Está en la página 1de 3

JUAN JOSÉ ARREOLA

EL ARREBATO AMOROSO1

[...] ¿Quién puede narrar lo que es la espera, la impaciente paciencia? La misma paciencia de Rilke, pero
una paciencia, como la escultura, llena de movimiento contenido. No era una paciencia de abandono o de
ociosidad, como ha sido la mía durante años enteros; aunque aquí miento porque soy un activo espantoso,
un activo mental. Yo repaso todas las noches fracciones de repertorios infinitos, de conocimientos y de
melodías verbales. Soy un taller continuo, un telar que repite esos diseños ajenos que vienen como los rollos
que el telar interpreta con la velocidad de las lanzaderas que van de un lado a otro... a eso podría comparar
mi alma, incluso mi propia función cerebral; a veces creo que ya me quemé, de tanto que he gastado el
cerebro en repasar, en idear, en rechazar. En eso sí no creo que haya una persona más trabajadora que yo
mentalmente, aunque ese trabajo sea inútil, y a veces usted me ha visto gastar la pólvora en infiernitos,
gastar muy buena pólvora y muy buenas sales minerales, en explosiones pirotécnicas. Por eso mucha gente
conmigo se equivoca y dice: "Arreola tal vez no sea más que un juego de palabras". Usted sabe que no soy
un juego de palabras, sino que mis juegos de palabras atrapan ciertas entidades, ciertas ecuaciones de
espíritu, si no yo no pasaría de ser un escritor muy mono, de taracea, afiligranado y afiligranante, o un
escritor gracioso, un humorista simpático, pero yo no me lo puedo creer porque entonces nada estaría
justificado.
Mi obra sea pequeña, buena o mala (sería falso que lo dijera porque sé que no es mala; es más o
menos mediana, de mediana para arriba, más que de mediana para abajo), pero digo, es muy importante
para un hombre como yo, para un tipógrafo original (y aquí menciono el otro aspecto artesanal) el ser
editado de manera correcta. No quiero, una edición de lujo y Joaquín no la ha hecho de lujo, pero ha hecho
una edición legible. Yo debo reconocer que aunque estuve de acuerdo en alguna edición demasiado
popular, apretujada, eso de estar comprimido en un tabiquito, en un ladrillito de tipografía pequeña sobre el
papel muy popular, no era justo. No era justo porque mi prosa, para facilitar la adquisición por parte de sus
lectores, necesita estar más despejadita, necesita más blancos; no es que yo quiera inflar los libros, no lo
necesito, pero quiero que tipográficamente mi melodía se lea como una buena partitura. Por primera vez
tengo ese gusto; libros de 150 a 180 páginas que tengan una cierta unidad y esa cosa agradable de ser
objetos, de ser hermosos como un pan bien horneado. Usted ha visto la edición. No tienen ninguna
petulancia. La tapa es un poco brillante, pero es que vivimos una etapa tipográfica en el aspecto editorial de
los libros en que se tiende a una seriedad muy expresiva, basada generalmente en el color, en superficies
de colores densos, iluminadas por rasgueos de blancos y por notas de negro. Tampoco me gusta ni voy a
patrocinar lo colorinesco. A mí me gusta la tipografía clásica. Y en este sentido se vuelve un concepto muy
moderno de lo lapidario. Me siento muy a gusto, se lo digo francamente, y aunque yo no vea salir los últimos
tomos, y no me estoy sintiendo un Proust, yo sé que con todo lo objetable que haya en lo escrito, me salvo.
El balance me será favorable porque apliqué mi espíritu a los quehaceres arduos; porque me metí con los
mejores.
En lengua castellana creo que pocas personas pueden llegar al conocimiento, al ejercicio mental de
los procedimientos, de los recursos del castellano. Cuando me llamaron "catálogo de estilos” no me
ofendieron. Todo lo que he escrito hasta ahora es búsqueda a partir de modelos, naturalmente. Usted
comprende. ¿Cuál es una de mis máximas aventuras y qué es lo que más se presta para definir el problema
de la parodia, la imitación, la influencia? Un hombre de Zapotlán, como decía Fausto Vega, pero él me lo dijo
en tono de choteo, que se mete de pronto con Franz Kafka; lo mete a su propio terreno y logra lidiarle allí un
vagón de ferrocarril. "El guardagujas" está colgado literalmente de Kafka, pero ¿por qué es independiente de
este gran maestro? Pues sencillamente porque agrega elementos al conocimiento de Kafka. Es como si yo
hubiese hecho una glosa medieval que aclarara un pasaje difícil de Aristóteles o un término de Heráclito que
yo parafraseo; entonces gracias a su contemporáneo podemos entender ciertas oscuridades de Heráclito; y
a mí me fue dado proyectar una luz y digamos disolver unas esencias de este hombre en un espíritu
profundamente de aquí. Porque eso sí yo lo alego y defiendo totalmente. Usted sabe de las mayores críticas
que se me han hecho: "afrancesado", "una tendencia cosmopolita de nuevo rico de la cultura", "otra vez el
payo", como se le pudo decir a Darío y a López Velarde, y guardando las distancias, que ya del segundo
nombre hacia mí son enormes, yo soy una persona que nunca perdió ni ha perdido ni perderá jamás su
condición de ser un perceptor a la muy mexicana de los fluidos universales que circulan por todas partes. Me
siento feliz de seguir siendo un hombre de pueblo, un pueblerino y hasta un cursi. A mí me gustaría alguna

