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INTRODUCCIÓN
Tecnología
En este tema, y sólo en él, cabría decir que el primer y el segundo miembro del título tienden
a coincidir. Y no sólo eso: en el primero se da un proceso tendencialmente imparable de
identificación de sus componentes. Por lo que hace en efecto a la tecnología, podemos pararnos
a pensar, por lo pronto, en el sufijo: “-logía”: una terminación bien familiar, empleadas para hablar
de ciencias formales, o explicativas, frente a “-grafía”, utilizada por lo común para ciencias
descriptivas. Así, aunque con cierta simplicidad (habida cuenta de la respectiva situación
disciplinar, hoy), podemos distinguir muy bien entre geología, que estudia el origen, formación y
composición de la tierra, y geografía, que describe los distintos accidentes que se dan en la
superficie de la tierra o en su atmósfera (más precisamente, en la homosfera).
El primer sufijo remite a una palabra venerable, que ya hemos estudiado en diversas ocasiones:
el lógos (para los griegos, como se sabe, el término denota, según usos y contextos: ora palabra,
ora razón). El lógos, cuyo calificativo acompaña a la raíz de términos científicos (-logía), es pues
el órgano y vehículo subjetivo del conocimiento.
En cambio, la raíz: tecno- (aunque, precisamente aquí, y por lo que veremos, resulta algo
artificioso distinguir entre raíz y sufijo) remite al griego téchne, la “técnica” o arte con el que
producir cosas (naturalmente, “artificiales”), guiando el manejo del cuerpo humano y los
instrumentos adaptados a él mediante el lógos o conocimiento, hasta el extremo de que cabría
decir que el instrumento es una extensión lógica de un órgano corporal (la mano, por ejemplo,
sujetando el arado). El desarrollo de los instrumentos hasta convertir el ensamblaje y conexión de
muchos de ellos en máquinas, ha ido acompañado de una correspondiente interconexión sensorial
y psicomotora en el hombre mecánico (propio de los siglos XVII-XIX en Europa; cf. los temas
2-4 del curso), de modo que órganos y miembros humanos, volcados a la producción o la
comunicación, empiezan a interactuar con las máquinas, hasta que la coordinación máquina-
cuerpo (en principio, una red revisable, modificable y, en el límite, auto-operable) sufre una
mutación, por así decir: ya no se trata tanto de una intervención directa de máquina y cuerpo
humano en un mundo cada vez más entretejido de cosas naturales y productos artificiales, sino de
una retícula que se va retroalimentando y puede así adelantar posibles modelos y prototipos a
priori: un dispositivo anticipatorio y cibernético de control, previsión, modulación e innovación;
y, sobre todo, de complejificación y perfeccionamiento de fenómenos “construidos” en la
interacción del laboratorio y la fábrica. En suma: integración de cuerpo, máquina y productos
dentro de un sistema de intersignificatividad. Es como si dijéramos, siguiendo a Marshall
McLuhan, que ahora la extensión técnica no corresponde simplemente a un órgano, sino a su
coordinación, es decir: al cerebro (o mejor, en caso de que todavía guardemos algún vestigio de
idealismo filosófico: al espíritu).
Un mundo unificado
Como puede colegirse por lo anterior, la cosmovisión actual ya no es sólo una visión global,
dirigida o aplicada sobre un mundo considerado, grosso modo, como la realidad externa o la
naturaleza, y más o menos interpretado y permeado por sistemas formales y ciencias
experimentales, sino que también, y por vez primera, el término puede ser entendido
literalmente como cosmo-visión, es decir: como la visión que el mundo mismo tiene de sí,
siempre que entendamos ahora por “mundo” el conjunto de conocimientos, prácticas y formas de
vida, en virtud del cual la especie humana en su integridad puede comenzar, también por
vez primera, a sentirse en un mundo unificado, en una ecúmene (que era el término griego
empleado por Roma para referirse justamente al mundo habitable o “civilizado”). Ahora, el
aforismo de Hegel, asentado en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, puede dejar de
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resultar paradójico: “Quien ve el mundo con ojos racionales, también el mundo lo ve a él
racionalmente.” Esa fusión entre mundo y razón debe entenderse, para empezar como
interconexión y compenetración del término medio o interfaz, que separa y a la vez conecta (pero
estableciendo una distancia, un respecto y un respeto) el cuerpo humano (perteneciente también,
naturalmente, al mundo) y los entes mundanos. Esa mediación, como habrá podido adivinarse, es
justamente la técnica.
Así que, matizando un tanto el optimismo -quizá excesivo- de Hegel, podemos decir que, hoy, el
lado subjetivo de la máquina es el de las fórmulas de su construcción, las instrucciones de su
manejo y los algoritmos de su programación; a través de fórmulas, instrucciones y algoritmos,
la máquina se reviste de lenguaje, hasta que éste acaba formando parte de su núcleo esencial,
como en el caso del software en los distintos aparatos multimedia que conforman nuestra vida
financiera, empresarial y cotidiana.
Mundialización
Como ya sabemos por Hegel, lo familiar y notorio (das Bekannte), precisamente por serlo, no es
conocido (erkannt). Junto con “democracia”, “globalización” es uno de esos términos omnibus
que todo el mundo utiliza, cargándolo además de una fuerte afectividad en pro o en contra.
