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antología de narrativa peruana última

el fuego
de cada día
nuevas violencias
CONTENIDO

Prólogo de Juan Manuel Robles:


Hijastros de la violencia / 4
Miluska Benavides: Las ceremonias / 8
Charlie Becerra: Seis mosquitos ciegos / 22
María José Caro: Beirut / 46
Lisa Carrasco la Cruz: Somnofilia / 58
Yero Chuquicaña Saldaña: Tony Montero / 63
Jose de la Peña Lavander: Santa Anita / 74
Stuart Flores: Para matar el tiempo / 90
Enmanuel Grau: La Pampa / 96
Leonardo Ledesma Watson: Nautilus / 118
J.J. Maldonado: Valhalla / 130
Juan Mauricio Muñoz: Las dos caras del destino / 164
Alonso Mesía Macher: Lavado al peso / 174
Malena Newton Maúrtua:
¿Una contraseña es un nombre o una mentira? / 181
Luis Francisco Palomino: Hotel Habbo / 205
Gimena Vartu: fábula de los cuerpos calientes / 217

Teófilo Gutiérrez/editor: Un propósito / 224


XXIII ANIVERSARIO
DE HIPOCAMPO EDITORES
(1997—2020)

hipoca mpo
editores

El fuego de cada día: Nuevas violencias


Antología de narrativa peruana última
© Hipocampo Editores,
sello editorial de El Hipocampo
Publicistas S.A.C.
Jr. Agustín de Jáuregui 748,
La Victoria, Lima-Perú.
( 994 990 264

© Editor Literario:
Hipocampo Editores
Editor: Teófilo Gutiérrez
Sub-editor: Gonzalo Gutiérrez
teogu@yahoo.com
alisanve@yahoo.com
hipocampoedit.blogspot.com
www.hipocampoeditores.com.pe
Motivo de portada y pinturas interiores:
Miguel Lescano

Edición digital, Lima, octubre de 2020


Hecho el depósito legal en la
Biblioteca Nacional del Perú Nº: 2020-06264
pRÓLOGO

Hijastros de la violencia

Juan Manuel Robles

Después de la pandemia del covid-19, la palabra juventud suena


más intimidante que nunca. Allí van los chicos con su vigor y
su vitalidad, emergiendo de entre las sombras y las ruinas. Para
ellos este trance será en el recuerdo de la reclusión, la ansiedad,
la melancolía y la tristeza —un familiar muerto, un cese laboral,
algún amor perdido—, pero lo cierto es que son ellos los primeros
en dejar atrás las restricciones: sus mascarillas son más un acceso-
rio nuevo, que ya se adaptó a la moda y al color. Son jóvenes y,
lo quieran o no, su fortaleza y salud resisten mejor. Y aunque se
sigue discutiendo si los que enfermaron casi sin síntomas tendrán
secuelas, parece claro que se cumplirá la lógica de la vida: ellos
prevalecerán, caminarán livianos entre los cementerios repletos.
Hay una distancia, pues, entre ellos y los viejos, amenazados y en
cautiverio. Y también se distinguen de los que estamos en el me-
dio, que tomamos precauciones y nos guardamos en casa, con el
oxímetro de pulso a la mano, por si las moscas.
Después de la pandemia, la juventud, digo, parece más que
nunca una estampida que nos aplasta; como en alguna toma aérea
de NatGeo.
Esta antología se gestó en medio del aislamiento provoca-
do por la llegada del covid-19, en momentos de incertidumbre y
temor. Algo de atrevimiento hay en hacer un proyecto que hace
énfasis en el futuro. Porque lo primero que pienso al leer esta se-

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Juan Manuel Robles

lección es eso: la naturalidad con la que estos autores habitan el


porvenir. Uno de los escritores de esta selección se contagió de la
covid-19 en su primer viaje literario a Europa; volvió, y aún enfer-
mo en cama empezó a escribir una bitácora con la que ganó un fi-
nanciamiento estatal. Otros dos autores promocionaron, durante
la pandemia, un libro de fantasía futurista que escribieron a cuatro
manos. Mucho ímpetu y vigor: no hay mayor señal de vitalidad
que hablar con la prensa sobre distopías imaginadas, en medio de
una epidemia incontrolable. Otro narrador de esta selección lanzó
un libro de relatos; como su casa editorial estaba en para —debido
a la incertidumbre—, lo editó vía Amazon. Lo vi participar luego
en un evento titulado “Autopublicación en la nueva economía”.
Empredores multiplataformas, incansables. Editores y a la vez
poetas, ensayistas y cronistas, novelistas y dramaturgos, guionistas
y performers. Su sola presencia es una corriente incontrolable, una
fuerza oponible contra la inmovilización obligada.
Como suele ocurrir, esa la energía luminosa es capaz de ur-
dir las oscuridades más inquietantes. Hay en este libro abismos y
modelos a escala del infierno. Violencias nuestras de cada día; vio-
lencias con minúscula: las más insidiosas, las que estallan en una
escena doméstica cualquiera en un día de sol, las que detonan en
plena tregua, como una mina antipersonal (muy personal).
Hay algo que advertirle al lector: este es un libro de jóvenes
peruanos en que la violencia es protagonista, pero ningún relato
está ambientado en el conflicto armado interno. Ese es uno de los
atractivos. No digo que sea una virtud en sí misma, ni que esta sea
señal de un “agotamiento”, pero sí es algo que llama la atención. A
medida que uno lee, crece la sospecha de que esta ausencia no se
debe a la negación de un fenómeno que nos marcó: al contrario,
este libro nos muestra cómo todo aquello ha mutado. Hay vio-
lencias nuevas y más urgentes, violencias revisitadas —que habían
quedado en los márgenes—, violencias frescas, en la primavera de

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Prólogo

la impunidad. Quienes aquí escriben no lo hacen como si tuvieran


una deuda con el pasado violento, o la misión histórica de contar
para no repetir. No escriben como si la violencia fuera un legado,
una herencia de la que hay que hacerse cargo, sino como quien la
descubre, años después, en su propio ADN. No son los hijos; son
los “hijastros de la violencia”.
Vivieron pensando que nada de eso les importaba, que ha-
bían sobrevivido sin sobresaltos (solo algún recuerdo vago en la
niñez) pero descubrieron, en algún punto, que la violencia persis-
te. O tal vez ni siquiera lo descubrieron. Tal vez negarían cualquier
filiación consciente. Pero cuando uno lee estos cuentos, uno tras
otro, nota que hay una unidad, una rima en caída libre, una enfer-
medad profunda y nuestra.
En Seis mosquitos ciegos, Charlie Becerra narra cómo, entre
juegos divertidos, un niño aprende cómo ser sicario, en un esce-
nario peruano del aquí y el ahora. Juan Mauricio Muñoz recrea en
Las dos caras del destino el castigo que han vivido miles de perua-
nos: ser deportado de Estados Unidos, la humillación de conver-
tirte en un cuerpo que se expulsa, sin celebraciones patrioteras ni
épicas. Gimena Vartu y Malena Newton retratan la perversidad
que anida en la mente de unas chiquillas (Vartu, en Fábula de
los cuerpos calientes lo hace desde un despertar sexual desmitifica-
do, crudo y rabioso; y Newton, en ¿Una contraseña es un nombre
o una mentira? desde una racionalidad matemática y enfermiza).
Yero Chuquicaña (Tony Montero) y Leonardo Ledesma (Nautilus)
presentan relatos notables acerca de la masculinidad en decaden-
cia, con machos autodestructivos e hirientes (lo interesante es que
ambos autores escriben esos textos de la virilidad tóxica con una
pluma delicada y bella). María José Caro —tal vez la escritora más
experimentada de la selección— hace en Beirut un retrato de in-
fancia donde habitan monstruos ocultos (disfrazados de personas
de bien).

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Juan Manuel Robles

Las violencias que no se ven, casi imperceptibles, que se cue-


cen a fuego lento, suelen transcurrir entre cuatro paredes, en la
normalidad de la vida familiar. Lo muestran Las ceremonias, de
Miluska Benavides, Somnofilia de Lisa Carrasco y Lavado al peso,
Alonso Mesía Macher (quien pone la cuota de humor negro).
Luis Francisco Palomino y J.J. Maldonado narran, cada uno a
su modo y con voces muy maduras, lo que podríamos llamar la ga-
mificación del dolor: la lucha contra el vacío —y la soledad— como
una cadena de objetivos cumplidos y niveles avanzados. Palomino
en Hotel Habbo lo hace en clave videojuego (superponer el mundo
virtual y real siempre dará lugar a toda clase de monstruosidades)
y Maldonado, en Valhalla, en clave de cómic (con un Fujimori
inventado, vampírico). En ambos textos aparece un elemento que
da realismo a la fantasía: el dinero, esa ficha de intercambio que
permite una vida extra.
Como promete el título, bien puesto por los editores, en la
lectura habrá combustiones inesperadas. Planes que estallan por
culpa de mentes crueles con las que —y eso es lo perturbador—
siempre podemos empatizar. Voces interiores. Sangre nada gratui-
ta. Cuerpos expuestos al ardor del deseo o de los golpes (La Pampa
de Enmanuel Grau y Santa Anita, de Jose de la Peña). Desenlaces
terribles. Finales injustos.
Se percibe en esta antología cierto disfrute por el dolor y la
vejación. Sí, hay algo masoquista en estos relatos, en sus tonos,
voces, descripciones y escenas. Al final, me queda resonando la
frase de Stuart Flores en Para matar el tiempo: “Una vez que te
acostumbras a la guerra, ya no quieres que se acabe nunca”. “La
etapa más decadente de mi vida es la que, quizás, recuerdo con
más amor”, escribe Leonardo Ledesma en Nautilus. Los“Hijastros
de la violencia” nos dejan estos cuentos como evidencia de su muy
imperfecta sanación.

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Miluska
Benavides
MILUSKA BENAVIDES, Lima, 1986. Narradora y tra-
ductora. Ha publicado la traducción de Una temporada
en el infierno, de Arthur Rimbaud (Biblioteca Abraham
Valdelomar, 2012), un estudio sobre el poeta José Ma-
ría Eguren, Naturaleza de la prosa de José María Eguren
(Academia Peruana de la Lengua, 2017) y el libro de
cuentos La caza espiritual (Celacanto, 2015). Tiene una
novela en preparación.
Las ceremonias

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Se despierta y recuerda la última imagen de un sueño:
un perro negro. Es cumpleaños de su esposo y debe co-
menzar el día antes que él, debe comprar las flores para
decorar la sala. En el baño se sienta y descarga la orina
que se confunde con manchas rojizas y marrones. El
pequeño dolor de los costados y de los riñones le avisa-
ba que ese día le tocaba reglar y no tomó precauciones.
“La última vez”, se dice. Le apetece quedarse sentada
un rato más recordando las veces en que menstruar era
el peor de los castigos, cuando de adolescente amane-
cía con el vientre hinchado y no podía comportarse con
soltura, como si la vergüenza la hiciese transparente.
Le apetece sentarse para descargar sus intestinos, para
liberarse de un peso, y mientras está sentada organiza
su vida diaria, liberándose de lo que ya no sirve, lista
para el día en blanco, recorriendo en los vericuetos de su
mente las horas del día.

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Miluska Benavides

Decide que lo primero es ver la decoración de la fiesta, que


debe estar lista para el mediodía. Se baña, el agua caliente le de-
vuelve el calor original que ha perdido al sacarse el pijama. En la
cocina se sirve el café, y pan con un pedazo de palta. Ana todavía
no se despierta y los servicios de la noche anterior siguen sucios.
Reniega por eso y, sobre la palma de su mano, al terminar de
partir la palta en dos, ésta se va tornando negra. No le presta
mucha atención porque mira fijamente la maqueta del sistema
planetario sobre la mesa donde ella y Diana, su hija, han estado
trabajando el fin de semana. Mientras miraba, no advirtió que
la palta había terminado de negrearse por completo. Se le hacía
tarde. Tomó la cartera en que llevaba lo de siempre aunque ol-
vidó el celular. Salió hacia la avenida poblada de uniformados
en terno, de mujeres maquillándose en los taxis. Le tomó casi
veinte minutos poder coger un bus con asientos que la lleva-
ría al Mercado de flores, y otros cuarenta le tomó llegar. En
el bus quiso dormir pero hizo esfuerzos por concentrarse en la
constante variación del cielo del verano para mantenerse des-
pierta. Las calles y los negocios aún estaban cerrados y la ba-
sura rodaba por las avenidas, mientras los peatones apurados
ajustaban sus carteras y mochilas a medida que se acercaban a
los paraderos. Algunos hombres, despeinados, con mochilas de
jean y gorras conversaban en las esquinas, otros tomaban desa-
yuno, soplando sus vasos, en quioscos pequeños en plena calle.
En el mercado solo le tomó unos minutos encontrar a una
mujer joven que le dio confianza, y a quien compró los quince
atados de flores. Mientras esperaba que las empaquetaran, ob-
servó por una de las ventanas. Dos gallinazos se espulgaban con
sus picos oscuros, con las garras sujetas a una viga de madera.
Vivirían en el río que corría detrás del mercado, que ahora no se

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Las ceremonias

lo podía ver, sino apenas escuchar: la construcción de una vía lo


había enterrado bajo el cemento. Con el río cubierto, los gallina-
zos a dónde irían a parar, piensa.
Llegó a casa a mediodía. El camino fue largo pero iba
conversando con el taxista a propósito de las flores que había
comprado y también sobre los jardines que se pueden cultivar
dentro de una casa. Él le contó que cuando sus hijos crecieron,
debió tapiar un jardín que cuidó por muchos años para ampliar
su casa. “Yo no tengo un jardín”, le dijo ella, “pero igual estoy
contenta, ahora tengo todo lo que quiero, no puedo pedir más”,
dijo con una sonrisa. El taxista no discutió. Al llegar tocó el tim-
bre muchas veces para que la ayudaran a descargar los paquetes,
pero nadie salió. El auto de la familia no estaba. En ese momen-
to, más que el silencio inesperado de casa, le preocupó salir del
descargo de los paquetes. El taxista aceptó ayudar y el trámite
fue rápido. Sudorosa y con la cintura que le hincaba de dolor, se
preguntó dónde estarían todos una vez que cerró la puerta. Ha-
bía encontrado la puerta junta y aprovechó en mover todos los
atados del patio a la sala, ordenados en fila contra la pared. Pero
la casa seguía en silencio. Se le ocurrió a lo mejor que habían sa-
lido cerca, que quizá Ana estaba en el patio o la azotea. La cocina
lucía desordenada. Las servilletas de papel para la fiesta estaban
a medio doblar y los cubiertos, aún secándose desplegados en un
secador blanco. Subió a su cuarto y encontró la cama todavía sin
hacer y los polos y las camisas en los mismos lugares de todos
los días, colgados en una silla o encima de la cómoda. Entró al
baño para lavarse las manos y la cara, que estaban pegajosas por
el trajín, y se dio cuenta de que en la bañera había unos pequeños
rastros de sangre como puntas de dedos. Las cuencas de sus ojos

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Miluska Benavides

le quemaron. Se acercó bien e inmediatamente comprendió que


había visto mal, eran manchas permanentes del sarro, un poco
más oscuras de lo normal. Salió del baño pero no podía ir a
ningún lugar, tenía que esperar. Llamó al celular de su esposo y
nadie le respondió. Subió a la azotea y no encontró a Ana. Subió
a su habitación y no obtuvo respuesta. Bajó nuevamente y buscó
su celular. Lo encontró debajo de las toallas del baño que no ha-
bía colgado en la mañana, esparcidas sobre la cama. Tenía veinte
llamadas perdidas, todas de Ana. Empezó a alarmarse, a marcar
el teléfono, y después de cuatro intentos aún no le contestaba.
Podía sentir cómo las cuencas de los ojos le quemaban, mientras
marcaba una y otra vez. Se sentó en la cama mientras sostenía
el celular con una mano. A la quinta llamada, Ana contestó.
Solo tuvo que escuchar la respiración entrecortada y la voz nasal,
extremadamente nasal de Ana, para saber que había algo, y es-
cuchar “ay señora, ay señora” para comprobar que malas noticias
habían llegado.

En los días de descanso, su sobrina subía a su habitación


del segundo piso para compartir alguna tarea del colegio o para
tomar el lonche. A pesar de que le ha advertido que no debía
acercarse, pues no sabía si su enfermedad de la piel era contagio-
sa, siempre aparece cerca de las cinco de la tarde con una bandeja
pequeña con galletas de soda y un envase con azúcar. Da dos
golpes seguidos a la puerta que la obligan a abrir, cambiarse de
ropa, ponerse una blusa de manga larga que le cubra los brazos
y el cuello, escamosos por la psoriasis, mover las hojas de sábila

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Las ceremonias

que acumula para su tratamiento, y dejar lo que tiene que hacer,


abrirle la puerta, y luego bajar las escaleras para llevar a su cuarto
el agua recién hervida, servida en tazas. Colocan entre ambas to-
dos los insumos del lonche en su escritorio de madera, haciendo
a un lado sus pomadas, sus tejidos de croché y la papelería que se
iba acumulando con el paso de los días. Esta rutina le parece una
ceremonia, según le comenta a su hermana, y se repetirá buena
parte de la infancia de Sandy.
En los lonches ambas comparten un acuerdo implícito de
que está bien no arriesgar lo que se lleva en la bandeja: las ga-
lletas deben llevar mantequilla y si nadie la puede ir a comprar,
las galletas se comen solas. Se las remoja en el té, y la forma
cuadrada y horadada de la galleta se deshace, formando grumos
pequeños en el fondo de la taza, que las obliga a concentrarse en
sacar los restos de galleta en silencio, antes de poner las tazas a la
bandeja. Algunos días en que sus padres no están y no pueden
ayudarlas, el lonche se convierte en el pago por este auxilio en las
diversas materias que, aunque la tía no domine mucho, cumple
con evaluar.
Ese día debían repasar los datos sobre la necrópolis de los
Paracas, o lo que ha quedado de ella. Sandy le pone sobre su falda
un libro grueso que ella asocia de inmediato con sus propias ta-
reas infantiles. Las láminas muestran textiles extendidos y frag-
mentarios de color rojo, crema y anaranjado, también aparecen
esqueletos envueltos y sus vasijas, cucharas y restos de comida. Si
bien en sus años escolares aquello le parecía ajeno, ahora le pare-
ce vivo y pertinente. Su sobrina la deja sola un momento y baja
para subir la cafetera que le ha pedido, rompiendo la regla no
dicha de la dieta del lonche, y entonces ella extiende el texto por

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Miluska Benavides

completo e ingresa en las reproducciones de la necrópolis, don-


de observa las momias cubiertas por textiles de hombres hechos
animales que encarnan el viento de la costa; hombres reconoci-
bles para ella por el estilo de sus cuerpos: los guerreros felinos de
brazos y piernas segmentados y separados simétricamente.
“Están aquí”, se dice. Piensa con pesar que ninguno de esos
muertos ha podido comer de sus cultos. Su sobrina abre la puer-
ta y la interrumpe, le pone la cafetera y le reclama que había
que seguir recitando la etapa necrópolis, aunque fuera igual para
ella si la palabra “necrópolis” era intercambiable por “barrio” o
“distrito”, vivo o muerto. Ella seguía controlando la lección, con-
templando esta vez la lámina de un falo que golpea un tambor del
que saldría una música olvidada hoy, y que hasta encontraría escan-
dalosa para los niños, si los triángulos y círculos concéntricos no
fueran el principal énfasis de las leyendas del texto. Cuando termi-
nan de recitar el balotario con una última pregunta sobre prácticas
alimenticias extintas, con vegetales que aún hoy los iqueños siguen
cosechando, Sandy la abraza, le agradece con un beso en la mejilla,
toma el gran libro y lo cierra. Satisfecha, le dice:
—Gracias tía, terminamos la lección.

Con el paso de los años ha ido dejando los lugares de siem-


pre y varias amistades fuera. Sus relaciones más duraderas son las
que mantiene con Sandy, su cuñado y su hermana. Hace poco
nació el primer hijo de Sandy y de un día para otro se convirtió
en abuela. Aquel día, como otros, debía subir la cuesta empina-
da que normalmente recorre a pie para hacer algo de ejercicio y

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Las ceremonias

sortear las motos que se acopian en cada esquina, convertidas en


paraderos improvisados. Repite este trayecto todos los días desde
hace catorce años, y las caras de los choferes de los colectivos,
las vendedoras de comida y los jóvenes mototaxistas se han con-
vertido en rutina para ella. A veces, cuando sale más temprano,
observa cómo esa esquina se va acomodando sin otra norma que
la costumbre. Ninguno de ellos quiere cambiar de posición, ni
pintar sus carretillas de otro color, ni girar a un lado o a otro. Y
es fácil ubicarlos. Otras veces puede ponerse a conversar un rato.
Hoy, en cambio, nadie la aborda.
Hay días como este en que siente que no trabaja. Pasa la tar-
de conversando mientras acomoda y limpia la librería con Leticia,
una mujer de Candia, que antes trabajaba leyendo las cartas. “Las
posibilidades del destino son como en el tarot”, le ha dicho, “la
misma serie con variaciones: los mismos personajes, lugares, si-
tuaciones y problemas”. Pero ella nunca ha querido que le lean la
baraja. Leticia insistió los primeros meses, a pesar de su constante
negativa, pero luego se resignó y le pedía que le contara su vida.
Nunca se ha esforzado por hacer un recuento o un ordenamien-
to de los eventos que verdaderamente le pudieron ocurrir. Se ha
inventado una vida pasada. “Nunca he querido casarme”, dice,
“siempre he vivido con mi hermana”. Y dice entre risas: “Siempre
he sido señorita”.
No ha querido contar que una cierta mañana supuestamente
festiva se impuso una tormenta de la que huyó sola. Un accidente
—fue el juicio de la policía y se negaba a aceptar el seguro— que
mató a su esposo e hija una mañana en que fueron a comprar algo
—nunca se supo qué— que ella había olvidado el día anterior.

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Miluska Benavides

Un hombre que se quedó dormido en un cruce de avenidas.


Un bus que los hizo impactar contra otro bus. Frenos en pésimas
condiciones. Un bus que cambió de dueño por la quiebra de una
empresa. Una noche en la que chofer no durmió por querer hacer
doble turno. Dos niños contagiados de paperas en una escuela
estatal. La comida muy picante de un cena que produjo sopor.
La ausencia de café en la cafetería de la parada improvisada del
bus porque la empleada puso solo media ración en la máquina
cafetera para evitar abrir un paquete nuevo. Un gobierno que
permitió la importación de buses de segundo y tercer uso. Un
clima caluroso que indujo a una mala digestión. Políticas de im-
puesto que agobiaban a la empresa de transporte; postergación
de una revisión técnica. Datos y números en los papeles que sos-
tenía en sus manos mientras los recuerdos de los mejores años
de su vida la abordaban al menor estímulo. La inunda la culpa:
negligencia suya o la de alguien más.
Luego del accidente cerró su casa, contestó apenas a sus
amigos y familia, que la llenaban de pésames que ella sentía va-
cíos en vez de decirle “resígnate, reniega y espera a morir”. Empe-
zó a deshacerse de sus cosas poco a poco, con el afán de obligarse
a encontrar una nueva vida y otra morada, y eso coincidió con
el abandono del trabajo, el buscado desastre económico luego
de rechazar un juicio al seguro de la empresa, que sabía que no
iba a terminar en vida. Finalmente, la acosó un mal de la piel
que se fue limpiando solo después de unos años y la confinó a la
sombra. Leticia no tendría cómo saber esos detalles por medio de
espadas, bastos y oros: bemoles imprecisos.
Leticia llega siempre tarde. Por eso ella ha estado sola y ata-
reada con los clientes desde temprano pero nunca se lo reprocha

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Las ceremonias

porque es quizá su única amiga. A pesar de la cantidad de gente,


lo primero que hace siempre al ponerse detrás de la vitrina es
abrir el periódico de cincuenta centavos que compra todos los
días, y revisa su horóscopo para saber qué esperar. El día ha sido
normal; los niños han pedido lo que siempre piden, ninguna
sorpresa. Los proveedores vienen el lunes y todas las compras
y las cuentas deben estar bajo control. Antes de irse, Leticia le
recuerda el bautizo de su nieto esa noche.
“Ven”, le dice por cuarta vez, “han arreglado todo muy bo-
nito”. No acepta la invitación, prefiere quedarse viendo televi-
sión, algún programa concurso que tanto le gusta. Se repite, casi
siempre durante la caminata de descenso a su casa, cuando la
noche brilla artificialmente sobre la ciudad, que era bueno que
eso fuera todo. Los adolescentes regresan de estudiar, los adultos
vuelven del trabajo y el movimiento se concentra en un trajín
desordenado de todos hacia sus hogares. Sin dolor, sin reproche a
nadie, se repite en silencio: “En mi juventud no tenía cómo saber
que esto era todo”.
Como todas las noches, la señora de la florería del mercado
le separó un ramo que al día siguiente colocaría en el centro
de la mesa que comparte con su hermana y su cuñado. Charla
apenas con ella. Mientras baja la acompaña el olor húmedo de
la planta. Se acerca a su cuadra y se da cuenta de que el hori-
zonte de las siete de la noche está inusualmente más oscuro. Las
luces de los postes están apagadas y apenas logra ver las sombras
azules de sus vecinos, que no puede reconocer. La noche tiene
una textura diferente, como si estuviesen sumergidos en una
densa neblina o en un paisaje lunar. Antes de entrar a casa, un
bulto se le cruza en el pies, pero no puede ver. Un perro negro

18
Miluska Benavides

en la oscuridad. Tiene esa certeza cuando voltea y lo ve alejarse


al cruzar la pista.
Apenas entra a la calle, advierte que las ventanas lucen oscu-
ras, al igual que las del segundo piso que ocupan los inquilinos.
Abre la reja de la casa, mete las llaves en la puerta y encuentra
la casa sumida en completa oscuridad. Tantea los interruptores,
como de costumbre, pero no prenden; tampoco escucha sonido
alguno y teme, porque usualmente la recibe su hermana en la
cocina calentando la cena, hasta que llegan ella y su cuñado y los
tres puedan comer juntos, pero no oye nada y empieza a caminar
a tientas por la casa oscura. Llega a la sala, que está vacía, luego
va hacia la habitación de la pareja y no encuentra a nadie ni tam-
poco funciona el interruptor; tantea los objetos que la rodean en
la oscuridad y encuentra la ropa de su cuñado colgada en la silla
del lado del velador. Se tropieza con los zapatos. Los guantes que
él usa para manejar el camión apenas han sido dejados por la
mano caliente. Los siente. Va hacia la cocina, revisa los colgado-
res de madera donde están las llaves de la casa, que halla en su
lugar, así como el bolso de su hermana. Lo revisa y están ahí su
dinero y el resto de sus cosas. “Entonces deben estar acá”, se dice,
preocupada. Se dirige hacia el patio interior y solo encuentra las
pálidas plantas del macetero que se estremecen con el aire de
la noche. Solo queda preguntar a los inquilinos de arriba, pero
siente un extraño zumbido interno como una corriente, mientras
le aparece neblina en los ojos y recuerda un sueño recurrente que
ha tratado de enterrar con el tiempo, desde que apareció años
atrás, de una mancha que la persigue. Recuerda haberla soñado
muchas veces. Sigue caminando a tientas y quiere preguntar a
los inquilinos por su familia, pero no puede hacerlo porque una

19
Las ceremonias

extraña presión en el pecho le corta la respiración. “Quizá solo


estoy exagerando”, se dice. Entonces decide esperar, por la os-
curidad de la calle tampoco puede salir, ni moverse, ni llamar,
porque el teléfono de la sala está muerto. Espera la llegada de
alguien o la certeza de que nadie vendría, de que, nuevamente, la
fatalidad de quien ha tratado de escapar volviéndose otra persona
para que no la pueda alcanzar otra vez, la ha cazado finalmente,
y esta vez, piensa, ya no habrá plan de emergencia. Recoge las
flores que había dejado encima de una mesa y se sienta en el sofá
en la oscuridad.
Pasan segundos o minutos, escucha pasos que vienen de la
calle y se confunden con distintas voces. Trata de mirar en la
oscuridad, aunque se le hace difícil, y pasan unas sombras azules
que tocan la puerta. Avanza nuevamente a tientas y abre la puer-
ta. Entran su hermana y cuñado, que, extrañados, comentan lo
quebrada que suena su voz. Su hermana le pone la mano en la
espalda, la toma del brazo y le explica que los han llamado para
ayudar, que no había luz en ninguna casa de la cuadra y debían
revisar si el problema era la fuente de luz. Le explica que pensa-
ban lo peor, como una explosión, pero que revisaron y la fuente
estaba intacta en el parque, donde estaban reunidos los vecinos.
“Una falla”, le explica, “fue solamente eso”. Ella entiende y agra-
dece; la toman del brazo para llevarla a la cocina.
—Sentémonos a esperar —dice su cuñado—. Nos queda
solamente esperar.
Todo está igual, y agradece ella, no le queda ningún plan
en caso de emergencia. Agradece en silencio otra vez, las veces
que sea necesario. Espera con ellos en la oscuridad de la sala.
Escucha el recuento completo del incidente de la luz. Sabe que

20
Miluska Benavides

cuando llegue la electricidad podrán sentarse a cenar, y, antes


de comer y agradecer como todos los días, hablarán sobre los
clientes de la librería, sobre la mujer de las flores que no le gusta
dar de más, sobre el trajín de los camiones de carga los fines de
semana, sobre las discusiones de los jóvenes mototaxistas que
ha visto envejecer, sobre tener familia y deudas, sobre la fami-
lia problemática de Leticia. Podrá ver televisión hasta pasada la
medianoche, despedirse hasta el día siguiente, meterse debajo de
las cubrecamas frías por la humedad mientras espera dormirse
y, con suerte, soñar y recordar el sueño. Podrá esperar la visita
semanal de Sandy y su nueva familia, y pensar en los deberes del
día mientras se toma la ducha de la mañana, como siempre lo
ha hecho, y luego tenderse a esperar a que pasen lentas las horas
en el trabajo y regresar a casa, comer, dormir a la misma hora,
despertarse con la luz de la calle y el ruido de la gente allá afuera,
solamente para notar el paso de los días porque son guarismos de
color negro en el calendario que está colgado en la refrigeradora,
y así sucesivamente, hasta el final.

21
autor

Charlie Becerr a
22
CHARLIE BECERRA cursó estudios de Comunicacio-
nes en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha
trabajado como redactor creativo en distintas agencias
de publicidad en Lima y en Trujillo, donde radica. Sus
cuentos han aparecido en antologías nacionales y extran-
jeras. La investigación El origen de la Hidra. Crimen orga-
nizado en el norte del Perú (Aguilar, 2017) fue su primer
libro. Solo vine para que ella me mate (Planeta, 2019) es
su primera novela.
Seis mosquitos ciegos

Listo, acá te quedas, dijo Mono y depositó al niño


entre los arbustos. Si te mueves te chanco, ¿entiendes?
Te parto, ¿entiendes? Ya regreso, huevada. Que nadie te
vea marcar, y se fue, mezclándose en la noche con las
demás sombras.
No volteó ni siquiera una vez. No tenía forma de sentir
la mirada del niño que llevaba prendida de la espalda.
Mono era su hermano, pero se comportaba con él como
si fuera su padrastro o algo peor. Lo manejaba a las pata-
das, lo sazonaba de insultos. El miedo se lo metía a punta
de combos y cuando alguna vez le preguntaron si eran
hermanos Mono dijo que no. Hermano de quién será
este cabro, y lo empujó para un lado.
Mono había escapado de casa tres años antes de que
mamá muriera. El día que ella falleció, Mono se apa-
reció en el hospital para llevarse al niño. Hubo un

24
Charlie Becerra

tercer hermano, pero Mono no quiso cargar con él, o ella, pues
era apenas un bebé. Prefirió dejarlo en el hospital para que se lo
llevaran a un orfanato o a donde quisieran. O, tal vez, esperando
que muriera. Ese ya no es mi problema, dijo, y se llevó al niño,
jalándolo de los pelos de la nuca.
¿A dónde vamos?, se animó a preguntarle, después de caminar
buen rato. Qué chucha te importa. Tú camina, y siguió tirando de
él calle arriba.
El niño tuvo miedo. No terminaba de entender lo que había
sucedido con su madre. Habían llegado al hospital hacía cinco
días. Cinco días en los que le pareció que ella dormía. Tampoco
podía entender por qué no podía quedarse a acompañarla. Sin
embargo, no se atrevía a hacerle otra pregunta a Mono. Veía sus
brazos y los encontraba larguísimos. Comparados con los suyos,
parecían ramas de guabo. Había uno de esos árboles sembrado
en el centro del patio del colegio donde el niño asistía. Esperaba su
turno para treparse a él como el resto de sus compañeros, pues era
el único juego que había.
Otro jalón de pelos y otra vez su atención se centraba en
Mono.
La cara huesuda, como si la piel no fuera sino pintada, las
cejas entrelazadas, la nariz brillante, atacada de burbujas rojas,
labios gruesos o hinchados. Los ojos no quería verlos: el miedo
fluía directamente de ellos.
La gente a su alrededor parecía no reparar en ellos. Al pasar,
hombres, mujeres, viejos, levantaban una brisa que alcanzaba al
niño en los ojos y lo obligaba a parpadear. Él buscaba la atención
del alguno, pero no conseguían colgar su imagen en ninguna de
sus miradas de estatua.

25
Seis mosquitos ciegos

Varias cuadras más adelante, Mono lo obligó a subir a un


auto. El niño quiso resistirse, pero Mono lo alzó del cuello de la
chompa como si fuera un conejo. Había dos personas más aparte
del chofer. Detrás de ellos, subió una mujer y el auto partió. El
niño trataba de respirar lo menos posible, pues cada vez que to-
maba aire, su brazo derecho rozaba inevitablemente con el hom-
bre que tenía al costado. El hombre dormía con la cabeza apoyada
contra la ventana. A mitad de camino, Mono metió la mano al
bolsillo y sacó un puñado de monedas y billetes. El niño reco-
noció las monedas de cincuenta céntimos y las de un sol, pero
las demás no las había visto o, al menos, no recordaba haberlo
hecho. Con los billetes le sucedió algo parecido. Sabía que eran
dinero, pero solo porque tenía números impresos en ellos. A su
madre nunca le había visto sacar un puñado de plata como ese de
sus bolsillos, y se preguntó de dónde lo habría conseguido Mono.
Mono le alcanzó algunas monedas al chofer y volvió a guar-
darse el resto.
Los ronquidos del hombre a su derecha empezaron a con-
tagiarle el sueño. El niño pegó el mentón al pecho y se alejó del
bullicio que llegaba desde la calle. Mono lo despertó de los pelos.
Lo sacó del auto con tal fuerza que el niño calló de rodillas al suelo.
La arena y las piedrecitas que se clavaron en sus rodillas y manos
le hicieron darse cuenta de que estaba lejos de donde había estado
antes.
A su espalda, alguien rio.
Mono cerró la puerta y empezó a caminar.
Avanza, pe, mierda. Se notaba que también se estaba aguan-
tando la risa.
El niño estaba hambriento. Desde que salieron del hospital,
tenía ganas de ir al baño. Siguió caminando en pos de su herma-

26
Charlie Becerra

no: más miedo le provocaba ahora perderse en aquel lugar que los
jalones a los que ya se iba acostumbrando.
No había veredas, no había casas, tampoco árboles. Lo que
más lo asustaba, es que no hubiera personas. Nadie más que ellos
dos. Era como si hubieran descendido del auto a la mitad del
desierto. Quería ver a su madre, estar con ella, quería huir de ese
lugar y de su hermano, y de donde fuera que él lo estuviera lle-
vando. Cuando Mono volteó a verlo, supo inmediatamente en
lo que estaba pensando. El niño se quedó congelado mientras lo
tomaba del brazo.
Rápido, mierda, que nos están esperando.
El niño palideció y se hizo más pesado. ¿Quiénes los estaban
esperando?
Mono sintió el tirón hacia abajo y lo devolvió con más furia.
Lo amenazó, le prometió golpes durísimos, sacarle sangre, le pre-
guntó si quería morir.
El niño volvió a ponerse en pie como respuesta y siguió
avanzando. Pronto se toparon con una alambrada. Mono lo hizo
pasar a través de una abertura que había en ella. Detrás de la cerca,
se elevaba, rodeado de arena, un galpón gigantesco y negro.

Le gustaba el aroma de las hojas que le rozaban la nariz y la


boca. Agazapado entre los arbustos, le hacía recordar al olor de
sus manos después de haber jugado.
En el galpón también se podía jugar, pero los juegos eran dis-
tintos. No eran divertidos.
A veces, él y los demás niños formaban dos grupos. Cada gru-
po elegía una palabra clave. Los niños tenían la misión de captu-
rar a otro del grupo contrario y obligarlo, mediante puñetazos,

27
Seis mosquitos ciegos

rodillazos, mordiscos, o lo que fuere, a revelar la palabra clave de


su grupo. El niño capturado debía resistir lo más posible y no re-
velarla, pues al hacerlo, el grupo agresor resultaba ganador. La ma-
yoría de juegos terminaban de la misma forma. Con los ganadores
exhaustos, y los perdedores humillados, infelices, ensangrentados.
Esto es para que aprendan a no cantar, les decía Atila, uno
de los maestros en el galpón. Así si los agarran un día, aguantan
lo que sea pero no hablan. Ni nombres, ni direcciones, ni nada.
Ustedes no saben nada.
Atila era, más bien, un tutor. Un día, por ejemplo, hizo que
trajeran un auto al galpón y les enseñó como abrirlo sin utilizar la
llave. Una vez abierto, también les indicó las piezas dentro de la
cabina que valían más y los lugares habituales donde los dueños
guardaban sus cosas de valor: debajo del asiento, debajo los pisos de
jebe, bolsillos ocultos en los techos.
La guantera mejor ni la abran, solo hay puros papeles y cosas
baratas.
Incluso les enseñó cómo encender el auto haciendo rozar unos
cables bajo el timón.
El niño miraba con atención, tratando de cazar cuanto pu-
diera de lo que Atila decía.
Ahora, repasando la última lección, se daba cuenta de que
sabía el significado de cada una de las marcas.

Deberías haberlas traído apuntadas, como hace el resto, le


había dicho Mono, mientras iba a dejarlo en el lugar desde donde
marcaría.
Sí me las sé, respondió el niño, envalentonado por estar se-
guro de lo que había aprendido.

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Charlie Becerra

Al que no quería jugar, castigo. Al que no prestaba atención,


castigo. Al que no acataba las órdenes, castigo.
Desde la muerte de uno de los maestros, uno al cual el
mismo Atila veneraba y al que, aunque sonara gracioso, le decía
Mami, las reglas se habían recrudecido: a cualquiera, por cualquier
motivo, castigo.
Al niño, su madre nunca le había hecho las cosas que les ha-
cían en el galpón. Lo máximo a lo que había llegado era a bajarle
los pantalones y darle con el cordón de la plancha. Nada compa-
rado con lo que le tocaba pasar en el galpón.
Seis mosquitos ciegos.
Un castigo tan aterrador como sencillo.
Atila juntaba a los castigados y los metía en un pequeño
cuarto que había dentro del galpón y que servía para probar algún
explosivo o como dormitorio para los secuestrados.
Apagaba la luz y se encerraba con ellos y su revolver con el
tambor lleno. Seis balas en total.
Ponía la canción que se le antojara escuchar a todo volumen,
daba algunas vueltas y empezaba a disparar.
A ciegas.
Cuando se apagaba la música y la puerta volvía a abrirse, Atila
salía haciendo girar su revolver con el dedo índice metido en el
guarda monte. Luego salían los niños ilesos o heridos. Casi nun-
ca salían todos los que habían entrado con él. Los piquetes de
los mosquitos solían ser mortales. Así era como se había ido Ro-
drogo, cuyo nombre había sido modificado al alcanzar las veinte
bolsitas de terocal que necesitaba aspirar al día y con el que el niño
había entablado algo parecido a una amistad.
Dormían en la misma cama y conversaban hasta bien entra-
da la madrugada, recordando cada cual el lugar del que provenía.

