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Tecnología: la globalización

INTRODUCCIÓN
Tecnología
En este tema, y sólo en él, cabría decir que el primer y el segundo miembro del título tienden
a coincidir. Y no sólo eso: en el primero se da un proceso tendencialmente imparable de
identificación de sus componentes. Por lo que hace en efecto a la tecnología, podemos pararnos
a pensar, por lo pronto, en el sufijo: “-logía”: una terminación bien familiar, empleadas para hablar
de ciencias formales, o explicativas, frente a “-grafía”, utilizada por lo común para ciencias
descriptivas. Así, aunque con cierta simplicidad (habida cuenta de la respectiva situación
disciplinar, hoy), podemos distinguir muy bien entre geología, que estudia el origen, formación y
composición de la tierra, y geografía, que describe los distintos accidentes que se dan en la
superficie de la tierra o en su atmósfera (más precisamente, en la homosfera).
El primer sufijo remite a una palabra venerable, que ya hemos estudiado en diversas ocasiones:
el lógos (para los griegos, como se sabe, el término denota, según usos y contextos: ora palabra,
ora razón). El lógos, cuyo calificativo acompaña a la raíz de términos científicos (-logía), es pues
el órgano y vehículo subjetivo del conocimiento.
En cambio, la raíz: tecno- (aunque, precisamente aquí, y por lo que veremos, resulta algo
artificioso distinguir entre raíz y sufijo) remite al griego téchne, la “técnica” o arte con el que
producir cosas (naturalmente, “artificiales”), guiando el manejo del cuerpo humano y los
instrumentos adaptados a él mediante el lógos o conocimiento, hasta el extremo de que cabría
decir que el instrumento es una extensión lógica de un órgano corporal (la mano, por ejemplo,
sujetando el arado). El desarrollo de los instrumentos hasta convertir el ensamblaje y conexión de
muchos de ellos en máquinas, ha ido acompañado de una correspondiente interconexión sensorial
y psicomotora en el hombre mecánico (propio de los siglos XVII-XIX en Europa; cf. los temas
2-4 del curso), de modo que órganos y miembros humanos, volcados a la producción o la
comunicación, empiezan a interactuar con las máquinas, hasta que la coordinación máquina-
cuerpo (en principio, una red revisable, modificable y, en el límite, auto-operable) sufre una
mutación, por así decir: ya no se trata tanto de una intervención directa de máquina y cuerpo
humano en un mundo cada vez más entretejido de cosas naturales y productos artificiales, sino de
una retícula que se va retroalimentando y puede así adelantar posibles modelos y prototipos a
priori: un dispositivo anticipatorio y cibernético de control, previsión, modulación e innovación;
y, sobre todo, de complejificación y perfeccionamiento de fenómenos “construidos” en la
interacción del laboratorio y la fábrica. En suma: integración de cuerpo, máquina y productos
dentro de un sistema de intersignificatividad. Es como si dijéramos, siguiendo a Marshall
McLuhan, que ahora la extensión técnica no corresponde simplemente a un órgano, sino a su
coordinación, es decir: al cerebro (o mejor, en caso de que todavía guardemos algún vestigio de
idealismo filosófico: al espíritu).

Un mundo unificado
Como puede colegirse por lo anterior, la cosmovisión actual ya no es sólo una visión global,
dirigida o aplicada sobre un mundo considerado, grosso modo, como la realidad externa o la
naturaleza, y más o menos interpretado y permeado por sistemas formales y ciencias
experimentales, sino que también, y por vez primera, el término puede ser entendido
literalmente como cosmo-visión, es decir: como la visión que el mundo mismo tiene de sí,
siempre que entendamos ahora por “mundo” el conjunto de conocimientos, prácticas y formas de
vida, en virtud del cual la especie humana en su integridad puede comenzar, también por
vez primera, a sentirse en un mundo unificado, en una ecúmene (que era el término griego
empleado por Roma para referirse justamente al mundo habitable o “civilizado”). Ahora, el
aforismo de Hegel, asentado en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, puede dejar de

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resultar paradójico: “Quien ve el mundo con ojos racionales, también el mundo lo ve a él
racionalmente.” Esa fusión entre mundo y razón debe entenderse, para empezar como
interconexión y compenetración del término medio o interfaz, que separa y a la vez conecta (pero
estableciendo una distancia, un respecto y un respeto) el cuerpo humano (perteneciente también,
naturalmente, al mundo) y los entes mundanos. Esa mediación, como habrá podido adivinarse, es
justamente la técnica.
Así que, matizando un tanto el optimismo -quizá excesivo- de Hegel, podemos decir que, hoy, el
lado subjetivo de la máquina es el de las fórmulas de su construcción, las instrucciones de su
manejo y los algoritmos de su programación; a través de fórmulas, instrucciones y algoritmos,
la máquina se reviste de lenguaje, hasta que éste acaba formando parte de su núcleo esencial,
como en el caso del software en los distintos aparatos multimedia que conforman nuestra vida
financiera, empresarial y cotidiana.

La era logotécnica. La persistencia del idealismo filosófico


Ahora bien, es obvio que ese lado subjetivo: el lenguaje en sus diversas manifestaciones y
aplicaciones, es también el lado objetivo del lógos, en cuanto razón o pensamiento. Así pues, es
en el lenguaje donde se conjugan y se convierten recíprocamente máquina y mente: téchne y
lógos. Por consiguiente, la era en que el lenguaje sirve de mediación y relación entre una
“naturaleza” tecnificada y ahora interconectada electrónicamente, por un lado, y una “razón” que
existe plasmada y objetivada en lenguajes altamente sofisticados (desde la poesía y la filosofía a
los lenguajes-máquina); esta era -digo- es la era tecnológica por excelencia, podría decirse, por
cierto, también al revés: la era logotécnica, pero la primacía de lo lógico sobre lo meramente
técnico o maquínico muestra precisamente, y hoy más que nunca, la persistencia del
idealismo filosófico en el sentido y función últimos de la tecnología. O si se quiere: la era de la
absolutización de la técnica como lenguaje de producción-comunicación es la era de la
plasmación tendencialmente absoluta de la razón en el mundo, o de la razón-como-mundo.
Y al contrario de la cosmovisión dominante en la Antigüedad, según la cual la Idea se hace
fenómeno y el Verbo se hace carne, ahora bien puede decirse que los fenómenos son cada vez
más inseparables de sus formulaciones e interpretaciones (dicho sea esto en honor,
respectivamente, de Leibniz y de Nietzsche), o sea de su idealidad (en homenaje, ahora, a Hegel);
y que, además, y esto es seguramente lo más relevante y novedoso, es la Carne la que se hace
verbo, lenguaje, a través de configuraciones y simulacros que, en casos extremos, parece como si
estuvieran a punto de suplantar como realidad virtual, eso que antes se llamaba realidad externa.
Una realidad “nueva”, ésta, aglutinante y sobredeterminante (como la libertad kantiana, que se
entrometía en el orden y sucesión de los fenómenos). La realidad del mundo comunicado a través
de innumerables redes: de producción, de comunicación, sociales. Nuestro mundo.
El calificativo desde luego conveniente a este mundo (aunque mejor sería decir simplemente:
al mundo, ya que por vez primera en la historia de la humanidad existe algo así como una
organización total, en camino a la total conexión de hombres, culturas y máquinas) es la
globalización.

Mundialización
Como ya sabemos por Hegel, lo familiar y notorio (das Bekannte), precisamente por serlo, no es
conocido (erkannt). Junto con “democracia”, “globalización” es uno de esos términos omnibus
que todo el mundo utiliza, cargándolo además de una fuerte afectividad en pro o en contra.
Podemos acercarnos a su significado contraponiéndolo a “mundialización”: una palabra
(mondialisation) que los franceses continúan empleando para designar ese fenómeno, quizá por
cierta nostalgia (al igual que emplean numérique por hablar de digitalizado). Adelantemos una
posible analogía de proporcionalidad: la mundialización es la historia como la globalización a
la geopolítica. Mundus es un término con el que el estudiante se ha familiarizado a lo largo de
este curso: “limpieza, depuración, nitidez, claridad, orden”, tal como se ha ido decantando la
cultura occidental (tildada hiperbólicamente de “humana”, en general) a lo largo de la historia.
La palabra remite en este sentido, igualmente, al proceso de secularización sufrido por el
judeocristianismo, y a la metamorfosis de las viejas concepciones religiosas en el flamante
lenguaje de la teología política, como se ve claramente en la triple divisa de la revolución
francesa: “libertad, igualdad, fraternidad”. La noción de mundialización, en este sentido,
apuntaría a una pronta culminación de la historia (el “fin de la historia”, como se viene
diciendo desde la vulgarización del hegelianismo hasta Alexander Kojève y Francis Fukuyama).
La verdad, hoy, de aquello que Hegel vislumbraba al final de la Fenomenología del Espíritu como
la “historia concebida” se habría consumado hoy en virtud de la conjunción ecuménica del lógos
(culminante en la tecnología) y del ápice de la historia universal (culminante en la Nación-Mundo
del Imperio Democrático: los Estados Unidos de América, de seguir a Robert Kagan, Joseph S.
Nye, Niall Ferguson, por citar sólo esos nombres). Incluso si algunos nostálgicos pensaran aún
en la restauración de la vieja y gloriosa idea del comunismo, tendrían que confesar que el esquema
ontológico que subyace a esa idea es el mismo: el triunfo de la modernidad, expandida idealmente
a partir de un centro cultural, político y militar: de la capital al País Capital como caput mundi: la
realización del Leviatán hobbesiano a escala mundial. El paradigma teológico-político que dotaba
de afectividad a este esquema, paradigma del Progreso, era el de Deus - Spiritus. El soplo del
espíritu, que alienta y vivifica por dentro el avance de la civilización (todavía hay algún banco
que explota este sueño, al propagar como slogan: People in Progress).

Globalización
Muy distinta es la imagen que subyace a la noción de “globalización”: globus, “globo”,
remite a las prácticas de geógrafos y navegantes, sobre todo a partir de la planificación
estratégica y científica al servicio del proyecto geopolítico de los grandes imperios
comerciales modernos (Inglaterra, Holanda y, a partir de la Revolución de 1830, Francia; y luego
Estados Unidos), disolviendo así los restos de imperios neomedievales, que intentaban
anacrónicamente restaurar el ideal de la Roma ecuménica; en la Europa Continental, el Sacro
Imperio, con su centro, paradójicamente, en la “nación dividida”: Alemania; en ultramar, Portugal
y España.
Por ende, no es extraño que la primera imagen que viene en mente al respecto es la esfera armilar
o astrolabio (usada hasta comienzos del siglo XVII), sustituida luego por la más eficaz
cartografía (planimetría, proyección de Mercator, arrumbando los viejos portulanos) y la
parcelación del globo terráqueo en líneas imaginarias: paralelos por un lado, meridianos por
otro, medidos según una escala gradual de longitud y latitud, a fin de calcular el correspondiente
huso horario y de fijar las coordenadas exactas de un punto de la tierra.
La cartografía sirve así de metáfora para indicar la perfecta conversión espacial de la
rugosidad del globo (la geometría como rectificación de la geografía) en cuanto orientación y
guía de la conquista planificada de los recursos naturales por parte de las grandes potencias
europeas. La culminación de esta irradiación policéntrica puede localizarse muy bien en el
Congreso de Berlín, de 1885, con el reparto de África entre las grandes potencias: a la cabeza,
y ya es esto significativo, el Imperio Alemán, junto con Austria, Inglaterra, Bélgica -cuyo rey,
Leopoldo II, recibirá el Congo a título de obsequio personal, como si fuera su fina-, o Portugal, a
quien se imposibilita unir Angola, al oeste, con Mozambique, al este, porque el Imperio Británico
se opone, siguiendo el proyecto de Cecil Rhodes: establecer un dominio británico continuo, de
norte a sur del continente, teniendo el honor de designar con su apellido una extensa región:
Rodesia, hoy repartida entre Zambia y Zimbabue.
Ahora bien, a toda culminación sigue un descenso, salvo en este caso: al tratarse de un reparto
planimétrico, más bien se dividirá éste, a partir de la catástrofe de las dos Guerras
Mundiales y el hundimiento de los Imperios (incluso de los tardíamente establecidos, como
Alemania o la Italia fascista), en los dos focos de una elipse (seguramente Kepler se habría
mostrado complacido por esta traslación de la astronomía a la geopolítica), según los acuerdos
de la Conferencia de Yalta (febrero de 1945) entre Estados Unidos y la Unión Soviética, a la
que se invitó también al Reino Unido, pero ya claramente con un papel subordinado: comienzo
de la llamada Guerra Fría.
Ulteriormente, entre 1989 y 1991 se producirá el hundimiento del llamado socialismo real;
una rápida descomposición, debida posiblemente a la conjunción de una poderosa técnica
comunicacional, por parte de los Estados Unidos, y del deseo de los pueblos situados tras el Telón
de Acero por conseguir su libertad; plausiblemente, un anhelo éste de orientación más consumista,
propio de la cultura de la difusión masiva de los medios de comunicación y propaganda, que
genuinamente democrático.
Sea como fuere, y aunque se pueda seguir manteniendo el ejemplo de Estados Unidos como
potencia dominante (sólo que, de seguir el ejemplo de la elipse, necesitará siempre de un foco
contrario: en este caso, seguramente China), esta “nación indispensable” (según dijo Madeleine
Allbright, Secretaría de Estado USA, de 1997 a 2001) funciona ya -moviéndose más, de este
modo, al ideal kantiano de La paz perpetua- como el gran Atractor real (“América es el país del
futuro”, predijo Hegel) y a la vez Difusor virtual, gracias al cual la american way of life se alía
con el soft power, el “poder blando” de la cultura. Si queremos, ahora el paradigma teológico-
político es más bien el del dios aristotélico: todas las cosas y todos los seres han de tender hacia
América, mientras ésta se despreocupa del resto del mundo, salvo que exista alguna amenaza para
sus zonas de influencia. E incluso aquí, tras el fracaso de la guerra del Vietnam y, luego, de la
invasión en Irak, América no está ya interesada, por la presión interna de sus ciudadanos, a repetir
escenas como Iwo Jima o el Desembarco de Normandía.
De ahí la extraordinaria paradoja del ensimismamiento del gran Atractor (cantando al unísono la
canción de Irving Berlin: God bless America) y de la difusión ubicua y omnímoda de su industria
cultural: es el otro significado -esta vez, hebreo- de “espíritu”: el espíritu sopla donde quiere, pero
lo hace obviamente desde un lugar concreto. Como decía Aristóteles de su dios: kínei hôs
erómenon, “mueve por atracción erótica”. El resultado parece ser una suerte de estancamiento
de la civilización en Estados Unidos como un centro clauso, con ciertas zonas de influencia bien
determinadas, frente al competidor asiático (la Unión Europea no ha cumplido las esperanzas
con que se fundó, allá en 1950, y no parece estar a la altura de China y los “jóvenes tigres” del
Sudeste asiático, incluyendo en el norte a Corea… del Sur). Fuera del sistema bipolar queda
un flexible eje del mal (antes, Corea del Norte; luego Irak, después Irán, ulteriormente la
infección vírica de Al Qaeda, y por fin el llamado Estado Islámico, que recoge la frustración de
siglo y medio de dominación europea, de la imposición de un estado como Israel en lo que el
Islam juzga como su segundo corazón, estando el primero en La Meca).
En esta situación mundial, una sofisticada tecnología (especialmente en el ámbito
comunicacional y de la llamada “industria cultural”), plasmada en la expansión comercial y
financiera de los Mercados en la Globalización (donde la economía especulativa sustituye con
ventaja a la productiva), entra en colisión y se ve cuestionada en su ansia de control
cartográfico del mundo por Estados Unidos por fuerzas que se niegan a jugar el esquema
dominante: hasta hace poco la mundialización, y ahora la globalización: una fuerzas tan difusas
como su propia denominación: el terrorismo internacional.
Globalización en retales
Filosóficamente hablando (por decirlo con John Stuart Mill) podíamos ver en esta situación
bicéfala (que algún psicoanalista o teórico de la cultura, como Fredric Jameson, tacharía de
“esquizofrénica”) una doble y extremosa tendencia; por un lado, la instauración de un sujeto
fuerte, monoteísta e identitario, a imagen del Dios judeocristiano: una demoteocracia, que
sustituiría con ventaja a la ontoteología (con la que lidiaron Kant y Heidegger). A veces cabría
pensar en un neofichteanismo, en el que el Yo Absoluto necesita para sobrevivir y para
reconocerse a sí mismo “inventar” constantes instancias de “No-Yo”, a fin de proponer una
sencilla pero contundente lógica binaria: o englobación o aniquilación (pues quien atacaba a
los Estados Unidos, “nos irá pronto a nosotros”, como dijo George Bush Jr., anunciando
represalias por la destrucción de las Torres Gemelas de Nueva York, en 2001). Pero como se
necesita de aquello que va a ser destruido (recuérdese la lucha hegeliana del señor y el siervo),
esta perspectiva de dominación absoluta, infinita (así se llamó la operación de represalia: “Justicia
Infinita”) va alternando enemigos, en un sistema reiterado del doble juego silogístico: tollendo
ponens (“suprimiendo, asientas”) y de ponendo tollens (“asentando, suprimes”). De ahí la idea
ideológica (valga la redundencia) de Samuel Huntington que, creyendo ya resuelto el conflicto
árabe, acude luego presuroso a atajar la propagación del hispanismo latino: un ejemplo de
interiorización doméstica del “conflicto de civilizaciones”. El resultado es el de una
globalización en retales (como si, electrónicamente hablando, la world wide web se enfrentara a
sobresaltos varios de patchwork), en generación recíproca, y siempre renovada (¿también aquí
sirve el lema heraclíteo: cambiando descansa?) de espacios de resistencia, contrarrestados por
redes de influencia.

