más las tareas académicas, confiar en
su capacidad para afrontar los aprendizajes escolares, percibir mejor control
personal sobre los resultados de su trabajo así como un contexto académico
más positivo. Por el contrario, la ausencia de metas de aprendizaje en el perfil
motivacional del estudiante podría suponer un factor de riesgo serio.
Por otra parte, parece relevante identificar el tipo de perfil motivacional del
estudiante con el fin de ajustar la estrategia docente a las necesidades
motivacionales del alumno y evitar, en el caso de los estudiantes en situación de
riesgo, el fracaso académico y abandono escolar. En este sentido, y dado que el
componente motivacional es esencial para el trabajo cognitivo, los docentes
deberían trabajar dentro de lo que podríamos denominar zona de desarrollo
próximo motivacional, reconociendo el perfil motivacional de sus alumnos y
adaptando la labor docente a esas peculiaridades. Motivar a los alumnos para el
trabajo académico implica, en cierto sentido, adaptarse a los intereses de los
alumnos pero no para quedarse ahí; se trata de lograr que el alumno avance
desde un estado motivacional de riesgo (por ejemplo, EMI o BM) hacia otros con
algún componente de aprendizaje (por ejemplo, A, A/R y AM). En este sentido,
Brophy (2004) señala que aunque los estudiantes entren en clase con un tipo u
otro de perfil motivacional —orientados hacia una u otra meta académica—,
dicho perfil puede ser modificado como consecuencia de la participación del
estudiante en contextos de aprendizaje apropiados.
Siguiendo la lógica de la diferenciación entre aproximación y evitación en las
metas de rendimiento, Pintrich (2000a, b) sugirió que podrían existir también
versiones de aproximación y evitación en las metas de dominio. De hecho, el
autor propone una matriz teórica de 2 x 2 que relaciona las metas de

51
aprendizaje y rendimiento con los estados de evitación y aproximación,
señalando que las cuatro celdas podrían mostrar relaciones muy diferentes con
distintas variables, tales como las atribuciones, la autoeficacia, el afecto, la
autorregulación y la persistencia (véase la siguiente figura). De todas formas, es
preciso destacar que la celda que refleja la meta de evitación del dominio está
todavía bastante indefinida teóricamente dentro de las investigaciones realizadas
en este campo.
En un intento de mantener un cierto paralelismo con los otros tres tipos de
metas, la tendencia de evitación en las metas de aprendizaje estaría orientada a
evitar el «no dominio» o «el no aprendizaje o comprensión» de las tareas. Los
estándares que se usarían en este caso reflejarían una preocupación por no
«hacerlo mal», pero no con respecto a otros, sino en referencia a uno mismo o
a la tarea. A pesar de que no es fácil conceptualizar la meta de evitación del
aprendizaje, algunas sugerencias podrían indicar la forma de trabajo futuro. Por
ejemplo, algunas personas pueden ser perfeccionistas y no querer nunca estar
equivocadas o trabajar incorrectamente, lo que les lleva a enfrentarse a las
tareas de una determinada manera[1].

Además de esta distinción básica entre dominio y rendimiento en contextos de


logro, se han estudiado otros tipos de orientación a meta como la orientación a
metas extrínsecas en las que el objetivo sería lograr un buen resultado en

52
términos de logro de recompensas y/o privilegios o de evitación de castigos o
problemas. En esta línea también es relevante destacar la preocupación en el
ámbito académico por la aprobación o reconocimiento social que caracteriza las
metas de carácter social.

1.3.2. Motivos sociales y motivos extrínsecos

La posibilidad de que los estudiantes adopten no una meta de manera exclusiva,


sino que probablemente tengan múltiples razones para comprometerse en la
actividad, posibilitará que, en situaciones en las que la actividad es poco
estimulante o interesante, otras razones distintas al interés por la tarea podrían
ser útiles para motivar la actuación. En tales casos, la posibilidad de optar por
distintos motivos —obtener la aprobación de otros o premios y recompensas
externas— puede suponer un poderoso fundamento motivacional para promover
y sostener el compromiso.
De hecho, tal y como puede observarse en la Figura 11, aun cuando el perfil
de dominio sigue asociándose a un patrón motivacional adaptativo, el perfil que
integra tanto razones de dominio como de rendimiento y también razones
sociales para implicarse en el estudio, puede mejorar los patrones
motivacionales característicos de la orientación de rendimiento y nos permite
sugerir una persistencia ante las dificultades y un rendimiento académico similar
al perfil de dominio (Valle, Cabanach, Núñez, González-Pienda, Rodríguez y
Piñeiro, 2003). Nuevamente, estos datos proporcionan apoyo suficiente a la
concepción de las múltiples metas y sugieren que adoptando tipos diversos de
metas de logro, se facilita la motivación y el rendimiento académico (Barron y
Harackiewicz, 2000).

53
En esta línea, estudios recientes en torno a la motivación en las aulas de
Secundaria nos han permitido diferenciar cuatro perfiles motivacionales básicos
combinando metas de aprendizaje, metas de evitación del rendimiento, metas
de aproximación al rendimiento, metas sociales y metas orientadas a la
recompensa.
Tal y como puede inferirse de la Figura 12, en torno al 25% del alumnado de
Secundaria podría esforzarse en el aula porque le gusta lo que estudia, porque
disfruta aprendiendo y porque cree que cuanto más aprenda más autónomo
será, mayor sensación de control tendrá y llegará a ser un buen profesional
(metas de aprendizaje). Este perfil de dominio podría presentarse en Secundaria
combinado con la búsqueda del engrandecimiento del yo (metas de
aproximación al rendimiento), con intención de obtener un trabajo futuro digno
(metas orientadas a la recompensa) y con la búsqueda de valoración social
(metas sociales). Este perfil motivacional ha sido definido como orientado al
Aprendizaje y al Logro (Grupo A/L).

54
Un segundo grupo de estudiantes podría esforzarse también en busca del
reconocimiento social, porque éstos desean que las personas que más les
importan se sientan orgullosas de ellos (metas sociales) y para evitar castigos:
«Me esfuerzo en mis estudios porque deseo evitar los enfrentamientos con mis
padres y los castigos que recibiría si no obtengo buenos resultados»(metas
orientadas a la recompensa), pero con objeto de obtener las mejores
calificaciones y dar una imagen de capacidad ante los demás, porque quieren
obtener las mejores y que todos vean lo inteligentes y capaces que son (metas
de aproximación al rendimiento) o al menos evitar un deterioro de la propia
imagen, para que los profesores no les tengan manía y los demás no se burlen
de ellos (metas de evitación del rendimiento).
Habitualmente los estudiantes con este perfil de Alta Motivación (Grupo AM)
evidencian también un relativo disfrute con el estudio, entendiendo el
aprendizaje como medio de percibirse más autónomos e independientes (metas
de dominio) (véase Figura 12). Tal y como tratamos de representar en la Figura
13, parece evidente que estos dos perfiles motivacionales estarían asociados a
un procesamiento informativo profundo y elaborado —selección, organización,
elaboración y memorización— así como a una actividad de estudio adaptativa —
planificación y control del proceso de aprendizaje—.

55
Además de estos dos perfiles, un porcentaje similar de estudiantes podría
sostener un perfil motivacional caracterizado por la baja implicación por razones
de dominio y una tendencia a defender y proteger su imagen (metas de
evitación del rendimiento) y a evitar castigos (metas orientadas a la
recompensa) (véase Figura 12). Los estudiantes con este perfil motivacional más
defensivo dedicarían esfuerzo al estudio porque no quieren que sus profesores
les tengan manía por las malas notas o que sus compañeros se burlen de ellos.
La preocupación por no dar una imagen negativa de sí mismos podría llevar a
estos estudiantes a evitar esforzarse con objeto de tener una justificación para
los malos resultados. Además, este perfil de estudiantes podría utilizar razones
similares para explicar su falta de compromiso con el estudio: «no me esfuerzo
en clase si veo que quedaré como un estúpido o que no seré capaz de trabajar
bien». Este grupo puede definirse por un perfil motivacional con predominiode
Miedo al Fracaso (Grupo MF).

Finalmente, el conjunto de la investigación desarrollada en el campo de las


múltiples metas en el contexto académico, sugiere la posibilidad de encontrar un
cuarto perfil motivacional que podría no tener ninguno de los motivos
estudiados para implicarse en el trabajo académico (véase Figura 12). Para un
grupo relativamente importante de estudiantes que reconocemos bajo un perfil
con baja motivación (Grupo BM), ni las razones de dominio, ni las más
vinculadas a la imagen, ni las razones sociales, ni las orientadas a la

56
recompensa parecen ser razones capaces de explicar su implicación o falta de
implicación académica. En este punto la investigación deberá o bien proponer un
conjunto más amplio y variado de motivos o razones capaces de explicar el
compromiso académico del estudiante, o bien desarrollar diseños de
investigación y/o metodologías de observación más adecuadas.
Tanto el perfil motivacional donde predomina el miedo al fracaso (Grupo MF)
como este último de baja motivación (Grupo BM) podrían utilizar en menor
medida que los otros dos grupos (A/L y AM), estrategias de estudio para
seleccionar, organizar, elaborar y memorizar los contenidos académicos y para
autorregularse a la hora de estudiar (véase Figura 13).
Por otra parte, como puede observarse en Figura 14, es posible caracterizar
los perfiles motivacionales definidos en Secundaria en función del género.

Así, el perfil de A/L y el AM podrían ser más frecuentes entre las alumnas de
Secundaria y el perfil de desmotivación (BM) y especialmente el perfil MF
podrían asociarse en mayor medida a estudiantes varones de este nivel (véase
Figura 14). Según estos resultados, parece evidente que un porcentaje mayor
de mujeres que de hombres estaría motivado para aprender y para conseguir
buenos resultados académicos, de valoración social, y para lograr un trabajo
futuro. Al tiempo que una proporción más alta de hombres que de mujeres
estarían motivados para evitar situaciones que afecten negativamente a su
imagen personal. En cierto modo, estos resultados coinciden con los aportados
por otros trabajos (Middleton y Midgley, 1997).

57
De este modo, no es sorprendente que los alumnos con perfiles
motivacionales de aprendizaje y logro (Grupo A/L) muestren el mejor
rendimiento real y que los alumnos con un perfil motivacional defensivo (Grupo
MF) acaben obteniendo las peores calificaciones (véase Figura 15). La
investigación sugiere que las diferencias en comportamiento de estudio entre
perfiles motivacionales podría explicarse sustancialmente en función del peso
relativo de las metas de dominio en cada uno de ellos. En este sentido,
constatamos que tanto en el perfil A/L como en el perfil AM existe cierto
predominio de este tipo de metas, en combinación con otras; mientras que las
metas de dominio son bajas tanto en el perfil defensivo como en de baja
motivación (Ames, 1992; Bouffard et al., 1995; Dowson y McInerney, 2003;
Middleton y Midgley, 1997; Valle et al., 2003).
A pesar de que cabría esperar que los perfiles que buscan aprender —metas
de aprendizaje—, que desean dar una buena imagen de sí mismos como
estudiantes —metas de aproximación al rendimiento—, que tienen intención de
obtener un trabajo futuro digno —metas orientadas a la recompensa— y que
buscan cierto grado de valoración por parte de los demás —metas sociales—
(Grupos AM y A/L) obtuviesen mejores calificaciones que otros, el grupo con alta
motivación (Grupo AM) no acaba evidenciando el rendimiento esperable (véase
Figura 15). En este punto, el análisis del comportamiento de estudio de los
perfiles motivacionales diferenciados (véase Figura 13) podría conducirnos a
conclusiones equívocas en torno al rendimiento académico del grupo de alta

58
motivación. Es posible que no todo sean ventajas cuando los estudiantes
sostienen un elevado número de motivos diversos, especialmente en niveles
educativos más básicos.
Lógicamente, asumir la posibilidad de que los individuos persigan múltiples
metas implica cierta habilidad para coordinar la persecución de esas metas de
una forma efectiva vinculando la motivación con el comportamiento competente.
El foco sobre el contenido de las metas podría proporcionar una rica descripción
de las múltiples metas que los estudiantes intentan alcanzar en la escuela, al
igual que una base motivacional para comprender el ajuste persona-entorno. La
gestión adecuada de un amplio espectro de motivos es más compleja y entraña
mayores dificultades cuando los estudiantes se enfrentan ante un conglomerado
de metas que por sus peculiaridades es fácil que entren en conflicto en
determinadas circunstancias. Es posible que en aulas competitivas el perfil AM
acabe generando comportamientos y/o conductas —dejar de esforzarse,
aparentar sobrecarga, poner excusas o tratar de engañar— poco compatibles
con el aprendizaje exitoso debido a que se trata de estudiantes orientados a
metas de rendimiento que tratarán de demostrar competencia o evitar parecer
incompetentes frente a compañeros y profesores.
Tal y como hemos planteado, el término «orientación a metas» designaría un
sistema organizado de creencias sobre la competencia, los propósitos, los éxitos,
los errores y el esfuerzo que pueden ser activados en una determinada
situación, pero ello no implica que las personas no puedan acceder a otros
sistemas de creencias (Pintrich, 2000b). Las metas, en cuanto representaciones
cognitivas, pueden mostrar tanto una cierta estabilidad intraindividual como
sensibilidad contextual y situacional. Así, algunas personas pueden estar
globalmente más orientadas hacia metas de aprendizaje y, por consiguiente,
mostrar una mayor estabilidad y consistencia intraindividual en este tipo de
metas, mientras que otras pueden estar específicamente más orientadas hacia
metas de aprendizaje o hacia metas de rendimiento dependiendo del contexto,
con lo cual muestran una menor estabilidad intraindividual y una mayor
sensibilidad situacional en la adopción de sus metas (Rodríguez et al., 2001).
La interpretación de los patrones motivacionales que acabamos de presentar
aquí puede ser ampliamente compatible con las aportaciones de Higgins (1987,
1996) desde la Teoría de la Autodiscrepancia y de Ryan y Deci (1991) desde la
Teoría de la Autodeterminación.
La primera tesis de la Teoría de la Autodiscrepancia es que la implicación por
fuertes ideales y la implicación por fuertes obligaciones diferenciaría los
comportamientos del estudiante en el aula. Los ideales representan las
esperanzas, deseos y ambiciones mientras que los deberes representan las
obligaciones y responsabilidades; y en función de esta dicotomía podríamos

59
diferenciar entre estudiantes centrados en la promoción o centrados en la
prevención, respectivamente (Higgins, 1987, 1996). Mientras que la actuación
basada en ideales representa una regulación de promoción —la motivación por
alcanzar estados deseados—; el comportamiento basado en deberes y
obligaciones se asociaría con la regulación de prevención, con la que los
individuos se centran prioritariamente en evitar resultados o consecuencias
negativas.
Conceptualmente, esta descripción del propio sistema de obligaciones se
parece a la motivación de evitación en general, o a la orientación de evitación
del rendimiento de la teoría de metas donde los individuos se centran en evitar
actuaciones degradantes, que podrían llevar a una amplia discrepancia entre el
yo actual y el debido. Esta naturaleza autorregulatoria del sistema de
obligaciones puede verse amplificada en poblaciones atípicas de individuos con
depresión o ansiedad.
En la misma línea de la motivación por obligaciones, Deci y Ryan (1991)
sugirieron la graduación de cuatro estilos motivacionales que nos permiten
hablar de individuos motivados para actuar pero por razones extrínsecas
diferentes. Así, en el nivel más extrínseco podríamos encontrarnos estudiantes
entre conformistas, que estudian, por ejemplo, para que «les regalen la bici»:
que podrían estar implicándose por el logro de recompensas y para evitar
castigos; y estudiantes resistentes, a quienes no les interesa estudiar, no les
importa lo que piensen los demás y no piensan esforzarse por una nota o por un
regalo. En realidad, los estudiantes resistentes, se mostrarían reacios a aceptar
el sistema extrínseco de recompensas/castigos.
Un patrón motivacional diferente sería el de aquellos estudiantes que se
implican en la búsqueda de la auto-aprobación y/o la aprobación por parte de
otros; trabajan porque creen que deben hacerlo y si no lo hacen se sentirán
culpables. A pesar de que la fuente de su motivación puede entenderse como
interna, lo cierto es que no se trata de una motivación autodeterminada porque
tanto los sentimientos de «deber» y «tener que» como la culpabilidad estarían
controlados por otra/s persona/s. En realidad, los sentimientos que estimulan la
actuación son internos
—responsabilidad, culpabilidad—, la persona los experimenta dentro de sí, pero
la fuente de la motivación es de algún modo externa, se actúa para cumplir
con..., para agradar a...
Un buen número de estudiantes se implica en el estudio porque lo considera
importante para lograr un determinado trabajo o un futuro mejor. En este caso,
su actuación es consecuencia de sus propias metas, pero el valor de esas metas
viene derivado de su utilidad y no tanto de su valor intrínseco personal. De este
modo, la meta es escogida conscientemente por el individuo y, en este sentido,

60
el lugar de causalidad también interno: la meta es importante para uno y no
sólo para los demás.
Finalmente, los individuos pueden implicarse en el trabajo porque a partir de
varias vías de información, tanto internas como externas, el trabajo acaba
siendo importante para el propio sentido del yo. Así, muchos de los alumnos
estudian, por ejemplo, matemáticas porque han integrado en sus propios
autoesquemas que estudiar matemáticas es parte de su formación integral como
individuos y que las personas crecen a medida que van dominando los distintos
retos que se les plantean en la vida. Este nivel de implicación es todavía
instrumental más que «autotélico», pero la autorregulación representa cierta
forma de autodeterminación y autonomía. Este nivel, junto con la motivación
intrínseca, daría lugar a mayores implicaciones cognitivas y a un mayor dominio
que cualquiera de las regulaciones anteriores (Ryan y Deci, 1991).

61
Nota

[1] Los trabajos empíricos que se han desarrollado en el contexto de la teoría


normativa de metas no han abordado todavía esta «cuarta celda» de Pintrich,
pero sí han explorado la adopción de un tipo de meta que se ha denominado de
«evitación del trabajo». Las metas de evitación del trabajo se refieren al deseo
de finalizar el trabajo sin esforzarse mucho, una meta de reducción del esfuerzo
y, como cabría esperar, se trata de una orientación que correlaciona
negativamente con las metas de dominio en su tendencia de aproximación
(Meece, Blumenfeld y Hoyle, 1988; Nicholls, Cheung, Lauer y Patashnick, 1989).