29
Seis mosquitos ciegos

Rodrogo había fallado durante un atraco a una tienda. Tenía que


atraer la atención de la mujer tras la caja registradora, diciéndole
que afuera en la calle estaba su abuelita, que acababa de tropezar
con una piedra y que no conseguía ponerse en pie. Pobrecita, le
duele mucho, se agarra la cabeza. Acompañando sus palabras con
una mirada perruna. La mujer picó el anzuelo y salió tras el niño.
Una vez en la calle, Rodrogo dejó escapar su personaje, eviden-
ciando falta de precisión en los detalles y echando una mirada
atrás junto en el momento en que los demás ingresaban a a la
tienda.
Dos de ellos fueron capturados por su culpa.
Rodrogo consiguió escapar de la mujer, pero no del castigo
que le esperaba en el galpón. La última vez que el niño lo vio, suc-
cionaba la que sería su última bolsita de terocal con tal agitación
que constantemente se le metía en la boca, casi como si quisiera as-
fixiarse antes que morir de otra manera.
Casi fue un alivio cuando Atila lo invitó a pasar con él y otros
ocho castigados más al cuarto.
Así fue como el niño comprendió que lo mejor era prestar
atención y obedecer.

Una equis cuando se trataba de un buen objetivo.


Si ven que hay dos o más televisores, precisaba Atila, más de un
carro en la cochera, si ven que los que viven ahí llegan siempre con
bolsas llenas de haber comprado, entonces esa merece una equis
así, bien grande, que se note.
Un rectángulo horizontal dividido en cuatro si es que hay
perro. Dividido en cinco si parece ser de los bravos o de raza
grande. Un rombo para una casa deshabitada.

30
Charlie Becerra

Una raya con dos círculos encima si hay niños solos durante
la mañana. Por debajo de la raya cuando los niños se quedan
solos por la tarde.
La marcan con una aureola si ven que la gente es religio-
sa, decía Atila y dibujaba un óvalo acostado, en la pared que le
servía de pizarra. En lo personal, yo paso de largo con esas. Con
Dios no me meto, y mirando al cielo decía, positivo contigo
Papá Lindo.
Cuatro barras si la casa tiene una reja con candado.
Una barra más que cruce a las otras si la reja está electrifi-
cada.
La segunda parte era la más complicada. Las pequeñas va-
riaciones en los dibujos de los triángulos podían significar gran-
des diferencias. Uno así, normal, sin nada, significa que la casa
ya fue robada. Uno con una rayita abajo, casa de empresario.
Uno con un punto en el medio, casa de policía.
Uno con dos palitos como patitas, a ver si adivinan, ¿ah?
¿Nada? Que recién se están mudando. Piensen, asnos.
Había muchas más, pero aquellas eran las principales. Ati-
la les había enseñado que también podían combinarse. Lo im-
portan era observar bien, durante el tiempo suficiente antes de
marcar. La elección del lugar ya quedaba a criterio de cada uno.
Importante, ojo: no marcar en los árboles con navaja, porque
luego quieres borrar lo que has hecho y es una huevada. Postes,
veredas y paredes, ahí sí, con confianza nomás.
Las tizas ya no se usaban. La marca siempre quedaba borro-
sa y desaparecía con solo rozarla. Era mejor el spray. El día en
que le dieron el suyo por primera vez, el niño se divirtió mucho
aprendiendo a usarlo. Pasó varios minutos dibujando en una pa-
red del galpón figuras blancas de todas formas y tamaños. Le

31
Seis mosquitos ciegos

gustaba el sonido que hacía al agitarlo, como si hubiera una pe-


lotita de metal atrapada en el cilindro, y olor intenso que despe-
día al rociarlo.
Aún acuclillado, después de asegurarse que Mono ya se ha-
bía marchado, el niño se vio tentado a sacarlo. Sabía que era muy
pronto. Se obligó a hacer lo que debía.

El parque se veía distinto de noche que cuando lo vio a la luz


del día. La semana anterior, Mono lo había llevado a una visita
exploratoria del terreno. Habían dado algunas vueltas mientras
él le daba las indicaciones del caso. Al llegar al fondo del parque,
empezó a caminar más lento.
¿Ves estas tres casas que hay al frente?
¿Cuáles?
La verde, la ploma y la otra verde, dijo Mono señalando con
los ojos. Sí.
En una de esas tres vive un pata, empresario. Uno pelado, con
barba, alto, agarrado.
Tienes que ver en cuál vive.
Mono también le había dicho el nombre del empresario,
pero el niño no podía recordarlo. Era un hombre que viajaba
mucho: no tenía auto, pero sí dinero.
Está forradazo. Pero no sabemos si éste es su jato jato. O sea,
donde vive, donde tiene sus cosas o si solo viene acá de paso. Fácil
vive con alguien más y no sabemos. Lo hemos seguido hasta aquí
antes. Hace tiempo que dejamos de reglarlo, porque nos cansó
que viajara tanto. Pero ahora parece que ha vuelto. Ya cerramos
con el guardián para que no venga la próxima semana. Le baja-
mos un sencillo y va a decir que está mal, enfermo. Así que tú

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Charlie Becerra

mismo eres, mujer. Chequea dónde vive y marcas como si fuera


una jato cualquiera. Aguanta, dice Mono rascándose por detrás de
las orejas. Ya que vas a estar acá, mejor las marcas todas, las tres, a
la mierda.
De día, las tres casas eran tan bonitas como las demás que
había alrededor del parque. Pero durante la noche, la oscuridad
le borraba los colores y las hacía ver como castillos. El niño no
sentía miedo. Estar solo en medio de tanta tranquilidad era mejor
que estar en el galpón, dando vueltas en la cama, escuchando lo
que decían los demás, llorando por su mamá, intentando dormir.
Las primeras noches le fue imposible.
El colchón que le habían dado olía a basura, estaba agujerea-
do, sentía los resortes emergían como garras oxidadas. Lo peor:
tenía que compartirlo.
Con cuatro niños más.
Alguno de ellos se orinaba a la mitad de la noche. El líquido
tibio y al aroma ácido despertaban a los demás. No había lugar
protesta. Tenían prohibido levantarse de la cama antes del ama-
necer.
No había conseguido contar cuántos niños eran en total en el
galpón, pero le parecía que eran muchos. El mismo día que Ro-
drogo murió, otro niño ocupó su lugar. Con el tiempo se fue
acostumbrando y pudo volver a dormir. Quizá lo venció el can-
sancio de pasar tantas horas angustiado, con los párpados bien
apretados, extrañando a su madre.
Desde que supo que era su turno de salir del galpón, el niño
se sintió emocionado.
El propio Atila le comunicó que había un trabajo para él y
lo encargó con Mono para que le explicara de qué iba. Se notaba
que a Mono le tenían mucha confianza, los otros muchachos de

33
Seis mosquitos ciegos

su edad lo respetaban. El niño se preguntaba qué es lo que Mono


había hecho para ganarse ese respeto. Tú y todos me tienen que
obedecer bonito, yo voy a ser el próximo Atila, le había advertido.
Mono era su hermano, pero ahora se había convertido en
una especie de jefe o padrastro.
El niño pensó que si hacía bien su trabajo, a Mono también
lo felicitarían, y empezaría a tratarlo mejor.
Se frotó la cara y empezó a observar la primera casa. La verde,
que a esas horas se veía tan gris como la que estaba a su derecha.
Las luces del segundo y tercer piso estaban encendidas. Cada
tanto, una sombra cruzaba tras las cortinas que no dejaban ver el
interior de la casa, la cual parecía llena de una calidez sabor vainilla.
Poco después, las luces se apagaron.
El niño pensó que los habitantes de la casa dormían, cuando
la puerta se abrió y salió un muchacho con un perro. Uno peque-
ño, del tamaño de un conejo y recubierto de pelos. El muchacho
quería hacerlo avanzar por la calle, pero el perro se había quedado
parado, olfateando el aire en dirección a donde estaba oculto el
niño.
El niño se tomó de la chompa y la pegó a su nariz.
Nina, vamos. Ven, Nina, decía el muchacho sin tomarle im-
portancia, tirando de la cuerda.
La perrita opuso algo más de resistencia antes de avanzar jun-
to a su dueño. El niño pudo volver a respirar.
Mentalmente, le puso una marca rectangular a la primera
casa.
Después de que el muchacho y la perrita volvieran, el niño
empezó a sentir sueño.
No sabía la hora, pero, salvo la casa ploma, en las otras dos
ya no había actividad alguna.

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Charlie Becerra

Si ya no puedes, si ya no aguantas, te vas a la caseta del guar-


dián. Ahí te puedes dormir, pero no más de dos horas, no vaya
a ser que te encuentre alguien y ahí sí la canción criolla, le había
dicho Mono.
La caseta estaba ubicada en la rotonda, justo al centro del
parque.
El niño se prometió ir para allá apenas se apagaran también
las luces de la casa ploma.
Esta era distinta de la primera. No tenía un muro que la
rodeara, sino una reja negra antigua, con volutas justo antes de
llegar a las púas que la remataban. Esto le permitía al niño ver
también el primer piso. No había autos estacionados en el espacio
que había entre la reja y la puerta, pero no alcanzaba a distinguir
muy bien el interior a través de las ventanas.
Se deslizó un poco a su izquierda, para tener una mejor posi-
ción. Se asomó a través de las ramitas que lo escondían.
Dentro, en lo que parecía ser la sala, había alguien.
La niña estaba sentada en el sofá y mantenía la vista puesta en
la televisión. Se llevaba cucharas de comida a la boca. No parecía
mucho mayor que el niño, pero la rodeaba un aura de serenidad
adulta, como si fuera imposible hacerla participar de un juego.
Le provocaba algo parecido a un dolor de estómago, pero el
niño no podía dejar de mirarla.
Cuando finalmente pudo mover su foco de atención hacia
otra cosa, empezó a inspeccionar el resto de la habitación.
Los ojos del niño brincaba del gigantesco televisor panta-
lla plana al equipo de sonido cuyos parlantes eran grandes cajas
metalizadas y luego, a los vidrios de luz blanca que colgaban del
techo. Se esforzaba por identificar los objetos más pequeños, pero
su concentración se hizo añicos al oír un vehículo aproximándose
por la calle. Se oía pesado.

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Seis mosquitos ciegos

La camioneta redujo la velocidad a pocos metros de la casa


de rejas.
Las vueltas de sus enormes llantas eran tan amplias como los
giros de la tierra.
Se estacionó con un bufido. El conductor no calzaba con
la descripción que Mono le había dado del empresario. Este era
muy flaco, usaba lentes e iba con el cabello alborotado y blanco.
La casa que hasta entonces se había hecho acreedora de una equis,
ahora, con la llegada de aquel vehículo tan grande y lujoso, aca-
baba de subir de categoría.
Merecía una equis encerrada en un cuadrado. Gente de mu-
cha plata.
Al volver su mirada hacia la ventana, la niña ya no estaba.
El hombre entró a la casa y fue como si en aquella sala hu-
biera estado siempre vacía.

El niño despertó y la luz le aplastó la cara. Se había quedado


dormido. Su pánico se multiplicó con la figura que tenía delante.
¿Qué haces acá?
Pensó que se trataba de un policía; pero, no consiguió en-
contrar ningún tipo de insignia en el uniforme verde.
¿Qué haces?, una vez más.
El niño pensó en el castigo que le esperaba en el galpón si
lo llegaban a atrapar: fue como una volquetada de carbón a su
cerebro.
Shhh, dijo y se llevó un dedo a los labios. Yo los salvo a todos.
El jardinero lo miró por un segundo más. Una sonrisa cóm-
plice se dibujó en su cara.
Buena voz, dijo y se fue. Llevaba un rastrillo y tijeras.

36
Charlie Becerra

La noche anterior ya no había sucedido nada de interés


después de la llegada de la camioneta. La tercera casa, la otra
verde, parecía incluso abandonada.
El niño se fue a la caseta a tomar un descanso, pero ape-
nas apoyó su cabeza contra una de las paredes de triplay, cayó
en un sueño abismal.
Creyó haber soñado con la niña.
Buscó el lugar que había dejado durante la noche. Tro-
taba encorvado, los pies cepillando el césped. Llegó tras los
arbustos en el momento justo en el que la camioneta partía.
Solo cuando no estaba, era posible comprobar la gran porción
del frontis de la casa ploma que no dejaba ver.
Sin darse cuenta, el niño se había metido a la boca una
de las hojas que le rozaba los labios. Antes que masticarla, la
aplastaba con la lengua contra su paladar.
Tenía hambre.
Su última comida no era más que un recuerdo.
Arrancó dos hojitas más y también se las metió a la boca.
La puerta de la casa se abrió y apareció la niña. Llevaba
una blusa blanca, una falda gris a cuadros y el cabello recogido
en una cola de caballo. Él dejó de masticar por un momento:
el sonido de sus mandíbulas interrumpían su concentración la
contemplación. La niña tenía los brazos cruzados sobre el pe-
cho, la mirada baja, estudiando el contorno de sus zapatos en
el suelo. Tras ella apareció una mujer. Llevaba una mochila que,
por el color y las figuras estampadas, el niño supo era de la niña.
Ambas tenían la piel pálida. Su mamá, pensó.
La mujer giró varias veces la llave en la cerradura de la
puerta e hizo otro tanto con la cerradura de la reja. Sacó un
candado de su bolsillo y lo colocó por dentro.

37
Seis mosquitos ciegos

Ambas tomaron la calle.


El andar también era el mismo.

Mono apareció de un momento a otro, como si todo el tiem-


po hubiera estado oculto detrás de un árbol. Antes de siquiera
saludar al niño, le pidió cuenta de las novedades. No saber del
empresario lo puso de malas.
No se te habrá pasado, ¿no, mujer? No, no ha venido.
Porque yo te cortó, ¿sabes, no? Sí, pero no. No ha venido.
Mono traía un reloj nuevo bailando en la muñeca.
Saca, mierda, ¿qué miras tú?, dijo escondiendo el brazo. ¿Ya
comiste? No.
Mono se fue y volvió con una bolsa de bizcochos y una ga-
seosa. Mientras el niño comía desesperado, Mono se sentó a su
lado, sacó un cigarrillo y empezó a fumar.
El niño no quería que Mono viera a la niña. No le habría
gustado escuchar el tipo de comentarios que Mono hacía al ver a
una mujer, cualquiera que fuera, caminando por la calle.
No te preocupes, voy a estar atento, le prometió un par de
veces. Mono se fue al terminar su cigarrillo.
Regreso, mujer.
La niña volvió algunas horas después, cuando el sol estaba
alto y en la bolsa ya no había ningún bizcocho.
No volvía con su madre, sino que se bajó de un vehículo
lleno de niñas vestidas igual que ella. La conductora esperó a que
atravesara la reja antes de partir. Mientras giraba la llave de la puer-
ta, el niño se dedicó a contemplar la escena.
Era hermosa. El sol hacía relucir su cabello como una fiesta.
La camioneta llegó con un estruendo.

38
Charlie Becerra

El niño reaccionó agazapándose profundo tras los arbustos.


El hombre de gafas brinco fuera del vehículo. Se ajustó el cin-
turón mientras inspeccionaba ambos lados de la calle. Cerró la
camioneta, entró en la casa rápidamente.
El niño volvió a verlo en la sala, a través de la ventana.
El hombre de gafas se pasaba la mano por el cabello, girando
la cabeza para un lado y para otro. ¿Qué busca?, se preguntó el
niño.
Un taxi apareció en escena: se estacionó frente a la casa verde
de la izquierda. Un movimiento en la casa ploma atrajo su aten-
ción de vuelta.
Las cortinas de una de las ventanas del segundo piso acaba-
ban de abrirse. La niña asomó la cabeza y al ver la camioneta, las
cerró a medias.
El niño volvió al taxi, del que bajaba un hombre con gorra.
El hombre de gafas estaba gritando. Tenía la boca abierta, las
manos en la cintura y la mirada puesta en el techo de la sala.
El hombre de gorra entró en la casa verde. El niño lo cazó
justo cuando cerraba la puerta tras de sí y se quitaba la gorra.
Creyó ver el fugaz destello de su cráneo antes de perderlo de vista.
El hombre de gafas ya no estaba en la sala. Apareció en la
misma ventana por la que hacía solo un instante había asomado
la niña. Terminó de cerrarlas con fuerza.
El niño se dio cuenta de que llevaba varios segundos conte-
niendo la respiración.

Aquella noche en la caseta, el niño imaginó lo que sería su


vida si pudiera compartirla con la niña.

39
Seis mosquitos ciegos

Había vuelto a verla una vez más, avanzada la tarde. Al llegar


su madre, la niña salió a recibirla con un fuerte abrazo. Ambas
quedaron entrelazadas sobre la vereda. Viéndolas salir durante la
mañana, nadie hubiera creído que se quisieran tanto. Luego en-
traron a la casa, sin soltarse. No se veían dispuestas a hacerlo.
Todos los elementos que él anhelaba para su mundo estaban
ahí, ella los tenía.
Sobre todo uno. Mamá.
Sin embargo, había algo que no iba bien.
Poco después de que llegara la madre, el hombre de gafas sa-
lió tan apresurado como había entrado. Se le veía sumamente serio
y por cómo arrancó su camioneta daba la impresión de que algo
allí adentro no le había gustado nada. El niño trataba de entender
la mecánica de aquel hogar, pero muy pronto se daba cuenta de
que para ello, él mimo tendría que haber vivido en uno.
El hombre de gafas no se parecía en nada a la niña.
Cuando los postes de luz empezaron a despertar, la niña se
instaló en la sala. A ver la televisión, tal como la encontró el niño
la noche anterior. El niño se quedó allí, olvidándose de la existen-
cia de las otras dos casas que tenía que vigilar. Olvidando también
del parque, las personas y la ciudad.
De él mismo, incluso.
Tratando de circunscribir su propia existencia al rectángulo
de luz que tenía al frente y al espacio que la niña había dejado
junto a ella en el mueble.
Mantuvo la conexión hasta la llegada de la camioneta.
Paladeaba las últimas instantáneas de la niña que había to-
mado mentalmente durante aquella segunda jornada y ya empe-
zaba a añorar la protección de la caseta de guardianía, cuando la
puerta de la casa verde del extremo izquierdo se abrió.

40
Charlie Becerra

La aparición del hombre duró muy poco.


Salió llevando una gran bolsa de basura que depositó en un
cubo de la esquina más próxima, por donde pasaba el camión.
No tenía pelo, era alto y los hombros se marcaban firmes bajo
la camiseta.
El empresario. Tal como Mono lo había descrito.
Cuando le señalara la casa a Mono, el trabajo del niño es-
taría terminado. Pero no estaba listo para irse.

Mono no apareció al día siguiente. Quienes sí visitaron al


niño fueron unos síntomas de resfriado bastante agresivos, pues
el viento helado de la madrugada había dado con su escondite en
la caseta. Le goteaba la nariz y tenía escalofríos. A pesar de eso,
apenas despertó, retomó su lugar tras los arbustos.
La rutina se repitió con minúsculas variantes.
La niña volvió a su casa del colegio pasado el mediodía. El
hombre de gafas llegó poco después con el pelo alborotado y la
camisa fuera de los pantalones, apurado, como si llevara ganas de
ir al baño.
Un taxi llegó a recoger al empresario que se ausentó de casa
por algunas horas. Nina, la perrita, salió con su dueño a pasear y
comprar el pan.
El hombre de gafas volvió a montarse en su camioneta y
partió raudo, esta vez, antes de que llegara la madre de la niña.
El cambio más notorio se daría por la noche, cuando el niño
se quedó esperando en vano la aparición de la niña en la sala.
Quizás también a ella le ha chocado el frío, pensó antes de
recordar la calidez que despedía a simple vista su hogar.
Debía tratarse de algo más.

41
Seis mosquitos ciegos

Retornó a la caseta desanimado, con el malestar estruján-


dole los huesos. Lo único que lo había mantenido de pie durante
el día era la esperanza de un tiempo a solas, a la distancia, con
ella.
Se dejó caer dentro del cubículo y se rindió.
Se le escaparon mares de sudor frío, mientras él a su vez nau-
fragaba en una gran y monstruosa y afiebrada pesadilla. Cada que
emergía de ella, a causa de un espasmo o un ataque de tos, se
encontraba con el embudo de paredes de madera que se cerraban
sobre su cabeza.
El amanecer le trajo el calor que necesitaba para volver a la
vida.

El jugo de las hojas corría otra vez dentro de su boca. Hacía


muy poco había abandonado la caseta. No había podido hacerlo
antes de mediodía por sentir que el frío aún lo tenía atado de
pies y manos: había rogado al cielo para no tener que encontrarse
nuevamente con el jardinero que ya lo había sorprendido ahí la
vez anterior.
Ningún juego de escondidas podía durar tanto.
Llegó justo en el momento en que la niña entraba a su casa.
No alcanzó a ver más que el dorso blanco de sus rodillas y el
movimiento de la coleta como un vaivén de despedida.
Cuando el hambre arreció, no solo se dedicó a mascar las
hojas, sino a tragarlas. Primero un par, luego unas diez, y lue-
go, al comprobar que casi estaba acostumbrado al sabor, todo un
puñado de hojas arrancadas bruscamente. No era fácil hacerlas
pasar por su garganta: se quedaban pegadas detrás de su lengua.
Hubiera dado lo que fuera por otra bolsa de bizcochos. Cerró los

42
Charlie Becerra

ojos. Sintió su ropa mojada bajo las axilas. Tenía ganas de llorar,
pero no las fuerzas para hacerlo.
La mano le impactó en el cuello como un latigazo. Tuvo que
apoyarse con las suyas para no dar de lleno con la cara en el suelo.
No jodas. ¿Estás durmiendo?
El niño se volvió asustado. Mono lo miraba como si fuera
excremento que hubiera estado a punto de pisar.
¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
El niño no respondió. Seguía agitado por el susto.
Un rechinar de neumáticos: la camioneta frenó bruscamente
frente a la casa ploma.
La niña abrió la puerta de su casa. Ya no llevaba puesto el uni-
forme, sino unos jeans y una blusa negra, y traía un bolso de mano.
Se paró en seco al ver el vehículo. El hombre de gafas se bajó al
tiempo que ella corría para abrir la reja. La tomó del brazo cuando
ella ya tenía un pie en la calle. La niña intentó zafarse, pero el
hombre puso su otra mano en su vientre para empujarla hacia
adentro. Chucha, dijo Mono que también estaba viendo todo. Ni
la niña ni el hombre decían nada, se limitaban a continuar con
aquella lucha de fuerzas que ella terminó perdiendo.
La puerta se cerró, pero la acción continuó en la sala. Chu-
cha, chucha, decía Mono, excitado.
El hombre arrojó a la niña contra el mueble. Ella le arrojó
su bolso y trató de mantenerlo alejado pateando, manteniendo
las piernas en alto. Él hizo dos intentos para volver a tomarla
antes de que cayera en cuenta que la ventana tenía las cortinas
abiertas.
Corrió las telas con una mano mientras que con la otra se
desabrochaba el cinturón. Chucha, ¿esta huevada has estado vien-
do, pendejo?, rio Mono.

43
Seis mosquitos ciegos

El niño no salía de su ensimismamiento. El hombre había


bloqueado su mente al correr las cortinas. La siguiente frase de
Mono y su risa lo hicieron reaccionar.
Hoy la chibola recibe parejo.
¿Qué?
Que hoy cobra.
¿Quién?
La chiquilla, la chibola. Hoy recibe la chiquita, y se frotó la
entrepierna con ambas manos.
Dentro del niño, el miedo, la impotencia, la vergüenza, el
asco y la enfermedad empezaron a mezclarse en una sola olla de
magma burbujeante. Ver el rostro sedicioso y grotesco de Mono
le provocaban vomitarle encima.
El otro pareció darse cuenta de lo que el niño estaba sintiendo.
¿Qué pasa? No me digas que te gusta esa perrita.
Justo cuando los caninos empezaban a aflorarle en una nueva
mueca de risa, el niño se lanzó directo a su cuello.
Ambos rodaron por el césped.
Mono intentando quitárselo a puñetazos en los costados, y
el niño gruñendo, clavando las uñas en la piel infinitamente elás-
tica de su hermano.
La fuerza de Mono era mucho mayor.
Alcanzó a tirar la pierna hacia atrás para clavarle un rodillazo
tanto en el pecho como en el estómago. El niño quitó las manos
donde las tenía para cubrirse la parte sentida. Las lágrimas le co-
rrían por detrás de las orejas y se perdían bajo su ropa.
Mono se levantó tambaleante, tosía.
Se acercó al niño y el encajó dos patadas. Una en el hombro
y otra en la espalda. Se preparaba para una tercera, pero no con-

44
Charlie Becerra

siguió conectarla. El jardinero le pasó un brazo por el cuello y lo


arrastró lejos del niño.
¡Deja, mierda!, alcanzó a decir Mono. Otro jardinero ayudó
al niño a levantarse.
¿Estás bien, chiquillo?, y volviéndose al Mono, ¿Qué te pasa?
¿Por qué le pegas? Yo lo conozco, dijo el otro señalando al niño, el
chibolo juega por acá.
El niño levantó la vista: era el mismo jardinero que lo había
sorprendido durmiendo en la caseta.
Mira el bobo que tiene, dijo el que lo había ayudado a po-
nerse de pie. Señalaba el reloj en la muñeca de Mono. Este con-
chasumadre es choro.
Vamos, mierda, a la comisaría. ¡Camina! Espera. Revisa lo
que le ha quitado al chibolo.
El jardinero que conocía al niño metió la mano libre en los
bolsillos de Mono. Sacó varios billetes.
¿Estos son tuyos? El niño asintió.
Ten. Mejor anda a tu casa.
El niño vio cómo se llevaban a su hermano.
Mono se sacudía rabioso.
Al ver todo el dinero que tenía en la mano, el niño se le ol-
vidó el dolor en su cuerpo.
Era su oportunidad de escapar.
Antes de irse, le echó una última mirada a la casa ploma.
Pensó en la niña y lo que estaría pasando, lo que el hombre
le hacía cuando su mamá no estaba.
Recogió una piedra del suelo. Caminó hacia la casa. La ven-
tana quedo hecha pedazos.
Huyó.

45
autor

María josé caro


46
María José Caro, Lima, 1985. Estudió comunica-
ción en la Universidad de Lima y tiene un máster en co-
municología por la Universidad Complutense de Madrid.
Es autora de los libros ¿Qué tengo de malo? (Premio Luces El
Comercio, 2017), Perro de ojos negros (Alfaguara, 2016) y
La primaria (Alfaguara juvenil, 2012). Su obra ha sido pu-
blicada en Perú, México, Chile, Argentina, España y Co-
lombia. Ha participado en diversas antologías de ficción
nacionales e internacionales y colabora en suplementos
culturales como Vicio Absurdo y El Dominical. En 2017,
el Hay Festival la seleccionó dentro de la iniciativa Bogotá
39 que busca reconocer a los mejores autores de ficción
latinoamericanos menores de 39 años.
Beirut

Los vecinos de mi calle eran perros. El mastín


de la casa de la izquierda se llamaba Thor; la bulldog de
la esquina era Lola. Conocía los nombres de las mas-
cotas de la cuadra sin saber quiénes eran sus dueños.
Tampoco me importaba. Se trataba de seres anónimos
que levantaban los portones eléctricos y desaparecían
en sus autos. Las únicas veces que mi madre lidia-
ba con ellos era porque se disparaba alguna alarma
y salíamos asustados. Constataba de que se trataba
de un error y regresábamos a casa. El domingo del
robo no sonó ninguna sirena, tampoco ladraron los
perros. El estanque calmado que era nuestra calle se
alteró por el grito de una niña que un par de segun-
dos después tocó el timbre de casa. Mi madre corrió
a la puerta. La abrió instintivamente, sin precaucio-
nes, quitando esa cadena de seguridad que reducía la
identidad de los mensajeros a un tercio de sus rostros.

48
María José Caro

La niña jadeaba y llevaba de la mano a un niño más pe-


queño y de orejas alargadas. Los reconocí de inmediato. Am-
bos formaban parte del paisaje silencioso y aburrido de mis
mañanas. Dos hermanos en uniforme azul que, del otro lado
de la pista, aguardaban con ojos adormilados a que los reco-
giera la movilidad. A veces Ruth conversaba con la empleada
que los escoltaba cargando sus mochilas. Hablaban del nuevo
vigilante de la cuadra, de las ausencias repentinas del jardinero,
de los horarios en que el bus a Manchay iba vacío. Pensé en el
perro que vivía en aquella casa resguardada por enredaderas. Un
cocker viejo de hocico blanquecino que paseaba en el mismo hora-
rio que Mota.
—¿Qué pasó? ¿Están bien? —preguntó mi madre.
—Se han metido a robar a la casa —explicó el niño hiper-
ventilando.
—¿Cómo se llaman?
—Yo soy Daniela y él es Bruno. Somos hijos de Juan Canesa.
Mi papá nos mandó para acá. Se fue a perseguirlos.
Mi madre los obligó a entrar al jardín y cerró la puerta con
seguro. Daniela respiró hondo y nos contó que esa tarde volvían
del cine. Que su padre presionó el control remoto del garaje y
cuando el portón de madera se levantó, encontraron una station
wagon estacionada en la losa. Que ella logró distinguir a un hom-
bre de bigotes canos acomodando un televisor en la maletera. Nos
dijo que esa escena habría durado cinco segundos. Que apenas los
ladrones los vieron, el hombre del televisor saltó a la maletera y el
auto arrancó a toda velocidad.
—Macarena, llévalos a tomar agua. Voy a llamar a la policía
—dijo mi madre caminando hacia la puerta principal.

49
Beirut

Cuando llegamos a la cocina, el niño no paraba de llorar, se


secaba las lágrimas con el polo rojo que traía puesto. Busqué una
gaseosa en el repostero y serví el líquido en dos vasos, sin hablar,
incapaz de concentrarme en nada que no fuera la desesperación de
Bruno. Sergio apareció en la cocina pateando la puerta de vaivén
como un agente del FBI. Se aproximó al niño y le sujetó el hombro.
—Tranquilo. A tu papá no le va a pasar nada. Los choros se
han ido corriendo, son unos maricones —le dijo.
—Mi papá va a estar bien. Tú sabes que es un loco. Él va
a estar bien —soltó Daniela mientras le ofrecía a su hermano
un vaso de gaseosa. El líquido naranja bailaba como si estuviera
entre las manos de un enfermo de Parkinson.
—Él no me preocupa… Y ¿Beirut? —preguntó Bruno aho-
gado en un ataque de hipo. Sus palabras acarrearon un miedo
irracional. Sentí la urgencia de confirmar que mi perro estaba
en casa. Empujé la puerta y encontré a Mota echado junto a la
mesa larga del comedor. Acaricié su abdomen peludo y escuché
sus ronquidos. Cuando regresé a la cocina, Daniela le pedía a su
hermano que tuviera confianza. Decía que Beirut era un perro
inteligente. Que ella estaba convencida de que lo abrazarían muy
pronto. Que con la llegada de los ladrones, el perro seguramente
se había escondido debajo del sofá de la sala hasta mimetizarse
con el mueble. Su pelo rizado era del mismo tono que el cuero.
Cuando Bruno intentaba interrumpirla Daniela lo callaba. La
niña no admitía preguntas y negaba con la cabeza. Se restregaba
los ojos compulsivamente, impidiendo que se activen sus lagri-
males, como quien cree que ocultando los síntomas desaparece
la enfermedad. Daniela describía otros supuestos escondites, la
parte trasera de la lavadora, el cobertizo para las bicicletas, la jar-
dinera llena de flores y hierbas en la que Beirut enterraba huesos.

50
María José Caro

Mamá apareció de pronto y sus palabras desviaron la discusión:


“Chicos, acabo de hablar con la garita de control. Su papá ya está
regresando. Vayan arriba con Macarena. Sergio, tú acompáñame”.
Guié a Daniela y a Bruno hasta mi cuarto. Encendí el televisor
para disminuir la tensión, pero ellos eligieron la ventana apaisada
que convertía a mi cuarto en un observatorio perfecto hacia la calle.
De niña, colocaba el escritorio contra el borde de la ventana y ju-
gaba a que mi habitación era una nave espacial que se desacoplaba
de la casa para flotar entre los cerros del distrito. Quería ver cómo
vivían los demás. Nuestro distrito era verde y azul. Un remedo
artificial de la Tierra generado por las piscinas y los jardines. La
tripulación estaba constituida por los peluches que me regalaban
en mis cumpleaños.
El padre de Daniela y Bruno bajó del auto y tocó el timbre.
Llevaba el rostro desencajado y la camisa fuera del pantalón. Mi
madre y Sergio lo esperaban en la puerta. Los tres se pusieron a
conversar bajo el umbral. En cuestión de minutos se acercaron el
resto de vecinos de la cuadra. Hombres y mujeres que habían per-
manecido en sus ventanas esperando el desenlace como el prota-
gonista de aquella película de Hitchcock. El padre de Daniela y
Bruno les explicó que había perseguido a los ladrones por toda la
urbanización, derrapando en su camioneta, trepándose a las vere-
das hasta lograr que la station wagon se estampara contra un muro
cercano a la garita de control. Contó que la parte delantera del auto
donde viajaban los ladrones se contrajo como un acordeón por el
impacto. Que él bajó de su camioneta listo para matar a los choros
a patadas. Que a él nadie le quitaba nada. Mientras hablaba su
voz se convertía en un grito lleno de rabia. “Estuve así de cerca de
agarrarlos. Así”, dijo juntando los dedos. “Pero esos malditos retro-
cedieron y se largaron con el carro cayéndose a pedazos”.

51
Beirut

El padre de Daniela y Bruno cortó su monólogo cuando


vio al vigilante acercarse desde la esquina. Se trataba de un mu-
chacho escuálido que con suerte superaba los veinte años. Yo no
sabía su nombre, pero conocía sus rutinas. Todos los días cami-
naba por la cuadra cargando una radio portátil que pegaba a su
oreja. De rato en rato entraba a su caseta de vigilancia para leer
un periódico deportivo. Permanecía allí el menor tiempo posi-
ble. Era un cuadrilátero claustrofóbico, hecho de material provi-
sional, como una casa de jardín que ningún perro quiere habitar.
El padre de Daniela y Bruno miró fijamente al chico y empezó
a gritar. “¿Dónde carajo estabas mientras robaban mi casa?”. La
pregunta se repetía una y otra vez, cada vez más intensa y carga-
da de furia. El chico no respondía y cuando finalmente lo hizo
sus palabras nerviosas se disolvieron en el aire. Lo siguiente que
escuché fue la sirena del patrullero que se estacionó en nuestro
garaje y el ruido indescifrable causado por las voces de los veci-
nos montándose unas sobre otras.
Bruno dio media vuelta y se acomodó al filo de mi cama.
“Seguro se han robado a Beirut”, dijo con la mirada perdida en
el mueble que contenía mis peluches más viejos. Osos, jirafas y
perros que me rehusaba a donar porque en ellos todavía podía
encontrarme de niña. Me bastaba con tocarlos y cerrar los ojos
para que una luz cada vez más lejana se encendiera en mi pecho.
Daniela miró a su hermano y lo tomó del brazo.
—Beirut va a estar bien. Está en la casa. Deja de decir eso o
te voy a pegar —amenazó.
—¿Qué vamos a hacer si lo han robado? —respondió Bru-
no lazando puñetazos contra mi edredón.

52
María José Caro

—¡Cállate!
Cada vez que Bruno mencionaba a Beirut, recordaba al
perro con mayor claridad. O quizá lo reconstruía más nítido y
brillante a partir del cariño encapsulado en el sufrimiento de su
dueño. Beirut paseaba por la cuadra con una correa azul ama-
rrada a su cuello. Se rascaba el lomo retorciéndose en el pasto de
jardineras ajenas. A diferencia de Mota, Beirut se dejaba acari-
ciar por cualquiera. La voz de mi madre me obligó a acercarme
a la ventana. La encontré parada en medio del jardín, aún
traía puestas esas chancletas de domingo que, sin querer, había
expuesto a todo el vecindario. “Macarena, ya llegó el papá de
Daniela y Bruno. Diles que pueden bajar”.
Cuando llegamos a la puerta ya no quedaba ningún veci-
no. Daniela abrazó a su padre y después Bruno hizo lo mismo.
El hombre les dijo que los policías se habían asegurado de
que no quedase ningún intruso en su hogar. El portón del
garaje se levantó como un telón trágico. Los restos del saqueo
estaban esparcidos por el jardín. Logré distinguir un horno
microondas con la puerta rajada y una maceta desmembrada
en el camino que conducía a la entrada principal. La cerámi-
ca en pedazos, la planta muerta, la tierra esparcida gracias a
las pisadas toscas de los ladrones. Bruno atravesó el portón
desesperado. Algo en aquel patio disparó las alarmas que real-
mente importaban. Entonces vi una cuerda azul. Se trataba de
la correa de paseo de Beirut. Bruno levantó la cuerda como
si acabara de encontrar la pierna de un cadáver. Daniela y su
padre corrieron tras él. El hombre miró a mi madre e hizo una
mueca. Luego cerró el garaje.
Sergio me acompañó a mi cuarto y encendió el televisor.
Sintonizó un canal de música y empezó a jugar con una pelota

53
Beirut

de tenis, haciéndola rebotar contra la pared. Esa era su forma


de estar conmigo. Un ritual que sucedía desde chicos cuando
él peleaba con mi madre. “¿Tú crees que se hayan robado a
Beirut?”, le pregunté con la mirada perdida en la pantalla.
Dentro, la conductora argentina anunciaba que una canción
de Marilyn Manson había escalado cinco posiciones en el ran-
king semanal. Sergio colocó la pelota sobre mi cama y suspiró.
“No lo sé, no creo. Esperemos un toque a ver qué pasa”, dijo
sin mirarme. De rato en rato girábamos nuestros rostros hacia
la ventana. El vigilante caminaba por la calle. Iba y venía sin
entender qué pasaba o a dónde se dirigía, igual que un hámster
de ruleta. Sergio me dijo que seguro lo despedirían. Nos que-
damos en silencio y devolvimos los ojos a la tele. Mota saltó
a mi cama a pesar de sus patas sucias, apoyó la cabeza sobre
mis piernas y se quedó dormido. Sergio abandonó mi cuarto
apenas terminó el conteo dentro de la pantalla.
La oscuridad trajo consigo una calma engañosa. Emplea-
das sin uniforme que como todos los domingos, regresaban a
sus vidas artificiales. Los ladridos de los perros que cada cierto
tiempo quebraban la noche y me hacían pensar en Beirut. De
niña creía que esos gritos solitarios eran la manera que te-
nían los perros para comunicarse entre ellos. Se trataba de un
mito difundido en las películas que decidí creer. Me gustaba
pensar que había cosas inaccesibles, estados puros que nunca
podríamos alterar. Decían también que los perros poseían la
capacidad de predecir terremotos, pero esa noche cuando el
padre de Daniela y Bruno abandonó su casa dando un porta-
zo y caminó hacia a la caseta del vigilante, Mota dormía con
las patas estiradas. Me levanté y me paré junto a la ventana.
No llamé a Sergio, tampoco a mi madre. Simplemente miré

54
María José Caro

absorta cómo el hombre daba puñetazos contra la caseta. El


vigilante apareció e instintivamente se tapó el rostro con el
brazo. El hombre enfurecido lo agarró de la chompa y lo em-
pujó contra una pared. Después ingresó al cubículo y empezó
a sacar cosas para tirarlas a la calle. Una casaca gruesa, platos
descartables, periódicos viejos, la radio portátil. El padre de
Daniela y Bruno hablaba solo. Le decía al chico que él mismo
se encargaría de que nunca más regresara a nuestra calle. Que si
había tenido que ver con el robo, lo encontraría. Que tenía con-
tactos en la policía. El muchacho solamente asentía y lo miraba.
Quise llamar a mi madre, pero temí que en un arrebato de va-
lentía saliera lastimada. Me pregunté si habría otro par de ojos
puestos en la escena. Rogué con todas mis fuerzas que fueran
ojos valientes. El padre de Daniela y Bruno pateó la parte baja
de la caseta y empezó a andar hacia su casa. Cuando pensé que
todo había terminado, el hombre se detuvo un minuto, como
quien cae en la cuenta de que ha olvidado un paquete muy im-
portante, y regresó. Se detuvo frente a la caseta y la pateó como
un loco. Por los cuatro costados, hasta agujerear la madera pre-
fabricada. Cerré las cortinas y me aparté de la ventana temblan-
do. A lo lejos, se oía el televisor de mi madre. La voz rasposa del
conductor del programa dominical que anunciaba un reportaje
sobre la diabetes. Lo siguiente que escuché fue el portazo que
devolvía al padre de Daniela y Bruno a su territorio. Regresé a
la ventana y contemplé la calle. El vigilante recogía su casaca
de la pista. Su cuerpo era un contorno apenas iluminado por
las luces amarillas de los postes. Se movía de un lado a otro in-
tentado recuperar cada objeto que el padre de Daniela y Bruno

55
Beirut

había lanzado por los aires. Cogí mi discman y me acosté. Me


dije a mí misma que todo estaría bien. Me cubrí por completo
con las sábanas hasta quedarme dormida arrullada por el grupo
pop del momento.

