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Historia contemporánea de América Latina

 Zapata y la revolución campesina en México. La revolución liberal:


“sufragio efectivo y no re-elección”. La revolución campesina. “La tierra
para el que trabaja”. La institucionalización de la revolución campesina.

En México se destaca Porfirio Díaz el cual es el restaurador del orden


deshecho en el campo por la herencia demasiado pesada de las guerras; es
también el «tirano honrado» que pone su poder al servicio de la causa del
progreso. Bajo su gobierno:

1. Se tiende lo principal de la red ferroviaria mexicana.


2. Se restaura la minería de la plata
3. Se expande en el Yucatán árido el henequén y retorna a sus viejos
rincones del declive del Anahuac hacia el Pacífico la prosperidad
azucarera.

El México de Díaz es el México mestizo, síntesis final del pasado indio y el


español. Para el régimen mismo, es cada vez más un México europeo. En las
grandes ocasiones las gentes de aspecto indígena son alejadas por la policía
de las calles centrales de la capital. Esta actitud no es, por cierto, nueva
(aunque lo es la fundamentación racista que suele justificarla); junto con ella
avanza la reconciliación con los apoyos sociales de la anterior hegemonía
conservadora: el gobierno de Díaz, que es el de los terratenientes, comienza a
ser cada vez más el amigo secreto de la Iglesia que ha luchado tenazmente
contra la Reforma. Pero su conservadurismo no es sino la otra cara de su
progresismo: el avance de los ferrocarriles y cultivos va acompañado de otro
más rápido, el de la gran propiedad de viejos y nuevos terratenientes, que
avanza sobre tierras de comunidades indígenas y campos despoblados y es
beneficiaría principal del sometimiento del territorio antes en manos de indios
de guerra.

Esos avances van acompañados de una afirmación sólo paulatina del


autoritarismo político. Aun en 1880 Díaz había creído oportuno atenerse a su
lema revolucionario de no reelección y estar 4 años más en el poder. Pero a
partir de 1884 iba a mantenerse ininterrumpidamente en la presidencia hasta
1911. Al mismo tiempo iba a formar una máquina política cada vez más sólida.
Hacia el final de su gobierno Díaz llamaría a su Parlamento la caballada. El
avance hacia la dictadura vitalicia fue lo bastante lento como para poder vencer
paulatinamente las resistencias que encontraba, que no fueron nunca
demasiado amplias; Díaz prefiere, por otra parte, la generosidad al rigor para
tratar con sus adversarios; si este método es costoso para el erario mexicano,
no cabe duda de que es eficaz.

En 1910 el problema de la sucesión está ya abierto; en 1908 el propio Díaz


parece recogerlo cuando en una célebre entrevista a un periodista
estadounidense declara que ha llegado la hora en que México vuelva a tener
una fuerza de oposición. Ésta surge demasiado rápidamente; en sus primeras
etapas los grupos opositores buscan sobre todo el favor del gobernante que
parece haberlos convocado. Francisco Madero, un hacendado del Norte,
cuenta entre las figuras a las que el ambiguo llamado de Díaz ha sacado del
silencio: aspirante primero a acompañar como vicepresidente opositor al
inevitable don Porfirio, se transforma finalmente en su rival desafortunado (la
máquina electoral demasiado perfecta montada en un treintenio de gobierno da
a Díaz millones de votos, y a su rival poco más de un centenar) . Arrojado
Madero, a la cárcel y luego al destierro.

Lemas electorales de Madero:

1. sufragio electivo
2. no reelección
3. el plan de San Luis Potosí: el cual lanza la revolución maderista.( El plan
de San Luis fue el documento ideado y promulgado por Francisco
Ignacio Madero que arengó al pueblo de México a levantarse en armas
contra la dictadura porfirista, fue redactado en su totalidad por Madero
en su exilio en san Antonio Texas)
4. Se reclama el retorno de las tierras de las que los campesinos han sido
ilegalmente despojados.

Se trata aún de una reivindicación muy limitada, ya que propone rectificar


abusos antes que modificar las bases jurídicas del régimen de la tierra; es
suficiente, sin embargo, para que confluya en el movimiento revolucionario de
los campesinos ya alzados bajo la jefatura de Emiliano Zapata en el estado de
Morelos, contiguo a la capital, en cuyas ricas tierras azucareras la ofensiva de
los hacendados contra las tierras comunitarias ha sido llevada muy adelante.

