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El 24 de marzo de 1976, cuando Barlet se levantó para ir a su trabajo, cerca de las siete

de la mañana, su padre

estaba aún en su casa. “Hay golpe de estado” le dijo a su hijo, encogiendo los hombros,
elevando las cejas y estirando la comisura de sus labios hacia arriba. Una mezcla de
resignación, desinterés y cinismo. ”El país vuelve a fracasar”, “nada va a cambiar”,
“nunca se hace lo que se tiene que hacer”, sin especificar en qué consistía ni el fracaso,
ni el cambio, ni lo que se tendría que hacer. Implicando esa queja alguna esperanza, de
que alguna vez fuese diferente. Esperanza transmitida a Barlet por su padre.
Ni a su padre ni a Barlet los sorprendía el “golpe de estado” que acababa de ocurrir. Al
padre por repetición, a Barlet por que sabía que los militares tomarían el poder en
cualquier momento. Para el padre cada golpe, era reflejo de sus propias frustraciones,
ya pasados los cincuenta años, acumulaba una cantidad que pesaba en el andar. Para el
hijo las frustraciones estarían por venir.
Barlet, dado que no iría a trabajar, como la mayoría de los argentinos, desayunó,
escuchando la misma emisora radial que escuchaba Vázquez cuando estuvo detenido,
que mantenía la dinámica diaria, como si casi nada hubiese ocurrido en el país. Tan sólo
comentar el cambio de autoridades ante una situación que se tornaba cada vez más
caótica. Cerca de las diez y treinta de esa mañana Barlet se dirigió a la casa de Villamil,
la única persona que sentía que podía compartir lo que ocurría y lo que, presumía,
ocurriría: mayor represión, más desaparecidos, y una política económica que
beneficiaría a muy pocos.
Cuando llegó a la casa de Villamil, lo encontró subido a una escalera, con una brocha en
la mano, salpicado de blanco, pintando la habitación en la que dormía también su
hermano menor. Mantuvieron una conversación hasta pasado el mediodía sobre el
“golpe de estado”, tratando de aventurar cuántos les tocaría vivir en dictadura. No había
sorpresa ni dolor, ni temor por lo que acontecía, tan sólo un diagnóstico desalentador, si
bien para la mayor parte de la sociedad significaba una esperanza. A pesar de que Barlet
recién acababa de cumplir veinte y Villamil veintiuno, hablaban con si fuesen dos
hombres maduros, acostumbrados a las contingencias, acostumbrados a las
contingencias trágicas, de la sociedad en las que les había tocado vivir.
Almorzaron seis milanesas frías, que habían quedado del día anterior, sin preocuparse
en calentarlas, con una ensalada de papa y huevos que llevaba más de un día en la
heladera. Los tres hermanos de Villamil no estaban en la casa, cuando se dieron cuenta
de que no tenía más sentido sentir hablando del “golpe de estado”, que llevaba menos de
veinticuatro horas de instaurado, cambiaron de tema y comenzaron a hablar de fútbol.
La selección Argentina jugaba, por la tarde, con la de Polonia en Siaski, una ciudad
industrial polaca. Los dos tenían expectativas optimistas, tanto por los jugadores que
formaban el equipo, como por el técnico que los conducía. A las tres de la tarde Villamil
encendió el televisor, esperando los dos el comienzo del encuentro, programado para las
quince y treinta, que fue televisado y transmitido en directo, por decisión de La Junta
Militar, que acababa de asumir el poder, haciendo una excepción en la programación de
ese día para el partido de fútbol. El seleccionado argentino obtuvo un triunfo de dos
tantos, contra uno. Los dos lo disfrutaron, a pesar de que sabían que ese día era el
comienzo de un período trágico para el país, aceptándolo con cierta calma, sin que esto
implicase una falta de preocupación, teniendo la certeza de que por un tiempo no
participarían de la actividad política, aunque la condición de jóvenes universitarios, de
ambos, comenzaba ser, de manera definitiva, en ese momento, una posibilidad de ser
presas de la represión.