Ruth apareció en mi dormitorio mientras terminaba de


acomodarme las medias verdes del uniforme. Dejó un azafate
con dos tostadas y un jugo de papaya encima de cama y lue-
go descorrió la cortina. Observé que la van roja que recogía
a Daniela y a Bruno cada mañana se encontraba estacionada
del otro lado de la calle. Sabía que se trataba de un momento
crucial. Que los rostros de los niños me dirían si los ladrones se
habían llevado a Beirut. Sin embargo, los hermanos no apare-
cieron. Únicamente salió la empleada, que, con un par de señas,
despachó a la movilidad. “Dice tu mamá que no hay que dejar
que Mota salga al jardín. Al menos por un tiempo”, soltó Ruth
doblando mi pijama. En cuestión de segundos, el portón de
los Canesa se levantó. El padre de Bruno y Daniela, salió del
auto y volvió a la casa. Regresó cargando entre los brazos una
cama para perros que tenía dentro varios juguetes de plástico.
También estaba la correa de paseo. El hombre abrió la maletera
y colocó los objetos junto a una bolsa negra. Me sentí mareada.
No necesitaba confirmar los hechos. Imaginé al cocker muerto
sobre el parqué, echando espuma por la boca. A Daniela cu-
briéndose el rostro en negación. A Bruno doblegado sobre su
mascota. Una punzada me atravesó el pulmón. El padre de
Daniela y Bruno, cerró la maletera de un portazo subió a la ca-
mioneta y desapareció. Clausuró su vida presionando el control

56
María José Caro

remoto, mientras a unos cuantos metros la caseta se erigía en


ruinas. Frente a ella, un nuevo vigilante recibía indicaciones del
supervisor de seguridad. Las anotaba en una libreta a la par que
se ajustaba una gorra vieja. Me pregunté si sería la misma que el
padre de Daniela y Bruno había pisoteado sin remordimientos.
“Genaro era buen chico…” musitó Ruth esperando una respues-
ta. Yo simplemente la miré sin saber qué decir. Decidí esperar
en mi habitación a que llegara la movilidad. Cuando escuché
el bocinazo, cogí mi mochila y corrí hacia la puerta. Subí a la
camioneta sin mirar a la calle, aunque mi mente seguía atrapada
en la noche anterior. En los gritos del padre de Daniela y Bruno,
en el cuerpo de Genaro recogiendo uno por uno los pedazos de
esa radio portátil sin que nadie supiera su nombre.

57
autor

Lisa carr asco


La Cruz
58
© Fotografía de la autora: Astrid Soldevilla.

Lisa Carrasco La Cruz, Lima, 1997. Licenciada


en Literatura por la Universidad Científica del Sur. Fue
vocalista en Violencia política y ahora hace trap. Publi-
có en Instagram la novela breve electrónica Vitamina X
(@vitaminax__). Ganó los Juegos Florales en su casa de
estudios en la categoría Cuento (2016). Recibió mención
honrosa en el concurso “El cuento de las 1000 palabras”
de la revista Caretas (2016). Participó en las antologías
El amor trasciende el tiempo y el espacio de la editorial
Sub25, Ecofuturismo de Speedwagon Media Works y La
palabra como arma de Lumpérica Cartonera. Se desem-
peña como codirectora de Molok, revista virtual de artes
(www.revistamolok.com) y escribe reseñas de música y
literatura para algunos sitios de internet. Este año edita-
rá su primer poemario, Rock is dead!
SOMNOFILIA

L a llave en la cerradura. Entras. A dornos en el piso.


Ese olor. Tu vieja y la tía sentadas en el sofá. Abrazadas.
Borrachas. Vieja, qué haces, vieja, qué haces. Ay, ay, no
jodas. Tu cuarto. Tu pared sin tarrajear. Esas borrachas.
Del baño sale una niña. Marianita, ven. Marianita, dile
a tu tía sí o no que tu papá no existe. ¡No existe! Lle-
no, pues. Te pones la pijama con la puerta abierta. Esas
borrachas. Sales. Hijita, enséñale a Marianita a usar la
compu. Ella no sabe, pues. El botón de la computado-
ra. ¿Tienes juegos?, pregunta Marianita con miedo. No,
pero tengo internet. Miras de reojo. Esas borrachas. Ma-
rianita juega FULL DANCE 3000. Tienes hambre. La
cocina. La tía te abraza. Te soba la espalda. ¡Ay! Hijita,
enséñale a mi Marianita, ¡ella no tiene papá! El refrige-
rador. Ya, señora, tranquila nomás. No hay ni mierda.
Coges un vaso y le echas agua. Te sientas con Marianita.
El agua sabe horrible. Tu vieja pone una de Alci Acosta.

60
Lisa Carrasco la Cruz

Se cae sentada. La tía en el baño. Ya, vieja, duerme. La levantas.


Ya, vieja. Su cuarto. La echas. Se para. Se cae. La echas de nue-
vo. La tapas. Ya, vieja. Sales. La tía está en el mueble. Dormidi-
ta. Las manos colgando, la boca abierta.
Marianita, vamos a jugar a mi cuarto. Marianita en tu
cama jugando FULL DANCE 3000. Voy a ver a tu mamá. Esas
borrachas. Señora, ¿está bien? Señora. Señora. La tía duerme.
Vuelves a tu cuarto.
Marianita, hay más juegos. Quédate acá, ¿ya? Sales.
Le abres la boca. Le metes los dedos. Uno, dos, toda la mano.
Sus brazos como muertos. La empujas. La echas. Señora, señora.
Le abres la blusa. Sus tetas. Chupas. Señora. Te sientas junto a su
cabeza. La levantas. Levantas su torso. Su peso en ti. Su cabeza
caída. La abrazas. Sus tetas. Sus manos como muertas. Marianita
se ríe. Mierda. Tu cuarto. Marianita juega CROSSROADS. Te
sientas en la cama. Tu mamá está muy borracha. La quiero aco-
modar pero se cae. Así es ella, siempre es así, ¿te ayudo? No. No.
Quédate acá. El ruido del videojuego. El reloj. 1:45 a. m. Quéda-
te acá, Marianita. Sales.
Tu falda. Tus dedos pulsando. Esas borrachas. La tía. Su
blusa. Su boca abierta. Dormidita. Tus dos manos. Cierras los
ojos. Mojas el piso. Esas borrachas. Resoplas. La miras. La tía
tiene un ojo abierto. Sonríe. Mierda. Quieres ponerte la falda.
Te agarra del brazo. Mierda. Tiemblas. Señora. Cállate, te va a
escuchar. Señora. Te alejas. Te jala. Señora. Te mete los dedos.
Cállate, carajo.
Marianita duerme. La tía y tú. Se mueve. Se mueve. Le pe-
gas. Sudas. Cómo se mueve la tía. Yo te gusto. Dime, ¿te gusto?

61
Somnofilia

Su clítoris gigante. Sus dientes amarillos. No respondes. La vol-


teas. Cómo se ríe. ¿Te gusto? Le sueltas el pelo. Tu garganta. ¿Te
gusto? Sudas. Sí. Te mete los dedos. Sí. La muerdes. Sí, tía. Se
mueve. Se mueve. Vas a gritar. Sudas. Vas a gritar. El mueble se
moja. Silencio. La tía echada, los ojos cerrados. Suspira. Qué rico.
La luz se prende. Marianita llora. Qué haces, ma.
2:50 a. m. Te pones la falda, te pones la blusa. La tía le ha
pegado a Marianita. Caminas. ¿A dónde vas? Te amarras el pelo.
¿A dónde vas, oye? El cuarto de tu vieja. Prendes la luz. Lloras.
Mamá. Mamá, tu amiga está loca. ¿Qué? Tu vieja se levanta. Me
ha querido tocar. Marianita ha visto. Tu cuello manchado. Me ha
querido besar. Me ha metido la mano, mamá. Está loca.

62
autor

Yero Chuquicaña
Saldaña
63
*Este cuento fue publicado en el libro Peruanos de segunda mano
(2019).

Yero Chuquicaña Saldaña, Ilo, 1990. Escri-


tor y periodista cultural. Estudió Literatura y Lingüísti-
ca en la Universidad Nacional de San Agustín. En 2016
fue reconocido como joven promesa de la narrativa por
la Pontificia Universidad Católica del Perú. En 2017 ob-
tuvo el Premio Nacional de Literatura por su libro Falsos
cuentos: Taca-Taca. En 2018 formó parte de la Delega-
ción de Escritores Peruanos en Chile. En 2019 participó
en el Hay Festival Arequipa. Ha publicado la colección
de relatos Falsos cuentos: La primera vez que alguien te
habló de mí (Aletheya, 2017) y Peruanos de segunda mano
(Aletheya, 2019). Sus cuentos serán reeditados en Méxi-
co y Chile este año.
TONY MONTERO

A hor a figúr ate que eres un muchacho recién


salidito del Independencia Americana. Pasaste buena
parte del quinto de media en detención y acumulando
amenazas de expulsión y papeletas. Tus padres no lo
saben, pero eres un huevo podrido. Comenzaste con
escapadas de alcohol y cigarrillos en tercero, después
de clases, con tus amigos en los parques de Ferrovia-
rios. Luego seguiste con pequeños envoltorios de ma-
rihuana en cuarto, que también decidiste vender en tu
último año con relativo éxito. De hecho, intercambiar
bolsitas gofradas por dinero de tus compañeritos es lo
único que te ha salido bien en tu vida académica, ade-
más de los recesos. Eres tan bueno para hacer dinero
ilícito que te planteas dedicarte a eso después del baile
de promoción, de la foto y la clausura.
Eres el nene de la casa por tu condición de hijo úni-
co. Tus padres son blandos, afectuosos e indulgentes.

65
Yero Chuquicaña Saldaña

Saben que cada uno toma el camino que mejor le conviene y que
–a veces– despegar toma tiempo. Tú no has decidido aún qué es
lo que quieres ser ahora que acabaste la escuela. Ellos prefieren no
ejercer presión sobre ti, a pesar de que mereces un azote por cada
rojo en tu libreta.
No eres malo, solo un poco soñador. Un poco sonámbulo.
Pasan dos años, así como jugando. En ese lapso, la vida transcu-
rrió de tu casa a la academia y de la academia a tu casa. Y hasta el
momento no consigues un cupo. Para lo que sea que estés postu-
lando, tú no sirves. Te convertiste en caserito de las academias y
de las veladas a oscuras en las rampas para skaters de La Marina.
Entre esa panda de muchachos igual de volados que tú conociste
al que nombrarías como tu más fiel camarada: Chico. Nadie sabe
el verdadero nombre de Chico, pero prefieren llamarle así porque
es flaco y menudo; las greñas le cubren la cara. Chico y tú tienen
los mismos intereses por las bolsitas gofradas y hasta despachan
juntos la yerba en algunos puntos donde la juventud se dispara a
borbotones. Pero necesitan ser más avezados si quieren levantar
un imperio como el de Montana.
Fuiste tú quien le dijo a Chico que necesitan entrarle al nego-
cio del hielo. Ahí está la pasta, el buen dinero. Estaban tendidos en
las escalinatas de la catedral con los codos apoyados en una grada
y las piernas formando un cuatro. Observaban a las parejitas pasar
de la mano. Le dijiste: “Oye, Chico, necesitamos hacer plata. Con
el dinero viene el poder y con el poder vienen los culitos”.
—¿Como en la película? —preguntó Chico.
Le dijiste que estás cansado de vivir bajo el mismo techo
que tus padres, que quieres independencia, dinero, mujeres, via-
jes, lujos, autos costosos…

66
Tony Montero

—¿Como en Scarface?
Le dijiste que quieres todo lo que hay en el mundo y más,
que estabas siendo completamente sincero con él, a pesar de que
mientes todo el tiempo…
—¿Como Al Pacino?
Detuviste a Chico en ese instante, desconcertado. Le expli-
caste que te referías al grande capo. Que estabas hablando de
tener un Porsche como el grande uomo y viajar a Cancún con las
modelos más ricolinas del país. “No como ese chino”, le corre-
giste. “¡Como Tony Montana, Chico! El de las noticias, el que
mandaba hielo a Europa en contenedores, ese”.
Aquel día, tendidos en las graderías con una lata de cerveza
en la mano, le dibujaste a Chico el panorama: o continúan ven-
diendo moños de yerba de veinte lucas como aficionados o se
convierten en algo más. Porque son nada, lo han sido hasta ese
punto de sus vidas. Desde la secundaria, o quizá desde mucho
antes. Unos giles de nacimiento.

Tienes un patita que te puede hacer la taba con el hielo.


Le dicen Chucky y lo conoces de las rampas de skate. Se trata
de un manganzón de treinta y pocos años que no domina el
patín. Aunque se viste como chibolo, se mueve entre chibolos
y malogra chibolos. Igual que tú, pero con roche. Chucky te
ofreció venderte unos gramos de hielo si prometes olvidarte de
él si alguna vez te atrapan. Aceptas sus términos y luego aprietas
solemnemente su mano, asegurándole que no eres tan estúpido
como para dejarte atrapar. Pero eso es lo que dicen todos cuan-
do están a punto de cagarla. Ahora solo te hace falta un socio a
prueba de balas. Alguien que pueda cuidarte las espaldas cuando
el negocio despegue después de la “fase de reconocimiento”. No

67
Yero Chuquicaña Saldaña

lo piensas mucho y concluyes que la única persona a la que le


confiarías tu vida es Chico.
Y Chico se une a tu cruzada, cuando le juras que sacarás
pecho por él si sus viejos los cogen con la cochinada en las na-
rices.
—Relájate, Chico, diré que fui yo quien te metió en esto
—lo tranquilizas. Luego echas leña—: Solo hay dos cosas en mi
vida que jamás podría romper: una es mi palabra y la otra son
mis huevos.
Hasta tienes el mismo nombre que Caracortada, aunque
nadie en tu casa te llama así. Para tus viejitos siempre serás José
Antonio Montero Díaz. Tu madre cree que Tony es nombre de
rufianes. Tu padre piensa que suena bien. Y ese Montero te acer-
ca una sílaba más al éxito. Ahora llevas el cabello corto y en
punta –brillante por el gel–, usas gafas de sol todo el tiempo y te
vistes como si tuvieras membresía vip en el Club de Golf; aunque
tú al golf no lo consideras un deporte. Chico te sigue los pasos,
no como lo desearías, pero al menos se ha cortado las greñas que
le tapaban la frente y huele bien. A eso tú le llamas tener perso-
nalidad. Marcar la diferencia.
Entre ambos compran cien soles de hielo a Chucky y reci-
ben una bolsita gofrada más pequeña que la palma de una mano.
Esa noche se encierran en tu habitación –a la que mantienes
apartada de tus padres con dos pestillos– a comprobar la calidad
del producto. Cuando vierten el contenido de la bolsita en la
parte posterior de un disco de Pérez Prado, este se revela brillante
ante la luz de la mesita de noche. Y tantean un poquito con la
punta de la lengua, como los profesionales.
Al rato le dices a Chico que necesitan probar un poco más
para certificar su pureza. Esta vez por la nariz. Con la lengua no

68
Tony Montero

puedes dar un veredicto objetivo, necesitas un disparo. Tienes


dudas sobre lo que han comprado. Entonces Chico te hace el
pare cuando extiendes una mano hacia el disco de Mambo Num-
ber 5 salpicado con el hielo.
—¿Recuerdas lo que nos dijo Chucky? —te cuestiona—.
Solo hay dos reglas para triunfar en este negocio: uno, jamás
consumas tu propia mercadería.
—¿Y dos? —preguntas.
—Nunca subestimes la codicia ajena.

¿Qué podría salir mal? Será esta vez y ya. Mañana se deja-
rán de huevadas y trabajarán en un sistema de ventas para co-
locar la merca. Así se empieza, de a pocos. Además, necesitan
patear el hielo para sacar más falsos para los ingenuos. Solo de
esa forma doblarán su inversión. Los que tienen sobre el disco
son los verdaderos, los que posiblemente no estén mañana ni el
día después de ese. Solo está noche y ya, convences a Chico, unos
cuantos tiros y guardamos el resto en tu bolsillo. Chico atraca,
reconfortado por tus palabras. Confía plenamente en ti. Esta vez
preparas un par de líneas para cada uno, como los profesionales,
y se las avientan una tras otra sin pausa.
Es la primera vez que ambos inhalan. Son nuevos en esto,
pero han visto a la gente hacerlo en las películas todo el tiempo.
Chico ha visto películas.
Pulp Fiction, Goodfellas, Annie Hall.
Cuando vuelven a aspirar están muy lejos de tu casa, ori-
nando un poste de alumbrado público a las cuatro de la mañana.
Además, huelen a huacho y Pall Mall. Tienen la nariz roja como
clowns por el frío y la nieve. Un auto se ha aparcado junto al

69
Yero Chuquicaña Saldaña

poste del callejón Ibáñez. Es un Nissan Tiida de color negro; sus


luces delanteras les golpean los ojos y quedan ciegos por algunos
segundos. Pero no escuchan sirenas de ninguna clase. Bajan del
vehículo dos tipos robustos con el cabello al ras y vestidos de ci-
vil. No parecen polis. No hay un rasgo particular que diferencie
a uno del otro. Hasta podrías apostar que son la misma persona
por partida doble. Son como seres extradimensionales, gemelos
escupidos de algún infierno... Lo único que entiendes de su parlo-
teo son las palabras “somos”, “efectivos” y “Terna”. Chico alza los
brazos, aunque nadie se lo ha pedido. Uno de los hombres se te
acerca e inspecciona tu rostro echando tu frente para atrás. Tienes
la mente en otro lado, a unos ciento quince kilómetros de ahí. El
agente Terna se fija en el rastro brillante alrededor de tus narinas
y surco nasolabial. Son como diminutos diamantes incrustados
en tu piel. Luego revisa tus bolsillos y encuentra el hielo que aún
te sobra en la bolsita gofrada. Lo siguiente que entiendes son las
palabras “posesión”, “acompáñenos” y “comisaría”. Y te conduce
al vehículo. La misma suerte corre Chico, quien para este punto
ya está suplicando que no llamen a sus padres.
Los acomodan en el asiento trasero y el auto arranca hacia
la comisaría de Santa Marta. Les han confiscado las billeteras
con los DNI azules que no tienen ni medio año. Las cosas se
tornan más claras para ti dentro del auto. Chico se envalentona
y les confiesa a los agentes que no tiene nada que ver con lo que
encontraron en tu bolsillo. Que fuiste tú quien lo metió en esto
y que eres el único responsable. Tú y tus aires de grandeza. Pero
tú solo callas.
Chico tiene cara de romper a llorar en cualquier instante.

70
Tony Montero

—Aquí hay más de dos gramos, señores —dice el que tiene


las manos libres mientras agita la bolsita con dedos en pinza—.
Uno de ustedes compra y el otro vende, ¿a quién mandamos al
calabozo?
—A los dos pues, carajo —sentencia el que conduce.
Tú te mantienes estoico, pero Chico tiene la cara hundida
entre sus manos.
—¡Puf! ¿Dieciocho años recién, mojones? —se sorprende
el tipo que funge de inspector al revisar las billeteras—. Qué
bonita forma de joderse la vida.
—Qué bonita forma, carajo.
Los agentes les explican que podrían detenerlos preliminar-
mente hasta por quince días. No les importa si no comercializa-
ban el hielo, igual acabarían encerrados. Y sin van a juicio, les
pueden dar de tres a siete años más una reparación civil altísima.
O sea, recontra jodidos. En el fondo sabes que mienten, que solo
quieren meterles terror. Tienes un tío policía y otro abogado,
ellos no atracarían ninguna de estas payasadas.
Pero no quieres arriesgarte.
—Arreglemos pe, jefes —dices al fin—. Quédense con
todo lo que quieran y no vuelven a saber de nosotros nunca más
en la vida.
—¿En la vida, carajo? —pregunta el que está al volante.
Ambos se avientan una carcajada.
—Sí, jefes. Tienen mi palabra —y añades mientras codeas
a Chico en las costillas—: quédense con nuestros celulares, con
la plata de las billeteras. Pueden quedarse incluso con nuestros
relojes y si quieren hasta podemos dejarles las tabas. Son Adidas,

71
Yero Chuquicaña Saldaña

las mías. Las de mi compañero no, pero algo valen. También


tengo estas gafas Oakley de marca... Miren, somos chibolos y
sabemos que estamos en falta, jefes. Pero quédense con todo y
jamás volverán a saber de nosotros en sus vidas.
El auto sobrepara. Te das cuenta de que nunca se dirigieron
a Santa Marta, que están en un punto muerto donde no hay
casas o, si las hay, están demasiado lejos de tu alcance. Parece
un campo de cultivo lo que se asoma por la ventana empapada
del Nissan. Una plantación de cebollas, apostarías. Los gemelos
casi calvos cuchichean entre sí mientras los miran de reojo. Las
únicas palabras que llegas a escuchar entre los murmullos son
“asustarlos”, “nomás” y “¿verdad, huevón?”. Luego el conductor
apaga el motor, se vuelve hacia ustedes y les dice:
—Muy bien, señoritas. Esto es lo que va a pasar…
Ahora figúrate que estás caminando descalzo por ese cam-
po de cebollas junto a tu mejor amigo, Chico, con las manos
detrás de la cabeza. Los tipos que los llevaron hasta allí les die-
ron instrucciones precisas de caminar en línea recta hacia el
otro lado del campo, donde la vista los traiciona. Deben hacerlo
despacio, sin mirar atrás y contando hasta cien. Luego podrán
correr despavoridos si así lo ven por conveniente, antes no. Em-
piezas a dudar de que sean policías de verdad. Te sientes estúpido
por haberte entregado en bandeja a ese par de ojetes, por haber-
les dejado tus Adidas y tus Oakley casi nuevas. Antes de bajar
del vehículo, los cenobitas salidos de una de tus pesadillas más
recurrentes les advirtieron a Chico y a ti que no intentaran nada
cojudo o sus madres llorarían para siempre. El tipo del volante
te mostró el fierro que cargaba en la cintura, frío y despiadado.

72
Tony Montero

Pensaste en tu madre y en que aún es muy temprano para que


descubra que no estás en casa. Afuera, el tipo del fierro les re-
cuerda que saben quiénes son, dónde viven y hasta sus números
de tabas. Les grita con un vozarrón impresionante que esta no es
una broma, que todo es real y ellos, carajo, mucho más.
Pero cuando llegas al número ochenta y tres de tu cuenta
mental, Chico sale disparado como una cabra endemoniada an-
tes de tiempo. Tú solo chillas: “¡Chico, vuelve aquí!”. Jurarías oír
el percutor del arma golpear el fulminante que produce los gases
necesarios para acelerar la bala. Jurarías que algo se derrumba
unos metros delante de ti y que alguien le menta la madre al
cielo desde el Nissan. Ya no te quedan dudas de que Chucky es
un salado de mierda. También te das cuenta de que el mundo
jamás fue tuyo.
Pronto amanecerá, Tony.

73
autor

JosE de la peña
Lavander
74
JosE de la Peña Lavander nació en Chimbote
en 1993. Estudió publicidad en la UPC. Es autor del
libro de relatos Breves paseos por Marte y fue cocreador
y guionista de la serie web Dos es mucho, ganadora de
cinco premios en las Series Web Awards 2017. Ha cola-
borado con publicaciones como Revista h, Dedomedio y
Open Cusco.
Santa anita

Era sábado por la tarde y yo estaba en mi cama


hecho una sopa por el calor infernal del día. Me aca-
baba de despertar porque escuché el sonido del timbre
y a mi madre abrir la puerta unos segundos después;
me llegó al pincho. Me di vuelta intentando dormir
un poco más, aunque sabía que no lo lograría por-
que todo apestaba a puchos de la noche anterior y a
sudor concentrado por dormir con las ventanas cerra-
das. Aún no era verano, así que no esperaba recibir la
mañana con aquel calor. Me paré tambaleante y abrí
una ventana antes de volver a tirarme sobre la cama.
Alguien entró en el cuarto sin avisar:
—Gordo flojo, párate de una vez. Te vamos a sacar de
esa cama de mierda —me dijo Pablo y luego se puso a
correr las cortinas para joderme con la luz de afuera.
Me hundí más en el colchón y empecé a hacer ruidos.
No quería salir.

76
Jose de la Peña Lavander

—Son más de las tres, huevón. Vamos a salir a chupar tem-


prano y luego te vas a meter un par de polvos.

Cuando a Pablo se le metía una idea en la cabeza tenía la


capacidad de convencerte de que querías hacer exactamente eso,
pero yo no estaba de humor. Acababa de terminar con una chica
hace poco y estaba algo
deprimido. Solo quería dormir todo el día, todos los días. El
problema era que el trabajo no me dejaba y de algún modo me
mantenía en marcha, cosa que me hacía detestar todo aún más.
Sentí un par de manos sacudiéndome.
—¿Qué mierda...? ¡Déjame dormir!

—Vamos a salir, idiota. Nos están esperando abajo.
—Ehh... ¿A dónde vamos?

—San-ta-nón.

Ya sabía que no iba a poder dormir; esas cosas se presienten.
Me alisté rápido y salimos de la casa listos para enfrentar el día
con unas cuantas chelas heladas y unos puchos rojos bien fuertes.
Necesitaba que me sacaran de la casa: me estaba acostumbrando
al entorno deprimente y solitario de mi cuarto. Afuera estaban
Zoso y Montero con una bolsa llena de cervezas. Nos saludamos,
nos jodimos un rato y nos pusimos a caminar avenida abajo cada
vez más animados por el simple hecho de hacer algo juntos. ¿Íba-
mos a tomar en Santa Anita? Sí, sería mi primera vez.
Santa Anita era uno de esos distritos que se llenan de histo-
rias y mitos; y para antes de que consideres la posibilidad de ir, ya
tienes un montón de ideas ridículas y exageradas dándote vuel-
tas la cabeza. Yo no podía evitar imaginarla como algo que se
parecía mucho a la vida en Las Vegas, solo que menos elegante.

77
Santa Anita

Juego, mujeres, sexo, alcohol, drogas. Eso y muchísima comida,


según me habían contado. Ahora creo que tenía una idea bastan-
te cercana de cómo es, pero todavía no llegábamos.
Cuando nos subimos al micro se empezaba a sentir el alco-
hol como un estupor que rondaba en la atmósfera y en la falta de
vergüenza al hablar. Unas señoras, con caras cucufatas, empe-
zaron a susurrar pegadas la una a la otra, se notaba que rajaban
de nosotros y solo pararon cuando se subió al micro una chica
con un escote muy pronunciado. Todos nos quedamos callados
y le vimos las tetas con descaro —y cuando digo todos, estoy
incluyendo a las viejas—. Los hombres del micro nos inclinamos
un poco hacia delante para ver mejor. Los perros y yo nos incli-
namos un poco más hacia delante para ver su forma con mayor
precisión. Éramos los tímidos más descarados del país.
—Es fea —le dije a Pablo.
Él dijo que sí con la cabeza, pero se mantuvo a la expecta-
tiva y no pude evitar hacer lo mismo. Sus tetas eran enormes, de
verdad que sí, pero si sacabas la vista de ese rango perdías todo
interés: su fealdad era más grande que sus tetas. Como yo era el
típico huevón que prefiere una cara bonita del otro lado de la
cama que unas buenas tetas que llenen todo un cuarto, me quedé
imaginando qué pasaría por la cabeza de Pablo que lo hacía emo-
cionarse tanto por las tetas grandes de una chica fea. Yo estaba
mal evidentemente. Para que me entiendan mejor, debo aclarar
que yo no estaba muy convencido de las mujeres. Me parecían
algo complicadas y, como no era tan experimentado tampoco,
las veía como una especie distante, fuera de la humanidad regu-
lar. Creo que ellas tampoco estaban muy convencidas conmigo,
porque cuando hablaba con una me sentía como esos perros que

78
Jose de la Peña Lavander

se huelen las colas y terminan yéndose desconfiados. Tal vez las


idealizaba mucho... Dejé el asunto correr y antes de darme cuen-
ta ya estábamos en el óvalo de Santa Anita. Tal óvalo no existía,
pero era como todos le decían a ese lugar. Bajamos los cuatro
haciendo alboroto.
En el grifo de la esquina compramos más cervezas y Pablo
se robó algo para picar. Todos lo vimos, salvo las chicas que
atendían en caja, así que nos fuimos aliviados. Ya nos habían
descubierto robando cosas sin valor, barras de cereal, galletitas
o cualquier cosa que tomábamos como indemnización porque
siempre teníamos la sensación de estar siendo robados por las
tiendas. Nos paramos en la esquina y Pablo se sacó del pantalón
dos bolsitas llenas de maníes y unas galletas de chocolate que
eran algo así como nuestra elección habitual.
Nuestro plan era entrar picados a la discoteca para gastar
menos en trago. Nos bebimos las cervezas a sorbos colmados,
pasando grandes bocanadas de chela a las que luego le embutía-
mos los maníes y las galletas como bestias que presienten épocas
de hambruna. Los perros me iban contando cosas sueltas.
—¡Perras, loco, perras por donde veas! Y lo mejor es que
todas te van a hacer caso —dijo Montero riéndose histérico.
Desde donde estábamos se podía ver a un grupo de maricas
revoloteando en la oscuridad de la noche. Estaban todos embu-
tidos en faldas apretadas y tops mal llenos con papel higiénico
donde se suponía que debían estar sus tetas. Las diminutas carte-
ras les tintineaban por las cadenas de metal que las hacían colgar
de sus hombros.
—Esas putas son más choras que cualquier pirañita de ba-
rrio —dijo Zoso asqueado.

79
Santa Anita

—Y te roban sin que te des cuenta, ¿no, imbécil? —le res-


pondió Pablo zarandeándole la cabeza.
La semana anterior el mismo grupo de travestis se les había
acercado y uno de ellos le sacó la billetera del bolsillo a Zoso sin
que él se diera cuenta. Me dijeron que siempre estaban esperando
clientes cerca del supermercado. La gente se tenía que ganar la
vida como podía, solo que algunos robaban maníes en el grifo y
otros se paseaban disfrazados de mujer quitándole su dinero a la
gente o cobrándoles por tener sexo.
Como seguíamos con hambre fuimos donde las anticuche-
ras de la esquina. Las tías vendían anticuchos, rachi, panchos
cubiertos en mayonesa, ají, kétchup y mostaza con doble porción
de papa sancochada, y te trataban como si fueras un hijo o algo
por ahí. Nos pedimos unos cuantos platos y empezamos a co-
mer. “¡Más papa para los tigres!”, gritó Montero. “¡Qué tigres,
conchatuvida, perros! ¡Perros hambrientos!”, respondió Zoso.
Comer lo ponía de buen humor y si le veías los caninos llenos
de carne te imaginabas dos colas que le salían alegres del culo.
“Gracias, seño, gracias”, y nos fuimos de frente a la calle de los
bares y discotecas, que era una calle ancha por donde transitaban
más parejas y grupos de chicos con cara de pajeros que carros.
De vez en cuando uno que otro mototaxi pasaba por la pista sin
que nadie lo abordara; me hacían pensar que sus dueños también
caían por ahí buscando perras. Éramos todos iguales.
Desde la esquina podíamos ver lugares reventando de gente
y grupos que se preparaban para entrar. Si Héctor Lavoe decía
que la calle era una selva de cemento, nosotros debíamos estar
en una suerte de Amazonía urbanizada, porque Santa Anita era
algo que nunca había visto en mi vida: locales tambaleantes,

80
Jose de la Peña Lavander

chicas con ropas apretadas que no buscaban disimular sus ganas


de perderse, hombres marcando sus presas con la mirada, ritos
de alcohol y pucho antes de lanzarse al ataque.
Nos metimos a la primera discoteca que vimos. Dos pi-
sos, muchas mujeres y música corriente a todo volumen; parecía
un buen inicio. Montero y yo pasamos tranquilos, pero a Zoso
y Pablo casi no les dejan entrar porque se veían terriblemente
ebrios. Zoso tenía la pinta de alguien que perdió su chamba la
noche anterior y se quedó llorando en un bar de jirón Quilca,
mientras que Pablo tenía una cara que te dejaba pensando sobre
si estaba muy ebrio o muy drogado. Al guardia no le hicieron
gracia sus pintas y los apartó con el brazo cuando intentaron
subir. Montero y yo bajamos para tramitarlo un buen rato y nos
dejó pasar solo porque éramos blanquitos, o eso sospechamos.
Arreglamos un poco a Zoso para que no haga mucho roche y
subimos calmados, sin querer parecer muy felices hasta que pu-
diésemos perdernos entre la multitud. Ahora había que ponerse
a cazar: desde una mesa vigilábamos cada cadera, cintura, culo
y par de tetas que bailaba en la pista. Había material. Llamamos
a la mesera y nos pedimos unos tragos solo para no parecer un
grupo de chibolos misios sin nada que ofrecer —que es lo que
éramos a fin de cuentas—. Esos tragos tenían que durar al me-
nos hasta pescar algo.
—Mira a esa de allá. Está fuertísima —Pablo me pasó la
voz con el brazo.
La chica estaba con dos amigas, pero bailaba como si es-
tuviera sola. Tenía un vestido negro corto, bastante provocador,
que le asentaba las piernas y las hacía ver como dos cañones que
aterrizaban contundentes sobre el suelo; sus amigas, en cambio,
no pintaban nada bien. Una era tan cuadrada como un muro y

81
Santa Anita

la otra ni siquiera se esforzaba por lucir humana. Pablo tomó su


trago, prendió un pucho que dejó colgando de la esquina de sus
labios y se fue sin decir nada. Siempre era el que más rápido se
ponía a buscar chicas. Llegaba a un bar y las iba fichando como
quien clasifica cosas en un almacén, solo que no se le daba nada
bien esa labor. Siempre confundía todo y creía que las mujeres
más ordinarias eran bonitas. Lo vimos llegar directo hacia la
chica y separarla de las otras dos. Empezó su rutina de siempre:
“Hola, me llamo Pablo, ¿y tú? ¿Vienes siempre? ¿Ahh, sí? ¿Dónde
vives?”. Con una mano fumaba y con la otra meneaba el vaso
antes de darle algunos sorbos. En ese momento, para su suerte,
la música cambió a una salsa bastante animada y él le invitó su
trago a la chica para tener las manos libres y poder agarrarla de
la cintura mientras bailaban. Ella, por la cara que ponía cada vez
que Pablo le daba una vuelta al ritmo de la música, no parecía
estar pasándola tan bien. Nos dimos cuenta de que era una de
esas chicas con las que puedes bailar siempre que les des mucho
alcohol o les compres cosas; ese tipo de mujeres que son una
mala inversión, pero eso ya era rollo de Pablo. Los demás tam-
bién nos pusimos a buscar mujeres intentando no cagarla tanto.
Montero no quiso darle muchas vueltas al asunto, así que
se fue por la menos fea de las amigas que Pablo había dejado
huérfana. Nuestro pata vio eso como una oportunidad para ligar
rápido sin invertir mucho: ni tiempo, ni esfuerzo, ni dinero. Se
acercó a la chica con cuerpo de muro y apenas se le puso en fren-
te, la otra amiga se fue a sentar como si las hubieran estado ri-
fando. La que se quedó bailando con Montero se movía en tanto
que le permitía su cuerpo; había que ponerse a pensar un poco en
lo que hacía para entender sus pasos. Cuando se inclinaba hacia
la derecha parecía que intentaba quebrarse sensualmente, pero

82
Jose de la Peña Lavander

más daba la impresión de que se estaba tambaleando hasta casi


desmoronarse. Vi hacia donde estaba Pablo con su chica sensual
y lo encontré cagándose de risa por la gorda con la que bailaba
Montero: se sentía un ganador ese hijueputa.
Por otro lado, Zoso estaba con una chica bien guapa, aun-
que con una cara de zorra que no se disimulaba con nada. Justo
como le gustan, pensé; luego me imaginé que la tipa debía de
tener un poco de coca en algún rincón de su cartera. Zoso era
como un perro del escuadrón antidrogas del aeropuerto. Solo le
faltaba oler un poco alrededor para saber qué chica estaba bien
cargada con alguna cosa ilegal. Y lo mejor es que ese tipo de mu-
jeres era con quienes más éxito tenía; aunque era difícil saber si
justo por eso le gustaban tanto o si el interés era mutuo desde el
inicio. A los veinte minutos nos hizo una seña de despedida como
diciendo: “Chau, idiotas. Me voy a cachar rico y ustedes se van
a quedar aquí gastando más plata en tragos. Nos vemos mañana
para contarles todo”. ¿No estaba ebrio ese huevón?
Iban tres de cuatro y, como siempre, yo estaba fuera. Me
paré y di una vuelta por el lugar, pero al final regresé a la mesa
para seguir tomando. Era consciente de que no tenía ganas de
hablar con mujeres esa noche, pero eso no lo sabía la chica que se
acercó a mí y se quedó parada viéndome. Al inicio pensé que era
una de las personas que atendía en el bar, porque era algo guapa.
Pero cuando me quiso invitar de su trago —algo colorido y que
se veía bastante dulce—, ahí sí que perdí la cabeza y pensé que
era una de esas peperas que salían en las noticias. Al final resultó
que no era ninguna de esas cosas. Esta chica, que se llamaba algo
así como Melody o Melanie o alguna de esas cosas copiadas de

83
Santa Anita

otro país, se me había acercado bastante borracha para contarme


la historia de su vida. Según ella porque me veía “buena gente” y
también parecía aburrido y con algo que contar; así que le pareció
lógico ofrecerme su bebida y dar pie a una conversación sobre
nuestro pasado que yo no quise seguir, pero que ella ya estaba
lista para empezar ni bien se sentó a mi lado. Como no tenía nada
mejor que hacer y tampoco quería ser el idiota del grupo que no
consiguió ligar con nadie, la dejé soltarme su rollo. Recuerdo que
había llegado de Ica con su novio y algo de una ruptura meses
después. Lo más horrible es que ella me contaba pasajes enteros
de su vida, con conversaciones memorizadas textualmente o qui-
zá no, pero lo hacía parecer así porque decía los diálogos como si
los hubiera estado practicando de toda la vida. Se notaba que ha-
bía preparado la conversación en su cabeza y la repasó montones
de veces, en cada viaje de micro o mientras trabajaba como cajera
en un Sodimac de la zona, como me dijo que hacía para vivir.
Al menos puedo decir que algo saqué de todo eso, porque
apenas se le acabó el trago dulzón que tenía en la mano, la chica
llamó a una mesera y pidió algo para cada uno. Ella repitió lo
que se había pedido antes y a mí me compró una cerveza hela-
dita, no fuera a ser que tirara la toalla y la dejara sola justo en el
clímax de su historia. Pagó la cuenta —en Santa Anita se paga
por adelantado— y cuando llegaron las bebidas mi suerte no
pudo ir mejor: aparecieron dos amigas suyas que se empezaron
a disculpar conmigo y se la llevaron de los brazos. Pablo y Mon-
tero aparecieron de la nada para preguntarme qué había pasado;
yo solo me hice el desentendido y seguí tomando, ahora con los
tres sentados a la mesa.