Pero la base principal de la revolución se encuentra en el Norte, que en


décadas recientes ha crecido más que el resto de México, sin que su mayor
peso económico y social le haya dado un lugar menos marginal en la estructura
de poder del régimen porfirista, y donde grupos sociales muy variados (desde
trabajadores en empresas mineras hasta agricultores y ganaderos para el
mercado norteamericano) sufren con particular dureza las consecuencias del
lazo demasiado estrecho con la economía del poderoso vecino desde que la
crisis de 1907 pone fin a una larga etapa ascendente; allí el movimiento tiene
una base más amplia y heterogénea, cuyo temple revolucionario no ha de ser
sometido a prueba demasiado dura en esta primera etapa gracias al derrumbe
casi inmediato del régimen porfirista.

Éste abrió el camino a la presidencia de Madero, desde cuyos inicios se


desencadenaron choques entre los distintos sectores revolucionarios
(ampliados ahora por el grueso de los adherentes al viejo régimen). Para
vencer la insurgencia de Zapata en Morelos, Madero usó a un general del viejo
ejército, Huerta; con menos éxito lo empleó luego para oponerse a las
tentativas restauradoras del general Félix Díaz, sobrino de don Porfirio;
después de algunos días de aparatosa batalla en el centro de la capital, Huerta
y Félix Díaz hicieron público su acuerdo, inspirado por el ministro de Estados
Unidos. Madero, apresado por sus supuestos defensores no por sacudir a la
sociedad mexicana con intensidad sólo comparable a la de la desencadenada
en 1810. En el Norte el estado de Sonora desconocía la usurpación de Huerta
y mientras en la vecina Chihuahua un afortunado jefe de bandas maderistas,
Pancho Villa, se perfilaba -gracias a su instintivo talento militar y a su
experiencia de marginal- como el más temible de los adversarios del ejército
regular que, tras sobrevivir a la caída del Porfiriato, se había constituido en la
única base real del poder de Huerta (Asume como presidente). Desde
Guadalupe Venustiano, Carranza, senador porfirista y gobernador maderista de
Coahuila, lanzaba el plan de la Revolución Constitucionalista, cuya jefatura
suprema ocupó con la aquiescencia de los caudillos que defendían su causa en
el campo de lucha, y cuyos objetivos circunscribió a la restauración del orden
constitucional.

En ese conflicto un nuevo elemento fue introducido por el presidente Wilson,


que miraba con reprobación al gobernante del que la diplomacia de su país
había contribuido a dotar a México. Se negó a reconocer el gobierno de Huerta;
cuando éste se mostró poco dispuesto a abandonar el campo en favor de una
solución constitucional, Wilson buscó sin éxito apoyo a sus planes en la
ascendente revolución constitucionalista; finalmente, a partir de algunos
incidentes entre fuerzas huertistas y otras norteamericanas que guardaban el
área petrolífera de Tampico, dispuso a comienzos de 1914 la ocupación de
Veracruz. La medida fue recibida con indignación por huertistas y
constitucionalistas, y del impasse en que lo dejó la persistencia de Huerta en el
poder, Wilson buscó salir gracias a la mediación conjunta de Argentina, Brasil y
Chile, que dio lugar a una morosa conferencia que desde Niágara Falls la cual
trató de imponer un gobierno provisional a México. Mientras tanto la impopular
ocupación de Veracruz privaba a Huerta de las rentas aduaneras; el 14 de julio
de 1914 el presidente huía, y el 20 de agosto los constitucionalistas
conquistaban la capital, para dividirse de inmediato.

En las peripecias que habían llevado a la caída de Huerta habían sido


decisivas la acción de Pancho Villa y su legendaria División del Norte y la
amenaza que a las puertas mismas de la capital significaba el irreductible foco
zapatista de Morelos. Luego de la victoria, ni Villa ni Zapata estaban dispuestos
a aceptar la ambición de Carranza (Asume Presidente) de dotar a su Jefatura
Suprema de una gravitación que le había faltado hasta entonces; en noviembre
lo expulsaban de la capital, forzándolo a refugiarse en Veracruz, junto a la más
importante fuente de ingresos fiscales.
Fue el apoyo que los revolucionarios de Sonora, bajo el liderazgo de Álvaro
Obregón, quienes apoyaron a Carranza, los que le hicieron posible reconquistar
un poder supremo que había estado tan cerca de perder definitivamente
(Carranza). Obregón se va a ir perfilando paulatinamente como el caudillo
capaz de rastrear en el caos sangriento que era la Revolución, el rumbo que
permitiría llevarla adelante: (ya en Veracruz había obtenido de Carranza) la
inclusión de la reforma agraria y el derecho de huelga y sindicalización entre
los objetivos del constitucionalismo. Si retomar el control de la capital no fue
difícil (la ciudad había terminado por constituir una carga para Villa y Zapata,
que no habían logrado ganar adhesiones en sector alguno de ella), menos fácil
parecía revertir la situación militar en el centro-norte. Obregón lo lograría
gracias a la decisiva victoria que sobre Villa alcanzó en 1915 en Celaya, donde
este general autodidacta supo aplicar con resultados deslumbradores las
lecciones de la guerra mundial entonces en curso. Desde entonces las fuerzas
de Villa y Zapata entraban en menguante y el problema central pasaba a ser el
de la institucionalización y consolidación del nuevo orden; corporizado en la
Constitución de 1917 la cual:

