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Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental

Chapter · November 2019

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Mauricio Folchi
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Ecologismo de los pobres:
conflictos ambientales y
justicia ambiental*
Mauricio Folchi

Resumen. Este capítulo examina la tesis del ‘ecologismo de los pobres’ propuesta en
conjunto por el economista ecológico catalán Joan Martínez-Alier y el historiador
indio Ramachandra Guha. Estos autores distinguen dos clases de ambientalismo: uno
de base ideológica, orientado por valores —propio de los países del Norte
desarrollado y otro de base materialista orientado por intereses —propio de los
países pobres del Sur. Junto con esto, se analiza críticamente el concepto ‘conflicto
ambiental’, una pieza clave de la tesis del ecologismo de los pobres. Por último, se
analiza la relación entre el ecologismo de los pobres, la conflictividad ambiental y el
concepto más amplio de ‘justicia ambiental’.

Palabras clave: Ecología política · Ecologismo · Conflictos ambientales · Justicia


ambiental

1 Dos ambientalismos diferentes

El movimiento ambientalista alcanzó notoriedad internacional a fines de los años


sesenta y principios de los años setenta, con el surgimiento de organizaciones como Frends
of the Earth (EEUU, 1969), Les Amis de la Terre (Francia, 1970), Greenpeace (Canadá,
1971), entre otras. Pocos años después, el movimiento se reforzó con la organización de los
primeros partidos políticos verdes: Die Grünen (Alemania, 1979), Ecolo (Bélgica, 1980),
Miljöpartiet de Gröna (Suecia, 1981), Les Verts (Francia, 1982), y Os Verdes (Portugal,
1982). Estos partidos y organizaciones ciudadanas trabajaron para incluir en la agenda
pública problemas ambientales como: la contaminación del aire, la lluvia ácida, el peligro
nuclear, la gestión de los residuos, la reducción del ruido, la conservación de la vida

*
M. Folchi ()
Departamento de Ciencias Históricas, Facultad de Filosofía, Universidad de Chile, Santiago de Chile.
e-mail: mfolchi@u.uchile.cl

Traducción de: “Environmentalism of the poor: environmental conflicts and environmental


justice”. L. E. Delgado, V. H. Marín (eds.), Social-ecological Systems of Latin America:
Complexities and Challenges, Springer Nature, Switzerland, 2019. pp. 95–115.
96 M. Folchi

silvestre, entre otras, y para elaborar las primeras políticas ambientales en estos países
(Dryzek et al. 2003).
El movimiento ambientalista se nutrió de muchas ideas y tradiciones intelectuales
diferentes pero convergentes. Algunas de ellas se remontaban al siglo XIX —como la idea
de conservación de la Naturaleza, que había propiciado la creación de las primeras áreas
silvestres protegidas en EE.UU. (Yosemite en 1864 y Yellowstone en 1872). Otras eran más
recientes, como las relacionadas con la radioactividad y el peligro nuclear. La combinación
de esas ideas conformó una ideología que dotó al movimiento de un objetivo político claro:
combatir el deterioro ambiental o, en su expresión más perturbadora, “salvar el planeta”.
El ambientalismo de los años setenta y ochenta, daba la impresión de ser un
movimiento de ciudadanos cultos de países ricos, preocupados por cuestiones bastante más
sofisticadas y complejas que las tradicionales reivindicaciones de las clases populares, como
eran el trabajo, el nivel de precios y la seguridad personal.
En 1977 el sociólogo británico Ronald Inglehart dio soporte científico a esta imagen
con su tesis del cambio valórico en las sociedades desarrollas. Tomando como punto de
partida la idea de “jerarquía de necesidades” propuesta por el psicólogo norteamericano
Abraham Maslow (1908-1970), Inglehart planteó que, debido al nivel de desarrollo material
alcanzado en las sociedades avanzadas de Europa, se estaba produciendo un cambio de
valores, con el consiguiente cambio en las actitudes políticas de los ciudadanos. Él observó
que los valores que denominó “materialistas” —referidos a la seguridad económica y física
de las personas— estaban perdiendo prioridad frente a los valores “post-materialistas”, los
cuales estaban asociados a la idea de autorrealización de Maslow —ubicados el nivel
superior de su pirámide. Inglehart identificó dos indicadores de este fenómeno: la valoración
estética del entorno (“hacer más bellos nuestros campos y ciudades”) y las aspiraciones de
participación (“las personas tienen más que decir sobre cómo se deciden las cosas en su
trabajo y en sus comunidades”) (Inglehart 1977: 40).1
Inglehart observó que la preocupación por los problemas ambientales “urbano-
industriales” surgía en los países desarrollados, pero manera desigual. De ese hecho él infiere
que “la preocupación por la belleza sólo está íntimamente relacionada a los países donde el
desarrollo económico y la urbanización están relativamente avanzados —lo suficientemente
para que el público sea relativamente sensible a la falta de belleza del medio ambiente”
(1977: 48). En las sociedades más pobres y menos urbanizadas de Europa, como Irlanda e
Italia, el crecimiento económico recibía una valoración relativamente alta, y solo existía:
“una débil tendencia a sentir que puede ser perjudicial para la belleza del ambiente, a
la cual se le otorga una prioridad relativamente baja, en cualquier caso. Los
irlandeses e italianos […] clasifican la ‘belleza de las ciudades’ más bajo que
cualquier público […]. En Irlanda e Italia existe una dimensión anti-industrial, pero
la preocupación por la belleza del ambiente no juega un papel significativo.”
(Inglehart 1977: 48).

De acuerdo con esta tesis, el ecologismo —aunque Inglehart no lo planteó en estos


términos, ni era este su objeto de estudio— vendría a ser una especie de sofisticación
intelectual, propia de los países desarrollados, “un fenómeno social de personas con

1
Este cambio en el sistema de valores se inicia en las sociedades más desarrolladas y, dentro de cada sociedad,
en aquellos grupos que gozan de mejor situación socioeconómica. También se aprecia muy claramente en las
generaciones más jóvenes de estos países. Las personas que han sido socializadas en condiciones de paz y de
relativa prosperidad, probablemente tendían valores post-materialistas (Inglehart 1977: 28).
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 97

estómagos llenos, una nueva moda de lujo y de tiempo de ocio”, en palabras de Guha (1994:
138) y Martínez Alier (1994: 13). Por lo mismo, no cabría esperar que esta ideología se
expandiera en los países del tercer mundo, donde no se había alcanzado el umbral de
bienestar necesario para abrazar valores post-materialistas. Un argumento semejante fue
planteado en la misma época por el economista Lester Thurow (1938–2016):
“Si se consideran los países que están interesados en el ecologismo, o los individuos
que lo apoyan dentro de cada país, sorprende la medida en que el ecologismo es un
interés de la clase media superior. A los países y los individuos pobres, sencillamente
no les interesa […]. El ecologismo es una demanda de más bienes y servicios (aire
limpio, agua pura, etc.) que no difiere de otras demandas de consumo […]. Desde
esta perspectiva, el ecologismo es un producto natural de un nivel de vida real
creciente” (Thurow 1985: 110-11)