84
Jose de la Peña Lavander

—Bueno, ¿ya mucha huevada, no? Vamos por perras, perras


de verdad —dijo Pablo.
—¡¿Qué?! Conejitas, dices —respondió Montero con un
falso tono de sorpresa. No dije nada, solo sonreí con tristeza;
estaba cansado realmente—. Ya, aguanta un toque que quiero
mear.
Montero salió corriendo para el baño, feliz de saber que no
se iba a quedar sin tirar para el final de la noche. Yo tomé mi
chela, pero al intentar darle un sorbo me paralizó la incomodi-
dad: Pablo me miraba con cara de querer decirme algo. No le
daría oportunidad, no me sentía de ánimo para sus huevadas:
—Creo que paso. No tengo ganas de tirar y mucho menos
de pagar por tirar. Solo quiero irme a la casa.
Me quedó viendo con cara de que el cerebro se le había que-
dado en pausa y luego me soltó lo que quería decir. Sin anestesia,
sin preparación, por pura curiosidad visceral. Lo odié un poco
en ese momento:
—Gordo —me dijo—, ¿tú eres gay?
Me quedé viéndolo sin saber bien a qué venía esa pregunta
que, por cierto, ya me había hecho un par de veces en los últi-
mos años. No es que me sintiera absuelto por haber estado con
algunas chicas, pero creo que ese tipo de cosas cuentan a la hora
de preguntarle a alguien si es homosexual. Más raro me parecía
porque lo que me tenía mal era justo una chica que me había
dejado. ¿Por qué rayos tenía que preguntar eso ahora?
—No —le respondí, aunque lo pensé unos segundos antes
de hablar.
¿Cómo se supone que alguien responde a una pregunta así?
A nadie le importa realmente la respuesta. Si creen que eres gay y

85
Santa Anita

dices que no, solo pensarán que estás queriendo pasar piola, que
te cagas de miedo de salir del clóset. Yo no podía convencer a
nadie. Estaba furioso. Me tomé lo que me quedaba de mi chela
de un solo porrazo y luego salí del pub echando humo. Me pren-
dí un pucho y empecé a caminar. Gay. Una palabra que detesto,
que me hace dudar, que nunca me la pone fácil y me deja siempre
con un montón de preguntas en la cabeza. Y, más que nada, me
pregunto por qué es tan importante.
El óvalo es algo raro al momento en que te vas. Cuando
llegas es brillante, hay ruido, se ve divertido, como que te llama
a cagarla y a chupar y a bailar y a besarte con quien quieras y a
terminar en un hotel tirando con cualquier tipa que sea regular-
mente simpática, que no dé para modelo pero que tampoco te
recuerde a la fea del colegio. Porque eso es lo que me dio ganas
de hacer cuando llegué: cagarla, divertirme, pasarla bien, sin
preocupaciones ridículas. Olvidar, olvidar, olvidar. Justo pasó
todo lo contrario y ahora que salía, observaba las calles algo
siniestras, como malintencionadas. Veía las luces y oía la bulla
que todavía salía de los pubs y las discotecas y bares, y sentía que
me habían derrotado aunque no sabía por qué si no me había
peleado con nadie. Estaba más frustrado que furioso. Miraba
todo a mi alrededor como medio muerto, abandonado, como si
funcionara sin gente aun cuando sabía que los locales estaban
repletos.
Entonces, cambié de dirección, ya no me iba. Crucé la pis-
ta y fui por el supermercado que acaparaba toda una cuadra. No
sabía lo que hacía, pero lo hacía. Vi hacia la esquina, esa donde
hay un puente peatonal para cruzar la carretera, y descubrí al

86
Jose de la Peña Lavander

grupo de travestis esperando, fumando cigarros y cuchicheando


con esas bromas extrañas que solo entienden ellos o los gays.
Uno se me acercó de arranque, pero lo evadí. Era muy feo y me
fastidiaba que se pareciera tanto a una chica, me daba miedo.
Igual no me fui. Inspeccioné el grupo un poco, haciéndome el
curioso; tenía las manos en los bolsillos y con una agarraba el
celular y con la otra la billetera, por si acaso. Había uno en el
grupo que me llamó la atención. Era el que menos se me tiraba
encima. Fumaba su pucho indiferente, apoyado en un muro.
Me dio confianza y me le puse en frente.
—Veinte la mamada y cincuenta el polvo —me dijo son-
riendo.
Lo jalé del brazo y me lo llevé calle abajo, doblando la es-
quina. Me preguntó si íbamos a un hotel y le dije que no, que
me lo iba a tirar en la calle nomás. No quería pagar por un hotel
cuando ni siquiera estaba convencido de lo que hacía.
Él me miró con un gesto de: “Ay, qué nivel, eres pobre”, y yo
me zurré y seguí jalándolo hasta que llegamos a un pasaje medio
escondido. Se veía algo peligroso, pero yo estaba ebrio todavía y
para colmo andaba histérico, acelerado. Mi mente dudaba, pero
mi cuerpo se movía solo. Qué chucha, pensé. Ahora vamos a ver
si soy cabro, tanto que joden con el tema. Me apoyé en una pa-
red y me saqué la pinga. Estaba blanda, muerta, estaba en otras.
Ella —el travesti— me la empezó a chupar. Usaba muy bien la
lengua, le ponía ganas, se esforzaba, le gustaba lo que hacía. Es-
condía bien los dientes, sabía pasar la lengua despacio y luego
más rápido. Se me empezó a poner dura y ahí ella se volvió loca y
empezó a engullirla toda, a babear del gusto. Movía la cabeza con

87
Santa Anita

frenesí y en un momento hasta bajó su lengua para lamerme los


huevos y yo pensaba que todo era una mierda, que no me podía
estar gustando eso. Tenía los ojos cerrados y la mente en blanco,
pero en blanco como una hoja que se llenaba de preguntas y luego
volvía a quedar limpia para escribir más y más. Gay. Gay. Gay.
Gay. ¿Eres gay? No. Cabro. Cabro conchatumadre. La boca del
travesti estaba caliente, así que cuando dejó de mamármela, el
frío me golpeó de frente sobre el glande y me hizo abrir los ojos.
Se había volteado y se estaba levantando la falda cuando me dijo:
—Esta la pago yo, papi. Tú solo métemela.
Su voz era algo grave, rasposa, aunque tenía una entonación
femenina. Me frené en seco cuando le vi el culo. Era... era dema-
siado por una noche.
—No me jodas, huevón. No me jodas —le dije y lo empujé
un poco.
—Tu pinga está bien rica, pues, la quiero dentro. Anda,
aprovecha que es gratis.
Del otro extremo del pasaje se escucharon los pasos de un
grupo. No tardaron nada en verse sus siluetas aparecer. Eran
cuatro tipos, y se notaba que usaban gorras, poleras con capu-
chas, que tenían los pantalones todos caídos, que caminaban
con esa típica andada de choro, de pirañitas de barrio. “¡Cabros,
cabros de mierda!”, empezaron a gritar. Y me aterré, me aterré
tanto que se me bajó la calentura en una milésima de segundo
y mi pinga murió, pero yo no quería morir ni que me agarraran
y me robaran o algo peor. El travesti también se dio cuenta y
me cogió de un brazo gritando histérico. “¡Choros, choros!”,
decía. Apenas sentí sus uñas tocarme el brazo, me dio una có-

88
Jose de la Peña Lavander

lera tremenda y la adrenalina que sentía por el miedo me hizo


empujarlo, pero no como antes, sino que lo empujé con asco y
con fuerza por lo que cayó al suelo. Vi que el grupo empezaba
a correr, pero yo ya estaba corriendo para cuando entendí que
nos querían joder. Escuché al travesti gritar, gritar desesperado
porque ya estaban muy cerca de él. Entonces oí retumbos, como
si lo estuvieran golpeando salvajemente, y mis piernas corrieron
y corrieron en dirección al grifo hasta que me pude alejar tanto
que solo me llegaban los tonos más graves de sus gritos que se
perdían con el ruido de mi respiración agitada y el temblor de
mi cuerpo que casi era audible de lo mucho que tiritaba. Crucé
el óvalo todavía afectado, con miedo, y me subí al primer taxi
que vi. No me hubiera imaginado que me iba a hacer una paja
apenas llegara a casa.

89
autor

Stuart flores
90
Stuart Flores, Huancayo, 1986. Es licenciado en
Periodismo por la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos. Ha publicado el volumen de relatos La muer-
te es una sombra, la novela La velocidad del pánico, el
poemario ele y el ensayo César Hildebrandt. Argumentos
contra el poder. En 2014 obtuvo el segundo lugar en “El
Cuento de las 1000 Palabras” de la revista Caretas, en
2016 fue finalista del Premio de Novela Breve “Cámara
Peruana del Libro” y en 2018 recibió el Premio Copé de
Oro en la categoría de cuento. Actualmente escribe re-
señas de libros y películas para distintos medios locales
y administra un blog literario (www.elnictalope.com).
PARA MATAR
EL TIEMPO

Los días que no había heridos parecían más largos


de lo habitual. Para llenar las horas nos poníamos a jugar
a las cartas o montábamos el tablero de ajedrez en una
de las camillas, y esperábamos con muchas ansias a que
la radio nos comunicara alguna desgracia. Cuando esto
sucedía, subíamos a la ambulancia y llegábamos a la zona
indicada para socorrer a la tropa. No obstante, un mes
entero había desfilado ya frente a nuestras narices sin que
ocurriera ningún incidente. Parecía que ninguno de los
dos bandos tuviera ganas de atacarse. Malek dijo que
como las cosas siguieran así, seríamos nosotros quienes
moriríamos pero de aburrimiento.
Luego de ser reclutados, nos habíamos inscrito en el cuer-
po de paramédicos justamente para salvar el pellejo. Era
fácil mientras otros estaban en el frente de batalla y tú la
pasabas relajado, fumando e intercambiando absurdas

92
Stuart Flores

historias sobre la vida en la ciudad con tus compañeros. Pero


a nosotros nos gustaba la acción, y esta comenzaba, como ya
dije, con el rescate de heridos. Los conducíamos a nuestro pe-
queño hospital de campaña y luego ahí todo era extraer balas,
coser aberturas en la piel, detener hemorragias o amputar alguna
extremidad inútil. No digo que fuese divertido. Ver tanta sangre
en un principio te afectaba los nervios, aunque con el correr de
las semanas lograbas habituarte a ella y le cogías el gusto a aquel
ambiente caótico: los lamentos de los soldados, el olor a carne
chamuscada, el color rojo tiñendo cada superficie blanca. Lo
que quiero dar a entender es que esa era nuestra única labor y la
realizábamos poniendo en ella todo nuestro esfuerzo. El hecho
de pasar tanto tiempo sin llevarla a cabo nos regresaba entonces
al doloroso desencanto de nuestras existencias.
Solo hay una explicación. Quizá la guerra se está terminan-
do, dijo Bolek una noche. Luego se dirigió a mí: ¿tú qué piensas,
Excavador?
Se me daba muy bien lo de extraer las balas, por eso me
habían bautizado así.
Según los rumores, los ejércitos de ambos lados se están re-
organizando, dije. Si es así, solo nos resta esperar a que reinicien
el fuego y se hagan añicos.
¿Esperar?, preguntó Julek en tono de protesta. Tenía un
cigarro en los labios e intentaba encender una cerilla.
Exacto. Hay que tener paciencia.
¿Paciencia?, dijo en el mismo tono. Parece que no estás muy
enterado, Excavador. Esas tácticas de reorganización suelen du-
rar meses. Y si la de nuestro comandante Lindhagen funciona

93
Para matar el tiempo

a la perfección, no solamente vamos a esperar mucho tiempo,


sino que casi no recogeremos heridos.
Tiene razón, dijo Malek. Podría ser tiempo perdido.
Sin embargo podría suceder lo contrario, dijo Bolek. Si
nuestro ejército comete algún error, en unos meses, y Dios no
lo quiera, podríamos estar aquí cortándole la pierna al mismo
Lindhagen. Si es que lo necesita, claro está. ¿Tú qué piensas,
Excavador?
Me tomé unos segundos para reflexionar. Dije:
En cualquier escenario, nos veremos obligados a esperar. A
menos que ocurra algún imprevisto.
Mi única intención al decir esto era hacer referencia a una
emboscada del enemigo, por ejemplo, pero Julek no lo interpre-
tó así.
Podríamos poner minas terrestres, dijo.
Los ojillos negros le brillaron a la luz de la cerilla que aca-
baba de encender. Parecía haber sopesado esa idea con mucha
antelación.
Bolek y Malek lo secundaron y yo no tardé en mostrarme
de acuerdo. En apenas una hora habíamos establecido la manera
de dar el golpe. Demás está decir que, debido a mi apelativo,
todos insistieron en que fuese yo quien enterrara los explosi-
vos cerca de la playa donde cada mañana la tropa solía realizar
sus maniobras. Tuve que hacerlo de madrugada, mordiendo el
mango de mi linterna para echar luces sobre el terreno.
Al día siguiente, Bolek, Malek, Julek y yo estábamos des-
piertos desde muy temprano. Teníamos las barbas rasuradas y
jugábamos al póquer. Permanecíamos atentos a la radio para

94
Stuart Flores

recibir la noticia de las detonaciones y volver a nuestras labores


de siempre. Julek incluso tenía su pequeño maletín cargado de
syrettes de morfina descansando sobre su regazo.
Las guerras son siempre irracionales y, por lo tanto, nadie
podrá arrojar la menor recriminación a nuestro accionar. In-
cluso, viéndolo desde un lado mucho más amplio, aquello fue
consecuencia pura del aburrimiento. ¿Acaso las guerras no obe-
decen a esa misma motivación? Las cosas que tiene que hacer
uno para matar el tiempo.
Cuando Bolek lanzó su combinación ganadora sobre la
mesa, una voz atronadora salió de la radio y nos anunció el per-
cance. Julek me miró con ojos risueños, como felicitándome por
la misión bien cumplida. Tras muchas semanas de hartazgo, sa-
líamos otra vez del hospital de campaña para abordar la ambu-
lancia y reanudar así nuestro trabajo. Malek hacía sus cálculos y
lamentaba que tal vez hubiera solo dos o tres heridos de grave-
dad. Eso era mejor que ninguno y en las próximas ocasiones nos
aseguraríamos de que fuesen más. Una vez que te acostumbras
a la guerra, ya no quieres que se acabe nunca.

95
autor

Enmanuel Gr au
96
Enmanuel Grau nació en Lima en 1987. Estudió
Educación en la Universidad Nacional Federico Villa-
rreal, donde se especializó en Lengua y Literatura. Fun-
dador del grupo literario Tajo, grupo con el que orga-
nizó eventos de animación a la lectura por la ciudad.
En 2012 obtuvo el primer puesto en los Juegos Florares
de su facultad. Ha publicado cuentos en el suplemento
dominical de El Comercio y portales webs como El buen
Librero, Operación marte, de México y Zona del escribi-
dor, medio que consigna a grandes narradores peruanos.
Ha publicado Hijos de la guerra (Hipocampo Editores,
2020).
la pampa

—A llá viene —dijo Monzón—, señalando el cerro.


Vamos a ver.
Pacheco atravesó la cancha de tierra y dejando atrás una
calle oscura, penetró en la Alameda.
Era un muchacho menudo, de piernas delgadas y ojos di-
minutos, muy hundidos. La carrera había congestionado
su pecho y su respiración era intensa: sudaba como un
animal.
—Eulogio ha tomado La Pampa —dijo—, muy rápido.
El muchacho alzó los puños para mostrar su indignación,
pero los dejó caer de inmediato en señal de derrota:
— ¡Han colgado banderas!
Corría brisa y sobre el cerro San Cristóbal la neblina se
había adelantado, borrando casi por completo la gran
cruz de hierro.
—Eso no es posible —gritó Ricardo, adelantándose—,
La Pampa no tiene dueño, ¡es de todos!

98
Enmanuel Grau

El arenal donde estaba insertada La Pampa, formaba par-


te de una extensión de tierra estéril, situada entre el cerro y la
cervecería, en el límite del colegio España. En otra época, en La
Pampa se organizaban campeonatos relámpagos o kermeses y
en Fiestas Patrias funcionaba un circo comunal. Pero desde ha-
cía un tiempo, Eulogio había convertido la zona en tierra muer-
ta, por donde era imposible cruzar sin ser golpeado o corrido
por una lluvia de piedras.
—Eso no es lo peor —dijo Pacheco—. Sus ojos se detuvie-
ron delante de mí: me odiaron.
—Tu hermano está con ellos, ¡es un perro!
— ¿Andrés?
—Sí —dijo Pacheco, furioso—, ¡tu hermano!
Sentí la mirada de todos, como un cuchillo macizo que me
atravesaba.
—No es posible, dije.
La noche anterior Andrés había venido hasta mi cama.
Todo su cuerpo estaba rígido y me miraba desde la puerta, sin
pestañar, como a un insecto.
Hacía solo dos semanas que se había marchado de casa, pero
entonces al mirarlo tuve la impresión de que había envejecido.
—Pronto no habrá terreno —dijo.
Avanzó con esfuerzo, tocando la base de mi cama con los
dedos. A pesar del tono de su voz, monocorde, sin luz, su sem-
blante era altivo. Sonrió con insolencia.
Del bolsillo del pantalón extrajo una hoja de metal que
sujetó unos segundos. Luego la dejó caer sobre la cama.
— ¿Y eso? —le dije.

99
La pampa

Era la primera vez que veía una navaja.


Andrés se recostó en la pared. En la penumbra del cuarto
yo podía sentir su respiración animal y jadeante, su aliento en-
venenado por el pisco y el humo.
Tomó la navaja y la aproximó a la ventana. En la breve
claridad pude ver mejor: era una hoja sin brillo, gastada en la
superficie por el uso. Andrés se recostó en la pared. Sus ojos
parecían imantados por el metal, absorbidos por una fuerza in-
visible que emanaba de su centro.
—El Viejo ha vuelto —murmuró Andrés, sin mirarme,
conteniendo a penas en su voz un entusiasmo malsano—. Las
calles tienen nuevo dueño.
La música macabra que eran sus palabras me heló la sangre.
Por más que me esforcé, no pude reconocer en él a mi hermano.
Andrés se levantó sin decir nada. En la oscuridad, solo vi
su sombra desaparecer detrás de la puerta.

Ricardo se paró cerca de mí. Tenía los puños apretados y


sus labios, rabiosos, trituraban el aire:
—Eulogio es una mierda —dijo—, un matón que aspira
ser maldito, pero esta vez ha llegado demasiado lejos. Unirse
con El Viejo, ser su perro, es algo que no se puede tolerar.
Tenía el labio superior hundido hasta el fondo del paladar,
marcado por un tajo carnoso que nacía bajo sus fosas nasales—
dos aletas húmedas y profundas— que vibraban al hablar. Con-
tinuó.
—Está claro que Eulogio y El Viejo quieren controlarlo
todo: el barrio, la plaza, los bares y ahora también La Pampa. Su
voz, aunque pugnaba por ser clara, seguía dominada por la ira.

100
Enmanuel Grau

—¡Hay que organizarse, avisarles a todos!


Se volvió hacia nosotros en un gesto dramático, dándole la
espalda al cerro:
— ¿Es que nadie piensa hacerles frente?
Pacheco volvió a hablar.
—Miranda quiso oponerse. ¡Lo han masacrado!
¿El indio Miranda?
—Sí—repuso Pacheco.
—Esto está muy mal, —se quejó Monzón—, el indio Mi-
randa no es cualquier cosa, pocos mechan como él en el colegio.
Empezaba a oscurecer. El grupo avanzó en silencio hasta el
Jirón Madera, bordeando el Mercado Modelo.
Yo sentía que la garganta me ardía, que las palabras lu-
chaban desesperadamente en mi boca. Pensé de golpe en los
tragafuegos que toman por asalto los semáforos de las avenidas
durante la luz roja. Entonces dije:
—Seré yo quien se haga cargo, Andrés es mi hermano y
tiene que escucharme, no puede estar de lado de esos malnacidos.
Otra vez la mirada afilada del grupo me clavó en el sitio.
Ricardo se había vuelto sin violencia y me miraba.
—Cómo dices—
—Voy a ocuparme ahora mismo, Ricardo, —le dije—. Sé
dónde está Andrés, con quien anda, donde para.
De un salto, Ricardo estuvo junto a mí. Me sujetó del cuello.
Bajo la presión que ejercían sus dedos, todos mis músculos
estaban tensos. Entonces vi el rostro de Andrés: aparecía junto
al de Eulogio. Luego, ambos avanzaban hacia mí, pero justo
antes de tocarme, una oscura mancha los absorbía.

101
La pampa

— ¡Mierda! —me dijo— y repitió, con desprecio: — ¡mier-


da! Andrés ya no entiende razones, ¿lo has olvidado?
—Cálmense, —dijo Monzón—, no es momento de pelear
entre nosotros. Aquí todos están empinchados, no arreglamos
nada yéndonos a las manos.
—Miranda está herido —dijo Pacheco—, le han dado en
el orgullo. Hoy tuvo que ir a clases moreteado.
Todos nos quedamos callados.
El cielo estaba negro. Habíamos llegado hasta Prolonga-
ción Tacna.
Yo no sentía dolor, sino rabia. Ricardo se recostó en la pa-
red. Me senté en la vereda. Los otros hicieron lo mismo. Los
carros que subían por el puente Santa Rosa pasaban rosándonos
los pies. Después de un tiempo, Ricardo volvió a hablar.
—Hay que avisar a las demás secciones. Eso primero. Nos
reuniremos mañana—.
La herida que hundía su boca me pareció todavía más pro-
funda.
— ¿Aquí? — Preguntó Pacheco.
—No, —repuso Ricardo—, sin mirarme. Aquí no. En el
Paseo de Aguas, a las siete.

Breve y sucia, sin ritmo, la garúa moja las veredas y las


casas de quincha, despinta las fachadas. Bajo el cielo sin nubes,
las calles se sumergen en una atmósfera gris. Los transeúntes
resbalan sobre la berma y por seguridad eligen caminar por la
pista, sobre la grava. El grupo cruza las últimas cuadras del Ji-
rón Trujillo sin hablar. A medida que avanzan encuentran a su

102
Enmanuel Grau

paso escolares y obreros, policías que hacen turno en la comi-


saría; ambulantes que trajinan bajo carteles publicitarios. Una
vez que han atravesado el jirón Chiclayo el tramo es libre: los
transeúntes avanzan en sentido contrario, se dirigen al centro.
El grupo se detiene solo al cruzar la Alameda.
—Miren —dijo Monzón—, apuntando hacia el Colegio
de Mujeres. —Ya salen las ratas.
En efecto, las puertas del colegio de mujeres se abren y de
inmediato una multitud de estudiantes atraviesa el patio que las
separa de la calle. Vistas de lejos, igualadas por el uniforme, la
multitud parece tener un solo rostro.
Las muchachas recorren el perímetro de la Alameda, ob-
servan con sutileza las esquinas, se comunican en señas, per-
manecen unidas. Solo en las arterias aledañas el río de blusas y
faldas se disgrega y toma distintos rumbos.
Mientras ellas avanzan, raudas pandillas de muchachos que
esperan en la Alameda, abandonan las frías bancas de mármol y
se ponen en marcha. Se frotan las manos en los muslos, los pasos
inseguros se afirman en la tierra y avanzan con determinación.
(El apelativo de ratas no era gratuito y debía su fama a
una leyenda: según esta, al caer la noche, cientos de roedores
abandonaban sus escondites para ambular por el viejo edificio,
formando una cuadrilla maciza de ojos brillantes, que se con-
fundía con los muros grises del colegio)
Durante el verano había sido Andrés quien me iniciara en
abordar a las chicas.
Eran días calurosos en los que el sol ardía bajo unas nubes
delicadas, que parecían trazadas a mano.

103
La pampa

Llegábamos antes de la salida, de modo que disponíamos


de toda la Alameda. Nos instalábamos al final del corredor, tras
las hojas negras de los árboles, en la pileta que da a la puerta
posterior y mira hacia al convento de “Los Descalzos” (un rec-
tángulo atizado de hongos, poco profundo que alguna vez tuvo
azulejos)
—Es muy importante la ubicación —decía Andrés—, bien
ubicado puedes conocer todos sus movimientos, ¿Te das cuenta?
con un par de días basta. Luego ya puedes hacerle el habla.
Andrés era didáctico y su voz no se apuraba y siempre es-
taba sonriendo.
—No es posible, —le decía yo—. Así todo parece fácil. En
la cancha la cosa es diferente, las mujeres siempre son más vivas
que los hombres.
—No hay que intimidarse— decía Andrés. Es lo peor. Fí-
jate: Te plantas bien delante de ella, nunca las manos en los bol-
sillos, eso las hace creer que eres choro. Sonríes, pero no mucho
y dices, hola. Si ella se ríe, sigues, si no, te disculpas. Y dices
muy serio: Amiga espero no molestarte.
—Ah, —decía yo—, divertido, no creo que sea tan fácil.
Andrés se reía a carcajadas.

—Qué hora es —dijo Monzón—. Espero que Pacheco


cumpla.
—Cálmate —repuso Ricardo—, apenas son las siete. Es-
tamos en hora.
—Sí Andrés está con ellos no hay nada que hacer —co-
mentó Monzón—, desmoralizado.

104
Enmanuel Grau

Andrés había estudiado la primaria con nosotros en el “San


Juan Macías” y había sido durante años el capitán del equipo de
fútbol. Ricardo lo admiraba.
Hacía solo un año que Ricardo y Andrés lideraban el gru-
po. Los partidos de la liga distrital eran victorias fijas y el nom-
bre de nuestro equipo coreado por los vecinos: “Unión Rímac”.
Los sábados, después de entrenar, nos reuníamos en “El Hatu-
chay”, para jugar billar o echar monedas en las consolas de los
videojuegos.
Cuando Andrés se fue del grupo, todos estábamos depri-
midos, pero más Ricardo. El equipo no volvió a puntear la tabla
y se acabaron las reuniones de los sábados.
En cuanto a Andrés, desde que empezó a juntarse con Eu-
logio ya no era el mismo, nos trataba de lejos.
—No me junto con chibolos, —decía.
Su voz se volvió amarga y a veces, cuando estábamos en
casa ya no lo reconocía; no saludaba, tiraba las cosas y siempre
respondía con lisuras.
Una vez mientras cenábamos mi madre le dijo: “Tu herma-
no necesita un sol, para tareas”. Él respondió:
—No cuentes conmigo para eso, dejé el trabajo. Y añadió:
la plata está botada en la calle. Que aprenda a recogerla. Es muy
fácil.
En las noches, abandonaba su cama y salía a tientas, con
rumbo desconocido y solo volvía al amanecer.
—¿En qué piensas? —le había dicho yo una vez, un tiempo
atrás—.
Estábamos en el cuarto y no había luz porque la bombilla
se había quemado. Hacía varias noches que lo veía levantarse y

105
La pampa

caminar intranquilo de un lado a otro, pero en esa ocasión lo


había sentido llorar.
—En cosas, —me dijo—. Pienso en muchas cosas como
todo el mundo. Yo no insistí, pero al cabo de un rato escuché
su voz.
—A veces sueño con papá, y me despierto colérico, odián-
dome por recordarlo. Hacía dos años que papá se había mar-
chado.
Yo no podía verlo, debido a la oscuridad, pero sabía que
Andrés me estaba mirando.
—¿De verdad te creíste el cuento de la vieja? —me dijo—
No lo había dudado ni un segundo. Para mí, papá estaba
de viaje, trabajando como obrero en el extranjero. Pero al escu-
char las palabras de mi hermano sentí un nudo en la garganta y
toda mi certeza se resquebrajó.
—Está guardado —dijo Andrés, sin que le temblara la
voz—. Me lo dijo alguien en la calle, el otro día: “tu viejo está
preso, por asaltar con arma, tal vez por matar”.
La noche se había hecho más negra porque ni siquiera nos
llegaba el débil reflejo del alumbrado.
— ¿Y va a volver? —fue lo único que pude decir.
—No lo sé —me dijo Andrés. Es mejor que no.
Me di la vuelta y me tapé la cara con la colcha. Nunca me
había sentido así; tenía las manos frías y un nudo en el estóma-
go. Iba a decirle a mi hermano que yo sí quería que papá volvie-
ra, pero entonces lo escuché llorar. Eso fue todo. No había, sin
embargo, pena en su gemido, sino rabia.

106
Enmanuel Grau

Pacheco apareció por una curva con un grupo de mucha-


chos. Eran más de diez. Nos dimos cuenta de inmediato que
estaban preparados para todo.
A la cabeza iba Miranda. Daba pena verlo: tenía el pómulo
hinchado y la barbilla cruzada de arañones.
Ricardo se aproximó y el círculo lo rodeó en seguida. Em-
pezaba a oscurecer. A lo largo de la Alameda, detrás de las rejas
negras, las estatuas parecían detenidas en una postura trágica.
Pacheco me miró a los ojos. Al encontrar los suyos moví
los labios:
—Conchatumadre
—Quédate tranquilo, Miranda —dijo Ricardo. —Hare-
mos algo.
—Hoy ha llegado más gente, —informó Pacheco—. Traen
carros, debe ser algo grande. No han sacado las banderas.
—Eso quiere decir que piensan quedarse, las banderas no
son juego.
—Sí —dijo Monzón, con fastidio—. Es tradición vieja.
Cuando un grupo cuelga sus banderas no hay cómo sacarlos.
—¿Qué es lo que hacen? preguntó uno de los muchachos
que venía con Miranda.
—Hay movimiento.
Trabajan para El Viejo y Eulogio se siente intocable. Viene
gente de todos lados a comprar sus porquerías.
—Desgraciados —dijo Monzón—, hacen lo que quieren y
al que se acerca, lo revientan.
El Viejo había logrado posicionarse en la zona después de
varios años de ausencia. Cuando empezó a reclutar muchachos,

107
La pampa

organizándolos en bandos, Andrés y Ricardo eran todavía ni-


ños. Fue entonces cuando el negocio despegó. En ese tiempo,
el comercio se incrementó de forma considerable y el barrio se
convirtió en campo minado. Todas las noches, en caravana, de-
cenas de autos llegaban desde distintos puntos de la ciudad.
Sabíamos a qué venían, pues todos tenían las luces apagadas
y avanzaban despacio y displicentes, atravesando las calles, en
dirección a La Pampa. Entonces aparecía El Viejo; los autos se
detenían en las esquinas con las luces bajas, las ventanas descen-
dían lentamente y él se encaramaba sobre ellas.
— “Es el vicio —decían los vecinos, sin atreverse a levantar
la voz—, el vicio que todo lo pudre”.
Cuando El Viejo se ausentó, las caravanas desaparecieron
también y solo quedaron algunos viciosos vagando por las ca-
lles, bajo la sucia luz del alumbrado. Aunque pocas cosas mejo-
raron en el barrio, la vida volvió a ser tolerable. Sin embargo, El
Viejo había vuelto y sus dominios fueron recobrados.
Miranda, que había estado en silencio, tomó la palabra.
Sus brazos se desenvolvieron con agilidad, didácticos,
acompañaban sus palabras con dinamismo:
A la salida del colegio, los muchachos de su sección habían
intentado jugar una pichanga.
Cuando cruzaban la curva que lleva a La Pampa, un alu-
vión de piedras les cerró el paso. Entonces decidió actuar. Esa
misma noche había ido solo a buscar a Eulogio.
Este lo vio a lo lejos
—No cambias, Miranda—dijo Eulogio. —Siempre fosforito.
Pero no había sido él quien lo atacó. Miranda evitó mirarme.

108
Enmanuel Grau

—Andrés —dijo Eulogio—, enséñale a esta basura qué es


ser hombre.
Oscurecía pronto. Desde el cerro hasta el viejo puente,
raudas nubes negras llenaban el cielo en un trazo uniforme.
Miranda respiró el aire mojado del invierno y sintió cómo su
respiración se aceleraba.
Andrés se acercó moviendo los hombros. Alto y atlético,
muy moreno, tenía la mirada cansina, como de viejo.
—La Pampa tiene dueño ahora, Miranda —gritó Andrés.
—Qué mierda quieres.
—La Pampa no es de nadie —contestó Miranda, que yo
sepa.
Luego peleamos —nos dijo Miranda—, peleamos por va-
rios minutos. Uno de los compañeros de Miranda habló:
—La pelea había terminado, no tenía sentido seguir. An-
drés lo pateó en el suelo, es un animal.
—Pon atención —dijo Eulogio—, y Miranda oyó su voz
desde el suelo:
—Ricardo es un buen muchacho, y no es tonto. El Viejo
está dispuesto a darle una oportunidad si nos da la mano. Aví-
sale, ya sabe dónde encontrarme.

Habíamos llegado hasta el mercado. Las últimas tiendas


cerraban sus puertas, y solo unos cuantos transeúntes subían
por el Jirón Madera. Seguimos por una calle sin luz. Nos detu-
vimos en la esquina. Al filo de la vereda se había acumulado la
basura: olía a mierda y fruta podrida.
—Bueno —dijo Ricardo—. No hay otra salida que en-
frentarse. ¿Quién está conmigo?

109
La pampa

—Es una trampa —dijo Monzón—, está claro.


Lo que está claro es que esto no puede seguir así—dijo
Pacheco, furioso—. Alguien tiene que enseñarles a esos desgra-
ciados que no son intocables.
—¡No vayas! —insistió Monzón—. El Viejo y su gente son
maleantes, no creen en huevadas.
—Eulogio quiere dar el salto —dijo Ricardo—, sentirse
respetado, el maldito, y estar con El Viejo es su oportunidad.
Sobre la boca, la herida de un rojo intenso parecía recién
hecha. Sin embargo, mientras Ricardo hablaba, algo en su voz
perdía hostilidad. Continuó:
—Al que no puedo entender es a Andrés.
Alguien había hecho correr un cigarro. Ricardo lo tomó
con la punta de los dedos: aspiró fuerte.
Entonces vi por un segundo, bajo una nube negra, cómo
sus ojos brillaban.
—Andrés está perdido —dijo Pacheco—. No vale la pena.
—No es por fregar —se quejó Miranda—, pero ya es la
hora. Hay que apurarse.
—Sí, —replicó Monzón, mirando el cielo. Pronto no ha-
brá luz.
Hubo un silencio breve. Ricardo avanzó resuelto en direc-
ción al cerro y lo seguí.

Corría brisa, las nubes pasaban muy bajo y sobre ellas se


divisaba la gran cruz, levantada sobre una explanada de piedras
pulidas. De noche, cuando se encendía el alumbrado, un cerco
luminoso rodeaba la gran cruz de hierro y sus brazos ardían

110
Enmanuel Grau

como un sol nocturno. Al filo del camino la lluvia había hecho


brotar plantas y los pies resbalaban.
—Tengan cuidado —dijo Monzón—, está todo mojado.
—Llegaremos por la curva —dijo Ricardo—, luego, direc-
to hasta La Pampa.
—Lo mejor es tomar el cerro —repuso Miranda, estratégi-
co. —No esperarán vernos del otro lado.
Bordearon la cervecería a paso raudo. Cuadras largas y os-
curas, un camino empedrado, un mercado, casas de adobe cla-
vadas en la falda de cerro.
En otra época, Andrés y Ricardo lideraban desde allí las
excursiones hacia el Mirador.
Nos reuníamos al romper el alba y hacíamos el ascenso en
grupo, descansando en cada estación, donde había una pequeña
cruz grabada con números romanos. Andrés iba al frente, el
índice señalando el camino.
La voz de Ricardo se desbocaba:
—¡No se detengan hasta la cruz!
Íbamos hacia la cumbre, gritando, luchando contra el vien-
to que bajaba en dirección contraria, golpeándonos los brazos,
cegándonos. Andrés era el primero en llegar. Cuando los otros
alcanzábamos la cima, él nos esperaba inmóvil, los ojos clavados
en el horizonte. Entonces su boca se abría y un grito gutural y
profundo, que parecía contener todas nuestras voces, caía hacia
las faldas del cerro, como una recriminación o un anhelo.
—Eso que se ve allá también es Lima —me dijo Andrés
una vez, señalando el horizonte.
Sus dedos apuntaban más allá de las nubes, simulando una
órbita ascendente que unía Lima con Miraflores, barriendo ca-
lles y edificios, hasta encontrar el mar.

111
La pampa

—Allá vive la gente de plata —dijo Andrés, con emo-


ción—, los pitucos.
El sol había encendido sus pupilas y su voz era clara, llena
de entusiasmo. Él había ido hasta el mar y siempre lo recordaba:
En el verano, las calles crecen bajo el sol y la gente cami-
na entre columnas de árboles que dan sombra. Escoltadas por
el viento, llegan hasta la quebrada de Armendáriz; un camino
abierto y empinado entre los cerros.
—Esa es la bajada hacia la playa—. Andrés continuó. Allí,
bajo el sol radiante, ya no son hombres, mujeres o niños los que
llenan la bahía, sino estatuas saladas que solo la tarde va borran-
do poco a poco de la arena.
Yo lo escuchaba en silencio y nos quedábamos quietos, uno
cerca del otro. Pronto la tarde caía y el cielo era un lienzo negro.
Bajo la cruz sin brillo apenas se divisaba el arenal.

El aire denso endurecía la tierra y la luna brillaba, cuando


Ricardo y los otros cruzaron hacia La Pampa. Al atravesarla,
una figura les cerró el paso. Era Eulogio.
Era noche cerrada y en la penumbra yo no podía ver, sino
adivinar el rostro de Andrés; su largo cuerpo de araña, sus movi-
mientos rápidos destacando en el conjunto uniforme de rostros
cobrizos y oscuros. Cuando ambos grupos estuvieron frente a
frente, una irresistible urgencia de pelear me poseyó.
—No lo creo —dijo Eulogio, al vernos. Todos reunidos otra
vez como la familia que somos. El Viejo va a saltar en un pie.
Se rio. Su risa me hizo pensar en esos perros que, al aullar,
solo traen desgracias.

112
Enmanuel Grau

Se dirigió a Ricardo. Este lo miró a los ojos, sin pestañear


un segundo.
—Dame un abrazo, muchacho.
—El Viejo es una mierda —dijo Ricardo, con violencia—,
corriendo hacia el centro de La Pampa. Una mierda, y quiero
hablar con alguien que tenga huevos, no con perros.
Ahora Eulogio no sonríe. Con la palma de la mano se fro-
ta la mandíbula y lo mira, de arriba abajo y murmura para sí,
conchatumadre
Ricardo avanzó resuelto, rompiendo el cerco de cuerpos
que empezaba a formarse, mecánico, como en un ritual que
antecede al sacrificio y a la sangre.
— ¡Andrés! —gritó, sin contenerse —¡Andrés maldita sea,
dame la cara!
Los grupos se movieron levemente y La Pampa se llenó de
voces. Estaba oscuro, pero la luna suministraba una leve clari-
dad que escarchaba la tierra. Andrés apareció al fin.
Avanzó resuelto entre las dos columnas de sombras que se
abrían a su paso. El círculo los rodeó en el acto. En el centro,
Ricardo avanzaba decidido; los brazos caídos, como un mono,
las rodillas hacia adelante, las piernas tensas y resueltas.
Dentro del bolsillo del pantalón Andrés apretó un puño.
Sus ojos se mantenían fijos en Ricardo que se mecía a unos
pasos, a suficiente distancia para evadirse en el momento justo.
De un salto estuve delante de la línea, los brazos extendi-
dos conteniendo el avance de cualquier intruso. Cuando Andrés
intentaba una aproximación, Ricardo lo controlaba con los bra-
zos, abriendo y cerrando las manos.

