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ANTONIO ESTEVEZ VOCAL

Einar Goyo Ponte

Creo que no sería muy descabellado decir que con Antonio Estévez irrumpió la
vanguardia en la música académica venezolana. Miembro de la primera
promoción de la Cátedra de Composición del Maestro Vicente Emilio Sojo, su
trabajo a partir de los años 40 comienza a empaparse de las corrientes y
propuestas de avanzada que la música occidental venía planteando desde los
mismos finales del siglo XX: la progresiva disolución de la melodía, la expansión
de los campos armónicos, el predominio del cromatismo, la inclusión de los
ritmos y formas populares, la influencia del jazz, y pronto la atonalidad y el
dodecafonismo, como las más agresivas de estas inserciones.

Pero en Venezuela, como en prácticamente toda Latinoamérica, esta vanguardia


entró a través de las escuelas nacionalistas, las cuales, lideradas por creadores
como Villa-Lobos en Brasil, Chávez en México y Ginastera en Argentina,
desarrollaron un movimiento que no dejaba de ser paradójico. Impulsar el
ingreso de la música latinoamericana en el concierto mundial, a través de la
asimilación, transformación o adaptación de las formas más modernas extraídas
de esta vanguardia occidental. Cuando al descubrir y trabajar con las formas
autóctonas, se encontraron una sorprendente coincidencia o similitud con
aquello que la Academia de Occidente estaba descubriendo o permitiendo que
ingresara al diseño musical, que se sentía caduco luego de 500 años de
desarrollo, el entusiasmo y la energía se hicieron indetenibles. Es así como Villa-
Lobos escribe sus Bachianas Brasileiras, como los huapangos y ritmos vernáculos
motorizan los hallazgos de Revueltas, Moncayo o Ginastera. Y es así como la
música de nuestras latitudes se inscribe con signo de modernidad en el espectro
occidental, y más aún se apodera de un ámbito intransferible y particular como
marca de las tendencias más importantes de nuestra contemporaneidad.

El concierto de este domingo 5 de octubre en el Aula Magna de la UCV, en


conmemoración de los 20 años de la muerte de Antonio Estévez, con
protagonismo de la Orquesta Sinfónica Simón Bolívar, y un buen puñado de
corales universitarias y profesionales, como el Orfeón de la UCV, el Polifónico
Rafael Suárez o la Schola Cantorum, fue una singular muestra de esa trayectoria
marcada por la incesante búsqueda de lo vanguardístico, en momentos
insistiendo en la experimentación, hurgando en la forma y en la expresión con la

acuciosidad de la madurez y la inquietud del joven.

El inicio lo encendió la Obertura Sesquicentenaria, obra de 1963, compuesta


para celebrar el 19 de abril de 1810, como nuestro nacimiento en tanto nación.
Salvo un impetuoso pasaje central, lleno de luminosidad y energía casi
románticas, no es una obra muy brillante ni del todo acabada con una mezcla
nunca saturada de la forma del Tema con variaciones, la fuga y el contrapunto.
Hay como destellos que recuerdan al Brahms de la Obertura festival académico,
compuesta por éste en torno al himno medieval de los graduandos universitarios,
“Gaudeamus Igitur” (Hay una obra similar de Inocente Carreño también, por
cierto), pero no suscita la emoción perseguida. Ni siquiera en la muy
arquitectónica dirección de Felipe Izcaray, quien demostró un meticuloso estudio
de la partitura.

De este momento en adelante, la muestra radicó en una importantísima


vertiente de la composición esteveziana: la vocal. La mezzosoprano Inés Feo La
Cruz, desafortunadamente con su instrumento de sonoridad harto limitada,
abordó la hermosa canción –una de sus primeras obras- El jazminero estrellado,
la cual, no obstante su juventud, nos revela a un Estévez con un dominio del arte
de la canción con orquesta similar al de un Berlioz o un Strauss, tal es la maestría

de la orquestación y la nobleza de la melodía y la armonía.