Muchos adversarios plantearon al ecologismo esta misma crítica “maslowneana”. Y


también lo hicieron algunos líderes del tercer mundo, que temían que esta nueva ideología
sirviera de justificación para nuevas formas de intervención en sus territorios y diera lugar a
la imposición de nuevos mecanismos de control de sus recursos naturales (recursos que
habían conseguido nacionalizar recientemente).2
La tesis del ecologismo de los pobres, elaborada en conjunto por el historiador indio
Ramachandra Guha y el economista ecológico catalán Joan Martínez Alier, a principios de
los años noventa, fue planteada como una refutación a la tesis de Inglehart.3 Estos autores
rechazaron la idea que los ricos fueran más ecologistas que los pobres, o que los pobres
fueran demasiado pobres para ser ecologistas. Plantearon la existencia de un segundo tipo de
ecologismo, diferente al del primer mundo, surgido entre las personas pobres de los países
pobres, que en el pasado y en el presente, han luchado para “obtener las necesidades
ecológicas para la vida: energía, agua y espacio para albergarse” (Martínez-Alier 1994: 239).
Para el ecologismo de los pobres la defensa del medio ambiente no está motivada
por ideales o sentimientos abstractos respecto del medio ambiente o de la naturaleza, sino
que surge como respuesta de los pobres —principalmente los indígenas y campesinos del
Sur— ante una situación absolutamente concreta y totalmente materialista: el deterioro del
ambiente en el que viven, con la consiguiente imposibilidad de obtener el sustento. En este
sentido, el componente “ecologista” estaría implícito en sus acciones. Un buen ejemplo de
ello fue el líder ecologista brasileño, Chico Mendes (1944-1988), destacado dirigente de los
recolectores de caucho de la región del Acre en Brasil, quien “sólo supo que era ecologista
un par de años antes de ser asesinado, aunque lo había sido toda su vida, al oponerse a la
privatización y depredación de la Amazonia” (Martínez-Alier y Roca 2000: 21).
Inglehart pensaba que la preocupación ambiental era una cuestión “estética”, ubicada
en lo más alto de la pirámide de necesidades de Maslow y, por lo tanto, correspondía a una
orientación valórica post-materialista. Para el ecologismo de los pobres, en cambio, la
preocupación por el deterioro del ambiente se relaciona con las necesidades básicas de las
personas y, por lo tanto, pertenece a la esfera materialista. La salud y sustento de los

2
Esto explica que la declaración resultante de la primera Conferencia de la ONU sobre el Medio Ambiente
Humano, celebrada en Estocolmo en 1972, incluyera dentro de sus principios el derecho soberano de los
Estado “de explotar sus propios recursos en aplicación de su propia política ambiental” y la consideración que
“grados de aplicabilidad” de las normas ambientales debía ajustarse a las posibilidades de cada país, puesto
que “pueden ser inadecuadas y de alto costo social para los países en desarrollos” (Cfr. principios 21 y 23).
3
La alusión a Inglehart es explícita en Martínez Alier (1994, 1995 y 2004), Guha (1994) Gadgil and Guha
(1994) y Guha y Martínez Alier (1997).
98 M. Folchi

habitantes rurales pobres dependen de la calidad del ambiente en el que viven y del acceso a
los recursos y servicios ambientales que tengan; “de hecho, un ambiente limpio y seguro es,
más bien, una necesidad para todos los humanos que un bien de lujo.” (Martínez-Alier
2014).
Resulta irónico pensar que las dos dimensiones con las que Inglehart identificó los
valores materialistas fueron, precisamente, la seguridad física y la seguridad económica, las
cuales obviamente dependen de la calidad del ambiente, como bien señala la tesis del
ecologismo de los pobres. Tampoco deja de sorprender que Inglehart no tuviera
conocimiento de las movilizaciones sociales (materialistas) en contra de la contaminación
atmosférica y otros problemas ambientales ocurridos en la propia Gran Bretaña y en otros
países de Europa desde el siglo XIX —mucho antes de que estos países alcanzaran el estatus
de ‘desarrollados’— a consecuencia de la industrialización y urbanización crecientes. The
sanitary movement, que se desarrolló en Inglaterra en las décadas del treinta y cuarenta del
siglo XIX, fue la respuesta a las deplorables condiciones de salud ambiental de los barrios
obreros de muchas ciudades británicas, que carecían de una adecuada provisión de agua
potable, alcantarillado, y donde se respiraba un aire contaminado por el humo de las
industrias y los ‘miasmas’ que emanaban las aguas estancadas y residuos que se acumulaban
(Rosen 1993 [1958]; Flinn 1968). En la misma época, las numerosas fundiciones de cobre
instaladas en Gales debían hacer frente a los reclamos de los agricultores de los alrededores
que veían cómo el dióxido de azufre que salía de sus chimeneas arruinaba sus cultivos (Rees
1993; Newell 1997). Asimismo, la combustión industrial y doméstica del carbón mineral en
las ciudades inglesas hizo de la contaminación atmosférica un problema público permanente,
de difícil solución, especialmente en Londres. Hasta que en invierno de 1952 unas
condiciones ventilación particularmente desfavorables sumieron la ciudad en una nube de
humo durante una semana, lo cual provocó la muerte de cuatro mil personas, con la
consiguiente batahola social y política (Wise 2001 [1968]; Brimblecombe 1987).
Algunos años después, cuando Inglehart amplió su área de estudio al mundo entero,
se encontró con una sorpresa: en los países latinoamericanos y del antiguo bloque soviético
se valoraba mucho el objetivo de tener “ciudades más hermosas”. En lugar de revisar su
teoría, Inglehart concluyó que en ese tipo de países esta preocupación tenía una orientación
materialista —y no estaba asociada a valores estéticos como ocurriría en Occidente. La
explicación que se le ocurrió para esta anomalía fue que:
“En esas sociedades, la contaminación ambiental se ha convertido en un problema
generalizado y potencialmente mortal, mucho más grave que en Occidente. En esos
países, la contaminación no es percibida principalmente como un problema estético,
sino como un problema que amenaza la vida directamente” (Abramson e Inglehart
1995: 116).

Dejando de lado los problemas metodológicos que se asoman detrás de esta


argumentación, se aprecia una inconsistencia teórica que no puede soslayarse. No hay
ninguna razón para suponer que el dióxido de azufre o el material particulado respirable
tengan un efecto distinto sobre un organismo en el Norte o en el Sur. Tampoco cabe suponer
tal cosa respecto de la contaminación del suelo o del agua, o la radiación nuclear. En todos
esos casos y en cualquier parte del mundo, la afectación será la misma y las personas
aquejadas estarán igualmente interesadas en encontrar remedio a su situación. Es posible que
en lugares distintos haya percepciones de estos problemas y umbrales de tolerancia
diferentes, y también formas distintas de expresar el malestar. Pero esas diferencias deben
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 99

