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Por
J.L. Tormo
UNO
DOS
El mar estaba tranquilo como siempre en esa época del año. Las olas
rompían mansamente en la playa, y el hombre tumbado en la arena no pudo
evitar fijarse en ella. La chica tendría treinta y tantos años –dedujo–, o quizá
cuarenta. Era rubia, de piel clara y piernas largas y torneadas; y su bañador,
que no biquini, parecía una elegante segunda piel que permitía intuir la curva
de sus pechos. No obstante, al cruzar sus miradas por casualidad, descubrió
que lo que más le llamaba la atención era la intensidad de su mirada azul.
Desde entonces pensó en poseerla.
Al principio ni se dio cuenta de que había un joven que estaba sentado
junto a la mujer. Cuando lo descubrió, pudo ver que se trataba de un tipo alto,
musculado y moreno, y por cómo se relacionaba con ella dedujo que sería su
pareja.
En un principio entendió que dadas las circunstancias debería olvidarla,
pero al día siguiente la volvió a encontrar tomando un té en la barra del bar del
hotel donde pasaba unos días, y la intención de olvidarla desapareció. En ese
instante fue cuando decidió que, definitivamente, tendría que ser suya.
Se acercó a la mujer sentándose en la banqueta más próxima a ella, y pidió
al camarero un Chivas de doce años con un par de piedras de hielos. Cuando
éste se lo llevó y volvió a alejarse, le dijo a la chica:
— Hola, soy David.
Ella le miró, pero no como la persona a la que se ve por primera vez, sino
como a la que ya sabe que estaba allí.
— Hola, soy Adela.
Tras responder la chica volvió a su té, dejando que él, si quería, siguiera
con la iniciativa.
— La vi en la playa.
— Lo sé.
— ¿Era su marido quien le acompañaba?
— No.
— ¿Su hermano?
— No.
— ¿Su padre?
— No —esta vez ella no pudo reprimir una sonrisa.
— ¿Alguna especie de familiar?
— No.
— Me rindo. ¿Quién entonces?
— Mi pareja.
— Ya…
Él se quedó un momento callado. Dio un nuevo trago al Chivas, volvió a
mirar a la mujer y después pensó: “Si me precipito a lo mejor me rechaza y
pierdo mi oportunidad, pero si no lo intento la perderé de todas formas. Así
que…”.
— Me llamo David.
— Ya me lo ha dicho.
— Cierto, pero no sé si lo recordaba. En fin, que hace por aquí ¿de
vacaciones o trabajo?
Ella dudó un momento, reflexionando si merecía la pena dar juego a la
conversación o debía cortarla con el fin de evitar posibles problemas.
Por supuesto que había visto en la playa a aquel hombre, le agradaba;
aunque no sabía por qué le producía una cierta sensación de aventura y,
contradictoriamente, también de seguridad. Y no era por su atractivo especial,
pues era una persona de apariencia normal. Pero algo en él era diferente,
aunque no sabía qué.
Pensó que quizá llevaba demasiado tiempo con Fran que tenía aquel
fantástico cuerpo de gimnasio, pero del que, tras pasar los primeros tiempos de
pasión, cada vez se encontraba más aburrida.
Curiosamente la rutina diaria y la falta de sobresaltos en su vida, cosas que
suelen crear una percepción de seguridad en las personas, a ella no le
producían esa sensación de estabilidad. Todo lo contrario. De hecho, por eso
nunca se había planteado tener un hijo; no quería atarse aún más a una relación
frustrante.
Ya hacía muchos años que había pasado esa etapa en que las chicas se
enamoran del chico malo, pues había entendido que más que malos, esos
hombres solían ser unos indeseables que en nada se parecían a los sofisticados
malvados de ficción. Había conocido a Fran con apenas veinte años y entonces
le había parecido ese chico malo de las películas. Ahora sabía que no era así,
que sólo era imbécil; pero, como sucede frecuentemente a otras muchas
personas, nunca había encontrado fuerzas para huir de una relación donde veía
sumergirse lentamente su vida.