Podemos acercarnos a su significado contraponiéndolo a “mundialización”: una palabra
(mondialisation) que los franceses continúan empleando para designar ese fenómeno, quizá por
cierta nostalgia (al igual que emplean numérique por hablar de digitalizado). Adelantemos una
posible analogía de proporcionalidad: la mundialización es la historia como la globalización a
la geopolítica. Mundus es un término con el que el estudiante se ha familiarizado a lo largo de
este curso: “limpieza, depuración, nitidez, claridad, orden”, tal como se ha ido decantando la
cultura occidental (tildada hiperbólicamente de “humana”, en general) a lo largo de la historia.
La palabra remite en este sentido, igualmente, al proceso de secularización sufrido por el
judeocristianismo, y a la metamorfosis de las viejas concepciones religiosas en el flamante
lenguaje de la teología política, como se ve claramente en la triple divisa de la revolución
francesa: “libertad, igualdad, fraternidad”. La noción de mundialización, en este sentido,
apuntaría a una pronta culminación de la historia (el “fin de la historia”, como se viene
diciendo desde la vulgarización del hegelianismo hasta Alexander Kojève y Francis Fukuyama).
La verdad, hoy, de aquello que Hegel vislumbraba al final de la Fenomenología del Espíritu como
la “historia concebida” se habría consumado hoy en virtud de la conjunción ecuménica del lógos
(culminante en la tecnología) y del ápice de la historia universal (culminante en la Nación-Mundo
del Imperio Democrático: los Estados Unidos de América, de seguir a Robert Kagan, Joseph S.
Nye, Niall Ferguson, por citar sólo esos nombres). Incluso si algunos nostálgicos pensaran aún
en la restauración de la vieja y gloriosa idea del comunismo, tendrían que confesar que el esquema
ontológico que subyace a esa idea es el mismo: el triunfo de la modernidad, expandida idealmente
a partir de un centro cultural, político y militar: de la capital al País Capital como caput mundi: la
realización del Leviatán hobbesiano a escala mundial. El paradigma teológico-político que dotaba
de afectividad a este esquema, paradigma del Progreso, era el de Deus - Spiritus. El soplo del
espíritu, que alienta y vivifica por dentro el avance de la civilización (todavía hay algún banco
que explota este sueño, al propagar como slogan: People in Progress).
Globalización
Muy distinta es la imagen que subyace a la noción de “globalización”: globus, “globo”,
remite a las prácticas de geógrafos y navegantes, sobre todo a partir de la planificación
estratégica y científica al servicio del proyecto geopolítico de los grandes imperios
comerciales modernos (Inglaterra, Holanda y, a partir de la Revolución de 1830, Francia; y luego
Estados Unidos), disolviendo así los restos de imperios neomedievales, que intentaban
anacrónicamente restaurar el ideal de la Roma ecuménica; en la Europa Continental, el Sacro
Imperio, con su centro, paradójicamente, en la “nación dividida”: Alemania; en ultramar, Portugal
y España.
Por ende, no es extraño que la primera imagen que viene en mente al respecto es la esfera armilar
o astrolabio (usada hasta comienzos del siglo XVII), sustituida luego por la más eficaz
cartografía (planimetría, proyección de Mercator, arrumbando los viejos portulanos) y la
parcelación del globo terráqueo en líneas imaginarias: paralelos por un lado, meridianos por
otro, medidos según una escala gradual de longitud y latitud, a fin de calcular el correspondiente
huso horario y de fijar las coordenadas exactas de un punto de la tierra.
La cartografía sirve así de metáfora para indicar la perfecta conversión espacial de la
rugosidad del globo (la geometría como rectificación de la geografía) en cuanto orientación y
guía de la conquista planificada de los recursos naturales por parte de las grandes potencias
europeas. La culminación de esta irradiación policéntrica puede localizarse muy bien en el
Congreso de Berlín, de 1885, con el reparto de África entre las grandes potencias: a la cabeza,
y ya es esto significativo, el Imperio Alemán, junto con Austria, Inglaterra, Bélgica -cuyo rey,
Leopoldo II, recibirá el Congo a título de obsequio personal, como si fuera su fina-, o Portugal, a
quien se imposibilita unir Angola, al oeste, con Mozambique, al este, porque el Imperio Británico
se opone, siguiendo el proyecto de Cecil Rhodes: establecer un dominio británico continuo, de
norte a sur del continente, teniendo el honor de designar con su apellido una extensa región:
Rodesia, hoy repartida entre Zambia y Zimbabue.
Ahora bien, a toda culminación sigue un descenso, salvo en este caso: al tratarse de un reparto
planimétrico, más bien se dividirá éste, a partir de la catástrofe de las dos Guerras
Mundiales y el hundimiento de los Imperios (incluso de los tardíamente establecidos, como
Alemania o la Italia fascista), en los dos focos de una elipse (seguramente Kepler se habría
mostrado complacido por esta traslación de la astronomía a la geopolítica), según los acuerdos
de la Conferencia de Yalta (febrero de 1945) entre Estados Unidos y la Unión Soviética, a la
que se invitó también al Reino Unido, pero ya claramente con un papel subordinado: comienzo
de la llamada Guerra Fría.