1. Retomaba el anticlericalismo,
2. Nacionalizaba las riquezas del subsuelo
3. Recogía la exigencia de reforma agraria
4. Imponía al estado la protección de los trabajadores
5. Reconocía la personalidad moral de los sindicatos.

Esa definición del nuevo régimen como nacionalista y sensible a las


reivindicaciones obreras y campesinas debía más a la inspiración de la
izquierda constitucionalista, cercana a Obregón, que a la de los amigos del Jefe
Supremo (Carranza), que en 1920 buscó sin éxito cerrarle la sucesión
presidencial. Obregón sólo pudo alcanzarla gracias a un movimiento
revolucionario en cuyo curso el Jefe Supremo pereció asesinado durante su
fuga de su capital. (Carranza muere, asume Obregón)

Concluía así la revolución, en cuyo curso México había perdido un millón de


habitantes y su economía había vivido diez años en perpetuo marasmo. El
desenlace aseguraba la hegemonía política de la Dinastía de Sonora, que
había sobrevivido a sus rivales (Zapata había sido muerto a traición por los
carrancistas en 1919; Villa, tras de hacer sus paces con Obregón, lo sería en
un oscuro episodio, en 1923) y ahora arbitraba entre un movimiento obrero que
englobaba a una fracción muy reducida de los trabajadores industriales y
mineros y estaba, por otra parte, corroído por la corrupción, y un campesinado
que, si en Morelos veía realizadas las reivindicaciones del zapatismo, carecía
del empuje necesario para proyectarlas a escala nacional y se revelaba un
agente más dócil y pasivo de los nuevos dueños del poder que la nueva fuerza
sindical. Obregón y Calles -su sucesor desde 1924- mostraron escaso
entusiasmo por difundir los ejidos, que restauraban las tierras de comunidad
atacadas por la revolución liberal; prefirieron repartir a título individual una parte
de las tierras de las haciendas (entre las perdidas por los hacendados
prerrevolucionarios, que estaban lejos de ser todas, no pocas pasaron por otra
parte a engrosar el patrimonio de los triunfadores y sus allegados). Esa limitada
reforma agraria, como el avance igualmente limitado de la sindicalización
obrera, estaban destinadas a dar al nuevo poder una base en el núcleo
territorial de la nación, que había ganado por conquista; pero si ambas se
mantuvieron limitadas, ello no se debió tan sólo a las ambigüedades
ideológicas y políticas de los nuevos dirigentes, sino a que el México
revolucionario necesitaba urgentemente re hacer su sector exportador para
escapar a la penuria y el retorno ineludible a las recetas económicas del
porfirismo ponía límites estrechos a cualquier transformación social, a la vez
que hacía necesario un entendimiento con la potencia que seguía siendo
económica y políticamente dominante.

Gracias a los esfuerzos de Obregón, proseguidos más intensamente por


Calles, finalmente el régimen revolucionario logró establecer con los Estados
Unidos relaciones más estrechas que las mantenidas por el de Díaz.

Los enemigos del nuevo orden eran los tradicionales del liberalismo mexicano;
si el régimen no podía contar con el apoyo de los sectores de clase media
urbana que habían formado en las filas liberales y que apreciaban poco a sus
dominadores llegados del Norte, que junto con su séquito de dirigentes
políticos y sindicales se entregaban a una alegre y ostentosa corrupción,
tampoco debía temer mucho la hostilidad de la élite económico-social
prerrevolucionaria, ya que estaban amargamente convencidos de que su
derrota era definitiva y estaban dispuestos a establecer, a través de esa misma
corrupción, lazos cada vez más estrechos con sus vencedores.

Mientras las ciudades quedaban así neutralizadas, las tensiones eran más
vivas fuera de ellas; aquí la minoría de agraristas (beneficiarios de la parcial
reforma agraria), herederos de las haciendas, heredaba también los conflictos
entre éstas y las vecinas comunidades, que confluían con el conflicto
ideológico, destinado a intensificarse cuando Calles se propuso llevar a sus
últimas consecuencias el programa anticlerical que la Revolución había
heredado de la Reforma y extendió a todo el territorio nacional la empresa de
descristianización comenzada más espontáneamente en los estados del
Sudeste.

