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Creo que no sería muy descabellado decir que con Antonio Estévez irrumpió la
vanguardia en la música académica venezolana. Miembro de la primera
promoción de la Cátedra de Composición del Maestro Vicente Emilio Sojo, su
trabajo a partir de los años 40 comienza a empaparse de las corrientes y
propuestas de avanzada que la música occidental venía planteando desde los
mismos finales del siglo XX: la progresiva disolución de la melodía, la expansión
de los campos armónicos, el predominio del cromatismo, la inclusión de los
ritmos y formas populares, la influencia del jazz, y pronto la atonalidad y el
dodecafonismo, como las más agresivas de estas inserciones.
Tengo además una muy personal teoría: como esta obra suena en el Aula Magna
de la UCV, donde ha sido cantada tantas y tantas veces, con significaciones
emocionales, históricas (la vida de Estévez estuvo ligada por muchos frentes a la
Universidad, en el campo musical y académico) la invariable prestación de
corales universitarias, la trayectoria del Orfeón, etc, no suena en otra sala o
teatro. Es como si la extraordinaria acústica del diseño de Villanueva y Calder
concedieran una resonancia especial y multisonora a la obra.
Sobre todo cuando estamos ante una lectura tan audazmente arriesgada como la
de Izcaray, quien subrayó sonoridades, detalles tímbricos, otras veces
desapercibidos, quien cohesionó la interpretación del coro en una expresividad
dramática impresionante, y se atrevió a remover el sedimento popular y
folklórico de la obra en el momento crucial de la misma: el contrapunteo de los
protagonistas, produciendo libertad y exactitud métrica al mismo tiempo, en una
lectura rica y de infinitas filigranas.
Juan Tomás Martínez fue casi temible en la potencia de su Diablo, aunque hacia
las últimas estrofas compartió con el tenor Idwer Alvarez, quien debe cantar
hasta en sueños y con igual certeza y propiedad, esta parte, un leve pero
perceptible cansancio vocal, sin embargo más notable en el tenor cuyo
instrumento se veló con más opacidad en el rosario de vírgenes final y
exigentísimo de tesitura.
Obra maestra, que como todas, se deja ver siempre joven y desafiante. Como lo
fue en vida el Maestro Estévez y aún sigue siéndolo su legado.
He aquí el fragmento final de la Cantata, la porfía en la versión dirigida por
Eduardo Mata, con Idwer Alvarez, William Alvarado y la Orquesta Simón Bolívar, y
grabada por Dorian, en un registro que creo agotado desde hace años.
Releyendo este artículo, recordé algo que me contó una vez el Maestro Estévez: En
1954, luego de la ejecución de la Cantata Criolla dirigida por el compositor en la Concha
Acústica de Bello Monte durante el I Festival de Música Latinoamericana, se acercó el
Maestro Aaron Copland, quien estaba presente en el concierto y había sido jurado en el
concurso de composición del festival junto a Edgar Varese, Vicente Emilio Sojo, Heito
Villa-Lobos y Juan Bautista Plaza. A Copland le había encantado la ejecución de la
Cantata (con los solistas Antonio Lauro y Teodoro Capriles y los coros Orfeón Lamas,
Coral Vasca y Coral Venezuela), y le hizo el comentario a Estévez acerca de que la
debilidad que le veía a la obra era la falta de contundencia del final, que quedaba como
inconcluso. Es muy parecido el criterio al expuesto en este artículo por el profesor Goyo
Ponte. Que conste que esto no lo escribió Copland en ningún sitio, y es el testimonio oral
del propio Maestro Estévez.