Es indudable que la insatisfacción es el estado natural del ser humano. De
hecho ella, al comenzar a notar los primeros síntomas de cansancio, los
comentarios de las amigas, que relacionaban el físico de su pareja con una
supuesta habilidad en la cama, todavía le halagaban. Sobre todo porque
percibía que la envidiaban por tener ese amante con ese cuerpo y esto, a veces,
suponía la única dosis de satisfacción en su realidad diaria. También a ella,
tiempo atrás, le había parecido que sería muy emocionante despertarse cada
día con alguien con un cuerpo como aquel. Pero eso ya había terminado.
Estaba cansada. La rutina y el desinterés apresaban su existencia diaria, y
percibía que no era justo, pues entendía que “si la naturaleza nos ha dotado de
la capacidad para sentir emociones, deberá ser con el fin de que las utilicemos,
y yo ya no las siento, y necesito sentirlas Si no, ¿cuál es la sustancia de la
vida?”.
Él daba clases a diario en el gimnasio del que era propietario. Los primeros
síntomas de agotamiento de la relación fueron surgiendo, más o menos, al
final del primer año de convivencia. Según pasaban los días se habían ido
extinguiendo los temas de qué hablar, y tampoco brotaban cosas nuevas y
excitantes que compartir. De hecho ella había tenido la confirmación de la
decadencia de la relación cuando observó que ni siquiera le molestaban ya los
burdos coqueteos de él con algunas chicas en el gimnasio.
Siempre había pensado que su vida nunca sería la de aquellas parejas —
por ejemplo, sus padres—, que, tras mucho tiempo de convivir, sólo continúan
juntas por inercia; o la de aquellas otras que buscan hijos con el fin de tener
algo que los siga uniendo y para poder hablar de algo común, sin tener que
pensar en sus necesidades íntimas y en las carencias personales.
De hecho recordaba cómo al principio se interesaba por el trabajo de él, e
incluso iba a ayudarle muchas veces al gimnasio. Pero se habían ido agotando
las conversaciones sobre métodos para la musculación, esteroides, concursos
de culturismo, o el último chiste estúpido sobre la señora gorda que quería
perder kilos. Ahora, la mayor parte de las conversaciones solían girar en torno
a los problemas económicos, pues el negocio apenas daba para pagar el crédito
que él había pedido para instalarlo. Al parecer, el único futuro que se
vislumbraba era el de diez años de restricciones y de pagos al banco que
apenas les permitían subsistir.
¿En qué estaba derrochando su existencia? Aún era una mujer deseada,
aunque hacía tiempo que eso había dejado de ser importante pues no tenía
ningún efecto real sobre su vida diaria, al margen de algún piropo no siempre
agradable. Las cosas así no tenían sentido.
Por eso estaban allí. Ella fue la que insistió. Así que, aplazando los pagos a
algunos proveedores, habían acordado ir a la playa de vacaciones aquel año,
por aquello de intentar salir de la rutina, y de paso ver si recuperaban
sensaciones positivas como pareja. Pero el remedio había sido peor que la
propia enfermedad; se hacían aún más evidentes los silencios y las carencias
de emociones compartidas, porque había demasiado tiempo libre y nada con
qué llenarlo. Cada cual, incluso, se exhibía en la playa de forma
independiente. A ella le gustaba sentirse guapa y deseada, y a él también. Y
era consciente de que ninguno de los dos percibía que fuese el objeto del deseo
del otro, y lo que era peor, que quisieran serlo. En realidad lo único que
quedaba entre ellos era la posesión.
¡Claro que había visto en la playa a aquel hombre que ahora estaba sentado
a su lado! Estaba acostumbrada a que los hombres la miraran con insistencia,
no era estúpida, sabía que era hermosa. Pero lo que desconocía era por qué ella
se había fijado en aquel hombre en concreto, que decía llamarse David. ¿Qué
había llamado su atención?
“¿Tal vez el hecho de que parecía la cara opuesta de Fran?” se preguntó.
Se volvió ligeramente hacia él y con una tenue sonrisa le respondió:
— Vacaciones. ¿Y tú?
A David no le pasó desapercibido el repentino tuteo, y le produjo una grata
esperanza. Sabía perfectamente que un hombre jamás liga con una mujer si
ella no quiere; que, en realidad, son ellas las que controlan ese tipo de
relaciones, aunque después, demasiados estúpidos, presuman con sus amigotes
de sus éxitos al respecto. Así que intuía que ese tuteo le abría posibilidades.
Por otro lado, él jamás se sentía humillado porque fuese la mujer quien tomara
la iniciativa.