62
2
EL COMPONENTE
DE EXPECTATIVA
DE LA MOTIVACIÓN

En 1948, Tolman asumía que el individuo aprende a tener expectativas sobre lo


que puede ocurrir si se da un tipo de conducta. Desde esta perspectiva todavía
conductista, un determinado comportamiento se asocia con la espera de una
recompensa —o castigo— cuando nos vemos implicados en situaciones que ya
conocemos. Esta noción cognitiva de expectativa reemplazaría al concepto
mecanicista de hábito propuesto por Hull, propio del modelo del impulso (drive).
A medida que los modelos se hacían más organísmicos, más cognitivos y menos
mecanicistas, se subrayaba el papel de las expectativas y del valor de los
objetos como algo más que un instigador o fuente de energía de la conducta
(léase instinto, impulso, necesidad, habito); no se trataba ya de postular
necesidades o impulsos, ahora lo relevante era la direccionalidad de la conducta.
A medida que se van desarrollando teorías cada vez más cognitivas, los
investigadores empiezan a preocuparse por cómo las personas deciden qué
metas o caminos van a plantearse o elegir y sobre la dirección en la que van a
focalizar su energía natural, su curiosidad y su actividad. En este contexto,
Lewin y sus colaboradores proponen el constructo de nivel de aspiración,
definido como la meta o estándar que las personas, basándose en su
experiencia previa y la familiaridad, se fijan al abordar una tarea. De este modo,
se pretende captar este proceso más cognitivo de la toma de decisiones,
incorporando tanto los conceptos de expectativa como de valor.

Diferenciándose de lo que planteaban los modelos conductistas y adoptando


63
Diferenciándose de lo que planteaban los modelos conductistas y adoptando
la metáfora del individuo como tomador de decisiones, activo y racional, surgen
los modelos que se conocerán como de expectativa-valor. Los primeros
desarrollos dentro de este paradigma establecieron que: (a) la mayoría de los
sujetos sienten que han tenido éxito cuando alcanzan las metas que ellos
mismos se han propuesto —nivel o meta subjetiva— y no en función del
resultado objetivo; (b) en general, las personas establecemos nuestro nivel de
aspiración en función de nuestra experiencia anterior en un contexto o actividad
concreta; (c) existen diferencias individuales y grupales en los niveles de
aspiración y (d) los sujetos están influidos por las metas y los resultados del
grupo y tienden a ajustar su nivel de aspiración al del grupo.
Partiendo de estos supuestos, la investigación sugiere que la valoración de los
resultados como éxitos y fracasos dependerá de las metas que el individuo se
plantee, y que las metas y resultados de los demás pueden ser empleadas como
criterios para la propia estimación del éxito y fracaso personal. Además, la
percepción de éxito puede incrementar el nivel de aspiración y, en general, las
expectativas; mientras que la percepción de fracaso podría afectar
negativamente a éstas, lo cual puede estar en consonancia con la idea de que
los individuos con altas capacidades suelen acabar sosteniendo un nivel de
aspiración superior a los individuos que no suelen tener éxito.

64
2.1. AUTOESTIMA Y PERCEPCIÓN DE
COMPETENCIA
No hay duda de que estas creencias acerca de uno son un componente esencial
de la automotivación para aprender y van a marcar, en buena medida, el curso
motivacional del estudiante antes, durante y después del proceso de
aprendizaje. La inclusión del sí mismo o self y todos los constructos
relacionados, es uno de los rasgos característicos de los modelos motivacionales
actuales (Weiner, 1986; Graham y Weiner, 1996). Este interés se sustenta en la
idea de que las percepciones que los individuos tienen de sí mismos y de sus
capacidades constituyen fuerzas significativas para su éxito y fracaso en los
contextos de logro. Así lo defienden Pajares y Schunk (2001, p. 3) en la
siguiente afirmación: «La asunción de que las creencias autorreferidas están
inextricablemente vinculadas con el pensamiento y funcionamiento del
estudiante parece ser tan sólida, tan obvia y tan de sentido común, que uno
bien podría pensar que la investigación sobre la motivación y el rendimiento
debería centrarse, al menos en gran parte, en aquello que los estudiantes llegan
a creer acerca de sí mismos».
Entendiendo el autoconcepto como el conjunto de percepciones y creencias
que una persona tiene sobre sí misma en diferentes dimensiones, sería posible
afirmar que la mayor parte de factores y variables intraindividuales que guían y
dirigen la motivación tienen como punto de referencia estas percepciones y
creencias que el individuo mantiene sobre diferentes aspectos de sus
cogniciones —percepciones de control, percepciones de competencia y
capacidad, pensamientos sobre las metas a conseguir, autoeficacia, etc.—.
La mayor parte de los autores relevantes en el estudio del autoconcepto
coinciden en señalar una doble vertiente del mismo, una de naturaleza
descriptiva y otra valorativa. El componente cognoscitivo, al que la mayor parte
de los autores se refieren en términos de «autoconcepto», haría referencia a
cómo la persona se percibe a sí misma, quedando definido por cuestiones
relativas al «ser» (Pajares y Schunk, 2001) como, por ejemplo, si a uno se le
dan bien o mal los estudios, si se considera una persona con atractivo físico o no
o si le resulta difícil entablar relaciones sociales. Sin embargo, también hay
trabajos que se refieren a este componente en términos de autoimagen,
autopercepción, autocompetencia o competencia percibida.
La otra vertiente del autoconcepto aludiría a la valoración que hace el
individuo respecto a los diferentes atributos de sí mismo. Este componente, de

65
carácter más afectivo, se asocia a la convicción de que determinados aspectos
del yo son valiosos e importantes y guardan una relación con la saliencia o
relevancia de ciertas dimensiones de la conducta, con el sentimiento de valor
subjetivo y con el yo ideal. Frente a las preguntas relativas al «ser» vinculadas a
la vertiente más descriptiva del autoconcepto, este componente quedaría
definido por cuestiones relativas al «sentir»: ¿Me gusta como soy? ¿Cómo me
siento como estudiante, como deportista o con cualquier otra faceta de mi
realización personal? En general, los diferentes autores se refieren a la
dimensión valorativa del autoconcepto como autoestima, si bien también hay
quien habla de autovalor. De este modo, el autoconcepto estaría formado tanto
por autopercepciones (vertiente descriptiva o autoimagen), como por la
valoración de las mismas (vertiente valorativa o autoestima) y por la interacción
entre la autoimagen y la autoestima (González-Pienda, Núñez, González-
Pumariega y García, 1997).
Existe acuerdo en considerar que en la formación del autoconcepto ejercen
una significativa influencia los «otros significativos». Entendiendo, de este
modo, que el autoconcepto es una visión compuesta de uno mismo que
podríamos presumir formada a través de la experiencia directa y del feedback
proporcionado por las personas relevantes de nuestro entorno (padres,
profesores e iguales) —lo que se conoce como «esquema de referencia
interno/externo»— (Skaalvik y Skaalvik, 2002). Así, la autoimagen que cada uno
de nosotros construye se encuentra formada tanto por feedback respecto a
nosotros como individuos como por la información derivada de los roles que
desempeñamos en nuestra interacción social. Mientras, la autoestima estaría
vinculada al autoconcepto ideal, no sólo de lo que a uno le gustaría ser, sino
también de lo que a los demás les gustaría que uno fuese.
En el caso concreto del autoconcepto académico, Skaalvik y Skaalvik (2002)
incluyen dentro de ese esquema de referencia interno, la historia de éxitos y
fracasos del estudiante, el análisis de los resultados obtenidos a la luz de las
propias aspiraciones o la valoración del rendimiento obtenido en relación al
esfuerzo invertido. En cuanto al marco de referencia externo, estos mismos
autores exponen que puede ser muy variado, incluyendo desde la capacidad o el
rendimiento medio del centro o clase al que asiste el alumno, hasta
determinados compañeros o personas ajenas al ámbito académico.
Si bien es cierto que las diferencias conceptuales y empíricas entre la
autoeficacia y el autoconcepto no siempre están claras (Pajares y Schunk,
2001), aquí se observan como constructos estrechamente relacionados pero
diferenciados. Muy probablemente una de las diferencias más evidentes entre
autoeficacia y autoconcepto sea que, mientras el primer tipo de creencias alude
a los juicios sobre la propia capacidad para ejecutar la conducta necesaria para
la consecución de unos resultados, el segundo incluiría, además, un componente

66
afectivo o de autovaloración, relativo a la aprobación o rechazo personal del yo
en una situación o campo determinados, resultando, en consecuencia, un
constructo de naturaleza más inclusiva (Pajares y Schunk, 2005). De este modo,
las creencias de autoeficacia aludirían a cuestiones relativas a la confianza en
uno mismo para realizar algo, frente al autoconcepto, que sería una descripción
de cómo uno se percibe, acompañada de un juicio de autovalor.
Bandura (1977, 1997) definió la autoeficacia percibida como «aquellos
pensamientos de una persona referidos a su capacidad para organizar y ejecutar
los cursos de acción necesarios para conseguir determinados logros» (Bandura,
1997, p. 3). De acuerdo con este autor, el cómo las personas se comportan
puede predecirse mejor por las creencias que sostienen acerca de sus
capacidades que por lo que son verdaderamente capaces de hacer. Asumir esta
tesis puede ayudarnos a comprender por qué en ciertas ocasiones los
comportamientos de algunos estudiantes no se ajustan a sus capacidades
reales, o por qué los comportamientos de diferentes alumnos pueden diferir
ampliamente aun cuando posean conocimientos y destrezas semejantes.
La autoeficacia incide sobre los patrones de pensamiento y las reacciones
emocionales de los estudiantes (Bandura, 1997). Un elevado sentido de
autoeficacia genera sentimientos de serenidad cuando la persona ha de hacer
frente a tareas difíciles. Por el contrario, las personas con bajas creencias de
autoeficacia podrían percibir las tareas como más difíciles de lo que lo son en
realidad, lo que les llevaría a sentirse más ansiosas, estresadas o deprimidas,
fomentando una visión más pesimista de cómo superar o resolver los problemas.
Cuando los estudiantes se juzgan como poco eficaces, es más probable que
exageren la magnitud de sus deficiencias y/o de las dificultades potenciales del
medio, llegando a implicarse incluso en conductas que perjudican su actuación.
Uno de los ámbitos en los que la autoeficacia parece ejercer una mayor
influencia es en las elecciones que hacen los estudiantes y los cursos de acción
que persiguen (Bandura, 1997). Los estudiantes eligen aquellas tareas y
actividades en las que se sienten competentes y evitan en las que no se sienten
seguros (Pajares y Schunk, 2001; Schunk y Pajares, 2005). Estas creencias de
autoeficacia influyen además en la determinación de la cantidad de esfuerzo que
el estudiante dedicará a una actividad, durante cuánto tiempo perseverará ante
la aparición de obstáculos o dificultades y su capacidad para sobreponerse a
situaciones adversas. A mayor sentido de eficacia, mayor esfuerzo, persistencia
y entereza (Bandura, 1997).
Concretamente, Schunk y Pajares (2005) afirman que las personas con un
fuerte sentido de competencia personal se aproximan a las tareas difíciles como
desafíos que han de dominar más que como amenazas que evitar; manifiestan
un mayor interés intrínseco y una mayor dedicación a las actividades; establecen

67
metas desafiantes y mantienen un fuerte compromiso hacia ellas, aumentando y
sosteniendo su esfuerzo frente al fracaso. Además, se recuperan más
rápidamente de sus fracasos y contratiempos, atribuyéndolos a un esfuerzo
insuficiente o a deficiencias en conocimientos y destrezas adquiribles.
En esta relación entre autoeficacia y esfuerzo y persistencia se fundamenta el
principio de la «profecía autocumplida o self-fulfilling prophecy» (Pajares y
Schunk, 2001): la perseverancia contribuye a un mayor rendimiento, el cual, a
su vez, incrementa el sentimiento de autoeficacia, mientras que el darse
fácilmente por vencido ante las dificultades —comportamiento vinculado a una
baja percepción de eficacia personal—, implica la reducción de la dedicación de
esfuerzo y con ello el bajo rendimiento, limitando la posibilidad de elevar los
sentimientos de competencia.
Por lo que respeta a la relación entre las creencias de autoeficacia y el uso de
estrategias y técnicas de estudio, una revisión de varios trabajos llevada a cabo
por Pintrich (1999) pone de manifiesto que la autoeficacia predice la
autorregulación y el compromiso cognitivo del estudiante. Los estudiantes que
confían en sus capacidades para aprender y llevar a cabo las tareas académicas
son más proclives a hacer guiones, esquemas o tablas, expresando el significado
de lo que se está estudiando con las propias palabras y tratando de relacionar lo
que estudian con lo que ya saben. El uso de estas estrategias cognitivas de
organización y elaboración promoverá un procesamiento profundo de la
información.
Además, estos estudiantes también manifiestan un mayor esfuerzo por
regular su aprendizaje utilizando estrategias orientadas a vigilar y controlar la
comprensión de lo que están estudiando. Varios estudios desarrollados por
Zimmerman y sus colaboradores coinciden en señalar esta relación positiva de la
autoeficacia con procesos de autorregulación como el establecimiento de metas,
la autosupervisión, la autoevaluación y el uso de estrategias (Zimmerman,
1990).
En cuanto a la incidencia de la autoeficacia sobre el rendimiento del
estudiante, Bandura (1997) defiende su incidencia tanto directa como indirecta,
esto es, mediada por factores cognitivos, motivacionales y afectivos; influencia
que ha sido corroborada en numerosos trabajos en distintos campos y niveles
educativos.
En definitiva, las expectativas de éxito junto con la percepción de capacidad
son muy buenos predictores del rendimiento del individuo, del esfuerzo y la
persistencia, siendo incluso mejor la predicción respecto a cursos más lejanos
que para las situaciones más cercanas. Además, dado que la investigación nos
permite también vincular las creencias de competencia no sólo con el
incremento en el nivel de esfuerzo sino también con la profundidad del

68
procesamiento del material que se aborda, esta variable adquiere gran
relevancia explicativa en la comprensión y la calidad del aprendizaje del
individuo. Actualmente se subraya la relevancia de las expectativas y la
percepción de capacidad como mediadores entre el entorno y el contexto
cultural, y la conducta de logro y la implicación en la tarea, poniendo de
manifiesto la importancia de las creencias del individuo y la naturaleza
constructivista de la motivación.

2.1.1. Los modelos de expectativa-valor

Partiendo de los constructos generales de expectativa, valor y nivel de


aspiración tomados de Tolman y Lewin, Atkinson (1957) desarrolló un modelo
propio para explicar la motivación de logro. Concretamente, a principios de los
sesenta propone que la conducta y el comportamiento del individuo podría ser
una función multiplicativa de los motivos, la probabilidad de éxito y el valor del
incentivo. En este modelo de Atkinson, la idea de expectativa era todavía similar
a la de Tolman sobre la formación o aprendizaje de expectativas en función de
las asociaciones entre respuesta y recompensa. Sin embargo, Atkinson
desarrolló un modelo de motivación humana y en esta medida se refiere a un
constructo de naturaleza más cognitiva, reflejo de la creencia subjetiva de la
persona sobre la probabilidad de éxito. De este modo, la expectativa —o
probabilidad de éxito— reflejaría las creencias del propio individuo y
representaría también, en cierto modo, las influencias del medio al depender de
la dificultad de la tarea. En este sentido, el modelo trataba de tomar en
consideración factores externos, aunque es todavía básicamente un modelo
organísmico, centrado en el sujeto.
En este modelo de expectativa-valor, el valor del incentivo del éxito tiene una
relación inversamente proporcional a la probabilidad de ese éxito. El
razonamiento era sencillo: el valor del incentivo venía definido como una
reacción afectiva, concretamente de orgullo, por el hecho de realizar la tarea. Si
esto era así, las tareas que fuesen percibidas como demasiado fáciles no
generarían normalmente orgullo y, por tanto, no resultarían atractivas, mientras
que las difíciles, pero abordables, resultarían más atractivas porque generan
orgullo y autovaloración cuando las personas las abordan con éxito. Al covariar
inversamente con la dificultad de la tarea, si la expectativa de éxito aumenta, el
valor del incentivo disminuye, y cuando la probabilidad de éxito disminuye, el
valor del incentivo aumenta.
De este modo, Atkinson definió lógicamente el valor del incentivo como la
inversa de la probabilidad de éxito: el valor del incentivo será superior en tareas
cuya probabilidad de éxito sea menor. Al operativizar el valor del incentivo en

69
función de la probabilidad de éxito, hizo que buena parte de la investigación
sobre motivación de logro se centrase, durante mucho tiempo, en determinar la
probabilidad y expectativa de éxito, mientras que el valor del incentivo fue
ignorado hasta hace relativamente poco.
Aunque hay muchas teorías motivacionales que incluyen algún tipo de
constructo relativo a las expectativas, vamos a seguir el modelo que,
probablemente, ha generado la mayor parte de la reflexión teórica y de la
investigación sobre el logro. En los años ochenta, Eccles, Widfield y sus colegas,
retomando estos modelos iniciales de Lewin y Atkinson, propusieron un modelo
de elección que situaba las expectativas individuales y también los valores como
los determinantes primarios del rendimiento y de
la elección (Eccles et al., 1983). Este modelo cognitivo-social de Eccles-Widfield,
centrado en las expectativas de éxito y en el valor percibido para las tareas,
surge de una perspectiva general organísmica basada en la Psicología de la
Personalidad, la Psicología Social y la Psicología del Desarrollo.
Según esta propuesta, los dos predictores más importantes de la conducta de
logro serían la expectativa y el valor de la tarea, que, recordemos, son
básicamente dos de los componentes del modelo de Atkinson. En este modelo,
el constructo relativo a la expectativa se denomina probabilidad de éxito y el de
valor de la tarea se etiqueta como valor del incentivo.
Tal y como puede apreciarse en el gráfico de página siguiente, estos
constructos se representan en la figura entre dos líneas discontinuas para hacer
notar que se trata de creencias cognitivas internas del individuo y no de
conductas de logro externas y directamente observables. Aquí, el constructo de
valor se refiere en términos coloquiales a la respuesta a la pregunta ¿por qué
debería hacer yo esta tarea?, y adquiere mayor relevancia que la sostenida por
Atkison. De hecho, una de las contribuciones más relevantes de este modelo fue
precisamente la ampliación de la definición del valor del incentivo o de la tarea.
Por su parte, el constructo de expectativa se refiere a la pregunta ¿puedo hacer
bien esta tarea?, es decir, a las creencias de los estudiantes en torno a sus
posibilidades de éxito.

