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el fuego
de cada día
nuevas violencias
CONTENIDO
hipoca mpo
editores
© Editor Literario:
Hipocampo Editores
Editor: Teófilo Gutiérrez
Sub-editor: Gonzalo Gutiérrez
teogu@yahoo.com
alisanve@yahoo.com
hipocampoedit.blogspot.com
www.hipocampoeditores.com.pe
Motivo de portada y pinturas interiores:
Miguel Lescano
Hijastros de la violencia
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Juan Manuel Robles
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Prólogo
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Juan Manuel Robles
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Miluska
Benavides
MILUSKA BENAVIDES, Lima, 1986. Narradora y tra-
ductora. Ha publicado la traducción de Una temporada
en el infierno, de Arthur Rimbaud (Biblioteca Abraham
Valdelomar, 2012), un estudio sobre el poeta José Ma-
ría Eguren, Naturaleza de la prosa de José María Eguren
(Academia Peruana de la Lengua, 2017) y el libro de
cuentos La caza espiritual (Celacanto, 2015). Tiene una
novela en preparación.
Las ceremonias
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Se despierta y recuerda la última imagen de un sueño:
un perro negro. Es cumpleaños de su esposo y debe co-
menzar el día antes que él, debe comprar las flores para
decorar la sala. En el baño se sienta y descarga la orina
que se confunde con manchas rojizas y marrones. El
pequeño dolor de los costados y de los riñones le avisa-
ba que ese día le tocaba reglar y no tomó precauciones.
“La última vez”, se dice. Le apetece quedarse sentada
un rato más recordando las veces en que menstruar era
el peor de los castigos, cuando de adolescente amane-
cía con el vientre hinchado y no podía comportarse con
soltura, como si la vergüenza la hiciese transparente.
Le apetece sentarse para descargar sus intestinos, para
liberarse de un peso, y mientras está sentada organiza
su vida diaria, liberándose de lo que ya no sirve, lista
para el día en blanco, recorriendo en los vericuetos de su
mente las horas del día.
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autor
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CHARLIE BECERRA cursó estudios de Comunicacio-
nes en la Pontificia Universidad Católica del Perú. Ha
trabajado como redactor creativo en distintas agencias
de publicidad en Lima y en Trujillo, donde radica. Sus
cuentos han aparecido en antologías nacionales y extran-
jeras. La investigación El origen de la Hidra. Crimen orga-
nizado en el norte del Perú (Aguilar, 2017) fue su primer
libro. Solo vine para que ella me mate (Planeta, 2019) es
su primera novela.
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tercer hermano, pero Mono no quiso cargar con él, o ella, pues
era apenas un bebé. Prefirió dejarlo en el hospital para que se lo
llevaran a un orfanato o a donde quisieran. O, tal vez, esperando
que muriera. Ese ya no es mi problema, dijo, y se llevó al niño,
jalándolo de los pelos de la nuca.
¿A dónde vamos?, se animó a preguntarle, después de caminar
buen rato. Qué chucha te importa. Tú camina, y siguió tirando de
él calle arriba.
El niño tuvo miedo. No terminaba de entender lo que había
sucedido con su madre. Habían llegado al hospital hacía cinco
días. Cinco días en los que le pareció que ella dormía. Tampoco
podía entender por qué no podía quedarse a acompañarla. Sin
embargo, no se atrevía a hacerle otra pregunta a Mono. Veía sus
brazos y los encontraba larguísimos. Comparados con los suyos,
parecían ramas de guabo. Había uno de esos árboles sembrado
en el centro del patio del colegio donde el niño asistía. Esperaba su
turno para treparse a él como el resto de sus compañeros, pues era
el único juego que había.
Otro jalón de pelos y otra vez su atención se centraba en
Mono.
La cara huesuda, como si la piel no fuera sino pintada, las
cejas entrelazadas, la nariz brillante, atacada de burbujas rojas,
labios gruesos o hinchados. Los ojos no quería verlos: el miedo
fluía directamente de ellos.
La gente a su alrededor parecía no reparar en ellos. Al pasar,
hombres, mujeres, viejos, levantaban una brisa que alcanzaba al
niño en los ojos y lo obligaba a parpadear. Él buscaba la atención
del alguno, pero no conseguían colgar su imagen en ninguna de
sus miradas de estatua.
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no: más miedo le provocaba ahora perderse en aquel lugar que los
jalones a los que ya se iba acostumbrando.
