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MI HERMANO KAZANTZAKIS

Por Rael Salvador

Moría Kazantzakis y se resistía a soltar el lápiz, a extraer la mano de la


marejada tormentosa en que se había transformado su tinta.

Emborronaba ya sus últimas sílabas con el murmullo terminal y todos


estábamos afligidos, inseguros, en un grito de neblina que no alcanzaba a
reconfigurar su espíritu.

Moría Kazantzakis y, con él, nuestro más preciado sueño de lucidez y


justicia…

Con temple –escribió para eso todo el tiempo– observaba el oscuro


abismo de la muerte y sabía que, entre éste y del abismo que venimos, el
luminoso espacio que hay entre ellos le llamamos vida.

El secreto lo había extraído de Homero, al igual que Pessoa lo hizo en


su momento: “Sólo dos fechas: la de mi nacimiento y la de mi muerte. Entre
una y otra, todos los días son míos”.

Niko Kazantzakis (Grecia, 1883-1957), autor de “Ascesis Salvatores


Dei”, “Cristo de nuevo crucificado”, “El canto a Dante”, “La última
tentación de Cristo”, “Alexis Zorba el griego” y muchos otros grandes libros,
así como una hermosa versión de la “Odisea” y recomendables obras de
teatro, entre la que destaca la trascendencia de “Buda”.

Leer su autobiografía, “Carta al Greco”, me brindó felicidad terrena


ofreciéndome la medida del hombre ante sus imaginarios, porque como él
mismo dice: “La felicidad es un ave doméstica que se encuentra en el patio de
nuestra propia casa”.

¿Cómo no recordar, ahora que menciono la novela de “Zorba el


griego”, el final maravilloso de la película del mismo nombre, dirigida por
Cacoyannis, cuando Zorba es convidado a ofrecer la lección de baile –con la
también inolvidable pieza musical de Mikis Theodorakis– a quien buscaba la
vida perdiéndose intelectualmente en la biografía de Buda?

Estos tiempos, donde el cruce despiadado de consignas amarra sus


navajas para la confusión, no olvido la inmensidad del pensamiento escrito del
autor de Hermanos enemigos: “Cogidos por las redes de la carne, luchan por
librarse, por salvarse, y caen en redes más espesas, en las redes del
entendimiento; y a eso le llaman salvación. Cambian de prisión, ya los muros
no son de piedra y cal y hierros, sino de esperanzas y sueños; cambian de
prisión, ¡y a eso le llaman libertad!”.

En uno de nuestros diálogos iniciales cuestioné al cantautor Facundo


Cabral para que ofreciera algún juicio sobre la polémica que había desatado la
versión cinematográfica de La última Tentación de Cristo.

«Por los griegos –me dice Cabral– muchos nos colgamos el verso y la
guitarra; vimos en el parque, la plaza y la playa parte de nuestro hogar, donde
pudimos apreciar el vuelo libre de las aves y la fortuna maravillosa de las
fogatas que el cielo nocturno nos ofrecía; empezamos a leer a Lawrence
Durrell, al desaforado de Henry Miller, el de los trópicos, pero también el de
“El Coloso de Marusi”; a conocer el verdadero viaje a través del poema
“Ítaca” de Kavafi… ¿Lo recuerdas?: “Detente en los emporios de Fenicia/ y
hazte con hermosas mercancías,/ nácar y coral, ámbar y ébano/ y toda suerte
de perfumes sensuales./ Ve a muchas ciudades egipcias a aprender de sus
sabios”. Por escuchar a George Moustaki muchos arribamos a la belleza de
Nikos Kazantzakis y su “Zorba el Griego” y a la poesía mediterránea,
bañada siempre de espumas, danzas inigualables y vino persa, de esmeraldas,
polvo de estrellas y pieles de jaguar. Pero, sobre todo, arribamos a la
comprensión de la existencia… ¡Mi Dios, qué maravilla! Y tú me preguntas
sólo por la polémica de “La última Tentación”…».

Si algún día dejamos de juguetearnos el apéndice de las apariencias,


quizá nos acerquemos a entender aquello que Nikos Kazantzakis no legó en su
Buda: “No puedo cambiar el rumbo de los ríos, no puedo desviar el transcurso
de los vientos... Pero lo que sí puedo es cambiar la mente que los percibe”.

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