70
Tanto el valor de la tarea como la expectativa vendrían explicadas por los
autoesquemas, que integrarían lo mismo el autoconcepto que otras creencias de
las personas acerca sí mismas. Así, se contemplan las metas que pueden, a su
vez, estar modeladas por el autoconcepto o la percepción de las demandas de la
tarea en referencia a los juicios sobre la dificultad de la actividad, así como otros
aspectos relativos a ésta. Desde esta perspectiva, la expectativa se orienta al
futuro más que la percepción de competencia y evidencia juicios de dominio
específicos sobre la competencia —conceptualmente similares a los juicios de
autoeficacia en la teoría de Bandura—, que están más allá de expectativas de
resultado (véase gráfico a continuación).
Los autores sugieren además que, concretamente, el valor de la tarea podría
venir explicado por lo que ellos denominan «memoria afectiva», un constructo
poco explorado empíricamente que se refiere a la experiencia afectiva previa de
los individuos en relación al tipo de actividad. Esta memoria podría ser activada
por la anticipación de la implicación en la tarea y puede dirigirse hacia diferentes
valoraciones de la actividad, positivas o negativas, a través de mecanismos de
condicionamiento clásico o asociación directa. Experiencias negativas podrían
activar las mismas emociones negativas junto con valoraciones poco positivas de
la actividad y un bajo interés.

71
Como reflejo de la perspectiva sociocognitiva más situacional, el modelo
Eccles-Wigfield no toma en consideración específicamente motivos tales como la
necesidad de éxito o el miedo al fracaso, si bien es posible interpretar que estos
motivos podrían ser parte del componente de esta memoria afectiva, la cual
puede influir sobre las creencias acerca del valor de la tarea, un aspecto más
claramente cognitivo.
Según el modelo, el conjunto de creencias del individuo y la memoria afectiva
que afectan a sus expectativas y al valor asignado a la tarea están a su vez
afectadas por el entorno social y cultural, la naturaleza de nuestras interacciones
con los otros, por nuestras capacidades actuales y por nuestros resultados y
logros pasados (véase gráfico siguiente).

72
Sin embargo, asumiendo que estas influencias son externas al individuo y que
la percepción de dificultad es más bien de dominio específico, en consonancia
con una aproximación general cognitiva y constructivista, estas creencias de los
estudiantes acerca de sí mismos, sus expectativas y el valor que otorgan las
tareas están influidos por cómo perciben ese entorno social y las cosas que
ocurren en sí mismas. No es que haya una influencia directa de las creencias de
los otros, sino más bien que esos aspectos del entorno social del individuo están
mediados por sus propias percepciones acerca de dicho entorno (véase gráfico
en página siguiente).

73
Así, el amplio conjunto de creencias vinculadas a las expectativas y la
memoria afectiva estarían a su vez influidos por cómo se percibe e interpretan
los diferentes acontecimientos y esta interpretación está influida a su vez
fundamentalmente por el tipo de atribuciones que se hace ante resultados
presentes y pasados. Se toman en consideración también las atribuciones como
determinantes en la formación de la percepción de competencia y de las expec-
tativas. Este aspecto, incluye cómo se percibe el entorno cultural y social y hace
referencia a las propias percepciones sobre diferentes agentes socializadores, así
como el modo en que perciben e interpretan los roles sociales, como el género o
los estereotipos.
Desde esta perspectiva de la expectativa-valor, parece que las expectativas
están fuertemente vinculadas al rendimiento y la implicación cognitiva, mientras
que el valor asignado a las tareas se vincularía más a la conducta de elección,
que provee al estudiante de oportunidades para alcanzar logros futuros. De
hecho, el valor percibido de la actividad, entendido como la importancia, la
utilidad y el interés, podría ser el mejor predictor de la elección de materias,
carreras y trabajos en el futuro, así como lograr explicar bastante bien las
decisiones ya tomadas por los individuos.

74
2.2. DESAJUSTES DE LAS CREENCIAS
AUTORREFERIDAS
En condiciones habituales, todos tenemos cierta tendencia a atribuir el
comportamiento de los otros a rasgos personales internos —es un niño agresivo
—, ignorando factores explicativos de carácter contextual —lo han insultado—,
mientras que, por lo general, solemos ser más benevolentes cuando tratamos de
explicar nuestras propias conductas, y tendemos a justificar nuestras
actuaciones en función de las características de las situaciones (error
fundamental de la atribución y sesgo actor/observador). Del mismo modo, en
condiciones no patológicas, tendemos a realizar atribuciones de ensalzamiento
personal: preferimos responsabilizarnos de los éxitos y realizar atribuciones más
defensivas y/o negar nuestra responsabilidad ante los fracasos.
Sin embargo, estos sesgos y tendencias atribucionales pueden convertirse en
distorsiones cognitivas y pensamientos deformados que pueden afectar a la
atención, la memoria, la interpretación y la valoración, además de estar
asociados a la ansiedad, la depresión o a altos niveles de estrés. Desde la
investigación clínica se han definido toda una serie de distorsiones cognitivas
caracterizadas a modo de pensamientos repetitivos que no se ajustan a la
realidad. Para ilustrar a qué nos referimos, podemos observar, a modo de
ejemplo, una selección de afirmaciones de una supuesta adolescente obesa:

75
Como en este supuesto, un buen número de individuos, y entre estos también
estudiantes, ponen de manifiesto con frecuencia una serie de sesgos de
autorreferencia y tendencias a la internalización —tendencia del individuo a
asumir más responsabilidades de las que le corresponden con independencia de
que el resultado sea de éxito o de fracaso—, que pueden traducirse en
distorsiones como las que se definen a continuación.

76
Del mismo modo, se han identificado una serie de distorsiones de
pensamiento derivados de la consideración del comportamiento o actitud propia
como la normal, como representativa de lo que otros harían en la misma
situación:

77
Las distorsiones de pensamiento pueden agruparse también en función de la
tendencia del individuo a la externalización o a la indefensión, concretándose en
modos de pensar del tipo que se muestran a continuación.

78
La primera medida para conseguir el control de las emociones desagradables
es prestar atención a estos pensamientos automáticos. A partir de los trabajos
en terapia cognitiva de Beck (1979) y Ellis (1975), se definen los pensamientos
automáticos como mensajes específicos, que habitualmente suelen presentarse
de dos formas: bien materializados en un mensaje o palabra, bien visualizados
en forma de imagen relámpago que representa una escena con un final incierto
y consecuencias imprevisibles. Estos pensamientos se han caracterizado como
idiosincrásicos e ilógicos, dado que no es relevante que sean racionales para ser
creídos, se viven como espontáneos y son difíciles de desviar de la mente.
Pensamientos automáticos de esta índole tienden a repercutir negativamente en
la salud del individuo y generan, en muchos casos, sentimientos de culpabilidad

79
o pérdida de autoestima; es por ello que la toma de conciencia emocional
debería dirigirse al análisis lógico y a su erradicación.

80
3
EMOCIONES Y AFECTOS
EN EL AULA: SUS CAUSAS
Y SUS CONSECUENCIAS

Estudiar las emociones no debería ser muy distinto al estudio de otros procesos
psicológicos y, de hecho, no deben ser entendidos como fenómenos psicológicos
especiales que tengan que ser abordados mediante una estrategia diferente a la
empleada para estudiar procesos como la memoria, el aprendizaje o la
percepción. El estudio de las emociones debería tender a relacionar distintos
niveles de análisis que abarcan desde lo directamente observable de la emoción,
la conducta, los procesos fisiológicos y cerebrales y, por supuesto, los procesos
cognitivos y la experiencia subjetiva.
El estudio científico de cualquier aspecto de la naturaleza humana requiere de
una definición y caracterización de ese aspecto de estudio, de una clasificación
de sus ejemplos o tipos y de una descripción organizada de eso que
pretendemos entender y explicar. Para abordar este propósito, trataremos ahora
de definir y caracterizar las emociones, conocer sus componentes, sus funciones
y su variedad.

81
3.1. DIFINICIÓN Y CARACTERIZACIÓN DE LA
EMOCIÓN
Sin ánimo de polemizar estérilmente en torno a la terminología, debemos, en
primer lugar, diferenciar términos habitualmente confusos y sobre los que los
científicos todavía no se han puesto completamente de acuerdo: afecto, estado
de ánimo y emoción. Así, podemos entender el afecto como el término más
amplio, que abarca tanto las emociones específicas como estados de ánimo más
generales. El estado de ánimo sería un estado afectivo de relativa baja
intensidad, difuso y que perdura en el tiempo, sin que exista una causa
antecedente relevante o difícil de identificar y un estado, en definitiva, difícil de
explicar, con poco contenido cognitivo. Finalmente, las emociones serían
fenómenos menos perdurables y más intensos que normalmente sí tienen una
causa destacada de la que la persona normalmente es consciente. Además, las
emociones, por lo general, tienen algún contenido o referente cognitivo claro;
podríamos decir que a las emociones se asocian a un razonamiento, a un
pensamiento (Forgas, 2000).
Como es fácil comprender, dada la variedad de emociones que cada uno de
nosotros somos capaces de reconocer, quienes se han dedicado a su estudio
han tratado siempre de ordenarlas, de clasificarlas. Vamos a suponer que
debemos ordenar con algún criterio las siguientes emociones: excitación,
tensión, placidez, cansancio, serenidad, malestar, felicidad y tristeza. Con toda
probabilidad, a muchos se nos ocurriría, en primer lugar, diferenciar entre
emociones positivas y emociones negativas y así diferenciaríamos entre
excitación, placidez, serenidad y felicidad, emociones todas ellas más o menos
positivas, y tensión, cansancio, malestar y tristeza, más negativas.
Si tratamos de profundizar un poco más podríamos, por ejemplo, tratar de
ordenarlas también en función de su intensidad, de su potencia, y así cabe
entender que, por ejemplo, la placidez y el cansancio son emociones que
requieran menos activación que la tensión o la excitación. De este modo,
podemos ordenar las emociones en función de la experiencia de intenso estado
de activación o, por el contrario, de un estado de desactivación o calma. Este
componente básico de las emociones tiene una fuerte carga o contenido
corporal o fisiológico. La sensación de fuerte activación típica del miedo intenso
o de la ira procede de la percepción de una agitación que afecta a todo el
cuerpo: tensión muscular, aceleración del corazón, respiración rápida y
entrecortada... Y del mismo modo, la sensación de desactivación que suele

82
acompañar a la tristeza proviene de un cuerpo que parece carente de impulso y
energía.
Partiendo de estos criterios podemos ordenar las emociones como puntos en
un espacio definido por dos dimensiones básicas, que es lo que nos proponen
los modelos estructurales de las emociones. Una de esas dimensiones que nos
van a ayudar a diferenciar y clasificar las emociones será la valencia, que no es
más que decir que las emociones pueden ser experimentadas afectivamente de
un modo positivo o negativo, y otra de las dimensiones básica que nos permite
clasificar las emociones podría ser la activación que nos producen.
La combinación de la valencia y la activación de la emoción nos permitiría
representar un hipotético espacio afectivo de las emociones y diferenciar con
claridad entre miedo, ira o alegría intensa de valencias distintas y elevada
activación y entre la alegría intensa y la emoción o asombro estético, ambas de
valencia similar pero de diferentes grados de activación (véase gráfico
siguiente).

Hace un tiempo se ha propuesto una taxonomía general de las emociones


relevantes para entender la motivación y el rendimiento en contexto de logro
donde se representaba efectivamente el continuum positivo-negativo en
términos de valencia; sin embargo, en esta clasificación no se contempla la
dimensión activación-desactivación (Pekrun, 1992).
Tal y como puede observarse en la tabla siguiente, se dividen las emociones
en dos categorías generales, aquellas relacionadas con la actividad o tarea y
aquellas otras que podrían generarse a causa de las interacciones sociales con

83
otros individuos. Y dentro de las emociones relacionadas con la tarea, se
diferenciaría entre las emociones que uno puede experimentar mientras está
implicado en una actividad, emociones en el proceso, emociones prospectivas,
aquellas que podemos experimentar cuando nos aproximamos a la actividad o
estamos pensando en implicarnos en ella y en lo que puede ocurrir, y
finalmente, emociones retrospectivas, es decir, aquellas que los individuos
experimentan tras haberse implicado en una actividad. Estas últimas emociones
retrospectivas son especialmente bien explicadas en función del tipo y la
naturaleza de las atribuciones que los individuos realizamos respecto a la
ejecución de la tarea.

84
3.2. LOS COMPONENTES DE UNA EMOCIÓN
Tal y como indicábamos antes, conocer la emoción requiere también diferenciar
sus componentes, tratar de reconocer y describir sus partes. El sentido común
nos dice que cuando vemos, por ejemplo, un perro furioso que se acerca
ladrando, sentimos miedo; entonces nos ponemos tensos, notamos que nuestro
corazón se acelera y, si es posible, huimos. Según esta explicación del sentido
común, la experiencia subjetiva del miedo —sentir miedo— es la causa de la
activación fisiológica y conductual
—nos ponemos tensos, se acelera el corazón y huimos—. Sin embargo, ¿es
posible que las cosas ocurran al revés? ¿Es posible que la visión del perro
acercándose a nosotros active automáticamente nuestro sistema fisiológico y
nos empuje a ese comportamiento rápido y enérgico de huida; y sólo cuando
realmente percibimos esas alteraciones fisiológicas y conductuales
experimentamos la sensación de miedo? Esta es una hipótesis que, en el año
1884, William James expuso en un breve ensayo sobre las emociones, el cual
tuvo un gran impacto en las investigaciones posteriores. Si las cosas fuesen así,
el miedo no sería algo puramente mental, independiente de nuestra fisiología y
nuestra conducta, la experiencia de miedo equivaldría a la experiencia de ser
consciente de los cambios físicos producidos en nuestro organismo y nuestra
conducta por determinadas situaciones o estímulos.
Sin profundizar ahora en si la experiencia subjetiva es la causa de las
emociones, esta polémica puso de manifiesto la necesidad de tomar en
consideración los diferentes componentes de la emoción y analizar las relaciones
entre ellos. Una primera diferenciación sencilla consiste en considerar los
aspectos reactivos, la respuesta fisiológica y conductual, que podemos entender
como la parte más visible o manifiesta de las emociones, y los aspectos
subjetivos y cognitivos, la parte invisible, más imperceptible, de las emociones.
Así, por ejemplo, existen investigaciones que tratan de averiguar cómo distintas
emociones actúan sobre diferentes procesos cognitivos, tales como la atención o
la memoria, y también se han estudiado mucho los patrones de respuesta
fisiológica asociada a diferentes emociones. En cualquier caso, no podemos
olvidar que la conducta, la reactividad fisiológica y los procesos cognitivos son
producto de la actividad cerebral y, por ello, hoy la investigación emocional
aborda los componentes reactivos, los componentes cognitivo-subjetivos y
también los procesos cerebrales en los que se fundamentan todos ellos.
Las emociones por su origen evolutivo están relacionadas con la necesidad de
responder de un modo eficaz en un tiempo limitado a un conjunto de

85
situaciones de especial relevancia en la vida de cualquier animal. Así que aunque
tendemos a idealizar las emociones, a un nivel elemental, podrían entenderse
como una clase especial de reflejos, que pueden no requerir un análisis racional
y deliberado de las situaciones. Lógicamente, nos referimos al inicio de algunos
episodios emocionales, cuyo desarrollo y resolución dependen también de otros
factores menos automáticos; pero esta introducción ilustra lo que queremos
decir al hablar de las emociones como respuestas o reactivas.
Los episodios emocionales más típicos conllevan un patrón reactivo complejo
que comprende tanto componentes conductuales como fisiológicos. Las
conductas asociadas a las emociones suelen pertenecer a dos categorías
funcionales: las conductas expresivas y las conductas de afrontamiento. Todos
reconocemos que el tono de voz, la postura o la expresión facial son indicadores
importantes del estado de ánimo de una persona y cada uno es más o menos
experto en descifrar el significado de esas claves. De todos los índices
expresivos de la emoción, sin duda los más importantes proceden de la
expresión facial. Una idea muy difundida entre los investigadores de la emoción
es que existe un conjunto limitado de emociones «básicas» o fundamentales
que pueden observarse en todos los humanos.
Es posible que estas emociones se consideren básicas fundamentalmente
porque llevan aparejado un patrón específico de conducta expresiva,
permitiendo diferenciar entre emociones de valencias similares, como el miedo o
la ira, sino también entre distintos niveles de intensidad como entre el miedo y
el terror. Estas conductas expresivas tienen una función comunicativa,
proporcionando al receptor información acerca del estado interno del emisor y
de la conducta que se espera de él, patente en la interacción social humana,
donde la expresión facial, la entonación y la postura desempeñan un papel
regulador fundamental.
Además de una determinada conducta expresiva, los investigadores
consideran que cada emoción puede asociarse a tendencias de acción
específicas. Así, las tendencias de acción asociadas al miedo serían la huida, la
lucha o la paralización, y cuál de estas tendencias llegue a manifestarse
depende finalmente de los aspectos concretos de la situación, de sus
posibilidades o de la intensidad de la emoción. La tendencia característica de la
ira sería la agresión, mientras que la tendencia de acción de la alegría intensa
sería el contacto afectuoso con los otros y la tristeza implicaría un repliegue
sobre uno mismo, la evitación del contacto con los demás.
La utilidad y eficacia de estos patrones fisiológicos, cognitivos y conductuales
no sólo depende de la tendencia de acción activada en un primer momento, sino
de la capacidad del individuo para regular y controlar esas tendencias en función
de un análisis pausado de la situación. Evidentemente, no todas las personas

