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Crisis del populismo y

alternativa socialista
Horacio Tarcus

utopías del sur


Año II, Nº 3, Buenos Aires, primavera 1989

Los números entre corchetes corresponden


a la paginación de la edición impresa.
[7]

para Alba

El perfil político que, en poco más de un mes, fue dibujándose ca-


da vez más nítidamente en el gobierno presidido por Carlos Saúl
Menem, sumió en el desconcierto no sólo a la mayor parte de los
observadores políticos, sino también a quienes lo acompañaron con su
voto o con su esfuerzo militante en su ingreso a la Casa Rosada. La
contundencia de las decisiones tomadas en materia de designación de
cargos públicos —el ministerio de Economía ofrecido al holding Bunge
& Born, el de Trabajo al ala “modernizadora” del sindicalismo; la car-
tera de Obras y Servicios Públicos puesta en manos de un abanderado
de la “reestructuración” del Estado...—; la magnitud del plan económi-
co puesto en marcha (shock “antinflacionario”, dolar alto, tarifazos,
caída salarial...), el alcance histórico de la ley de “reforma del Estado”,
así como las pintorescas declaraciones del Presidente en la inaugura-
ción de la muestra rural en pos de una “economía popular de merca-
do”, hablan por sí solos. La enorme distancia que separan estos hechos
del discurso y las prácticas populistas del peronismo clásico (y aún del
de los primeros setenta), se han constituido en estos días en un hecho
evidente.

Dispares fueron, de lodos modos, las reacciones que sucedieron al


estupor. Se intentó, desde diversos ángulos, salir de la perplejidad y dar
cuenta de esta transformación histórica. Se ensayaron explicaciones
a partir de la “traición”, o bien del “entorno”, del círculo áulico que

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aconsejaría perversamente a un Presidente “con buenas intenciones”.
Ninguna de ellas atiende en realidad a la complejidad de los procesos
sociales en juego, sino que se pierden en el subjetivismo de la teoría de
los “grandes hombres”, de cuyos rencores y pasiones dependerían los
vaivenes de la Historia (la “grandeza” de Perón, la “traición” de Me-
nem, las buenas o malas intenciones subjetivas de cada uno, las
pérfidas influencias de la “eminencia gris” de su entorno, ayer El Brujo
u hoy Rapanelli, etc.).

Una versión algo más sofisticada de esta concepción conspirativa


de la historia es la que explica la política económica y social en curso
como resultado de las presiones, la “infiltración” o la corrupción a que
inducen los poderosos lobbies empresarios. Aunque estas explica-
ciones atienden a mecanismos reales de influencia o presión, suelen
circunscribir se a un reducido escenario donde funcionarios políticos y
representantes de grandes grupos económicos se “reparten el poder”.
Más allá de que el poder no es una “cosa” que se reparte sino una
relación que se construye, esta versión oscurece la compleja trama de
relaciones entre clase dominante y poder político, entre dominación y
hegemonía. Interesan menos para el análisis crítico los secretos
mecanismos de “penetración” de un grupo económico en la “clase
política”, que las condiciones estructurales —económicas, sociales,
políticas, ideológicas— que hoy hacen posible bajo un gobierno
peronista que un ministerio clave como el de Economía sea otorgado al
holding B&B, hecho que hasta hace poco años era estructuralmente
imposible. No se trata de que los grandes grupos económicos hayan
mejorado sus técnicas de “penetración”, ni siquiera simplemente de
que haya crecido su poder económico–social, sino, fundamentalmente,

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de que se han producido profundas transformaciones de la totalidad de
la estructura económica, social y política del país, en la relación
Estado/sociedad, en los vínculos entre la clase dominante y el Estado.

A otro status explicativo aspiran quienes sostienen que la política


de “shock liberal” y su secuela de crisis social son el resultado inevita-
ble del “achicamiento del país”. Habiéndose reducido la “torta” —esto
es, el producto nacional— sostiene que ya no hay, al menos por ahora,
márgenes para las políticas redistributivas propias del populismo: la
“porción” para cada uno debe reducirse inexorablemente. Esta inter-
pretación se ubica en el extremo opuesto al subjetivismo de la teoría de
los “grandes hombres” y es tributaria, en cambio, de un determinismo
mecánico que reduce la totalidad social a dos determinaciones vincu-
ladas entre sí por una relación causa/efecto: crecimiento del producto
nacional = políticas redistributivas; reducción de la producción =
porciones menores en la distribución. Existen, sin embargo, numerosos
ejemplos históricos de políticas de distribución regresiva del ingreso en
condiciones de expansión económica, así como otros de distribución
progresiva en condiciones de crisis (y como salida a la crisis, como
veremos luego). Pero además, esta interpretación no sólo legitima, a
través de su seudodeterminismo, la política en curso de distribución de
la renta nacional, sino que oculta la totalidad del proceso de produc-
ción, del cual la distribución es sólo uno de sus momentos. Como
veremos luego, tanto la distribución regresiva operada desde 1976 a
nuestros días, como la progresiva propia del populismo, responden a
distintas estrategias dentro de dos ciclos históricos, claramente dife-
renciados. En el ciclo histórico populista, la ampliación del consumo
popular, la distribución de ingresos, no son meros actos de “justicia