explicarse caso a caso, y considerando muchos factores que no dependen del nivel de renta
del país o de las personas.
Uno de esos factores que influyen sobre las actitudes políticas de los ciudadanos
frente a los problemas ambientales es, obviamente, su orientación valórica, un asunto central
en la tesis del ecologismo de los pobres, en el que debemos detenernos. Ramachandra Guha
señala que la diferencia entre el ecologismo del primer mundo, y ecologismo de los pobres
radica en que los ecologistas del primer mundo defienden la “naturaleza pura” por su valor
biológico y estético intrínseco mientras que el segundo tipo de ecologismo es practicado por
personas que dependen casi exclusivamente de los recursos naturales de su propia localidad;
que defienden los bosques, los pastizales, las pesquerías y demás recursos que necesitan para
subsistir (Guha 1994; Gadgil y Guha 1995). Él y Madhav Gadgil denominaron a estas
personas “la gente del ecosistema”. Martínez Alier, por su parte, sostiene que existen dos
corrientes de pensamiento en el movimiento ecologista: el culto a la vida silvestre y el
ecologismo de los pobres.4 La primera surge del amor a los bellos paisajes y le otorga a la
naturaleza valores no materiales profundos. La raíz del ecologismo del primer mundo se
encontraría en este pensamiento, el cual se caracteriza por su compromiso solemne hacia la
naturaleza. En cambio, “el interés material por los recursos y servicios ambientales
proporcionados por la naturaleza para el sustento humano caracteriza el ecologismo de los
pobres” (Martínez-Alier 2004: 319).
Si analizamos el asunto con detenimiento, podemos advertir que la diferencia entre
ambos tipos de ecologismo se produce en tres planos: los valores, la concepción del
ambiente y en la acción política. Lo primero se relaciona con la recordada disputa dentro del
ambientalismo entre las posiciones “antropocéntricas” y las “ecocéntricas”. La Psicología
Ambiental se ha interesado por esta distinción y ha planteado que, si bien ambas doctrinas
promueven la protección del ambiente, las motivaciones y comportamientos de los
individuos que adscriben a una u otra son diferentes (Gagnon y Barton 1994; De Young
2000; Suárez et al. 2007). Los individuos antropocéntricos consideran que el medio
ambiente debe protegerse porque el bienestar humano, la calidad de vida y la salud de las
personas dependen de la calidad del ambiente y salud de los ecosistemas. En cambio, los
individuos ecocéntricos plantean que la naturaleza merece protección debido al valor que
tiene en sí misma. Para ellos, preservarla vale la pena independientemente de las
implicaciones económicas o sus efectos sobre el estilo de vida de los seres humanos. Para los
ecocéntricos, “la naturaleza tiene una dimensión espiritual y un valor intrínseco que se
refleja en sus experiencias en la naturaleza y en sentimientos acerca de los entornos
naturales” (Gagnon y Barton 1994: 150). De acuerdo con estos conceptos, podemos entender
el ecologismo del primer mundo como un movimiento principalmente ecocéntrico, mientras
que el ecologismo de los pobres sería, más bien, antropocéntrico.
En segundo lugar, la concepción del ‘ambiente’ de ambos ecologismos es muy
diferente. Para el ecologismo de los pobres, el ambiente es el lugar donde viven las personas
y donde éstas acceden a los recursos y servicios que requieren para reproducir sus formas de
vida. El ecologismo del primer mundo, en cambio, concibe al ambiente como algo

4
Juan Martínez Alier menciona una tercera forma de ecologismo: el “evangelio de la ecoeficiencia”, pero con
esa expresión se refiere más bien a una corriente del pensamiento ambiental, no a un movimiento social,
razón por la cual aquí se excluye. Esta corriente de pensamiento tiene una raíz racionalista y fundamento
moral utilitarista, que surge de la mano de las primeras ciencias ambientales, como la Silvicultura moderna,
disciplina en la que se formó —Gifford Pinchot, uno de los primeros e ilustres representantes de esta corriente
de pensamiento que hoy se expresa en conceptos como “modernización ambiental”, “capital natural”,
“servicios ecosistémicos” y el controvertido “desarrollo sustentable”.
100 M. Folchi

independiente del individuo, cuya conservación no es determinante para su vida ni su


bienestar como individuo o grupo (aunque mencionen insistentemente que “la supervivencia
de la especie humana” está en peligro). Más que pensar en el medio ambiente de las personas
—lo cual, necesariamente, incluye los ambientes artificializados donde viven los campesinos
y la mayoría de los indígenas— a estos ecologistas les preocupa la Naturaleza, y si la
defienden, lo hacen porque su ideología (sus valores post-materialistas; estéticos y también
éticos) les empujan a hacerlo, y no un interés personal o colectivo. El ecologista del primer
mundo aspira a que los ríos vuelvan a correr cristalinos, que la flora y fauna salvaje se
conserve y que el aire recupere su pureza, aunque nada de eso le amenace o afecte
directamente. En el ecologismo de los pobres, en cambio, la gente no defiende “el”
medioambiente, ni a “la” naturaleza, ni al planeta tierra, sino su propio hábitat; el lugar
específico donde encuentra sustento y cobijo.
Los autores mencionados han lamentado que esta visión elitista y ecocéntrica de las
luchas ambientales esté tan extensamente difundida, dentro y fuera de los círculos
ambientalistas (y cabría añadir que también lo está entre los académicos). En más de una
oportunidad, los autores han citado las palabras de un reconocido líder indígena y campesino
peruano, de larga trayectoria en la vida pública del Perú y que llegó a ser Senador de la
República: Hugo Blanco; quien en 1991 escribió lo siguiente:
“los ecologistas o conservacionistas son unos tipos un poco locos que luchan porque
los ositos panda o las ballenas azules no desaparezcan. Por muy simpáticos que le
parezcan a la gente común, ésta considera que hay cosas más importantes por las
cuales preocuparse, por ejemplo, cómo conseguir el pan de cada día […]. Sin
embargo, en el Perú existen grandes masas populares que son ecologistas activas
[…]. ¿No es acaso ecologista muy antiguo el pueblo de Bambamarca que más de una
vez luchó valientemente contra la contaminación de sus aguas producida por una
mina? ¿No son acaso ecologistas los pueblos de Ilo y de otros valles que están siendo
afectados por la Southern? ¿No es ecologista el pueblo de Tambo Grande que en
Piura se levanta como un solo puño y está dispuesto a morir para impedir la apertura
de una mina en su pueblo, en su valle?”.5

Una tercera distinción que cabe hacer entre los dos ecologismos es la orientación
política que caracteriza a cada uno. La Ciencia Política nos recuerda que todos los sujetos
tienen valores e intereses, los que normalmente comparten con otras personas con las cuales
forman colectivos u organizaciones que tratan de influir sobre el poder político. Estos grupos
—conocidos como ‘grupos de presión’ o ‘grupos de interés’— pueden ser de ‘promoción’ o
‘protección’. En el primer caso se trata de grupos abiertos a toda la sociedad que promueven
una causa, unos ideales o unos determinados valores. Persiguen objetivos que no benefician
necesariamente a sus propios miembros, sino a la sociedad en su conjunto. Por lo mismo, a
veces se les denomina organizaciones de “vocación ideológica” (Kuper y Kuper 2005; Jerez
Mir 1997). Es claro que el ecologismo del primer mundo pertenece a este tipo.
Por otra parte, están los grupos de protección, que defienden los intereses materiales
de cierto grupo de personas. Su membresía es, por lo tanto, más limitada, aunque sus
reivindicaciones pueden abarcar toda la gama de cuestiones de política pública.
Normalmente estos grupos están integrados por personas que tienen la misma función en el
sistema socio-económico (razón por la cual se les llama también ‘grupos funcionales’) como
trabajadores, empresarios o campesinos, quienes se organizan en sindicatos y otro tipo de

5
Artículo aparecido en el periódico La República, Lima, 6 de abril de 1991. Citado por (Martínez-Alier 1994:
11; Martínez-Alier and Guha 1997: 24; Martínez-Alier 1998: 28; Guha 2000: 104; Martínez-Alier 2004: 332).
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 101

asociaciones para defender sus intereses. Estos grupos de protección también pueden
conformarse a partir de intereses territoriales. Los llamados “grupos geográficos” emergen
cuando los intereses comunes de personas que viven en el mismo lugar son amenazados por
proyectos como una nueva carretera o una extensión del ferrocarril. A diferencia de las
organizaciones funcionales que, por esa condición son permanentes, los grupos geográficos
surgirían cuando sus vidas, familias y vecindarios enfrentan una amenaza específica, a raíz
de lo cual suelen ser temporales (Hague et al. 2016: 306; Briggs 2015: 116). Es claro que el
ecologismo de los pobres se corresponde con este segundo tipo de actor político.

