Está en la página 1de 8

PIERRE ROUSSELOT, S.I.

LA CONCEPCIÓN DE LA GRACIA EN SAN JUAN


Y EN SAN PABLO
La grâce d'après S. Jean et d'aprés S. Paul. Recherches de Science Religieuse 18
(1928) 87-104.

Basta una rápida lectura al Nuevo Testamento para distinguir dos concepciones de la
gracia, la de San Pablo y la de San Juan. San Juan presenta la gracia como una nueva
naturaleza que permanece en nosotros y, elevándonos por encima de nuestra condición
humana, nos hace hijos de Dios. San Pablo concibe más bien la gracia como un auxilio
divino, otorgado del cielo por pura misericordia, que sana la voluntad herida, la cambia
y la conduce hacia el bien con una dulzura y fuerza maravillosas. San Juan, al fijarse
sobre todo en el estado de gracia, hace hincapié en la elevación a la vida de la gracia. En
cambio, San Pablo insiste en la salvación, y por tanto, en las buenas acciones que, con
la ayuda del Espíritu Santo, se deben hacer. La concepción de Juan ha sido desarrollada,
sobre todo, por los Padres griegos, y la concepción paulina por San Agustín. Una tarea
esencial dentro de la teología de la gracia consiste en unificar estas dos concepciones,
pero este trabajo no está todavía concluido.

LA GRACIA, SEGÚN SAN JUAN

Escuchemos a San Juan: "En el Verbo estaba la Vida, y la Vida era la luz de los
hombres... A cuantos le recibieron, dioles poder de venir a ser hijos de Dios, a aquellos
que creen en su nombre, que no de la sangre, ni de la voluntad carnal, ni de la voluntad
de varón, sino de Dios son nacidos... Si el hombre no nace de arriba, no podrá ver el
reino de Dios... A la manera que Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es
preciso que sea levantado el Hijo del hombre, a fin de que todos los que crean en Él
tengan la vida eterna. Porque tanto amé Dios al mundo, que le dio a su Unigénito Hijo...
El que no nace del agua y del espíritu, no puede entrar en el reino de Dios. El que nace
de la carne, es carne, el que ha nacido del espíritu es espíritu... Yo soy la vid y vosotros
los sarmientos. Permaneced en ml y yo en vosotros".

Y en otros pasajes: "La vida se ha manifestado... Nosotros hemos pasado de la muerte a


la vida... Dios ha enviado a su Hijo Unigénito al mundo a fin de que nosotros vivamos
por Él... Dios ha dado testimonio de su Hijo. Y este es el testimonio: que Dios nos ha
dado la vida eterna, y esta vida está en su Hijo.

El que tiene al Hijo tiene la vida; el que no tiene al Hijo de Dios, tampoco tiene la vida.
Yo os he escrito esto para que sepáis que vosotros tenéis la vida eterna, los que creéis en
el nombre del Hijo de Dios... El que ha nacido de Dios no peca". "Ved qué amor nos ha
manifestado el Padre, que seamos llamado, hijos de Dios y lo seamos... Carísimos ahora
somos hijos de Dios, aunque no se ha manifestado lo que hemos de ser. Sabemos que
cuando aparezca seremos semejantes a Él, porque le veremos tal cual es... Quien ha
nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él, y no puede pecar, porque
ha nacido de Dios".

Nueva naturaleza, completamente real aunque todavía escondida, que nos hace
participantes de la naturaleza divina. Esta es la concepción juanea de la gracia, común al
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

Evangelio y a las Cartas. Todo se hace en Jesucristo; Él es la vid y nosotros los


sarmientos. Si el agua del bautismo nos da esta nueva vida, se afirma aún con más
insistencia que el mismo fruto se cons igue por medio del "pan descendido del cielo que
da la vida al mundo."

Hemos querido copiar todos estos textos de San Juan, porque su doctrina no se puede
resumir fácilmente, ya que él no se ha preocupado de analizarla y sistematizarla.
Además, la frecuente repetición de un mismo término presenta de una forma más viva
el-sentido del misterio e ilumina la razón de una forma tal que supera -todo lo que nos
pueda dar el análisis racional.

