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De ‘Pigmalión’ a ‘Her’: amar a un ser imaginario


El miedo a un posible contagio resucita un subgénero con una larga tradición en
la literatura y el cine: los romances e historias de amistad entre humanos y seres
inertes o virtuales
MERCEDES CEBRIÁN

28 MAY 2020 - 10:35 CEST


Joaquin Phoenix en 'Her' (2013). En el vídeo, una selección de los grandes amores entre humanos y muñecos en la literatura
y el cine. VERÓNICA FIGUEROA

Confiemos en que pase pronto el temor al contagio entre humanos que nos ha invadido y que ha
visto crecer nuestra cautela a la hora de acercarnos físicamente a cualquiera. En las antípodas
de esta distancia social, algunos cuarentenistas han experimentado en su propia casa las
vicisitudes de la convivencia intensa con otros. Somos seres sociales, de acuerdo, pero en
ocasiones necesitamos alejarnos –en todos los sentidos– de los demás humanos. De ahí
procede la fantasía de sustituirlos por criaturas inanimadas provistas de ojos y boca que se
plieguen a nuestros deseos y no practiquen la fea costumbre de quitarnos la palabra. Es decir,
por muñecos. Este ensueño no es reciente: prueba de ello es que la ficción, tanto literaria como
cinematográfica, le ha dedicado centenares de obras en las últimas décadas.
El ejemplo canónico es Pigmalión, aquel rey chipriota al que Ovidio retrata en sus Metamorfosis.
El monarca se enamora de una estatua de marfil que él mismo ha esculpido. Y con él nace la
agalmatofilia u obsesión por estatuas, maniquíes o muñecos. Las posteriores versiones de esta
obra en el siglo XX convierten a la estatua en una mujer de carne y hueso a la que Henry Higgins,
un profesor inglés de fonética, sueña con moldear para que así desaparezca de su garganta toda
traza de acento cockney. Se trata de la florista londinense Eliza Doolittle, ideada originalmente
por George Bernard Shaw como personaje de su obra teatral Pigmalion (1913) y recreada años
después en My Fair Lady (1964), la comedia cinematográfica de George Cukor.

'Pigmalión enamorándose de su imagen', estampa de Magdalena van de Passe, realizada a mediados del siglo XVII.
RIJKSMUSEUM

No es un secreto para nadie que el deseo de muñequizar a las mujeres lleva siglos revoloteando
por el inconsciente de muchos varones. Esto se deja ver en la novela El hombre de la arena, de
E.T.A. Hoffmann (1817), con su Olimpia autómata sobre la que Nathaniel, el protagonista,
proyecta sus deseos como si aquella fuese una pantalla inmaculada. La obra fue tan reveladora
que los popes del psicoanálisis la analizaron en sus escritos: Freud en Lo siniestro y Lacan en el
Seminario X sobre la angustia. Otro ejemplo de cómo la ficción muñecófila ha dejado huella nos
lo proporciona la novela La Eva Futura de Auguste Villiers, publicada en 1886. De su texto
procede la palabra androide, que hoy empleamos con naturalidad, si bien el autor concibió más
bien una ginoide llamada Hadaly, que, por su "esplendor de sonrisa, inconscientes mohines de
expresión, fiel y exacto movimiento labial en las pronunciaciones", enamora al personaje de Lord
Ewald, decepcionado del trato con su esposa.

Medio siglo después, a finales de la década de 1920, la escritora británica Daphne du Maurier
invierte los papeles en su relato El muñeco. En él, la violinista que protagoniza la historia prefiere
con creces a su muñeco Julius que al joven que narra los sucesos, atónito e inundado por la furia
y el resentimiento.

Por aquel entonces ya se había inventado el plástico: Leo Baekerland patentó la baquelita en
1907, así que la posibilidad de fabricar muñecos realistas como los maniquíes estaba a la orden
del día. Esta modalidad de muñeca adulta –no nos engañemos, la gran mayoría de ejemplos son
femeninos–, aparece tanto en Las hortensias, la inquietante nouvelle del uruguayo Felisberto
Hernández, como en la novela corta Chattanooga choo choo, una joyita de corte surrealista que
figura dentro del volumen Tres novelitas burguesas del escritor chileno José Donoso. En esta
última, ambientada en el mundo de la gauche divine catalana de la década de 1970, destaca el
personaje de Sylvia, una mujer a la que su amante Ramón le puede poner y quitar partes del
cuerpo a su antojo, así como pintarle la cara con diversas expresiones. Distinta suerte corre
Horacio, el protagonista del relato de Felisberto Hernández, al que sus amigas inanimadas no le
solucionan su tedio existencial: "Cada vez le costaba más estar solo; las muñecas no le hacían
compañía y parecían decirle: "Nosotras somos muñecas; y tú arréglate como puedas", afirma el
narrador de la historia.