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social” ni simples instrumentos de “demagogia” —como sostienen,
respectivamente, peronistas y liberal–conservadores—, sino expresio-
nes superestruturales de una modalidad de acumulación que pasa,
necesariamente, como condición de su reproducción, por la ampliación
del consumo personal (Vilas, 1981, 99). En el ciclo histórico abierto en
1976, en cambio, la distribución regresiva del ingreso, junto a otras
determinaciones como la apertura externa de la economía, la promo-
ción de exportaciones o el “achicamiento” del Estado, constituye el
punto de partida de otro régimen social de acumulación del capitalis-
mo argentino, de otra configuración social y política del país, de la
búsqueda de un nuevo lugar en la división internacional del trabajo. En
las páginas que siguen queremos esbozar los grandes rasgos de una
investigación en curso, cuya hipótesis central consiste, precisamente,
en que la sociedad populista —una totalidad social que implicó un
régimen social de acumulación, de relación entre las clases, de forma-
ción estatal, de ideología hegemónica— tuvo su última experiencia his-
tórica en 1973–74 bajo Perón–Gelbard y que, desde 1976 en adelante, en
el contexto de crisis del capitalismo mundial, comenzó a configurarse
una nueva totalidad social a medida que se desarticulaba la anterior, y
que hasta hoy conoce tres etapas sucesivas: la de la dictadura militar,
fundamentalmente bajo la gestión de José A. Martínez de Hoz; la de
Alfonsín–Sourroulle y, finalmente, la de Menem–Bunge & Born.

Queremos sostener que, entre la ley de reforma financiera impul-


sada por el equipo de Martínez de Hoz y la ley de “reforma del Estado”
que está aplicando el gobierno menemista, existe —a pesar de las
evidentes diferencias en el carácter de los gobiernos y de los regímenes
políticos— una misma lógica, una estrategia común, que responde a

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las necesidades actuales de reformulación de la acumulación del capital
y de dominación política en la Argentina.

Los tres grandes ciclos históricos de


la Argentina moderna

La Argentina moderna ha cumplido ya más de un siglo. Desde


1880, año clave, en que terminan de configurarse a través de un largo e
intrincado proceso un Estado, un mercado nacional y una estructura
de clases moderna, hasta el presente, pueden diseñarse tres grandes
ciclos históricos, tres configuraciones centrales, separados entre sí por
grandes mutaciones del conjunto de la estructura social por otras tres
“modernizaciones desde arriba” que les dieron origen1.

(a) La primera “modernización” implementada por el naciente


Estado argentino (que iba desde la construcción de obras de
infraestrutura como la red ferroviaria o el sistema sanitario, hasta la
laicización de la sociedad civil) dejaba definitivamente atrás a la
“sociedad tradicional” para hacer ingresar a la Argentina en el mundo
de las naciones modernas. Esta “modernización desde arriba”, que
busca adecuar al país como proveedor de materias primas agrícolo–
ganaderas dentro de la economía mundo–capitalista, configura el
primer ciclo histórico de la Argentina moderna que culminará en 1930.
Sus rasgos estructurales serán un capitalismo agrario basado en la
explotación extensiva de la tierra, una economía abierta orientada a la
exportación de materias primas, la renta diferencial de la tierra como
forma central de apropiación del excedente económico, una clase
dominante diversificada económicamente pero homogénea, una
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económicamente pero homogénea, una estratificación social y cultural
compleja, un proletariado y una pequeñoburguesía urbanos en soste-
nido crecimiento, especialmente vía inmigración europea, un sistema
de dominación política oligárquico–liberal (Sábato, 1987; Rock, 1977).