86
afrontamos del mismo modo la ira o el miedo ni nos sobreponemos igual a la
tristeza. De hecho, las diferencias en esa capacidad de control y regulación
emocional es posiblemente uno de los fundamentos de las diversidades en la
personalidad y de la propensión a condiciones psicopatológicas como los
trastornos de ansiedad o la depresión.
Las conductas básicas de afrontamiento obedecen a tendencias de acción
motora activadas de un modo automático ante un estímulo emocional. Estas
conductas constituyen un modo de afrontamiento primario o inmediato a
cambios ambientales súbitos de relevancia personal. Es este modo de
afrontamiento primario el que seguramente tiene un importante componente
innato y forma parte del repertorio de comportamientos específicos de cada
especie. Pero las conductas de afrontamiento pueden ser también
comportamientos aprendidos e instrumentales que al individuo le han resultado
eficaces para hacer frente a un determinado episodio emocional. El estudio de
estas diferencias individuales nos permite clasificar a los individuos en función
de su estilo de afrontamiento ante una situación, en términos tanto de conducta
como de pensamientos o procesos cognitivos.
Así, por ejemplo, cuando nos enfrentamos a un despido laboral podemos
tratar de recuperar el trabajo o conseguir una buena indemnización o, por el
contrario, podemos darnos por vencidos y hundirnos en una depresión. Pero
también podemos intentar autoconvencernos de que en realidad el empleo no
estaba a la altura y que no nos convenía. En este caso, la forma de hacer frente
no es tanto actuar de tal o cual modo —dirigirnos a solucionar el problema—
sino más bien a modificar nuestro modo de interpretar la situación. Este tipo de
afrontamiento tiene lugar al nivel de los procesos deliberados de razonamiento,
implica una consideración de costes-beneficios y constituye un ejemplo de
afrontamiento cognitivo. Las actividades de análisis detenido y reinterpretación
de los sucesos emocionales se consideran así una forma de afrontamiento
secundario. Esta es la segunda línea de acción, fundamentada en
consideraciones adicionales a las proporcionadas por las evaluaciones
automáticas, con las que se inicia un episodio emocional.
Las emociones tienen a menudo un fuerte componente somático. Cannon
(1927) fue el primero en llamar la atención sobre la importante contribución de
la rama simpática (SNA) a la activación del organismo por estímulos
emocionales, especialmente en situaciones de peligro. Y de hecho, la activación
fisiológica de origen simpático ha sido considerada como uno de los principales
elementos del patrón de activación que acompaña a las emociones. Sin
embargo, estos efectos están mediados en gran parte por la acción de la
hormona adrenalina, secretada por la médula de las glándulas suprarrenales,
bajo control del sistema simpático, sobre algunos órganos diana. A pesar de la
relevancia del sistema simpático, la activación emocional depende también de la

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acción de los glucocorticoides, hormonas secretadas por la corteza de las
glándulas suprarrenales bajo influencia de la hipófisis y del hipotálamo.
Al igual que ocurre con las expresiones y con las tendencias de acción, a cada
emoción básica le correspondería un patrón específico de activación fisiológica.
Cada patrón de comportamiento implícito en la emoción —agresión, huida,
contacto protector...— plantearía diferentes requerimientos tanto en términos de
cantidad de energía necesaria como en su patrón de distribución a distintos
grupos musculares. Por esta razón se supone que a cada emoción «debería»
corresponderle un diferente patrón de activación fisiológica y somática. Sin
embargo, aún no está suficientemente demostrado que esta especificidad
fisiológica de las emociones sea un principio general.
El modo de abordar las emociones y, especialmente, la parte «mental» de las
mismas, ha evolucionado en consonancia con el esquema teórico dominante en
cada fase del desarrollo histórico de la psicología. Durante la época conductista,
las emociones eran consideradas exclusivamente como patrones de
comportamiento y reactividad fisiológica —su parte visible— donde los
componentes cognitivos —su parte invisible— pasaban a considerarse
epifenómenos o subproductos sin ningún papel causal sobre la conducta.
Desde esta perspectiva, para explicar la conducta emocional no era preciso
recurrir a estos estados internos de carácter cognitivo, lo importante era
determinar las causas externas que daban origen a la emoción. Así que desde
esta perspectiva se llegará a la misma conclusión que la propuesta por James,
en términos de que lo que personalmente experimentamos cada uno de
nosotros no es en realidad la causa de nuestra conducta emocional sino un
producto de otro factor. Desde la perspectiva de James ese factor era la
sensación de ciertos cambios orgánicos y para Skinner la experiencia emocional
seguía a ciertos cambios ambientales y eran estos cambios los que
verdaderamente causaban la conducta emocional.
La idea clave del enfoque cognitivo es que las emociones son desencadenadas
a consecuencia de actividades de procesamiento cuya función fundamental es
evaluar la relevancia personal de los eventos. De este modo, defienden la
existencia de un procesamiento evaluativo consistente en analizar los eventos a
partir de un conjunto de dimensiones que le dan al sujeto una apreciación o
percepción global de su relevancia afectiva. Las modernas teorías evaluativas de
la emoción sostienen que los diferentes modos de valorar las situaciones son la
causa inmediata de las reacciones afectivas y emocionales. Esta idea de que las
emociones dependen del modo en que evaluamos afectivamente nuestro
entorno, ha tenido una notable repercusión en la investigación y a partir de ella
se deriva uno de los principales enfoques psicoterapéuticos actuales: la
modificación cognitiva de la conducta.

88
Desde esta perspectiva, trastornos como la ansiedad fóbica, la depresión o el
estrés serían consecuencia de patrones evaluativos inadecuados que
proporcionarían a la persona una imagen distorsionada de su realidad personal,
social y afectiva. Si conductas poco adaptativas, como la evitación sistemática
del contacto social, son consecuencia de una evaluación y análisis inadecuado
de la realidad, el objetivo central de la intervención psicológica será corregir
esas apreciaciones erróneas. En realidad, este es el planteamiento que aquí se
asume, el grueso de las emociones humanas funcionalmente relevantes puede
entenderse y explicarse en función de la valoración que cada uno desarrolla a
partir de lo que le acontece.

3.2.1. Las causas de las emociones

El lector puede pensar en aquellas cosas que le hacen sentirse mal, aquellos
trabajos y situaciones en los que se siente como un pulpo en un garaje, en
momentos en los que ha llegado a sentir pena o incluso auténtica vergüenza;
aquellas situaciones en las que se siente culpable. Piense también en las veces
que han conseguido sacarle de quicio las situaciones que le han enfadado
realmente. Para explicar esas emociones podemos partir de la premisa cognitiva
de que sentimos en función de cómo pensamos y que, por tanto, nuestros
pensamientos estarían condicionando nuestras emociones y, en último término,
nuestro comportamiento dependerá tanto de nuestros pensamientos como de
nuestros sentimientos (Weiner, 2000). En situaciones de logro, sociales,
académicas y laborales donde podemos ganar o perder algo, los resultados de
nuestras acciones y las explicaciones que damos a esos resultados son los
principales determinantes de nuestras emociones.
Trataremos de aclarar esta idea partiendo del acuerdo de que todos
procuramos entender y manejar nuestro entorno y de conocernos y controlarnos
mejor a nosotros mismos, con objeto de hacer nuestra vida y nuestro mundo
más predecible y, por tanto, más seguro. Es posible que esta necesidad de
escudriñar sea especialmente palmaria entre los que nos dedicamos a la
psicología, pero a todos nos interesa entender por qué ocurren las cosas y por
qué la gente dice y hace lo que dice y hace. Esforzarse en comprender y
manejar nuestro entorno tiene un valor funcional: nos permite aprender y
adaptarnos a ese medio.
Esta búsqueda de dominio cognitivo supera y complementa el principio
general del placer-dolor, que es la piedra angular de las teorías motivacionales
freudianas y del drive. Además de tratar de incrementar el placer y evitar el
dolor, muchos de nuestros comportamientos sólo pueden entenderse si
asumimos que la gente busca constantemente información y la busca entre las

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personas que la rodean, comparándose socialmente para evaluar las
capacidades, potenciales, limitaciones y logros personales. De este modo, la
tendencia de los individuos a buscar las causas de los acontecimientos
constituye un agente motivador importante, ya que no sólo satisface la
curiosidad y la sorpresa, sino que ayuda a comprender y controlar los sucesos
que se intentan explicar.
Como es lógico, el proceso atribucional comienza con un resultado y una
reacción afectiva inmediata de la persona que dependerá de la valoración inicial
de ese resultado. Básicamente, estas primeras reacciones serán de satisfacción,
en el caso de que el resultado sea positivo, y de tristeza y frustración, si el
resultado es negativo. Sin embargo, en muchas ocasiones, especialmente,
cuando el resultado es inesperado, negativo o importante, la persona acaba
preguntándose: ¿qué ha pasado?, ¿por qué ha ocurrido esto?, es decir, se
pregunta acerca de las causas que han determinado tales resultados. Y aquí
solemos acabar recurriendo a explicaciones que tienen que ver con nuestra
capacidad, nuestro poder, nuestra inteligencia, el esfuerzo, la suerte, la
dificultad o la facilidad de la tarea, culpando al jefe o al profesor, asumiendo que
nos han ayudado, que no estábamos de humor, que nos encontrábamos mal o
que estábamos cansados...
En realidad, las causas de las cosas que nos pasan son múltiples, pero pueden
diferenciarse según tres dimensiones: interna-externa a la persona, estable-
inestable y controlable-incontrolable. Así, cuando lo que nos ocurre es porque
somos inteligentes o porque que nos hemos esforzado mucho, se trata de
explicaciones internas, mientras que si depende de la suerte o es porque nos
han ayudado, hablaríamos de causas externas.
Entendemos que estamos ante una explicación estable cuando lo que nos
ocurre se debe a una causa que se percibe inalterable, que difícilmente
cambiará con el tiempo; así, si hemos vuelto a suspender la prueba de inglés
porque aprender inglés a los cuarenta es difícil o hemos camelado al jefe porque
somos unos tipos listos, las explicaciones que utilizamos son considerablemente
estables. Sin embargo, si no hemos pasado la prueba porque no hemos tenido
tiempo para estudiar y si esta vez hemos conseguido engañar al jefe de
casualidad, las causas de nuestros resultados son básicamente inestables.

90
Finalmente, si realmente creemos que no hemos logrado pasar la prueba de
inglés porque no nos hemos esforzado lo suficiente, nuestro resultado se debe a
una causa que está bajo nuestro control, mientras que si creemos que el
resultado se debe a lo difícil que es aprender un idioma a estas alturas, o a que
realmente no tenemos capacidad para aprenderlo, la explicación que estamos
utilizando está fuera de nuestro control. En la tabla anterior podemos ver un
ejemplo de clasificación de algunas explicaciones en función de las dimensiones
causales interna-externa, estable-inestable y controlable-incontrolable.
Hay que tener en cuenta que lo realmente importante no es tanto que en un
determinado momento se atribuya un resultado a una causa concreta, cuanto
que exista, como tiende a ocurrir, una tendencia más o menos generalizada a
realizar determinados tipos de atribuciones. De hecho, podemos diferenciar
entre patrones atribucionales positivos o adaptativos que favorecen la
motivación y patrones atribucionales desadaptativos que la inhiben.
La escuela de Rochester, cuyos representantes más destacados son Deci,
Ryan, Connell y Skinner, postula que los seres humanos necesitan ser
autónomos e implicarse en lo que hacen porque quieren hacerlo. Desde este
principio, e integrando teorías y modelos diversos en torno a la idea de control
interno de Rotter y De Charms y de dominio y motivación intrínseca de Harter,
surge la Teoría de la Autodeterminación o de la Autonomía.
En general, todos los individuos nos esforzamos por ser agentes causales y
posiblemente nuestra motivación primaria sería producir cambios, modificar,
afectar nuestro entorno. Sin embargo, la investigación nos ha permitido
diferenciar entre individuos que se sienten origen e individuos que se perciben
como «marionetas», que sienten que hacen lo que otros quieren. Así, mientras
unas personas podrían «actuar forzadas», otras lo harían libremente.

La persona «marioneta» tiende a creer que su conducta está determinada por


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La persona «marioneta» tiende a creer que su conducta está determinada por
fuerzas externas o por el comportamiento de los demás, esto hace que acaben
sintiéndose poco eficaces y que perciban las situaciones como amenazas. La
inhibición implícita en la percepción de baja causación personal lleva a que lo
que se cree —que no se puede conseguir nada— realmente se cumpla. La
ausencia de implicación a la que invita la percepción de una baja causación
personal implicará la evitación de actividades y la ralentización del desarrollo de
destrezas y conocimientos. Mientras, las personas con alta percepción de
causación personal probablemente establecerán metas más realistas y acabarán
conociendo sus fortalezas y debilidades, decidiendo las acciones que desarrollar
para alcanzar sus objetivos y serán más capaces de evaluar su progreso hacia
ellos. Por lo general, la gente no es del todo origen o marioneta, pues sus
percepciones varían dependiendo del contexto.
Desde la teoría de la autodeterminación se entiende la voluntad como la
capacidad del ser humano de escoger cómo satisfacer sus necesidades y la
autodeterminación como el proceso de utilización de la propia voluntad. La
autodeterminación exige que el individuo acepte sus puntos fuertes y débiles y
sus limitaciones, que sea consciente de las fuerzas que actúan sobre unos y
otras, y que elija y determine cómo satisfacer sus necesidades. La voluntad y la
autodeterminación estarían pues unidas, de hecho, para autodeterminarse, la
gente necesita decidir cómo actuar sobre su entorno. Los individuos no serían
felices si todas sus necesidades se vieran automáticamente satisfechas y no
pudieran elegir y decidir cómo alcanzar lo que han elegido.
Deci y Ryan (1985) consideran tres necesidades básicas innatas tras el
comportamiento humano: necesidad de competencia, de autonomía y de
sentirse en relación. La necesidad de competencia es similar a la necesidad de
dominio de White y a la necesidad de llegar a entender y experimentar el
dominio implícita en la Teoría de las Atribuciones de Weiner. La necesidad de
autonomía se refiere a la necesidad de experimentar sensación de control, de
que uno es el que decide, el agente de sus interacciones con el entorno, desde
la perspectiva de la teoría de las atribuciones, de experimentar un lugar de
causalidad interno o de causalidad personal de De Charms. Finalmente, está la
necesidad de sentirse en relación, de pertenecer a un grupo.
Conscientes de que no toda la conducta humana está intrínsecamente
motivada y que un aspecto de especial relevancia en el desarrollo de la
autodeterminación lo constituyen la internalización de los valores y las
costumbres sociales, Deci y Ryan han desarrollado una teoría que trata de
explicar las conductas motivadas extrínsecamente (TIO: Teoría de la Integración
Organísmica; Deci y Ryan, 1985; Ryan y Deci, 2000). De un modo integrado
podríamos entender la motivación en tres categorías: ausencia de motivación,
motivación extrínseca y motivación intrínseca. De esta forma, se puede

92
diferenciar entre estudiantes con patrones motivacionales diferentes o distintos
modos de estar motivado.
Los individuos motivados intrínsecamente serían aquellos que observan las
actividades autotélicamente: actividades en las que uno se implica por su propio
bien y disfrute, habiéndolas escogido libremente. Estas actividades están por
definición autodeterminadas y constituyen el foco de atención de la Teoría de la
Evaluación Cognitiva de Deci y Ryan que se centra en la motivación intrínseca.
En un polo opuesto encontramos al sujeto que carece de motivación, no se
siente competente, percibe que realizar las cosas no conduce de manera
necesaria a conseguir los resultados deseados o experimenta un sentimiento de
indefensión aprendida, cree que la tarea tiene escaso valor, es irrelevante. En
este supuesto cabe esperar que el estudiante no sienta que sus acciones
obedecen a intenciones que surjan de sí, esto es, que no sienta que estén
autodeterminadas.

3.2.2. Las consecuencias de las emociones

Las emociones y el estado de ánimo pueden influir en la conducta y el


rendimiento de los individuos a través de los procesos de memoria, tanto en la
fase de almacenamiento como de recuperación de la información (Pekrun,
1992). Hay un buen número de investigaciones sobre cómo nuestros recuerdos
están influidos por el estado de ánimo. La idea general es que esos estados
afectivos se codifican al mismo tiempo que el resto de la información, que el
afecto y la información están íntimamente unidos en una red asociativa (Forgas,
2000). Así que el estado afectivo facilitará la recuperación del material
afectivamente congruente, de tal forma que las personas que están de buen
humor son más proclives a recordar información positiva y las personas que
están de mal humor son más proclives a recordar información negativa.
Por otra parte, el afecto también incide de manera relevante en el tipo y
profundidad de la implicación en la actividad. El afecto negativo disminuye la
probabilidad de usar estrategias de procesamiento profundo y elaborado. Dado
que las emociones negativas constituyen generalmente un estado aversivo,
tiene sentido que el uso de estrategias de procesamiento informativo más
profundo, que requieren mucha más implicación y un enfoque positivo hacia la
tarea académica, sea más bajo. Al mismo tiempo parece que el afecto positivo
debería producir una mayor implicación y el uso de estrategias de tratamiento
de la información más elaboradas.
El afecto puede también aumentar o disminuir los recursos atencionales que
están disponibles para los estudiantes. Las emociones podrían ocupar espacio en
la memoria de trabajo y aumentar la carga cognitiva. Así, intentar desarrollar

93
una actividad mientras se tiene miedo o ansiedad —que como sabemos se
acompañan de un componente cognitivo asociado de preocupación e
inseguridad—, puede ocupar los limitados recursos de la memoria de trabajo e
interferir con el procesamiento cognitivo necesario para llevar a cabo esa tarea.
Esta explicación basada en la sobrecarga cognitiva o en la interferencia que la
carga emocional puede generar es característica de la investigación sobre la
ansiedad ante los exámenes. De acuerdo con esta hipótesis cabe esperar que
tanto la emoción positiva como la negativa consuman recursos atencionales; sin
embargo, no parece ser este el caso, dados los resultados diferenciales
asimétricos para el afecto positivo y el negativo.
Finalmente, las emociones pueden intervenir, a través de su efecto, en los
procesos motivacionales intrínsecos y extrínsecos. Es decir, cabe suponer que
los procesos motivacionales y afectivos pueden actuar recíprocamente
influyendo tanto en los resultados cognitivos como en los conductuales. Bajo
este supuesto, las emociones positivas, como disfrutar de hacer una tarea o la
alegría anticipada de obtener un buen resultado, pueden contribuir al desarrollo
de una motivación intrínseca hacia la tarea; mientras que las emociones
negativas, como el aburrimiento, la tristeza o el miedo, podrían disminuir la
motivación instrínseca o aumentar la motivación extrínseca.