Ulteriormente, entre 1989 y 1991 se producirá el hundimiento del llamado socialismo real;
una rápida descomposición, debida posiblemente a la conjunción de una poderosa técnica
comunicacional, por parte de los Estados Unidos, y del deseo de los pueblos situados tras el Telón
de Acero por conseguir su libertad; plausiblemente, un anhelo éste de orientación más consumista,
propio de la cultura de la difusión masiva de los medios de comunicación y propaganda, que
genuinamente democrático.
Sea como fuere, y aunque se pueda seguir manteniendo el ejemplo de Estados Unidos como
potencia dominante (sólo que, de seguir el ejemplo de la elipse, necesitará siempre de un foco
contrario: en este caso, seguramente China), esta “nación indispensable” (según dijo Madeleine
Allbright, Secretaría de Estado USA, de 1997 a 2001) funciona ya -moviéndose más, de este
modo, al ideal kantiano de La paz perpetua- como el gran Atractor real (“América es el país del
futuro”, predijo Hegel) y a la vez Difusor virtual, gracias al cual la american way of life se alía
con el soft power, el “poder blando” de la cultura. Si queremos, ahora el paradigma teológico-
político es más bien el del dios aristotélico: todas las cosas y todos los seres han de tender hacia
América, mientras ésta se despreocupa del resto del mundo, salvo que exista alguna amenaza para
sus zonas de influencia. E incluso aquí, tras el fracaso de la guerra del Vietnam y, luego, de la
invasión en Irak, América no está ya interesada, por la presión interna de sus ciudadanos, a repetir
escenas como Iwo Jima o el Desembarco de Normandía.
De ahí la extraordinaria paradoja del ensimismamiento del gran Atractor (cantando al unísono la
canción de Irving Berlin: God bless America) y de la difusión ubicua y omnímoda de su industria
cultural: es el otro significado -esta vez, hebreo- de “espíritu”: el espíritu sopla donde quiere, pero
lo hace obviamente desde un lugar concreto. Como decía Aristóteles de su dios: kínei hôs
erómenon, “mueve por atracción erótica”. El resultado parece ser una suerte de estancamiento
de la civilización en Estados Unidos como un centro clauso, con ciertas zonas de influencia bien
determinadas, frente al competidor asiático (la Unión Europea no ha cumplido las esperanzas
con que se fundó, allá en 1950, y no parece estar a la altura de China y los “jóvenes tigres” del
Sudeste asiático, incluyendo en el norte a Corea… del Sur). Fuera del sistema bipolar queda
un flexible eje del mal (antes, Corea del Norte; luego Irak, después Irán, ulteriormente la
infección vírica de Al Qaeda, y por fin el llamado Estado Islámico, que recoge la frustración de
siglo y medio de dominación europea, de la imposición de un estado como Israel en lo que el
Islam juzga como su segundo corazón, estando el primero en La Meca).
En esta situación mundial, una sofisticada tecnología (especialmente en el ámbito
comunicacional y de la llamada “industria cultural”), plasmada en la expansión comercial y
financiera de los Mercados en la Globalización (donde la economía especulativa sustituye con
ventaja a la productiva), entra en colisión y se ve cuestionada en su ansia de control
cartográfico del mundo por Estados Unidos por fuerzas que se niegan a jugar el esquema
dominante: hasta hace poco la mundialización, y ahora la globalización: una fuerzas tan difusas
como su propia denominación: el terrorismo internacional.
Globalización en retales
Filosóficamente hablando (por decirlo con John Stuart Mill) podíamos ver en esta situación
bicéfala (que algún psicoanalista o teórico de la cultura, como Fredric Jameson, tacharía de
“esquizofrénica”) una doble y extremosa tendencia; por un lado, la instauración de un sujeto
fuerte, monoteísta e identitario, a imagen del Dios judeocristiano: una demoteocracia, que
sustituiría con ventaja a la ontoteología (con la que lidiaron Kant y Heidegger). A veces cabría
pensar en un neofichteanismo, en el que el Yo Absoluto necesita para sobrevivir y para
reconocerse a sí mismo “inventar” constantes instancias de “No-Yo”, a fin de proponer una
sencilla pero contundente lógica binaria: o englobación o aniquilación (pues quien atacaba a
los Estados Unidos, “nos irá pronto a nosotros”, como dijo George Bush Jr., anunciando
represalias por la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001). Pero como se
necesita de aquello que va a ser destruido (recuérdese la lucha hegeliana del señor y el siervo),
esta perspectiva de dominación absoluta, infinita (así se llamó la operación de represalia: “Justicia
Infinita”) va alternando enemigos, en un sistema reiterado del doble juego silogístico: tollendo
ponens (“suprimiendo, asientas”) y de ponendo tollens (“asentando, suprimes”). De ahí la idea
ideológica (valga la redundencia) de Samuel Huntington que, creyendo ya resuelto el conflicto
árabe, acude luego presuroso a atajar la propagación del hispanismo latino: un ejemplo de
interiorización doméstica del “conflicto de civilizaciones”. El resultado es el de una
globalización en retales (como si, electrónicamente hablando, la world wide web se enfrentara a
sobresaltos varios de patchwork), en generación recíproca, y siempre renovada (¿también aquí
sirve el lema heraclíteo: cambiando descansa?) de espacios de resistencia, contrarrestados por
redes de influencia.