(b) El agotamiento intrínseco de este régimen social de acumula-


ción, basado en la explotación extensiva de la tierra, la crisis política
desatada cuando el control directo del Estado escapa de las manos de
la clase dominante (emergencia del radicalismo) y la crisis capitalista
mundial de 1929 ponen fin a la ilusión del progreso indefinido. Alrede-
dor de una nueva fecha clave, 1930, se cierra un ciclo histórico y, a
través de una nueva “modernización” impulsada desde el Estado
(Justo–Pinedo) se configura otro modelo basado ya en una progresiva
centralidad económica de la industria, que en un mercado protegido
comienza a sustituir importaciones, un Estado que [8] regula la eco-
nomía e interviene en el proceso mismo de acumulación del capital, un
proletariado urbano que —vía migraciones internas— muestra un
pujante crecimiento social y sindical. El pujante crecimiento social y
sindical. El nuevo modelo termina de configurarse entre 1943–46,
cuando el Estado interventor de Justo–Pinedo se transforma en el
Estado benefactor de Perón, y las poderosas organizaciones sindicales
pasan a integrar de modo irreversible el sistema de dominación
política. Finalmente, al patrón de acumulación iniciado en los treinta
alcanza su culminación con el patrón de distribución que incorpora el
peronismo. Un nuevo ciclo histórico, basado en una industrialización
sustitutiva que produce para un mercado interno semi–cerrado, un
Estado benefactor asediado por reclamos corporativos y regulador de
las relaciones entre el Capital y el Trabajo, una ideología populista,

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había quedado constituido irreversiblemente. Desde 1955, tras el
derrocamiento militar del gobierno peronista, se ensayaron distintas
variantes dentro del mismo régimen de acumulación: se dio mayor
peso a las inversiones de capital extranjeras, se pasó de una política de
industrialización sustitutiva liviana a otras de carácter más complejo,
se conocieron fases más “concentradoras” y otras más “distribu–
cionistas”; fases más “integradoras” y otras más “excluyentes”, pero
una nueva estrategia global no se conoció sino a partir de 1976.

(c) El agotamiento de la segunda etapa del modelo mercadointer-


nista de sustitución de importaciones, la crisis capitalista mundial de
1973–74 y el proyecto refundacional de la dictadura militar (vía el plan
de Martínez de Hoz) van a marcar el cierre de aquel ciclo histórico de
varias décadas para instalarnos en las puertas de otro. Un nuevo
intento “refundacional”, una nueva “modernización” desde arriba,
salvajemente autoritaria y excluyente, comenzó a implementarse desde
1976, comenzando a diseñar un nuevo ciclo histórico cuyos rasgos
todavía no pueden percibirse nítidamente, pero cuyas líneas maestras
lo van perfilando.

Tres ciclos históricos, tres totalidades sociales separadas entre sí


por procesos de crisis y recomposición, por rupturas que se piensan a
sí mismas como “modernizaciones” en la medida en que consideran
que dejan atrás modelos “tradicionales”, “obsoletos”, para trasponer el
umbral de los tiempos modernos, para reubicar a la nación en el
contexto internacional, para ponerla a la altura de las vertiginosas
transformaciones que vive el capitalismo a nivel mundial.

En efecto, los tres ciclos históricos del capitalismo argentino, así

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como las crisis y recomposiciones que los separan entre sí, se articulan
con los ciclos históricos del capitalismo mundial; sus crisis y sus
recomposiciones. El primero de ellos se articuló con (y fue posible en)
una prolongada fase expansiva del capitalismo mundial, caracterizada
por el pasaje del capitalismo de libre competencia a la fase imperialis-
ta. Esta expansión, resultado sobredeterminado de una revolución
tecnológica, la concertación monopolista del capital, la fusión del
capital bancario con el capital industrial, la exportación de capitales, el
reparto del mercado mundial por parte de un conjunto de naciones
imperialistas; implicó una determinada división internacional del
trabajo por la cual estas naciones industrializadas demandaban de las
naciones periféricas materias primas necesarias para el consumo,
productivo o improductivo, en sus propios mercados. Esta estructura
provocó un desarrollo complementario —aunque desigual— entre
naciones periféricas proveedoras de materias primas y naciones
centrales industrializadas. La explotación de una elevadísima renta
natural proveniente de la fertilidad de su suelo, colocó a la Argentina,
“granero del mundo”, entre las primeras, configurándose así la estruc-
tura económica, social y política peculiar de todo este ciclo, tal como la
describimos arriba.

A este ciclo largo expansivo le sucede otro, caracterizado por una


tasa de crecimiento más baja. El período que va de 1914 a 1940–45 fue
un ciclo de estancamiento de la producción capitalista, en el que se
sucedieron crisis económicas agudas (particularmente la de 1929), se
desarrollaron dos guerras mundiales, estallaron revoluciones y contra-
rrevoluciones. Un nuevo ciclo largo expansivo el del llamado “capita-
lismo tardío”, caracterizado por un Estado “ampliado” a las funciones

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de regulación e intervención directa en el proceso de acumulación
capitalista, así como a una política de asignación de recursos orientada
a la ampliación del consumo. Será el Estado benefactor que, a través de
la “regulación keynesiana” se orientará a la solventización de la
demanda y la ampliación del mercado, y que sentará las bases para una
nueva relación entre el Capital y el Trabajo, creando las condiciones
para una colaboración estrecha entre las burguesías en expansión y las
capas más favorecidas de un movimiento obrero cada vez más fortale-
cido.