Dos días antes del golpe de estado, Vázquez partió, por indicación del médico,
compañero de residencia de su padre, a Madrid.
Vázquez se iba a España, con casi un tercio de la carrera de medicina hecha, y dinero
como para poder vivir medio año sin trabajar, dejando a Julia en la cárcel de Olmos,
donde permanecería detenida hasta 1978, poco antes del comienzo del Mundial de
Fútbol. Llevaba la dirección y el teléfono de un familiar, que le podría facilitar
conseguir trabajo y alojamiento, y de un montonero, para seguir su militancia, que
residía hacía un año en Madrid.
La decisión no le había resultado fácil. Su padre lo terminó de convencer al decirle “si
querés seguir vivo, hijo, tenés que abandonar el país. Vos sabés que en cualquier
momento hay “golpe de estado”, y los militares van a salir a degüello”. La inminencia
del “golpe”, se venía insinuando desde fines del año anterior, y era solicitado por una
gran mayoría de la población. Había un diagnóstico, que no admitía objeciones, de que
el gobierno democrático estaba para cuidados paliativos, sabiéndose la fecha de
defunción. Vázquez que quería ser oncólogo infantil, no podía soslayar una mirada
clínica tan certera. La realidad, con la que parecía tener una relación de reciprocidad,
pudo más que el dolor, que la culpa y la vergüenza por tener que dejar el país, sin poder
hacer nada para que la realidad, fuese modificada. Sólo irse.
A poco tiempo de despegar, el avión que lo conduciría al aeropuerto de Barajas,
comenzó a escribir la primera carta para Julia.
“Julia mía, tomé una decisión que no hubiera querido tomar jamás- Te quiero, te
extraño, ye deseo. Escribo esta carta, convencido de que el dolor que te están
ocasionado, lo superarás con el tiempo. Ojala existiera un hotel alojamiento donde estar
a salvo de esta locura, que me parte en dos, para estar para siempre juntos, acariciándote
la piel, mirarte a los ojos después de hacer el amor y abrazarte para protegerte, de lo que
no he podido protegerte. Nos han separado, pero no han podido despegar de mí tu piel,
querida Julia. Amor mío, podrás entenderme o no, podrás perdonarme o no. Yo te sigo
queriendo.
Sé que te toca pasar algo mucho peor, que mis veinticinco días de encierro. Sé que tenés
una fortaleza, que pocos tienen. Aguantá por lo que podamos volver a vivir juntos,
aguantá por vos, aguantá por que estos hijos de puta no se van a quedar en el poder para
siempre, y si no es a mí, que sea otro al que le des tu amor, cuando salgas a la libertad.
El día que vuelva, estaremos nuevamente juntos. Espero que sea así. Sigo y seguiré
estando con vos, pase lo que pase.
Siempre hasta la victoria. Ahora me doy cuenta de que para llegar a esa victoria, para
siempre, se pierden batallas, algunas serán derrotas más dolorosas que otras. Que no nos
desmoralicen. El amor, el nuestro, no puede , no se debe desmoralizar.
Si pensás que estuve llorando mientras escribía esta carta, no te equivocás. Son
lágrimas de tristeza, por irme, por saber que voy a estar lejos, y de felicidad al pensar
en tu amor, nuestro amor. No se que voy a encontrar en Madrid, pero soy optimista. Un
privilegio comparado con los dolores y amenazas con los que convivís a diario. Dejame
estar a la altura de tu entereza, de tu sonrisa, mi amor. Es la primera carta que te escribo
y no sé si el avión ya traspasó aguas argentinas. Supongo que sí”