— Trabajo –respondió.
Se produjo un pequeño silencio y esta vez fue ella quien lo rompió.
— ¿Qué haces? ¿A qué te dedicas? –preguntó de manera distraída.
Él volvió a dar un trago largo al Chivas; y después, con naturalidad,
contestó:
— A robar.
Adela, de forma instintiva, detuvo en el aire la taza de té en el camino
hacia sus labios. Con la sonrisa congelada se giró para ver los ojos del hombre
que estaba a su lado. Supuso que le tomaba el pelo, pero no tuvo tiempo de
averiguarlo porque entonces vio que Fran se acercaba hacia ellos, justo por
detrás de David, y devolvió su atención al té.
— Hola cariño —dijo Fran tomándola por la cintura cuando llegó hasta
ella, mientras miraba de soslayo a aquel hombre con el que parecía estar
hablando— ¿Nos vamos?
TRES
La pareja y David se vieron varias veces por el hotel y la playa durante los
días siguientes. Solían saludarse cortésmente e intercambiar alguna frase sin
trascendencia. Pero en un momento dado David les dijo que le gustaría
hablarles de algo, y que deseaba hacerles una proposición. Lo dijo con una
ligera sonrisa mirando a ambos. Ella la había aceptado inmediatamente; su
pareja lo había hecho con desconfianza, pues ese tipo no terminaba de
gustarle.
Por eso exactamente estaban ahora los tres en el salón de la suite que
David tenía en el hotel. Fran y Adela sentados en ambos sillones, próximos
entre sí. David de pie, con un bolígrafo en la mano y delante de una pizarra de
papel, donde se podía ver un plano general de una ciudad costera.
La pareja intentaba controlar su ansiedad por saber de qué se trataba lo que
aquel hombre, que apenas conocían, tenía que proponerles. Ambos habían
hecho especulaciones al respecto, pero no conseguían llegar a ninguna
conclusión. Era obvio que no podía tratarse de una proposición indecente,
como en una famosa película. Eso estaba fuera de lugar y de posibilidades.
Tenía que ser otra cosa. Sólo sabían lo que aquel les había dicho: que era un
ladrón; lo que lógicamente sería una broma. Pero ni entonces ni después había
sido más específico al respecto, y tampoco, como era natural, les había
contado qué supuestos golpes había dado en el pasado, o si aquella declaración
no había sido más que una forma de llamar la atención de una bella mujer. Si
ése había sido su objetivo, no cabía duda de que lo había logrado.
Adela volvió a preguntarse por qué estaba allí, y por qué le parecía intuir
que aquel hombre podría poner algo de aventura en su vida; pero a la vez,
sentía una ilógica percepción de seguridad irradiando de él. Algo totalmente
absurdo, pues la profesión que les había confesado, de ser cierta, no parecía la
más adecuada para producir esa sensación.
Fran sí sabía perfectamente por qué estaba allí. En primer lugar porque
había observado e interpretado las miradas de su chica a aquel tipo; no estaba
seguro de si había en ellas o demasiada curiosidad, o demasiada admiración. Y
en segundo lugar, porque, si era cierto lo que él decía ser, antes o después
podría quitárselo de en medio, pues no estaba dispuesto a darle ninguna
posibilidad de que le robara su propiedad; es decir, a Adela. Sin embargo esa
reunión le producía una inquietud especial, aunque no le gustaba admitirlo.
¿Qué puñetas tendría que proponerles aquel tío?
— Se trata de robar el casino de Montecarlo.
Lo dijo de repente. Sin preámbulos.
Fran y Adela no supieron qué cara poner. Sólo clavaban su mirada en
David, intentando descubrir si hablaba en serio. ¿Estaba loco? ¿Bromeaba?
David lo sabía, y dejó pasar unos instantes para que la información
penetrase en los cerebros de sus oyentes.
— ¡Venga ya! –no pudo dejar de exclamar Fran con irritación y desprecio
unos segundos más tarde; y después, dirigiéndose a Adela, le ordenó–.
Vámonos.
La chica se puso en pie arrastrada por su pareja, que le había tomado por el
brazo. El corazón se le había parado. Observaba a David, pero no conseguía
descubrir en aquellas palabras ni en aquel rostro ningún síntoma de estar
bromeando, y menos de que fuese un disparate lo que proponía. Parecía un
profesional hablando con naturalidad de su trabajo; simplemente alguien
proponiendo un negocio.