Consecuencias de la globalización
La consecuencia de todo esto para esa indeterminación política que suele ser denominada como
“gente” es, de un lado, la difusión a escala planetaria de la ideología blanda denominada
neohumanismo (y que algunos voceros quisieran convertir en pensamiento único); del otro, por
decirlo con Lucy Lippard: el encanto de lo local, la proliferación de lo “propio”, comunitario
e identitario, de lo tradicional en suma (pero metamorfoseado y vehiculado a través de Internet,
videojuegos, la utilización del móvil para el gossip o “chismorreo”, etc.).
Naturalmente, la globalización tecnológica (o la tecnología global, que tanto da) presenta
innegables ventajas: la circulación ilimitada (en fin, cada vez más restringida, en nombre de la
seguridad) de hombres, bienes e información, y sobre todo de capitales (también escamoteada,
en parte, por los llamados “paraísos fiscales”); el acceso a aparatos multimedia cada vez más
sofisticados (iPad4, Smartphone, etc.), gracias al auge de la nanotecnología. No tan ventajosa
les parece a algunos la posible futura modelación ad libitum del hombre (gracias a la
manipulación del genoma), la presencia ya entre nosotros de ciborgs u “organismos cibernéticos”
(habría que añadir a la definición hodierna de hombre como homo ciberneticus la de homo
prothesicus), así como la predeterminación y diversificación psicotrópica del carácter y el
temperamento mediante nuevos fármacos. En el horizonte se dibuja el triunfo de la
enfermedad, del sufrimiento psíquico (por drogas o estimulación por chips cerebrales) y de la
muerte “natural”, en virtud de la revolución tecnoglobal, mientras fuera crecen la miseria de
las poblaciones no integradas, el sufrimiento debido a la crueldad y la abyección, y la
proliferación del Señor Absoluto: la muerte violenta. Decididamente, no parece que el remedio
hobbesiano del Leviathan haya sido al final eficaz: al menos, no para quienes no están
constituidos en Commonwealth: para éstos bien podría ser verdad que “el hombre es un dios para
el hombre” (homo homini dei); para todos los demás, parece difícil negar que “el hombre es
un lobo para el hombre” (homo homini lupus).
COSMOVISIÓN: TRES HORIZONTES PARA UN SOLO MUNDO
Una conferencia de Heidegger sobre las cosmovisiones: "La época de la
imagen del mundo"
Enfocando ya el principio del fin de este curso, a los investigadores y docentes que hemos
participado en él nos asalta una inquietud (en realidad, nos asaltan muchas más, pero ésta parece
ser la más desazonadora).
Y es que, justamente un año antes de la explosión de la Segunda Guerra Mundial, y en la
Alemania del Tercer Reich, un profesor altamente controvertido, entonces y después (aunque por
motivos ideológicos muy diferentes): Martin Heidegger, pronunció en su alma mater: la
Universidad de Friburgo de Brisgovia, una conferencia que sólo sería publicada cinco años
después del final de la guerra, dentro de un volumen de título ambiguo y seductor: Holzwege
(puede verterse, y así se ha hecho, con una inocua y poco comprometedora expresión: Caminos
de bosque, o bien, con mayor audacia, como Sendas perdidas o, en francés: Caminos que no
llevan a ninguna parte; en cualquier caso, Holzwege denota los senderos abiertos por los
campesinos que se adentran en el bosque para recoger leña y llevarla a sus hogares, haciendo que
dé allí, arrancada de su lugar natural, luz y calor). La conferencia sirvió para que su autor, que
se había retirado del Rectorado de la Universidad cinco años atrás, fuera tildado de
“degenerado”, “filosemita”, “nihilista” y varias cosas más.
Una de las posibles razones para agredir de este modo a un colega que, en todo caso, seguía
teniendo el carnet del Partido, se debió seguramente a que el nacionalsocialismo presumía de
haber instaurado una inédita Weltanschauung o “cosmovisión” (en realidad una confusa
amalgama de mitologías mal digeridas, y encima encontradas, como la supuestamente ario-
escandinava y la de una Grecia arcaizante y un tanto de cartón piedra, como los decorados de la
industria cinematográfica oficial: la UFA; mitos que además, adobaban, si es que no ocultaban,
una realidad bien moderna, que en sus lecciones de 1935, sobre la Introducción en la metafísica,
había creído hallar Heidegger como “verdad y grandeza del Movimiento: la conjunción de la
técnica planetaria y el sujeto moderno”).
Y así como Lenin, años atrás, había definido el comunismo (o la vía hacia él) como “la
electricidad más los soviets”, Heidegger habría entendido la cosmovisión dominante (y no sólo
en la Alemania nazi, sino también en la Unión Soviética y, sobre todo, en el gigantismo
norteamericano) como el “dispositivo” o Gestell manifiesto en autopistas, coche personal
utilitario (Ford, Lada o Volkswagen), cinematógrafo y exaltación (ilusoria) del sujeto: el
individuo John Doe (“Juan Nadie”, en la versión de Capra de 1941), cualquiera de los marineros
de “El acorazado Potemkin” (Eisenstein, 1926), o Freder, el hijo del magnate de “Metrópolis”
(Fritz Lang, 1925).
El nombre ominoso que Heidegger atribuyó a esa cosmovisión a escala planetaria fue: “La
época de la imagen del mundo” (Die Zeit des Weltbildes).

Sobre las cosmovisiones


Una Weltbild no es exactamente una Weltanschauung (aunque quizá podría considerarse como
la etapa final de ésta). De acuerdo con el sentido que Wilhelm Dilthey había dado al término en
su Einleitung in die Geisteswissenschaften. Versuch einer Grundlegung für das Studium der
Gesellschaft und der Geschichte [“Introducción a las ciencias del espíritu. Ensayo de
fundamentación para el estudio de la sociedad y la historia“] (Vandenhoeck & Ruprecht.
Göttingen 1914), una Weltanschauung es la compleción bien ensamblada de nociones
comunes o paradigmas que sirve de marco de referencia para la formación de la experiencia
vital de individuos y pueblos, coloreando de emotividad sus convicciones y decisiones, llegando
en casos extremos a la intransigencia y la intolerancia propias del fundamentalismo. Pero Dilthey
no situaba esas cosmovisiones (como si dijéramos: compartimentos estancos culturales y
espirituales) tanto en épocas históricas, por flexibles que fuesen, sino en tres tipos ideales: el
naturalismo (representado por Epicuro o los estoicos), el idealismo de la libertad (Kant, Schiller)
y el idealismo objetivo (Spinoza, Hegel).
El término “cosmovisión” que hemos venido utilizando en este curso, no es en absoluto tan
rígido ni “ideal” (a pesar de que en todo momento se ha privilegiado la Idea o los Ideales que
han regido las distintas cosmovisiones); en primer lugar, se entiende que, aunque haya tenido
lugar en otros momentos, y posiblemente reverdezca otra vez (recuérdese que Antonio Machado
preconizaba una vuelta a Platón, al igual que por esas mismas fechas decía Whitehead que la
historia de la filosofía consistía en una serie de notas al pie de Platón), hay sin embargo un
período relativamente bien determinado en que rige una cosmovisión, entendida ésta como
el resultado epocal de los esfuerzos mancomunados de hombres de ciencia, escritores,
religiosos, políticos, etc., filtrados y más o menos bien ordenados y estructurados por la
filosofía, y que, a su vez, a través de los dispositivos de poder (desde la reproducción ideológica
en la familia, la iglesia o la escuela, a la acción polivalente de los medios de comunicación de
masas) repercute sobre esa misma sociedad.

¿Qué es una imagen del mundo?


Pues bien, mediando por así decir entre la Weltanschauung diltheyana (usurpada enseguida por
los nacionalsocialistas, para hacer de sus doctrinas el sistema imperante) y las flexibles
cosmovisiones explicadas en el curso, Heidegger entiende la “imagen del mundo” como
culminación de la Edad Moderna, aprovechando los diversos sentidos de Bild en alemán (por
cierto, Bild se llama el tabloide más hojeado -seguramente, no leído, porque poco de provecho
hay que leer en él- de Alemania, y posiblemente del mundo). Bild puede ser un cuadro, o también
una fotografía: en general, algo fijo que concentra la atención, y a lo que, en consecuencia, hay
que atenerse. Cuando se presenta con perfiles bien determinados, la Bild puede ser considerada
como Gestalt o “figura”: la imagen dominante a la que el individuo, lo sepa o no, está sometido
(p.e.: el “trabajador” sería la Gestalt de los años treinta para Ernst Jünger). Su activación: Bildung
(un término muy difundido en la filosofía clásica alemana y en el romanticismo) indicaría la
“formación” interna de un individuo, de dentro a fuera, por así decir: la educación de un caballero
o gentleman, vaya, en el que las nociones comunes de la época y las propias acciones y
convicciones están compenetradas y equilibradas; por el contrario, Einbildung sería la
“figuración”, más o menos fantasiosa y soñadora, que un individuo hace de sí mismo (hoy
hablaríamos de “autoestima”, positiva o negativa). Y en fin, im Bilde sein significaría: “estar al
tanto”, sacar las consecuencias correctas de una situación concreta (es significativo que la
expresión proceda del ambiente militar).
Con todos esos mimbres, Heidegger urde una bien trabada exposición de la situación cultural y
espiritual de un siglo a punto de entrar en una conflagración universal. El fundamento metafísico
de todo ello consistiría justamente en esa interesada fusión del individuo enterado (los nazis
ya exigían de la población que estuviera “conectada” o “enchufada”: eingeschaltet; hoy lo
estamos todos a través de la Red, queramos o no), que cree poder hacerse cargo de una
situación, cuando en realidad es producto de una serie de fenómenos que lo atraviesan y
hacen ser lo que él es. Esto, por parte del sujeto (que, por fin, piensa que en él se ha dado la
identificación plena entre el “yo” empírico y el “yo” trascendental… si y sólo si se ha
“enganchado” para ello a la Weltanschauung dominante). Por parte del “mundo”, éste deja de ser
el “ser-posible” (Möglichsein): un campo de incitación o rechazo de proyectos cuidadosos y
preocupados (la “inquietud” o Sorge es la característica fundamental del “ser-ahí” o Dasein, en
Ser y tiempo), cabe el cual, y contando con los otros, el ser humano realiza su “poder-ser”
(Seinkönnen). En lugar de ello, el mundo se congela en una imagen (a su vez, repetida con
variaciones innúmeras) prêt-à-porter, de la que todo el mundo puede y debe dar su opinión (a
eso se llama “tolerancia”), aunque sobresale la del experto o especialista, porque muestra al punto
el provecho que se puede “sacar” variando o alterando esa imagen (dejo constancia, sin desear
entrar en territorio tan espinoso, de que Heidegger llama “democracia” al imperio de la imagen
del mundo en política).

Los tres significados de "cosmovisión" y los cinco fenómenos esenciales que


conforman la época de la imagen del mundo según Heidegger
Hemos pasado sucinta revista a esos tres significados de “cosmovisión”:
1) la Weltanschauung diltheyana, enseguida apropiado su uso por los nazis;
2) la “imagen del mundo” que tiene la gente bien enterada e informada, o sea: in-formada por
la ideología y, ahora, por la Informática, que hace que a todo el mundo le sea todo “familiar y
notorio”: bekannt, como advertía Hegel; y es que a él no le engañan, ya que se ha formado una
opinión propia, figurándose (mediante una imagen engañosa: Einbildung) que él es alguien de
buena formación (Bildung);
3) las más flexibles, sueltas y reflexivas “cosmovisiones” defendidas en el curso, y que desde
luego no son estancas, son que recurren, transformadas y remodeladas al aire del tiempo, dentro
de otras visiones del mundo.
Ahora bien, puesto que esta Subsección trata de la “fusión de horizontes en un mundo
tecnificado”, puede ser conveniente recordar (como piedra de parangón) los cinco fenómenos
esenciales que, según Heidegger, conforman la época de la imagen del mundo (lo haremos,
por mor de la brevedad, señalando tan sólo los puntos más relevantes; para la recomendable
lectura completa de estos puntos, y naturalmente del ensayo, véanse: Holzwege. Klostermann.
Frankfurt/M. 1977; GA 5, 74s.) y las traducciones: Sendas perdidas. Trad. J. Rovira Armengol.
Losada. Buenos Aires 1979, y Caminos de bosque. Vers. de H. Cortés y A. Leyte. Alianza. Madrid
1995); la trad. que sigue es de FD:
1) “Entre los fenómenos esenciales de la Edad Moderna está su ciencia. La técnica mecanizada
(Maschinentechnik) es otro fenómeno de idéntica importancia y rango.
2) […] La técnica mecanizada sigue siendo hasta ahora la rama (Ausläufer) más visible de la
esencia de la técnica moderna, la cual es idéntica a la esencia de la metafísica moderna.
3) Un tercer fenómeno, de igual rango esencial, en la época moderna es el proceso que empuja
al arte a entrar dentro del campo visual (Gesichtskreis) de la estética […] en consecuencia, la
validez del arte estriba en su consideración de expresión de la vida del hombre.
4) Un cuarto fenómeno se manifiesta en el hecho de que el obrar humano es aprehendido y
ejecutado como cultura. […] La esencia de la cultura implica el que, al consistir ésta en hacerse
cargo [Pflege] de esa obra, hay que hacerse cargo también de ella misma, con lo que se convierte
en política cultural.
5) Un quinto fenómeno de la era moderna es la desdivinización (Entgötterung). […] La
desdivinización es el estado de indecisión respecto a dios y a los dioses. A su advenimiento ha
contribuido en grado sumo el cristianismo (Christentum). […] Si esto ocurre, ello significa que
los dioses han huido (entflohen). El vacío resultante viene sustituido por la investigación
(Erforschung) histórica (historische: en el sentido de “recuento de datos”, F.D.) y psicológica del
mito.”
La cibernética
Aunque Heidegger señala explícitamente que los cinco fenómenos son de igual rango esencial
(gleichwesentlich), sin embargo, y sobre todo en los escritos posteriores a la guerra, cabe entender
que aquéllos (y otras manifestaciones más) vienen referidos a un punto (o mejor, a un
entramado o dispositivo) central: el Gestell (justamente, un marco de referencia en el cual
vienen puestos en plaza - emplazados en la plaza del mercado- hombres, cosas y productos), la
esencia de la técnica moderna (o lo que es lo mismo: de la metafísica). Su manifestación
palmaria en el mundo es la cibernética (cf. el curso Der Satz vom Grund; el libro resultante
incluye la conferencia homónima; hay trad. de F. Duque y J. Pérez de Tudela: La proposición del
fundamento. Serbal. Barcelona 20032).
El proyecto cibernético consiste en la transferencia a máquinas “inteligentes” de las características
“naturales” de un entorno que ha sido ya técnicamente preparado para su transmutación
algorítmica, de modo que a partir de mutaciones preprogramadas sea posible construir simulacros
cada vez más alejados de la (supuesta) realidad externa (por lo demás, se quiera o no, siempre
presupuesta), y en cambio cada vez más predispuestos a la mano y el cerebro del hombre. No sin
consecuencias para el hombre mismo y su autoconciencia. Pues, como señala Norbert Wiener, el
“padre” de la cibernética: “hemos modificado nuestro entorno tan radicalmente que hemos de
modificarnos ahora nosotros mismos para poder existir en este nuevo entorno.” (The Human Use
of Human Beings. Doubleday & Anchor. New York 19542, p. 46). Una primera versión del libro
apareció en 1950: el mismo año de publicación de Holzwege. Según esto, el proyecto posthumano
de la cibernética consiste en transferir a las máquinas algunas características consideradas
hasta ahora como humanas y, en menor medida, animales: la conciencia, la percepción e incluso
los sentimientos.
Ahora bien: la era cibernética, cuya esencia sería el Gestell, ¿sigue siendo nuestra era: la
época de la globalización tecnológica? A esta pregunta cabe contestar con un resuelto: No, a
pesar de la persistencia de algunos de esos rasgos (también hay muchas personas que siguen
viendo en el David de Miguel Ángel la encarnación de determinados valores ideales, que era lo
propio de la cosmovisión antigua).
Es más, entre la era cibernética (correspondiente aproximadamente a los años de la Guerra Fría:
el cyborg fue concebido con vistas a la supervivencia del hombre en la carrera espacial) y la
globalización se interpone una cosmovisión, efímera, pero bajo cuya sombra muchos (sobre
todo los beati possidenti) se obstinan en seguir viviendo: es o fue la llamada postmodernidad,
surgida de la desilusión de Mayo de 1968 (dicho simplistamente: “Ya que no podemos hacer la
revolución, hagamos el amor”), alcanzando su punto más alto en el derrumbamiento del
socialismo real (1989-1991), fuertemente cuestionada por el ataque a las Torres Gemelas
neoyorquinas (2001), a pique de desaparición por la invasión de Irak (2004), y declarada
francamente obsoleta tras la crisis económica de 2008, que aún padecemos.