Consecuencias de la globalización
La consecuencia de todo esto para esa indeterminación política que suele ser denominada como
“gente” es, de un lado, la difusión a escala planetaria de la ideología blanda denominada
neohumanismo (y que algunos voceros quisieran convertir en pensamiento único); del otro, por
decirlo con Lucy Lippard: el encanto de lo local, la proliferación de lo “propio”, comunitario
e identitario, de lo tradicional en suma (pero metamorfoseado y vehiculado a través de Internet,
videojuegos, la utilización del móvil para el gossip o “chismorreo”, etc.).
Naturalmente, la globalización tecnológica (o la tecnología global, que tanto da) presenta
innegables ventajas: la circulación ilimitada (en fin, cada vez más restringida, en nombre de la
seguridad) de hombres, bienes e información, y sobre todo de capitales (también escamoteada,
en parte, por los llamados “paraísos fiscales”); el acceso a aparatos multimedia cada vez más
sofisticados (iPad4, Smartphone, etc.), gracias al auge de la nanotecnología. No tan ventajosa
les parece a algunos la posible futura modelación ad libitum del hombre (gracias a la
manipulación del genoma), la presencia ya entre nosotros de ciborgs u “organismos cibernéticos”
(habría que añadir a la definición hodierna de hombre como homo ciberneticus la de homo
prothesicus), así como la predeterminación y diversificación psicotrópica del carácter y el
temperamento mediante nuevos fármacos. En el horizonte se dibuja el triunfo de la
enfermedad, del sufrimiento psíquico (por drogas o estimulación por chips cerebrales) y de la
muerte “natural”, en virtud de la revolución tecnoglobal, mientras fuera crecen la miseria de
las poblaciones no integradas, el sufrimiento debido a la crueldad y la abyección, y la
proliferación del Señor Absoluto: la muerte violenta. Decididamente, no parece que el remedio
hobbesiano del Leviathan haya sido al final eficaz: al menos, no para quienes no están
constituidos en Commonwealth: para éstos bien podría ser verdad que “el hombre es un dios para
el hombre” (homo homini dei); para todos los demás, parece difícil negar que “el hombre es
un lobo para el hombre” (homo homini lupus).
COSMOVISIÓN: TRES HORIZONTES PARA UN SOLO MUNDO
Una conferencia de Heidegger sobre las cosmovisiones: "La época de la
imagen del mundo"
Enfocando ya el principio del fin de este curso, a los investigadores y docentes que hemos
participado en él nos asalta una inquietud (en realidad, nos asaltan muchas más, pero ésta parece
ser la más desazonadora).
Y es que, justamente un año antes de la explosión de la Segunda Guerra Mundial, y en la
Alemania del Tercer Reich, un profesor altamente controvertido, entonces y después (aunque por
motivos ideológicos muy diferentes): Martin Heidegger, pronunció en su alma mater: la
Universidad de Friburgo de Brisgovia, una conferencia que sólo sería publicada cinco años
después del final de la guerra, dentro de un volumen de título ambiguo y seductor: Holzwege
(puede verterse, y así se ha hecho, con una inocua y poco comprometedora expresión: Caminos
de bosque, o bien, con mayor audacia, como Sendas perdidas o, en francés: Caminos que no
llevan a ninguna parte; en cualquier caso, Holzwege denota los senderos abiertos por los
campesinos que se adentran en el bosque para recoger leña y llevarla a sus hogares, haciendo que
dé allí, arrancada de su lugar natural, luz y calor). La conferencia sirvió para que su autor, que
se había retirado del Rectorado de la Universidad cinco años atrás, fuera tildado de
“degenerado”, “filosemita”, “nihilista” y varias cosas más.
Una de las posibles razones para agredir de este modo a un colega que, en todo caso, seguía
teniendo el carnet del Partido, se debió seguramente a que el nacionalsocialismo presumía de
haber instaurado una inédita Weltanschauung o “cosmovisión” (en realidad una confusa
amalgama de mitologías mal digeridas, y encima encontradas, como la supuestamente ario-
escandinava y la de una Grecia arcaizante y un tanto de cartón piedra, como los decorados de la
industria cinematográfica oficial: la UFA; mitos que además, adobaban, si es que no ocultaban,
una realidad bien moderna, que en sus lecciones de 1935, sobre la Introducción en la metafísica,
había creído hallar Heidegger como “verdad y grandeza del Movimiento: la conjunción de la
técnica planetaria y el sujeto moderno”).