No había veredas, no había casas, tampoco árboles. Lo que
más lo asustaba, es que no hubiera personas. Nadie más que ellos
dos. Era como si hubieran descendido del auto a la mitad del
desierto. Quería ver a su madre, estar con ella, quería huir de ese
lugar y de su hermano, y de donde fuera que él lo estuviera lle-
vando. Cuando Mono volteó a verlo, supo inmediatamente en
lo que estaba pensando. El niño se quedó congelado mientras lo
tomaba del brazo.
Rápido, mierda, que nos están esperando.
El niño palideció y se hizo más pesado. ¿Quiénes los estaban
esperando?
Mono sintió el tirón hacia abajo y lo devolvió con más furia.
Lo amenazó, le prometió golpes durísimos, sacarle sangre, le pre-
guntó si quería morir.
El niño volvió a ponerse en pie como respuesta y siguió
avanzando. Pronto se toparon con una alambrada. Mono lo hizo
pasar a través de una abertura que había en ella. Detrás de la cerca,
se elevaba, rodeado de arena, un galpón gigantesco y negro.
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Una raya con dos círculos encima si hay niños solos durante
la mañana. Por debajo de la raya cuando los niños se quedan
solos por la tarde.
La marcan con una aureola si ven que la gente es religio-
sa, decía Atila y dibujaba un óvalo acostado, en la pared que le
servía de pizarra. En lo personal, yo paso de largo con esas. Con
Dios no me meto, y mirando al cielo decía, positivo contigo
Papá Lindo.
Cuatro barras si la casa tiene una reja con candado.
Una barra más que cruce a las otras si la reja está electrifi-
cada.
La segunda parte era la más complicada. Las pequeñas va-
riaciones en los dibujos de los triángulos podían significar gran-
des diferencias. Uno así, normal, sin nada, significa que la casa
ya fue robada. Uno con una rayita abajo, casa de empresario.
Uno con un punto en el medio, casa de policía.
Uno con dos palitos como patitas, a ver si adivinan, ¿ah?
¿Nada? Que recién se están mudando. Piensen, asnos.
Había muchas más, pero aquellas eran las principales. Ati-
la les había enseñado que también podían combinarse. Lo im-
portan era observar bien, durante el tiempo suficiente antes de
marcar. La elección del lugar ya quedaba a criterio de cada uno.
Importante, ojo: no marcar en los árboles con navaja, porque
luego quieres borrar lo que has hecho y es una huevada. Postes,
veredas y paredes, ahí sí, con confianza nomás.
Las tizas ya no se usaban. La marca siempre quedaba borro-
sa y desaparecía con solo rozarla. Era mejor el spray. El día en
que le dieron el suyo por primera vez, el niño se divirtió mucho
aprendiendo a usarlo. Pasó varios minutos dibujando en una pa-
red del galpón figuras blancas de todas formas y tamaños. Le
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ojos. Sintió su ropa mojada bajo las axilas. Tenía ganas de llorar,
pero no las fuerzas para hacerlo.
La mano le impactó en el cuello como un latigazo. Tuvo que
apoyarse con las suyas para no dar de lleno con la cara en el suelo.
No jodas. ¿Estás durmiendo?
El niño se volvió asustado. Mono lo miraba como si fuera
excremento que hubiera estado a punto de pisar.
¿Qué pasa? ¿Qué tienes?
El niño no respondió. Seguía agitado por el susto.
Un rechinar de neumáticos: la camioneta frenó bruscamente
frente a la casa ploma.
La niña abrió la puerta de su casa. Ya no llevaba puesto el uni-
forme, sino unos jeans y una blusa negra, y traía un bolso de mano.
Se paró en seco al ver el vehículo. El hombre de gafas se bajó al
tiempo que ella corría para abrir la reja. La tomó del brazo cuando
ella ya tenía un pie en la calle. La niña intentó zafarse, pero el
hombre puso su otra mano en su vientre para empujarla hacia
adentro. Chucha, dijo Mono que también estaba viendo todo. Ni
la niña ni el hombre decían nada, se limitaban a continuar con
aquella lucha de fuerzas que ella terminó perdiendo.
La puerta se cerró, pero la acción continuó en la sala. Chu-
cha, chucha, decía Mono, excitado.
El hombre arrojó a la niña contra el mueble. Ella le arrojó
su bolso y trató de mantenerlo alejado pateando, manteniendo
las piernas en alto. Él hizo dos intentos para volver a tomarla
antes de que cayera en cuenta que la ventana tenía las cortinas
abiertas.
Corrió las telas con una mano mientras que con la otra se
desabrochaba el cinturón. Chucha, ¿esta huevada has estado vien-
do, pendejo?, rio Mono.
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—¡Cállate!