113
La pampa

Alcé los ojos. Una impertinente garua había empezado a


mojar la tierra. La pelea era lenta, calculada, una escena repeti-
da y sin variantes. Era difícil ubicarse. El alumbrado no llegaba
hasta La Pampa y los postes más cercanos estaban frente a la
Alameda, a unas cuadras, de modo que solo se veían algunos
manchones de luz.
Ambos rivales se conocían bien, intuían los movimientos
del otro, sus maniobras eran idénticas; un continuo juego de
espejos.
En otros tiempos, los dos habían peleado cuerpo a cuerpo
defendido el arenal con su sangre: ahora era distinto, una mura-
lla infranqueable los separaba.
Entonces me asaltó la idea de que era absurdo pelear por
un pedazo de tierra que no valía nada.
—Eres un desgraciado —dijo Ricardo, con desprecio—.
Cómo has podido unirte a esta basura, cómo puedes ser su ma-
tón, su perro.
—Pelea —dijo Andrés, sin inmutarse.
Su rostro había perdido hostilidad, pero su cuerpo se man-
tenía en movimiento y resuelto, con la determinación de una
máquina. —Pelea como un hombre.
Andrés dio un paso al frente. Sus ojos eran de fuego. Fre-
nético, estiró el brazo y quedó inclinado sobre sí mismo, resis-
tiendo el peso de su cuerpo con la punta de los pies.
Recordé entonces la navaja, la palidez del acero en la pe-
numbra del cuarto.
Ricardo retrocedió. A medida que pasaba el tiempo la pe-
lea lo abrumaba. Sentía de pronto que su cuerpo se paralizaría

114
Enmanuel Grau

de golpe y que sus brazos no conseguirían resistir la intensidad,


la fanática furia de su adversario.
Un año antes, durante el verano, había visto las barricadas
en el río, cuando crecía el cauce: una barrera que contenía el
estruendo del agua. El recuerdo lo estimuló. Poco a poco, mien-
tras sus pies se asentaban en la tierra, pensó que su cuerpo era
una muralla, un bloque macizo hecho de músculos y huesos, y
se sintió fuerte, como las barricadas del verano.
Sin embargo, a pesar de la claridad lunar solo veía sombras.
Cuando pudo reunir al fin el vigor necesario y se lanzó decidi-
do sobre Andrés, encontró a este plantado delante de él con el
brazo estirado.
¡De lejos carajo! —gritó Pacheco—. ¡No te acerques tanto!
Cuando el contacto se hizo inminente Ricardo sintió que
sus fuerzas decaían y se desplegaban sobre Andrés, desordena-
das e inútiles.
¡Infeliz! —gritó Miranda—, ¡tiene una punta!
En la penumbra creciente, la voz de Eulogio se escuchó por
encima de las otras:
¡Andrés! —gritó— ¡muchacho, haz lo tuyo!
Andrés apretó el cuchillo con todas sus fuerzas y entonces
todo su cuerpo vibró en una armonía macabra.
“No lo hará, me dije, no se atreverá”.
Ricardo se movía de un lado a otro, intentando mantener
lejos a su rival. La escaza luz no lo dejaba ver con claridad.
Lanzaba hacia adelante los brazos y retraía el cuerpo sobre la
pierna izquierda, su punto de apoyo. Realizaba esta maniobra
con destreza y la precisión de un boxeador profesional. “Si se me
acerca me friego”, pensó.

115
La pampa

Todo su cuerpo se había replegado y sus hombros bailaban


sin detenerse, de modo que su cuello se pronunciaba en cada
movimiento y aparecía de un lado y de otro aceitado por el
sudor.
Andrés lo amenazaba, una y otra vez repetía el mismo ges-
to; su brazo viajaba hacia adelante en un movimiento preciso,
trazando un círculo perfecto, para desaparecer en el acto a la al-
tura del vientre. Solo entonces, Ricardo descubrió, maravillado,
cómo brillaba la navaja y se estremeció.
Yo no podía más; todo mi cuerpo estaba rígido y sentía
correr bajo mi piel la sangre, hirviendo como un río furioso,
incontenible, buscando a toda costa desaguarse.
Delante del grupo seguí atento la pelea hasta que ambos
rivales cayeron al suelo. Fue una embestida rápida, violenta, se-
guida de un ruido seco y cortante. Andrés se incorporó y Ricar-
do quedó tendido de bruces. Entonces no pude ver más y solo
oí, no sé cuánto tiempo después, un grito nasal, amortiguado
por un río de voces. Sentí una mano en el hombro. Era Eulogio.
Su peso me dobló la espalda.
¡Mierdas! —gritó Pacheco, lleno de furia—, ¡que alguien
los siga! y con los brazos, señalaba el borde del campo, por don-
de Eulogio y los otros se perdían ya, detrás de la basura, hacia
lo más alto del cerro.
Alguien dijo:
—Van a reunirse con El Viejo, siempre es así: nunca se
manchan las manos.
En ese momento, Miranda y los otros corrieron hacia el
centro con los brazos en alto. En la tierra, boca abajo, Ricardo

116
Enmanuel Grau

se tomaba el vientre. Tenía los dientes apretados y sus ojos, an-


helantes, giraban en las órbitas.
—Rápido —dijo Monzón— rápido, maldita sea, sujétenlo
bien. Hay que llevarlo a la posta.
Ya casi no había luz. Distinguí entonces, entre las sombras
a Andrés. Sus ojos miraban el vacío, hacia ningún punto fijo.
Lo vi arrodillarse mientras hundía con furia las manos en la
tierra.
De pronto, como en una explosión, retumbaron las sirenas
de las patrullas y una luz roja y profunda lo inundó todo. Yo
estaba inmóvil. Miranda me tomó del cuello y a toda carrera
atravesamos La Pampa, en dirección contraria al cerro.

117
autor

Leonardo ledesma
Watson
118
Leonardo Ledesma Watson nació en Lima en
1988 y se hizo periodista ante la imposibilidad de jugar
fútbol profesional. Ha trabajado en canales de televisión,
diarios y revistas. En 2014 obtuvo el primer lugar del
concurso literario Ten en Cuento a La Victoria, con el re-
lato “El fantasma de la Remington”. En 2019 publicó,
en coautoría con J.J. Maldonado, el libro de cuentos El
demonio camuflado en el asfalto. Es padre de una niña y
actualmente trabaja como publicista. Es hijo único y le
gustan los libros de Paul Auster, Nick Hornby y Julio
Cortázar. Extraña a su abuelo.
Nautilus

E l único registro de la separ ación estaba en mí.


Mi cabeza servía como almacén de whisky, o vino, o cer-
veza, pero no había sido diseñada para los recuerdos.
Lo juro. Palabra. Quiero ir a aquella tarde que recuerdo
con claridad. Es mil novecientos noventa y nueve, y es-
tamos sentados al lado de un estante de donde sacamos
una botella de ron, dos vasos y un cenicero roto en uno
de los costados donde no se apoya bien el cigarro. Así
es casi todas las tardes.
Una gorda que quiere ajustar su vestido entra y me
observa como quien ve un perro sifilítico o un cuadro
de Arcimboldo; la flaca ni la mira, le habla mientras le
tira el humo en la cara, pero como la flaca es buena en
lo que hace, la gorda se queda y la aguanta, aunque si-
gue con el ojo encima de mí. La flaca coge el centíme-
tro y le da la vuelta a la cintura, luego va del hombro
hacia el codo plegado, de la cadera a la rodilla mientras

120
Leonardo Ledesma Watson

se acomoda el pañuelo rojo ese que combina con sus uñas. En


casa no usa zapatos ni sujetador, solo una camiseta blanca por
donde a veces se escapan sus pequeños pezones y un pantalón
corto sin abotonar. Me pongo más romántico que lujurioso y
chupo el cigarro mientras la gorda aguanta la respiración y la
flaca le da palmaditas en la espalda para que se sincere.
No me he cortado la barba en semanas, no he dormido ni
comido bien, pero la flaca se ha dejado cuidar. Hemos hecho el
amor en tres lugares diferentes de la casa y no nos hemos ba-
ñado, ni hemos visto la calle. Encendemos un par de inciensos
poco después de que la gorda se va, y la flaca cuenta las mone-
das y prepara un té para los dos. La flaca ama, está segura de
que ama, pero olvida las horas, así que corre hacia la habitación
por sus medicinas. Sustrae dos pastillas del frasco y las mezcla
con el ron, luego brinda a nuestra salud y repite el procedi-
miento dos veces más. Se duerme en la silla. La cargo como si
fuese un león cachorro y, sintiendo sus senos entre mi pecho y
mi hombro, camino al lado de las madejas de hilo, los alfileres,
los cuadernos de anotaciones, los maniquíes, y llego a su habi-
tación para depositarla, desnuda, en la cama. La flaca no tolera
los pijamas ni las medias para dormir, se cubre por el frío, pero
solo a veces.
Cuando despierta yo sigo ebrio. Ella tiene dolor de cabeza
y vomita en la alfombra del cuarto. La estropea, pero luego la
limpia y la bota sin remordimiento. Estoy sentado al lado de
la ventana y ya pasó el crepúsculo, así que no hay luces rojas y
tampoco hay ron. Me dice que quiere ir a comprar. Le digo que
la tienda está cerrada. Todavía es temprano. Me trata de dar un

121
Nautilus

beso. La flaca es más hermosa cuando intenta algo que cuando


lo logra. Voy a la cocina y caliento unos tallarines con mante-
quilla. La flaca se sienta en mi puesto. Cuando avanzo con el
plato humeante en las manos, tropiezo con no recuerdo qué y
los espaguetis saltan como culebras. La flaca me ve tratando de
recoger los espaguetis y enciende un cigarrillo. Empiezo a co-
merlos con algo de desesperación y me tomo en serio el rol del
tenedor, que sabemos a ciencia cierta para qué sirve, pero adap-
tamos su uso de acuerdo con el lugar, al revés de lo que ocurre
con los seres humanos.
El orden no se altera, pero dos días después alguien llama
a la flaca para ofrecerle trabajo a tiempo completo, con segu-
ro y todo. La comida se ha acabado y la gorda no ha llamado
para agradecer o para reclamar. Tampoco hay ron. Entonces
el recuerdo que tengo empieza a volverse menos brillante, más
burdo quizá, se le va la atmósfera, empieza a parecerse a un do-
cumental en vez de un poema cruel.
La flaca me seduce, húmeda, serpenteante, solazada, con
los ojos en la lamparita invertida que parece hacernos porras o
barra desde el extremo. Nos movemos arrítmicamente, casi con
torpeza, luego ingreso en ella, su rostro se comporta con hones-
tidad, mientras que sus piernas me aprietan. Nos balanceamos
como dos puercoespines tímidos atrapados en una habitación.
A la flaca no le jode hacer ruidos chirriantes y me pide que le
muerda los dedos de las manos, porque así, según ella, se hace
mucho más estrecha y roza valientemente el placer.
—Tengo que apurarme —me dice su voz que arrastra los
cigarrillos.

122
Leonardo Ledesma Watson

Luego de eso, literalmente, salgo de su vida. Nunca se cam-


bia rauda, es difícil verla apurada, pero ocurre al mismo tiempo
que piensa en una decisión importante y ejecuta la acción. Me
quedo entre las sábanas percudidas y la veo irse luego de haber
cogido uno de los pocos sastres que alguna vez diseñó. Chale-
quito, falda, blusa y una vincha que le sujeta el cabello lúgubre.
Ya es de noche cuando vuelve y se echa a mi costado. Me
he quedado allí durante horas, de lado y con la mirada fija en
los pequeños aparadores. Me besa en la frente, se quita la ropa y
le digo que quiero hacer el amor para no olvidarme –en realidad
para que no se olvide– que nos queremos. Sonríe y empieza a
actuar normal, como casi nunca, como dijo siempre que inten-
taría no hacerlo.
—Empiezo el jueves. Voy a descansar lunes y martes, los
miércoles y jueves tocará planear los vestidos que se van a mos-
trar los viernes y sábados, y los domingos sólo nos reuniremos
mediodía para ordenar y hacer los balances.
¿Balances?, ¿orden?, ¿flaca?
—De vez en cuando va a venir Arturo para llevarse los
diseños, te aviso por si estás aquí.
¿Arturo? Arturo llega y toca el timbre. Su cara de banquero
no concuerda con su traje de modisto. También me observa
con la paciencia de un ovni nocturno, e ingresa haciéndome
un movimiento con la cabeza que, supongo, quiere decir hola.
Regreso a la habitación y mientras Arturo va juntando algunos
vestidos y un par de cosas de la flaca, empiezo a beber ron con
más furia. Como si tuviese celos. Pero no los tengo. Bebo para
tener un paliativo. No me apetece ver a Arturo organizar la

123
Nautilus

vida de la flaca… de mi mujer, pero no por él, pues si se hubiese


llamado Mimí o Fernanda, siento que daría lo mismo, ya que
se lleva parte de la flaca y no nos permite vivir. Arturo solo es
cómplice del trabajo que le paga la vida y, a veces, me paga el ron.
La flaca no se olvida de mí, pero me pone en aprietos cuan-
do una noche llega a casa y me pide que me cambie, que me
ponga el traje que alguna vez me hizo, para ir al cóctel donde
parece haber más copas que alcohol. Ella aún ama y quiere que
yo la ame en paquete, ya no sólo durante las mañanas y las
noches, y entre cigarros y licor, quiere que la ame abrazándola
delante de gente que no conozco o peor, delante de gente en la
que no confío.
—No voy —le digo sin mirarla. Ella sí me mira y me da un
papel con una dirección.
—Por si te animas- sentencia antes de salir de casa con
aquel pañuelo color capulí que nunca le vendió ni mostró a
algún cliente.
Cuando despierto, la flaca aún no llega. La luz exterior
proyecta la sombra del papelito que yace en la mesa y baila mo-
tivado por una corriente de aire. Aunque me acaricio el cabello,
la barba, los brazos, y luego abro y cierro las manos en repeticio-
nes que parecen infinitas, trato de hacerle más caso al hambre
que al paroxismo.
Si desde ese punto retrocedo cinco años, se me puede ver
con más vitalidad, con más semblante hubiese dicho mi abuela,
con las uñas sin mordisquear y el cabello algo peinado. A ti,
flaca, te vi desde lejos. Ya fumabas y, casi automáticamente,
sonreías tras cada bocanada. Te importaba tu cabello y usabas

124
Leonardo Ledesma Watson

zapatillas en cualquier ocasión, tarareabas canciones y la tristeza


en tus ojos era menos evidente, manejable me decías, solo se te
habían ido un par de amores de verano y tus borracheras sociales
no llegaban al drama médico pues morían en la anécdota. Fue
afuera de la universidad. Yo llegaba caminando con unos libros
bajo el brazo. Mi sobaco era más culto que la mitad de la clase,
te dije, te reíste y me preguntaste qué leía: Trópico de cáncer, y
pusiste cara de interesante, te hablé de Miller, de Faulkner y de
un par de poetas franceses para relajar el instante. Creo que te
enamoraste de mí por esas nimiedades, por esa pose esnob que
a los dos nos encantaba. Estábamos un poco más adelante de la
mitad de la carrera y ninguno tenía trabajo. Los que sí lo tenían
eran esos que conformaban la mitad más idiota que mi axila.
¿Recuerdas el puñetazo que me lanzaste luego de mezclar el
ron, el vodka y la cerveza? Ya llevábamos un par de años juntos.
Teníamos poco tiempo de haber egresado de la universidad y nos
llegaba al pincho ver a los perdedores de nuestros compañeros.
En vez de ello, íbamos a cuanta fiesta nos invitaban nuestros
nuevos amigos. Me encantaban tus lentes de marco rojo y tus
pantalones holgados ¿Te acuerdas, flaca? Yo no era el único
huevón al que le gustaban. Era un drama esa mierda. No lo
puedo recordar más que con lisuras, porque hasta las imágenes
se resisten a lo prístino. Puse musiquita de Duran Duran, como
gran pendejo, y le rompí la cara a ese rasta conchasumadre que
se había unido a nuestro grupo. Yo ya lo había visto, ya sabía
que desde el inicio se quería pasar de lanza. Mientras estaba a un
costado tranzando con un tipo para que me diese la coca, el hijo
de perra se acercó a ti y te agarró los hombros. Tú estabas entre

125
Nautilus

Pisco y Nazca y no sé dónde más, que ni cuenta. Lo agarré a


contrasuelazos mientras me gritabas “¡No! mierda, qué chucha
te pasa”. Me importó muy poquito toda la basura liberal que
nos gustaba proferir: si alguien tocaba a mi mujer, o trataba
de pasarse cuando ella estaba borracha, le sacaba la puta ma-
dre. Afuera, la cosa no se calmó, porque en vez de defenderme
-aunque hubiese estado equivocado- como habíamos quedado
siempre, como la familia que éramos por un acuerdo tácito, me
metiste un puñetazo que casi me abre la ceja. Te tuve que cargar
−otra vez− mientras tu borrachera se caía por mi hombro, ¿te
acuerdas de eso, flaca?
Vuelvo a dormir y sigo de largo hasta la mañana. En la mesa
está el desayuno y una nota que dice Si puedes, arregla. Así, fría,
sin complejos, sin te amo, sin que tengas un buen día. Como los
dos panes con huevo y me tomo el café bien cargado. Salgo de
allí y me voy a caminar entre calles. Hay muchos automóviles.
No parecen calles, sino avenidas. En cada esquina se escucha un
claxon y una mentada de madre previa a un potencial choque.
Me inclino hacia el mar y sigo paralelo a él hasta llegar cerca
de la tienda donde trabaja la flaca. Me quedo dando vueltas en
aquella cuadra. Paso más de cuatro veces y hago como que me
detengo a ver vestidos, pero la escena no es muy verosímil. Meto
la mano al bolsillo y rescato el último billete de diez soles. Entro
a un restaurante y pido un par de alas de pollo a las que les doy
cobijo junto a los dos panes con huevo de hace un rato. Desde
la esquina veo a la flaca que ha salido a la puerta del local para
fumar un cigarrillo y no perder la costumbre. Dudo entre si
acercarme o contemplarla para guardar la fotografía mental. Me

126
Leonardo Ledesma Watson

balanceo hacia adelante y atrás, meciendo el pollo y los panes en


mi estómago, y cuando estoy por arrancar hacia donde está la
flaca, veo que Arturo sale de la tienda también. Saca un cigarri-
llo y le pide fuego. Ella, considerada, como la recuerdo, acerca
sus manos a la cara del tipo, le enciende el cigarrillo y le sonríe.
Me quedo agazapado, observando, siendo testigo. La flaca no
le habla. Arturo le devuelve la sonrisa y le muestra la solapa
del saco. Ella se acerca a su cuello y se queda ahí, examinando,
inspeccionando no sé qué. Arturo apaga el cigarrillo y le coge la
cintura e ingresan como haciendo un trencito, bromeando evi-
dentemente pues la risa se les escapa sin pudor. Creo que aquel
día, por la noche, nos divorciamos.
Me baño y me corto el cabello. No mucho, pero ya hay
cierta simetría y algo de orden. Ingreso en el traje negro que
alguna vez la flaca hizo para mí y la acompaño a una fiesta de
su trabajo en no recuerdo qué hotel, pero tiene las puertas altas,
las paredes transparentes y el piso caliente, con alfombras. Del
bolsillo izquierdo de mi saco emerge un pañuelo granate, como
si fuese un hurón curioso.
En el salón, la flaca pasea de grupo en grupo y se fotografía
con cuanto tipo hay.
—Qué le sirvo, señor —me dice el chico de la barra cuya
cabeza parece una coliflor con filamentos lacios.
Me pido un whisky.
—Sólo voy a tomarme este vaso y quizá uno más, si te sigo
pidiendo, no me des —le digo.
La flaca se ve feliz junto a sus amigos. Yo empiezo a pasear
por el salón e intercambio miradas con algunos asistentes. Un

127
Nautilus

tipo se me acerca y me hace un gesto con el dedo en la nariz y


luego me guiña el ojo. No lo entiendo. Lo observo ingresar al
baño. Sale. Me acerco, me pongo delante de él y le sonrío, luego
le hago un gesto para que se limpie.
—¿Se nota mucho? —me dice.
Niego con la cabeza y me ofrece la cocaína. Desisto y me
voy a buscar a la flaca. No es que tenga que ver mucho con
una reflexión o un acto de sacrificio, pero creo que la flaca a
veces no se merece eso, nadie merece, cuando quiere empezar a
cambiar los dedos lapislázuli por las noches glamorosas, que un
drogadicto de mierda le venga a malograr la vida.
Entre los retazos que componen mis recuerdos, uno está
muy claro: yo quería alegrarle la vida a la flaca, no quería ser
una carga o un tipo vergonzoso.
Me escabullo entre las personas que beben, brindan y ha-
blan sobre sus trabajos, pero no me importa, solo quiero llegar a
ver a la flaca. Camino con su rostro en la memoria. En la terraza
solo hay frío y algunas macetas iluminadas, pero ella no está.
Quiero decirle que no la estoy pasando mal, pero es inubicable.
Pregunto a los que trabajan con ella si la han visto, unos me
dicen que por allá, otros que por las escaleras, otros la niegan
como a un fantasma y otros se incomodan con mi presencia.
Presiono el botón del ascensor, este se abre y desde adentro
me hablan con sinceridad: “Está subiendo”. Voy por las escale-
ras que parecen abandonadas y en el descanso de dos pisos más
abajo, encuentro a la flaca. No está sola. Anda con Arturo. Es-
tán sentados contiguamente y cada uno tiene las piernas recogi-
das y los brazos sobre ellas. La flaca no me ve. Arturo tampoco.

128
Leonardo Ledesma Watson

Solo se ven entre sí. Somos tres entre los peldaños. Me abalanzo
repentinamente, con más corazón que otra cosa. Pienso: es un
acto de amor. Mis dedos se encajan en el cráneo del tipo y escu-
cho los gritos de la flaca. Le ajusto mis muslos en sus costillas
y el tipo trata de defenderse. Nos levantamos y le propino dos
puñetes: uno en la ceja y otro en la barriga. El chorro de sangre
rebota en mi camisa, en el suelo y en el vestido de la flaca. Ella
ya tiene decidido qué va a hacer, pero yo, en ese momento, aún
no lo sé. Llora y las lágrimas camuflan su desesperación. Hoy
creo que fue un acto de justicia y de amor, aunque ella saltase
detrás de mí y yo la empujase con fuerza contra la pared. El tipo
se levanta y me patea. Me doblo y empiezo a insultarlo. Obser-
vo a los curiosos que desde arriba asoman la cabeza, me quedo
golpeando al tipo, ya ni sé con qué. Cuando consigo zafarme la
flaca ya no está. Con el traje arruinado y el pañuelito lleno de
sudor, camino entre la lluvia y el asfalto. Llego a casa. Adentro
no está la flaca. No hay bulla.
—¡Flaca, flaca! —grito y no encuentro respuesta.
La etapa más decadente de mi vida es la que, quizá, re-
cuerdo con más amor. A la flaca, obviamente le fue bien. A mí
también: me convertí en ese tipo que, en el noventa y nueve, tal
vez, le hubiese convenido.

129
autor

J.J. Maldonado
130
*Del libro: Quien golpea primero golpea dos veces de Campo
Letrado Editores.

J.J. Maldonado, Lima, 1990. Periodista. Ha trabajado


en medios como RPP Noticias, Perú.com (El Comercio), La
República y radio San Borja. Autor de Los Buguis (N a r r a r,
2015), Quien golpea primero golpea dos veces (Campo Letrado,
2019) y El demonio camuflado en el asfalto (Revuelta 2019).
Ha escrito ensayos literarios y de crítica audiovisual en la pla-
taforma digital de Librería Sur y la revista Buen Salvaje. En
2015 ganó el concurso de relatos “Narrador Joven del Perú”
de la Fundación Marco Antonio Corcuera. Ha obtenido tam-
bién accésits de los primeros tres lugares del Cuento de las
1000 Palabras de la revista Caretas y del Premio Copé de
Cuento de Petroperú.
Valhalla

L a luna brilla a través de un anillo de niebla entre


los bloques de cemento del gran puente Kentaro. El ho-
llín de las chimeneas industriales bracea por el aire, con
fuerza, y es arrastrado por la corriente ascendente con
dirección al mar. Un puñado de partículas negras vaga
por los suelos mientras la ciudad de Tokio empieza a
palpitar, a crecer vertiginosamente.
—¿Cuánto? —pregunta el japonés enfundado en su
traje nuevo.
—Quinientos —responde Zandor—. Quinientos está
bien.
Lejos de allí, se escucha el potente ruido de un tren bala
que llega a su estación. Un chirrido tosco, bruto, que
parte la noche.
—¿Quinientos?
—Sí.
—Pero eso es casi el doble.

132
J.J. Maldonado

—Las cosas suben cuando hay demanda.


El japonés observa a Zandor y suelta una carcajada. Luego,
le coge el rostro y le dice al oído, casi besándolo:
—Hablas como un verdadero capitalista... Debería darte
vergüenza.
Zandor encoge los hombros y arrastra su mirada ha-
cia los penachos azules que huyen de las chimeneas. Más
al fondo, divisa la sombra de una ciudad desconocida: una hilera
de techos —pintados de alquitrán— que parecen tapaderas de
ataúdes gigantescos; una profusión de faroles luminosos vibran-
do alrededor de ventanillas de ocre o terracota; afiches en kanji
vomitando serpentinas y coletas de colores; una incandescencia
escarlata que ensucia la noche y recorre, poco a poco, un trozo
de Tokio. A través de las paredes, imagina calles donde, entre
sospechosos muros negros, un equipo de dínamos y taladros hu-
meantes destrozan las pistas. Diez sudamericanos en mameluco
descargan carbón y se comunican con señas o con una espantosa
mezcla de nihongo y español.
—Todo se ha vuelto una mierda —dice el japonés, arran-
cándose el saco y la corbata del cuerpo.
Zandor no contesta. Un presagio activa todos los nervios
de su rostro. Líneas sólidas y desiguales surcan su frente. De
improviso, comienza a sentir frío. Un sudor helado le invade el
pecho y la nuca. Una vieja herida palpita en su esternón.
—Si no fuera por ti, hace rato me habría suicidado —con-
tinúa hablando el japonés mientras extrae de su cartera quinien-
tos dólares—. Pero no creas que me habría hecho el harakiri.
Ese ritual es sencillamente estúpido. Demasiado doloroso para
estos tiempos donde se puede morir de manera instantánea e

133
Valhalla

indolora. Sabes qué es el harakiri, ¿no? —pregunta entregando


los billetes.
—Sí.
—¡Bien! ¡Muy bien! —se quita el reloj de oro y se sube las
mangas hasta la altura del codo. Con gran paciencia saca del
bolsillo unos guantes quirúrgicos y se los coloca en la mano,
abriendo y cerrando los dedos para ganar flexibilidad. Una son-
risa falsa brota de pronto en su rostro como un gigantesco tajo
hecho a cuchillazos.
—¿Sabes? —dice—, tu trabajo es admirable. Si tú no hicie-
ras esto, hace rato habría reventado por toda la mierda que me
trago en la empresa. Yo soy el que salvo a diario esa compañía y
a pesar de eso me tratan como a un apestado. Encima, le dan la
gerencia a un subnormal que no tiene ni la más mínima idea de
lo que es una “ventaja comparativa” o de qué trata el teorema de
Heckscher. ¿Tú sabes qué es el teorema de Heckscher?
—No.
—¿Ya ves? Esos cerdos tratan de hundirme, de hacerme
quedar como un inútil delante de los dueños de la empresa. Pero
no les doy el gusto, no dejo que mi rabia salga a flote delante
de la junta directiva, no permito que mi frustración explote y
me haga perder los estribos frente a nuestros inversionistas más
valiosos. Eso sería una locura. No bajaré la cabeza ni me dejaré
humillar por más puñaladas de esos hijos de perra.
Ahora sus brazos cuelgan lacios y sus ojos rasgados, casi im-
perceptibles, destilan odio, venenoso y obstinado odio. Zandor
lo mira como a través del agua, con ojos de pez.
—Por eso tu trabajo es perfecto —continúa el japonés, dan-
do un paso—. Puedo liberar mi frustración, calmar mis nervios,
disminuir mi rabia. ¡Es perfecto! Per-fec-to.

134
J.J. Maldonado

De pronto, como un pequeño mono, salta al frente de Zan-


dor y le estrella un limpio puñetazo en el pómulo izquierdo.
Luego avienta otro, y otro, y otro hasta desequilibrarlo. Al ins-
tante lo levanta en vilo y lo arroja contra el pavimento, sin asco.
Acto seguido, avanza casi bailando y le entierra una patada en la
boca del estómago. Después, apunta una serie de patadas hacia el
culo y la espalda mientras escupe y ríe estúpidamente.
—Detente, por favor —suplica Zandor, cubriéndose el crá-
neo—. Ya no, ya no...
El japonés, invadido por la adrenalina y el odio, le estampa
un puntapié en la sien. De inmediato, grumos grises en sus ojos.
Una brizna de luz desapareciendo en sus pupilas. Zandor siente
el momento brutal del golpe, su vida desapareciendo en espacios
negros, en estrechas hendiduras. Ninguna sensación de vitalidad
en su cabeza. Espacio muerto y vacío. Solo una dolorosa y peque-
ñita luz que se va atenuando poco a poco. Después, distorsión
ambarina en el que algo rojo se retuerce como un bicho bajo el
microscopio. A continuación, nada brillante ni sinuoso: solo os-
curidad y quinientos dólares americanos en su bolsillo.

***

¿volveré a sorber la leche de las putas japonesas? ¿me abrirán sus


blancas patas en los cuartuchos de Shinjuku? ¿lameré la miel hu-
mana el sexo frío la concha de plata? no mejor no pienses no sientas
no te vuelvas a dormir porque dormir es malo malo como un cuchi-
llazo en la garganta malo terrible peligroso cuando te han pegado
en la cabeza Zandor dormir dormir ¡despierta hombre! ¿y si me

135
Valhalla

echara una siesta? mejor no aunque el otro día me quedé dormido


en la estación Matsudo y me abandoné como un lirón de largo seco
privadazo hasta que un policía me botó pero por qué me botó el
policía si yo solo estaba pensando soñando en Malena Malenita en
esa gringa bien rica que conocí en la Universidad de Lima y que me
entregó toda su conchita toda su almejita sabor sangre sabor vino
como decía mi papá que en paz descanse y que tenía en su hacienda
de Ñaña muchos cholos a quien joder y a muchas serranitas a las
cuales reventar su ojete pardo cobre rojizo como la tierra umbría la
tierra de los soles áridos y polvorientos tan fregados tan tristes como
los rieles de los descampados que corren sobre escorias y furgones que
se oxidan en sus vías muertas en medio de ladrillos romboidales
y volutas de piedra manchadas de semen y mierda y entonces me
acuerdo de mi patria de ese país perro de ese país can que me quitó
hasta la sonrisa zurcida el desprecio añejo y toda la retahíla patrio-
tera de hombres cobre licuación de piedras cicatriz lunar que ahora
rompe mis nervios y me duele me duele Zandor olvidar tantas cosas
y recordar otras que se entreveran en mi mente y me tragan y me
chupan como gigantescas garrapatas colgadas sobre las tetas de una
perra y así absorbido chupado voy por las calles de Japón buscando
sobreviviendo carroñando junto a las tribus urbanas que se plan-
tan en los parques y estaciones antes de que los saquen a patadas y
antes de rogar por sucios yenes que no sirven para nada solo para
fregarnos la paciencia y para crear hermosos origamis como cisnes de
plata y escarabajos boleros que hacen surcos por la caca y arrastran
sus patitas por el barrio Shinjuku en busca de sirenas que hacen el
amor y mastodontes repulsivos que no dudan en cogerte por atrás y
hacerte feliz si quieres sexo sucio y demencial pero también está el

136
J.J. Maldonado

puente Matsuda y su cono de acero lleno de ojos vivos y lenguas par-


das que se mueven de arriba a abajo buscando una concha dulzona
para sacar todo el manjar blanco todo el requesón como dirían en
mi tierra Zandor como en tu vieja patria cuñadito porque ahora tu
patria está inundada de chinos sí de chinos como el presidente que se
bajó a todo el Congreso y expulsó a todos los cerdos uno por uno uno
por uno de a poquitos y por eso te fuiste nos fuimos cabrón sacamos
cola zafamos sin dudarlo cuando el doctor comenzó a mover las
cartas y machacar a quien no le había bajado la bragueta y besado
la puntita o mordido esa verga blanda y apergaminada que todas
las vedettes habían despertado y tragado y hasta gozado con un poco
de asco por supuesto pero bien rico bien arrecho que andaba el doc y
así tuvimos que zafar Zandor volar para Japón mezclarnos en me-
dio de su furia y bajar a los infiernos al pueblo lumpen del Ueno y
buscar a Dios entre las patas de una perra entre los pinchos de rojos
farolillos que cercan cabinas porno y clubes dominados por yakuzas
y gente que te corta la cabeza sin dudar y así a vagabundear por las
entrañas de los grandes centros comerciales sin pedir dinero porque
un vagabundo japonés no pide dinero ni perdón pues el orgullo es
lo primero como decía mi gringuita de Perú Malena qué rica que
estabas qué rico te mojabas y así todo en pasado porque la mataron
la mataron y violaron los terrucos y yo tuve que zafar porque el
Chino había pedido tu cabeza mi cabeza Zandor todas las cabezas
que plantaba como estacas en Palacio de Gobierno en la que una
vez cagué y me dio risa porque entonces pensé en cementerio en ce-
menterio nacional de pilares de hormigón y ejes herrumbrosos donde
patios atestados de hierbajos y basura y mierda blanquecina de seres
trashumantes se prolongaban hasta el mar mar mar mausoleo de

137
Valhalla

soplones y terroristas y gente con quien se habían pasado de la raya


para festín de marrajos cabrillas y jureles y donde sepultaron a tu
esposa Zandor a tus hijos y parientes y te hubieran inhumado allí
también por tratar de cabecear al Chino y a toda su legión de can-
cerberos pero felizmente te quitaste y ahora vagas por inciertas calles
japonesas con toda una cuadrilla de errantes como tú Zandor ser
gregario hombre mono haz de luz cornucopia destrozada escupitajo
ambarino ¿por qué te quema la cabeza? no lo sé Zandor hace rato
hice mi trabajo y quinientos dólares por soportar una paliza ya sabes
el negocio anda bien ¡muy bien! solo es cuestión de aguantar de ser
acero y luego darse un gusto con las putas de Shinjuku esas japonesi-
tas bien arrechas y de comprar algo de comida y explorar con mis
amigos vagabundos todas las callejas de Shibuya Sangubashi rumbo
al parque de Okaza y regresar cantando y riendo por haber encon-
trado una carcasa o un perno y así felices y con ganas de olvidar y
dejar de sentir este dolor que me parte el cerebro y me calienta los
huesos de la cara y me traspasa como un garfio las entrañas y sueño
en negro negro negro como la vulva de mi hermana el vaho de la
muerte y el beso de mi madre...

***

Luna vertical. Nubes vagabundas correteando en medio de la


noche. Una gata lamiendo las capas de grasa dentro de un viejo
sumidero. Cientos de hilos de agua iridiscentes a la luz de las fa-
rolas. Zandor abre los ojos y una violenta pesadez invade su cuer-
po. En el suelo, tiembla y siente su rostro deshacerse en pedazos
como la reseca piel de un leproso. Se rehace poco a poco y al fin

138
J.J. Maldonado

logra arrodillarse. Una hebra de saliva resbala por su boca y cae,


sanguinolenta, pesada, al piso. ¿Desde cuándo cobra por dejarse
machacar? ¿Quién fue el primer japonés que pagó por reventarle
la cara a puñetazos? No lo recuerda. Imposible recordarlo en ese
estado en que todo su cuerpo está sujeto a una sensación insólita
y mordaz. Además, ¿su vagabunda vida por las calles de Japón
no lo han convertido en ese individuo vasto y primitivo que solo
mira hacia adelante? Se levanta con lentitud y se limpia la sangre
seca de la boca con el reverso de la mano. Escupe.
Una vez de pie, trata de mantenerse firme y busca apoyo en
los bloques de energía eléctrica de las factorías. Aguarda unos
segundos, en silencio, y luego se estremece de pies a cabeza.
Luces en la noche. Largos bancos de nubes de un rojo
mate avanzando movidas por un viento caliente. Un horizonte
cruelmente escuálido. ¿Estuvo inconsciente? ¿O estuvo muerto?
Resopla. Lleva sus manos a los bolsillos y busca los billetes de
quinientos dólares con desesperación. Al cabo de un rato, los
halla en el bolsillo trasero y respira aliviado, tan aliviado como si
todo el dolor que sintiera encima se hubiera esfumado de golpe.
Escupe otra vez.
A pesar de la hinchazón de su rostro, de la palpitación de sus
pantorrillas, de la pesadez de cobre de sus párpados, de la cuña
invisible que le presiona la garganta, da la vuelta y dirige sus
pasos hacia el barrio Shinjuku. Traspasa los solitarios parqueos
de las fábricas de Ushigome y Seigo e ingresa por el callejón
Chogonji para desembocar por Gekkji y rodear todo el parque
Tatsuno. Allí se detiene frente a una gasolinera OK!, aguarda
unos segundos estudiando el lugar, y luego se lanza al baño del

139
Valhalla

grifo sin dejarse ver. Antes de entrar esquiva las mangueras de


carburante que cuelgan del techo y recoge un perno del suelo
que se lo guarda en el bolsillo. Una vez dentro del baño, se acerca
al lavadero y deja correr el agua sin meter las manos. Espera unos
segundos, pacientemente. Después, comienza a lavarse. Se moja
la cara, el cabello y las axilas. Enjuaga su boca unas tres veces y
mea encima del lavado observando cómo su orina se escurre por
la pequeña rendija plateada. Al terminar, se mira en el espejo.
Se queda clavado frente a su figura por un rato sin mover ni
alterar un solo músculo. El pómulo roto, la nariz hinchada, el
labio deslizándose hacia un costado. “Zandor Calasso en todo
su esplendor”, piensa. Se moja el rostro nuevamente y sale del
baño ajustándose el cinturón. Al cruzar la puerta, el guardián de
la gasolinera lo sorprende y se acerca dando largos trancos. “¡Pe-
rro!”, le grita. Zandor, al escucharlo, da un salto y huye a toda
velocidad hacia el parque Tatsuno. Antes de perderse entre la
arboleda, escucha un sonoro petardo a su espalda. En el parque
se cruza con dos o tres vagabundos como él que deambulan por
la zona buscando un sitio donde armar sus carpas. Los mira con
asco y se introduce por la avenida Yotsuya rumbo a la zona roja
de Shinjuku. Escupe.
Tras recorrer la mitad del túnel de la estación East Exit y de
subir las gradas del centro comercial Golden Gai, se topa con un
gigantesco letrero luminoso color rojo:

Kabuki-cho

Sonríe. Por fin ingresa al distrito Yakuza y se pierde en sus entra-


ñas. Vida lumpen, avenidas cuajadas con carteles de neón, riadas

140
J.J. Maldonado

de oficinistas yendo y viniendo por callejones inundados de cha-


peros, apatos de masajes, locales de Pachinko, oscuros tugurios de
cabinas porno, garitos de jazz y salones de striptease que se desplie-
gan en las calles al norte de la estación de Seibu Shinjuku. Zandor
se desliza, anónimo, por todo aquel emporio demencial en busca
de las putas del Diamond House y escupe al pasar delante de los
Nichi-jome. Recorre tres avenidas, cruza el Kagurazaka y el Geisha
District e ingresa al prostíbulo. Paga su entrada con setenta dólares
y se zambulle en una dulce oscuridad. Cabos de estopa alquitra-
nada en las paredes, grumos grises en el aire. Escaleras en zigzag y
condones amarillos emergiendo de la negrura como tenias gigan-
tescas saliendo del culo. Zandor observa a las sirenas de concha
abierta nadando en los acuarios del local, a las colegialas que se
dejan manosear dentro de los baños, a las enfermeras que revisan
y maman las vergas, a la zorra que deja ver sus tetas por un vidrio
esmerilado y a las puercas de cien kilos que descansan sobre los
tatamis. Da una vuelta rápida por toda la casa y se decide por una
niña vestida de Asuka de Evangelion. La chica está parada frente a
la puerta de un baño que dice: Only puppies. Zandor le pregunta en
japonés cuánto cuestan sus servicios.
—Trescientos dólares —le contesta ella juntando las manos
y haciendo un puchero con los labios. Él saca el dinero de su bol-
sillo y se lo entrega. La niña coge el dinero, lo cuenta y le agarra
de la mano conduciéndolo al interior del baño. Después, cierra la
puerta y le empieza a maullar, despacito, cerca del oído. Zandor
la abraza y le frota ferozmente los genitales. Luego, le arranca la
chaqueta roja y descubre unos pechos no más grandes que los de
un muchacho.