Y así como Lenin, años atrás, había definido el comunismo (o la vía hacia él) como “la
electricidad más los soviets”, Heidegger habría entendido la cosmovisión dominante (y no sólo
en la Alemania nazi, sino también en la Unión Soviética y, sobre todo, en el gigantismo
norteamericano) como el “dispositivo” o Gestell manifiesto en autopistas, coche personal
utilitario (Ford, Lada o Volkswagen), cinematógrafo y exaltación (ilusoria) del sujeto: el
individuo John Doe (“Juan Nadie”, en la versión de Capra de 1941), cualquiera de los marineros
de “El acorazado Potemkin” (Eisenstein, 1926), o Freder, el hijo del magnate de “Metrópolis”
(Fritz Lang, 1925).
El nombre ominoso que Heidegger atribuyó a esa cosmovisión a escala planetaria fue: “La
época de la imagen del mundo” (Die Zeit des Weltbildes).
La postmodernidad
Recordemos brevemente los rasgos de esa cosmovisión tan lúdica, multicolor… y
esquizofrénica, según Fredric Jameson:
1) desconfianza a todo metarrelato (o sea, a toda narración-modelo, justificativa del orden
existente, o de los ideales para derribarlo);
2) debilitamiento de todo sujeto (humano o social) y fundamento (religioso o cultural); 3)
proliferación de diferendos;
4) caída de la representacionalidad (o como se decía pomposamente: del imperio del
significado); y, con ella, caída de la distinción tajante entre realidad y ficción, entre original y
copia (breve victoria de Nietzsche, según el punto 6 del “manifiesto”: De cómo el “mundo
verdadero” acabó convirtiéndose en fábula (estudiado en el cuarto tema):
5) construcción social de la realidad;
6) estetización de todas las formas de la vida social y del entorno (cada vez menos) “natural”,
por medio del design, y de la promiscuidad de las distintas manifestaciones artísticas (adiós al
“Sistema de las artes”);
7) lógica del espectáculo, y en proporción inversa: mercantilización de la vida social, con la
difuminación de fronteras entre trabajo y ocio.
En resumen: estancamiento del tiempo (y paradójico “fin de los tiempos” por la diseminación
de historias teleológicamente incompatibles, pero susceptibles de ser simbólicamente
ensambladas de múltiples formas).
¿Es ésta nuestra época? Evidentemente, y a pesar de la aceleración de los tiempos, aquí está de
más toda demarcación neta, incluso con respecto a la era cibernética, que parece volver ahora, a
través de una guerra aún más fría y sutil: la guerra económica, mediante la electrónica y sus
hackers. Y por otra parte, es necesario tener siempre a la vista el caveat formulado por el
sociólogo Pierre Bourdieu (y recogido por Libération en su edición de 13 de octubre de 1999,
accesible en la red): “No pienso caer en el ridículo de describir el estado del mundo” (Je ne vais
pas me donner le ridicule de décrire l’état du monde).
Sin embargo, aquí no se trata de describir (y menos de fundamentar, como hizo Heidegger en
y con su época) el estado del mundo, sino meramente la visión que del mundo puede ofrecer
actualmente la filosofía a partir de las manifestaciones tecnocientíficas de nuestro tiempo.
Y es que debemos repetir aquí, remedando a Kant, que no es lo mismo -seguramente por fortuna-
que el mundo sea considerado por los detentadores del poder y sus servidores tecnócratas como
tecnológicamente globalizado, y que ello sea sin más aceptado, sentido e interiorizado por los
hombres, y hasta por la naturaleza toda: baste recordar el conflicto ecológico actual, que está
desembocando en un dramático cambio climático).
La fenomenología trascendental
Husserl diferencia dos tipos de actitudes posibles, a saber: (a) la actitud natural -aquella que
tenemos naturalmente ante el mundo cotidiano- y (b) la fenomenológica -la que resulta del
método fenomenológico, es decir, la que se inicia con la epojé-. La epojé permite un “echarse
para atrás” ante las cosas, para mirarlas de otro modo, con más distancia. Y esto sucede porque
la epojé, por una parte, excluye todos los juicios fundados en la experiencia natural, mientras
que, simultáneamente, libera a la mirada para que pueda captar las cosas tal como son en sí
mismas. No se trata de rechazar o negar la experiencia tal como es dada sino de suspender la
efectividad de las inclinaciones naturales, de tal manera que, dejándolas intactas, queden entre
paréntesis. Como dice el propio Husserl en sus Meditaciones:
“la epojé es un universal poner fuera de validez (“inhibir”, “poner fuera de juego”) todas las tomas
de posición con respecto al mundo objetivo ya dado, y ante todo las tomas de posición respecto
del ser” abstención que, además, no deja un vacío sino que permite ver, captar, al que medita, “su
propia vida pura con todas sus vivencias puras y la totalidad de sus menciones puras, el universo
de los fenómenos en el sentido de la fenomenología”.