La postmodernidad
Recordemos brevemente los rasgos de esa cosmovisión tan lúdica, multicolor… y
esquizofrénica, según Fredric Jameson:
1) desconfianza a todo metarrelato (o sea, a toda narración-modelo, justificativa del orden
existente, o de los ideales para derribarlo);
2) debilitamiento de todo sujeto (humano o social) y fundamento (religioso o cultural); 3)
proliferación de diferendos;
4) caída de la representacionalidad (o como se decía pomposamente: del imperio del
significado); y, con ella, caída de la distinción tajante entre realidad y ficción, entre original y
copia (breve victoria de Nietzsche, según el punto 6 del “manifiesto”: De cómo el “mundo
verdadero” acabó convirtiéndose en fábula (estudiado en el cuarto tema):
5) construcción social de la realidad;
6) estetización de todas las formas de la vida social y del entorno (cada vez menos) “natural”,
por medio del design, y de la promiscuidad de las distintas manifestaciones artísticas (adiós al
“Sistema de las artes”);
7) lógica del espectáculo, y en proporción inversa: mercantilización de la vida social, con la
difuminación de fronteras entre trabajo y ocio.
En resumen: estancamiento del tiempo (y paradójico “fin de los tiempos” por la diseminación
de historias teleológicamente incompatibles, pero susceptibles de ser simbólicamente
ensambladas de múltiples formas).
¿Es ésta nuestra época? Evidentemente, y a pesar de la aceleración de los tiempos, aquí está de
más toda demarcación neta, incluso con respecto a la era cibernética, que parece volver ahora, a
través de una guerra aún más fría y sutil: la guerra económica, mediante la electrónica y sus
hackers. Y por otra parte, es necesario tener siempre a la vista el caveat formulado por el
sociólogo Pierre Bourdieu (y recogido por Libération en su edición de 13 de octubre de 1999,
accesible en la red): “No pienso caer en el ridículo de describir el estado del mundo” (Je ne vais
pas me donner le ridicule de décrire l’état du monde).
Sin embargo, aquí no se trata de describir (y menos de fundamentar, como hizo Heidegger en
y con su época) el estado del mundo, sino meramente la visión que del mundo puede ofrecer
actualmente la filosofía a partir de las manifestaciones tecnocientíficas de nuestro tiempo.
Y es que debemos repetir aquí, remedando a Kant, que no es lo mismo -seguramente por fortuna-
que el mundo sea considerado por los detentadores del poder y sus servidores tecnócratas como
tecnológicamente globalizado, y que ello sea sin más aceptado, sentido e interiorizado por los
hombres, y hasta por la naturaleza toda: baste recordar el conflicto ecológico actual, que está
desembocando en un dramático cambio climático).

Los ocho rasgos de nuestra cosmovisión


Así que, tras tanta cautela y prevención, podemos enumerar los rasgos más sobresalientes de esta
nuestra cosmovisión:
1) la técnica contemporánea (ya no moderna) encuentra expresión y manifestación planetaria
en la llamada Mobile Age (“edad móvil”), en cuanto implantación generalizada de la
Information and Communications Technology (ICT);
1.1) ello no significa tan sólo (aunque sí prioritariamente) que esta nuestra época se dedique
exclusivamente a aparatos multimedia de comunicación (registro, archivo, modificación,
transmisión); sí, en cambio, que son las imágenes, reproducibles ad libitum, las que guían la
producción ulterior de “realidades artificiales”, a partir de la realidad virtual;
1.2) es el mundo en su integridad y complejidad el que está movilizado (World on the Move: una
mudanza mundial generalizada): desde las vías circulatorias (de mercancías, capitales e ideas) y
de comunicación, a las autopistas de la información; proliferación de “no lugares”, diseminados
irregularmente en el interior de la “no-ciudad” o Mépolis, la cual engloba y se sirve de las
megalópolis mundiales, regidas de manera cada vez más laxa y flexible por las antiguas
metrópolis;
1.3) y ese desplazamiento generalizado se manifiesta en la movilización en masa de
conocimientos y máquinas de Norte a Sur, y en la correspondiente -y dramática- migración de
poblaciones enteras de Sur a Norte;
2) la tecnología es ya, tendencialmente, la nueva ontotecnología (que sustituye con ventaja a la
obsoleta ontoteología);
2.1) una definición tentativa de esa tecno-logía podría formularse así:
2.1.1) conexión comunicacional de técnicas de producción y de media de transmisión y difusión,
2.1.2) así como motor de transformación en feed-back de los propios procesos inventivos, 2.1.3)
siendo la tecnología, por ello, capaz de generar mutaciones en los grupos sociales y su entorno.
3) la condición de posibilidad de la tecnología de la movilización (o de la movilización de la
tecnología) está en la equiparación, cada vez mayor, entre la nanotecnología y la digitalización;
la consecuencia es la promoción de simulacros, p.e. en proyectos arquitectónicos, que exigen la
creación a su vez de nuevos materiales sintéticos.
4) consecuencia de lo anterior es la degradación y devaluación de la producción de
mercancías mediante el ensamblaje de piezas en un proceso de montaje (propio del llamado
fordismo), en provecho de la producción “inmaterial”, esto es: no destinada a encarnarse en un
objeto físico o “real” (postfordismo)
5) degradación de la comunicación personal (face to face), como temiera ya Kafka en su carta
a Milena Jesenská, mediada en todo caso por interfaces electrónicas;
6) paulatina desaparición de los medios analógicos audiovisuales tradicionales (MAAT), y
sustitución por infogramas directamente engendrados por ordenador;
7) consecuentemente, desaparición de las “bellas artes” (explotadas ahora por la “política
cultural” de masas, de la que hablaba Heidegger), sustituidas con ventaja (con ventaja para la
gente, o sea: para todo el mundo) por la pujante industria audio-visual, que todavía se hace pasar
“oficialmente” por cultura, ya que no puede ser considerada como arte;
8) Ad Age (advertising age): otro nombre para la Mobile Age, en cuanto indistinción cada vez
mayor entre oferta publicitaria y calidad “real” del producto; caso extremo: utilización de la
tecnología digital por parte del terrorismo internacional.

Lo que quiero es comprender


Y ésa sería, salvo error u omisión (y de seguro que se darán las dos cosas), la cosmovisión dentro
de la cual, nos pese o no, existimos, respiramos y nos movemos; sobre todo, nos movemos: nos
empujan a ello los aparatos móviles, siempre más sofisticados de diseño y más sencillos de
utilizar, pero cuya estructura interna se nos escapa.
¿Está todo eso bien o mal? ¿Acaso podemos situarnos todavía, como quería Nietzsche: más allá
del bien y del mal? Éstas son preguntas que en un curso MOOC no se pueden ni se deben
responder (y posiblemente, tampoco en ninguna otra parte, so pena de hacer el ridículo temido
por Bourdieu). Lo más que podemos hacer ahora es repetir unas sabias y prudentes palabras
de Baruch Spinoza:
non ridere nec lugere neque detestari sed intelligere
(no reír, ni llorar, ni detestar, sino inteligir)
Ha sido un placer.
Erik Davis, Ubicuidad y promiscuidad del universo digital
De: Techgnosis. Myth, Magic and Mysticism in the Age of Information. Harmony Books. New
York 2004, p. 399s. y 404; Trad. FD:
No nos engañemos: las fuerzas combinadas del capital, la innovación técnica y el deseo están
continuamente empujándonos hacia una apoteosis de la mediación técnica. Hoy día, las técnicas
de aceleración de la percepción, propias de los media, están librando una carrera –a pique de
colisionar– con la comprensión científica del modo en que el sistema humano nervioso produce
la matriz de tiempo-real que nosotros experimentamos como el espacio-tiempo ordinario. Cuando
tengamos un conocimiento más amplio de las bases neurológicas de la conciencia, veremos a
artistas, agentes de mercadotecnia (marketers) e ideólogos de toda laya intentando configurar los
contenidos inmediatos de conciencia mediante técnicas cada vez más sutiles y arteras (crafty).
[...] El universo digital ya no está 'ahí dentro': está en todas partes (The digital universe is no
longer ‘in there’: it is everywhere). Y eso, a pesar de que, aun cuando los espectáculos basados
en efectos especiales (special-effects driven entertainments), los juegos por ordenador o las
atracciones móviles de los parques temáticos (theme parks rides) vayan empujándonos hoy cada
vez más profundamente hacia realidades virtuales, la acción real sigue estando en el 'espacio
carnal' ('meatspace') que todavía nos rodea. Pero, también hoy, la convergencia de la tecnología
inalámbrica, la ciencia cognitiva, el GPS y las técnicas de vigilancia está creando, o al menos
sugiriendo, una nueva forma de totalidad informatizada (information totality), un paisaje sentiente
(a sentient landscape: "sensorial, dotado de sentidos") que vuelve a convertirnos a todos en
animistas.
La intensificación de la mediación no se detiene con las herramientas convencionalmente
denominadas como 'media'. La ingeniería genética, la nanotecnología y la proliferación de nuevos
materiales sugieren igualmente que la materia misma está a punto de transformarse en un medium
programable, en un vehículo plástico de diseño, experimentación y control. Resulta muy difícil
imaginar a dónde nos llevará esta revolucionaria transformación, habida cuenta sobre todo de que
la lógica conductora de buena parte de este desarrollo es claramente 'insostenible': algo que, en
este contexto, no es sino una versión educada de: 'suicida'. Y así, nuestra pobre y asendereada
tierra y su agonizante biota se han convertido en la última frontera de un proceso diseñado por los
hombres. Aunque sería imprudente admitir que nos estamos acercando al apocalipsis, la
intensificación de los media, la tecnología y la globalización bien pueden parecerse
endemoniadamente (look a hell) al final de la historia.
[...]
Incluso McLuhan creía que una cultura electrónica que llevara a la ciudadanía global habría de
contar con grandes y crecientes sufrimientos; y así es como nosotros hemos de considerar la crisis
actual, si no queremos sucumbir a ella: como sendas extremadamente angostas que llevan a un
amplio mundo, situado más allá. [...] Política paranoide y mentalidad Gaia no son sino las dos
caras de la misma moneda, girando como nuestro planeta a través del cosmos, donde todo es aún
posible porque todo está aún en movimiento.

Sobre el destino de Europa y la historia universal


Una historia filosófica de Europa, muy clásica, que comprende a la propia Europa como un
fenómeno filosófico. No se trata de la idea de que la filosofía tiene sus comienzos en Europa o en
el espacio europeo, sino más bien de que Europa comienza a partir de la emergencia del espacio
filosófico en la apertura griega; de que Europa se despliega en el espacio que se despliega a partir
de un comienzo en la filosofía y en la historia griega. De modo que tenemos a Europa como un
fenómeno filosófico. Y esto sería una apertura de la historia como historia universal. Pertenecería
en principio a la historia del hombre, lo que se llama man en inglés, l'homme [en francés], lo que
en toda otra lengua en Europa tendría el nombre de hombre. Y entonces el discurso de la historia
mundial, de la historia universal, de la historia de la autorrealización del hombre en el tiempo, es
en sí mismo un discurso de Europa, de la modernidad europea, del surgimiento europeo desde un
pasado de comprensión tradicional del mundo hasta una autocomprensión racional y científica
creciente.

Entrevista a Juan Barja


Lector incansable y escritor de goteo, Juan Barja ha transfigurado en la alquitara de su
pensamiento lo mejor –por más huidizo– del arte, de la literatura y de la filosofía en la actualidad,
destilando, de esos saberes y prácticas entrecruzados breves, pero intensos libros de poesía
(Sonetos materiales: 1996, Viaje de invierno: 1997, La cuchilla en el ojo: 2001, o Fin de fuga:
2004). Reconoce que en sus versos resuenan las voces de Charles Baudelaire, Walter Benjamin,
Paul Celan, César Vallejo o Luis Cernuda, y es también un fino escrutador de los variados aires
del tiempo (algunos, perfumados de violetas imperiales; otros, mefíticos y ramplones), que él ha
sabido criticar sutilmente en su obra ensayística.
Tras largos años de actividad editorial, hace diez años que accedió al cargo de Director del Círculo
de Bellas Artes de Madrid, durante los cuales ha conseguido hacer del Círculo la casa común de
la palabra, la imagen y la idea: un centro viviente de incursiones y de excursos bullentes de ideas
y proyectos, haciendo de esa institución, completamente independiente y, por tanto, refractar ia a
las insinuaciones y tentaciones emanadas de los distintos frentes del poder, una de las
organizaciones culturales más prolíficas, potentes e influyentes de Europa. Recientemente,
además, ha alentado la creación de SUR, una escuela de interacción y conjugación de prácticas
artísticas y consideraciones teóricas sobre el arte y la cultura: factores que van siendo renovados
y reformulados a medida que estudiantes, profesores y artistas e intelectuales invitados van
desgranando sus propias experiencias, en un proceso de retroalimentación, reciclaje e innovación
del que es difícil encontrar parangón en la cultura actual. Todo eso, además, va dejando profunda
huella igualmente en el poeta Barja, de modo que, sin abandonar la exigencia rigor y exactitud
que exige la alta poesía, su contacto con el variopinto y ancho panorama de la intelectualidad
actual, y no sólo española, está abierto cada vez más, bajo una atalaya presidida por una estatua
gigante de Minerva, a las incitaciones y los riesgos de la globalización en que estamos inmersos.
Por eso, parecía obligado que esa voz tan mesurada en forma y tono, y rica en matices y
agresividad en el contenido, ofreciera su personal testimonio de esta era primisecular: lo cual no
deja de ser curioso, porque las grandes renovaciones científicas, filosóficas o culturales han solido
ser productos fin de siècle, salvo en este torturado y desorientado comienzo de siglo y de milenio,
que parece haber comenzado cansándose de tanta muerte inútil, y del retorno de las razones de la
fuerza en el panorama geopolítico actual. Y lo ha hecho como a él más le place: dialogando con
un amigo (que en este caso queda discretamente en off, dejando oír tan sólo sus preguntas), y
dejando que la cosa misma se vaya trenzando a través de palabras a veces levemente teñidas de
ironía, otras de rabia contenida, y en fin de una cierta melancolía, atributo que suele acompañar a
quienes han logrado pasar, sobremuriendo (como él gusta de decir), el angosto estrecho en que
mezclan sus aguas el cansado siglo XX, quizá el más sangriento de la historia (o al menos, en el
que nunca tanta sangre y tanta crueldad fue registrada, archivada y administrada según bandos y
situaciones) y el abochornado siglo XXI, que ya en sus quince años da muestras de querer
retroceder hasta la fuente del tiempo, espantado de tanta masacre inútil, de tanta insolidaridad y
exhibición impúdica de fuerza de las potencias (algunas de ellas, tan inescrutables como la Moîra
de los antiguos o las profundidades del Padre judeocristiano).
Y sin embargo, de sus palabras se desprende también un coraje de vivir que bien puede servir de
aliento para la botadura, en lo incierto del mar digital, de este curso MOOC, al cual, por cierto,
no le importaría demasiado fracasar, con tal de que su fracaso fuera mejor y más sonado que el
de los que han ido jalonando la vida de entrevistado y entrevistador.
Me gustaría introducir las reflexiones del amigo con una salutación un tanto heterodoxa: “¡A la
salud de la serpiente!”. Es verdad que ella ya ha sido pronunciada hace tiempo por uno de los
poetas más claros y profundos del siglo pasado: René Char. Pero, pensándolo bien, el poeta Char
habría estado seguramente encantado de que su saludo fuera aplicado post mortem al poeta Juan
Barja. Así que me hago cargo del saludo, lo hago mío por un momento, y lo dejo, suspendido
como lema, en el umbral imaginario que da paso a sus palabras.
Tres Cantos, 13 de julio de 2015 (a 35º a la sombra ).

EL MUNDO DE LA VIDA: EL RETORNO DE LAS IDEAS EN


TIEMPOS SOMBRÍOS
Introducción
Como se ha señalado en la lección introductoria a esta última cosmovisión, nos encontramos ya
en mundo que se caracteriza, sobre todo, por sus desarrollos científicos y tecnológicos. Los
siglos XIX y XX, que temporalmente y en un sentido laxo podemos hacer coincidir con la
cosmovisión, han sido el marco temporal del surgir de unas ciudades electrificadas y
telecomunicadas cuyos ciudadanos, desde entonces, son mucho más sanos y longevos gracias al
descubrimiento de antibióticos y vacunas, la descripción de la estructura del ADN -y sus
consecuencias en avances médicos- o el establecimiento de nuevas pautas de higiene y
alimentación que han desembocado en un incremento de la esperanza de vida hasta niveles nunca
antes observados. Sin embargo, la cosmovisión de la mecánica cuántica y la relatividad, de los
automóviles, los ordenadores e internet, se abre con la conciencia de ser una época de crisis, o
como señala el propio título de nuestro tema: unos “tiempos sombríos” en los que veremos el
regreso de las ideas, o al menos de ciertas ideas. No olvidemos que nuestra cosmovisión también
se caracteriza por ser el tiempo de las dos grandes Guerras mundiales, tiempo de revoluciones
y contrarrevoluciones, de dictaduras, totalitarismos y toda una suerte de barbaries, como las
llamarán Adorno y Horkheimer, ante las cuales la filosofía deberá poner en marcha toda su
maquinaria analítica y reflexiva si quiere dar respuesta al porqué de esa simultaneidad de
desarrollo y atrocidad. Para ello, también la filosofía debe primero analizarse a sí misma, analizar
la capacidad que tiene para responder a los interrogantes de su presente, y es desde este punto
desde el que partirá, precisamente, el filósofo que estudiaremos a continuación Edmund Husserl.
Convencido de que la filosofía también está en crisis, dado que no parece hallar soluciones ante
la “indigencia vital” de su tiempo, Husserl dedicará sus esfuerzos a pensar las razones últimas
de esta situación así como a buscar, según sus propias palabras:
“un método y una actitud intelectual: la actitud intelectual específicamente filosófica; el método
específicamente filosófico” (La idea de la fenomenología. Cinco lecciones, 33)
Para el desarrollo de este método, que se denominará Fenomenología trascendental, Husserl (y
nosotros con él) volverá la vista hacia cosmovisiones pasadas, de modo que, en este tema,
veremos cómo filósofos ya estudiados, como por ejemplo Descartes, resultarán de gran
importancia para pensar el destino de la humanidad propia de esta cosmovisión tecnológica: la
humanidad europea. Sin embargo, esto no significa que las reflexiones del filósofo se limiten a
los hombres y mujeres habitantes del continente europeo, ya que su búsqueda se orienta hacia “la
figura espiritual de Europa”, es decir, que, en este sentido, lo que desea Husserl es:
“mostrar la idea filosófica inmanente a la idea de Europa (de la Europa espiritual) o, lo que es
igual, la teleología a ella inmanente, que se hace en general cognoscible desde el punto de vista
de la humanidad universal como la irrupción y el comienzo de la evolución de una nueva época
de la humanidad, de la época de la humanidad que a partir de este momento no quiere ni puede
vivir sino en la libre conformación de su existencia, de su vida histórica a partir de las ideas de la
razón”. (Crisis, 328)
En definitiva, el análisis de la crisis de la filosofía que veremos que desarrollará Husserl y que
está a la base de su propuesta fenomenológica-trascendental, tiene como objeto pensar sobre la
vida real de todos los hombres y mujeres existentes aclarando en qué sentido este mundo
(sabemos ya, tecnificado y científicamente definido y veremos que será el “mundo de la vida”)
vale para cualquier ser humano como realmente existente y con verdadero y pleno derecho.