1 Arreola, Juan José: Fragmento del libro de Federico Campbell, Conversaciones con escritores. México,
SepSetentas, núm. 28, 1972, pp. 42-50.
1
vez explicar mis tratamientos de lo cursi, mis superaciones de lo cursi o mi naufragio en lo susodicho. ¿De
dónde me vino a mí ese soplo? Del sarcasmo, del humor, preferentemente (iba a decir desgraciadamente)
negro; me viene de algo que es pasta de este pueblo: la burla, el de pronto romper la fachada de la
gravedad con un papirotazo, con un dafite, como diríamos en Zapotlán, y ladear el sombrero de copa de la
solemnidad, o hacerlo resbalar por el occipucio mediante un quiebre, y esto es profundamente de aquí. Me
alegra el hecho de que en un momento dado también sienta la tentación de meterme en el terreno de
Borges, que no es un terreno del todo suyo. Borges viene en línea recta del Quevedo del Marco Bruto. Uno
de los primeros textos, y de hecho el primero que tuvo congratulación fuera de Buenos Aires, fue
precisamente la "Grandeza y menoscabo de Quevedo" que le publicaron a Borges joven en la Revista de
Occidente. En esas líneas sobre Quevedo que datan de hace 40 años ya venía el que iba a ser Borges
después. Al hablar de Quevedo, Borges nos dice dónde aprendió a escribir. Cuando él dice refiriéndose a
Quevedo: "el ostentoso laconismo", vemos que ésa es la definición de Borges, un laconismo que señorea los
momentos de su prosa.
Qué bueno, decía yo, que caí en esa tentación. En un cierto momento uno necesita demostrar que
también sabe jugar este juego, y que por ese camino se puede llegar casi a la perfección. Pero a mí no me
interesa ese género de perfección ni saber hasta dónde se puede llegar por los caminos de la inteligencia,
pues son los más trillados. La inteligencia no lleva a ninguna parte que le importe a nuestro afán de
conocimiento. Lo que sí lleva a alguna y a muchas partes son esas corrientes oscuras que vienen de lo
desconocido, de nuestra propia índole profunda.

Proust desconfiaba mucho de la inteligencia...