La fenomenología pura, ciencia primaria, no supone ni presupone nada y sólo así es posible que
aspire a ser una ciencia de principios y realice el ideal de la autonomía del pensamiento filosófico
como último fundamento del conocimiento y de la realidad. Por ello:
“si yo me pongo a mí mismo por encima de toda esta vida [vida cotidiana, natural] y me abstengo
de llevar a cabo cualquier creencia de ser que tome al mundo directamente como algo existente,
si dirijo exclusivamente mi mirada a esta vida misma, en cuanto conciencia del mundo, entonces
me gano a mí mismo como ego puro con la corriente pura de mis cogitaciones”
Este ego puro es el ego trascendental husserliano pero su trascendentabilidad no debe ser
entendida, kantianamente, como opuesto a empírico, es decir, no es trascendental en el sentido de
que contenga la condición última de la posibilidad de la experiencia, sino que se opone al yo real
(natural) objetivado, siendo entonces, el ego, el último y concreto lugar de todo darse, de toda
mostración y legitimación.
La intencionalidad de la conciencia
En el desarrollo de la fenomenología trascendental es de fundamental importancia la
consideración que Husserl, a través de sus estudios de la psicología de Brentano, tiene sobre la
conciencia (y la relación de ésta con el mundo circundante). Brentano, contemporáneo de Husserl,
defendía la idea de la “intencionalidad” de la conciencia, esto es, la conciencia siempre es
conciencia-de-algo. La conciencia humana es intencional porque produce actos cuya
característica es el no quedarse en sí mismos sino ir más allá. Para Husserl la intencionalidad es
un movimiento, una relación dinámica entre el objeto intencional (lo conocido por el sujeto, el
cogitatum o noema) y el acto intencional (el acto mismo de conocer, el cogito o noesis). A raíz
de la idea de intencionalidad, el ego trascendental debe ser ampliado con otro miembro, el
cogitatum ya que:
“todo cogito, o como también decimos, toda vivencia de la conciencia mienta algo y lleva en sí
mismo su respectivo cogitatum” (Meditaciones cartesianas)
La concomitancia entre el ego y sus diferentes cogitaciones establece un esquema relacional en
el cual se da un movimiento bidireccional que los plenifica de sentido, es decir, cogito y cogitatum
se relacionan -intencionalmente- para llegar a ser lo que son. Por la intencionalidad se puede
hablar de una bipolaridad de la conciencia (conciencia-de) en tanto consta de un polo noético o
cogito y un polo noemático o de la corriente de las vivencias de la conciencia, lo pensado, el
cogitatum. Esta bidireccionalidad sería tal en función de la trayectoria noemática, constituida por
las
“descripciones del objeto intencional como tal en vista de las determinaciones que le son
atribuidas en los correspondientes modos de la conciencia, y la orientación noética, que atañe a
los modos del cogito mismo, los modos de la conciencia, por ejemplo, lo de la percepción, el
recuerdo, la retención, con las diferencias modales que le son inherentes, como la claridad y
distinción (Meditaciones cartesianas).
Las diferentes cogitaciones se relacionan entre sí, unificándose, mediante la síntesis, que es, según
dice Husserl: “el modo de enlace que unifica conciencia con conciencia”. La síntesis unifica
aquellas vivencias que aparecen separadas en su temporalidad objetiva, esto es, aquel tiempo en
el que aparecen los objetos idénticos como continuamente cambiantes, la temporalidad de la
actitud natural. Pero también la síntesis unifica aquellos modos de conciencia separados y muy
heterogéneos permitiendo la afirmación subjetiva de la identidad de tales modos. Más aún,
también hay síntesis cuando no se presenta la identidad sino la pluralidad, la multiplicidad e
incluso la contradicción o la incompatibilidad. Hasta aquí no cabe duda de que la síntesis unifica
las vivencias particulares, pero no se trata de que dichos enlaces se realicen ocasionalmente entre
algunas de ellas sino que por el contrario, la vida entera de la conciencia está unificada
sintéticamente. Este último nexo se da gracias a la conciencia del tiempo inmanente que
determina el fluir mismo de la conciencia en su intencionalidad en tanto es: “la forma fundamental
de esa síntesis universal y posibilita todas las demás síntesis de la conciencia”. Así, se explica que
las vivencias del ego aparezcan ordenadas temporalmente ya que el correlato de esa conciencia
del tiempo inmanente es la temporalidad inmanente misma.
La toma de conciencia: el mundo de la vida (que había sido olvidado en pos del
pensamiento científico)
Sabiendo que en la antigüedad las ciencias no habían renunciado a las preguntas humanas
específicas, es decir, que ciencia y filosofía trabajan unidas bajo esa actitud teorética, Husserl se
concentra en analizar cómo en el Renacimiento hubo un primer intento de recuperación ante
la oscuridad de la existencia medieval. La filosofía renacentista toma conciencia de que
recuperando el carácter de la existencia “filosófica” se alcanzaría la libertad de una vida guiada
por la razón. De este modo, se puso en valor el ideal antiguo con vistas a restablecer a la filosofía
a partir de la investigación y la crítica para conseguir que ésta volviera a ser la ciencia
omniabarcadora, o ciencia de la totalidad de lo que es, que había sido en su origen. Así, dice
Husserl que:
Para el “platonismo” renovado se trata de que no sólo vale configurarse de nuevo a sí mismo
éticamente sino, a partir de la razón libre, de las intelecciones de una filosofía universal, de
[configurar] nuevamente la totalidad del mundo circundante humano, la existencia política, la
existencia social de la humanidad”. (P52)
Si esto fue así, ¿qué fue lo que falló? ¿Por qué la filosofía no consiguió restablecerse? Como
señalamos anteriormente, el paradigma científico basado en un concepto positivista arrastró
cualquier pretensión de reconstrucción filosófica imposibilitando con ello la ocasión de todo
conocimiento verdadero y racional. Vimos que la clave de este fracaso se basaba el olvido de lo
más cercano al propio hombre: su mundo, el mundo en el que éste desarrolla cotidianamente su
vida. Pero, ¿qué es ese mundo de la vida? Sabemos ya que para conocerlo es necesario partir
desde una filosofía nueva que deje atrás los errores cometidos hasta ahora, y ésta no será otra que
la fenomenología trascendental que estudiamos en la sesión anterior. Husserl, a pesar de haber
abandonado el camino cartesiano, continuará sus investigaciones aplicando el método
fenomenológico, y gracias a él, alcanzara la concepción de aquello que quedaba oculto en la
filosofía de Descartes y que había sido obviado y olvidado por las filosofías anteriores, a saber,
la necesidad de la existencia del mundo como correlato de la conciencia.