La emergencia del capitalismo tardío en los países centrales estu-


vo acompañada por una nueva división internacional del trabajo en la
que los países periféricos, tras el dislocamiento del mercado mundial
durante las guerras mundiales y la crisis, comienzan a aparecer como
productores masivos de ciertos productos de industria ligera que
sustituyen a los importados. En el interior de la burguesía imperialista,
los intereses de aquellos que conciben la industrialización de estos
países como el refuerzo de un competidor potencial, chocan con los
intereses de los que la conciben sobre todo como la aparición de
clientes potenciales. Estos conflictos tienden a resolverse en beneficio
del segundo grupo, el de los grandes monopolios orientados hacia la
producción de bienes de equipo, e implican una redistribución de las
ganancias en el seno de la burguesía imperialista a expensas de los
antiguos sectores (Mandel, 1980, 98–99). El rubro dominante en la
exportación de capitales deja de ser el de los empréstitos públicos para
orientarse hacia las inversiones privadas de carácter productivo, al
mismo tiempo que Estados Unidos termina de desplazar a Gran
Bretaña del liderazgo imperialista.

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Con la crisis de 1973–74, se inicia otra prolongada fase depresiva,
a través de la cual se va produciendo un vasto proceso de reestructura-
ción de gran relieve y alcance. No se trata de una mera crisis de desa-
rrollo capitalista, sino una crisis en la forma de este desarrollo social,
de las formas políticas y económicas de regulación de un modelo
capitalista. “Se trata de la crisis de un modelo, la crisis del keynesia-
nismo, (...) la crisis del viejo concepto de trabajo, crisis de las institu-
ciones del mercado mundial, crisis del Welfare State” (Alvater, 1985).
Del mismo modo que en los años 1930–40, en los 1970–80 nos encon-
tramos ante el fin de un modelo histórico de acumulación basado en el
crecimiento de la ocupación, las reformas sociales, la ampliación del
Estado, las ideologías de la integración y el desarrollo...

La crisis capitalista a nivel internacional significa en los países


periféricos semi–industrializados el agotamiento del modelo basado en
la industrialización sustitutiva, el pleno empleo, el Estado benefactor y
el crecimiento (social, sindical, político) de la clase obrera, elementos
que constituyeron las condiciones de posibilidad de emergencia del
populismo en los años ‘30 y ‘40. La crisis y transfiguración de los
partidos populistas en América Latina (Löwy, 1987) no es otra cosa que
el correlato político de las transformaciones estructurales que vienen
sufriendo estos países desde los años ’70.

¿Adónde va el capitalismo argentino?

Si, como recuerda Alvater, “la crisis no es sino la agudización


dramática de la normalidad burguesa” (1978, 5), ella comporta, en

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consecuencia, una agudización del sustrato de esa normalidad, la lucha
de clases, la contradicción Capital/Trabajo, y de la forma de esa norma-
lidad, la competencia entre diversos capitales. Como señala Gilly, “la
crisis comporta una renovada agresividad del capital contra la fuerza
de trabajo y de cada capital contra los otros capitales para, a través de
los procesos concomitantes de desvalorización de la fuerza de trabajo y
desvalorización del capital, recuperar la tasa de ganancia y relanzar la
acumulación capitalista” (1981, 16).

Este proceso de agudización competitiva entre los distintos capi-


tales y de masiva agresión del Capital sobre el Trabajo, analizado por
Alvater, Mandel, Gilly y otros autores a nivel internacional, es el que
permite comprender el profundo proceso de crisis y recomposición del
capitalismo argentino iniciado a mediados de los años ‘70. Desde
entonces comienza a estructurarse en nuestro país un nuevo régimen
social de acumulación (sobre la decadencia del anterior), se inicia una
recomposición de las clases sociales y de las relaciones entre ellas, se
configura un nuevo poder económico a partir del predominio definiti-
vo de grupos nacionales y empresas extranjeras diversificados y/o
integrados, se vuelve “costoso” el antiguo Estado benefactor y comien-
zo el proceso de su “reestructuración” definitiva. Este nuevo modelo en
vías de configuración, que aún no constituye un verdadero sistema
hegemónico (esto es, que aún no ha logrado cerrar la prolongada crisis
política, construyendo una nueva hegemonía), es el resultado de un
triple proceso (Azpiazu, Basualdo, Khavisse, 1986):

(a) el agotamiento de la segunda etapa del modelo de sustitución


de importaciones;

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(b) la crisis capitalista mundial de 1973–74;

(c) el proyecto refundacional de la dictadura militar a través del


plan Martínez de Hoz.