El actor Michel Piccoli y su muñeca, en 'Tamaño natural' (1973).

En ocasiones, los seres inanimados también toman las riendas del relato. Esto ocurre con la
muñeca erótica Yoshiko, una de las narradoras de la novela del escritor brasileño João Paulo
Cuenca titulada El único final feliz para una historia de amor es un accidente (2012). El autor, un
apasionado de la cultura japonesa contemporánea, pasó cuarenta días en Tokio para
ambientarla y conocer los circuitos del comercio de lovedolls [muñecas eróticas], tan extendido
en Japón: "Existen y hay prostíbulos de muñecas. Se pueden alquilar. Uno compra la ropa usada
de adolescentes para ponérsela a la muñeca", declara Cuenca en una entrevista.

Como la realidad tiene por costumbre superar cualquier extravagancia ideada por la ficción, el
fotógrafo japonés Taro Karibe buscó ejemplos de ello hasta que logró documentar la vida de su
compatriota Senji Nakajima, el sexagenario que dejó a su mujer por Saori, una muñeca de
silicona con la que vivió varios años en un apartamento de Tokio. En las imágenes vemos cómo
Senji le compra pelucas a Saori, se baña con ella en el mar y empuja su silla de ruedas para salir
con ella a recorrer Japón. A quienes lo toman por loco, Nakajima les hace ver que Saori “nunca te
traiciona, no se mueve por dinero”. “Estoy harto de los humanos racionales modernos. No tienen
corazón", escribe.

El cine también ha reflejado las complejidades de este idealizado vínculo entre humanos adultos
y muñecas. Una de las cintas menos conocidas de Berlanga se centra en ello. Se trata de
Tamaño natural (1974), donde el recientemente fallecido Michel Piccoli encarna a un hombre
maduro que obtiene más placer en atender a su muñeca que en tratar con mujeres de sangre
caliente. Dos décadas más tarde fue la película Lars y una chica de verdad, nominada en 2007 al
Oscar al mejor guion original (escrito por Nancy Oliver), la que nos paseó por los sentimientos de
Lars (Ryan Gosling) hacia Bianca, la muñeca de tamaño real a la que adora y a la que acaba
homenajeando con un funeral por todo lo alto.

Ryan Gosling en 'Lars y una chica de verdad' (2007).

Si palpar silicona es placentero, acariciar peluches de felpa puede serlo más aún, por eso la
ficción cinematográfica también le ha dedicado su atención. Un ejemplo lo tenemos en el drama
El castor, el tercer largometraje de Jodie Foster como directora, en el que un profundamente
deprimido Walter Black (Mel Gibson) se calza en la mano un guiñol de peluche en forma de
castor que encuentra en la basura y decide hablar a través de este. La escena en la que sale a
cenar con su mujer –encarnada por Jodie Foster– y no puede articular palabra salvo a través del
muñeco es entre desternillante y siniestra, en el sentido más freudiano del adjetivo. Por su parte,
en las dos entregas de la comedia Ted del director Seth MacFarlane, cuya estrella es el oso de
peluche homónimo, la moraleja radica en la dificultad de los humanos para abandonar la
infancia. El oso Ted, que dice motherfucker cada tres palabras, es irreverente y fuma en
cachimba, funciona precisamente por eso como perfecto amigote para su propietario, un adulto
que de niño deseaba que su osito de peluche cobrase vida y cuyo sueño se hizo realidad, para
bien o para mal.
Por último, la apoteosis del amor inmaterial la tenemos en la multipremiada Her (Óscar al mejor
guion original en 2013), sin secreciones ni caricias de ningún tipo, pues la enamorada del
protagonista es un sistema operativo informático. Quizá en lugar de desmoralizarnos, estas
ficcionesnos deberían hacer pensar que el futuro de las relaciones sociales pasa por matizar lo
que entendemos por el adjetivo humano. Como escribió Villiers en La Eva Futura: "Si nuestros
dioses y esperanzas ya no son sino científicos, ¿por qué no habrían de serlo también nuestros
amores?".

ARCHIVADO EN:

George Bernard Shaw · Jodie Foster · Mel Gibson · Daphne de Maurier · Juguetes · Cine · Literatura · Cultura

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