Recordemos que para Husserl existen dos actitudes posibles: la actitud natural, aquella intuitiva
y previa a la aplicación del método fenomenológico, y la actitud fenomenológica, aquella otra a
la que se llega después de haber llevado a cabo la epojé y gracias a la cual podemos ponernos en
el umbral del conocimiento filosófico y alcanzar el acto puro o trascendental, el puro referirse del
ser. Volvamos por un momento a realizar el movimiento que vimos en el camino cartesiano de la
sesión anterior: si yo practico la epojé y pongo entre paréntesis todo hecho suspendiendo así mi
juicio sobre el ser de las cosas, lo único que parece quedar es, cartesianamente hablando, mi
conciencia. Ahora bien, el punto de la fenomenología trascendental se halla en la consideración
de la intencionalidad de la conciencia, intencionalidad que implica que la conciencia es siempre
uno de los dos polos (noesis - cogito) en una relación bipolar. Así pues, la conciencia es siempre
conciencia de algo (noema - cogitatum), pero, ¿de qué? Yendo al límite de toda reducción
fenomenológica, lo que nos queda, según Husserl, como el a priori de correlación universal es
precisamente esto: la conciencia es conciencia por el mundo que concibe y el mundo es mundo
por la conciencia que lo concibe a él. Y este mundo, fenomenológicamente conocido, es el que
Husserl llama mundo de la vida.
Debemos tener en cuenta que el mundo científico objetivo construido por las idealizaciones que
señalamos antes, consiguió suplantar al mundo intuitivo e inmediato debido a que éste se nos hace
presente sólo temáticamente. El horizonte que aparece en toda experiencia es sólo un referente
parcial, un “aspecto” o “lado” que remite a otro mayor, “íntegro” abierto e infinito. Todos los
horizontes parciales de los diversos objetos se implican a su vez unos con otros, es decir, se co-
presentan como una suma de singularidades que van más allá del instante propio de cada
percepción. Así es que podemos hablar, por ejemplo, de nuestra vida pasada y nuestra vida futura,
y hacerlo en relación con nuestro presente, como partes integrantes, todas ellas, de nuestra vida
en general. Sin embargo, el horizonte total de “mundo”, el mundo de la vida husserlianamente
hablando, se da antes que cada uno de los horizontes parciales: es, de hecho, la condición de
posibilidad de los mismos en cuanto fundamenta su sentido. Pero para alcanzar este
conocimiento es necesario pensarlo fenomenológicamente, y sólo así advertimos que el mundo
es una certeza que precede a toda actividad cognoscitiva, o dicho de otro modo, el mundo de
la vida es primario y previo a todo otro en cuanto es el ámbito de las evidencias originarias.
Todas las experiencias de la actitud natural se dan presuponiendo ya este mundo como suelo sobre
el que vivimos, y sólo por medio de una segunda actitud, la fenomenológica, podemos
desvelar su inicial anonimato y descubrirlo como ya dado, tomando conciencia de que ha
estado siempre actuando como nuestro horizonte último. Adoptando, pues, la actitud
trascendental (mediante la epojé de la actitud natural) tomamos conciencia del hecho fundamental
al que arriba Husserl: la mutua presencia de mundo y subjetividad.
