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—14/10/2017 Nueva Cartago—

Me desperté súbitamente, enderezándome con violencia y afilando los colmillos en un intento por
morder una pesadilla que ya se había desvanecido.
Los años anteriores había sido apenas una sugerencia, una leve impresión, un susurro en el
griterío del mundo. Las noches anteriores se había vuelto más fuerte, más claro y preciso, los
susurros ya no preguntaban, ahora aseguraban con firmeza sobre el qué, aunque no supieran el
cuándo. Ésta nueva noche fue diferente. Ya no era murmullos en lo profundo de mi cráneo, era
una cacofonía insoportable que colmaba todo el aire, luego callaron y fue aun más aterrador. Y,
escuchando apenas los ecos del silencio que todo lo envolvía como una mortaja, tuve la certeza.
Hasta ahora la Gehenna se estaba acercando, pero por fin había llegado. Esta sería nuestra última
noche.
Miré a mi alrededor, esta casa abandonada había tenido que servirme de refugio improvisado tras
el “ataque del ISIS”. Miré el castillo de cartas que debería haber estado descansando sobre la mesa
de noche; se había derrumbado. Otro mal augurio.
Salí de la cama de un salto y busqué mi ropa. La parte superior de mi traje y la camisa que más me
gustaba estaban inutilizables, desgarradas y semiderretidas, al igual que mi carne. Tomé otra
camisa, una negra: era de mala suerte vestir de blanco en un funeral. Tras esto abandoné el lugar,
pasé a buscar por pedido a Chiquito y su chiquillo enmascarados y bajo los nombre de David y
Goliath. Pretenderían ser mis ghouls para evitar a los asesinos de Alexandria, por lo que
deberíamos llegar juntos a la reunión anarquista. Durante el camino, sentado sobre el suelo del
acoplado del camión, sentí una presión sobre las sienes que me ordenaba estar en los galpones del
puerto a eso de las 11, el último Tiempo Malkavian.
La reunión transcurrió como esperaba, mucho discurso aburrido sobre un futuro que no existía y la
esperada firma del contrato mágico. No dije nada, los dejaría ser felices en su ignorancia, y como
no había nada que perder me sumé a su pantomima. El rato se me hizo eterno, pero finalmente
terminó. Ni Mares ni Nahuel Ignacio Nicolas Jefferson Álvarez estuvieron presentes, al igual que
muchos otros a los que también dimos por muertos. Los días y noches anteriores habían sido
agitados.
Darío tenía su propio coche, y cuando ambos volvimos a sentir la llamada, se ofreció a llevarme al
puerto de Ensenada. Acepté su propuesta y unos minutos antes de la hora mandada estábamos
aparcando frente a uno de esos galpones. Victorino, que nos esperaba en la puerta, hizo un gesto
para que lo siguiéramos y entró.