Edmund Husserl, La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología


trascendental
Tomamos nuestro punto de partida en el ingreso de un cambio en la valoración general respecto
de las ciencias, a fines del último siglo. No concierne a su carácter científico sino a lo que la
ciencia en general había significado y puede significar para la existencia humana. La exclusividad
con que en la segunda mitad del siglo XIX, la total visión del mundo de los seres humanos
modernos se deja determinar y cegar por las ciencias positivas y por la "prosperity" de que son
deudores, significó un alejamiento indiferente de las preguntas que son decisivas para una
auténtica humanidad. Meras ciencias de hechos hacen meros seres humanos de hechos. El cambio
de la valoración pública fue inevitable, en particular después de la guerra, y ella, tal como lo
sabemos, en la generación joven se transformó en un sentimiento hostil. Para nuestra indigencia
vital -oímos decir- esta ciencia no tiene nada que decirnos. Justamente, ella excluye por principio
las preguntas que, en nuestros desdichados tiempos, son candentes para los seres humanos
abandonados a perturbaciones fatales: las preguntas por el sentido o el sinsentido de toda esta
existencia humana ¿no exigen, en su generalidad y necesidad, de parte de todos los seres humanos
también reflexiones generales y su respuesta a partir de intelecciones racionales? Estas preguntas
conciernen finalmente a los seres humanos en sus comportamientos respecto del mundo
circundante humano y extrahumano, decidirse libremente, configurarse racionalmente ellos
mismos y el mundo circundante, como libres en sus posibilidades. ¿Qué tiene para decir la ciencia
acerca de la razón y la sin-razón, qué tiene para decir sobre nosotros, los seres humanos como
sujetos de esa libertad? La mera ciencia de los cuerpos no tiene, manifiestamente, nada que decir;
ella se abstrae de todo lo subjetivo. Lo que por otra parte, por lo que concierne a las ciencias del
espíritu que, no obstante, observan en todas las disciplinas particulares y generales al ser humano
en su existencia espiritual, por lo tanto en el horizonte de la historicidad, sin embargo, se dice que
su riguroso carácter científico exige que el investigador excluya cuidadosamente toda toma de
posición valorativa, toda pregunta por la razón y la sin-razón de la humanidad, que es tema de
estudio, y su configuración cultural. La verdad científica objetiva es exclusivamente
comprobación de aquello que el mundo, tanto el mundo físico como el espiritual, de hecho es.
¿Pero puede el mundo y el existente humano en él tener verdaderamente un sentido, si las ciencias
convalidan sólo de este modo objetivamente comprobable, si la historia sólo ha de enseñar que
todas las formas del mundo espiritual, todos los vínculos vitales que en cada caso sostienen al ser
humano, ideales, normas, se configuran como ondas huidizas y de nuevo se disuelven, que
siempre fue y será así, que la razón debió transformarse en sinsentido y el bienestar en calamidad?
¿Podemos tranquilizarnos con eso, podemos vivir en este mundo, cuyo acontecer histórico no es
otra cosa que una interminable cadena de impulsos ilusorios y amargos desengaños?

¿Por qué la crisis de las ciencias es una crisis de la filosofía?


La crisis de las ciencias es una crisis que afecta tanto a las ciencias exactas o positivas como a
las ciencias del espíritu. Esta diferencia resultará fundamental para comprender la razón última
del estado de “indigencia vital” que denunciará Husserl ya que ambas, a pesar de las diferencias
entre sus respectivos objetos de análisis, se han convertido en ciencias de hechos y, no olvidemos
que: “meras ciencias de hechos hacen meros seres humanos de hechos”. Este tipo de ciencias
se encargan, leibnicianamente hablando, de las verdades de hechos, quedando las verdades de
razón fuera del ámbito de estudio. Es decir, la filosofía, ciencia que históricamente se había hecho
cargo del estudio de estas verdades de razón (a través de preguntas y “métodos” metafísicos), al
caer en el objetivismo propio de las ciencias positivas (que se abstraen de todo lo subjetivo) se
convierte en una ciencia más de hechos. Por eso, Husserl se pregunta:
“¿Por qué fracasan las ciencias del espíritu, cuyo desarrollo ha sido tan rico y variado, a la hora
de rendir aquí el servicio que tan magníficamente prestan las ciencias de la naturaleza en su
esfera?” (“La crisis de la humanidad europea y la filosofía” en La crisis de las ciencias europeas).
Husserl realiza un análisis de la historia de la filosofía por medio del cual esclarecer el momento
y las razones por las que la filosofía se desvió de sus objetivos propios. Según el autor, a lo largo
de la historia se ha producido una constante lucha entre dos vertientes pretendidamente
filosóficas: (a) por un lado, aquellas filosofías que se hacían cargo de las preguntas significativas
para todo ser humano, de las verdades de razón, de las cuestiones metafísicas, en suma, aquellas
filosofías que “luchan por su auténtico y verdadero sentido y, en esa medida, por el sentido de
una auténtica humanidad”; (b) por otro lado, “las filosofías escépticas (o más bien anti-filosofías)
que sólo han conservado el nombre, pero no la tarea”. La primera vertiente, que tiene su origen
en la Grecia platónica (la de nuestra primera cosmovisión), tras verse detenida por la oscuridad
medieval, vivió un importante renacimiento con filósofos como Descartes volviendo a ser la
ciencia que pretendía “dar respuesta a todos los problemas concebibles, problemas de hecho y
problemas racionales, problemas de la temporalidad y de la eternidad”. Sin embargo, la propia
filosofía, siglos después, acabaría claudicando de su propio ideal y, ante los éxitos teóricos y
prácticos de las ciencias exactas, dejaría de lado su propia razón de ser para asemejarse a aquellas
otras ciencias. Así es como explica Husserl el surgimiento de corrientes tales como el
escepticismo, el empirismo o el positivismo, corrientes todas ellas anti-filosóficas en cuanto
negadoras de la posibilidad de toda metafísica. Veámoslo con sus propias palabras:
“El escepticismo respecto de la posibilidad de una metafísica, el desmoronamiento de la fe en un
filosofía universal como conductora del hombre nuevo, significa precisamente el
desmoronamiento de la creencia en la razón, entendida como los antiguos oponían la episteme
frente a la doxa. Ella es la que en última instancia da sentido a todo (…). Con esto cae también la
creencia en una razón “absoluta” a partir de la cual el mundo adquiere su sentido, la creencia en
el sentido de la historia, el sentido de la humanidad, en su libertad, esto es como capacidad
disposicional del ser humano de conferir sentido racional a su existencia humana individual y
general” (“La crisis de las ciencias como expresión de la radical crisis de la vida de la humanidad
europea” en La crisis de las ciencias europeas).

El regreso de las ideas desde el camino cartesiano


La crisis de la filosofía hará necesaria una revisión de la misma. Para ello, Husserl volverá la
mirada hacia cosmovisiones pasadas con el fin de analizar los anteriores logros a rescatar y
fracasos a evitar. En esta búsqueda, Husserl se encuentra con uno de sus antecesores que, al igual
que él, pretendió, ya en su tiempo, llevar a cabo una reformulación radical de la filosofía para
que ésta volviera a ser, como en la cosmovisión antigua, la ciencia primera y omniabarcante.
Este filósofo no será otro que René Descartes.
Descartes y Husserl no sólo coinciden en la necesidad de reforma filosófica, sino que concurren
también en la creencia sobre la necesidad de un nuevo método que, eliminando todos aquellos
conocimientos infundados o basados en prejuicios, alcance un verdad última e incontrovertible
a partir de la cual ir consiguiendo otras evidencias o conocimientos seguros, conocimientos a los
que “no les está permitido contener absolutamente nada de la oscuridad e incertidumbre que
prestan a los conocimientos, en otros casos, ese carácter de cosa enigmática, problemática”.
Aquello libre de prejuicios goza de una fundamentación auténtica, es decir, “los juicios se
muestran a sí mismos como correctos y, por tanto, se da la concordancia entre el juicio y el
correlato mismo del juicio”. Cuando un mentar judicativo se presenta con preeminencia sobre
otros se capta una evidencia, o dicho con palabras de Husserl: “a diferencia del mero mentar
lejano a las cosas, en las evidencias está presente la cosa como ella misma, el objeto lógico como
él mismo”. Como sin evidencia no se puede pretender ninguna validez definitiva, la búsqueda de
la misma ha de guiar el camino filosófico, es decir, el fenomenólogo debe indagar hasta llegar
a “los conocimientos primeros en sí que deben y pueden soportar todo el edificio escalonado
del conocimiento universal”.
Sin embargo, no todas las evidencias poseen el mismo estatus epistemológico. Por un lado existe
un tipo de evidencias -relativas- que son válidas para la vida cotidiana pero que no alcanzan la
perfección en tanto pueden ser incompletas, unilaterales o poco claras. Frente a éstas se presentan
las evidencias perfectas o adecuadas las cuales: “junto a su correlato, la verdad pura y genuina,
son dadas como una idea inmanente a la tendencia hacia el conocimiento”. Ahora bien, para poder
aceptar una evidencia como conocimiento primero en sí, no basta con que ésta sea adecuada sino
que ha de poseer una perfección mayor, la apodicticidad, esto es: “ha de ser absolutamente
indubitable en un sentido por completo determinado y peculiar”. En definitiva, ha de llevarse a
cabo una reflexión crítica previa que la determine como apodíctica, es decir, que refleje, como
señala Husserl:
“la destacada propiedad de ser en general no sólo certeza del ser de las cosas o de los objetos
lógicos en ella evidentes, sino de descubrirse al mismo tiempo como la absoluta impensabilidad
de su no-ser”. (Meditaciones cartesianas).
Precisamente, en la búsqueda de la primera evidencia apodíctica Husserl se acercará a
Descartes siendo el fruto que recoge de aquel la vuelta hacia el ego cogito en cuanto base
apodícticamente cierta y última de todo juicio. No obstante, este ego cogito se verá ampliado y
convertido en ego trascendental ya que Husserl no repetirá la filosofía cartesiana sino que
intentará extraer:
“lo que en realidad late en sus pensamientos, y que distinga seguidamente entre aquello de lo que
llegó a ser consciente y lo que determinadas obviedades, por otra parte muy naturales, le
ocultaron, sobreponiéndose sus ideas” (Meditaciones cartesianas)
Así, mientras que Descartes optaba por dudar de todo aquello que no se presentase como evidente,
Husserl se abstendrá de toda creencia experiencial, dejando fuera de juego la creencia en el
ser del mundo empírico, es decir, practicará la epojé, actitud fundamental de la fenomenología
trascendental. De este modo, la duda cartesiana se diferencia de la epojé de Husserl porque,
mientras que la primera es una actitud provisional que es preciso superar, un punto de partida para
una construcción metafísica que se realiza más allá de él, la epojé es un método y actitud
permanentes.

La fenomenología trascendental
Husserl diferencia dos tipos de actitudes posibles, a saber: (a) la actitud natural -aquella que
tenemos naturalmente ante el mundo cotidiano- y (b) la fenomenológica -la que resulta del
método fenomenológico, es decir, la que se inicia con la epojé-. La epojé permite un “echarse
para atrás” ante las cosas, para mirarlas de otro modo, con más distancia. Y esto sucede porque
la epojé, por una parte, excluye todos los juicios fundados en la experiencia natural, mientras
que, simultáneamente, libera a la mirada para que pueda captar las cosas tal como son en sí
mismas. No se trata de rechazar o negar la experiencia tal como es dada sino de suspender la
efectividad de las inclinaciones naturales, de tal manera que, dejándolas intactas, queden entre
paréntesis. Como dice el propio Husserl en sus Meditaciones:
“la epojé es un universal poner fuera de validez (“inhibir”, “poner fuera de juego”) todas las tomas
de posición con respecto al mundo objetivo ya dado, y ante todo las tomas de posición respecto
del ser” abstención que, además, no deja un vacío sino que permite ver, captar, al que medita, “su
propia vida pura con todas sus vivencias puras y la totalidad de sus menciones puras, el universo
de los fenómenos en el sentido de la fenomenología”.
La fenomenología pura, ciencia primaria, no supone ni presupone nada y sólo así es posible que
aspire a ser una ciencia de principios y realice el ideal de la autonomía del pensamiento filosófico
como último fundamento del conocimiento y de la realidad. Por ello:
“si yo me pongo a mí mismo por encima de toda esta vida [vida cotidiana, natural] y me abstengo
de llevar a cabo cualquier creencia de ser que tome al mundo directamente como algo existente,
si dirijo exclusivamente mi mirada a esta vida misma, en cuanto conciencia del mundo, entonces
me gano a mí mismo como ego puro con la corriente pura de mis cogitaciones”
Este ego puro es el ego trascendental husserliano pero su trascendentabilidad no debe ser
entendida, kantianamente, como opuesto a empírico, es decir, no es trascendental en el sentido de
que contenga la condición última de la posibilidad de la experiencia, sino que se opone al yo real
(natural) objetivado, siendo entonces, el ego, el último y concreto lugar de todo darse, de toda
mostración y legitimación.

La intencionalidad de la conciencia
En el desarrollo de la fenomenología trascendental es de fundamental importancia la
consideración que Husserl, a través de sus estudios de la psicología de Brentano, tiene sobre la
conciencia (y la relación de ésta con el mundo circundante). Brentano, contemporáneo de Husserl,
defendía la idea de la “intencionalidad” de la conciencia, esto es, la conciencia siempre es
conciencia-de-algo. La conciencia humana es intencional porque produce actos cuya
característica es el no quedarse en sí mismos sino ir más allá. Para Husserl la intencionalidad es
un movimiento, una relación dinámica entre el objeto intencional (lo conocido por el sujeto, el
cogitatum o noema) y el acto intencional (el acto mismo de conocer, el cogito o noesis). A raíz
de la idea de intencionalidad, el ego trascendental debe ser ampliado con otro miembro, el
cogitatum ya que:
“todo cogito, o como también decimos, toda vivencia de la conciencia mienta algo y lleva en sí
mismo su respectivo cogitatum” (Meditaciones cartesianas)
La concomitancia entre el ego y sus diferentes cogitaciones establece un esquema relacional en
el cual se da un movimiento bidireccional que los plenifica de sentido, es decir, cogito y cogitatum
se relacionan -intencionalmente- para llegar a ser lo que son. Por la intencionalidad se puede
hablar de una bipolaridad de la conciencia (conciencia-de) en tanto consta de un polo noético o
cogito y un polo noemático o de la corriente de las vivencias de la conciencia, lo pensado, el
cogitatum. Esta bidireccionalidad sería tal en función de la trayectoria noemática, constituida por
las
“descripciones del objeto intencional como tal en vista de las determinaciones que le son
atribuidas en los correspondientes modos de la conciencia, y la orientación noética, que atañe a
los modos del cogito mismo, los modos de la conciencia, por ejemplo, lo de la percepción, el
recuerdo, la retención, con las diferencias modales que le son inherentes, como la claridad y
distinción (Meditaciones cartesianas).
Las diferentes cogitaciones se relacionan entre sí, unificándose, mediante la síntesis, que es, según
dice Husserl: “el modo de enlace que unifica conciencia con conciencia”. La síntesis unifica
aquellas vivencias que aparecen separadas en su temporalidad objetiva, esto es, aquel tiempo en
el que aparecen los objetos idénticos como continuamente cambiantes, la temporalidad de la
actitud natural. Pero también la síntesis unifica aquellos modos de conciencia separados y muy
heterogéneos permitiendo la afirmación subjetiva de la identidad de tales modos. Más aún,
también hay síntesis cuando no se presenta la identidad sino la pluralidad, la multiplicidad e
incluso la contradicción o la incompatibilidad. Hasta aquí no cabe duda de que la síntesis unifica
las vivencias particulares, pero no se trata de que dichos enlaces se realicen ocasionalmente entre
algunas de ellas sino que por el contrario, la vida entera de la conciencia está unificada
sintéticamente. Este último nexo se da gracias a la conciencia del tiempo inmanente que
determina el fluir mismo de la conciencia en su intencionalidad en tanto es: “la forma fundamental
de esa síntesis universal y posibilita todas las demás síntesis de la conciencia”. Así, se explica que
las vivencias del ego aparezcan ordenadas temporalmente ya que el correlato de esa conciencia
del tiempo inmanente es la temporalidad inmanente misma.