Cada vez que Bruno mencionaba a Beirut, recordaba al
perro con mayor claridad. O quizá lo reconstruía más nítido y
brillante a partir del cariño encapsulado en el sufrimiento de su
dueño. Beirut paseaba por la cuadra con una correa azul ama-
rrada a su cuello. Se rascaba el lomo retorciéndose en el pasto de
jardineras ajenas. A diferencia de Mota, Beirut se dejaba acari-
ciar por cualquiera. La voz de mi madre me obligó a acercarme
a la ventana. La encontré parada en medio del jardín, aún
traía puestas esas chancletas de domingo que, sin querer, había
expuesto a todo el vecindario. “Macarena, ya llegó el papá de
Daniela y Bruno. Diles que pueden bajar”.
Cuando llegamos a la puerta ya no quedaba ningún veci-
no. Daniela abrazó a su padre y después Bruno hizo lo mismo.
El hombre les dijo que los policías se habían asegurado de
que no quedase ningún intruso en su hogar. El portón del
garaje se levantó como un telón trágico. Los restos del saqueo
estaban esparcidos por el jardín. Logré distinguir un horno
microondas con la puerta rajada y una maceta desmembrada
en el camino que conducía a la entrada principal. La cerámi-
ca en pedazos, la planta muerta, la tierra esparcida gracias a
las pisadas toscas de los ladrones. Bruno atravesó el portón
desesperado. Algo en aquel patio disparó las alarmas que real-
mente importaban. Entonces vi una cuerda azul. Se trataba de
la correa de paseo de Beirut. Bruno levantó la cuerda como
si acabara de encontrar la pierna de un cadáver. Daniela y su
padre corrieron tras él. El hombre miró a mi madre e hizo una
mueca. Luego cerró el garaje.
Sergio me acompañó a mi cuarto y encendió el televisor.
Sintonizó un canal de música y empezó a jugar con una pelota
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*Este cuento fue publicado en el libro Peruanos de segunda mano
(2019).
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Saben que cada uno toma el camino que mejor le conviene y que
–a veces– despegar toma tiempo. Tú no has decidido aún qué es
lo que quieres ser ahora que acabaste la escuela. Ellos prefieren no
ejercer presión sobre ti, a pesar de que mereces un azote por cada
rojo en tu libreta.
No eres malo, solo un poco soñador. Un poco sonámbulo.
Pasan dos años, así como jugando. En ese lapso, la vida transcu-
rrió de tu casa a la academia y de la academia a tu casa. Y hasta el
momento no consigues un cupo. Para lo que sea que estés postu-
lando, tú no sirves. Te convertiste en caserito de las academias y
de las veladas a oscuras en las rampas para skaters de La Marina.
Entre esa panda de muchachos igual de volados que tú conociste
al que nombrarías como tu más fiel camarada: Chico. Nadie sabe
el verdadero nombre de Chico, pero prefieren llamarle así porque
es flaco y menudo; las greñas le cubren la cara. Chico y tú tienen
los mismos intereses por las bolsitas gofradas y hasta despachan
juntos la yerba en algunos puntos donde la juventud se dispara a
borbotones. Pero necesitan ser más avezados si quieren levantar
un imperio como el de Montana.
Fuiste tú quien le dijo a Chico que necesitan entrarle al nego-
cio del hielo. Ahí está la pasta, el buen dinero. Estaban tendidos en
las escalinatas de la catedral con los codos apoyados en una grada
y las piernas formando un cuatro. Observaban a las parejitas pasar
de la mano. Le dijiste: “Oye, Chico, necesitamos hacer plata. Con
el dinero viene el poder y con el poder vienen los culitos”.
—¿Como en la película? —preguntó Chico.
Le dijiste que estás cansado de vivir bajo el mismo techo
que tus padres, que quieres independencia, dinero, mujeres, via-
jes, lujos, autos costosos…
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—¿Como en Scarface?
Le dijiste que quieres todo lo que hay en el mundo y más,
que estabas siendo completamente sincero con él, a pesar de que
mientes todo el tiempo…
—¿Como Al Pacino?
Detuviste a Chico en ese instante, desconcertado. Le expli-
caste que te referías al grande capo. Que estabas hablando de
tener un Porsche como el grande uomo y viajar a Cancún con las
modelos más ricolinas del país. “No como ese chino”, le corre-
giste. “¡Como Tony Montana, Chico! El de las noticias, el que
mandaba hielo a Europa en contenedores, ese”.