2 Los conflictos ambientales en la tesis del ecologismo de los pobres

Los conflictos ambientales son un componente central en la tesis del ecologismo de


los pobres. El ecologismo de los pobres se expresa a través de las luchas que los pobres del
Sur sostienen para defender su ambiente de agresiones externas. Ramachandra Guha llegó a
desarrollar esta tesis, justamente, por su investigación anterior sobre los conflictos suscitados
por la expansión de la industria forestal en la cuenca superior del río Ganges (movimiento
Chipko), en el Estado de Karnataka y otros lugares de la India (Guha y Gadgil 1989; Guha
1994; 2000 [1989]; Guha y Martínez-Alier 1997). Martínez Alier, por su parte, llegó a esta
idea gracias al conocimiento de las luchas campesinas de en las regiones andinas de América
del Sur.6
Los trabajos de Guha y Martínez Alier —y de muchos otros autores que suscriben o
coinciden con esta tesis— presentan numerosos ejemplos de conflictos de este tipo alrededor
del mundo: luchas en su mayoría de campesinos e indígenas, pero también habitantes
urbanos contra la contaminación del agua, del aire o del suelo provocada por la actividad
minera o industrial, luchas para impedir la pérdida de flora o fauna nativa, o para recuperar el
acceso al agua, a los bosques, a los bancos de peces, y a muchos otros recursos. Pero los
abundantes casos de conflictividad no son solo la manifestación del ecologismo de los
pobres, sino que tienen un alcance mayor. Si no fuera así, “este libro sería poco más que una
entretenida selección de anécdotas de conflictos ambientales de los buenos (y las buenas)
contra los malos” dice Martínez Alier (2004: 317). El corazón de tesis del ecologismo de los
pobres es que los múltiples conflictos locales que se producen alrededor del mundo, tanto
históricamente como en la actualidad, son una expresión de un conflicto mucho mayor: el
conflicto entre la economía capitalista (o de la economía de mercado) y el medio ambiente.7
El crecimiento incesante de la actividad económica lleva a los agentes económicos,
ya sean grandes empresas privadas —frecuentemente transnacionales— o agencias del
Estado, a ocupar nuevos espacios: “las fronteras de la extracción avanzan hacia nuevos
territorios porque las viejas fuentes son agotadas o se vuelven demasiado caras” (Martínez-
Alier 2004; 82) para explotar los recursos que allí existen y “ponerlos al servicio de la
economía comercial-industrial creciente” (Guha 1994: 139) o, dicho de con otras palabras,

6
Sobre el origen de esta sociedad, Martínez-Alier ha comentado que “Ecologismo de los pobres fueron
palabras que Guha y yo comenzamos a usar poco después de que nos conociéramos en agosto de 1988 en
Bangalore. Notamos entonces como su trabajo sobre el movimiento Chipko encajaba con el trabajo que
comenzaba a hacer sobre los movimientos ambientales latinoamericanos.” (Martínez-Alier 2014: 241).
7
La mayor parte del tiempo Martínez-Alier se refiere a la ‘economía, como sinónimo de otras expresiones que
también usa, como: ‘economía capitalista’, ‘capitalismo’, ‘economía industrial’, ‘economía de mercado’,
‘economía moderna’ y ‘economía industrializadora’. Quizá sea más exacto hablar de economía del
crecimiento.
102 M. Folchi

para incorporarlos al metabolismo social de las economías industriales (Martínez-Alier 2004;


102; 2014: 240).
La expansión espacial de la economía capitalista invade los espacios rurales donde
viven los pobres, les usurpa sus recursos y provoca la degradación ambiental contra la cual
los pobres se rebelan.
“El conflicto entre la economía y el medio ambiente no solo se manifiesta en los
ataques a los remanentes de naturaleza prístina sino también en la creciente demanda
de materias primas y de sumideros para los residuos en zonas habitadas por seres
humanos y en el planeta en su conjunto […]. El argumento de que en general hay
soluciones en las que todos ganan (un mejor medioambiente junto con crecimiento
económico) está muy lejos de ser cierto.” (Martínez-Alier 2004: 317).

La tesis del ecologismo de los pobres está muy influida por la obra del historiador
británico E. P. Thompson (1924–1993), en particular por su tesis de la “economía moral”
(Guha y Gadgil 1989; Guha 2000 [1989]; Martínez-Alier 1990; 1994; 2004; Goebel 2010).
Thompson se preguntó si las frecuentes revueltas y alzamientos populares ocurridos en
Inglaterra durante el siglo XVIII eran sólo consecuencia del hambre que episódicamente
castigaba a la población o si respondían a algo más profundo. Su argumento fue que estas
protestas contaban con cierta legitimidad; que los hombres y mujeres que se alzaron lo
hicieron con la convicción de que estaban “defendiendo sus derechos o costumbres
tradicionales; y, en general, que eran apoyados por un amplio consenso de la comunidad”
(Thompson 1971: 78). Hasta el siglo XVIII las prácticas económicas —en especial las
relacionadas con la circulación de los cereales, que eran la base de la alimentación—
respondían a un conjunto de preceptos morales orientados a asegurar la provisión de
alimento de los pobres. Cuando comenzaron a imponerse las pautas de “libre mercado” la
plebe se rebeló. Lo mismo ocurrió cuando se impusieron las relaciones propiedad capitalistas
en el campo. Tradicionalmente, los campesinos pobres tuvieron derecho a espigar, recolectar
leña, pastorear en los caminos y en los rastrojos, porque estos recursos estaban bajo un
régimen comunal. Lo “cercamientos” (enclousures) redefinieron la propiedad; cambiaron las
reglas de acceso a los recursos y destruyeron la precaria economía de subsistencia de los
pobres (Thompson 2012 [1980]: 243-247). Todo esto llevó a Thompson a plantear que
durante el siglo XVIII en Inglaterra había un conflicto mayor, del cual se desprendían los
motines de los pobres.
La tesis del ecologismo de los pobres plantea algo muy similar. Las comunidades
rurales intentan preservar sus sistemas de vida y formas de ocupación del espacio frente al
avance del capitalismo. No luchan sólo por defender la conservación y acceso a los bienes y
servicios ecosistémicos de los cuales obtienen sustento, sino también defienden los sistemas
tradicionales de gestión de esos recursos —como el acceso comunal a los recursos—, los
cuales también entran en colisión con una economía de mercado en expansión, tal como
ocurría en Inglaterra en el siglo XVIII.
“En el ecologismo de los pobres, la forma más frecuente de acción consiste en
rechazar la inclusión de los recursos ambientales en el sistema de mercado
generalizado, para mantenerlos o devolverlos a la esfera no mercantil de la
‘economía moral’” (Martínez-Alier 1994: 185).

El conflicto estructural que enmarca la conflictividad ambiental no sólo se produce


entre la economía del crecimiento y el medio ambiente, sino entre dos sistemas de
pensamiento: la Economía neoclásica y la Economía Ecológica. “La Economía Ecológica
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 103