La crisis de la humanidad responde a una crisis de las ciencias: tecnificación


del pensamiento y prejuicios
La crisis de las ciencias, y con ellas, la de la filosofía, que hemos venido analizando a lo largo de
esta subsección es la que está a la base una crisis más profunda e importante: la crisis del hombre
moderno, o como la llamará Husserl: “la crisis de la humanidad europea”. Dedicaremos esta
sesión al estudio de la conexión presentada por Husserl entre esos diferentes niveles en crisis y
veremos que, según las reflexiones a las que llega el fundador de la fenomenología trascendental
en sus últimos escritos, la causa de ese estado de indigencia no es otra que el olvido, por parte del
hombre, de aquello que lo hace ser lo que es: su mundo, el mundo de la vida.
Cuando Husserl hace alusión a la crisis de las ciencias, no debemos entenderla como una crisis
en cuanto a sus resultados, que ciertamente son indudables si atendemos a los progresos que
caracterizan a la cosmovisión tecnológica por excelencia, sino en relación al significado que éstas
puedan tener para la existencia humana. ¿Qué pueden decirnos las ciencias sobre el sentido de
la vida? ¿No deberían éstas, en tiempos de guerras y calamidades, ayudar al hombre a entender
el porqué de su situación vital? Los sucesos del tiempo histórico de Husserl muestran a una
humanidad enferma y por ello el filósofo se pregunta: “¿Cómo es posible que no se haya llegado
nunca a una medicina científica, a una medicina de las naciones y de las comunidades
supranacionales?”
Las ciencias exactas, como por ejemplo la física, la matemática o la geometría, tienen como objeto
de estudio el “mundo de los hechos” y en este sentido, aparentemente, no son responsables de
la falta de respuestas ante la razón o sinrazón del mundo. Sin embargo, cuando las “ciencias del
espíritu”, las que se ocupan del alma del ser humano entendida como “espiritualidad”, quieren
asemejarse, en cuanto ciencias, a las primeras, todo el saber científico queda reducido a mera
positividad, y el hombre es tomado como un hecho más, susceptible de ser calculado y analizado
científicamente. Este modo de desarrollo del pensamiento científico se debe a una construcción
sobre prejuicios que comienza en cosmovisiones anteriores y que se basa en el siguiente error:
creer que el proceder de las ciencias exactas es el único correcto y válido para todo
conocimiento, y por ello, todo otro proceder, incluso el filosófico o el psicológico, debe
asemejársele. Sin embargo, las ciencias exactas necesitan estar fundamentadas sobre algo
exterior a ellas mismas para que sus propios métodos tengan verdadera validez para la existencia
general del hombre. Es precisamente ese fundamento el que les falta. Veamos cómo nos lo explica
el propio Husserl:
“Las transformaciones revolucionarias de Einstein afectan a las fórmulas en las que es tratada la
physis idealizada e ingenuamente objetivada. Pero de cómo en general las fórmulas, de cómo los
objetos matemáticos reciben en general sentido sobre el trasfondo de la vida y del mundo
circundante intuitivo, de eso no llegamos en absoluto a enterarnos, razón por la que puede decirse
que Einstein no reforma el tiempo y el espacio en los que nuestra vida viviente discurre”(P353)
Para comprender mejor la construcción argumentativa de Husserl, pongamos un ejemplo. El
punto de partida de una ciencia como la geometría es la realidad empírica, el mundo que captamos
directamente con nuestros sentidos. Observamos diferentes formas en la naturaleza, como por
ejemplo, este cubo. La existencia de este cubo no es puesta en cuestión, sino simplemente creemos
en él porque se nos aparece, podemos tocarlo, sentirlo y pensarlo, y al pensarlo tenemos ya una
idea de su naturaleza. Desde la geometría, esa idea es el punto de partida con el que el científico
trabajará e irá creando un nuevo sentido del cubo -mundo ideal- en el que éste se nos aparecerá
como el “poliedro de seis caras congruentes”. De este modo, desde la esfera real, la que se mueve
entre cubos reales, vamos pasando a una esfera ideal que trabaja con los cubos objetivamente
cognoscibles y siempre disponibles sin que sea necesario renovar la construcción de su sentido
cada vez que pensamos en ellos, ya que éste ha quedado determinado con anterioridad
(recordemos, un cubo es un “poliedro de seis caras congruentes”). Frente a lo que sucede en la
esfera real, que cada vez que se enfrenta con un cubo diferente queda descartada toda pretensión
de identidad y exactitud, la idealidad de la geometría nos ofrece la estabilidad de un conocimiento
absoluto sobre los cubos, conocimiento que, por estas ventajas, se revierte entonces sobre la esfera
real, proporcionando el método para el cálculo de los cubos cotidianos por medio de una
“geometría aplicada”. Es decir, para analizar cualquier nuevo cubo real, partimos de la base de
que un cubo es un “poliedro de seis caras congruentes”. Además, la geometría podría enriquecer
su idea de cubo trabajando conjuntamente con otras ciencias exactas y, por ejemplo, por medio
de una aritmetización algebraica, definir entonces el cubo por su volumen: ahora sabríamos que
éste es su arista elevada al cubo. Si se lleva este proceso hasta todos los objetos del mundo, las
ciencias de esa “naturaleza exacta” resultante de la idealización (el paso del cubo real a la idea de
cubo que hemos visto), se produce el efecto que quiere denunciar Husserl, a saber: la
superposición de la “naturaleza idealizada” sobre la “verdadera naturaleza”, la intuitiva y
real que conforma el mundo circundante de los hombres.
El paso de la realidad a la idealización es necesario para el desarrollo del conocimiento, por
supuesto, pero también puede llegar a ser peligroso si impide una vuelta al sentido originario del
ser de las cosas en cuanto hace que se pierda su sentido originario. Según Husserl, esto es lo que
precisamente caracteriza a la deriva del pensamiento moderno que está a la base de la crisis de su
tiempo y que comienza, a ojos del filósofo, con Galileo. Según señala el autor:
Partiendo del modo prácticamente comprensible como la geometría contribuye a una
determinación unívoca, en una esfera del mundo circundante sensible, transmitida desde hacía
mucho tiempo, Galileo se dijo: siempre donde tal método se haya configurado, habremos
superado también la relatividad de las concepciones subjetivas que, sin duda, es esencial al mundo
empírico-intuitivo. Pues de ese modo alcanzamos una idéntica verdad no-relativa, con respecto a
la cual se pueden convencer quienes logren comprender y practicar este método. Aquí también
reconocemos un mismo existente verdadero, aunque en la forma de lo empíricamente dado a partir
de una aproximación a acrecentar permanentemente, en la forma de ideal geométrico que funciona
como polo conductor. (p71)
En definitiva, con Galileo se sentarían las bases para una progresiva tecnificación del
pensamiento tal que éste quedará, tras la modernidad, reducido a mera utilidad y alejado del
sentido originario de la vida. Desde entonces todo deseo de conocimiento, incluido el filosófico,
se detendrá en esa naturaleza idealizada sin penetrar en el mundo en el que viven los seres
humanos y sólo con referencia al cual tiene sentido cualquier ciencia. Por ello, las ciencias no
pueden más que estar en crisis: porque su fundamento, el mundo de la vida, ha sido dejado
en el olvido.

Historia del desarrollo de la humanidad europea: Grecia ¿Por qué humanidad


europea?
Antes de profundizar en cómo Husserl aborda este olvido del mundo de la vida, veamos qué
relación existe, para el autor, entre las diferentes crisis: la de las ciencias, la de filosofía y la
de humanidad, o más concretamente, la de humanidad europea. Ante el éxito de las empresas
científicas, la filosofía emprendió una suerte de carrera por igualarse a aquellas en su método y
resultados hasta tal punto que, según Husserl la filosofía:
“creyó haber descubierto el verdadero método universal, a partir del que sería posible construir
una filosofía sistemática que culminaría en la metafísica, y en verdad, seriamente, como
philosophia perennis”. (P53)
Sin embargo, lo que para las ciencias resultó tan productivo, acabó por destruir la viabilidad
filosófica desde su misma base. La imposibilidad de aplicar los métodos, que tan bien funcionaban
para los hechos, a las preguntas sobre cuestiones metafísicas hizo que la filosofía, sintiéndose
fracasada, pasara a convertirse en problema para sí misma. Ahora, la principal y única
pregunta a la que debía responder era a la posibilidad de sí misma. Por ello dice Husserl que:
“sobreviene ahora, desde Hume y Kant hasta nuestros días, un largo período de lucha apasionada
por alcanzar una clara auto-comprensión de las verdaderas razones de este fracaso que duró
siglos”. (P55)
Pero más aún, la crisis de la filosofía implica necesariamente la crisis de las ciencias ya que
éstas necesitan aquellas respuestas metafísicas si quieren alcanzar los fundamentos externos de
los que carecen. Por ello Husserl continua diciéndonos que:
“el problema de una metafísica posible abarca eo ipso también el de la posibilidad de las ciencias
de hechos, que sin embargo, precisamente tenían su sentido de relación, su sentido como verdades
para el mero ámbito de lo existente, en la inseparable unidad de la filosofía” (P55)
Y no acabamos aquí porque la crisis de la filosofía no sólo implica la de las ciencias sino que es
muestra de una crisis mayor, la de la humanidad ya que éstas, la filosofía y la humanidad
europea, nacen de la mano. Aclaremos previamente que cuando Husserl nos habla de humanidad
europea no lo hace en un sentido geográfico sino cultural, y en este sentido, el rasgo que ha de
observarse en esa humanidad es:
“la unidad de su vida espiritual, de un hacer y de un crear: con todos los objetivos, intereses,
preocupaciones y esfuerzos, con las configuraciones teleológicas, con las instituciones y
organizaciones”. (P328)
Pues bien, esta humanidad, unida espiritualmente, tiene un claro lugar de nacimiento: la Grecia
de los siglos VII y VI a. C, el sitio y momento en el que surgió una nueva actitud frente al
mundo: la actitud filosófica. Ésta es la que comienza a preguntarse, por primera vez, por la
totalidad de lo existente y que, tras dividir ese todo en regiones, produce ramificaciones que
derivarán en la diversidad de ciencias especiales. Humanidad europea, filosófica y científica se
nos aparecen ahora como sinónimas para Husserl y su especificidad, comparada con otras formas
de cultura, proviene precisamente de este modo de abordar el mundo y producir sus
conocimientos. En Grecia, en definitiva, aparecen por primera vez las ideas, es decir, por
primera vez el quehacer del hombre deja de ser exclusivamente real para ser, también, ideal. A
su vez, la producción de materiales ideales genera nuevos y más avanzados niveles de idealidades
sucesivamente hasta el punto de establecerse, como característica principal, una actitud
puramente teorética como forma de comunidad. Y éste es precisamente el rasgo último que
caracteriza a la humanidad europea frente a otras que, si bien han desarrollado intereses
universales, no han llegado a establecer comunidades como la europea. Husserl lo señala así:
“Sólo entre los griegos nos encontramos con un interés vital (cosmológico) en la forma
esencialmente nueva de una actitud puramente <"teorética">, y como forma de comunidad en la
que este interés irradia y se desarrolla por razones internas, la comunidad esencialmente nueva de
los filósofos, de los científicos (de los matemáticos, de los astrónomos, etc.). Se trata de hombres
que no trabajan aislados, sino unos con otros y unos para otros, en un trabajo comunitario
interpersonal, por tanto, que no aspiran sino a la teoría y sólo producen teoría, una teoría cuyo
crecimiento y perfeccionamiento constante termina, con la extensión del círculo de los
colaboradores y la sucesión de las generaciones de los investigadores, por ser finalmente asumida
en la voluntad en el sentido de una tarea infinita y general. La actitud teorética tiene en los griegos
su origen histórico”.(P335)

La toma de conciencia: el mundo de la vida (que había sido olvidado en pos del
pensamiento científico)
Sabiendo que en la antigüedad las ciencias no habían renunciado a las preguntas humanas
específicas, es decir, que ciencia y filosofía trabajan unidas bajo esa actitud teorética, Husserl se
concentra en analizar cómo en el Renacimiento hubo un primer intento de recuperación ante
la oscuridad de la existencia medieval. La filosofía renacentista toma conciencia de que
recuperando el carácter de la existencia “filosófica” se alcanzaría la libertad de una vida guiada
por la razón. De este modo, se puso en valor el ideal antiguo con vistas a restablecer a la filosofía
a partir de la investigación y la crítica para conseguir que ésta volviera a ser la ciencia
omniabarcadora, o ciencia de la totalidad de lo que es, que había sido en su origen. Así, dice
Husserl que:
Para el “platonismo” renovado se trata de que no sólo vale configurarse de nuevo a sí mismo
éticamente sino, a partir de la razón libre, de las intelecciones de una filosofía universal, de
[configurar] nuevamente la totalidad del mundo circundante humano, la existencia política, la
existencia social de la humanidad”. (P52)
Si esto fue así, ¿qué fue lo que falló? ¿Por qué la filosofía no consiguió restablecerse? Como
señalamos anteriormente, el paradigma científico basado en un concepto positivista arrastró
cualquier pretensión de reconstrucción filosófica imposibilitando con ello la ocasión de todo
conocimiento verdadero y racional. Vimos que la clave de este fracaso se basaba el olvido de lo
más cercano al propio hombre: su mundo, el mundo en el que éste desarrolla cotidianamente su
vida. Pero, ¿qué es ese mundo de la vida? Sabemos ya que para conocerlo es necesario partir
desde una filosofía nueva que deje atrás los errores cometidos hasta ahora, y ésta no será otra que
la fenomenología trascendental que estudiamos en la sesión anterior. Husserl, a pesar de haber
abandonado el camino cartesiano, continuará sus investigaciones aplicando el método
fenomenológico, y gracias a él, alcanzara la concepción de aquello que quedaba oculto en la
filosofía de Descartes y que había sido obviado y olvidado por las filosofías anteriores, a saber,
la necesidad de la existencia del mundo como correlato de la conciencia.
Recordemos que para Husserl existen dos actitudes posibles: la actitud natural, aquella intuitiva
y previa a la aplicación del método fenomenológico, y la actitud fenomenológica, aquella otra a
la que se llega después de haber llevado a cabo la epojé y gracias a la cual podemos ponernos en
el umbral del conocimiento filosófico y alcanzar el acto puro o trascendental, el puro referirse del
ser. Volvamos por un momento a realizar el movimiento que vimos en el camino cartesiano de la
sesión anterior: si yo practico la epojé y pongo entre paréntesis todo hecho suspendiendo así mi
juicio sobre el ser de las cosas, lo único que parece quedar es, cartesianamente hablando, mi
conciencia. Ahora bien, el punto de la fenomenología trascendental se halla en la consideración
de la intencionalidad de la conciencia, intencionalidad que implica que la conciencia es siempre
uno de los dos polos (noesis - cogito) en una relación bipolar. Así pues, la conciencia es siempre
conciencia de algo (noema - cogitatum), pero, ¿de qué? Yendo al límite de toda reducción
fenomenológica, lo que nos queda, según Husserl, como el a priori de correlación universal es
precisamente esto: la conciencia es conciencia por el mundo que concibe y el mundo es mundo
por la conciencia que lo concibe a él. Y este mundo, fenomenológicamente conocido, es el que
Husserl llama mundo de la vida.
Debemos tener en cuenta que el mundo científico objetivo construido por las idealizaciones que
señalamos antes, consiguió suplantar al mundo intuitivo e inmediato debido a que éste se nos hace
presente sólo temáticamente. El horizonte que aparece en toda experiencia es sólo un referente
parcial, un “aspecto” o “lado” que remite a otro mayor, “íntegro” abierto e infinito. Todos los
horizontes parciales de los diversos objetos se implican a su vez unos con otros, es decir, se co-
presentan como una suma de singularidades que van más allá del instante propio de cada
percepción. Así es que podemos hablar, por ejemplo, de nuestra vida pasada y nuestra vida futura,
y hacerlo en relación con nuestro presente, como partes integrantes, todas ellas, de nuestra vida
en general. Sin embargo, el horizonte total de “mundo”, el mundo de la vida husserlianamente
hablando, se da antes que cada uno de los horizontes parciales: es, de hecho, la condición de
posibilidad de los mismos en cuanto fundamenta su sentido. Pero para alcanzar este
conocimiento es necesario pensarlo fenomenológicamente, y sólo así advertimos que el mundo
es una certeza que precede a toda actividad cognoscitiva, o dicho de otro modo, el mundo de
la vida es primario y previo a todo otro en cuanto es el ámbito de las evidencias originarias.
Todas las experiencias de la actitud natural se dan presuponiendo ya este mundo como suelo sobre
el que vivimos, y sólo por medio de una segunda actitud, la fenomenológica, podemos
desvelar su inicial anonimato y descubrirlo como ya dado, tomando conciencia de que ha
estado siempre actuando como nuestro horizonte último. Adoptando, pues, la actitud
trascendental (mediante la epojé de la actitud natural) tomamos conciencia del hecho fundamental
al que arriba Husserl: la mutua presencia de mundo y subjetividad.
A partir de aquí la cuestión que se planteará es la de la posibilidad de una ciencia de este nuevo
mundo fenomenológicamente alcanzado. Como es obvio, Husserl no va a pretender establecer
una ciencia en el sentido lógico-matemático que ha denunciado como causa de la crisis final, sino
encontrar el modo cómo, a partir de este nuevo comienzo, se debe proseguir evitando las trampas
anteriormente desveladas. Sin llegar a definirlo, dado que su trabajo se vería interrumpido por su
fallecimiento, Husserl sí abrirá nuevas líneas de pensamiento a través de las voces de
discípulos suyo tales como Merleau Ponty, Sartre o Heidegger. Nos ocuparemos de Heidegger
en la próxima sesión. Por el momento, lo que debemos retener, es que la crisis propia de esta
cosmovisión, tal como nos lo ha mostrado Husserl, no es más que la pérdida de sentido del
propio mundo, esto es, el enmascaramiento del mundo de la vida como punto de partida del
proceso de idealización llevado a cabo por las ciencias y la filosofía. Así, podemos acabar
escuchando las palabras con las que, el propio autor, termina su conferencia sobre la “La filosofía
en la crisis de la humanidad europea”. El autor nos dice así:
“La crisis de la existencia europea sólo tiene dos salidas: la decadencia de Europa en la alienación
respecto de su propio sentido racional de la vida, la caída en el odio espiritual y en la barbarie, o
el renacimiento de Europa desde el espíritu de la filosofía mediante un heroísmo de la razón que
supere definitivamente el naturalismo. El mayor peligro de Europa es el cansancio. Luchemos
contra este peligro de los peligros como “buenos europeos” con esa valentía que ni siquiera se
arredra ante una lucha infinita; resurgirá entonces de la brasa destructora de la incredulidad, del
fuego lento de la desesperación sobre la misión de Occidente respecto de la humanidad, de las
cenizas del gran cansancio, el Fénix de una nueva vida interior y de una espiritualización nueva,
garantía primera de un futuro grande y remoto para la humanidad: porque sólo el espíritu es
inmortal.

