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Enfermedades espirituales relacionadas a la autopercepción

“Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8, 32)

I. Algunas definiciones:

Amor propio: El amor de sí mismo o amor propio consiste en comprender y aceptar gozosamente la
identidad que Dios nos ha querido regalar en Cristo Jesús: Somos sus hijos, creados para darnos
amorosamente a Él y a nuestros hermanos. Al descubrir esto, debemos llenarnos de gozo y acción de
gracias, valorando nuestra dignidad humana y la del prójimo.

El amor propio y la autoestima son elementos importantes para que cualquier persona lleve una vida
satisfactoria. La familia, a través del amor y cuidado de los padres, es la que va poniendo las bases para
el desarrollo de los mismos. Posteriormente, el autoconocimiento de nuestras virtudes y defectos, la
propia aceptación y el deseo de crecimiento espiritual, nos permitirán trabajar en nosotros mismos para
ser mejores personas y llevar una mejor relación con nuestro Padre y nuestro prójimo.

Vanidad: Es la falta de verdad, por error o estupidez, en el valor que uno se atribuye a sí mismo. El
vanidoso(a) normalmente piensa tener un valor mayor que los demás, apoyándose en cosas externas a sí
mismo (dinero, propiedades, lujos) o en aspectos de su persona, efímeros o de poco valor (belleza física,
juventud, etc.)

Orgullo: La persona orgullosa puede tener una justa apreciación de su valor y puede tener muchos
talentos y aptitudes reconocidos socialmente como valiosos, pero su error está en que considera que el
mérito es única y exclusivamente suyo. No soporta pensar que ha llegado a donde está ayudada por
otros. Normalmente es malagradecida y suele pagar la ayuda que le prestan con el olvido o, peor aún,
con el rencor y el resentimiento. La cercanía de quienes quieren ayudarla se le hace incómoda, porque le
hacen notar su dependencia. El máximo grado de orgullo es considerar que uno no le debe nada a Dios,
que no necesita su ayuda en absoluto.

Soberbia: La soberbia es la falta de verdad acerca de nuestra posición e importancia en el mundo. Al


soberbio le gustaría ser lo más importante. Naturalmente, no puede. Pero sí puede “engañarse” acerca
de su posición en el ranking. Puede convencerse a sí mismo de que su impacto en la marcha de las cosas
es decisivo, y eso lo hace sentirse poderoso. No soporta pensar que alguien pueda tener más influencia
que él en los acontecimientos. Quiere controlar totalmente su vida, sin pedir nada a nadie. Puede hasta
ser agradecido con las personas que le han ayudado (a diferencia del orgulloso), pero considera que,
aquí y ahora, es más importante que cualquiera de sus predecesores. En su grado máximo, rechaza
totalmente la sola idea de Dios. No puede pensar, naturalmente, que él mismo es Dios (aunque le
gustaría serlo), pero sí puede negar su existencia. La soberbia es la causa más importante de la
increencia (ateísmo) y la más difícil de erradicar: El diablo, que no puede negar la existencia de Dios, le
odia, precisamente porque Dios es Dios y él, no.

Para todos estos males, el remedio es la humildad.


II. Síntomas por los que podemos reconocer estas enfermedades espirituales

1. Rechazo de las correcciones. La persona orgullosa recibe cualquier intento de corrección como si de
un ataque personal se tratara. Su resorte es ponerse a la defensiva. No es consciente de que Dios
puede estar sirviéndose del prójimo para abrirle los ojos y desenmascarar sus defectos. El soberbio,
puede preferir ser un “autodidacta” y prescindir de la riqueza tan grande de las enseñanzas,
consejos, testimonios, etc.
“Escucha el consejo, acoge la corrección, para llegar, por fin, a ser sabio.” (Proverbios 19,20)
2. Terquedad. Se traduce en la incapacidad de ceder en las discusiones. En el fondo, el orgulloso
mantiene sus posiciones por “propias” antes que por “verdaderas”. En el fragor de la discusión, no
deja ver ni un poquito las razones del prójimo. En realidad, lo está viendo como un contrincante.
Incluso, si en su interior reconociera su error, no sería capaz de pasar por la “humillación” de decir:
“me he equivocado”. Precisamente, el problema consiste en que ve como algo humillante el aceptar
su error. Busca desesperadamente justificar sus ideas y acciones. (2 Timoteo 2, 23; Tito 3, 9)
3. Decepción ante el fracaso. Cuando el soberbio o el orgulloso fracasan en algo que han emprendido,
se derrumban interiormente. Su decepción es un signo muy claro de su orgullo, porque es signo de
que se habían erigido reyes de su propio castillo de naipes. Al orgulloso no le interesa, o le
despreocupa, lo que Dios quiera de él, porque está demasiado ocupado en sus propias estrategias.
(Prov 16, 3; Prov 19, 21)