provee la teoría del conflicto estructural entre la economía y el medio ambiente”, dice
Martínez Alier (2004: 317).
Esto explica por qué Martínez Alier se refiere a los conflictos ambientales como
“conflictos ecológico-distributivos” o conflictos entre “lenguajes de valoración”. Para
Martínez Alier las luchas ambientales se oponen al sistema económico capitalista (o de libre
mercado) y, al mismo tiempo, vienen a cuestionar la teoría económica neoclásica.
Un sistema productivo no se puede entender sin considerar al mismo tiempo cómo
están distribuidos los activos que hacen posible la producción. El sistema se organiza de
acuerdo con las normas o costumbres sobre la distribución. La Economía Ecológica entiende
la distribución no como un problema ‘económico’ (de distribución de activos e ingresos),
sino como un problema ‘ecológico’; de distribución de recursos y residuos. Son los
“acuerdos o normas habituales sobre cómo acceder a los recursos naturales o qué hacer con
los desechos” los que hacen posibles unos determinados sistemas productivos. La decisión
de producir automóviles depende de la posibilidad de emitir CO2 a la atmósfera y tirar los
autos viejos a los vertederos. La decisión de producir celulosa depende de la posibilidad de
plantar árboles y de verter residuos a los ríos o el mar. Los conflictos que surgen en
respuesta a esas decisiones de producción serían conflictos ecológico-distributivos porque
surgen de un esquema de distribución de recursos y desechos en la que unos actores
(normalmente los pobres) resultan perjudicados (Martínez-Alier 2004: 43-44).8 La lucha de
los pobres, en consecuencia, consistirá en forzar al sistema económico para internalizar los
costos y corregir así la inequitativa distribución ecológica sobre la cual opera.
Pero al hacer esto surge otro problema: el de la valoración económica. Cualquiera
sea el mecanismo por el cual vayamos a hacernos cargo de los costos ambientales de una
actividad productiva (restauración de los ecosistemas, compensación a los afectados,
inversión en tecnologías de mitigación, impuestos verdes, etc.) será necesario valorar esos
costos. La Economía convencional sólo conoce una manera de hacer eso: asignar valores
monetarios a los daños ambientales, para lo cual ha inventado diversos métodos. La
Economía Ecológica, junto con la valoración monetaria, ha desarrollado otros métodos de
valoración basados en indicadores biofísicos y sociales que intentan respetar los sistemas de
contabilidad propios de la naturaleza y de las personas.
La valoración de las externalidades es un problema epistemológico y político. Los
grupos sociales en conflicto defienden sus derechos e intereses recurriendo a algún tipo de
lenguaje de valoración. A veces aceptan el lenguaje económico del valor monetario; en otros
casos, reivindican sus propios lenguajes de valoración, los cuales pueden resultar
inconmensurables para la Economía convencional, no así para la Economía Ecológica.
“Las luchas ambientales a veces recurren al lenguaje de la valoración económica, por
ejemplo, cuando se solicita una compensación por externalidades. Este es el caso de
la demanda por daños en contextos forenses. En tal caso, el resultado final es dinero.
En muchos otros casos, los pobres e indígenas han tratado de detener la degradación
del medio ambiente argumentando no en términos de costos económicos, sino en
términos de derechos (derechos territoriales, derechos humanos) o en términos de lo
que es sagrado. Los lenguajes de valoración, a menudo, no son traducibles entre sí.
No hay una moneda común. La conmensurabilidad sería un acto de poder”.
(Martínez-Alier 2014: 241)

8
Otros autores definen el carácter “distributivo” de los conflictos ecológicos en términos ligeramente distintos.
No lo plantean como un problema económico sino como un problema de justicia social: la desigual
distribución de los dones de la naturaleza y de los daños ambientales.
104 M. Folchi

3 Los conflictos ambientales, más allá del ecologismo de los pobres

La distinción entre un ecologismo de los pobres de raíz materialista en los países del
Sur y otro completamente distinto, de raíz ideológica post-materialista en los países del
Norte, puede ser una simplificación extrema de un fenómeno social complejo y heterogéneo.
Asimismo, la asociación directa entre conflictividad ambiental y ecologismo de los pobres
lleva a invisibilizar todos aquellos conflictos ambientales que no encajan con la tesis del
ecologismo de los pobres, y que también tienen algo que decir.
La tesis del ecologismo de los pobres define el conflicto ambiental (o un conflicto
ecológico-distributivo) como aquel que se origina por la acción de un actor económico
poderoso que se apropia o degrada un espacio o recurso del cual depende una comunidad
pobre (del Sur), la cual se resiste mediante la defensa del medio ambiente. Bajo esta óptica,
los conflictos ambientales serían disputas con roles predefinidos y asimétricos, y tendrían
además una orientación ambientalista. La tesis del ecologismo de los pobres afirma que los
pobres poseen una “conciencia ecológica” y un compromiso con la defensa medioambiente,
equivalente al que podría tener un ecologista ideológico, de todo lo cual se concluye que los
pobres son portadores de un proyecto económico alternativo al capitalista, orientado hacia la
sustentabilidad. Todo esto es posible, pero no necesariamente.
En primer lugar, no hay razón para pensar que las disputas ambientales del tipo
‘materialista’ sean luchas privativas de los pobres. La condición de pobre no es condición
necesaria para verse implicado en un conflicto de este tipo. Dado su origen material, estas
luchas pueden involucrar a cualquier grupo humano que se sienta amenazado o resulte
perjudicado por alguna intervención en su hábitat, que afecte sus condiciones materiales de
reproducción (Folchi 2001). Parafraseando a Gadgil y Guha, no sólo los pobres son ‘gente
del ecosistema’, sino todas las personas cuya economía y salud depende de su hábitat.
Algunas de estas personas viven al límite de la subsistencia, otras tienen un nivel de ingresos
más elevado, pero todos ellos resentirán —y eventualmente resistirán— por igual una
intervención que deteriore o modifique su hábitat.
Por otra parte, estas luchas de inspiración materialista que la tesis del ecologismo de
los pobres le atribuye al Sur, pueden producirse perfectamente en cualquier país del Norte.
Así fue históricamente —desde la lucha de los campesinos de E.P. Thompson contra los
cerramientos en el siglo XVIII y de los habitantes urbanos y rurales contra las externalidades
de la Revolución Industrial en el siglo XIX y del crecimiento urbano en el siglo XX. Y así
sigue siendo actualmente, aunque las amenazas de hoy no sean las mismas del pasado y los
ciudadanos afectados (y movilizados) ya no sean pobres, como eran sus antepasados. Si
aceptamos que las luchas ambientales tienen motivaciones materialistas, no hay razón para
pensar que los pobres del Sur sean los únicos que tienen ese tipo de motivos. También
pueden tenerlo las clases medias y las clases acomodadas del Norte y del Sur.
En segundo lugar, se debe subrayar que la gente involucrada en un conflicto
ambiental ‘materialista’ lo que hace es defender una forma de vida y, al mismo tiempo,
reivindicar una manera específica de relacionarse con su entorno o gestionar los recursos.
Estas formas de vida no necesariamente son ambientalmente sustentables (cualquiera sea la
definición de ese concepto), ni se encuentran —necesariamente— en plena armonía con la
naturaleza. De hecho, estamos hablando de formas de vida rurales las que suponen un
cambio de la cobertura del suelo y la modificación los equilibrios naturales, las que, por
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 105

razones ajenas a su voluntad, más de una vez han desembocado en procesos de degradación
de su base de recursos (Blaikie 1985). Lo que se reivindica y dota de legitimidad a estas
luchas es, en primer lugar, la tradición y la costumbre, no la sustentabilidad.
Existen conflictos ambientales muy ilustrativos de esta falta de orientación
ambientalista, que son aquellos provocados por la creación de áreas silvestres protegidas en
espacios habitados, las cuales proscriben las prácticas tradicionales de gestión de los
recursos, imponen restricciones de acceso o incluso implican la expulsión de los habitantes
(West et al. 2006). En estos conflictos el ecologismo de los pobres no vacila en ponerse de
lado de los campesinos pobres, cuyas formas de vida se ven socavadas por estas iniciativas
de conservación. Ramachandra Guha ha dedicado palabras muy duras a ese tipo de proyectos
y a su fundamento ideológico (Guha 1989; 1994; 1997). Parece claro que los pobres no están
de lado de la preservación del medio ambiente cuando se ven enfrentados a los dictámenes
de la Biología de la Conservación y optan —con toda razón— por oponerse a iniciativas
ambientalistas como éstas.9
Junto con esto se debe tener presente que los conflictos ambientales no se producen,
necesariamente, como respuesta a la depredación del ambiente o sobreexplotación de
recursos, es decir, como respuesta a un hecho negativo desde el punto de vista de la
ideología ambientalista o desde el punto de vista de la Ecología. Si ampliamos nuestra
mirada a todos los conflictos ambientales, veremos que éstos se producen a raíz de cualquier
transformación no consensual del ambiente. El carácter de ‘positivo’ o ‘negativo’ del cambio
ambiental es algo que deciden las personas (Folchi 2001). Por esa razón, no puede
considerarse —de antemano— como una forma de ‘ecologismo’ la acción de ninguno de los
involucrados en un conflicto ambiental. Dicho con toda claridad: las personas que se
involucran en un conflicto ambiental no lo hacen para defender al ambiente ni a la
naturaleza, sino para defenderse a sí mismas de una amenaza o un perjuicio sobre sus
condiciones de habitabilidad. A veces los intereses de alguno de los afectados coinciden con
los principios de la sustentabilidad, otras no.
Dicho esto, parece adecuado buscar una definición más amplia e inclusiva de
conflicto ambiental y entenderlo como una situación de confrontación entre dos actores o
más, que se produce cuando la acción o decisión de uno de ellos amenaza los lazos
materiales y simbólicos establecidos entre un grupo o comunidad y su ambiente, atentando
contra su bienestar material, seguridad o identidad.10