Vázquez llegó a Madrid, ciudad que no sorprendió por encontrarla tan parecida a
Buenos Aires, que si bien lo es, también por el optimismo, que le había anticipado a
Julia, era el método que había elegido para ese momento de su vida. No es que Vázquez
no fuese optimista, lo era, lo seguiría siendo, pero el optimismo planteado como
método, en su caso se retroalimentaba.
Los dos primeros meses se alojó en una pensión para estudiantes, por recomendación
del familiar con el que se tenía que contactar. Un sobrino de sus abuelos paternos,
médico generalista que lo recomendó a un geriátrico, en el que comenzó a trabajar como
enfermero, sin papeles, y en consecuencia percibiendo un pago inferior a los que los
tenían, y que le prestaba libros sobre medicina, y sobre la Guerra Civil Española, al que
visitaba los sábados por la tarde para charlar, sobre todo de los dos temas que más los
acercaba, la medicina y la política, mientras tomaban café, copitas de licor de guinda y
porciones de tarta de hojaldre con crema y nata. Encontrándose, después para cenar, con
el dirigente montonero, que le habían dicho podía y debía contactarse. Hablaban de lo
que sucedía en Argentina y de lo que podían hacer para que España, y toda Europa se
enterara de que la dictadura hacía desaparecer personas, después de torturarlos en
centros de detención clandestina, hasta que pudieran volver para derrocar a la Junta
Militar.

A pocos mese de vivir en Madrid, Vázquez se había impregnado del tono español,
pareciendo que estaba radicado desde hacía años. Caminaba por la ciudad, como si
estuviese en Avellaneda o en la avenida Corrientes, o la zona de las facultades en Barrio
Norte. Los domingos iba a ver al Atlético de Madrid, cuando jugaba de local, del que
comenzó a hacerse simpatizante. Frecuentaba bares por las noches en busca de mujeres
para acostarse con ellas, logrando hacerlo con la misma facilidad que lo hacía en
Buenos Aires. Leía en el tiempo que le quedaba libre los libros que le prestaba el
sobrino de sus abuelos paternos. Se había hecho de un par de amigos, españoles, que
compartían con él, su preocupación por lo que acontecía en el mundo, y el gusto por las
mujeres. Disfrutaba de su presente, no sin cierta culpa, no sin cierta nostalgia que
trataba de mitigar con la convicción de que un militante no debía permitirse esa clase de
debilidades. Extrañaba a Julia de la que hablaba con quien pudiera, incluso con las
mujeres con las que tenía relaciones sexuales. A su padre, lo extrañaba también, sólo
que no lo hacía explícito, no por que la intensidad de la añoranza fuese menor que la
sentida por Julia, no por que manifestarlo lo pusiese en condición de endeble, sino por
considerarlo algo íntimo.
A Julia la podía recuperar, de manera fugaz, al acariciar la piel suave de alguna mujer,
al contemplar la cabellera larga, suave y rubia de las que veía por la calle, cuando
entrelazaba sus manos, después de una relación sexual, con los de una amante ocasional,
y los encontraba delgados, largos y delicados, o cuando sorpresivamente se encontraba
con una sonrisa femenina espontánea, clara y contagiosa. A su padre, en cambio no
lograba recuperarlo, cada vez que comenzaba a tener la sensación de percibir algún
signo que diera cuenta de él, cuando leía sobre medicina, cuando suministraba
medicación en el geriátrico, cuando curioseaba en librerías biografías, o cuando
ingresaba al estadio del Atlético, como si fuese el de Racing de Avellaneda, la sensación
se le esfumaba, como una nube que se disipa antes de poder lograr alguna forma. Una
larga y laboriosa construcción, tendría que hacer para recuperar a un hombre, su padre,
al que se dio cuenta que no conocía. No le resultaba difícil imaginar los tormentos que
vivía Julia, ni de su entereza para afrontarlos, ni pensar que la violaban, aunque le
produjera un dolor que se acrecentaba cuando suponía que le harían daño a la piel de
ella, con los aguijonazos de la picana, desnuda con los brazos y piernas extendidas, y
atadas a los extremos de un elástico de cama, que los militares llamaban “parrilla”.
Vázquez estaba más preparado para soportar el dolor, que la incertidumbre

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