La misma La Cruz contribuyó junto con la cuidadosa batuta de Izcaray a subrayar


la delicadeza de las Canciones otoñales, sobre poemas de Juan Ramón Jiménez,
y cuya atmósfera y eterea metafísica fue reproducida con exquisita fidelidad en
esta composición de 1955. Concluyó esta primera parte vocal con lo que a mi
juicio es una de las cimas artísticas del Maestro Estévez, y llego incluso a afirmar
que tiene de sobra, a despecho de la genial concisión de la obra, lo que aún le
falta a la Cantata Criolla: emoción. El bello texto de Aquiles Nazoa es tratado
por el compositor de una manera audaz, fiel a su estética nacionalista, pero sin
olvidar la carga sentimental del tema ni el poema. El estilo cuasi hablado del
estribillo, la armonía vanguardista de las primeras estrofas del polo, que se van
impregnando con una gradualidad genial por lo medido y certero de la melodía y
tonos vernáculos de la forma popular, para elevarse definitiva, conmovedora y
luminosa en la estrofa final ya francamente tonal, con una orquestación perlada
y áurea que da una trascendencia inefable a los versos. No era el implacable
telurismo que daba Morella Muñoz a esta pieza, pero Feo La Cruz encontró tonos
sensibles y tocantes en su interpretación, siempre muy abrigada en la
noblemente cómplice dirección de Felipe Izcaray.
Así llegamos a la obra imperecedera de Estévez: la Cantata criolla: Florentino el
que cantó con el diablo. En el pórtico ya atravesado del siglo XXI, después de la
popularidad de la versión del contrapunto tradicional y la propuesta posmoderna
de Paul Desenne en El reto, es posible ver con suficiente perspectiva esta obra
señera. Sentir sus inmensos y cuantiosos logros, pero también sus evidentes
debilidades: la concepción demasiado estática del coro como narrador, las
esquemáticas soluciones de las intervenciones “dramáticas”, la sensación de
inconclusión que deja el final de la obra en contraposición con toda la tentativa
cósmica, mítica y hasta operística a la que nos asoma durante la mayor parte de
la composición: el tema del enfrentamiento del bien y el mal, la resonancia
fáustica del mito, y la teatral preparación para el momento cumbre, la porfía
entre los dos protagonistas. Pero la debilidad no es exclusiva de Estévez sino que
procede del mismo poema de Arvelo Torrealba, que tampoco logra convencernos
de que esa retahíla de vírgenes ensartada por Florentino son más que suficientes
para derrotar al imponente demonio que el mismo poema compone. No basta la
cita del coral medieval ni del Ave Maris Stella católico para dar contundencia a
este desenlace como nervioso y poco apoteósico musicalmente, abundante en
repeticiones tipo coda de los expresivos e intensos temas del núcleo de la
composición.

No obstante lo escrito, la Cantata es sin duda una obra imponente, poderosa,


quizás la más ambiciosa y trascendente, medio siglo más tarde, que haya
concebido compositor venezolano alguno, y eso creo lo percibe el oyente apenas
se inicia la ejecución, sea éste primerizo o curtido en la experiencia, con la
armazón cromática surgida de la simple celula de la tonada llanera que domina
casi toda la obra, así como la tensión dramática, la creación de una atmósfera
oscura, cosmogónica, soberbiamente consciente de su mestizaje y juego de
contraculturas, más el punto quizás más sólido de la partitura: la impecable y
destellante escritura vocal, tanto para los coros, a quienes da una ejecución
tremendamente agradecida, como par
a los dos solistas tenor y barítono,
quienes a pesar de partir de los estilemas populares, deben ser dos voces de
depurada técnica e impronta canora.

Tengo además una muy personal teoría: como esta obra suena en el Aula Magna
de la UCV, donde ha sido cantada tantas y tantas veces, con significaciones
emocionales, históricas (la vida de Estévez estuvo ligada por muchos frentes a la
Universidad, en el campo musical y académico) la invariable prestación de
corales universitarias, la trayectoria del Orfeón, etc, no suena en otra sala o
teatro. Es como si la extraordinaria acústica del diseño de Villanueva y Calder
concedieran una resonancia especial y multisonora a la obra.

Sobre todo cuando estamos ante una lectura tan audazmente arriesgada como la
de Izcaray, quien subrayó sonoridades, detalles tímbricos, otras veces
desapercibidos, quien cohesionó la interpretación del coro en una expresividad
dramática impresionante, y se atrevió a remover el sedimento popular y
folklórico de la obra en el momento crucial de la misma: el contrapunteo de los
protagonistas, produciendo libertad y exactitud métrica al mismo tiempo, en una
lectura rica y de infinitas filigranas.

Juan Tomás Martínez fue casi temible en la potencia de su Diablo, aunque hacia
las últimas estrofas compartió con el tenor Idwer Alvarez, quien debe cantar
hasta en sueños y con igual certeza y propiedad, esta parte, un leve pero
perceptible cansancio vocal, sin embargo más notable en el tenor cuyo
instrumento se veló con más opacidad en el rosario de vírgenes final y
exigentísimo de tesitura.
Obra maestra, que como todas, se deja ver siempre joven y desafiante. Como lo
fue en vida el Maestro Estévez y aún sigue siéndolo su legado.
He aquí el fragmento final de la Cantata, la porfía en la versión dirigida por
Eduardo Mata, con Idwer Alvarez, William Alvarado y la Orquesta Simón Bolívar, y
grabada por Dorian, en un registro que creo agotado desde hace años.

Releyendo este artículo, recordé algo que me contó una vez el Maestro Estévez: En
1954, luego de la ejecución de la Cantata Criolla dirigida por el compositor en la Concha
Acústica de Bello Monte durante el I Festival de Música Latinoamericana, se acercó el
Maestro Aaron Copland, quien estaba presente en el concierto y había sido jurado en el
concurso de composición del festival junto a Edgar Varese, Vicente Emilio Sojo, Heito
Villa-Lobos y Juan Bautista Plaza. A Copland le había encantado la ejecución de la
Cantata (con los solistas Antonio Lauro y Teodoro Capriles y los coros Orfeón Lamas,
Coral Vasca y Coral Venezuela), y le hizo el comentario a Estévez acerca de que la
debilidad que le veía a la obra era la falta de contundencia del final, que quedaba como
inconcluso. Es muy parecido el criterio al expuesto en este artículo por el profesor Goyo
Ponte. Que conste que esto no lo escribió Copland en ningún sitio, y es el testimonio oral
del propio Maestro Estévez.

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