4 Los conflictos ambientales y la justicia ambiental

La tesis del ecologismo de los pobres presenta tres dilemas teóricos que es necesario
examinar. El primero es la contraposición entre un ecologismo orientado por valores (aunque

9
Joan Martínez-Alier tiene una posición ambigua al respecto. Por una parte, critica iniciativas como la
reintroducción de osos pardos provenientes de los Balcanes en el Pirineo catalán, lo cual perjudica a los
habitantes rurales que se dedican al pastoreo (2002: 255). Por otra parte, se muestra partidario de buscar
alianzas “entre los intereses (y valores) de los pueblos pobres o empobrecidos y el culto de la naturaleza
silvestre de los ecologistas profundos” (2004: 45).
10
En un trabajo anterior usé la expresión “conflictos de contenido ambiental” para referirme a los conflictos
ambientales que no tienen una orientación ideológica ambientalista. Otros autores (Soto et al. 2007)
propusieron distinciones semejantes. Pero dado el amplio (y ambiguo) uso de la expresión “conflicto
ambiental”, parece más adecuado definir con claridad este concepto en lugar de crear nuevos.
106 M. Folchi

algunos de ellos sean controvertidos)11 y un ecologismo materialista orientado por intereses


(intereses legítimos y nobles, pero intereses, al fin y al cabo).
Junto con establecer esa dicotomía, esta tesis sugiere que los pobres encarnan el
rechazo a la economía industrial (anti-ecológica, por definición) y, consecuentemente, ve en
ellos un compromiso con la preservación del ambiente y la naturaleza. Por otra parte,
subraya que en sus luchas los pobres movilizan ‘leguajes de valoración’ de la naturaleza y el
ambiente alternativos a los de la Economía convencional. Si esto es así, sólo puede
concluirse que las luchas ambientales de los pobres tienen una dimensión epistemológica y
valórica que trasciende al ‘interés material’. Cuando Martínez Alier revisa este punto
reconoce que las luchas ambientalistas de los pobres pueden estar basadas en valores, y que
incluso es necesario que así sea. Él pone como ejemplo la lucha del pueblo U’Wa en
Colombia, que a fines de la década de 1990 se opuso a la explotación petrolera en su
territorio porque éste, incluido el subsuelo, era sagrado y, por lo tanto, no podía consentir
que fuera profanado. Una vez que los U’Wa recurrieron al lenguaje de lo sagrado, se volvió
inviable usar el lenguaje crematístico y proponer, por ejemplo, compensaciones monetarias
(Martínez-Alier 2002: 322).
Ahora bien, los indígenas de América Latina no sólo tienen valores relativos a ‘lo
sagrado’. Ellos son mayoritariamente campesinos y, como es lógico, tienen valores
asociados con la vida rural y con sus prácticas productivas, al igual que los tienen el resto de
habitantes rurales: campesinos, pastores, huerteros, pescadores, mariscadores, etc. Para todos
ellos el suelo, el agua, los animales (domésticos y salvajes), la flora (silvestre y cultivada), la
lluvia, las mareas, etc. tienen un sentido y un valor. Y todos esos elementos están integrados
en su cultura y en sus formas de vida. En consecuencia, cada vez que una intervención en su
territorio amenace esas formas de vida, ellos tenderán a combatirla. Lo harán por razones
materiales, sí, pero al mismo tiempo para defender los valores que le dan sentido a esas
prácticas y a esas formas de vida amenazadas. Los intereses y los valores están asociados.
Para entender cómo se producen los conflictos ambientales o qué los alimenta,
considerando al mismo tiempo intereses y valores, podemos apoyarnos en la teoría del
“círculo del conflicto” propuesta por el sociólogo-político norteamericano Christopher
Moore (1996). De acuerdo a su modelo, existirían cinco causas subyacentes o ‘factores’ que
pueden provocar o alimentar un conflicto: relación, información, valores, estructurales e
intereses. 12
Inspirados en estos conceptos podemos imaginar que un conflicto ambiental es como
un iceberg que flota en el océano, con una pequeña parte de su masa asomada en la
superficie. Esa parte del conflicto que puede apreciarse a simple vista es el ‘conflicto de
intereses’: dos actores tienen intereses contrapuestos e incompatibles respecto del ambiente.
El rechazo de los vecinos a una planta termoeléctrica que amenaza su salud, la oposición de
los campesinos a una explotación minera que contaminará un valle agrícola, la lucha de un
barrio contra un proyecto inmobiliario que les negará el acceso a un entorno natural, la
disputa entre dos grupos pescadores artesanales por la definición de sus zonas de pesca, son
ejemplos de ‘conflictos de intereses’.

11
Véase Guha 1989; 1994; 1997; Martínez-Alier and Guha 1997.
12
De acuerdo a este modelo, diagnosticar esas causas es imprescindible porque cada una de ellas requería un
tipo de intervención diferente para su resolución. Si, por ejemplo, el conflicto se debiera sólo a una
discrepancia de información, la intervención adecuada sería desarrollar un procedimiento para la recogida de
información que fuera válido para ambas partes.
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 107