La interpretación protestante

La doctrina juanea de la adopción divina ha sido desarrollada con una entusiasta


predilección por los Padres griegos. Es el verdadero centro de su teología, y si nunca ha
sido objeto de una definición conciliar, es, quizá, precisamente porque constituía el
fondo común del pensamiento religioso del siglo IV. Tal es, al menos, el papel que
comúnmente le asignan los historiadores protestantes del dogma como Harnack, Loofs,
Seeberg, etc., los cuales, a pesar de sus prejuicios protestantes basados en la vana
oposición sistemática entre el dogma y la piedad, el corazón y la inteligencia, han
reconocido el verdadero valor, a la vez especulativo y religioso, de esta doctrina. Nada
hay tan antiprotestante como esta doctrina intelectualista y realista, que da consistencia
al tradicional sistema sacramentario; por eso el instinto de hijos de Lutero les lleva á
atacar en el punto exacto cuando rechazan a la vez, como dicen, esta "mitología" y esta
"magia".

Quizá, si el dogma de la deificación se hubiera definido en algún concilio, no hubiera


existido el luteranismo. Es lástima que algunos historiadores católicos del dogma- se
hayan dejado llevar por los prejuicios protestantes con respecto a esta verdad religiosa y
hablan con cierto desprecio de una "especulación mística" que se pone como antítesis
frente al "realismo redentor". Los teólogos propiamente dichos no han dejado de insistir
sobre la gracia santificante y la adopción divina, y se han hecho muchos esfuerzos para
hacer conocer y apreciar esta doctrina al pueblo cristiano. Pero es necesario un intenso
contacto con las fuentes evangélicas y la búsqueda incesante de expresiones cada vez
más penetrantes, ortodoxas y aptas para que el dogma pueda ser comprendido por el
hombre actual.

Hamack, en su Historia de los dogmas, interpretando la idea de la deificación según la


teología griega que va del siglo IV al VII, dice que "el Bien supremo que se ofrece en el
cristianismo consiste en la elevación al estado de hijos de Dios, que se asegura al que
cree y se realiza gracias a la participación en la naturaleza divina...". De todo ello saca
Harnack la conclusión de que una "reconciliación" no puede tener lugar en esta
concepción de la salvación. Un análisis inteligente de los documentos nos muestra la
falsedad de este último punto, que no es sino una conclusión sacada por el autor en
virtud de sus conceptos, propios de la teología protestante. La idea de deificación es
central en la teología de los Padres griegos; pero es necesario haber penetrado en su
sentido exacto para llegar a comprender su concepción del cristianismo.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

La teología oriental y la escolástica

No es cosa fácil resumir con precisión la doctrina de los Padres griegos. La han
desarrollado mucho valiéndose de la oratoria y la literatura, pero no se han preocupado
de sistematizarla de una forma científica. Es decir, nos han entregado su pensamiento
envuelto en abundantes y brillantes fórmulas oratorias, multiplicando las imágenes y
aclarando, por esto mismo, los diversos aspectos de una misma verdad. Se ve aquí,
mejor que en ningún otro punto, la diferencia característica de su método con respecto
al de los escolásticos, y el inmenso progreso que éste último método hizo hacer a la
teología. Por su afán de definir, de dividir metódicamente, de exigir para cada problema
una respuesta distinta y una demostración apropiada, la escolástica anunció y preparó la
ciencia moderna. De este modo, cuando se exponga la teoría de la gracia según los
Padres griegos, se ordenarán los textos bajo diferentes títulos, los cuales nos propondrán
unas ideas ligeramente diferentes: filiación, adopción, deificación, habitación, imagen,
sello... Es muy distinta la impresión que deja el índice de un tratado escolástico sobre la
gracia.

La teología de la gracia en los Padres griegos

Hay, por lo tanto, algunas nociones patrísticas de las cuales, hasta nuestros días, la
escolástica no ha podido sacar todo lo que ellas contenían y que pueden prometer un
interesante y nuevo desarrollo a la teología occidental. Tenemos un ejemplo en el papel
divinizador de la humanidad de Cristo. Con respecto a esta idea, conviene guardarse de
la ingenua equivocación que consistiría en creer que se quita a la verdad religiosa todo
lo que se hace en favor de una mayor claridad en la intelección. Agrupemos ahora los
mejores textos de nuestros Padres griegos:

San Atanasio: "Él se hizo hombre para que nosotros seamos dioses".