— Espera –dijo Adela soltando su brazo– ¿Por qué no oímos lo que tiene
que decirnos y después decidimos?
Fran miró a su pareja. Pensó en obligarla a abandonar aquella suite, pero al
final decidió que no tenía mucho que perder, y que probablemente aquel tipo
le daría la oportunidad de ponerlo en ridículo con tan descabellada idea.
En silencio los dos volvieron a sentarse. Y fue ella quien preguntó:
— ¿Es broma?
— No
— ¿Por qué nos cuentas esto?
— Porque sólo se puede ejecutar el golpe con tres personas.
— ¿Y por qué nosotros? –dijo Fran.
— Porque no puedo colaborar con nadie que tenga el más mínimo
antecedente penal o esté fichado por la policía. Porque les ha de venir muy
bien un dinero extra en sus vidas; y porque, por ahora, no conozco a nadie más
para este proyecto.
La forma tranquila de hablar de David desarmaba a cualquiera que lo
oyese. Todo parecía natural para él. Daba la impresión de que no era la
primera vez que se encontraba en este tipo de situación. Además, la
terminología no era la de un ladrón, al menos no se parecía a los de las
películas; parecía un hombre de negocios.
— Y si no aceptamos ¿qué pasará? –preguntó Fran.
— Nada. Que no se realizará el golpe.
Adela permanecía en shock. Miraba a su pareja y a David
alternativamente, como si fuese una simple espectadora de una conversación
ajena a ella. No era capaz de pensar. Se preguntaba si aquello estaba
sucediendo en realidad. De pronto sintió como si estuviese asomándose a un
abismo, pero observó que no tenía miedo, que miraba hacia el precipicio con
curiosidad y emoción. Casi le gustaba.
Fran se rebullía en su asiento. La verdad es que no podía evitar sentirse
atraído por el vértigo de la situación. Sobre todo por lo insólito, y por la
curiosidad que le provocaba algo tan inesperado. Aquí estaba, en unas
vacaciones de sol y playa, con un desconocido que le preguntaba si quería
robar a uno de los casinos más ricos de Europa. Y para el tío parecía que
aquello era de lo más normal. Casi sin darse cuenta se oyó a sí mismo
preguntando.
— ¿Si participamos, de que cantidad estamos hablando, y cuanto habría
para nosotros?
— Hablamos de entre treinta y cinco y cincuenta millones de euros, a
repartir en tres partes iguales.
De nuevo se hizo el silencio. Al cabo de un poco, soltando el bolígrafo que
aún tenía en la mano, David se volvió hacia la pareja y les dijo:
— Creo que lo mejor es que ahora os marchéis, lo penséis detenidamente y
entonces decidáis si queréis participar.
— Pero sin conocer los riesgos y el plan de ejecución, incluido cual sería
nuestro papel, no podemos tomar decisión alguna, pues en principio parece
una locura –dijo Fran algo más recuperado, mientras ella no quitaba ojo a
David, no sabiendo si es que él le fascinaba, o lo que sentía era la emoción y
atracción por el mundo nuevo que se abría ante sus ojos.
— Lo siento, no hay más detalles mientras no haya decisión — contestó
David —. Por otro lado me parece natural que os parezca una locura, pero no
es así. Saldrá bien si los tres hacemos lo correcto y seguimos el proyecto
fielmente; si nadie sale de cada paso y detalle previsto en el plan no habrá
problemas. No es el primer golpe de estas características que realizo, y el
hecho de que esté aquí hablando con vosotros significa que soy un eficiente
profesional de esto. Si no fuese así hace tiempo estaría en prisión, y nunca me
han puesto ni una multa de tráfico —asomó una ligera sonrisa tras esa
afirmación—. Así que podemos suponer que será porque los proyectos que
ejecuto, y de cuyos resultados vivo holgadamente, estuvieron bien planeados y
se realizaron de forma impecable. Sólo os puedo adelantar lo obvio: que jamás
doy un golpe con los mismos colaboradores, es una buena medida de
seguridad para todos. Y, por cierto, jamás han detenido tampoco a ninguno de
ellos. Bueno, es cuestión de profesionalidad. En cualquier caso —terminó
diciendo mientras les invitaba con un gesto a levantarse y abandonar la suite—
es momento de que lo penséis y de que en los próximos días decidáis que
queréis hacer. Solamente si tenéis clara la decisión de participar merecerá la
pena ejecutarlo; y sólo en ese caso os explicaría el plan. Ya me diréis…
La pareja salió en silencio de la suite.