Por debajo de ese nivel, sumergido en el agua, encontramos los ‘problemas


estructurales’ de un país que conducen a un actor a emprender acciones que vulneran los
derechos de otro. La indefinición o la mala definición de los derechos de propiedad, o la
superposición (incluso contradicción) entre distintos cuerpos jurídicos que ordenan la gestión
de los recursos naturales, son causas muy frecuentes de conflictividad ambiental. También lo
son las leyes económicas, urbanísticas o ambientales injustas, que niegan ciertos derechos a
algunos grupos. Este conjunto de vacíos, contradicciones y negaciones llevan a las partes a
enfrentarse, reivindicando cada una de ellas algún legítimo derecho. En estos casos, la lucha,
más que ir dirigida al adversario circunstancial, apunta a la injusticia estructural. Si tomamos
los mismos ejemplos anteriores: en el primer caso el adversario no es la empresa eléctrica,
sino la matriz energética del país; en el segundo no es la empresa minera, sino el sistema de
concesiones mineras; en el tercero no es la empresa inmobiliaria, sino el plan regulador de la
ciudad; y en el último no son los pescadores de la ensenada contigua, sino la Ley de pesca,
etc.
Por último, un conflicto puede tener una raíz más profunda: una disputa a nivel de
los principios que organizan el orden social, es decir, de los valores o las ‘visiones de
mundo’ de los actores enfrentados. Esto ocurre cuando la acción que provoca el conflicto
viene justificada por un sistema de valores o una visión de mundo no compartida por el
grupo que resulta perjudicado por dicha acción. En estos casos, el conflicto trasciende los
intereses específicos que lo originan, y se transforma en una disputa ideológica por
cuestiones como el modelo de desarrollo, la organización del territorio, la noción de justicia
social, etc. Se genera entonces una controversia en torno a la definición de esos mismos
conceptos y otros implicados en esas discusiones, como ‘naturaleza’, ‘recurso natural’,
‘bosque’, ‘glaciar’, ‘humedal’, etc. (Folchi y Godoy 2016). Siguiendo con los conflictos
usados como ejemplo anteriormente, en este nivel éstos podrían plantearse como una disputa
entre: una matriz energética sustentable v/s una matriz eficiente; una economía de
subsistencia v/s una economía primario-exportadora; un modelo de urbanización denso v/s
otro extendido; la función económica de los recursos marinos v/s la función social de los
mismos.
En resumen, la distinción entre motivaciones materiales (intereses) o ideológicas
(valores) no tiene mucho sentido para estudiar los conflictos ambientales. Cualquier
conflicto puede tener ambos componentes, y también el componente estructural, aunque no
siempre los dos últimos sean planteados explícitamente desde un comienzo. Una
característica de estos conflictos es, justamente, que durante el proceso las personas
involucradas reconocen o toman conciencia de esas capas más profundas del conflicto.
Un segundo dilema teórico de la tesis del ecologismo de los pobres es la inclusión de
las luchas ambientales urbanas. Toda la conceptualización de esta tesis apunta a los pobres
que viven en zonas rurales, es decir, a la ‘gente del ecosistema’. Consecuentemente, la
mayoría de los conflictos que se usan como ejemplo se refieren a grupos indígenas,
comunidades campesinas, pescadores artesanales, pastores y habitantes rurales en general.
No obstante, siempre se añade en la lista de representantes del ecologismo de los pobres a los
‘pobres de las ciudades’, aunque los ejemplos de ese tipo sean muchos menos y casi no se
desarrollen.
Martínez Alier plantea que la presencia del ecologismo de los pobres en el Sur se
debe a que, en general, la gente del norte ha perdido la noción del medio ambiente como
fuente de sustento, mientras que las poblaciones pobres, y en gran parte rurales, del sur
“están más conectadas con el medio ambiente y, por lo tanto, tienen una comprensión más
108 M. Folchi

íntima de lo que está en juego al no manejarlo cuidadosamente” (Martínez-Alier 2014: 240).


Si esto es así, la desconexión de un ‘hábitat proveedor’ de sustento es algo que afecta por
igual a todos los habitantes urbanos, pobres o no. Como él mismo menciona, “de ahí la
respuesta proverbial de los niños urbanos a la pregunta –de dónde provienen los huevos o la
leche– del supermercado” (Martínez-Alier 2004: 45). Probablemente si a esos niños se les
pregunta de dónde viene el agua, dirán “de la cañería”, y la electricidad “de los postes de la
luz”.
Entonces, ¿en qué sentido los pobres de las ciudades son equivalentes a los pobres de
los espacios rurales? Los pobres que viven en las ciudades no obtienen el sustento de los
servicios del ‘ecosistema urbano’ (a excepción de quienes usan residuos como combustible y
los recicladores —que no siempre son pobres). Los pobres de las ciudades no tienen un tipo
de relación con el ambiente distinto al resto de los habitantes urbanos y al del cualquier ser
humano. Todos requieren unas condiciones satisfactorias de habitabilidad para vivir: aire,
agua, cobijo, desplazamiento, recreación, etc. Si alguien hace algo que menoscabe esas
condiciones podrá surgir un conflicto, pero tal cosa ocurrirá independientemente de la
condición social de los afectados y del lugar donde residan.
La conflictividad de los pobres urbanos no tiene el mismo origen y significado que la
conflictividad de los habitantes rurales pobres —la ‘gente del ecosistema’ de Guha y
Gadgil— cuyos hábitats son invadidos por actividades económicas que degradan el ambiente
o usurpan sus recursos. En su mayoría, los pobres urbanos no conocieron un hábitat
saludable que luego haya sufrido degradación a consecuencia de la invasión de un agente
externo. Esa no es su historia. De hecho, no pocas veces son los pobres quienes se ven
forzados a colonizan espacios previamente degradados (Been 1994: Mohai y Saha 2015).
Ahora bien, que los pobres de las ciudades no tengan una relación distintiva con el
ambiente y ecosistémicamente equivalente a la que tienen los pobres rurales con su
ambiente, no significa que gocen de la misma condición ambiental que el resto de la
población urbana, ni que el menoscabo de las condiciones de habitabilidad se distribuya
aleatoriamente en la ciudad. Por el contrario, la relación de los pobres urbanos con su
entorno no difiere a la del resto de la población urbana en términos funcionales, y no se
puede comparar con la íntima relación de los pobres rurales con su entorno. Sin embargo,
esto no quiere decir que los pobres urbanos gocen de las mismas condiciones que el resto de
la población urbana. Es bien sabido que los problemas ambientales se distribuyen de manera
muy desigual en las ciudades. Es frecuente que éstos se concentren en los barrios con pasado
industrial o en los márgenes del área urbana, donde el suelo es más barato y la inversión
pública escasa. Por las mismas razones, son los pobres quienes suelen vivir en esos barrios,
de tal manera que la mala calidad del ambiente que allí prevalece se convierte en una
expresión más de la injusticia social con la que los pobres deben lidiar. A este fenómeno se
le conoce como “injusticia ambiental”, que es el tercer dilema teórico que plantea la tesis del
ecologismo de los pobres, cuando afirma que la noción urbana de justicia ambiental y el
ecologismo de los pobres “pueden ser entendidos como una sola corriente” (Martínez-Alier
2004, 30).
En términos muy generales, la injusticia ambiental puede definirse como la desigual
distribución de los beneficios y costos ambientales entre distintos segmentos sociales.
También podría definirse como la desigualdad espacial de la calidad del ambiente. Lo más
significativo de este concepto es hacer de la cuestión ambiental un problema de justicia
social, al reivindicar el derecho a vivir en un ambiente libre de contaminación y el acceso
igualitario a los bienes y servicios ambientales necesarios para una vida digna.
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 109