94
3.3. LA GESTIÓN PREVENTIVA DE LAS
EMOCIONES: MECANISMOS DE
AUTOPROTECCIÓN DE LA VALÍA
Todo estudiante cuando se enfrenta a una tarea de aprendizaje está recibiendo
diversas informaciones de múltiples fuentes, las cuales le van a permitir apreciar
si existe alguna discrepancia entre las demandas percibidas de la tarea y los
recursos necesarios para realizarla. Boekaerts (1992) asume que los estudiantes
juzgan constantemente si las situaciones de aprendizaje son positivas, neutrales
o amenazantes para su bienestar personal, asignando a estas estimaciones un
papel central en su modelo de aprendizaje adaptativo. Los comportamientos
derivados de una valoración negativa o amenazante dependerán del patrón de
metas de logro adoptado por el individuo, ya que, cuando los estudiantes
definen la propia competencia académica en términos de superar a los demás,
al encontrarse con situaciones desafiantes en las que el éxito no está
garantizado, podrían reorientar sus esfuerzos hacia el uso de ciertas estrategias
que les permitan prevenir el fracaso o las consecuencias negativas asociadas a
éste, en lugar de seguir dedicando tiempo al control metacognitivo o vinculado a
la tarea.
En esta misma línea, Cabanach, Rodríguez, Núñez y Valle (2004) explican que
cuando un individuo se encuentra con dificultades evalúa su actuación, de una
forma más o menos deliberada, en función de los motivos que tenga para hacer
las cosas. El resultado de dicha valoración vendrá determinado tanto por las
experiencias pasadas (recuerdos acerca de una materia, de un profesor, las
notas que suele sacar en una asignatura…), como por las creencias personales
(lo bueno que es uno haciendo algo, las causas que explican los resultados
anteriores en ese tipo de situaciones…). Cuanto más positivo sea el signo de
esta valoración, más fácil será que la persona dedique más tiempo, esfuerzo,
recursos, soluciones o alternativas para hacer frente a las dificultades o a los
problemas.
Cuando el signo de la valoración resulta negativo, el estudiante puede optar
por mantenerse implicado en la actividad de estudio o por dirigir sus esfuerzos a
mantener el bienestar emocional a pesar de la posibilidad de fracaso. El
estudiante que actúa centrándose en sus emociones, se serviría de distintas
formas o tácticas para aminorar el impacto negativo del fracaso.
Una forma básica de afrontar las consecuencias que para la propia autoestima
acarrean los resultados negativos es mediante la manipulación de las creencias

95
atribucionales ante los éxitos y los fracasos. Según Covington (1985), en un
intento por mantener su autovalor, los individuos pueden poner en marcha una
serie de estrategias motivacionales de carácter defensivo, como por ejemplo,
una cierta tendencia a realizar una atribución interna de los éxitos y externa de
los fracasos, adoptando en este caso una serie de impedimentos que hagan
imposible alcanzar el éxito en las situaciones en las que es probable el fracaso.
Recurrir a factores externos como la mala suerte, la manía del profesor, el
examen, etc. son ejemplos de manipulación atribucional por parte del
estudiante. Mostramos a continuación una serie de preguntas que pueden
evidenciar tendencias atribucionales defensivas por parte de los estudiantes:

Otra forma de protegerse puede ser recurriendo a una estrategia de


autoafirmación. Así, cuando el estudiante experimenta una autoevaluación
negativa en un campo académico concreto, puede optar por iniciar un proceso
de autoafirmación activando autoconcepciones positivas en otro campo. Tal y
como puede observarse a continuación, una opción útil para aminorar el impacto
negativo de los fracasos es restar importancia a los malos resultados adoptando
atribuciones controlables frente a los fracasos y/o considerando que donde uno
es realmente bueno es en otros campos (el deporte, la música…):

96
De acuerdo con la teoría de la valía personal, la estrategia más básica de
protección del autovalor sería la retirada del esfuerzo ante el riesgo de un
fracaso, con la intención de que la causa del resultado, en caso de producirse,
sea ambigua y se evite la posibilidad de recurrir a la falta de capacidad como
factor explicativo. Así, en este sentido es posible que nuestros estudiantes estén
adoptando comportamientos como los que se presentan a continuación:

97
No obstante, esta evitación del compromiso entraña ciertos riesgos para el
alumno, entre otras razones porque el esfuerzo es algo positivamente valorado
por los profesores. Como defiende Covington (1992), el esfuerzo puede resultar
un arma de doble filo para los estudiantes ya que, por un lado, la inversión de
esfuerzo se presenta como una gran amenaza para la valía personal cuando el
estudiante anticipa la posibilidad de fracasar y, por otro, resulta altamente
valorado porque los profesores esperan que uno se esfuerce.
El término self-handicapping se utiliza para describir el proceso de proteger de
manera proactiva la propia autoestima frente a un daño potencial. Entendemos
por self-handicapping cualquier acción o elección que aumenta la oportunidad
de externalizar —o excusar— el fracaso e internalizar el éxito. Los
comportamientos de self-handicapping incluyen una gran variedad de acciones
como, por ejemplo, la implicación en tareas extremadamente difíciles en las que
el fracaso quedaría justificado sin afectar a la percepción de competencia. Otra
forma básica de ponerse limitaciones a uno mismo es esperar hasta el último
momento para hacer las cosas, de manera que la escasez de tiempo puede
proporcionar una justificación para el resultado negativo que no repercute sobre
la propia valía personal. Muy cercano al tema del aplazamiento está el recurrir a
argumentos como que uno se encuentra sobrecargado de trabajo, de tal forma
que no le es posible dedicar el tiempo necesario para realizar con éxito una
determinada actividad. La creación o exageración de problemas físicos también
es un ejemplo de este tipo de mecanismos defensivos. Así, por ejemplo, el

98
haberse puesto demasiado nervioso en un examen proporciona una buena
excusa para un potencial suspenso. Preguntas sobre comportamientos como los
que se exponen a continuación pueden ponernos sobre la pista del desarrollo de
mecanismos de self-handiccaping por parte de nuestros alumnos:

Posiblemente sean los estrechos vínculos existentes entre la capacidad y el


autovalor lo que motiva a los estudiantes a recurrir a este tipo de estrategias.
De hecho, los estudiantes que optan por esta estrategia parecen estar
particularmente preocupados por la diferenciación entre capacidad y esfuerzo. El
self-handicapping implica una comprensión específica de las relaciones esfuerzo-
capacidad, en la cual la valoración de una alta capacidad está asociada con el
éxito logrado con bajo esfuerzo y la valoración de una baja capacidad se
relaciona con el fracaso conseguido con un esfuerzo elevado. El fracaso
asociado a un gran esfuerzo supone un sentimiento de insatisfacción y baja
capacidad que, a su vez, repercute de forma más negativa sobre la autoestima
que el fracaso asociado a la falta de esfuerzo. Además, este mecanismo de self-

99
handicapping maximiza las interpretaciones de capacidad, ya que el éxito
seguido de bajo esfuerzo implica alta capacidad.
Otro mecanismo de anticipación y protección ante posibles resultados
negativos es el pesimismo defensivo que se describe como una estrategia con la
que el estudiante mantiene unas bajas expectativas de éxito ante las tareas, a
pesar de tener una experiencia pasada de éxitos. Obsérvense a continuación
una serie de preguntas que podemos plantear al estudiante para conocer su
identificación con este tipo de mecanismos:

El pesimismo con el que estas personas se enfrentan a las tareas lleva


aparejado una serie de ventajas, entre las cuales está la posibilidad de
prepararse para un fracaso potencial y armarse de valor ante el mismo. Los
pesimistas defensivos reconocen sus miedos y los manejan cognitivamente, esto
es, se preparan para el fracaso, para reducir el impacto personal que éste puede
provocar. Planteamientos como los que se recogen a continuación pueden estar
sirviendo al estudiante para protegerse de la ansiedad debilitante previa a
determinadas tareas y motivarle a persistir a pesar del estrés experimentado:

100
Sin embargo, también es posible que la proyección de unas bajas
expectativas, que implica el establecimiento de unos estándares de rendimiento
más fáciles de alcanzar, pueda acabar disminuyendo el umbral de lo que sería
considerado un rendimiento satisfactorio.
Finalmente, conviene señalar que a pesar de que compartimos la
consideración de que muchas de estas formas de controlar las emociones y
afectos negativos son desadaptativas en términos de compromiso e implicación
en el estudio, no debemos olvidar que desde la perspectiva del estudiante, estos
mecanismos de control tienen su función.
Así, las distintas estrategias centradas en las emociones pueden facilitar una
percepción selectiva de información interna y externa, inhibir ciertos estados
emocionales desadaptativos, incrementar o reducir la intensidad evaluativa de
una intención y, en último término, proteger la autoestima y el bienestar
personal (Rodríguez, Cabanach y Piñeiro, 2002). Por ejemplo, si bien el self-
handicapping es considerado por la mayoría de los especialistas como una forma
poco adaptativa de enfrentarse a las emociones surgidas en los contextos
académicos, en muchas ocasiones supone serios intentos estratégicos por
controlar las atribuciones de forma que se externalicen las fuentes del posible
fracaso. En este caso, y desde la perspectiva del estudiante, el criterio para el
éxito de la actuación no se basa en el resultado o el rendimiento en la tarea,
sino en el manejo de las perturbaciones o molestias en sí mismas. Observando
estos comportamientos como dinámicas de autoprotección, no debemos olvidar
su lógica y justificación como respuestas a situaciones en las que a uno se le
exige cierto nivel de rendimiento, donde la probabilidad de alcanzar el éxito es
baja y donde el fracaso es molesto.
En este sentido, podemos hipotetizar que el aprendizaje autorregulado no
tiene un curso uniforme y lineal. Algunos estudiantes pueden plantearse
inicialmente la intención de dedicar esfuerzo a una actividad de estudio y decidir
más tarde desimplicarse de esa tarea debido, por ejemplo, a que es demasiado
fácil, personalmente poco relevante o porque no disponen de los recursos

101
necesarios para desarrollarla, y no por ello podemos dejar de pensar en un
aprendiz que intenta gestionar su propio proceso de aprender. Mientras, otros
estudiantes pueden aproximarse a la tarea de manera consciente y diligente, y
retirar en otro momento de forma deliberada la dedicación y el esfuerzo para
sentirse seguros, describiendo un recorrido desde una orientación hacia el
aprendizaje a una orientación hacia el rendimiento.
Considerando que los comportamientos de self-handicapping y pesimismo
defensivo descritos resultan desadaptativos con respecto al compromiso e
implicación en el estudio (aunque en muchos casos el pesimismo defensivo vaya
asociado a niveles de rendimiento superiores a los esperados inicialmente), el
docente podría plantearse incorporar en sus aulas sesiones como las siguientes,
en las que se demuestre cómo el uso de estas estrategias suele tener escasos
beneficios desde el punto de vista motivacional:

102
103
Parte II

LO QUE SE PUEDE HACER


PARA DESPERTAR
LA MOTIVACIÓN
DE LOS ESTUDIANTES
MIENTRAS SE ENSEÑA

104
Existe una serie de ideas ingenuas en torno a la incidencia que tenemos sobre el
comportamiento y el compromiso de los demás. Muchas de estas ideas están
fuertemente arraigadas pero, en muchos casos, son erróneas. Entre estas ideas
ingenuas se encuentran creencias simples que van desde «no creo que unos
tengamos ninguna influencia en el comportamiento de los otros, cada uno es
como es», hasta opiniones del tipo «creo que las personas se comportan en
función de como son tratadas y de lo que ven a su alrededor».
También solemos creer, por ejemplo, que la gente copia los comportamientos
de otros casi por contagio. De hecho, cuando nuestro hijo adolescente comienza
a vestirse de una forma extraña no vacilamos en culpar a esas «nuevas
compañías» a las que emula. Si un trabajador responsable comienza a llegar
tarde y a rendir menos tras la última ampliación de plantilla, sospecharemos que
se ha contagiado del nuevo ambiente. Si su clase se revoluciona con más
frecuencia cada vez que el cabecilla tiene un día «simpático», sin duda es
porque los demás tratan de imitarlo.
Del mismo modo, es habitual pensar que la mejor manera de que los demás
traten de imitarnos es mostrarnos como modelos altamente competentes
capaces de realizar las tareas sin cometer errores, en lugar de mostrarnos como
modelos con dudas y que van probando soluciones. En fin, seguimos creyendo
que es más que suficiente exigir a nuestros trabajadores que lleguen puntuales
aunque habitualmente nosotros llegamos tarde a la oficina, que en la televisión
sólo se aprenden comportamientos agresivos y deshonestos... y, ¿hay algún
padre capaz de admitir que su hijo adolescente se parece a él? Esta parte del
libro trata de poner en tela de juicio estas opiniones y creencias, estableciendo
con ello, una serie de principios generales para la intervención en el área
motivacional del aprendizaje.

105
1
PRINCIPIOS GENERALES
PARA LA INTERVENCIÓN
EN MOTIVACIÓN

Es posible ir desgranando estos principios generales a partir de un supuesto.

Parece claro que a Sara no le gustan las matemáticas y por eso no se


esfuerza; y entendemos que son una serie de características personales de Sara,
sus metas, sus intereses y su motivación, las «culpables» de su comportamiento
respecto a las matemáticas.

106
En cierta medida, este comportamiento del padre de Sara puede estar
explicando el bajo interés actual de su hija por las matemáticas.

De algún modo, el ambiente hostil que se generaba alrededor de las


matemáticas en su casa puede estar explicando también, en alguna medida, el
comportamiento y la motivación de Sara hacia las matemáticas.

Pues bien, posiblemente, incluso esta creencia personal del padre de Sara
haya afectado efectivamente a la iniciación y a la dedicación de esfuerzo de su
hija a las actividades en ese campo, reduciendo así sus creencias de
competencia y eficacia para las matemáticas y, en último término, quizá haya
tenido mucho que ver con la actitud de Sara hacia las matemáticas y sobre su
decisión actual de no volver a cursarlas más en su vida. ¿Es posible que a Sara
le hubiesen acabado gustando las matemáticas si su padre le hubiese ayudado
también a ella a observar sus mejoras en este campo? ¿Es posible que Sara se
dedicase a las matemáticas si hubiese tenido la oportunidad de obtener buenos
resultados y hubiese llegado a asumir que es capaz de aprender y obtener
buenos resultados en matemáticas?
En realidad, «las personas no están movidas por fuerzas internas ni
automáticamente moldeadas y controladas por estímulos externos; sino que el
funcionamiento humano se explica mediante un modelo de reciprocidad triádica
en el que todos los factores conductuales, cognitivos, así como otros personales
y los sucesos ambientales operan entre sí como determinantes interactivos»
(Bandura, 1986, p. 18).
Cuando el estudiante dirige su atención al concepto y a los ejemplos que el
profesor está presentando en el aula; el ambiente está influyendo en el
comportamiento de ese estudiante; y cuando responde incorrectamente a una

107
pregunta planteada por el docente, es el comportamiento del docente el que
posiblemente se vea alterado por el ambiente, en la medida en que vuelve a
explicar el concepto de nuevo en lugar de seguir con su programa. Si los
alumnos no parecen avanzar y siguen constantemente preguntado por aspectos
que ya deberían dominar, el ambiente del aula puede acabar afectando a la
persona del profesor, si acaso termina dañando sus creencias de autoeficacia o
a su percepción de capacidad para la docencia.

Si por el contrario, el profesor va observando sus progresos día a día, va


teniendo más indicios de sus avances, cada vez controla mejor el aula y los
tiempos, y va cumpliendo los objetivos de su programa, se sentirá más capaz de
hacer cosas en el futuro. En esta secuencia desde la perspectiva de la
reciprocidad triádica de la Teoría Sociocognitiva de Bandura, entendemos que es
el propio comportamiento del profesor el que está influyendo en su persona. En
este sentido, pensamos que es la interacción de la persona, el ambiente y el
comportamiento lo que debe ser objeto de una observación rigurosa cuando
pretendemos entender a los individuos y sus «circunstancias».
Ni somos responsables de todo ni tampoco es que no podamos hacer nada.
Entender a los individuos significa descubrir cómo sus características personales
inciden en su comportamiento y al mismo tiempo cómo estas variables
personales afectan al ambiente en el que se desenvuelven; cómo el
comportamiento de los individuos afecta a ese mismo ambiente y a la propia

108
persona; y cómo el ambiente modifica a la persona y su comportamiento.
Lógicamente, la dirección de las influencias entre este tipo de factores no es
siempre la misma, adquiriendo más prominencia un sentido de interacción que
otro.
Así, en los ámbitos laborales y académicos muy reglamentados y con normas
muy rígidas, la atención y la intervención suele dirigirse fundamentalmente hacia
los factores ambientales y su incidencia sobre las variables personales y el
comportamiento de los individuos. De este modo, se tratará de atender, por
ejemplo, a cómo el sistema de valoración de calidad, de retribuciones y
comisiones que se establece en una empresa —el ambiente— afecta a la
percepción de dificultad del trabajo, a las creencias de capacidad de sus
trabajadores y a sus expectativas de resultado —la persona—, y acaba
incidiendo en el rendimiento real de la plantilla —el comportamiento—.
Mientras, en entornos más laxos y familiares, donde las influencias
ambientales se debilitan en favor de las variables más personales, cabe
preguntarse cómo, por ejemplo, el interés del individuo por unas determinadas
labores domésticas —la persona— puede estar detrás de los conflictos familiares
—el ambiente— y afecta a la persistencia y compromiso de los miembros de esa
familia —el comportamiento—. En estos casos, el análisis y, generalmente, la
intervención se dirige preferentemente hacía las creencias de los individuos que
están afectando a los comportamientos y a los ambientes en los que se
desenvuelven.
Aprender por observación no siempre es fácil. Si bien es verdad que muchas
cosas las aprendemos por ensayo y error, lo cierto es que la mayor parte de lo
que sabe hacer el ser humano lo ha aprendido observando la conducta de otras
personas que actúan como modelos. En este sentido, constantemente nos
encontramos ejemplos de cómo los otros nos afectan. Los niños suelen imitar a
sus héroes o a personajes, los adolescentes se observan e imitan entre sí, los
hijos tienen intereses y actividades de ocio similares a las de sus padres y suelen
copiar una buena parte de sus comportamientos, los alumnos atienden y tratan
de copiar lo que hacen sus maestros, etc.
Los niños empiezan a imitar a los demás muy poco después de haber nacido.
Cuando sólo tienen uno o dos días de vida son capaces de reproducir
expresiones faciales de felicidad, tristeza o sorpresa, hasta el punto de que un
observador podría adivinar la expresión de un adulto a partir de la imitación que
de ella hacen los bebés. Entre los seis y los nueve meses, los niños pueden
aprender a manipular objetos observando cómo lo hace un modelo y además
son capaces de recordar esas conductas al día siguiente.
La teoría sociocognitiva es sin duda la explicación mejor elaborada para
entender cómo las personas aprendemos unas de otras y en esta explicación se