Aquel día, tendidos en las graderías con una lata de cerveza
en la mano, le dibujaste a Chico el panorama: o continúan ven-
diendo moños de yerba de veinte lucas como aficionados o se
convierten en algo más. Porque son nada, lo han sido hasta ese
punto de sus vidas. Desde la secundaria, o quizá desde mucho
antes. Unos giles de nacimiento.
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¿Qué podría salir mal? Será esta vez y ya. Mañana se deja-
rán de huevadas y trabajarán en un sistema de ventas para co-
locar la merca. Así se empieza, de a pocos. Además, necesitan
patear el hielo para sacar más falsos para los ingenuos. Solo de
esa forma doblarán su inversión. Los que tienen sobre el disco
son los verdaderos, los que posiblemente no estén mañana ni el
día después de ese. Solo está noche y ya, convences a Chico, unos
cuantos tiros y guardamos el resto en tu bolsillo. Chico atraca,
reconfortado por tus palabras. Confía plenamente en ti. Esta vez
preparas un par de líneas para cada uno, como los profesionales,
y se las avientan una tras otra sin pausa.
Es la primera vez que ambos inhalan. Son nuevos en esto,
pero han visto a la gente hacerlo en las películas todo el tiempo.
Chico ha visto películas.
Pulp Fiction, Goodfellas, Annie Hall.
Cuando vuelven a aspirar están muy lejos de tu casa, ori-
nando un poste de alumbrado público a las cuatro de la mañana.
Además, huelen a huacho y Pall Mall. Tienen la nariz roja como
clowns por el frío y la nieve. Un auto se ha aparcado junto al
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JosE de la Peña Lavander nació en Chimbote
en 1993. Estudió publicidad en la UPC. Es autor del
libro de relatos Breves paseos por Marte y fue cocreador
y guionista de la serie web Dos es mucho, ganadora de
cinco premios en las Series Web Awards 2017. Ha cola-
borado con publicaciones como Revista h, Dedomedio y
Open Cusco.
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dices que no, solo pensarán que estás queriendo pasar piola, que
te cagas de miedo de salir del clóset. Yo no podía convencer a
nadie. Estaba furioso. Me tomé lo que me quedaba de mi chela
de un solo porrazo y luego salí del pub echando humo. Me pren-
dí un pucho y empecé a caminar. Gay. Una palabra que detesto,
que me hace dudar, que nunca me la pone fácil y me deja siempre
con un montón de preguntas en la cabeza. Y, más que nada, me
pregunto por qué es tan importante.
El óvalo es algo raro al momento en que te vas. Cuando
llegas es brillante, hay ruido, se ve divertido, como que te llama
a cagarla y a chupar y a bailar y a besarte con quien quieras y a
terminar en un hotel tirando con cualquier tipa que sea regular-
mente simpática, que no dé para modelo pero que tampoco te
recuerde a la fea del colegio. Porque eso es lo que me dio ganas
de hacer cuando llegué: cagarla, divertirme, pasarla bien, sin
preocupaciones ridículas. Olvidar, olvidar, olvidar. Justo pasó
todo lo contrario y ahora que salía, observaba las calles algo
siniestras, como malintencionadas. Veía las luces y oía la bulla
que todavía salía de los pubs y las discotecas y bares, y sentía que
me habían derrotado aunque no sabía por qué si no me había
peleado con nadie. Estaba más frustrado que furioso. Miraba
todo a mi alrededor como medio muerto, abandonado, como si
funcionara sin gente aun cuando sabía que los locales estaban
repletos.
Entonces, cambié de dirección, ya no me iba. Crucé la pis-
ta y fui por el supermercado que acaparaba toda una cuadra. No
sabía lo que hacía, pero lo hacía. Vi hacia la esquina, esa donde
hay un puente peatonal para cruzar la carretera, y descubrí al
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autor
Stuart flores
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Stuart Flores, Huancayo, 1986. Es licenciado en
Periodismo por la Universidad Nacional Mayor de San
Marcos. Ha publicado el volumen de relatos La muer-
te es una sombra, la novela La velocidad del pánico, el
poemario ele y el ensayo César Hildebrandt. Argumentos
contra el poder. En 2014 obtuvo el segundo lugar en “El
Cuento de las 1000 Palabras” de la revista Caretas, en
2016 fue finalista del Premio de Novela Breve “Cámara
Peruana del Libro” y en 2018 recibió el Premio Copé de
Oro en la categoría de cuento. Actualmente escribe re-
señas de libros y películas para distintos medios locales
y administra un blog literario (www.elnictalope.com).