141
Valhalla

—¿Cuántos años tienes?


—Quince.
—Dime la verdad.
—Catorce.
Zandor asiente y se quita la ropa. Al sacarse los zapatos,
advierte la dureza del piso de linóleo en las plantas de sus pies.
La chica ahora usa sandalias. Desnudos y cogidos de la mano,
van hacia una tina llena de gel verde. Ella tiene una piel hermosa.
Sus piernas son blancas y limpias, aunque con algunas marcas
violáceas en las corvas.
—¿Quieres que te lo chupe dentro o afuera de la tina? —
pregunta.
—Quiero saber si alguien cuida de ti.
—¿A qué te refieres?
—A que si tienes un hombre que te cuide. Un hombre ma-
yor que tú.
—¿Un chulo?
—Algo así.
—No tengo nada de eso.
—Pero lo tuviste.
—Puede ser.
—Entonces sabes que te lastiman, que te lastiman y luego
te desechan.
—No sé. Supongo.
—Yo podría cuidar de ti, pero luego te lastimaría.
—Tú no puedes lastimarme.
—¿Ah, sí?
—Sí.
—¿Por qué?
—Porque ya estás demasiado lastimado.

142
J.J. Maldonado

Zandor sonríe y clava su mirada en los pequeños y movedi-


zos ojos de la niña.
—¿Quién te ha lastimado tanto? —pregunta ella mirando
sus heridas.
—Mi patria —contesta él acercándose con el pene erecto—.
Mi maldita patria.

***

¡Catorce años! ¿por qué serás tan arrecho Zandor? no ves que esa
niña tiene la edad de tu hija Dayhannita cuando soñaba con su
fiesta de quinceañero en el viejo resort de Chaclacayo a la vuelta del
Cogoyo junto a sus amigas del Beata Imelda y los cacheritos del Jesús
de Nazaret allá por el noventa y dos Zandor en plena dictadura
¿recuerdas? no te hagas el loco que esta niña japonesa te hace pensar
en Dayhannita en la piel de Dayhannita cuando la cargabas y de
casualidad ¡plum! le tocabas su cosita ¡uy qué vergüenza daddy! ¡uy
qué roche! y también en su perfume a perra y melcocha que excitaba
a todos tus amigos porque tú te dabas cuenta Zandor te percatabas
de que todos se hacían los huevones y querían cargar a Dayhannita
rozarla abrazarla ver de refilón su calzón de dibujos animados que
casi siempre iba manchado de gotitas color rojo o marrón y que a ti
también te arrechaba te hacía pensar en cochinadas pero ¿esas eran
las cochinadas que te había enseñado tu mamá? porque a tu vieja
se la había tirado medio vecindario Zandor y hasta el cura te decía
hijo hijo mío ¿cómo estás hoy gotita de mi leche? muy bien padre
ayer me hice una paja pensando en las tetas de miss Hanni en esas
balazas que fácil sirven para amamantar a todo el planeta y de

143
Valhalla

pasada a todos los marcianos que tanto asustan a mi hermana Tere


a quien ese pendejo del Yuyito se quiere levantar pues aquí en el
barrio todo el mundo se quiere levantar a lo primero que se mueva
y tenga vida propia padre pero ahora ya estoy grande muy grande y
puedo hacer lo que me plazca carajo y así estoy yo infeliz obsceno en-
tre las piernas blancas de una niña demasiado pájaro excesivamente
nube niña víbora que me traga todo el semen y se lo esparce en sus
pechitos de muchacho de pez de arquitectura mestiza que naufraga
en la bañera llena de gel verde en la que estás entrando de puntitas
para meter el dedo a ese coño prieto y rosado y pensar en Dayhan-
nita en lo mucho que te excita pensar en tu hija muerta Zandor en
hacerle el amor a tu hija asesinada por los cabrones del gobierno del
chino Fujimori ¿le habrán hecho cochinadas antes de tirarla al mar?
¿tú que habrías hecho hermanito? carcasa ruginosa rostros infantiles
enredándose en la noche estival contra un cielo de papel que se cae a
pedazos sobre el cuerpo de esta japonesa de catorce años que te abre
sus piernas y te pierdes Zandor te hundes en esa enredadera de glici-
nas de cuerpos entroncados por el sexo y gozamos gozas de esos jugos
dulces que le salen por la concha y por el culo y que bebes mientras
tus manos juegan con tu falo asesino traidor incestuoso ¡mantente
ahí! ahí tienes que estar ¡vivo! vivo como un toro desbocado Zandor
¡sí! estos son nuestros pensamientos líquidos que salen de la concha
abierta de mi madre de la pesadilla bulbosa del noventa y dos ¡pura
porquería! Zandor ¡ay qué rico! sigue así así Dayhannita mueve
ese potito ¡ah! aprieta tus carnes contra mis perras carnes ¡ah! no lo
saques no lo saques dile que no lo saque Zandor dile que quieres ser
uno con ella que quieres tragar sorber lamer toda su leche ¡ahhh!
soldadito de plomo ojito de mono pinguita de Dios...

144
J.J. Maldonado

***

Despierta al calor torpe del día que se cola por el improvisado


techo de uralita de su tienda de campaña. Olor acre, esencia de
aguarrás. Aullido de sierras y bocinas de autobús. Luz sulfurosa,
áspera. Un estruendo invade toda su covacha. Se levanta de un
salto, los ojos ciegos. Le toma más de un segundo orientarse y
darse cuenta de que el sonido proviene de un taladro neumático
que rompe el piso en algún lugar cercano. Escupe a un costa-
do y vuelve a tirarse sobre los costales. Se siente desanimado y
dolorido. Pareciera como si en lugar de huesos tuviera hojas de
cuchillo o hierros candentes. Su cuerpo entero se mantiene tieso
en las mantas del suelo a manera de un lastre de mil kilos en el
fondo de un pantano. Una poderosa lasitud lo obliga a dormir
un rato más a pesar del ruido del motor en la calle. Dos horas
después, abre los ojos y se queda mirando el techo. No piensa
en nada. Está completamente vacío y estéril. El interior de su
covacha rebosa de costales, periódicos, maceteros vacíos y agrie-
tados, cajas de madera moteadas de una fosforescencia verdosa,
farolitos chinos rimbombantes, baldes. Un carrito de supermer-
cado lleno de hojalata y carcasas de computadoras. Celulares,
tablets y dispositivos electrónicos regados por los lugares más
lejanos del cuartucho. Una bicicleta despatarrada, una laptop
encendida, dos pequeñas tinas con agua sucia. Pobreza japonesa
en su máximo esplendor. Vida vagabunda. Hômuresu no hito1.
Zandor se vuelve hacia la pared y se acurruca, abrazándose. A
través de un resquicio en medio de las paredes de lona mira los
1 Hômuresu no hito: hombre sin techo.

145
Valhalla

últimos haces de sol que perforan sus pupilas. Son las cinco y
cincuenta y nueve de la tarde. Las seis.
Al cabo de un rato, por fin logra levantarse por completo.
Se yergue del suelo con la misma ropa con la que se acostó.
Aún mantiene los zapatos puestos en sus pies. Se estira. Escu-
pe. Avanza hasta uno de los baldes rascándose los huevos y se
pone a mear. Luego, se sube el pantalón y comienza a vaciarse
los bolsillos: un cabo de lápiz, fósforos, un perno de anclaje, un
candado. Dos piedrecillas blancas y chatas con forma de pez.
Un abrelatas y tres billetes de veinte dólares. “Mierda”, dice. Lo
deja todo encima de un añoso monitor de computadora y bos-
tezando se acerca hacia su tina de lavado. Antes de remojarse, se
despereza estirando los brazos. Luego suelta un pedo y sonríe.
Se quita la camisa y se moja el torso. Acto seguido, se jabona
las axilas y se enjuaga y seca con la misma camisa. Un silencio
cálido reina en su covacha. Conmoción de polvo y hollejos de
coleóptero flotando en el ambiente. Se lava el rostro hinchado
y resquebrajado. Se moja la cabeza y la nuca y deja el agua cho-
rrear por su cuerpo: de la espalda hasta el culo y del culo hasta
las piernas. Permanece así por un rato y finalmente posa los
ojos en un espejo rajado. Examina su angulosa y torcida cara
y se da cuenta de lo mucho que ha cambiado. Una barba de
mierda, negra y reseca, cuelga de su mandíbula. “La presencia
de la muerte está en mi rostro”, piensa irritado. Hace una mueca
infantil y saca la lengua estudiando sus contornos. Asqueado,
coge un poco de agua y se enjuaga la boca. Frescura total. Un
jodido nuevo despertar.

146
J.J. Maldonado

De regreso a su piltra de costales, ve una silueta que abre de


pronto su puerta de lona. Reconoce en esa sombra al viejo Shi-
chiro, el cual ingresa empujando un carrito de supermercado.
—Hola, peruano.
Zandor le contesta con un movimiento de cabeza.
—Vine hace un rato, pero te encontré más seco que una
rata. ¿Otra vez estuviste por Shinjuku?
—No.
—Por tu pinta yo creería que...
—¿Tienes algo para mí? —le corta Zandor mientras se re-
visa los verdugones y las marcas falciformes que manchan parte
de su cuerpo.
—Siempre tengo algo para ti.
—Quiero dos.
—Muy bien.
Shichiro rebusca entre los trastos de su carro de supermer-
cado y extrae dos paquetes gruesos de marihuana de una bolsa
negra. Antes de entregarlos, dice:
—Cuatro mil doscientos yenes. ¿Los tienes?
—Tengo dólares.
—Mierda.
—Cuarenta dólares. Ese es el cambio.
—No me molesta tener dólares.
Le avienta los paquetes a Zandor.
—¿Irás hoy a la iglesia?
—No, no tengo hambre.
—Dicen que hoy servirán carne frita.
Zandor lo mira como si contemplara a una cucaracha y pre-
gunta:

147
Valhalla

—¿Qué día estamos?


—Viernes.
—¿Tienes un periódico de hoy?
—No. ¿Por qué?
—Por nada.
—Podría tener uno.
—Quiero saber el número que salió hoy en la lotería.
—Esas cosas son una estafa —dice el japonés.
Zandor se encoge de hombros.
—¿Desde cuándo juegas?
—No lo sé.
—¿Has ganado alguna vez?
—No.
—¿Qué vas a hacer cuando ganes?
—No lo sé.
—¿Qué hacías antes de jugar?
—Nada. Estar borracho todo el día.
Shichiro avanza hasta su lado y estira la mano:
—Los dólares —dice.
Zandor se levanta, coge los billetes del monitor de computa-
dora y se los entrega. Escupe. Luego se coloca la camisa y empuja
su carrito de supermercado hacia la calle. Shichiro lo sigue. Frente
a ellos, la cresta comba del cerro Myoko se desdibuja azul sobre
el horizonte. Algunas nubes maltrechas se pierden en un reflejo
impreciso y borroso por el sucio crepúsculo oriental. La silueta
de la ciudad de Tokio empieza a cobrar forma. Zandor y Shichi-
ro observan todo el campamento improvisado por los vagos de
Japón. Covachas disimuladas entre los bloques de cemento del
puente Wataru. Toldos celestes abiertos a manivela y ajustados

148
J.J. Maldonado

con estacas en el suelo. Deformes cubos de basura de cantos


encostrados. Perros husmeando, copulando, peleando. Parias de
todas las clases arrastrando bicicletas o carritos de supermerca-
do. Quincallerías y tienditas de sake. Buhoneros y predicadores
callejeros que exhortan a la gente. Niños que ofrecen huevos,
bayas y ratones vivos. Putas. Maricones. Punks. Murmullos
sordos de invectivas y denuestos. Olor a creosota y husmo de
petróleo. Hostiles sumideros y huesos anónimos. Universo in-
tersticial. Degradación humana. Zandor se aleja de Shichiro y
se pierde entre aquella urbe subterránea arrastrando su carrito.
Escupe. Avanza.

***

Yo aquí de nuevo Zandor caminando por los bajos fondos de Japón


en busca de un poco de comida y sexo gratis hasta que me recupere
y salga a que me revienten la cara y las costillas y la cabeza otra vez
así como me reventó el toro Sicarius en la hacienda de Ñaña allá
por mil novecientos setenta y seis en esa visita a la finca del abuelo
en la que había toros y vacas de pelea que embestían a todo lo que
se moviera y les jodiera la paciencia así como lo hiciste tú al creerte
Manolete al pensar que podías ser un torerito que capeaba facilazo
a esos bichos montañas de carne que iban y venían por todos los
eriales chamizos y dehesas del abuelo Santos que ya te había dicho
Zandor que ya te había advertido ¡cuidado que me jodan a esos
toros mierda! ¡cuidado me los caguen! porque los tenían pitos para
las fiestas patronales donde los pondrían a lidiar con toreros y ma-
letillas desnutridos que venían de distintas partes del Perú a probar

149
Valhalla

suerte y hacerse un nombre y salir al ruedo en honor a Conchita


Cintrón y matar al animal o salir matado como dice esa canción
que tanto me fascina y escuchaba hipnotizado en mi despacho del
Ministerio de Defensa mientras resolvía los problemas que el doctor
no podía resolver y sacaba y ponía generales a mi gusto y movía las
batidas para meter miedo a los terrucos y a la gente que fregaba
la paciencia al presidente a ese Chino de mierda que se enteró de
mi plan para sacarlo a pistolazos del Gobierno porque la verdad
la estaba cagando RE CA GAN DO Zandor pero se me adelantó y
madrugó y se bajó a toda mi familia tu familia y por un pelo no te
atrapa a ti también aunque la verdad te hubiera gustado ser cogido
y morir con ellos y no salir corriendo hacia Japón a perderte en la
maraña oriental donde ahora vagas y sobrevives junto a tribus ur-
banas que desfilan envueltos en harapos y carritos de supermercado
gangueando un confuso idioma que ya entiendes y hablas y hasta
insultas Zandor ¿en qué te has convertido causita? hijo de Cerbero
linaje de Luzbel vives de los golpes de las patadas en la crisma que
te atontan y huevean y que durante las noches se transforman en
coágulos amorfos de miedo y en abscisión siniestra que repta por tu
pecho y te martillea Zandor y te escarba hasta que te pones a llorar
en silencio sin que nadie se dé cuenta porque piensas en tu patria y
en tus hijos muertos y tu esposa violada y torturada por los esbirros
del Chino y tal vez por el Chino mismo y entonces todo se vuelve
un fangal del que no puedes salir ni gritar porque una cuña aprieta
tu garganta y así estamos pues hermano jodidos metamorfoseados
en hombres sin nación ni sueños y solo sales a vagar para recoger
restos en las esquinas y albañales y pedir de vez en cuando un poco
de comida a la iglesia de los adventistas que te dan los platos pero

150
J.J. Maldonado

luego te obligan a orar y a repetir de memoria el Salmo veintitrés


Jehová es mi pastor nada me faltará (¿nada me faltará?) en lugares
de delicados pastos me hará descansar y así hasta terminar con
esa larga letanía y si quieres un techo decente ¡pues te bautizas
hermano! te bautizas como Dios manda y das tu ofrenda y luego
tu diezmo para que se lo tiren los pastores y todo quede en manos
del cielo que confortará tu alma y te guiará por sendas de justicia
y toda esa chorrada evangélica que me tiene sin cuidado Zandor
porque la Biblia es un pasquín tentacular del que yo hago poco caso
y por eso prefiero dejarme reventar a estar rogando por un plato de
comida en la iglesia adventista de Matsuda y así seguir con mi vida
vagabunda por los bajos fondos de Japón esperando sacar la lotería
y ganarme el beso de una muerte lenta y no crepuscular...

***

Noche encapotada y residual. Gotas de lluvia sobre la ciudad


de Tokio. Mancha sombría y una miríada de luces rojas en las
crestas de las factorías. Quietud absoluta. Un ruido de aguas
excedentes de las cañerías suspendidas del puente. Goterones
que dejan huella del tamaño de un puño sobre el macadán.
Zandor se mantiene encorvado bajo un tejadillo protegién-
dose del chaparrón y esperando cualquier señal divina. Mete sus
manos en los bolsillos y saca una pava de marihuana. La encien-
de y aspira tragando todo el humo sabor acero que araña su gar-
ganta. Escupe. Un perro aparece doblando la esquina del puente.
Mantiene un trote apático que revela su cansancio. Zandor le
silba y el perro lo mira y sin hacerle caso sigue su camino. Nueve

151
Valhalla

y media de la noche. De pronto, dos haces de luz perforan la os-


curidad azulina de la calle. Una camioneta surge en medio de la
cortina de lluvia y avanza, lentamente, hacia Zandor. Después
de unos cuantos metros, el motor del carro acelera un poco y
se detiene al ralentí. Luces blancas brincando sobre el piso irre-
gular. Un Toyota color verde petróleo con los faros encendidos.
El limpiaparabrisas que no deja de moverse. Zandor observa la
camioneta y aspira una vez más su pava. Se siente duro. Volado.
Partido en cuadraditos. “Mierda”, piensa. Un japonés gigante y
de traje impecable desciende del asiento del conductor abriendo
un paraguas. Se sacude las solapas con los dedos, avanza a largos
trancos y se detiene en seco delante de él.
—¿Eres el tipo que cobra por dejarse golpear?
—Sí.
—¿Cuánto?
Lo piensa un segundo y dice:
—Setecientos dólares.
—Me dijeron trescientos.
—Te mintieron. Son setecientos dólares. Tómalo o déjalo.
—Lo tomo.
—Bien.
El japonés saca un manojo de billetes, escoge siete de cien
dólares y se los entrega con cierta displicencia. Zandor recibe el
dinero y lo cuenta dos veces. Luego, se lo guarda en el bolsillo.
Se siente realmente duro y narcotizado. Sus ojos se ponen biz-
cos. Tiene ganas de reír, pero no sabe de qué o por qué. Observa
al japonés de traje y se prepara para la golpiza. Es un hombre
alto y robusto. Sus manos parecen hechas solo para destruir.
Además, su cara da la sensación de haber sido construida a ma-

152
J.J. Maldonado

chetazos. Zandor traga un poco de saliva y dice para relajar la


situación:
—¿Mal día en la oficina, eh?
El japonés lo mira imperturbable y sin hacerle el menor
caso gira sobre sus talones y regresa a la camioneta. Aire com-
primido. Meandros de luz colándose a través de la noche. El
cielo encharcado de Tokio comienza a escampar. El japonés se
detiene frente a la puerta trasera del auto y la abre con solem-
nidad. Un hombre bajito y delgado, atrapado en un buzo muy
ceñido, salta del interior. Desde su sitio estudia el lugar y asiente
satisfecho. Se quita unos lentes transparentes de armadura pla-
teada y se los entrega a su chofer. Luego, saca de su bolsillo unos
guantes de cuero y se los coloca abriendo y cerrando las manos.
Zandor reconoce en él a un simple japonés de aproximadamente
sesenta y cinco años. Sin embargo, siente algo familiar, algo cer-
cano que lo emparenta con aquel hombre que ahora se le acerca
a pasos cortos. ¿Dónde lo ha visto antes? Esas delgadas cejas
grises de aspecto elegante, aquel pelo engominado y estirado
hacia un costado, esas patillas tachonadas de canas y esos sur-
cos que atraviesan su frente... “Imposible”, piensa, “imposible”.
Pero esos pequeños y movedizos ojos, el perfil rocoso, el mentón
brutal y los dientecitos filosos lo terminan de convencer. “¡Fuji-
mori!”. Zandor retrocede fulminado.
—¡Ya me cagué! —exclama—. ¡Ya me cagué!
—Calma —le dice el general Ledesma, levantándose de su
escritorio—. Calma, hombre. Lo peor es ponerse así y nublarse
por completo.
—¿Pero cómo quieres que me ponga? ¿No te das cuenta de
que ya me fui a la mierda?

153
Valhalla

—Yo te dije que no te metas en huevadas. Te lo advertí des-


de el primer momento.
—Ha sido un soplo, Ledesma. ¡Me han cagado!
—¿Un soplo?
—Sí. Hay un soplón que nos ha saboteado la jugada.
Ledesma encoge los hombros y dice:
—Ya no se puede hacer nada.
—Tengo que sacar a mi familia del país, tengo que llevarlos
a un lugar donde el Chino o el doctor no los pueda encontrar.
—Mira, ahora no hay tiempo. Primero tienes que zafar tú.
—No, no puedo irme antes que ellos.
—No seas loco, Zandor. Tienes que irte antes de que te
atrapen. Luego, yo me encargo de movilizar a tu familia. Tienes
que pensar con la cabeza fría.
—Pero, ¿adónde? ¿Adónde?
—A Japón. Hoy mismo. En un barco de carga de FOR-
CORD.
—¿Hoy mismo?
—Sí.
—Imposible.
—Ya te dije que no seas loco. Es ahora o nunca.
—¿Y qué haré allá? ¿Qué haré cuando llegue a Japón?
—Sobrevivir, sobrevivir como un hombre...
Durante un momento siente que lo invade el sueño y escu-
cha un zumbido de moscas dentro de su cráneo. Ingravidez total,
un líquido amargo lamiendo su garganta.
—Hola —la voz aguda del Chino parece tener púas.
Zandor empieza a reducirse mientras el Chino toma di-
mensiones gigantescas. Traga saliva y ve la sonrisa chueca y

154
J.J. Maldonado

arrugada de Fujimori frente a sus narices. En menos de un se-


gundo, su presidente empieza a romperle el rostro a puñetazos.

***

He visto al diablo cara a cara y me ha comido y escupido y ahora


soy parte de su vómito sobre el macadán del puente Kentaro un pe-
dazo de mierda flotando en el camino Zandor y setecientos dólares
en el bolsillo y el Chino que ha venido desde el Perú para buscarte
y quebrarte a puñetazos ¿para qué más puede venir el presidente
de tu patria el año 2000 a la ciudad de Tokio? ¿es que acaso por
fin se acabará el mundo como dicen los sabios y pastores evangélicos
Zandor? ¿es que el Anticristo ya se hizo hombre? ¿es que el 2000 es
un año maldito? yo no sé pero solo veo máscaras de incertidumbre
ante el frío ojo de este diecinueve de noviembre lleno de un vaho de
inmortalidad celuloide en la decrepitud del tiempo que me ha sal-
vado Zandor así como de niños esquivamos terebintos y zumaques
venenosos ahora esquivamos el punzón del tiempo y le bailamos de
puntitas a la muerte dibujando mentalmente esporas gigantes cigo-
tos divididos huevos de lagarto en plena eclosión hégiras compuestas
por años lunares y así le rompemos cintura Zandor así resistimos al
mundo escuchando el piar de chotacabras en las sucias penumbras
y en los crípticos destellos de neón que llegan desde la ciudad de
Tokio donde ahora deambula mi viejo presidente quien ha pagado
para desfogar su furia su frustración o cualquier otra pendejada
hermanito porque para eso estamos aquí para aliviar el odio de los
otros para aguantar su terrible humillación que expulsan por medio
de los golpes y patadas que nos lanzan en la cara y en las costillas y
hasta en los huevos cuando se les pasa la mano Zandor es así ¿qué

155
Valhalla

cosa le habrá enojado tanto a Fujimori para pagar por sacarte la


reputamadre? ¿quién lo habrá cagado esta vez? ¿qué huevada ha-
brá pasado en el Perú? pero debes sentirte satisfecho de que no te
haya reconocido Zandor porque si no olvídate hermanito no la
hubieras contado y ahora mejor respira y piensa en ese terreno que
usurpaste en los prados de Ñaña tan llenos de árboles asfixiados de
hiedra y de bancales de madreselva y zumaques donde empolla-
ban pajarillos que cantaban sin cesar líricos pájaros de mierda que
zumbaban por aquí y por allá y que no dejaban a uno concentrarse
para hacer la revolución y sacar al Chino del Gobierno como lo
habíamos pactado con todos los altos mandos del Ejército peruano
y que al final arrugaron el culo y me vendieron por puestos más
solemnes y seguridad estatal y toda esa cojudez toda esa medianía
de la que ya no se puede salir y que te traga y te deja horrorizado
como ahora que viste al presidente y también te sudó el poto Zan-
dor no lo niegues te measte de miedo y hubieras dado cualquier
cosa por desaparecer de ahí y devolverle la plata y salir corriendo y
llorar llorar porque no hay mejor comienzo que tener dentro de los
ojos cristales empañados de esperanza dolor y un poco de mierda...

***

Cinco días sin tocar los setecientos dólares de la golpiza. So-


brevive en su cuartucho a base de un menú que recoge de la
iglesia de los adventistas: arroz, verduras, compota de manzana.
Todavía tiene el cuerpo dolorido y no puede sacar de su mente
la imagen de Fujimori avanzando hacia él para cogerlo a puñe-
tazos. ¿No habrá sido una pesadilla? No. Aún siente en su nuca

156
J.J. Maldonado

un dolor punzante que no le deja dar vuelta la cabeza. Siente


esa brutal patada que le aventó cuando ya lo había derribado.
Ahora camina por Ichigaya y Yotsuda arrastrando su carrito de
supermercado. Gente elegante yendo y viniendo. Edificios con
televisores gigantescos emitiendo las publicidades y las noticias
del día. Subterráneos, puentes, escaleras eléctricas. Pequeños
jardines y supermercados. Afiches manga y marquesinas de mo-
delo oriental. Trenes, óvalos tentaculares. Zandor avanza por
todo este laberinto metropolitano y corta por la avenida Otsuka
para entrar por Ushida camino a Sengawa. Durante el trayecto
observa el suelo para intentar hallar alguna cosa de valor. Un
celular, una carcasa, un cable. Frente al edificio Meguro Ward
Office, escarba una pila de desperdicios y encuentra un celular
con la pantalla rota. Es un modelo inteligente de la marca No-
kia que lleva consigo banda ancha de Internet. Intenta encender
el aparato, pero está completamente muerto. Entonces destapa
el teléfono y le quita la batería. Luego, lo frota contra su camisa
y sopla sobre los dientecitos dorados. Vuelve a colocar la batería
y acciona el celular. Nada. Guarda el teléfono en su carrito de
supermercado y sigue su camino. Al llegar a su carpa, cuatro
horas después, busca entre sus cosas un cargador de punta y lo
conecta al celular. Lo deja cargando hasta que logra ver una luz
amarilla que comienza a parpadear. Satisfecho, saca sus otros
hallazgos del carrito y comienza a distribuirlos en sus respecti-
vos sitios. Al cabo de un rato, enciende el celular y comienza a
explorar sus aplicaciones. De improviso, mientras revisa la ga-
lería de videos, una idea le ilumina la cabeza. Rápidamente sale
de la galería multimedia y busca en el escritorio del teléfono la

157
Valhalla

opción para conectarse a Internet. Ingresa al navegador y, para


su gran asombro, se conecta a la red. Se queda un rato estudian-
do la pantalla rajada y al final se decide a teclear:

FU—JI—MO
—RI

Una larga fila de titulares en japonés invade la pantalla. Oracio-


nes crípticas, ménsulas gramaticales, jeroglíficos de forma an-
gulosa y geométrica. “Mierda”, dice Zandor y cambia el tipo de
idioma a español. Escupe. Vuelve a teclear y por fin aparecen los
titulares en español. El primero: “Presidente Fujimori renuncia
desde Tokio”. El segundo: “Renuncia a la presidencia peruana”.
El tercero: “Valentín Paniagua nuevo presidente del Perú” ¿quién
putas es ese viejo? ¿Zandor? El cuarto titular no se llega a ver por
la rajadura y arcorisación de la pantalla. Zandor observa fijo el
celular y siente una envolvente bruma en su cabeza. Fragmentos
ígneos de materia lamiendo su espinazo. Voces que se pierden en
su cuarto. “¿Qué ha pasado en el Perú?”, piensa.

***

Cada vez que he hablado contigo no me has contestado pero no te


culpo ni sufro porque no me importas y yo a ti te importo menos y
está bien que sea así cabrón el rechazo es mutuo y solo de esta forma
yo me voy convirtiendo en Padre en Hijo en Espíritu Santo ¿puedes
oírme? ¿alguna vez llegaste a oírme? no claro que no por eso yo rezo
y hablo solo para mí y todo este odio y recogimiento es solo para mí

158
J.J. Maldonado

pues así me siento libre y todopoderoso e inmortalmente humano


¿sabes? yo siempre supe que hubo un Dios sí lo acepto y no te nie-
go ¿para qué negar una existencia obtusa? sí es verdad es verdad
que existe un Dios solo que nunca me cayó muy bien en realidad
nunca nos llevamos bien por eso ahora estoy así aplastado jodido
retrepando por la vida y resistiendo la aplastante soledad de este
laberinto japonés que me traga y vomita y me va destrozando poco
a poco poco a poco como a grisáceos antropoides rezagados ¡hijo de
la gran zorra israelí! ¡contéstame por favor! y si llego a rezarte como
lo hacían mis hermanos en la iglesia de Ñaña nunca encuentro
paz ni tranquilidad porque siento que es una completa cojudez
desde niño sabía que toda esa liturgia era una completa cojudez sí
señor por eso me escapaba de misa y me iba al baño a hacerme una
paja o a tirarme debajo de las escaleras para ver los calzones de las
amigas de mamá o ir al Puquio para jugar al sapito con las piedras
ovaladas y así con tal de no rezar no orar no cantar porque al final
nadie contestaba y sentía que tú a través del techo de fibrocemento
nos mirabas y te burlabas de nosotros ¡pobres ratas! y por eso una
vez te saqué el dedo medio en pleno sermón y mi abuela me jaló
de las orejas y me dijo ¡niño del Diablo! ¡qué malcriadez es esa con
nuestro Señor! y mi viejo se mataba de la risa porque la verdad él
no era muy cristiano que digamos y solo iba a la iglesia para ver cu-
los y para cuidar que ningún vecino se afanara a mamá la cual era
medio puta y medio santa a la vez y todo era reza que reza como
ahora que rezo y sé que mi voz no traspasa mi techo de uralita en
esta sucia pocilga de Japón, cerca del Valhalla...

159
Valhalla

***

Calle desolada y fría. La niebla pende amenazante sobre el puente


Kentaro y pelotitas de hollín saltan sobre el pavimento. Un hálito
nauseabundo escapa de las alcantarillas y se introduce, a la fuer-
za, en las fosas nasales. Cielo encapotado. Atmósfera vidriada.
Un vaso descartable rodando a gran velocidad por el empedrado.
Zandor se mantiene encorvado en la base de cemento del
puente y espera fumando un cigarrillo. Siente una extraña sen-
sación que bambolea en su estómago como una bola de cristal.
“¿Llegará alguno hoy?”, se pregunta. Para ganar un poco de ca-
lor, empieza a caminar en largos círculos frío de mierda ¿qué
es esto? me congelo como un pez ¿yo? ¿Zandor?… Al pasar por el
vertedero del lugar, descubre una rata que se debate entre la vida
y la muerte. La observa retorcerse y estirar una de sus patas tra-
seras con mucha fuerza. Con la punta del pie, le aprieta la panza
y el bicho chilla de dolor. Escupe y regresa a su sitio.
Un camión de basura ingresa por el callejón y pasa de lar-
go sin levantar las bolsas apiñadas en la esquina toda la vida se
hacen los subnormales y no recogen estas cochinadas cerdos mal-
nacidos orientales de… Con una de sus llantas aplasta a la rata
esparciéndola en rojos grumos por parte del suelo. Zandor son-
ríe satisfecho y alza la vista a la noche. Una solitaria estrella
ardiendo en el firmamento como una pagoda de oro flotando
entre las nubes.
Silencio absoluto.
Furia a punto de explotar.
Media hora más tarde, cuando está a punto de largarse,
escucha el sonido de un auto acercándose ¿al fin llegaron? plata

160
J.J. Maldonado

fácil para las perras en Shinjuku mis niñitas yo quiero que… Las
luces de los faros lo ciegan, pero al cabo reconoce la camioneta
verde petróleo que trasladaba al Chino la última vez. Su primer
impulso es darse a la fuga; sin embargo, una extraña sensación
lo detiene y lo clava en tierra. “Mierda”, piensa. La camioneta se
acerca y empieza a parpadear sus faros. Escarapelas de luz que
se ahuecan y deslizan en sus ojos. Un claxon empieza a llamarlo.
No puede moverse de su sitio y espera, encorvado, casi ciego
¿qué me pasa? ¿qué demonios me pasa? La puerta delantera del
auto se abre y sale el mismo japonés de traje y de tamaño im-
ponente que resguarda al Chino. Avanza hacia Zandor y, sin
decirle nada, le estira setecientos dólares. Antes de regresar a la
camioneta, Zandor le grita en japonés:
—Espera.
El chofer voltea.
—Falta.
—¿Cómo?
—Falta.
—¿Qué falta?
—Dinero.
—¿No eran setecientos?
—No para él —dice Zandor, señalando la camioneta con
un movimiento de cabeza.
—¿Cuánto?
—Trescientos más.
El japonés saca tres billetes de cien dólares y se los entrega.
Luego, regresa al auto y abre la puerta trasera. Se queda unos
segundos informando a Fujimori sobre el repentino aumento de
precio del vagabundo. El presidente asiente sonriendo. Escupe.

161
Valhalla

Zandor guarda el dinero dentro de sus medias y se ajus-


ta los zapatos. “Puedo vengarme”, piensa, “puedo vengarme de
él”. Fujimori sale de la camioneta y se quita los anteojos con
solemnidad. Acto seguido se coloca unos guantes y mueve su
cuello haciéndolo crujir. Después, se echa a andar con direc-
ción a Zandor como una araña larguirucha y voraz. Su rostro
puntiagudo y extrañamente arrugado va cobrando una forma
animal que por un segundo acobarda a Zandor. “No arrugues”,
se dice de inmediato, “no arrugues, huevón”.
Observa al guardaespaldas que se mantiene envarado de-
trás del auto como un tótem de piedra que lo ve todo. Hay un
trecho largo desde la camioneta hasta su sitio, de modo que si
actúa rápido podría escapar sin ningún problema sobrado cabrón
sobrado te lo comes tú me lo como yo nos lo comemos todos juntos
Zandor, ¿o no?... Fujimori por fin llega a su lado y amaga un
primer golpe intentando engendrar miedo. Zandor sin moverse
estudia sus ojos desorbitados, su quiste azul colgando del cuello
y su rostro cruelmente asimétrico. Sonríe reconociéndolo. “Pre-
sidente”, dice, y sin pensarlo dos veces le zampa un puñete en la
nariz. Luego, le avienta otro, y otro ahora qué vas a decir concha
tu madre qué mierda piensas hacer si aquí te tocó caer y de esta ni
el doctor te salva Chino malparido te voy a comer hasta tumbarlo
y sentir sus nudillos abriéndose a flor de piel siente todo esto
Dayhannita ahora yo ladro por ti por mí por todos nosotros mi
chiquita mi flor de la montaña yo tú todos... El guardaespaldas se
queda paralizado en su sitio, observando la escena casi sin creer-
lo. Zandor aún tiene tiempo para rematar a Fujimori con una
patada en la cabeza pero sale corriendo lleno de terror. Antes de

162
J.J. Maldonado

doblar por el callejón, siente un disparo que pasa silbando por


su costado, como atravesándolo. Una fugaz explosión hiende
entonces la noche de Tokio y la vida de un vagabundo perdido
en las calles más sucias de Japón.

***

Deambula por el parque Ueno medio borracho y cargando una


botella de sake. Árboles de flores rosadas y raíces peladas en los
alrededores. Bancos de piedra caliza y líquenes brotando entre
los troncos de maple. Una lechuza chillando como un niño en
su rincón. Charcos de oscuridad por todas partes. Zandor cruza
el lago, lentamente, y se sienta a beber sobre la hierba fresca.
Después del tercer trago, repasando toda su perra vida de prin-
cipio a fin y viendo sus nudillos destrozados, su vida destrozada,
su rostro destrozado, se pone a llorar. Empieza a llorar cada vez
más fuerte hasta que se queda allí, sentado en medio del parque,
con la botella de sake entre los brazos, gimiendo en voz alta
mientras cientos de luciérnagas se funden, furiosas, en la noche
sangrienta de Valhalla.

163
autor

Juan Mauricio
Muñoz
164
Juan Mauricio Muñoz (1984). Periodista. Fue edi-
tor de la desaparecida revista independiente La Higuerilla.
Ha publicado los poemarios El lado oscuro (De los Cuatro
Vientos, 2009); Autogolpe (OREM, 2012) y el libro de cuen-
tos Al norte no está el paraíso (Campo Letrado, 2018, al que
pertenece el texto que publicamos en esta antología).
LAS DOS
CARAS DEL DESTINO

La cabeza golpeada, el cuerpo magullado, el sonido


de una puerta. Gris. Negro. Tosí. Alguien dio golpe-
citos en la celda contigua. Poco a poco, el sonido au-
mentaba.
—Oye, homes, ¿de dónde te trajeron? —preguntó. Si-
lencio.
—Cabrón, responde —insistió.
La cabeza me seguía dando vueltas. Vomité un poco
de bilis, no tenía alimento en el estómago. Volví a to-
ser soltando una ligera carcajada.
—¡Chinga tu madre! Me vas a responder o te corto las
pinches bolas.
Cerca de perder la conciencia, reí con los ojos achina-
dos.
Ya no importaba nada.
—¿De qué te ríes, mamón? ¿No has entendido lo que
te dije?

166
Juan Mauricio Muñoz

—Qué me importa lo que me harás... Ya estoy cagado—


balbuceé.
Se quedó callado.
Mi cuerpo no respondía. Intenté levantarme, pero fue en
vano. Busqué la pared para apoyarme. Una rata, que parecía bur-
larse de mi destino, pasó cerca de mí.
Limpié la sangre de mi rostro. Allí estaba en prisión, bien jo-
dido, cuando decidí unirme a la pandilla utilizando como excusas
el racismo y la explotación.
—Oye —me animé a hablarle a mi vecino de al lado en
tono de burla—, ¿por qué te han metido?
—Por lo que te voy a hacer cuando salga, pinche puto.
—Antes te mataría.
Otra vez el silencio.