109
utilizan conceptos como aprendizaje por observación, imitación o modelado. El
desarrollo de esta teoría, denominada en un primer momento teoría del
aprendizaje por observación, se debe en gran medida a la investigación de
Albert Bandura en la Universidad de Stanford (Bandura, 1977, 1986). Las
explicaciones de Bandura han evolucionado de manera considerable a lo largo
del tiempo y continúan siendo una fuerza impulsora de los estudios y trabajos
de investigación que versan sobre la imitación y el modelado. Por eso, la
mayoría de los comentarios y referencias que se harán en este apartado pueden
leerse con mayor detalle en los trabajos originales de Bandura y de otros
investigadores como Schunk y Zimmerman, que trabajan a partir de estas ideas.
En realidad, aunque aprender observando puede parecer sencillo o casi
automático, lo cierto es que no es así. Llegar a aprender observando exige, por
ejemplo, atender realmente a alguien, construir imágenes que representen
mentalmente aquello que ese alguien está haciendo, recordar esa
representación mental y tomar la decisión de repetir ese comportamiento. Si
ordenamos todas estas actividades podemos diferenciar entre lo que hacemos
para adquirir y lo que hacemos para reproducir o ejecutar un comportamiento
observado. Así, atender a alguien nos ayudaría en la adquisición mientras que,
por ejemplo, tomar la decisión de repetir una conducta tendría más que ver con
la ejecución. Profundicemos un poco más en esto.
Para que se produzca aprendizaje por observación es necesario atender y
percibir de forma precisa los aspectos relevantes de las actividades modeladas.
Así que el aprendizaje por observación empieza a no ser tan sencillo ni
automático, depende por ejemplo, de lo complicado que sea lo que observamos,
de cuánto nos interese aprenderlo, de cuánto nos interese quién lo está
haciendo, etc. Aprender observando depende de nosotros; de nuestra habilidad
para prestar atención o de lo que ya sabemos o no hacer; pero también de
nuestras expectativas, de nuestros intereses o de nuestras intenciones, ya que
son estas variables motivacionales las que enfocan nuestra atención hacia unos
aspectos u otros y las que afectarán a la interpretación que hagamos.
En cualquier caso, si ya hemos desplegado nuestras capacidades de atención
y concentración hacia algo o alguien, para aprender realmente tenemos que ser
capaces de representar simbólicamente en nuestra memoria lo que estamos
observando. Esta representación a base de símbolos verbales o de imágenes
con las que los individuos procesamos las experiencias, será lo único que
podremos utilizar como guía en nuestras acciones futuras. Las posibilidades de
retener esta «versión de los hechos» en nuestra mente se verá reforzada por la
práctica, de tal forma que, ensayar mentalmente o repetir realmente las pautas
de conducta que observamos disminuye la probabilidad de que la olvidemos.

Decíamos que a afectos organizativos, podemos diferenciar entre lo que


110
Decíamos que a afectos organizativos, podemos diferenciar entre lo que
debemos hacer para adquirir un nuevo comportamiento y lo que podemos hacer
para llegar a repetirlo. Así, aprender observando nos exige también ser capaces
de convertir aquellas representaciones simbólicas, que habíamos construido en
nuestra mente, en acciones reales. Las complicaciones de esta conversión
provienen, en primer lugar, de los propios errores derivados de las capacidades
físicas y del repertorio conductual del aprendiz, y requieren de ajustes
autocorrectores en función del feedback informativo de las conductas emitidas.
Las discrepancias entre la representación simbólica y la ejecución real
funcionarán como criterios correctores.
Sin embargo, ni aun asegurándonos una reproducción conductual adecuada
llegamos a aprender por observación. En último término, reproducir realmente
una actuación depende de si nos compensa o no. Saber que algo nos traerá
consecuencias positivas o negativas sigue siendo relevante para acabar
emitiendo o no una conducta retenida. De hecho, todos somos conscientes de
que una cosa es saber hacer algo y otra muy distinta es llegar a hacerlo
realmente. Dicho de otro modo, aprender aprendemos todos los días un montón
de cosas, a insultar a los padres, a preguntar a los maestros, a halagar a los
jefes..., otra cosa es que realmente eso nos lleve irremediablemente a insultar a
nuestros padres en cuanto lleguemos a casa, a atrevernos a consultar al
maestro sobre esa duda o a regalarle los oídos a nuestros jefes.
En este punto puede entenderse el papel de las recompensas a la hora de
hacer algo realmente. Cuando sabemos cómo halagar al jefe y sabemos que
regalarle los oídos puede reportarnos buenos dividendos, entonces es posible
que lo hagamos; sin embargo, aunque sepamos cómo insultar a los padres, si
no creemos que hacerlo nos pueda ser beneficioso o sabemos que nos va a ser
perjudicial, probablemente no lo haremos. Así que el papel de las recompensas
puede ser importante, sobre todo a la hora de explicar por qué hacemos
finalmente lo que hacemos, por qué persistimos en una actividad o por qué nos
comprometemos con algo.
De este modo, si además de observar a otros haciendo algo observamos
cómo reciben algún incentivo por hacer ese algo, no sólo se incrementa la
probabilidad de que ese alguien vuelva a repetir ese comportamiento, sino la
probabilidad de que nosotros nos animemos a hacerlo también. Este hecho se
conoce con el nombre de reforzamiento vicario y se convierte en clave para
entender el aprendizaje por observación. En realidad es fácil entender que el
reforzamiento vicario desempeña un papel informativo y un papel motivador:
por una parte, informa a quien observa de los resultados que se obtienen por la
realización de una determinada conducta y, por otra, genera en el observador
esperanzas y/o expectativas de poder recibir resultados similares. Observemos
que este efecto instigador se genera mucho antes de que nosotros ejecutemos

111
realmente la conducta en cuestión, de hecho, puede anteceder a todo el
proceso de aprendizaje por observación, funcionando desde el primer momento
al animar tanto la dirección como la cantidad de atención del observador. De
este modo, las consecuencias siguen desempeñando un papel fundamental en el
aprendizaje y en la motivación; si bien es cierto que su papel es posiblemente
menos crucial de lo que defendieron los conductistas y, sobre todo, más
indirecto (véase el papel de los otros en la motivación).
Los mejores alumnos no son siempre los mejores ejemplos. Conseguir que
otro deje de hacer lo que hace no es fácil, pero es posible. De hecho, los
individuos estamos inherentemente motivados para poner a prueba y, si es el
caso, cambiar nuestro comportamiento y nuestras opiniones. A menudo, la
valoración sobre lo que hacemos y pensamos la realizamos comparándonos con
otros. Especialmente, cuando no hay medios objetivos y no sociales disponibles,
las personas evalúan sus opiniones y habilidades comparándolas con las de otro.
Así, los adultos utilizamos la comparación social regularmente para evaluarnos
y corregirnos; sin embargo, esta habilidad para usar la información comparativa
requiere de altos niveles de desarrollo cognitivo y de experiencia en la
realización de evaluaciones comparativas. Los menores de cinco o seis años
tienden a no relacionar dos o más elementos en su pensamiento y son
egocéntricos, y estas características no implican que no sean capaces de
evaluarse en comparación a otros pero sí, probablemente, no lo hagan tan
automáticamente. El significado y la función de la información comparativa
cambian a lo largo del desarrollo y especialmente después de que van a la
escuela.
Los preescolares comparan activamente las características físicas —las
recompensas que ellos y otros reciben—. Sus comparaciones determinan en qué
se parecen y en qué difieren de otros —yo tengo cuatro años y tú tres— y
parecen basarse en un deseo de ser como los otros sin que suponga que
realizan una autoevaluación. Poco a poco, en Primaria, se van interesando más
por la información comparativa. Los comportamientos de los niños pequeños
están directamente influidos por la evaluación social del adulto —eres bueno en
esto, podrías hacerlo mejor...—, pero, a partir del cuarto curso de Primaria, la
comparación social se utilizará regularmente para evaluar la competencia.
A la hora de elegir gente con quien compararse, las personas tendemos a
buscar a individuos que tienen las características o atributos más predictivos de
un buen rendimiento en el dominio en cuestión. Así, por ejemplo, para evaluar
la habilidad personal en ventas, posiblemente busquemos entre las
características de aquellos que parecen estar entre los mejores vendedores de
nuestro departamento. Sin embargo, especialmente cuando estamos inseguros
sobre lo que se debe hacer, cuando somos novatos en un ámbito, podría ser

112
adecuado observar lo que están haciendo compañeros en un puesto o nivel
similar y ajustar respecto a ellos nuestra actuación. De hecho, lo cierto es que a
menudo los compañeros son modelos más eficaces que los jefes o maestros,
entre otras razones porque cuando uno tiene dudas sobre su propia
competencia, ver realizar con éxito una tarea a un compañero de nivel similar
puede incrementar su percepción de autoeficacia en mayor medida que observar
un modelo mucho más competente.
Así, por ejemplo, cuando cuestionamos ante el trabajador que acabamos de
contratar la competencia de sus compañeros, estamos limitando las
posibilidades de ese trabajador porque le estamos exigiendo desde el primer
momento la comparación con modelos altamente competentes que realizan la
tarea con eficacia y sin cometer errores. Si en lugar de tener un trabajador que
duda sobre sus posibilidades de alcanzar el nivel del mejor, le permitimos
compararse con compañeros que tienen una experiencia similar en el campo,
posiblemente tendremos un trabajador más motivado, capaz de ir valorando de
un modo más adecuado su progreso y de formarse expectativas de resultado
más adecuadas.
Esta distinción entre modelos altamente competentes y modelos similares, nos
permite diferenciar en el aula el uso de modelos de dominio, que realizan la
tarea sin cometer errores, y modelos de afrontamiento, que muestran
inicialmente los miedos y las deficiencias típicas de los observadores, que
mejoran gradualmente su ejecución y van ganando confianza poco a poco. Los
modelos de afrontamiento ponen de manifiesto cómo las ganas, el compromiso
y el pensamiento positivo pueden ir salvando las dificultades y son
especialmente beneficiosos para aquellos individuos inseguros y/o que han
tenido dificultades en el pasado.
Dado que estos modelos de afrontamiento podrían aumentar la autoeficacia
percibida del individuo y sostener el esfuerzo y la dedicación en una actividad en
mayor medida que la observación de modelos de dominio, no estaría de más la
contratación de trabajadores de dos en dos en lugar de uno en uno. De este
modo, nos aseguramos la observación conjunta de las dificultades iniciales, pero
también del progreso, ya que observarán patrones de actuación más parecidos a
lo que ellos hacen. Las personas que observan a otras similares a ellas realizar
una tarea, se identificarán con las dificultades y los progresos, y estarán más
dispuestas a intentar hacerla ellas mismas porque realmente creerán que
pueden tener éxito.
En síntesis, la investigación apoya tanto esta hipótesis de la similitud como las
predicciones de la teoría sociocognitiva: cuanto más se parezcan los
observadores a los modelos, mayor probabilidad habrá de que las mismas
acciones realizadas por los observadores sean socialmente apropiadas y

113
produzcan resultados comparables. Además de motivarnos para reproducir
comportamientos que hemos observado cómo son reconocidos en otros, el
comportamiento del amigo o del compañero nos informa constantemente de lo
que hay que hacer. La comparación social es un medio importante para
aprender si nuestro comportamiento es adecuado y nos permite darnos cuenta
de cuáles son nuestras capacidades, nuestras limitaciones y nuestra eficacia.
Sobre todo, cuando nos movemos en un entorno donde las normas son
ambiguas o no existen, lo aceptable de nuestro comportamiento se estima en
relación con lo que hacen los otros.

114
2
ESTRATEGIAS Y RECURSOS
INSTRUCCIONALES PARA
OPTIMIZAR EL COMPONENTE
DE VALOR DE LA MOTIVACIÓN

Este apartado está enfocado hacia tres cuestiones importantes desde el punto
de vista motivacional: una primera dedicada al uso estratégico de recompensas
con objeto de sostener y promover la motivación intrínseca en el aula; una
segunda en la que se tomarán en consideración recursos que podrían
incrementar el valor asignado a las tareas académicas por parte de los
estudiantes; y finalmente, se presentará una serie de actividades tipo que
podrían mejorar el ajuste o adecuación del aula a las metas académicas de los
aprendices.

115
2.1. ESTRATEGIAS INSTRUCCIONALES PARA
INCREMENTAR LA MOTIVACIÓN
INTRÍNSECA EN EL AULA
Una gran cantidad de investigación ha puesto de manifiesto que implicarse en
un actividad de por sí interesante, para obtener una recompensa externa, puede
socavar la motivación intrínseca de partida. Este hallazgo es perturbador y tiene
implicaciones importantes para la educación, debido a la preponderancia de las
recompensas en las aulas y en las escuelas. Vamos a observar la investigación
en torno a las recompensas y su relación con la motivación intrínseca, así como
a atender a la forma en la que la recompensa podría utilizarse en el aula para
estimular y mantener la motivación de los estudiantes.
En una investigación clásica de Lepper, Greene y Nisbett (1973) se midió el
tiempo que un grupo de niños pasaba dibujando por iniciativa propia. Una vez
establecida la línea base del tiempo que por propia iniciativa los niños pasaban
dibujando, se establecieron tres grupos: a un grupo se le ofreció un diploma a
modo de recompensa por dibujar —condición de recompensa esperada—, a un
segundo grupo se le entregó un diploma por haber dibujado —condición de
recompensa inesperada— y al tercer grupo no se le mencionó ningún tipo de
recompensa —condición sin recompensa—. Dos semanas después, se volvió a
medir el tiempo que los niños de las tres condiciones pasaban dibujando y se
observó que los niños de la condición recompensa esperada pasaban menos
tiempo dibujado durante esta fase en comparación con el tiempo que pasaban
dibujando en el pre-test con el que se estableció su línea base. Los cambios pre-
post en el tiempo que pasaban dibujando los otros dos grupos no fueron
significativos. La conclusión de diferentes investigaciones similares a esta es
clara: ofrecer recompensas por hacer cosas de las que normalmente se disfruta
puede socavar la motivación intrínseca y hacer que se pierda interés en esas
mismas tareas.
El factor clave no es en sí mismo la recompensa sino el hecho de ofrecerla. Es
posible que cuando nuestros estudiantes aficionados a la lectura leen en
ausencia de recompensas externas realmente crean que su dedicación obedece
a sus propios intereses, leen simplemente porque quieren. De este modo, la
implicación por razones intrínsecas, por disfrute o placer, no requiere más
justificación y probablemente ese estudiante continuará dedicándose a leer en el
futuro sólo por esta razón. Sin embargo, cuando comenzamos a ofrecer algún
tipo de recompensa por leer, actividad de la que nuestros estudiantes disfrutan,

116
les estamos proporcionando una explicación más «visible» y, por tanto, una
sobrejustificación para su actividad lectora. De este modo, cuando dejemos de
ofrecer recompensas por leer, es posible que nuestro estudiante abandone su
afición porque siente que no tiene razones, ha perdido justificación y la lectura
ha dejado de motivarle.
En realidad, esta explicación puede parecer controvertida porque si realmente
recompensar a la gente por hacer bien las cosas que disfruta haciendo redujese
su interés, cabría espera que las estrellas del deporte que reciben sueldos
elevados se retirasen después de un año, que los estudiantes 10 abandonasen
pronto la escuela o que si a usted repentinamente le aumentan notablemente su
sueldo, abandone súbitamente su empleo, cosas que ocurren raramente.
Tratando de conjugar estos hechos, la investigación ha establecido una serie de
condiciones que determinan los efectos de la recompensa sobre la motivación
intrínseca. Así, parece que el uso de recompensas poco perceptibles o poco
sobresalientes, recompensas que se mencionan al iniciar la actividad, pero sobre
las que realmente no se insiste mientras se está realizando la actividad o cuando
se pide expresamente a los alumnos que no se piense en las recompensas
mientras se está realizando la tarea, podrían reducir el impacto encontrado
sobre la motivación intrínseca del individuo.
Por otra parte, también se ha elaborado una hipótesis alternativa para explicar
por qué las recompensas pueden en algunos casos reducir la motivación
intrínseca del individuo. A partir de la teoría de la evaluación cognitiva, Deci
(1975) sugiere que: «Toda recompensa —incluyendo la retroalimentación—
tiene dos funciones, una función de control y una función informativa, al
proporcionar información al que la recibe sobre su competencia y
autodeterminación. El grado en que una función sobresale con relación a la otra
determina qué proceso va a estar operativo. Si la que más destaca es la función
de control, el hecho de recibir la recompensa va a desencadenar el proceso de
cambio en la percepción del lugar de causalidad percibido. Si por el contrario la
que más destaca es la función informativa, lo que se activará es el cambio en los
sentimientos de competencia y autodeterminación» (Deci, 1975, p.142). Por
tanto, si todas las recompensas tienen el potencial de controlar e informar, es
posible que el grado o peso relativo de cada uno de estos dos aspectos
determine el efecto de aquellas sobre la motivación intrínseca.
Las recompensas controlarían la conducta cuando se dan de forma
contingente al hecho de que los estudiantes realicen la tarea encomendada o de
que obtengan un cierto rendimiento (tiempo libre por acabar el trabajo,
aumento de sueldo si mejoran los beneficios de la empresa, un postre cuando
se termine la cena). Sin embargo, cuando los estudiantes perciben que las
recompensas se están usando para controlar sus comportamientos (creen que
están actuando como lo hacen para conseguir ganar la recompensa), atribuirán