CUATRO
CINCO
SEIS
****
Adela le había dicho que quería dar un paseo por el casco antiguo de
Montecarlo, donde estaban todas las tiendas de marcas exclusivas de ropa,
perfumes y joyería, mientras él iba al gimnasio del hotel donde se hospedaban.
Pero él no fue al gimnasio. La siguió.
No le hizo falta mucho tiempo para ver que entraba en el apartamento de
David; en el mismo en que deberían esconder el dinero del Casino, tras el
golpe.
La única palabra que martilleó su cerebro y que repitió con rabia una y otra
vez fue: “¡Zorra!”
SIETE
OCHO
El casino estaba lleno, mucho más que de costumbre, pues dentro de tres
días se disputaría la famosa carrera de Fórmula Uno de Montecarlo.
La gente suele creer que el día antes de la carrera es el de mayor afluencia
de público al Casino, pero no es así. La fecha de más movimiento se produce
tres jornadas antes del evento, porque es entonces cuando todas las personas
involucradas en la competición –mecánicos, publicistas, periodistas, pilotos,
etc. – tienen tiempo y humor para divertirse. Después, con los entrenamientos
y la carrera más cerca, no caben distracciones.
También lo más distinguido de la ciudad se reúne allí. Es el día del año
donde el dinero corre con mayor fluidez por las mesas de bacarrá y las de las
ruletas. En este glamuroso escenario casi todo el mundo tiene
comportamientos similares; cuando pierden es norma general no hacer
aspavientos, como si no les importase. Cuando ganan, además de dar una
generosa propina a los empleados de la casa, sólo sonríen ligeramente
insinuando que aquello no tiene mayor trascendencia, a pesar de que en
realidad algunos se están jugando sus últimos ahorros. Estos días también
suelen aparecer, atraídas por el brillo del ambiente, jóvenes preciosas y
generalmente solas, para ver cómo se les da la noche, y si pueden conocer a
algún famoso adinerado.
En medio de ese ambiente estaba Adela, elegante, rubia, delgada pero con
las curvas precisas, ceñida en un caro traje que estaba en la frontera justa entre
lo provocador y lo distinguido. Todo en ella era atractivo, pero siempre
destacaban especialmente sus ojos de mirada azul; tal vez por su intensidad, o
tal vez por la combinación de ingenuidad y curiosidad que parecía reflejarse
en ellos.
Más de uno se había acercado tanteando sus posibilidades. Ella los
rechazaba con elegancia. De hecho, algunos otros habían llegado a preguntar a
un crupier amigo, solicitándole información para que les desvelara quién era
aquella mujer. Pero nadie tenía ni la menor idea.
Ella parecía no tener prisa. Jugó algo de dinero a la ruleta y perdió.
Después se sentó en una mesa del restaurante del Casino, donde pidió algo de
comer.
Un casino de ese nivel tenía que tener un restaurante en consonancia, pero
Adela no estaba en las mejores condiciones anímicas para hacer valoraciones
culinarias. Notaba cómo las miradas de varios hombres sentados en mesas
cercanas se posaban en ella; con disimulo los que iban acompañados de una
mujer, y abiertamente los que estaban solos. Era consciente de que, antes o
después, alguno se acercaría. Incluso algunas mujeres la miraban de vez en
cuando, quizá examinando su vestido y sus zapatos, o, posiblemente,
intentando reconocer en ella a una potencial competidora.
Nada de eso le importaba. Tenía una misión concreta y la cumpliría,
aunque en realidad estaba nerviosa. Ese nerviosismo se traducía sobre todo en
un hormigueo de emoción que se escurría desde su nuca por la espalda. No
tenía ni idea de cómo saldría aquello, ni quería preguntárselo. No era momento
para eso. Pero la verdad era que confiaba en David, aunque aún no supiera
bien por qué, y percibía una lucecita encendida en un remoto rincón de su
cerebro que le decía que todo iría bien.