LA ÉPOCA DE LAS IMÁGENES (TOTALES) DEL MUNDO


Introducción
A lo largo de este tema profundizaremos en el pensamiento del filósofo con el que el profesor
Félix Duque nos introdujo en nuestra última cosmovisión: Martin Heidegger. Discípulo de
Husserl, Heidegger continuará el camino fenomenológico propuesto por su maestro, e intentará,
así, ir siempre “a las cosas mismas”. A través de este método, recordemos, se elimina (o al
menos se pretende eliminar) todo prejuicio o valoración que pueda socavar una reflexión
verdaderamente filosófica.
Pues bien, pensando fenomenológicamente, Heidegger advierte una idea de importancia tal que
fundamentará toda su propuesta y que, por ello, debemos tomar en consideración antes que nada.
Se trata de la comprensión de la causa última de la “decadencia espiritual del planeta”, esto
es: el olvido de la pregunta por el ser, o dicho de otro modo: la pregunta por aquello
incondicionado que condiciona todo lo demás y que hace que lo que es sea como es.
En efecto, para Heidegger la filosofía occidental, bien sea como metafísica o como cualquier otra
clase de ciencia particular, se ha limitado a pensar lo ente, dejando a un lado el pensamiento por
el ser que subyace a aquel. Ilustremos en qué consiste este olvido por medio de uno de los muchos
ejemplos que nos ofrece Heidegger en su Introducción a la metafísica y que dice así:
“Un Estado… es. ¿En qué consiste su ser? ¿En que la policía de Estado detenga a un sospechoso,
o en que en el ministerio del Reich tantas máquinas de escribir tecleen y admitan los dictados
provenientes de los secretarios de Estado y de los consejeros ministeriales? ¿O "es" el Estado en
la entrevista del Führer con el ministro inglés de Asuntos Exteriores? El Estado es; pero ¿dónde
se mete el ser? Y, en definitiva, ¿acaso se mete en alguna parte?
Pero aún más: la metafísica occidental, que no diferencia entre ser y ente, no sólo ha olvidado
la pregunta por el ser de los entes sino que, además, ha olvidado ese olvido y, por ello, ha caído
en el nihilismo propio de la modernidad. En otras palabras: el hombre occidental se ha alejado
del ser, se ha olvidado de este alejamiento, y, olvidando su olvido, vive una existencia
inauténtica. El “oscurecimiento” o “devastación” del mundo, tal como es considerado por
Heidegger, queda bien reflejado en sus siguientes palabras:
“Cuando el último rincón del planeta haya sido conquistado por la técnica y esté preparado para
su explotación económica; cuando cualquier acontecimiento en cualquier ocasión y a cualquier
hora se haya vuelto accesible con la rapidez que se desee; cuando uno pueda "vivir"
simultáneamente un atentado a un rey en Francia y un concierto sinfónico en Tokio; cuando el
tiempo sólo equivalga ya a velocidad, instantaneidad y simultaneidad y el tiempo como historia
haya desaparecido de la existencia de cualquier pueblo; cuando el boxeador sea considerado el
gran hombre de un pueblo; cuando las cifras millonarias de las manifestaciones de masas sean un
triunfo… entonces, incluso entonces, todavía se cernirá como un fantasma sobre toda esa locura
la pregunta: ¿para qué? ¿Hacia dónde?... ¿Y luego qué?
Para Heidegger sólo cabe un nuevo comienzo que recupere lo que hasta ahora se ha dejado atrás,
lo oculto. Ahora bien, comenzar otra vez no significa volver a un pasado conocido e imitable,
sino empezar de una manera más originaria a través de un nuevo pensar. Para ello, si se quiere
buscar un sentido completamente distinto de los hallados por la metafísica tradicional, habrá de
conocerse, primero, la historia de aquélla, historia que, para este filósofo alemán, coincide tanto
con la historia de Occidente como con la de la modernidad. De este modo, a través del estudio
de los fenómenos esenciales de la época moderna, conoceremos el desarrollo histórico y las
consecuencias del olvido denunciado por Heidegger y que, en última instancia, configuran la
cosmovisión de “la época de la imagen del mundo”.
Debemos hacer, no obstante, una última advertencia. A la hora de acercarse al pensamiento de
Heidegger, algunos especialistas lo dividen en dos grandes épocas: una primera vinculada a su
obra Ser y Tiempo y relacionada, fundamentalmente, con la pregunta por el sentido del ser a
través del análisis del Dasein, y otra segunda que respondería a un viraje en cuanto el interrogante
central sería, entonces, la pregunta por la verdad del ser. Nosotros nos ocuparemos, en este
sentido, de ese “segundo Heidegger” dado que no entraremos en profundidad en el análisis de Ser
y Tiempo, centrándonos, sobre todo, en sus obras posteriores. Ahora bien, más allá de esta
separación, el proyecto principal de Heidegger fue siempre alcanzar una hipotética respuesta a
la cuestión del ser, y esto es lo que, en definitiva, nos interesa y pasaremos a analizar.

Martin Heidegger, Caminos de bosque


"La época de la imagen del mundo" en Caminos de bosque.
En la metafísica se lleva a cabo la meditación sobre la esencia de lo ente así como una decisión
sobre la esencia de la verdad. La metafísica fundamenta una era, desde el momento en que, por
medio de una determinada interpretación de lo ente y una determinada concepción de la verdad,
le procura a ésta el fundamento de la forma de su esencia. Este fundamento domina por completo
todos los fenómenos que caracterizan a dicha era, y viceversa: quien sepa meditar puede reconocer
en estos fenómenos el fundamento metafísico. La meditación consiste en el valor de convertir la
verdad de nuestros propios principios y el espacio de nuestras propias metas en aquello que más
precisa ser cuestionado.
Uno de los fenómenos esenciales de la Edad Moderna es su ciencia. La técnica mecanizada es
otro fenómeno de idéntica importancia y rango. Pero no se debe caer en el error de considerar que
esta última es una mera aplicación, en la práctica, de la moderna ciencia matemática de la
naturaleza. La técnica mecanizada es, por sí misma, una transformación autónoma de la práctica,
hasta el punto de que es ésta la que exige el uso de la ciencia matemática de la naturaleza. La
técnica mecanizada sigue siendo hasta ahora el resultado más visible de la esencia de la técnica
moderna, la cual es idéntica a la esencia de la metafísica moderna.
Un tercer fenómeno de igual rango en la época moderna es el proceso que introduce al arte en el
horizonte de la estética. Esto significa que la obra de arte se convierte en objeto de la vivencia y,
en consecuencia, el arte pasa por ser expresión de la vida del hombre.
Un cuarto fenómeno se manifiesta en el hecho de que el obrar humano se interpreta y realiza como
cultura. Así pues, la cultura es la realización efectiva de los supremos valores por medio del
cuidado de los bienes más elevados del hombre. La esencia de la cultura implica que, en su calidad
de cuidado, ésta cuide a su vez de sí misma, convirtiéndose en una política cultural.
Un quinto fenómeno de la era moderna es la desdivinización o pérdida de dioses. Esta expresión
no se refiere sólo a un mero dejar de lado a los dioses, es decir, al ateísmo más burdo. Por pérdida
de dioses se entiende el doble proceso en virtud del que, por un lado, y desde el momento en que
se pone el fundamento del mundo en lo infinito, lo absoluto, la imagen del mundo se cristianiza,
y, por otro lado, el cristianismo transforma su cristianidad en una visión del mundo (la concepción
cristiana del mundo), adaptándose de esta suerte a los tiempos modernos. La pérdida de dioses es
el estado de indecisión respecto a dios y los dioses. Es precisamente el cristianismo el que más
paree ha tenido en este acontecimiento. Pero, lejos de excluir la religiosidad, la pérdida de dioses
es la responsable de que la relación con los dioses se transforme en una vivencia religiosa. Cuando
eso ocurre es que los dioses han huido. El vado resultante se colma por medio del análisis histórico
y psicológico del mito.
¿Qué concepción de lo ente y qué interpretación de la verdad subyace a estos fenómenos?

La cuestión del ser


Heidegger es presentado por muchos estudiosos como “el filósofo del ser”. Su filosofía se dirigió
siempre a responder a una sola pregunta esencial: la pregunta por el ser [das Sein]. A pesar de
ello, su proyecto filosófico suele encuadrarse en dos tiempos o épocas, conocidas como las del
“primer” y “segundo” Heidegger. ¿A qué se debe esta ambivalencia? En su Carta sobre el
humanismo, Heidegger hace referencia a un “giro que lo cambia todo”, giro que habría de ubicarse
en “Tiempo y ser”, es decir, en la “tercera sección de la primera parte” de Ser y Tiempo, su primera
-e inacabada- gran obra (1927).
Este giro -conocido por los especialistas como ( la Kehre) (aludiendo a la expresión en alemán
Kehre des Denkens)- no implicaría un abandono del “pensamiento del ser” [Seinsdenke] que era
objeto del filósofo, sino que respondería a un cambio de perspectiva a la hora buscar caminos
de investigación. Por ello nos vale, para entender la relación entre ser y ente, lo que Heidegger
señalar ya en Ser y Tiempo indicando que:
“El ser, tema fundamental de la filosofía, no es el género de ningún ente, y sin embargo toca a
todo ente. Hay que buscar más alto su "universalidad". El ser y su estructura están por encima de
todo ente y de toda posible determinación de un ente que sea ella misma ente. El ser es lo
transcendens pura y simplemente. La trascendencia del ser del "ser ahí" es una señalada
trascendencia, en cuanto que implica la posibilidad y la necesidad de la más radical
individuación.”
Ahora bien, si la tarea propuesta en Ser y Tiempo implicaba pensar el sentido del ser desde la
comprensión humana de éste (esto es: interrogando al “ser-ahí” [Dasein] sobre el ser), el giro o
kehre traerá un nuevo talante con el que, dejando a un lado el posible antropocentrismo o
subjetivismo anterior, continuase la meditación sobre el ser desde la propia perspectiva del
ser.
Independientemente de las discusiones que entre los especialistas puedan darse acerca de la
existencia de uno o dos “Heideggers”, lo que ahora nos interesa es que el tema central de su
filosofía fue siempre el mismo: la cuestión del ser. Y nos interesa fundamentalmente porque ello
dará cuenta de la cosmovisión en la que nos hallamos -la cosmovisión tecnológica- en conexión,
una vez más, con las anteriormente estudiadas. Según Heidegger, la filosofía occidental y
concretamente la metafísica, casi desde sus comienzos con Platón, y hasta su final, con
Nietzsche, se caracteriza por haber olvidado el ser. Ese olvido del ser [Seinsvergessenheit]
muestra que la metafísica lo ha dejado apartado en pos del ente, o dicho de otro modo:
esforzándose por contestar a la pregunta por el ser del ente, la filosofía occidental interpretó que
este ser era otro ente. Siendo así el fundamento de todos los entes -el ser- otro ente, la
interpretación del mismo por parte de la metafísica adquirió múltiples formas: Dios, Naturaleza,
“cosa en sí”... Sin embargo, para Heidegger, el ser de los entes no es, ni será nunca, un ente más,
y por tanto, lo único que queda preguntarse ahora es: ¿Qué es el ser?

Metafísica: de Platón a Nietzsche.


Una de las características del pensamiento sobre el ser tras el viraje heideggeriano es la
importancia que, a partir de entonces, se le dará a la historia, (cómo no: a la historia del ser).
Según afirma el autor, es posible narrar la historia del ser en función de la posición metafísica
fundamental (o con otras palabras: aquello que determina la epocalidad, como veremos que
señala en “La época de la imagen del mundo”).
A ojos de Heidegger, la metafísica nació con Platón. En concreto, con la filosofía platónica se
produce un giro en el sentido de la verdad del ser, a saber: se abandona la idea de verdad como
aletheia o desocultamiento para pasar a ser entendida como corrección o adecuación del mirar (a
las ideas). Tanto la verdad como el ser remiten, desde Platón, al hombre, ente que pasa a ocupar
una posición privilegiada respecto a los demás entes. El error de Platón, según Heidegger, fue
asociar la verdad con la “corrección” olvidando, de esta suerte, que el concepto de verdad es
ontológico. O dicho de otro modo: la verdad es previa a cualquier adecuación porque remite,
precisamente, a lo que se oculta: la verdad, en definitiva, es manifestación del ser. A partir de
entonces, todas las propuestas posteriores acerca de la noción de verdad no serán más que
modalidades o versiones de lo que ya apareció con Platón: la verdad remitida fundamentalmente
al hombre, esto es: humanismo.
Nietzsche se nos presentará como el último eslabón de esa cadena moderna en cuanto será él
quien convierta el ser de la verdad en valor e invierta el platonismo. Con Nietzsche se cumple
lo que le que faltaba a la metafísica en su historia, a saber: negarse a sí misma. Toda metafísica
queda acabada en tanto que Nietzsche representa su última posibilidad: la negación de sí misma
al descubrirse ésta como ficción, es decir, el ser como valor puesto por un determinado ente que
se sabe voluntad de poder. En definitiva, la transvaloración de Nietzsche invierte la estructura
básica de la metafísica y ésta llega a su fin. Este fin, además, se refleja en el surgimiento de la
técnica en cuanto ésta permite la consumación de la metafísica. Según Heidegger, la aspiración
de la metafísica era el dominio de lo ente por medio de un concepto del ser de lo ente que lo
facilitase. La técnica, en cuanto tal dominio, es por tanto, la plena realización del sueño platónico,
la consumación del proyecto metafísico de la modernidad.