PARA MATAR
EL TIEMPO
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autor
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Enmanuel Grau nació en Lima en 1987. Estudió
Educación en la Universidad Nacional Federico Villa-
rreal, donde se especializó en Lengua y Literatura. Fun-
dador del grupo literario Tajo, grupo con el que orga-
nizó eventos de animación a la lectura por la ciudad.
En 2012 obtuvo el primer puesto en los Juegos Florares
de su facultad. Ha publicado cuentos en el suplemento
dominical de El Comercio y portales webs como El buen
Librero, Operación marte, de México y Zona del escribi-
dor, medio que consigna a grandes narradores peruanos.
Ha publicado Hijos de la guerra (Hipocampo Editores,
2020).
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Leonardo Ledesma Watson nació en Lima en
1988 y se hizo periodista ante la imposibilidad de jugar
fútbol profesional. Ha trabajado en canales de televisión,
diarios y revistas. En 2014 obtuvo el primer lugar del
concurso literario Ten en Cuento a La Victoria, con el re-
lato “El fantasma de la Remington”. En 2019 publicó,
en coautoría con J.J. Maldonado, el libro de cuentos El
demonio camuflado en el asfalto. Es padre de una niña y
actualmente trabaja como publicista. Es hijo único y le
gustan los libros de Paul Auster, Nick Hornby y Julio
Cortázar. Extraña a su abuelo.
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Solo se ven entre sí. Somos tres entre los peldaños. Me abalanzo
repentinamente, con más corazón que otra cosa. Pienso: es un
acto de amor. Mis dedos se encajan en el cráneo del tipo y escu-
cho los gritos de la flaca. Le ajusto mis muslos en sus costillas
y el tipo trata de defenderse. Nos levantamos y le propino dos
puñetes: uno en la ceja y otro en la barriga. El chorro de sangre
rebota en mi camisa, en el suelo y en el vestido de la flaca. Ella
ya tiene decidido qué va a hacer, pero yo, en ese momento, aún
no lo sé. Llora y las lágrimas camuflan su desesperación. Hoy
creo que fue un acto de justicia y de amor, aunque ella saltase
detrás de mí y yo la empujase con fuerza contra la pared. El tipo
se levanta y me patea. Me doblo y empiezo a insultarlo. Obser-
vo a los curiosos que desde arriba asoman la cabeza, me quedo
golpeando al tipo, ya ni sé con qué. Cuando consigo zafarme la
flaca ya no está. Con el traje arruinado y el pañuelito lleno de
sudor, camino entre la lluvia y el asfalto. Llego a casa. Adentro
no está la flaca. No hay bulla.
—¡Flaca, flaca! —grito y no encuentro respuesta.
La etapa más decadente de mi vida es la que, quizá, re-
cuerdo con más amor. A la flaca, obviamente le fue bien. A mí
también: me convertí en ese tipo que, en el noventa y nueve, tal
vez, le hubiese convenido.
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*Del libro: Quien golpea primero golpea dos veces de Campo
Letrado Editores.
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¡Catorce años! ¿por qué serás tan arrecho Zandor? no ves que esa
niña tiene la edad de tu hija Dayhannita cuando soñaba con su
fiesta de quinceañero en el viejo resort de Chaclacayo a la vuelta del
Cogoyo junto a sus amigas del Beata Imelda y los cacheritos del Jesús
de Nazaret allá por el noventa y dos Zandor en plena dictadura
¿recuerdas? no te hagas el loco que esta niña japonesa te hace pensar
en Dayhannita en la piel de Dayhannita cuando la cargabas y de
casualidad ¡plum! le tocabas su cosita ¡uy qué vergüenza daddy! ¡uy
qué roche! y también en su perfume a perra y melcocha que excitaba
a todos tus amigos porque tú te dabas cuenta Zandor te percatabas
de que todos se hacían los huevones y querían cargar a Dayhannita
rozarla abrazarla ver de refilón su calzón de dibujos animados que
casi siempre iba manchado de gotitas color rojo o marrón y que a ti
también te arrechaba te hacía pensar en cochinadas pero ¿esas eran
las cochinadas que te había enseñado tu mamá? porque a tu vieja
se la había tirado medio vecindario Zandor y hasta el cura te decía
hijo hijo mío ¿cómo estás hoy gotita de mi leche? muy bien padre
ayer me hice una paja pensando en las tetas de miss Hanni en esas
balazas que fácil sirven para amamantar a todo el planeta y de
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últimos haces de sol que perforan sus pupilas. Son las cinco y
cincuenta y nueve de la tarde. Las seis.
Al cabo de un rato, por fin logra levantarse por completo.
Se yergue del suelo con la misma ropa con la que se acostó.