A partir de aquí la cuestión que se planteará es la de la posibilidad de una ciencia de este nuevo
mundo fenomenológicamente alcanzado. Como es obvio, Husserl no va a pretender establecer
una ciencia en el sentido lógico-matemático que ha denunciado como causa de la crisis final, sino
encontrar el modo cómo, a partir de este nuevo comienzo, se debe proseguir evitando las trampas
anteriormente desveladas. Sin llegar a definirlo, dado que su trabajo se vería interrumpido por su
fallecimiento, Husserl sí abrirá nuevas líneas de pensamiento a través de las voces de
discípulos suyo tales como Merleau Ponty, Sartre o Heidegger. Nos ocuparemos de Heidegger
en la próxima sesión. Por el momento, lo que debemos retener, es que la crisis propia de esta
cosmovisión, tal como nos lo ha mostrado Husserl, no es más que la pérdida de sentido del
propio mundo, esto es, el enmascaramiento del mundo de la vida como punto de partida del
proceso de idealización llevado a cabo por las ciencias y la filosofía. Así, podemos acabar
escuchando las palabras con las que, el propio autor, termina su conferencia sobre la “La filosofía
en la crisis de la humanidad europea”. El autor nos dice así:
“La crisis de la existencia europea sólo tiene dos salidas: la decadencia de Europa en la alienación
respecto de su propio sentido racional de la vida, la caída en el odio espiritual y en la barbarie, o
el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que
supere definitivamente el naturalismo. El mayor peligro de Europa es el cansancio. Luchemos
contra este peligro de los peligros como “buenos europeos” con esa valentía que ni siquiera se
arredra ante una lucha infinita; resurgirá entonces de la brasa destructora de la incredulidad, del
fuego lento de la desesperación sobre la misión de Occidente respecto de la humanidad, de las
cenizas del gran cansancio, el Fénix de una nueva vida interior y de una espiritualización nueva,
garantía primera de un futuro grande y remoto para la humanidad: porque sólo el espíritu es
inmortal.
Arte vs utilidad
Habiendo contestado ya a las preguntas centrales sobre la esencia y el origen de la obra de arte,
conviene, siguiendo a Heidegger, detenernos ahora en aclarar en qué consiste el crear artístico
frente al mero “producir” utensilios. Esta diferenciación nos dará las claves sobre la comprensión
heideggeriana del arte moderno entendido como vivencia, mientras que, simultáneamente, nos
pondrá en la línea de la temática que estudiaremos en la próxima lección.
En un primer momento, podría parecer que la actividad de un artesano que produce un utensilio
y un artista que crea una obra fueran similares, pues ambos deben poseer cierta habilidad manual
para componer sus objetos. Sin embargo, el crear del artista, como hemos visto, saca a lo ente del
estado oculto y lo expone a la luz en el desocultamiento; es decir, es un producir que deja que
algo emerja y se establezca en el espacio de lo descubierto. La fabricación de utensilios, en
cambio, no es nunca realización del acontecimiento de la verdad. Los utensilios se conforman
para ser usados y sólo adquieren su ser en el hecho de ser utilizados en la actividad para la que
han sido preconcebidos. El ser del utensilio consiste en pasar desapercibido y de ahí la fiabilidad
que hemos visto que los caracteriza. La obra de arte es, por ende, un acontecimiento en sí
mismo, un acontecimiento de ser. Importa porque es la que es, porque está aquí, porque es y no
puede venderse o fotografiarse o copiarse hasta la saciedad; o dicho de otro modo: porque se
sustrae de toda reproductibilidad técnica. En la modernidad, la época de la primacía de lo ente
y del olvido del ser, las artes, convertidas en instrumento, comienzan un camino de producción
consciente de tal modo que la cultura se transforma en el saber técnico práctico que, como
hemos visto, consuma la metafísica occidental. Para Heidegger, cuanto más solitaria se mantiene
la obra dentro de sí, es decir, cuanto menos útil es, mayor es la apertura que ofrece. La prevalencia
de lo ente llega, en este sentido, hasta la relación que mantiene el hombre moderno con el arte, de
tal modo que éste, como ya denunciara Hegel, “ya no es el modo supremo en que la verdad se
procura una existencia”. (P59) Las obras de arte, entendidas como meras vivencias, muestran el
olvido la esencia de su verdad, de lo originario a lo que ellas remiten. Y es que, todo arte es, para
Heidegger, poetizar. No en el sentido de creación estética con palabras sino poesía entendida
como poiesis, esto es, creación en sentido extenso. En cierto modo, la obra de arte y la verdad
que ella conlleva, acontecen desde la nada. Esta afirmación, que puede parecer paradójica, nos la
explica Heidegger así:
“El arte es el cuidado creador de la verdad en la obra. Por lo tanto, el arte es un llegar a ser y
acontecer de la verdad. ¿Quiere decir esto que la verdad surge de la nada? Efectivamente, si
entendemos por nada la mera nada de lo ente y si nos representamos a ese ente como aquello
presente corrientemente y que debido a la instancia de la obra aparece y se desmorona como ese
ente que sólo pretendidamente es verdadero. La verdad nunca puede leerse a partir de lo presente
y habitual. Por el contrario, la apertura de lo abierto y el claro de lo ente sólo ocurre cuando se
proyecta esa apertura que tiene lugar en la caída”. (P52)
El arte es, por tanto, fundación de la verdad, y como tal, remite al origen en cuanto acontecer
originario de la misma. O dicho de otro modo: siempre que acontece el arte, hay un inicio, y
por ello, al preguntar por la esencia del arte se abre la posibilidad de preguntar por el
origen. Es, precisamente, esta pregunta la que ha olvidado el hombre moderno al entender al arte
desde lo ente como vivencia e historia y convertirla, así, en expresión de su vida en cuanto
hombre. Olvido, en definitiva, de que la reflexión acerca de la verdad del arte conduce a la verdad
de la pregunta por el ser; olvido que, como hemos visto, caracteriza “la época de la imagen del
mundo”.