El plan Perón–Gelbard (1973–74) constituyó el último proyecto


populista que intentó ensayarse durante el último tramo de la etapa de
sustitución de importaciones. El populismo tardío del plan mostró sus
límites dentro de un modelo que, como resultado de su propio desarro-
llo, había llegado a un elevado grado de trasnacionalización de la
economía (lo que entraba en contradicción con las condiciones de
producción industrial dentro de un mercado semi–cerrado), una crisis
fiscal permanente (que convertía al Estado benefactor en demasiado
“costoso” para el Capital) y había generado un poderoso proletariado
urbano, con un alto y complejo nivel de organización y contestación
frente al Capital. Simultáneamente, la emergencia de la crisis capitalis-
ta internacional hace fracasar el proyecto de Perón–Gelbard de diversi-
ficación de las inversiones extranjeras de carácter productivo, con el
fin de renegociar la dependencia sin romper con el modelo (Testa,
1975, De Riz, 1981), así como lleva a la súbita expansión de un mercado
financiero internacional —dada la sobreacumulación de capitales
propia de toda crisis capitalista— a [9] través del perverso mecanismo
de las inversiones especulativas y del masivo endeudamiento externo
(Schvarzer, 1983).

Finalmente, señalemos la emergencia de la dictadura militar que,


a través del llamada plan Martínez de Hoz, se propuso refundar
estructuralmente la sociedad argentina, tanto en términos económico–
sociales como políticos, consolidando un nuevo proyecto dominante

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(Schvarzer, 1983; Azpiazu y otros, 1986). Semejante objetivo precisaba,
en una primera etapa al menos, de un enorme poder represivo que
estuviera en condiciones de agredir una estructura social constituida a
lo largo de varias décadas. No se trató, simplemente, de pasar de una
variante de industrialización “distribucionista” a otra “concentradora”
de los ingresos —tal el caso de la denominada Revolución Argentina
bajo el plan Krieger—, sino de remover las propias bases económicas y
sociales de aquel modelo. No se buscó, simplemente, proscribir al
peronismo o atacar salvajemente a la vanguardia obrera, sino privar
tanto al populismo como al movimiento obrero organizado de la
propia base material en que se asentaban (Villarreal, 1985).

Aprovechando la situación de “tierra arrasada” que provoca toda


crisis, así como una larga permanencia en el poder, esta alianza entre el
nuevo poder económico y el poder militar apuntó a transformaciones
estructurales de la sociedad argentina, que se convirtieran en un punto
de partida irreversible para los próximos gobiernos constitucionales
que accedieran a la Casa Rosada. No se trata, entonces, de la mera
“traición” de la gestión de Alfonsín o de Menem con respecto a sus
tradiciones históricas o sus plataformas electorales, sino de regímenes
democráticos débiles, altamente condicionados, que se encuentran
ante un curso de violenta recomposición de la sociedad argentina que
no deja márgenes para “reformismos” de ninguna índole.

Es así que desde mediados de los 70 hasta hoy vernos operarse un


triple proceso: una reestructuración económica del capitalismo argen-
tino (y el esbozo de una nueva integración al mercado mundial), una
reestructuración política a través de la relación Estado/sociedad y,

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finalmente, una reestructuración social en la relación Capital/Trabajo.

A partir de la estrategia diseñada por el plan Martínez de Hoz se


recurre a una apertura de la economía que termina por romper defini-
tivamente con el modelo sustituista semi–cerrado, a través de la
reducción de aranceles que gravaban los bienes importados, la mani-
pulación del tipo de cambio y de las tasas de interés por medio de un
sistema financiero que pasa a ser, junto al Estado y más allá del Estado,
el principal reasignador de recursos externos e internos (Schvarzer,
1983; Azpiazu y otros, 1986). Tras la imagen de mera “decadencia de un
régimen social de acumulación” (Nun, 1985) o aún de una “desin-
dustrialización” de la economía (Ferrer y otros) sin alternativas via-
bles, la emergencia a fines de la década del ochenta de un sector
industrial exportador parece avanzar en la definición de un nuevo
régimen social de acumulación. Se trata de grandes empresas, pertene-
cientes muchas de ellas a los grandes grupos económicos, que al
enfrentarse en estos años a una demanda interna, fuertemente contraí-
da por la crisis y el consiguiente achicamiento del mercado interno,
disponían de una capacidad excedente que sólo podían canalizar en el
mercado mundial. Fue así que comenzó un ensayo exportador de
ciertos bienes industriales (agroindustrias, química, industrias metáli-
cas básicas, etc.) que fue tomando fuerza a lo largo de los ochenta
(Schvarzer, 1989).