117
sus acciones a factores externos a ellos mismos —a la recompensa— y acabarán
perdiendo el sentido de la autodeterminación y autonomía. De este modo,
cuando la recompensa deja de estar presente, el estudiante entenderá que ya
no hay nada que lo empuje a realizar la actividad y con ello se reducirá su
interés.
Profundizando en este fenómeno, Schunk (1983) puso a prueba la idea de
que la estructura de las recompensas afecta al sentimiento de autoeficacia, a la
motivación y a la adquisición de habilidades, concluyendo que no tiene el mismo
efecto sobre la motivación ofrecer recompensar, por resolver un problema —
recompensa contingente al nivel de ejecución— que simplemente por intentarlo
—recompensa contingente a la participación—. De hecho, la condición
recompensa contingente a la ejecución produce mayor nivel de habilidad,
motivación y percepción de autoeficacia que la condición recompensa
contingente a la participación, que no produce beneficios en comparación con la
situación sin recompensa.
De hecho, las recompensas que se reciben en el aula dependiendo del
progreso o del nivel de ejecución real —elogiar por haber adquirido unos
conocimiento nuevos, ensalzar por un trabajo mejor que el de otros, comprar
juguetes por mantener el cuarto ordenado, etc.— proporcionan información
sobre la competencia o las habilidades propias y esta información, que se
trasmite a través de recompensas sobre la calidad de la propia actuación,
incrementará la percepción de eficacia y capacidad y permitirá experimentar
autodeterminación. De este modo, el interés se mantendrá aun cuando deje de
proporcionarse la recompensa, porque las personas no han de dejado de situar
en sí mismas el lugar de causalidad.
La recompensa dada simplemente por trabajar en una tarea no proporciona
información respecto a la competencia o las habilidades de quien la recibe, por
lo que es improbable que incremente el sentimiento de autoeficacia y con ello la
motivación intrínseca. Es más, las personas podrían sacar una conclusión
negativa sobre su autoeficacia: se les recompensa por participar porque no se
espera que puedan aprender o conseguir mucho más. Estas creencias en su
conjunto pueden llevar a los individuos a entender la recompensa como un
procedimiento de control y a considerar la tarea como carente de interés.
El estudio sobre los entornos que permiten optimizar la motivación intrínseca
ha tomado en consideración factores de otro tipo al margen del uso de
recompensas. Así, la motivación intrínseca por una actividad puede depender del
grado en el que esa actividad estimula la curiosidad del aprendiz y/o que le
permita fantasear y desarrollar la imaginación. Por tanto, en general se sugiere
el planteamiento de actividades sorprendentes, que discrepen de las ideas o
conocimiento de los que dispone el estudiante. Por otra parte, la motivación

118
intrínseca se verá reforzada en la medida en que planteemos al estudiante
actividades que le supongan un desafío, actividades de dificultad intermedia, ni
demasiado fáciles ni demasiado difíciles, en las que el resultado sea incierto y,
en general, dependerá, de manera relevante, de la sensación de control que
perciba el aprendiz sobre la propia actividad.
En resumen, las investigaciones realizadas han puesto de manifiesto que
factores tales como proporcionar recompensas de forma contingente al hecho
de realizar una tarea —recompensas por la dedicación con independencia de la
calidad del trabajo desarrollado—, marcar tiempos de entrega, metas impuestas,
la evitación de estímulos desagradables, la supervisión y la evaluación social
pueden hacer que disminuya la motivación intrínseca. Por el contrario, la
motivación intrínseca podría mantenerse o aumentar cuando se ofrece a las
personas la posibilidad de elegir o se les permite trabajar en un entorno que se
percibe más como facilitador de la autonomía que como controlador.

119
2.2. RECURSOS INSTRUCCIONALES PARA
INCREMENTAR EL VALOR ASIGNADO A LA
TAREA
Tal como ya hemos expuesto, Atkinson definió el valor del incentivo como el
atractivo relativo de alcanzar el éxito en una tarea dada. Sin embargo, la
investigación tradicional del modelo de Atkinson no examinaba el valor del
incentivo de la tarea como componente separado, ya que se concebía como el
valor inverso de la probabilidad de éxito. Otros investigadores como Battle
(1965) desarrollaron el término «valor otorgado» definido como «la importancia
que para un individuo tiene realizar con éxito una tarea dada... [que] debería
determinar su persistencia para trabajar en ella» (Battle, 1965, p. 209), y en
este punto el autor distinguió entre el valor absoluto, referido a la importancia
de la tarea en sí misma, y el valor relativo, referido a la importancia de la
actividad en relación con otras tareas.
Al contrario que Atkinson, Battle mostró que la expectativa y el valor otorgado
correlacionaban positivamente entre sí y no de forma negativa. Es decir, el
individuo tiende a valorar las actividades que espera hacer bien y espera hacer
bien aquellas tareas que son importantes para él. Posteriormente, Feather
(1982) amplió la definición que realizó Atkinson del valor del logro, describiendo
los valores como las creencias centrales sobre lo que el individuo debería o no
debería hacer. Este autor argumentó que los valores, al igual que las
necesidades psicológicas individuales, emergen de las reglas sociales y guían los
comportamientos individuales en diferentes contextos.
Así, los individuos con diferentes valores considerarán las distintas metas
como más o menos atractivas; dicho de otro modo, su motivación para lograr
diferentes metas se basaría, al menos en parte, en sus valores. Al mismo
tiempo, como teórico de la expectativa-valor, Feather también señalaba que la
probabilidad de lograr una determinada meta influía en el comportamiento, de
tal forma que una meta valiosa puede no ser adoptada si la expectativa de
lograrla es muy baja, concluyendo, como Battle, que las expectativas
correlacionan positivamente con el valor de la tarea.
Una de las contribuciones más relevantes dentro del modelo Eccles-Wilgfield
es la ampliación del concepto de valor. Eccles et al. (1983) diferenciaron cuatro
aspectos que configuraban el valor de las tareas: el valor otorgado o de logro, el
valor intrínseco, el valor de utilidad y el valor de coste.

120
El valor otorgado se define como la importancia que se le da a realizar bien
una determinada tarea. El valor otorgado por un individuo a una tarea se define
como el grado en el que la realización de ésta conlleva la confirmación o rechazo
de los aspectos centrales del autoesquema de ese individuo; es decir, el valor
asignado a una actividad estaría en función de la vinculación de esa actividad
con la propia imagen; de ahí que se establezca una relación desde las metas y
autoesquemas hacia el valor de la tarea. Por ejemplo, si el éxito en matemáticas
es importante para el individuo porque su autoconcepto académico es muy
relevante, entonces las clases de matemáticas pueden tener un alto valor de
logro para él, de tal forma que la importancia de una determinada tarea debería
tener fuertes consecuencias para el compromiso de los estudiantes con esa
tarea o con ese ámbito.
El interés o valor intrínseco puede ser definido como la satisfacción que
obtienen los individuos de su actuación o del desarrollo de una actividad, o el
interés subjetivo que tienen en una materia o ámbito. Conceptualmente,
podemos también diferenciar entre un interés situacional que vendría elicitado
por los diferentes aspectos de las situaciones, tales como la novedad o la
intensidad y/o por la presencia de otros significativos, y el interés por el tópico
concreto. El interés por el tópico se refiere a las preferencias, relativamente
estables, que muestran los estudiantes por determinadas materias, tareas o
contextos. Como sabemos, cuando los estudiantes realizan tareas o actividades
que ellos valoran intrínsecamente, su compromiso y su actuación en las mismas
mejora considerablemente. De hecho, se ha encontrado que la comprensión de
textos por parte de los estudiantes resultaba ser más profunda cuando el texto
era interesante que cuando no lo era.
El valor de utilidad es la forma en que la tarea se relaciona con las metas
futuras, tales como las metas de los estudios superiores o las metas sociales. Se
define como la medida en que una tarea resulta instrumental para alcanzar una
meta futura. Un estudiante puede querer realizar algunas tareas porque son
importantes para sus metas futuras, incluso aunque no esté interesado
particularmente en esa tarea. De hecho, los estudiantes asisten con frecuencia a
clases que no les atraen excesivamente, pero que necesitan para lograr
objetivos que les resultan importantes o interesantes como, por ejemplo,
conseguir un buen expediente.
Finalmente, Eccles y sus colegas también incluyeron el coste del compromiso
en las diferentes tareas. Los autores conceptualizaron el coste en términos de
todos los aspectos negativos que implicaba el compromiso con la tarea. Entre
estas contrapartidas se incluyen los estados emocionales negativos anticipados
(por ejemplo, ansiedad y miedo tanto al fracaso como al éxito), al igual que la
cantidad de esfuerzo que sería necesario para tener éxito en las distintas tareas
o actividades. El coste de implicarse en las diferentes tareas no ha recibido tanta

121
atención empírica como los otros componentes del valor, pero este aspecto
probablemente tenga importantes implicaciones para la autorregulación por
parte del estudiante de los resultados de aprendizaje, concretamente en la
cantidad de esfuerzo que los estudiantes están dispuestos a invertir.
Se asume que estos cuatro componentes del valor de la tarea operan juntos
para determinar el valor que una tarea académica puede tener para el
estudiante, asumiendo así que la motivación funciona conforme a un modelo
racional de toma de decisiones, —algo que se sostiene tanto en los modelos de
expecativa-valor como en la teorías de metas—. De este modo, en la medida en
que el docente puede evidenciar el valor de logro, intrínseco, instrumental y
también el coste, de las actividades y contenidos académicos incrementará el
rendimiento de su estudiante, pero sobre todo se estará asegurando de que sus
estudiantes querrán seguir aprendiendo sobre esos contenidos en el futuro.
La propuesta instruccional que se sugiere en este sentido trata de hacer
conscientes a los estudiantes de la incidencia que tiene el valor concedido a las
tareas académicas, a las diferentes asignaturas y a los estudios en general,
sobre los objetivos que se plantean y, en consecuencia, en el modo en que los
abordan. Es por ello que se proponen el planteamiento de actividades
instruccionales similares a las siguientes:

En la misma línea, se sugiere que el profesor elabore con los alumnos fichas
motivacionales para cada tema, similares a las siguientes:

122
En estas fichas motivacionales, además del título del tema, los objetivos del
mismo y una breve explicación del contenido, también se trabaja directamente
el valor del tema. Explicarlo hace referencia a la presentación de su utilidad para
el desarrollo profesional futuro, respecto a otros contenidos temáticos
relacionados, como instrumentalmente valioso, respecto a la formación básica
como individuo o para la vida diaria, etc.
Siempre que sea posible, se sugiere aproximar el tema al alumno,
presentando esquemas sencillos que relacionen el contenido del mismo con
otros contenidos anteriores y/o con situaciones reales o supuestas que pongan
de manifiesto la utilidad del contenido que se va a estudiar. Para ello, el docente
puede cubrir con sus alumnos fichas similares a la siguiente:

123
2.3. ACTIVIDADES INSTRUCCIONALES PARA
MEJORAR LA ADECUACIÓN DE LAS METAS DE
LOGRO
El docente debe llegar a asumir la existencia de diversas combinaciones de
múltiples motivos con objeto de partir de los motivos reales de sus alumnos y
comprometerse a trabajar en la zona de desarrollo próximo motivacional de sus
aprendices. Si bien es verdad que algunos motivos son más deseables que
otros, no todos los estudiantes tienen por qué seguir necesariamente la misma
trayectoria motivacional en el aula para lograr el aprendizaje y el éxito
académico. De hecho, la investigación ha sugerido, por ejemplo, una evolución
en la evocación de razones de rendimiento o ego-centradas y la evocación de
razones de dominio en la universidad en el sentido que puede observarse en la
figura que se presenta a continuación:

Así, cuando los estudiantes de los primeros cursos perciben dificultades para
sostener su compromiso con el estudio, podrían tratar de rememorar la
importancia de las calificaciones, de obtener un buen expediente y de destacar,
mientras que los estudiantes de últimos cursos podrían optar en mayor medida
por animarse, pensando en dominar la materia y aprender todo lo que sea
posible para mantenerse centrado en el estudio.

124
Es posible que cuando los estudiantes comienzan su andadura universitaria
estén más orientados a la obtención de un título que les permita acceder a un
determinado puesto de trabajo o campo profesional y/o a ciertas formas de
reconocimiento social que se interpretan en función de un buen expediente
académico y podría no existir una clara conciencia de la relevancia de los
contenidos académicos y su aplicación a ese objetivo. A medida que el
estudiante avanza en su carrera, podría ampliar su repertorio de motivos e
interpretar el dominio y el aprendizaje de los contenidos académicos de la
titulación como el medio de progreso hacia el desarrollo personal y profesional.
Que el profesor sea capaz de adaptar sus actividades académicas a los múltiples
itinerarios motivacionales de los alumnos es una de las claves para garantizar
unos buenos resultados desde el punto de vista motivacional.
Considerando que los diferentes tipos de metas que persiguen los estudiantes
son importantes porque favorecen patrones motivacionales cualitativamente
diferentes y contribuyen a la autorregulación deliberada de las tareas
académicas, el trabajo motivacional en ese punto debería dirigirse a la
identificación de las metas de logro de sus estudiantes, a trabajar sobre el
ajuste de esas metas y combinaciones de metas a los diferentes contextos y al
desarrollo de estrategias que permitan una adecuada formulación de las metas.
En este sentido, se sugiere el planteamiento de actividades destinadas a
fomentar la formulación de metas realistas —en el sentido de que deben ser
alcanzables—, específicas —lo más concretas posibles— y temporales —con un
determinado plazo de consecución—. Con objeto de trabajar sobre estos
aspectos, se ejemplifican dos actividades tipo:

125
126
En la primera actividad se trata de ayudar al alumno a descubrir qué es lo que
los profesores esperan de ellos y, a partir de ahí, articular sus propias metas y
su plan de trabajo. El propósito es que los alumnos tomen conciencia de la
necesidad de coordinar y ajustar sus intereses y razones personales a las
demandas del aula. La segunda de las actividades sugeridas va dirigida a
potenciar en el estudiante el planteamiento de metas realistas y alcanzables.

127
Con el objeto de conocer los principales tipos de metas académicas que
persiguen los estudiantes e identificar las metas académicas que adopta cada
uno de manera predominante en situaciones de logro, se ejemplifican dos
actividades tipo:

128
En la actividad 3 se trata de averiguar qué tipo de meta sería la que mejor
definiría a una serie de estudiantes hipotéticos y en la 4 se pretende introducir
la idea de que en las diferentes asignaturas o tareas académicas a las que
deben hacer frente diariamente como estudiantes, pueden estar proponiéndose
distintas metas, tales como adquirir ciertas habilidades y conocimientos,
terminar la tarea, obtener una buena nota, satisfacer su curiosidad…
Actividades similares a esta nos permitirán introducir la idea de que no es
habitual encontrarse con estudiantes «puramente» o exclusivamente
preocupados por aprender, por destacar o por evitar el fracaso y consignar el
hecho de que probablemente, para tener éxito académico es preciso ser capaz
de coordinar diferentes tipos de razones en función de las distintas tareas o
materias, de las propias características personales o de las situaciones. La
investigación motivacional deberá profundizar en los próximos años en estos
múltiples caminos y en cómo el profesor puede ajustarse eficazmente a ellos.

129
3
ESTRATEGIAS Y RECURSOS
INSTRUCCIONALES PARA
PROMOVER CREENCIAS
Y EXPECTATIVAS POSITIVAS

La promoción de creencias y expectativas positivas pasa por intentar que los


estudiantes sean conscientes de cómo funciona su autoconcepto, su autoestima
y su autoeficacia percibida y que vayan adquiriendo las competencias necesarias
para una mejor gestión de estos recursos motivacionales relativos a sus
autopercepciones y creencias. En consecuencia, las propuestas instruccionales
que se desarrollen deberán estar vinculadas al grado de confianza que el
estudiante tiene en sí mismo, en sus capacidades, en sus posibilidades y en sus
recursos para enfrentarse con ciertas garantías de éxito a una materia, tarea o
actividad académica.
Específicamente, se establecen como propósitos instruccionales: mejorar el
conocimiento de uno mismo, especialmente en el ámbito académico; identificar
y modificar juicios no realistas de autoeficacia, fomentar las creencias de que la
competencia o capacidad para aprender es un aspecto cambiante y modificable
y favorecer el mantenimiento de una perspectiva optimista y positiva en relación
a la conducta académica.

130
3.1. LA CONVERSACIÓN INSTRUCCIONAL
DIRIGIDA A PROMOVER CREENCIAS Y
EXPECTATIVAS POSITIVAS
Una de las más relevantes implicaciones de los planteamientos vygotskianos en
el marco de la enseñanza es que el aprendizaje y la comprensión requieren de la
interacción y, específicamente, de la conversación. Así, los estudiantes
necesitan, por una parte, enfrentar problemas localizados en su zona de desa-
rrollo próximo y, por otra, recibir el andamiaje que le proporciona la interacción
con el instructor —u otro estudiante—. Precisamente, las conversaciones
instruccionales harían factible estas oportunidades.
El primer objetivo de la conversación instruccional es lograr que todos los
estudiantes participen en una discusión significativa, de manera que el docente
pueda guiar y ayudar en el establecimiento de los conocimientos propios. Estas
conversaciones pueden emplearse en la promoción de cualquier tipo de
aprendizaje y estar específicamente dirigidas a promocionar el reconocimiento
de las creencias personales sobre autoeficacia, controlabilidad, autonomía, etc.,
y a desarrollar un patrón de creencias autorreferidas que ayude a optimizar
dichas creencias.
La conversación instruccional, en este caso versará sobre las creencias y
expectativas del estudiante y dispondrá de un plan general para su desarrollo,
incluyendo la forma de dividir la actividad o el debate para permitir una
exploración óptima de estas creencias. Partiendo de este conocido esquema,
desde el campo motivacional se propone desarrollar con el alumno
conversaciones progresivas sobre temas como:
1. Actividades que les gustarían realizar, actividades en las que se sienten
más competentes y sobre las características que mejor los definen.
2. Las habilidades y virtudes que se aprecian en los demás compañeros,
sobre lo que siente con las descripciones que hacen los demás sobre uno
y sobre si lo que piensan los demás coincide con la imagen que uno tiene
de sí mismo.
3. Lo que más les gusta y lo que más les disgusta de sí mismos, las formas
de cambiar las cosas negativas.
4. Los diferentes roles que desempeñan (hijo, nieto, hermano, amigo, etc.)
y específicamente sobre su rol como estudiantes.