San Gregorio de Nisa: "El Dios que se ha revelado se unió a la naturaleza mortal a fin
de que la humanidad fuese divinizada por El, gracias a esta participación de la
divinidad".

San Cirilo de Alejandría: "El Hijo de Dios vino para darles el poder ser, por la gracia, lo
que Él es por naturaleza y para hacernos participar de lo que le es propio... Nos era
imposible escapar de la corrupción... a no ser que fuésemos llamados a la adopción de
Hijos de Dios. Partícipes del Hijo único por el Espíritu Santo, hemos recibido el sello de
su semejanza. Rehechos de acuerdo con la misma naturaleza de Dios... llegamos a ser
hijos de Dios... Os lo he dicho: vosotros sois unos dioses y los hijos del que está en los
cielos".

Como hemos indicado más de una vez, la doctrina de la participación de la divinidad


está tan profundamente anclada en los espíritus, que los Padres griegos se basan en ella
para demostrar otros dogmas que nos parecen hoy día mucho más fundamentales, como
la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo.

San Cirilo: "Esclavos por naturaleza, si somos por la gracia hijos de Dios y dioses, el
Verbo de Dios, por el cual nosotros llegamos a ser dioses e hijos de Dios, debe ser con
toda verdad el Hijo de Dios según la naturaleza-: Pues si El fuese Hijo por la gracia,
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

igual que nosotros, no nos hubiese podido comunicar una gracia parecida. Es imposible,
en efecto, que una criatura dé a otra lo que ella no tiene por sí misma, sino por Dios".

San Gregorio Nacianceno : "Yo también soy imagen de Dios, enteramente investido de
una gracia superior, aunque me arrastre por la tierra. No puedo creer que la salvación
me llegue por medio de uno que es igual a mí. Si el Espíritu Santo no es Dios, que se
haga primero Dios, y que luego venga a deificarme a mí, su igual".

La Encarnación como fundamento de esta teología

Se puede ver en estos textos que hemos escrito, el papel que se atribuye al Hijo de Dios
en la obra de nuestra divinización. Son suficientes para apreciar, en su justo valor, la
objeción protestante, según la cual, se vaciaría el cristianismo de lo que es propiamente
su substancia, al colocar en lugar de la persona de Jesucristo una idea filosófica, por no
decir una fantástica especulación. Hemos visto cómo la Encarnación está considerada
por los Padres como la condición, como el medio de nuestra participación en la
divinidad: es su misma substancia que injerta el germen divino en nuestra humanidad.
De este modo, el papel del Hijo de Dios es mucho más necesario, mucho más intrínseco
que si se considerara solamente el valor meritorio de una u otra de sus acciones, aunque
sea su pasión y su muerte; y mucho más, sobre todo, que si se considerara solamente su
valor como fuerza ejemplar. "Si el hombre no hubiese estado unido a Dios, dice S.
Ireneo, no se le hubiera podido comunicar la incorrupción". "Por la carne a la cual El se
ha unido, dice S. Cirilo, El tiene en sí mismo a todos los hombres". El catolicismo
dogmático considera, pues, todo el Cristo histórico, desde su nacimiento hasta su
muerte, como mediador esencial, y no solamente el ejemplo dado por Jesús. Pero no es
sólo el Cristo histórico: es también el Cristo que vive eternamente en su Iglesia y en los
sacramentos.

La doctrina griega de la salvación nos presenta a Jesucristo siendo una sola cosa con
nosotros, El en nosotros y nosotros en El; no es más que el desarrollo de la doctrina
paulina de los cristianos como cuerpo místico de Cristo, ampliada en la epístola a los
Colosenses y en los escritos juaneos hasta el punto de llegar a afirmar la recapitulación
de toda la creación en el Verbo de Dios hecho carne.