En 1926 se dio la guerra de los Cristeros. La rebelión pronto cobró sus víctimas
entre agraristas y entre los misioneros; la represión iba a cobrarse aún más
numerosas vidas entre los rancheros y los campesinos. El conflicto sólo cesó
cuando, gracias a la gestión del representante diplomático de Estados Unidos
en México, un entendimiento entre Calles y el Vaticano comprometió al primero
a renunciar a su desaforada ambición de eliminar toda huella de catolicismo de
la vida mexicana, aunque no a seguir aplicando con máximo rigor las leyes
secularizadoras.

La sucesión de Calles pareció abrir, para la revolución, una trayectoria política


cercana a la del Porfiriato. En 1928 el principio de no-reelección era derogado
para hacer posible la de Obregón. El asesinato de éste iba a imponerle un
rumbo distinto; para afrontar la crisis gravísima que él desencadenaba en la
dirigencia revolucionaria, Calles emprendió la despersonalización del orden
político mediante la creación del Partido Nacional Revolucionario, que al
englobar a todas las fuerzas políticas identificadas con el nuevo orden
integraba en él a los caudillos militares y regionales a quienes esas fuerzas
respondían, que a su vez reconocían en Calles, jefe máximo del partido
unificado, al primero entre ellos, mientras la jefatura del Estado era ocupada
por figuras cada vez más desvaídas.

De este modo parecía consolidarse un régimen que tras de diez años de lucha
y otros diez de ejercicio del poder revolucionario, en que no había cesado de
agitar consignas radicales y socialistas, mientras una pléyade de pintores de
deslumbrador talento ofrecía a las masas mexicanas y a las élites del mundo
una imagen épica de la revolución y de la historia mexicana que en ella venía a
culminar, parecía por fin capaz de devolver a México una paz no demasiado
distinta de la porfiriana.

Veinte años de revolución parecían entonces desembocar en una restauración


cada vez más dispuesta a decir su nombre, en la que sólo la lucha
antirreligiosa -agudizada nuevamente- mantenía vivas las tensiones del
pasado. La crisis mundial y sus consecuencias iban a devolver una nueva
juventud a la revolución mexicana; pero ya antes de ella la presencia de
organizaciones políticas y sindicales (por escasa que fuese su autonomía
frente a un poder político que era sustancialmente militar) reflejaba los cambios
irreversibles que diez años de guerra civil habían arrojado sobre México.
 Sandino y la lucha antiimperialista en Nicaragua: “Protectorado”
estadounidense. Las guerrillas sandinistas.

Mientras Cuba y Puerto Rico son sometidos a la tutela directa de Estados


Unidos, el resto del Caribe y Centroamérica continental comienzan a vivir más
plenamente las consecuencias políticas de la hegemonía económica y militar
norteamericana. En particular Nicaragua y Santo Domingo pudieron sentirlas.
En Nicaragua el interés de Estados Unidos se vinculaba con la posibilidad de
abrir allí un canal alternativo al de Panamá; en 1907 contribuyeron a expulsar al
dictador liberal Zelaya y desde 1912 una guardia de la legación
norteamericana, constituida por infantes de marina, sirvió de apoyo al
predominio del partido conservador nicaragüense, que en 1916 concedía a
Estados Unidos la autorización necesaria para construir, cuando lo creyera
oportuno, el nuevo canal, a cambio de tres millones de dólares, destinados
sobre todo a pagar las deudas internacionales de Nicaragua. En 1924 se retiró
la guardia de la legación (estadounidense) y estalló la guerra civil, concluida
instalando en el poder a un nuevo presidente conservador, mantenido en él,
ante el hostigamiento de la oposición, por fuerzas militares norteamericanas.

En esa guerra se hizo célebre un jefe de guerrilleros, el general Sandino, capaz


de jaquear tanto a la guardia nicaragüense como a las tropas de ocupación;
ante su resistencia, y a fin de liquidar el episodio nicaragüense, Estados Unidos
se resignó finalmente a admitir a un presidente liberal en 1928. En 1933
Sandino era asesinado; aun más importante era que la guardia nacional
hubiese sido armada y reorganizada durante la lucha por el ocupante; gracias a
la superioridad militar de ese cuerpo, su comandante, el general Anastasio
Somoza, responsable de ese asesinato, iba a conservar hasta su muerte un
papel dominante en la política nicaragüense, y la hegemonía norteamericana
pudo perpetuarse por ese medio más indirecto y apenas menos escandaloso.

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