131
Para un adecuado desarrollo de la conversación instruccional debemos
compartir con el estudiante: (a) una idea del autoconcepto como el conjunto de
percepciones que una persona tiene sobre sí misma formadas a través de la
interpretación de la propia experiencia y del ambiente, que están influidas, de
manera especial, por los refuerzos y el feedback de los otros significativos, así
como por los propios mecanismos cognitivos tales como las atribuciones o
explicaciones causales; (b) que el autoconcepto operativo, integrado porel
conjunto de percepciones de sí mismos y de sus capacidades, así como la
valoración que hacen de cada una de ellas en un momento dado, influye en el
modo de percibir, interpretar, evaluar y actuar en el contextos académico y (c)
que sólo a través de este conocimiento de uno mismo será posible modificar
aquellos aspectos que están incidiendo negativamente sobre los aprendizajes y
los logros académicos en el presente y sus aspiraciones futuras (posible selves).
De este modo, se propone trabajar con los participantes diversas actividades
en las que no sólo se les ofrezca la oportunidad de reflexionar sobre la «teoría»
que cada uno mantiene respecto de sí mismo, sino también y, especialmente, de
recibir feedback de sus otros significativos y analizar su grado de coincidencia e
incidencia sobre la propia identidad y estima.
La conversación instruccional puede también estar específicamente dirigida
hacia la gestión y el control intencional de sus propias creencias de autoeficacia.
Considerando que existen diversas fuentes a través de las cuales el estudiante
podría conformar sus percepciones de autoeficacia (rendimiento anterior,
experiencias vicarias, feedback social y estados fisiológicos y afectivos), habría
diferentes modos de influir sobre la autoeficacia percibida para la actividad
académica.
Así, por ejemplo, puede emplearse la reflexión sobre logros pasados, la
reestructuración cognitiva y el entrenamiento en autoinstrucciones de
afrontamiento como tres posibilidades a las que recurrir en aquellas situaciones
en las que se dude de la capacidad para hacer frente a las demandas. En este
caso, con el propósito de tomar conciencia de los niveles de autoeficacia y
contribuir a fundamentar el desarrollo de sentimientos positivos de competencia,
se sugieren actividades de reestructuración cognitiva y de entrenamiento en
autoinstrucciones similares a las siguientes:

132
133
134
El docente que emplea la conversación instruccional puede introducir la
enseñanza directa o explícita en torno a las destrezas, el contenido y
cualesquiera otros recursos —por ejemplo, guías o pautas de pensamiento, para
argumentar o posicionarse— que estime necesarios para posibilitar al estudiante
conocer y revisar las creencias autorreferidas. La conversación instruccional
deberá en todo caso promover formas cada vez más complejas de expresión
que estimulen y optimicen las contribuciones de los estudiantes —en forma de,
por ejemplo, preguntas, solicitud de aclaraciones, replanteamientos, invitaciones
para ampliar algún aspecto, pausas...—.

135
4
LA INTEGRACIÓN
EN EL CURRÍCULO
DE LA GESTIÓN EMOCIONAL

Posiblemente, el primer aspecto que se deba considerar en el desarrollo de


estrategias instruccionales para conseguir el control de las emociones
desagradables, sea atender a los pensamientos distorsionados que los
estudiantes pueden estar activando de un modo prácticamente automático. La
secuencia de la intervención podría seguir un esquema en cuatro pasos del tipo:
(1) nombrar la emoción, (2) describir la situación o suceso, (3) identificar las
distorsiones y (4) eliminar éstas.
Para identificar este tipo de pensamientos automáticos en el aula, debemos
ayudar al sujeto a reconocer los pensamientos asociados a las emociones y a
reconocer que son estos los que acaban creando y sosteniendo aquellas
emociones. Los recursos más habituales para la intervención sobre estos
pensamientos son los autorregistros.
Una vez logrado, el individuo estará en disposición de reducir la frecuencia de
las emociones negativas, analizando la veracidad de esos pensamientos que las
sostienen. La intervención sobre los pensamientos deformados consiste en
lograr una descripción objetiva de la situación, identificar las distorsiones
empleadas para interpretarlo y eliminar las mismas modificándolas mediante
razonamientos lógicos que permitan descubrir las distorsiones potenciales y
reestructurar los pensamientos.
Tal y como puede observarse, desarrollar la propia inteligencia emocional
requiere armonizar lo emocional y lo cognitivo, relacionar y retroalimentar estas

136
dos partes que constituyen la inteligencia humana. El núcleo de un desarrollo
emocional adaptativo radica en saber coordinar lo emocional y lo cognitivo, en
gestionar adecuadamente nuestras emociones a la luz de la razón y en gestionar
esas emociones canalizándolas del modo más apropiado para que influyan
positivamente en nuestros pensamientos y acciones.
Llegar a comprender los factores asociados a una gestión emocional efectiva y
no efectiva seguramente supondrá un avance importante en la explicación del
aprendizaje y el rendimiento de los estudiantes. Son muchos los esfuerzos
teóricos que se han desplegado en el intento de dar cuenta de los factores
cognitivos que llevan al compromiso con el estudio, sin embargo, se ha prestado
muy poca atención a los concomitantes emocionales del aprendizaje, y hoy
todavía no sabemos mucho sobre cuáles son los atributos emocionales
asociados con un compromiso efectivo y con el compromiso no eficaz.
De todas formas, sí sabemos que en la escuela los estudiantes, con
frecuencia, perciben las actividades como poco satisfactorias y un buen número
de estas actividades académicas se vinculan con baja afectividad positiva o
directamente con emociones negativas —ansiedad, aburrimiento, tristeza,
estrés...—; y, a pesar de ello, los estudiantes se implican en esas actividades y
estudian esas materias. Estas actividades, posiblemente consideradas
obligaciones, sacan a la luz una serie de cuestiones importantes: ¿podemos
ayudar a los estudiantes a regular sus comportamientos en actividades en las
que perciben que están obligados a trabajar en ausencia de interés y
satisfacción?
Higgins (1987) consideró que sentirse obligado puede acarrear el desarrollo
de diferentes mecanismos preventivos fundamentados en la evitación del
fracaso y parcialmente derivados del castigo. Esto es, un estudiante con un
elevado sentido del deber podría tratar de evitar experiencias aversivas o
«peligrosas» de cara a experimentar aprobación más que desaprobación de los
demás y, por tanto, funcionaría tratando de alcanzar un estado deseado, pero, a
la vez, tratando evitar uno indeseado. Así, un fuerte sentimiento de obligación
podría relacionarse negativamente con la afectividad positiva y positivamente
con la evitación de la tarea, la evitación del rendimiento y la afectividad
negativa. Concretamente, el fracaso repetido para rendir de acuerdo con las
expectativas de los demás puede incrementar la ansiedad del individuo y este
desasosiego podría manifestarse en un marco regulatorio de evitación —
evitación de tareas, retirada de esfuerzo, distintas formas de self-handicapping...
—.
Esta cuestión nos remite al análisis de los concomitantes emocionales de ese
compromiso y cómo se relacionan esas emociones con el compromiso del
estudiante. En este punto, entra en juego la importancia de reconocer y

137
diferenciar las explicaciones que damos ante lo que nos ocurre, porque en
función de la dimensión causal de la atribución elaborada ante un determinado
resultado, se desarrollarán reacciones afectivas diferenciadas.

138
Si efectivamente estamos de acuerdo en que sentimos lo que sentimos
porque pensamos lo que pensamos, ¿cómo debemos pensar para sentirnos
mejor? Con el fin de superar este problema y mejorar la motivación de los
alumnos, Weiner (2000) plantea la necesidad de enseñarles a atribuir tanto
éxitos como fracasos al esfuerzo (causa interna, inestable y controlable) y al uso
adecuado o inadecuado de estrategias de aprendizaje.
Cuando una persona considera que las cosas le van bien porque es una
persona capaz, estaremos ante alguien con gran confianza en sí mismo,
orgulloso y satisfecho. Orgullo y satisfacción son emociones que también
tenemos cuando reconocemos que lo que logramos se debe a nuestra
dedicación y esfuerzo. Así que a la inversa, cuando creemos que las cosas nos
van mal porque no somos validos o capaces o porque no hemos luchado lo
suficiente, perdemos confianza en nosotros, nos sentimos incompetentes,
podemos llegar a sentir pena e incluso vergüenza porque no somos capaces o
nos sentiremos responsables y culpables si no nos hemos esforzado todo lo que
podíamos. En síntesis, cuando los factores que utilizamos para explicar lo que
nos ocurre son factores internos, personales, como nuestra capacidad o nuestro
esfuerzo, nuestro pensamiento estará afectando directamente a nuestros
sentimos de valía personal, de autoestima y de percepción de competencia.

139
En términos generales, la motivación del individuo se incrementa cuando
considera que sus éxitos se deben a factores internos y estables: «Creo que las
cosas me van bien en la vida porque soy una persona inteligente» o a factores
internos controlables: «Creo que esta vez las cosas me han ido bien porque me
he esforzado» y sus fracasos se explican según estos mismos factores internos
controlables: «No lo he conseguido porque no le he dedicado todo lo que podía»
o a factores externos poco estables: «Creo que las cosas me van mal porque he
tenido mala suerte». De este modo, logramos un individuo que disfruta de sus
éxitos, considera que existen muchas posibilidades de volver a lograrlos en el
futuro y eso le permite abordar con seguridad nuevos retos, pero además
entiende sus fracasos como superables, o bien se siente responsable de ellos,
viéndose capaz de prevenirlos en el futuro o eludiendo su responsabilidad sobre
ellos considerando que éstos no tienen por qué volver a producirse.
Por otro lado, la motivación disminuye en aquellos casos en los que realmente
creemos que nuestros éxitos se deben a factores externos incontrolables: «Creo
que lo he conseguido por puro azar, he tenido suerte» y nuestros fracasos a la
falta de capacidad, factor interno y estable pero poco controlable: «Creo que las
cosas me van mal porque no sirvo, no soy una persona capaz». De este modo,
no nos sentimos en la «obligación» de repetir nuestros éxitos y nos creemos
poco capaces de modificar o controlar las causas de nuestros fallos, con lo cual
nuestras expectativas para el futuro serán muy frágiles y nuestros sentimientos,
perniciosos. Esta alteración de los sentimientos de valía y autoestima no se da
del mismo modo cuando nuestras explicaciones no recurren a estos factores
internos. De hecho, si las explicaciones que damos a nuestros éxitos se centran
en lo que los demás han hecho por nosotros, seremos personas agradecidas; y
si la causa de nuestro fracaso es lo que los demás no han hecho por nosotros,
nuestros sentimientos serán de enfado, e incluso de ira o cólera, emociones
fundamentalmente sociales.
Cuando simplemente nos consideramos personas afortunadas o
desafortunadas, nuestros logros y fracasos serán fuentes de sorpresas. En
ambos casos, nuestro grado de responsabilidad se percibirá como bajo.
Lógicamente, esta percepción de baja responsabilidad puede ser
emocionalmente adaptativa en el supuesto del fracaso: parece mejor pensar
esto que creer que uno es culpable o incompetente, pero nos arriesgamos
también a no disfrutar de nuestros éxitos, nos privamos de sentimientos de
orgullo y nunca llegaremos a sentirnos realmente satisfechos.
¿Quienes serán las personas más seguras?, ¿quiénes tendrán menos dudas
sobre su futuro? Por razones diferentes, es posible que tanto los que creen que
sus éxitos se deben a su capacidad como aquellos que los atribuyen a su
responsabilidad y dedicación se sientan más seguros. En el primer caso, la causa
que utilizamos para explicar nuestros éxitos es una causa que, en buena lógica,

140
permanecerá más o menos estable en el tiempo, y en el segundo, la causa es
controlable, está en nuestra mano seguir volcándonos en resolver los próximos
retos. Sin embargo, cuando tratamos de explicar un fracaso personal, ¿cuáles
son las consecuencias de utilizar factores explicativos estables como la falta de
capacidad? ¿Y cuál será nuestra respuesta si creemos que han sido factores
controlables como la falta de esfuerzo lo que nos ha abocado al fracaso? ¿Cuál
es la mejor explicación para seguir adelante?
Existen una serie de factores instruccionales que apoyan y reducen la
autodeterminación del estudiante. Entre los que reducen la autodeterminación y,
por tanto, la motivación del aprendiz, se incluye el facilitar recompensas en
condiciones que se perciben como orientadas a controlar las conductas —
cuando recompensas la mera implicación en lugar del progreso, disminuimos las
posibilidades de autodeterminación—. Cuando utilizamos amenazas y plazos de
entrega, se puede reducir también la autodeterminación, dado que el estudiante
puede entender que está trabajando para el profesor y no por él, por su propio
interés. Por esta misma razón, la excesiva evaluación y vigilancia hace que
disminuya la autodeterminación y, con ello, la motivación intrínseca y el propio
interés.
Cuando permitimos y enseñamos a los individuos a plantearse metas realistas,
haciendo que ellos analicen su propia motivación, elijan las dificultades relativas
de las tareas, y en la medida que les damos la posibilidad de implementar algún
tipo de autoevaluación, incrementamos las conductas propias de los individuos
que se perciben origen, logramos mantener ese comportamiento, reducimos los
retrasos individuales y el absentismo. Los estudiantes a los que se les
proporcionan medios y estructura para que puedan evaluar su propia situación
personal de partida, su competencia, su interés, sus propósitos, y a quienes se
les permite establecer metas y criterios para valorar sus propios progresos —
calendarios personales de trabajo—, incrementan su percepción de
autodeterminación.
Si pretendemos que los estudiantes a los que enseñamos se impliquen en sus
tareas, debemos ofrecerles diferentes posibilidades, decidiendo el abanico de
alternativas que se van a ofrecer, donde puedan elegir, pero orientando una
elección responsable, que implique un compromiso con el progreso individual y
logro final. Así que, en definitiva, es preciso desarrollar también la
responsabilidad personal; de hecho, el individuo, al tomar una decisión, se
compromete con sus consecuencias e implicaciones. Sin duda, una de las
mejoras formas de infundir responsabilidad es ayudar a los alumnos a enfatizar
el esfuerzo como causa de los resultados, a no culpar a otros de los mismos y a
no creer que la suerte, buena o mala, está detrás de éstos. A medida que ellos
experimentan el éxito en estas condiciones, desarrollarán un elevado sentido de
la autoeficacia y confiarán en su control sobre los logros.

141
De este modo, la cantidad de posibilidades de elección que se ofrece y el
hecho de proporcionar retroalimentación positiva que pueda alimentar la
percepción de competencia y autoeficacia mejorará el rendimiento del individuo
y, especialmente, la calidad de su trabajo, porque incidirá positivamente en su
sensación de autodeterminación, en su interés personal y en su motivación
intrínseca.

142
4.1. LA INTERROGACIÓN METAEMOCIONAL
Próxima a la conversación instruccional, podemos situar la interrogación
metacognitiva que ha sido ampliamente recogida en distintas propuestas para la
enseñanza de estrategias de aprendizaje y estudio. La interrogación
metacognitiva tiene como objetivo que durante la práctica guiada, el profesor
pueda ofrecer modelos de interrogación que faciliten la reflexión sobre
diferentes aspectos de su propio proceso de aprendizaje.
Específicamente, la interrogación metaemocional deberá plantearse con
objeto de favorecer el autocontrol emocional de la persona mediante el
reconocimiento de los afectos y emociones negativas y la facilitación de un
patrón emocional y afectivo más positivo y adecuado. La implementación de
esta estrategia instruccional puede llevarse a cabo a través de guías escritas en
las que se recopilan los interrogantes más relevantes para que el alumno se los
formule y, a través de sus propias decisiones, alcance los objetivos planteados.
Desde este planteamiento, el docente podría emplear guías para la gestión
emocional similares a las que se presentan a continuación:

143
Como es lógico, estos recursos para la interrogación metaemocional son de
tipo general y tienen por objeto favorecer una aproximación abierta y heurística
en el reconocimiento de las propias emociones.
Con el propósito de facilitar un patrón emocional y afectivo más positivo, el
trabajo metaemocional deberá dirigirse hacia la causación personal. Así, el
docente puede aproximarse al grado de integración del trabajo académico
observando la identificación gradual de sus estudiantes con argumentos como
los siguientes (Deci y Ryan, 2000):

144
De este modo, creencias similares a la 9 o la 10 serían indicativo de un
estudiante que potencialmente dedicará mayores esfuerzos al trabajo
académico, mientras que razones como la 1 o la 2 acabarán generando perfiles
afectivos más desadaptativos, sobre todo en situaciones competitivas.

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151
Índice
Créditos 3
Índice 4
¿Es necesario motivar enseñando? 6
¿Es posible motivar enseñando? 9
Parte I. LO QUE MUEVE AL ALUMNO A ESTUDIAR Y
18
APRENDER
1. El componente de valor de la motivación 23
1.1. La importancia de las necesidades humanas 25
1.1.1. Las necesidades, ¿nacen o se hacen? 27
1.1.2. La deficiencia de los modelos de necesidades 28
1.2. La motivación del individuo 30
1.2.1. Las metas personales 31
1.2.2. Estilos motivacionales del individuo 33
1.3. La motivación en el aula: análisis de los perfiles motivacionales de los
36
estudiantes
1.3.1. Razones de dominio y razones de rendimiento 39
1.3.2. Motivos sociales y motivos extrínsecos 53
2. El componente de expectativa de la motivación 63
2.1. Autoestima y percepción de competencia 65
2.1.1. Los modelos de expectativa-valor 69
2.2. Desajustes de las creencias autorreferidas 75
3. Emociones y afectos en el aula: sus causas y sus consecuencias 81
3.1. Definición y caracterización de la emoción 82
3.2. Los componentes de una emoción 85
3.2.1. Las causas de las emociones 89
3.2.2. Las consecuencias de las emociones 93
3.3. La gestión preventiva de las emociones: mecanismos de autoprotección
95
de la valía
Parte II. LO QUE SE PUEDE HACER PARA DESPERTAR LA
MOTIVACIÓN DE LOS ESTUDIANTES MIENTRAS SE 104
ENSEÑA
1. Principios generales para la intervención en motivación 106
2. Estrategias y recursos instruccionales para optimizar el componente de valor 115

152
de la motivación 115

2.1. Estrategias instruccionales para incrementar la motivación intrínseca


116
en el aula
2.2. Recursos instruccionales para incrementar el valor asignado a la tarea 120
2.3. Actividades instruccionales para mejorar la adecuación de las metas de
124
logro
3. Estrategias y recursos instruccionales para promover creencias y expectativas
130
positivas
3.1. La conversación instruccional dirigida a promover creencias y
131
expectativas positivas
4. La integración en el currículo de la gestión emocional 136
4.1. La interrogación metaemocional 143
Referencias 146

153

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