La reestructuración de las relaciones Estado/sociedad también


comenzaron bajo el proceso militar, continuaron con la gestión
alfonsinista y parecen terminar de configurarse con el menemismo. Se
trata de la mentada “racionalización del Estado”, que no significa un

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mero “achicamiento” del mismo, sino el desmantelamiento de las
instituciones y funciones del Estado benefactor, cuya crisis fiscal
permanente lo había vuelto “costoso” para las nuevas condiciones de
acumulación y dominación del capital. En este proceso convergen las
privatizaciones de empresas públicas, la colocación de las restantes
bajo la égida de grandes grupos económicos (es decir, su subordina-
ción a la racionalidad del capital privado por encima de la del capital
estatal), la reducción del personal del Estado, el achicamiento de la
protección y la seguridad social, así como el reforzamiento de sus
funciones y aparatos de control y represión.

Finalmente, el éxito de todas estas políticas reestructuradoras tie-


nen una condición ineludible: reestructurar también las relaciones
históricas entre Capital y Trabajo (Gilly, 1987, 3). La crisis y reestructu-
ración capitalista provocaron un proceso de profunda recomposición
en el mundo del trabajo (proletarización de sectores medios, dis-
minución del peso específico de la clase obrera industrial dentro del
conjunto de los asalariados, pauperización, marginalidad, etc.) (Iñigo
Carrera–Fodestá, 1985). Las grandes líneas estratégicas impuestas por
las nuevas condiciones de acumulación y dominación apuntan desde
1976 a desmantelar una compleja malla de instituciones conquistadas
históricamente a lo largo de décadas por el proletariado argentino,
aprovechando la debilidad y el desconcierto propios de toda etapa de
recomposición profunda. Las fuerzas del Capital apuntan a disminuir
el peso social de los trabajadores, asentado en una estrecha red de
solidaridad interna, a la que se busca disolver por diversos medios: (a)
favorecer la diferenciación salarial dentro de cada rama y entre ramas
económicas y aumentar la dependencia del salario con relación al

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rendimiento individual; (b) consolidar una tasa estable de desocupa-
ción estructural; (c) asociar, con una movilidad salarial ascendente, a
un sector de los asalariados a la expansión del capital, a costa del
estancamiento o la declinación del salario y la protección social del
conjunto de los trabajadores; (d) asociar a través de leyes y los contra-
tos a los trabajadores al “éxito” de su propia empresa, antes que a la
solidaridad con su sector social (Gilly, 1987, 3).

Se trata, por otra parte, de recuperar para el capital el pleno con-


trol del espacio fabril–productivo a través de: (a) la “flexibilización” del
uso de la fuerza de trabajo (contratos temporarios, traslados descono-
cimiento de categorías, uso polivalente del trabajador, etc.); (b) intensi
ficación de los ritmos de trabajo; (c) introducción de nuevas tecnologí-
as que reorganizan la base del proceso de trabajo y dan “racionalidad
objetiva” a los puntos precedentes; (d) descalificación de oficios (con
pérdida de conquistas) y recalificación de otros (sin conquistas equiva-
lentes, salvo eventualmente en el plano salarial) (Gilly, 1987, 3).

Todas estas políticas parciales, sectoriales, relativas a distintas es-


feras de todo social, provenientes de gobierno; de muy distinto signo
político, parecer configurar —con sus marchas y contra marchas, sus
ofensivas y sus resistencias— un nuevo perfil de la sociedad argentina.
Una economía abierta y orientada a la exportación de bienes tradicio-
nales y no tradicionales, un poderoso mercado financiero, un Estado
“achicado”, un mercado interno reducido, parecen ser algunos de los
elementos constitutivos de un nuevo régimen social de acumulación.
Una nueva alianza entre los grupos económicos y las empresa; extran-
jeras diversificadas y/o integrada; con el Estado parece corresponderse

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cor un nuevo modelo de crecimiento económico que deja afuera a más
de la mitad de la población.