Aún mantiene los zapatos puestos en sus pies. Se estira. Escu-
pe. Avanza hasta uno de los baldes rascándose los huevos y se
pone a mear. Luego, se sube el pantalón y comienza a vaciarse
los bolsillos: un cabo de lápiz, fósforos, un perno de anclaje, un
candado. Dos piedrecillas blancas y chatas con forma de pez.
Un abrelatas y tres billetes de veinte dólares. “Mierda”, dice. Lo
deja todo encima de un añoso monitor de computadora y bos-
tezando se acerca hacia su tina de lavado. Antes de remojarse, se
despereza estirando los brazos. Luego suelta un pedo y sonríe.
Se quita la camisa y se moja el torso. Acto seguido, se jabona
las axilas y se enjuaga y seca con la misma camisa. Un silencio
cálido reina en su covacha. Conmoción de polvo y hollejos de
coleóptero flotando en el ambiente. Se lava el rostro hinchado
y resquebrajado. Se moja la cabeza y la nuca y deja el agua cho-
rrear por su cuerpo: de la espalda hasta el culo y del culo hasta
las piernas. Permanece así por un rato y finalmente posa los
ojos en un espejo rajado. Examina su angulosa y torcida cara
y se da cuenta de lo mucho que ha cambiado. Una barba de
mierda, negra y reseca, cuelga de su mandíbula. “La presencia
de la muerte está en mi rostro”, piensa irritado. Hace una mueca
infantil y saca la lengua estudiando sus contornos. Asqueado,
coge un poco de agua y se enjuaga la boca. Frescura total. Un
jodido nuevo despertar.
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fácil para las perras en Shinjuku mis niñitas yo quiero que… Las
luces de los faros lo ciegan, pero al cabo reconoce la camioneta
verde petróleo que trasladaba al Chino la última vez. Su primer
impulso es darse a la fuga; sin embargo, una extraña sensación
lo detiene y lo clava en tierra. “Mierda”, piensa. La camioneta se
acerca y empieza a parpadear sus faros. Escarapelas de luz que
se ahuecan y deslizan en sus ojos. Un claxon empieza a llamarlo.
No puede moverse de su sitio y espera, encorvado, casi ciego
¿qué me pasa? ¿qué demonios me pasa? La puerta delantera del
auto se abre y sale el mismo japonés de traje y de tamaño im-
ponente que resguarda al Chino. Avanza hacia Zandor y, sin
decirle nada, le estira setecientos dólares. Antes de regresar a la
camioneta, Zandor le grita en japonés:
—Espera.
El chofer voltea.
—Falta.
—¿Cómo?
—Falta.
—¿Qué falta?
—Dinero.
—¿No eran setecientos?
—No para él —dice Zandor, señalando la camioneta con
un movimiento de cabeza.
—¿Cuánto?
—Trescientos más.
El japonés saca tres billetes de cien dólares y se los entrega.
Luego, regresa al auto y abre la puerta trasera. Se queda unos
segundos informando a Fujimori sobre el repentino aumento de
precio del vagabundo. El presidente asiente sonriendo. Escupe.
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Valhalla
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J.J. Maldonado
***
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autor
Juan Mauricio
Muñoz
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Juan Mauricio Muñoz (1984). Periodista. Fue edi-
tor de la desaparecida revista independiente La Higuerilla.
Ha publicado los poemarios El lado oscuro (De los Cuatro
Vientos, 2009); Autogolpe (OREM, 2012) y el libro de cuen-
tos Al norte no está el paraíso (Campo Letrado, 2018, al que
pertenece el texto que publicamos en esta antología).
LAS DOS
CARAS DEL DESTINO
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Alonso mesía
Macher
Alonso Mesía Macher, Lima, 1989. Es autor del
libro de cuentos Días bellos, pero no tanto. Fue alumno de la
Fundación Nuevo Periodismo Iberoamericano. Ha publica-
do crónicas, reportajes y ensayos en Anfibia, Rolling Stone y
El Comercio, entre otros medios de América Latina.
Lavado al peso
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Malena newton
Maúrtua
Malena Newton Maúrtua, Lima, 1993. Estudió
Periodismo. Ha colaborado con la revista Somos del dia-
rio El Comercio, entre otros medios. Trabaja como re-
dactora.
¿UNA CONTRASEÑA
es un NOMBRE
O UNA MENTIRA?
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¿Una contraseña es un nombre o una mentira?