Modernidad o La época de la imagen del mundo


Si para Heidegger el ser de cada época viene dado por su posición metafísica fundamental, la
modernidad puede ser entendida como la época de la metafísica de la subjetividad, o dicho con
sus propias palabras: “la época de la imagen del mundo”. Veamos con detenimiento qué significa
esto.
Los fenómenos históricos de una época deben ser estudiados desde la metafísica que les
corresponde y, por ello, según expone Heidegger en “la época de la imagen del mundo”, en la
modernidad son cinco los fenómenos a tener en cuenta, a saber: técnica, ciencia, arte, cultura y
desdivinización. Para acceder a ellos hay que buscar la tanto la concepción de lo ente como la
interpretación de la verdad que les subyace, es decir: conocer sus fundamentos metafísicos.
Heidegger, al buscar la posición metafísica fundamental de la modernidad, se centrará en el
análisis de la ciencia moderna, preguntándose, desde un primer momento “en qué consiste su
esencia”. Las consecuencias que el autor extraiga de este estudio le permitirán afirmar que, “frente
a la imagen del mundo medieval o antigua”, la “moderna imagen del mundo” se caracteriza por
una serie de cambios que podemos resumir en (a) el pensar ahora es entendido como un
representar, así (b) el hombre aparece como sujeto (ente por excelencia), (c) el ente como
objeto, (d) el ser del ente como la representabilidad de lo ente y (e) la verdad como certeza.
Todo ello hace afirmar a Heidegger que la modernidad es “la época de la imagen del mundo”.
Pero, ¿qué significa esto exactamente? Veamos qué nos dice el autor:
“La palabra “imagen” hace pensar en primer lugar en la reproducción de algo. Según esto, la
imagen del mundo sería una especie de cuadro de lo ente en su totalidad. Pero el término “Imagen
del mundo” quiere decir mucho más que esto. Con esa palabra nos referimos al propio mundo, a
él, lo ente en su totalidad (…) Allí donde el mundo se convierte en imagen, lo ente en su totalidad
está dispuesto como aquello gracias a lo que el hombre puede tomar sus disposiciones (…) Imagen
del mundo, comprendido esencialmente, no significa por tanto una imagen del mundo, sino
concebir el mundo como imagen”.
En el mundo como imagen lo ente es representado, es decir, el hecho de que lo ente sea
representable es su característica principal. Así, si en Grecia el ser era aquello que permanecía
oculto y lo ente lo que se desocultaba a través de la aletheia, siendo imposible, de este modo, el
dominio del hombre sobre aquel ente, en el mundo moderno, al convertir el mundo en imagen, se
ha dado el salto que permite ese dominio de lo ente propio de la modernidad, dominio por el cual,
según Heidegger, se suceden las luchas propias de esta época. Referir todo el mundo (todo lo
ente) al yo no es otra cosa más que dominarlo. En esta dominación también el hombre se pone
a sí mismo: no olvidemos que es el ente por excelencia. El hombre, en definitiva, también es
imagen. Por otro lado, la máxima consumación de ese dominio es la “técnica”, técnica siempre
apoyada en el cálculo y la planificación. Veamos cómo nos lo resume el propio autor:
“El fenómeno fundamental de la Edad Moderna es la conquista del mundo como imagen. La
palabra imagen significa ahora la configuración de la producción representadora. En ella el
hombre lucha por alcanzar la posición en que puede llegar a ser aquel ente que da la medida a
todo ente y pone todas las normas. Como esa posición se asegura, estructura y expresa como
visión del mundo, la moderna relación con lo ente se convierte, en su despliegue decisivo, en una
confrontación de diferentes visiones del mundo muy concretas, esto es, sólo de aquellas que ya
han ocupado las posiciones fundamentales extremas del hombre con la suprema decisión. Para
esta lucha entre visiones del mundo y conforme al sentido de la lucha, el hombre pone en juego
el poder ilimitado del cálculo, la planificación y la corrección de todas las cosas. La ciencia como
investigación es una forma imprescindible de este instalarse a sí mismo en el mundo, es una de
las vías por las que la Edad Moderna corre en dirección al cumplimiento de su esencia a una
velocidad insospechada por los implicados en ella. Es con esta lucha entre las visiones del mundo
con la que la Edad Moderna se introduce en la fase más decisiva y, presumiblemente, más
duradera de toda su historia”.

El origen de la obra de arte: primeras preguntas


Hemos visto que uno de los fenómenos esenciales de la época de la imagen del mundo (o época
moderna) es “el proceso que introduce al arte en el horizonte de la estética”, o como señala
Heidegger, el proceso por el que “la obra de arte se convierte en objeto de la vivencia y, en
consecuencia, el arte pasa por ser expresión de la vida del hombre”. Partiendo de esta
consideración, dedicaremos esta última sección al análisis de la ontología del arte que propone
el filósofo alemán con vistas a entender, en última instancia, cuál es la relación con el arte propia
del hombre moderno y cuáles son las consecuencias que de ella se desprenden.
Decimos que Heidegger propone una ontología estética puesto que sus reflexiones sobre el arte
parten, también, del presupuesto central de su filosofía: la pregunta por el ser. El contexto de la
investigación sobre el arte busca hallar aquella verdad en la que se desoculta el ser y, en este
sentido, será de nuevo el método fenomenológico el que posibilitará el acceso a lo que,
naturalmente, está encubierto. Proceder fenomenológicamente implica, en este caso, contemplar
las obras de arte desde el punto de vista de su pura realidad, sin aferrarnos a ideas
preconcebidas. Así, comprobamos que éstas, las obras de arte, se nos presentan como el resto de
las cosas, o dicho de otro modo, que son entes entre los demás entes. No obstante, a esta
perspectiva se le opone otra que proviene del goce y disfrute estético y gracias a la cual podemos
deducir que la obra de arte es en efecto, una obra de arte. Y sin embargo, a pesar de ello, la obra
sigue siendo cosa.
“Por lo tanto, (dice Heidegger) debemos comenzar por contemplar el carácter de cosa de la obra.
Para ello será preciso saber con suficiente claridad qué es una cosa. Sólo entonces se podrá decir
si la obra de arte es una cosa, pero una cosa que encierra algo más, es decir, sólo entonces se podrá
decidir si la obra es en el fondo eso otro y en ningún caso una cosa”. P 13
Para analizar la coseidad de la obra de arte, Heidegger propone tomar como ejemplo el análisis
de un útil de lo más corriente: un par de zapatos muy usados de campesina. Este ejemplo
resultará válido para la cuestión del arte ya que el autor pone en relación dicha imagen de los
zapatos con un cuadro de Van Gogh que precisamente ilustra este motivo. Este vínculo entre la
coseidad del útil y la de la obra de arte será el que nos aporte la clave de la interpretación
heideggeriana. Vamos a verlo detalladamente.
Nos indica el filósofo del ser que la esencia de la utilidad de los zapatos es que cuando éstos son
utilizados no se piensa en ellos, simplemente se dejan usar revelándose como fiables. Es decir,
cuando una campesina está llevando a cabo sus labores, y lleva calzadas sus botas de trabajo, no
teoriza sobre ellas. Por otro lado, al observar el cuadro de Van Gogh, que, en principio, sólo nos
muestra el par de zapatos, vemos que:
“En la oscura boca del gastado interior del zapato está grabada la fatiga de los pasos de la faena.
En la ruda y robusta pesadez de las botas ha quedado apresada la obstinación del lento avanzar a
lo largo de los extendidos y monótonos surcos del campo mientras sopla un viento helado. En el
cuero está estampada la humedad y el barro del suelo. Bajo las suelas se despliega toda la soledad
del camino del campo cuando cae la tarde. En el zapato tiembla la callada llamada de la tierra, su
silencioso regalo del trigo maduro, su enigmática renuncia de sí misma en el yermo barbecho del
campo invernal. A través de este utensilio pasa todo el callado temor por tener seguro el pan, toda
la silenciosa alegría por haber vuelto a vencer la miseria, toda la angustia ante el nacimiento
próximo y el escalofrío ame la amenaza de la muerte. Este utensilio pertenece a la tierra y su
refugio es el mundo de la labradora. El utensilio puede llegar a reposar en sí mismo gracias a este
modo de pertenencia salvaguardada en su refugio.” P18
La fiabilidad del útil como su esencia remite a todo un mundo, el de la campesina que se siente
confiada en tanto ella lo conoce perfectamente. Ahora bien, ¿cómo hemos podido nosotros
conocer ése su mundo? Y la respuesta nos llevará al ser de la obra de arte. Gracias a ella pudimos
ver lo que es de verdad un zapato, es decir, el cuadro de Van Gogh nos habló y nos dijo todo lo
que aquella campesina sabe pero que nosotros, que no somos la campesina, ni usamos el par de
zapatos, desconocemos. La aletheia o verdad del utensilio se desoculta por la apertura de la
obra de arte, o como señala Heidegger: “este ente sale a la luz en el desocultamiento de su ser”
y de este modo, se muestra el vínculo esencial existente entre obra de arte y verdad. Por ello, no
sólo contamos con el conocimiento de la esencia del útil sino también, y éste era el punto que
queríamos alcanzar, la esencia del arte que no será otra que “ese ponerse a la obra de la verdad de
lo ente”. P20
Antes de proseguir con el análisis heideggeriano, hagamos una anotación importante. No debemos
pensar que las reflexiones del filósofo alemán apuntan a la consideración de la obra de arte como
un fiel producto o reflejo de lo real. Esta idea no sería más que una adaequatio que, como ya
hemos visto, se detiene en la consideración de lo ente dejando en el olvido al ser. De este
modo, lo que en el análisis de la esencia del arte se nos muestra es que, al igual que en el estudio
de la ciencia como fenómeno de la modernidad, el deslizamiento desde la verdad como aletheia
hacia la adaequatio es un reflejo del giro en el sentido del ser que empezó con Platón y que,
en suma, implica un alejamiento del origen.

Obra de arte: mundo y tierra


Para mostrar cómo el desencubrimiento que se produce en la obra de arte no tiene nada que ver
con el reflejo de una realidad existente, Heidegger propone un segundo ejemplo que se sustraiga,
ahora, de todo arte figurativo. Para ello, propone pensar en un edificio, un templo griego, que no
es copia de imagen alguna. Éste expresa “todo un mundo” en cuanto agrupa a su alrededor un
universo de relaciones: remite a las creencias del pueblo que lo erigió con la intención de honrar
a un dios que, en principio, debía morar en su interior. También, el templo nos habla del destino
de los hombres que conformaban el pueblo griego de ese pasado, pasado que vuelve a hacerse
presente a través de la apertura mediada por el templo como obra de arte. Al alzarse en un
determinado lugar, el templo transforma el paisaje que lo rodea, la vegetación y los animales que
puedan hallarse a su alrededor. Es decir: la obra arquitectónica modela el entorno y lo domina,
entorno que fue llamado physis por los griegos y tierra por Heidegger. En definitiva, nos dice
el filósofo, el templo “abre un mundo, pero, al mismo tiempo, lo vuelve a situar firmemente sobre
la tierra”. Y así alcanzamos los dos rasgos esenciales de la obra de arte: levantar un mundo y
elaborar la tierra. Pero ¿qué mundo? Y ¿qué tierra? No debemos olvidar que nos hallamos en el
campo fenomenológico donde los conceptos van más allá de lo que puede comprenderse bajo
una actitud natural. Por ello, Heidegger profundiza en estos dos componentes esenciales de la
obra arte de arte y nos indica que:
“Un mundo no es una mera agrupación de cosas presentes contables o incontables, conocidas o
desconocidas. Un mundo tampoco es un marco únicamente imaginario y supuesto para englobar
la suma de las cosas dadas. Un mundo hace mundo y tiene más ser que todo lo aprensible y
perceptible que consideramos nuestro hogar, Un mundo no es un objeto que se encuentre frente a
nosotros y pueda ser contemplado. Un mundo es lo inobjetivo a lo que estamos sometidos
mientras las vías del nacimiento y la muerte, la bendición y la maldición nos mantengan arrobados
en el ser. Donde se toman las decisiones más esenciales de nuestra historia, que nosotros
aceptamos o desechamos, que no tenemos en cuenta o que volvemos a replantear, allí, el mundo
hace mundo”.P32
Por otro lado:
“Aquello hacia donde la obra se retira y eso que hace emerger en esa retirada, es lo que llamamos
tierra. La tierra es lo que hace emerger y da refugio. La tierra es aquella no forzada, infatigable,
sin obligación alguna. Sobre la tierra y en ella, el hombre histórico funda su morada en el mundo.
Desde el momento en que la obra levanta un mundo, crea la tierra, esto es, la trae aquí. Debemos
tomar la palabra crear en su sentido más estricto como traer aquí. La obra sostiene y lleva a la
propia tierra a lo abierto de un mundo. La obra le permite a la tierra ser tierra.” P33
Sin embargo, reposando sobre la tierra, el mundo aspira a estar por encima de ella en cuanto que
éstas, mundo y tierra, son dos realidades contrapuestas y enfrentadas. Mientras que el mundo
anhela claridad y apertura, la tierra cobija y encubre. Precisamente, la obra de arte es la que
armoniza las tensiones entre ellas y permite la apertura de la verdad de ambas. Ahora bien,
ese desocultamiento nunca es completo, es decir, siempre queda algo encubierto, a saber: el
misterio. Por ello se muestra tan importante la interpretación del sentido de las obras de arte:
porque cuanto más se capte, más se comprenderá, por tanto, la verdad del mundo que muestra.

Arte vs utilidad
Habiendo contestado ya a las preguntas centrales sobre la esencia y el origen de la obra de arte,
conviene, siguiendo a Heidegger, detenernos ahora en aclarar en qué consiste el crear artístico
frente al mero “producir” utensilios. Esta diferenciación nos dará las claves sobre la comprensión
heideggeriana del arte moderno entendido como vivencia, mientras que, simultáneamente, nos
pondrá en la línea de la temática que estudiaremos en la próxima lección.
En un primer momento, podría parecer que la actividad de un artesano que produce un utensilio
y un artista que crea una obra fueran similares, pues ambos deben poseer cierta habilidad manual
para componer sus objetos. Sin embargo, el crear del artista, como hemos visto, saca a lo ente del
estado oculto y lo expone a la luz en el desocultamiento; es decir, es un producir que deja que
algo emerja y se establezca en el espacio de lo descubierto. La fabricación de utensilios, en
cambio, no es nunca realización del acontecimiento de la verdad. Los utensilios se conforman
para ser usados y sólo adquieren su ser en el hecho de ser utilizados en la actividad para la que
han sido preconcebidos. El ser del utensilio consiste en pasar desapercibido y de ahí la fiabilidad
que hemos visto que los caracteriza. La obra de arte es, por ende, un acontecimiento en sí
mismo, un acontecimiento de ser. Importa porque es la que es, porque está aquí, porque es y no
puede venderse o fotografiarse o copiarse hasta la saciedad; o dicho de otro modo: porque se
sustrae de toda reproductibilidad técnica. En la modernidad, la época de la primacía de lo ente
y del olvido del ser, las artes, convertidas en instrumento, comienzan un camino de producción
consciente de tal modo que la cultura se transforma en el saber técnico práctico que, como
hemos visto, consuma la metafísica occidental. Para Heidegger, cuanto más solitaria se mantiene
la obra dentro de sí, es decir, cuanto menos útil es, mayor es la apertura que ofrece. La prevalencia
de lo ente llega, en este sentido, hasta la relación que mantiene el hombre moderno con el arte, de
tal modo que éste, como ya denunciara Hegel, “ya no es el modo supremo en que la verdad se
procura una existencia”. (P59) Las obras de arte, entendidas como meras vivencias, muestran el
olvido la esencia de su verdad, de lo originario a lo que ellas remiten. Y es que, todo arte es, para
Heidegger, poetizar. No en el sentido de creación estética con palabras sino poesía entendida
como poiesis, esto es, creación en sentido extenso. En cierto modo, la obra de arte y la verdad
que ella conlleva, acontecen desde la nada. Esta afirmación, que puede parecer paradójica, nos la
explica Heidegger así:
“El arte es el cuidado creador de la verdad en la obra. Por lo tanto, el arte es un llegar a ser y
acontecer de la verdad. ¿Quiere decir esto que la verdad surge de la nada? Efectivamente, si
entendemos por nada la mera nada de lo ente y si nos representamos a ese ente como aquello
presente corrientemente y que debido a la instancia de la obra aparece y se desmorona como ese
ente que sólo pretendidamente es verdadero. La verdad nunca puede leerse a partir de lo presente
y habitual. Por el contrario, la apertura de lo abierto y el claro de lo ente sólo ocurre cuando se
proyecta esa apertura que tiene lugar en la caída”. (P52)
El arte es, por tanto, fundación de la verdad, y como tal, remite al origen en cuanto acontecer
originario de la misma. O dicho de otro modo: siempre que acontece el arte, hay un inicio, y
por ello, al preguntar por la esencia del arte se abre la posibilidad de preguntar por el
origen. Es, precisamente, esta pregunta la que ha olvidado el hombre moderno al entender al arte
desde lo ente como vivencia e historia y convertirla, así, en expresión de su vida en cuanto
hombre. Olvido, en definitiva, de que la reflexión acerca de la verdad del arte conduce a la verdad
de la pregunta por el ser; olvido que, como hemos visto, caracteriza “la época de la imagen del
mundo”.

LA NO VERDAD DE UN MUNDO IDEAL: UTOPÍAS Y DISTOPÍAS


Introducción
Este último tema de nuestro curso lo dedicaremos al estudio de lo que algunos pensadores han
considerado como el sujeto por excelencia de la cosmovisión tecnológica: la sociedad de masas.
Para ello, estudiaremos el análisis que Theodor Adorno y Max Horkheimer hicieran de ésta en
su obra Dialéctica de la Ilustración. Estos dos pensadores alemanes, miembros del grupo de
investigación filosófica conocido como Escuela de Frankfurt, sobrevivieron a los tiempos
sombríos de la segunda Guerra Mundial exiliados en EEUU. Allí, entre 1942 y 1944, redactarían
los Fragmentos filosóficos que posteriormente, en 1947, aparecerían ya bajo el título de la obra
que vamos a abordar. Precisamente, la convulsa situación histórico-política de aquellos años,
entendida por ambos como “barbarie de su tiempo”, hacía urgente un diagnóstico que, por parte
de la filosofía, pusiera en evidencia las causas de aquel horror. Para ello, como primer paso se
requería una reorientación de la filosofía de la historia hasta ese momento dominante de tal
modo que pudiera superarse la idea ilustrada de “progreso” que en su despliegue histórico había
conducido al fracaso de la racionalidad. Por ello, los autores comienzan manifiesto así:
“La Ilustración, en el más amplio sentido de pensamiento progresivo, ha perseguido desde
siempre el objetivo de quitar a los hombres el miedo y convertirlos en señores. Pero la Tierra
enteramente ilustrada resplandece bajo el signo de una triunfal calamidad.”
Veremos, analizando cómo los autores entienden este concepto de Ilustración, que las
cosmovisiones estudiadas por nosotros son restructuradas y vistas por ellos como una globalidad
que da sentido a la aporía fundamental de la modernidad y que es la que manejarán Adorno y
Horkheimer como tesis de trabajo, a saber: que el mito es ya Ilustración mientras que la
Ilustración, a su vez, no ha dejado de ser mito. O, como señalan los propios pensadores:
“La propia mitología ha puesto en marcha el proceso sin fin de la Ilustración (…) [Y] Como los
mitos ponen ya por obra la Ilustración, ésta se enreda con cada uno de sus pasos cada vez más en
la mitología. Todo el material que recibe de los mitos lo destruye, pero como juez cae en el
hechizo mítico”. (P27)
A través de la profundización en esta aporía, así como de la ilustración que de la misma nos
ofrecen Adorno y Horkheimer por medio del examen de la Odisea homérica y a la que
dedicaremos nuestra sección de vídeo, podremos retomar con los autores, una temática que
abrimos en el tema anterior, a saber, y en palabras de Heidegger: el ser del arte. Sin embargo,
cambiaremos ahora completamente de enfoque al dejar atrás la ontología para, desde la dialéctica,
estudiar uno de los fenómenos más característicos de nuestra cosmovisión. Y es que, no
olvidemos que el siglo XX es el siglo del vanguardismo, ese movimiento revolucionario que
justifica la renovación artística sobre la provocación y el quiebro de los presupuestos de los siglos
y cosmovisiones anteriores. De la mano de Adorno y Horkheimer analizaremos cómo, a su juicio,
se ha producido una transformación de las obras de arte en objetos al servicio de la
comodidad de tal modo que la cultura se ha convertido en una industria: en una industria
cultural. Así, la sociedad de masas no será más que el síntoma de esta era degradada en la que el
arte no pasa de ser mera fuente de gratificación en tanto producto de consumo. Cosmovisión de
la tecnología y la globalización en la que, en definitiva, y como dicen los autores: “al final, el
dicho socrático de que lo bello es lo útil se ha cumplido irónicamente”.