Como ha señalado recientemente Schvarzer, el sector agrario ar-


gentino puede producir 30 o 40% más de granos y oleaginosas que el
año anterior cor una demanda mínima, si no nula, de mano de obra; el
sector petrolero puede desarrollarse con una demanda ínfima de
personal; hay grandes proyectos petroquímicas que requieren grandes
inversiones de capital pero que sólo ocupan entre 100 y 200 personas...
Por lo tanto, hay sectores que pueden dinamizar el crecimiento eco-
nómico (agro–industria, alimentos, química, derivados del petróleo,
etc.) pero que no garantizan de ninguna manera demanda de empleo ni
proceso de redistribución del ingreso (Página/12, 6–7–89). La salida
capitalista a la crisis parece ser la de una sociedad dual que buscaría
dividir al proletariado actual en dos grupos antagónicos: los que
continúan participando en el proceso de producción (con una tenden-
cia a la reducción de salarios) y aquellos que estando excluidos de este
proceso, sobreviven por medios que no son la venta de su fuerza de
trabajo a los capitalistas o al Estado: asistencia social, cuentapropismo,
vuelta al trabajo doméstico para las mujeres, marginalidad en ghettos
urbanos que concentran a desocupados, bandas de jóvenes parados,
becarios indefinidos para realizar estudios sin fin, etc.). Una forma
transitoria de marginalización se encuentra en el trabajo “precario”, a
“tiempo parcial”, el trabajo en “negro”, etc., que afecta especialmente a
las mujeres, los jóvenes, los inmigrantes, etc., pero también a ex–
ocupados en el proceso de producción (v Mandel, Gorz, etc.).

Los grandes sindicatos de masas, una poderosa central única de

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trabajadores, una ideología gremial conservadora pero fuertemente
confrontativa e impugnadora, no tienen espacio dentro de la “moder-
nización” en curso. La ofensiva comenzó bajo la dictadura militar con
métodos represivos, continuó con métodos políticos bajo la gestión
alfonsinista a través de diversos intentos (del proyecto Mucci al de
Barrionuevo) y persiste hoy con el embate de Menem–Triaca sobre el
ubaldinismo.

Se hace evidente, entonces, el carácter excluyente y autoritario de


esta tercera “modernización”: un virtual crecimiento económico
implementado con enormes costos sociales, a través de la imple–
mentación de un verdadero “apartheid socio–económico” a expensas
de las conquistas históricas y de la solidaridad masiva de la clase
trabajadora. Se trata, además, de una “modernización” restringida en
el plano político a la “racionalización del Estado”. El reforzamiento
creciente del poder corporativo a expensas del sistema de representa-
ción a través de los partidos políticos, parece señalar el fin de la
“modernización política” pregonada por el Alfonsín de Parque Norte y
sus intelectuales “orgánicos”. El proceso en curso no sólo sepultó los
sueños revolucionarios de los ‘60 y 70; parece haber concluido también
con las más módicas aspiraciones democráticas de los primeros ‘80.

Conclusión: crisis del populismo y


alternativa socialista

Las ideologías populistas y socialistas asisten estupefactas al re-


nacimiento del neoliberalismo. La ideología liberal–conservadora que

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sostenía el Individuo Posesivo frente a la Comunidad Organizada, la
libre regulación del mercado frente a las políticas de regulación estatal,
la economía privada ante las empresas del Estado, la reducción del
gasto público contra el Estado benefactor, permaneció marginada
durante el auge de la sociedad populista. Pero su eclipse no era más
que una postergación: volvería, con la crisis de esta sociedad, a cobrar
su revancha. El agotamiento a que había llegado el modelo populista
proporcionó al neoliberalismo la ocasión para emprender la gran
ofensiva ideológica que tiene por temas el fin del estatismo y la econo-
[10]mía capitalista de mercado como salida a la crisis. Ha sido la
“modernización” capitalista en curso la que sentó las bases materiales
para su renacimiento.

Pero la ofensiva liberal —y esto es lo más grave— no sólo ha


herido de muerte al populismo, sino a todas las tradiciones del socia-
lismo comprometidas, de una u otra forma, con la ideología populista.
La imagen recurrente que el neoliberalismo hizo del socialismo como
versión extrema del populismo, se corresponde con la imagen que
cierta izquierda propició de sí misma. Buscando afanosamente un atajo
para su encuentro con las masas, la izquierda argentina intentó (con
más audacia unas corrientes, con más demora otras) no sólo “popula-
rizar” su discurso, sino articularse como ala izquierda de la sociedad
populista. A partir de los años ‘40, sacudida por la súbita emergencia
del peronismo, la propia izquierda comienza a repensar la estrategia
socialista para entenderla como consumación final del nacionalismo, el
estatismo y el obrerismo populistas.