La objeción que se suele hacer, de que el pecado queda absorbido en la muerte, lo moral
en lo físico, toca ciertamente el punto vital de la diferencia entre católicos y
protestantes. Pero si la Iglesia insiste en las consecuencias de lo espiritual en el mundo
de los cuerpos es porque mantiene, de acuerdo con el más indestructible instinto de la
razón, la última unidad del mundo. El protestantismo, por el contrario, establece una
irreparable y definitiva división en el espíritu, en el hombre y en la naturaleza. Por esta
razón es antiintelectualista y antisacramentalista.

Apreciemos, pues, el sentido juaneo de esta bella teología de los Padres griegos. Sus
acentos mantienen el alma en una atmósfera de grandes y consoladoras ideas. Es el eco
de la voz de Cristo tal como resuena en el Evangelio del discípulo amado: Mi paz os
dejo, mi paz os doy.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

LA GRACIA SEGÚN SAN PABLO

S. Pablo nos coloca en una atmósfera completamente distinta. La profundidad de su


acento da testimonio de que el Espíritu Santo le inspira, pero en un sentido muy
diferente de san Juan.

"Pues cuando estábamos en la carne, las pasiones de los pecados vigorizadas por la Ley,
obraban en nuestros miembros y daban frutos de muerte... ¿Es pecado la misma Ley?
¡No, por Dios! Pero yo no conocí el pecado sino por la Ley. Pues yo no conocería la
codicia, si la ley no dijera: no codiciarás. Mas, con ocasión del precepto, obró en mí el
pecado toda concupiscencia... Yo quedé muerto, y hallé que el precepto, que era para la
vida, fue para muerte. Pues el pecado, con ocasión del precepto, me sedujo y por él me
mató... Sabemos que la Ley es espiritual, pero yo soy camal, vendido por esclavo al
pecado. Porque no sé lo que hago; pues no pongo por obra lo que quiero, sino lo que
aborrezco, eso hago. Si, pues, hago lo que no quiero, reconozco' que la Ley es buena.
Pero entonces, ya no soy yo quien obra esto, sino el pecado que mora en mí. Pues yo sé
que no hay en mí, es decir, en mi carne, cosa buena. Porque el querer el bien está en mí,
pero el hacerlo no. En efecto, no hago el bien que quiero sino el mal que no quiero... Por
consiguiente tengo en mi esta ley: que queriendo hacer el bien es el mal el que se me
apega; porque me deleito en la ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley
en mis miembros que repugna a la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado,
que está en mis miembros. ¡Desdichado de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de
muerte? Gracias a Dios por Jesucristo Nuestro Señor".

El sentido de la gracia en las palabras de san Pablo

¿Quiénes este hombre camal? ¿Pablo? Quizá. Evidentemente, el apóstol no se excluye


cuando habla en primera persona. Pero visiblemente también, no limita a si mismo su
lamentación acerca del estado del hombre débil y tentado, ni su triunfal acción de
gracias sobre el hombre salvado por Jesucristo. Uno de los mejores comentadores define
exactamente al héroe del célebre capítulo. Es, dice, "el hombre que sufre los ataques de
la concupiscencia bajo el régimen de la Ley y sucumbe en esta lucha desigual". Es
natural que hable de la ley, puesto que S. Pablo había sido fariseo y había buscado la
justicia en la ley. El régimen de la Ley, no solamente deja al hombre pecador, sino que,
según el apóstol, hace al hombre pecador. Exactamente: "El pecado nos mata por medio
de la Ley". El responsable no es la Ley, sino el pecado, el cual se ha aprovechado de la
Ley, ha buscado en la Ley la ocasión para derribarme. Lo que se opone a la Ley,
entendida en su conjunto y sin distinción entre ley ritual y ley moral, es la gracia. La
gracia libra gratuitamente; la fe es la que justifica, no las obras.

La gracia, pues, aparece en este pasaje famoso de la Carta a los romanos, como un
socorro que proviene de la pura liberalidad divina y que nos libra de aquel mal -el
pecado- que no puede ser vencido por nosotros solos. Nos hace odiar eficazmente el mal
y amar el bien. No discutiremos ahora si este socorro es o no permanente, pero la
gratitud del convertido hace que naturalmente se fije en el mismo instante en que se
operó la maravillosa transformación.