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Malena Newton Maúrtua
Las que siempre tomaban la batuta eran las chicas más po-
pulares, porque, como todo grupo dominante, tenían inserto en
el cerebro –en lugar de cierta neurona madre– el mismo micro
chip populista de los políticos bufos. Algo que las hacía tener un
manejo de escena impresionante, y un radar para atraer hacia sí
mismas todo lo necesario para permanecer dentro de ella.
Una de las chicas se llamaba Michela Magnífico (contra-
seña: ardoporLeonardo). Era fenotípicamente idéntica –aunque
bastante más frentona– a la ultimate starlette descerebrada Paris
Hilton (o sea, una chica fea que por sus habilidades sociales de
alguna manera increíble había conseguido hacernos creer a todas
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tes del cuerpo (las piernas, los brazos, las manos, los dedos) como
si, para darle verosimilitud a mi relato, tuviera que mencionar y
buscarle una acción a cada una. “Ella es bastante más grande que
yo, que todas nosotras…”, seguí. La psicóloga había relajado los
brazos, y sus papeles, desplegados sobre su regazo de manera fla-
beliforme, parecían los pliegues de una mini-falda blanca. “Sentí
miedo y se dio cuenta. Comenzó a acercarse mucho, hasta empu-
jarme contra el lavatorio. Con su mano izquierda, abrió el caño
al máximo para hacer ruido. Luego me volvió a empujar y clavó
mis piernas en la pared con sus rodillas. Yo intenté gritar, pero me
tapó la boca con la mano derecha. Me moría de miedo, igual que
Anita… Entonces, poco a poco, los dedos de su mano derecha
comenzaron a abrirse sobre mi boca, mientras ella deslizaba la
otra por mi cuello. Comenzó a acercar su rostro al mío, mucho,
mucho. Su boca estaba cerrada, pero sentí su aliento abombado
y, entonces, cuando me tuvo completamente inmóvil, abrió la
boca y la desinfló encima de la mía. Me besó… Fue asqueroso,
Miss. No quiero ni recordarlo.”
Levanté la mirada y vi que absolutamente todas las chicas
en el salón –incluidas la psicóloga y Odile– tenían la frente frun-
cida en esa forma que es como el segundo estado de la expecta-
ción, cuando el oyente está completamente entregado a lo que
está escuchando y en la frente le aparecen unas cuantas arrugas
o líneas de expresión: los renglones de un papel sobre el que uno
puede escribir lo que le dé la gana, porque cualquier palabra será
absorbida directamente hasta la mente. Me sentí confiada.
“Me dio tanta vergüenza, que no le dije nada a nadie. Hasta
hoy”, agregué. “Mentirosa…”, susurró Odile mirando el cen-
tro del círculo. Permanecí estática, esperando la reacción de las
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Luis Fr ancisco
Palomino
Luis Francisco Palomino es escritor y periodis-
ta. Tiene 28 años. Es autor de Nadie nos extrañará (Ani-
mal de Invierno, 2019), y del libro/web “COVIDMAN:
La bitácora del escritor con coronavirus”. En 2013 obtuvo
el primer lugar en el concurso de cuentos de la PUCP, y
fue finalista del torneo de improvisación literaria Lucha-
Libro.
Hotel Habbo
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Luis Francisco Palomino
Bonsáis.
Esculturas egipcias.
Chava accedía a esa realidad virtual a través de siete clics. La
computadora con Windows XP fue un regalo de su padre para que
no insista con que se aburría. Lo odiaba. Le exigía sobresalientes en
la escuela como si su orgullo dependiera de la acumulación de AD’s.
Cuando se ubicó entre los diez mejores del aula, su padre lo
castigó porque no estaba entre los cinco. Parecía que solo buscaba
motivos para encerrarlo en su cuarto. Y amenazaba con cambiarlo
a un colegio estatal, donde estudiaban sus vecinos, los pirañitas
que lo golpearon sin razón un sábado en el que trató de hacer
amigos.
Chava había alcanzado el segundo puesto en ese último bi-
mestre. El segundo puesto, enfatizó su padre.
¡Tienes que ser el primero!, le repetía. ¡Castigado! ¡Castigado!
¡A tu cuarto!
No siempre había sido así.
La relación con su madre también cambió. Ahora, era la
única posible entre un niño de diez años y una mujer enferma
que pasaba sus días en sesiones de oración con viejas provenientes
de los últimos infiernos de Lima.
Al menos había encontrado una manera de salir de su cuarto
estando en él.
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Hotel Habbo
Tocadiscos.
Los furnis se pagaban con tarjeta de crédito. Chava no conse-
guiría una, su padre no le prestaría la suya. Sin rendirse, abordó a
los chicos de camisas hawaianas que había en las salas de billar. De
sus bocas surgieron globitos de cómic: “Busca curro en el hotel, tío”.