Theodor W. Adorno y Max Horkheimer, Dialéctica de la Ilustración


"Prólogo" en Dialéctica de la Ilustración.
La aporía frente a la que nos encontramos en nuestro trabajo se evidenció así como el primer
objeto que debíamos investigar: la autodestrucción de la Ilustración. No albergamos la menor
duda –y ésta es nuestra petitio principii– de que la libertad en la sociedad es inseparable del
pensamiento ilustrado. Pero creemos haber reconocido con la misma claridad que el concepto de
este mismo pensamiento, no menos que las formas históricas concretas, que las instituciones
sociales en que se halla inmerso, contiene ya el germen de aquella regresión que hoy acontece por
doquier. Si la Ilustración no toma sobre sí la tarea de reflexionar sobre este momento regresivo,
firma su propia condena. Al dejar a sus enemigos la reflexión sobre el momento destructivo del
progreso, el pensamiento ciegamente pragmatizado pierde su carácter superador, y, por ende, su
relación con la verdad. En la enigmática disposición de las masas técnicamente educadas a caer
en el hechizo de cualquier despotismo, en su afinidad autodestructora con la paranoia populista;
en todo este absurdo incomprendido se manifiesta la debilidad de la comprensión teórica actual.

Introducción: por qué Ulises


En esta última lección vamos a estudiar el modo como Adorno, mirando hacia cosmovisiones
pasadas, justifica las tesis planteadas en su Dialéctica de la Ilustración que acabamos de analizar.
Nos centraremos, de este modo, en el segundo capítulo de la obra que venimos abordando titulado
“Excurso I: Odiseo, o mito e Ilustración”, en el que, ofreciéndonos su personal lectura del
poema homérico, Adorno buscará justificar el desarrollo histórico de la dialéctica que es objeto
de su denuncia. En este sentido es necesario hacer una breve puntualización: aunque, como hemos
dicho hasta ahora, la obra está firmada tanto por Adorno como por Horkheimer, el capítulo que
ahora nos concierne pertenece exclusivamente a la pluma de Adorno. Dicho esto, comencemos
entonces preguntándonos: ¿Por qué elige Adorno a Ulises? ¿Cuáles son las características del
relato homérico que hacen que, como dice el propio autor, “la Odisea en su conjunto dé testimonio
de la dialéctica de la Ilustración”?
Las reflexiones acerca de la historia que, desde su juventud, determinarían el pensamiento de
Adorno, se verían profundizadas por la influencia que autores como Benjamin o Lukács
ejercerían sobre aquél. Pensemos, por ejemplo, en la Teoría de la novela de Lukács: la denuncia
sostenida aquí por su autor acerca de la reificación expresada en el proceso histórico que acaba
por vaciar el contenido y significación de las formas estéticas, llevaría a Adorno a la consideración
de que las formas literarias pueden reflejar condiciones históricas objetivas, más que ser, por
el contrario, principios subjetivos abstractos y atemporales. Parece menos extraño, entonces, que
Adorno recuperase la Odisea homérica, o como la llama él: “el texto fundamental de la
civilización europea”, más aun si tenemos en cuenta que sólo unos años antes, en 1922, habría
salido a la luz la que ha sido considerada por algunos críticos como la mejor novela de habla
inglesa del siglo XX: el Ulysses de Joyce.Así, podemos decir que el recurso a la Odisea le
permitiría a Adorno volver la vista al pasado para poder establecer una interpretación crítica de
su presente. Prevenido contra la tentación que, según el autor, caracterizaba a la filosofía de la
historia hegeliana, a saber, la construcción de un relato que, bajo una ilustrada lógica objetiva,
toma los procesos históricos con propósitos de totalidad, continuidad y periodización, Adorno
se propondrá indagar en la historia interior de los fenómenos sin hipostasiarlos, dejándolos que
vuelvan a la vida para, así, poder liberar su significado viviente concreto evadiendo la
dominación.
Adorno comienza su narración indicándonos que, si ya desde “Platón también los dioses
patriarcales del Olimpo fueron absorbidos por el logos filosófico”, la comprensión de dicho
fenómeno se halla prefigurada en los poemas homéricos en cuanto es, precisamente la mitología
como “verdad lingüística desarrollada”, la que “ha puesto en marcha el proceso sin fin de
la Ilustración”. La universalidad conferida al lenguaje por medio de los poemas se revela, para
el autor, en el hecho de que Odiseo
“descubra en palabras lo que en la sociedad burguesa desarrollada se llamará formalismo: su
permanente validez se paga al precio de distanciarse del contenido que las llena en cada caso, de
modo que, en tal distancia, pueden referirse a todo contenido posible, a nadie lo mismo que al
propio Odiseo”.
En este sentido, recordemos que según se narra en el capítulo IX de la aventura homérica, Odiseo
puede escapar del cíclope Polifemo haciéndose pasar por ser “nadie”. Atrapados dentro de la
cueva del cíclope quien, poco a poco, iba devorando a todos los hombres que allí se hallaban,
Odiseo, astutamente, urde un plan: saciar al monstruo con vino y, aprovechando su estado,
preparar una estaca para atacarlo y proceder a huir. Así, después de haberlo emborrachado, Odiseo
se dirigió a él y le dijo:
— ¡Ciclope! Preguntas cual es mi nombre ilustre y voy a decírtelo pero dame el presente de
hospitalidad que me has prometido. Mi nombre es Nadie; y Nadie me llaman mi madre, mi padre
y mis compañeros todos
Y tras narrar el modo como se produce la acometida, prosigue el relato homérico en la voz de
Odiseo indicando que:
“Dió el Ciclope un fuerte y horrendo gemido, retumbó la roca, y nosotros, amedrentados, huimos
prestamente; mas él se arrancó la estaca, toda manchada de sangre, arrojóla furioso lejos de sí y
se puso a llamar con altos gritos a los Ciclopes que habitaban a su alrededor, dentro de cuevas, en
los ventosos promontorios. En oyendo sus voces, acudieron muchos, quién por un lado y quién
por otro, y parándose junto a la cueva, le preguntaron qué le angustiaba:
— ¿Por qué tan enojado, oh Polifemo, gritas de semejante modo en la divina noche,
despertándonos a todos? ¿Acaso algún hombre se lleva tus ovejas mal de tu grado? ¿O, por
ventura, te matan con engaño o con fuerza?
— Respondióles desde la cueva el robusto Polifemo: —¡Oh, amigos! "Nadie" me mata con
engaño, no con fuerza.
— Y ellos le contestaron con estas aladas palabras: —Pues si nadie te hace fuerza, ya que estás
solo, no es posible evitar la enfermedad que envía el gran Zeus, pero, ruega a tu padre, el soberano
Poseidón.
Apenas acabaron de hablar, se fueron todos; y yo me reí en mi corazón de cómo mi nombre y mi
excelente artificio les había engañado. El Ciclope, gimiendo por los grandes dolores que padecía,
anduvo a tientas, quitó el peñasco de la puerta y se sentó a la entrada, tendiendo los brazos por si
lograba echar mano a alguien que saliera con las ovejas; ¡tan mentecato esperaba que yo fuese!”

La astucia: de Hegel a Adorno


La artimaña de Odiseo en pos de su autoconservación muestra ya el rasgo más importante que,
para Adorno, caracteriza al héroe: su astucia, la misma astucia que también lo salvará del poder
embriagador del canto de las sirenas. Según cuenta el Canto XII de la Odisea, Ulises, para poder
atravesar la “zona de peligro” en la que se hallan las sirenas que hechizan y retienen a todos los
hombres que escuchan su canto, decide, por un lado, tapar los oídos con cera a sus compañeros
remeros, mientras que, por otro, se hace atar él mismo a un mástil de la nave para que, a pesar de
escucharlas, la atracción de su embrujo quede impotente.
Para Adorno, la figura de la astucia presenta en esta “alegoría premonitoria de la dialéctica
de la Ilustración” al héroe homérico como “prototipo del individuo burgués” e individuo
“técnicamente ilustrado” que, al excluirse de la producción y limitarse a recoger la plusvalía del
trabajo ajeno, engaña a todos aquellos que deben trabajar para no perecer también. La sociedad
quedaría reflejada en aquellos remeros que, igualmente sordos, se convierten en individuos
meramente prácticos al servicio de la maquinaria social. Por su parte, la figura de Ulises, además
de mostrar el carácter del individuo burgués, da constancia de un hecho fundamental: la
separación del goce artístico –que ciertamente él experimenta al poder escuchar a las sirenas–
del trabajo manual (de los remeros). Así, las sirenas, que representaban un poder mítico y natural,
quedan convertidas en simple objeto de contemplación y el arte queda neutralizado. Pero
además, con la facilitación técnica “la fantasía se atrofia”, aquella misma fantasía que, tal como
Hegel habría señalado en sus Lecciones de filosofía de la historia universal, permitía la aparición
de lo natural como espiritual. La naturaleza, entonces, no puede ya ser entendida como medio
de aspiración al conocimiento sino que se convierte en instrumento de dominio, tanto de ella
misma como de los propios hombres, y el saber, pues, aparece como poder, siendo su esencia
indisociable la técnica. Pero más aún: no sólo la astucia es necesaria para el desarrollo
supuestamente victorioso del devenir del héroe, sino que ésta aparece intrínsecamente ligada a
una constante renuncia que Odiseo debe realizar si quiere mantener su dignidad heroica: debe
renunciar a sus pasiones, a las reses del sagrado Hiperión, a las flores de loto… Y sólo a través
de esa renuncia, su sacrificio, esto es, su engaño –y por ende, la razón de su propia astucia–,
adquiere, al fin, sentido:
“la dignidad del héroe se adquiere sólo en la medida en que se mortifica el impulso a la felicidad
total, universal e indivisa”.
Queda establecido, de esta suerte, el dilema propio de la sociedad burguesa: engañar o
perecer, única disyuntiva posible debido a aquella renuncia previa. Y es que, para Adorno, desde
que el hombre interiorizó la ley del sacrificio (por medio de la astucia), perdió toda posibilidad
de libertad y, así, la historia de la civilización no ha sido más que una historia de renuncia.
En definitiva, para Adorno, Homero y su poema aparecen como signos desveladores del
comienzo del dominio ilustrado. El surgir y perfeccionamiento de la técnica que se produce en
Grecia y que se narra en el relato fue puestoal servicio de un saber que se convirtió en poder
gracias a ésta, a la técnica, y en esa tecnificación cada vez más creciente, hizo de la razón misma
la herramienta necesaria para instrumentalizar a la naturaleza y al hombre. La libertad, así, en vez
de progresar hacia un estado superior como postulaba la lectura de la historia de Hegel, quedó allí
congelada y el sujeto, a partir de entonces, aparecería encarcelado por las propias herramientas
que él había entronizado. De ello da constancia el concepto de astucia, que nos recuerda,
inevitablemente, a la “astucia de la razón hegeliana”. Podríamos decir que ésta reaparece con la
misma intensidad con la que la presenta Hegel pero, ahora, adornianamente, con signo opuesto.
O dicho de otro modo: la astucia de la razón que explica especulativamente el desarrollo histórico
del espíritu hegeliano es soslayadamente atacada por Adorno ya que, en cuanto motor de la
cosificación y la alienación del individuo, atrofiaría definitivamente toda verdadera posibilidad
de libertad.

La salida a la dialéctica es la dialéctica (negativa)


Teniendo ya este diagnóstico de las razones de la “barbarie” que el análisis de la lectura de Adorno
de la Odisea homérica nos ha permitido, veamos ahora cómo, en dicha lectura, se propone,
también, una vía de salida a la dominación que origina tal barbarie. Una de las principales críticas
que se realiza a las tesis planteadas en Dialéctica de la Ilustración es que éstas se presentan como
un análisis pesimista y sin continuidad, denotando una situación histórico-política dramática
irreversible. Sin embargo, en este sentido es también de fundamental importancia el hecho de que
sea Ulises la figura elegida por el alemán para su análisis. Volvamos por un momento a la
interpretación adorniana del episodio de las sirenas. Allí nos dice Adorno que:
“A partir del encuentro felizmente fallido de Odiseo con las sirenas, todos los cantos están
enfermos, y toda la música occidental padece el absurdo del canto en la civilización, que sin
embargo es al mismo tiempo la fuerza que mueve toda la música artística”.
Con estas palabras Adorno quiere mostrarnos que, por un lado, el propio arte, en su estado ya
neutralizado, es parte de esa dialéctica de la Ilustración y, por ello, ha contribuido al proceso de
racionalización del mundo compartiendo con la ratio un mismo destino y resultado: la
dominación; pero por otro lado, las obras de arte llevan también en sí la fuerza del antídoto
contra la opresión. De este modo, la filosofía de la historia crítica que había sido puesta en
marcha inicialmente para un análisis político-social, no debe evadirse de la reflexión acerca del
papel que el arte juega en el devenir histórico. Y debe hacerlo desde la propia filosofía, es decir,
desde la estética. Ésta pondrá de relieve, según Adorno, que sólo el anti-arte –que en el
momento histórico era representado por las vanguardias de principio de siglo– podía
mostrar el verdadero arte. Eliminando todo supuesto metafísico o aurático, la vanguardia se
erige como antiteórica y, por ello, cuestiona la idea del arte como habilidad exclusivamente
racional. Las formas no son usadas, ahora, para diferenciar lo artístico de lo que no lo es, sino
que, precisamente, cuestionan la necesidad formal –unidiscursiva– de la misma. La vanguardia,
en resumen, es la que trae a los nuevos poetas que revelan la verdad con su poesía como
producción originaria: poiesis, en suma, que abre una nueva comprensión del universo. Y uno de
esos poetas, que nos ayudará a comprender el modo de actuar de este revulsivo contra la dialéctica
de la Ilustración, se llama James Joyce.
En efecto, el Ulises de Joyce es para Adorno esa “epopeya negativa” que en cuanto tal es
“testimonio de una situación en la que el individuo se liquida a sí mismo” pero que “por encarar
precisamente sin compromiso el horror y poner la felicidad de la contemplación en la pureza de
tal expresión (…) sirve a la libertad”. Vemos ahora cómo la figura de Ulises permite comprender
tanto el origen de la problemática como las vías de salida a la misma. No queda duda de ello
cuando, inmerso en la polémica sobre el realismo que mantuvo con Lukács, Adorno se refiere a
la novela de Joyce en los mismos términos weberianos con los que, ya vimos, comienza su análisis
sobre el concepto de Ilustración. Así dice el autor:
“El momento antirrealista de la nueva novela es él mismo producto de su objeto real, una sociedad
en la que los hombres son separados los unos de los otros y de sí mismos. En la trascendencia
estética se refleja el desencantamiento del mundo”.
Así pues, la novela de Joyce cumple, en el ámbito literario, las exigencias de una filosofía
entendida como “dialéctica negativa”. Enfrentándose al carácter dominante del lenguaje
discursivo, Joyce refleja la disolución de la experiencia propia de los tiempos de barbarie en la
disolución del lenguaje transformándolo de comunicativo en mimético. Gracias a la mímesis
se abre una nueva forma de conocimiento que se sustrae a las tendencias dominadoras de la
racionalidad enferma y abre nuevos espacios de libertad. En este punto Adorno es muy claro:
“lo humano se aferra a la imitación: un hombre se hace verdaderamente hombre sólo cuando imita
a otros hombres. En este comportamiento, forma primaria del amor, olfatean los sacerdotes de la
autenticidad la pista de aquella utopía que podría sacudir la estructura del dominio”.
Precisamente este anhelo de imitación es lo que llevó a Joyce a titular su novela con el nombre
del protagonista homérico, una imitación que no se basa en la simple repetición, sino que permite
que resuenen con toda su claridad los ecos de la historia, mientras que la dota, a la vez, de su
autonomía y libertad. Dicha libertad es la que la faculta en su performatividad política y social y
por medio de la cual consigue, en última instancia, superar la tan dañina dialéctica de la
Ilustración.

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