Aaaah, fíjese... lo que viene de más abajo y al mismo tiempo de más arriba. La inteligencia es un
término medio entre la intuición más profunda y la más alta; porque el poeta es el que captura... el poeta es
cenital y es abisal, viene desde el magma central telúrico y va hasta las estrellas que quiere. Esa es la
polaridad poética. ¿Qué importa "arriba" o "abajo” en términos estelares? Así lo que llamamos más
sumergido, lo más inconsciente, es en nosotros lo más alto; por eso la intuición es una forma superior de la
inteligencia, del capturar. La inteligencia captura las cosas paso a paso, las asedia. Por eso muchos poetas
asediantes y asediados no me importan, lo que importa es el salto mortal. Tenemos que volver a san Juan: y
fui tan alto tan alto que le di a la caza alcance. Hay momentos en que se puede capturar el neblí más
disuelto en el cielo, y para eso la inteligencia no sirve. En realidad la inteligencia sólo sirve a los poetas y a
los filósofos para administrar, elaborar o fijar las esencias que se escaparían si no las aloja bien en términos
de lenguaje; tanto que muchas veces un poema es una solución más o menos concentrada de misterio
poético. Usted se acuerda de mi broma... yo estoy perfeccionando el contador Geiger para las saturaciones
poéticas. Yo quiero pasar el contador sobre una página y que la aguja vaya indicando las zonas de mayor
concentración, y luego las zonas intermedias, esa especie de concesiones a la razón y a la inteligencia. Casi
podríamos decir que la poesía no puede ser pura porque sería como un alcaloide completamente soluble en
el aire. Sería como el gas, como la gasolina de 100 octanos si la hubiera. Pone usted una gota y se evapora.
Por eso se tiene que rebajar, como en los alcoholes. Usted hace alcohol absoluto de 100 grados y lo tiene
que tener herméticamente tapado. Casi no es posible ese alcohol porque en cuanto lo retira usted del
alambique, si no suelda usted ni una ámpula, el alcohol absoluto se le va y se le baja a 96 grados. Entonces,
de hecho, la mejor poesía que existe es de 96 grados. La poesía absoluta sería de 100 pero en cuanto entra
en contacto con el lenguaje baja. Tenemos alcoholes muy bajos poéticamente hablando, y no saben a
alcohol, no saben a poema; pero la otra es casi intolerable, podemos aspirarla como el alcohol, pero no
beberla. ¿Qué otra cosa he hecho yo en esta pobre vida? Fíjese en lo poco que he hecho. Y a pesar de todo
el heroísmo que ha habido en mi pequeña labor, he destilado toneladas de mosto sentimental y cultural para
sacar esos poquitos alcoholes, esas leves esencias. Por algo Apollinaire le puso Alcoholes a su libro: son
destilaciones: "ese licor ardiente que bebes, esa vida tuya que bebes como si fuera un aguardiente"; juega
con eau de vie... y realmente nosotros hacemos destilaciones. Tendríamos que decir la vulgarísima palabra
tan bella: quintamos las esencias, hacemos quintaesencias...
Estoy harto de haber intentado contar cuentos y narrar historias, y aunque en Palindroma vuelvo a
contar un cuento o dos y me permito un bodrio teatral (yo que lo que primero escribí en mi vida fueron tres
farsas de teatro en 1940), no he podido hacer una pieza, porque me repugna entrar al juego de los juegos,
de la técnica, cosa que detesto: pensar racionalmente en estructuras y en órdenes novelísticos o teatrales.
Por eso me entrego al desorden. Lo único que he logrado una docena de veces en la vida es hacer un
cuento-cuento porque es pequeño, y casi inconscientemente doy con la técnica automática que reclama el
material o el ritmo de la primera frase. Pero no puedo ponerme a combinar lúcidamente los elementos de un
cuento. Soy completamente un irracional, quiero decir, un suprarracional. Usted conoce mis arrebatos líricos,
coléricos. Como en el ajedrez; de pronto soy un jugador que pone en predicamento a un jugador de primera

2
categoría, y de pronto puedo hacer una partida casi magistral, y la he hecho; a veces a mi hijo Orso, que es
uno de los mejores jugadores de ping pong, lo pongo en unos aprietos terribles y me le trepo a 20 iguales.
Porque estoy poseído. Arrebatado. No quiero aparecer como un romántico feliz que sostenga el ángel de la
inspiración. No. En estos momentos soy un racionalista y un materialista completo. Creo en el ángel de la
inspiración. Creo en un movimiento interior. Creo en una plenitud. Creo en que me llena como a un vaso un
licor que viene de otros lugares, y que me sale por la boca y los ojos en forma de palabras o lágrimas, y me
eriza los cabellos. Entonces estoy henchido. Y naturalmente eso no tiene una vía normal de comunicación y
tiene que ser la versión sobre papel. El amor a todos nos consagra como oficiantes y podemos derramarnos
en un cuerpo de mujer, esa plenitud que se da también fisiológicamente como plenitud seminal y nos lleva a
esa liberación por el orgasmo. Y, Dios mío, cómo se descansa cuando usted logra construir una forma bella
en que el espíritu reposa y navega, en el momento en que usted logra su barquito de papel y lo llena de
hadas o de pétalos, y navega y de pronto alguien lo recoge, y da la casualidad de que son muchos barquitos
y en ellos pone usted el movimiento interior que produjo. Cuando usted hace reír, hace sentir el chiste a la
persona. Cuando alguien nos hace reír sentimos casi el movimiento mismo de la creación, cuando se abre
en nosotros ese botón de pensamiento que "pudo ser la rosa". Todos perseguimos una forma. Cuando la
encuentra nuestro estilo, es que el lenguaje capturó la vivencia interna y se hizo estilo. Tenía razón quien
dijo que el hombre es el estilo, es decir, la impronta, la huella digital que un hombre deja en el lenguaje o en
la materia que trabaja. Muchas esculturas y ciertas páginas no necesitan llevar firma: están firmadas por
dentro, están firmadas en toda la superficie escultórica o por la colocación significante de cada palabra. No
sé por qué firman las gentes.

Lauro Zavala (editor): “Juan José Arreola” en Teorías del cuento III. Poéticas de la brevedad, Universidad
Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1996, pp.129-136.

También podría gustarte