Por popularidad, algunos usuarios daban furnis a cambio de
que uno pase ocho horas —sin desconectarse— dentro de sus ha-
bitaciones. Lo mismo que hacían los adultos para ganar dinero,
pensó Chava.
Dio una vuelta por el hotel y tomó la oferta de un madri-
leño. Después de una semana metido en un cuarto con ochos
desconocidos, Abdulex30 recibió ese patético patito de goma que
costaba menos de un euro.
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Gimena Vartu
Gimena Vartu, Lima, 1986. Escritora, actriz, per-
former y productora teatral. Bachiller en Literatura por
la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Ha pu-
blicado el poemario Cura de sueño (2012) y el libro de
cuentos cartonero Fábula de los cuerpos calientes (Dendro
Ediciones, 2019, al que pertenece el texto que publicamos
en esta antología). Ganó el Concurso Nacional Nueva
Dramaturgia Peruana 2016 del Ministerio de Cultura,
donde obtuvo el primer lugar en la categoría Teatro para
Adultos con la obra Cachorro está pedido, estrenada en se-
tiembre del 2017 en las calles del Callao con la dirección
de Aldo Miyashiro. Para el teatro familiar ha escrito una
adaptación del cuento clásico Juan sin miedo (2017), así
como la obra Gato de mercado, inspirada en el cuento ho-
mónimo de Christian Ayuni y estrenada en el Museo de
Arte de Lima (MALI) en abril del 2019; ambas llevadas
a escena por la Asociación Cultural Camisa de Fuerza.
Actualmente prepara su primera novela y trabaja como
editora del Fondo Editorial de la Escuela Nacional Supe-
rior de Arte Dramático (ENSAD).
fÁBULA DE LOS
CUERPOS CALIENTES
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Gimena Vartu
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Fábula de los cuerpos calientes
besos, las gimientes risotadas sobre la cama. Tan fácil que muy
pronto las paredes del baño no bastaron. Empecé a reprodu-
cir sus historias calientes en un pequeño cuadernito de papeles
blancos que las demás chicas comenzaron a alquilar. ¡Y cuánto
la amaba! ¡Cuánto se la follaba en mis escritos!
Ella, sin embargo, resultó algo cándida. Lo supe después,
cuando empecé a necesitar la riqueza de más detalles para los
siguientes capítulos. Decidí seguirla. Ella solo iba del trabajo a
su casa, de su casa al trabajo. Una completa aburrida. Quizás
hacía algo distinto los fines de semana, tenía que descubrirlo.
En el asunto me ayudaría una amiga que ya era mi cómplice:
prestándome su letra se había sumado al amasijo de lodo que
venía formando, ella ahora escribía mientras yo le dictaba.
Escogimos una noche de sábado, imposible que la maes-
tra no saliera, tan joven y tan rica. Dejamos dicho en nuestros
respectivos hogares que cada una dormiría en casa de la otra.
Sólo teníamos quince años, pero después del maquillaje y de un
alocado cambio de ropa en un parque oscuro, ya parecíamos de
dieciocho. Y luego a esperar.
La seguimos hasta un barcete de mala muerte que quedaba
en el Centro de Lima, ni siquiera nos pidieron documentos. Ella
estaba sola en la barra, deslumbrante y sagaz. Parecía una zorra
en plena cacería. Y yo, acechándola con miríadas de angustia
que no aguantaban un segundo más. En cualquier momento,
nuestro hombre aparecería y tomaríamos la foto que de mane-
ra irrefutable comprobaría todas mis murmuraciones. Ya quería
verlos por fin fuera de la escuela, besarse sin miedo, agarrarse
las manos, que él la coja de la cintura con fuerza.
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Teofilo gutiérrez / EDITOR
Un propósito
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Miguel Lescano, Lima, 1963. Su obra visual, en constante
experimentación, hace uso de lenguajes diversos como el expresio-
nismo abstracto, el tachismo, el cómic, la poesía y la performan-
ce, con los que refleja sus experiencias, reflexiones de vida y a la
permanente transformación simbólica de su ciudad natal: Lima.
Ha realizado varias exposiciones individuales en el extranjero y
el Perú. Destacan: DISONANTE, Galería del Instituto Cultural
Peruano Norteamericano (2018) / Memoria 1989-1999, Museo
de Arte de San Marcos de Lima (2017) / Máquina para producir
dulces, Instituto Cultural Peruano Norteamericano de Miraflores
(2015), entre otras.
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