En algunos países, como Estados Unidos, esta desigualdad tiene además un carácter
racial. La población de los barrios ambientalmente más degradados es mayoritariamente de
color o latina. Eso explica que el movimiento por la justicia ambiental haya nacido en este
país con una raíz muy profunda en el movimiento por los derechos civiles.13 En su origen y
durante mucho tiempo, el movimiento por la justicia ambiental en EE.UU. no tuvo ningún
vínculo con el movimiento ambientalista de ese país, el cual estaba dominado por gente
blanca, culta y de ingresos medio-altos. Dicho movimiento había planteado la lucha
ambiental bajo los preceptos del ‘culto a la vida silvestre’ que, como mencionamos antes,
pone en el centro al ‘medio ambiente’ —entendido como ‘naturaleza’— y no el hábitat de las
personas. Por lo mismo, aquel movimiento no había hecho ninguna vinculación entre
deterioro ambiental y cuestiones como raza o pobreza, hasta que emergió el movimiento por
la justicia ambiental a comienzo de la década del ochenta (Rhodes 2003).
En América Latina estas inequidades espaciales en las ciudades son muy evidentes.
Es probable que en muchos casos esto tenga un carácter racista, aunque pocas veces ha sido
planteado así. Un fenómeno semejante al que dio origen al movimiento por la justicia
ambiental en EE.UU., es la localización de las fuentes contaminación. Hay centros poblados
como La Oroya o Ilo, ambas en Perú o Ventanas en Chile, que se han visto afectadas durante
muchos años por la contaminación atmosférica, principalmente por el dióxido de azufre
provenientes de fundiciones de cobre. Los habitantes de esas ciudades han luchado por
décadas para librarse de la contaminación, sin éxito (Dore 2000; Folchi 2006; Li 2015). En
otros casos los ‘pobladores’ han tenido que convivir con la contaminación provocada por
industrias petroquímicas y vertederos de residuos industriales o domiciliarios, por ejemplo,
en Buenos Aires, en Tumaulipas o en Temuco (Auyero y Swistun 2007; Hernández-Rejón
2014; Castillo 2018). En esos casos, el malestar —o el ‘sufrimiento’— no siempre se ha
traducido en un conflicto abierto.
Pero la manifestación más característica y masiva de la injusticia ambiental en
América Latina, probablemente sean los asentamientos informales, los cuales tienen su
origen en la pobreza urbana o rural, y también en los desplazamientos forzosos. Los
habitantes de estos asentamientos deben organizarse y luchar para alcanzar condiciones de
habitabilidad dignas: provisión de agua potable, alcantarillado y energía, y acceso a servicios
de transporte y retiro de basura.14 Además de esto, estos asentamientos se ubican muchas
veces en terrenos considerados “no urbanizables”, como quebradas, laderas de cerros o
terrazas fluviales; lugares que están expuestos a inundaciones, deslizamientos de tierra,
incendios forestales u otros desastres. En consecuencia, sobre los pobladores de estos
asentamientos recae una segunda condición de injusticia ambiental: vivir en condiciones de
enorme vulnerabilidad, que es algo que también se ha puesto evidencia en EE.UU.,
especialmente después del desastre del huracán Katrina (Cigler 2007; Bullard y Wright
2009).15
Existe un evidente parecido entre el ecologismo de los pobres y la justicia ambiental.
No obstante, si estos conceptos se definen con rigor, se aprecia el alcance de cada uno y la

13
En 1979, los habitantes del Condado de Warren en Carolina del Norte —mayoritariamente negros— se
opusieron sin éxito a la instalación de un relleno sanitario de desechos industriales. Este hecho se considera el
comienzo del movimiento por la justicia ambiental (Taylor 2014).
14
Algunas ciudades donde estas luchas han sido estudiadas son: Lima, Maracaibo, Cochabamba, Medellín y
Quito (Meneses 2008; Petzold 2010; Linsalata 2014; Zibechi 2015; Gómez and Cuvi 2016).
15
Algunas ciudades estudiadas desde esta perspectiva son San Salvador, Morelia, Ciudad de Guatemala São
Paulo o Valparaíso, entre otras (Lungo and Baires 1995; Hernández and Vieyra 2010; Sánchez del Valle
2014; Jacobi et al. 2015, Muñoz et al. 2018).
110 M. Folchi

diferencia entre ambos. Las luchas de los habitantes rurales —la gente del ecosistema— y de
los pobres urbanos para mejorar o conservar sus condiciones de habitabilidad son diferentes
entre sí, tanto por el tipo de relación que establecen las personas con su ambiente, como por
la especificidad social de esa relación. No obstante, ambos tipos de lucha pueden
considerarse luchas por la justicia ambiental. La justicia ambiental es una categoría
suficientemente amplia para contener al ecologismo de los pobres, pero no al contrario
(Anguelovski y Martínez-Alier 2014).
Hay que tener presente que el concepto de justicia ambiental se ha ampliado mucho
durante las últimas décadas, tanto desde el punto de vista geográfico como social —y lo
mismo está ocurriendo con el movimiento homónimo. Ya no se habla de justicia ambiental
sólo en EE.UU, sino en todo el mundo (Pellow 2007; Reed y George 2011; Martinez-Alier,
et al. 2016; Allen et al. 2017). El concepto ya no se aplica sólo a las sociedades donde
existen minorías étnicas ambientalmente desfavorecidas, sino a sociedades donde la
población discriminada por su condición étnica es mayoritaria, como en Sudáfrica (Bond
2000; McDonald 2002). Pero también se aplica a aquellas sociedades donde la desigualdad
no tiene una condición racial, e incluso se aplica a grupos definidos en términos no-
socioeconómicos (Boone 2008; Anguelovski 2013). Ya se comienza a hablar de justicia
hídrica, de justicia energética e, incluso, de justicia climática (Boelens et al. 2011;
Zwarteveen y Boelens 2014; Hall et al. 2013; Borras y Franco 2018). En el movimiento por
la justicia ambiental convergen todas las luchas de los grupos sociales ambientalmente
desfavorecidos, urbanos y rurales, del Norte o del Sur. Todos ellos reivindican el derecho
igualitario a vivir en un ambiente compatible con sus formas de vida y con los
requerimientos de una vida digna.
Junto con esto, la justicia ambiental se ha ampliado también teóricamente. Varios
autores han propuesto llevar el concepto más allá de la dimensión distributiva y avanzar
hacia el análisis de las condiciones o mecanismos mediante los cuales se produce la
injusticia ambiental, esto es, entender el concepto de injusticia como ‘proceso’ más que
como ‘resultado’ (Pellow 2000; 2001; Schlosberg 2004; 2007; Boone 2008). Schlosberg
(2004), por ejemplo, argumenta que la justicia es un equilibrio conformado por tres
elementos claves interrelacionados: distribución, reconocimiento y participación. Con esto
este autor pone el acento en la dimensión procedimental de la justicia ambiental y en su
naturaleza política: la injusticia ambiental sería el resultado de la falta de reconocimiento y
participación en el proceso de toma de decisiones. Esto implica una apertura todavía mayor
del alcance del movimiento por la justicia ambiental a grupos no marginales socialmente
(Bustos et al. 2017).
Este enfoque nos permite explicar por qué el conjunto de movimientos ciudadanos
que podemos considerar expresiones del movimiento por la justicia ambiental, suelen
plantear reivindicaciones políticas; exigiendo reconocimiento y participación en los procesos
de toma de decisiones ambientales (o con incidencia ambiental) y territoriales en general.
Asimismo, estos grupos politizan las cuestiones estructurales y valóricas implicadas en el
conflicto específico que motiva su movilización: cuestionan la institucionalidad ambiental, el
ordenamiento territorial y económico, la matriz energética y hasta la distribución del poder.
En esas disputas políticas se movilizan y debaten ideas y conceptos provenientes de las
distintas corrientes del pensamiento ambiental y de otras vertientes ideológicas. Las luchas
por la justicia ambiental se convierten en escenario para movilizar esas ideas y disputar
cuestiones fundamentales para el ambientalismo, como la ‘sustentabilidad’, el ‘desarrollo
económico’, o la condición de la ‘naturaleza’. Al generar este momento político, los
Ecologismo de los pobres: conflictos ambientales y justicia ambiental 111

conflictos ambientales propician la formación de un nuevo tipo de ciudadanía; una


ciudadanía ‘ambientalizada’; con conciencia política socioambiental o territorial. Esto es,
ciudadanos conscientes de su relación con el entorno y de los derechos territoriales que eso
implica, conscientes también de los problemas ambientales —en sus distintas escalas— y del
origen económico y político de estos problemas. Si sumamos todos estos elementos,
podemos concluir que estas luchas por la justicia ambiental conducen a democratizar el
medio ambiente.

Agradecimientos: Este capítulo fue posible gracias al apoyo de CONICYT (Comisión


Nacional de Investigación Científica y Tecnológica) a través de los proyectos: PIA-Anillo
Soc 1404 y FONDECYT 1150770.

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