Desde la mesa del restaurante reconoció rápidamente a la persona que
debía controlar. Allí estaba, tras las cristaleras. Entonces introdujo la mano en
su pequeño bolso, y palpó sin sacarlo el móvil desde el que haría la llamada
perdida cuando aquel individuo saliese del habitáculo de la caja. Tras hacer
dicha llamada ella saldría del Casino para ir al punto de reunión previsto en el
plan.
Se tranquilizó al notar el móvil con sus dedos, y se dispuso a esperar.
NUEVE
Esperar algún tiempo en aquella calle oscura era el precio mínimo que
Fran sabía tendría que pagar para vengarse y recuperar todo lo que le
pertenecía.
Antes o después tendrían que ir allí. Ése era el plan y él conocía todos los
detalles; sabía que no lo podían haber cambiado en tan poco tiempo. Así que
todo era cuestión de paciencia y de controlar los nervios.
Sopló sobre sus manos pues la humedad, más que el frío, le entumecía.
Pero era esencial que ellos no sospecharan que estaba allí, amparado por la
noche y la oscuridad de aquel portal. Era imprescindible que ni siquiera
pudiesen intuir que los esperaba. Lo fundamental era la sorpresa.
Poco después tuvo su recompensa al ver que un automóvil entraba muy
despacio en la calle. Tenían que ser ellos.
Desde su escondite Fran intentó distinguir a los ocupantes del vehículo.
Sólo veía a uno, al conductor. Algo iba mal, deberían ser dos.
Volvió a mirar con atención a ver si se estaba confundiendo; pero no, sí era
el automóvil que esperaba, pero faltaba una persona. Cuando vio que se
detenía salió del portal y se dirigió hacia la puerta del conductor. Ésta se abrió
despacio y apareció David.
— ¿Dónde está ella? —preguntó Fran, que a pesar de haber hablado en voz
baja reflejaba una fuerte tensión en el tono reprimido. No quería despertar a
alguien de los apartamentos.
Ante la falta de respuesta, Fran volvió a preguntar elevando el nivel de la
amenaza, mostrando por primera vez la navaja que había extraído
sigilosamente del bolsillo del pantalón.
— ¿Dónde está ella?
— Se ha ido —respondió David con aquel tono tranquilo que crispaba a
Fran. Ni siquiera había mostrado asombro por su aparición. Como si la
esperase. ¡Pero que le pasaba a aquel tipo! ¿Se estaría derrumbando el mundo
a su alrededor y aun así no se alteraría? Fran lo maldijo en su interior.
Esta vez sin disimulo, aprovechando que David aún no había terminado de
salir del vehículo, le puso la navaja cerca del cuello.
— ¿Adónde?
— No lo sé. Supongo que a Madrid —precisó—. No la he visto desde que
se fue al Casino. Desde allí hizo la llamada perdida; pero después no se
presentó en el lugar de reunión. No sé nada más. Pero aquí no deberíamos
permanecer mucho tiempo…
Fran desconfiaba. Sospechaba que podían estar intentando jugársela,
aunque si lo pensaba bien aquello era absurdo, pues ellos no podían saber que
él estaría allí esperándoles. A Fran le desconcertaba lo inesperado de la
situación, pero no había tiempo para más dudas. Reponiéndose, y pensando
que ya aclararía aquello más adelante, preguntó:
— ¿Y el dinero?
— Ahí —contestó David, señalando hacia la parte trasera del automóvil.
Fran fue allí, e intentando hacer el menor ruido posible abrió el maletero.
Efectivamente, allí estaban los seis paquetes del dinero. Volvió junto a David
que ya había salido del vehículo y se encontraba de pie mirándolo.
— Dame las tres llaves del apartamento —ordenó Fran—. Sin trucos.
El aludido pareció dudar unos segundos, pero después, como el que
desecha varias opciones tras evaluar los riesgos, metió la mano en el bolsillo y
se las entregó.
— Ahora me vas a ayudar a subir todo esto — dijo Fran — Después
permitiré que te largues en este automóvil, si haces todo exactamente como yo
te diga. Por esta vez yo doy las órdenes. Si no, junto con el dinero, será un
placer guardar tu cadáver. A ella ya le ajustaré las cuentas cuando la encuentre
en Madrid.
DIEZ
ONCE
FIN