Me quedé semidormido mientras tarareaba una canción,


con el dolor a cuestas, hasta que una voz me levantó: ¡shut up,
mojado! Carajo, no dejan dormir, susurré.
—Esa canción la conozco. “El plebeyo”, pos lo canta chido
Pedro Infante —exclamó el tipo.
—La puede cantar, pero su autor es peruano. A ver, repite
conmigo, mexicano imbécil: Felipe Pinglo.
—Entonces, eres perucho, cabrón. En un peruano joto te
van a convertir. Vas a ser un Peruvian roostie.
Gritos de auxilio.
—Así vas a estar gritando en unas horas —aseguró el hombre.
El dolor era demasiado intenso, así que pensé en otras cosas:
mi hermosa madre, que en paz descanses, mamita linda, todo
por mi culpa, si no fuera porque yo...

167
Las dos caras del destino

—Ey, güey, ¿me escuchaste, ese? —prosiguió.


—Cabrón, deja de joder, que ya estoy bien cagado con las
heridas que tengo —respondí, agarrándome el rostro sudo- roso
y aún sangriento.
—Y eso que vienen más madreadas cuando los fuckin’ pigs
te lleven. ¿Qué chingados haces acá?
—Errores de la vida.
—Todos ustedes, los peruanos, son iguales.
—Tranquilo, mexicano alienado.
—Pos a mí me vale madre. No soy mejía, cabrón. Soy chi-
cano, así que soy bien american.
—Sí pues, tan american eres que estás recluido en una cár-
cel de la Migra, fuckin’ alienado.
—No todos los que estamos acá somos mojados como tú.
Este lugar, aunque no parezca, es más tranquilo, ese. Eres bien pen-
dejo pa’ decirme alienado, yo no soy el que habla como mexicano.

Decidí no continuar la conversación porque era dar vueltas


sobre el mismo tema. Estiré la pierna. Toqué mi frente: un poco
de fiebre. Mi camiseta y pantalones se adhirieron a mi piel.
El chicano seguía hablando solo, algo relacionado con el Perú.
No lo escuché. Pensaba en mi familia materna. ¿Se preguntarán
cuál fue mi paradero final? Después de culparme por la muerte
de mi madre e iniciarme en la pandilla, se desentendieron de
mí. Se golpeaban el pecho como cristianos hipócritas, pero ni
siquiera intentaron ayudarme. Como se querían limpiar porque
sabían que eran ilegales, optaron por alejarse. Después nos pre-
guntamos por qué el mundo está tan jodido...

168
Juan Mauricio Muñoz

—Carajo, ya te escuché lo suficiente, ¿te puedes callar?


Hablas más que un puto loro.
—Maldito malagradecido. Te quiero ayudar, como nadie
lo ha hecho, y te me pones chingón. Chinga tu madre, peruano,
chinga tu madre.
—Tú no vas a estar conmigo en la Principal.
—Si quieres que no te manden allá, conversa con un ofi-
cial y suelta todo. Pide que te manden a tu país y lárgate de esta
mierda. Habla o saldrás en una bolsa de basura de la Principal.
Eres ilegal, nadie dará cuenta de tu paradero. Pareces chavo,
¿cuántos años tienes?
—Suficientes como para saber qué debo hacer.
—No seas terco, güey. Te lo dice un cabrón que entra y
sale del bote. Vas a sufrir si te meten a la Principal. Allí no es
cuestión de pandillas, sino de razas, y lo mínimo que te harán
será violarte.
—Mis homes estarán presentes.
—¡A tus homes les vales verga! En el bote no existen los
homes, existen las razas. Se dividen en tres grupos: los pinches
blanquitos, los fuckin’ mayates, y nosotros, los hispanos. Hasta
tus homes te pueden meter la verga, bien chingado y mudo te
van a dejar. La Principal es un infierno, allí no hay amigos.
—Diecinueve años.
—¿Cómo?
—Tengo diecinueve años. ¿No preguntaste mi edad?
—Pinche escuincle. No te chingues la vida, yo ya estoy
jodido a mis cuarenta y cinco años. Pronto un cabrón de mi pan-
dilla me va a madrear y se termina para mí. Solo estoy esperando

169
Las dos caras del destino

mi sentencia de muerte en la calle y la fuckin’ Migra lo sabe.


Por eso no sirvo en la Principal: ya estoy muerto. Cuando me
asesinen se va a armar un desmadre.
—Ni que fueras el jefe como para que se peleen por ti.
Una vez más el silencio se apoderó de las paredes que nos
separaban, solo se oiría la música de nuestras sílabas; dos desco-
nocidos, pandilleros, de la mala vida, con una gran diferencia
de edad y experiencia. Mientras yo quería seguir en la pandilla,
al lado de mi celda había un hombre mayor que se convirtió en
un consejero: en un ser humano.
—Soy Ibauer —lanzó el chicano.
—¿Ibauer? ¿El jefe de los Vaticans? —pregunté con cier- ta
sorpresa.
—Se nota que me conoces. ¿No me habrás querido matar,
carnal?
—No —alegué—. Pero sí sé quién eres. Tu cabeza vale
miles de dólares en las pandillas.
—Entonces o eres un Python o eres un LV. Porque no creo
que seas un White Power o un Black Army. Esos cabrones no
hablan español.
—Ninguno de los dos. Soy un M, así que no me interesa
matarte.

La M fue fundada por unos salvadoreños en una secunda-


ria de California. Recluían a todos los hispanos sin discriminar
nacionalidad. En su mayoría eran mexicanos y salvadoreños.
También había hondureños, ecuatorianos y colombianos. Yo era
el único peruano. Mi sobrenombre era el Peruvian.

170
Juan Mauricio Muñoz

La M hacía trato de tráfico de drogas con los Vaticans, otra


pandilla hispana, pero meramente de chicanos o mexicans-ame-
ricans —estadounidenses de padres mexicanos— como Ibauer.
Ellos tenían más fuerza en ese mercado ilegal. Aunque la ma-
yoría del tiempo andábamos juntos, teníamos nuestras diferen-
cias, ya que no habíamos nacido en Estados Unidos como ellos.
Sin embargo, cuando vendíamos crack o cocaína entrábamos a
punta de fusil a zonas restringidas, tomadas por las otras pan-
dillas.
Las decenas de pandilleros que habían intentado matar a
Ibauer se quedaron en el camino con un balazo en la sien o una
puñalada en el corazón.

—Así que tú eres el famoso Ibauer.


—Simón, carnal. Así que tú eres el famoso Peruvian.
El único peruano en la M. Todo un récord tienes, cabrón.
Veinte muertos entre mayates y fuckin’ white boys. Se te acabó la
suerte, cabrón. Debes irte lejos de acá. Suelta nombres, te van
a meter a la Principal. Mucha gente va a querer matar- te. Allí
están los hijos, primos, sobrinos, hermanos de varios que ma-
taste. Tú decides. Vete de aquí, aún estás a tiempo. Si yo tuviera
diecinueve años y hubiera tenido alguien que me aconseje, no
estaría metido en esta vida. Yo ya estoy chingado, tú no.
La leyenda de los Vaticans, uno de los hombres más temi-
dos y brutales, me estaba expresando su desazón en el mundo
del hampa, un mundo que admiraba y en el que me sentía como
un dios.

171
Las dos caras del destino

—Chale, ese, no sé. Tengo un gran futuro con la M. Mira


cómo he ascendido.
Ibauer no me respondió. Unos minutos más y vendrían por
mí para encerrarme en la Principal. No quería pedir ayuda, ni
vender a la M.
—Mira, ese —empezó Ibauer—, en la clica no hay homes,
ni hermanos. Una vez que alguien quiera tomar tu posición, lo
hará. ¡Te van a matar, carnal! ¿Crees que a mí me gusta estar así?
Pero no tengo otra opción. Yo estoy sentenciado a muerte, sé
que llegará en cualquier momento. En cambio, tú eres un cha-
maco de diecinueve años. Sé que eres un hijo de puta, Peruvian,
pero no te pierdas en este camino. En tu país podrás rehacer tu
vida. Qué importa tu pasado. Sé un hombre nuevo. Si quieres
acabar como yo, be my guess. Te arrepentirás toda tu vida de
haberte quedado en la clica.
—¿Tan arrepentido estás? —le cuestioné.
—He perdido a toda mi familia, mi verdadera familia, de
sangre. ¿Para qué? ¿Acaso me ha servido de algo? Todos mori-
remos algún día y, para nuestra desgracia, nosotros moriremos
como unos perros. Es tu decisión.
Unos oficiales se pararon frente a mi puerta.
—Vienen por ti —musitó Ibauer. —Decide ahora. No te
chingues la vida. Te van a matar. Yo soy el ejemplo de lo que te
puede suceder en unos años, un ejemplo que no debes seguir.

La puerta se abrió. Una luz fuerte me cegó los ojos. Los


oficiales me patearon, procuraron arrastrarme, pero me resistí,
así que continuaron golpeándome. Nadie te va a salvar, mojado.

172
Juan Mauricio Muñoz

—¡Paren! —gritó Ibauer.


Los agentes le gritaron a Ibauer que cerrara el pico, que no
era su caso y, sobre todo, que no pertenecía a su pandilla.
—¡Habla, carnal! ¡Habla! No te jodas la vida.
Aunque la conversación con Ibauer me hizo reflexionar, se-
guía creyendo en la M y en mis capacidades para ser el líder de
los hispanos en prisión.
—¡Me voy a la Principal a ser el puto amo! —respondí a
Ibauer.
—¡Ya la chingaste, carnal! ¡Te vas a ir a la misma mierda!
Los policías se miraron entre sí.
—La Principal no es para ti, Peruvian —dijo un agente.
—Ni que fuéramos imbéciles de mandarte allí —mencionó
el otro—. ¿Acaso vas a vender a tu clica para salvarte el pellejo?
—La puta que los parió.

Me llevaron a un calabozo lleno de pandilleros neonazis.


Me tiraron en una bolsa negra.
—Hagan lo que quieran con él —gritó un policía.
Ibauer visionó este momento: yo lo sufriría.

173
Alonso mesía
Macher
Alonso Mesía Macher, Lima, 1989. Es autor del
libro de cuentos Días bellos, pero no tanto. Fue alumno de la
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha publica-
do crónicas, reportajes y ensayos en Anfibia, Rolling Stone y
El Comercio, entre otros medios de América Latina.
Lavado al peso

El día que cumplí 20 años, mi abuela paterna murió


de un infarto en un bus de carretera. Fue un día muy
triste y confuso, sobre todo porque nadie sabe bien qué
hacer cuando alguien se muere en medio de la nada.
Mi tía, que estaba con ella cuando pasó, tuvo que en-
cargarse de los papeleos y las actas de defunción, y ver
la manera de que trasladasen su cuerpo hasta Chiclayo
para el velorio y el entierro.
Yo no veía a mi padre desde hacía varios meses, pero
naturalmente esa pérdida nos reencontró. Viajamos
en asientos contiguos en el avión y él se la pasó llo-
rando todo el vuelo. Lloraba más bien calladito, con
la palma de la mano en la boca, como ahogándo-
se un eructo, por lo que no atraía el interés de los
otros pasajeros. Si había momentos en los que llama-
ba la atención, eran aquellos en los que lograba por

176
Alonso Mesía Macher

algunos segundos conciliar el sueño. Apenas se relajaba dema-


siado, echaba un ronquido que le despertaba a sí mismo. Era tan
estruendoso que ponía en estado de alerta a todos en el avión.
Estaban los que alzaban la mirada y giraban la cabeza hacia los
lados, y estaban otros que incluso se abrazaban las rodillas y ele-
vaban los pies esperando que algún animal les pase por debajo
del asiento.
Mi hermano, Paolo, también viajaba con nosotros, y entre
él y yo tratábamos de buscarle conversación para entretenerlo.
Desde que tengo memoria, los adultos de mi familia se han de-
jado ver ante los más jóvenes como un grupo de gente al que la
miseria o la tragedia no parecía alcanzar: la muerte, los fracasos
personales, las rupturas amorosas, las crisis económicas; todo se
remojaba en el agua tibia del humor. Por eso, le recordé a mi pa-
dre cómo nos distraíamos cuando yo era muchacho: las bromas
que le hacíamos a mi madre, los apodos que les poníamos a mis
tías y las historias que le contábamos a Paolo para asustarlo. El
mismo Paolo recordó una broma cruel que le hicimos cuando
tenía unos cinco años. Mi padre y yo nos habíamos inventado
una historia en la que a los niños que se portaban mal se les
metía a dar vueltas en la lavadora.
Paolo de niño no era ningún cobarde. Una vez había ma-
tado una araña del tamaño de su cabeza con un desodorante en
aerosol y un encendedor. Por lo general, era más bien él el que
infundía terror en el resto de la gente, sobre todo a sus amigui-
tos del barrio. Pero las leyes físicas que rigen el interior de una
lavadora le eran algo completamente desconocido.

177
Lavado al peso

Durante días, mi padre y yo lo tuvimos a raya. Si sospe-


chábamos que andaba tramando algo, poníamos la máquina en
marcha.
—¿Sabes lo que le pasa a los niños que se portan mal?—le
preguntábamos a modo de amenaza.
Paolo nos miraba y fruncía el ceño.
A medida que transcurrían los días, sin embargo, Paolo fue
perdiéndonos el miedo. Una de esas tardes, se llenó el cuerpo de
jabón, se puso un casco de bicicleta en la cabeza, se metió en un
barril y se las ingenió para lanzarse de las escaleras principales
de la casa de mis abuelos. El barril rodó las gradas y siguió su
curso hasta pegar con una pared en el primer piso. Nos alertó
el estruendo y volteamos a ver justo cuando Paolo salía cubierto
de jabón, pero ileso. “Exactamente lo mismo que girar en una
lavadora”, debe haber pensado. Y no le volvió a temer a nada en
el mundo.
En esa época nos complacíamos y nos alegrábamos con lo
mínimo, y eso nos distinguía de ese tipo de personas que se gas-
ta muchísimo dinero en un sofá o en una cama. Nosotros nunca
habíamos sido de esos. Al menos yo no. Y mi padre no lo fue
hasta que se casó con su segunda esposa y empezó a presumir
más de su dinero. Pero, antes de eso, siempre estuvimos acos-
tumbrados a vivir con lo indispensable. Este caso era distinto,
sin embargo. Una cama de esas te puede durar toda la vida, pero
un féretro es realmente para siempre. Esa reflexión nos desvió a
conversar sobre cuánto iban a gastar él y sus hermanas en ente-
rrar a su madre.

178
Alonso Mesía Macher

Luego de aterrizar, y hacer los arreglos con las funerarias y


los floristas, vinieron tres días interminables de duelo. En una
ciudad pequeña como Chiclayo, el tiempo transcurre más lento,
y peor aún si había que lidiar con un velorio de dos días y con
la casa repleta de personas que uno tiene que fingir recordar.
Mi padre era el menor y el único hombre. Tenía cinco her-
manas y, tanto ellas como él, estaban demasiado afligidos. Los
seis parecían indefensos frente a tanta gente ajena, como un
grupo de huérfanos echado a su suerte en la casa en la que ha-
bían crecido.
El entierro fue una ceremonia a la que solo asistió la fami-
lia directa y los amigos cercanos. Fue en un cementerio a unos
20 minutos de la ciudad. Frente al féretro se hizo una pequeña
misa y se lloró hasta mucho después de que bajaran el cuerpo
de mi abuela. Luego, volvimos a la casa, y mis tías y sus esposos
subieron al segundo piso para descansar.
Mi hermano y yo nos quedamos con mi padre en la cocina.
Nos sentamos en la mesa de diario e intentamos sostener una
conversación que pareciera natural. Hablamos de la casa, sobre
algunas historias de la infancia y recordamos lo que solía coci-
nar mi abuela cuando la visitábamos de sorpresa.
Mi padre apenas había alzado la vista en un cuarto de hora,
por lo que mi hermano y yo nos empezamos a poner ansiosos.
Fue entonces que a Paolo se le ocurrió algo a raíz de la charla en
el avión. En la misma cocina, a un extremo, estaba la lavandería
y Paolo me pidió ayuda para meterse en la lavadora. Se metió
de cabeza, lo ayudé a recoger las piernas y le cerré la puerta. Mi

179
Lavado al peso

padre alzó la vista y me vio justo en el instante en que ponía la


lavadora en marcha.
—¡Carajo! —nos pegó un grito—. ¿Pueden dejar de hacer
cojudeces?
Paolo dio un par de vueltitas en el interior de la máquina
hasta que conseguí apagarla. Al instante, salió azul, oliendo a
perro recién bañado y tosiendo jabón. Mi padre nos volvió a
echar un vistazo, y se echó a reír tan fuerte y tan largo que des-
pertó a todos los que dormían en el segundo piso.
Para cuando bajó una de sus hermanas, somnolienta y
desgreñada, Paolo y yo estábamos por encender otra vez la la-
vadora. Mi tía nos miró con sospecha, pero no llegó a notar
que mi padre estaba recogido en el interior. Nos acomodamos
pegaditos para ocultarlo, mientras la veíamos frotarse los ojos y
quitarse el cabello de la cara.
—¿Qué hacen ustedes dos? —nos preguntó.
No respondimos. Paolo, de espaldas a la lavadora, extendió
una mano y buscó a tientas el botón de encendido, y lo presio-
nó. Escuchamos el sonido del agua y empezamos a sentir un
pequeño temblor justo a la altura de los riñones. 

180
Malena newton
Maúrtua
Malena Newton Maúrtua, Lima, 1993. Estudió
Periodismo. Ha colaborado con la revista Somos del dia-
rio El Comercio, entre otros medios. Trabaja como re-
dactora.
¿UNA CONTRASEÑA
es un NOMBRE
O UNA MENTIRA?

Una vez más vemos la extraordinaria persistencia de este tema: que


un régimen basado en la perfectibilidad humana / recompense, glo-
rifique, estimule y desde luego necesite todo lo humanamente vil.
Martin Amis

Mi colegio olía a queque de madera. Algo raro,


pues en el SS (casi las Schutzstaffel para mí) solo había
unos pocos árboles situados disciplinadamente en el
borde del jardín que estaba en el centro de todo y se
nos tenía terminantemente prohibido cruzar.
Los árboles no eran grandes y casi todos estaban al
lado de una mesa de picnic o una banca, como si su
único propósito fuera hacernos sombra: una redun-
dancia atroz y tétrica, teniendo en cuenta que tan-
to las mesas como las bancas eran de madera (vivir
únicamente para hacerle sombra a tu versión muerta).
Aunque el propósito real –desconocido para nosotras
en ese momento– de aquellos árboles, en una ciudad-
desierto como Lima, era otro: ser aislados instrumen-
tos de medición con los cuales la propia ciudad se ta-
zaba a sí misma.

183
Malena Newton Maúrtua

Probablemente Odile (contraseña: intentalo_la_proxima_


vez_hijodeputa) lo sabía, y por eso era la única que se atrevía a
rayarlos con líneas horizontales, separadas entre sí a veces por
centímetros y otras veces por pulgadas.
Algunos pormenores sobre Odile antes de hablar del día en
que le jodimos la vida: de los cinco a los diez años usó un corte
de pelo tipo honguito, de esos que se cortan con bacinica y tijera
punta roma. Luego, cuando se murió su mamá, su corte se volvió
extrañamente cuadrado. Verla era como ver a un televisor con
dos colitas. Su hermana mayor se las amarraba con esos colets de
bolitas planetarias semi-transparentes típicos de los noventa, que
una vez –en uno de sus mastodónicos ataques de furia contra
una niña con cuerpo de suricato– usó como armas boleadoras.
La dirección del colegio le prohibió seguir usándolos, y entonces
se compró unos inofensivos, tipo pompón; hechos de colas de
conejo teñidas de rojo.
El salón de O.B.E. (Orientación y Bienestar del Educando)
estaba en el Room 100, en el edificio de la campana, ubicado
entre la puerta de entrada y los edificios de los primeros años
de primaria. Era un lugar alfombrado y húmedo, que tenía la
particularidad –un poco esquizofrénica– de tener dos relojes
(sin contar los Baby-G “shock resistant” de colores pasteles que
prácticamente todas las chicas tenían en sus muñecas durante
aquellos años) colgados de la pared. Uno dándole la cara al otro.
Algo esquizofrénico, digo, porque si acaso yo me percataba de
que uno de esos relojes estaba un minuto más adelantado o atra-
sado que el otro, me parecía que las paredes comenzaban a acer-
carse apocalípticamente, como las del compactador de basura
3263827 de la Estrella de la Muerte I.

184
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

Me daba asfixia. Me daba pánico. Pero no podía decírse-


lo a nadie. Ese día, sin embargo, lo hice: “Miss”, dije. “Miss.
Miss. Miss”. Todas voltearon a verme. “El reloj está atrasado”.
“¿Qué?”. “El reloj está adelantado”.

Las clases de O.B.E. eran como un recital de poesía con


micrófono abierto. Peor aún: como un recital de narrativa con
micrófono abierto. Se implementaron en el currículo nacional
durante los años setenta y, sin que nosotras lo supiéramos, esta-
ban dando sus últimos coletazos durante nuestros últimos años
de primaria.
Teníamos que bordear el jardín para llegar a cualquier lado,
pues, si alguien intentaba cruzarlo para cortar camino, rápidamen-
te ese alguien descubría que –a diferencia de lo que indicaban las
propiedades de la materia– sus huellas quedaban selladas sobre
aquel gras maligno como si se tratara de arena mojada. La primera
vez que Odile intentó hacerlo, cuando ya estaba a más de la mitad
de camino, una profesora apareció del otro lado con un megáfono
y sus palabras erizaron las hojas del gras (y los vellos de Odile)
como no podrían haberlo hecho ni las del propio Walt Whitman.
Los árboles no les importaban tanto como aquel césped.
Ese día, como todos los miércoles a las 10:00 a.m., bordea-
mos el jardín caminando con cuidado porque había lloviznado.
Las clases de O.B.E. se llevaban a cabo después de las de P.E.
(educación física) y las de computación. Pero si las clases de P.E.
se reducían al lenguaje militar (¡1, 2!; ¡1, 2!), y las de computa-
ción al lenguaje binario (1, 0; 1, 0), las de O.B.E. elevaban el
lenguaje estándar a la n potencia, lo volvían infinito, lo hacían
estallar: se trataban de largas sesiones, supuestamente terapéu-

185
Malena Newton Maúrtua

ticas, presididas por una psicóloga in-house, en las cuales las


alumnas se dedicaban a hablar de sus vidas privadas, o de todo
aquello de lo que la vida las había privado.
Formalmente, era un gabinete psicotécnico que tenía la
función de investigar y recolectar datos de carácter técnico-
pedagógico. Informalmente, casi el 80% del salón pensaba que
las siglas tenían algo que ver con O.B.E.-decer u O.B.E.-sidad.
Pero, viéndolo ahora, es evidente que no era más que un si-
mulacro de lo que sería, solo algunos años más tarde, la dinámica
de Facebook: durante toda la semana, nos la pasábamos pensando
en qué podríamos contar en la sesión del miércoles, hasta que
sucedía algo (decir “algo” es tan exagerado como estornudar) y lo
guardábamos en nuestra memoria para correr a compartirlo en
clase y ver las reacciones de las demás. Éramos posts en cuerpo y
alma.

Las que siempre tomaban la batuta eran las chicas más po-
pulares, porque, como todo grupo dominante, tenían inserto en
el cerebro –en lugar de cierta neurona madre– el mismo micro
chip populista de los políticos bufos. Algo que las hacía tener un
manejo de escena impresionante, y un radar para atraer hacia sí
mismas todo lo necesario para permanecer dentro de ella.
Una de las chicas se llamaba Michela Magnífico (contra-
seña: ardoporLeonardo). Era fenotípicamente idéntica –aunque
bastante más frentona– a la ultimate starlette descerebrada Paris
Hilton (o sea, una chica fea que por sus habilidades sociales de
alguna manera increíble había conseguido hacernos creer a todas

186
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

que era bonita; y que, más adelante, en la adolescencia tardía,


cuando aquel juicio unánime comenzara a relativizarse, insistiría
con el engaño operándose las tetas). Todo el mundo sabía que la
sesión ya había iniciado cuando veía el brazo naranja de Michela
atravesar el aire que su pelo rubio encendía tenuemente por en-
cima de su cabeza, mientras ponía los ojos en blanco, girándolos
hacia atrás como si –antes de decir cualquier cosa– quisiera ase-
gurarse de que su cerebro siguiera en su lugar.
Michela podía hablar durante horas sobre cosas como su fin
de semana en Playa Blanca donde, gracias a un sol inclemente,
había conocido la única forma posible –para ella– de quemarse
las pestañas: no había podido estudiar para los mock exams debi-
do a un problema de coordinación esencial entre su calendario
académico y el de sus amigas del Villa María, sus amigos del
Roosevelt y sus amigos del Markham.
El hecho de que tuviera amigos de otros colegios era, de por
sí, algo completamente impresionante para las demás chicas, que
aun intentábamos hacer si quiera un par de amigas dentro del
SS; pero la disyuntiva planteada ya cumplía la cuota dramática
mínima que cualquier anécdota compartida en las sesiones debía
tener, pues la presencia de la psicóloga –en eso estábamos todas
de acuerdo– debía servir para algo.
Supongo que O.B.E., en sí mismo, también cubría la cuota
de catolicismo fervoroso que hacía falta en un colegio peruano
laico, donde las clases de religión se limitaban al visionado de la
vida de Jesus Christ y sus amigos en dibujitos. O.B.E., digámoslo
bien, no era otra cosa que un confesionario grupal. (Omitamos
el micrófono abierto y cambiémoslo por unas rejillas –aunque

187
Malena Newton Maúrtua

todo micrófono, si se fijan debajo de su cubierta de espuma, está


hecho con rejillas). Solo que el móvil era otro.

El morbo. La culpa es para los pobres.


Las primeras sesiones se habían llevado a cabo en 3ro. de
primaria, pero ya para 6to. nos habíamos convertido en algo pa-
recido a ese personaje de una novela que era adicto a los confe-
sionarios y resumía su adicción (supongo que en un momento
en que ya no la padecía, pues esta implicaba, justamente, no po-
der resumir nada) diciendo que entendía aquel sacramento “más
como un pecado que como un modo de absolver los pecados”.
Mentía su vida entera con tal de contarla.
Años más tarde, abriría su propia iglesia: “Solo un tonto re-
chaza la necesidad de ver más allá del telón”.
Y esto último es lo verdaderamente importante, pues la au-
toridad de Michela en O.B.E. era solo iniciática: sus historias,
aunque pletóricas en afectación, carecían de teatralidad: termi-
naban siendo bastante aburridas al lado de las de otra chica, Ana
Belén Barnechea (contraseña: tumamacalata93), cuya contextu-
ra física era similar a la de Odile, pero tenía, además, un aire
vikingesco a la Tronchatoro: podías imaginártela lanzando una
jabalina y, al mismo tiempo, chupándose los cinco dedos de la
mano luego de comer un chocolatito platinado. Sin embargo, a
diferencia de Odile, Ana Belén tenía esa capacidad de reírse hasta
sonrojarse en lugar de sonrojarse y reírse después, lo cual la hacía
la perfecta bufona del grupo de las populares; un entretenimiento
básico para cualquier grupúsculo rosa.
Al lado de Ana Belén siempre se sentaba Olga Gamón (con-
traseña: barbiegirlinabarbieworld), que era igual de grande, pero

188
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

de contornos más redondeados. La personificación de Miss Piggy.


El tipo de chica que imaginas usando unos rocosos anillos encima
de unas manos enfundadas por largos guantes. Y que probable-
mente considera un quinceañero como la ocasión perfecta para
hacerlo.
A medida que las sesiones iban avanzando, Ana Belén y
Olga comenzaron a narrar historias al alimón. Cada vez mostra-
ban más los dientes a la hora de hablar. Cada vez impedían más
–salvo a Michela, su sosaina lideresa– que las demás habláramos.
La sintaxis clásica de la mentira: no puede contarse con in-
terrupciones.

Al comienzo eran historias que solo hubieran hecho alzar una


ceja a un fact checker. Detalles que parecían haberse traspapelado.
Luego una historia sobre una puerta secreta que daba a una es-
calera secreta que conducía a un bar secreto dentro de la casa de
La Molina de Ana Belén que todo el mundo conocía, razón por
la cual no era del todo difícil creerle: se trataba de una mansión
casi pastoril, regida por un españolete (su abuelo) como salido del
Siglo de Oro. Había por lo menos dos cuadros con motivos reli-
giosos en cada cuarto. Criaban conejos en jaulas y comían pichón.
Pero solo me di cuenta de que todo lo que decían Ana Belén
y Olga era mentira cuando contaron la historia del bebé recién
nacido que alguien había dejado colgando en un árbol dentro de
una bolsa de plástico.
Iba así: en un acto bastante parecido a la maduración de una
fruta, la bolsa de plástico (felizmente mal anudada) había caído

189
Malena Newton Maúrtua

y el bebé abandonado había empezado a llorar, hasta que un


buen samaritano –que resultó siendo el jardinero de Ana Belén–
lo halló antes de que, como era su costumbre, pudiera sentarse
a almorzar bajo la sombra de aquel árbol y redescubriera así,
cuando el bebé sonrosado por la asfixia le cayera en la cabeza,
la gravedad.
Mi conocimiento del Perú en esos momentos era bastante
limitado; por eso la historia del bebé fruta (que era, en parte,
verdadera), me pareció mucho más inverosímil que la del bar
secreto (que era completamente falsa).
Yo, hasta entonces, no había podido hablar en las sesiones
de O.B.E. En mi vida no había sucedido nada. Pero la suspica-
cia que me produjo la verdadera naturaleza del bebé fruta, me
animó. Durante varios días, planeé mi mentira como si fuera
un crimen. La realidad: polvo. La ficción: pólvora. Una historia
emocionante, que explotara en puro silencio. Se me quedarían
mirando con caras de estúpidas.
Ese miércoles en la clase de computación, media hora antes
de la sesión de O.B.E., vi a una hormiga caminar, trotar, (¿se
puede decir que una hormiga trota?) sobre el teclado blanco de
mi máquina, mientras yo la observaba y me permitía elegir en
qué tecla iba a morir. En qué letra: ¿la M? ¿la D? ¿la H? Me pa-
reció que era exactamente así como se fabricaban las mentiras.
Bordeamos el jardín caminando con cuidado.
Nadie sabía por qué a veces tocaban la campana y otras ve-
ces el timbre eléctrico; solo que la campana la tocaba “alguien”,
mientras que el timbre era automático. Esa dualidad –la auto-
nomía y la dependencia del tiempo–, ahora que lo pienso, era lo
que se me hacía insoportable. Igual que los dos relojes.

190
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

Dentro del edificio de la campana había una escalera de


madera muy vieja, con peldaños rechonchos como cajones.
Nunca nos saltábamos ninguno. Además, debíamos atravesar
un cortísimo pasadizo que flanqueaba un baño antiguo, con
un lavatorio tipo isla –más o menos parecido al acceso de la
Cámara de los Secretos– situado entre dos filas de cubículos con
puertas de madera.
Cuando entramos, la psicóloga ya estaba sentada en su si-
lla; la única que había en todo el salón. Nosotras nos sentamos
en la alfombra, formando un círculo alrededor de un espacio
vacío que nunca nadie cruzaba, como el jardín. Aunque la sen-
sación no era para nada la de estar sentadas en un jardín bien
podado y menudo como el de afuera, sino en un descampado
paleolítico, a la intemperie, alrededor de un gran fuego con
silueta de gras.
Ese día, lo recuerdo bien, vi el fuego claramente: más exac-
tamente, vi la luz, una luz fuertísima que atravesaba la ventana
más grande del salón y se empozaba al centro del círculo como
si fuera un charco de orina. La luz solo adquirió la apariencia de
un fuego cuando comenzó a girar sobre sí misma, dentro de un
wáter imaginario, que, ahora que lo pienso, no era otra cosa que
mi mente minutos antes de hablar.
La psicóloga (contraseña: c0ntr453ñ4) tenía los ojos igual
de separados que Jackeline Kennedy. Era un poco gordita y su
pelo –originalmente castaño oscuro– tenía unas mechas rubias
que le daban una apariencia de tigre (cuando lo tenía suelto) y
de pez cebra (cuando lo tenía amarrado). Pertenecía a esa clase
de psicólogas escolares generalmente inútiles, que son, en su
mayoría, ex alumnas embarazadas (o lo parecen). Licenciadas

191
Malena Newton Maúrtua

en psicología con especialidad en interacción entre galletitas an-


tropomorfas.
“Hola chicas, ¿cómo han estado?”, dijo cuando ya todas es-
tábamos sentadas. No quise perder ni un segundo, así que alcé
mi brazo antes de que Michela alzara el suyo. Era raro alzar el
brazo para responder ese tipo de pregunta. Alzarlo con el dedo
índice estirado –lo común por esos días– suponía responder una
pregunta objetiva, puntual. Alzarlo haciendo puño, suponía dar
largos discursos revolucionarios. Así que abrí la mano entera,
en el aire, como si estuviera haciendo alto, pero no lo suficien-
temente a la altura como para que un ser humano se detuviera.
De pronto, todas las chicas comenzaron a alzar los suyos
en algo que yo interpreté como una manifestación abierta de
desprecio hacia mi persona, y no como lo que realmente era: una
emboscada.
Las únicas que no lo hicieron fueron Erika Lohse (contra-
seña: 123456), Almudena Panizo (contraseña: 007bondjames-
bond), María Alejandra Mohanna (contraseña: pachulilife),
Fanny Hanawa (contraseña: iloveyou) y Odile.

De los nervios, sin saber qué pasaba, terminé haciendo un


gesto parecido al de las hostess cuando dan las indicaciones de
seguridad antes del despegue; casi como si presintiera el peligro
o la caída. “Miss, esta vez no voy a hablar”, dijo Michela dando
una nueva demostración de su coherencia y sentido de la lógica.
“Ejjjque estamos súper cansadas, Miss. En verdaaad, estamos

192
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

haaartas”. Y, a medida que Michela hablaba (porque siguió ha-


blando), los brazos alzados alrededor del círculo fueron cayendo
como si su voz fuera la masa oscilante del péndulo de Foucault
y éstos las varas indicadoras de un planeta tierra parecido a una
licuadora.
La psicóloga cruzó las manos y las colocó encima de sus
piernas, también cruzadas. “¿Qué ha pasado, chicaas?”, dijo
frunciendo los labios en lugar del ceño. “Lo importante es qué
pudo pasar, Miss... Y antes de hablar con nuestros papás o con la
Head o con la Thompson, queremos hablar contigo”. Suspenso:
todas cerraron las bocas y alguien se paró a cerrar la puerta.
De pronto, una chica se inclinó para adelante, rompiendo
el anillo perfecto que formaban nuestros cuerpos sobre la alfom-
bra. Era extremadamente flaca y parecía invertebrada; siempre
se sentaba como si sus brazos fueran sus piernas. “Anita Uccelli
te va a contar todo ahorita. Pero lo que ella te cuente lo hemos
vivido todas”. El círculo se contrajo. Anita Uccelli (contraseña:
homeiswheretheheartis) comenzó a gimotear. Anita Uccelli co-
menzó a llorar. Anita Uccelli comenzó a hipar. “El lunes, en la
clase de natación (hip), yo estaba tranquila, Miss. Siempre soy
la última en salir de la (hip) piscina porque siempre soy la úl-
tima en entrar. Mi mamá me ha dicho que haga calentamiento
por lo menos durante quince minutos antes de que (hip) me
meta”.
Ana Belén y Olga parecían estar –contra las leyes de la geo-
metría– arrinconadas dentro del círculo. Me di cuenta de que
podía estar ante otra clase de estafa, algo completamente inno-
vador. Anita Ucceli estaba haciendo algo que ellas nunca habían

193
Malena Newton Maúrtua

hecho: actuar, además de mentir. Verla hizo que me diera cuen-


ta de que no era lo mismo.
Escuché toser a Ana Belén y la volví a mirar de reojo. Estaba
muda y seria, pero su rostro, al igual que los de las demás (salvo
los de Erika Lohse, Almudena Panizo, María Alejandra Mohanna,
Fanny Hanawa y Odile), me hizo dudar: parecía completamente
convencida, sin esa cuota de duda que merece la expectación.
“La cosa es que ese día, las últimas que quedamos en la
piscina fuimos (hip) yo y (hip) Odile”. En ese momento, pare-
ció que el aire se abría por la mitad como un mar abrahámico,
creando un foso de silencio entre Anita y Odile. Recuerdo que
esta última tenía la blusa del uniforme notoriamente almidona-
da y abotonada hasta el final, pero manchada justo en el bolsillo
donde estaba el escudo del colegio: un libro abierto, un león
escuálido, el perfil de una alpaca. Era julio, antes de las vaca-
ciones. La mancha me hizo pensar en una escarapela marchita.
Cuando Anita mencionó su nombre, Odile ajustó la mira-
da. Dos puñitos.
“La Miss Zoila se había metido un ratito a ver a las demás
chicas a los camerinos. No había nadie en las bancas, tampoco.
Fue en ese momento que Odile me agarró (hip) de los hombros
y me hundió”.
En perfecta conjunción sonora, Erika Lohse, Almudena
Panizo, María Alejandra Mohanna y Fanny Hanawa, soltaron
un muy apropiado grito ahogado al que le siguió un “me mue-
ro…” suspendido que terminó por evidenciar que ellas eran,
junto conmigo y la psicóloga, las únicas en todo el salón que
no estaban enteradas del asunto. Las demás chicas permanecían
atentas, no atónitas.

194
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

“Luego, Miss”, continuó Anita. “Mientras yo luchaba por


soltarme y salir a la superficie, Odile se sentó encima de mí,
con sus dos piernas por encima de mis hombros”. Imaginé a
esos niños de las películas que se suben uno encima del otro
para fingir que son un adulto. Un adulto canceroso: la cabeza
sintéticamente calva de Odile –con el gorrito de látex blanco
ajustado– destacando por encima de la superficie. Imaginé al
agua como un saco largo, infinito. “Miss, fue (hip) horrible...
En serio, casi me ahogo”, dijo Anita cogiéndose el cuello. “¡Casi
me muero, Miss! Quería matarme... Yo no podía salir porque,
pucha, ella es bien grande. Y, además, comenzó a presionar mi
cabeza hacia abajo, con sus dos manos. Te juro que comencé a
llorar debajo del agua, Miss, ¡del pánico! Y entonces, cuando
ya no podía más, ¿sabes lo que hizo…?”. Anita se tapó la boca,
horrorizada. “¡Se orinó encima de mí!”, chilló. “¡Como si estu-
viera sentada sobre un wáter! Un wáter debajo del agua, Miss...
¡Como si yo fuera un wáter!”.
Imaginé la pila caliente de Odile como una aureola turbia
alrededor de la cabeza zambullida de Anita.
“¡Mentirosa!”, gritó Odile golpeando la alfombra con un
puño, como si quisiera reventar el suelo en pedazos igual que
un superhéroe de Marvel. “¡Eres una puta mentirosa!”. “Sin in-
sultos, Odile, sin insultos…”, atinó a decir la psicóloga con los
ojos inflados. Anita Uccelli se limpió las lágrimas. “Felizmente
alguien dentro de los camerinos gritó y Odile se asustó y me
soltó”. “Creo que fui yo, Miss…”, dijo otra chica cuyo rostro en
ese momento, no sé por qué, me pareció totalmente descono-
cido. “Puchi siempre nos abre las cortinas cuando nos estamos
cambiando; solo por molestar, es una pesadaaa…”, dijo otra chica

195
Malena Newton Maúrtua

y las dos se rieron como hienas. La psicóloga las ignoró. “Sigue,


Anita”, dijo. “Continúa. Prosigue”. Su asombrosa habilidad para
encontrar sinónimos era algo de lo que, no solo se vanagloria-
ba, sino que parecía considerar la esencia misma de su profesión.
“Nadé rapidísimo hasta la escalera y salí. Corrí a los camerinos y
me encerré en un baño. No pude hablar con nadie, Miss. Estaba
petrificada. No sé cómo explicarte…”. “¡Puta mentirosa!”, gritó
de nuevo Odile golpeando la alfombra con el otro puño.
En ese momento, recordé que aquel día, en efecto, Anita Uccelli
se había demorado en entrar a los camerinos, pero en lugar de
encerrarse en un baño como había dicho, se había puesto a rajar
de Odile con las demás chicas, diciendo que sus piernas eran
iguales a las de un mamut, algo que –me quedó claro– Odile
también le había oído decir antes del ataque.
“Tranquila”, dijo la psicóloga mientras sacaba un tissue de
su empaque como si se tratara de una banderita de la paz. “Cál-
mate, Odile. Serénate”, insistió. El tissue fue pasando de mano
en mano hasta llegar a Anita. “Sí, tranqui…”, dijo Michela le-
vantando el labio superior en esa forma que, entre las adoles-
centes, sugiere asco y amenaza al mismo tiempo. “Miss, no es
la única, ¿entiendes? ¡No es la única vez!”, siguió Michela. “El
martes Anita nos contó todo y dijimos basta. En verdad estamos
hartas. ¡Estamos en un colegio de mujeres, Miss! O sea… no
es posible que vivamos aterradas todos los días”. “¿Aterradas?”,
dijo la psicóloga. “¡De ella, Miss! De que nos pueda pegar, o lo
que sea… No es solo tosca, es peligrosa. Es como un animalito.
No estamos acostumbradas. En serio, Miss, sorry, pero es así”.
Aplausos imaginarios sobrevolaron el cerebro de Michela como
maripositas.