III. Consejos espirituales para vencer estos pecados

1. Fe en el valor medicinal de la humillación. Cuando uno es orgulloso, es imposible llegar a ser humilde
sin pasar por las humillaciones. El hecho de que las humillaciones nos duelan tanto, demuestra que
todavía no somos humildes. Dios nos quiere curar a través de las humillaciones, de esas penitencias
que no son buscadas y que tanto nos duelen, pero que son las que mayor fruto pueden llegar a
tener. El orgulloso debería hacer el siguiente acto de fe: “esta humillación me duele, entonces me
puede sanar”.
“Cierto que ninguna corrección es de momento agradable, sino penosa; pero luego produce fruto
apacible de justicia a los ejercitados en ella.” (Hebreos 12,11) (Sal 136, 23; Eclesiástico 2, 5)
2. Petición de perdón. Le costará mucho al orgulloso llegar a pedir perdón con espontaneidad y
sinceridad. Aunque su voluntad esté decidida a luchar contra estos males espirituales, difícilmente
podrá controlar sus primeros impulsos, que lo harán “revolverse” contra el camino de la humildad. El
arma más poderosa es pedir perdón. No pensemos que es tontería pedir perdón cuando el mal ya
está hecho. A parte de que podemos evitar el escándalo en quien nos rodean, también nos dispone a
nosotros para tener más prontitud en el control de nuestros impulsos. Cuando nos cueste mucho
pedir perdón, descubramos ahí una ofrenda agradable a Dios, una piedra preciosa. Viendo la imagen
de María Inmaculada pisando la cabeza de la serpiente, pensemos en "pisotear nuestro orgullo" con
la gracia de Dios y con la humildad de María como modelo. (Eclesiástico 21, 1; 28, 2; Lc 6, 37; Ef 4,
32; 1 Jn 1, 9)

En resumen, todos estos males espirituales se confunden con el mismo pecado original. La tentación
de la serpiente -"seréis como dioses"- incidía en la tentación del hombre de olvidar su condición de
"creatura", revelándose contra toda voluntad que no fuese la propia.
Los grados de la humildad

1. Conocerse.
Primer paso: conocer la verdad de uno mismo.
Ya los griegos antiguos ponían como una gran meta el aforismo: "Conócete a ti mismo". La Biblia dice
a este respecto que es necesaria la humildad para ser sabios: Donde hay humildad hay sabiduría. Sin
humildad no hay conocimiento de sí mismo y, por tanto, falta la sabiduría.
Es difícil conocerse. La soberbia, que siempre está presente dentro del hombre, ensombrece la
conciencia, embellece los defectos propios, busca justificaciones a los fallos y a los pecados. No es
infrecuente que, ante un hecho, claramente malo, el orgullo se niegue a aceptar que aquella acción
haya sido real, y se llega a pensar: "no puedo haberlo hecho", o bien "no es malo lo que hice", o
incluso "la culpa es de los demás".
Para superar: examen de conciencia honesto. Para ello: primero pedir luz al Espíritu Santo, y después
mirar ordenadamente los hechos vividos, los hábitos o costumbres que se han enraizado más en la
propia vida - pereza o laboriosidad, sensualidad o sobriedad, envidia...