San Pablo nos ha presentado una experiencia del alma, la historia interior del hombre
convertido. Alrededor de este capítulo se agrupan en forma natural otros mil pasajes de
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

sus cartas. "Yo que antes fui blasfemo y perseguidor... ahora he conseguido la
misericordia..." Para un convertido, es natural que la gracia sea principalmente un
perdón. Para todos, la gracia es misericordia, pero cua nto más uno se ha sentido bajo el
dominio del pecado, más considera la gracia como misericordia. Lo que es verdadero
hablando de todos, lo siente el pecador en sí mismo mucho más vivamente que todos.
No es posible encontrar en él la reposada contemplación de orden sobrenatural en donde
permanecía S. Juan: La gracia y la verdad se nos han dado por medio de Jesucristo...
La emoción de S. Juan no es, ciertamente, menos profunda; pero la emoción de san
Pablo es más vibrante. Después de una catástrofe que amenazaba con reducirlo todo a la
nada, un escalofrío de temor, a pesar de la seguridad en la salvación, atraviesa aún la
carne del rescatado.

S. Agustín en el misterio de la gracia paulina

Haría falta, quizá, una experiencia del mismo género para penetrar profundamente en el
pensamiento de san Pablo. No se podía esperar esto del piadoso Orígenes ni de los PP.
de Capadocia, quienes no habían conocido otros caminos que los de la Iglesia. La
historia de san Agustín fue muy diferente. Se convirtió lentamente; su entendimiento ya
estaba persuadido, pero su corazón permanecía aún rebelde. Fue Agustín el escogido
por Dios para hacer avanzar a la Iglesia en la inteligencia del misterio de la gracia y del
corazón humano, misterio que había sido revelado a san Pablo.

El querer el bien está en mi, pero el hacerlo no, he aquí una de las caras de la paradoja.
Mi voluntad no es verdaderamente mía más que cuando deja de ser mía, y no
simplemente en el sentido de que yo debo querer un bien más alto y más grande que mí
mismo, sino en el sentido de que otro debe hacerme querer. No hace falta solamente que
el yo deje de ser objeto del querer, es necesario que yo me resigne a la incapacidad de
ser el sujeto qué se basta a sí mismo. Y es necesario, no que me resigne, sino que me
deleite y me alegre. Dios que obra en la voluntad, Dios haciendo querer, este es el
misterio de la gracia que Agustín, después de haberlo experimentado en si mismo, debía
comunicarlo a los demás. Pero este misterio del total abandono, costoso para el orgullo,
sigue necesariamente a la fe en un Dios que es soberano Señor de las criaturas.

Este abandono basado en un perfecto amor, que encantaba a Agustín y sublevaba a


Pelagio, se encuentra, no disminuido ni debilitado, sino mucho más encantador, cuando
se ha comprendido en la escuela de Sto. Tomás, que la creatura depende del creador, no
solamente en cuanto que tiene tal cualidad accidental o tal naturaleza substancial, sino
en cuanto que es ella misma, en tanto que es persona o sujeto. Solamente aquél que se
ha sumergido en el abandono total y ha dejado obrar enteramente a Dios, tiene derecho
a hablar de amor. "Gran cosa es el amor. Si alguno ama, conoce lo que esta palabra
significa".

La gracia, fuente de fuerza y de alegría

El querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. Esta es la intuición de S. Pablo que
Agustín debía explicar a la Iglesia. Pero este querer que está al alcance del apóstol,
¿consiste en una voluntad completa, atada solamente en su manifestación por la
impotencia de realizar la obra exterior? Seguramente no; la imperfección de la acción
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

no sería, en tal caso, debida a la voluntad. Se trata de veleidades que sé bosquejan, de


complacencias que recaen sobre sí mismas, de quereres ineficaces e imperfectos en su
misma especie de volición. Es un querer que no merece el nombre de amor, porque
carece de lo que hay de triunfal y vencedor en esta palabra. Pues bien, san Agustín ha
intuido que la operación de Dios en la voluntad, la gracia de Dios que hace querer,
consiste en cambiar el amor del alma, en cambiar el supremo y decisivo placer que
recae egoísticamente en el propio yo.