—Buenas noches. Marmaduke, Darío— dijo mientras nos daba un apretón de manos a modo de
saludo. Ambos respondimos con un saludo de cortesía.
—Los he convocado para que podamos hablar. Viendo que Mares y el Ninja no han respondido,
debemos darlos definitivamente por muertos.
Asentí solemne con la cabeza y entre todos murmuramos alguna condolencia; la camisa negra
había sido una decisión acertada. Que faltaran a un Tiempo Malkavian no dejaba espacia dudas.
Luego hubo una pequeña charla de relleno, hasta que terminadas las formalidades pudimos hablar
de negocios.
—Me gustaría saber por qué han abandonado la camarilla ¿Por qué han traicionado al Clan
Malkavian? ¿Por qué me han traicionado, a mi que los acogí y les brindé mi protección?
La cabeza me daba vueltas, pensando a la velocidad del sonido toda idea se me escapaba antes de
poder contemplarla correctamente. Realmente no lo sabía, no lo había pensado. Cuando me uní a
los anarquistas lo había hecho porque sentía la presión de la camarilla sobre mis hombros, una
paranoia conspiranoica que no resultaba agradable, lo había hecho por aburrimiento, lo había
hecho por seguir a Mares y a Ninja. —Lo hice porque es lo que creía lo mejor— mentí.
La mirada de Victorino se endureció
—¿Les parece lo mejor haber separado a los vástagos en tiempos de conflicto? ¿Les parece lo
mejor haber perdido sus refugios? ¿Pertenecer a una secta que ya ha perdido casi a la mitad de
sus miembros? ¿Ser proscriptos cazados? ¿Estar desamparados ante Gorgo?
Darío respondió algo que no alcancé a escuchar, yo no dije nada.
—Pero todavía pueden volver, se los ofrezco con generosidad y recomiendo que acepten.
Dudé ¿Por qué no? Los anarcas eran divertidos, pero ya no tenían nada que ofrecer. Recordé el
contrato con incomodidad.
—Lo lamento Victorino. Hoy no puedo volver, si me dieras unos meses…
—No tienen unos meses, pueden volver ahora o nunca.
“Debería abrazarte y decirte que si, para arrastrarte al fuego conmigo.” Pensé.
—Entonces no puedo.
Un frío cortante me sacudió el cerebro; sentía agujas clavándose en él; el cabello erizado; por un
momento volví a ver aquel primer abismo que me recibió la noche en que renací y me sentí
tremendamente apenado y compungido. Darío y yo caímos al suelo llorando sin razón. Victorino
nos dio las buenas noches y se fue. Ni bien salió del almacén, nuestro ataque de angustia paró.
Dejamos el lugar en silencio, nos subimos al auto y comenzamos a volver. A los pocos minutos
noté un ruido raro en el motor y cuando estaba por mencionarlo un estruendo me lo impidió.
Fuego fue lo único que vi, estaba por todas partes. Perdí la razón.
Cuando volví en mi Darío y yo estábamos a varias “cuadras” (si es que puede hablarse de tal cosa
en medio de la ruta) del auto, en medio de la nada, con la piel y la ropa chamuscadas y unos
cuantos cortes nuevos. El vehículo había estallado. Darío vociferaba, seríamos insensibles
cadáveres andantes pero él decía sentir el dolor de los espíritus.
Cuando se hubo calmado pedimos ayuda al último número de su lista de contactos. Sutaraz llegó
poco después a recogernos en un auto. Nos llevó a dar una vuelta por las casas quemadas en los
últimos incidentes, quería tratar de averiguar algo, pero yo sabía que era en vano. De todas
formas tratamos de ayudarlo. Me caía bien ese ghoul, entendía alguna cosa, lástima que hubiera
rechazado mi oferta de abrazo. Quizás fuera lo mejor, quizás la Gehenna solo afectara a la estirpe
de Cain.
Otro montón de horas intrascendentes pasaron. Lo único que recuerdo con claridad es que era
sorprendente la colección musical que tenía en ese auto, y también llamaba la atención que
llevara c4 en el baul.
Nos retiramos al refugio anarca y nos quedamos charlando un buen rato ahí. En un momento
dado, el teléfono de Darío sonó cortando el ambiente. Asentía levemente con la cabeza mientras
hablaba. Al final agradeció a su interlocutor y cortó.
—Mis contactos averiguaron quien detonó nuestro auto. Fue Victorino.
Hubo un par de segundos de silencio. En esa noche fatídica, la suerte ya estaba echada. El destino
ya había repartido las cartas, y este sería el último juego. Era el momento del todo o nada. Ambos
lo sabíamos.
—¿Alguno sabe dónde guarda su auto Victorino?—Preguntamos al unísono. Nadie respondió,
casualmente todos habían comenzado a salir de la habitación y ninguno nos había escuchado
hablar. Habría que encontrarlo de otra forma. Pedimos el C4 a Sutaraz, comprometiéndonos a
compensárselo y salimos en mi auto a recorrer todos los garitos del Primogen Malkavian.
En el destino, el azar y la rueda de la fortuna, la última casilla está siempre junto a la primera.
Cerrando el ciclo, volvimos a donde todo había comenzado. Justo frente a Discabria, ahí estaba: el
Torino, hermoso, lustrado y brillante. Parecía recién salido de la fábrica.
Darío y yo sonreímos.
Habiendo dejado el paquetito de explosivos bajo el coche, nos percatamos de que ninguno de los
dos sabía armar la bomba, pequeño detalle. No importaba, yo había sabido ser buen tirador.
Nos alejamos cosa de una cuadra, para estar seguros, cargué mi arma y apunté. —All in—
murmuré para mis adentros mientras presionaba el gatillo. ¡Bang! El humo abandonaba el cañon
del arma ¡BOOOM! Una explosión. Las alarmas de los vehículos alrededor se habían disparado
cuando el explosivo detonó reduciendo el Torino a un exoesqueleto ennegrecido y destartalado.
Corrimos al auto, yo llegué primero y casi sin dar tiempo de subirse a Darío pisé el acelerador.
Una, dos, tres, cuatro luces rojas. Bocinazos, puteadas, nada del otro mundo. Cinco, seis luces…
seguí moviéndome a velocidad de vértigo tratando de alejarme del lugar. Siete, hay quien dice que
es número de mala suerte. Yo les creo.
Una moto se cruzó, quise esquivarla y perdí el control del vehículo, que comenzó a dar vueltas y
finalmente volcó. Darío y yo luchamos un buen rato para intentar escapar de ese ataúd de metal,
ninguno era especialmente fuerte, y estábamos bastante magullados. Tras conseguir romper el
parabrisas y arrastrarnos fuera del coche, notamos que había 5 pares de pies esperándonos fuera.
Eran cuatro humanos… y Victorino.
El pánico nos inundó de nuevo, y de nuevo comenzamos a lloriquear. Victorino estaba furioso
como no lo habíamos visto nunca. Una pequeña parte de mí que todavía podía pensar en algo,
estaba orgullosa de haber podido conmover al miembro del clan más antiguo que conocí.
Victorino comenzó a escupir insultos, agresiones, puteadas y otros sinsentidos. Aparentemente
eramos irrespetuosos y traidores.
—¡¿SE CREÉN QUE PUEDEN HACERME UN OJO POR OJO A MI?!
Durante un segundo recuperé el control de mi lengua
—Je, ya lo hicimos— dije antes de volver a ahogarme en sollozos.
Victorino sacó algo del bolsillo y la cara de los humanos que lo acompañaban se transformó.
—¿Esto? Para mi no existe— dijo, no tenía nada en las manos.
El explosivo ofuscado estalló. Con él llegó el fuego, el dolor y de nuevo el abismo.
Un segundo eterno, un cosquilleo extraño en las piernas; en la cadera; en el torso y los brazos. Me
estaba volviendo ceniza. Un instante antes de deslizarme a la negrura absoluta me pareció
escuchar que la voz de Victorino susurraba en mi cabeza “La casa siempre gana.”
Fundido a negro.
—14/10/2017 Madrugada; San Francisco—
Marmaduke estaba terminando de beber un vaso de licor, mientras miraba desde lo alto de su
penthouse la metrópolis que yacía a sus pies. Un escalofrío le erizó el vello de la nuca “Que triste”
pensó “pensé que la suerte te sonreiría. No fuiste el afortunado que yo creía que serías. Buenas
noches Marmaduke, descansa, ya te encontraré un reemplazo.”

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