Así, muchas corrientes de la izquierda vernácula fueron abando-

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nando y relegando el discurso y la práctica del internacionalismo
proletario, entendiendo que la nueva táctica adecuada consistía en
“correr por izquierda” el nacionalismo antimperialista del populismo.
No había que enfrentarlo “abstractamente”, según modelos “foráneos”,
sino apoyarlo y superarlo, la lucha antimperialista devendría, por su
propia dinámica, anti–capitalista. Casi todas las corrientes de izquierda
fueron abandonando la búsqueda de sus propios programas de tran-
sición al socialismo, entendiendo que la extensión progresiva del sector
público de la economía que impulsaban las experiencias populistas
sería el camino más adecuado para encaminar a la sociedad hacia el
socialismo. No había más que “desbordar” los límites capitalistas del
populismo. La estatización creciente devendría, por su propio peso,
socialización. Finalmente, casi todas las corrientes de izquierda, tras un
rechazo inicial, basaron sus políticas de “acumulación” en la perspecti-
va de que la amplísima “base obrera” del “movimiento nacional
peronista” desbordaría y terminaría desplazando a la “cúpula burgue-
sa” que lo contenía. Por la dinámica de clases propia del populismo, el
peronismo devendría socialismo.

Nada de esto sucedió, sino más bien todo lo contrario. El nacional–


imperialismo devino alineamiento occidental con Menem–Cavallo. El
nacional–estatismo derivó en liberal–privatismo, con Menem–Dromi–
Rapanelli. La “dirección burguesa” del “movimiento nacional” no sólo
no se debilitó, sino que se fortaleció en alianza con los grandes grupos
económicos. El estado actual de la izquierda argentina, que combina
altas dosis de incomprensión y de parálisis, puede entenderse como la
quiebra de su modelo de análisis y praxis política. No son las ideas de
izquierda las que están en crisis, no es el socialismo como tal el que está

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en cuestión, sino aquella izquierda y aquel socialismo comprometidos
con el pasado, con un paradigma populista en franca descomposición.

El nuevo ciclo histórico que está transitando la sociedad argenti-


na desde 1976 está lejos de consolidarse. Un nuevo régimen social de
acumulación cuyo factor dinámico es el mercado externo encontrará
serias dificultades en las condiciones de proteccionismo y crisis mun-
dial y necesitará, además, de grandes inversiones productivas. Será
imprescindible, por otra parte, terminar de vencer la resistencia de los
trabajadores de conquistas históricas. Es difícil prever, a pesar de que
Menem ofrezca todo su ascendiente político al servicio de ello, que un
sistema incapaz de crear empleo, generar condiciones para mejorar
sensiblemente los niveles de ingreso de la mayoría de población u
ofrecer mayores canales de participación política, logre generar una
verdadera hegemonía. No obstante, para que la izquierda haga algo
más que resistir a la consolidación de este nuevo modelo, para que
comience a generar su propia alternativa de sociedad socialista, necesi-
ta un verdadero rearme teórico frente a una realidad que se ha trans-
formado estructuralmente y ya no se corresponde con sus esquemas.
La crisis de la izquierda argentina no es sino una de las múltiples
facetas de la crisis definitiva de la sociedad populista, así como una de
las invitaciones más creativas para su superación.

NOTA

1. Estos tres ciclos históricos que, en el modelo que queremos


proponer, jalonan la Argentina moderna, no se corresponden con una

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sucesión de etapas de acumulación del capital ni tampoco con regíme-
nes políticos sucesivos. Si entendemos a la sociedad como un conjunto
complejo de relaciones sociales heterogéneas, con su propio dinamis-
mo, no reductibles a meras relaciones sociales de producción o a sus
condiciones ideológicas y políticas de reproducción, cada ciclo históri-
co constituiría un conjunto de formas sociales, relativamente estables,
que configuran la materialización de cierto tipo de articulación instau-
rado entre diversas formas de relaciones sociales. Cada uno de ellos
expresa una unidad contradictoria, está surcado por tendencias
conflictivas —distintas políticas económicas, distintos gobiernos, aún
distintos regímenes politices— que tienden a resolverse a través de la
lucha política, y a constituir sistemas hegemónicos. Ch. Mouffe (1982,
76) apela a este concepto y J. Nun (1985, 36 y ss.) al de régimen social
de acumulación para exorcizar la “tentación economicista” de aquel
modelo que instituye un nivel objetivo de sucesivas etapas de acumula-
ción del capital, dotado de lógica propia, sobre el que se erigen, a
posteriori, formas de relación entre las clases que le son propias, así
como el conjunto de la superestructura jurídico–política e ideológica
correspondiente (M. de Peralta Ramos, 1973).

Deseamos señalar, además, que el rescate que para un análisis


marxista hacemos de conceptos propios de la sociología académica
como modernización o populismo, forma parte de un esfuerzo de
investigación en curso. Nos apoyamos, de todos modos, para el primer
concepto, en Gilly (1987) y para el segundo, en los citados trabajos de
Ianni, Löwy y Vilas, entre otros. Este trabajo es tributario de largas
conversaciones y amistosas discusiones con Adolfo Gilly, aunque soy,
desde luego, el único responsable de las ideas expuestas aquí (H. T.)

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