196
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

En los veinte minutos que siguieron al testimonio de Anita,


otras chicas –de manera desconcertantemente veloz– revelaron
más ataques perpetuados por Odile, mientras ella (en un gesto
imposible, pero efectivo) las amenazaba haciendo un puño con
la lengua.

En el SS se hacía cola para tomar agua. Colas largas. Se


habían puesto de moda los tomatodos tamaño bidón; los 2 L
al día. A veces te tomaba alrededor de quince minutos hacerte
de un vasito con agua llena de cloro. La primera –y creo que la
única– vez que hablé con Odile, fue por una canción. Haciendo
cola. Para entonces, Odile ya no usaba dos colas, sino una en el
medio de la cabeza, que por la cantidad exorbitante de pelo que
tenía, parecía más una amenaza que un peinado; las plumas de
un pájaro cuando te acercas demasiado. Aunque estábamos en la
misma clase, en gran parte la conocía por ser la chica que cada
cierto tiempo se metía en problemas por intentar cruzar el jar-
dín. No me acuerdo si la estaba tarareando ella o yo. Se llamaba
“Me odio a mí mismo y quiero morir”, y empezaba con el can-
tante aclarándose la voz como si quisiera que lo dejaran pasar,
que le dieran permiso para entrar a ese lugar oscuro que es la
muerte, el cuartito de juegos de la luz. Yo conocía a la banda
gracias a mi hermano mayor, que (por motivos que prefiero se-
guir desconociendo) había comenzado a bañarse más a menudo
ese año y, antes de encender la ducha, siempre encendía una ra-
dio –una Phillips amarilla parecida al robot volador del científi-
co de Flubber– que empotraba en el lavatorio como si este fuera

197
Malena Newton Maúrtua

un receptáculo. “Es mi banda favorita”, dijo Odile sonriendo al


lado del bidón. “Estoy enamorada del cantante. Murió porque
tenía cara de ángel”. “Sí”, respondí yo. “¿Sí?”.
Además de eso, una de las pocas cosas que sabía sobre Odile
era que odiaba su nombre.
Ese día, en la clase de computación, debido al hartazgo que
provocaba en todas nosotras el lenguaje informático Logo, con
cuyos comandos (Forward, Back, Left, Right) no hacíamos otra
cosa que manipular interminablemente una tortuguita insignifi-
cante más parecida a una garrapata, la profesora decidió alegrar-
nos el día mostrándonos el Mapa de las Antípodas: ¿En qué parte
del mundo saldrías si cavaras un túnel bajo tus pies que atravesara el
centro de la Tierra?, con el cual nos divertimos descubriendo los
extremos diametralmente opuestos de diferentes países mediante
varios clics excavatorios.
Ahora –sentada en aquel noveno círculo de Dante en el
que se había convertido el círculo de O.B.E. luego de las decla-
raciones de Anita– intenté relajarme descifrando cuáles serían
las antípodas de cada una de nosotras; asumiendo que éramos
la circunferencia ecuatorial de un planeta cuyo hemisferio sur y
norte estaban por debajo y por encima del centro.
Mi antípoda era Anita Uccelli. La antípoda de Odile era
Ana Belén. La antípoda de Michela era la psicóloga (o la silla).
Y la antípoda de Olga era una chica llamada Lucienne Raffo
(contraseña: meimportauncarajo), que en ese momento se había
puesto a hablar sobre la vez en que Odile le había aplastado un
vasito de plástico en la cara después de que le reprochara haberse
colado en la fila para tomar agua.

198
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

Lo que me hizo desconectarme por un momento de todo


eso fue, quizás, la noción depresiva y cada vez más evidente de
que la razón por la cual Erika Lohse, Almudena Panizo, María
Alejandra Mohanna, Fanny Hanawa y yo no habíamos estado
enteradas de nada, mientras que el resto de la clase (una veintena
de chicas) se había reunido a discutir lo que dirían sobre Odile
en la sesión días antes, tenía que ver con que probablemente –
asegurarlo me parece ofensivo– éramos las menos populares del
salón y, para empeorarlo, todavía no se nos ocurría que volver-
nos amigas entre nosotras podía ser una estrategia paliativa.
Me fijé por la ventana. El color del techo y el color del
cielo eran exactos. Lima debe ser una de las pocas ciudades del
mundo en que para decir eso no hace falta tomarse ninguna
licencia poética. Vi el jardín. Pensé en lo paradójico del hecho
de que la tierra debajo de nuestros pies fuera un acceso directo al
cielo. ¿Dónde estaba enterrada la mamá de Odile? Era la única
de la promoción que había perdido a uno de sus papás, lo que la
convertía en una figura casi siniestra; alguien que estuviera vivien-
do sin una pierna o sin una mano, pero que no corriera más lento
ni escribiera menos. Parecía molestarles. El ruido en el salón co-
menzaba a ser intolerable; escucharlas hablar una tras otra con ese
acento que hacía pensar que tenían un pedazo de chicle en lugar
de lengua, era exasperante. Prácticamente todas las chicas del SS
empleaban aquel tono disforzado y petulante que las obligaba a
hablar con el fondo de su boca (y su cerebro). Comencé a respirar
y pestañear en sincronización. A sudar. Hasta que no pude aguan-
tar más. “Miss”, dije. “Miss. Miss. Miss”. Todas voltearon a verme.
“El reloj está atrasado”. “¿Qué?”. “El reloj está adelantado”.

199
Malena Newton Maúrtua

En la cultura rusa existen dos clases de mentira: vranyo y lozh.


La primera consiste en ser, justamente, consistente con tu menti-
ra: contar una historia creíble, sabiendo de antemano que proba-
blemente tu interlocutor sabrá que estás mintiendo, pero estará
dispuesto a seguirte el juego si consigues que lo parezca; si lo
diviertes, o si, por algún motivo, le conviene creerte. Creative
lying in the interest of entertaining others or promoting oneself. La
otra tiene la intención de engañar por engañar.
Lo que hacían Ana Belén y Olga era vranyo. Lo que estaba
sucediendo ahora era, a todas luces, lozh. “¿Quieres decir algo?”,
me preguntó la psicóloga luego de haber paralizado a la clase
entera por los relojes. Me puse a sudar (el llanto de la mente).
“No”, dije. “¿No?”.
“¿Ustedes también han tenido alguna experiencia así con
Odile?”, preguntó la psicóloga mirándonos. Yo me toqué el pe-
cho en esa forma en que lo hacen los actores en las películas
cuando quieren comprobar si el balazo les ha caído o no, si
deberían estar muertos o no. Alguien –probablemente la misma
que antes había soltado ese “me muero…” suspendido– liberó
un “no sé…” desinflado, y entonces quedó claro que quien iba
a tener que hablar era yo. Erika Lohse, Almudena Panizo, Ma-
ría Alejandra Mohanna y Fanny Hanawa eran el tipo de chicas
que preferían hundirse el canino en el centro de la lengua hasta
horadársela, con tal de no tener que intervenir en clase.
Todas las otras chicas me miraban. Al comienzo directa-
mente, como si me estuvieran reconociendo. Luego comenza-
ron a mirarse entre ellas. La psicóloga repitió su pregunta. Re-
cordé a la hormiga sobre mi teclado.

200
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

En mi defensa, para entonces todavía no estaba segura de si


lo que habían dicho sobre Odile era verdad o no. Era plausible.
La mentira, además de ser la forma más importante de entrete-
nimiento, no es –como cree la gente– una copia fea y barata de
la realidad, sino una herramienta para cambiarla. Probablemen-
te la más efectiva. Así que pensé: quieren cambiar algo. Tendrán
sus razones. ¿Quién soy yo para impedírselos?
Nunca antes me habían prestado toda esa atención. Vi las
caras alrededor del círculo. Estaban rojas, como puestas de cabe-
za. Por el rincón de un ojo, pude ver a Odile. Parecía confiada.
“Yo”, dije. “¿Yo?”. La psicóloga reacomodó su silla. “Sí, así
es, efectivamente. ¿Has tenido algún problema con tu compa-
ñera?”. Había imaginado ese momento durante semanas. Las
miradas. ¿Cuál es la diferencia?, me interrogué. Una historia era
solo una mentira a la que no le antecedía ninguna pregunta. Al
menos no la pregunta de alguien más.
Intenté mirar cada reloj con un ojo distinto. Sé que ahora
suena imbécil, pero en ese momento sentí que el tiempo lo lleva-
ban ellas, y que si yo lo alteraba me convertiría en el reloj adelan-
tado/atrasado. Sentí que la garganta se me volvía un resorte. Sentí
miedo; deseos de que me aceptaran. De que dejaran de mirarme
mirándose entre ellas.
“Michela tiene razón”, dije. Abrí la boca y cerré los ojos,
simulando recordar. “Yo estaba en el baño”, comencé. “Entré al
baño durante el assembly del viernes… Salí del assembly para ir
al baño. El baño del segundo piso del edificio de secundaria…
El único en el que se puede cerrar la puerta porque solo tiene un
compartimento además del lavatorio”. Vi que Michela me mi-

201
Malena Newton Maúrtua

raba con un gesto de desesperación asquienta que parecía decir,


en iguales medidas, “tienes un grano” o “ve al grano”. Las demás
permanecían atentas. “Cuando cerré la puerta, me di cuenta de
que había alguien encerrado en el cubículo. Unos mocasines muy
grandes y manchados con tiza”, improvisé. “Esperé a que saliera.
Me lavé las manos para hacer tiempo, pero nada. Cuando ya no
aguanté más, toqué la puerta del cubículo y salió Odile”.
El círculo se contrajo de nuevo. Odile tenía los dos puños
clavados en la alfombra, como un gorila. Me miró y sus dos ojos
parecieron latir. “Me dijo que no podía entrar, que era su cubícu-
lo”, seguí. “Había estado escondida ahí para no tener que entrar al
assembly. Yo la ignoré y me abalancé; ya no aguantaba más las ga-
nas de hacer pila. Odile intentó retenerme, pero algo cruzó por su
mente y me soltó. Estaba muy agitada. Entré al cubículo y cerré la
puerta lo más rápido que pude. Oriné mientras oía cómo la música
del show que estaban presentando las chicas de 5to. en el assembly
se volvía más fuerte. Por eso no volví a escuchar a Odile, y pensé
que ya se había ido. Pero cuando salí la encontré apoyada contra la
puerta del baño, en posición de descanso. Le había puesto pestillo.
Cuando notó que me di cuenta, me miró de una manera rarísima,
como ninguna de las chicas acá nos miramos entre nosotras”.
Al levantar la vista, vi que Odile me estaba mirando —en
la vida real. Con odio. Era como si sus ojos fueran dos hornos a
la inversa y lo que sea que se estuviese cociendo ahí dentro solo
pudiera hacerlo mientras se mantuvieran abiertos.
En ese momento, la campana del primer periodo comenzó a
sonar, indicando que ya habían pasado 45 minutos de clase. Espe-
ré a que terminaran las campanadas tratando de generar contacto
visual con todas menos Odile. En mi mente, repasé todas las par-

202
¿Una contraseña es un nombre o una mentira?

tes del cuerpo (las piernas, los brazos, las manos, los dedos) como
si, para darle verosimilitud a mi relato, tuviera que mencionar y
buscarle una acción a cada una. “Ella es bastante más grande que
yo, que todas nosotras…”, seguí. La psicóloga había relajado los
brazos, y sus papeles, desplegados sobre su regazo de manera fla-
beliforme, parecían los pliegues de una mini-falda blanca. “Sentí
miedo y se dio cuenta. Comenzó a acercarse mucho, hasta empu-
jarme contra el lavatorio. Con su mano izquierda, abrió el caño
al máximo para hacer ruido. Luego me volvió a empujar y clavó
mis piernas en la pared con sus rodillas. Yo intenté gritar, pero me
tapó la boca con la mano derecha. Me moría de miedo, igual que
Anita… Entonces, poco a poco, los dedos de su mano derecha
comenzaron a abrirse sobre mi boca, mientras ella deslizaba la
otra por mi cuello. Comenzó a acercar su rostro al mío, mucho,
mucho. Su boca estaba cerrada, pero sentí su aliento abombado
y, entonces, cuando me tuvo completamente inmóvil, abrió la
boca y la desinfló encima de la mía. Me besó… Fue asqueroso,
Miss. No quiero ni recordarlo.”
Levanté la mirada y vi que absolutamente todas las chicas
en el salón –incluidas la psicóloga y Odile– tenían la frente frun-
cida en esa forma que es como el segundo estado de la expecta-
ción, cuando el oyente está completamente entregado a lo que
está escuchando y en la frente le aparecen unas cuantas arrugas
o líneas de expresión: los renglones de un papel sobre el que uno
puede escribir lo que le dé la gana, porque cualquier palabra será
absorbida directamente hasta la mente. Me sentí confiada.
“Me dio tanta vergüenza, que no le dije nada a nadie. Hasta
hoy”, agregué. “Mentirosa…”, susurró Odile mirando el cen-
tro del círculo. Permanecí estática, esperando la reacción de las

203
Malena Newton Maúrtua

demás. Ana Belén y Olga fueron las primeras en dirigirme una


mirada de solidaridad. Poco a poco, las narices de todos los ros-
tros comenzaron a apuntar a Odile. “Mentirosa…”, volvió a decir
ella mirándolas a todas; el pecho inflándosele y desinflándosele a
un ritmo peligroso. Ahora era su rostro entero el que parecía un
puño. Lentamente, y como si fuera necesario, se fue poniendo de
pie para llorar. Disciplinadamente. Como si solo en esa posición
el agua pudiese fluir.
Cuando la primera gota cayó en la alfombra, ingresó torpe-
mente dentro del círculo y se quedó detenida ahí, en el centro,
bamboleándose. Pude ver que sus manos no eran tan gordas como
sus brazos. Pero en lugar de sentir culpa, recuerdo haber pensado
en la relación entre el amor y el salvajismo: si algo se repetía en
todas las denuncias contra Odile –falsas o no– era su irrefrenable
necesidad de tocarnos. Ahora pienso que, posiblemente, la ver-
dadera diferencia entre Odile y el resto de chicas del SS era que,
desde que se había muerto su mamá, nada le daba asco.
La última vez que la vi antes de que, como me enteraría
luego, la botaran del colegio, pensé que se desmayaría y quedaría
tirada en el centro del círculo durante Dios sabe cuánto tiempo,
como la manecilla de un reloj malogrado. Pero, en lugar de eso,
se abalanzó contra la chica que estaba en sus antípodas (Ana Be-
lén), y solo cuando ésta y las que estaban a sus costados (Olga y
Almudena Panizo) se abrieron gritando igual a cerdos para evitar
el choque, y Odile se siguió de largo hasta la puerta del Room
100, tambaleándose, comprendí que ella había sido la única en
todo el salón que verdaderamente me había creído. La imaginé
cruzando el jardín. En un campo de concentración, la forma más
segura de suicidarse era correr hacia la alambrada: el guardián
nunca fallaba.

204
Luis Fr ancisco
Palomino
Luis Francisco Palomino es escritor y periodis-
ta. Tiene 28 años. Es autor de Nadie nos extrañará (Ani-
mal de Invierno, 2019), y del libro/web “COVIDMAN:
La bitácora del escritor con coronavirus”. En 2013 obtuvo
el primer lugar en el concurso de cuentos de la PUCP, y
fue finalista del torneo de improvisación literaria Lucha-
Libro.
Hotel Habbo

Como todas las tardes después del colegio, Chava


prendió su computadora y entró en el Hotel Habbo,
una comunidad web. Su avatar era una pieza de lego;
su nickname, una propuesta del servidor que no signi-
ficaba nada: Abdulex30.
Era diciembre. Algunos usuarios habían decorado pa-
sillos y salones con pinos y nacimientos en tamaño
real. La habitación de Chava se veía igual a cuando
se registró en Habbo, una comunidad web, y recibió
esas tres paredes, un catre con un colchón duro y un
mueble maltratado.
El patito de goma era la excepción.

El pasatiempo favorito de Chava era pasear por esos


dormitorios llenos de cosas que no se llamaban cosas
sino furnis, lo que se podía comprar en Habbo: televi-
sores, radios, camisetas de fútbol, pufs.

207
Luis Francisco Palomino

Bonsáis.
Esculturas egipcias.
Chava accedía a esa realidad virtual a través de siete clics. La
computadora con Windows XP fue un regalo de su padre para que
no insista con que se aburría. Lo odiaba. Le exigía sobresalientes en
la escuela como si su orgullo dependiera de la acumulación de AD’s.
Cuando se ubicó entre los diez mejores del aula, su padre lo
castigó porque no estaba entre los cinco. Parecía que solo buscaba
motivos para encerrarlo en su cuarto. Y amenazaba con cambiarlo
a un colegio estatal, donde estudiaban sus vecinos, los pirañitas
que lo golpearon sin razón un sábado en el que trató de hacer
amigos.
Chava había alcanzado el segundo puesto en ese último bi-
mestre. El segundo puesto, enfatizó su padre.
¡Tienes que ser el primero!, le repetía. ¡Castigado! ¡Castigado!
¡A tu cuarto!
No siempre había sido así.
La relación con su madre también cambió. Ahora, era la
única posible entre un niño de diez años y una mujer enferma
que pasaba sus días en sesiones de oración con viejas provenientes
de los últimos infiernos de Lima.
Al menos había encontrado una manera de salir de su cuarto
estando en él.

En el Hotel Habbo nadie sabía que era Chava, el tonto, y


nadie lo sabría tampoco. Abdulex30 conversaba con casi todos
los que se cruzaba y preguntaba por furnis, todo lo que se podía
comprar. Había notado que los huéspedes más queridos poseían
iluminaciones psicodélicas, calabazas de Halloween con vodka.
Bicicletas estacionarias.

208
Hotel Habbo

Tocadiscos.
Los furnis se pagaban con tarjeta de crédito. Chava no conse-
guiría una, su padre no le prestaría la suya. Sin rendirse, abordó a
los chicos de camisas hawaianas que había en las salas de billar. De
sus bocas surgieron globitos de cómic: “Busca curro en el hotel, tío”.
Por popularidad, algunos usuarios daban furnis a cambio de
que uno pase ocho horas —sin desconectarse— dentro de sus ha-
bitaciones. Lo mismo que hacían los adultos para ganar dinero,
pensó Chava.
Dio una vuelta por el hotel y tomó la oferta de un madri-
leño. Después de una semana metido en un cuarto con ochos
desconocidos, Abdulex30 recibió ese patético patito de goma que
costaba menos de un euro.

La primera experiencia romántica de Chava fue en el hotel,


con una chica de Zaragoza. La única que aceptó la invitación a su
pieza tras un infantil asedio. Al estar a solas, ella preguntó: ¿Me das
un beso?
Abdulex30 se acercó a Muñeca13 y juntaron los labios, mien-
tras Chava tecleaba *beso*.
De la boca de Muñeca13 surgieron globos de diálogo con las
expresiones: Muack! Muack! Muack! Mmmmffff!
Emocionado, con espasmos en el estómago, Chava imitó la
onomatopeya, añadiendo intensidad con signos de exclamación.
Era excitante sentirse deseado aunque fuera en un juego de com-
putadora.
Ya en calor, Muñeca13 confesó: le fascinaban los latinos. Pi-
dió que apague la luz. El monitor Samsung de Chava se oscure-
ció, y, de rato en rato, aparecían globitos blancos con las palabras

209
Luis Francisco Palomino

“qué rico”, “mmmmfffmmfff ”, “¡hostia!”, “¡no pares!”, “¡venga,


macho latino!”, “oh sEeEeEeEe”, cuando la puerta de la habi-
tación de Los Olivos se abrió, obligando a Chava a minimizar
la ventana de Internet Explorer y a dibujar circulitos en Paint.
Mamá lo necesitaba en la cocina. Le dolían las muñecas.
Como anunciaron los doctores, pronto sus huesos no resistirían
ni siquiera el peso de un vaso con agua. Chava suspiró resignado
y preparó el almuerzo con ella, mientras oían canciones román-
ticas –“de repente me despierto y te has ido”– que le recordaban
su cita pendiente. Antes de dejarlo libre, su madre le dijo que lo
quería, y que recién entendería a papá cuando crezca.
Al retornar a su habitación, Chava maximizó con prisa la
ventana del Hotel Habbo.
Sonrió al notar que Muñeca13 seguía allí.
Pero no se movía, no hablaba.
Colocó el puntero sobre su frente y leyó el rectangulito
negro de letras amarillas: Muñeca13 está desconectada. Acarició
con el ratón ese gorro de conejo con las orejas en punta, blancas
y de piel rosada; el polo de tiritas; la ajustada falda azul.

Las navidades habían sido tristes desde que los huesos de


mamá empezaron su descalcificación, como queso parmesano
rayándose. En esa ocasión, durante la cena, su mano se dobló
al alzar una copa que caería y se partiría –*crash*– en la mesa.
El vino se esparcía y goteaba. Lágrimas rojas sobre el piso. Papá
se paró a limpiar, dijo que no importaba, pero Chava detectó la
mentira a leguas en esa voz ecuánime.
Nunca le había pegado. ¿Era necesario que lo hiciera?

210
Hotel Habbo

A las once, todos dormían, o eso intentaban, mientras Ab-


dulex30 esperaba a Muñeca13 con las explosiones de fuegos ar-
tificiales de fondo.

Coincidieron en la plataforma después de un mes. Volvie-


ron a apagar las luces.
Como un gesto de enamorado, de que lo suyo iba en serio,
Abdulex30 le regaló ese patético patito de goma a Muñeca13,
y en un arrebato de seguridad, o de inseguridad, le propuso
que viviesen juntos. Ella aceptó, y se mudó con el televisor,
el tocador, el espejo y hasta el felpudo rosa a la habitación de
Abdulex30.
Muñeca13 tampoco tenía tarjeta de crédito. Le habían ob-
sequiado todos esos furnis.
Chava sospechó que tuvo otros habbonovios.

En la parte lateral de la pantalla había un ranking de las


habitaciones más visitadas. La bola de discoteca, los parlantes,
la pista de baile y la gente en sí misma funcionaban como po-
tentes imanes.
Chava conversó Muñeca13, y elaboraron un plan.
Motivado por la complicidad, Abdulex30 fue por los pasi-
llos en busca de interesados. Muñeca13 le había advertido que
fuera sutil: se prohibían las palabras sexuales en el hotel. Tres
meses atrás clausuraron el sitio web por la invasión de proxene-
tas. Según los noticieros españoles, Habbo era el nuevo punto
de negociación de trata de blancas.

211
Luis Francisco Palomino

En la semana uno, la habitación de Abdulex30 pasó del


puesto 7,329 al 7,212. Pósters de los Rolling Stones, de los
Beatles, la bandera de Uruguay, un candelabro, una llama y una
trompeta fueron algunos de los furnis entregados por los parro-
quianos.
Muñeca13 se comprometió a redoblar su empeño en la se-
mana dos.
Pero no se conectó más.

En febrero, Chava enloqueció: viajaría a Zaragoza. Averi-


guó el precio del pasaje, el procedimiento para solicitar la visa.
Muñeca13 le había dicho que se llamaba Ángela. ¿Pero cuántas
Ángela habría en Zaragoza?

Chava no despegaba los ojos del monitor. Le picaban, le


dolían. El oculista le recomendó lentes. Genial… No bastó con
que fuera Chava, el tonto; ahora sería Chava, el tartamudo y
cuatro ojos en el cole. Comenzaba a despreciar a Muñeca13. En
venganza, cambió el tocador con espejo por una neverita con
cervezas. Como lo que había hecho su padre con las pertenen-
cias de mamá.
No existían los milagros. Se había ido para siempre.
Dando vueltas como autómata, botellín en mano, odiando
ese felpudo rosa, se preguntó: ¿cómo sería estar en un hotel de
verdad?
Extrajo un billete de cien de su cajón, un consuelo navi-
deño, y salió a la calle esperanzado en toparse con la versión en
carne y hueso del amor.

212
Hotel Habbo

Un sol cancerígeno lo atacó. Para evitar a sus vecinos, co-


rrió casi pegado a las casas, en la sombra, donde perros callejeros
morían de sed.
Tras veinte minutos de exploración, llegó sudando al Hos-
tal Simpson. En la entrada había un cartel circular con el rostro
de Homero: TV, Cable y Agua Caliente. Parecía parte de la ca-
dena de Habbo. Pero dentro no encontró seductores en frac ni
risueñas porristas. Chava tosió por el polvo, por ese olor picante
a cigarrillo, a soledad. Era como la atmósfera de las viejas que
iban a rezar con su madre. Le producían alergia.
Estornudó.
El joven que fumaba tras el mostrador preguntó a quién
buscaba. Quiero una habitación, dijo Chava. El joven resopló.
Mostrando unos dientes que delataban su pobre higiene, le
dijo: Cincuenta soles.
Chava pagó, recibió su vuelto, unas llaves y un control re-
moto cubierto con plástico y espuma que decía “Panasoni”.
–202. Segundo piso.
Chava subió por una inestable escalera de caracol. Buscó
su número en un corredor angosto, lúgubre. La habitación se
parecía a la de Abdulex30, sin sofá, pero con un rollo de papel
y una pastilla de jabón sobre la cama, y un espejo empotrado
en el techo.
Se acostó encima de las sábanas y estudió su reflejo moho-
so. Había crecido. O tuvo esa impresión. Aún no comprendía a
papá. ¿Cuánto le faltaba crecer? Se deshizo de las zapatillas, en-
cendió la tele. De casualidad, dio con un canal de pornografía.
Cambió con la mano temblando a dibujos animados, Dragon

213
Luis Francisco Palomino

Ball Z. Una publicidad lo sedujo. Por el teléfono que había en


el velador, pidió una piña colada.
Los residuos de sangría que hallaba en los vasos de sus tíos
y tías, cuando sus padres aún organizaban reuniones, eran toda
su experiencia alcohólica.
El flaco que lo había atendido golpeó la puerta y soltó la
copa por veinte soles.
Chava se sentó en el filo de la cama, olfateó ese lechoso tra-
go tropical y acercó sus labios al sorbete. En el televisor, catorce
pulgadas en un rack, Gokú peleaba contra un monstruo verde.
Slurp.
El sabor era dulce. Refrescante.
Bebió más, y poco a poco fue perdiendo la conciencia.

Despertó por los gritos. En la pantalla del Panasonic, Sha-


kira cantaba “Ciega, sordomuda” en el set de la señorita Laura.
La repetición de un programa antiguo. ¿Cuánto tiempo había
dormido? Chava bajó el volumen. Aún somnoliento, oyó que
alguien suplicaba. Aguzó el oído y fue descalzo al baño. El ino-
doro no tenía tapa, la ducha no tenía cortina. Los murmullos
provenían de un hueco de ventilación.
Un hombre repetía “tranquila, tranquila”. Una mujer
contestaba “eso te pasa por pendejo”. “No, no”, suplicaba el
hombre, hasta que aulló como si lo acuchillaran. Eran alaridos
desgarradores. Chava sentía que también lo acuchillaban a él.
Un portazo remeció las columnas. El hombre lloraba ahogada-
mente. Tiró puñetes débiles al tabique que dividía los cuartos.

214
Hotel Habbo

Chava trató de contener un estornudó, pero no lo logró.


No del todo.
—Ayuda —dijo el hombre.
Chava dudó en responder.
—Me han… cagado —sollozaba—. Ayuda, ayuda.
Su respiración era pesada, como la de su padre en el día del
entierro.
—Dile al portero… que abra la puerta. Está… con llave. Me
estoy desangrando. Esa loca de mierda… ha… roto el teléfono.
Chava improvisó una voz adulta.
—¿Tienes tarjeta de crédito?
—Me estoy desangrando, chibo…lo. Me han cortado los
huevos, puta ma…re. Llama a una ambulancia, llama…
—Tu tarjeta de crédito.
—Veinte soles. Tengo veinte soles… pero por favor…,
ayúdame.
—Tira la plata por el hueco.
Una hebilla chocó contra el piso. El hombre demoraba.
Finalmente, lanzó el billete hecho bolita. Cayó al lado de un
charco. Chava lo recogió. Se puso las zapatillas, algo aturdido.
Devolvió el control remoto y las llaves.
Caminó confundiendo las calles. Entró en una pollería. Pi-
dió un cuarto y una Inca Kola de litro.

No había nadie en casa. Papá regresaría a la seis. Prendió la


computadora, inició sesión en Habbo. Se preguntó por los pen-
samientos de Abdulex30. Deseaba conversar con él, abrazarlo.
¿Muñeca13 lo había querido aunque sea un poco?

215
Luis Francisco Palomino

Quizás le debía un descanso a su avatar. Se desconectó.


Luego cliqueó en la opción de registro, en la página princi-
pal del hotel, y creó una cuenta con su nombre: Chava11.

Esa noche, su familia jugaba ping pong en un ambiente si-


milar al del Coney Park, como en la época en que los vasos eran
de vidrio y no de plástico. Como cuando estaban unidos.
Eran tres nuevamente. Congelados en el tiempo.
O eso creyó.
Porque solo uno estaba en línea.

216
Gimena Vartu
Gimena Vartu, Lima, 1986. Escritora, actriz, per-
former y productora teatral. Bachiller en Literatura por
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha pu-
blicado el poemario Cura de sueño (2012) y el libro de
cuentos cartonero Fábula de los cuerpos calientes (Dendro
Ediciones, 2019, al que pertenece el texto que publicamos
en esta antología). Ganó el Concurso Nacional Nueva
Dramaturgia Peruana 2016 del Ministerio de Cultura,
donde obtuvo el primer lugar en la categoría Teatro para
Adultos con la obra Cachorro está pedido, estrenada en se-
tiembre del 2017 en las calles del Callao con la dirección
de Aldo Miyashiro. Para el teatro familiar ha escrito una
adaptación del cuento clásico Juan sin miedo (2017), así
como la obra Gato de mercado, inspirada en el cuento ho-
mónimo de Christian Ayuni y estrenada en el Museo de
Arte de Lima (MALI) en abril del 2019; ambas llevadas
a escena por la Asociación Cultural Camisa de Fuerza.
Actualmente prepara su primera novela y trabaja como
editora del Fondo Editorial de la Escuela Nacional Supe-
rior de Arte Dramático (ENSAD).
fÁBULA DE LOS
CUERPOS CALIENTES

Me pide que me calle, que no siga conversando con


mi compañera de carpeta, que no voltee, que detenga
mi estruendosa risa. La odio. Falté a una de sus clases
y a la siguiente llegué tarde, un poco tarde, es cierto,
pero sólo por eso me mira con esa cara. Para ella sólo
somos un rebaño. Y yo, especialmente, la he hecho
enojar al punto de convertirla en una zorra inquieta
que me vigila, que reina sobre las altas llanuras de esta
pradera, una zorra que en cualquier momento bajará
para devorarme con zapatos y todo.
Mientras me regaña no puedo evitar bajar la cabeza y
a la vez subir los párpados; observo por un resquicio de
los ojos el busto apretado rebalsando de su delicada y
deliciosa blusa blanca. Lleva puesto un sostén de encaje.
Maldita.

219
Gimena Vartu

—Y en cuanto a la exposición de mañana, chicas, espero


que se luzcan con sus papelógrafos y que hayan tenido al menos
un par de reuniones grupales, como les dije. Ya saben que pre-
guntaré a todo el grupo sobre cualquier punto del tema.
—Señorita —la llamé—. Yo falté el día que se formaron
los grupos. No tengo grupo.
—¿Por qué no te juntaste después?
—Llegué tarde y nadie quería. Pero expongo sola, mejor,
como un monólogo. Sobre el reino animal, o sobre los mamífe-
ros. Me gustan los mamíferos.
—Sí... —entonces vio mi sonrisa tan segura y descabellada
que no le gustó–. Pero, no, eso no; tomas apuntes de tus com-
pañeras y me lo presentas por escrito para recuperar esa nota.
—¡Pero, señorita!
Y me dejó con la palabra en la boca, con ganas de apretarla,
retorcerla, hacerle abrir sus gruesos labios y vaciar ahí mi saliva.
Por eso comencé con las habladurías y las inscripciones en
las puertas de los baños. Siempre me habían parecido absurdas
pérdidas de tiempo, no me imaginaba qué clase de chica tan
tarada podía estar más atenta a las frases escritas alrededor del
wáter que a su propio depósito fecal. Pero también me daba
cuenta de que funcionaba, precisamente porque la tozudez no
era algo poco extendido en mi mediocre escuela.
No fue nada difícil: cogí mi plumón negro y lo escribí con
nombres y apellidos. Alguna vez los vi hablando juntos, mucho
más íntimamente de lo que corresponde a un director y a una pro-
fesora. En más de una ocasión los vi tomándose una taza de café,
mirándose alegremente. Era tan fácil imaginar los posteriores

220
Fábula de los cuerpos calientes

besos, las gimientes risotadas sobre la cama. Tan fácil que muy
pronto las paredes del baño no bastaron. Empecé a reprodu-
cir sus historias calientes en un pequeño cuadernito de papeles
blancos que las demás chicas comenzaron a alquilar. ¡Y cuánto
la amaba! ¡Cuánto se la follaba en mis escritos!
Ella, sin embargo, resultó algo cándida. Lo supe después,
cuando empecé a necesitar la riqueza de más detalles para los
siguientes capítulos. Decidí seguirla. Ella solo iba del trabajo a
su casa, de su casa al trabajo. Una completa aburrida. Quizás
hacía algo distinto los fines de semana, tenía que descubrirlo.
En el asunto me ayudaría una amiga que ya era mi cómplice:
prestándome su letra se había sumado al amasijo de lodo que
venía formando, ella ahora escribía mientras yo le dictaba.
Escogimos una noche de sábado, imposible que la maes-
tra no saliera, tan joven y tan rica. Dejamos dicho en nuestros
respectivos hogares que cada una dormiría en casa de la otra.
Sólo teníamos quince años, pero después del maquillaje y de un
alocado cambio de ropa en un parque oscuro, ya parecíamos de
dieciocho. Y luego a esperar.
La seguimos hasta un barcete de mala muerte que quedaba
en el Centro de Lima, ni siquiera nos pidieron documentos. Ella
estaba sola en la barra, deslumbrante y sagaz. Parecía una zorra
en plena cacería. Y yo, acechándola con miríadas de angustia
que no aguantaban un segundo más. En cualquier momento,
nuestro hombre aparecería y tomaríamos la foto que de mane-
ra irrefutable comprobaría todas mis murmuraciones. Ya quería
verlos por fin fuera de la escuela, besarse sin miedo, agarrarse
las manos, que él la coja de la cintura con fuerza.

221
Gimena Vartu

Pero quien se apareció fue otro. Un jovenzuelo con cara de


duende, cuerpo lánguido y palidez famélica. Él no iba a poder
con ella. Ella era un suculento torrente de fuego apasionado,
ella se desnudaba en su cuarto apenas cerraba la puerta y veía su
cuerpo reflejado en el espejo para aullar a solas, ella se echaba
cremas antes de dormir para perpetuar su belleza, ella dormía
sola con sus peluches azules tal como yo lo hacía, ella a veces
soñaba conmigo.
Cuando comenzaron los besos me dieron ganas de explotar
y de que pedazos de mi carne le llegaran a la cara; salí corriendo
al baño. Al regresar, luego de estar más atenta a las paredes del
wáter que a mi propio depósito líquido, mi amiga encuerada y
de ojos pintados de negro, con su carita de perturbación, me
dijo que ya se habían ido, no sólo cogidos de la mano sino en-
trelazando sus dedos, fuertemente atados por los dedos. Ambas
sabíamos lo que eso significaba.
Nos quedamos a tomar los últimos sorbos de la única cer-
veza que compramos. No podía dejar de pensar en el fatídico
beso. ¿Acaso la maestra lo ama? ¡Pero si aquel petiso no es más
que un duende! Lo imagino arando su ridículo jardín, poniendo
estrafalarios gnomos en su jardín, alimentando en un tazoncito
de plata a su gato bastardo que sería el único rey de la casa que
habita. Lo imagino con su sombrero de copa color verde y su
trébol de cuatro hojas al costado. ¿Acaso la maestra lo ama?
—Sí, amiga, es mejor convencerse.
Entonces me equivoqué, lo arruiné, fui jodidamente estú-
pida. Me entregué demasiado una vez más. Adiós fantasía, adiós

222
Fábula de los cuerpos calientes

pasión. No volveré a escribir. A ella no le va a importar nada de


lo que pueda decir de ahora en adelante.
—¡Ay, José! Imagínate que andan diciendo por ahí que tú
y yo nos paramos revolcando…
—Si eso fuera cierto, Lima no sería tan gris.

223
Teofilo gutiérrez / EDITOR

Un propósito

“Nadie puede compilar una antología que sea mucho


más que un museo de sus simpatías y diferencias, pero el
Tiempo acaba por editar antologías admirables”, dice
Borges, porque las antologías son construídas por las
generaciones y no la sola virtud de un hombre, agrega
con sabiduría el autor de Ficciones. En el caso de nuestra
antología: El fuego de cada día. Nuevas violencias,
solamente el Tiempo nos dirá que esta apuesta fue
válida y certera, o tal vez aproximada, que valió la
pena el esfuerzo de construir este libro que tiene como
principal propósito entregar al lector historias para su
divertimento y reflexión. Es una edición digital gratuita,
no venal, que Hipocampo Editores ha reunido para el
amable lector con el debido permiso de las escritoras y
escritores. A ellos, ¡gracias por sus dones!
Finalmente, agradecemos la generosa participación
de Juan Manuel Robles y a todos quienes nos apoyan
en esta difícil tarea de formar personas que aviven el
fuego de cada día con la lectura y que apaguen, cual
paradoja, esas otras terribles violencias humanas.

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Miguel Lescano, Lima, 1963. Su obra visual, en constante
experimentación, hace uso de lenguajes diversos como el expresio-
nismo abstracto, el tachismo, el cómic, la poesía y la performan-
ce, con los que refleja sus experiencias, reflexiones de vida y a la
permanente transformación simbólica de su ciudad natal: Lima.
Ha realizado varias exposiciones individuales en el extranjero y
el Perú. Destacan: DISONANTE, Galería del Instituto Cultural
Peruano Norteamericano (2018) / Memoria 1989-1999, Museo
de Arte de San Marcos de Lima (2017) / Máquina para producir
dulces, Instituto Cultural Peruano Norteamericano de Miraflores
(2015), entre otras.

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