2. Aceptarse.
Una vez se ha conseguido un conocimiento propio más o menos profundo viene el segundo escalón
de la humildad: aceptar la propia realidad. Resulta difícil porque la soberbia se rebela cuando la
realidad es fea o defectuosa.
Aceptarse no es lo mismo que resignarse. Si se acepta con humildad un defecto, error, limitación, o
pecado, se sabe contra qué luchar y se hace posible la victoria. Ya no se camina a ciegas sino que se
conoce al enemigo. Pero si no se acepta la realidad, ocurre como en el caso del enfermo que no
quiere reconocer su enfermedad: no podrá curarse. Pero si se sabe que hay cura, se puede cooperar
con los médicos para mejorar. Hay defectos que podemos superar y hay límites naturales que
debemos saber aceptar.
Dentro de los hábitos o costumbres, a los buenos se les llama virtudes por la fuerza que dan a los
buenos deseos; a los malos los llamamos vicios, e inclinan al mal con más o menos fuerza según la
profundidad de sus raíces en el actuar humano. Es útil buscar el defecto dominante para poder evitar
las peores inclinaciones con más eficacia. También conviene conocer las cualidades mejores que se
poseen, no para envanecerse, sino para dar gracias a Dios, ser optimista y desarrollar las buenas
tendencias y virtudes.
Es distinto un pecado, de un error o una limitación, y conviene distinguirlos. Un pecado es un acto
libre contra la ley de Dios. Si es habitual se convierte en vicio, requiriendo su desarraigo, un
tratamiento fuerte y constante. Para borrar un pecado basta con el arrepiento y el propósito de
enmienda unidos a la absolución sacramental si es un pecado mortal y con acto de contrición si es
venial. El vicio en cambio necesita mucha constancia en aplicar el remedio pues tiende a reproducir
nuevos pecados.
Los errores son más fáciles de superar porque suelen ser involuntarios. Una vez descubiertos se pone
el remedio y las cosas vuelven al cauce de la verdad. Si el defecto es una limitación, no es pecado,
como no lo es ser poco inteligente o poco dotado para el arte. Pero sin humildad no se aceptan las
propias limitaciones.  El que no acepta las propias limitaciones se expone a hacer el ridículo, por
ejemplo, hablando de lo que no sabe o alardeando de lo que no tiene.
Vive según tu conciencia o acabarás pensando como vives. Es decir, si tu vida no es fiel a tu propia
conciencia, acabarás cegando tu conciencia con teorías justificadoras.

3. Olvido de sí.
El orgullo y la soberbia llevan a que el pensamiento y la imaginación giren en torno al propio yo. Muy
pocos llegan a este nivel. La mayoría de la gente vive pensando en si mismo, "dándole vuelta" a sus
problemas. El pensar demasiado en uno mismo es compatible con saberse poca cosa, ya que el
problema consiste en que se encuentra un cierto gusto incluso en la lamentación de los propios
problemas. Parece imposible pero se puede dar un goce en estar tristes, pero no es por la tristeza
misma sino por pensar en sí mismo, en llamar la atención.
El olvido de sí no es lo mismo que indiferencia ante los problemas. Se trata más bien de superar el
pensar demasiado en uno mismo.  En la medida en que se consigue el olvido de sí, se consigue
también la paz y alegría. Es lógico que sea así, pues la mayoría de las preocupaciones provienen de
conceder demasiada importancia a los problemas, tanto cuando son reales como cuando son
imaginarios. El que consigue el olvido de sí está en el polo opuesto del egoísta, que continuamente
esta pendiente de lo que le gusta o le disgusta. Se puede decir que ha conseguido un grado
aceptable de humildad. El olvido de sí conduce a un santo abandono que consiste en una
despreocupación responsable. Las cosas que ocurren -tristes o alegres- ya no preocupan, solo
ocupan.

4. Darse.
Este es el grado más alto de la humildad, porque más que superar cosas malas se trata de vivir la
caridad, es decir, vivir de amor. Si se han ido subiendo los escalones anteriores, ha mejorado el
conocimiento propio, la aceptación de la realidad y la superación del yo como eje de todos los
pensamientos e imaginaciones. Si se mata el egoísmo se puede vivir el amor, porque o el amor mata
al egoísmo o el egoísmo mata al amor.
En este nivel la humildad y la caridad llevan una a la otra. Una persona humilde al librarse de las
alucinaciones de la soberbia ya es capaz de querer a los demás por sí mismos, y no sólo por el
provecho que pueda extraer del trato con ellos.
Cuando la humildad llega al nivel de darse se experimenta más alegría que cuando se busca el placer
egoístamente. La única vez que se citan palabras de Nuestro Señor del Evangelio en los Hechos de
los Apóstoles dice que se es mas feliz en dar que en recibir. La persona generosa experimenta una
felicidad interior desconocida para el egoísta y el orgulloso.
La caridad es amor que recibimos de Dios y damos a Dios. Dios se convierte en el interlocutor de un
diálogo diáfano y limpio que sería imposible para el orgulloso ya que no sabe querer y además no
sabe dejarse querer. Al crecer la humildad la mirada es más clara y se advierte más en toda su
riqueza la Bondad y la Belleza divinas.
Dios se deleita en los humildes y derrama en ellos sus gracias y dones con abundancia bien recibida.
El humilde se convierte en la buena tierra que da fruto al recibir la semilla divina.
La falta de humildad se muestra en la susceptibilidad, quiere ser el centro de la atención en las
conversaciones, le molesta en extremo que a otra la aprecien más que a ella, se siente desplazada si
no la atienden.  La falta de humildad hace hablar mucho por el gusto de oírse y que los demás le
oigan, siempre tiene algo que decir, que corregir, Todo esto es creerse el centro del universo. La
imaginación anda a mil por hora, evitan que su alma crezca.

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