Dios obra en mí mismo lo que a mí me agrada. Él hace que yo prefiera, que yo ame, que
yo me alegre. Precisamente la abundancia de la gracia consiste en lo que el Espíritu
Santo opera en mí, "el gozo y el amor de este bien supremo e inmutable que es Dios"...
"En donde está el Espíritu, el placer no consiste en pecar, y estamos en la libertad. En
donde no está el Espíritu, el placer consiste en pecar, y estamos en la esclavitud." El
efecto propio de la gracia es, en una palabra, el placer que vence.

Dos consideraciones todavía, antes de abandonar a S. Agustín: Primeramente, como ya


lo hemos observado, la doctrina de la actuación de Dios en el interior de la voluntad, es
una verdad filosófica. El dato revelado que complica el problema, es el estado de caída
en que se encuentra la humanidad, que la coloca en la incapacidad de obrar, con el
auxilio divino normal, el bien proporcionado a su naturaleza. Pelagio desconocía ambas
verdades. Agustín no las separa en sus afirmaciones. Junto a la doctrina de la eficacia de
la gracia, repite frecuentemente, variando los términos pero escogiendo siempre los más
persuasivos: Nadie tiene de sí mismo sino la mentira y el pecado.

En segundo lugar, la psicología ascética corriente se aleja extremadamente en su


lenguaje del estilo de la teología de san Agustín. Donde san Agustín dice que la gracia
de Dios hace encontrar el placer, los maestros de las almas piadosas distinguen con
cuidado entre la voluntad aislada, la única necesaria según ellos, para que una acción
sea virtuosa y meritoria, y el placer, del que desconfían constantemente. Es evidente que
por placer entienden la delectación sensible, y tienen mucha razón al impedir a las
almas el confundir el mérito y el placer, la gracia y la consolación. Sin embargo, una tal
desconfianza no se da sin un serio perjuicio para la psicología, para la exactitud y el
provecho de sus discípulos, todo lo cual lo han intuido perfectamente los mejores
ascetas y místicos.

Conclusión

Hemos presentado dos teorías de la gracia; Juan y los griegos, Pablo y Agustín. Un
católico instruido dirá que san Juan y sus discípulos consideran principalmente la gracia
como una elevación de la naturaleza creada; San Pablo y su escuela, como una curación
de la naturaleza enferma. Ahora bien, no es difícil, aislando ciertos textos, presentar
estas dos doctrinas como profundamente distintas. Se añadirá que no se trata de una
simple oposición teórica, sino que la misma historia da testimonio de ello, ya que todos
los que como Agustín y Pablo han puesto la gracia en el centro de su religión (Lutero,
Bayo, Jánsenio) han eliminado la gracia divinizante. Los católicos, por el contrario, que
se basan en la idea de la gracia sanante habrían rechazado el paulinismo, y serían de
hecho semipelagianistas.
PIERRE ROUSSELOT, S.I.

Hace falta, en primer lugar, examinar si en Juan y Pablo las dos teorías son exclusivas y
antagónicas como se ha dicho. Ahora bien, una atenta e inteligente lectura de los textos
hace ver:

1.º Que en san Juan el aspecto medicinal de la gracia constantemente se supone; que la
naturaleza deificada y elevada es, al principio, una naturaleza herida y enferma; que el
nacimiento según el Espíritu es un renacimiento.

2.º Que la teología de la gracia en san Pablo no se reduce a un solo capítulo de una sola
de sus cartas; que la fe justificante no constituye toda su religión; que tiene detrás de
ella un fondo de ideas con respecto a la gracia y a la salvación, que se resume
justamente en estas tres palabras: divinización, comunión, misterios.

3.º Que tanto en Juan como en Pablo, la doctrina implícita se armoniza muy fácilmente
con la que aparece a primera vista.

Tradujo y extractó: LUIS BACH

También podría gustarte